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Cisnes Salvajes Jung Chang
Cisnes Salvajes Jung Chang
Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica
como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China
sometida a guerras, invasiones y revoluciones.
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Jung Chang
Cisnes Salvajes
ePub r1.0
Banshee 25.08.13
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A mi abuela y a mi padre,
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Título original: Wild swans
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NOTA DE LA AUTORA
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Árbol Genealógico
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Mapa
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1. «Lirios dorados de ocho centímetros»
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con el objetivo de que superara con éxito los exámenes necesarios para
convertirse en mandarín o funcionario público, entonces la máxima
aspiración de la mayoría de los varones chinos. La categoría de
funcionario traía consigo poder, y el poder representaba dinero. Sin
poder o dinero, ningún chino podía sentirse a salvo de la rapacidad de
la burocracia o de imprevisibles actos de violencia. Nunca había
existido un sistema legal propiamente dicho. La justicia era arbitraria, y
la crueldad era un elemento a la vez institucionalizado y caprichoso. Un
funcionario poderoso era la ley. Tan sólo convirtiéndose en mandarín
podía el hijo de una familia ajena a la nobleza escapar a ese ciclo de
miedo e injusticia. El padre de Yang había decidido que su hijo no habría
de continuar la tradición familiar de enfurtidores (fabricantes de
fieltro), y tanto él como su familia realizaron los sacrificios necesarios
para costear su educación. Las mujeres cosían hasta altas horas de la
noche para los sastres y modistos locales. Con objeto de ahorrar,
regulaban sus lámparas de aceite al mínimo absoluto necesario, lo que
les producía lesiones visuales irreversibles. Las articulaciones de sus
dedos se hinchaban a causa de las largas horas de trabajo.
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«plantar niños». Mi abuela nació un año después de la boda, en el
quinto día de la quinta luna, a comienzos del verano de 1909. Su
situación era mejor que la de su madre, ya que al menos obtuvo un
nombre: Yu-fang. Yu —que significa «jade»— era su nombre de
generación, compartido con el resto de los miembros de la misma,
mientras que fang significa «flores fragantes».
Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino
se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian ).
Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado
por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en
belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer
tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre
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los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo
de protección en el observador.
Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de
edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por
atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de
longitud, doblándole todos los dedos —a excepción del más grueso—
bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de
grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de
dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió
embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se
desmayó varias veces a causa del dolor.
El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies
tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que
intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados.
Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable.
Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía
en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida
entera y que lo hacía por su propia felicidad.
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De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en
que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su
hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada,
por lo que ésta pudo escapar al tormento.
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general Wang para sofocar un alzamiento en la Mongolia interior. Al
cabo de poco tiempo, había amasado una fortuna con la que se diseñó y
construyó una mansión de ochenta y una habitaciones en Lulong.
Las alianzas eran poco sólidas. En mayo de 1923, la facción del general
Xue decidió desembarazarse del presidente que había llevado al poder
tan sólo un año antes, Li Yuan-hong. En unión con un general llamado
Feng Yu-xiang (jefe militar cristiano convertido en personaje legendario
por haber bautizado a sus tropas en masa con una manguera), Xue
movilizó a sus diez mil hombres y rodeó los principales edificios
gubernamentales de Pekín, solicitando las pagas atrasadas que el
gobierno en quiebra debía a sus hombres. Su objetivo real era el de
humillar al presidente Li y obligarle a dimitir. Li rehusó hacerlo, por lo
que Xue ordenó a sus hombres cortar el suministro de agua y
electricidad del palacio presidencial. Al cabo de unos pocos días, las
condiciones en el interior del edificio se volvieron insostenibles, y en la
noche del 13 de junio el presidente Li abandonó su maloliente residencia
y huyó de la capital en dirección a la ciudad portuaria de Tianjin,
situada a cien kilómetros al Sudeste.
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A lo largo de los cuatro meses que siguieron, Xue se sirvió de su policía
para asegurarse de que Tsao Kun, el hombre que su facción deseaba
elevar a la presidencia, ganara lo que se anunciaba como una de las
primeras elecciones celebradas en China. Hubo que sobornar a los
ochocientos cuatro miembros del Parlamento. Xue y el general Feng
emplazaron a sus guardias en el edificio del Parlamento e hicieron saber
que habría una generosa recompensa para todos aquellos que votaran
como era debido, lo que hizo retornar a numerosos diputados de sus
provincias. Cuando ya se hallaba todo preparado para la elección, había
en Pekín quinientos cincuenta y cinco miembros del Parlamento. Cuatro
días antes, y tras intensas negociaciones, les fueron entregados a cada
uno cinco mil yuanes de plata, una suma entonces considerable. El 5 de
octubre de 1923, Tsao Kun fue elegido presidente de China con
cuatrocientos ochenta votos a favor. Xue fue recompensado con su
ascenso a general. También fueron ascendidas diecisiete «consejeras
especiales», todas ellas favoritas o concubinas de los diversos generales
y jefes militares. Este episodio ha pasado a formar parte de la historia
china como notorio ejemplo del modo en que unas elecciones pueden ser
manipuladas, y la gente aún lo cita para argumentar que la democracia
nunca funcionará en China.
A comienzos del verano del año siguiente, el general Xue visitó Yixian,
población que, si bien no era de gran tamaño, sí resultaba importante
desde el punto de vista estratégico. Fue más o menos en aquella zona
donde el poder del Gobierno de Pekín comenzó a agotarse. Más allá, el
poder recaía en manos del gran jefe militar del Nordeste, Chang Tso-lin,
conocido como el Viejo Mariscal. Oficialmente, el general Xue se hallaba
realizando un viaje de inspección, pero también tenía intereses
personales en la zona. En Yixian poseía los principales almacenes de
grano y las mayores tiendas, incluyendo una casa de empeños que hacía
las veces de banco y emitía una moneda propia que circulaba en la
población y sus alrededores.
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proporcionar al general Xue la ocasión de admirar lo que le estaba
siendo ofrecido. En aquellos tiempos, una mujer respetable no podía ser
presentada a un extraño, por lo que Yang tuvo que ingeniárselas para
lograr que el general Xue viera a su hija. El encuentro tenía que parecer
accidental.
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padre avanzó un paso y la presentó al general. Ella realizó una pequeña
reverencia sin alzar el rostro en ningún momento.
Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al
templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos
adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y
energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue
apenas dirigió una mirada al escenario.
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madre, la bautizó con el nombre de Bao Qin, que significa «Preciosa
cítara».
El general Xue había dicho que podía quedarse en Yixian, en una casa
que compraría especialmente para ella. Ello significaba que podría
conservar la proximidad con su familia y, más importante aún, que no
tendría que vivir en la residencia del general, donde habría tenido que
someterse a la autoridad de su esposa y del resto de las concubinas,
todas las cuales habrían tenido derechos de antigüedad sobre ella. En la
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residencia de un potentado como el general Xue, las mujeres eran
prácticamente unas prisioneras viviendo en un estado de murmuración y
calumnia permanentes provocado en gran parte por la inseguridad. La
única seguridad de que gozaban era el favor de su esposo. La oferta del
general Xue de comprarle una casa significaba mucho para mi abuela,
al igual que su promesa de solemnizar la unión con una ceremonia
nupcial completa. Ello suponía que ella y su familia adquirirían una
importancia considerable. Asimismo, existía una consideración final
sumamente importante para ella: ahora que su padre se hallaba
satisfecho, confiaba en que mejorara el trato que daba a su madre.
El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada
con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a
ella, acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y
farolillos de seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo
más grandioso para una mujer. De acuerdo con la tradición, la
ceremonia nupcial tuvo lugar al atardecer, entre una multitud de faroles
rojos que alumbraban el crepúsculo. Había una orquesta de tambores,
címbalos y penetrantes instrumentos de viento que interpretaron alegres
melodías. El ruido se consideraba parte esencial de una buena boda, ya
que el silencio habría sugerido que el acontecimiento tenía algo de
vergonzoso. Mi abuela apareció espléndidamente ataviada de brillantes
bordados, con un velo de seda roja cubriendo su cabeza y su rostro.
Ocho hombres la transportaron hasta su nueva casa en la silla de mano.
En el interior de ésta hacía un calor sofocante y, discretamente, retiró la
cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo el velo, se alegró de
ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle. Aquello era
muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple concubina:
apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de un
soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro
personas, todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda
la población, visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual
completo, y exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes
cestos de mimbre transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida
por toda la ciudad, llegó por fin a su nuevo hogar, una residencia
grande y elegante. Al verla, se sintió satisfecha. La pompa y la
ceremonia le hacían sentir que había ganado prestigio y estima.
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Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto un
acontecimiento semejante.
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mujeres, mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para
adquirir un aspecto sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la
situación prácticamente intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia
el Sur y la situación volvió a la normalidad.
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A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado
que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre
aquellas cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su
propia casa, y había de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes
para evitar que inventaran historias acerca de ella (algo tan corriente
que se consideraba casi inevitable). Les hacía numerosos presentes, y
organizaba asimismo partidas de mah-jongg, ya que al ganador le
correspondía siempre entregar una generosa propina a la servidumbre.
Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que
le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños,
quien también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las
partidas de mah-jongg.
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mensaje, a la vez que repasaba mentalmente una y otra vez su breve
vida con el general. Llegó incluso a recordar con nostalgia la sumisión
física y psicológica que sufría junto a él. Le echaba mucho de menos, a
pesar de que sabía que no era sino una más de tantas de sus concubinas
que salpicaban el territorio chino y de que nunca había alimentado la
idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le añoraba, ya que
representaba su única posibilidad de poder llevar una vida digna de ese
nombre.
Por fin, un día, seis años después de haberle visto salir por la puerta
como si tal cosa, apareció su «esposo». El reencuentro fue muy distinto
de lo que había soñado al comienzo de su separación. Entonces, en sus
fantasías, había planeado entregarse total y apasionadamente a él, pero
ahora apenas lograba despertar en sí misma una reservada conciencia
de su deber. Por otra parte, le angustiaba la idea de haber podido
ofender a alguno de los sirvientes o de que éstos inventaran historias
destinadas a congraciarse con el general y destrozar su vida. Pero todo
transcurrió apaciblemente. El general, quien ya había superado la
cincuentena, parecía haberse suavizado, y su aspecto ya no era tan
majestuoso como antes. Tal y como mi abuela esperaba, en ningún
momento mencionó dónde había estado, el motivo por el que había
partido tan abruptamente ni por qué había vuelto, y ella no se lo
preguntó. Aparte del hecho de que no deseaba recibir una reprimenda
por mostrarse demasiado curiosa, lo cierto era que no le importaba.
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a Manchuria con el resto de China. Sin embargo, el Gobierno del
Kuomintang nunca llegó a establecerse de un modo real en aquella
región.
La visita del general Xue a mi abuela no duró mucho. Al igual que había
sucedido la primera vez, anunció súbitamente su marcha al cabo de
unos pocos días. La noche antes de partir, pidió a mi abuela que se
trasladara a vivir con él a Lulong. La petición la dejó sin aliento. Si le
ordenaba ir con él, sería como verse condenada a cadena perpetua bajo
el mismo techo de su mujer y del resto de sus concubinas. Se sintió
invadida por una oleada de pánico. Sin dejar de aplicarle masaje en los
pies, le rogó suavemente que le permitiera quedarse en Yixian. Alabó su
bondad al haber prometido a sus padres que no la separaría de ellos, y
le recordó discretamente que su madre no gozaba de buena salud:
acababa de dar a luz a su tercer hijo, el tan deseado varón. Dijo que
preferiría observar sus deberes filiales de lealtad y al mismo tiempo
servir, claro está, a su dueño y señor siempre que se dignara obsequiar
a Yixian con su presencia. Al día siguiente, empaquetó las pertenencias
de su esposo y éste partió solo. Tal y como había hecho al llegar,
aprovechó su despedida para cubrir de joyas a mi abuela: oro, plata,
jade, perlas y esmeraldas. Al igual que muchos hombres de su
mentalidad, creía que era así como se conquistaba el corazón de una
mujer. Sin embargo, para las mujeres como mi abuela las joyas
constituían su única forma de seguro.
El viaje fue toda una aventura. La zona se hallaba una vez más sumida
en la agitación. En septiembre de 1931, y tras extender inexorablemente
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su influencia en la región, Japón había lanzado una invasión de
Manchuria en gran escala y las tropas japonesas habían ocupado Yixian
el 6 de enero de 1932. Dos meses más tarde, los japoneses proclamaron
la fundación de un nuevo estado, al que denominaron Manchukuo («País
manchú»). Su territorio cubría la mayor parte del nordeste de China
(una extensión similar a la de Francia y Alemania juntas). Los japoneses
declararon la independencia de Manchukuo, pero lo cierto es que la
zona no dejaba de ser una marioneta de Tokio. En el poder instalaron a
Pu Yi quien, de niño, había sido el último emperador de China. Al
principio, le nombraron Presidente, pero más tarde, en 1934, fue
declarado Emperador de Manchukuo. Todo aquello tenía poca
importancia para mi abuela, quien apenas mantenía contacto con el
mundo exterior. En general, la población se mostraba fatalista en lo que
se refería a sus líderes, dado que nadie podía intervenir en su selección.
Para muchos, Pu Yi, en su condición de emperador Manchú e Hijo del
Cielo, era el soberano lógico. Veinte años después de la revolución
republicana, no había una nación unificada que pudiera reemplazar el
mandato del emperador, ni existía en Manchuria un concepto
generalizado de ciudadanía de algo llamado «China».
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ocho estatuas para atar a los caballos: cuatro de ellas representaban
elefantes, y monos las restantes. Ambos animales habían sido elegidos
por su afortunado sonido: en chino, las palabras «elefante» y «puesto
importante» poseen el mismo sonido (xiang ), lo que también ocurre en
el caso de «mono» y «aristocracia» (hou ).
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Llamaron a una doncella para que despidiera a mi abuela, quien sintió
como si se le partiera el corazón. Pero reprimió sus sollozos y no dio
rienda suelta a su dolor hasta que no se encontró en su habitación. Aún
tenía los ojos rojos cuando la requirieron para ser presentada a la
segunda concubina del general Xue, su favorita, encargada de
administrar la hacienda. Era una muchacha hermosa, con un rostro
delicado, y para sorpresa de mi abuela era considerablemente amable.
Sin embargo, no se atrevió a llorar delante de ella. En aquella
atmósfera nueva y desconocida, percibía de un modo instintivo que la
cautela sería su mejor política.
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rabia, ya que no lograba ver una vía de escape a su situación. Lo peor
de todo era que pensaba que el general podía morir en cualquier
momento, dejándola para siempre indefensa.
Poco a poco, logró dominar sus nervios y se esforzó por pensar con
claridad. Comenzó a revisar la mansión de un modo sistemático. Se
hallaba dividida en distintos patios distribuidos de tal modo que
ocupaban una gran finca rodeada por altos muros. Había algunos
cipreses, algunos abedules y algunos ciruelos de invierno, pero ninguno
de ellos se encontraba lo suficientemente cerca de los muros. Con objeto
de asegurar que ningún posible asesino contara con medio alguno de
ocultarse, ni siquiera se observaba la presencia de grandes arbustos.
Las dos puertas que conducían al exterior del jardín se encontraban
cerradas con un candado, y la verja principal estaba guardada por
sirvientes armados.
Entretanto, comenzó a formarse una idea más clara del resto de los
personajes que habitaban la casa. Aparte de la esposa del general, su
segunda concubina parecía ser la persona más importante. Mi abuela
descubrió que había ordenado a los sirvientes que la trataran bien, lo
que facilitaba considerablemente su situación. En una hacienda de estas
características, la actitud de los sirvientes se hallaba determinada por la
categoría de aquellos a quienes se veían obligados a servir. Tan pronto
adulaban a las personas más favorecidas como maltrataban a quienes
habían caído en desgracia.
La segunda concubina tenía una hija algo mayor que mi madre, lo que
representaba un vínculo adicional entre ambas mujeres, a la vez que
constituía un motivo que explicaba el favor que la primera gozaba frente
al general Xue, quien no tenía otros hijos aparte de mi madre.
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de sus caballos. Uno de los hombres la sentó en su silla y cabalgó en
cabeza durante todo el trayecto sin soltar en ningún momento las
riendas.
Una vez se hizo a la idea de que la familia Xue iba a dejarla en paz, mi
abuela se retiró discretamente a su casa de Yixian en compañía de mi
madre. Ni siquiera le preocupaban ya los sirvientes, puesto que sabía
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que su «esposo» no había de acudir. No hubo noticias de Lulong durante
más de un año, hasta que en el otoño de 1933 llegó un telegrama que
informaba de que el general Xue había muerto, por lo que se reclamaba
la presencia inmediata de mi abuela en Lulong para el funeral.
La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los
principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y
apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al
Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los
eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización
simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales
contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a
él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.
Mi abuela, sin embargo, nunca conoció aquel lugar: hizo caso omiso de
la llamada y no estuvo presente en el funeral. Poco después, el director
de la casa de empeños dejó de hacerle llegar su pensión. Al cabo de una
semana aproximadamente sus padres recibieron una carta de la esposa
del general Xue, según la cual las últimas palabras de mi abuelo habían
devuelto la libertad a mi abuela; ello resultaba excepcionalmente
avanzado para la época, y ésta apenas podía creer en su buena fortuna.
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Con tan sólo veinticuatro años de edad, era libre.
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2. «Incluso el agua fresca resulta dulce»
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consideraba a su hija un símbolo de mala suerte, y deseaba expulsarla
de casa.
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permitía buscar un empleo. Al cabo de un tiempo, incapaz de soportar
las presiones, sufrió una crisis nerviosa.
El doctor Xia era bien conocido no sólo por su calidad como médico
sino también por su amabilidad personal, que a menudo le llevaba a
atender a los pobres gratuitamente. Era un hombre corpulento, de casi
dos metros de altura, pero sus movimientos eran elegantes a pesar de su
tamaño. Siempre se vestía con las largas túnicas tradicionales y se
cubría con una chaqueta. Sus ojos eran castaños y de expresión
bondadosa, y lucía una perilla y unos largos bigotes colgantes. Su rostro
y su porte traslucían una enorme calma.
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El doctor Xia reunió a sus hijos en su despacho y les comunicó sus
planes. Ellos le contemplaron con incredulidad, lanzándose miradas los
unos a los otros. Se hizo un profundo silencio y, por fin, habló el mayor:
«Imagino, padre, que lo que quieres decir es que será tu concubina». El
doctor Xia repuso que proyectaba tomar a mi abuela como su legítima
esposa. Ello acarreaba tremendas repercusiones, ya que se convertiría
en madrastra de todos ellos y debería ser tratada como un miembro
más de la generación anterior, a la vez que disfrutaría de una categoría
tan venerable como la de su esposo. En todos los hogares chinos
corrientes, la generación más joven debía mostrar sumisión a las más
antiguas, guardando en todo momento el decoro apropiado a sus
distintas categorías, pero el doctor Xia observaba un sistema de etiqueta
manchú aún más complicado. Las generaciones jóvenes debían mostrar
su respeto hacia los mayores cada mañana y cada tarde, arrodillándose
los hombres y haciendo una reverencia las mujeres. En los festejos, los
hombres debían realizar un kowtow completo. El hecho de que mi
abuela hubiera sido anteriormente concubina, unido a la diferencia de
edad —lo que significaba que tendrían que rendir obediencia a alguien
de categoría inferior y mucho más joven que ellos—, era más de lo que
los hijos podían soportar.
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perdería prestigio sino que se convertiría en esclava de toda la familia.
Ni siquiera su amor por ella bastaría para protegerla si no la tomaba
por legítima esposa.
También insinuaron que pretendía hacerse con el dinero del doctor. Bajo
toda aquella charla sobre la propiedad, la moralidad y los intereses del
propio doctor Xia, discurría una serie de silenciosos cálculos acerca de
su fortuna. Los parientes temían que mi abuela llegara a poner sus
manos sobre la riqueza del doctor ya que, como esposa, habría de
convertirse automáticamente en administradora de su hacienda.
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¡Imagina que mi corazón fuera el tuyo!». A veces, la táctica de apelar a
los preceptos de los sabios funcionaba mejor que una negativa directa.
—Por supuesto que no les importa. Tienen otros empleos, y ésa mujer no
puede arrebatárselos. Pero ¿y tú? Tú no eres más que el administrador
de la hacienda del viejo, ¡y todo eso pasará a manos de ella y de su hija!
¿Qué será de mí y de mis hijos, pobres de nosotros? No tenemos nada a
lo que recurrir. ¡Quizá sería mejor que nos muriéramos todos! ¡Quizá es
eso lo que pretende tu padre! ¡Quizá debería suicidarme para hacerles a
todos felices!
El doctor Xia intentó razonar con él, pero el hijo continuó intimidándole
con voz temblorosa. Finalmente, el doctor Xia, dijo:
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bien. Sé que es una buena persona. Espero que comprendáis que no
puedo ofreceros otra garantía que su carácter…
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fecha para la boda. Advirtió a sus hijos que deberían mostrar el debido
respeto a su nueva madre, y envió invitaciones a las personalidades de
la ciudad. La costumbre exigía que todos acudieran y ofrecieran
presentes. Asimismo, dijo a mi abuela que se preparara para una gran
ceremonia. Ella, sin embargo, atemorizada por las acusaciones y el
imprevisible efecto que pudieran tener en el doctor Xia, intentaba
desesperadamente convencerse a sí misma de su inocencia. No
obstante, experimentaba sobre todo una sensación de desafío. Consintió
en la celebración del rito nupcial completo. El día de la boda, abandonó
la casa de su padre en un lujoso carruaje al que acompañaba una
procesión de músicos. De acuerdo con la costumbre manchú, su propia
familia se encargó de alquilar un carruaje para que la transportara a lo
largo de la mitad del trayecto que la separaba de su nueva casa, y el
novio envió otro para cubrir el resto de la ruta. En el punto de
encuentro, Yu-lin, su hermano de cinco años de edad, aguardó al pie de
la carroza doblado sobre sí mismo, simbolizando con ello que la
transportaba sobre sus espaldas hasta el carruaje del doctor Xia,
proceso que repitió cuando llegaron a casa de éste. Una mujer no podía
entrar por las buenas en la casa de un hombre, pues ello implicaría una
grave pérdida de prestigio. Tenía que ser llevada al interior con objeto
de denotar la debida reticencia.
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asistentes, se despojó de su pesado atuendo bordado y se puso una
sencilla túnica roja y unos pantalones del mismo color. Finalmente, se
deshizo de su voluminoso peinado y de sus tintineantes joyas y se peinó
con dos rizos sobre las orejas.
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rígido código de saludos. Asimismo, tenía que peinarse de un modo
sumamente complicado para que su cabellera pudiera soportar los
enormes adornos que sostenían su peluca. Todo cuanto obtenía era una
serie de gélidos «buenos días» que constituían prácticamente las únicas
palabras que el resto de la familia le dirigía. Viéndoles hacer aquellas
reverencias, era consciente del odio que alimentaba sus corazones, lo
que hacía que se sintiera aún más herida por la hipocresía del ritual.
El traslado a la casa del doctor Xia trajo consigo para mi abuela una
gran dosis de libertad por primera vez en su vida, pero también la
convirtió hasta cierto punto en una prisionera. Lo mismo puede decirse
de mi madre. El doctor Xia se mostraba sumamente afectuoso con ella y
la trataba como si fuera su propia hija. Ella le llamaba «padre», y él le
había concedido su propio nombre, Xia —que aún hoy lleva— y un nuevo
nombre de pila, De-hong, que se compone de dos caracteres: Hong , que
significa «cisne salvaje», y De , un nombre de generación que significa
«virtud».
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Los amigos más íntimos de mi madre eran sus animales. Tenía un búho,
un pájaro miná que sabía pronunciar algunas frases sencillas, un
halcón, un gato, unos ratones blancos y unos cuantos grillos y
saltamontes que guardaba en frascos de vidrio. Aparte de su madre, el
único ser humano en quien tenía un amigo era el cochero del doctor Xia,
conocido como Gran Lee. El Gran Lee era un individuo duro y curtido,
procedente de las montañas septentrionales de Hinggan, cercanas al
punto en el que se unían las fronteras de China, Mongolia y la Unión
Soviética. Poseía una piel oscura, cabellos ásperos, labios gruesos y
nariz respingona, rasgos todos ellos muy poco corrientes entre los
chinos. De hecho, su aspecto no era chino en absoluto. Era alto, delgado
y nervudo. Su padre le había criado para ser cazador y trampero, para
excavar raíces de ginseng y perseguir osos, zorros y ciervos. Durante
algún tiempo, había prosperado con la venta de sus pieles, pero los de
su oficio habían tenido que abandonar su modo de vida a causa de los
bandidos, de los cuales los peores eran los que trabajaban para el Viejo
Mariscal, Chang Tso-lin. El Gran Lee solía referirse a él como «ese
forajido bastardo». Más tarde, cuando mi madre oyó decir que el Viejo
Mariscal había sido un ardiente patriota antijaponés, recordó las burlas
del Gran Lee con respecto a aquel «héroe» del Nordeste.
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despacio. Muchos años después, los consejos del Gran Lee habrían de
salvar la vida de mi madre.
Cuando el doctor Xia le preguntó qué había pasado, mi madre dijo que
había sido empujada por el [nieto] «Número seis». Mi abuela, siempre
pendiente del bienestar del doctor Xia, intentó acallarla, ya que el
Número seis era el favorito del anciano. Cuando éste abandonó la
estancia, mi abuela dijo a mi madre que no volviera a protestar acerca
del Número seis para no disgustar al doctor Xia. Durante algún tiempo,
mi madre se vio confinada a la casa a causa de su cadera. El resto de
los niños la condenó al más absoluto ostracismo.
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tenido más que suficiente con la presencia glacial de aquella gran
familia cuyos miembros tan fríamente contribuían a su desdicha y en la
que carecía tanto de intimidad como de compañía.
Jinzhou era una ciudad grande de casi cien mil habitantes, capital de
una de las nueve provincias de Manchukuo. Se extiende a unos quince
kilómetros de distancia de la costa, en la zona de Manchuria más
próxima a la Gran Muralla. Al igual que Yixian, se trataba de una
población amurallada, pero su rápido crecimiento ya había hecho que
rebasara con mucho sus muros. Contenía cierto número de fábricas
textiles y dos refinerías de petróleo. Constituía, asimismo, un importante
nudo de ferrocarril, e incluso contaba con su propio aeropuerto.
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Aquélla era la ciudad en la que el doctor Xia, con sus sesenta y seis años
de edad, hubo de comenzar de nuevo desde el principio. Tan sólo podía
permitirse el alquiler de una choza de barro de apenas ocho metros
cuadrados en una de las zonas bajas más pobres de la ciudad, situada
junto a un río y bajo un risco. La mayor parte de sus vecinos eran
demasiado pobres para permitirse un techo como es debido, por lo que
se contentaban con extender sobre sus cuatro paredes unos trozos de
hierro ondulado que luego lastraban con piedras en un intento de evitar
que fueran arrastrados por los frecuentes vendavales. La zona se
encontraba situada en la linde de la población, frente a los campos de
sorgo que se extendían al otro lado del río. A su llegada, en el mes de
diciembre, la tierra parduzca aparecía congelada, al igual que el río,
que en aquella zona alcanzaba una anchura de treinta metros. En
primavera, con el deshielo, el terreno que les rodeaba se convirtió en
una ciénaga, y el hedor de las aguas residuales que habían permanecido
congeladas durante el invierno llegó a atenazarse a su olfato de un
modo permanente. Durante el verano, la zona se encontraba infestada
de mosquitos, y las inundaciones constituían una amenaza permanente,
ya que el río se elevaba muy por encima del nivel de las casas y los
muros de contención se encontraban en un estado de conservación
lamentable.
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productos resultaban escasos. La dieta básica consistía en bellotas, de
gusto y aroma repugnantes.
La vida, no obstante, resultaba dura. Cada día era una nueva batalla
por sobrevivir. El arroz y el trigo sólo podían encontrarse en el mercado
negro, por lo que mi abuela comenzó a vender parte de las joyas que el
general Xue le había regalado. Ella misma apenas comía: o bien decía
que ya había comido, o bien afirmaba que no tenía hambre y que ya
comería más tarde. Cuando el doctor Xia descubrió que estaba
vendiendo sus joyas, la instó a que se detuviera: «Yo ya soy un anciano
—dijo—. Algún día moriré, y entonces dependerás de esas alhajas para
sobrevivir».
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El doctor Xia trabajaba como médico asalariado en una farmacia, lo
que no le proporcionaba demasiadas ocasiones para demostrar su
competencia. Sin embargo, trabajaba con ahínco y, poco a poco, su
reputación creció, por lo que no tardaron en solicitar que acudiera al
domicilio de un enfermo. Aquella tarde, cuando regresó, traía consigo
un paquete envuelto en tela. Guiñando un ojo a su esposa y a mi madre,
les desafió a que adivinaran qué contenía. Mi madre no podía separar
los ojos del humeante paquete, y antes de gritar «¡Rollos al vapor!» ya
lo estaba abriendo. Mientras devoraba los rollos, alzó la mirada y vio
los ojos chispeantes del doctor Xia. Más de cincuenta años después, aún
puede recordar su expresión de felicidad, e incluso hoy afirma que no
puede recordar nada tan delicioso como aquellos simples rollos de trigo.
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entrada norte de la ciudad. La nueva residencia era de una calidad muy
superior a la choza junto al río. En lugar de barro, estaba construida de
ladrillo rojo. En lugar de una habitación, tenía nada menos que tres
dormitorios. El doctor Xia pudo así instalar de nuevo su despacho y
utilizar el salón como consulta.
Mi madre era feliz. Por primera vez en su vida, notaba auténtico calor a
su alrededor. Ya no experimentaba la tensión que había tenido que
soportar durante los dos años que había vivido en casa de sus abuelos, y
el año de abusos que había sufrido a manos de los nietos del doctor Xia
pertenecía al pasado.
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los chinos corrientes no existía el concepto de semana laboral. Tan sólo
en las oficinas de la administración, las escuelas y las fábricas
japonesas el domingo se consideraba un día libre. Para el resto de la
gente, los festivales ofrecían la única ruptura con la rutina cotidiana.
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dinero— constituía una obsesión para la mayor parte de los chinos
corrientes. La gente era pobre, y en casa del doctor Xia, al igual que en
muchas otras, la carne tan sólo abundaba relativamente durante los
festivales.
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aquellas horribles escenas a mi madre, una después de otra, pero al
llegar a uno de los grupos la apartó sin dar explicación alguna. Algunos
años más tarde, mi madre descubrió que el conjunto representaba a una
mujer que era cortada en dos por dos hombres. La mujer, una vez viuda,
había vuelto a casarse, y los dos hombres la cortaban porque había
pertenecido a ambos. En aquellos días, numerosas viudas se mostraban
atemorizadas por la perspectiva y, en consecuencia, permanecían fieles
a sus maridos muertos sin importarles la desdicha que ello trajera
consigo. Algunas llegaban a suicidarse si sus familias insistían en que
contrajeran nuevamente matrimonio. Fue entonces cuando mi madre se
dio cuenta de que el hecho de casarse con el doctor Xia no había
supuesto una decisión fácil para mi abuela.
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3. «Todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo»
Aparte del hecho de que era una alumna modelo, uno de los motivos por
los que mi madre había resultado elegida para entregar las flores a la
Emperatriz era que, al igual que el doctor Xia, siempre rellenaba en los
impresos el espacio destinado a la nacionalidad con la palabra
«manchú», ya que se suponía que Manchukuo era el estado
independiente de los manchúes; Pu Yi resultaba especialmente útil para
los japoneses ya que la mayoría de las pocas personas que llegaban a
reflexionar sobre ello pensaban que aún seguían bajo la soberanía del
emperador manchú. El propio doctor Xia se consideraba un súbdito leal
del mismo, actitud que compartía con mi abuela. Era tradicional que las
mujeres demostraran el amor que sentían por su esposo mostrándose de
acuerdo con él en todo, por lo que tal actitud representaba para mi
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abuela una disposición natural. Se sentía tan feliz junto al doctor Xia
que no deseaba apartar sus opiniones de las de él en lo más mínimo.
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De igual modo, numerosos adultos se inclinaban ante los japoneses por
temor a ofenderlos, si bien lo cierto es que al principio la presencia
japonesa no alteró demasiado la vida de los Xia. Los puestos de alta y
mediana importancia eran desempeñados por oriundos del lugar, ya se
tratara de manchúes o chinos han como mi bisabuelo, quien aún
conservaba su cargo policial en Yixian. En 1940, había en Jinzhou unos
quince mil japoneses. Los vecinos de los Xia eran japoneses, y mi abuela
se mostraba amigable con ellos. El marido era funcionario del Gobierno.
Todas las mañanas, su mujer solía situarse frente a la verja con sus tres
hijos y se inclinaba profundamente ante él cuando salía y subía a su
rickshaw [4] para ir al trabajo. Tras verle partir, se aplicaba a sus
propias labores, consistentes en moldear bolas de combustible
fabricadas con polvo de carbón. Por motivos que mi madre y mi abuela
nunca llegaron a saber, siempre utilizaba para ello unos guantes de
color blanco que no tardaban en adquirir un aspecto mugriento.
Sin embargo, los Xia no podían evitar oír rumores acerca de las
fechorías de los japoneses. Numerosos pueblos de las vastas llanuras de
Manchuria eran incendiados, y los habitantes que sobrevivían eran
encerrados en «aldeas estratégicas». Más de cinco millones de personas
—aproximadamente una sexta parte de la población— perdieron sus
hogares, y decenas de miles murieron. Los obreros eran explotados
hasta la muerte en las minas japonesas para extraer materiales que
luego se exportaban a Japón, ya que Manchuria era especialmente rica
en recursos naturales. En numerosos casos, eran desabastecidos de sal,
por lo que carecían de suficiente energía para huir.
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harapos, y su escuálido cuerpo aparecía casi doblado en dos. El hombre
explicó que era un culi [5] empleado en el ferrocarril, y que llevaba
algún tiempo sufriendo espantosos dolores de estómago. Su labor
consistía en transportar pesadas cargas desde el amanecer hasta el
anochecer durante los trescientos sesenta y cinco días del año. No sabía
si lograría continuar así, pero lo cierto era que si perdía su trabajo no
podría sacar adelante a su esposa y a su hijo recién nacido.
El doctor Xia le dijo que su estómago era incapaz de digerir los ásperos
alimentos que ingería. El 1 de junio de 1939, el Gobierno había
anunciado que a partir de entonces el arroz quedaba reservado para los
japoneses y un pequeño número de colaboradores. La mayor parte de la
población local había pues de subsistir con una dieta de bellotas y
sorgo, sumamente difíciles de digerir. El doctor Xia le proporcionó
gratuitamente un medicamento y ordenó a mi madre que le diera una
pequeña bolsa de arroz que había adquirido ilegalmente en el mercado
negro.
Poco después, la familia se vio sacudida más de cerca por una nueva
tragedia. El hijo menor del doctor Xia trabajaba en Yixian como maestro
de escuela. Al igual que en todas las escuelas de Manchukuo, en el
despacho del director colgaba un gran retrato de Pu Yi ante el que todo
el mundo debía saludar al penetrar en la estancia. Un día, el hijo del
doctor Xia olvidó saludar ante el retrato de Pu Yi. El director le gritó
que se inclinara inmediatamente y le abofeteó en el rostro con tal
violencia que le hizo perder el equilibrio. El hijo del doctor Xia montó en
cólera:
—¿Es que tengo que inclinarme todos los días? ¿Acaso no puedo
permanecer en pie un instante? Ya lo había saludado durante la reunión
de la mañana…
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—¡Es tu Emperador! ¡Todos los manchúes necesitáis aún aprender los
modales más elementales!
En ese instante, otros dos maestros, ambos oriundos del lugar, entraron
e impidieron que dijera nada que pudiera incriminarle aún más. Por fin,
logró dominarse e incluso realizó una especie de reverencia ante el
retrato.
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Yang se hallaba tan disgustada con su hijo que partió junto a ellas y no
volvió a verle hasta que éste la visitó en su lecho de muerte.
Durante los tres primeros años, el señor Yang les envió a regañadientes
una pensión mensual. A comienzos de 1939, sin embargo, el dinero dejó
de llegar, y el doctor Xia y mi abuela hubieron de encargarse de
alimentar a los tres. En aquellos días no existía un sistema legal como es
debido ni, en consecuencia, leyes de contribución para el sostenimiento
de la familia, por lo que toda esposa se encontraba enteramente a
merced de su marido. Al morir la anciana señora Yang en 1942, mi
bisabuela y Yu-lin se trasladaron a Jinzhou para vivir en la casa del
doctor Xia. Mi bisabuela se consideraba a sí misma —al igual que a su
hijo— una ciudadana de segunda clase destinada a vivir de la caridad.
Pasaba el tiempo lavando la ropa de la familia y limpiando
obsesivamente el hogar, a la vez que se mostraba exageradamente
obsequiosa con su hija y con el doctor Xia. Era una piadosa budista, e
incluía en sus oraciones diarias a Buda el ruego de que no la
reencarnara en una mujer. «Permíteme que me convierta en un perro o
un gato, pero no en una mujer», murmuraba constantemente mientras
paseaba por la casa deshaciéndose en excusas a cada paso.
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El doctor Xia sabía por su cuñado que a Dong le remordía la conciencia,
y que cada vez que tenía que aplicar el garrote a alguien había de
emborracharse primero. El doctor Xia invitó a Dong a su casa. Le
ofreció regalos y le sugirió que quizá podría evitar tensar la cuerda al
máximo. Dong repuso que vería qué podía hacer. Normalmente, siempre
había un japonés presente o, en su defecto, un colaborador de
confianza, pero algunas veces, si la víctima no era lo bastante
importante, los japoneses ni siquiera se molestaban en asistir. En otras
ocasiones, partían antes de que el prisionero muriera. En tales
ocasiones, sugirió Dong, quizá podría detener la acción del garrote
antes de la muerte.
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hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se
puso inmediatamente en contacto con Dong.
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presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la
niñez.
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Cuando concluyó su período laboral en la fábrica, mi madre ingresó en
la enseñanza media. Los tiempos habían cambiado desde la época en
que mi abuela era niña, y las jóvenes ya no se veían confinadas a las
cuatro paredes de sus hogares. Resultaba socialmente aceptable que
realizaran estudios a nivel medio. No obstante, varones y hembras
recibían educaciones distintas. En las chicas, el objetivo era convertirlas
en «esposas amables y buenas madres», tal y como rezaba el lema del
instituto. Aprendían lo que los japoneses denominaban «modales de
mujer»: cuidado de la casa, cocina y costura, ceremonia del té, arreglo
floral, bordado, dibujo y conocimientos de arte. La asignatura más
importante era cómo complacer al esposo. Incluía cómo vestirse, cómo
peinarse, cómo hacer una reverencia y, sobre todo, cómo obedecer a
ciegas. Como decía mi abuela, mi madre parecía tener «huesos
rebeldes», y apenas logró aprender ninguna de aquellas habilidades. Ni
siquiera la cocina.
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seis primeras. Sus amigas advirtieron que tampoco lo había intentado,
pero su compañera no pudo evitar hacerlo y llegó en primer lugar.
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Jinzhou, si bien no bombardearon la ciudad. Los japoneses ordenaron
que se construyeran refugios antiaéreos en todos los hogares, y en las
escuelas se estableció de modo obligatorio la realización de un
simulacro de bombardeo diariamente. Un día, una de las niñas de la
clase de mi madre cogió un extintor y lo descargó sobre un profesor
japonés al que odiaba especialmente. Poco tiempo antes, las
consecuencias de ello hubieran sido inmediatas, pero en aquella ocasión
logró salir impune. Comenzaban a volverse las tornas.
La décimo quinta noche de la octava luna del año chino era la fecha del
festival del medio otoño, un festival dedicado a la unión familiar. Al
llegar aquella noche, y de acuerdo con la tradición, mi abuela solía
llenar una mesa de melones, pasteles y bollos bajo la luz de la luna. El
motivo de que aquella fecha sirviera para conmemorar la unión familiar
era que la palabra china que designa «unión» (yuan ) es la misma que se
utiliza para referirse a algo «redondo» o «intacto»; asimismo, la luna de
otoño suele presentar un aspecto espléndidamente esférico durante esta
época. De igual modo, todos los manjares consumidos durante aquel día
tenían que ser redondos.
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Durante la noche del festival de 1944, mi abuela y mi madre se hallaban
sentadas bajo un emparrado cubierto de melones y habichuelas,
contemplando el firmamento vasto y despejado a través de sus rendijas.
Mi madre comenzó a decir:
Desde que habían abandonado Yixian, tan sólo les había visitado De-gui,
el segundo hijo del doctor Xia. Ante todo aquello, el doctor no pronunció
una sola palabra.
Dos días después, todos los alumnos del colegio fueron transportados
hasta una desolada extensión de terreno cubierta de nieve situada en las
afueras de la puerta oeste, junto a una de las curvas del río Xiao-ling.
Los residentes locales habían sido igualmente convocados por los jefes
del vecindario. A los niños se les dijo que habían de ser testigos del
«castigo de una malvada persona que había desobedecido al Gran
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Japón». De pronto, mi madre vio cómo su amiga era arrastrada por
soldados japoneses hasta un punto situado justamente frente a ella. Se
encontraba encadenada y apenas podía andar. Había sido torturada, y
tenía el rostro tan hinchado que mi madre apenas podía reconocerla. A
continuación, los soldados japoneses alzaron sus rifles y los apuntaron
en dirección a la muchacha, quien parecía querer decir algo, aunque no
lograba emitir sonido alguno. Se oyó el estampido de los disparos y el
cuerpo de la joven se desplomó mientras su sangre salpicaba la nieve.
Pollino, el director de escuela japonés, recorría con la mirada las hileras
de alumnas en formación. Con un tremendo esfuerzo, mi madre intentó
ocultar sus emociones. Se forzó a sí misma a contemplar el cuerpo de su
amiga, tendido sobre un brillante charco rojo que se extendía en medio
de la blancura de la nieve.
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4. «Esclavos carentes de un país propio»
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japonesas habían sido violadas, por lo que muchas decidieron afeitarse
la cabeza para intentar hacerse pasar por hombres.
Así, mi madre tomó prestadas algunas ropas de su tía Lan, que era
aproximadamente de la misma talla que la maestra, y logró encontrar a
la señorita Tanaka, quien se había atrincherado en su apartamento. Las
ropas le sentaban como un guante. Su altura era ligeramente superior a
la de la japonesa media, por lo que podía pasar fácilmente por china. Si
alguien les preguntaba, dirían que se trataba de una prima de mi madre.
Los chinos tienen tantos primos que nadie logra seguir la pista de todos.
La instalaron en la habitación del fondo, la misma que en otra época
había servido de refugio a Han-chen.
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problemas. Las escuelas habían cerrado con motivo de la rendición de
Japón, por lo que mi madre recibía clases particulares. Un día, cuando
regresaba a casa desde el domicilio de su tutor, vio un camión
estacionado junto a la carretera: junto a él se veían unos cuantos
soldados rusos que ofrecían hatillos hechos con tela. Los tejidos habían
sufrido un racionamiento estricto bajo los japoneses. Mi madre se
acercó para echar un vistazo, y comprobó que las telas procedían de la
fábrica en la que había trabajado durante la escuela primaria. Los rusos
se dedicaban a cambiarlas por relojes de pared o de pulsera y por
chucherías. Mi madre recordó que en algún lugar de la casa había un
antiguo reloj enterrado en el fondo de un armario. Regresó corriendo y
lo localizó. A pesar de la contrariedad que le había producido descubrir
que no funcionaba, los soldados rusos se mostraron encantados y le
entregaron a cambio una pieza de tela blanca estampada con un
delicado dibujo de flores rosadas. Durante la cena, todos los miembros
de la familia sacudieron la cabeza con asombro ante aquellos extraños
forasteros que tanto apreciaban la posesión de viejos relojes inútiles y
otras baratijas.
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durante más de una hora y, por fin, huyó por la puerta trasera y llegó a
casa sana y salva. El doctor Xia había visto cómo los rusos entraban en
el edificio en persecución de mi madre pero al poco rato, y con inmenso
alivio, los había visto salir de nuevo, evidentemente desorientados por la
distribución del interior.
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guerra civil, parcialmente suspendida durante los ocho años anteriores
para sostener la lucha contra los japoneses. De hecho, ya se habían
desencadenado las hostilidades entre ellos. Manchuria constituía un
campo de batalla fundamental debido a sus recursos económicos. Dada
su proximidad al territorio, las fuerzas comunistas habían sido las
primeras en ocupar Manchuria, y casi sin ayuda por parte de las tropas
rusas. Sin embargo, los norteamericanos procuraban promover la
consolidación de Chiang Kai-shek en la zona enviando decenas de miles
de soldados del Kuomintang al norte del país. En un momento dado, los
norteamericanos intentaron desembarcar parte de dichas tropas en
Huludao, un puerto situado a unos cincuenta kilómetros de Jinzhou,
pero hubieron de retroceder bajo el fuego de los comunistas chinos. Las
fuerzas del Kuomintang fueron obligadas a desplazarse hacia el sur de
la Gran Muralla y a reanudar el trayecto hacia el Norte por tren. Los
Estados Unidos les proporcionaban cobertura aérea. En total,
desembarcaron en el norte de China más de cincuenta mil marines que
ocuparon Pekín y Tianjin.
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En Jinzhou reinaba una atmósfera festiva. Los ciudadanos se disputaban
el privilegio de invitar a las tropas a sus casas. Un oficial acudió a vivir
a casa de los Xia. Se comportaba de modo extremadamente respetuoso,
y agradó a todos los miembros de la familia. Mi abuela y el doctor Xia
estaban convencidos de que el Kuomintang sabría mantener la ley y el
orden y de que, por fin, garantizarían la paz.
Con quince años de edad, mi madre era una de las más apetecibles
jóvenes casaderas del momento. Se había convertido en una muchacha
sumamente atractiva y popular, y era la alumna estrella del instituto. Ya
había recibido propuestas de numerosos oficiales, pero comunicó a sus
padres que no quería a ninguno. Uno de ellos —Jefe de Estado Mayor de
uno de los generales—, amenazó con enviar una silla de manos en su
busca tras ver rechazados sus galones dorados. Cuando planteó su
propuesta al doctor Xia y a mi abuela, mi madre estaba escuchando al
otro lado de la puerta. Al oír aquello, irrumpió en la habitación y le dijo
cara a cara que si lo hacía, ella misma se quitaría la vida durante el
trayecto. Afortunadamente, su unidad fue trasladada poco después.
Una de las maestras de mi madre era una joven llamada Liu que sentía
un profundo afecto por ella. En China, cuando alguien te aprecia,
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intenta a menudo convertirte en miembro honorario de su familia.
Aunque en aquellos tiempos los chicos y las chicas no tenían que
soportar una segregación tan severa como durante la época de mi
abuela, lo cierto es que tampoco disfrutaban de demasiadas
oportunidades de estar juntos, por lo que la presentación de amigos o
amigas a los hermanos o hermanas constituía un modo habitual de
lograr que se conocieran aquellos jóvenes a quienes disgustaba la idea
de un matrimonio organizado. La señorita Liu hizo las presentaciones
entre mi madre y su hermano, pero el señor y la señora Liu hubieron de
aprobar previamente la relación.
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le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de
reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary ?
No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de
Maupassant».
Mi madre había leído Madame Bovary , y sabía que había sido escrita
por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó
numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el
enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido
considerado como una actitud «cascarrabias».
Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo
y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad».
Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase
de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.
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Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu,
previamente depositado en un féretro de madera de sándalo
espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el
patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su
sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y,
desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si
comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la
protección del resto. De otro modo —pensaban— nunca lograría el
descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad
de futura nuera.
Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se
había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca
podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de
los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de
los Liu.
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Dicho esto, salió precipitadamente de la estancia, empaquetó sus cosas
y abandonó la casa.
Los miembros del Kuomintang a cargo de las fábricas —al menos los de
aquellas que no habían sido desmanteladas por los rusos— mostraban
una notoria incapacidad para poner una vez más la economía en
marcha. Lograron poner en funcionamiento algunas fábricas muy por
debajo de su capacidad, pero se embolsaban ellos mismos la mayor
parte de los ingresos que producían.
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los Xia —la que había pertenecido al funcionario japonés— se hallaba
ahora ocupada por un funcionario del Kuomintang y una de sus nuevas
concubinas. El alcalde de Jinzhou, un tal señor Han, había sido un don
nadie local. De pronto, se vio convertido en alguien rico gracias a la
venta de propiedades confiscadas de los japoneses y sus colaboradores.
Se hizo con varias concubinas, y los habitantes de la localidad
comenzaron a referirse al Ayuntamiento como «la hacienda de Han»,
atestado como estaba de sus parientes y amigos.
Cuando murió, tan sólo una de sus concubinas se hallaba junto a él. Era
tan pobre que ni siquiera podía permitirse la compra de un ataúd. Su
cadáver fue introducido en una maleta vieja y destartalada y sepultado
sin otro ceremonial. Al entierro no asistió ni uno solo de los miembros
de su familia.
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La corrupción se hallaba tan extendida que Chiang Kai-shek organizó
una institución especial destinada a combatirla. Se conocía como la
«Escuadra para el Azote de los Tigres», debido a que los ciudadanos
comparaban a los funcionarios corruptos con temibles tigres y tal
denominación estimulaba, por tanto, sus quejas y denuncias. Sin
embargo, no tardó en ponerse de manifiesto que ello no constituía sino
un medio de aquellos que eran realmente poderosos para extorsionar
económicamente a los ricos. El «azote de los tigres» constituía una
actividad sumamente lucrativa.
Mucho peores qué aquello eran los flagrantes saqueos. El doctor Xia
recibía regularmente la visita de grupos de soldados que lo saludaban
respetuosamente y, a continuación, decían con voz exageradamente
servil: «Honorable doctor Xia, algunos de nuestros colegas se
encuentran en graves apuros económicos. ¿Cree usted que podría
prestarnos algún dinero?». No era prudente negarse. Cualquiera que se
enfrentara al Kuomintang se exponía a ser acusado de comunista, lo que
por lo general implicaba ser detenido y, con frecuencia, torturado. Los
soldados solían asimismo entrar en la consulta como si se tratara de su
casa y exigir tratamiento y medicinas gratis. Al doctor Xia esto no le
importaba demasiado —lo consideraba el deber de un médico frente a
cualquier ser humano—, pero en algunas ocasiones los soldados se
limitaban a arrebatarle las medicinas sin pedírselas para luego
venderlas en el mercado negro. Existía una terrible escasez de
medicinas.
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refería a los hombres. Mi madre oyó decir que la habían matado porque
había intentado marcharse.
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quisieran de ser un comunista. Su palabra era ley, y gobernaban sobre
la vida y la muerte. La madre de Zhu-ge entregó una fuerte suma de
dinero a la familia a modo de compensación. Zhu-ge se mostraba
desconsolado, pero la familia del difunto ni siquiera se atrevía a
mostrarse disgustada con él. Por el contrario, le demostraban una
gratitud exagerada por miedo a que adivinara que el episodio habría de
excitar su odio y pudiera hacerles algún daño. El joven no lograba
soportar aquella situación, por lo que no tardó en marcharse.
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puesta una túnica verde que había tenido que pedir prestada para la
ocasión. La pareja contrajo matrimonio en un registro judicial en 1946:
la novia había alquilado un velo blanco de seda al estilo occidental. Yu-
lin tenía dieciséis años, y su esposa diecinueve.
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conclusión de que lo único que podía hacer era morir de muerte
«natural», motivo por el cual maltrataba su cuerpo hasta tales extremos
y se negaba a seguir ningún tipo de tratamiento.
Sin embargo, no murió sin cumplir sus obligaciones para con mi abuela
y su familia. Aunque se había negado a introducir a Yu-lin en el servicio
de inteligencia, le consiguió una tarjeta de documentación que le
identificaba como funcionario de inteligencia del Kuomintang. Yu-lin
nunca trabajó para el sistema, pero su pertenencia a la organización
garantizaba su inmunidad frente a cualquier intento de reclutamiento
forzoso, por lo que pudo quedarse y ayudar al doctor Xia en la
farmacia.
Al poco tiempo, llegó una nueva directora. Era delegada del Congreso
Nacional del Kuomintang y, según se decía, se hallaba relacionada con
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el servicio secreto. Con ella llegaron unos cuantos agentes de
inteligencia, incluido uno llamado Yao-han que se convirtió en
supervisor político encargado de la tarea especial de vigilar a los
estudiantes. El supervisor académico era el Secretario Comarcal de
Partido para el Kuomintang.
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descubierto que estaba enamorado de ella al advertir los celos que le
producía la presencia del joven señor Liu, a quien consideraba un
petimetre. Se mostró encantado cuando mi madre rompió con Liu, y a
partir de entonces iba a visitarla casi todos los días.
Una tarde del mes de marzo de 1947, fueron juntos al cine. Había dos
clases distintas de entradas: una de ellas daba derecho a asiento; la
otra, mucho más barata, obligaba a estar de pie. El primo Hu compró
una entrada de asiento para mi madre y otra de pie para él, afirmando
que no llevaba suficiente dinero encima. Mi madre juzgó aquello un
poco extraño, por lo que de vez en cuando dirigía alguna que otra
mirada fugaz en su dirección. Cuando había transcurrido la mitad de la
película, vio a una joven elegantemente vestida acercarse a su primo y
deslizarse lentamente junto a él. Durante una fracción de segundo, sus
manos se tocaron. Al momento, se puso en pie e insistió en marcharse.
Cuando salieron, exigió una explicación. Al principio, el primo Hu
intentó negar que hubiera ocurrido nada, pero cuando mi madre dejó
bien claro que no pensaba tragarse aquella historia dijo que se lo
explicaría más tarde. Había cosas, dijo, que mi madre no podía
comprender por ser demasiado joven. Cuando llegaron a casa de mi
madre, ésta se negó a dejarle entrar. Durante los días que siguieron, el
primo acudió repetidas veces de visita, pero nunca logró pasar.
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había sido muerto a tiros. Un informe posterior afirmaba que Hu había
sido ejecutado.
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5. «Se vende hija por diez kilos de arroz»
Yu-wu había llegado a la casa unos cuantos meses antes; llevaba una
carta de presentación de un amigo común. Los Xia, que acababan de
mudarse de su residencia prestada a una gran casa situada dentro de
los muros y en las cercanías de la puerta norte, habían estado buscando
un inquilino rico que les ayudara con el alquiler. Yu-wu llegó vistiendo el
uniforme de oficial del Kuomintang y acompañado por una mujer —a la
que presentó como su esposa— y un niño pequeño. De hecho, la mujer
no era su esposa, sino su ayudante. El niño era de ella, y su verdadero
esposo se encontraba en algún lugar remoto luchando con el Ejército
regular comunista. Poco a poco, aquella «familia» se convirtió en una
familia real. Posteriormente, llegaron a tener otros dos niños y sus
respectivos cónyuges volvieron a casarse.
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convencimiento de que el doctor Xia había conocido —o adivinado— la
verdadera identidad de Yu-wu.
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aumentó su osadía. También su moral se vio enormemente estimulada
por el hecho de que ahora se sentía parte del movimiento comunista.
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Sin embargo, había un negocio que sí prosperaba: el tráfico de
muchachas jóvenes destinadas a los burdeles o vendidas como esclavas
a los ricos. La ciudad aparecía alfombrada de mendigos que ofrecían a
sus hijos a cambio de comida. Durante varios días mi madre vio frente a
su facultad a una mujer demacrada, harapienta y de aspecto
desesperado que permanecía tendida sobre el suelo congelado. Junto a
ella aguardaba una chiquilla de unos diez años de edad cuyos rasgos
aparecían entumecidos por la miseria. Del cuello de su túnica surgía un
palo sobre el que la madre había clavado un cartel escrito torpemente:
«Se vende hija por diez kilos de arroz».
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relajadas. Mi madre se encaramó a una silla. Su sencilla túnica de
algodón azul oscuro la convertía en la viva imagen de la austeridad
frente a todas aquellas joyas y sedas bordadas. Pronunció un breve
discurso acerca de la difícil situación en que se encontraban los
profesores y finalizó con las siguientes palabras: «Todos sabemos que
sois personas generosas. Sin duda, vosotros seréis los primeros en
alegraros de tener esta ocasión de demostrarlo abriendo vuestros
bolsillos».
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con un palo el fardo de telas cargado al fondo del vehículo en la
esperanza de intimidar a su conductor y obtener un acuerdo lo más
provechoso posible. Mientras calculaba el valor del cargamento y la
tenacidad del carretero, confiaba también en distraerle lo bastante
como para descubrir el nombre de su jefe a lo largo de la conversación.
Lealtad no mostraba apresuramiento alguno, ya que se trataba de un
envío considerable: más de lo que podía sacarse de la ciudad antes del
amanecer.
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cargamento, el conductor no les había preguntado para quién
trabajaban.
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Ejército. «¡Luchad por regresar a vuestra tierra!», les dijeron. No era
para eso para lo que habían huido de Manchuria. Algunos obreros
comunistas en la clandestinidad que habían embarcado con ellos les
animaron a resistir, y ese 5 de julio los estudiantes se manifestaron en el
centro de Tianjin en demanda de alimentos y hospedaje. Las tropas
abrieron fuego y numerosos estudiantes resultaron heridos, muchos de
ellos de gravedad. Algunos de ellos murieron.
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—¿Qué bandidos comunistas? Nuestros amigos murieron en Tianjin
porque, siguiendo vuestro consejo, habían huido de los comunistas.
¿Acaso merecían que les disparaseis? ¿Acaso hemos hecho algo
irrazonable?
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negándose a las repetidas demandas de sus captores para que les
proporcionara una lista de nombres.
Por fin, un día fue conducida a la parte trasera del edificio, donde se
abría un patio cubierto de escombros y hierbajos. Le ordenaron
permanecer firme contra un muro. Junto a ella habían apoyado contra
la pared a un hombre que había sido inequívocamente torturado y
apenas podía tenerse en pie. Perezosamente, unos cuantos soldados
tomaron posiciones. Sintió que un hombre le tapaba los ojos. Aunque no
podía ver, cerró los ojos. Se hallaba dispuesta a morir, orgullosa de
estar dando su vida por una gran causa.
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comenzaría a serlo. ¿Y qué pasaría con los que la habían apoyado? Si
partía ahora, todas aquellas personas tendrían problemas.
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pagaba lo bastante para comer. Ya en septiembre, cuando las fuerzas
comunistas comenzaron a aislar la ciudad, tan sólo se había completado
una tercera parte del sistema, en su mayor parte una serie de pequeños
fortines de cemento incomunicados entre sí. Otras partes aparecían
apresuradamente construidas con arcilla extraída de las viejas murallas
de la ciudad.
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Una cosa era obtener la información, y otra muy distinta sacarla de la
ciudad. Para finales de julio, los controles habían sido firmemente
cerrados, y todo aquel que intentaba entrar o salir era minuciosamente
registrado. Yu-wu consultó a mi madre, en cuyo ingenio y valor había
aprendido a confiar. Los vehículos de los oficiales de rango superior
podían entrar y salir sin ser registrados, y mi madre pensó en un
contacto que podría utilizarse. Una de sus compañeras de facultad era
nieta de uno de los jefes militares locales, el general Ji, y el hermano de
la muchacha era a su vez coronel de la brigada de su abuelo.
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cambiar de bando, pero él, apesadumbrado, repuso que lo más probable
era que el viejo lo mandara fusilar si tan sólo osaba sugerírselo.
—¡Me temo que muy pronto no seré más que un alma incorpórea
llamando a la Puerta Oeste!
(Se suponía que el Cielo del Oeste era el destino de los muertos, debido
a que se consideraba el reino de la paz eterna. Así pues, al igual que en
la mayor parte de los lugares del resto de China, los campos de
ejecución de Jinzhou se encontraban a la salida de la Puerta Oeste).
Cuando decía aquello, solía mirar a mi madre con aire interrogante,
invitándola claramente a contradecirle.
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Para septiembre, el Kuomintang conservaba tan sólo tres puntos fuertes
en Manchuria: Mukden, Changchun (la vieja capital de Manchukuo,
Hsinking), y Jinzhou, así como los cuatrocientos ochenta kilómetros de
línea férrea que los unían. Los comunistas estaban rodeando las tres
ciudades simultáneamente, y el Kuomintang ignoraba de dónde
provendría el ataque principal. De hecho, éste había de desatarse sobre
Jinzhou, la más meridional de las tres ciudades y la llave estratégica del
camino hacia el resto, ya que, una vez hubiera caído, las otras dos
verían interrumpida su fuente de suministro. Los comunistas podían
desplazar grandes cantidades de tropas de un sitio a otro sin que el
enemigo lo advirtiera, pero el Kuomintang dependía de las líneas férreas
—sometidas a constantes ataques— y, en menor medida, del transporte
aéreo.
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Al día siguiente, un hombre al que mi madre no había visto nunca le
entregó los detonadores. Ella los introdujo en su bolso y acudió al
depósito en compañía de Hui-ge. Nadie los registró. Cuando estuvieron
dentro, pidió a Hui-ge que le enseñara el lugar, pero dejó el bolso en el
automóvil, tal y como le habían pedido que hiciera. Otros activistas
habían de encargarse de recoger los detonadores cuando se perdieran
de vista. Mi madre paseó con deliberada lentitud para dar más tiempo a
los hombres, y Hui-ge no tuvo inconveniente alguno en complacerla.
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del comedor. Afortunadamente, como muchos otros obuses, era
defectuoso.
Hasta las etapas finales del asedio, los bombardeos mostraron una
precisión impresionante: muy pocas casas civiles resultaron alcanzadas,
aunque la población hubo de sufrir los efectos de los terribles incendios
que producían las bombas sin disponer de agua con la que apagarlos. El
cielo aparecía completamente oscurecido por un humo oscuro y espeso
e, incluso durante el día, era imposible ver más allá de unos pocos
metros. El estruendo de la artillería era ensordecedor. Mi madre podía
oír los lamentos de la gente, pero nunca lograba determinar de dónde
venían ni qué estaba ocurriendo.
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la familia se resguardaron en un improvisado refugio antiaéreo que
habían excavado previamente, pero el doctor Xia se negó a abandonar
la casa. Se sentó tranquilamente sobre el kang en la esquina de su
estancia situada junto a la ventana y oró silenciosamente a Buda. En un
momento determinado, catorce gatitos entraron corriendo en la
estancia, y el anciano se mostró encantado: «Un lugar en el que intenta
refugiarse un gato es un lugar afortunado», dijo. Ni una sola bala
penetró en su cuarto… y todos los gatitos sobrevivieron. La única otra
persona que se negó a descender al refugio fue mi bisabuela, quien se
limitó a enroscarse en su habitación bajo la mesa de roble que había
junto al kang. Cuando concluyó la batalla, los gruesos edredones y
mantas que cubrían la mesa parecían un colador.
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armas y os perdonaremos la vida!». Podían escucharse escalofriantes
alaridos y gritos de ira y de dolor. A continuación, los gritos y los
disparos fueron acercándose cada vez más y mi madre oyó el sonido de
las botas sobre los adoquines a medida que los soldados del Kuomintang
corrían calle abajo.
Por fin, el alboroto amainó un poco y los Xia pudieron oír golpes sobre
la puerta lateral de la casa. El doctor Xia se acercó cautelosamente a la
puerta de la habitación y la abrió poco a poco: los soldados del
Kuomintang se habían marchado. A continuación, se acercó a la puerta
lateral y preguntó quién llamaba. Una voz respondió: «El Ejército
popular. Hemos venido a liberaros». El doctor Xia abrió la puerta y
entraron rápidamente varios hombres vestidos con uniformes viejos y
deformados. A pesar de la oscuridad, mi madre vio que llevaban toallas
blancas arrolladas alrededor de la manga izquierda como si se tratara
de brazaletes y que mantenían sus armas preparadas para atacar y con
las bayonetas caladas. «No tengáis miedo —dijeron—. No os haremos
daño. Somos vuestro Ejército. El Ejército del pueblo». Dijeron que
querrían registrar la casa en busca de soldados del Kuomintang.
Aunque hablaban educadamente, no cabía considerarlo como una
simple petición. No obstante, no estropearon nada, ni pidieron comida
ni robaron. Tras el registro, se despidieron cortésmente de la familia y
se marcharon.
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entrañas desparramadas por el suelo. Algunos no eran más que
amasijos sanguinolentos. De los postes del telégrafo colgaban brazos,
piernas y trozos de carne humana. Las alcantarillas abiertas aparecían
atascadas por una mezcla de aguas rojizas, escombros y despojos
humanos.
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convenía que un padre ayudara a su hija a dar a luz, y que en su lugar
enviaría a una camarada femenina para que la asistiera. El oficial del
Kuomintang pensó que tan sólo decía aquello para quitárselo de encima,
pero posteriormente supo que su hija había sido muy bien tratada, y que
la camarada femenina no había sido otra que la propia esposa del
comandante comunista.
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Otra cosa que estimuló la buena voluntad de la población fue la
disciplina de los soldados comunistas. No sólo no se producían saqueos
ni violaciones, sino que muchos hacían incluso más de lo debido por
mostrar una conducta ejemplar, lo que contrastaba poderosamente con
el comportamiento de las tropas del Kuomintang.
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6. «Hablando de amor»
Llevaba una amplia túnica tradicional de color azul claro y una blanca
bufanda de seda, y acababa de cortarse el pelo según la nueva moda
revolucionaria. Al entrar en el patio del nuevo cuartel general del
Gobierno provincial vio a un hombre que, situado bajo un árbol y de
espaldas a ella, procedía a cepillarse los dientes junto al borde de un
macizo de flores. Mi madre esperó a que terminara, y cuando alzó la
cabeza vio que tendría poco menos de treinta años, facciones muy
oscuras y unos ojos grandes y melancólicos. Bajo su viejo uniforme se
adivinaba que era delgado, y creyó calcular en él una estatura
ligeramente inferior a la suya. Todo su aspecto tenía algo de soñador. Mi
madre pensó que parecía un poeta. «Camarada Wang, soy Xia De-hong,
de la Asociación de Estudiantes —dijo—. He venido para informarle de
nuestras actividades».
«Wang» era el nom de guerre del hombre que había de ser mi padre.
Había entrado en Jinzhou con las fuerzas comunistas unos pocos días
antes. Desde finales de 1945, había sido uno de los dirigentes de la
guerrilla local y ahora era jefe del secretariado y miembro del comité
del Partido Comunista que gobernaba Jinzhou. Muy pronto había de ser
nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad,
organismo que se ocupaba de la educación, el nivel de alfabetización, la
salud, la prensa, los espectáculos, los deportes, la juventud y los
sondeos de opinión pública. Se trataba de un puesto importante.
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quien también trabajaba en la misma fábrica— decidieron abrir su
propio negocio. Al cabo de unos años, comenzaron a prosperar y
pudieron comprar una buena casa.
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asaltado por calambres. Estaba constantemente obsesionado por el
hambre.
Pidió a su patrono que le diera de cenar. Éste no sólo se negó, sino que
comenzó a maltratarle. Furioso, mi padre le abandonó, regresó a Yibin y
vivió a base de hacer trabajos ocasionales de aprendiz en una tienda
tras otra. No sólo se enfrentaba al sufrimiento en su propia vida, sino
que lo hallaba por doquier en torno a él. Todos los días, cuando
caminaba en dirección al trabajo, se cruzaba con un anciano que vendía
bollos. El viejo, que ya sólo podía caminar encorvado, era ciego, y
llamaba la atención de los viandantes cantando una canción
conmovedora. Cada vez que mi padre escuchaba aquella canción, se
decía a sí mismo que la sociedad debía cambiar.
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Japón. Chiang Kai-shek hubo de consentir, si bien no con demasiado
entusiasmo, ya que sabía que aquello permitiría a los comunistas
sobrevivir y desarrollarse. «Los japoneses son una enfermedad de la
piel —dijo—, pero los comunistas son una enfermedad del corazón».
Aunque se suponía que los comunistas y el Kuomintang eran aliados, los
primeros se veían aún forzados a desarrollar la mayor parte de sus
actividades de modo clandestino.
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Yan’an se encuentra en la Meseta Amarilla, una zona árida y remota del
noroeste de China. Dominada por una pagoda de nueve alturas, gran
parte de la ciudad consistía en hileras de cuevas excavadas en los
amarillentos riscos. Mi padre había de hacer de aquellas cuevas su
hogar durante más de cinco años. Mao Zedong y sus dispersas fuerzas
habían llegado allí en diferentes etapas entre 1935 y 1936, al final de la
Larga Marcha, tras lo cual habían hecho de Yan’an la capital de su
república. La población estaba rodeada de territorio hostil; su principal
ventaja era su aislamiento, que la convertía en un objetivo difícil de
atacar.
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inculcaron la necesidad absoluta de mostrar una sumisión completa al
Partido por el bien de la causa.
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Un mes después de la rendición japonesa, mi padre recibió la orden de
abandonar Yan’an y dirigirse a un lugar llamado Chaoyang y situado en
el sudoeste de Manchuria, a unos mil cien kilómetros al Este, cerca de la
frontera con la Mongolia Interior.
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refugiados en cuevas y míseras cabañas campesinas, padecían un ánimo
sombrío.
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habitados por mongoles. En noviembre de 1946, cuando el invierno ya
casi se había asentado, arreciaron los ataques del Kuomintang. Un día,
mi padre estuvo a punto de ser capturado en una emboscada. Tras un
feroz tiroteo, logró escapar de milagro. Sus ropas habían quedado
hechas jirones y, para regocijo de sus compañeros, el pene le colgaba
fuera de los pantalones.
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Durante la primavera de 1947, comenzaron a cambiar las cosas, y en
marzo el grupo de mi padre logró reconquistar la población de
Chaoyang. Muy pronto, toda la zona circundante se hallaba en sus
manos. Para celebrar su victoria se organizaron un banquete y diversos
festejos. Mi padre era sumamente ingenioso inventando acertijos
basados en los nombres de las personas, lo que le hacía
considerablemente popular entre sus camaradas.
Las personas como Jin no sólo habían sido ricos terratenientes, sino que
habían ejercido deliberadamente un poder absoluto y arbitrario sobre
las vidas de los habitantes locales. Recibían el nombre de e-ba
(«déspotas feroces»).
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Huludao; su labor consistía en vigilar el despliegue de las fuerzas del
Kuomintang e informarse de su situación en lo que a alimentos se
refería. Gran parte de dicha información procedía de agentes
emplazados en el interior del Kuomintang, entre ellos Yu-wu. Fue a
través de aquellos informes como mi padre oyó hablar de mi madre por
primera vez.
Cuando vio por primera vez los carteles de SE BUSCA y oyó a sus
parientes hablar acerca de aquel peligroso «bandido», mi madre
advirtió que no sólo le temían, sino que también le admiraban, y al verle
por primera vez no se sintió en absoluto decepcionada por el hecho de
que el legendario guerrillero no tuviera un aspecto batallador en
absoluto.
Mi padre también había oído hablar del valor de mi madre, así como del
hecho —completamente fuera de lo común— de que ya con diecisiete
años tuviera a hombres a sus órdenes. Una mujer emancipada y
admirable, había pensado, aunque también él se la había imaginado
como un feroz dragón. Para su gran alegría, encontró que era hermosa
y femenina, diríase que incluso coqueta. Hablaba con suavidad,
persuasión y —cosa rara en China— precisión. Para él, aquello
representaba una cualidad extraordinariamente importante, ya que
detestaba el lenguaje habitual, florido, indolente y vago.
Mi madre observó que le gustaba reír, y que tenía los dientes blancos y
relucientes a diferencia de la mayor parte de los otros guerrilleros,
quienes mostraban una dentadura oscura y carcomida. También se
sintió atraída por su conversación. Aquel muchacho se le antojó una
persona culta e ilustrada: desde luego, no la clase de joven que
confundiría a Flaubert con Maupassant.
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qué proporción del alumnado apoyaba a los comunistas; una vez más,
ella respondió con un cálculo preciso.
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estaba enamorado de ella. Cuando a eso de la medianoche la amiga se
dispuso a partir supo que mi madre se quedaría con él. Mi padre
descubrió una nota bajo la botella de champán vacía: «¡Y bien! ¡Ya no
habrá motivo para que yo beba champán! ¡Espero que la botella esté
siempre llena para vosotros!».
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Cuando mi padre regresó, le comunicaron que había sido nombrado jefe
del Departamento de Asuntos Públicos de Jinzhou. Pocos días después,
mi madre le llevó a conocer a su familia. Tan pronto como traspasó el
umbral de la puerta, mi abuela le hizo el vacío, y cuando él intentó
saludarla, se negó a responderle. Mi padre mostraba un aspecto oscuro
y terriblemente demacrado como resultado de las penurias que había
sufrido durante su época de guerrillero, y mi abuela estaba convencida
de que debía de tener bastante más de cuarenta años y que, por ello, era
imposible que no se hubiera casado anteriormente. El doctor Xia le trató
cortésmente, pero con distante formalidad.
Desde el día en que contrajo matrimonio con Yu-lin había tenido que
levantarse todos los días a las tres de la madrugada para preparar los
distintos platos que exigía la complicada tradición manchú. Mi abuela
dirigía la casa y, aunque en teoría eran miembros de la misma
generación, la esposa de Yu-lin se sentía inferior debido a que tanto ella
como su marido dependían de los Xia. Mi padre había sido la primera
persona que se había esforzado por tratarla de igual a igual —lo que en
China constituía una considerable ruptura con el pasado— y a menudo
había regalado a la pareja entradas para el cine, entretenimiento que
ambos adoraban. Era el primer funcionario que habían conocido que no
se daba importancia, y la esposa de Yu-lin se hallaba convencida de que
los comunistas traerían consigo importantes mejoras.
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al menos siete años y poseer un rango equivalente al de jefe de
regimiento. El «1» se refería al único requisito que debía poseer la
mujer, esto es, haber trabajado para el Partido durante un período
mínimo de un año. De acuerdo con el sistema chino de estimación de
edad, según el cual se tiene un año en el momento de nacer, mi padre
tenía veintiocho años; había sido miembro del Partido durante más de
diez años y ocupaba una posición equivalente a la de jefe adjunto de
división. Mi madre, por su parte, aunque no era miembro del Partido,
logró que su labor en la clandestinidad se aceptara como equivalente al
«1»; además, desde su regreso de Harbin había estado trabajando con
dedicación absoluta para una organización llamada Federación de
Mujeres que estaba encargada de los asuntos femeninos: a través de ella
se supervisaban la liberación de las concubinas y el cierre de los
burdeles y se movilizaba a las mujeres para que fabricaran calzado para
el Ejército; asimismo, se organizaban su educación y su empleo, se les
informaba de sus derechos y se aseguraba que no hubieran de contraer
matrimonio en contra de sus deseos.
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que ver con sus sentimientos. El amor era lo único que importaba a
aquellos dos revolucionarios.
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Sin embargo, lo más doloroso para mi madre era lo que le estaba
ocurriendo a Hui-ge, el joven coronel del Kuomintang. Tan pronto como
concluyó el asedio, y superado ya el regocijo inicial por la victoria de los
comunistas, la primera inquietud de mi madre había sido comprobar si
Hui-ge seguía bien. Atravesó corriendo las calles empapadas en sangre
hasta llegar a la mansión de los Ji, pero allí no encontró nada: ni calle,
ni casas… tan sólo un gigantesco montón de escombros. Hui-ge había
desaparecido.
Mi madre acudió a otro líder clandestino que sabía lo que había hecho
el coronel. También él se negó a asegurar que Hui-ge hubiera estado
colaborando con los comunistas. De hecho, rehusó mencionar en
absoluto el papel del coronel en el proceso de transmisión de
información a los comunistas con objeto de poder acaparar él todo el
mérito. Mi madre dijo que el coronel y ella no habían estado
enamorados, pero no podía probarlo. Citó las solicitudes y promesas
veladas que había habido entre ellos, pero las autoridades se limitaron a
contemplarlas como pruebas de que el coronel estaba intentando
hacerse con un «seguro de vida», actitud ante la que el Partido se
mostraba especialmente severo.
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Todo aquello tenía lugar en la época en que mi madre y mi padre se
preparaban para contraer matrimonio, y el episodio arrojó cierta
sombra sobre su relación. No obstante, mi padre comprendía el dilema
de mi madre, y pensaba que Hui-ge debía recibir un trato justo. En este
sentido, no permitió que el hecho de que mi abuela hubiera preferido al
coronel como yerno influyera en su juicio.
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El doctor Xia y mi abuela no se habían enterado de la boda, ni tampoco
se lo había dicho el conductor del primer carruaje. Mi abuela no se
enteró de que su hija iba a casarse hasta que llegó el segundo carruaje.
Mientras avanzaba apresuradamente por el sendero y su silueta se iba
haciendo más clara a través de la ventana, las mujeres de la Federación
comenzaron a cuchichear entre ellas y a continuación salieron
atropelladamente por la puerta trasera. Mi padre también salió. Mi
madre se hallaba al borde de las lágrimas. Sabía que las mujeres de su
grupo despreciaban a mi abuela no sólo debido a sus relaciones con el
Kuomintang sino también porque había sido una concubina. Lejos de
haberse emancipado en tales cuestiones, muchas mujeres comunistas de
ascendencia inculta y campesina aún conservaban los usos
tradicionales. Para ellas, ninguna muchacha como es debido se habría
convertido jamás en concubina, y ello a pesar de que los comunistas
habían estipulado que las concubinas disfrutarían de la misma categoría
que las esposas y que podrían disolver el matrimonio unilateralmente.
Aquellas mujeres de la Federación eran las mismas que se suponía que
debían encargarse de implementar las políticas de emancipación del
Partido.
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sabía comer. En consecuencia, fue criticada en las reuniones de la
Federación por su «decadencia burguesa».
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suicidarse. Bian era uno de los seguidores de la escuela de poesía «Luna
Nueva», uno de cuyos principales exponentes era Hu Shi, quien llegó a
ser embajador del Kuomintang en los Estados Unidos. Dicha corriente
se concentraba en la estética y la forma y se hallaba sometida
principalmente a la influencia de Keats. Bian se había unido a los
comunistas durante la guerra, pero al hacerlo descubrió que su poesía
se consideraba incompatible con la revolución, en la que se buscaba
más la propaganda que la autoexpresión. Parte de su mente lo aceptó,
pero no pudo evitar convertirse en un amargado y sucumbir a la
depresión. Comenzó a pensar que ya nunca podría volver a escribir y,
sin embargo —decía—, tampoco se sentía capaz de vivir sin su poesía.
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intento de suicidio de Bian se hallaba en su punto álgido, y ahora
comenzaba a rumorearse que su esposa mantenía una relación con un
coronel del Kuomintang… ¡cuando se suponía que aún no había
concluido su luna de miel! Se puso furioso, pero sus sentimientos
personales no constituyeron el factor decisivo de su aceptación de la
actitud del Partido frente al coronel. Dijo a mi madre que si el
Kuomintang regresaba, serían personas como Hui-ge las primeras en
servirse de su autoridad para devolverlo al poder. Los comunistas, dijo,
no podían permitirse tal lujo: «Nuestra revolución es una cuestión de
vida o muerte». Cuando mi madre intentó contarle cómo Hui-ge había
ayudado a los comunistas respondió que sus visitas a la cárcel no le
habían hecho ningún bien, y mucho menos el hecho de cogerle la mano.
Desde tiempos de Confucio, los hombres y las mujeres habían tenido que
ser marido y mujer —o al menos amantes— para tocarse en público, e
incluso en tales circunstancias resultaba considerablemente inusual. El
hecho de que mi madre y Hui-ge hubieran sido vistos cogidos de la mano
se entendió como prueba de que habían estado enamorados, y de que
los servicios prestados por Hui-ge a los comunistas no habían sido el
resultado de las motivaciones «correctas». Para mi madre resultaba
difícil no mostrarse de acuerdo con él, pero ello no la hizo sentirse
menos desolada.
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eficacia) dentro de la propia sociedad. Su familia decidió trasladarse al
campo con él, pero antes de partir Lealtad hubo de ingresar en un
hospital. Había contraído una enfermedad venérea. Los comunistas
habían emprendido una importante campaña destinada a erradicar este
tipo de enfermedades, y cualquiera que las padeciera estaba obligado a
ponerse bajo tratamiento médico.
Su trabajo bajo supervisión duró tres años. Era más o menos como un
empleo vigilado en libertad bajo palabra. Las personas en situación de
supervisión gozaban de cierta libertad, pero tenían que presentarse a la
policía a intervalos regulares con un informe detallado de todo cuanto
habían hecho —e incluso pensado— desde su última visita. Además, se
hallaban sometidas a una observación permanente por parte de la
policía.
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rango… porque les resultaban útiles. La política declarada de Mao era:
«Matamos a los pequeños Chiang Kai-sheks. No matamos a los grandes
Chiang Kai-sheks». Mantener vivo a Pu Yi, razonaba, sería «bien
recibido en el extranjero». Nadie podía oponerse abiertamente a tal
política, pero en privado era motivo de gran descontento.
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parecían ser la voz del Partido. Así, descargó su resentimiento sobre mi
padre. Sentía que su lealtad básica no era hacia ella, y que siempre
parecía ponerse de acuerdo con sus camaradas en su contra. Entendía
que acaso para él fuera difícil manifestarle su apoyo en público, pero al
menos lo quería en privado… y no lo conseguía. Desde el comienzo de su
matrimonio, hubo entre mis padres una diferencia fundamental. La
devoción de mi padre al comunismo era absoluta: sentía que debía
hablar el mismo lenguaje en privado que en público, incluso frente a su
esposa. Mi madre era mucho más flexible. Su entrega se veía atenuada
tanto por la razón como por la emoción. Mi madre reservaba un espacio
para la vida privada; mi padre, no.
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7. «Atravesando los cinco desfiladeros»
Mis padres tenían que unirse a un grupo de más de cien personas que
viajaban hacia el Sudoeste, en su mayor parte a Sichuan. El grueso del
grupo estaba formado por hombres, funcionarios comunistas del
Sudoeste. Las pocas mujeres que había eran manchúes que habían
contraído matrimonio con sichuaneses. Para el viaje, se habían
organizado en unidades y se les habían proporcionado uniformes
verdes. La guerra civil aún retumbaba a lo largo de su camino.
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también ansiaba más ternura y comprensión personal, y se sentía
resentida por el hecho de que mi padre no se los proporcionara.
Tuvieron que hacer el resto del camino a pie, a lo largo de una ruta
salpicada de patrullas de terratenientes locales, bandidos y unidades
militares del Kuomintang abandonadas ante el avance de los
comunistas. El grupo tan sólo contaba con tres rifles, uno de ellos en
poder de mi padre, pero en cada una de las etapas del viaje las
autoridades locales les proporcionaban como escolta un pelotón de
soldados dotado, por lo general, con un par de ametralladoras.
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Durante la mayor parte del trayecto no vieron carreteras. El avance era
penoso, especialmente cuando llovía: la tierra se convertía en una
resbaladiza masa de barro, y mi madre se caía incontables veces. Al
final del día se hallaba cubierta de lodo. Cada día, cuando alcanzaban
su destino, se limitaba a dejarse caer y permanecer allí, incapaz de
moverse.
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comunista veterana. Durante los años treinta, había mandado una
unidad guerrillera junto con Kim Il Sung, quien posteriormente llegó a
ser presidente de Corea del Norte, y había peleado contra los japoneses
en el Nordeste en condiciones escalofriantes. Entre la larga lista de
sufrimientos de su carrera revolucionaria había que incluir la pérdida
de su primer marido, quien había sido ejecutado por orden de Stalin. Mi
madre, dijo, no podía compararse con aquella mujer. Al fin y al cabo,
ella no era más que una joven estudiante. Si los demás pensaban que
estaba siendo mimada, tendría serios problemas. «Es por tu propio bien
—dijo, recordándole que aún se encontraba pendiente su solicitud para
ser nombrada miembro de pleno derecho del Partido. Y añadió—: La
elección es tuya: puedes entrar en el coche o puedes entrar en el
Partido, pero no en ambos».
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partir de entonces, mi madre no volvió a llorar ni una sola vez, aunque a
menudo sentía ganas de hacerlo.
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ardiente sol durante dos o tres horas sin descanso. A pesar del calor,
siempre lograban hipnotizar al auditorio con su oratoria.
Mi padre regresó poco después. Dado que iba en coche, llegó antes que
la mayoría. Se encontró a mi madre derrumbada sobre la cama. Al
principio, pensó que tan sólo estaba agotada. Sin embargo, al ver la
sangre advirtió que se hallaba inconsciente. Salió corriendo en busca de
un médico, quien dictaminó que había sufrido un aborto. Siendo como
era un médico militar, carecía de experiencia al respecto, por lo que
telefoneó a un hospital de la ciudad y pidió que enviaran una
ambulancia. El hospital accedió, pero con la condición de que los gastos
de ambulancia y operación les fueran abonados en dólares de plata.
Aunque no tenía dinero propio, mi padre aceptó sin titubear. El hecho de
«estar en la revolución» le proporcionaba a uno automáticamente
derecho a un seguro médico.
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dijo al verle fue: «Quiero el divorcio». Mi padre se disculpó
profusamente. No había sospechado que pudiera estar embarazada (de
hecho, ella tampoco). Mi madre sabía que no había tenido la
menstruación, pero lo había atribuido a la fatiga de aquella marcha
incansable. Mi padre le dijo que hasta entonces había ignorado qué era
un aborto. Prometió ser mucho más considerado en el futuro y, una y
otra vez, le aseguró que la amaba y que enmendaría su conducta.
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El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las
fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que
permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió
recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H.
Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-
shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como
extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les
proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos
corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella
reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en
calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una
práctica habitual.
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Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza
Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a
dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga
militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las
embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.
Las gargantas del Yangtzé se conocían como las Puertas del Infierno.
Una tarde, el brillante sol invernal desapareció súbitamente. Mi madre
corrió a cubierta a comprobar qué pasaba. A ambos lados del barco se
elevaban enormes riscos perpendiculares que se inclinaban sobre la
embarcación como si se hallaran a punto de aplastarla. Estaban
cubiertos de espesa vegetación, y eran tan altos que casi oscurecían el
cielo. Cada uno de ellos parecía aún más empinado que el anterior, y su
aspecto parecía resultado de la acción de una espada gigantesca.
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nubes. A menudo, había pequeños poblados en las cimas. Debido a la
espesa y constante niebla, sus habitantes tenían que mantener
encendidas las lámparas de aceite de colza incluso durante el día. Hacía
frío, y un viento húmedo azotaba las montañas y el río. Para mi madre,
los campesinos locales mostraban una complexión terriblemente oscura.
Eran pequeños, huesudos y dotados de unos rasgos mucho más amplios
y afilados que la gente a la que se hallaba habituada. Vestían una
especie de turbante hecho de un largo trozo de tela que arrollaban en
torno a sus cabezas. Al principio, mi madre pensó que guardaban luto,
ya que en China dicho estado se simboliza con el color blanco.
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8. «Regresar a casa ataviado con sedas bordadas»
Mi padre vivía en una elegante mansión que había sido confiscada por el
nuevo Gobierno para destinarla a oficinas y viviendas, y mi madre se
instaló con él. Tenía un jardín lleno de plantas que nunca había visto
antes: nanmus, papayas y bananos que crecían sobre un terreno
cubierto de verde musgo. En una alberca nadaban peces de colores, y
había incluso una tortuga. El dormitorio de mi padre tenía un sofá-cama
doble, el lecho más suave en el que jamás había dormido mi madre,
quien hasta entonces sólo había conocido los kangs de ladrillo. Incluso
en invierno, lo único que se necesitaba en Yibin era una colcha. No
había vientos glaciales ni una capa de polvo perpetua, como en
Manchuria. Uno no tenía que cubrirse el rostro con una bufanda de
gasa para poder respirar. El pozo no estaba cubierto con una tapa; de él
asomaba un poste de bambú al que se había atado un cubo para extraer
agua. La gente lavaba la ropa en placas de piedra pulidas y brillantes
ligeramente inclinadas, y luego la frotaba con cepillos de fibra de
palma. Aquellas operaciones habrían sido imposibles de realizar en
Manchuria, donde las prendas se habrían visto inmediatamente
cubiertas de polvo o congeladas. Por primera vez en su vida, mi madre
podía comer arroz y verduras frescas todos los días.
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los colegas de mi padre no insistían en que las parejas casadas
durmieran juntas únicamente los sábados por la noche.
Mi padre, que diez años antes había partido como un aprendiz pobre,
hambriento y explotado, regresaba ahora sin haber cumplido aún
treinta años convertido en un hombre poderoso. Se trataba de un sueño
chino tradicional conocido con la denominación de yi-jin-huan-xiang ,
«regresar a casa ataviado con sedas bordadas». Sus familiares se
sentían enormemente orgullosos de él, y no podían esperar el momento
de ver qué aspecto tenía después de todos aquellos años, ya que habían
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oído decir toda clase de cosas extrañas acerca de los comunistas. Y su
madre, claro está, tenía especiales deseos de conocer a su nueva
esposa.
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aproxima casi al negro. Mi madre se enamoró de la casa desde su
primera visita, el mismo día en que llegó a Yibin.
Mi padre tenía una enorme familia, y aquella tarde todos sus miembros
se reunieron en la casa. Mientras se aproximaba a la verja principal, mi
madre oyó susurrar a la gente: «¡Ya llega, ya llega!». Los adultos
acallaban a sus pequeños, entretenidos en saltar de un lado a otro en su
intento de obtener un atisbo de la extraña nuera comunista que llegaba
desde el lejano Norte.
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a proporcionar una imagen positiva de los comunistas. Sin embargo, él
no lo realizaría, a pesar de que se suponía que también debía hacerlo.
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de 1949. Por si fuera poco, Sichuan era uno de los pocos lugares en los
que los chinos no habían ocupado la campiña antes de conquistar las
ciudades. Numerosas unidades del Kuomintang, desorganizadas pero a
menudo bien armadas, controlaban aún gran parte del territorio del sur
de Sichuan, y la mayor parte de los alimentos disponibles se hallaban en
manos de terratenientes simpatizantes del Kuomintang. Los comunistas
necesitaban urgentemente suministros con que alimentar a las ciudades,
así como a sus propias fuerzas y a las numerosas tropas del Kuomintang
que iban rindiéndose.
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En ocasiones, tenían que trasladarse de un lugar a otro para evitar los
ataques.
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abiertas sus opciones y había optado por avisar a los comunistas para
asegurar su futuro. Así pues, les reveló la mejor ruta de escape.
Poco después, la banda fue capturada junto con el cacique, quien era a
la vez uno de los jefes de la misma y una de las «serpientes en sus
antiguas guaridas», lo que le convertía en candidato a ser ejecutado. Sin
embargo, había avisado al grupo y había salvado la vida de las dos
mujeres. En aquella época, las condenas a muerte debían ser ratificadas
por un consejo de revisión formado por tres hombres. Casualmente, el
presidente del tribunal no era otro que mi padre. El segundo miembro
era el marido de la otra mujer embarazada, y el tercero era el jefe local
de policía.
Los miembros del tribunal se enfrentaban por dos contra uno. El marido
de la otra mujer había votado perdonar la vida al cacique. Mi padre y el
jefe de policía habían votado por ratificar la condena a muerte. Mi
madre intercedió frente al tribunal para que dejaran vivir al hombre,
pero mi padre se mostró inflexible. Dijo a mi madre que aquello era
exactamente con lo que había contado él: había elegido avisar
precisamente a aquella expedición porque sabía que en ella se
encontraban las esposas de dos importantes funcionarios. «Tiene
demasiada sangre en las manos —dijo mi padre. Mientras, el marido de
la otra mujer mostraba vehementemente su desacuerdo—. Pero —
continuó mi padre, descargando el puño sobre la mesa—, si no podemos
ser indulgentes se debe precisamente al hecho de que se trataba de
nuestras mujeres. Si dejamos que los sentimientos personales influyan
en nuestras decisiones, ¿qué diferencia habrá entre la nueva China y la
vieja?». El cacique fue ejecutado.
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proceder de mi padre constituía la prueba de que no la atesoraba, a
diferencia de lo que había demostrado el marido de la otra mujer.
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mí!». A cada uno de sus gritos, uno de los bandidos le había cortado un
trozo de carne con un cuchillo. Había muerto horriblemente mutilada.
Tras varios incidentes de aquel tipo, se decidió que las mujeres no
debían volver a ser enviadas en expediciones de aprovisionamiento.
Sus pies habían crecido desde que contrajera matrimonio con el doctor
Xia. Tradicionalmente, los manchúes no eran dados al vendaje de pies,
por lo que mi abuela se había despojado de sus ligaduras y había visto
cómo sus pies crecían ligeramente. Aquel proceso fue casi tan doloroso
como el vendaje inicial. Evidentemente, los huesos rotos no podían
soldarse de nuevo, por lo que los pies no recuperaron su forma original
sino que continuaron encogidos y tullidos. Mi abuela quería que tuvieran
un aspecto normal, por lo que solía rellenar sus zapatos con algodón.
Antes de partir, Lin Xiao-xia —el hombre que la había llevado a la boda
de mis padres— le entregó un documento en el que se certificaba que
era madre de una revolucionaria; con aquel salvoconducto, las
organizaciones del Partido que encontrara a lo largo del camino le
suministrarían alimentos, alojamiento y dinero. Siguió prácticamente la
misma ruta de mis padres. Parte del recorrido lo realizó en tren; a
veces, viajaba en camiones y, cuando no había otro medio de transporte,
caminaba. En cierta ocasión en que viajaba en un camión descubierto
con otras mujeres y niños emparentados con familias comunistas, el
camión se detuvo unos minutos para que los niños hicieran pipí. En ese
instante, una lluvia de balas acribilló las planchas de madera que
formaban uno de sus costados. Mi abuela se agachó en la parte trasera
mientras las balas silbaban a escasos centímetros de su cabeza. Los
guardias devolvieron el fuego con ametralladoras y lograron dominar a
los atacantes, que resultaron ser soldados rezagados del Kuomintang.
Mi abuela resultó ilesa, pero varios niños y guardias murieron.
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segura debido a los bandidos. Tendría que aguardar un mes hasta que la
situación se tranquilizara. A pesar de ello, el barco que la transportó
sufrió numerosos ataques desde las orillas. Se trataba de una
embarcación bastante antigua, y la cubierta era lisa y descubierta por lo
que los guardias edificaron con sacos de arena un muro protector de
metro y pico de alto a babor y estribor. Lo dotaron de ranuras para sus
propios fusiles, y parecía una fortaleza flotante. Cada vez que eran
atacados, el capitán ponía los motores a toda máquina e intentaba
salvar el ataque lo más aprisa posible mientras los guardias respondían
al fuego desde sus troneras fortificadas. Mi abuela descendía a la
bodega y aguardaba a que cesara el tiroteo.
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suministro de alimentos. Incluso cuando estaba en Yibin, mi madre solía
quedarse trabajando hasta tarde en la oficina. En resumen, se veían
cada vez menos y comenzaban a distanciarse de nuevo.
Por fin, resultó que mi abuela estaba violando una norma aún más
importante. Tan sólo a los funcionarios de cierto rango les estaba
permitido tener a sus parientes viviendo con ellos, y mi madre no
alcanzaba dicha categoría. Dado que nadie recibía salario alguno, el
Estado era el responsable de alimentar a aquellos que dependían de él, y
procuraba que su cifra no se disparara. A ello se debía que mi padre
permitiera que fuera la tía Jun-ying quien mantuviera a su madre. Mi
madre señaló que la abuela no tenía por qué constituir una carga para
el Estado, ya que poseía suficientes joyas como para mantenerse a sí
misma, y además había sido invitada a quedarse en casa de la tía Jun-
ying. La señora Mi dijo que mi abuela no tenía por qué estar allí en
primer lugar y que debía regresar a Manchuria. Mi padre se mostró de
acuerdo.
Mi madre discutió acaloradamente con él, pero él dijo que las normas
eran las normas, y que personalmente haría lo posible para que éstas se
observaran. En la antigua China, uno de los principales vicios había sido
el hecho de que los poderosos se hallaban por encima de las normas,
por lo que uno de los pilares fundamentales de la revolución comunista
era que los funcionarios debían someterse a ellas al igual que todos los
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demás. Mi madre se echó a llorar. Tenía miedo de abortar de nuevo. ¿No
querría mi padre tener en cuenta su seguridad y permitir que mi abuela
se quedara hasta después del parto? Él continuó negándose. «La
corrupción empieza siempre con detalles pequeños como éste. Éstas son
la clase de cosas que pueden acabar desgastando nuestra revolución».
Mi madre no halló ningún argumento que pudiera convencerle. No tiene
sentimientos, pensó. No antepone mis intereses. No me ama.
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hubiera dejado traslucir su tristeza ante la partida de mi abuela fue
considerado como la prueba definitiva de que «anteponía la familia»,
algo considerado un grave delito.
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constituía una de las principales características de una revolución en la
que se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia, y la envidia se
vio incorporada al sistema de control. La célula de mi madre la
interrogó semana tras semana, mes tras mes, intentando extraer de ella
interminables autocríticas.
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contaba con defensa alguna y desesperados por el hecho de que todas
sus rutas de escape —tanto hacia Taiwan como hacia Indochina y
Burma a través de Yunnan— estuvieran cortadas, un considerable
ejército de grupos aislados del Kuomintang, terratenientes y bandidos
puso sitio a la ciudad. Durante algún tiempo, pareció como si ésta fuera
a sucumbir. Mi padre se apresuró a regresar del campo tan pronto
como oyó hablar del asedio.
Yibin era una zona rica. Un dicho local afirmaba que con un año de
trabajo los campesinos podían vivir fácilmente dos. Sin embargo, tantas
décadas de guerras incesantes habían terminado por devastar la tierra,
a lo que había que añadir los fuertes impuestos recaudados para la
lucha y para los ocho años de guerra contra Japón. El latrocinio había
aumentado al trasladar Chiang Kai-shek su capital de guerra a Sichuan,
y los funcionarios y politicastros corruptos se habían abatido sobre la
provincia. La gota que colmó el vaso había llegado cuando el
Kuomintang convirtió Sichuan en su reducto final en 1949 y aplicó unos
impuestos exorbitantes antes de la llegada de los comunistas. Todo
aquello, unido a la codicia de los terratenientes, había logrado sumir a
tan rica provincia en una abrumadora pobreza. El ochenta por ciento de
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los campesinos carecían de lo suficiente para alimentar a sus familias.
Si la cosecha se perdía, muchos de ellos se veían reducidos a nutrirse
con hierbas y hojas de batatas, alimento que normalmente se arrojaba a
los cerdos. La penuria se extendía por doquier, y la esperanza de vida
apenas alcanzaba los cuarenta años. La miseria en que se hallaban
sumidas tan ricas tierras había sido uno de los primeros motivos por los
que mi padre se sintió atraído por el comunismo.
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mujeres no debían caminar hasta transcurridos unos cuantos días
después del parto. A ello respondió mi padre: «¿Y qué hay de las
campesinas que tienen que seguir trabajando en el campo nada más dar
a luz?».
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región, así como en jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la
misma.
La nueva jefa de mi madre era una mujer llamada Zhang Xi-ting. Tanto
ella como su marido habían pertenecido a una unidad militar que
formaba parte de las fuerzas encargadas de conquistar el Tíbet en 1950.
Sichuan representaba el estacionamiento previo de las fuerzas
destinadas a dicha región, que los chinos han consideraban poco menos
que el quinto pino. Ambos habían solicitado ser licenciados y, en su
lugar, habían sido enviados a Yibin. El marido de Zhang Xi-ting se
llamaba Liu Jie-ting. Había cambiado su nombre a Jie-ting («Unido a
Ting») como prueba de la admiración que sentía por su mujer. La pareja
llegó a ser conocida como «los dos Tings».
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9. «Cuando un hombre adquiere poder, hasta sus gallinas y
perros conocen la gloria»
Mi madre pertenecía ahora a una célula del Partido compuesta por ella,
la señora Ting y una tercera mujer que había formado parte del
movimiento clandestino de Yibin y con la que se llevaba muy bien. El
constante entrometimiento y las exigencias de autocrítica cesaron
inmediatamente. Los miembros de su nueva célula no tardaron en
pronunciarse a favor de su reconocimiento como miembro del Partido,
consideración que le fue concedida en el mes de julio.
Su nueva jefa, la señora Ting, no era una mujer hermosa, pero su figura
esbelta, su boca sensual, su rostro pecoso, sus ojos vivaces y su
inteligente conversación destilaban energía y denotaban una poderosa
personalidad. Mi madre no tardó en cobrar por ella un profundo afecto.
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cuello por encima del uniforme sino que se arremangó, de tal modo que
mostraba una larga franja de rosa en cada brazo.
Uno de los motivos por los que a la señora Ting no le asustaba saltarse
un poco las normas era que contaba con un marido poderoso y menos
escrupuloso que el de mi madre en el ejercicio de su poder. De nariz y
barbilla afiladas, algo cargado de hombros y de la misma edad que mi
padre, el señor Ting era jefe del Departamento de Organización del
Partido para la región de Yibin, lo que representaba un puesto
sumamente importante, dado que dicho departamento era el encargado
de los ascensos, degradaciones y castigos. Asimismo, en él se
conservaban los expedientes de cada miembro del Partido. A todo ello
había que añadir el hecho de que el señor Ting, al igual que mi padre,
era uno de los miembros del comité de cuatro hombres que gobernaba
la región de Yibin.
Otra de las ventajas del ascenso de mi madre era que le permitía traer a
su madre a vivir permanentemente en Yibin. A finales de agosto de 1951,
mi abuela y el doctor Xia llegaron tras un viaje agotador. Los sistemas
de transporte volvían a funcionar normalmente, y habían realizado todo
el trayecto en tren y en barco. En su calidad de parientes de un
funcionario del Gobierno, se les había asignado alojamiento a cargo del
Estado en una casa de tres habitaciones situada en un complejo para
huéspedes. Recibían también de manos del director de la casa de
huéspedes una ración gratuita de suministros tales como arroz y
combustible, así como una pequeña paga con la que podían adquirir
otros alimentos. Mi hermana y su nodriza fueron a vivir con ellos, y mi
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madre comenzó a dedicar la mayor parte del poco tiempo libre de que
disponía a visitarles y disfrutar de los deliciosos platos que preparaba
mi abuela.
Una de las primeras cosas que quiso saber mi madre fue qué había sido
del joven coronel Hui-ge. Se mostró desconsolada al enterarse de que
había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento junto a la curva del
río que había frente a la puerta oeste de Jinzhou.
Para los chinos, una de las peores cosas que podían ocurrir era no
contar con un funeral apropiado. Creían que los muertos no podían
hallar la paz hasta que su cuerpo se encontrara cubierto y reposando en
la profundidad de la tierra. Se trataba de una creencia religiosa, pero
también poseía un aspecto práctico: un cuerpo no enterrado estaba
condenado a ser despedazado por los perros salvajes y a ver sus huesos
picoteados por los pájaros. Antiguamente, los cuerpos de los ejecutados
habían sido expuestos durante tres días como ejemplo para la
población, tras lo cual eran recogidos y sometidos a un somero
enterramiento. Ahora, los comunistas habían emitido una orden según la
cual las familias debían enterrar inmediatamente a todo pariente
ejecutado. Si no podían hacerlo, la tarea era llevada a cabo por
sepultureros contratados por el Gobierno.
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explotación», la señora de Yu-lin encontró un marco político en el que
descargar sus rencores. Cuando mi abuela recogió el cadáver de Hui-ge,
la señora Yu-lin la denunció por mostrar una disposición favorable hacia
un criminal. El vecindario convocó una «asamblea de lucha» destinada
a «ayudar» a mi abuela a comprender sus «faltas». Ella hubo de asistir
pero, sabiamente, decidió no decir nada y fingir que aceptaba
humildemente las críticas. Interiormente, sin embargo, hervía de furia
contra su cuñada y los comunistas.
Ésta se vio arrinconada entre ambos fuegos, así como entre sus
sentimientos personales, su amargura por la muerte de Hui-ge, sus
sentimientos políticos y su dedicación a la causa comunista.
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A mi madre no le convencía el argumento, pero decidió que no valía la
pena discutir de ello con mi padre. De hecho, apenas le veía, ya que éste
pasaba largo tiempo en el campo enfrentándose a diversos problemas.
Incluso cuando estaba en la ciudad, rara vez podía estar con ella. Se
suponía que los funcionarios debían trabajar desde las ocho de la
mañana hasta las once de la noche, siete días a la semana, y siempre
había uno de los dos que llegaba a casa tan tarde que casi no tenían
tiempo de hablar. Su hija no vivía con ellos, y ambos almorzaban en la
cantina, por lo que no disfrutaban de lo que hubiera podido llamarse
vida familiar.
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fábricas, sus condiciones de vida eran espantosas, y docenas de mujeres
se veían forzadas a dormir en un enorme cobertizo construido de paja y
bambú. La comida era menos que insuficiente: a pesar del agotador
trabajo que realizaban, las obreras apenas obtenían carne un par de
veces al mes. Muchas de ellas debían permanecer de pie sobre un
charco de agua fría durante ocho horas seguidas lavando los aislantes
de porcelana. La malnutrición y la falta de higiene habían convertido la
tuberculosis en una enfermedad corriente. Los cuencos y los palillos
nunca se lavaban adecuadamente, y se almacenaban siempre mezclados
unos con otros.
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Gracias a mi enorme tamaño y al modo en que crecía —en sentido
ascendente—, las cavidades de sus pulmones se comprimieron y
comenzaron a cicatrizar. Los médicos le dijeron que debía
agradecérselo a su bebé, pero mi madre pensó que el mérito
correspondía probablemente a la medicina norteamericana que había
podido tomar gracias a la señora Ting. Permaneció en el hospital
durante tres meses, hasta febrero de 1952, época en la que su embarazo
contaba ya ocho meses. Un día recibió repentinamente la orden de
partir «por su propia seguridad». Una amiga le contó en secreto que en
Pekín habían descubierto algunas armas en la residencia de un
sacerdote extranjero, y que todos los sacerdotes y monjas extranjeros se
hallaban sujetos a graves sospechas.
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continuación, me sostuvieron por los pies y me propinaron un fuerte
cachete. Por fin, comencé a llorar con considerable energía, y todos se
echaron a reír de alivio. Pesé casi cinco kilos, y los pulmones de mi
madre no sufrieron daño alguno.
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aflicción. Otro de los motivos de su angustia era el hecho de verse sola
en el momento más amargo de su vida. No le reveló a mi madre lo que
había ocurrido por miedo a apenarla, y la circunstancia de que ésta se
encontrara en el hospital obligó a mi abuela a enfrentarse directamente
con mi padre. Después del funeral, sufrió una depresión nerviosa y hubo
de ser hospitalizada durante casi dos meses.
El doctor Xia se había llevado muy bien con todo el mundo, incluyendo a
mi padre, quien le respetaba profundamente como hombre de
principios. El doctor Xia consideraba a mi padre un hombre sumamente
culto. Solía decir que había visto muchos funcionarios en su vida, pero
nunca uno como mi padre. La sabiduría popular afirmaba que «no hay
funcionario incorrupto», pero mi padre nunca se había aprovechado de
su posición, ni siquiera para salvaguardar los intereses de su familia.
—Creo que los comunistas han hecho muchas cosas buenas. Pero
también habéis matado a demasiada gente. Gente que no debería haber
muerto.
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contrarrevolucionarios». El nuevo régimen había suprimido todas las
sociedades secretas debido a que éstas exigían la lealtad de sus
miembros, y los comunistas no querían lealtades divididas.
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Disfrutaba de su trabajo, pero también era uno de sus principios que
todo funcionario comunista debía realizar alguno de los trabajos físicos
que tan despreciados habían sido en otra época por los mandarines.
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mismos criterios. Sin embargo, dado que no existía un modelo objetivo
de ecuanimidad, se veía obligado a confiar en su propio instinto,
haciendo lo imposible por ser justo. Nunca consultaba con sus colegas,
en parte debido a que sabía que ninguno de ellos le diría jamás que uno
de sus parientes no se merecía algo.
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Con frecuencia, las cosas más apreciadas por la población local eran
las que más enfurecían a la familia de mi padre, cuya reputación ha
sobrevivido hasta hoy. Un día, en 1952, el director de la Escuela
Número Uno de Enseñanza Media mencionó a mi padre que estaba
teniendo dificultades en hallar alojamiento para sus maestros. «En tal
caso, cuente usted con la casa de mi familia: es demasiado grande para
sólo tres personas», respondió mi padre al instante a pesar del hecho de
que aquellas personas eran su madre, su hermana Jun-ying y un
hermano retrasado y de que los tres adoraban su casa y su jardín
encantado. En la escuela se mostraron jubilosos. No tanto su familia,
aunque encontró para ellos una casa pequeña en el centro de la
población. Su madre no se mostró demasiado entusiasmada pero, como
mujer amable y comprensiva que era, no dijo nada.
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bienes propiedad del Estado que la mayoría ni siquiera utilizaban la
tinta de su oficina para escribir otra cosa que no fueran comunicaciones
oficiales. Cada vez que debían redactar algo personal, cambiaban de
pluma.
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Se enviaron equipos a todas las organizaciones en las que había de
desarrollarse la campaña con objeto de movilizar a la gente. Casi todas
las tardes se celebraban asambleas obligatorias para estudiar las
instrucciones emitidas por las autoridades superiores. Los miembros de
los equipos hablaban, peroraban e intentaban persuadir a los presentes
para que denunciaran a los sospechosos. Se animaba a la gente a
depositar sus quejas en buzones provistos a tal efecto. A continuación, el
equipo de trabajo estudiaba todos los casos. Si la investigación
confirmaba el cargo o descubría nuevos motivos de sospecha, el equipo
formulaba un veredicto que era posteriormente sometido al siguiente
nivel de autoridad para su aprobación.
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negocios más modestos, tales como el de la tía Jun-ying quien, en
realidad, no dirigía sino una cooperativa. Mi tía pensó en pedir a sus
amigas que la abandonaran, pero no quería que pensaran que las
estaba despidiendo. Por fin, fueron ellas quienes le pidieron permiso
para irse. Les preocupaba que empezaran a circular habladurías y mi
tía llegara a pensar que procedían de ellas.
A mediados de 1953, las campañas de los Tres Anti y los Cinco Anti
habían remitido. Los capitalistas habían sido puestos bajo control y el
Kuomintang ya estaba erradicado. Las asambleas multitudinarias
cesaron tan pronto como los funcionarios comprendieron que la mayor
parte de la información que se desprendía de ellas era poco fiable. Los
casos comenzaron a examinarse a nivel individual.
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Mi madre no podía imaginar qué mosca le había picado. Él le reveló lo
sucedido y añadió que la señora Ting hacía tiempo que le tenía echado
el ojo. Mi madre se mostró más desconcertada que furiosa:
—No lo entiendes… existe una cosa que llamamos «la ira que surge de
la vergüenza» (nao-xiu-cheng-nu ), y sé que eso es lo que ella siente
ahora. Yo no me comporté con el suficiente tacto. Debí de avergonzarla,
y ahora me arrepiento. Me temo que en el acaloramiento de aquellos
instantes obedecí a mi primer impulso. Es de esa clase de mujeres que
siempre buscan la venganza.
En el despacho del señor Shu trabajaba una mujer que había sido
concubina de un funcionario del Kuomintang que posteriormente había
huido a Taiwan. La dama en cuestión había intentado provocar con sus
encantos al señor Shu —un hombre casado— y habían comenzado a
surgir rumores acerca de la posibilidad de que ambos hubieran iniciado
una aventura. La señora Ting consiguió que la mujer firmara una
declaración en la que afirmaba que el señor Shu le había hecho
proposiciones y posteriormente la había obligado a tener relaciones
sexuales con él. Aunque se trataba del gobernador, la mujer accedió,
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considerando que los Ting eran personas más temibles. El señor Shu fue
acusado de servirse de su posición para mantener relaciones amorosas
con una antigua concubina del Kuomintang, lo que se consideraba un
delito inexcusable para un comunista veterano.
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directamente por Mao y entre ellos los grupos clandestinos, en los que
habían intervenido muchos de los comunistas más valerosos,
consagrados… y mejor educados. En Yibin, todos los antiguos miembros
de la clandestinidad se habían sentido presionados de un modo u otro.
Entre las complicaciones añadidas había que incluir el hecho de que
muchas de las personas que habían formado parte del movimiento
clandestino local procedían de familias pudientes que habían resultado
perjudicadas por la llegada al poder de los comunistas. Adicionalmente,
su elevado grado de educación —superior al de aquellos que habían
llegado con el Ejército comunista, procedentes en su mayor parte de
familias campesinas y a menudo analfabetas— los había convertido en
objeto de todas las envidias.
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El gobernador, Lee Da-zhang, era el mismo que había respaldado la
solicitud de la esposa de Mao, Jiang Qing, para ingresar en el Partido.
Expresó su comprensión ante la situación de mi padre y prometió
ayudarle a obtener el traslado, aunque —afirmó— no quería que
partiera de inmediato, ya que todos los puestos equivalentes de Chengdu
se encontraban cubiertos. Mi padre dijo que no podía esperar, y que
estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa. Tras intentar disuadirle por
todos los medios, el gobernador terminó por rendirse y le dijo que podía
ocupar el puesto de jefe del Departamento de Arte y Educación. «No
obstante —le advirtió—, se trata de un puesto muy por debajo de tu
capacidad». Mi padre respondió que no le importaba mientras tuviera
una labor que realizar.
Estaba tan preocupado que ni siquiera regresó a Yibin, sino que envió
un mensaje a mi madre pidiéndole que se uniera a él tan pronto como le
fuera posible. Las mujeres de su familia protestaron, afirmando que no
cabía siquiera considerar un traslado de mi madre cuando hacía tan
poco tiempo que había dado a luz, pero mi padre estaba aterrorizado
por lo que pudiera hacer la señora Ting, y tan pronto como transcurrió
el período de convalecencia puerperal envió a su guardaespaldas a Yibin
para recogernos.
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abuela ocupó un asiento tapizado de otro vagón y mi nodriza y yo nos
dirigimos a lo que se denominaba el «compartimento para mamas con
niños», en el que ella disponía de un asiento y yo de una cuna. El
guardaespaldas se instaló en un cuarto vagón de asientos duros.
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10. «El sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas»
El sábado era el único día que las parejas casadas podían pasar en
mutua compañía. Entre los funcionarios, «pasar el sábado» se había
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convertido en un eufemismo de hacer el amor. Gradualmente, aquella
vida de estilo militar fue suavizándose un poco y las parejas casadas
pudieron pasar más tiempo juntas. Casi todas, sin embargo, siguieron
viviendo y pasando la mayor parte del tiempo en sus oficinas.
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averiguar sus posturas y sus opiniones. Al igual que mi madre, creía
apasionadamente en su trabajo, al que consideraba un medio de
mantener al Partido y al Gobierno en contacto con el pueblo.
Siete días después del parto, uno de los colegas de mi padre envió un
automóvil al hospital para trasladarla a casa. Se consideraba
comúnmente aceptado que si el esposo estaba fuera era la organización
del Partido la encargada de cuidar de su esposa. Mi madre acepto
agradecida, ya que su «casa» estaba a media hora de camino a pie.
Cuando mi padre regresó pocos días más tarde administró a su colega
una severa reprimenda. Las normas estipulaban que mi madre sólo
podría viajar en un coche oficial si era en compañía de mi padre. La
utilización del mismo en su ausencia habría de contemplarse como un
acto de nepotismo, dijo. El colega de mi padre dijo que había autorizado
el uso del automóvil debido a que mi madre acababa de ser sometida a
una seria intervención que la había dejado en un estado de debilidad
extrema. Las normas son las normas, repuso mi padre. Una vez más, a
mi madre le costó trabajo aceptar aquella rigidez puritana. Era la
segunda vez que mi padre la atacaba inmediatamente después de sufrir
un parto difícil. ¿Por qué no había estado él ahí para llevarla a casa? —
preguntó—. De ese modo no habría habido que violar las normas. Él
respondió que había estado ocupado con su trabajo, que era sumamente
importante.
Mi madre comprendía su entrega —ella misma la compartía— pero no
por eso dejó de sentirse amargamente mortificada.
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Al cabo de pocos meses, comenzó a circular el rumor de que la nodriza
estaba teniendo una aventura amorosa con uno de los sepultureros del
complejo. Mis padres consideraban que tales cosas eran asuntos
estrictamente privados, por lo que hicieron la vista gorda.
Mi padre también halló difícil establecer una relación estrecha con Jin-
ming, pero se mostraba muy unido a mí. Solía gatear por el suelo y
permitirme que cabalgara sobre su espalda. Por lo general, llevaba
siempre unas flores en el cuello para que yo las oliera. Si se le olvidaba
ponérselas, yo hacía un gesto en dirección al jardín y emitía ruiditos
imperiosos indicando que trajera unas cuantas sin tardanza. A menudo
me besaba en la mejilla. Un día en que no se había afeitado, yo torcí el
gesto y protesté: «¡Barba vieja! ¡Barba vieja!», gritando a pleno pulmón.
Estuve llamándole «Barba Vieja» (lao hu-zi ) durante meses. Desde
entonces, me besaba con más cautela. Me encantaba ir tambaleándome
de un despacho a otro y jugar con los funcionarios. Solía perseguirlos,
llamándoles por nombres especiales que inventaba para cada uno y
recitándoles poesías infantiles. Antes de cumplir tres años era ya
conocida como La pequeña diplomática.
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deliberadamente: no había día que no derramara la leche y mis pastillas
de aceite de hígado de bacalao en el interior del pupitre. Después del
almuerzo teníamos que dormir una larga siesta, durante la cual solía
relatar a los niños con los que compartía el enorme dormitorio historias
de miedo de mi invención. No tardé en ser descubierta y se me castigó a
permanecer sentada en el umbral.
Al cabo de una semana, casi todos sus colegas recibieron el visto bueno
y se les permitió volver a circular libremente. Mi madre fue una de las
escasas excepciones. Se le dijo que ciertas circunstancias de su pasado
aún no habían sido del todo esclarecidas. Tenía que abandonar su
propio dormitorio y dormir en una estancia situada en otra parte del
edificio de oficinas. Antes de ello, se le permitió pasar algunos días en
casa para —según le dijeron— organizar sus asuntos domésticos, ya que
habría de permanecer confinada durante algún tiempo.
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entonces, el control se estableció aún con más fuerza sobre las mentes
de toda la nación.
Mao declaró que las personas que estaba buscando eran «espías de los
países imperialistas y del Kuomintang, así como trotskistas, ex
funcionarios del Kuomintang y traidores camuflados de comunistas».
Afirmaba que todos ellos trabajaban por el regreso del Kuomintang y de
los imperialistas de Estados Unidos, quienes se negaban a reconocer el
régimen de Pekín y habían rodeado China por una frontera de
hostilidad. Así como la anterior campaña destinada a la eliminación de
contrarrevolucionarios (durante la que había sido ejecutado Hui-ge, el
amigo de mi madre) había estado dirigida a los miembros reconocidos
del Kuomintang, el objetivo se hallaba ahora centrado en gente del
Partido o del Gobierno cuyo pasado mostrara conexiones con el
Kuomintang.
Mi madre fue informada de ello durante los escasos días que pasó en
casa antes de su detención. Cuando comunicó la noticia a las nodrizas,
ambas se mostraron desconsoladas. Nos amaban profundamente a mí y
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a Jin-ming. A la mía le preocupaba además perder sus ingresos si se veía
obligada a regresar a Yibin, por lo que mi madre escribió al gobernador
de aquella ciudad rogándole que le buscara un empleo, cosa que éste
hizo. La mujer marchó a trabajar a una plantación de té y pudo llevarse
a su hija pequeña a vivir con ella.
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municipales podía hacerse cargo de más de uno de nosotros, por lo que
nos vimos repartidos entre cuatro instituciones distintas.
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Por otra parte, debido a la falta de procedimientos legales, uno tenía
pocas posibilidades de defenderse frente a las insinuaciones.
Luego, estaba su amistad con Hui-ge. Era evidente que sus jefas de la
Federación de Mujeres de Jinzhou habían incluido comentarios
negativos sobre aquella cuestión. Del mismo modo que Hui-ge había
intentado buscarse un seguro de vida por medio de ella —decían—, ¿no
era igualmente posible que ella hubiera pretendido hacer lo propio a
través de él en caso de que ganara el Kuomintang?
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pregunta imposible de contestar: ¿Por qué tenías tantas conexiones con
gente del Kuomintang?
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serían interpretadas como signo de que se sentía herida por el Partido o
de que estaba perdiendo confianza en él. Ambas cosas resultaban
inaceptables, y podían ejercer un efecto negativo sobre el veredicto
final.
Así pues, mi madre apretaba los dientes y se decía a sí misma que debía
confiar en el Partido. Aun así, le resultaba muy duro verse
completamente aislada de su familia, y echaba terriblemente de menos a
sus hijos. Mi padre no la escribió ni la visitó ni una sola vez: tanto las
cartas como las visitas estaban prohibidas. Lo que necesitaba más que
nada en este mundo era un hombro sobre el que apoyar la cabeza o, al
menos, una palabra afectuosa.
Nadie sabía que el que llamaba no era mi padre, sino otro funcionario
de alto rango que había abandonado el Kuomintang para pasarse a los
comunistas durante la guerra contra Japón. Como antiguo oficial del
Kuomintang, había sido considerado sospechoso y encarcelado en 1947,
aunque terminó por ser rehabilitado. Solía citar su propia experiencia
para dar ánimos a mi madre y, de hecho, entre ambos se estableció una
amistad que duraría toda la vida. Mi padre no telefoneó ni una sola vez
a lo largo de aquellos seis meses. Después de tantos años de militancia,
sabía que el Partido prefería que las personas investigadas no
mantuvieran contacto alguno con el mundo exterior, ni siquiera con sus
cónyuges. Tal y como él lo veía, reconfortar a mi madre hubiera
implicado la existencia por su parte de cierto grado de desconfianza
hacia el Partido. Mi madre nunca pudo perdonarle que la hubiera
abandonado en un momento en que necesitaba cariño y apoyo más que
ninguna otra cosa. Una vez más, le había demostrado que siempre
antepondría el Partido a ella.
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con sus masas de verdes brotes entrelazados, fue llamada a ver al señor
Kuang, el jefe del equipo de investigación. Éste le dijo que se le permitía
regresar a su trabajo… que podía salir. No obstante, tendría que
presentarse allí todas las noches. El Partido no había llegado aún a una
conclusión final acerca de ella.
Cuando mi madre obtuvo permiso para salir, lo primero que hizo fue
saltar a lomos de su bicicleta y salir disparada hacia los distintos
jardines de infancia. Estaba especialmente inquieta por Jin-ming, que
entonces contaba dos años de edad y a quien apenas había tenido
tiempo de conocer a fondo. Sin embargo, descubrió que los neumáticos
de su bicicleta se habían deshinchado tras seis meses de inactividad por
lo que, apenas había traspasado el umbral, se vio obligada a detenerse
para hincharlos. Nunca se había sentido tan impaciente en toda su vida
como cuando paseaba de un lado a otro esperando a que el hombre
repusiera el aire de sus neumáticos a un ritmo que se le antojó
insoportablemente lento.
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silencio, negándose a mirar a mi madre con una expresión de rencor en
el rostro. Mi madre sacó unos melocotones y, mientras comenzaba a
pelarlos, le dijo que viniera a comérselos, pero Jin-ming no se movió. No
tuvo más remedio que depositarlos sobre el pañuelo e impulsarlos hacia
él por encima de la mesa. El niño esperó a que retirara la mano, y a
continuación cogió uno de los melocotones y comenzó a devorarlo.
Luego cogió el otro. En pocos segundos, los tres melocotones habían
desaparecido. Por primera vez desde que la detuvieran, mi madre dejó
correr las lágrimas.
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11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la
boca»
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Mi abuela aún estaba en Jinzhou cuando comenzó el programa de
nacionalizaciones, por lo que se vio atrapada en él. Tras abandonar
Jinzhou en compañía del doctor Xia en 1951, su negocio de farmacia
había quedado a cargo de su hermano Yu-lin. Cuando el doctor Xia
murió, en 1952, la propiedad del mismo pasó a ella. Ahora, el Estado
proyectaba comprárselo. En todas las empresas se constituyó un grupo
de miembros de equipos de trabajo y representantes de la dirección y de
los empleados. Su función consistía en calcular el valor de cada negocio
de tal modo que el Estado pudiera pagar un «precio justo» por el
mismo. A menudo, para complacer a las autoridades, se sugerían cifras
sumamente bajas. El valor que se aplicó al negocio del doctor Xia era
ridículamente modesto, pero en ello había una ventaja para mi abuela:
significaba que quedaría clasificada como «capitalista de menor
importancia», con lo que lograría no atraer la atención. No le agradó
verse cuasi expropiada, pero no protestó por ello.
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lo que te inquieta? En cualquier caso, además, me tienes a mí. Yo
cuidaré de ti. Nunca tendrás que volver a preocuparte de nada. Tengo
que persuadir a muchas otras personas para que donen sus bienes.
Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo puedo esperar tal cosa de ellos si mi
propia madre se niega a hacerlo?». Mi abuela se rindió. Habría hecho
cualquier cosa por su hija. Entregó todas sus joyas, con excepción de un
par de pulseras, unos pendientes de oro y un anillo del mismo metal que
había recibido del doctor Xia como regalo de boda. Obtuvo del Gobierno
un recibo por su donación y gran número de alabanzas por su celo
patriótico.
Tras dieciocho meses de intensa ansiedad, mi madre se vio una vez más
rehabilitada. Era afortunada. Como resultado de aquella campaña, más
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de ciento sesenta mil hombres y mujeres habían sido tachados de
contrarrevolucionarios, y sus vidas se vieron destrozadas durante tres
décadas. Entre ellos se encontraban algunas de las amigas de mi madre
de la época de Jinzhou que habían pertenecido a los cuadros de la Liga
Juvenil del Kuomintang. Calificadas sumariamente como
contrarrevolucionarias, fueron todas despedidas de sus empleos y
enviadas a realizar trabajos manuales forzados.
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sabía pedir sus necesidades, y ni siquiera parecía capaz de llorar. Mi
abuela lo tomó en sus brazos e inmediatamente hizo de él su favorito.
Debido a que mi abuela no podía cuidar de los cuatro a la vez, las dos
mayores —mi hermana y yo— tuvimos que volver al jardín de infancia
durante la semana. Todos los lunes por la mañana, mi padre y su
guardaespaldas nos cargaban sobre sus hombros y se nos llevaban
entre aullidos, patadas y tirones de pelo.
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enanitos y Cenicienta se contaron entre mis compañeros favoritos de
niñez.
A mis dos hermanos no les interesaba tanto que les leyeran, ni tampoco
que les relataran historias nocturnas. A mi hermana, sin embargo, con
quien yo compartía el dormitorio, le gustaban tanto como a mí. Tenía,
además, una memoria extraordinaria. Había logrado ya impresionar a
todo el mundo recitando sin una sola equivocación la larga balada de
Pushkin titulada El pescador y los peces de colores cuando tan sólo
contaba tres años de edad.
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Al principio, a mi madre le costó trabajo acostumbrarse a eso.
«Anteponer la familia» era una crítica de la que constantemente le
hacían objeto sus colegas del Partido. Por fin, terminó por adquirir la
costumbre de trabajar sin descanso. Para cuando llegaba a casa por las
noches, hacía ya rato que estábamos durmiendo. En tales ocasiones,
solía sentarse junto a nuestra cama observando nuestros rostros
dormidos y escuchando nuestra apacible respiración. Aquéllos eran sus
momentos más felices del día.
La criada tenía dieciocho años. Cuando llegó, vestía una blusa y unos
pantalones de algodón estampados con flores que los habitantes de la
ciudad, más habituados a los colores discretos que dictaban el
esnobismo urbano y el puritanismo comunista, hubieran considerado
excesivamente llamativos. Las damas de la ciudad vestían trajes
cortados como los de las mujeres rusas, pero nuestra criada vestía un
traje al estilo campesino, cerrado por un costado con botones de
algodón en lugar de con los nuevos botones de plástico. Para sujetarse
los pantalones se servía de un cordel de algodón en lugar de cinturón.
Muchas campesinas hubieran modificado su atuendo al llegar a la
ciudad para no parecer paletas de pueblo, pero ella se mostraba
completamente indiferente a su modo de vestir, lo que denotaba la
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fortaleza de su carácter. Poseía unas manos grandes y ásperas, y su
rostro oscuro y bronceado mostraba dos hoyuelos permanentes en las
rosadas mejillas y una sonrisa franca y tímida. Gustó inmediatamente a
todos los miembros de la familia. Comía con nosotros y se ocupaba de
las faenas domésticas con mi abuela y mi tía. Dado que mi madre nunca
estaba en casa, mi abuela estaba encantada de contar con dos amigas
íntimas que, a la vez, eran sus confidentes.
El nivel educativo general del país siempre había sido muy bajo. La
población era enorme —para entonces, más de seiscientos millones de
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personas— y la inmensa mayoría jamás había disfrutado de nada
parecido a un nivel de vida digno. El país siempre había vivido bajo una
dictadura basada en mantener a la población en estado de ignorancia y,
con ello, de obediencia. Existía también el problema del lenguaje: la
grafía china es extraordinariamente difícil. Se basa en decenas de miles
de caracteres individuales que no se encuentran relacionados con los
sonidos, y cada uno de ellos se forma con complicados trazos y necesita
ser recordado por separado. Había cientos de millones de personas
analfabetas.
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mental como para desafiar su mandato. Sin embargo, Mao siempre
había desconfiado de los intelectuales. Los intelectuales habían
desempeñado un papel fundamental en Hungría, y se mostraban más
aficionados que el resto de las personas a pensar por sí mismos.
Hubo otras quejas: los directores de las escuelas querían disfrutar del
derecho a escoger a sus propios maestros en lugar de verse obligados a
aceptar a aquellos que les eran asignados por las autoridades. Los
directores de hospital querían que se les permitiera comprar hierbas y
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otras medicinas personalmente, ya que el suministro que recibían del
Estado no bastaba para sus necesidades. Los cirujanos querían gozar de
mayores raciones alimenticias: consideraban su labor tan ardua como
la de los actores de kung-fu de la ópera tradicional china, y sin embargo
sus raciones eran una cuarta parte más reducidas que las de aquéllos.
Un funcionario de menor rango se lamentaba de que de los mercados de
Chengdu hubieran desaparecido algunos célebres artículos tradicionales
tales como las «tijeras Wong» o los «cepillos Hu» para verse
reemplazados por sustitutos de inferior calidad fabricados al por mayor.
Mi madre se mostraba de acuerdo con muchas de aquellas opiniones,
pero nada había que pudiera hacer al respecto, ya que se trataba de
políticas de Estado. Todo lo que podía hacer era informar de ello a las
autoridades superiores.
Aquel estallido de críticas —que a menudo no eran otra cosa que quejas
personales o sugerencias prácticas y apolíticas de posibles mejoras—
floreció durante aproximadamente un mes del verano de 1957. A
comienzos de junio, el discurso pronunciado por Mao acerca de «sacar
a las serpientes de sus guaridas» llegó verbalmente a oídos de los
funcionarios del nivel de mi madre.
Estaba un poco disgustada por algunas de las críticas que ella misma
había recibido, pero pocas de ellas podían considerarse ni remotamente
anticomunistas o antisocialistas. A juzgar por lo que había leído en los
periódicos, parecía que se habían producido algunos ataques al
monopolio comunista del poder y al sistema socialista, pero en sus
escuelas y hospitales nadie se había mostrado tan osado. ¿Dónde
demonios iba a localizar a tantos derechistas? Además, pensó, era
injusto castigar a gente a la que previamente se había invitado —incluso
exhortado— a hablar. Por si fuera poco, Mao había garantizado
explícitamente que no se tomarían represalias contra los que hablaran.
Ella misma, con gran entusiasmo, había animado a la gente a hacerlo.
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derechistas, pero había informado que en su instituto no había ni uno.
«¿Cómo es posible?», había preguntado su jefe. Algunos de los
científicos habían estudiado en el extranjero, en Occidente. «Tienen que
haberse contaminado por la sociedad occidental. ¿Cómo pretende usted
esperar que sean felices con el comunismo? ¿Cómo es posible que entre
ellos no haya ningún derechista?». El señor Hau dijo que el hecho de
que hubieran elegido regresar a China demostraba que no eran
anticomunistas, y llegó al extremo de avalarles personalmente. Se le
advirtió en numerosas ocasiones que rectificara su actitud. Por fin, fue
calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de
su empleo. Su nivel de funcionariado se vio drásticamente reducido y se
le obligó a trabajar barriendo los suelos en los laboratorios del mismo
instituto que antes había dirigido.
¿Dónde, sin embargo, iba a conseguir hallar sus más de cien derechistas
anticomunistas y antisocialistas? Por fin, uno de sus ayudantes, llamado
Kong, encargado de Educación para el Distrito Oriental, anunció que las
directoras de un par de colegios habían logrado identificar como tales a
algunas de sus maestras. Una de ellas era una maestra de primaria cuyo
esposo, oficial del Kuomintang, había muerto en la guerra civil. Había
dicho algo así como que «China, hoy, está peor que en el pasado». Un
día tuvo una trifulca con la directora, quien la había criticado por
aflojar su ritmo de trabajo. Furiosa, la golpeó. Otras dos maestras
intentaron detenerla, una de ellas diciéndole que tuviera cuidado, ya que
la directora estaba embarazada. Según los informes, se había puesto a
gritar que quería «librarse de ese comunista hijo de puta» (refiriéndose
al niño que aún no había nacido).
En otro de los casos, se dijo que una maestra cuyo esposo había huido a
Taiwan con el Kuomintang había estado mostrando a ciertas
compañeras algunas de las joyas que le había regalado su marido,
intentando con ello despertar en ellas un sentimiento de envidia hacia la
vida que había llevado ella con el Kuomintang. Las jóvenes afirmaron
asimismo que había dicho que era una lástima que los norteamericanos
no hubieran ganado la guerra de Corea y hubieran avanzado a
continuación hacia China.
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El señor Kong dijo que había comprobado los hechos. La investigación
no dependía de mi madre. Cualquier cautela por su parte se hubiera
interpretado como un intento de proteger a las derechistas y poner en
duda la integridad de sus propias colegas.
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grandes cantidades de alimentos de esta región a otras partes del país, y
los precios de muchos artículos se duplicaron e incluso triplicaron casi
de la noche a la mañana. Los estudiantes de la Escuela de Formación
habían visto su nivel de vida reducido prácticamente a la mitad, por lo
que habían organizado una manifestación para exigir mayores ayudas.
Aquella acción fue comparada por el señor Ying con la del Círculo de
Petofi durante la rebelión húngara de 1956, y denominó a los
estudiantes «almas gemelas de los intelectuales húngaros». Ordenó que
todos aquellos que hubieran participado en la manifestación fueran
clasificados como derechistas. La escuela contaba con unos trescientos
alumnos, de los cuales unos ciento treinta habían tomado parte en la
misma. Todos ellos fueron tachados de derechistas por el señor Ying.
Aunque la escuela no estaba bajo la jurisdicción de mi madre —ya que
ésta tan sólo se ocupaba de las escuelas de enseñanza primaria— sí
estaba localizada en su distrito, por lo que las autoridades de la ciudad
le adjudicaron arbitrariamente a aquellos alumnos como parte de su
cuota.
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promocionado— fueron condenados como derechistas. Un antiguo
ayudante por quien mi padre sentía un gran afecto fue etiquetado como
ultraderechista. Su crimen consistía en haber realizado una única
observación en la que opinaba que China no debía permitir que se
creara una dependencia «absoluta» de la Unión Soviética. En aquella
época, sin embargo, el Partido proclamaba que así debía ser. Fue
sentenciado a tres años de estancia en un gulag chino y obligado a
trabajar en la construcción de una carretera en una zona agreste y
montañosa en la que muchos de sus compañeros encontraron la muerte.
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asaltarle vacilaciones acerca de su puesta en práctica. Comentó
aquellas dudas con su amigo, el señor Hau —el antiguo director del
instituto de investigación— pero nunca se las mencionó a mi padre, y no
porque éste no las tuviera también, sino porque se habría negado a
discutirlas con ella.
Al igual que las órdenes militares, las normas del Partido prohibían a
sus miembros comentar entre ellos la política del mismo. El catecismo
del Partido estipulaba que todo miembro debía obedecer
incondicionalmente a su organización, y qué un funcionario de rango
inferior debía obedecer a otro de rango superior, ya que éste
representaba para él una encarnación de la organización del Partido.
Tan severa disciplina —en la que los comunistas habían insistido desde
antes de la época de Yan’an— resultaba fundamental para su éxito.
Constituía un instrumento de poder formidable e imprescindible en una
sociedad en la que las relaciones personales se anteponían
tradicionalmente a cualquier otra norma. Mi padre se mostraba
totalmente partidario de la misma. Opinaba que la revolución no podía
defenderse y mantenerse si se permitía que fuera desafiada
abiertamente. En una revolución, uno tenía que luchar por su bando
incluso si éste no era perfecto… siempre y cuando uno creyera que era
mejor que el opuesto. La unidad constituía una necesidad imperativa y
categórica.
Catorce años después, mi padre nos reveló casi todo lo que le había
ocurrido en 1957. Desde sus primeros días en Yan’an, cuando aún era
un jovencito de veinte años, había sido buen amigo de una conocida
escritora llamada Ding Ling. En marzo de 1957, cuando estaba en Pekín
encabezando la delegación de Sichuan en una conferencia de Asuntos
Públicos, recibió un mensaje de ella invitándole a visitarla en Tianjin,
cerca de Pekín. A mi padre le apetecía ir, pero decidió no hacerlo debido
a que tenía prisa por regresar a casa. Varios meses después, Ding Ling
fue etiquetada como la derechista número uno de China. «Si hubiera ido
a verla —dijo mi padre— yo mismo hubiera caído con ella».
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12. «Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente
con alimentos»
El hambre (1958-1962)
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se hallaba formado por bloques de oficinas y apartamentos y cierto
número de casas individuales. Un elevado muro lo mantenía aislado del
mundo exterior. Una vez traspasada la verja principal, se llegaba a lo
que había sido el Club de Militares de los Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial. Ernest Hemingway había pasado la noche allí
en 1941. El edificio del club estaba construido al estilo chino tradicional,
con tejados amarillos de bordes respingones y pesados pilares de color
rojo oscuro, y entonces era la sede del secretariado del Gobierno de
Sichuan.
Fue en aquella época cuando Mao dio rienda suelta a su antiguo sueño
de convertir a China en una moderna potencia mundial de primer orden.
Nombró al acero «mariscal» de la industria y ordenó que la producción
fuera doblada en el plazo de un año, esto es, de los cinco millones
trescientas cincuenta mil toneladas de 1957 a diez millones setecientas
mil toneladas en 1958. Sin embargo, en lugar de intentar expandir la
industria con trabajadores cualificados, decidió involucrar en ella a
toda la población. Cada unidad tenía una cuota de producción de acero,
y durante varios meses todo el mundo interrumpió sus actividades
habituales para cumplir lo exigido. El desarrollo económico del país se
vio reducido a la simple cuestión de cuántas toneladas de acero podían
llegar a producirse, y la totalidad de la nación se vio inmersa en aquella
tarea común. Los cálculos oficiales determinaron que casi cien millones
de campesinos habían sido apartados de las labores agrícolas para
contribuir a la producción de acero. Hasta entonces, habían constituido
la fuerza de trabajo que había producido la mayor parte de los
alimentos del país. Las montañas se vieron despojadas de árboles por la
necesidad de obtener combustible y, sin embargo, el resultado de
aquella producción en masa apenas alcanzó lo que la gente dio en
denominar «caca de vaca» (niu-shi-ge-da ), es decir, excrementos
inútiles.
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interesante en un poeta pero resultaba una cuestión muy distinta en
manos de un líder político dotado de poder absoluto. Uno de sus
componentes principales era un profundo desprecio por la vida humana.
No hacía mucho, le había dicho al embajador de Finlandia: «Incluso en
el caso de que los Estados Unidos tuvieran bombas atómicas más
potentes que las de China y las emplearan para abrir un profundo
boquete en la tierra o incluso la pulverizaran en mil pedazos, ello podría
influir significativamente en el sistema solar, pero no dejaría de
constituir un acontecimiento insignificante en lo que respecta a la
totalidad del universo».
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Estaba enardecido con la idea de que China era capaz de todo, y muy
especialmente de arrebatar a los rusos el liderazgo del socialismo. Fue
en Chengdu donde esbozó su Gran Salto Adelante. La ciudad organizó
un gran desfile en su honor, pero los participantes no supieron en
ningún momento que Mao se hallaba entre ellos, ya que éste prefirió
mantenerse oculto. En aquel desfile se propuso una nueva consigna:
«Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente con
alimentos», lo que constituía una inversión del antiguo y pragmático
dicho chino que reza: «Por muy capaz que sea, ninguna mujer puede
hacer la comida si no cuenta con alimentos». De la retórica exagerada
se había pasado a las demandas concretas. Se exigía convertir las
fantasías imposibles en realidad.
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sino el eterno sueño de todo campesino chino… tener comida de sobra.
Tras aquellas observaciones, los aldeanos inflamaron aún más los
deseos de su Gran Líder afirmando que estaban produciendo más de
cuatrocientas cincuenta toneladas de patatas por mu (un mu equivale
aproximadamente a seiscientos setenta y cinco metros cuadrados), más
de sesenta toneladas de trigo por mu y coles de doscientos veinticinco
kilogramos de peso.
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plaza del pueblo con los brazos atados a la espalda y acosados a
preguntas:
Y, golpeándoles:
—¡Ochocientos jin!
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A ello contribuyó una militarización aún mayor de la sociedad. Cuando
instituyó por vez primera las comunas, Mao afirmó que su principal
ventaja residía en que eran fáciles de controlar, ya que los campesinos
formarían parte de un sistema organizado en vez de funcionar hasta
cierto punto de modo independiente. Recibieron órdenes detalladas de
las autoridades superiores de cómo trabajar sus tierras. Mao resumió la
totalidad de la agricultura en ocho caracteres: «suelo, fertilizantes,
agua, semillas, densidad de siembra, protección, cuidados y tecnología».
El Comité Central del Partido en Pekín se dedicó a repartir folletos con
dos páginas de instrucciones acerca de cómo los campesinos de toda
China debían mejorar sus cosechas, una página sobre el uso de
fertilizantes y otra de la necesidad de una mayor densidad de siembra.
Aquellas instrucciones, increíblemente simplistas, habían de ser
seguidas al pie de la letra: por medio de una mini-campaña tras otra, se
ordenó a los campesinos que volvieran a plantar sus cosechas con
mayor nivel de densidad.
En aquella época, otra de las obsesiones de Mao era una nueva forma
de militarización consistente en la instalación de cantinas en las
comunas. Con su habitual tono fantasioso, definía el comunismo como
«un sistema de cantinas públicas y alimentos gratuitos». El hecho de
que las propias cantinas no produjeran alimento alguno no significaba
nada para él. En 1958, el régimen prohibió de hecho las comidas
domésticas. Todos los campesinos debían almorzar en las cantinas
comunitarias. Se prohibieron los utensilios de cocina —tales como los
woks— y, en algunos lugares, incluso el dinero. Todo el mundo quedaba
al cuidado de la comuna y el Estado. Los campesinos desfilaban cada
día al interior de las cantinas después del trabajo y comían hasta
saciarse, cosa que nunca habían podido hacer antes, ni siquiera en los
mejores años y en las zonas más fértiles. Consumieron y derrocharon
todas las reservas de comida existentes en el campo. A continuación,
desfilaban también en dirección a los campos, pero no les importaba la
cantidad de trabajo que se realizara, ya que el producto pertenecía
ahora al Estado y constituía por tanto un elemento completamente ajeno
a las vidas de los campesinos. Mao anunció la predicción de que China
estaba alcanzando una sociedad de comunismo, que en chino significa
«compartir los bienes materiales», y los campesinos lo entendieron en el
sentido de que todo el mundo recibiría su parte independientemente de
la cantidad de trabajo que realizara. Perdido el incentivo del trabajo, se
limitaban a acudir a los campos y echarse una buena siesta.
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Aunque las estadísticas oficiales mostraban un incremento de la
producción agrícola que multiplicaba el número de dígitos de la cifra
final, el fracaso de la cosecha de 1958 representó la advertencia de que
se avecinaban tiempos de escasez. Se anunció oficialmente que en 1958
la producción de trigo de China había superado a la de los Estados
Unidos. El periódico del Partido, el Diario del Pueblo , inició una
discusión en torno al siguiente tema: «¿Cómo enfrentarnos al problema
de una superproducción alimentaria?».
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Sin embargo, tanto a él como a la gente que trabajaba en los
departamentos de Asuntos Públicos llegaban gran número de quejas.
Parte de su trabajo consistía en recogerlas y transmitirlas a Pekín. Tanto
entre los funcionarios como entre la gente corriente reinaba un
descontento general. De hecho, el Gran Salto Adelante desencadenó la
más grave división entre los líderes desde que los comunistas tomaran el
poder diez años antes. Mao tuvo que ceder el menos importante de sus
dos puestos —el de presidente del Estado— en favor de Liu Shaoqi. Liu
se convirtió en el número dos del país, pero su prestigio apenas
alcanzaba una pequeña fracción del de Mao, quien conservaba su cargo
clave de presidente del Partido.
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se había roto la pierna (jugando al billar), comentó: «Desde luego, qué
oportuno…».
Su jefe, el señor Guo, le dijo más tarde que sus observaciones se habían
considerado profundamente insatisfactorias, ya que no había
manifestado claramente su postura. Durante días, vivió en un estado de
aguda ansiedad. Los veteranos del Ejército Rojo que habían apoyado a
Peng fueron denunciados como oportunistas de derecha, obligados a
cesar y enviados a trabajos forzados. Mi madre fue convocada a
participar en una reunión en la que se criticaron sus tendencias
derechistas. El señor Guo aprovechó la misma para describir algunos
otros de sus graves errores. En 1959, había surgido en Chengdu una
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especie de mercado negro dedicado a la venta de gallinas y huevos.
Dado que las comunas, que se habían apropiado de las aves de corral de
los campesinos, se mostraban incapaces de criarlas adecuadamente,
tanto las gallinas como los huevos habían desaparecido de los
comercios, entonces propiedad del Estado. De un modo u otro, unos
pocos campesinos se las habían arreglado para conservar un par de
gallinas ocultas bajo las camas, y ahora procedían a venderlas junto con
los huevos que habían puesto a algo así como veinte veces su precio
anterior. Todos los días salían destacamentos de funcionarios a la caza
de aquellos campesinos. En cierta ocasión en que el señor Guo había
pedido a mi madre que se incorporara a uno de ellos, ella había
respondido: «¿Qué hay de malo en suministrar los bienes que la gente
necesita? Si existe una demanda debería existir asimismo una oferta».
Aquella observación le valió una advertencia acerca de sus tendencias
derechistas.
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diversos líderes del Partido relacionados con dicha provincia. Acudió
Deng Xiaoping, oriundo de la misma, al igual que el mariscal Ho Lung,
un célebre personaje al estilo Robin Hood, íntimo amigo de Deng a la
vez que uno de los fundadores del Ejército Rojo.
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El presidente Liu formuló algunas preguntas, pero los campesinos se
limitaron a sonreír y a balbucir cosas sin sentido. Desde su punto de
vista, resultaba preferible ofender al presidente que a los jefes locales.
El primero partiría a Pekín en pocos minutos, pero los jefes comunales
habían de permanecer junto a ellos durante el resto de sus vidas.
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llevábamos a casa para consumirla allí. En las cantinas había más
comida que en las calles. El Gobierno provincial tenía su propia granja,
y se recibían asimismo «obsequios» de los gobiernos del condado.
Aquellos valiosos suministros se repartían entre las dos cantinas, pero
la pequeña obtenía siempre un trato preferente.
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torturados. Los funcionarios de comuna que se mostraban reacios a
arrebatarles sus provisiones se veían obligados a cesar en sus puestos, y
algunos eran incluso maltratados físicamente. Como resultado, morían
en toda China millones de campesinos, los mismos que habían producido
personalmente aquellos alimentos.
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referente al número de muertes ocurridas en todo el país se eleva a unos
treinta millones de habitantes.
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las personas con las que he hablado, procedentes de distintas partes de
China, pocos habían conocido catástrofes naturales en sus regiones. Las
únicas historias que podían contar se referían a muertes por inanición.
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trabajaban en los servicios de propaganda, se encontraban en el mismo
núcleo de los mecanismos de desinformación. Para acallar su conciencia
y evitar tener que enfrentarse con su deshonesta rutina cotidiana, mi
padre se ofreció a ayudar en las labores de lucha contra el hambre que
se realizaban en las comunas. Ello implicaba vivir —y morir de hambre
— con los campesinos, y hacerlo equivalía a «compartir el bienestar y la
desdicha con las masas» de acuerdo con las instrucciones de Mao. No
pudo evitar, sin embargo, el reproche de sus empleados, quienes se
vieron obligados a fijar un sistema de turnos para acompañarle, cosa
que detestaban porque significaba pasar hambre.
Desde finales de 1959 hasta 1961, durante lo que fue la peor época de
escasez, casi no vi a mi padre. Supe que en el campo comía hojas de
batata, hierbas y cortezas de árboles al igual que los campesinos. Un día
en que caminaba a lo largo del banco que separaba las parcelas de
cultivo de unos arrozales vio en la distancia a un campesino esquelético
que se desplazaba con suma lentitud y evidente dificultad. De pronto, el
hombre desapareció. Cuando mi padre se aproximó corriendo, el
campesino yacía inerte sobre el campo. Había muerto de hambre.
Dedicó cada vez más tiempo a la pesca. Frente al hospital había un río
encantador conocido como el arroyo del Jade. Los renuevos de los
sauces que se curvaban desde la orilla acariciaban la superficie de sus
aguas y las nubes se derretían y solidificaban en sus múltiples reflejos.
Yo misma solía sentarme en sus empinadas márgenes, contemplando las
nubes y viendo pescar a mi padre. Olía a excrementos humanos. Sobre
la ribera se extendían los terrenos del hospital, en otro tiempo macizos
de flores convertidos para entonces en huertos destinados al suministro
de alimentos adicionales para los empleados y los enfermos. Aún hoy,
cuando cierro los ojos, me parece ver las larvas de mariposa devorando
las hojas de las coles. Mis hermanos las capturaban para que mi padre
las utilizara como cebo. Los campos mostraban un aspecto patético.
Resultaba evidente que los médicos y las enfermeras no eran en
absoluto expertos en labores agrícolas.
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Mi padre rara vez pescaba nada, y en cierta ocasión escribió un poema
uno de cuyos versos rezaba: «No es para pescar por lo que voy de
pesca». Su compañero de excursiones, sin embargo —otro de los
directores adjuntos del departamento— siempre le daba parte de su
captura. Ello se debía a que en 1961, en plena época del hambre, mi
madre volvía a estar embarazada, y los chinos consideraban el pescado
como un elemento esencial para el desarrollo del pelo de los niños. No
había sido su intención quedar de nuevo en estado. Entre otras cosas,
tanto ella como mi padre vivían entonces de sus salarios, lo que
significaba que el Estado ya no les suministraba nodrizas ni niñeras.
Obligados a mantener a cuatro hijos, a mi abuela y a parte de la familia
de mi padre, apenas les sobraba dinero. Mi padre dedicaba una buena
porción de su sueldo a la adquisición de libros, especialmente de
gruesos volúmenes de obras clásicas de los que cada colección costaba
el equivalente a dos meses de salario. A veces, mi madre protestaba
levemente. Otras personas de su posición dejaban caer las adecuadas
indirectas en las editoriales y obtenían sus ejemplares gratis «por
motivos de trabajo». Mi padre insistía en pagarlo todo.
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con los cupones de mis padres, así como los peces que capturaban mi
padre y su amigó.
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No obstante, las cosas empezaron a mejorar. Los pragmáticos iniciaron
una serie de reformas en profundidad. Fue en aquel contexto en el que
Deng Xiaoping realizó la observación siguiente: «Tanto da que el gato
sea blanco o negro, siempre y cuando sea capaz de cazar ratones».
Había de cesar la producción en masa del acero. Los objetivos
económicos disparatados fueron cancelados y se introdujo una política
realista. Se abolieron las cantinas públicas, y los ingresos de los
campesinos comenzaron de nuevo a depender de su trabajo. Se les
devolvieron las propiedades confiscadas por las comunas, así como los
utensilios de labranza y los animales domésticos. También se les
concedieron pequeñas parcelas de tierra para su cultivo privado. En
algunas zonas, se alquilaron tierras a familias campesinas. La industria
y el comercio contemplaron una vez más la sanción oficial de los
elementos de la economía de mercado y, al cabo de un par de años, ésta
volvió a florecer.
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13. «Tesorito de mil piezas de oro»
Cada vez que me presentaban a una nueva maestra, siempre era como
«la hija del director Chang y de la directora Xia». Mi madre solía acudir
a la escuela en su bicicleta como parte de su trabajo para comprobar el
modo en que era gestionada. Un día, comenzó de pronto a hacer frío y
me trajo una chaqueta verde de abrigo con cordones bordada en su
parte delantera. La propia directora vino al aula para entregármela, y
yo me sentí terriblemente avergonzada de las miradas de todos mis
compañeros. Al igual que la mayoría de los niños, lo único que quería
era ser una más de mi grupo y que me aceptaran como tal.
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colectivo y que despreciaba a los demás. Yo, sin embargo, sabía que lo
único que ocurría era que me gustaba hacer mi propia vida.
Años después, mi madre me dijo que el señor Da-li había sido escritor de
libros infantiles de ciencia-ficción. Fue acusado de derechista en 1957
por escribir un artículo acerca de la costumbre de los ratones de robar
comida para su propio engorde, lo que se entendió como un ataque
disimulado a los funcionarios del Partido. Se le prohibió escribir, y a
punto estuvo de ser enviado al campo cuando mi madre logró
recuperarle para mi escuela. Pocos funcionarios eran lo bastante
valerosos como para dar empleo a un derechista.
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insistieron en que aceptara personalmente la responsabilidad de un
comportamiento tan poco ortodoxo. A ella no le importó. Con la
protección adicional e implícita que le proporcionaba la posición de mi
padre, se sentía mucho más segura que sus colegas.
En 1962, mi padre fue invitado a enviar a sus hijos a una nueva escuela
recién inaugurada junto al complejo en el que vivíamos. Se llamaba El
Plátano, por los árboles que bordeaban una de las avenidas que
atravesaban sus terrenos. La escuela fue fundada por el Distrito
Occidental con el objetivo expreso de convertirla en una escuela
«clave», dado que dicho distrito no poseía ninguna escuela de esta
categoría en su jurisdicción. Los buenos profesores de las otras escuelas
del distrito fueron trasladados al Plátano, y la institución no tardó en
adquirir reputación de escuela aristocrática, destinada a los hijos de los
personajes más destacados del Gobierno provincial.
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jugaba al ajedrez. A mi alrededor se extendían los radiantes colores del
terreno y, a no mucha distancia, un insólito cocotero señalaba
arrogantemente el cielo. Mi planta favorita, sin embargo, era un jazmín
de intenso perfume que también trepaba por un enrejado. Cuando
florecía, mi dormitorio se llenaba con su aroma, y a mí me encantaba
sentarme junto a la ventana contemplándolo e impregnándome de sus
deliciosos efluvios.
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los cuatro años que pasé en la escuela «clave» muy rara vez invité a mis
amigas.
Había cine todos los sábados por la tarde. En 1962, ya con una
atmósfera más relajada, llegaban incluso algunas películas de Hong
Kong, en su mayor parte historias de amor. En ellas podían obtenerse
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atisbos del mundo exterior, por lo que resultaban muy populares. Por
supuesto, había también ardientes películas revolucionarias. Las
proyecciones se realizaban en dos lugares diferentes según el nivel de
los asistentes. La élite número uno ocupaba una espaciosa sala dotada
de asientos grandes y confortables. La otra se amontonaba en un gran
auditorio situado en un complejo distinto. En cierta ocasión, acudí allí
debido a que daban una película que me interesaba ver. Los asientos
estaban ya ocupados desde mucho antes de que empezara la película, y
los que llegaban en último lugar aparecían provistos de sus propios
taburetes. Había mucha gente de pie. Si uno se quedaba en el fondo era
necesario subirse a una silla para poder ver algo. Personalmente,
ignoraba que aquello iba a ser así, por lo que no me había llevado nada.
Al fin, me vi atrapada en la aglomeración de la parte posterior, incapaz
de ver nada en absoluto. Alcancé a ver a un cocinero que conocía y que
se había encaramado a un pequeño banco en el que hubieran podido
acomodarse dos personas. Cuando me vio intentando escurrirme entre
la muchedumbre me dijo que subiera y lo compartiera con él. Era muy
estrecho, y yo sentía que mi equilibrio era terriblemente precario.
Numerosas personas seguían desfilando a nuestro alrededor, y no tardé
en verme derribada por una de ellas. Caí con fuerza, partiéndome la
ceja con el borde de un taburete. Aún hoy conservo la cicatriz.
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amables, sentimentales y optimistas; cualquier sugerencia de actos
violentos aparecía estilizada, como en la ópera china.
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funcionaba bajo control del Gobierno, el cual había obligado a los
católicos a romper con el Vaticano y unirse a una organización
«patriótica». Debido a la propaganda acerca de la religión, la idea de la
iglesia me resultaba misteriosa e inquietante. La primera vez que había
oído mencionar la violación había sido en una novela en la que se
atribuía una a un sacerdote extranjero. Por otra parte, los sacerdotes
adoptaban invariablemente la imagen de espías imperialistas y
malvados que utilizaban a los bebés de los hospitales para realizar
experimentos médicos.
Todos los días, camino del colegio y de regreso de él, solía pasar junto al
comienzo de la calle del Puente Seguro, bordeada de árboles seculares,
y distinguía el perfil de la puerta de la iglesia. Acostumbrada a la
estética china, sus pilares se me antojaban sumamente extraños ya que,
a diferencia de los nuestros, tallados en madera y posteriormente
pintados, estaban tallados en mármol blanco y acanalados al estilo
griego. Me moría por visitar el interior, y había pedido a aquella niña
que me invitara un día a ir a su casa. Ella, sin embargo, repuso que su
padre no quería que llevara visitas, lo que no sirvió sino para
acrecentar aún más su misterio. Cuando se ofreció a traer algunas
plantas de su jardín, me ofrecí calurosamente a acompañarla.
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agarrarme y, esquivándole, eché nuevamente a correr. A mis espaldas oí
una puerta que crujía y, de pronto, me vi envuelta por una gran calma,
rota tan sólo por el murmullo de la fuente. Abrí la pequeña entrada de la
puerta principal y alcancé el comienzo de la calle sin dejar de correr. Mi
corazón palpitaba con fuerza, y la cabeza me daba vueltas.
A
diferencia de mí, mi hermano Jin-ming —nacido un año después que yo—
se mostró sumamente independiente ya desde pequeño. Le encantaban
las ciencias, y leía montones de revistas científicas populares. Aunque al
igual que el resto de las publicaciones también éstas aparecían repletas
de la inevitable propaganda, lo cierto era que informaban de avances
científicos y tecnológicos occidentales que causaban honda impresión en
Jin-ming. Le fascinaban las fotografías del láser, de los aerodeslizadores
y de los helicópteros, automóviles y sistemas electrónicos que aparecían
en aquellas revistas, a lo que había que añadir los atisbos que lograba
del mundo occidental en las «películas de referencia». Comenzó a
pensar que uno no podía fiarse de la escuela, los medios de
comunicación y los adultos en general cuando decían que el mundo
capitalista era un infierno y que China era un paraíso.
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Éste, sin embargo, no pegó a Jin-ming. Ni siquiera le reconvino. Se
limitó a dirigirle una mirada larga y dura y por fin dijo que bastante
asustado estaba ya y que saliera a dar un paseo. Jin-ming se sintió tan
aliviado que a duras penas logró evitar ponerse a dar saltos. En ningún
momento había pensado que le sería posible librarse tan fácilmente.
Cuando regresó de su paseo, mi padre le dijo que no volvería a hacer
ningún experimento si no era bajo la supervisión de un adulto. Sin
embargo, aquella orden no permaneció en vigor mucho tiempo, y Jin-
ming no tardó en volver a las andadas.
Mis padres pensaban que sólo sus hijos —y no las niñas— debían recibir
reprimendas y castigos corporales. Una de las únicas dos veces que
pegaron a mi hermana Xiao-hong fue a la edad de cinco años. Se había
empeñado en comer caramelos antes de una de las comidas, y cuando
llegó a la mesa protestó diciendo que no podía notar gusto alguno
debido al sabor dulce que aún tenía en la boca. Mi padre le dijo que sólo
tenía lo que ella misma se había buscado. A Xiao-hong le disgustó
aquella respuesta, por lo que comenzó a chillar y arrojó los palillos por
la estancia. Mi padre le propinó un cachete y ella asió un plumero
dispuesta a devolverle el golpe. Mi padre le arrebató el plumero y ella se
hizo con una escoba. Tras un breve forcejeo, mi padre la encerró en su
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dormitorio y se marchó, repitiendo: «¡Demasiado mimada! ¡Demasiado
mimada!». Mi hermana se quedó sin comer.
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Apenas existían entre nosotros celos o competitividad, y rara vez nos
peleábamos. Siempre que mi hermana me veía llorando, rompía también
ella en lágrimas. No le importaba escuchar las alabanzas que me
dedicaba la gente. Todo el mundo comentaba la espléndida relación que
llevábamos, y los padres de otros niños no cesaban de preguntar a mis
padres cómo se las habían arreglado para conseguirlo.
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a fuego en nuestras mentes que debíamos hacer del éxito académico el
principal objetivo de nuestras vidas. Su grado de intervención en
nuestros estudios aumentó después de la época del hambre, ya que
contaban con más tiempo libre. Casi todas las tardes se turnaban para
darnos clases particulares.
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Aquella tarde me situé junto a la entrada del teatro sosteniendo la
entrada en la mano mientras la multitud entraba en el local. De hecho,
todos contaban con entradas gratuitas de calidad equivalente a su
rango. Transcurrió así un cuarto de hora largo, y yo aún seguía junto a
la puerta. Me daba demasiada vergüenza pedirle a nadie que me las
cambiara. Por fin, fue disminuyendo el número de personas que
entraban, y la función estaba ya a punto de comenzar. Me encontraba al
borde de las lágrimas, y deseando haber nacido con un padre distinto.
En ese momento, vi a un joven funcionario del departamento de mi
padre. Haciendo acopio de todo mi valor, le tiré por detrás del borde de
la chaqueta. El muchacho sonrió e inmediatamente aceptó cederme su
localidad, situada al fondo de la sala. No se mostró sorprendido. En el
complejo en que habitábamos, la severidad de mi padre para con sus
hijos era ya legendaria.
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personalmente los cuencos y los palillos sucios a la cocina. Mi padre
decía que debíamos hacerlo como muestra de cortesía hacia los
cocineros, quienes, de otro modo, se verían obligados a recoger la mesa
ellos mismos. Aquellos pequeños detalles lograron que nos
granjeáramos el profundo afecto de los empleados del complejo. Si
llegábamos tarde, los cocineros nos reservaban algo de comida caliente.
Los jardineros nos obsequiaban con flores y frutas, y el chófer no tenía
inconveniente alguno en dar un rodeo para recogerme y dejarme en
casa, si bien —claro está— a espaldas de mi padre, quien jamás me
hubiera permitido utilizar el automóvil sin estar él presente.
En las tardes de verano, los niños de las cabañas del callejón solían
recorrerlo esparciendo incienso antimosquitos. Para ello, solían
canturrear un soniquete con el que pregonaban su actividad, y mis
lecturas vespertinas solían verse acompañadas de aquellas melodías
tristes y monótonas. Mi padre no cesaba de recordarme que el hecho de
poder estudiar en una estancia amplia y fresca, dotada de un suelo de
tarima y de una ventana con mosquitera constituía un enorme privilegio.
«No debes pensar que eres superior a ellos —decía—. Sencillamente,
tienes la suerte de vivir aquí. ¿Sabes para qué necesitábamos el
comunismo? Para que todo el mundo pueda vivir en casas tan buenas
como la nuestra e incluso mejores».
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turbada cada vez que el chófer tocaba la bocina para abrirse camino
entre la multitud. Si la gente intentaba mirar el interior del coche, me
hundía en el asiento para evitar sus ojos.
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14. «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie
tienes tan próximo como al presidente Mao»
Lei Feng había sido un soldado que, según nos dijeron, había muerto en
1962 a la edad de veintidós años. Había realizado numerosas proezas, y
entre ellas se había esforzado por ayudar a los ancianos, los enfermos y
los necesitados. Había donado sus ahorros para fundaciones de
beneficencia y había renunciado a sus raciones de comida en beneficio
de sus camaradas ingresados en el hospital.
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«ver nuestros cuerpos reducidos a polvo y nuestros huesos
desmenuzados», a «someternos sin vacilación alguna al control del
Gran Líder»… Mao. El culto a Mao y el culto a Lei Feng constituían dos
caras de una misma moneda: uno era el culto a la personalidad; el otro,
su corolario esencial, era el culto a la impersonalidad.
Elimino mi individualismo del mismo modo que las tormentas del otoño
arrastran las hojas secas
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Una de las cosas que había estado haciendo era ayudar a empujar
carromatos por las calles después de las horas de clase. A menudo, las
carretas estaban cargadas de bloques de cemento o de terrones de
arenisca, y eran terriblemente pesadas. Cada paso representaba un
esfuerzo descomunal para los hombres que tiraban de ellas. Incluso en
tiempo frío, algunos trabajaban con el pecho desnudo, y por sus rostros
y espaldas se deslizaban brillantes gotas de sudor. Si el camino era
cuesta arriba, aunque sólo fuera ligeramente, algunos hallaban casi
imposible seguir adelante. Cada vez que los veía, sentía que me
embargaba una oleada de tristeza. Desde que había comenzado la
campaña destinada a aprender de Lei Feng, había sido mi costumbre
permanecer junto a una cuesta esperando a que pasaran carromatos, y
cada vez que ayudaba a empujar uno de ellos terminaba exhausta.
Cuando por fin me alejaba, el hombre que tiraba de la carreta se
limitaba a dirigirme una sonrisa casi imperceptible para no perder el
ritmo y el impulso.
Un día, una compañera de clase me dijo en tono de voz muy serio que la
mayor parte de los que tiraban de los carros eran enemigos de clase a
los que se habían asignado labores especialmente duras. En
consecuencia, prosiguió, no debía ayudárseles. Yo lo consulté con mi
profesora ya que, de acuerdo con la tradición china, había que respetar
siempre la autoridad de los maestros. Sin embargo, en lugar de
responderme con su habitual aplomo, se mostró desasosegada y me dijo
que no sabía la respuesta, lo que me extrañó. De hecho, era cierto que
los que tiraban de los carros habían sido a menudo asignados a aquellos
puestos por sus antiguas relaciones con el Kuomintang o porque habían
sido víctimas de alguna de las purgas políticas. Evidentemente, mi
profesora no había querido decirme aquello, pero sí me rogó que dejara
de ayudar a empujar carromatos. A partir de entonces, cada vez que me
cruzaba con uno en la calle desviaba los ojos de la figura encorvada que
avanzaba dificultosamente y me apresuraba a alejarme con el corazón
encogido.
Con objeto de llenarnos de odio hacia los enemigos de clase, los colegios
iniciaron sesiones regulares de «memoria de la amargura y reflexión
acerca de la felicidad» en las que los adultos nos relataban las
calamidades cotidianas en la China precomunista. Nuestra generación
había nacido «bajo la bandera roja» de la nueva China, e ignoraba
cómo había sido la vida bajo el Kuomintang. Se nos dijo que Lei Feng sí
la había conocido, motivo que le permitía odiar tan profundamente a los
enemigos de clase y amar al presidente Mao con todo su corazón. Se
contaba que cuando Lei Feng tenía siete años su madre se había
ahorcado tras ser violada por un terrateniente.
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existido un sistema de esclavitud hasta finales de la década de los
cincuenta. Él mismo había sido un esclavo, y nos mostró las cicatrices
de las escalofriantes palizas a que le habían sometido sus antiguos
amos. Cada vez que los oradores describían las vicisitudes que habían
soportado, aquella sala llena de gente se inundaba de sollozos. Yo salía
de aquellas asambleas sintiéndome a la vez abrumada por las acciones
del Kuomintang y apasionadamente devota hacia la figura de Mao.
Para mostrarnos lo que sería la vida sin Mao, la cantina del colegio
preparaba de vez en cuando algo que denominaban «almuerzo amargo»
y que había supuestamente constituido la dieta de los pobres bajo el
Kuomintang. Se componía de extrañas hierbas, y siempre me pregunté
en secreto si no se trataría de una broma pesada que nos gastaban los
cocineros ya que, realmente, aquello era indescriptible. Las primeras
dos veces que lo probé, vomité.
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habían cortado tantas ramas como habían podido alcanzar. Lo que no
nos dijo es que pocos años antes habían existido muchos más árboles
pero que la mayoría habían sido talados para alimentar los hornos del
acero durante el Gran Salto Adelante.
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pudiera ponerse de pie, y demasiado estrecha para permitirle sentarse.
Se nos dijo que el terrateniente la utilizaba para castigar a los
campesinos que no podían pagar la renta. Se decía que una de las
estancias había albergado a tres nodrizas que le proveían de leche
humana, la más nutritiva en opinión del señor. También se afirmaba que
su concubina número cinco había devorado treinta patos en un solo día,
pero no la carne, sino tan sólo las patas, consideradas un manjar
exquisito.
Durante dos mil años, China había contado con una figura imperial que
encarnaba simultáneamente el poder del Estado y la autoridad
espiritual. En China, los sentimientos religiosos que los habitantes de
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otras partes del mundo experimentan hacia su dios siempre han estado
dirigidos hacia el Emperador, y mis padres, al igual que cientos de
millones de chinos, se hallaban bajo la influencia de dicha tradición.
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rezaba: «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie
tienes tan próximo como al presidente Mao». Se nos adiestraba para
contemplar como enemigo a cualquier persona —incluidos nuestros
padres— que no se mostrara totalmente leal a Mao. Numerosos padres
animaban a sus hijos a que crecieran aprendiendo a ser conformistas,
ya que ello constituía el mejor modo de asegurar su futuro.
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—Bueno —repuso ella—, no siempre atropellaban a la gente… y no
siempre eran tan malos…
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haberla visto hasta hacía poco antes alzar grácilmente con la rodilla sus
faldas a cuadros azules y blancos para apearse de su bicicleta. Yo
estaba reclinada sobre el tronco veteado de un plátano que crecía en el
claro que daba a la calle que bordeaba el complejo. Había avanzado
hacia mí con su falda ondeando como un abanico. En las tardes de
verano, había empujado a menudo el cochecito de bambú de Xiao-fang
hasta aquel lugar para esperar juntos su llegada.
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Podía permitirse aquella actitud porque vivía en el complejo. Si hubiera
vivido en el exterior, habría caído en las garras de los comités de
residentes que supervisaban las vidas de todo adulto desprovisto de
empleo y, por ello, no perteneciente a unidad de trabajo alguna. Por lo
general, los comités se componían de jubilados y viejas amas de casa, y
algunos eran célebres por su afición a entrometerse en los asuntos
ajenos y darse importancia. De haberse hallado bajo la jurisdicción de
alguno de ellos, mi abuela habría tenido que soportar desde indirectas
reprobatorias a críticas abiertas, pero el complejo no se hallaba
controlado por comité alguno. Cierto es que tenía que asistir
semanalmente a una asamblea en la que participaban otros parientes
políticos, criadas y niñeras de los residentes del complejo y en los que
los asistentes eran informados de las políticas del Partido, pero en
general solían dejarla en paz. De hecho, lo pasaba bien en aquellas
reuniones, ya que le proporcionaban ocasión de charlar con otras
mujeres, y siempre regresaba a casa sonriendo de oreja a oreja y
contándonos los últimos chismorreos.
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curso, las notas y los antecedentes familiares resultaban igualmente
importantes.
En las dos hojas de que constaba el examen obtuve una calificación del
ciento por ciento en matemáticas y un desacostumbrado ciento por
ciento «positivo» en lengua china. Mi padre me había advertido
insistentemente que nunca debía servirme del nombre de mis
progenitores, por lo que aborrecía pensar que mi «línea de clase»
hubiera podido contribuir a mi ingreso en la escuela. Sin embargo, no
tardé mucho en abandonar la idea. Si tales eran los deseos del
presidente Mao, sin duda estaba bien.
Me encantó desde el primer día que puse el pie en ella. Poseía una
entrada grandiosa dotada de un amplio tejadillo de tejas azules y
canalones labrados a la que se accedía subiendo un tramo de escalones,
y el porche se sostenía sobre seis columnas de madera de secoya. Varias
hileras de cipreses de color verde oscuro contribuían a reforzar la
atmósfera de solemnidad que envolvía el trayecto hacia su interior.
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enormes columnas que lo soportaban. Frente a las puertas talladas a las
que se llegaba tras ascender un largo tramo de escaleras se extendían
amplios terrenos diseñados para proporcionar un acceso majestuoso al
templo. Se había edificado un bloque de aulas de dos plantas que los
separaba de un arroyo atravesado por tres pequeños puentes arqueados
y adornados en sus bordes de arenisca con esculturas sedentes de
leones y otros animales. Más allá de los puentes se extendía un bellísimo
jardín rodeado de plátanos y melocotoneros. Al pie de la escalinata
situada frente al templo se habían instalado dos gigantescos incensarios
de bronce, pero sobre ellos no flotaban ya las habituales y azuladas
ondulaciones del humo. Los terrenos situados a ambos costados del
templo habían sido convertidos en canchas de baloncesto y voleibol.
Algo más allá, se extendían dos campos de césped en los que solíamos
sentarnos o tumbarnos en la primavera para tomar el sol durante la
hora del almuerzo. Detrás del templo había otra superficie de hierba que
lindaba con un gran huerto emplazado al pie de una colina cubierta de
árboles, viñas y arbustos.
Sin embargo, la vida escolar iba viéndose cada vez más impregnada de
adoctrinamiento político. Gradualmente, las asambleas matinales iban
dedicándose cada vez más al culto de las enseñanzas de Mao, y se
instituyeron sesiones especiales en las que todos leíamos documentos
redactados por el Partido. Nuestro libro de texto de lengua china
contenía ahora menos literatura clásica y más propaganda, y la política
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—basada fundamentalmente en las obras de Mao— se convirtió en parte
del programa cotidiano.
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algunos profesores que se mostraron incapaces de reconocer el
carácter.
Yo siempre había sido un desastre para los deportes, y los odiaba todos
con excepción del tenis. Hasta entonces no me había importado, pero
ahora la cuestión había adquirido connotaciones políticas, con
consignas tales como: «Desarrollemos la fortaleza física para la defensa
de la madre patria». Desgraciadamente, aquella insistencia no hizo sino
aumentar mi aversión por ellos. Cuando intentaba nadar, siempre me
asaltaba la imagen mental de estar siendo perseguida por invasores
norteamericanos hasta la orilla de un río turbulento. Como no sabía
nadar bien, sólo podía elegir entre ahogarme o dejarme capturar y
torturar por los norteamericanos. El temor me producía frecuentes
calambres en el agua, y un día creí ahogarme en aquella piscina. A
pesar de las horas de natación obligatorias que había cada semana
durante el verano, no logré aprender a nadar durante el tiempo que viví
en China.
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lanzamiento de granadas. Al cabo de pocos días, tenía los brazos
hinchados y enrojecidos, y me rendí. A partir de entonces, cada vez que
alguien me alargaba el pedazo de madera que hacía las veces de
granada, me ponía tan nerviosa que me acometía un temblor
incontrolado.
Resultaba mucho más fácil enfrentarse a las flores, pero fue mucho más
difícil erradicarlas, ya que nadie quería hacerlo. Mao ya había atacado
las flores y la hierba en varias ocasiones, diciendo que debían ser
sustituidas por coles y algodón. Hasta ahora, sin embargo, no había
conseguido ejercer la presión suficiente como para lograr que se
pusiera en práctica su orden, y ello tan sólo hasta cierto punto. La gente
amaba sus plantas, y algunos macizos de flores pudieron sobrevivir a la
campaña de Mao.
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El aspecto religioso del culto a Mao no habría sido posible en una
sociedad tradicionalmente seglar como China de no haberse obtenido
impresionantes logros económicos. El país había experimentado una
recuperación espectacular desde la época del hambre, y el nivel de vida
mejoraba a pasos agigantados. Aunque en Chengdu aún existía
racionamiento de arroz, abundaban la carne, los vegetales y las aves de
corral. Frente a las tiendas se apilaban sobre la acera montañas de
melones, calabazas y berenjenas debido a que en el interior ya no había
lugar para almacenarlas. Aunque se dejaran allí durante la noche, no
había casi nadie que se las llevara, y los comercios las vendían a un
precio irrisorio. Los huevos, en otro tiempo tan preciados, se pudrían en
enormes cestos: había demasiados. Apenas unos años antes había
resultado difícil hallar un único melocotón, pero ahora el consumo de
melocotones había sido promocionado como patriótico, y los
funcionarios recorrían los domicilios de los ciudadanos e intentaban
persuadirlos para que los adquirieran a un precio poco menos que
simbólico.
En 1965 cumplí los trece años. La tarde del 1 de octubre —décimo sexto
aniversario de la fundación de la República Popular— hubo un enorme
despliegue de fuegos artificiales en la plaza central de Chengdu. En el
costado norte de la plaza se abría una puerta que conducía a un antiguo
palacio imperial recientemente restaurado a la grandeza que poseyera
en el siglo III, época en la que la próspera ciudad amurallada de
Chengdu había sido capital de reino. La puerta era muy similar a la
Puerta de la Paz Celeste de Pekín —entonces entrada de la Ciudad
Prohibida— si exceptuábamos su color, ya que tenía amplios tejados de
tejas verdes que descansaban sobre muros grises. Bajo el tejado
barnizado del pabellón se elevaban enormes pilares de secoya. Las
balaustradas estaban construidas de mármol blanco. Tras ellas, mi
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familia y yo, acompañados por los altos dignatarios de Sichuan,
ocupábamos un palco de observación y disfrutábamos del ambiente
festivo en espera de que comenzaran los fuegos. En la plaza que se
extendía frente a nosotros, cincuenta mil personas cantaban y bailaban.
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15. «Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma»
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Ming, y el profesor Ma Yin-chu, quien había sido el primer economista
de prestigio que recomendara la práctica del control de natalidad,
motivo por el que ya en 1957 había sido tachado de derechista. Desde
entonces, Mao se había dado cuenta de la necesidad del control de
natalidad, pero guardaba rencor al profesor Ma por ponerle en
evidencia demostrando que estaba equivocado.
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Públicos, encargado de las artes y los medios de comunicación, se
enfrentaron a Mao negándose a denunciar o destituir a Wu Han.
Sichuan fue una de las últimas provincias que lo publicó, por fin, el 18
de diciembre, mucho después de que el Diario del Pueblo hubiera
terminado por hacer lo propio el 30 de noviembre anterior. En este
último, el artículo no apareció hasta que el primer ministro Zhou Enlai,
quien había emergido como apaciguador de la lucha por el poder, le
hubo añadido una nota firmada por el director en la que afirmaba que
la Revolución Cultural había de tratarse de una cuestión académica, lo
que significaba que no debería considerarse política ni conducir a
condenas políticas.
A lo largo de los tres meses siguientes, tanto Zhou como el resto de los
oponentes de Mao realizaron intensas maniobras para intentar
descabezar la caza de brujas de Mao. En febrero de 1966, mientras éste
se encontraba de viaje lejos de Pekín, el Politburó anunció una
resolución según la cual las discusiones académicas no debían
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degenerar en persecuciones. Mao se había mostrado opuesto a dicha
resolución, pero se hizo caso omiso de sus deseos.
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sabían cuál era su propósito, ni quiénes eran exactamente sus enemigos
aquella vez. Al igual que otros antiguos funcionarios, tanto mi madre
como mi padre advirtieron que Mao había decidido castigar a algunos,
pero ignoraban quiénes serían los desdichados. Bien podían ser ellos
mismos. Ambos se sintieron presas del desconcierto y la aprensión.
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admirativos atribuidos a extranjeros y fotografías de muchedumbres
europeas intentando hacerse con las obras de Mao. El orgullo nacional
chino estaba siendo movilizado para reforzar el culto al líder.
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entonces el sentido de su supuesta frase, aunque sí podía captar su tono
irreverente.
Había algo en el señor Chi que lo hacía distinto de los demás. En aquella
época no podía determinar qué era, pero hoy creo que se trataba de
cierto aire de ironía que destilaba. A veces dejaba escapar unas risitas
secas e inconclusas que sugerían que había algo que prefería callar. En
cierta ocasión respondió con una de ellas a cierta pregunta mía. Una de
las lecciones de nuestro libro de texto era un extracto de las memorias
de Lu Dingyi, entonces jefe del Departamento Central de Asuntos
Públicos, acerca de su experiencia en la Larga Marcha. El señor Chi
atrajo nuestra atención sobre una vivida descripción de la tropa
recorriendo un zigzagueante sendero de montaña iluminado por las
antorchas que portaban sus componentes y del fulgor de las llamas
frente a la negrura del cielo sin luna. Cuando llegaban a su destino,
todos «se lanzaban a la búsqueda de un cuenco de comida con que
llenar sus estómagos». Aquello me desconcertaba profundamente, ya
que siempre había oído que los soldados del Ejército Rojo ofrecían a sus
camaradas hasta el último bocado aunque ello les supusiera morir de
hambre. Me resultaba imposible imaginarlos «lanzándose» a nada. Por
fin, acudí al señor Chi en busca de respuesta. Éste soltó una de sus
risitas secas, me dijo que yo ignoraba lo que significaba estar
hambrienta y cambió rápidamente de tema. Pero yo no me hallaba del
todo convencida.
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Similar conmoción me produjo ver al alegre secretario de la Liga Juvenil
Comunista de la escuela, el señor Shan, acusado de ser anti-presidente
Mao. El señor Shan era un hombre arrebatador cuya atención me había
esforzado por atraer, ya que podría haberme ayudado a ingresar en la
Liga Juvenil cuando alcanzara los quince años de edad mínima
requerida para ello.
El señor Kan —el director delegado— había sido un devoto miembro del
Partido, y sintió que se le había tratado de un modo terriblemente
injusto. Una tarde, escribió una nota de despedida y se cortó la garganta
con una navaja. Su esposa, que ese día llegó a casa antes de lo habitual,
lo trasladó a toda prisa al hospital. El equipo de trabajo procuró no
divulgar la noticia de su intento de suicidio, ya que en un miembro del
Partido se hubiera considerado un acto de traición, pues equivalía a una
pérdida de fe en el Partido y a un intento de chantaje. Por todo ello, el
desdichado no merecía compasión alguna. Los miembros del equipo, sin
embargo, se sintieron nerviosos. Sabían muy bien que habían estado
inventándose víctimas sin la menor justificación.
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atacar a sus profesores. El Diario del Pueblo exhortaba a aplastar los
sistemas de exámenes que (citando a Mao) «trataban a los alumnos
como enemigos» y formaban parte de los nefastos designios de los
«intelectuales burgueses», término que (citando una vez más a Mao)
cabía aplicar a la mayoría de los profesores. El periódico denunciaba
también a los «intelectuales burgueses» por envenenar las mentes de los
jóvenes con basura capitalista en un intento de prepararlos para un
futuro regreso del Kuomintang. «¡No podemos permitir que los
intelectuales burgueses sigan dominando nuestras escuelas!», clamaba
Mao.
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discretamente que en algunas de las organizaciones a su cargo la gente
comenzaba a decir que convendría considerarle sospechoso.
Mis padres nunca nos decían nada de todo aquello a mis hermanos y a
mí. El pudor que hasta entonces les había impedido hablar de política
aún lograba evitar que nos abrieran su mente. Ahora, además, les
resultaba aún más difícil hablar. La situación era tan complicada y
confusa que ni siquiera ellos mismos la comprendían. ¿Qué podrían
habernos dicho para que la entendiéramos nosotros? ¿Y de qué hubiera
servido, en cualquier caso? Nadie podía hacer nada. Es más, la propia
información resultaba peligrosa. Como resultado, mis hermanos y yo no
nos hallábamos en absoluto preparados para la Revolución Cultural,
aunque sí intuíamos vagamente la proximidad de una catástrofe.
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16. «Remóntate hacia el cielo y perfora la tierra»
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intenso que paralizara cualquier otra consideración y neutralizara
cualquier otro temor. Veía en los muchachos y muchachas adolescentes
sus agentes ideales. Todos ellos se habían criado bajo un fanático culto
a la personalidad de Mao y en la doctrina militante de la lucha de
clases. Poseían todas las cualidades de la juventud: eran rebeldes,
intrépidos, deseosos de luchar por una causa justa, sedientos de acción
y aventura. También eran irresponsables, ignorantes, fáciles de
manipular… e inclinados a la violencia. Sólo ellos podrían proporcionar
a Mao la inmensa fuerza que necesitaba para aterrorizar a toda la
sociedad y crear un caos que sacudiera —y luego destrozara— los
cimientos del Partido. Una de las consignas resumía a la perfección la
misión de la Guardia Roja: «¡Declaramos una guerra sangrienta contra
cualquiera que ose oponerse a la Revolución Cultural o al Presidente
Mao!».
Para despertar una violencia colectiva controlada entre los jóvenes era
necesario disponer de víctimas. Los objetivos más evidentes de
cualquier colegio eran los profesores, algunos de los cuales ya habían
estado en el punto de mira de los equipos de trabajo y las autoridades
académicas a lo largo de los últimos meses. Ahora, se abalanzaron
sobre ellos los jóvenes rebeldes. Los profesores constituían mejor
objetivo que los padres, a los que únicamente hubiera podido atacarse
de un modo individual y aislado. Además, representaban en la cultura
china una figura de autoridad más importante que la de los
progenitores. Así, apenas hubo escuela china en la que los profesores no
se vieran insultados y golpeados, a veces con consecuencias fatales.
Algunos alumnos organizaron prisiones en las que sus maestros eran
torturados.
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asistieron más de un millón de jóvenes participantes. Lin Biao apareció
por primera vez en público como brazo derecho y portavoz de Mao.
Pronunció un discurso en el que exhortaba a la Guardia Roja a que
saliera de sus colegios y «pusiera fin a las cuatro antigüedades», en
otras palabras, «a las antiguas ideas, la antigua cultura, las antiguas
costumbres y los antiguos hábitos».
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policías «que no se sintieran limitados por las antiguas normas,
independientemente de que éstas hubieran sido dictadas por las
autoridades policiales o por el Estado». Tras anunciar que «Yo no estoy
a favor de apalear a las personas hasta la muerte», añadió: «Sin
embargo, si algunos [guardias rojos] detestan tanto a los enemigos de
clase que desean su muerte, no hay necesidad de detenerles».
El país se vio asolado por una ola de palizas y torturas, la mayor parte
de las cuales tenían lugar durante los saqueos domiciliarios. Casi
invariablemente, las familias eran obligadas a arrodillarse en el suelo y
saludar a los guardias rojos con un kowtow, tras lo cual eran azotadas
con los cinturones de cuero de los guardias rojos, rematados por
hebillas de latón. Por fin, se afeitaba a todos sus miembros un lado de la
cabeza, lo que se consideraba un humillante castigo conocido con el
nombre de «cabeza yin y yang » debido a que recordaba el símbolo
clásico chino del lado oscuro (yin ) frente al lado iluminado (yang ). La
mayor parte de las pertenencias eran destrozadas o confiscadas.
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Tan sólo una pequeña proporción de guardias rojos fue directamente
responsable de actos de crueldad y violencia. Muchos pudieron evitar
tomar parte en ella gracias a que la Guardia Roja era una organización
aún tan desdibujada que no podía forzar físicamente a sus miembros a
cometer atrocidades. De hecho, el propio Mao nunca ordenó a la
Guardia Roja que matara, y sus instrucciones con referencia a los
procedimientos violentos fueron siempre contradictorias. Uno podía
admirar a Mao sin necesidad de cometer actos de maldad o violencia, y
aquellos que gustaban de hacerlo podían, sencillamente, no echarle la
culpa a él.
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de Pekín, el señor Xie, y se negaba a entregar a los guardias rojos los
«enemigos de clase» que mantenía bajo su control. No obstante, y al
igual que en otras provincias del país, los guardias rojos de Sichuan
terminaron por copiar las acciones de sus compañeros de Pekín. Se
extendió por toda China un caos de características similares: un caos
controlado. Los guardias rojos saqueaban las casas que se les
autorizaba a asaltar, pero rara vez robaban de las tiendas. La mayor
parte de los sectores, incluidos el comercio, los servicios postales y el
transporte, funcionaban con normalidad.
Desde junio imperaba una norma tácita según la cual todos debíamos
permanecer en la escuela ininterrumpidamente para dedicarnos en
cuerpo y alma a la Revolución Cultural. Yo era una de las pocas que no
lo había hecho hasta entonces, pero la idea de mostrarme perezosa
había comenzado a antojárseme en cierto modo peligrosa, y me sentí
obligada a quedarme. Los muchachos dormían en las aulas para que las
chicas pudiéramos ocupar los dormitorios. Asimismo, los grupos de
guardias rojos contaban con alumnos no pertenecientes a la
organización que les acompañaban en sus numerosas actividades.
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Al día siguiente de regresar a la escuela tuve que salir con varias
decenas de compañeros para cambiar los nombres de las calles por
otros más revolucionarios. La calle en la que yo vivía se llamaba Calle
del Comercio, y nos detuvimos a debatir acerca de cómo rebautizarla.
Alguno propuso Calle del Faro en honor al papel de guía que
desempeñaban nuestros líderes provinciales del Partido. Otros
sugirieron Calle de los Servidores Públicos ya que, según una cita de
Mao, eso era lo que todo funcionario debía ser. Por fin, partimos sin
decidirnos por nada debido a que no pudimos resolver un problema
preliminar: la placa con el nombre estaba situada a demasiada altura y
no podíamos alcanzarla. Que yo sepa, ninguno regresó nunca a
intentarlo de nuevo.
En Chengdu, las calles perdían sus antiguos nombres, tales como Cinco
generaciones bajo un techo (una virtud recomendada por Confucio),
Verdes son el álamo y el sauce (ya que el verde no era un color
revolucionario) y El dragón de jade (símbolo del poder feudal) para
convertirse en Destruyamos lo antiguo, Oriente es rojo y Revolución. En
un conocido restaurante llamado La fragancia del dulce viento la placa
fue destrozada y su nombre sustituido por el de El aroma de la pólvora.
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revolucionarias. Si había algo que no entendiera, era mi obligación
reformarme y adaptarme. No obstante, me sorprendí a mí misma
intentando por todos los medios evitar actos militantes tales como
detener a los peatones en la calle para cortarles el cabello si lo llevaban
largo, estrechar sus pantalones o sus faldas o romperles los tacones de
los zapatos. Según la Guardia Roja de Pekín, aquellas cosas se habían
convertido en signos de decadencia burguesa.
Para los sichuaneses, las casas de té son tan importantes como los pubs
para los británicos. Especialmente los ancianos pasan mucho tiempo en
ellas, fumando sus pipas de larga caña frente a una taza de té y un
platillo de nueces y semillas de melón. El camarero pasea entre las
mesas con una tetera de agua caliente cuyo contenido vierte desde una
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distancia de medio metro con absoluta precisión. Al hacerlo, los más
hábiles consiguen que el agua se eleve al caer por encima del borde de
la taza sin llegar a derramarse. De niña solía contemplar hipnotizada el
chorro que salía del pico. No obstante, rara vez me llevaban a las casas
de té, ya que mis padres desaprobaban la atmósfera de ocio que reinaba
en ellas.
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En ese momento, sin embargo, frente a la casa de té, pude advertir que
la mayor parte de nosotros —incluidos los propios guardias rojos— nos
sentíamos desasosegados por el nuevo estilo de lenguaje y prepotencia.
Casi ninguno de nosotros abrió la boca. En silencio, unos pocos
comenzaron a pegar carteles rectangulares con consignas sobre los
muros de la casa de té y el tronco del árbol.
Empero, allí, de pie junto a la orilla del río en aquel mes de agosto de
1966, me sentía confusa. Entré en la casa de té con mis compañeros.
Algunos exigieron al dueño que cerrara el local. Otros comenzaron a
pegar carteles por las paredes. Numerosos clientes se levantaban para
marcharse, pero en uno de los rincones más alejados había un hombre
que permanecía sentado a la mesa mientras sorbía apaciblemente su té.
Me situé junto a él, avergonzada de pensar que me correspondía
representar el papel de autoridad. El hombre me miró y continuó
sorbiendo ruidosamente. Tenía un rostro profundamente arrugado que
casi parecía uno de los símbolos de la clase obrera que aparecían en las
imágenes de propaganda. Sus manos me recordaron uno de los relatos
de mis libros de texto, en el que se describían las manos de un viejo
campesino: capaces de atar manojos de ramas espinosas sin sentir dolor
alguno.
—¿Adonde?
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Volvió su rostro hacia mí. Su voz aparecía impregnada de emoción,
aunque hablaba manteniendo un tono bajo.
—¿A casa? ¿Qué casa? Comparto una habitación diminuta con mis dos
nietos. Duermo en un rincón rodeado por una cortina de bambú en el
que sólo cabe la cama. Eso es todo. Cuando mis hijos están en casa, yo
acudo aquí en busca de un poco de paz y sosiego. ¿Por qué tenéis que
arrebatarme eso?
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dedicaron a hacer pedazos los libros por puro placer. Más tarde,
pegaron sobre los restos de puertas y ventanas blancas tiras de papel en
forma de X y escribieron sobre ellas un mensaje con caracteres negros
por el que se anunciaba que el edificio había sido sellado.
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reactor», y no tardó en convertirse en una de las actividades típicas de
las asambleas de denuncia en todo el país.
Durante los años que siguieron aprendí que los alumnos de mi escuela
habían mostrado un comportamiento relativamente suave debido a que
pertenecían a la institución más prestigiosa de su género y, en
consecuencia, solían ser buenos estudiantes y poseían inclinaciones
académicas. En las escuelas que albergaban a otros muchachos más
brutales, algunos profesores habían sido apaleados hasta morir. Yo sólo
fui testigo de un apaleamiento en mi escuela. Mi profesora de filosofía
se había mostrado ligeramente despreciativa con aquellos alumnos que
peores resultados habían obtenido, y algunos de los que más la odiaban
habían comenzado a acusarla de ser una decadente. Las pruebas —que
reflejaban fielmente el extremo conservadurismo de la Revolución
Cultural— consistían en que había conocido a su esposo en un autobús.
Habían empezado a charlar y habían terminado por enamorarse. Que el
amor pudiera surgir de un encuentro casual se consideraba un signo de
inmoralidad. Los muchachos la arrastraron a uno de los despachos y
tomaron con ella medidas revolucionarias, eufemismo que servía para
propinarle una paliza a alguien. Antes de empezar, requirieron
específicamente mi presencia y me obligaron a ser testigo de ello. «¡Ya
veremos qué pensará cuando vea que su alumna favorita está
presente!», dijeron.
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quedarme a verlo por haberme mostrado hasta entonces demasiado
blanda: necesitaba una lección revolucionaria.
Por aquel entonces, los guardias rojos dividían a los alumnos en tres
categorías: rojos, negros y grises. Los rojos procedían de familias de
obreros, campesinos, funcionarios de la revolución y mártires
revolucionarios. Los negros eran aquellos cuyos padres integraban las
clasificaciones de terratenientes, campesinos acaudalados,
contrarrevolucionarios, elementos nocivos y derechistas. Los grises
procedían de familias ambiguas tales como dependientes de comercio y
empleados administrativos. Teniendo en cuenta la meticulosidad del
enrolamiento, todos los alumnos de mi curso debían haber sido rojos,
pero la presión de la Revolución Cultural hacía necesario descubrir
entre ellos a algunos villanos. Como resultado, más de una docena de
ellos se vieron acusados de ser grises o negros.
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había disfrutado con los comunistas de una vida de privilegios. Poseían
una casa grande, elegante y lujosa rodeada por un jardín exquisito; en
suma, una vivienda mucho mejor que el apartamento de mi familia. A mí
me atraía especialmente su colección de antigüedades; especialmente
las tabaqueras que el abuelo de Ai-ling había traído de Inglaterra,
adonde había acudido durante los años veinte para estudiar en Oxford.
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Avanzado ya el ocaso, emprendía el regreso a mi dormitorio cuando
distinguí algo que descendía rápidamente frente a una de las ventanas
del segundo piso de un bloque de aulas situado a unos cuarenta metros
de distancia y pude oír un golpe sordo procedente de la parte baja del
edificio. El difuso ramaje de los naranjos me impedía ver lo que había
ocurrido, pero advertí que la gente había echado a correr hacia el punto
del que había emanado el sonido. Entre sus exclamaciones confusas y
reprimidas, pude distinguir una frase: «¡Alguien se ha arrojado por la
ventana!».
Instintivamente, alcé las manos para taparme los ojos y eché a correr
hacia mi cuarto. Me sentía terriblemente asustada. Mi mente continuaba
fija en la figura rota y desdibujada que había visto caer por el aire.
Apresuradamente, cerré las ventanas, pero no pude evitar que el ruido
de la gente que comentaba nerviosamente lo ocurrido se filtrara a
través del cristal.
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La noche de su intento de suicidio me resultó imposible conciliar el
sueño. Tan pronto como cerraba los ojos, sentía cernirse sobre mí una
figura nebulosa impregnada de sangre. Me sentía aterrorizada, y no
cesaba de temblar. Al día siguiente, solicité que se me diera de baja por
enfermedad, petición que me fue concedida. Mi hogar parecía constituir
la única vía de escape del horror de la escuela. Deseé desesperadamente
no tener que salir nunca más de casa.
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17. «¿Acaso quieres que nuestros hijos se conviertan en
“negros”?»
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—¿Por qué quieres ser como la polilla que se precipita al fuego? —
preguntó por fin.
Mi padre repuso:
—Todo hombre ama a sus hijos. Sabes bien que antes de abalanzarse
sobre su presa, el tigre siempre vuelve la mirada atrás para asegurarse
de que sus crías están bien. Si una bestia devoradora de hombres tiene
esos sentimientos, imagínate cómo serán los de un ser humano. Pero un
comunista tiene que ser algo más que eso. Tiene que pensar en los
demás niños. ¿Qué pasa con los hijos de las víctimas?
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rechazaban las persecuciones y se intentaba limitar la Revolución
Cultural a un debate no político.
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mantener una actitud impasible acorde con su categoría, pero mi padre
había comenzado a vociferar como ellos. Desgraciadamente, su
naturalidad no logró impresionarles y hubo de partir entre un griterío
de consignas. Inmediatamente después, comenzaron a aparecer
enormes carteles callejeros en los que se le describía como el más
obstinado seguidor del capitalismo a la vez que como el intransigente
que se opone a la Revolución Cultural.
Aquella asamblea señaló un hito del que se sirvieron los guardias rojos
de la Universidad de Sichuan para bautizar su propio grupo con el
nombre de «26 de agosto». Dicha organización había de convertirse en
el núcleo de un bloque provincial integrado por millones de personas,
así como en la fuerza principal de la Revolución Cultural en Sichuan.
El último día del mes de agosto, desperté de una siesta agitada por un
ruido procedente de las habitaciones de mis padres. De puntillas, me
acerqué a la puerta entreabierta de su despacho. Mi padre se
encontraba de pie en el centro de la habitación, rodeado por varias
personas a quienes reconocí como miembros de su departamento. En
lugar de sus habituales sonrisas aduladoras, mostraban todos una
expresión sombría. Mi padre decía:
—Pero director Chang, sin duda el Partido sabe lo que hace. Los
estudiantes universitarios le están atacando, y pueden llegar a
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mostrarse violentos. El Partido piensa que debería estar sometido a
protección. Es su decisión. Como bien sabe usted, un comunista debe
obedecer las decisiones del Partido de un modo incondicional.
Dado que todo había sido disfrazado como una medida de protección,
yo no me di cuenta entonces de que mi padre estaba siendo mantenido
bajo custodia. A mis catorce años, aún no había aprendido a descifrar la
hipocresía del estilo del régimen. Lo tortuoso del procedimiento
obedecía al hecho de que las autoridades aún no habían decidido qué
hacer con mi padre. Como en la mayoría de aquellos casos, la policía no
había desempeñado papel alguno. Las personas que habían acudido
para llevarse a mi padre eran miembros de su departamento dotados de
una autorización verbal del Comité Provincial del Partido.
Tan pronto como mi padre hubo partido, mi madre arrojó unas cuantas
prendas en una maleta y nos dijo que salía hacia Pekín. La carta de mi
padre aún conservaba su forma de borrador, con alteraciones y partes
garabateadas. Tan pronto como había visto llegar al grupo de
colaboradores se la había entregado apresuradamente a mi madre.
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Mi abuela estrechó entre sus brazos a mi hermano Xiao-fang, de cuatro
años de edad, y se echó a llorar. Yo dije que quería acompañar a mi
madre a la estación. No había tiempo para esperar un taxi, por lo que
saltamos al interior de un triciclo-taxi.
Años después, me dijo que aquellas dos personas eran mujeres que ella
conocía, ambas jóvenes funcionarías del departamento de mi madre. Le
habían dicho que las autoridades habían considerado su marcha a Pekín
un acto anti-Partido. Ella había invocado los estatutos del Partido, en los
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que se especificaba que cualquier miembro del mismo tenía derecho a
apelar a sus líderes. Cuando las emisarias le dijeron que había un
automóvil con hombres dispuestos a retenerla por la fuerza, mi madre
repuso que si lo hacían gritaría pidiendo ayuda a los guardias rojos
estacionados en torno a la estación y les diría que estaban intentando
impedirle trasladarse a Pekín para ver al presidente Mao. Le pregunté
cómo podía estar tan segura de que los guardias rojos tomarían partido
por ella y no por sus perseguidores.
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sabiendo que los cauces habituales del Partido se encontraban sumidos
en un completo desorden, prefirió entregarle la carta personalmente en
lugar de servirse de ellos.
El Partido le entregó dos billetes, uno para ella y otro para Xiao-fang, y
ambos partieron en tren hacia Pekín, situado a treinta y seis horas de
trayecto. Tan pronto como mi madre se enteró de las noticias envió un
telegrama al departamento de mi padre anunciando su regreso y
comenzó a disponer lo necesario para su vuelta, que se produjo en
compañía de la abuela y de Xiao-fang en la segunda semana de octubre.
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Durante su ausencia, yo había permanecido en casa durante todo el mes
de septiembre para hacer compañía a mi abuela. No me resultaba difícil
advertir que se hallaba consumida por la preocupación, pero ignoraba
qué podía estar ocurriendo. ¿Dónde estaba mi padre? ¿Estaba detenido
o se encontraba bajo protección? ¿Tenía problemas mi familia o no? No
sabía nada… nadie decía nada.
Aquellos días pude permanecer en casa gracias a que los guardias rojos
no ejercían un control tan férreo como el Partido. Además, contaba con
una especie de padrino en la persona de Geng, mi timorato jefe de
quince años, quien aún no había tomado medida alguna para hacerme
regresar a la escuela. A finales de septiembre, sin embargo, me
telefoneó para advertirme de que debía acudir antes del 1 de octubre —
día de la Fiesta Nacional— o nunca podría ingresar en la Guardia Roja.
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Poco después, mi abuela se marchó a Pekín. Yo acababa de ingresar en
la Guardia Roja, por lo que tenía que permanecer en la escuela, lugar en
el que me sentía constantemente atemorizada y sobresaltada debido a lo
ocurrido en mi casa. Cuando veía a los negros y a los grises forzados a
limpiar los retretes y a mantener la cabeza inclinada, me inundaba una
sensación de pavor, como si yo fuera una de ellos. Cuando los guardias
rojos salían por las noches para llevar a cabo asaltos domiciliarios
sentía fallarme las piernas como si me hubieran dicho que el objetivo
iba a ser mi propia casa. Cuando advertía que algún alumno susurraba
cerca de mí, mi corazón galopaba a un ritmo frenético: ¿estaría quizá
diciendo que me había convertido en una negra o que mi padre había
sido detenido?
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darme cuenta de que acababan de transmitir una información explosiva.
Los que las habían escuchado comenzaron a gritar: «¡Buscad un
camión! ¡Buscad un camión! ¡Acudamos todos!». Sin tiempo de darme
cuenta de lo que pasaba sentí que la multitud me arrastraba al exterior
de la sala y subimos a un camión. Dado que Mao había ordenado a los
obreros que apoyaran a la Guardia Roja, teníamos siempre camiones y
chóferes a nuestra disposición. En el camión me vi sentada en estrecha
proximidad con una de las mujeres, quien procedía de nuevo a relatar
su historia. Su mirada mostraba el ansia que sentía por congraciarse
con nosotros. Contó que una mujer de su vecindario era la esposa de un
oficial del Kuomintang que había huido a Taiwan, y que ella había
mantenido escondido en su apartamento un retrato de Chiang Kai-shek.
Tan pronto como entré, estrujada por los que me rodeaban, mi nariz se
vio asaltada por un hedor a heces, orina y suciedad. La habitación había
sido puesta patas arriba. En ese momento vi a la mujer acusada.
Rondaría acaso la cuarentena, y permanecía arrodillada y a medio
vestir en el centro de la habitación, alumbrada tan sólo por una desnuda
bombilla de quince vatios. Entre las sombras que arrojaba, la figura que
yacía en el suelo mostraba un aspecto grotesco. Tenía el pelo
enmarañado y aparentemente sucio de sangre en algunas partes. Sus
ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas por la desesperación, y
chillaba: «¡Amos de la Guardia Roja! ¡No tengo ningún retrato de
Chiang Kai-shek! ¡Os juro que no!». Golpeaba su cabeza contra el suelo
con tal fuerza que se oían con claridad los sordos impactos y la sangre
manaba de su frente. Tenía la espalda cubierta de cortes y manchas de
sangre. Postrada como estaba en kowtow, cuando alzaba el trasero
podían distinguirse en él manchas oscuras y el aire se impregnaba de
olor a excrementos. Me sentía tan aterrorizada que desvié rápidamente
la mirada. Entonces vi a su atormentador, un muchacho de diecisiete
años llamado Chian que hasta entonces no me había disgustado.
Permanecía arrellanado en una silla con un cinturón de cuero en la
mano, y se dedicaba a juguetear con la hebilla de latón. «Di la verdad o
volveré a golpearte», decía con tono despreocupado.
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cercana de las poblaciones chinas propiamente dichas (ya que el Tíbet
estaba considerado un territorio bárbaro e inhabitable). Hasta entonces
me había sentido bastante atraída por el aspecto lánguido de Chian,
pues parecía proporcionarle un aire de amabilidad. Intentando
controlar el temblor de mi voz, murmuré: «¿Acaso el presidente Mao no
nos ha enseñado a emplear el enfrentamiento de lucha verbal (wen-dou )
con preferencia al enfrentamiento violento (wu-dou )? ¿No deberíamos,
quizá…?».
Mi débil protesta se vio apoyada por varias voces. Chian, sin embargo,
nos dirigió una mirada de desprecio y dijo con gran énfasis: «Trazad
una línea de separación entre vosotros y los enemigos de clase. El
presidente Mao dice: “¡La clemencia con el enemigo equivale a la
crueldad con el pueblo! ¡Si os da miedo la sangre no seáis guardias
rojos!”». El fanatismo descomponía sus facciones en una horrible
mueca, y todos nos callamos. Aunque no cabía experimentar otra cosa
que repugnancia ante lo que estaba haciendo, resultaba imposible
discutir con él. Se nos había enseñado a mostrarnos implacables con los
enemigos de clase, y cualquiera que no lo hiciera se convertiría a su vez
en enemigo de clase. Di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia el
jardín trasero. Estaba lleno de guardias rojos armados de palas. Desde
el interior de la casa llegó de nuevo hasta mí el sonido de los azotes,
acompañado por unos alaridos que me pusieron los pelos de punta. Los
gritos debían de resultar igualmente insoportables para los otros, ya
que muchos de ellos dejaron de cavar y se enderezaron rápidamente:
«¡Aquí no hay nada! ¡Vámonos! ¡Vámonos!». Mientras atravesábamos la
habitación pude ver a Chian inclinado despreocupadamente sobre su
víctima. Al otro lado de la puerta esperaba la informadora de sonrisa
aduladora, cuyo rostro mostraba ahora una expresión temerosa y
acobardada. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero no emitió
palabra alguna. Al ver su rostro, comprendí que no había habido ningún
retrato de Chiang Kai-shek. Había denunciado a aquella pobre mujer
por un puro sentimiento de venganza. Los guardias rojos estaban siendo
utilizados para arreglar viejas cuentas. Llena de asco y de rabia, volví a
subir al camión.
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18. «Magníficas noticias más que colosales»
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habitaciones mientras los guardias rojos registraban el resto de la
vivienda. Jin-ming quedó encargado de vigilar a la familia. Para su gran
alegría, observó que la otra «carcelera» era la joven que le gustaba.
Aquella tarde, los guardias rojos del curso de Jin-ming celebraron una
asamblea sin su asistencia. Cuando sus compañeros regresaron al
dormitorio, advirtió que todos evitaban su mirada. Durante un par de
días, se comportaron de modo distante. Por fin, revelaron a Jin-ming que
habían sostenido una discusión con la militante, quien había denunciado
a Jin-ming de rendirse a los enemigos de clase y había insistido en que
fuera severamente castigado. La Hermandad de Hierro Forjado, sin
embargo, le había defendido. Algunos de sus miembros guardaban
rencor hacia la muchacha, quien anteriormente ya se había mostrado
terriblemente agresiva contra otros chicos y chicas.
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A pesar de todo, Jin-ming fue castigado: se le ordenó que arrancara
hierba en compañía de los negros y los grises. Las instrucciones de Mao
para exterminar la hierba había exigido una demanda constante de
brazos debido a la naturaleza obstinada de la misma. Ello
proporcionaba una forma de castigo para los recién creados enemigos
de clase.
Jin-ming tan sólo arrancó hierba durante unos pocos días. Los miembros
de su Hermandad de Hierro Forjado no soportaban verle sufrir. Sin
embargo, había sido ya clasificado como simpatizante de los enemigos
de clase y no volvió a requerírsele para que participara en ningún
asalto, cosa que le alegró profundamente. Al poco tiempo, partió con los
miembros de su hermandad en un viaje de turismo por toda China para
admirar sus ríos y sus montañas. No obstante, a diferencia de la
mayoría de los guardias rojos, Jin-ming nunca hizo el peregrinaje a
Pekín para ver a Mao. No regresó a casa hasta finales de 1966.
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chicos, por otra parte deseosos de impresionarlas. El otro fue el tutor de
ética. Dado que el castigo corporal estaba prohibido en las escuelas,
había optado siempre por quejarse a los padres de sus alumnos, quienes
posteriormente los habían pegado al llegar a casa.
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deseaba realizar aquel viaje, pero no había ido todavía porque sentía
que debía estar disponible para ayudar a mis padres.
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en la que Mao había instalado su cuartel general después de la Larga
Marcha. Allí había sido donde mi padre alimentara sus sueños de
juventud, convirtiéndose en un devoto comunista. Al pensar en él, sentí
que se me humedecían los ojos.
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universidad copiando carteles murales. Mao había dicho que uno de los
objetivos de viajar era intercambiar información acerca de la
Revolución Cultural, y eso sería lo que haríamos: llevar a Chengdu las
consignas de la Guardia Roja de Pekín.
De hecho, existía otro motivo que impedía salir del campus: los medios
de transporte estaban completamente desbordados, y la universidad se
encontraba en las afueras, a unos quince kilómetros del centro de la
ciudad. No obstante, seguíamos intentando convencernos a nosotros
mismos de que nuestra falta de inclinación a desplazarnos obedecía a
las motivaciones correctas.
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sólo contaba dieciocho años de edad. Todo el mundo la llamaba Llenita,
pues era sumamente regordeta. Se reía continuamente con una risa
ronca, profunda y operística. También cantaba con frecuencia aunque,
claro está, tan sólo canciones compuestas por citas del presidente Mao.
Al igual que cualquier forma de entretenimiento, todas las canciones
habían sido prohibidas con excepción de aquéllas y de algunas otras
dedicadas a la alabanza de Mao, lo que no cambiaría durante los diez
años que duró la Revolución Cultural.
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me asió por la pierna derecha y me empujó hacia arriba. Aterricé sobre
la mesa del compartimento en el momento en que el tren comenzaba a
adquirir velocidad.
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profundamente conmovidas por el interés mostrado por el presidente
Mao.
Solía lavar incluso sus calzoncillos, pero mi mente nunca se vio asaltada
por pensamiento sexual alguno. Supongo que muchas de las jóvenes
chinas de mi generación estábamos demasiado dominadas por nuestras
abrumadoras actividades políticas para desarrollar un sentimiento
sexual adolescente. Pero no todas. La desaparición del control paterno
significó para algunas la llegada de una época de promiscuidad. Cuando
regresé a casa oí hablar de una antigua compañera de clase, una
hermosa muchacha de quince años de edad, que se había marchado de
viaje con algunos guardias rojos de Pekín. Había tenido una aventura
durante el trayecto, y había regresado embarazada. Tras recibir una
paliza de su padre, verse seguida por las miradas acusadoras de los
vecinos y convertirse en objeto de animado chismorreo por parte de sus
camaradas, se había ahorcado dejando una nota en la que decía que se
sentía demasiado avergonzada para vivir. Nadie se enfrentaba a aquel
concepto medieval de la vergüenza, lo que sí habría podido constituir el
objetivo de una revolución cultural auténtica. Sin embargo, la cuestión
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nunca preocupó a Mao, por lo que no se incluyó entre las
«antigüedades» que se animaba a los guardias rojos a eliminar.
Nuestros oficiales de la Fuerza Aérea nos entrenaban día tras día en las
pistas de baloncesto de la Escuela de Arte Dramático. Junto a ellas se
encontraba la cantina. Tan pronto como formábamos, mis ojos se
desviaban hacia ella, aunque acabara de desayunar en ese momento. Me
sentía obsesionada por la comida, pero ignoraba si se debía a la
ausencia de carne, al frío o al tedio de la instrucción. Solía soñar con la
variedad de la cocina sichuanesa, con el crujiente pato, con el pescado
agridulce, con el «Pollo Borracho» y con decenas de otras suculentas
especialidades.
Volví a casa con reumatismo. En Pekín hacía tanto frío que el agua se
helaba en los grifos. Sin embargo, yo hacía la instrucción al aire libre y
sin abrigo. No disponíamos de agua caliente con la que caldear nuestros
pies helados. Al llegar, tan sólo habíamos recibido una manta cada una.
Algunos días después llegaron más chicas, pero ya se habían acabado
las mantas, por lo que decidimos darles tres y compartir nosotras las
otras tres. Nuestra educación nos había enseñado a ayudar a los
camaradas necesitados. Se nos había informado que nuestras mantas
procedían de almacenes reservados para tiempo de guerra. El
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presidente Mao había ordenado recurrir a ellas para garantizar la
comodidad de sus guardias rojos, lo que despertaba en nosotras una
profunda gratitud hacia él. Ahora, cuando ya casi no teníamos mantas,
se nos dijo que debíamos sentirnos aún más agradecidas a Mao, ya que
éste nos había dado todas aquellas con las que contaba el país.
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medida de seguridad para el presidente Mao, por lo que todos estuvimos
encantados de ponerla en práctica. Después de la cena, el oficial se
acercó a mis cinco compañeras y a mí y dijo en voz baja y solemne:
«¿Os gustaría hacer algo para contribuir a la seguridad del presidente
Mao?». «¡Por supuesto!», respondimos. Nos hizo una seña para que
guardáramos silencio y prosiguió con un susurro: «Mañana, antes de
que salgamos, ¿querríais encargaros de proponer que nos registremos
unos a otros para asegurarnos de que nadie lleva nada que no debiera?
Como sabéis, cuando se es joven es frecuente que se olviden las
normas…». Dichas normas ya habían sido anunciadas previamente: no
debíamos llevar al mitin nada que fuera metálico, ni tan siquiera
nuestras llaves.
Las calles hervían con las distintas actividades de cada mañana. Hacia
la plaza de Tiananmen se dirigían guardias rojos procedentes de todas
las zonas de la capital. Se oía el estruendo de las consignas en oleadas
atronadoras. Mientras las entonábamos, alzábamos las manos y
nuestros ejemplares del Pequeño Libro Rojo formaban una espectacular
línea encarnada que destacaba sobre la penumbra. Llegamos a la plaza
al amanecer. Yo me vi situada en la séptima fila del grupo que ocupaba
el ancho pavimento de la parte norte de la avenida de la Paz Eterna, en
el costado este de la plaza de Tiananmen. A mi espalda se extendían
numerosas hileras más. Cuando nos tuvieron pulcramente alineados,
nuestros oficiales nos ordenaron sentarnos sobre el duro suelo con las
piernas cruzadas. Para mis articulaciones inflamadas aquello resultó
sumamente doloroso, y no tardé en notar que se me dormía el trasero.
Tenía un frío y una modorra espantosos, y me sentía exhausta por la
falta de sueño. Los oficiales nos dirigían en un cántico ininterrumpido,
haciendo que los diversos grupos se desafiaran entre sí para mantener
una atmósfera entusiasta.
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Poco antes del mediodía oímos un clamor histérico procedente de la
parte este: «¡Viva el presidente Mao!». Los jóvenes sentados frente a mí
se pusieron en pie de un salto y comenzaron a saltar de excitación
mientras agitaban frenéticamente sus libros rojos. «¡Sentaos!
¡Sentaos!», grité, pero en vano. El comandante de nuestra compañía
había dicho que teníamos que permanecer todos sentados hasta el final
del acto, pero pocos parecían dispuestos a observar las reglas,
dominados como estaban por el anhelo de ver a Mao.
Tenía las piernas entumecidas a causa del largo rato que había pasado
sentada. Durante unos segundos, lo único que pude ver fue el océano
que formaban las cabezas de mis compañeros. Cuando por fin pude a
duras penas ponerme en pie, apenas llegué a distinguir la cola de la
procesión. Liu Shaoqi, el presidente, tenía el rostro vuelto en mi
dirección.
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Mao? ¿Debería conformarme con vislumbrar fugazmente su espalda?
Súbitamente, el sol pareció oscurecerse. A mi alrededor, los guardias
rojos se unían en un alboroto ensordecedor. La muchacha situada junto
a mí acababa de pincharse el dedo índice de la mano derecha y estaba
ocupada oprimiendo la yema para extraer sangre con la que escribir
algo en un pañuelo pulcramente doblado. Supe exactamente qué
palabras proyectaba emplear. Muchos guardias rojos lo habían hecho
anteriormente, y se trataba de una costumbre divulgada ad nauseam :
«Hoy, soy la persona más feliz del mundo. ¡He visto a nuestro gran líder,
el presidente Mao!». Al verla, mi consternación aumentó. La vida
parecía carecer de objetivo. Un pensamiento asaltó rápidamente mi
mente: ¿debería acaso suicidarme?
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19. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las
pruebas»
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las personas a su cargo y acusados de haber implementado políticas
supuestamente capitalistas y opuestas al presidente Mao. Entre ellas se
incluía la autorización de mercadillos campesinos, el intento por
proporcionar un mejor nivel profesional a los obreros, la permisividad
de una relativa libertad literaria y artística y el estímulo de la
competitividad deportiva, recientemente bautizada como «obsesión
burguesa por los trofeos y las medallas». Hasta entonces, la mayoría de
aquellos oficiales ignoraban que Mao se hubiera mostrado contrario a
tales políticas ya que, después de todo, todas las directrices que seguían
procedían del Partido, a su vez encabezado por él. Ahora, de repente, se
les decía que aquellas políticas procedían de los baluartes burgueses del
interior del Partido.
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Shou-yu» y «Quemad a Xia De-hong». Las acusaciones en contra de
ellos eran las mismas que se hacían a casi todos los directores de los
Departamentos de Asuntos Públicos del país.
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de modo permanente ya que, de otro modo, los funcionarios tenderán a
abusar del mismo.
Aquello no era sino otro intento confuso de mis padres por asimilar la
Revolución Cultural. No se mostraban resentidos ante la perspectiva de
perder sus posiciones privilegiadas: de hecho, intentaban contemplar tal
circunstancia como algo positivo.
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nunca lo habían disfrutado. Para el público en general, Mao estaba
diciendo que el poder había pasado a ser algo de libre alcance.
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tejado del edificio. Por lo que entendí, se habían suicidado al no poder
soportar la tortura.
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Los niños se mofaban de ella. Algunos gritaban que sus kowtows no
habían sido lo bastante sonoros y exigían que se repitieran. En tales
ocasiones, mi madre y sus colegas se veían obligados a golpearse la
cabeza ruidosamente sobre el pavimento de piedra.
Hasta algún tiempo después no supo qué había sucedido. Una mujer
sentada en la primera fila, antigua dueña de burdel que se había visto
encarcelada cuando los comunistas prohibieron la prostitución, había
adquirido una obsesión contra mi madre, acaso porque se trataba de la
única mujer que había sobre el escenario. Tan pronto había levantado la
cabeza, aquella mujer se había puesto en pie y había arrojado una lezna
apuntando directamente a su ojo izquierdo. El guardia Rebelde situado
tras mi madre la había visto venir y la había arrojado al suelo. De no
haber sido por él, habría perdido el ojo.
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Mi madre desarrolló una hemorragia de útero, y durante los seis años
siguientes —hasta someterse a una histerectomía en 1973— sangró la
mayor parte de los días. En ocasiones, las hemorragias eran tan
abundantes que se desmayaba y tenía que ser trasladada al hospital.
Los médicos le recetaron hormonas para controlar el flujo de sangre, y
mi hermana y yo nos encargábamos de ponerle las inyecciones. Mi
madre sabía que cualquier dependencia de hormonas resultaba
peligrosa, pero no tenía otra alternativa. Era el único modo en que
podía soportar las asambleas de denuncia.
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Era la primera vez en mi vida que le había visto llorar. Lloraba con
sollozos angustiados, quejumbrosos y desesperados, como un hombre
no acostumbrado a verter lágrimas. De vez en cuando sufría un violento
acceso de amargura y pateaba el suelo golpéndose al mismo tiempo la
cabeza contra el muro.
Me sentí tan atemorizada que durante unos instantes no osé hacer nada
por reconfortarle. Por fin, le rodeé con mis brazos y le aferré las
espaldas sin saber qué decir. Mi padre había solido gastar hasta el
último céntimo que poseía en libros. Eran toda su vida. Consumida ya la
hoguera, adiviné que algo había cambiado en su mente.
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Se hizo un silencio total. «Oponerse al presidente Mao» constituía un
crimen castigado con la muerte. Muchas personas habían muerto
simplemente por haber sido acusadas de ello, incluso sin pruebas. Los
Rebeldes estaban estupefactos al comprobar que mi padre no parecía
estar asustado. Una vez se recobraron de la sorpresa inicial
comenzaron a golpearle de nuevo, exigiéndole que retirara sus
blasfemias. Él se negó. Enfurecidos, le ataron y le arrastraron hasta la
comisaría local, donde exigieron que se le mantuviera bajo custodia. Los
policías, sin embargo, se negaron. Apreciaban la ley y el orden, así
como a los funcionarios del Partido, y detestaban a los Rebeldes.
Dijeron que necesitaban autorización para arrestar a un funcionario de
la importancia de mi padre, y que nadie les había dado semejante orden.
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por exagerar las penurias de la lucha revolucionaria. Apenas se nos
ocurría salir a dar un paseo. En el exterior reinaba una atmósfera
terrorífica, dominada por las violentas asambleas callejeras de denuncia
y los siniestros carteles y consignas pegados en los muros. Los
ciudadanos caminaban de un lado a otro como zombis, mostrando en
sus rostros una expresión amarga o atemorizada. Por si fuera poco, los
rostros entumecidos de mis padres los señalaban como condenados, por
lo que corrían el riesgo de verse insultados si salían.
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significativo, y mi madre comprendió lo que quería decir: Mao no podía
tolerar ningún desafío. A continuación, preguntó:
—Pero ¿por qué nosotros, que al fin y al cabo no hacemos sino llevar a
cabo sus órdenes? ¿Y por qué incriminar a todas esas personas
inocentes? ¿Por qué causar tanta destrucción y sufrimiento?
Mi padre respondió:
—No estaba contando con que la llevaras tú. Voy a enviarla por correo.
—A continuación, le alzó la barbilla y la miró a los ojos. En tono de
desesperación, dijo—: ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué alternativas
me quedan? Debo hablar. Quizá con ello ayude. Debo hacerlo aunque
sólo sea para tranquilizar mi conciencia.
Se produjo un largo silencio y, por fin, mi padre dijo con aire dubitativo.
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fechada el 17 de febrero y firmada por el Comité Militar Central, el
organismo supremo de oficiales de alto rango del Ejército. En la carta
se instaba a los Rebeldes a que desistieran de realizar más acciones
violentas. Aunque no condenaba directamente la Revolución Cultural,
constituía un claro intento por detenerla. Un colega enseñó el panfleto a
mi madre, y ella y mi padre experimentaron una oleada de esperanza.
Quizá los viejos y respetados mariscales chinos se habían decidido a
intervenir. Las calles del centro de Chengdu fueron escenario de una
enorme manifestación de apoyo al llamamiento de los mariscales.
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corte medieval, estructurada en torno a esposas, primos y aduladores
cortesanos. Mao envió delegados a todas las provincias para organizar
los Comités Revolucionarios que habían de sustituir el sistema del
Partido hasta las raíces y convertirse en el nuevo instrumento de su
poder personal.
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vientre no contenía otro alimento que paja. Había mantenido su
honestidad hasta la muerte.
Los Ting lograron captar la atención de Chen Boda, uno de los líderes
de las Autoridades de la Revolución Cultural y antiguo jefe de mi padre
en Yan’an. A través de él, obtuvieron una entrevista con la señora Mao,
quien inmediatamente los reconoció como almas gemelas. La
motivación que había impulsado a la señora Mao a iniciar la Revolución
Cultural tenía mucho menos que ver con la política que con el deseo de
arreglar viejas cuentas, algunas de ellas de la más mezquina índole.
Había intervenido personalmente en la persecución de la señora de Liu
Shaoqi debido a que, como ella misma reveló a los guardias rojos, le
enfurecían los viajes que realizaba al extranjero en compañía de su
esposo, entonces presidente. Mao sólo viajó al extranjero en dos
ocasiones, ambas a Rusia y ambas sin la compañía de la señora Mao.
Aún peor, durante sus viajes al extranjero era posible ver a la señora Liu
vistiendo elegantes trajes y joyas que nadie podía lucir en la austera
China de Mao. La señora Liu fue acusada de ser una agente de la CÍA y
encarcelada. A duras penas logró escapar a la muerte.
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Departamento Central de Asuntos Públicos. En parte para vengarse de
la humillación —real o imaginaria— sufrida en Shanghai treinta años
antes, la señora Mao llegó a extremos inconcebibles para descubrir
elementos «antipresidente Mao y antisocialistas» a través de sus obras.
La retirada de Mao entre bastidores durante la hambruna proporcionó
a su esposa la ocasión de alcanzar una mayor proximidad a él. Así, en
su intento por acabar con sus enemigos logró condenar la totalidad del
sistema que funcionaba bajo ellos, es decir, todos los Departamentos de
Asuntos Públicos del País.
Algunas décadas atrás, otra actriz bien conocida, Sun Wei-shi, había
aparecido en cierta ocasión en compañía de la señora Mao en una obra
representada en Yan’an a la que el propio Mao había acudido como
espectador. Aparentemente, la actuación de Sun había sido mejor
recibida que la de la señora Mao, y había hecho a la joven sumamente
popular entre los principales líderes, Mao incluido. Dado que era hija
adoptiva de Zhou Enlai, nunca sintió necesidad de dar jabón a la señora
Mao. En 1968, sin embargo, ésta la hizo detener junto con su hermano y
torturó a ambos hasta la muerte. Ni siquiera el poder de Zhou Enlai
bastó para protegerla.
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correspondió a los Ting, pues eran ellos los que realmente dirigían el
comité.
Mi padre les recibió con la debida cortesía, pero mi abuela les dio una
calurosa bienvenida. Poco había llegado a sus oídos de las venganzas de
los Ting, pero sabía que había sido la señora Ting quien había
autorizado la entrega de los preciosos medicamentos norteamericanos
que habían sanado la tuberculosis que padeciera mi madre cuando
estaba embarazada de mí.
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La cólera de mi padre aumentó. Dijo:
—El presidente Mao no puede haber conocido todos los hechos acerca
de ustedes. ¿Qué clase de «buenos funcionarios» son ustedes? Han
cometido errores imperdonables. —Se contuvo para no decir
«crímenes».
—¿Acaso está loco? Se lo pregunto por última vez: ¿aún rehúsa aceptar
mi ayuda? Imagino que será consciente de que puedo hacer con usted lo
que quiera.
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—No quiero tener nada que ver con ustedes —dijo mi padre—. Ustedes y
yo pertenecemos a especies distintas.
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20. «No venderé mi alma»
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—. Esté donde esté, lo tiene bien empleado». Conteniendo mi ira y mis
lágrimas, me sentí rebosante de odio hacia aquellos adultos
supuestamente inteligentes. No tenían necesidad alguna de mostrarse
tan despiadados ni tan brutales. Incluso en aquellos días, hubiera sido
perfectamente posible para ellos mostrar una expresión más amable y
un tono más compasivo o incluso limitarse a guardar silencio.
Había decidido que la persona a quien tenía que ver era el primer
ministro Zhou Enlai. De nada servía hablar con ningún otro. Si se
entrevistaba con otra persona, ello sólo serviría para acelerar la caída
de su esposo, su familia y ella misma. Sabía que Zhou era
considerablemente más moderado que la señora Mao y que la Autoridad
de la Revolución Cultural, y también que poseía un notable poder sobre
los Rebeldes, a los que transmitía órdenes casi a diario.
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Chengdu Rojo se negó a darse por vencido. El poder de los Ting no era
absoluto, por muy apoyados que estuvieran por Mao y la Autoridad de
la Revolución Cultural.
—¿Quién eres tú? —gritó. Mi madre, con treinta y cinco años de edad, a
duras penas podía pasar por una estudiante—. Tú no eres una de
nosotros. ¡Bájate!
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Mi madre se abrió camino hacia el interior del compartimento atestado
y se sentó entre el hombre y la mujer, quienes se presentaron como
oficiales del Chengdu Rojo. El hombre se llamaba Yong, y la mujer Yan.
Ambos eran estudiantes de la Universidad de Chengdu.
Por sus palabras, mi madre dedujo que los estudiantes no sabían gran
cosa de los Ting. Les contó todo cuanto pudo recordar de algunos de los
numerosos casos de persecución en que habían participado en Yibin
antes de la Revolución Cultural, acerca del intento de la señora Ting por
seducir a mi padre en 1953, de la reciente visita de la pareja y de la
negativa de mi padre a colaborar con ellos. Dijo que los Ting habían
ordenado detener a mi padre debido a que éste había escrito al
presidente Mao oponiéndose a su nombramiento como nuevos líderes de
Sichuan.
—¿Algo más?
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Mi madre saltó disparada del asiento.
Zhou elevó la mirada. Era evidente que mi madre no era una estudiante.
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Cuando cruzó su mirada con la de Zhou Enlai, mi madre advirtió que el
líder había comprendido el contenido real de la carta de mi padre y el
dilema al que se enfrentaba por no poder expresarse con claridad. Tras
echar un vistazo a la apelación de mi madre, se volvió hacia un
ayudante sentado tras él y le susurró algo al oído. En la sala se había
hecho un silencio mortal. Todos los ojos estaban fijos en el primer
ministro.
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llegaba a saberse. Aceptar «sobornos» de un seguidor del capitalismo
era un delito serio.
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fuimos conscientes de la terrible realidad: mi padre había perdido el
juicio.
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Al ser puesto en libertad, uno de sus interrogadores le dijo que se le
permitía regresar a casa para permanecer bajo la supervisión de su
esposa, «a quien el Partido ha asignado tu vigilancia». Su hogar,
dijeron, sería su nueva prisión. Dado que ignoraba el motivo de su
súbita puesta en libertad, su propia confusión le indujo a aceptar la
explicación.
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intensificó su persecución. No obstante, nosotros ignorábamos aquello,
y yo intenté consolarme pensando que el comentario podría haber
tenido su origen simplemente en un rumor. En teoría, el contenido de los
carteles callejeros era oficioso, dado que estaban escritos por las masas
y no formaban parte de los medios de comunicación oficiales.
Íntimamente, sin embargo, yo sabía que lo que decían era cierto.
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construida en un extremo del jardín. Era sumamente pequeña: apenas
medía dos metros y medio por tres. En su interior sólo cabían una cama
y una mesa, y casi no quedaba sitio para pasar entre ambas.
Aquel joven sufría una intensa bizquera, y tenía una novia muy guapa
que se quedaba a dormir con él (algo inusitado en aquella época). A
ninguno de ellos parecía importarle que lo supiéramos. Claro está que
ningún seguidor del capitalismo se encontraba en situación de andar
contando chismes. Cuando me topaba con ellos por las mañanas
siempre me obsequiaban con una amable sonrisa que revelaba lo felices
que eran. Fue entonces cuando me di cuenta de que la gente se torna
bondadosa con la felicidad.
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abertura y saltar ágilmente al suelo. No obstante, no me prestó la más
mínima atención, sino que se limitó a alzar diversos muebles de robusta
caoba y dejarlos caer con apenas esfuerzo. En su locura, había
adquirido una agilidad y fuerza sobrehumanas. Permanecer junto a él
era una pesadilla. En numerosas ocasiones experimenté el deseo de
correr junto a mi madre, pero no lograba decidirme a abandonarle.
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leerlos, aunque era consciente de las miradas de los demás, muchos de
los cuales sabían quién era. Podía oír los susurros que dirigían a quienes
ignoraban mi identidad. Mi corazón temblaba por la ira y por el dolor
insoportable que sentía por mi padre, pero sabía que sus perseguidores
serían informados de mis reacciones, por lo que intentaba mantener la
calma y demostrarles que no podían desmoralizarnos. No
experimentaba miedo ni humillación: tan sólo desprecio hacia ellos.
Con cada día que pasaba fuimos siendo testigos del deterioro físico y
mental de mi padre. Mi madre acudió una vez más a Chen Mo en
demanda de ayuda, y él prometió hacer cuanto pudiera. Aguardamos,
pero no sucedió nada: su silencio significaba que habían debido de
fracasar en sus intentos por obtener de los Ting permiso para dar
tratamiento a mi padre. Desesperada, mi madre acudió al cuartel
general del Chengdu Rojo para hablar con Yan y Yong.
Existía otro motivo. Mao había dicho que los nuevos Comités
Revolucionarios debían contar con funcionarios revolucionarios además
de con Rebeldes y miembros de las fuerzas armadas. Tanto el Chengdu
Rojo como el 26 de Agosto intentaban a la sazón encontrar funcionarios
que pudieran representarlos en el Comité Revolucionario de Sichuan.
Asimismo, los Rebeldes estaban empezando a comprobar cuan
complicada era la actividad política y qué tarea tan desalentadora era
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gobernar la administración. Necesitaban el consejo de políticos
competentes. El Chengdu Rojo consideró que mi padre era un candidato
ideal y aprobó que le fuera prestado tratamiento médico.
El Chengdu Rojo sabía que mi padre había sido denunciado por proferir
blasfemias contra Mao y la Revolución Cultural, y también que había
sido condenado por la propia señora Mao. Sin embargo, tales
acusaciones tan sólo habían sido expresadas por sus enemigos en
carteles murales en los que la verdad y la mentira aparecían a menudo
confundidas. Podían, por tanto, hacer caso omiso de ellas.
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le visitaban con frecuencia acompañados por algunos miembros de su
departamento que sentían compasión por él y habían sido también
sometidos a asambleas de denuncia por el grupo de la señora Shau.
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Las fuerzas armadas se encontraban ya notablemente soliviantadas,
debido a que Lin Biao se encontraba ocupado en sus intentos por purgar
a sus oponentes y sustituirlos por sus propios hombres. Por fin, Mao se
dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de una situación de
inestabilidad en el seno del Ejército y frenó a Lin Biao. No obstante, su
opinión parecía dividida en lo que se refería a las luchas internas entre
los Rebeldes. Por una parte, quería que las distintas facciones se
mantuvieran unidas con objeto de poder afianzar su estructura personal
de poder. Por otra, parecía incapaz de reprimir su amor por la lucha: a
medida que los sangrientos combates iban extendiéndose por toda
China, dijo: «No es mala cosa que los jóvenes adquieran cierta práctica
en el uso de las armas: hace demasiado tiempo que no teníamos una
guerra».
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«¡Démosle una buena paliza! ¡Rompámosle al menos un par de huesos
para darle una lección!».
Yan y Yong, sin embargo, le defendieron, al igual que algunos otros. «No
es fácil encontrarse con personajes como él —dijo Yong—. No debemos
castigarle. No se doblegaría ni aunque lo apaleáramos hasta la muerte.
Torturarle, además, no haría sino arrojar la vergüenza sobre nosotros.
¡Se trata de un hombre de principios!».
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disparos de artillería pesada desde la otra orilla del Yangtzé. El 26 de
Agosto había sido expulsado de la ciudad y muchos de sus miembros
habían huido a Chengdu, donde algunos hallaron alojamiento en nuestro
complejo. Se mostraban inquietos y frustrados, y habían dicho al grupo
de la señora Shau que sus puños ardían de deseos de terminar con la
existencia vegetativa que llevaban y probar la carne y la sangre. En
vista de ello, se les había ofrecido a mi padre como víctima.
El médico dijo que mi padre tenía dos costillas rotas, pero que no podía
quedar hospitalizado, ya que para ello era preciso contar con una
autorización. Además, el hospital tenía más heridos graves de los que
podía atender. Se encontraba atestado de gente que había resultado
herida en las asambleas de denuncia y las luchas entre facciones. Sobre
una camilla pude ver a un joven al que le faltaba un tercio de la cabeza.
Su compañero nos dijo que había resultado alcanzado por una granada.
Mi madre acudió una vez más a ver a Chen Mo, y le pidió que
intercediera ante los Ting para que pusieran término a las palizas de mi
padre. Pocos días después, Chen dijo a mi madre que los Ting se
mostraban dispuestos a «perdonar» a mi padre si éste redactaba un
cartel mural cantando las alabanzas de los «buenos funcionarios» Liu
Jie-ting y Zhang Xi-ting. Subrayó el hecho de que ambos acababan de
ver renovado el apoyo explícito y completo de la Autoridad de la
Revolución Cultural, y que Zhou Enlai había declarado específicamente
que consideraba a los Ting buenos funcionarios. Continuar oponiéndose
a ellos, dijo Chen, equivaldría a «arrojar huevos contra una roca».
Cuando mi madre se lo dijo a mi padre, éste repuso.
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—¡Pero esta vez no se trata de tu trabajo, ni tan siquiera de tu
rehabilitación! —imploró ella, sollozante—. ¡Esta vez se trata de tu vida!
¿Qué es un cartel comparado con la vida?
Mi madre fue condenada por toda clase de acusaciones, entre las que
destacaba la circunstancia de que su padre hubiera sido un general de
los señores de la guerra. El hecho de que el general Xue hubiera muerto
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cuando ella apenas contaba dos años de edad no suponía la menor
diferencia.
En Jinzhou, allá por los años cuarenta, el doctor Xia había alquilado una
habitación al agente comunista Yu-wu, antiguo controlador de mi madre
y encargado de reunir información militar y sacarla clandestinamente
de la ciudad. El controlador del propio Yu-wu —entonces desconocido
para mi madre— había fingido entonces trabajar para el Kuomintang, y
durante la Revolución Cultural había sido sometido a fuertes presiones y
luego atrozmente torturado para que confesara ser un espía del
Kuomintang. Por fin, había terminado por «confesar», inventándose
para ello un círculo de espionaje en el que Yu-wu se encontraba incluido.
Yu-wu fue asimismo ferozmente torturado. Para evitar tener que
incriminar a otras personas, se suicidó cortándose las venas, y no llegó
a mencionar a mi madre. No obstante, el equipo de investigación
descubrió su relación y afirmó que también ella había formado parte del
círculo de espías.
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obtuvieron así la libertad. La orden de «retractarse» había partido del
Comité Central del Partido, y fue transmitida por Liu Shaoqi. Con el
tiempo, algunas de aquellas sesenta y una personas llegaron a alcanzar
puestos en el alto funcionariado del Gobierno comunista, y entre ellos
hubo viceprimer ministros, ministros y secretarios generales de diversas
provincias. Durante la Revolución Cultural, la señora Mao y Kang Sheng
los acusaron de ser sesenta y un traidores y espías de primer orden. El
veredicto fue corroborado personalmente por Mao, y todas aquellas
personas se vieron sometidas a los más crueles suplicios. Incluso
personas que tan sólo se habían visto remotamente relacionadas con
ellos hubieron de enfrentarse a terribles problemas.
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la cadera. Se trataba del mismo tormento con el que, veinte años antes,
le habían amenazado en las cámaras de tortura del Kuomintang. El
«banco del tigre», no obstante, hubo de cesar debido a que la guardiana
necesitaba que los hombres la ayudaran a introducir los ladrillos;
algunos la ayudaron a regañadientes en un par de ocasiones pero, al fin,
terminaron por negarse a colaborar con ella. Algunos años después, se
dictaminó que la mujer era una psicópata. Hoy en día se encuentra
recluida en un hospital psiquiátrico.
Algunos años más tarde, me dijo que nos había oído. De hecho, su
guardiana psicópata había entreabierto ligeramente la ventana para
que nuestras voces llegaran hasta ella con más claridad. Le dijo que si
aceptaba denunciar a mi padre y confesar que era una espía del
Kuomintang nos llevarían junto a ella inmediatamente. «De otro modo
—añadió la guardiana—, es posible que jamás salgas viva de este
edificio». Mi madre se negó, y durante la conversación mantuvo las
uñas clavadas en la palma de sus manos para contener las lágrimas.
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21. «Dar carbón en la nieve»
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modo en que éstos podían dar rienda suelta a su energía y su
frustración consistía en celebrar violentas denuncias y enzarzarse en
batallas físicas y verbales los unos con los otros.
A la edad de catorce años, el amor que sentía hacia mis padres poseía
una intensidad que hubiera sido imposible en circunstancias normales.
Mi vida giraba por entero en torno a ellos. En las escasas ocasiones en
que ambos estaban en casa solía estudiar sus estados de humor e
intentaba proporcionarles una compañía alegre. Cuando estaban
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detenidos acudía una y otra vez a los desdeñosos Rebeldes y solicitaba
que me fuera permitido visitarles. Algunas veces se me autorizaba para
sentarme durante unos minutos y hablar con alguno de ellos en
presencia de un guardián, y yo aprovechaba para decirles cuánto los
amaba. Llegué a ser bien conocida entre los antiguos miembros del
Gobierno de Sichuan y del Distrito Oriental de Chengdu, y constituía una
constante fuente de irritación para los verdugos de mis padres, quienes
me detestaban por no mostrar temor ante ellos. En cierta ocasión, la
señora Shau gritó que «la estaba traspasando con la mirada».
Enfurecidos, inventaron la acusación de que el Chengdu Rojo había
proporcionado tratamiento a mi padre debido a que yo me había servido
de mi cuerpo para seducir a Yong.
Aparte de hacer compañía a mis padres, solía pasar la mayor parte del
abundante tiempo libre de que disponía con mis amigos. Después de
regresar de Pekín, en diciembre de 1966, pasé un mes en una fábrica de
mantenimiento de aviones situada en las afueras de Chengdu en
compañía de Llenita y de una amiga suya llamada Ching-ching.
Necesitábamos algo en lo que ocupar el tiempo y, según Mao, lo más
importante que podíamos hacer era acudir a las fábricas y despertar el
nacimiento de nuevas acciones rebeldes contra los seguidores del
capitalismo. Las agitaciones estaban invadiendo la industria con
demasiada lentitud para el gusto del líder.
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A mí también me gustaba Sai. Sentía palpitar mi corazón cada vez que
pensaba en él, y a veces despertaba por la noche viendo su rostro y
experimentando un calor febril. A menudo murmuraba su nombre y
hablaba mentalmente con él cada vez que me sentía atemorizada o
preocupada. Sin embargo, jamás revelé aquellos sentimientos ni a él ni
a mis amigas; de hecho, ni siquiera los admitía ante mí misma de modo
explícito, sino que me limitaba a fantasear en torno a él. Mis padres
dominaban mi vida y mi pensamiento consciente, por lo que suprimía
inmediatamente cualquier licencia que pudiera tomarme con respecto a
mis propios asuntos como una forma de deslealtad. La Revolución
Cultural me había despojado —o quizá librado— de una adolescencia
normal, con sus rabietas, sus discusiones y sus novios.
Un día, una de nuestras amigas nos dijo que sus padres, ambos
distinguidos actores, se habían sentido incapaces de soportar las
denuncias por más tiempo y se habían suicidado. Poco después, nos
llegó la noticia de que el hermano de otra de las muchachas había hecho
lo propio. El joven, estudiante de la Escuela de Aeronáutica de Pekín,
había sido denunciado junto con algunos compañeros bajo la acusación
de intentar organizar un partido antimaoísta. Cuando la policía acudió a
arrestarle, el muchacho se arrojó desde una ventana del tercer piso.
Algunos de los «conspiradores» de su grupo fueron ejecutados, y otros
fueron condenados a cadena perpetua, castigos ambos habituales para
cualquiera que intentara organizar alguna forma de oposición, cosa
poco frecuente. Aquella clase de tragedias formaban parte de nuestra
vida cotidiana.
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En aquella época, mis padres estaban detenidos. El departamento de mi
padre, que normalmente se hubiera encargado de colaborar en la
mudanza, se limitó en esta ocasión a darnos la orden de partir. Dado
que no existían compañías de mudanza, mi familia hubiera perdido
hasta las camas de no haber sido por mis amigas. Aun así, tan sólo
pudimos trasladar los muebles más esenciales, dejando atrás otras
cosas, como las estanterías de mi padre: apenas podíamos moverlas, y
mucho menos bajarlas a lo largo de varios tramos de escaleras.
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contemplar ese nuevo mundo, al no saber qué pensar ni cómo hacerlo.
Era el poema de alguien que busca, que tantea en la oscuridad.
La luz brilla cada vez más blanca a medida que la noche se oscurece,
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tuve que esperar y tirar de nuevo. Para entonces, los Rebeldes estaban
golpeando la puerta del cuarto de baño y ordenándome con voz brusca
que saliera inmediatamente. Yo no respondí.
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considerada novela erótica, costaba el equivalente a dos semanas de
salario medio.
Con tal de obtener dinero para sus experimentos traficaba incluso con
insignias de Mao. Numerosas fábricas habían interrumpido la
producción normal para producir insignias de aluminio en las que
aparecía representado el rostro de Mao. Todas las formas de
coleccionismos —incluso las de cuadros y sellos— habían sido
prohibidas como hábitos burgueses. Así, el instinto coleccionista de la
gente se había dirigido a aquellos objetos, los cuales, a pesar de hallarse
aprobados, sólo podían intercambiarse clandestinamente. Jin-ming llegó
a reunir una pequeña fortuna. Poco podía imaginarse el Gran Timonel
que incluso una efigie de su cabeza podía convertirse en elemento de
especulación capitalista, la actividad que tan esforzadamente había
intentado erradicar.
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curiosear. En un momento determinado, hacían sonar un silbato y se
abalanzaban sobre los comerciantes. Aquéllos que eran detenidos veían
sus posesiones confiscadas y, por lo general, recibían una paliza. Un
castigo habitual era el «sangrado», consistente en apuñalarles en las
nalgas. Algunos eran torturados, y a todos se les amenazaba con doble
castigo en el futuro si no cesaban en sus actividades. Sin embargo, la
mayoría regresaban una y otra vez.
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la vez que dotados de blancas suelas de plástico con una banda de
plástico igualmente blanco asomando entremedias.
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Cuando una muchacha rechazaba una propuesta, Xiao-hei y el resto de
sus compañeros más jóvenes se convertían en el instrumento de
venganza del amante despechado, para lo cual se dedicaban a hacer
ruidos frente al domicilio de la joven y a disparar con tirachinas contra
sus ventanas. Cuando la muchacha salía a la calle, la escupían, la
insultaban, la señalaban con el dedo medio estirado y le gritaban
palabras soeces cuyo significado apenas alcanzaban a comprender del
todo. Los insultos chinos para las mujeres son considerablemente
gráficos: «lanzadera» (por la forma de sus genitales), «silla de montar»
(por su imagen al ser montada), «lámpara de aceite rebosante» (por
verterse «con demasiada frecuencia») y «zapatos desgastados»
(implicando que se ha hecho mucho «uso» de ellas).
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estadio un joven de unos veinte años. Se trataba del Cojo Tang, una
célebre figura del hampa de Chengdu. A pesar de su relativa juventud,
todos le trataban con el respeto reservado habitualmente para los
mayores.
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La campaña de «Limpieza de filas en las clases» destruyó las vidas de
millones de personas. Durante uno de sus episodios, conocido como el
caso del llamado Partido Popular de la Mongolia Interior,
aproximadamente el diez por ciento de la población mongola adulta fue
sometido a tortura o malos tratos físicos: murieron no menos de veinte
mil personas. Aquella campaña en particular había sido diseñada según
un modelo basado en estudios piloto realizados en seis fábricas y dos
universidades de Pekín sometidas a la supervisión personal de Mao. En
el informe referente a una de ellas —la Unidad de Imprenta de Xinhua—
había un pasaje que decía: «Tras ser etiquetada como
contrarrevolucionaria, esta mujer aprovechó un momento en que sus
guardianes desviaron la mirada y, abandonando sus trabajos forzados,
corrió hasta los dormitorios femeninos de la cuarta planta y se suicidó
arrojándose por una ventana. Evidentemente, resulta inevitable que los
contrarrevolucionarios se suiciden. Sin embargo, no deja de ser una
lástima que ahora contemos con un “ejemplo negativo” menos». Mao
escribió, refiriéndose a aquel documento: «Se trata del informe mejor
redactado de cuantos he leído».
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sumamente elegante, y yo entonces alimentaba un profundo anhelo de
cosas bellas.
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ellos había sido en tiempos el editor de la ya desaparecida revista, y su
esposa había trabajado como maestra. Tenían un hijo llamado Jo-jo que
a la sazón contaba seis años de edad, igual que mi hermano Xiao-fang.
Acudió a vivir con ellos un funcionario de menor rango que tenía una
hija de cinco años, y los tres niños solían jugar juntos a menudo en el
jardín. A mi abuela le inquietaba que Xiao-fang jugara con ellos pero no
se atrevía a prohibírselo, ya que nuestros vecinos podrían haberlo
interpretado como una muestra de hostilidad hacia los Rebeldes del
presidente Mao.
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Cuando la doctora concluyó su examen de la pequeña, salió y anunció
que no existía la más mínima señal de que la niña hubiera sido violada.
Los arañazos de sus piernas ni siquiera eran recientes, y no podían
haber sido causados por el trozo de madera de Xiao-fang, el cual, como
señaló ante la multitud, estaba pintado y tenía los contornos suaves.
Probablemente, las heridas eran el resultado de haber estado trepando
a los árboles. A regañadientes, la muchedumbre se dispersó.
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vendrían a continuación. Al igual que el resto de mi familia, no tardé en
cobrar un afecto y respeto considerables por Cheng-yi. Como llevaba
gafas, terminamos por aplicarle el apodo de Lentes.
Habría de topar con actitudes similares una y otra vez. Cada vez que
traspasaba las enormes verjas que daban acceso a nuestro jardín era
consciente de las miradas que me dirigía la gente que en aquel momento
pasaba por la calle del Meteorito, miradas en las que podía distinguirse
una mezcla de curiosidad y respeto. Se me antojaba algo evidente el
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hecho de que era a los Comités Revolucionarios —y no tanto a los
seguidores del capitalismo— a quienes el público en general
consideraba un elemento transitorio.
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seguridad. Las mujeres, al igual que los hombres, se veían obligadas a
arrastrarse a gatas pozo abajo para extraer los cestos de carbón. El
destino de Yan se debió en parte a la retorcida retórica imperante en la
época: la señora Mao había insistido en que las mujeres realizaran el
mismo trabajo que los hombres, y una de las consignas del momento era
un dicho de Mao según el cual «Las mujeres son capaces de sostener
medio firmamento». Ellas, sin embargo, sabían que con aquellos
privilegios de igualdad no habría quien las librara de realizar los más
duros trabajos físicos.
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22. «La reforma del pensamiento a través del trabajo»
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el nuevo Comité Revolucionario de Sichuan no podía ni mucho menos
acomodarlos a todos debido a que había ocupado sus puestos con
militares y Rebeldes de otras procedencias, tales como obreros y
estudiantes. La «reforma del pensamiento a través del trabajo» se
convirtió en un método sumamente conveniente de quitarse de encima a
los Rebeldes sobrantes. Del departamento de mi padre tan sólo unos
pocos permanecieron en Chengdu. La señora Shau fue nombrada
directora adjunta de Asuntos Públicos del Comité Revolucionario de
Sichuan. Todas las organizaciones Rebeldes habían sido disueltas.
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los inertes edificios de cemento, apareció mi madre. Acostumbrada
como estaba a ver con frecuencia a sus hijos esperándola en la calle,
alzó rápidamente la mirada para comprobar si estábamos allí esta vez.
Sus ojos se encontraron con los de mi padre. Sus labios temblaron, y
también los de él, pero no emitieron sonido alguno. Se limitaron a
contemplarse fijamente hasta que un guardián gritó a mi madre que
bajara la vista. Mi padre permaneció con la mirada impasible durante
largo rato después de que ella doblara la esquina.
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miembros de familias pobres tenían derecho a solicitar una ayuda
económica adicional. Durante el primer año, el Estado nos suministraría
dinero de bolsillo y raciones alimenticias, incluyendo arroz, aceite y
carne que nos serían entregados en el pueblo que se nos asignara.
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las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones
hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte
trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y
granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi
instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa
iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de
belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico
de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos
territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del
planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que
especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y
otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas,
procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por
pandas.
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oscuras montañas. Yo, sin embargo, me encontraba demasiado fatigada
para apreciar su belleza. Hubo un momento en que, tras apoyarme en
una roca para recuperar el aliento, paseé la mirada sobre el horizonte
que nos rodeaba. Nuestro grupo se me antojó insignificante entre la
inmensidad de aquellas montañas eternas en las que no se distinguían
caminos, casas ni seres humanos, tan sólo el susurro del viento entre los
árboles y el rumor de riachuelos ocultos. Sentí que desaparecía en el
interior de una región muda, extraña y salvaje.
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punto era valiosa cada gota. Para conseguir el agua teníamos que
cargar al hombro una vara de la que pendían dos barriles de madera y
trepar durante media hora a lo largo de estrechos senderos hasta llegar
al pozo. Una vez llenos, cada uno de los barriles pesaba más de
cuarenta kilos, pero el dolor de los hombros se me hacía insoportable
incluso cuando estaban vacíos. Me sentí inmensamente aliviada cuando
los chicos anunciaron galantemente que el suministro del agua sería
tarea suya.
Por si fuera poco, teníamos que hacer acopio de combustible. Había dos
horas de caminata hasta la zona del bosque que las autoridades de
protección forestal habían designado para recolectar leña. Sólo se nos
permitía cortar ramas pequeñas, por lo que trepábamos por los cortos
pinos y blandíamos ferozmente nuestros cuchillos. Los troncos se
apilaban en haces que luego transportábamos sobre nuestras espaldas.
Yo era la más joven del grupo, por lo que sólo se me obligaba a llevar un
cesto de plumosas agujas de pino. Sin embargo, el viaje de regreso
suponía otras dos horas más de ascenso y descenso a través de
senderos de montaña, y cuando por fin llegábamos solía sentirme tan
exhausta que el peso de mi carga se me antojaba de al menos sesenta
kilos. No podía dar crédito a mis ojos cuando situaba la cesta en la
balanza, ya que apenas llegaba a pesar dos kilos y medio, una cantidad
de madera que se consumía rápidamente y que difícilmente daba para
hervir un wok de agua.
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Ni siquiera las visitas al retrete eran tarea fácil. Para ello había que
descender por una inclinada y resbaladiza ladera hasta alcanzar un
profundo pozo abierto en el redil de las cabras. No había más remedio
que dar el rostro o la espalda a las cabras, sumamente aficionadas a
embestir al primer intruso que veían. Debido a aquello, me asaltaron
tales nervios que durante varios días fui incapaz de evacuar
correctamente. Después de salir del redil, había que realizar un enorme
esfuerzo para trepar de nuevo por la cuesta, por lo que cada vez que
regresaba llevaba conmigo una nueva colección de magulladuras
extendidas por todo mi cuerpo. El primer día que trabajamos con los
campesinos se me asignó transportar estiércol de cabra desde el retrete
hasta unas diminutas parcelas que acababan de ser incendiadas para
despojarlas de arbustos y de hierba. El terreno aparecía cubierto por
una capa de ceniza que, una vez mezclada con excrementos humanos y
animales, habría de servir para fertilizar el suelo antes del arado
primaveral, tarea que también se realizaba manualmente.
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me obligaba a realizar en las montañas de Ningnan, ya que se me
antojaba completamente absurdo.
Durante los pocos días que trabajé con los campesinos me sentía tan
desprovista de energía que apenas hablé con ellos como es debido. Se
me antojaban remotos, desinteresados y separados de mí por las
impenetrables montañas de Ningnan. Sabía que se esperaba de nosotros
que nos esforzáramos por visitarlos, cosa que mi hermana y mis amigos
—a la sazón en mejor forma que yo— hacían todas las tardes, pero yo
me sentía permanentemente agotada, enferma y acosada por los
picores. Por otra parte, visitarles hubiera significado que me
conformaba con la perspectiva de pasar allí los mejores años de mi
vida, cuando inconscientemente me negaba a aceptar una existencia de
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campesina. Sin admitirlo específicamente, no podía evitar el rechazar la
existencia que Mao me había asignado.
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respondía que no le ocurría nada y seguía recogiendo medicinas y
haciendo colas para conseguir mis alimentos.
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si bien fallaban en la mayoría de los casos. Yo solía administrarle
frecuentes masajes en el estómago y en cierta ocasión, ante sus
desesperadas súplicas, llegué a introducirle un dedo en el ano en un
intento de retirar los excrementos. Todos aquellos remedios apenas le
producían un alivio temporal y, en consecuencia, no se atrevía a comer
demasiado. Se sentía terriblemente débil, y solía permanecer sentada en
la butaca de mimbre del vestíbulo durante horas, contemplando las
papayas y los bananos del jardín trasero. Tan sólo una vez me dijo con
un suave susurro: «Tengo tanta hambre… ojalá pudiera comer…».
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oscuro que brillaban por el roce de los comensales que los habían
utilizado durante tantos años. Sobre la mesa podía distinguirse una
diminuta chispa del tamaño de un guisante procedente de una lámpara
de aceite de colza. En torno a aquellas mesas nunca había gente
charlando, pero los dueños mantenían sus locales abiertos.
Antiguamente, se hubieran visto repletas de gente ocupada en contarse
chismorreos y beber el «licor de cinco granos» típico de la localidad
acompañándolo con carne en adobo, lengua de cerdo estofada con salsa
de soja y cacahuetes tostados con sal y pimienta. Los puestos vacíos
evocaban en mí la imagen de Yibin en la época en que la ciudad no se
había hallado completamente dominada por la política.
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las Fuerzas Armadas fue atormentado con dos años y medio de lenta
tortura, planificada —según reveló a su mujer— «para destruir mi salud
y asesinarme sin necesidad de derramar mi sangre». El suplicio al que
fue sometido incluía la limitación a una pequeña lata de agua diaria
durante los ardientes días del verano, la ausencia de calefacción
durante el invierno —época en la que las temperaturas permanecían
muy por debajo de cero durante varios meses— y la interrupción de la
medicación para su diabetes. Por fin, su diabetes empeoró y murió tras
la administración de una potente dosis de glucosa durante una de sus
crisis diabéticas.
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pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es
cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos
de mi familia.
Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder
permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En
Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se
consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían
sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi
abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo
de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la
bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de
empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.
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Regresé a casa para recoger algunos utensilios con los que cocinar sus
comidas. Llevé también conmigo un colchón de bambú que extendí bajo
su cama. Por la noche, cuando me despertaban sus quejidos, apartaba el
delgado edredón que me cubría y le administraba masajes que la
calmaban temporalmente. Desde debajo de la cama podía percibirse en
la estancia un intenso olor a orines. Todos los pacientes tenían su orinal
junto al lecho. Mi abuela, sin embargo, era muy escrupulosa en
cuestiones de higiene, e insistía en levantarse y caminar hasta el lavabo
incluso durante la noche. El resto de los pacientes, sin embargo, no eran
tan quisquillosos, y a menudo sus orinales tardaban varios días en ser
vaciados. Las enfermeras se encontraban demasiado ocupadas para
preocuparse por detalles tan nimios.
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campo?», solía decir, y de hecho se las arregló para obtener un
certificado de enfermedad incurable que evitó su partida. Fue la
primera persona en la que advertí la presencia de una inteligencia
abierta y de una mente irónica e inquisitiva que nunca juzgaba por las
apariencias, a la vez que el primero que despejó los tabúes que
albergaba mi mente.
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el momento subsistía compartiendo las raciones de mi familia, pero se
trataba de una situación que no podría alargarse eternamente. Me di
cuenta de que tendría que arreglármelas para conseguir que mi registro
fuera trasladado a algún lugar cercano a Chengdu.
Proyecté el traslado con Nana, una buena amiga mía que acababa de
regresar de Ningnan para intentar descubrir un medio de salir de allí.
También incluimos en el plan a mi hermana, quien aún estaba en
Ningnan. Para obtener el traslado de nuestros registros necesitábamos
antes que nada tres cartas: una de una comuna diciendo que nos
aceptaría si contábamos con la recomendación de algún pariente que
pudiéramos tener entre sus miembros; otra del condado al que
pertenecía la comuna, en la que se aprobara el contenido de la primera,
y una tercera del Departamento de Juventudes Urbanas de Sichuan en la
que éste aprobara a su vez el traslado. Cuando tuviéramos las tres
teníamos que regresar a nuestros equipos de producción en Ningnan
para que éstos autorizasen el traslado antes de que el registro del
condado de Ningnan nos pusiera finalmente en libertad. Sólo entonces
nos entregarían el documento crucial para todo ciudadano de China: los
libros de registro que deberíamos entregar a las autoridades en nuestro
próximo lugar de residencia.
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aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció
asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos
con el resto del procedimiento.
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ante mis profusas muestras de agradecimiento se limitó a agitar la
mano como diciendo «No ha sido molestia alguna», tras lo cual
desapareció en la oscuridad de la tormenta. La fuerza del chaparrón me
impidió oír su nombre.
Al igual que sus colegas del resto del mundo, aquellos conductores
tenían fama de no mostrar inconveniente en llevar a chicas, aunque sí a
chicos. Dado que el suyo constituía prácticamente el único medio de
transporte, muchos jóvenes se sentían irritados por dicha actitud. A lo
largo del camino pudimos ver consignas pegadas sobre los troncos de
los árboles: «¡Oponeos con firmeza a los conductores que transportan a
las chicas pero no a los chicos!». Otros muchachos, más atrevidos, se
instalaban en mitad de la calzada en un intento por detener a los
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camiones. Uno de mis compañeros de escuela no consiguió saltar a un
lado a tiempo y resultó muerto.
Tan sólo hubo una ocasión en la que creí adivinar cierta sombra de
deseo sexual en sus mentes. En una de las paradas, otra pareja de
conductores nos invitaron a Nana y a mí a viajar en su camión a lo
largo del tramo siguiente. Cuando se lo dijimos al nuestro, su rostro se
ensombreció visiblemente y dijo con voz malhumorada: «Marchaos,
pues. Marchaos con esos chicos tan guapos si os gustan más». Nana y
yo nos miramos y balbuceamos llenas de turbación: «No hemos dicho
que nos gusten más. Vosotros habéis sido muy amables con nosotras».
Al final, optamos por quedarnos con ellos.
Para acceder a los hoteles teníamos que presentar una carta de nuestra
unidad. Wen, Nana y yo habíamos conseguido sendas cartas de nuestros
equipos de producción, y Jin-ming tenía una carta de su colegio. Los
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hoteles no eran caros, pero apenas teníamos dinero ya que los sueldos
de nuestros padres se habían visto drásticamente reducidos. Nana y yo
solíamos compartir una cama en uno de los dormitorios, y los
muchachos hacían lo propio. Los establecimientos solían ser sucios y
rudimentarios. Antes de acostarnos, Nana y yo levantábamos la colcha
e investigábamos la presencia de pulgas y chinches. Las palanganas
solían mostrar viejos círculos negros o amarillentos producidos por la
suciedad. El tracoma y las infecciones por hongos eran padecimientos
habituales, por lo que siempre utilizábamos las nuestras.
Una noche, a eso de las doce, nos despertaron unos fuertes golpes en la
puerta: todos los residentes del hotel tenían que levantarse y preparar
un «informe vespertino» para el presidente Mao. Aquella absurda
actividad resultaba comparable a las «danzas de lealtad», y consistía en
reunirse frente a una estatua o un retrato de Mao y canturrear citas del
Pequeño Libro Rojo, tras lo cual todos lo blandíamos rítmicamente
gritando «¡Larga vida al presidente Mao, larga larga vida al presidente
Mao y larga larga larga vida al presidente Mao!».
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acomodarla se dinamitó la antigua y elegante verja del palacio a la que
tan alegremente solía encaramarme pocos años antes. El mármol
blanco debía proceder de Xichang, y una flota de camiones especiales
conocidos con el nombre de «camiones de la lealtad» se encargaban de
su transporte desde las canteras de las montañas. Llegaban decorados
como las carrozas de un desfile, adornados con rojas cintas de seda y
una enorme flor de seda en su parte anterior. Dado que habían sido
consagrados exclusivamente al transporte del mármol, partían de
Chengdu vacíos. Por su parte, los camiones que abastecían Xichang
regresaban igualmente vacíos a Chengdu, ya que no debían mancillar el
material que había de formar el cuerpo del Presidente.
Tras despedirnos del conductor que nos había llevado desde Chengdu,
logramos que uno de los «camiones de la lealtad» nos transportara
durante el último trecho que nos separaba de Ningnan. A lo largo del
camino nos detuvimos a descansar en una cantera de mármol. Un grupo
de obreros sudorosos y desnudos de cintura para arriba bebían té y
fumaban sus largas pipas. Uno de ellos me contó que no empleaban
maquinaria alguna, ya que sólo trabajando con las manos desnudas
podían expresar adecuadamente su lealtad a Mao. Me sentí horrorizada
al ver que llevaba una insignia «Mao» clavada en el pecho desnudo.
Cuando subimos de nuevo al camión, Jin-ming observó que era posible
que la insignia hubiera estado adherida con un trozo de esparadrapo.
En cuanto a su devoto esfuerzo manual, manifestó: «Lo más probable es
que sencillamente carezcan de máquinas».
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empezó a obsesionarme la sed, y solía beberme el agua de todas las
cantimploras que llevábamos. Cada vez que llegábamos a una
hondonada, me arrojaba al suelo y bebía ansiosamente el agua fresca
que discurría en su fondo. Nana intentó detenerme, pero la posibilidad
de pasar sed me enloquecía demasiado como para hacerle caso. Ni que
decir tiene que aquellos episodios tenían como resultado vómitos aún
más violentos. Por fin, llegamos a una casa. Frente a ella crecían varios
castaños gigantescos cuyas ramas se extendían formando majestuosas
bóvedas. Los campesinos que la habitaban nos invitaron a entrar.
Lamiéndome los agrietados labios, me dirigí inmediatamente hacia el
fogón, sobre el que podía verse un enorme cuenco de barro que supuse
lleno de agua de arroz. En las montañas, el agua de arroz se
consideraba el más delicioso de los refrescos, y el dueño de la casa nos
invitó amablemente a beber. Normalmente es de color blanco, pero el
líquido que yo vi era negro. Con un intenso zumbido, una densa masa de
moscas despegó de la gelatinosa superficie. Al asomarme de nuevo al
interior, pude ver los restos de algunas que flotaban medio ahogadas en
la superficie. No obstante, y a pesar de los escrúpulos que siempre me
habían producido los insectos, tomé el cuenco con ambas manos, retiré
los cadáveres y engullí el líquido a grandes sorbos.
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redonda de bambú, esparció bajo ella un poco de grano. A continuación,
ató un trozo de cuerda al palo que la sujetaba y se escondió detrás de la
puerta sujetando el otro extremo de la cuerda y colocando un espejo que
le permitiera observar lo que sucedía bajo la cesta semialzada. Grupos
de gorriones aterrizaban para pelearse por el grano, acompañados de
vez en cuando por alguna tórtola que entraba contoneándose. Jin-ming
escogía el mejor momento para tirar de la cuerda y cerrar la trampa.
Así, gracias a su ingenio, pude disfrutar de una deliciosa sopa de ave.
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acercábamos a ellos, solían alzar los rifles y nos apuntaban con el dedo
en el gatillo entrecerrando los párpados. A pesar de estar muertos de
miedo, procurábamos fingir indiferencia. Se nos había advertido que
interpretarían cualquier muestra de temor como señal de culpabilidad y
actuarían en consecuencia.
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sichuanés. La moraleja de la leyenda era que para conquistar a un
pueblo uno debía conquistar sus mentes y sus corazones, estrategia que
Mao y los comunistas afirmaban suscribir. Vagamente, pensé que aquél
era el motivo por el que debíamos someternos a sus «reformas del
pensamiento»: para que no tuviéramos inconveniente en seguir sus
órdenes. A ello se debía que presentara a los campesinos como modelo,
ya que no había súbditos más sumisos y obedientes. Al reflexionar
acerca de ello hoy en día, llego a la conclusión de que la versión de
Charles Colson —consejero de Nixon— venía a resumir el auténtico
mensaje oculto: Cuando los tienes agarrados por los cojones, sus mentes
y sus corazones seguirán por sí solos.
—Sí —murmuré.
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funcionarios osaría ofenderte y arriesgarse con ello a crearse
problemas en el futuro.
Me sentí herida por el tono de desdén que reflejaban sus voces, pero
más tarde descubrí que la mayor parte de los jóvenes urbanos —ya
antiguos o recientes— habían desarrollado un profundo desprecio hacia
los campesinos tras instalarse entre ellos. Mao, ni que decir tiene, había
confiado en la reacción opuesta.
Con aquel sello vital —y casi por los pelos, ya que apenas nos quedaban
veinticuatro horas— habíamos conseguido llevar a cabo nuestra misión.
Aún teníamos que localizar al funcionario que estaba a cargo de
nuestros libros de registro, pero sabíamos que ello no sería un problema
grave. La autorización ya había sido obtenida. Inmediatamente, me sentí
más relajada… aunque nuevamente asaltada por la diarrea y los dolores
digestivos.
Como pude, regresé con los demás hasta la capital del condado. Para
cuando llegamos ya era de noche, y nos encaminamos a la casa de
huéspedes del Gobierno, un edificio destartalado que se alzaba en medio
de un recinto vallado. El pabellón del portero estaba vacío, y no se veía
a nadie en los terrenos que comprendía. La mayor parte de las
habitaciones estaban cerradas, pero algunos de los dormitorios de la
planta superior permanecían entreabiertos.
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muro de ladrillo semiderruido. A lo largo del costado opuesto del pasillo
había otra hilera de habitaciones. No se veía ni un alma. La presencia
en la estancia de algunos objetos personales y una taza de té a medio
beber me indicó que alguien había estado ocupando aquel dormitorio
recientemente. Sin embargo, me sentía demasiado fatigada para
investigar por qué él o ella había huido del edificio en compañía del
resto de sus ocupantes. Desprovista casi de la energía necesaria para
cerrar la puerta, me arrojé sobre la cama y me quedé dormida sin
desnudarme.
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ninguno de mis conocidos sabía dónde me hallaba, habían decidido
abrirlo y transmitirse su contenido unos a otros de tal modo que el
primero que me viera pudiera transmitírmelo.
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23. «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves»
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verme, solíamos sentarnos junto a él y permanecíamos charlando hasta
bien entrada la noche. A mi abuela no le gustaba Bing debido a su
sonrisa cínica y al trato despreocupado —y, según ella, irrespetuoso—
que empleaba con los adultos. En dos ocasiones descendió
tambaleándose por las escaleras para llamarme. En aquellos momentos
me odiaba a mí misma por haberle causado ansiedad, pero no podía
hacer nada por evitarlo. No podía controlar mis deseos de ver a Bing.
¡Cómo deseaba poder empezar de nuevo desde el principio! No habría
hecho nada que la disgustara. Me hubiera limitado a asegurarme que
recuperaba la salud… aunque ignoraba cómo lo hubiera conseguido.
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Por fin, llegó un día en que ya no pudo levantarse de la cama. No había
ningún médico que pudiera acudir a visitarla, por lo que Lentes, el novio
de mi hermana, la transportó hasta el hospital acarreándola sobre su
espalda. Mi hermana caminó junto a ellos sujetándola. Al cabo de un
par de viajes, los médicos les dijeron que no volvieran a llevarla.
Afirmaron que no le encontraban nada y que nada podían hacer por
ella.
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concubina de un señor de la guerra, madrastra de una familia tan
extensa como dividida y madre y suegra de dos funcionarios
comunistas, apenas había hallado felicidad en ninguno de sus papeles.
Los días que vivió con el doctor Xia se habían visto ensombrecidos por
el pasado de ambos, y juntos habían soportado la miseria, la ocupación
japonesa y la guerra civil. Podría haber hallado la dicha en el cuidado
de sus nietos, pero rara vez se vio libre de una ansiedad constante por
nosotros. Había vivido la mayor parte de su vida dominada por el temor,
y había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Había sido
una mujer fuerte, pero todo —las calamidades que se abatieron sobre
mis padres, la preocupación que sentía por sus nietos y los embates de
la hostilidad humana— se había unido hasta terminar por hundirla. Era
como si hubiera sentido en su propio cuerpo y alma todo el dolor que
había sufrido mi madre y se hubiera visto finalmente derrotada por
aquella acumulación de angustia.
Cuando Bing vino a verme me mostré sumamente fría con él, y le dije
que no regresara jamás. Me escribió cartas que yo arrojaba al fogón sin
abrir, un gesto inspirado quizá por algunas novelas rusas. Wen regresó
de Ningnan con mi libro de registro y mi equipaje, pero me negué a
verle. En cierta ocasión, me crucé con él en la calle y no le dirigí la
mirada, aunque sí alcancé a atisbar sus ojos, en los que se reflejaban el
dolor y la confusión.
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Wen regresó a Ningnan. Un día, durante el verano de 1970, se declaró
un incendio forestal cerca de su aldea, y él y un amigo suyo salieron
corriendo con un par de escobas para intentar extinguirlo. Una ráfaga
de viento arrojó una bola de fuego al rostro del amigo, dejándole
desfigurado de por vida. Los dos abandonaron Ningnan y cruzaron la
frontera de Laos, donde por entonces se estaba librando una guerra
entre la guerrilla izquierdista y los Estados Unidos. En aquella época,
numerosos hijos de altos funcionarios marchaban a luchar contra los
norteamericanos en Laos y Vietnam, para lo cual atravesaban la
frontera clandestinamente, ya que el Gobierno lo prohibía.
Desilusionados por la Revolución Cultural, aquellos jóvenes confiaban
en recuperar la adrenalina de años anteriores atacando a los
«imperialistas de Estados Unidos».
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unimos a uno de ellos y mi hermana ingresó en otro situado a cinco
horas de marcha a lo largo de un camino formado en gran parte por las
aristas de cincuenta centímetros de anchura que dividen las
plantaciones de arroz.
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La compasión se había convertido en un sentimiento impropio, y se
contemplaba como un signo de estupidez. En consecuencia, Xiao-hei se
vio a partir de entonces más hostigado que nunca. Tímidamente,
recurrió una vez más a la ayuda de sus compañeros de pandilla, pero
éstos le dijeron que no pensaban ayudar a un «renacuajo».
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reforma del pensamiento. Un día, la madre de la muchacha hizo acto de
presencia reclamando un examen médico para comprobar la castidad
de su hija. Tras protagonizar una violenta escena, se llevó a la joven de
la escuela.
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caminar por la noche: la posibilidad de ser atacada por los perros,
muchos de los cuales estaban rabiosos.
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ya que ambas cosas se consideraban tradicionalmente impropias de
éstas, y ningún miembro de la China «revolucionaria» había
mencionado la posibilidad de modificar tal actitud.
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A menudo nos pasábamos diez horas en el campo para realizar una
tarea que habría podido llevarse a cabo en cinco. Sin embargo, había
que cumplir aquellas diez horas para que se nos contara un día
completo. Trabajábamos a cámara lenta, y yo observaba
constantemente el sol en espera de su descenso mientras contaba los
minutos que faltaban hasta que sonara el silbato que señalaba la
conclusión de la jornada. No tardé en descubrir que el aburrimiento
podía ser tan agotador como el trabajo más duro.
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criatura gruesa y resbaladiza que inclinaba la cabeza en un afanoso
intento por hundirla en mi piel y dejé escapar un fuerte grito. Una joven
campesina que trabajaba no lejos de mí soltó una risita, divertida por
mis escrúpulos. Sin embargo, se aproximó a donde yo estaba y me
golpeó la pierna por encima de la sanguijuela, que se desprendió y cayó
al agua con un chapoteo.
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época de formación de las comunas». De repente, se me ocurrió que la
penuria de la que me hablaban había tenido lugar bajo el régimen
comunista. ¡Habían confundido los dos regímenes! Pregunté:
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entonces de mí y de mis hijos? Probablemente hubiéramos muerto de
hambre. La jefatura de un equipo de producción no es un cargo
excesivamente importante, pero al menos quienes lo desempeñan son los
últimos en morir».
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escuela era una completa pérdida de tiempo: «Luego se casan y pasan a
pertenecer a otra familia. Es como derramar agua sobre el polvo».
Las clases comenzaban invariablemente con una solicitud del jefe del
equipo de producción para que Nana y yo leyéramos escritos de Mao y
otros artículos del Diario del Pueblo . A continuación, pronunciaba un
discurso de una hora empleando la última terminología política e
hilando sus términos en largas frases ininteligibles. De vez en cuando
emitía órdenes específicas, todas ellas solemnemente pronunciadas en
nombre de Mao. «El presidente Mao dice que debemos consumir
diariamente dos colaciones de gachas de arroz y tan sólo una de arroz
sólido». «El presidente Mao dice que no debemos malgastar las batatas
dándoselas a los cerdos».
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deliberadamente todas aquellas tareas que se suponía que una mujer
embarazada no debía llevar a cabo, tales como transportar cargas
pesadas. Un día, alguien descubrió el cadáver de un bebé entre los
arbustos cercanos a uno de los riachuelos de su poblado. Todo el mundo
afirmó que era de ella. Nadie sabía si había nacido vivo o muerto. El jefe
de su equipo de producción ordenó cavar un hoyo en el que enterrar al
niño y el tema se dio por concluido, si bien el episodio hizo que se
acrecentaran los rumores.
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una joven de ciudad. De haber sido una de ellos, los hombres del
poblado me hubieran propinado una buena paliza.
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dulzura y amabilidad, y pronto me sentí más próxima a ellos que a
ninguna otra persona joven del poblado. Sin embargo, y a pesar de sus
cualidades, ninguna muchacha deseaba contraer matrimonio con ellos.
Su madre me contó cuánto dinero había gastado en adquirir presentes
para las escasas jóvenes que las celestinas les habían presentado. Las
muchachas aceptaban las ropas y el dinero y luego desaparecían. Ante
aquello, cualquier otro campesino podría haber reclamado la
devolución de los regalos, pero la familia de un terrateniente no podía
hacer nada al respecto. Con frecuencia, emitía largos y sonoros suspiros
quejándose del hecho de que sus hijos apenas podían albergar
esperanza alguna de un matrimonio decente. No obstante, añadió,
encaraban su desgracia con alegría, y tras cada desengaño procuraban
animarla, ofreciéndose a trabajar en días de mercado para recuperar el
dinero que habían costado los regalos.
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También me resultó de gran utilidad la colección de clásicos marxistas
de mi padre. Leía al azar, persiguiendo los términos más confusos con el
dedo y preguntándome qué demonios tendrían que ver aquellas
decimonónicas controversias germanas con la china de Mao. Sin
embargo, me sentía atraída por algo que rara vez se hallaba en China:
la lógica que alimentaba los argumentos. La lectura de Marx me ayudó
a pensar de un modo racional y analítico.
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Yo no era un personaje excesivamente popular en el poblado, si bien los
campesinos solían dejarme en paz. Desaprobaban el que no trabajara
tan duramente como ellos pensaban que debía. Para ellos, el trabajo
representaba toda su vida, así como el criterio por el que juzgaban a
todo el mundo. Su concepto del trabajo duro era inflexible a la vez que
justo, y les resultaba evidente que yo detestaba el trabajo físico y que
aprovechaba cualquier ocasión para quedarme en casa y leer mis libros.
Los trastornos estomacales y los sarpullidos que había padecido en
Ningnan habían vuelto a asaltarme tan pronto llegué a Deyang. Apenas
había día en que no sufriera alguna forma de diarrea, y mis piernas
aparecían salpicadas de llagas infectadas. Me sentía constantemente
mareada y fatigada, pero de nada me hubiera servido quejarme ante los
campesinos, pues el rigor de su propia existencia les había llevado a
considerar trivial cualquier enfermedad que no fuera mortal.
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Nana, mi hermana y yo solíamos acudir juntas al mercado rural los días
de mercado, esto es, una vez a la semana. A mí me encantaban las
ruidosas callejas en las que se alineaban cestos y varas de acarreo. Los
campesinos caminaban durante horas para vender un pollo, una docena
de huevos o un haz de bambúes. La mayor parte de las actividades
comerciales, tales como el cultivo de cosechas para su venta, la
confección de cestos o la crianza de cerdos con fines monetarios
estaban prohibidas para los particulares por considerarse capitalistas.
Como resultado de ello, los campesinos apenas tenían bienes que
pudieran cambiar por dinero. Sin dinero, les resultaba imposible viajar
a las ciudades, y el día de mercado constituía prácticamente su única
fuente de entretenimiento. En él, solían reunirse con sus parientes y
amigos, y los hombres se agachaban formando grupos sobre las
embarradas aceras para fumar sus pipas.
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servicios eran gratuitos, aunque muy limitados. Había dos médicos. Uno
de ellos, un joven dotado de un rostro agradable e inteligente, había
obtenido la licenciatura en la escuela médica de Deyang en los años
cincuenta, tras lo cual había regresado a su pueblo natal. El otro era un
individuo de mediana edad con la barba recortada en forma de perilla.
Había comenzado su carrera como aprendiz de un viejo médico rural
especialista en medicina china, y en 1964 había sido enviado por la
comuna a realizar un curso relámpago de medicina occidental.
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«Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves». Así, hube de iniciar
mi labor profesional sin contar con la más mínima formación.
El único libro médico que había visto en mi vida era el Manual del
doctor descalzo , y lo estudié nuevamente con avidez. No contenía teoría
alguna, sino tan sólo un resumen de síntomas, seguidos por sugerencias
en cuanto a su tratamiento. Sentada frente a mi mesa, tras la que se
alineaban las de los otros dos médicos, y ataviados los tres con nuestro
polvoriento atuendo cotidiano, no me producía la menor sorpresa que
los campesinos enfermos que acudían prefirieran prudentemente no
tener nada que ver conmigo, una inexperta muchacha de dieciocho años
equipada con una especie de libro que no podían leer y que ni siquiera
era excesivamente grueso. Por el contrario, desfilaban frente a mí sin
detenerse y se dirigían a las otras mesas. Aquello me hacía sentir más
aliviada que ofendida. En mi concepto de un médico no encajaba tener
que consultar un libro cada vez que un paciente describe unos síntomas
para a continuación copiar la receta aconsejada. Algunas veces,
reflexionaba con ironía acerca de hasta qué punto nuestros nuevos
líderes (Mao seguía siendo una figura incuestionable) me hubieran
aceptado como su doctora personal, descalza o no. Claro que no, me
respondía: para empezar, se suponía que los doctores descalzos existían
para «servir al pueblo, y no a los funcionarios». Me conformé de buena
gana con ser una simple enfermera, recetar medicamentos y poner
inyecciones, práctica esta última que había aprendido cuando tuve que
ponérselas a mi madre con motivo de sus hemorragias.
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lo que no resultaba sorprendente. En el campo, no era tanto la retórica
política lo que contaba, sino la destreza profesional de cada uno.
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transportadas por seres voladores diminutos e invisibles. Los aromas
del jardín despertaban en mí un vértigo placentero. Mi música a duras
penas podía rivalizar con el coro entusiasta y atronador de las ranas y
el melancólico canturreo de los grillos, pero a mí me servía de consuelo.
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24. «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una
vida de retraso»
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abajo. El barro de los muros se mezclaba con agua para fabricar
ladrillos. No había máquinas ni electricidad, y ni siquiera contaban con
animales de labor. En la llanura, situada a unos mil quinientos metros
sobre el nivel del mar, no es tanto el año como el día lo que se divide en
cuatro estaciones. A las siete de la mañana, cuando comenzaba la
jornada de trabajo de mi madre, la temperatura rondaba los cero
grados. A mediodía, podía alcanzar los treinta. A eso de las cuatro de la
tarde, soplaban desde las montañas poderosas ráfagas de un viento
cálido que literalmente alzaba a la gente por el aire, y a las siete de la
tarde, cuando concluían el trabajo, la temperatura volvía a descender
de golpe. Obligados a soportar tales extremos, mi madre y el resto de
los internos trabajaban doce horas diarias interrumpidas apenas por un
breve descanso para el almuerzo. Durante los primeros meses, el único
alimento de que dispusieron fue arroz y col hervida.
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llevarle la comida, y cuando nadie miraba solía añadir un par de huevos
a su dieta. Cuando hubo carne disponible, mi madre pudo comerla todos
los días (a diferencia del resto, quienes sólo la probaban una vez por
semana). También recibía frutas frescas —peras y melocotones— que
sus amigos adquirían en el mercado. En cuanto a ella se refería, aquella
hepatitis fue como un regalo del cielo.
Por la noche, se turnaba con los demás para defender a los cerdos del
ataque de los lobos. Las chozas de barro y hierba daban en su parte
trasera a una cadena de montañas muy adecuadamente bautizada con
el nombre de Guarida de los Lobos. Los habitantes locales advertían a
los recién llegados de que los lobos eran sumamente listos. Cuando uno
de ellos lograba introducirse en una pocilga, rascaba y lamía
suavemente a su presa, especialmente detrás de las orejas, con objeto
de sumir al animal en una especie de trance placentero y asegurarse de
que no realizara el menor ruido. A continuación, mordía
cuidadosamente la oreja del animal y lo conducía al exterior de la
cochiquera sin dejar de acariciar su cuerpo con el mullido rabo. Cuando
el lobo asestaba su ataque final, el cerdo aún estaba soñando con las
caricias de su nuevo amante.
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exterior de las pocilgas. Mi madre pasó numerosas noches despierta
contemplando los meteoritos que atravesaban la bóveda estrellada del
firmamento sobre la Guarida de los Lobos mientras oía a lo lejos sus
aullidos.
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En febrero de 1970, después de pasar más de tres meses en la Llanura y
tan sólo diez días antes del Año Nuevo chino, la compañía de mi madre
fue alineada frente al campo para dar la bienvenida a un jefe del
Ejército que acudía en visita de inspección. Tras esperar durante largo
rato, la multitud divisó una pequeña figura que se aproximaba a lo largo
del camino de tierra que ascendía desde la carretera distante.
Permanecieron todos con la mirada fija en aquella figura, y decidieron
que no podía ser el pez gordo que esperaban, ya que éste hubiera
llegado en automóvil y acompañado por su séquito. Sin embargo,
tampoco podía tratarse de un campesino local: el modo en que llevaba
la larga bufanda de lana negra arrollada alrededor de la cabeza
inclinada resultaba demasiado elegante. Era una joven que acarreaba
una cesta a la espalda. Al verla acercarse lentamente cada vez más, mi
madre notó que comenzaba a palpitarle el corazón. Tenía la sensación
de que aquella joven se parecía a mí, pero pensó que debía de tratarse
de imaginaciones suyas. «¡Qué maravilla si fuera realmente Er-hong!»,
se dijo a sí misma y, de repente, todos los presentes comenzaron a
propinarle excitadas palmadas: «¡Es tu hija! ¡Ha venido a verte tu hija!
¡Es Er-hong!».
Sus cabellos aparecían cubiertos por una bufanda de color azul oscuro
anudada bajo la barbilla. Sus mejillas ya no eran finas y delicadas, sino
que se habían vuelto ásperas y rojas por efecto del sol ardiente y los
fuertes vientos, y su piel mostraba un aspecto notablemente similar a la
de los campesinos de Xichang. Parecía cuando menos diez años mayor
de sus treinta y ocho. Cuando acarició mi rostro, el contacto de sus
dedos fue como el de la agrietada corteza de un viejo árbol.
Permanecí allí durante diez días, tras los cuales planeaba partir hacia el
campamento de mi padre el mismo día de Año Nuevo. Mi amable
camionero había prometido recogerme en el mismo lugar en que me
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dejó. A mi madre se le humedecieron los ojos debido a que, si bien el
campamento de mi padre no estaba lejos, ambos tenían prohibido
visitarse. Una vez más, me cargué a la espalda la cesta de comida
intacta. Mi madre había insistido en que le llevara todo a él. Reservar
los más preciados alimentos para otros ha sido siempre en China una
forma tradicional de expresar el amor y el interés. Mi madre se
mostraba desolada ante mi partida, y repetía una y otra vez cuánto
sentía que tuviera que perderme el desayuno tradicional del Año Nuevo
chino que habría de servirse en su campo, compuesto por tang-yuan ,
budines redondos que simbolizaban la unidad familiar. Pero yo no podía
arriesgarme por miedo a perder el camión.
Aún no había regresado cuando el camión llegó por fin. Dirigí la mirada
al campamento y la vi corriendo hacia mí. Su bufanda azul se agitaba
entre el océano blanco y dorado de la hierba. En su mano derecha
llevaba un enorme cuenco de esmalte coloreado, y la precaución con
que parecía correr me reveló que intentaba evitar que se derramaran la
sopa y los budines. Aún estaba bastante lejos, y advertí que tardaría
unos veinte minutos en alcanzarme. No me sentía capaz de pedirle al
conductor que esperara durante tan largo intervalo, dado que ya me
estaba haciendo un gran favor con llevarme, por lo que trepé al interior
de la parte trasera. Aún podía ver a mi madre en la distancia, corriendo
hacia mí, pero ya no parecía llevar el cuenco consigo.
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Tras varias horas de traqueteo en la parte trasera del camión, llegué al
campamento de mi padre. Se encontraba en las profundidades de la
montaña, y anteriormente había sido un campo de trabajos forzados, un
gulag. Los prisioneros habían tallado el agreste paraje a golpe de hacha
hasta obtener una granja, tras lo cual habían sido nuevamente
trasladados para desbrozar otras zonas, dejando aquel área,
relativamente cultivada, para los funcionarios deportados,
relativamente mejor situados en la cadena china de castigo. Se trataba
de un lugar enorme, habitado por miles de antiguos empleados del
Gobierno provincial.
Por entonces, compartía una habitación con otras siete personas, todas
ellas pertenecientes a su departamento. La estancia tan sólo contaba
con una única y diminuta ventana, por lo que la puerta solía permanecer
abierta durante todo el día para que entrara algo de luz. Sus ocupantes
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rara vez hablaban entre ellos, y nadie me saludó al entrar. De inmediato
advertí que la atmósfera allí era mucho más severa que en el
campamento de mi madre. El motivo era que aquel campo se
encontraba sometido al control directo del Comité Revolucionario de
Sichuan y, por ello, de los Ting. Sobre los muros del patio aún podían
verse varias capas superpuestas de carteles con consignas tales como
«Abajo Fulano de Tal» o «Eliminemos a Mengano de Cual». Sobre ellos
aparecían apoyadas viejas azadas y palas. Como no tardé en descubrir,
mi padre continuaba viéndose sometido a frecuentes asambleas de
denuncia que habitualmente se celebraban por las tardes, después de un
agotador día de trabajo. Dado que uno de los modos de escapar del
campo era ser invitado a trabajar de nuevo para el Comité
Revolucionario, y dado asimismo que para ello era necesario complacer
a los Ting, algunos de los Rebeldes competían entre sí para demostrar
su grado de militancia, y mi padre era una de sus víctimas naturales.
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de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar
envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso
total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba
muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas
especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en
un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al
hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la
presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su
esposa se había suicidado poco antes.
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departamento de mi padre justamente antes de la Revolución Cultural.
Era, además, el «jefe» del «pelotón» al que pertenecía mi padre. Aunque
estaba obligado a asignar a éste los peores trabajos, procuraba —
siempre que podía— aliviar sus tareas sin llamar la atención. En una de
las fugaces conversaciones que pude mantener con él le dije que no
podía cocinar la comida que había traído debido a que no tenía
queroseno con el que alimentar mi pequeña estufa.
Un par de días después, Young pasó a mi lado con una expresión neutra
dibujada en el rostro, y pude notar que me introducía algo metálico en
la mano: era un mechero de alambre de unos veinte centímetros de
altura por diez de diámetro construido por él mismo. Servía para
quemar bolas de papel fabricadas con periódicos viejos. Éstos ya podían
quemarse, puesto que el retrato de Mao había comenzado a
desaparecer de sus páginas (el propio Mao había ordenado que así
fuera, ya que consideraba que el propósito que se buscaba con la
reproducción de su imagen —esto es, «establecer con grandiosidad y
firmeza» su «autoridad absoluta y suprema»— había sido logrado, y que
continuar con la práctica podía llegar a ser contraproducente). Las
llamas azules y anaranjadas de aquel mechero me permitieron cocinar
una comida de calidad muy superior a la del rancho que se servía en el
campo. Cada vez que aquellos vapores deliciosos escapaban del cazo
podía ver las mandíbulas de los compañeros de habitación de mi padre
masticando de modo involuntario. Lamentaba no poder dar una parte a
Young, pero ambos hubiéramos tenido dificultades si sus compañeros
más militantes hubieran llegado a enterarse.
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frutos del tamaño de higos que luego estallaban despidiendo una lana
sedosa que el cálido viento esparcía por las montañas como una capa de
nieve plumosa. Más allá de los miraguanos discurría el río de la
Tranquilidad, tras el cual se extendía una interminable cordillera.
Mi familia se tornó cada vez más unida con el paso del tiempo. Mi
hermano Xiao-hei, a quien mi padre había llegado a pegar cuando era
niño, aprendió a amarle. Cuando visitó el campo por primera vez, él y
mi padre se vieron obligados a dormir juntos en la misma cama como
consecuencia de la envidia que experimentaban los jefes del complejo
ante las frecuentes visitas familiares que éste recibía. Xiao-hei, inquieto
por la posibilidad de que mi padre no disfrutara del reposo que tanto
necesitaba por sus condiciones mentales, nunca se permitió caer en un
sueño profundo por miedo a molestarle con sus movimientos.
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La dieta del campo consistía fundamentalmente en col hervida, y la falta
de proteínas hacía que sus habitantes se sintieran permanentemente
hambrientos. Todo el mundo contemplaba con expectación la llegada de
los días de carne, y celebraba la misma en una atmósfera casi de
regocijo. Incluso los Rebeldes más militantes parecían de mejor humor.
En tales ocasiones, mi padre separaba la carne de su plato y obligaba a
sus hijos a comérsela, lo que habitualmente desencadenaba pequeñas
peleas de cuencos y palillos.
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antes de la partida de mi padre hacia el campamento. Desde entonces
habían transcurrido más de dos años.
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La muerte de Lin Biao fue arropada con un manto de misterio. Se
relacionaba con la caída de Chen Boda un año antes. Mao había
comenzado a alimentar sospechas en torno a ambos cuando vio que
exageraban su deificación, creyendo que con ello intentaban desplazarle
a alguna forma de gloria abstracta y despojarle de sus poderes
terrenales. Posteriormente, había terminado por convencerse de que
había gato encerrado en el caso de Lin Biao, a quien había elegido como
su sucesor y de quien se decía que «nunca permitía que el Pequeño
Libro Rojo abandonara sus manos ni la frase “Larga vida a Mao”
desapareciera de sus labios», como expresaran ciertos versos tardíos.
Mao decidió que Lin, en tanto que próximo candidato al trono, no
planeaba nada bueno. En consecuencia, bien Mao o Lin —o acaso
ambos— habían tomado las medidas necesarias para salvar sus
respectivas vidas a la vez que su poder.
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A los cincuenta años de edad parecía un anciano de setenta. Los
médicos del campo siempre le recibían con rostro severo y le
despachaban apresuradamente recetándole más tranquilizantes;
siempre se negaron a someterle a una revisión, e incluso a escuchar lo
que tenía que decirles. Cada visita a la clínica se veía seguida por una
violenta amonestación de alguno de los Rebeldes: «¡No creas que te vas
a salir con la tuya haciéndote el enfermo!».
Tras una larga pausa, añadió: «Si llego a morir de este modo, no creáis
más en el Partido Comunista».
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25. «La fragancia del dulce viento»
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recurrir de nuevo a los antiguos funcionarios que había hecho caer en
desgracia.
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directores e ingenieros acababan de ser devueltos a sus puestos tras
cinco años de asambleas de denuncia, consignas murales y
enfrentamientos físicos entre las facciones existentes en la fábrica, y
ésta había recomenzado su producción de herramientas para
maquinaria. Los obreros me obsequiaron con una bienvenida especial
debida, en gran parte, a mis padres: la destrucción ocasionada por la
Revolución Cultural había despertado en ellos una profunda añoranza
por la antigua administración, bajo la cual habían reinado el orden y la
estabilidad.
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gustaba la idea de aprender a crear hermosos objetos de madera, pero
decidí que no poseía unas manos lo suficientemente hábiles. Como
electricista, me distinguiría por ser la única mujer de la fábrica ocupada
en esa labor. Ya había habido anteriormente otra mujer en el equipo de
electricistas, pero lo había abandonado para ocuparse de otro trabajo.
Siempre había sido objeto de gran admiración. Cuando trepaba a la
cumbre de los postes eléctricos, los obreros se detenían a mirarla con la
boca abierta. Me hice inmediatamente amiga de aquella mujer, quien me
dijo algo que terminó de convencerme: los electricistas no tenían que
pasarse ocho horas diarias frente a la misma máquina, sino que podían
permanecer en sus dependencias esperando a que les llamaran para
algún trabajo. Ello significaba que tendría tiempo para leer.
Aquel primer mes sufrí cinco descargas eléctricas. Al igual que sucedía
con los médicos descalzos, no había aprendizaje oficial alguno: ello
reflejaba el desdén que Mao sentía por cualquier forma de educación.
Los seis hombres del equipo me enseñaban pacientemente, pero yo
estaba comenzando desde un nivel abismalmente bajo. Ni siquiera sabía
lo que era un fusible. La electricista me dio su ejemplar del Manual de
los electricistas , y yo me sumergí en su lectura, a pesar de lo cual
continué confundiendo corriente eléctrica con voltaje. Por fin, me
avergoncé de hacer perder el tiempo a mis compañeros y me dediqué a
copiar lo que hacían sin comprender demasiado la teoría de mi labor.
Poco a poco, fui arreglándomelas bastante bien, y gradualmente fui
capaz de realizar algunas reparaciones por mí misma.
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llegada de los comunistas, la fábrica se había visto por fin obligada a
adquirir detectores de corriente para sus electricistas.
Pero entonces comencé a oír rumores de que Day no era digno de mí. La
desaprobación general se hallaba motivada en parte por el hecho de que
yo estaba considerada alguien especial. Una de las razones para ello
consistía en que yo era la única hija de altos funcionarios que había en
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la fábrica y, desde luego, la única con la que la mayoría de los obreros
había tenido jamás contacto. Habían circulado numerosas historias
acerca de lo arrogantes y mimados que eran los hijos de los
funcionarios, y mi llegada, por lo visto, había constituido una agradable
sorpresa para muchos obreros, los cuales decidieron que ninguno de los
trabajadores de la fábrica podía ser digno de mí.
Durante los cuatro meses que había durado nuestra relación, ninguno
de nosotros había pronunciado la palabra «amor». Yo incluso la había
suprimido de mi mente. Uno nunca podía dejarse llevar, debido a que
todos teníamos imbuido un factor vital: la consideración de la familia.
Las consecuencias de verse ligada a la familia de un «enemigo de clase»
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como Day eran demasiado graves y, acaso por culpa de aquella
autocensura inconsciente, nunca llegué a enamorarme del todo de él.
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dependencias de Mao, cosa que aparentemente había hecho, si bien
obedeciendo órdenes. Se suponía que las palabras de Mao eran tan
preciosas que todas ellas debían ser conservadas, pero Mao hablaba en
un dialecto difícil de entender para sus secretarios quienes, además,
solían verse expulsados a menudo de la habitación. A comienzos de
1967, Tung fue arrestado y enviado a Qincheng, una prisión especial
destinada a altas jerarquías. Pasó cinco años encadenado en una celda
de aislamiento de la que salió con las piernas delgadas como cerillas y
una enorme hinchazón de cintura para arriba. Su mujer se había visto
obligada a denunciarle, y había cambiado el apellido de los niños por el
suyo propio para demostrar que su familia le había repudiado para
siempre.
La mayor parte de sus pertenencias domésticas —ropa incluida—
habían sido confiscadas durante los asaltos domiciliarios. Por fin, y
como resultado de la caída de Lin Biao, el jefe de Tung, enemigo de
aquél, había sido devuelto al poder y Tung había sido liberado. Su
esposa, recluida en uno de los campos próximos a la frontera
septentrional, había recibido la orden de regresar para reunirse con él.
Mi padre tomó un tren hasta Chengdu y desde allí voló a Pekín. Dado
que el aeropuerto sólo contaba con medios de transporte público para
los pasajeros, mi madre y yo nos vimos obligadas a esperarle en la
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terminal de la ciudad. Estaba delgado, y su piel aparecía casi
ennegrecida por el sol. Era la primera vez en tres años y medio que
salía de las montañas de Miyi. Durante los primeros días, parecía
perdido en la gran ciudad, y solía referirse al acto de cruzar la calle
como «atravesar el río» y a tomar un autobús como «abordar una
embarcación». Caminaba con aire vacilante por las calles atestadas, y
parecía un tanto desconcertado por el tráfico. Así pues, asumí el papel
de guía. Nos alojamos con un antiguo amigo suyo de Yibin que también
había sufrido espantosamente con la Revolución Cultural.
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norteamericano, completamente distinta de la del mío, tan remoto,
sobrecogedor y furtivo. Me sentí cautivada por el estilo de escritura de
las obras que describían hechos reales. ¡Qué redacción tan fría e
imparcial! Incluso las Seis crisis de Nixon se me antojaban un modelo de
ecuanimidad comparadas con el estilo demoledor de los medios de
comunicación chinos, repletos de intimidaciones, denuncias y
aserciones. En Vientos de guerra no me sentí tan impresionada por sus
majestuosas descripciones de la época como por sus viñetas, en las que
se reflejaba el desinhibido interés que las mujeres occidentales
prestaban a su atuendo, su fácil acceso al mismo y la gama de colores y
estilos disponibles. A mis veinte años, mi guardarropa era sumamente
limitado, y en gran medida del mismo estilo que el de los demás.
Prácticamente no había una prenda que no fuera azul, gris o blanca. Yo
cerraba los ojos y soñaba con acariciar todos aquellos vestidos
magníficos que nunca había podido ver ni lucir.
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Cuando regresé a la fábrica, en septiembre de 1972, el encuentro con
Day no me resultó demasiado doloroso. También él se había apaciguado,
aunque en ocasiones mostraba algún destello de melancolía. Una vez
más, nos convertimos en buenos amigos, pero ya no volvimos a hablar
de poesía. Yo me aislé en mis preparativos para la universidad, si bien
no tenía por entonces la menor idea de a cuál asistiría. No era a mí a
quien correspondía la elección, pues Mao había dicho que «la educación
debía ser sometida a una revolución exhaustiva». Ello significaba, entre
otras cosas, que los estudiantes de universidad deberían ser asignados a
los distintos cursos sin tener en cuenta qué disciplinas les interesaban,
ya que hacerlo equivaldría a caer en el individualismo, considerado un
vicio capitalista. Comencé a estudiar las principales asignaturas: chino,
matemáticas, física, química, biología e inglés.
Durante casi diez meses, pasé todas las tardes y fines de semana —así
como gran parte del tiempo libre del que gozaba en la fábrica—
devorando los libros de texto que habían conseguido sobrevivir a las
hogueras de los guardias rojos. Llegaban hasta mí procedentes de
numerosos amigos. Contaba asimismo con una serie de profesores
dispuestos a sacrificar sus tardes y sus días libres con gran entusiasmo.
Las personas deseosas de aprender aparecían unidas por una
compenetración común que reflejaba la reacción de un país alimentado
por una sofisticada civilización, recientemente sepultada en una virtual
extinción.
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caso de una caída de Zhou Enlai. Por mucho que le emborrachara su
propio poder, el líder siempre cuidaba de no quemar sus naves.
En mi propio taller había otra candidata, una amiga mía que entonces
contaba diecinueve años. Ambas éramos igualmente populares, pero
nuestros compañeros de trabajo sólo podían votar a una de nosotras. Su
nombre fue leído en primer lugar, y los presentes se agitaron con
desasosiego. Resultaba evidente que no lograban tomar una decisión. Yo
me sentía desolada: cuantos más votos recibiera ella, menos obtendría
yo. De pronto, la muchacha se incorporó y dijo con una sonrisa:
«Quisiera retirar mi candidatura y votar por Chang Jung. Al fin y al
cabo, soy dos años más joven que ella. Lo intentaré el año que viene».
Los obreros estallaron en una carcajada de alivio y prometieron votar
por ella al año siguiente. Cumplieron su promesa: la joven ingresó en la
universidad en 1974.
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sueño ligero. Los temas eran sumamente elementales, y en ellos apenas
intervenían las lecciones de geometría, trigonometría, física y química
que tan arduamente había asimilado. En todos ellos obtuve mención
honorífica, así como la nota más alta de los candidatos de Chengdu en
el examen oral de inglés.
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realmente desconsolado ya que, por fin, mi padre dijo: «De acuerdo. Lo
haré».
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26. «Olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de
dulces»
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por el contrario, no ayudaba: estaba demasiado imbuido por sus propias
convicciones para empezar a hacer «apaños».
Se trataba de una enorme factoría que había sido desplazada allí desde
Shanghai en 1966 como parte del proyecto de Mao para trasladar la
industria a las montañas de Sichuan en previsión de un ataque soviético
o norteamericano. Jin-ming logró impresionar a sus compañeros por su
honestidad y su capacidad de trabajo, y en 1973 fue uno de los cuatro
jóvenes elegidos por los trabajadores de la fábrica entre cuatrocientos
solicitantes para ingresar en la universidad. Aprobó sus exámenes
brillantemente y sin esfuerzo pero, dado que mi padre aún no había sido
rehabilitado, mi madre hubo de asegurarse de que la universidad no
fuera a verse disuadida al realizar la «investigación política» entonces
obligatoria, sino que adquiriera la impresión de que su rehabilitación
era inmediata. Asimismo, hubo de mantenerse alerta para evitar que Jin-
ming pudiera verse desplazado por los posibles contactos de algún
solicitante frustrado. En octubre de 1973, año en que ingresé en la
Universidad de Sichuan, Jin-ming fue admitido en la Escuela de
Ingenieros de China Central emplazada en Wuhan para estudiar
técnicas de vaciado. Hubiera preferido estudiar física pero, de cualquier
modo, se sentía en el séptimo cielo. Mientras Jin-ming y yo nos
preparábamos para ingresar en la universidad, mi segundo hermano,
Xiao-hei, vivía en un estado de completo desaliento. La condición básica
para realizar estudios académicos era haber sido anteriormente obrero,
campesino o soldado, y él no había sido ninguna de las tres cosas. El
Gobierno continuaba expulsando en masa a los jóvenes de las ciudades
hacia zonas rurales, lo que para mi hermano constituía el único futuro
posible aparte de entrar en las fuerzas armadas. Para esto último, sin
embargo, había decenas de solicitudes, y la única posibilidad de
conseguirlo era utilizando algún contacto.
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En las sesiones de «estudio» todos afirmaban que se habían unido a las
fuerzas armadas «para responder a la llamada del Partido, para
proteger a la población y para defender a la madre patria». Sin
embargo, existían razones más pertinentes: los jóvenes de las ciudades
querían evitar ser enviados al campo, y aquellos que ya estaban allí
esperaban encontrar en el Ejército un trampolín del que saltar a la
ciudad. Para los campesinos de las zonas pobres, el ingreso en las
fuerzas armadas significaba al menos la garantía de obtener una mejor
alimentación.
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norma era que cada uno volvía a su lugar de procedencia, por lo que mi
hermano obtendría automáticamente un empleo en Chengdu tanto si era
miembro del Partido como si no. El trabajo, sin embargo, siempre sería
mejor en el primer caso, y además tendría más acceso a información, lo
que para él era sumamente importante dado que en aquella época China
era un desierto intelectual en el que apenas había nada que leer aparte
de la grosera propaganda difundida habitualmente.
Muy pronto advirtió que lo más importante era saber complacer a sus
jefes inmediatos y, en segundo grado, a sus camaradas. Además de
resultar popular y trabajar de firme tenía que «servir al pueblo» del
modo más literal posible.
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Había otras tareas importantes, pero la que más «contaba» era la
preparación de la comida. El rancho oficial era ínfimo, incluso para los
oficiales, y sólo se comía carne una vez por semana. De este modo, cada
compañía debía encargarse de cultivar su propio grano y sus propias
verduras, así como de criar sus propios cerdos. En la época de la
cosecha, los comisarios de las compañías solían pronunciar enardecidas
arengas: «¡Camaradas! ¡Por fin el Partido os pone a prueba! ¡Debemos
acabar este campo a lo largo del día! Cierto que se trata de una tarea
que precisa de diez veces el número de brazos de que disponemos, ¡pero
un revolucionario es capaz de realizar el trabajo de diez hombres! Los
miembros del Partido Comunista deben dar ejemplo. Y para aquellos que
deseen unirse al mismo, ¡éste es el momento de demostrar su valía!
¡Aquéllos que consigan pasar la prueba podrán ingresar en el Partido al
concluir el día, en el campo de batalla!».
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Una vez se había ingresado en el Partido, la aspiración de la mayoría
consistía en obtener el ascenso a oficial, ya que ello duplicaba todas las
ventajas que conllevaba lo anterior. La clave para ello dependía de ser
—o no— elegido por los superiores, por lo que resultaba vital no
disgustarles. Un día, Xiao-hei fue llamado a presencia de uno de los
comisarios políticos de la escuela militar. Acudió en ascuas, ya que
ignoraba si lo que le esperaba era un golpe de buena fortuna o una
catástrofe total. El comisario, un hombre rechoncho de
aproximadamente cincuenta años de edad con ojos saltones y una voz
estridente e imperiosa, se mostró sorprendentemente afable con Xiao-
hei y, encendiendo un cigarrillo, se interesó acerca de sus antecedentes
familiares, su edad y su estado de salud. Le preguntó asimismo si tenía
novia, a lo que mi hermano repuso que no. Aquellas preguntas tan
íntimas se le antojaban una buena señal. El comisario prosiguió,
alabándole: «Has estudiado concienzudamente el pensamiento marxista-
leninista de Mao Zedong. Has trabajado duramente, y has producido
buena impresión en las masas. Claro está que debes continuar
mostrándote modesto, ya que la modestia contribuye a tus progresos»,
etcétera. Para cuando el comisario apagó el cigarrillo, Xiao-hei se
hallaba convencido de tener el ascenso en el bolsillo.
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El superior encendió su tercer cigarrillo e hizo una pausa. Xiao-hei
sopesó sus palabras. Decidió correr un riesgo calculado e inquirió si se
trataba de una decisión irrevocable del Partido, ya que sabía que éste
prefería que sus miembros se ofrecieran siempre «voluntariamente». Tal
y como esperaba, el comisario respondió negativamente: la decisión
dependía de Xiao-hei. Éste, finalmente, decidió jugarse el todo por el
todo. «Confesó» que, si bien no tenía novia, su madre le había
concertado una relación femenina. Sabía que su «prometida» tendría
que tener ciertas cualidades para superar a la heroína, y ello implicaba
que poseyera dos atributos básicos: unos antecedentes de clase
adecuados y un empleo digno de encomio. Así pues, la describió como
hija del jefe de una importante región militar y empleada en un hospital
de Ejército. Hacía poco —añadió— que habían empezado a «hablar de
amor».
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Durante los dos años transcurridos desde la caída de Lin Biao, mi
estado de ánimo había pasado del optimismo a una sensación de cólera
y desesperación. La única fuente de consuelo era que la gente aún
mostraba capacidad de lucha, y que aquella locura no campaba por sus
respetos como lo hiciera en los primeros años de la Revolución Cultural.
Durante este período, Mao rehusó apoyar por completo a ninguno de
ambos bandos. Detestaba los esfuerzos de Zhou y Deng por poner fin a
la Revolución Cultural, pero sabía que su esposa y los acólitos de ésta
eran incapaces de mantener la nación en funcionamiento.
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los campesinos, con sus jefes del equipo de producción o secretarios de
comunas; los obreros, con sus superiores (al menos aquellos que no
eran de por sí pequeños funcionarios). La «puerta trasera» constituía la
única vía de acceso. Mis compañeros demostraron escaso vigor en
aquella campaña.
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Con grandes dificultades, me las arreglé para hacerme con algunos
libros de texto de lengua inglesa publicados antes de la Revolución
Cultural, los cuales obtuve a título de préstamo de algunos profesores
de mi departamento y de Jin-ming, quien solía enviarme libros por
correo desde su universidad. En ellos se incluían extractos de escritores
como Jane Austen, Charles Dickens y Oscar Wilde, así como narraciones
extraídas de la historia de Europa y Estados Unidos. Su lectura
constituía para mí un auténtico gozo, pero tan sólo obtenerlos e intentar
luego conservarlos consumía gran parte de mi energía.
Cada vez que alguien se acercaba a mí, los tapaba rápidamente con un
periódico. Ello se debía sólo en parte a su contenido «burgués», ya que
resultaba igualmente importante que no te vieran estudiando con
demasiado ahínco y no despertar los celos de tus compañeros leyendo
algo completamente fuera de sus posibilidades. Aunque todos estábamos
estudiando inglés y recibiendo por ello un sueldo del Gobierno —en
parte, esto último, por nuestro valor propagandístico— no debíamos ser
vistos dedicando demasiado entusiasmo a nuestra asignatura, pues
podíamos recibir la calificación de «blancos y expertos». Según la
absurda lógica de aquella época, la competencia profesional («experto»)
equivalía automáticamente a la poca habilidad política («blanco»).
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o lavar la ropa de mis camaradas, todas ellas consideradas buenas
obras de índole obligatoria. Una vez, incluso, descargó sobre mí la
despreciable acusación de no pasar el tiempo suficiente ayudando a mis
compañeros de clase para evitar que pudieran ponerse a mi altura.
Una crítica que Ming solía realizar con voz temblorosa (evidentemente,
se trataba de una cuestión que le afectaba en lo más profundo) era que
«las masas han informado de que te muestras altiva. Te aíslas de ellas».
En China, resultaba corriente que la gente afirmara que te mostrabas
despreciativo si no lograbas ocultar el deseo de gozar de algunos ratos
de soledad.
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decía que «debíamos aprender cosas en las fábricas, en el campo y en
las unidades militares». Como de costumbre, en ningún momento se
especificaba qué debíamos aprender exactamente. Comenzamos por
«aprender en el campo». Una semana de octubre de 1973, durante mi
primer curso, la universidad entera fue enviada a un lugar situado en
las afueras de Chengdu y conocido con el nombre de Manantial del
Monte del Dragón, el cual se había visto recientemente castigado por la
visita de uno de los viceprimeros ministros del país, Chen Yonggui, quien
anteriormente había sido el líder de una brigada agrícola llamada
Dazhai. Emplazada en la montañosa provincia septentrional de Shanxi,
Dazhai se había convertido en el modelo agrícola de Mao, debido —ni
que decir tiene— a que había prestado tradicionalmente más atención al
entusiasmo revolucionario que a las consideraciones materiales. Mao no
sabía —o no le importaba— que muchos de los resultados que afirmaba
haber obtenido la brigada de Dazhai fueran simples exageraciones.
Durante su visita al Manantial del Monte del Dragón, el viceprimer
ministro Chen había exclamado, «¡Ah, aquí tenéis montañas! ¡Imaginaos
cuántos campos podríais crear!», como si las fértiles colinas cubiertas
de huertos pudieran compararse con las áridas montañas de su pueblo
natal. Sus observaciones, sin embargo, llevaban consigo el peso de la
ley. Las masas de estudiantes universitarios dinamitaron los huertos que
hasta entonces habían suministrado a Chengdu manzanas, ciruelas,
melocotones y flores. A continuación, nos dedicamos a transportar
piedras durante largos trayectos a base de carros y varas con objeto de
proceder a la construcción de terrazas para el cultivo de arroz.
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llevar a cabo aquel ridículo juego político. A finales de 1974, fui enviada
a una unidad militar, nuevamente en compañía de toda la universidad.
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A mis oídos llegaron algunos comentarios sarcásticos de un funcionario
estudiantil: «¡Bah! ¡Un segundo intento! ¡Como si eso fuera a servirle de
algo! ¡Si no tiene sentimientos de clase ni odio de clase, igual daría que
le concedieran cien!».
Debido en parte a ese mismo motivo, nunca hablaba con mis padres
acerca de mis pensamientos. ¿Cómo me habrían respondido de haberlo
hecho? ¿Con peligrosas verdades o con prudentes mentiras? Por otra
parte, no quería que se sintieran inquietos a causa de mis ideas
heréticas. Quería mantenerles deliberadamente en la sombra, de tal
modo que si algo me ocurría pudieran decir sin faltar a la verdad que lo
ignoraban todo.
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ocasión: «Nunca he conocido a una chica que tuviera tantos amigos. Por
lo general, las muchachas tienen amigas». Tenía razón. Conocía a
numerosas compañeras que se habían casado con el primero que se les
había puesto por delante. Sin embargo, las únicas muestras de interés
que obtuve de mis amigos fueron algún que otro poema sentimental y
unas cuantas cartas tímidas, si bien una de estas últimas escrita con
sangre y firmada por el portero del equipo de fútbol de la facultad.
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tanto peor cuando no se producían protestas? ¿Acaso no sabía que era
cien veces más dura cuando las víctimas respondían a ella con un rostro
sonriente? ¿Cómo era posible que no advirtiera el patético estado al que
habían sido reducidos aquellos profesores, el horror que habían debido
de atravesar para degradarse hasta tal punto? Yo misma no me daba
cuenta de que la pantomima que estábamos representando los chinos
constituía algo insólito para los occidentales, no siempre capaces de
interpretarla.
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en grandes pilas de volúmenes hasta encontrar los que yo buscaba.
Gracias a los esfuerzos de aquellos amables jóvenes logré hacerme con
varios clásicos ingleses. La primera novela que leí en inglés fue
Mujercitas , de Louisa May Alcott. Novelistas como ella, Jane Austen y
las hermanas Brontë me resultaban mucho más fáciles de leer que otros
autores tales como Dickens, y me sentía asimismo más cercana a su
modo de ser. Leí una breve historia de la literatura europea y
norteamericana y me sentí profundamente impresionada por la
tradición democrática de Grecia, el humanismo renacentista y el ansia
de sabiduría de la Ilustración. Cuando leí los Viajes de Gulliver y llegué
al pasaje acerca del emperador que «publicó un edicto por el que bajo
severas penas ordenaba a todos sus súbditos que rompieran los huevos
por el extremo más pequeño», me pregunté si Swift habría estado
alguna vez en China. No existen palabras que puedan describir el gozo
que experimentaba al notar cómo mi mente se abría y expandía.
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día. Por primera vez, experimenté la emoción de desafiar abiertamente
a Mao desde el fondo de mi mente.
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27. «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»
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prioridad absoluta a sus familias y a sí mismos. Independientemente de
la calidad de sus trabajos, los maestros otorgaban a todos sus alumnos
las mejores calificaciones por miedo a recibir una paliza, y los
conductores de autobús no cobraban los billetes. La consagración al
bien común era un concepto abiertamente escarnecido. La Revolución
Cultural de Mao había destruido simultáneamente la disciplina del
Partido y la moralidad cívica.
Mi padre, consciente de que ello sólo serviría para incriminar aún más a
su familia y a sí mismo, tenía dificultades a la hora de controlar su
impulso de continuar diciendo abiertamente lo que pensaba.
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No me separaba de él ni un instante por temor a que se cayera. Cuando
acudía al lavabo, yo esperaba fuera. Si permanecía en su interior más
tiempo de lo que se me antojaba razonable, comenzaba a imaginar que
había sufrido un ataque al corazón y me ponía a mí misma en ridículo
llamándole repetidamente. Todos los días daba largos paseos junto a él
en el jardín trasero, siempre lleno de otros pacientes que, ataviados con
sus pijamas de rayas grises, vagaban incesantemente con la mirada
perdida. Su contemplación siempre me asustaba y entristecía.
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clase». De acuerdo con las normas del Partido, el veredicto fue
entregado a mi padre para que lo refrendara con su firma. Cuando lo
leyó, sus ojos se inundaron de lágrimas. Pero firmó.
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Aquella noche yo estaba en mi dormitorio de la universidad, trabajando
a la luz de una vela como consecuencia de uno de los frecuentes
apagones, cuando llegaron algunos miembros del departamento de mi
padre, me introdujeron en un coche y me llevaron a casa sin darme
explicaciones.
Mi madre exigió que el doctor Jen fuera castigado. De no haber sido por
su negligencia, acaso mi padre hubiera sobrevivido. Sin embargo, su
solicitud fue rechazada y calificada de «emotividades de viuda». Ella
decidió no insistir, ya que prefería concentrarse en una batalla más
importante: conseguir un discurso fúnebre digno para mi padre.
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cedieron. Aunque nadie se atrevía aún a referirse a él como un
personaje rehabilitado, la declaración se modificó hasta adoptar una
forma relativamente inocua.
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sucesores para la causa que ha dejado atrás: la gran causa
revolucionaria del proletariado». ¿Acaso era realmente aquello el único
resultado de mi discurso?, pensé. Tenía la sensación de que no existía
modo de evitar la apropiación por parte de los comunistas de cualquier
principio moral o sentimiento de nobleza.
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mismo hizo mi hermana quien, junto con Lentes, se había instalado con
nosotros nada más regresar a Chengdu. La fábrica de Lentes —en
teoría responsable de su alojamiento— no había vuelto a construir
nuevos apartamentos desde el comienzo de la Revolución Cultural. Por
entonces, muchos de sus empleados —incluido el propio Lentes— eran
solteros, y habían optado por alojarse en dormitorios de ocho personas.
Ahora, diez años después, la mayoría se habían casado y tenían hijos.
No tenían lugar donde vivir, por lo que se veían obligados a instalarse
con sus padres o sus suegros. Resultaba habitual ver a tres
generaciones sucesivas viviendo en la misma habitación.
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Partimos de Lushan en autocar. Como todos los de China, circulaba
abarrotado de viajeros, y teníamos que estirar el cuello
desesperadamente para poder respirar. Prácticamente no se habían
vuelto a construir autocares nuevos desde el comienzo de la Revolución
Cultural, época durante la cual la población urbana había aumentado en
varias decenas de millones de personas. Al cabo de unos minutos de
trayecto, nos detuvimos repentinamente. La puerta delantera se abrió y
un hombre de aspecto autoritario y vestido de paisano logró abrirse
paso hasta el interior. «¡Agachaos! ¡Agachaos! —ladró—. ¡Se aproximan
unos visitantes norteamericanos y es malo para el prestigio de nuestra
patria que vean vuestras cabezas desaliñadas!». Intentamos
agacharnos, pero el autocar estaba demasiado atestado. El hombre
gritó: «¡Es deber de todos salvaguardar el honor de nuestra patria!
¡Debemos mostrar un aspecto digno y pulcro! ¡Agachaos! ¡Doblad las
rodillas!».
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hermosa. Su retrato era feo debido a que se había negado a sobornar al
pintor de la corte. El Emperador ordenó ejecutar al artista, mientras la
mujer, sentada junto a un río, lloraba por tener que abandonar su país
para habitar entre los bárbaros. El viento le arrebató la horquilla y la
dejó caer en el agua como si con ello quisiera conservar algo
perteneciente a ella en la tierra que la había visto nacer. Posteriormente,
la mujer se suicidó.
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Zhanjiang se encontraba a unos mil doscientos kilómetros de Chengdu,
lo que suponía un viaje de dos días y dos noches en tren. Era el más
meridional de los puertos importantes del país, próximo a la frontera
con Vietnam. Parecía una ciudad extranjera, con sus edificios coloniales
de principios de siglo, sus arcos pseudorrománicos, sus rosetones y sus
grandes porches adornados con sombrillas de brillantes colores. La
población local hablaba cantones, idioma que casi resultaba una lengua
extranjera. El aire se hallaba impregnado por el olor poco familiar del
mar, el cual se mezclaba con el de su vegetación tropical y con el aroma
de un mundo más grande.
Dado que el objetivo de nuestra estancia allí era el poder conversar con
los marinos, fuimos distribuidos en pequeños grupos que se turnaban
para trabajar en los dos lugares que podíamos visitar: el Almacén de la
Amistad —en el que se vendían diversos artículos a cambio de divisas—
y el Club de Marinos, el cual contaba con un bar, un restaurante, una
sala de billar y otra de ping-pong.
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De otro modo, nos decían, no sólo tendríamos serios problemas sino que
se prohibiría que acudieran más estudiantes.
Los miembros masculinos del alumnado —y, sobre todo, los funcionarios
estudiantiles— eran responsables de nuestra protección. Cada vez que
un marinero negro se dirigía a una de nosotras, nuestros compañeros
intercambiaban fugaces miradas y corrían al rescate, desviando el tema
de conversación y situándose entre nosotras y nuestros interlocutores.
Es posible que sus precauciones pasaran desapercibidas para los
marineros negros, especialmente si se tiene en cuenta que rápidamente
comenzaban a hablar de «la amistad entre China y los pueblos de Asia,
África y Latinoamérica». «China es un país en vías de desarrollo —
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declamaban, siguiendo el libro de texto al pie de la letra—, que siempre
se mantendrá del lado de las masas oprimidas y explotadas del mundo
en su lucha contra los imperialistas norteamericanos y los revisionistas
soviéticos». Ante aquello, los negros solían mostrarse a la vez
desconcertados y conmovidos, y a veces abrazaban a los estudiantes de
sexo masculino, quienes correspondían con gestos de camaradería.
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se suponía que las estudiantes debíamos mantener las manos bajo la
mesa y permanecer inmóviles.
Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a
los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo
sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que
redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente
dudosa».
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contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto.
Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino
contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que
habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la
Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello
era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.
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la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos
masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en
público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía
que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho,
hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se
habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como
consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y
los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de
los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de
la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió
a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que
pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían,
en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo
entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas —
casi todas ellas procedentes de Albania y Rumanía— se censuraron
todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha
proximidad (y no digamos si se besaban).
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de asegurar el funcionamiento del país. Durante los tenebrosos años de
la Revolución Cultural, Zhou había representado para todos una débil
esperanza. Tanto mis amigos como yo nos sentimos anonadados por su
muerte. Nuestro dolor por su desaparición y el odio que sentíamos hacia
Mao, su camarilla y la Revolución Cultural se convirtieron en dos
sentimientos inseparablemente entrelazados.
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«¿Cómo puede estar oscuro el cielo? ¿Qué hay del “rojo, rojo sol”?» (en
referencia a Mao). Una consigna mural exhortaba: «¡Freíd a los
perseguidores del primer ministro Zhou!» y, junto a ella, una pintada
respondía: «Vuestra ración mensual de aceite es tan sólo de dos liang
[95 ml] ¿Con qué pensáis freírlos?». Por primera vez en diez años, era
testigo de expresiones públicas de ironía y humor, y sentí que mi ánimo
se enardecía.
Mao nombró a un inútil don nadie llamado Hua Guofeng para suceder a
Zhou y montó una campaña destinada a denunciar a Deng y responder
ante el regreso de la derecha. La Banda de los Cuatro difundió los
discursos de Deng Xiaoping como objetivos de denuncia. En uno de
ellos, pronunciado en 1975, Deng había admitido que los campesinos de
Yan’an se hallaban entonces en peor situación que cuarenta años antes,
a la llegada de los comunistas tras su Larga Marcha. En otro, había
declarado que un jefe del Partido debía decir a los profesionales:
«Vosotros me guiáis, yo os sigo». En un tercero había esbozado sus
planes para mejorar el nivel de vida, permitir una mayor libertad y
poner fin a las persecuciones políticas. Comparados con las acciones de
la Banda de los Cuatro, aquellos documentos convirtieron a Deng en un
héroe popular y llevaron a un punto de ebullición el odio que la
población sentía hacia la Banda. Yo no daba crédito a mis ojos, y
pensaba: ¡parecen despreciar a la población china hasta el punto de que
dan por supuesto que la lectura de estos discursos hará que odiemos a
Deng en lugar de admirarle y que, encima, les admiraremos a ellos!
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Tumbas de la primavera de 1976, tradición mediante la cual los chinos
presentan sus respetos a los difuntos. En Pekín, cientos de miles de
ciudadanos se congregaron durante varios días seguidos en la plaza de
Tiananmen para llorar a Zhou. Portaban coronas especialmente
elaboradas, y pronunciaron discursos y apasionadas declamaciones de
poesía. Sirviéndose de un simbolismo y un lenguaje codificados que, sin
embargo, todos comprendían, vertieron todo el odio que sentían hacia la
Banda de los Cuatro e incluso hacia Mao. La protesta fue aplastada en
la noche del 5 de abril: la policía cargó sobre la muchedumbre y detuvo
a varios cientos de personas. Mao y la Banda de los Cuatro
denominaron aquel episodio una «rebelión contrarrevolucionaria al
estilo húngaro». Deng Xiaoping, que a la sazón se encontraba
incomunicado, fue acusado de organizar y dirigir las manifestaciones y
bautizado con el nombre de Nagy chino (Nagy había sido el primer
ministro húngaro en 1956). Mao depuso oficialmente a Deng e
intensificó la campaña en contra de él.
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La zona de Chengdu se vio alertada por numerosas alarmas de
terremoto, por lo que a mi regreso del monte Emei me trasladé con mi
madre y con Xiao-fang a Chongqing, considerado un lugar más seguro.
Mi hermana, que prefirió permanecer en Chengdu, durmió durante
aquellos días bajo una robusta mesa de grueso roble cubierta por
mantas y edredones. Los funcionarios organizaron grupos de personas
para construir refugios improvisados y despacharon equipos que se
turnaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar el
comportamiento de diversas especies animales a las que se atribuía el
poder de presentir los seísmos. La Banda de los Cuatro, sin embargo,
continuó ocupada en instalar consignas murales en las que descargaban
frases tales como «¡Manteneos alerta ante el criminal intento de Deng
Xiaoping por explotar el pánico producido por los terremotos para
suprimir la revolución!», y convocó una concentración para «condenar
solemnemente a los seguidores del capitalismo que se sirven del miedo
de la población a los terremotos para sabotear la denuncia de Deng». El
acontecimiento resultó un fracaso.
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28. «Luchando por emprender el vuelo»
(1976-1978)
Las teorías de Mao, sin embargo, podían no ser sino una prolongación
de su personalidad. En mi opinión, había sido por naturaleza un
luchador incansable y competente. Había comprendido la índole de
instintos humanos tales como la envidia y el rencor, y había sabido cómo
explotarlos para conseguir sus propios fines. Su poder se había
sustentado en despertar el odio entre las personas y, al hacerlo, había
llevado a muchos chinos corrientes a desempeñar numerosas tareas
encomendadas en otras dictaduras a las élites profesionales. Mao se las
había arreglado para convertir al pueblo en el instrumento definitivo de
una dictadura. A ello se debía que bajo su régimen no hubiera existido
un equivalente real de la KGB soviética. No había habido necesidad de
ello. Al nutrir y sacar al exterior los peores sentimientos de las
personas, Mao había creado un desierto moral y una tierra de odios. Sin
embargo, me resultaba imposible determinar el grado de
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responsabilidad moral que cabía atribuir en todo ello al ciudadano
ordinario.
Cuando advertí la facilidad con que los Cuatro habían sido depuestos,
me sentí invadida por una oleada de tristeza. ¿Cómo era posible que
aquel diminuto grupo de tiranos baratos hubiera podido atropellar a
novecientos millones de personas durante tanto tiempo? Sin embargo,
mi emoción principal era un sentimiento de alborozo. Por fin, habían
desaparecido los últimos tiranos de la Revolución Cultural. Mi júbilo era
compartido por doquier. Al igual que muchos de mis compatriotas, salí a
proveerme de los mejores licores con objeto de celebrar el
acontecimiento con mis familiares y amigos, pero descubrí que todas las
existencias se habían agotado en las tiendas: había demasiada gente
deseosa de manifestar espontáneamente su alegría.
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El nuevo liderazgo aparecía encabezado por el sucesor elegido por Mao,
Hua Guofeng, cuyo único mérito, creo, residía en su propia
mediocridad. Uno de sus primeros actos consistió en anunciar la
construcción de un enorme mausoleo para Mao en la plaza de
Tiananmen. Al enterarme, me sentí escandalizada: como resultado del
terremoto de Tangshan, cientos de miles de personas continuaban aún
sin hogar y obligadas a vivir en cobertizos temporales construidos sobre
las aceras.
Para mí, más impaciente que ella, las cosas parecían continuar igual
que antes. En enero de 1977 concluyó mi estancia en la universidad. No
se nos examinó, ni tampoco se nos concedió título alguno. A pesar de la
desaparición de Mao y de la Banda de los Cuatro, aún permanecía en
vigor la norma de Mao según la cual todos debíamos regresar a
nuestros orígenes. Para mí, ello significaba volver a trabajar en la
fábrica. El concepto de que una educación universitaria tuviera que
influir en la posición de cada uno había sido condenada por el líder
como una «formación de aristócratas espirituales».
Una vez que aquella florida misiva hubo sido enviada, mi madre me
envió a ver al director general del Departamento, un tal señor Hui,
quien anteriormente había sido colega suyo y había desarrollado un
gran cariño hacia mí durante mi niñez. Mi madre sabía que aún
conservaba cierta debilidad por mí. El día siguiente a mi visita, convocó
una asamblea de su consejo en la que se decidió someter mi caso a
estudio. El consejo se hallaba formado por unos veinte directores que
debían reunirse invariablemente para tomar cualquier decisión, por
nimia que fuera. El señor Hui logró convencerles de que debía
concedérseme una oportunidad de emplear mi inglés, y el consejo
escribió una recomendación formal dirigida a mi universidad.
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Aunque anteriormente mi departamento había procurado hacerme la
vida imposible, por entonces necesitaban profesores, y en enero de 1977
fui nombrada profesora adjunta de inglés por la Universidad de
Sichuan. El hecho de trabajar allí despertaba en mí emociones
contradictorias, ya que tendría que residir en el campus bajo la
vigilancia de los supervisores políticos y de varios colegas tan
ambiciosos como envidiosos. Peor aún: no tardé en saber que durante
un año no se me permitiría relacionarme en absoluto con mi profesión.
Una semana después de mi nombramiento fui enviada a una zona rural
de las afueras de Chengdu como parte de mi programa de
«reeducación».
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severas penas, mientras que otros quedaron prácticamente impunes.
Entre los perseguidores de mi padre, Zuo no recibió castigo alguno, y la
señora Shau fue sencillamente transferida a un puesto menos ventajoso.
Hou, cuya detención me había tenido tantas noches sin poder dormir a
causa de la inquietud, no tardó en ser puesto en libertad. Sin embargo,
las amargas emociones resucitadas a lo largo de aquellos días de
reflexión lograron apagar cualquier sentimiento que hubiera podido
experimentar hacia él. Aunque nunca llegué a conocer su auténtico
grado de responsabilidad, era evidente para mí que en su calidad de
líder de la Guardia Roja durante los años más sangrientos no podía
encontrarse totalmente eximido de ella. A pesar de todo, no lograba
detestarle personalmente, si bien dejó de inspirarme compasión alguna.
Confié en que el peso de la justicia terminaría por alcanzarle tanto él
como a todos aquellos que lo merecían.
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aquella diferencia me llenó de un júbilo desproporcionado. Cuando
regresé a Chengdu descubrí que, aun con retraso, la universidad estaba
a punto de convocar exámenes para 1977: los primeros exámenes como
es debido que habían de tener lugar desde 1966. Deng había anunciado
que el ingreso en las universidades debía depender de los resultados
académicos, y no de las «puertas traseras». Así, hubo que retrasar los
cursos de otoño con objeto de preparar a la población para las
modificaciones que implicaba el abandono de la política de Mao.
Fui enviada a las montañas del norte de Sichuan para entrevistar a los
solicitantes que deseaban ingresar en mi departamento. Acudí de buen
grado. Fue durante aquel viaje, mientras me trasladaba de condado en
condado a través de aquellas carreteras serpenteantes y polvorientas,
cuando concebí por vez primera una idea clave: ¡qué maravilloso sería
poder abandonar el país para estudiar en Occidente!
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velocidad, como si se encontrara impaciente por descargar todos sus
conocimientos. Había vivido en los Estados Unidos durante treinta años
aproximadamente. Su padre había sido Juez Supremo en la época del
Kuomintang, y había sido su deseo proporcionar a su hija una educación
occidental. En Norteamérica había adoptado el nombre de Lucy, y se
había enamorado de un estudiante llamado Luke. Ambos habían
planeado casarse pero, al saberlo, la madre de Luke había dicho: «Lucy,
siento por ti un gran aprecio pero ¿qué aspecto tendrían vuestros hijos?
Sería todo muy difícil…».
Lucy había roto con Luke porque era demasiado orgullosa para dejarse
aceptar por la familia a regañadientes. A comienzos de los años
cincuenta, poco después de que los comunistas tomaran el poder, había
regresado a China pensando que, al menos, podría ser testigo de cómo
su pueblo recuperaba la dignidad. Jamás pudo olvidar a Luke, y terminó
por casarse a destiempo con un compatriota que trabajaba como
profesor de inglés al que nunca llegó a amar y con quien discutía
ininterrumpidamente. Ambos habían sido expulsados de su domicilio
durante la Revolución Cultural y vivían en un cuartito diminuto de
aproximadamente dos metros y medio por tres atestado de viejos
papeles descoloridos y libros polvorientos. Resultaba conmovedor ver a
aquella frágil pareja de blancos cabellos, incapaces de soportarse el uno
al otro y obligados a sentarse respectivamente en un extremo de la
cama de matrimonio y en la única silla que admitía su habitación.
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la energía atómica?». Al oírla repetir como un loro aquellas frases
extraídas de la propaganda cotidiana me sentí profundamente irritada.
Impulsivamente, repuse: «¿Y cómo sabes que no pueden hacerlo?». La
señorita Yee y casi todos los demás miembros de la clase me
contemplaron con estupefacción. Para ellos, aquel tipo de preguntas
seguían resultando inconcebibles, incluso blasfemas. En ése instante
distinguí una chispa de simpatía en los ojos de la profesora Lo,
animados por una expresión sonriente que sólo yo era capaz de
detectar. Me sentí comprendida y reconfortada.
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de papel sobre una mesa: nosotros teníamos que escoger una y
responder en inglés a la pregunta que en ella se formulara. La mía
rezaba: «¿Cuáles son los puntos principales del comunicado emitido por
la recientemente celebrada Segunda Sesión Plenaria del Undécimo
Congreso del Partido Comunista de China?». Ni que decir tiene que no
tenía la menor idea de la respuesta, por lo que permanecí inmóvil y
estupefacta ante el tribunal. La profesora Lo me miró a los ojos y
extendió la mano para que le entregara el papel. Tras echarle una
ojeada, mostró su contenido al otro profesor. A continuación, y sin
pronunciar una palabra, lo introdujo en su bolsillo y me indicó con la
mirada que cogiera otro. Esta vez, la pregunta era: «Di algo acerca de
la gloriosa situación actual de nuestra patria socialista».
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y habría de ocuparnos toda la mañana. Una de ellas consistía en un
largo pasaje de Raíces , de Alex Haley, que debíamos traducir al chino.
Al otro lado de las ventanas de la sala de examen podía distinguirse una
blanca lluvia de flores de sauce que flotaban sobre la ciudad abrileña
como si interpretaran una magnífica danza rapsódica. Al concluir la
mañana nuestros pliegos fueron recogidos, sellados y enviados
directamente a Pekín, donde habrían de ser corregidos junto con los
recibidos de Shanghai y los allí realizados. Por la tarde tuvo lugar el
examen oral.
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entonces por unos noventa millones de personas— a quien se permitía
estudiar en Occidente desde 1949. Por si fuera poco, lo había
conseguido por méritos propios, ya que ni siquiera era miembro del
Partido, lo que constituía otro síntoma de los drásticos cambios que se
estaban produciendo en el país. Ante la gente comenzaban a abrirse
nuevas oportunidades.
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Ahora, por fin, podía recrearme pensando lo felices y orgullosos que se
hubieran mostrado ante mí.
A medida que China iba quedando más y más atrás, miraba por la
ventanilla y observaba el grandioso universo que se abría más allá del
ala del avión. Tras un último repaso de mi vida anterior, dirigí la mirada
hacia el futuro. Me consumía el deseo de salir al mundo.
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Epílogo
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ocasionó problema alguno, a diferencia de lo que habría sucedido bajo
el régimen de Mao.
Las puertas de China han ido abriéndose cada vez más. Hoy en día, mis
tres hermanos viven en Occidente. Jin-ming es un científico
internacionalmente reconocido en el campo de la física de los sólidos, y
actualmente desarrolla sus investigaciones en la universidad inglesa de
Southampton. Xiao-hei abandonó la Fuerza Aérea para dedicarse al
periodismo, y trabaja en Londres. Ambos están casados y son padres de
un hijo. Xiao-fang obtuvo la licenciatura superior en comercio
internacional por la universidad francesa de Estrasburgo y desempeña
un cargo ejecutivo en una compañía francesa.
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El miedo hizo un amago de regreso, si bien ya desprovisto de la fuerza
omnímoda y demoledora de que había gozado en la época de Mao. En
las asambleas políticas actuales, los ciudadanos pueden criticar
abiertamente y por su nombre a los dirigentes del Partido. La
liberalización ha emprendido un avance irreversible. Sin embargo, el
rostro del antiguo líder aún domina la plaza de Tiananmen.
Mayo de 1991
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Cronología
AÑO
FAM. AUTORA
GENERAL
1870
1876
1909
Nace mi abuela
1911
1921
Nace mi padre.
1922-24
1924
1927
1931
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Japón invade Manchuria. Los japones ocupan Yixian y Jinzhou. Se
establece el Manchukuo bajo Pu Yi.
1933
1934-35
1935
1936
1937
1938
1940
1945
1946-48
1948
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Mi madre es detenida. Mi madre y mi padre se conocen.
Asedio de Jinzhou.
1949
1950
1951
1952
1953
1954
1955
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Campaña para «descubrir contrarrevolucionarios ocultos» (Acusados
los amigos de mi madre de Jinzhou). Nacionalización.
1956
1957
Campaña antiderechista.
1958
Comienzo a ir al colegio.
1959
1962
Nace Xiao-fang.
1963
1966
1967
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1968
1969
1970
1971
1972
Visita de Nixon.
1973
1975
1976
1977
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Comienzo a trabajar como profesora adjunta; se me envía a un pueblo.
1978
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AGRADECIMIENTOS
Toby Eady es el mejor agente que cualquiera podría desear. Entre otras
cosas, fue él quien me presionó afectuosamente para decidirme a tomar
la pluma.
JUNG CHANG
Mayo de 1991
Londres, Inglaterra
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FOTOS
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JUNG CHANG. Nació en Yibin, provincia de Sichuan, China, en 1952.
Fue Guardia Roja durante un breve periodo y posteriormente trabajó
como campesina, “doctora descalza”, obrera del metal y electricista
hasta convertirse en estudiante de lengua inglesa y, más tarde, en
profesora adjunta de la Universidad de Sichuan.
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Es famosa por la autobiografía de su familia Wild Swans , la cual ha
vendido más de 10 millones de copias alrededor del mundo, pero ha sido
prohibida en China continental.
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Notas
[1]
Para la presente edición los nombres propios chinos han sido
transcritos fonéticamente siguiendo el sistema pinyin, adoptado
internacionalmente —e incluso por la propia República Popular China—
en 1979 para eliminar las dificultades a que daba lugar la existencia de
los distintos sistemas de romanización existentes hasta entonces (Wade-
Giles anglosajón, Escuela Francesa del Lejano Oriente [EFEO], Lessing
alemán, etc.). Según dicho sistema de transcripción fonética, nombres
como Mao Tse-tung, Chu En-lai, etc., adoptaron la grafía, cada vez más
familiar, de Mao Zedong, Zhou Enlai, etc. Así, la gran mayoría de los
nombres de personas, lugares y cosas que aparecen en Cisnes salvajes
respetan la grafía utilizada en el original, escrito en lengua inglesa. Las
únicas excepciones se refieren a ciertos nombres dotados ya de su
propia romanización castellana tradicional (Pekín y no Beijing, Yangtzé
[río Yangtsé] y no Changjiang, Chiang Kai-shek y no Jiang Jieshi). (N. del
T. ). <<
[4]
Pequeño cochecillo tirado por un hombre y antaño utilizado
comúnmente en China como medio de transporte. (N. del T. ) <<
[7]
Wok : sartén china de metal con fondo convexo utilizada para freír,
hervir o cocer los alimentos al vapor. (N. del T. ) <<
[8] Tal fue la cifra anunciada por la agencia de noticias New China
News Agency . Según otras fuentes es el más devastador de los tiempos
modernos, con un índice de mortandad entre 655.000 y 750.000
personas. (N. del T. ) <<
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