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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica
como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China
sometida a guerras, invasiones y revoluciones.

La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún


una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a
los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los
numerosos señores de la guerra. Sesenta y nueve años después, su nieta
abandonó el país. Este libro admirable relata la historia de esos años a
través de la vida de las mujeres de una familia china: tres mujeres
dotadas de una fuerza y un carácter casi sobrehumanos.

La abuela de Jung Chang vivió durante diez años en una maliciosa


atmósfera de intrigas feudales entre la esposa, los sirvientes y las
concubinas de su señor de la guerra. En 1933, cuando éste ya se hallaba
próximo a morir, huyó de su hogar llevándose consigo a su hija. Aquella
niña —la madre de Jung Chang— desarrolló una activa labor
clandestina durante sus años de estudiante transmitiendo información a
las fuerzas comunistas que asediaban su ciudad durante la revolución.
Contrajo matrimonio con uno de los guerrilleros de Mao Zedong, y una
de sus hijas —Jung— alcanzó la mayoría de edad durante la Revolución
Cultural. Ésta, tras permanecer tres meses en la Guardia Roja, se rebeló
contra la cínica tiranía de Mao durante los años de devastación que
siguieron, época en la que hubo de ver a sus progenitores denunciados y
enviados a campos de trabajo. Exiliada a las montañas, trabajó
posteriormente como campesina y «doctora descalza».

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Jung Chang

Cisnes Salvajes

ePub r1.0

Banshee 25.08.13

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A mi abuela y a mi padre,

quienes no vivieron lo suficiente para ver este libro.

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Título original: Wild swans

Jung Chang, 1993

Traducción: Gian Castelli Gair

Primer editor: pepotem2

Editor digital: Banshee

ePub base r1.0

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NOTA DE LA AUTORA

Mi nombre, «Jung», se pronuncia «Yung».[1]

Los nombres de los miembros de mi familia y de los personajes públicos


son reales, y han sido escritos tal y como generalmente se les conoce.
Los nombres de otras personas aparecen disfrazados.

Existen dos símbolos fonéticos de especial dificultad: la X y la Q se


pronuncian, respectivamente, como sh y ch .

He modificado los nombres oficiales de ciertas organizaciones chinas


con objeto de describir sus funciones con mayor precisión. Así, describo
xuan-chuan-bu como «Departamento de Asuntos Públicos» en lugar de
«Departamento de Propaganda», y zhong-yang-wen-ge como «Autoridad
de la Revolución Cultural» en vez de «Grupo de la Revolución Cultural».

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Árbol Genealógico

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Mapa

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1. «Lirios dorados de ocho centímetros»

Concubina de un general de los señores de la guerra (1909-1933)

A los quince años de edad, mi abuela se convirtió en concubina de un


general de los señores de la guerra quien, por entonces, era jefe de
policía del indefinido Gobierno nacional existente en China. Corría el
año 1924, y el caos imperaba en el país. Gran parte de su territorio,
incluido el de Manchuria, donde vivía mi abuela, se hallaba bajo la
autoridad de los señores de la guerra. La relación fue organizada por su
padre, funcionario de policía de la ciudad provincial de Yixian, situada
en el sudoeste de Manchuria, a unos ciento sesenta kilómetros al norte
de la Gran Muralla y a cuatrocientos kilómetros al nordeste de Pekín.

Al igual que la mayor parte de las poblaciones chinas, Yixian estaba


construida como una fortaleza. Se hallaba rodeada por una muralla de
nueve metros de altura y más de tres metros y medio de espesor que,
edificada durante la dinastía Tang (618-907 d. C), rematada por almenas
y provista de dieciséis fortificaciones construidas a intervalos regulares,
era lo bastante ancha como para desplazarse a caballo sin dificultad a
lo largo de su parte superior. En cada uno de los puntos cardinales se
abría una de las cuatro puertas de entrada a la ciudad, todas ellas
dotadas de verjas exteriores de protección. Las fortificaciones, por su
parte, se hallaban circundadas por un profundo foso.

El rasgo más llamativo de la ciudad era un alto campanario,


lujosamente decorado y construido con una oscura arenisca. Había sido
edificado originalmente en el siglo VI, coincidiendo con la introducción
del budismo en la zona. Todas las noches, se hacía sonar la campana
para indicar la hora, y a la vez era empleada como señal de alarma en
caso de incendios o inundaciones. Yixian era una próspera ciudad de
mercado. Las llanuras que la rodeaban producían algodón, maíz, sorgo,
soja, sésamo, peras, manzanas y uvas. En las praderas y las colinas
situadas al Oeste, los granjeros apacentaban ovejas y ganado vacuno.

Mi bisabuelo, Yang Ru-Shan, había nacido en 1894, cuando China entera


se hallaba bajo el dominio de un emperador que residía en Pekín. La
familia imperial estaba integrada por los manchúes que habían
conquistado China en 1644 procedentes de Manchuria, territorio en el
que mantenían su base. Los Yang eran han —chinos étnicos— y se
habían aventurado al norte de la Gran Muralla en busca de nuevas
oportunidades.

Mi bisabuelo era hijo único, lo que le convertía en un personaje de


suprema importancia para su familia. Tan sólo los hijos podían
perpetuar el nombre de las familias: sin ellos, la estirpe familiar se
extinguiría, lo que para los chinos representaba la mayor traición a que
uno podía someter a sus antepasados. Fue enviado a un buen colegio,

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con el objetivo de que superara con éxito los exámenes necesarios para
convertirse en mandarín o funcionario público, entonces la máxima
aspiración de la mayoría de los varones chinos. La categoría de
funcionario traía consigo poder, y el poder representaba dinero. Sin
poder o dinero, ningún chino podía sentirse a salvo de la rapacidad de
la burocracia o de imprevisibles actos de violencia. Nunca había
existido un sistema legal propiamente dicho. La justicia era arbitraria, y
la crueldad era un elemento a la vez institucionalizado y caprichoso. Un
funcionario poderoso era la ley. Tan sólo convirtiéndose en mandarín
podía el hijo de una familia ajena a la nobleza escapar a ese ciclo de
miedo e injusticia. El padre de Yang había decidido que su hijo no habría
de continuar la tradición familiar de enfurtidores (fabricantes de
fieltro), y tanto él como su familia realizaron los sacrificios necesarios
para costear su educación. Las mujeres cosían hasta altas horas de la
noche para los sastres y modistos locales. Con objeto de ahorrar,
regulaban sus lámparas de aceite al mínimo absoluto necesario, lo que
les producía lesiones visuales irreversibles. Las articulaciones de sus
dedos se hinchaban a causa de las largas horas de trabajo.

De acuerdo con la costumbre de la época, mi bisabuelo se casó muy


joven —a los catorce años de edad— con una mujer seis años mayor que
él. Entonces, entre los deberes de la esposa se incluía el de ayudar a la
crianza de su marido.

La historia de su esposa, mi bisabuela, era la típica de millones de


mujeres chinas de la época. Provenía de una familia de curtidores
llamada Wu. Al ser mujer y pertenecer a una familia en la que no
existían intelectuales ni funcionarios, no fue bautizada con nombre
alguno. Dado que era la segunda hija, era llamada simplemente «La
muchacha número dos» (Er-ya-tou ). Su padre había muerto cuando
todavía era una niña, y pasó a ser educada por un tío. Un día, cuando
sólo contaba seis años de edad, el tío estaba cenando con un amigo cuya
mujer se encontraba embarazada. A lo largo de la cena, los dos
hombres acordaron que si la criatura era un niño se casaría con la
sobrina de seis años. Los dos jóvenes nunca llegaron a conocerse antes
de la boda. De hecho, el enamoramiento era considerado algo casi
vergonzoso, cual una desgracia familiar. No porque se tratara de un
tabú —después de todo, existía en China una venerable tradición de
amores románticos— sino porque los jóvenes no debían exponerse a
situaciones en las que semejante cosa pudiera ocurrir, debido en parte a
que cualquier encuentro entre ellos resultaba inmoral, y en parte a que
el matrimonio se contemplaba fundamentalmente como un deber, como
una alianza entre dos familias. Con suerte, uno llegaba a enamorarse
después del matrimonio.

Tras catorce años de vida sumamente recogida, mi bisabuelo era poco


más que un muchacho cuando llegó al matrimonio. La primera noche
rehusó entrar en la cámara nupcial. Por el contrario, se acostó en el
dormitorio de su madre y hubo que esperar a que se durmiera para
llevarle al lecho de su esposa. Sin embargo, aunque era un niño mimado
y aún necesitaba ayuda para vestirse, ésta afirmó que sabía bien cómo

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«plantar niños». Mi abuela nació un año después de la boda, en el
quinto día de la quinta luna, a comienzos del verano de 1909. Su
situación era mejor que la de su madre, ya que al menos obtuvo un
nombre: Yu-fang. Yu —que significa «jade»— era su nombre de
generación, compartido con el resto de los miembros de la misma,
mientras que fang significa «flores fragantes».

El mundo en el que nació era absolutamente impredecible. El imperio


manchú que había gobernado China durante más de doscientos sesenta
años se tambaleaba. En 1894-1895, Japón atacó a China en Manchuria,
y el país sufrió devastadoras derrotas y pérdidas de territorio. En 1900,
la rebelión nacionalista de los bóxers fue sometida por ocho ejércitos
extranjeros, de los que luego quedaron algunos contingentes en
Manchuria y a lo largo de la Gran Muralla. Posteriormente, en
1904-1905, Japón y Rusia libraron una cruenta guerra en las llanuras de
Manchuria. La victoria de Japón convirtió a este país en la fuerza
externa dominante en Manchuria. En 1911, el emperador chino Pu Yi, de
cinco años de edad, fue derrocado y se proclamó una república
encabezada por la carismática figura de Sun Yat-sen.

El nuevo gobierno republicano no tardó en caer, y el país se descompuso


en feudos. Manchuria quedó especialmente independizada de la
república, dado que de ella había procedido la dinastía Manchú. Las
potencias extranjeras —en especial Japón— intensificaron sus intentos
por afianzarse en la zona. Las viejas instituciones se derrumbaron por
efecto de tantas presiones, y ello tuvo como resultado un vacío de poder,
moralidad y autoridad. Muchas personas intentaron ascender a
posiciones elevadas sobornando a los potentados locales con
espléndidos presentes de oro, plata y joyas. Mi bisabuelo no era lo
bastante rico como para acceder a una posición lucrativa en la gran
ciudad, y a los treinta años de edad no había pasado de ser funcionario
de la comisaría de policía de su Yixian natal, entonces un lugar remoto y
atrasado. Sin embargo, alimentaba sus propios planes, y contaba con un
valioso activo: su hija.

Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas


y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir
peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser
recatada cuando la ocasión lo requería —esto es, la mayor parte del
tiempo—, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida.
Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su
figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal
de belleza.

Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino
se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian ).
Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado
por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en
belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer
tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre

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los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo
de protección en el observador.

Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de
edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por
atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de
longitud, doblándole todos los dedos —a excepción del más grueso—
bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de
grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de
dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió
embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se
desmayó varias veces a causa del dolor.

El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies
tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que
intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados.
Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable.
Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía
en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida
entera y que lo hacía por su propia felicidad.

En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo


primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies
grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la
familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si
los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba
caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia
expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la
mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En
ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas;
sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar
el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación de la
sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.

La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace


unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No
sólo se consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus
diminutos pies sino que los hombres se excitaban jugando con los
mismos, permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las
mujeres no podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas,
pues en tal caso sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes
sólo podían retirarse temporalmente durante la noche, en la cama, para
ser sustituidos por zapatos de suela blanda. Los hombres rara vez veían
desnudos unos pies vendados, pues solían aparecer cubiertos de carne
descompuesta y despedían una fuerte pestilencia. De niña, recuerdo a
mi abuela constantemente dolorida. Cuando regresábamos a casa
después de hacer la compra, lo primero que hacía era sumergir los pies
en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba un suspiro de
alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel muerta. El
dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también por
las uñas al incrustarse en la planta del pie.

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De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en
que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su
hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada,
por lo que ésta pudo escapar al tormento.

No obstante, durante la adolescencia de mi abuela, la actitud imperante


en pequeñas poblaciones como Yixian continuaba favoreciendo la idea
de que unos pies vendados eran fundamentales para lograr un buen
matrimonio. Pero ello no era más que el comienzo. Los planes de su
padre consistían en educarla ya como una perfecta dama, ya como una
cortesana de lujo. Despreciando la tradición de la época —según la cual
el analfabetismo era una muestra de virtud en las mujeres de clase
inferior— la envió a un colegio femenino que había sido creado en el
pueblo en el año 1905. Asimismo, hubo de aprender a jugar al ajedrez
chino, al mah-jongg y al go . Estudió dibujo y bordado. Su diseño
favorito era el de los patos mandarines (que simbolizaban el amor
debido a que siempre nadaban en parejas), y solía bordarlos en los
diminutos zapatos que ella misma se fabricaba. Para rematar su lista de
habilidades, se contrató a un tutor que la enseñó a tocar el qin , un
instrumento musical similar a la cítara.

Mi abuela estaba considerada como la belleza de la ciudad. Sus


habitantes afirmaban que destacaba «como una grulla entre las
gallinas». En 1924, cumplió quince años y su padre comenzó a
inquietarse, temiendo que estuviera comenzando a agotarse el plazo
para capitalizar su única riqueza real y, con él, su única oportunidad de
disfrutar de una vida regalada. Aquel mismo año, acudió a visitarles el
general Xue Zhi-heng, inspector general de la policía metropolitana del
Gobierno militar de Pekín.

Xue Zhi-heng había nacido en 1876 en el condado de Lulong, situado a


unos ciento sesenta kilómetros al este de Pekín y justamente al sur de la
Gran Muralla, allí donde las vastas llanuras del norte de China se
funden con las montañas. Era el mayor de cuatro hermanos, hijos de un
maestro rural.

Era guapo y poseía una fuerte personalidad que impresionaba a cuantos


le conocían. Los numerosos ciegos adivinadores del futuro que habían
palpado su rostro habían predicho que alcanzaría una posición elevada.
Era un hábil calígrafo, habilidad sumamente estimada por entonces, y
en 1908 un militar llamado Wang Huai-qing que se hallaba de visita en
Lulong advirtió la hermosa caligrafía sobre una placa que colgaba de la
verja del templo mayor y pidió que le presentaran al nombre que la
había realizado. Al general le agradó Xue, quien entonces contaba
treinta y dos años de edad, y le ofreció convertirse en su edecán.

Gracias a su considerable eficacia, Xue no tardó en ser ascendido a


oficial de intendencia. Ello implicaba frecuentes viajes, en los que
comenzó a adquirir sus propios comercios de alimentación en la zona de
Lulong y en los territorios situados al otro lado de la Gran Muralla, en
Manchuria. Su rápida ascensión se vio estimulada al prestar ayuda al

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general Wang para sofocar un alzamiento en la Mongolia interior. Al
cabo de poco tiempo, había amasado una fortuna con la que se diseñó y
construyó una mansión de ochenta y una habitaciones en Lulong.

Durante la década posterior a la caída del imperio, la mayor parte del


país no se hallaba sometida a la autoridad de gobierno alguno. En
breve, diversos militares poderosos comenzaron a luchar por el control
del Gobierno central de Pekín. La facción de Xue, encabezada por un
jefe militar llamado Wu Pei-fu, dominó el Gobierno nominal de Pekín a
comienzos de la década de los veinte. En 1922, Xue se convirtió en
inspector general de la Policía Metropolitana y en uno de los dos jefes
del Departamento de Obras Públicas de Pekín. Dominaba veinte
regiones situadas a ambos lados de la Gran Muralla, y tenía bajo su
mando a más de diez mil policías de caballería e infantería. Su posición
en la policía le proporcionaba poder, mientras que su cargo en Obras
Públicas aumentaba su influencia política.

Las alianzas eran poco sólidas. En mayo de 1923, la facción del general
Xue decidió desembarazarse del presidente que había llevado al poder
tan sólo un año antes, Li Yuan-hong. En unión con un general llamado
Feng Yu-xiang (jefe militar cristiano convertido en personaje legendario
por haber bautizado a sus tropas en masa con una manguera), Xue
movilizó a sus diez mil hombres y rodeó los principales edificios
gubernamentales de Pekín, solicitando las pagas atrasadas que el
gobierno en quiebra debía a sus hombres. Su objetivo real era el de
humillar al presidente Li y obligarle a dimitir. Li rehusó hacerlo, por lo
que Xue ordenó a sus hombres cortar el suministro de agua y
electricidad del palacio presidencial. Al cabo de unos pocos días, las
condiciones en el interior del edificio se volvieron insostenibles, y en la
noche del 13 de junio el presidente Li abandonó su maloliente residencia
y huyó de la capital en dirección a la ciudad portuaria de Tianjin,
situada a cien kilómetros al Sudeste.

En China, la autoridad de un cargo se basaba no sólo en quien lo ejercía


sino en los sellos oficiales. Aunque estuviera firmado por el propio
presidente, ningún documento era válido si no mostraba su sello.
Sabiendo que nadie podría acceder a la presidencia sin ellos, el
presidente Li dejó los sellos en poder de una de sus concubinas,
convaleciente en un hospital de Pekín dirigido por misioneros franceses.

Ya en las cercanías de Tianjin, el tren del presidente Li fue detenido por


policías armados, los cuales le exigieron la entrega de los sellos. Al
principio, se negó a revelar dónde los había ocultado, pero al cabo de
unas cuantas horas terminó por ceder. A las tres de la mañana, el
general Xue acudió al hospital francés con la intención de
arrebatárselos a la concubina. Al principio, la mujer se negó a mirar
siquiera al hombre que esperaba junto a su cama: «¿Cómo puedo
entregar los sellos del presidente a un simple policía?», dijo con altivez.
Pero el general Xue, resplandeciente en su uniforme nuevo, mostraba un
aspecto tan intimidante que no tardó en depositarlos en sus manos.

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A lo largo de los cuatro meses que siguieron, Xue se sirvió de su policía
para asegurarse de que Tsao Kun, el hombre que su facción deseaba
elevar a la presidencia, ganara lo que se anunciaba como una de las
primeras elecciones celebradas en China. Hubo que sobornar a los
ochocientos cuatro miembros del Parlamento. Xue y el general Feng
emplazaron a sus guardias en el edificio del Parlamento e hicieron saber
que habría una generosa recompensa para todos aquellos que votaran
como era debido, lo que hizo retornar a numerosos diputados de sus
provincias. Cuando ya se hallaba todo preparado para la elección, había
en Pekín quinientos cincuenta y cinco miembros del Parlamento. Cuatro
días antes, y tras intensas negociaciones, les fueron entregados a cada
uno cinco mil yuanes de plata, una suma entonces considerable. El 5 de
octubre de 1923, Tsao Kun fue elegido presidente de China con
cuatrocientos ochenta votos a favor. Xue fue recompensado con su
ascenso a general. También fueron ascendidas diecisiete «consejeras
especiales», todas ellas favoritas o concubinas de los diversos generales
y jefes militares. Este episodio ha pasado a formar parte de la historia
china como notorio ejemplo del modo en que unas elecciones pueden ser
manipuladas, y la gente aún lo cita para argumentar que la democracia
nunca funcionará en China.

A comienzos del verano del año siguiente, el general Xue visitó Yixian,
población que, si bien no era de gran tamaño, sí resultaba importante
desde el punto de vista estratégico. Fue más o menos en aquella zona
donde el poder del Gobierno de Pekín comenzó a agotarse. Más allá, el
poder recaía en manos del gran jefe militar del Nordeste, Chang Tso-lin,
conocido como el Viejo Mariscal. Oficialmente, el general Xue se hallaba
realizando un viaje de inspección, pero también tenía intereses
personales en la zona. En Yixian poseía los principales almacenes de
grano y las mayores tiendas, incluyendo una casa de empeños que hacía
las veces de banco y emitía una moneda propia que circulaba en la
población y sus alrededores.

Para mi bisabuelo, aquello representaba una ocasión única en la vida:


nunca tendría otra de aproximarse tanto a un personaje realmente
importante. Se las ingenió para encargarse personalmente de la escolta
del general Xue y reveló a su esposa que planeaba casarle con su hija.
No le pidió su beneplácito, sino que sencillamente se lo comunicó.
Independientemente del hecho de que se tratara de un procedimiento
habitual durante la época, sucedía también que mi bisabuelo
despreciaba a su esposa.

Mi bisabuela lloró, pero no dijo nada. Su esposo le comunicó que no


debía decir absolutamente nada a su hija. Ni siquiera se mencionó la
posibilidad de consultar con ella. El matrimonio era una transacción, y
no una cuestión de sentimientos. La muchacha sería informada cuando
se organizara la boda.

Mi bisabuelo sabía que debía dirigirse al general Xue de un modo


indirecto. Una oferta explícita de la mano de su hija reduciría su valor, y
existía también la posibilidad de que fuera rechazada. Había que

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proporcionar al general Xue la ocasión de admirar lo que le estaba
siendo ofrecido. En aquellos tiempos, una mujer respetable no podía ser
presentada a un extraño, por lo que Yang tuvo que ingeniárselas para
lograr que el general Xue viera a su hija. El encuentro tenía que parecer
accidental.

En Yixian existía un espléndido templo budista de novecientos años de


antigüedad. Construido con maderas nobles, alcanzaba una altura
aproximada de unos treinta metros. Se hallaba situado en un elegante
recinto en el que se alineaban hileras de cipreses que cubrían un área de
más de un kilómetro cuadrado de extensión. En su interior había una
estatua de Buda de nueve metros de altura pintada de vivos colores, y el
interior del templo se hallaba cubierto de delicados murales en los que
se describían escenas de su vida. Un lugar obvio al que Yang podía
llevar a un importante personaje que se encontrara de visita. Por otra
parte, los templos eran uno de los pocos lugares a los que las mujeres
de buena familia podían acudir solas.

Mi abuela recibió la orden de acudir al templo en un día determinado.


Para demostrar su reverencia por Buda, tomó baños perfumados y pasó
largas horas meditando frente a un pequeño santuario aromatizado con
incienso. La oración en el templo exigía un estado de máximo sosiego y
la ausencia de cualquier emoción perturbadora. Acompañada por una
sirvienta, partió en una carreta alquilada tirada por un caballo. Vestía
una chaqueta de color azul huevo de pato con los bordes adornados por
un bordado de hilo de oro que destacaba la sencillez de sus líneas y una
hilera de botones de mariposa que recorría el costado derecho.
Completaba su atavío una falda plisada de color rosado adornada con
flores bordadas. Sus largos y oscuros cabellos habían sido peinados en
una trenza, de cuya parte superior asomaba una peonía fabricada en
seda verdinegra, la variedad menos frecuente. No llevaba maquillaje,
pero sí iba ricamente perfumada, tal y como se consideraba apropiado
para las visitas a los templos. Una vez en su interior, se arrodilló ante la
gigantesca estatua del Buda. Tras realizar varios kowtow [2] ante la
imagen de madera, permaneció de rodillas frente a ella con las manos
unidas en oración.

Mientras rezaba, llegó su padre acompañado por el general Xue. Los


dos hombres contemplaron la escena desde la oscuridad de la nave. Mi
bisabuelo había trazado su plan acertadamente. La posición en la que se
hallaba arrodillada mi abuela revelaba no sólo sus calzones de seda,
rematados en oro al igual que la chaqueta, sino también sus diminutos
pies, calzados por zapatos de satén bordado.

Cuando concluyó su oración, mi abuela realizó tres kowtow más frente


al Buda. Al ponerse en pie, perdió ligeramente el equilibrio, lo que no
era difícil con los pies vendados, y extendió la mano para apoyarse en
su doncella. El general Xue y su padre acababan de iniciar su avance.
Mi abuela se ruborizó e inclinó la cabeza. A continuación, dio media
vuelta y se dispuso a partir, lo que constituía la actitud adecuada. Su

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padre avanzó un paso y la presentó al general. Ella realizó una pequeña
reverencia sin alzar el rostro en ningún momento.

Tal y como correspondía a un hombre de su posición, el general apenas


comentó brevemente el encuentro con Yang, quien al fin y al cabo no era
sino un subordinado de poca monta, pero mi bisabuelo pudo adivinar
que se encontraba fascinado. El siguiente paso consistía en organizar un
encuentro más directo. Un par de días después, Yang, corriendo el
riesgo de arruinarse, alquiló el mejor teatro de la ciudad y contrató la
representación de una ópera local, al tiempo que solicitaba la presencia
del general Xue como invitado de honor. Al igual que la mayor parte de
los teatros chinos, éste se hallaba construido alrededor de un espacio
rectangular abierto al cielo y provisto de estructuras de madera en tres
de sus costados; el cuarto constituía el escenario, el cual aparecía
completamente desnudo y desprovisto tanto de telones como de
decorados. La zona destinada al público se parecía más a un café que a
un teatro occidental. Los hombres se sentaban en torno a varias mesas
dispuestas en el patio central, comiendo, bebiendo y hablando en voz
alta a lo largo de la representación. A un lado, algo más arriba, se
hallaba el «círculo de los vestidos», donde las damas aparecían
recatadamente sentadas ante mesas más pequeñas. Tras ellas
esperaban sus doncellas. Mi bisabuelo lo había organizado todo de
manera que su hija estuviera en un lugar en el que el general Xue
pudiera verla con facilidad.

Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al
templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos
adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y
energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue
apenas dirigió una mirada al escenario.

Después de la representación, se celebró un juego tradicional chino


llamado adivinanzas de farol. Se llevaba a cabo en dos estancias
separadas, una para los hombres y otra para las mujeres. En cada sala
había docenas de farolillos de papel cuidadosamente elaborados, sobre
los que se habían adherido una serie de adivinanzas escritas en verso.
La persona que adivinaba el mayor número de respuestas obtenía un
premio. Ni que decir tiene que el ganador masculino fue el general Xue.
Entre las mujeres, el premio recayó en mi abuela.

Con ello, Yang había proporcionado al general Xue la ocasión de


admirar la belleza y la inteligencia de su hija. La cualidad final era su
talento artístico. Dos noches después, invitó al general a cenar a su
casa. Era una noche clara y templada, y había luna llena: una atmósfera
perfecta para escuchar el qin. Después de cenar, los hombres se
sentaron en el mirador, y mi abuela recibió la orden de interpretar
música en el patio. Su actuación encantó al general Xue, sentado bajo
un emparrado en el que flotaba el aroma de las jeringuillas. Más tarde,
el general habría de revelar a mi abuela que con aquella representación
a la luz de la luna le había arrebatado el corazón. Cuando nació mi

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madre, la bautizó con el nombre de Bao Qin, que significa «Preciosa
cítara».

Antes de que concluyera la velada ya había pedido su mano; no


directamente a ella, claro está, sino a su padre. No realizó una
propuesta de matrimonio, sino que sugirió que mi abuela se convirtiera
en su concubina. Pero era todo lo que había esperado Yang. Para
entonces, la familia Xue habría ya dispuesto para el general un
matrimonio basado en consideraciones de tipo social. En cualquier
caso, los Yang eran demasiado humildes para dotarle de una esposa. Sin
embargo, se esperaba que un hombre como el general Xue dispusiera de
concubinas. Eran ellas, y no las esposas, quienes se hallaban destinadas
al placer. Las concubinas podían llegar a adquirir un poder
considerable, pero su categoría social era muy distinta de la de una
esposa. Una concubina era una suerte de querida oficial que el hombre
adquiría y abandonaba a voluntad.

La primera noticia que tuvo mi abuela acerca del destino que se le


avecinaba fue cuando su madre se lo comunicó, pocos días antes del
acontecimiento. Mi abuela inclinó la cabeza y lloró. Detestaba la idea de
ser una concubina, pero su padre ya había tomado la decisión, y a nadie
se le hubiera ocurrido enfrentarse a sus progenitores. Discutir una
decisión paterna se consideraba «antifilial», y el comportamiento
antifilial equivalía a una traición. Incluso si rehusaba someterse a los
deseos de su padre, nadie la tomaría en serio. Su acción se interpretaría
como una indicación de que quería permanecer con ellos. El único modo
de negarse de un modo verosímil habría consistido en suicidarse, por lo
que mi abuela se mordió los labios y no dijo nada. De hecho, no había
nada que pudiera decir. Incluso decir que sí se hubiera considerado
impropio de una dama, pues hubiera implicado que ansiaba separarse
de sus padres.

Al advertir cuan desdichada se sentía, su madre le aseguró que se


trataba de la mejor unión posible. Su esposo le había hablado del poder
del general Xue: «En Pekín dicen, “Cuando el general Xue da una patada
en el suelo, tiembla toda la ciudad”». Lo cierto es que mi abuela se
había sentido considerablemente impresionada por el porte apuesto y
marcial del general, a la vez que se sentía adulada por las palabras de
admiración que había pronunciado ante su padre acerca de ella,
palabras que ahora eran repasadas y embellecidas. Ninguno de los
hombres de Yixian poseía el empaque del general, y a sus quince años de
edad ignoraba lo que significaba realmente ser una concubina y
confiaba en que podría conquistar el amor del general Xue y llevar una
vida feliz.

El general Xue había dicho que podía quedarse en Yixian, en una casa
que compraría especialmente para ella. Ello significaba que podría
conservar la proximidad con su familia y, más importante aún, que no
tendría que vivir en la residencia del general, donde habría tenido que
someterse a la autoridad de su esposa y del resto de las concubinas,
todas las cuales habrían tenido derechos de antigüedad sobre ella. En la

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residencia de un potentado como el general Xue, las mujeres eran
prácticamente unas prisioneras viviendo en un estado de murmuración y
calumnia permanentes provocado en gran parte por la inseguridad. La
única seguridad de que gozaban era el favor de su esposo. La oferta del
general Xue de comprarle una casa significaba mucho para mi abuela,
al igual que su promesa de solemnizar la unión con una ceremonia
nupcial completa. Ello suponía que ella y su familia adquirirían una
importancia considerable. Asimismo, existía una consideración final
sumamente importante para ella: ahora que su padre se hallaba
satisfecho, confiaba en que mejorara el trato que daba a su madre.

La señora Yang sufría epilepsia, lo que la convertía en despreciable a los


ojos de su marido. A pesar de mostrarse siempre humilde, él la trataba
como si fuera una basura, sin mostrar inquietud alguna por su salud.
Durante años, le reprochó no haberle dado un hijo. Mi bisabuela sufrió
una larga serie de abortos tras el nacimiento de mi abuela, hasta que,
en 1917, nació una nueva criatura. Una vez más, era una niña.

Mi bisabuelo se mostraba obsesionado por la idea de tener el dinero


suficiente como para disponer de concubinas. La «boda» le permitió ver
cumplido este deseo, pues el general Xue obsequió a la familia con
espléndidos presentes nupciales de los que fue él el principal
beneficiario. Los regalos eran realmente magníficos, tal y como
correspondía a la categoría del general.

El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada
con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a
ella, acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y
farolillos de seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo
más grandioso para una mujer. De acuerdo con la tradición, la
ceremonia nupcial tuvo lugar al atardecer, entre una multitud de faroles
rojos que alumbraban el crepúsculo. Había una orquesta de tambores,
címbalos y penetrantes instrumentos de viento que interpretaron alegres
melodías. El ruido se consideraba parte esencial de una buena boda, ya
que el silencio habría sugerido que el acontecimiento tenía algo de
vergonzoso. Mi abuela apareció espléndidamente ataviada de brillantes
bordados, con un velo de seda roja cubriendo su cabeza y su rostro.
Ocho hombres la transportaron hasta su nueva casa en la silla de mano.
En el interior de ésta hacía un calor sofocante y, discretamente, retiró la
cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo el velo, se alegró de
ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle. Aquello era
muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple concubina:
apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de un
soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro
personas, todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda
la población, visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual
completo, y exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes
cestos de mimbre transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida
por toda la ciudad, llegó por fin a su nuevo hogar, una residencia
grande y elegante. Al verla, se sintió satisfecha. La pompa y la
ceremonia le hacían sentir que había ganado prestigio y estima.

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Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto un
acontecimiento semejante.

Cuando llegó a la casa, descubrió que allí la esperaba el general Xue,


ataviado con su uniforme completo y rodeado por los dignatarios
locales. El salón, estancia central de la casa, aparecía iluminado por
velas rojas y brillantes lámparas de gas, y en él tuvo lugar la ceremonia
del kowtow frente a las imágenes del Cielo y la Tierra. A continuación,
todos se saludaron mutuamente por medio del kowtow y mi abuela, de
acuerdo con la costumbre, penetró sola en la cámara nupcial mientras
el general Xue partía a celebrar un espléndido banquete con los
hombres.

El general Xue no abandonó la casa en tres días. Mi abuela se sentía


feliz. Creía amarle, y él no dejaba de mostrar hacia ella una especie de
áspero afecto. Sin embargo, rara vez hablaba con ella acerca de
cuestiones serias, tal y como recomendaba el dicho tradicional: «Las
mujeres poseen cabello largo e inteligencia corta». En China, el hombre
debía mantener una actitud discreta y distante incluso con su familia.
Así pues, mi abuela guardó silencio y se limitó a aplicarle masaje en los
dedos de los pies antes de levantarse por la mañana y a tocar el qin
para él al llegar el atardecer. Al cabo de una semana, el general le
comunicó que tenía que partir. No le dijo adonde iba y ella sabía muy
bien que no convenía preguntar. Su deber era esperarle hasta que
regresara. Hubo de esperar seis años.

En septiembre de 1924 se desataron las luchas entre las dos principales


facciones militares del norte de China. El general Xue fue ascendido a
comandante en jefe de la guarnición de Pekín, pero al cabo de unas
pocas semanas su viejo aliado cristiano —el general Feng— se pasó al
bando contrario. El 3 de noviembre, fue obligado a dimitir Tsao Kun, a
quien el general Xue y el general Feng habían ayudado a convertirse en
presidente el año anterior. Aquel mismo día, la guarnición de Pekín fue
disuelta y, dos días después, ocurrió lo propio con la policía. El general
Xue se vio obligado a huir de la capital precipitadamente. Se retiró a
una casa que poseía en Tianjin, en la concesión francesa, donde se
gozaba de inmunidad extraterritorial. Se trataba del mismo lugar al que
el presidente Li había huido un año antes, cuando Xue le expulsó del
palacio presidencial.

Entretanto, mi abuela se vio atrapada por las continuas luchas. El


control del Nordeste constituía un elemento vital en la lucha de todos los
ejércitos, y las poblaciones situadas a lo largo de la vía del ferrocarril
representaban objetivos particularmente importantes, en especial si —
como era el caso de Yixian— se trataba de estaciones de empalme. Poco
después de la partida del general Xue, la lucha llegó hasta las mismas
murallas de la ciudad, junto a las que se desarrollaron feroces
combates. Imperaban los saqueos. Una compañía italiana de
armamento había anunciado a los empobrecidos jefes militares que
aceptarían «pueblos saqueables» como garantía de sus suministros. Las
violaciones eran igualmente frecuentes. Al igual que muchas otras

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mujeres, mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para
adquirir un aspecto sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la
situación prácticamente intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia
el Sur y la situación volvió a la normalidad.

Para mi abuela, la «normalidad» equivalía a tener que encontrar


métodos para matar el tiempo en su amplia residencia. La casa había
sido construida al típico estilo chino, en torno a tres lados de un
cuadrado. El costado sur del patio era un muro de dos metros de altura
dotado de una verja que se abría hacia otro patio, guardado a su vez
por una doble puerta con una aldaba redonda de latón.

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un


clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre
gélidos inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de
primavera u otoño. En verano, la temperatura podía ascender por
encima de los 35 °C, pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos
ululantes que atravesaban rugiendo las llanuras, procedentes de
Siberia. El polvo se introducía en los ojos y arañaba la piel durante gran
parte del año, y a menudo la gente se veía obligada a proteger su rostro
y su cabeza con una máscara. En los patios interiores de las casas,
todas las ventanas de las habitaciones principales se abrían al Sur para
permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los muros del
Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de la
casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas
que se extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre
y al resto de las actividades. Los suelos de las estancias principales
estaban cubiertos de baldosa, y las ventanas de madera forradas de
papel. El tejado, inclinado, aparecía revestido de suaves tejas negras.

Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy


superior a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada.
Contaba con varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos
doncellas. Su tarea no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer
las veces de guardianes y espías. El portero tenía instrucciones de no
permitir la salida de mi abuela bajo ninguna circunstancia. Antes de su
partida, y a modo de advertencia, el general Xue relató a mi abuela una
historia referente a otra de sus concubinas. Tras descubrir que había
mantenido una aventura con uno de los sirvientes masculinos, la había
atado a la cama y le había introducido un trapo en la boca. A
continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que
asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer
de una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es
traicionar a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones
de infidelidad, un hombre como el general Xue sentiría mucho más odio
por la mujer que por el hombre. «En cuanto a su amante, me limité a
mandarlo fusilar», añadió en tono indiferente. Mi abuela nunca supo si
todo aquello había sucedido realmente o no, pero a sus quince años de
edad quedó inevitablemente petrificada al oírlo.

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A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado
que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre
aquellas cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su
propia casa, y había de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes
para evitar que inventaran historias acerca de ella (algo tan corriente
que se consideraba casi inevitable). Les hacía numerosos presentes, y
organizaba asimismo partidas de mah-jongg, ya que al ganador le
correspondía siempre entregar una generosa propina a la servidumbre.

Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que
le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños,
quien también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las
partidas de mah-jongg.

La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la


vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga
siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a
las personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento
por luchar contra la soledad, muchas concubinas se convertían en
adictas. El general Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero
ésta hizo caso omiso de sus recomendaciones.

Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era


cuando iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer
todos los días sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho,
especialmente obras de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas
—balsamina, hibisco, dondiego y rosas de Sharon— en tiestos que
conservaba en el patio, donde también cultivaba bonsáis. Su otro
consuelo dentro de aquella jaula de oro era un gato que poseía.

Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado


con malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos. Aunque
se trataba de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se
convirtió para ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a
jefe adjunto de la policía local por su relación con el general Xue, lo que
le había permitido adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi
abuela abría la boca para decir lo desdichada que era, su padre
respondía con un sermón en el que afirmaba que una mujer virtuosa
debería suprimir sus emociones y no desear nada que rebasara las
obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le echara de menos
era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían protestar. De
hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos de vista
propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para
hablar de ellos. Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un
pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro».

Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas;


luego, silencio total. Incapaz de eliminar su energía y su frustración
sexual, imposibilitada siquiera de caminar a grandes zancadas debido a
sus pies vendados, mi abuela se veía limitada a recorrer la casa a
pasitos. Al principio, depositó todas sus esperanzas en recibir algún

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mensaje, a la vez que repasaba mentalmente una y otra vez su breve
vida con el general. Llegó incluso a recordar con nostalgia la sumisión
física y psicológica que sufría junto a él. Le echaba mucho de menos, a
pesar de que sabía que no era sino una más de tantas de sus concubinas
que salpicaban el territorio chino y de que nunca había alimentado la
idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le añoraba, ya que
representaba su única posibilidad de poder llevar una vida digna de ese
nombre.

Sin embargo, a medida que las semanas se convertían en meses, y los


meses en años, su nostalgia fue amortiguándose. Llegó a darse cuenta
de que, para él, ella no era sino un juguete que podía coger y soltar
según le apeteciera. Ya no tenía nada sobre lo que enfocar su inquietud,
ahora permanentemente oprimida por una especie de camisa de fuerza.
Las ocasiones en que lograba estirar sus extremidades se sentía tan
agitada que no sabía qué hacer consigo misma. Algunas veces, llegaba a
desplomarse inconsciente sobre el suelo. Habría de sufrir episodios
similares durante el resto de su vida.

Por fin, un día, seis años después de haberle visto salir por la puerta
como si tal cosa, apareció su «esposo». El reencuentro fue muy distinto
de lo que había soñado al comienzo de su separación. Entonces, en sus
fantasías, había planeado entregarse total y apasionadamente a él, pero
ahora apenas lograba despertar en sí misma una reservada conciencia
de su deber. Por otra parte, le angustiaba la idea de haber podido
ofender a alguno de los sirvientes o de que éstos inventaran historias
destinadas a congraciarse con el general y destrozar su vida. Pero todo
transcurrió apaciblemente. El general, quien ya había superado la
cincuentena, parecía haberse suavizado, y su aspecto ya no era tan
majestuoso como antes. Tal y como mi abuela esperaba, en ningún
momento mencionó dónde había estado, el motivo por el que había
partido tan abruptamente ni por qué había vuelto, y ella no se lo
preguntó. Aparte del hecho de que no deseaba recibir una reprimenda
por mostrarse demasiado curiosa, lo cierto era que no le importaba.

De hecho, durante todo este tiempo el general no se había alejado


mucho. Había llevado la vida tranquila propia de un rico dignatario
retirado, dividiendo su tiempo entre su casa de Tianjin y su residencia
campestre, situada en las proximidades de Lulong. El mundo en el que
había prosperado se estaba convirtiendo en algo perteneciente al
pasado. Los jefes militares se habían derrumbado junto con su sistema
feudal, y la mayor parte de China se hallaba controlada por una única
fuerza —el Kuomintang, o Ejército nacionalista— liderado por Chiang
Kai-shek. Con objeto de señalar la ruptura con el caótico pasado de la
nación y a la vez proporcionar la apariencia de estabilidad y de nuevo
comienzo, el Kuomintang trasladó la capital desde Pekín («Capital
Septentrional») a Nanjing («Capital Meridional»). En 1928, el cacique
de Manchuria, Chang Tso-lin, conocido como el Viejo Mariscal, fue
asesinado por los japoneses, quienes mostraban una actividad creciente
en la zona. El hijo del Viejo Mariscal, Chang Hsueh-liang (conocido
como el Joven Mariscal), se alió con el Kuomintang y unió formalmente

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a Manchuria con el resto de China. Sin embargo, el Gobierno del
Kuomintang nunca llegó a establecerse de un modo real en aquella
región.

La visita del general Xue a mi abuela no duró mucho. Al igual que había
sucedido la primera vez, anunció súbitamente su marcha al cabo de
unos pocos días. La noche antes de partir, pidió a mi abuela que se
trasladara a vivir con él a Lulong. La petición la dejó sin aliento. Si le
ordenaba ir con él, sería como verse condenada a cadena perpetua bajo
el mismo techo de su mujer y del resto de sus concubinas. Se sintió
invadida por una oleada de pánico. Sin dejar de aplicarle masaje en los
pies, le rogó suavemente que le permitiera quedarse en Yixian. Alabó su
bondad al haber prometido a sus padres que no la separaría de ellos, y
le recordó discretamente que su madre no gozaba de buena salud:
acababa de dar a luz a su tercer hijo, el tan deseado varón. Dijo que
preferiría observar sus deberes filiales de lealtad y al mismo tiempo
servir, claro está, a su dueño y señor siempre que se dignara obsequiar
a Yixian con su presencia. Al día siguiente, empaquetó las pertenencias
de su esposo y éste partió solo. Tal y como había hecho al llegar,
aprovechó su despedida para cubrir de joyas a mi abuela: oro, plata,
jade, perlas y esmeraldas. Al igual que muchos hombres de su
mentalidad, creía que era así como se conquistaba el corazón de una
mujer. Sin embargo, para las mujeres como mi abuela las joyas
constituían su única forma de seguro.

Poco tiempo después, advirtió que estaba embarazada. En el


decimoséptimo día de la tercera luna de la primavera de 1931, dio a luz
a una niña: mi madre. Escribió al general Xue para hacérselo saber, y él
respondió diciendo que la llamara Bao Qin y que la llevara a Lulong tan
pronto como fuera lo bastante fuerte para viajar.

Mi abuela se encontraba feliz con su niña. Ahora, pensó, su vida tenía


un objetivo, y descargó todo su amor y su energía sobre mi madre.
Transcurrió un año de felicidad. El general Xue escribió numerosas
veces pidiéndole que fuera a Lulong, pero ella siempre se las arregló
para evitarlo. Por fin, un día del verano de 1932 llegó un telegrama en el
que se informaba a mi abuela de que el general Xue se encontraba
seriamente enfermo y se le ordenaba llevar a su hija inmediatamente
ante su presencia. El tono de la misiva dejaba bien claro que esta vez no
debía negarse.

Lulong se encontraba a algo más de trescientos kilómetros de distancia,


y para mi abuela el trayecto constituía un esfuerzo considerable, ya que
nunca había viajado. Por otra parte, resultaba sumamente difícil viajar
con los pies vendados; transportar equipaje era casi imposible,
especialmente con un niño pequeño en brazos. Mi abuela decidió llevar
con ella a su hermana Yu-lan, de catorce años de edad, a la que llamaba
Lan.

El viaje fue toda una aventura. La zona se hallaba una vez más sumida
en la agitación. En septiembre de 1931, y tras extender inexorablemente

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su influencia en la región, Japón había lanzado una invasión de
Manchuria en gran escala y las tropas japonesas habían ocupado Yixian
el 6 de enero de 1932. Dos meses más tarde, los japoneses proclamaron
la fundación de un nuevo estado, al que denominaron Manchukuo («País
manchú»). Su territorio cubría la mayor parte del nordeste de China
(una extensión similar a la de Francia y Alemania juntas). Los japoneses
declararon la independencia de Manchukuo, pero lo cierto es que la
zona no dejaba de ser una marioneta de Tokio. En el poder instalaron a
Pu Yi quien, de niño, había sido el último emperador de China. Al
principio, le nombraron Presidente, pero más tarde, en 1934, fue
declarado Emperador de Manchukuo. Todo aquello tenía poca
importancia para mi abuela, quien apenas mantenía contacto con el
mundo exterior. En general, la población se mostraba fatalista en lo que
se refería a sus líderes, dado que nadie podía intervenir en su selección.
Para muchos, Pu Yi, en su condición de emperador Manchú e Hijo del
Cielo, era el soberano lógico. Veinte años después de la revolución
republicana, no había una nación unificada que pudiera reemplazar el
mandato del emperador, ni existía en Manchuria un concepto
generalizado de ciudadanía de algo llamado «China».

Un cálido día del verano de 1932, mi abuela, su hermana y mi madre


tomaron el tren que conectaba Yixian con el Sur y abandonaron
Manchuria a través del pueblo de Shanhaiguan, donde la Gran Muralla
atraviesa las montañas casi hasta llegar al mar. A medida que el tren
avanzaba por las llanuras costeras, podían advertir los cambios en el
paisaje: en lugar de las llanuras desnudas y pardoamarillentas de
Manchuria, podían distinguir una tierra más oscura y una vegetación
más densa, casi lujosa comparada con la del Nordeste. Poco después de
atravesar la Gran Muralla, el tren enfiló tierra adentro, y
aproximadamente una hora más tarde se detuvo en un pueblo llamado
Changli donde se apearon frente a un edificio de tejados verdes
parecido a las estaciones de ferrocarril de Siberia.

Mi abuela alquiló una carreta de caballos y se dirigió hacia el Norte a lo


largo de una carretera polvorienta y llena de baches en dirección a la
mansión del general Xue, situada a unos treinta kilómetros, junto a las
murallas de un pequeño pueblo llamado Yanheying, que otrora había
sido uno de los principales campamentos militares y, por ello, era
visitado frecuentemente por los emperadores manchúes y su corte.
Desde entonces, la carretera había adquirido el nombre de Ruta
imperial. Se hallaba bordeada de álamos cuyas hojas de color verde
pálido destellaban a la luz del sol. Tras ellos, sobre el terreno arenoso,
se extendían huertos de melocotoneros. Sin embargo, cubierta de polvo
y sacudida por las irregularidades del terreno, mi abuela apenas
disfrutaba del paisaje. Sobre todo, le inquietaba no saber qué habría de
encontrar al final de su trayecto.

Cuando vio la mansión por primera vez se sintió sobrecogida por su


grandeza. La inmensa puerta principal se hallaba custodiada por
hombres armados, quienes se mantenían en posición de firmes junto a
enormes estatuas de leones reclinados. Había una hilera compuesta por

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ocho estatuas para atar a los caballos: cuatro de ellas representaban
elefantes, y monos las restantes. Ambos animales habían sido elegidos
por su afortunado sonido: en chino, las palabras «elefante» y «puesto
importante» poseen el mismo sonido (xiang ), lo que también ocurre en
el caso de «mono» y «aristocracia» (hou ).

A medida que la carreta atravesaba la verja exterior para entrar en el


patio, lo único que mi abuela pudo ver fue un enorme muro blanco
situado frente a ella; a un lado, se abría una segunda puerta. Se trataba
de una clásica estructura china, diseñada con un muro de ocultamiento
con el objeto de evitar que los extraños pudieran atisbar el interior de la
propiedad, a la vez que de impedir que cualquier atacante pudiera
disparar o irrumpir directamente a través de la verja principal.

Tan pronto como atravesaron la verja interior, mi abuela vio aparecer


junto a ella a un sirviente que, con ademán autoritario, le arrebató la
criatura. Otro sirviente la condujo escaleras arriba y la introdujo en la
sala de estar de la esposa del general Xue.

Tan pronto como penetró en la estancia, mi abuela se arrodilló en un


profundo kowtow y dijo, «Mis saludos, señora», tal y como exigía la
etiqueta. A la hermana de mi abuela no se le permitió el acceso a la
habitación, sino que por el contrario hubo de esperar fuera, como una
sirvienta. No se trataba de un ataque personal: sencillamente, los
parientes de las concubinas no recibían el trato otorgado a la familia.
Una vez que mi abuela hubo realizado un número aceptable de
kowtows, la esposa del general le dijo que podía incorporarse,
utilizando para ello una fórmula de tratamiento con la que
inmediatamente estableció el lugar que ocuparía mi abuela en la
jerarquía familiar, esto es, como una simple querida de segundo orden
más cercana a los altos sirvientes que a la esposa.

La esposa del general le ordenó sentarse. Mi abuela hubo de tomar una


rápida decisión. En los hogares chinos tradicionales, el lugar en que uno
se sienta refleja la categoría que posee. La esposa del general Xue se
hallaba sentada en el extremo norte de la estancia, tal y como convenía
a una dama de su alcurnia. Junto a ella, si bien separada por una mesa
auxiliar, había otra silla igualmente enfrentada al sur: el asiento del
general. A lo largo de los dos costados de la estancia se extendían
sendas hileras de sillas destinadas a visitantes de distintas categorías.
Mi abuela retrocedió y se sentó en una de las más próximas a la puerta
en señal de humildad. Sin embargo, la esposa del general le rogó que
avanzara… un poco. No podía por menos de mostrar cierta
generosidad.

Cuando mi abuela se hubo sentado, la esposa le dijo que a partir de


entonces su hija sería criada como si su madre fuese ella (la esposa), y
que sería a ella a quien llamaría «mamá» en lugar de a mi madre. Mi
abuela debía tratar a la criatura como cualquier doncella de la casa, y
comportarse de acuerdo con tal categoría.

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Llamaron a una doncella para que despidiera a mi abuela, quien sintió
como si se le partiera el corazón. Pero reprimió sus sollozos y no dio
rienda suelta a su dolor hasta que no se encontró en su habitación. Aún
tenía los ojos rojos cuando la requirieron para ser presentada a la
segunda concubina del general Xue, su favorita, encargada de
administrar la hacienda. Era una muchacha hermosa, con un rostro
delicado, y para sorpresa de mi abuela era considerablemente amable.
Sin embargo, no se atrevió a llorar delante de ella. En aquella
atmósfera nueva y desconocida, percibía de un modo instintivo que la
cautela sería su mejor política.

Algo más tarde, se le comunicó que iba a ser llevada a presencia de su


«marido». El general se hallaba tendido sobre un kang . El kang era la
cama típicamente utilizada en todo el norte de China: consistía en una
gran superficie plana y rectangular de apenas un metro de altura,
caldeada desde la parte inferior por una estufa de ladrillo. A su
alrededor se arrodillaban un par de doncellas o concubinas, ocupadas
en aplicarle masaje en las piernas y el estómago. El general Xue tenía
los ojos cerrados, y su aspecto era terriblemente cetrino. Mi abuela se
inclinó sobre el borde de la cama y silabeó su nombre suavemente. El
general abrió los ojos y logró distender sus labios con una débil sonrisa.
Mi abuela depositó a mi madre sobre la cama y dijo, «Ésta es Bao Qin».
Con lo que pareció un enorme esfuerzo, el general Xue acarició la
cabeza de mi madre y dijo, «Bao Qin ha salido a ti; es muy hermosa». A
continuación, cerró los ojos.

Mi abuela pronunció el nombre de su esposo en voz alta, pero éste


mantuvo los ojos cerrados. No era difícil adivinar que se encontraba
gravemente enfermo, acaso moribundo, por lo que tomó de nuevo a mi
madre en sus brazos y la oprimió fuertemente contra su pecho. Sin
embargo, tan sólo disfrutó de unos segundos para ello antes de que la
esposa del general, quien hasta entonces había estado revoloteando con
impaciencia por la estancia, comenzara a tirarle de la manga. Ya en el
exterior, la esposa previno a mi madre de que no debería importunar
demasiado al amo; de hecho, sería mejor que no le viera en absoluto y
que permaneciera en su habitación hasta que se solicitara su presencia.

Mi abuela se sintió aterrorizada. En su calidad de concubina, tanto su


futuro como el de su hija se hallaban en peligro, acaso en un peligro
mortal. Carecía de derechos. Si el general moría, se encontraría a
merced de su esposa, quien poseería entonces un derecho absoluto
sobre su vida o su muerte. Podía hacer lo que se le antojara: venderla a
un hombre rico o, incluso, entregarla a un burdel, costumbre por
entonces bastante corriente. En tal caso, mi abuela no volvería a ver a
su hija. Sabía que ambas debían partir de allí lo antes posible.

Tan pronto regresó a su habitación, se esforzó por tranquilizarse y


comenzó a planear su huida. Sin embargo, cuando intentaba pensar
sentía como si su cabeza se inundara de sangre. Sentía sus piernas tan
débiles que no podía caminar sin apoyarse en el mobiliario. No pudo
evitar el derrumbarse una vez más, y comenzó a sollozar. En parte, por

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rabia, ya que no lograba ver una vía de escape a su situación. Lo peor
de todo era que pensaba que el general podía morir en cualquier
momento, dejándola para siempre indefensa.

Poco a poco, logró dominar sus nervios y se esforzó por pensar con
claridad. Comenzó a revisar la mansión de un modo sistemático. Se
hallaba dividida en distintos patios distribuidos de tal modo que
ocupaban una gran finca rodeada por altos muros. Había algunos
cipreses, algunos abedules y algunos ciruelos de invierno, pero ninguno
de ellos se encontraba lo suficientemente cerca de los muros. Con objeto
de asegurar que ningún posible asesino contara con medio alguno de
ocultarse, ni siquiera se observaba la presencia de grandes arbustos.
Las dos puertas que conducían al exterior del jardín se encontraban
cerradas con un candado, y la verja principal estaba guardada por
sirvientes armados.

A mi abuela no se le permitía abandonar la zona amurallada. Se hallaba


autorizada para ver al general a diario, pero tan sólo durante las visitas
organizadas dispuestas para el resto de las mujeres. Apenas tenía
oportunidad de deslizarse junto a su cama y murmurar, «Os saludo, mi
señor».

Entretanto, comenzó a formarse una idea más clara del resto de los
personajes que habitaban la casa. Aparte de la esposa del general, su
segunda concubina parecía ser la persona más importante. Mi abuela
descubrió que había ordenado a los sirvientes que la trataran bien, lo
que facilitaba considerablemente su situación. En una hacienda de estas
características, la actitud de los sirvientes se hallaba determinada por la
categoría de aquellos a quienes se veían obligados a servir. Tan pronto
adulaban a las personas más favorecidas como maltrataban a quienes
habían caído en desgracia.

La segunda concubina tenía una hija algo mayor que mi madre, lo que
representaba un vínculo adicional entre ambas mujeres, a la vez que
constituía un motivo que explicaba el favor que la primera gozaba frente
al general Xue, quien no tenía otros hijos aparte de mi madre.

Transcurrido un mes, durante el cual logró trabar bastante amistad con


ambas concubinas, mi abuela acudió a presencia de la esposa del
general y le comunicó que necesitaba regresar en busca de más ropa.
La esposa le concedió su permiso, pero cuando mi abuela le preguntó si
podía llevar consigo a su hija para que se despidiera de sus abuelos,
respondió con una negativa. La estirpe de los Xue no había de
abandonar el recinto del hogar paterno.

Así pues, mi abuela enfiló sola la polvorienta carretera que conducía a


Changli. Una vez que el cochero la hubo dejado en la estación de
ferrocarril, comenzó a hacer preguntas a las personas que por allí
había. Descubrió dos jinetes dispuestos a proporcionarle el medio de
transporte que precisaba. Tras esperar la caída de la noche, utilizó un
atajo para regresar apresuradamente a Lulong en compañía de ellos y

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de sus caballos. Uno de los hombres la sentó en su silla y cabalgó en
cabeza durante todo el trayecto sin soltar en ningún momento las
riendas.

Cuando llegaron a la mansión, mi abuela se dirigió a una de las


entradas posteriores y anunció su presencia con una señal
preestablecida. Tras un corto intervalo que a ella se le antojó de varias
horas —aunque apenas ocupó unos pocos minutos— la verja se abrió y
la luna iluminó la figura de su hermana, sosteniendo a mi madre en
brazos. El cerrojo había sido abierto por su amiga, la segunda
concubina, quien lo había destrozado con hacha para que pareciera que
alguien lo había forzado.

Mi abuela apenas dispuso de tiempo para abrazar rápidamente a mi


madre. Por otra parte, tampoco deseaba despertarla, temerosa de que
su llanto alertara a los guardas. Tras atar a mi madre a la espalda de
uno de los jinetes, ella y su hermana montaron en los dos caballos y
desaparecieron en la noche. Los jinetes habían recibido una recompensa
generosa, por lo que procuraron apresurar el paso. Al amanecer se
encontraban en Changli, y antes de que nadie pudiera dar la alarma,
ambas mujeres habían tomado ya el tren que conducía al Norte. Al
atardecer, cuando el tren hizo finalmente su entrada en Yixian, mi
abuela se desplomó sobre el suelo y permaneció allí largo rato, incapaz
de moverse.

Se hallaba relativamente a salvo, a casi trescientos kilómetros de


Lulong y fuera del alcance de los habitantes de la hacienda Xue. No
podía llevar a mi madre a casa por miedo a los sirvientes, por lo que
rogó a una antigua amiga del colegio si no le importaría ocultarla en la
suya. La amiga vivía en casa de su suegro, un médico manchú llamado
doctor Xia, de quien se sabía que era un hombre bondadoso que jamás
traicionaría a nadie, y menos a un amigo.

La hacienda Xue nunca hubiera perdido el tiempo en perseguir a mi


abuela, una simple concubina. El problema era mi madre, una
descendiente por línea directa. Mi abuela envió un telegrama a Lulong
en el que informaba que mi madre había caído enferma durante el viaje
en tren y había muerto. A ello siguió una espera angustiosa durante la
que los estados de humor de mi abuela variaron constantemente. En
ocasiones, confiaba en que la familia hubiera creído su relato pero, a
continuación, se atormentaba a sí misma pensando que quizá no fuera
así, que acaso se proponían enviar una pandilla de matones para
secuestrarla a ella junto con su hija. Por fin, se consoló pensando que la
familia Xue se hallaría demasiado preocupada por el inminente
fallecimiento del patriarca para gastar energía en inquietarse acerca de
ella, y que probablemente las mujeres que habitaban en la hacienda
salían al fin y al cabo ganando con la ausencia de su hija.

Una vez se hizo a la idea de que la familia Xue iba a dejarla en paz, mi
abuela se retiró discretamente a su casa de Yixian en compañía de mi
madre. Ni siquiera le preocupaban ya los sirvientes, puesto que sabía

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que su «esposo» no había de acudir. No hubo noticias de Lulong durante
más de un año, hasta que en el otoño de 1933 llegó un telegrama que
informaba de que el general Xue había muerto, por lo que se reclamaba
la presencia inmediata de mi abuela en Lulong para el funeral.

El general había muerto en Tianjin, en el mes de septiembre. Su cuerpo


fue devuelto a Lulong en un féretro lacado cubierto por un manto de
seda bordada. Le acompañaban otros dos ataúdes, uno igualmente
lacado y revestido de seda y el otro fabricado de madera basta y sin
forrar. El primero contenía el cuerpo de una de sus concubinas, quien se
había envenenado con opio para acompañarle en el momento de su
muerte, lo que se consideraba el máximo grado posible de lealtad
conyugal. En su honor, la mansión del general Xue se vio posteriormente
adornada con una placa escrita por el célebre general Wu Pei-fu. El
segundo ataúd contenía los restos de otra concubina, muerta dos años
atrás de fiebres tifoideas. Su cadáver había sido exhumado para ser
nuevamente sepultado junto al general Xue, tal y como era la
costumbre. El féretro era de madera sencilla debido a que la horrible
enfermedad que había terminado con su vida la convertía en un símbolo
de mala fortuna. Ambos féretros habían sido rellenados con recipientes
de mercurio y carbón vegetal para evitar la descomposición de los
cuerpos, y en las bocas de ambas mujeres había sido introducida una
perla.

El general Xue y las dos concubinas fueron sepultados en la misma


tumba; con el tiempo, tanto su esposa como el resto de las concubinas
ocuparían un lugar junto a ellos. Durante el funeral, la tarea esencial de
sostener una bandera para reclamar el espíritu del fallecido debía ser
llevada a cabo por el hijo del muerto. Dado que el general no tenía hijos,
su esposa adoptó a su sobrino —de diez años de edad— para que
desempeñara tal labor. El muchacho se ocupó asimismo de otro ritual,
consistente en arrodillarse junto al féretro y gritar «¡Cuidado con los
clavos!». La tradición afirmaba que, en caso contrario, el fallecido
podría herirse con ellos.

La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los
principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y
apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al
Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los
eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización
simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales
contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a
él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.

Mi abuela, sin embargo, nunca conoció aquel lugar: hizo caso omiso de
la llamada y no estuvo presente en el funeral. Poco después, el director
de la casa de empeños dejó de hacerle llegar su pensión. Al cabo de una
semana aproximadamente sus padres recibieron una carta de la esposa
del general Xue, según la cual las últimas palabras de mi abuelo habían
devuelto la libertad a mi abuela; ello resultaba excepcionalmente
avanzado para la época, y ésta apenas podía creer en su buena fortuna.

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Con tan sólo veinticuatro años de edad, era libre.

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2. «Incluso el agua fresca resulta dulce»

Mi abuela contrae matrimonio con un médico manchú (1933-1938)

La carta de la esposa del general Xue también solicitaba a mis


bisabuelos que hicieran regresar a su hija. Aunque el tema aparecía
sugerido de modo indirecto, tal y como era tradicional, mi abuela supo
que se le ordenaba abandonar la casa.

Su padre la recogió, si bien a regañadientes. Para entonces, ya había


abandonado cualquier pretensión de ser un hombre de familia. Desde el
momento en que se había visto vinculado al general Xue, su posición en
la vida se había elevado. Además de ser nombrado jefe adjunto de la
policía de Yixian y de ingresar en los círculos de las personas
influyentes, se había convertido en un hombre relativamente rico, había
adquirido algunas tierras y había comenzado a fumar opio.

Tan pronto obtuvo su promoción, adquirió una concubina, una mujer de


Mongolia que le fue regalada por su jefe directo. La entrega de una
concubina como presente a los colegas más jóvenes y prometedores
constituía una costumbre habitual, y el jefe de policía local estaba
encantado de poder complacer a un protegido del general Xue. Pero mi
bisabuelo no tardó en comenzar la búsqueda de una nueva; a un hombre
en su posición le convenía tener la mayor cantidad posible de mujeres,
pues éstas constituían un símbolo de su categoría. No tuvo que buscar
mucho: la concubina tenía una hermana.

Cuando mi abuela regresó al hogar de sus padres, se encontró con un


panorama muy distinto al que había dejado atrás casi una década antes.
En lugar de la sola presencia de su madre, desdichada y oprimida,
ahora había tres esposas. Una de las concubinas había tenido una hija,
que entonces tenía la misma edad que mi madre. La hermana de mi
abuela, Lan, aún se encontraba soltera a la avanzada edad de dieciséis
años, lo que era motivo de irritación para Yang.

Mi abuela había salido de un nido de intrigas para introducirse en otro.


Su padre alimentaba un fuerte rencor contra ella y contra su madre. En
lo que se refería a esta última, se sentía molesto por su simple
presencia, y se mostraba aún más desagradable con ella ahora que
tenía las dos concubinas, a las que favorecía sobre la primera. Comía en
compañía de las concubinas, dejando a mi madre que comiera sola. En
cuanto a mi abuela, se hallaba irritado con ella por regresar a la casa
ahora que él había logrado crear un nuevo mundo a su alrededor.

Asimismo, la consideraba una gafe (ke ) por el hecho de haber perdido a


su marido. En aquellos tiempos, se consideraba supersticiosamente a las
viudas como responsables de la muerte de sus esposos. Mi bisabuelo

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consideraba a su hija un símbolo de mala suerte, y deseaba expulsarla
de casa.

Las dos concubinas le animaban a ello. Hasta la llegada de mi abuela,


habían hecho las cosas en gran parte a su modo. Mi bisabuela era una
mujer amable, e incluso débil. A pesar de que su categoría era,
teóricamente, superior a la de las concubinas, lo cierto era que vivía a
merced de sus caprichos. En 1930 dio a luz a un hijo, Yu-lin. Ello
despojaba a las concubinas de su seguridad futura, ya que a la muerte
de mi bisabuelo todos sus bienes pasarían automáticamente a poder del
hijo, y ambas sufrían berrinches considerables cada vez que Yang
demostraba el más mínimo afecto por su retoño. Desde el momento en
que nació Yu-lin, renovaron su guerra psicológica contra mi bisabuela;
logrando aislarla en su propia casa. Tan sólo se dirigían a ella para
quejarse y protestar, y si le dirigían la mirada siempre era con expresión
fría e impasible. Mi bisabuela no hallaba protección alguna en su
marido, cuyo desprecio hacia ella no se había visto aplacado por el
hecho de haberle dado un hijo. Pronto halló el modo de descubrir en ella
nuevas faltas.

Mi abuela poseía un carácter más fuerte que el de su madre, y el


infortunio sufrido a lo largo de una década la había endurecido. Incluso
su padre mostraba cierto respeto hacia ella. Se dijo a sí misma que sus
días de sumisión al padre habían terminado, y que en adelante iba a
luchar por ella y por su madre. Mientras estuviera en la casa, las
concubinas se verían forzadas a reprimirse, e incluso a sonreír
aduladoramente de vez en cuando.

Tal era la atmósfera en la que mi madre vivió durante sus años


formativos, desde los dos hasta los cuatro. A pesar de hallarse
resguardada por el afecto de su madre, podía percibir la tensión que
impregnaba el ambiente.

Mi abuela se había convertido en una hermosa joven que aún no


alcanzaba la treintena. Poseía, además, notables dotes, y muchos
hombres habían solicitado su mano a mi bisabuelo. Sin embargo, dado
que había sido previamente una concubina, los únicos que se ofrecieron
para desposarla como es debido eran pobres, y por ello nada tenían que
hacer con el señor Yang.

Mi abuela ya había soportado bastante rencor y mezquindad en el


mundo del concubinato, en el que no cabía otra elección que convertirse
en víctima o en convertir a los demás en víctimas de una. No existía
término medio. Todo lo que mi abuela quería era que la dejaran criar a
su hija en paz.

Su padre no hacía más que importunarla con recomendaciones para


que volviera a casarse. Unas veces, dejaba caer antipáticas indirectas;
otras, le decía claramente que tenía que librarle de su presencia. Pero
mi abuela no tenía un lugar a donde ir. No tenía dónde vivir, y no se le

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permitía buscar un empleo. Al cabo de un tiempo, incapaz de soportar
las presiones, sufrió una crisis nerviosa.

Llamaron a un médico. Se trataba del doctor Xia, en cuya casa se había


ocultado mi madre tres años antes tras escapar de la mansión del
general Xue. Aunque había sido buena amiga de su nuera, el doctor Xia
nunca había visto a mi abuela, tal y como recomendaba la estricta
segregación sexual imperante en la época. La primera vez que entró en
su habitación, se sintió tan impresionado por su belleza que retrocedió
en confusión, salió de la estancia y murmuró al sirviente que no se
encontraba bien. Por fin, logró recobrar su compostura y, tras tomar
asiento, habló largamente con ella. Era el primer hombre que mi abuela
había conocido al que pudiera revelar sus auténticos sentimientos, si
bien con cierta dosis de discreción, como convenía a toda mujer que
conversara con un hombre que no era su esposo. El doctor se mostró
amable y afectuoso, y mi abuela pensó que nunca se había sentido tan
comprendida. Ambos no tardaron en enamorarse, y el doctor Xia se le
declaró. Es más, dijo a mi abuela que quería convertirla en su mujer
legal y criar a mi madre como si se tratara de su propia hija. Mi abuela
aceptó con lágrimas de alegría. Su padre se sintió igualmente feliz,
aunque se apresuró a advertir al doctor Xia que no podría suministrar
dote alguna. El doctor Xia le dijo que tal cuestión carecía por completo
de importancia.

El doctor Xia había acumulado en Yixian una larga experiencia en


medicina tradicional, y gozaba de una elevada reputación profesional. A
diferencia de los Yang y de la mayor parte de los habitantes de China, no
era un han, sino un manchú, descendiente de los primeros habitantes de
Manchuria. En una época anterior, sus antepasados habían ejercido
como doctores de la familia imperial manchú y habían recibido grandes
honores a cambio de sus servicios.

El doctor Xia era bien conocido no sólo por su calidad como médico
sino también por su amabilidad personal, que a menudo le llevaba a
atender a los pobres gratuitamente. Era un hombre corpulento, de casi
dos metros de altura, pero sus movimientos eran elegantes a pesar de su
tamaño. Siempre se vestía con las largas túnicas tradicionales y se
cubría con una chaqueta. Sus ojos eran castaños y de expresión
bondadosa, y lucía una perilla y unos largos bigotes colgantes. Su rostro
y su porte traslucían una enorme calma.

El doctor era ya un hombre de avanzada edad cuando se declaró a mi


abuela. Tenía sesenta y cinco años y era viudo, con tres hijos adultos y
una hija, todos ellos casados. Los tres hijos vivían con él en la misma
casa. El mayor cuidaba de la hacienda y administraba la granja
familiar; el segundo trabajaba como médico con su padre, y el tercero,
casado con la amiga de mi abuela, era maestro. Entre todos, tenían
ocho hijos, uno de los cuales ya estaba casado y había tenido un hijo a
su vez.

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El doctor Xia reunió a sus hijos en su despacho y les comunicó sus
planes. Ellos le contemplaron con incredulidad, lanzándose miradas los
unos a los otros. Se hizo un profundo silencio y, por fin, habló el mayor:
«Imagino, padre, que lo que quieres decir es que será tu concubina». El
doctor Xia repuso que proyectaba tomar a mi abuela como su legítima
esposa. Ello acarreaba tremendas repercusiones, ya que se convertiría
en madrastra de todos ellos y debería ser tratada como un miembro
más de la generación anterior, a la vez que disfrutaría de una categoría
tan venerable como la de su esposo. En todos los hogares chinos
corrientes, la generación más joven debía mostrar sumisión a las más
antiguas, guardando en todo momento el decoro apropiado a sus
distintas categorías, pero el doctor Xia observaba un sistema de etiqueta
manchú aún más complicado. Las generaciones jóvenes debían mostrar
su respeto hacia los mayores cada mañana y cada tarde, arrodillándose
los hombres y haciendo una reverencia las mujeres. En los festejos, los
hombres debían realizar un kowtow completo. El hecho de que mi
abuela hubiera sido anteriormente concubina, unido a la diferencia de
edad —lo que significaba que tendrían que rendir obediencia a alguien
de categoría inferior y mucho más joven que ellos—, era más de lo que
los hijos podían soportar.

Se reunieron con el resto de la familia, alimentando cada vez más su


indignación. Incluso la nuera que había sido amiga de mi abuela en los
tiempos del colegio se mostraba disgustada, ya que el matrimonio de su
suegro la forzaría a mantener una relación completamente diferente con
alguien que había sido compañera de clase. No podría comer a la
misma mesa que su amiga, y ni siquiera podría sentarse junto a ella;
tendría que atender a sus mínimos deseos e, incluso, saludarla por
medio del kowtow.

Todos los miembros de la familia —hijos, nueras, nietos, incluso el


bisnieto— acudieron por turnos a implorar al doctor Xia que «tuviera en
cuenta los sentimientos» de «aquellos que eran de su propia sangre». Se
arrodillaron, se postraron en kowtow, sollozaron y gritaron.

Suplicaron al doctor Xia que tuviera en cuenta el hecho de que era un


manchú, y que, de acuerdo con las antiguas costumbres manchúes, un
hombre de su categoría no debía casarse con una china han. El doctor
Xia repuso que tal regla había sido abolida largo tiempo atrás. Sus hijos
dijeron que todo buen manchú debiera observarla a pesar de todo.
Insistieron una y otra vez en la diferencia de edad. El doctor Xia
doblaba con mucho la edad de mi abuela. Uno de los miembros de la
familia le recordó un viejo dicho: «La joven esposa de un esposo
anciano es, en realidad, esposa de otro hombre».

Lo que más le dolía al doctor Xia era el chantaje emocional,


especialmente el argumento de que el hecho de tomar a una ex
concubina por esposa legítima perjudicaría la posición social de sus
hijos. El doctor sabía que sus hijos perderían prestigio, y se sentía
culpable por ello, pero sentía que debía anteponer a ello la felicidad de
mi abuela. Si la tomaba en calidad de concubina, sería ella quien no sólo

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perdería prestigio sino que se convertiría en esclava de toda la familia.
Ni siquiera su amor por ella bastaría para protegerla si no la tomaba
por legítima esposa.

El doctor Xia imploró a su familia que respetaran los deseos de un


anciano, pero tanto ellos como la sociedad adoptaron la actitud de que
un deseo irresponsable no debía ser tolerado. Algunos incluso
insinuaron que comenzaba a padecer senilidad. Otros le dijeron: «Ya
tienes hijos, nietos e incluso un bisnieto; tienes una familia grande y
próspera. ¿Qué más deseas? ¿Qué necesidad tienes de casarte con
ella?».

Las discusiones continuaron hasta hacerse interminables. Más y más


parientes y amigos hicieron acto de presencia, todos ellos invitados por
los hijos. Unánimemente, declararon que el matrimonio les parecía una
idea desatinada. Por fin, descargaron su inquina sobre mi abuela.
«¡Casarse de nuevo cuando el cadáver y los huesos de su primer marido
aún están calientes!». «Esa mujer lo tiene todo planeado: rehúsa
aceptar el concubinato con objeto de convertirse en tu esposa legítima.
Si realmente te ama, ¿por qué no puede conformarse con ser tu
concubina?». Entre otros proyectos que atribuían a mi abuela,
afirmaban que había planeado la boda con el doctor Xia para
conquistar el poder en la familia y luego maltratar a sus hijos y a sus
nietos.

También insinuaron que pretendía hacerse con el dinero del doctor. Bajo
toda aquella charla sobre la propiedad, la moralidad y los intereses del
propio doctor Xia, discurría una serie de silenciosos cálculos acerca de
su fortuna. Los parientes temían que mi abuela llegara a poner sus
manos sobre la riqueza del doctor ya que, como esposa, habría de
convertirse automáticamente en administradora de su hacienda.

El doctor Xia era un hombre rico. Poseía ochocientas hectáreas de


terreno de labranza en el condado de Yixian, e incluso tenía algunas
tierras al sur de la Gran Muralla. Su enorme casa de la ciudad se
hallaba construida de ladrillos grises elegantemente silueteados con
pintura blanca. Los techos eran encalados, y las habitaciones estaban
empapeladas, por lo que las vigas y las junturas permanecían ocultas, lo
que se consideraba una importante señal de prosperidad. Poseía
asimismo una próspera consulta de medicina y una farmacia.

Cuando los familiares advirtieron que no iban a lograr nada, decidieron


acudir directamente a mi abuela. Un día, la nuera que había sido su
compañera de colegio acudió a visitarla. Después de tomar el té y de
charlar de cosas sin importancia, la amiga se concentró en la misión
que la había llevado allí. Mi abuela rompió a llorar y la tomó de la
mano, un gesto íntimo habitual en ellas. ¿Qué haría ella en su
situación?, preguntó. Al no obtener respuesta, insistió: «Sabes muy bien
lo que significa ser una concubina. A ti no te gustaría serlo, ¿verdad?
No sé si conoces una expresión de Confucio que dice: Jiang-xin-bi-xin .

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¡Imagina que mi corazón fuera el tuyo!». A veces, la táctica de apelar a
los preceptos de los sabios funcionaba mejor que una negativa directa.

La amiga regresó a su familia poseída por un gran sentimiento de


culpabilidad, y notificó a todos su fracaso. Insinuó que le faltaba coraje
para presionar más a mi abuela. Descubrió un aliado en De-gui, el
segundo hijo del doctor Xia, quien ejercía como médico junto a su padre
y por ello se hallaba más cercano a él que el resto de los hermanos. De-
gui dijo que opinaba que debían permitir que se celebrara el
matrimonio. El tercer hijo también comenzó a ablandarse cuando
escuchó a su esposa describir el desconsuelo de mi abuela.

Los que más indignados se mostraban eran el hijo mayor y su mujer.


Cuando ésta vio que los otros dos hermanos titubeaban, espetó a su
marido:

—Por supuesto que no les importa. Tienen otros empleos, y ésa mujer no
puede arrebatárselos. Pero ¿y tú? Tú no eres más que el administrador
de la hacienda del viejo, ¡y todo eso pasará a manos de ella y de su hija!
¿Qué será de mí y de mis hijos, pobres de nosotros? No tenemos nada a
lo que recurrir. ¡Quizá sería mejor que nos muriéramos todos! ¡Quizá es
eso lo que pretende tu padre! ¡Quizá debería suicidarme para hacerles a
todos felices!

El discurso fue acompañado por grandes lamentos y copiosas lágrimas.

—Concédeme tan sólo hasta mañana —repuso su esposo en tono


agitado.

Cuando el doctor Xia despertó a la mañana siguiente, halló a toda su


familia, con excepción de De-gui (quince personas en total), arrodillada
frente a su alcoba. En el momento en que hizo su aparición, su hijo
mayor gritó «¡Kowtow!», y todos se postraron al unísono. A
continuación, con voz temblorosa por la emoción, el hijo anunció:

—Padre, tus hijos, y toda tu familia, permaneceremos aquí postrados en


kowtow frente a ti hasta la muerte o hasta que comiences a pensar en
nosotros, tus familiares, y, sobre todo, en tu venerable persona.

El doctor Xia se enfureció tanto que su cuerpo comenzó a temblar.


Ordenó a sus hijos que se pusieran en pie, pero antes de que nadie
pudiera obedecer, el mayor habló de nuevo:

—No, padre, no nos moveremos. ¡No hasta que anules la boda!

El doctor Xia intentó razonar con él, pero el hijo continuó intimidándole
con voz temblorosa. Finalmente, el doctor Xia, dijo:

—Sé lo que pensáis. No me queda mucho tiempo en este mundo. Si lo


que os preocupa es el futuro comportamiento de vuestra madrastra,
debo decir que no albergo duda alguna de que os tratará a todos muy

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bien. Sé que es una buena persona. Espero que comprendáis que no
puedo ofreceros otra garantía que su carácter…

Al oír mencionar la palabra «carácter», el hijo mayor soltó un resoplido


de desprecio:

—¡Cómo puedes hablar de «carácter» tratándose de una concubina!


¡Para empezar, ninguna mujer decente hubiera aceptado convertirse en
concubina!

A continuación, comenzó a insultar a mi abuela. Al oírlo, el doctor Xia


no pudo controlarse. Alzó su bastón y comenzó a vapulear a su hijo.

Durante toda su vida, el doctor Xia había sido un modelo de calma y


discreción. El resto de los miembros de la familia, aún de rodillas,
contemplaban atónitos la escena. El bisnieto comenzó a chillar
histéricamente. El hijo mayor se hallaba desconcertado, pero apenas
tardó un segundo en recobrarse y en alzar de nuevo la voz, no sólo por
el dolor físico sino por ver su orgullo herido a causa de verse apaleado
frente a su familia. El doctor Xia, casi sin aliento por la ira y el esfuerzo,
se detuvo. Inmediatamente, el hijo reanudó su sarta de insultos contra
mi abuela. Su padre le gritó que se callara, y le golpeó con tanta, fuerza
que el bastón se partió en dos.

El hijo ponderó su humillación y su dolor durante unos instantes. A


continuación, extrajo una pistola y miró al doctor Xia frente a frente.

—Un súbdito leal puede servirse de su muerte para protestar ante su


emperador, y un buen hijo debe hacer lo mismo frente a su padre. ¡Que
mi muerte sea mi mejor protesta!

Se oyó un disparo. El hijo se tambaleó y, por fin, se derrumbó sobre el


suelo. Se había disparado una bala en el abdomen.

Una carreta tirada por caballos le trasladó apresuradamente a un


hospital cercano, donde murió al día siguiente. Probablemente, no había
pretendido matarse, sino tan sólo llevar a cabo un gesto lo
suficientemente dramático como para que su padre se viera obligado a
ceder.

La muerte de su hijo sumió al doctor Xia en un profundo desconsuelo.


Aunque exteriormente su aspecto era calmado como de costumbre,
aquellos que le conocían podían advertir que su tranquilidad se hallaba
impregnada de una profunda amargura. A partir de entonces, se mostró
propenso a sufrir ataques de melancolía completamente ajenos a su
tradicional imperturbabilidad.

Yixian hervía de indignación, rumores y acusaciones, lo que hizo que el


doctor Xia —y, en especial, mi abuela— se sintieran personalmente
responsables de su muerte. El doctor Xia quiso demostrar que no había
de ser disuadido. Poco después del funeral por su primogénito, fijó una

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fecha para la boda. Advirtió a sus hijos que deberían mostrar el debido
respeto a su nueva madre, y envió invitaciones a las personalidades de
la ciudad. La costumbre exigía que todos acudieran y ofrecieran
presentes. Asimismo, dijo a mi abuela que se preparara para una gran
ceremonia. Ella, sin embargo, atemorizada por las acusaciones y el
imprevisible efecto que pudieran tener en el doctor Xia, intentaba
desesperadamente convencerse a sí misma de su inocencia. No
obstante, experimentaba sobre todo una sensación de desafío. Consintió
en la celebración del rito nupcial completo. El día de la boda, abandonó
la casa de su padre en un lujoso carruaje al que acompañaba una
procesión de músicos. De acuerdo con la costumbre manchú, su propia
familia se encargó de alquilar un carruaje para que la transportara a lo
largo de la mitad del trayecto que la separaba de su nueva casa, y el
novio envió otro para cubrir el resto de la ruta. En el punto de
encuentro, Yu-lin, su hermano de cinco años de edad, aguardó al pie de
la carroza doblado sobre sí mismo, simbolizando con ello que la
transportaba sobre sus espaldas hasta el carruaje del doctor Xia,
proceso que repitió cuando llegaron a casa de éste. Una mujer no podía
entrar por las buenas en la casa de un hombre, pues ello implicaría una
grave pérdida de prestigio. Tenía que ser llevada al interior con objeto
de denotar la debida reticencia.

Dos doncellas se encargaron de conducir a mi abuela a la estancia en la


que debía celebrarse la ceremonia nupcial. El doctor Xia aguardaba
frente a una mesa cubierta por un grueso tapete de seda bordada sobre
la que descansaban las tablas del Cielo, la Tierra, el Emperador, los
Antepasados y el Maestro. Lucía un sombrero decorado a modo de
corona y adornado con un plumaje colgante en su parte posterior, e iba
ataviado con una larga y amplia túnica bordada con mangas en forma
de campana. Se trataba de una prenda tradicional manchú sumamente
apropiada para la equitación y el arco, y derivada de los orígenes
nómadas de los manchúes. Arrodillándose, realizó por cinco veces el
kowtow frente a las tablas y, a continuación, penetró solo en la cámara
nupcial.

A continuación, mi abuela —aún acompañada por sus dos asistentes—


realizó cinco reverencias, llevándose cada vez la mano derecha al
cabello en señal de saludo. No podía ejecutar el kowtow debido a lo
complicado de su peinado. Hecho esto, siguió al doctor Xia al interior de
la cámara nupcial y, una vez allí, se despojó del velo encarnado que
cubría su cabeza. Las doncellas intercambiaron sendos jarrones vacíos
en forma de cantimplora y partieron. El doctor Xia y mi abuela
permanecieron sentados en silencio durante un rato y, por fin, el doctor
Xia salió a saludar a los parientes e invitados. Durante varias horas, mi
abuela se vio obligada a permanecer sola, sentada sobre el kang, frente
a la ventana en la que aparecía un enorme recorte de papel rojo en el
que se leía «doble felicidad». Esta costumbre se conocía con el nombre
de «dejar que se asentara la felicidad», y simbolizaba la ausencia de
turbación considerada cualidad esencial de cualquier mujer. Una vez
que todos los invitados se hubieron marchado, un joven pariente del
doctor Xia entró y tiró tres veces de la manga de mi abuela. Sólo
entonces se le permitía descender del kang. Con la ayuda de dos

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asistentes, se despojó de su pesado atuendo bordado y se puso una
sencilla túnica roja y unos pantalones del mismo color. Finalmente, se
deshizo de su voluminoso peinado y de sus tintineantes joyas y se peinó
con dos rizos sobre las orejas.

Así pues, en 1935, mi madre y mi abuela, quienes a la sazón contaban


cuatro y veintiséis años de edad respectivamente, se trasladaron a la
confortable mansión del doctor Xia. En realidad, se trataba de un
recinto independiente que constaba de la casa propiamente dicha y el
dispensario, a los que había que añadir la farmacia, que daba a la calle.
Era habitual que los médicos de fama dispusieran de farmacia propia.
En la suya, el doctor Xue vendía medicinas chinas tradicionales, hierbas
y extractos animales previamente elaborados en una rebotica por tres
aprendices.

La fachada de la casa se hallaba dominada por unos aleros lujosamente


decorados en rojo y oro. En el centro podía verse una placa escrita en
caracteres dorados que anunciaban que se trataba de la residencia del
doctor Xia. Detrás de la farmacia se extendía un pequeño patio al que
daba una serie de habitaciones destinadas a los sirvientes y los
cocineros. Más allá, el recinto se abría a un conjunto de patios más
pequeños junto a los que habitaba la familia. Al fondo, se accedía a un
gran jardín salpicado de cipreses y ciruelos de invierno. Los patios no
tenían hierba, pues el clima era demasiado severo. Consistían en simples
extensiones de tierra desnuda, oscura y áspera que se convertía en
polvo durante el verano y en barro durante la breve primavera que
deshelaba la nieve. Al doctor Xia le encantaban los pájaros, y poseía un
jardín de aves. Todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, se
complacía en escuchar los cantos y trinos de los pájaros mientras
realizaba su qigong , una forma china de ejercicio físico a menudo
denominada t’ai chi .

Tras la muerte de su hijo, el doctor Xia hubo de soportar el silencioso y


constante reproche de su familia. Nunca comentó con mi abuela el dolor
que ello le causaba. En China es imperativo para los hombres el saber
mantener las apariencias. Pero mi abuela, claro está, sabía lo que
estaba pasando y sufría en silencio con él. Se mostraba sumamente
afectuosa y atendía a sus necesidades de todo corazón.

Siempre se mostraba sonriente con los miembros de la familia, si bien


éstos solían tratarla con un desprecio que encubrían bajo una máscara
de respeto. Incluso la nuera que había ido al colegio con ella intentaba
evitarla. El hecho de saber que se le consideraba responsable por la
muerte del hijo mayor constituía un gran peso para mi abuela.

Todo su estilo de vida hubo de cambiar para adaptarse al uso manchú.


Dormía sola en una estancia en compañía de mi madre, y el doctor Xia
lo hacía en una habitación separada. Por la mañana temprano, mucho
antes de levantarse, sus nervios comenzaban a tensarse, anticipándose a
los sonidos que anunciaban la llegada de la familia. Tenía que lavarse
apresuradamente y darles los buenos días uno por uno mediante un

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rígido código de saludos. Asimismo, tenía que peinarse de un modo
sumamente complicado para que su cabellera pudiera soportar los
enormes adornos que sostenían su peluca. Todo cuanto obtenía era una
serie de gélidos «buenos días» que constituían prácticamente las únicas
palabras que el resto de la familia le dirigía. Viéndoles hacer aquellas
reverencias, era consciente del odio que alimentaba sus corazones, lo
que hacía que se sintiera aún más herida por la hipocresía del ritual.

En las fiestas y otras ocasiones importantes, todos los miembros de la


familia tenían que saludarla con reverencias y kowtows y ella, por su
parte, debía ponerse en pie y mostrar que dejaba la silla vacía como
símbolo de respeto a la madre fallecida y ausente. Las costumbres
manchúes parecían conspirar para mantenerla apartada del doctor Xia.
Ni siquiera debían comer juntos, y una de las nueras permanecía
constantemente detrás de ella para servirla. Sin embargo, aquellas
mujeres solían mantener un rostro tan frío que para mi abuela no
resultaba fácil terminar su comida, y mucho menos disfrutarla.

En cierta ocasión, poco después de mudarse a casa del doctor Xia, mi


madre acababa de instalarse sobre el kang en lo que le pareció un lugar
agradable, cálido y cómodo cuando, súbitamente, vio que el rostro del
doctor Xia se ensombrecía. Abalanzándose sobre ella, la apartó
bruscamente del asiento que había ocupado. Se había sentado en su
lugar especial. Fue la única vez que la pegó. Según la costumbre
manchú, su sitio era sagrado.

El traslado a la casa del doctor Xia trajo consigo para mi abuela una
gran dosis de libertad por primera vez en su vida, pero también la
convirtió hasta cierto punto en una prisionera. Lo mismo puede decirse
de mi madre. El doctor Xia se mostraba sumamente afectuoso con ella y
la trataba como si fuera su propia hija. Ella le llamaba «padre», y él le
había concedido su propio nombre, Xia —que aún hoy lleva— y un nuevo
nombre de pila, De-hong, que se compone de dos caracteres: Hong , que
significa «cisne salvaje», y De , un nombre de generación que significa
«virtud».

Los familiares del doctor Xia no osaban insultar a mi abuela a la cara,


pues ello habría equivalido a traicionar a su «madre», pero en lo que se
refería a su hija, la cosa variaba. Aparte de las caricias de mi abuela,
uno de los primeros recuerdos de mi madre es la tiranía a la que la
sometían los miembros más jóvenes de la familia del doctor Xia. Ella
intentaba no protestar y ocultar a su madre las heridas y magulladuras
que sufría, pero mi abuela era consciente de lo que ocurría. Nunca dijo
nada al doctor Xia, ya que no quería preocuparle ni crearle nuevos
problemas con sus hijos, pero mi madre se sentía desdichada. A menudo
suplicaba ser devuelta al hogar de sus abuelos o a la casa adquirida por
el general Xue, donde todos la habían tratado como a una princesa,
pero pronto advirtió que no debía continuar rogando que la llevaran «a
casa» ya que con ello no conseguía otra cosa que hacer asomar las
lágrimas a los ojos de su madre.

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Los amigos más íntimos de mi madre eran sus animales. Tenía un búho,
un pájaro miná que sabía pronunciar algunas frases sencillas, un
halcón, un gato, unos ratones blancos y unos cuantos grillos y
saltamontes que guardaba en frascos de vidrio. Aparte de su madre, el
único ser humano en quien tenía un amigo era el cochero del doctor Xia,
conocido como Gran Lee. El Gran Lee era un individuo duro y curtido,
procedente de las montañas septentrionales de Hinggan, cercanas al
punto en el que se unían las fronteras de China, Mongolia y la Unión
Soviética. Poseía una piel oscura, cabellos ásperos, labios gruesos y
nariz respingona, rasgos todos ellos muy poco corrientes entre los
chinos. De hecho, su aspecto no era chino en absoluto. Era alto, delgado
y nervudo. Su padre le había criado para ser cazador y trampero, para
excavar raíces de ginseng y perseguir osos, zorros y ciervos. Durante
algún tiempo, había prosperado con la venta de sus pieles, pero los de
su oficio habían tenido que abandonar su modo de vida a causa de los
bandidos, de los cuales los peores eran los que trabajaban para el Viejo
Mariscal, Chang Tso-lin. El Gran Lee solía referirse a él como «ese
forajido bastardo». Más tarde, cuando mi madre oyó decir que el Viejo
Mariscal había sido un ardiente patriota antijaponés, recordó las burlas
del Gran Lee con respecto a aquel «héroe» del Nordeste.

El Gran Lee cuidaba de los animales domésticos de mi madre, y solía


llevarla de excursión con él. Aquel invierno la enseñó a patinar. En
primavera, cuando la nieve y el hielo se fundían, ambos acudían juntos a
contemplar a la gente realizando el importante rito anual de «barrer las
tumbas» y plantar flores sobre las sepulturas de sus antepasados. En
verano iban a pescar y a recoger setas, y en otoño salían hasta la linde
del pueblo para cazar liebres.

Durante las largas tardes de Manchuria, cuando el viento aullaba a


través de las llanuras y el hielo se acumulaba en el interior de las
ventanas, el Gran Lee, acomodado sobre el kang, solía sentar a mi
madre sobre sus rodillas y relatarle historias fabulosas acerca de las
montañas del Norte. Posteriormente, ella se dormía con imágenes de
árboles misteriosos y elevados, flores exóticas, pájaros de vivos colores
que entonaban bellas melodías y raíces de ginseng que, en realidad,
eran niñas pequeñas (tras desenterrarlas, había que atarlas con un lazo
rojo pues, de otro modo, escapaban corriendo).

El Gran Lee hablaba también a mi madre del reino animal. Le hablaba


de los tigres que merodeaban por las montañas del norte de Manchuria,
cuyo buen corazón les impedía atacar al hombre a no ser que se
sintieran amenazados. Adoraba a los tigres. Pero los osos eran otra
cuestión: se trataba de animales feroces que convenía evitar a toda
costa. Si uno se topaba con ellos, había que permanecer inmóvil hasta
que bajaran la cabeza. El motivo es que el oso tiene un rizo de cabello
sobre la frente que le impide ver cuando baja la testuz. Frente a un lobo,
no había que volverse y echar a correr, ya que siempre nos daría
alcance. Había que permanecer quieto frente a él y no aparentar temor.
A continuación, había que alejarse caminando hacia atrás muy, muy

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despacio. Muchos años después, los consejos del Gran Lee habrían de
salvar la vida de mi madre.

Un día, cuando aún contaba cinco años de edad, mi madre se hallaba en


el jardín, hablando con sus animales, cuando los nietos del doctor Xia la
rodearon en pandilla. Empezaron por zarandearla e insultarla y, por fin,
comenzaron a golpearla y a empujarla de un lado a otro más
violentamente. La arrinconaron en una esquina del jardín junto a la que
se abría un pozo seco y la empujaron al interior. El pozo era
considerablemente profundo, y mi madre se estrelló contra los
escombros esparcidos por el fondo. Al cabo de un rato, alguien oyó sus
gritos y llamó al Gran Lee, quien acudió corriendo con una escalera. El
cocinero la sostuvo mientras él descendía. Para entonces, ya había
llegado mi abuela, frenética de preocupación. A los pocos minutos, el
Gran Lee salió a la superficie llevando en brazos a mi madre,
semiinconsciente y cubierta de cortes y magulladuras. La depositó en
brazos de mi abuela, quien la llevó al interior para que el doctor Xia
examinara sus heridas. Se había roto una cadera, la cual habría de
seguir dislocándosele ocasionalmente a lo largo de los años. El
accidente le dejó, además, una leve cojera permanente.

Cuando el doctor Xia le preguntó qué había pasado, mi madre dijo que
había sido empujada por el [nieto] «Número seis». Mi abuela, siempre
pendiente del bienestar del doctor Xia, intentó acallarla, ya que el
Número seis era el favorito del anciano. Cuando éste abandonó la
estancia, mi abuela dijo a mi madre que no volviera a protestar acerca
del Número seis para no disgustar al doctor Xia. Durante algún tiempo,
mi madre se vio confinada a la casa a causa de su cadera. El resto de
los niños la condenó al más absoluto ostracismo.

Inmediatamente después de aquel episodio, el doctor Xia comenzó a


ausentarse durante períodos que a veces eran de varios días. Acudió a
la capital provincial, Jinzhou, situada a unos cuarenta kilómetros al Sur,
en busca de empleo. El ambiente familiar se había tornado insoportable,
y el accidente de mi madre —que fácilmente podía haber tenido un
resultado trágico— le convenció de que se imponía la necesidad de
mudarse.

La decisión no era fácil. En China se consideraba un gran honor tener a


varias generaciones de una misma familia viviendo bajo el mismo techo,
hasta el punto de que algunas calles ostentaban nombres tales como el
de las «Cinco Generaciones Bajo Un Techo» en conmemoración de
dichas estirpes. La ruptura de una familia tan grande era considerada
una tragedia que había que evitar a toda costa, pero el doctor Xia
intentó alegrar a mi abuela explicándole que para él sería un alivio el
hecho de no tener tanta responsabilidad.

Mi abuela se sintió enormemente aliviada, si bien intentó no


demostrarlo. De hecho, ella misma había intentado presionar
discretamente al doctor Xia para que efectuara el traslado,
especialmente después de lo que había sucedido con mi madre. Había

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tenido más que suficiente con la presencia glacial de aquella gran
familia cuyos miembros tan fríamente contribuían a su desdicha y en la
que carecía tanto de intimidad como de compañía.

El doctor Xia dividió su patrimonio entre los miembros. Lo único que


conservó para sí fueron los obsequios que sus antepasados habían
recibido de los emperadores manchúes. A la viuda de su hijo mayor le
entregó todas sus tierras. El segundo hijo heredó la farmacia, y la casa
pasó a ser propiedad del pequeño. Cuidó de asegurar el bienestar del
Gran Lee y del resto de los sirvientes, y cuando preguntó a mi abuela si
no le importaría verse convertida en una mujer pobre, ésta repuso que
le bastaría con tenerle a él y a su hija: «Cuando se tiene amor, incluso el
agua fresca resulta dulce».

Un gélido día de diciembre de 1936, la familia se reunió frente a la verja


principal para despedirles. Nadie lloraba, a excepción de De-gui, el
único hijo que había defendido el matrimonio. El Gran Lee los condujo a
la estación en el carro de caballos, y una vez allí mi madre se despidió
de él con lágrimas en los ojos. Al subir al tren, sin embargo, su congoja
se tornó en excitación. Era la primera vez que viajaba en tren desde que
tenía un año, y la alegría le obligaba a dar saltos sin parar mientras
miraba por la ventanilla.

Jinzhou era una ciudad grande de casi cien mil habitantes, capital de
una de las nueve provincias de Manchukuo. Se extiende a unos quince
kilómetros de distancia de la costa, en la zona de Manchuria más
próxima a la Gran Muralla. Al igual que Yixian, se trataba de una
población amurallada, pero su rápido crecimiento ya había hecho que
rebasara con mucho sus muros. Contenía cierto número de fábricas
textiles y dos refinerías de petróleo. Constituía, asimismo, un importante
nudo de ferrocarril, e incluso contaba con su propio aeropuerto.

Los japoneses la habían ocupado a comienzos de enero de 1932 tras una


serie de sangrientos combates. Jinzhou estaba situada en una posición
de gran importancia estratégica, y había desempeñado un papel
fundamental en la conquista de Manchuria, la cual había originado un
importante conflicto diplomático entre los Estados Unidos y Japón a la
vez que había constituido un episodio crucial dentro de la larga cadena
de acontecimientos que, diez años más tarde, condujeron al bombardeo
de Pearl Harbor.

Cuando los japoneses desencadenaron su ataque sobre Manchuria en


septiembre de 1931, el Joven Mariscal —Chang Hsueh-liang— se vio
forzado a abandonar su capital, Mukden, en manos del enemigo.
Trasladó su campamento a Jinzhou con un contingente de unos
doscientos mil soldados y estableció allí su cuartel general.
Inmediatamente, los japoneses bombardearon la ciudad desde el aire en
lo que se considera uno de los primeros ataques aéreos de la historia. A
continuación, las tropas japonesas entraron en Jinzhou arrementiendo
violentamente contra todo lo que encontraban a su paso.

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Aquélla era la ciudad en la que el doctor Xia, con sus sesenta y seis años
de edad, hubo de comenzar de nuevo desde el principio. Tan sólo podía
permitirse el alquiler de una choza de barro de apenas ocho metros
cuadrados en una de las zonas bajas más pobres de la ciudad, situada
junto a un río y bajo un risco. La mayor parte de sus vecinos eran
demasiado pobres para permitirse un techo como es debido, por lo que
se contentaban con extender sobre sus cuatro paredes unos trozos de
hierro ondulado que luego lastraban con piedras en un intento de evitar
que fueran arrastrados por los frecuentes vendavales. La zona se
encontraba situada en la linde de la población, frente a los campos de
sorgo que se extendían al otro lado del río. A su llegada, en el mes de
diciembre, la tierra parduzca aparecía congelada, al igual que el río,
que en aquella zona alcanzaba una anchura de treinta metros. En
primavera, con el deshielo, el terreno que les rodeaba se convirtió en
una ciénaga, y el hedor de las aguas residuales que habían permanecido
congeladas durante el invierno llegó a atenazarse a su olfato de un
modo permanente. Durante el verano, la zona se encontraba infestada
de mosquitos, y las inundaciones constituían una amenaza permanente,
ya que el río se elevaba muy por encima del nivel de las casas y los
muros de contención se encontraban en un estado de conservación
lamentable.

La sensación que más poderosamente asaltó a mi madre fue la de un


frío casi insoportable. Todas las actividades —no sólo ya el sueño—
debían realizarse sobre el kang, el cual ocupaba la mayor parte del
espacio disponible en la choza a excepción de una pequeña estufa que
descansaba en un rincón. Los tres tenían que dormir juntos sobre el
kang. Carecían de electricidad y de agua corriente. El retrete era una
choza de barro en la que se había instalado una letrina comunitaria.

Frente a la casa se alzaba un templo pintado de vivos colores y dedicado


al Dios del Fuego. La gente que acudía a orar en él solía atar sus
caballos frente a la casa de los Xia. Cuando el tiempo se tornó más
cálido, el doctor Xia adquirió la costumbre de ir a pasear con mi madre
a lo largo del río durante el atardecer y recitarle poemas clásicos
mientras contemplaban las espléndidas puestas de sol. Mi abuela no les
acompañaba: no era costumbre que los esposos salieran a pasear con
sus mujeres y, en cualquier caso, sus pies vendados le hubieran hecho
imposible disfrutar del paseo.

Se hallaban al borde de la inanición. En Yixian, la familia siempre había


contado con un suministro constante de alimentos procedente de las
tierras del doctor Xia, lo que significaba que nunca les faltaba arroz
incluso después de que los japoneses se hubieran adueñado de su parte.
Ahora, sus ingresos habían descendido drásticamente, y los japoneses se
apropiaban de una cantidad aún mayor de los recursos existentes. Gran
parte de la producción local de alimentos era exportada a Japón por la
fuerza, y el nutrido Ejército japonés que ocupaba Manchuria consumía
la mayor parte del arroz y el trigo restantes. La población local podía,
en ocasiones, hacerse con algo de maíz o sorgo, pero incluso estos

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productos resultaban escasos. La dieta básica consistía en bellotas, de
gusto y aroma repugnantes.

Mi abuela nunca había conocido semejante pobreza, pero aquella fue la


época más feliz de su vida. El doctor Xia la amaba, y tenía a su hija con
ella todo el tiempo. Ya no se veía obligada a soportar los tediosos
rituales manchúes, y la diminuta choza de barro se hallaba siempre
alegrada por las risas. En ocasiones, ella y el doctor Xia pasaban las
largas veladas jugando a las cartas. Las reglas dictaban que si el doctor
Xia perdía, mi abuela había de propinarle tres cachetes, mientras que si
era él quien ganaba, debía besar a su esposa tres veces.

Mi abuela contaba con numerosas amigas en la vecindad, lo que


resultaba nuevo para ella. Como esposa de un médico, era respetada a
pesar de su pobreza. Después de tantos años de verse humillada y
tratada como una mercancía cualquiera, se sentía por fin rodeada de
auténtica libertad.

De cuando en cuando, ella y sus amigas escenificaban antiguas


representaciones manchúes para su propio disfrute, tocando tambores,
cantando y bailando. Las melodías que interpretaban consistían en
notas y ritmos sencillos y repetitivos, y las mujeres improvisaban la letra
a lo largo de la obra. Las casadas cantaban acerca de su vida sexual, y
las vírgenes hacían preguntas relacionadas con el sexo. Dado que en su
mayor parte eran analfabetas, aquello proporcionaba a muchas la
ocasión de aprender acerca de las circunstancias de la vida. Asimismo,
se servían de sus cánticos para charlar sobre sus vidas y sus esposos y a
la vez airear sus chismorreos.

A mi abuela le encantaban aquellas reuniones, y a menudo las ensayaba


en casa. Se sentaba sobre el kang, golpeaba el tambor con la mano
izquierda y componía la letra a medida que avanzaba. Con frecuencia, el
doctor Xia sugería sus propias palabras. Mi madre era demasiado joven
para asistir a aquellas reuniones, pero solía observar fascinada los
ensayos de mi abuela, y se mostraba especialmente interesada en
conocer el significado de las palabras que sugería el doctor Xia. A la
vista de lo mucho que reían ambos, sabía que debían de ser sumamente
divertidas. Sin embargo, cuando mi abuela se las repetía, «se
desplomaba entre nubes y niebla», ignoraba por completo qué
significaban.

La vida, no obstante, resultaba dura. Cada día era una nueva batalla
por sobrevivir. El arroz y el trigo sólo podían encontrarse en el mercado
negro, por lo que mi abuela comenzó a vender parte de las joyas que el
general Xue le había regalado. Ella misma apenas comía: o bien decía
que ya había comido, o bien afirmaba que no tenía hambre y que ya
comería más tarde. Cuando el doctor Xia descubrió que estaba
vendiendo sus joyas, la instó a que se detuviera: «Yo ya soy un anciano
—dijo—. Algún día moriré, y entonces dependerás de esas alhajas para
sobrevivir».

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El doctor Xia trabajaba como médico asalariado en una farmacia, lo
que no le proporcionaba demasiadas ocasiones para demostrar su
competencia. Sin embargo, trabajaba con ahínco y, poco a poco, su
reputación creció, por lo que no tardaron en solicitar que acudiera al
domicilio de un enfermo. Aquella tarde, cuando regresó, traía consigo
un paquete envuelto en tela. Guiñando un ojo a su esposa y a mi madre,
les desafió a que adivinaran qué contenía. Mi madre no podía separar
los ojos del humeante paquete, y antes de gritar «¡Rollos al vapor!» ya
lo estaba abriendo. Mientras devoraba los rollos, alzó la mirada y vio
los ojos chispeantes del doctor Xia. Más de cincuenta años después, aún
puede recordar su expresión de felicidad, e incluso hoy afirma que no
puede recordar nada tan delicioso como aquellos simples rollos de trigo.

Las visitas a domicilio eran sumamente importantes para los médicos,


puesto que las familias eran más propensas a pagar al que acudía que a
aquel para quien trabajaba. Cuando los pacientes eran ricos o quedaban
satisfechos, los médicos solían verse ricamente recompensados.
Asimismo, era frecuente que los pacientes agradecidos obsequiaran a su
médico con espléndidos regalos con motivo del Año Nuevo, así como en
otras ocasiones especiales. Tras unas cuantas visitas a domicilio, la
situación del doctor Xia comenzó a mejorar.

Al mismo tiempo, su reputación comenzó a extenderse. Un día, la esposa


del gobernador provincial cayó en coma, y el dignatario llamó al doctor
Xia, quien logró que recobrara el sentido. Aquello se consideraba
equivalente a haber rescatado a alguien de la tumba. El gobernador
ordenó que se fabricara una pancarta, en la que escribió de su puño y
letra: «Al doctor Xia, quien da vida a las personas y a la sociedad».
Posteriormente, la pancarta recorrió las calles de la ciudad en
procesión.

Poco después, el gobernador acudió al doctor Xia para solicitar otro


tipo de ayuda. Tenía una esposa y doce concubinas, pero ninguna de
ellas había logrado hacerle padre. El gobernador había oído que el
doctor Xia era especialmente hábil en cuestiones de fertilidad. Éste
prescribió unas pociones para el gobernador y sus trece consortes,
varias de las cuales no tardaron en quedar embarazadas. De hecho, el
problema residía en el gobernador, pero el diplomático doctor Xia había
preferido medicar también a la esposa y a las concubinas. El
gobernador se mostraba gozoso, y mandó fabricar una pancarta aún
más grande para el doctor Xia, en la que inscribió como leyenda «La
reencarnación de Kuanyin» (diosa budista de la fertilidad y la bondad).
La nueva pancarta fue llevada hasta el domicilio del doctor Xia
encabezando una procesión todavía más larga que la anterior. Después
de aquello, la gente acudió a visitar al doctor Xia desde puntos tan
alejados como Harbin, situado a más de seiscientos kilómetros al Norte.
Comenzó a ser conocido como uno de los «cuatro célebres doctores de
Manchukuo».

A finales de 1937, un año después de su llegada a Jinzhou, el doctor Xia


pudo por fin trasladarse a una casa mayor situada en las afueras de la

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entrada norte de la ciudad. La nueva residencia era de una calidad muy
superior a la choza junto al río. En lugar de barro, estaba construida de
ladrillo rojo. En lugar de una habitación, tenía nada menos que tres
dormitorios. El doctor Xia pudo así instalar de nuevo su despacho y
utilizar el salón como consulta.

La casa se hallaba adosada al costado sur de un enorme patio que


compartían con otras dos familias, pero la casa del doctor Xia era la
única que se abría directamente a él. Las otras dos casas daban a la
calle y lindaban con el patio mediante sólidos muros. Ni siquiera las
ventanas se abrían a él. Cuando querían acceder al patio tenían que dar
la vuelta y entrar por una puerta que daba a la calle. La parte norte del
patio se hallaba limitada por una tapia. En su interior, crecían cipreses e
ílex chinos entre los que las tres familias solían tender las cuerdas de la
ropa. Había también algunas rosas de Sharon lo bastante resistentes
como para sobrevivir a la crudeza de los inviernos. Durante el verano,
mi abuela solía plantar sus plantas anuales favoritas: crisantemos,
dalias, bálsamo de los jardines y dondiegos de día, de blancos bordes.

Mi abuela y el doctor Xia nunca tuvieron hijos. El doctor sostenía la


teoría de que un hombre de sesenta y cinco años no debería eyacular,
para así conservar su esperma, considerado como la esencia de un
hombre. Años más tarde, mi abuela reveló a mi madre con aire
misterioso que el doctor Xia había desarrollado a través del qigong una
técnica que le permitía disfrutar del orgasmo sin eyacular. Conservaba
una salud admirable en un hombre de su edad. Nunca estaba enfermo, y
todos los días, incluso con temperaturas inferiores a -23 °C, tomaba una
ducha fría. De acuerdo con los dictados del Zai-li-hui (Sociedad de la
Razón) —la secta cuasi religiosa a la que pertenecía— nunca probó el
alcohol ni el tabaco.

A pesar de ser él mismo un médico, el doctor Xia no era aficionado a


tomar medicamentos, pues insistía en que la buena salud se basaba en
un cuerpo sólido. Se oponía de modo inflexible a cualquier tratamiento
que, en su opinión, curara una parte del cuerpo a base de dañar otra, y
nunca recurría a medicinas fuertes por temor a sus efectos secundarios.
A menudo, mi madre y mi abuela tenían que medicarse a sus espaldas.
Cuando caían enfermas, el doctor Xia siempre llamaba a otro médico,
quien no sólo era un curandero chino tradicional sino también un
chamán que sostenía la creencia de que ciertas dolencias eran causadas
por espíritus malignos que habían de ser aplacados o exorcizados
mediante técnicas religiosas especiales.

Mi madre era feliz. Por primera vez en su vida, notaba auténtico calor a
su alrededor. Ya no experimentaba la tensión que había tenido que
soportar durante los dos años que había vivido en casa de sus abuelos, y
el año de abusos que había sufrido a manos de los nietos del doctor Xia
pertenecía al pasado.

Se mostraba especialmente excitada ante la llegada de los festivales, los


cuales tenían lugar con una frecuencia prácticamente mensual. Entre

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los chinos corrientes no existía el concepto de semana laboral. Tan sólo
en las oficinas de la administración, las escuelas y las fábricas
japonesas el domingo se consideraba un día libre. Para el resto de la
gente, los festivales ofrecían la única ruptura con la rutina cotidiana.

El vigésimo tercer día de la duodécima luna, siete días antes de la


llegada del Año Nuevo chino, dio comienzo el Festival de Invierno.
Según la leyenda, era el mismo día en el que el Dios de la Cocina, quien,
según las representaciones gráficas que de él se hacían, vivía sobre la
estufa en compañía de su esposa, había subido al cielo para informar al
Emperador Celestial del comportamiento de cada familia. Si éste había
sido bueno, la cocina permanecería repleta de alimentos para la familia
a lo largo del siguiente año. Así, era costumbre que aquel día se
realizaran numerosos kowtows en todos los hogares frente a las
imágenes del Señor y la Señora de la Cocina, tras lo cual ambos eran
incinerados para simbolizar su ascenso a los cielos. La abuela siempre
recomendaba a mi madre que se untara algo de miel en los labios.
Asimismo, solía prender fuego a figuras de caballos y sirvientes en
miniatura que fabricaba con plantas de sorgo de modo que los
componentes de la real pareja disfrutaran de un servicio especial que
les hiciera sentirse más satisfechos y, por tanto, se mostraran más
inclinados a presentar al Emperador un informe positivo de los Xia.

Durante los días siguientes, prepararon toda clase de alimentos.


Cortaron carne con formas especiales y trituraron arroz y habas de soja
para fabricar harina con la que cocinar bollos, rollos y budines. A
continuación, la comida se almacenó a la espera de la llegada del Año
Nuevo. Con sus -20 °C de temperatura, la bodega constituía un
frigorífico natural.

En la medianoche de la noche vieja china, se desencadenó un torrente


de fuegos artificiales, lo que a mi madre le produjo una intensa emoción.
Salió a la calle en pos de la abuela y del doctor Xia e hizo el kowtow en
la dirección desde la que se suponía que debía llegar el Dios de la
Fortuna. A su alrededor, numerosas personas hacían lo propio y, a
continuación, se saludaban unas a otras con las palabras «Que la buena
suerte sea contigo».

La gente intercambiaba obsequios con motivo del Año Nuevo chino.


Cuando el alba iluminaba el blanco papel que cubría las ventanas
abiertas hacia el Este, mi madre saltaba de la cama y se vestía con sus
nuevas y mejores galas: chaqueta nueva, pantalones nuevos, calcetines
nuevos y zapatos nuevos. A continuación, ella y su madre acudían a
visitar a vecinos y amigos, obsequiando a todos los adultos con un
kowtow. Por cada golpe de frente que realizaba sobre el suelo, mi madre
obtenía una «envoltura roja» que contenía dinero. Aquellos paquetes
constituían todo el dinero de bolsillo del que habría de disponer a lo
largo del año.

Durante los quince días siguientes, los adultos se visitaron y se desearon


buena suerte unos a otros. La buena suerte —en otras palabras, el

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dinero— constituía una obsesión para la mayor parte de los chinos
corrientes. La gente era pobre, y en casa del doctor Xia, al igual que en
muchas otras, la carne tan sólo abundaba relativamente durante los
festivales.

Las festividades culminaban el décimo quinto día con una procesión de


carnaval seguida, a la caída del sol, por un espectáculo de farolillos. La
procesión representaba una visita de inspección realizada por el Dios
del Fuego. El dios era transportado por todo el vecindario para prevenir
a la gente del peligro que el fuego suponía: en efecto, dado que la
mayoría de las casas estaban construidas en parte de madera y que el
clima era seco y ventoso, el fuego representaba una permanente fuente
de terror, por lo que la estatua del dios conservada en el templo recibía
ofrendas a lo largo de todo el año. La procesión comenzaba en el templo
del Dios del Fuego, frente a la choza de barro que los Xia habían
ocupado al llegar a Jinzhou. Ocho jóvenes transportaban sobre una silla
abierta una réplica de la misma estatua, la cual representaba a un
gigante con el pelo, la barba, las cejas y la capa de color rojo. Tras ellos
avanzaba una procesión de dragones y leones que se retorcían —cada
uno de ellos compuesto por varios hombres— y de carrozas, zancos y
bailarines de yangge [3] que hacían ondear los extremos de largas
piezas de seda de colores que ataban en torno a sus caderas. Los fuegos
artificiales, tambores y címbalos producían un ruido ensordecedor. Mi
madre brincaba detrás de la procesión. Notó que a pesar de que casi
todos los hogares mostraban apetitosos platos dispuestos a lo largo del
recorrido como ofrendas a la deidad, ésta pasaba rápidamente de largo
sin tocar ninguno. «¡La buena voluntad para los dioses y las ofrendas
para el estómago de las personas!», le dijo su madre. En aquellos
tiempos de escasez, mi madre esperaba la llegada de los festivales con
ansiedad, pues sólo entonces podía satisfacer su estómago. Se mostraba
indiferente ante aquellas ocasiones con una asociación más poética que
gastronómica, y esperaba con impaciencia el momento en que su madre
hubiera de adivinar los acertijos inscritos en los espléndidos farolillos
que colgaban frente a las puertas de los hogares durante el Festival de
los Faroles o recorriera los jardines de los vecinos y admirara sus
crisantemos en el noveno día de la novena luna.

Un año, con motivo de la Feria del Templo del Dios de la Ciudad, mi


abuela le mostró una hilera de esculturas de arcilla que habían sido
alineadas en el templo y redecoradas y pintadas con motivo de tal
acontecimiento. Podían verse escenas del infierno en las que la gente
sufría castigo por sus pecados. Mi abuela señaló una figura de arcilla a
la que dos diablos de cabellos puntiagudos como las púas de los erizos y
ojos saltones como los de los sapos extraían casi medio metro de lengua
a la vez que se la cortaban. El atormentado, dijo, había sido un
embustero en su vida anterior, y eso mismo habría de ocurrirle a mi
madre si alguna vez decía mentiras.

Entre el zumbido de la multitud y los apetitosos puestos de comida había


aproximadamente una docena de grupos de estatuas, cada una de las
cuales ilustraba una lección moral. Mi abuela mostraba alegremente

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aquellas horribles escenas a mi madre, una después de otra, pero al
llegar a uno de los grupos la apartó sin dar explicación alguna. Algunos
años más tarde, mi madre descubrió que el conjunto representaba a una
mujer que era cortada en dos por dos hombres. La mujer, una vez viuda,
había vuelto a casarse, y los dos hombres la cortaban porque había
pertenecido a ambos. En aquellos días, numerosas viudas se mostraban
atemorizadas por la perspectiva y, en consecuencia, permanecían fieles
a sus maridos muertos sin importarles la desdicha que ello trajera
consigo. Algunas llegaban a suicidarse si sus familias insistían en que
contrajeran nuevamente matrimonio. Fue entonces cuando mi madre se
dio cuenta de que el hecho de casarse con el doctor Xia no había
supuesto una decisión fácil para mi abuela.

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3. «Todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo»

La vida bajo la dominación japonesa (1938-1945)

A comienzos de 1938 mi madre ya casi había cumplido los siete años de


edad. Era sumamente despierta, y se mostraba muy interesada por el
estudio. Sus padres pensaron que debería ir al colegio tan pronto como
comenzara el nuevo año escolar, poco después de la celebración del Año
Nuevo chino.

La educación se hallaba estrechamente controlada por los japoneses, y


en especial los cursos de historia y ética. La lengua oficial de las
escuelas no era el chino, sino el japonés. A partir del cuarto grado de
enseñanza elemental, todas las lecciones eran en japonés, y japoneses
eran la mayor parte de los profesores.

El 11 de septiembre de 1939, cuando mi madre cursaba su segundo año


de enseñanza elemental, Pu Yi —emperador de Manchukuo— y su
esposa llegaron a Jinzhou en visita oficial. Mi madre resultó elegida
para entregar un ramo de flores a la Emperatriz a su llegada. Sobre un
estrado alegremente decorado esperaba una gran muchedumbre
salpicada de banderitas amarillas de papel con los colores de
Manchukuo. Mi madre recibió un enorme ramo de flores. Se sentía llena
de confianza en sí misma mientras aguardaba entre la banda de música
y un grupo de dignatarios ataviados con chaqués. Un muchacho que
tendría aproximadamente la edad de mi madre permanecía severamente
erguido junto a ella con el ramo de flores que debía entregar a Pu Yi.
Cuando la real pareja hizo su aparición, la banda acometió el himno
nacional de Manchukuo. Todos los presentes se pusieron firmes. Mi
madre se adelantó e hizo una reverencia mientras sostenía el ramo con
mano experta. La Emperatriz lucía un vestido blanco y unos elegantes
guantes del mismo color que le llegaban a los codos. Mi madre pensó
que era extraordinariamente hermosa. Se las arregló para hurtar la
mirada en dirección a Pu Yi, quien vestía un uniforme militar, y pensó
que tras sus gruesos lentes tenía «ojos de cerdito».

Aparte del hecho de que era una alumna modelo, uno de los motivos por
los que mi madre había resultado elegida para entregar las flores a la
Emperatriz era que, al igual que el doctor Xia, siempre rellenaba en los
impresos el espacio destinado a la nacionalidad con la palabra
«manchú», ya que se suponía que Manchukuo era el estado
independiente de los manchúes; Pu Yi resultaba especialmente útil para
los japoneses ya que la mayoría de las pocas personas que llegaban a
reflexionar sobre ello pensaban que aún seguían bajo la soberanía del
emperador manchú. El propio doctor Xia se consideraba un súbdito leal
del mismo, actitud que compartía con mi abuela. Era tradicional que las
mujeres demostraran el amor que sentían por su esposo mostrándose de
acuerdo con él en todo, por lo que tal actitud representaba para mi

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abuela una disposición natural. Se sentía tan feliz junto al doctor Xia
que no deseaba apartar sus opiniones de las de él en lo más mínimo.

En la escuela, mi madre aprendió que su país era Manchukuo, y que


entre sus países vecinos se contaban dos repúblicas chinas: una, hostil,
liderada por Chiang Kai-shek; otra, amistosa, encabezada por Wang
Jing-wei (una marioneta al servicio de los japoneses). Nunca le habían
inculcado el concepto de una China que incluyera a Manchuria.

Los alumnos eran educados para ser súbditos obedientes de


Manchukuo, y una de las primeras canciones que aprendió mi madre fue
la siguiente:

Por la calle caminan muchachos rojos y muchachas verdes;

todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo.

Tú eres feliz y yo soy feliz;

Todo el mundo vive en paz y trabaja alegremente

libre de toda preocupación.

Los maestros afirmaban que Manchukuo era un paraíso terrenal. Pero


incluso a pesar de su corta edad, mi madre podía advertir que el único
paraíso era el que disfrutaban los japoneses. Los niños japoneses
acudían a escuelas separadas, bien equipadas y caldeadas, y dotadas de
suelos brillantes y ventanas limpias. Las escuelas destinadas a los niños
locales se albergaban en viejos templos y casas semiderruidas donadas
por mecenas privados. No tenían calefacción. Era frecuente que en
invierno toda la clase tuviera que dar una vuelta a la manzana
corriendo en mitad de una lección o que los niños azotaran el suelo con
los pies para defenderse del frío. Los maestros no sólo eran japoneses,
sino que utilizaban asimismo métodos japoneses entre los que se incluía
la costumbre de golpear a los niños de modo rutinario. El más leve fallo,
equivocación o abandono de las reglas y etiqueta prescritas —tales
como que una muchacha llevara el pelo medio centímetro por debajo de
las orejas— eran castigados físicamente. Tanto los niños como las niñas
eran duramente abofeteados en el rostro, y los primeros solían ser
golpeados en la cabeza con un garrote de madera. Otro de los castigos
consistía en permanecer arrodillado sobre la nieve durante horas.

Cuando los niños de la localidad se cruzaban con un japonés en la calle,


debían hacer una reverencia y abrirle paso aunque el japonés fuera más
joven que ellos. A menudo, los niños japoneses detenían a los niños
locales y les abofeteaban sin motivo alguno. Los alumnos, por su parte,
tenían que realizar complicadas reverencias frente a sus maestros cada
vez que se encontraban con ellos. Mi madre solía bromear con sus
amigas diciendo que la llegada de un maestro japonés era como un
torbellino que soplara en una pradera: uno tan sólo veía la hierba que se
inclinaba a su paso.

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De igual modo, numerosos adultos se inclinaban ante los japoneses por
temor a ofenderlos, si bien lo cierto es que al principio la presencia
japonesa no alteró demasiado la vida de los Xia. Los puestos de alta y
mediana importancia eran desempeñados por oriundos del lugar, ya se
tratara de manchúes o chinos han como mi bisabuelo, quien aún
conservaba su cargo policial en Yixian. En 1940, había en Jinzhou unos
quince mil japoneses. Los vecinos de los Xia eran japoneses, y mi abuela
se mostraba amigable con ellos. El marido era funcionario del Gobierno.
Todas las mañanas, su mujer solía situarse frente a la verja con sus tres
hijos y se inclinaba profundamente ante él cuando salía y subía a su
rickshaw [4] para ir al trabajo. Tras verle partir, se aplicaba a sus
propias labores, consistentes en moldear bolas de combustible
fabricadas con polvo de carbón. Por motivos que mi madre y mi abuela
nunca llegaron a saber, siempre utilizaba para ello unos guantes de
color blanco que no tardaban en adquirir un aspecto mugriento.

La japonesa visitaba a mi abuela con frecuencia. Se sentía sola, pues su


marido pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Solía traer
consigo un poco de sake, y mi abuela preparaba algo de comer, como
verduras sazonadas con soja. Mi abuela hablaba algo de japonés, y su
amiga sabía algunas palabras en chino. Se tarareaban canciones
mutuamente e incluso derramaban algunas lágrimas cuando se
emocionaban. A menudo se ayudaban la una a la otra con las labores
del jardín. La vecina japonesa poseía para el cuidado de la tierra unas
magníficas herramientas que eran la admiración de mi abuela. A
menudo invitaban también a mi madre a jugar en su jardín.

Sin embargo, los Xia no podían evitar oír rumores acerca de las
fechorías de los japoneses. Numerosos pueblos de las vastas llanuras de
Manchuria eran incendiados, y los habitantes que sobrevivían eran
encerrados en «aldeas estratégicas». Más de cinco millones de personas
—aproximadamente una sexta parte de la población— perdieron sus
hogares, y decenas de miles murieron. Los obreros eran explotados
hasta la muerte en las minas japonesas para extraer materiales que
luego se exportaban a Japón, ya que Manchuria era especialmente rica
en recursos naturales. En numerosos casos, eran desabastecidos de sal,
por lo que carecían de suficiente energía para huir.

Durante largo tiempo, el doctor Xia había argumentado que el


Emperador no estaba informado de las vilezas que se cometían debido a
que se hallaba prácticamente prisionero de los japoneses. Sin embargo,
cuando Pu Yi dejó de referirse a Japón como «nuestro país vecino y
amigo» para otorgarle el tratamiento de «país hermano mayor» y, por
fin, de «país progenitor», el doctor Xia descargó el puño sobre la mesa y
dijo que era un «cobarde y un fatuo». Incluso entonces, afirmaba que no
estaba seguro del nivel de responsabilidad que había de atribuirse al
Emperador por todas aquellas atrocidades. Hasta que, un día, dos
sucesos traumáticos vinieron a modificar el mundo de los Xia.

Un día de finales de 1941, el doctor Xia estaba en su consulta cuando un


hombre al que jamás había visto entró en la habitación. Iba vestido con

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harapos, y su escuálido cuerpo aparecía casi doblado en dos. El hombre
explicó que era un culi [5] empleado en el ferrocarril, y que llevaba
algún tiempo sufriendo espantosos dolores de estómago. Su labor
consistía en transportar pesadas cargas desde el amanecer hasta el
anochecer durante los trescientos sesenta y cinco días del año. No sabía
si lograría continuar así, pero lo cierto era que si perdía su trabajo no
podría sacar adelante a su esposa y a su hijo recién nacido.

El doctor Xia le dijo que su estómago era incapaz de digerir los ásperos
alimentos que ingería. El 1 de junio de 1939, el Gobierno había
anunciado que a partir de entonces el arroz quedaba reservado para los
japoneses y un pequeño número de colaboradores. La mayor parte de la
población local había pues de subsistir con una dieta de bellotas y
sorgo, sumamente difíciles de digerir. El doctor Xia le proporcionó
gratuitamente un medicamento y ordenó a mi madre que le diera una
pequeña bolsa de arroz que había adquirido ilegalmente en el mercado
negro.

Poco después, el doctor Xia supo que el hombre había muerto en un


campo de trabajos forzados. Tras abandonar la consulta, había
consumido el arroz, había regresado a las obras del ferrocarril y lo
había vomitado durante el trabajo. Un guardia japonés había observado
la presencia de granos de arroz en el vómito y el hombre había sido
detenido como «delincuente económico» y enviado a un campo de
detención. Dado su estado de debilidad, tan sólo había podido sobrevivir
unos pocos días. Al saber la noticia de su muerte, su esposa había
decidido ahogarse junto con el pequeño.

Aquel incidente sumió al doctor Xia y a mi abuela en una profunda


amargura. Ambos se sentían responsables de la muerte del hombre. El
doctor Xia repetía con frecuencia «¡El arroz no sólo puede salvar vidas,
sino también matar! ¡Tres vidas por un pequeño saco!». Comenzó a
referirse a Pu Yi como «ese tirano».

Poco después, la familia se vio sacudida más de cerca por una nueva
tragedia. El hijo menor del doctor Xia trabajaba en Yixian como maestro
de escuela. Al igual que en todas las escuelas de Manchukuo, en el
despacho del director colgaba un gran retrato de Pu Yi ante el que todo
el mundo debía saludar al penetrar en la estancia. Un día, el hijo del
doctor Xia olvidó saludar ante el retrato de Pu Yi. El director le gritó
que se inclinara inmediatamente y le abofeteó en el rostro con tal
violencia que le hizo perder el equilibrio. El hijo del doctor Xia montó en
cólera:

—¿Es que tengo que inclinarme todos los días? ¿Acaso no puedo
permanecer en pie un instante? Ya lo había saludado durante la reunión
de la mañana…

El director le abofeteó de nuevo y gritó:

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—¡Es tu Emperador! ¡Todos los manchúes necesitáis aún aprender los
modales más elementales!

El hijo del doctor Xia vociferó:

—¡Qué dice usted, si eso no es más que un trozo de papel!

En ese instante, otros dos maestros, ambos oriundos del lugar, entraron
e impidieron que dijera nada que pudiera incriminarle aún más. Por fin,
logró dominarse e incluso realizó una especie de reverencia ante el
retrato.

Aquella tarde, recibió la visita de un amigo, quien le reveló que corría el


rumor de que había sido tachado de «delincuente de pensamiento»,
delito que a la sazón se castigaba con penas de prisión, e incluso con la
muerte. El hijo del doctor Xia huyó, y su familia jamás volvió a saber
nada de él. Lo más probable es que fuera capturado y que muriera en
prisión o en un campo de trabajo. El doctor nunca logró recuperarse de
aquel disgusto, que le convirtió en enemigo acérrimo de Manchukuo y
de Pu Yi.

Pero la historia no terminó ahí. Debido al «crimen» cometido por su


hermano, los matones locales comenzaron a acosar a De-gui, el único
hijo del doctor Xia que aún vivía. Le exigían dinero a cambio de
protección y le acusaban de haber incumplido su deber como hermano
mayor. De-gui les pagó, pero con ello sólo consiguió que le exigieran aún
más. Por fin, hubo de vender la farmacia y abandonar Yixian para
trasladarse a Mukden, donde abrió un nuevo local.

Para entonces, el éxito del doctor Xia aumentaba por momentos. No


sólo trataba a los locales, sino también a los japoneses. A veces, después
de reconocer a un alto cargo japonés o a un colaborador, decía «Ojalá
se muriera», pero su postura personal jamás modificaba su actitud
profesional. «Un paciente es un ser humano —solía decir—. Eso es lo
único que un médico debe tener siempre presente. No debe importarnos
qué clase de ser humano sea».

Entretanto, mi abuela se había llevado a su madre a vivir con ella a


Jinzhou. Cuando abandonó la casa familiar para contraer matrimonio
con el doctor Xia, mi bisabuela se había quedado sola con su esposo —
quien continuaba despreciándola— y con las dos concubinas mongolas,
que la odiaban. Comenzó a sospechar que estas últimas intentaban
envenenarla a ella y a su hijo pequeño, Yu-lin. Para comer, utilizaba
siempre palillos de plata, ya que los chinos viven en la creencia de que
este metal se ennegrece al contacto con el veneno, y jamás probaba sus
alimentos —ni permitía que Yu-lin lo hiciera— si el perro no los había
probado previamente. Un día, poco después de la partida de mi abuela,
el perro cayó muerto. Por primera vez en su vida, sostuvo una fuerte
discusión con su marido y, con el apoyo de su suegra, la anciana señora
Yang se trasladó junto con Yu-lin a una casa de alquiler. La vieja señora

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Yang se hallaba tan disgustada con su hijo que partió junto a ellas y no
volvió a verle hasta que éste la visitó en su lecho de muerte.

Durante los tres primeros años, el señor Yang les envió a regañadientes
una pensión mensual. A comienzos de 1939, sin embargo, el dinero dejó
de llegar, y el doctor Xia y mi abuela hubieron de encargarse de
alimentar a los tres. En aquellos días no existía un sistema legal como es
debido ni, en consecuencia, leyes de contribución para el sostenimiento
de la familia, por lo que toda esposa se encontraba enteramente a
merced de su marido. Al morir la anciana señora Yang en 1942, mi
bisabuela y Yu-lin se trasladaron a Jinzhou para vivir en la casa del
doctor Xia. Mi bisabuela se consideraba a sí misma —al igual que a su
hijo— una ciudadana de segunda clase destinada a vivir de la caridad.
Pasaba el tiempo lavando la ropa de la familia y limpiando
obsesivamente el hogar, a la vez que se mostraba exageradamente
obsequiosa con su hija y con el doctor Xia. Era una piadosa budista, e
incluía en sus oraciones diarias a Buda el ruego de que no la
reencarnara en una mujer. «Permíteme que me convierta en un perro o
un gato, pero no en una mujer», murmuraba constantemente mientras
paseaba por la casa deshaciéndose en excusas a cada paso.

Mi abuela también había traído a Jinzhou a su hermana Lan, a quien


quería entrañablemente. Lan se había casado con un ciudadano de
Yixian que resultó ser homosexual y que la había ofrecido como
presente a un rico tío suyo para el que trabajaba, dueño de una fábrica
de aceites vegetales. El tío ya había violado a varios miembros
femeninos de la familia, incluyendo a su joven nieta. Dada su condición
de cabeza de familia, y dado el inmenso poder que ejercía sobre todos
sus miembros, Lan no osaba contradecirle. Sin embargo, cuando su
esposo se ofreció para entregarla al socio comercial de su tío, se negó
en redondo. Mi abuela tuvo que pagar al marido para que la repudiara
(xiu ), dado que las mujeres no podían pedir el divorcio. Por fin, mi
abuela la llevó a Jinzhou, donde contrajo matrimonio con un hombre
llamado Pei-o.

Pei-o era uno de los guardianes de la prisión, y la pareja visitaba con


frecuencia a mi abuela. Las historias que relataba Pei-o hacían que a mi
madre se le pusieran los pelos de punta. La prisión estaba atestada de
prisioneros políticos. Pei-o solía contarles cuan valientes eran, y cómo
maldecían a los japoneses, incluso mientras éstos les torturaban. La
tortura era una práctica habitual, y los prisioneros no recibían
tratamiento médico alguno. Sencillamente, se les abandonaba hasta que
sus heridas sanaban o se pudrían.

El doctor Xia recibió la oferta de acudir para tratar a los prisioneros.


Durante una de sus primeras visitas, Pei-o le presentó a un amigo suyo
llamado Dong, uno de los verdugos que manejaba el garrote. El
prisionero era atado a una silla y alrededor de su cuello se ataba una
soga que, a continuación, era lentamente apretada. La muerte tardaba
largo rato en llegar.

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El doctor Xia sabía por su cuñado que a Dong le remordía la conciencia,
y que cada vez que tenía que aplicar el garrote a alguien había de
emborracharse primero. El doctor Xia invitó a Dong a su casa. Le
ofreció regalos y le sugirió que quizá podría evitar tensar la cuerda al
máximo. Dong repuso que vería qué podía hacer. Normalmente, siempre
había un japonés presente o, en su defecto, un colaborador de
confianza, pero algunas veces, si la víctima no era lo bastante
importante, los japoneses ni siquiera se molestaban en asistir. En otras
ocasiones, partían antes de que el prisionero muriera. En tales
ocasiones, sugirió Dong, quizá podría detener la acción del garrote
antes de la muerte.

Después de ser agarrotados, los cadáveres eran introducidos en


delgadas cajas de madera y transportados en un carro hasta una
pequeña extensión de terreno baldío en las afueras de un poblado
llamado La Colina Meridional, donde eran arrojados a una fosa poco
profunda. El lugar se hallaba infestado de perros salvajes que se
alimentaban de los cuerpos. También se arrojaban a la fosa numerosas
niñas recién nacidas asesinadas por sus familias, lo que asimismo
constituía una práctica habitual en aquellos tiempos.

El doctor Xia trabó amistad con el viejo carretero, al que de vez en


cuando entregaba dinero. En ocasiones, el carretero acudía a la
consulta y comenzaba a hablar de la vida de un modo aparentemente
incoherente hasta que, por fin, su conversación derivaba hacia el
cementerio: «Les he dicho a las almas de los muertos que no es culpa
mía que se encuentren allí. Les he dicho que, en lo que a mí se refería,
les deseaba todo lo mejor. Regresad el año que viene en vuestro
aniversario, almas muertas. Pero, entretanto, si queréis partir en busca
de otros cuerpos mejores en los cuales reencarnaros, acudid en la
dirección hacia la que apuntan vuestras cabezas. Es la mejor ruta que
podéis seguir». Dong y el carretero nunca hablaban entre sí de lo que
hacían, y el doctor nunca llevó la cuenta exacta del número de personas
que habían salvado. Acabada la guerra, los «cadáveres» rescatados se
pusieron de acuerdo para reunir el dinero necesario para comprarle a
Dong una casa nueva y algo de terreno. Para entonces, el carretero ya
había muerto.

Uno de los hombres a quienes salvaron la vida era un primo lejano de


mi abuela llamado Han-chen que había desempeñado un papel de
importancia en el movimiento de resistencia. Dado que Jinzhou era el
principal nudo ferroviario al norte de la Gran Muralla, se convirtió en el
punto de encuentro de los japoneses antes de su ataque a China
propiamente dicha, el cual dio comienzo en julio de 1937. Había
enormes medidas de seguridad. La organización de Han-chen se vio
infiltrada por un espía y todos los miembros del grupo fueron
arrestados y torturados. En primer lugar, les introdujeron por la nariz
agua mezclada con guindillas picantes; a continuación, los abofetearon
con zapatos dotados de agudos clavos que asomaban por las suelas. Por
fin, la mayoría fueron ejecutados. Durante largo tiempo, los Xia dieron a
Han-chen por muerto, hasta que un día el tío Pei-o les reveló que aún se

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hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se
puso inmediatamente en contacto con Dong.

La noche de la ejecución, el doctor Xia y mi madre acudieron a La


Colina Meridional con un carruaje. Lo estacionaron tras un macizo de
árboles y esperaron. Podían oír a los perros que hozaban junto a las
fosas, de las que surgía el hedor de la carne en descomposición. Por fin,
apareció un carro. En la oscuridad, pudieron distinguir débilmente la
silueta del viejo carretero que descendía del vehículo y arrojaba algunos
cuerpos de los que transportaba en las cajas de madera. Esperaron a
que se marchara y se acercaron a la fosa. Removiendo entre los
cadáveres, terminaron por encontrar a Han-chen, pero no pudieron
determinar si se hallaba vivo o muerto. Por fin, advirtieron que aún
respiraba. Había sido torturado tan salvajemente que no podía caminar,
por lo que, con gran esfuerzo, lo introdujeron en el carro y le
condujeron a su casa.

Le ocultaron en una estancia diminuta situada en uno de los rincones


más apartados de la casa. Su única puerta daba a la alcoba de mi
madre, la cual, a su vez, sólo poseía acceso a través de la habitación de
sus padres. Nadie podría dar con ella por casualidad. Dado que la casa
era la única que tenía acceso directo al jardín, Han-chen podía pasear
en él a salvo siempre y cuando alguien montara guardia.

Existía el peligro de que se produjera una redada por parte de la policía


o de los comités vecinales de la localidad. Ya desde los comienzos de su
ocupación, los japoneses habían organizado un sistema de control de
vecindarios. Para ello, habían nombrado jefes de aquellas unidades a los
personajes más importantes de cada distrito, y dichos jefes vecinales
colaboraban en la recaudación de impuestos y en la organización de
una vigilancia permanente en busca de «elementos ilegales». En
realidad, aquello no era más que una forma institucionalizada de
gangsterismo en el que la «protección» y la información constituían las
llaves de acceso al poder. Asimismo, los japoneses ofrecían generosas
recompensas por denunciar a las personas. La policía de Manchukuo
representaba una amenaza menos grave que los civiles ordinarios. De
hecho, muchos de los policías eran profundamente antijaponeses. Una
de sus principales labores consistía en verificar el registro de las
personas, y solían realizar frecuentes registros domiciliarios. Sin
embargo, anunciaban su llegada gritando «¡Verificación de registros!
¡Verificación de registros!», por lo que cualquiera que deseara
esconderse disponía de suficiente tiempo para ello. Cada vez que Han-
chen o mi abuela escuchaban aquel grito, esta última se apresuraba a
ocultarle en un montón de sorgo seco almacenado en la habitación del
fondo para ser utilizado como leña. Los policías entraban
tranquilamente en la casa, se sentaban, tomaban una taza de té y decían
a mi abuela en tono de disculpa «Lo sentimos. Esto, ya sabe, no es más
que una formalidad…».

En aquella época, mi madre tenía once años. Aunque sus padres no le


decían lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía hablar de la

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presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la
niñez.

Mi abuela cuidó a Han-chen hasta que, poco a poco, logró devolverle la


salud. Al cabo de tres meses, se encontraba con fuerzas suficientes para
partir. La despedida fue sumamente emotiva. «Hermana mayor, cuñado
mayor —dijo—, nunca olvidaré que os debo la vida. Tan pronto como
tenga ocasión, os pagaré la deuda que he contraído con vosotros». Tres
años después habría de regresar para cumplir su promesa al pie de la
letra.

Parte de la educación de mi madre y de sus compañeras de clase


consistía en contemplar los noticiarios que relataban los éxitos bélicos
de los japoneses. Lejos de sentirse avergonzados de su brutalidad, los
japoneses se servían de ello como sistema para despertar el miedo. En
las películas podía verse a soldados japoneses cortando a personas por
la mitad y a prisioneros atados a estacas y abandonados a la voracidad
de los perros. Las películas incluían asimismo detallados primeros
planos de los ojos aterrorizados de las víctimas al ver aproximarse a sus
atacantes. Los japoneses, entretanto, vigilaban a las colegialas de once
y doce años para asegurarse de que no cerraran los ojos ni intentaran
introducirse pañuelos en la boca para ahogar sus gritos. Como
consecuencia de aquello, mi madre tuvo pesadillas durante años.

En 1942, habiendo desplegado sus ejércitos a lo largo de China, el


sudeste asiático y el océano Pacífico, los japoneses comenzaron a verse
faltos de mano de obra. Todas las muchachas que integraban la clase de
mi madre se vieron reclutadas a la fuerza para trabajar en una fábrica
textil junto con niñas japonesas. Para ello, las japonesas era
transportadas en camiones, pero las colegialas de la localidad habían de
caminar más de seis kilómetros al día. Asimismo, las japonesas llevaban
consigo almuerzos consistentes en carne, verduras y fruta, mientras que
las chinas debían contentarse con unas acuosas gachas preparadas con
un maíz mohoso junto al que flotaban gusanos muertos.

Las muchachas japonesas se ocupaban de tareas sencillas, tales como la


limpieza de las ventanas. Las locales, sin embargo, debían manejar
complicadas máquinas giratorias que exigían una depurada técnica y
que resultaban peligrosas incluso para los adultos. Su función
primordial era la de reenlazar los hilos rotos mientras las máquinas
funcionaban a toda velocidad. Si no advertían la rotura del hilo o no lo
reenlazaban con la suficiente rapidez eran salvajemente golpeadas por
los supervisores japoneses.

Las muchachas vivían aterrorizadas. La combinación de nerviosismo,


frío, hambre y cansancio originaba numerosos accidentes. Más de la
mitad de las compañeras de mi madre resultaron heridas. Un día, mi
madre fue testigo de cómo una lanzadera salía despedida de una de las
máquinas y arrancaba un ojo a la muchacha situada junto a ella. El
supervisor japonés no dejó de reprenderla durante todo el trayecto
hasta el hospital por no haber tenido más cuidado.

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Cuando concluyó su período laboral en la fábrica, mi madre ingresó en
la enseñanza media. Los tiempos habían cambiado desde la época en
que mi abuela era niña, y las jóvenes ya no se veían confinadas a las
cuatro paredes de sus hogares. Resultaba socialmente aceptable que
realizaran estudios a nivel medio. No obstante, varones y hembras
recibían educaciones distintas. En las chicas, el objetivo era convertirlas
en «esposas amables y buenas madres», tal y como rezaba el lema del
instituto. Aprendían lo que los japoneses denominaban «modales de
mujer»: cuidado de la casa, cocina y costura, ceremonia del té, arreglo
floral, bordado, dibujo y conocimientos de arte. La asignatura más
importante era cómo complacer al esposo. Incluía cómo vestirse, cómo
peinarse, cómo hacer una reverencia y, sobre todo, cómo obedecer a
ciegas. Como decía mi abuela, mi madre parecía tener «huesos
rebeldes», y apenas logró aprender ninguna de aquellas habilidades. Ni
siquiera la cocina.

Algunos exámenes se realizaban en forma de tareas prácticas, tales


como la preparación de algún plato en particular o el arreglo de una
colección floral. El tribunal solía estar formado por funcionarios locales
chinos y japoneses que no sólo calificaban los exámenes sino que
juzgaban la valía de las muchachas, cuyas fotografías —en las que
aparecían ataviadas con hermosos delantales diseñados por ellas
mismas— eran expuestas en los tablones de anuncios junto con las
tareas que les habían sido encomendadas. A menudo, los funcionarios
japoneses elegían a sus novias entre las muchachas, dado que el
Gobierno estimulaba el emparejamiento entre los invasores y las
conquistadas. Algunas muchachas eran asimismo seleccionadas para
viajar a Japón y contraer matrimonio con hombres a los que no
conocían, a lo que éstas —o más a menudo sus familias— solían
mostrarse bien dispuestas. Durante las etapas finales de la ocupación,
una de las amigas de mi madre resultó seleccionada para su traslado a
Japón, pero perdió el barco y la rendición japonesa la sorprendió aún en
Jinzhou. A partir de entonces, mi madre comenzó a mirarla con mala
cara.

Al contrario de sus predecesores chinos mandarines, quienes


rechazaban las actividades físicas, los japoneses eran sumamente dados
a los deportes, afición que mi madre también compartía. Ya se había
recobrado de su lesión de cadera, y no era mala corredora. En cierta
ocasión, fue seleccionada para participar en una importante
competición. Se entrenó durante semanas, y contemplaba con
considerable animación la llegada del gran día. Sin embargo, pocos días
antes de la carrera, el entrenador —también chino— la llevó aparte y le
rogó que no intentara ganarla. Añadió que no podía explicar el motivo,
pero mi madre lo comprendió. Sabía que a los japoneses no les gustaba
resultar derrotados por los chinos en ninguna disciplina. En la carrera
participaba otra de las muchachas locales, y el entrenador pidió a mi
madre que le transmitiera la misma recomendación sin decirle de dónde
procedía. El día de la carrera, mi madre ni siquiera terminó entre las

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seis primeras. Sus amigas advirtieron que tampoco lo había intentado,
pero su compañera no pudo evitar hacerlo y llegó en primer lugar.

Los japoneses no tardaron en obtener su venganza. Todas las mañanas


tenía lugar una asamblea presidida por el director del instituto, a quien
habían puesto el sobrenombre de Pollino debido a que su nombre, leído
al modo chino (Mao-li ), sonaba como la palabra «pollino» (mao-lü ).
Solía espetar sus órdenes con una voz áspera y gutural para señalar las
cuatro profundas reverencias que debían dedicarse a los cuatro puntos
designados. En primer lugar, «¡Adoración distante de la capital
imperial!», en dirección a Tokio. A continuación, «¡Adoración distante
de la capital nacional!», en dirección a Hsinking, capital de Manchukuo.
Después, «¡Adoración reverente del Emperador Celestial!», refiriéndose
al emperador de Japón y, por fin, «¡Adoración reverente del retrato
imperial!», lo que significaba inclinarse ante el retrato de Pu Yi. Tras
dichos saludos, se realizaba una reverencia menos profunda como
saludo a los profesores.

Aquella mañana en particular, y una vez completada la serie de


reverencias, la muchacha que había ganado la carrera el día anterior
fue súbitamente apartada de su fila por el Pollino, quien afirmó que su
reverencia a Pu Yi había sido inferior a los noventa grados establecidos.
Tras abofetearla y propinarle varias patadas, anunció que quedaba
expulsada, lo que constituía una catástrofe tanto para ella como para su
familia.

Sus padres se apresuraron a casarla con un insignificante funcionario


gubernamental. Tras la derrota de Japón, su esposo fue tachado de
colaboracionista y, en consecuencia, la muchacha tan sólo pudo obtener
empleo en una planta química. Entonces no existían controles de
contaminación, y cuando mi madre regresó a Jinzhou en 1984 y logró
localizarla, se hallaba casi ciega a causa de los productos químicos. Sin
embargo, mostró un notable sarcasmo al referirse a las ironías de su
vida: tras vencer a los japoneses en una carrera, había terminado por
sufrir el trato dado a los colaboracionistas. Aun así, afirmó que no se
arrepentía de haber obrado como lo hizo.

Para los habitantes de Manchukuo no resultaba sencillo enterarse de lo


que sucedía en el resto del mundo, ni del curso que seguía la guerra con
Japón. El frente se hallaba a gran distancia, las noticias sufrían una
estricta censura y la radio no escupía otra cosa que propaganda. Sin
embargo, comenzaron a intuir que Japón se encontraba en apuros a
través de una serie de indicios, especialmente el empeoramiento del
suministro de alimentos.

Las primeras noticias propiamente dichas llegaron durante el verano de


1943, cuando los periódicos informaron de que uno de los aliados de
Japón —Italia— se había rendido. A mediados de 1944, algunos de los
civiles japoneses que trabajaban en las oficinas gubernamentales de
Manchukuo comenzaron a ser reclutados. Por fin, el 29 de julio de 1944,
los B-29 norteamericanos aparecieron por primera vez en el cielo de

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Jinzhou, si bien no bombardearon la ciudad. Los japoneses ordenaron
que se construyeran refugios antiaéreos en todos los hogares, y en las
escuelas se estableció de modo obligatorio la realización de un
simulacro de bombardeo diariamente. Un día, una de las niñas de la
clase de mi madre cogió un extintor y lo descargó sobre un profesor
japonés al que odiaba especialmente. Poco tiempo antes, las
consecuencias de ello hubieran sido inmediatas, pero en aquella ocasión
logró salir impune. Comenzaban a volverse las tornas.

Hacía largo tiempo que se llevaba a cabo una campaña para el


exterminio de moscas y ratas. Los alumnos tenían que cortar los rabos
de las ratas, introducirlos en un sobre y entregárselos a la policía. Las
moscas debían ser introducidas en frascos de vidrio. La policía contaba
una por una las ratas y moscas muertas. Un día, en 1944, mi madre
entregó un frasco de vidrio lleno hasta rebosar de moscas y el policía de
Manchukuo le dijo «Aquí no hay ni para un almuerzo». Al ver su rostro
de sorpresa, añadió: «¿Acaso no lo sabes? A los nipones les encantan
las moscas muertas. ¡Las fríen y se las comen!». El irónico destello de
sus ojos reveló a mi madre que aquel oficial ya no consideraba tan
temibles a los japoneses.

Mi madre se sentía emocionada y expectante, pero durante el otoño de


1944, su felicidad se vio oscurecida por un nubarrón: su hogar ya no era
tan feliz como antes. Percibía la existencia de discordia entre sus
padres.

La décimo quinta noche de la octava luna del año chino era la fecha del
festival del medio otoño, un festival dedicado a la unión familiar. Al
llegar aquella noche, y de acuerdo con la tradición, mi abuela solía
llenar una mesa de melones, pasteles y bollos bajo la luz de la luna. El
motivo de que aquella fecha sirviera para conmemorar la unión familiar
era que la palabra china que designa «unión» (yuan ) es la misma que se
utiliza para referirse a algo «redondo» o «intacto»; asimismo, la luna de
otoño suele presentar un aspecto espléndidamente esférico durante esta
época. De igual modo, todos los manjares consumidos durante aquel día
tenían que ser redondos.

Bajo la plateada luz de la luna, mi abuela solía relatar a mi madre


historias acerca de este satélite: la mayor de sus sombras correspondía
a una gigantesca casia que un cierto señor, Wu Gang, había intentado
cortar durante toda su vida. Sin embargo, el árbol estaba encantado,
por lo que sus intentos se hallaban condenados a un perpetuo fracaso.
Mi madre, fascinada, solía elevar la vista al firmamento mientras
escuchaba sus palabras. Se sentía hipnotizada por la belleza de la luna
llena, pero aquella noche no se le permitía describirla, ya que su madre
le prohibía pronunciar la palabra «redondo» debido a que la familia del
doctor Xia se había visto desmembrada. El doctor Xia se mostraba
melancólico a lo largo de toda la jornada, así como durante varios días
antes y después de la festividad, y mi abuela perdía incluso su habitual
gracia narrativa.

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Durante la noche del festival de 1944, mi abuela y mi madre se hallaban
sentadas bajo un emparrado cubierto de melones y habichuelas,
contemplando el firmamento vasto y despejado a través de sus rendijas.
Mi madre comenzó a decir:

—Esta noche, la luna está especialmente redonda… —Pero mi abuela la


interrumpió bruscamente y rompió a llorar súbitamente. A continuación,
entró corriendo en la casa y mi madre la oyó lamentarse y gritar:

—¡Vuelve con tu hijo y con tus nietos! ¡Déjanos a mi hija y a mí y sigue


por tu camino! —Por fin, jadeando entre sus sollozos, dijo—: ¿Fue culpa
mía o tuya que tu hijo se quitara la vida? ¿Por qué tenemos que soportar
esa carga año tras año? No soy yo quien te impide ver a tus hijos. Son
ellos los que se han negado a venir a visitarte…

Desde que habían abandonado Yixian, tan sólo les había visitado De-gui,
el segundo hijo del doctor Xia. Ante todo aquello, el doctor no pronunció
una sola palabra.

A partir de entonces, mi madre percibió que algo extraño sucedía. El


doctor Xia se volvió cada vez más taciturno, por lo que procuraba
instintivamente evitarle. De vez en cuando, mi abuela se deshacía en
lágrimas mientras se murmuraba a sí misma que ella y el doctor Xia
nunca podrían ser completamente felices debido al alto precio que
habían pagado por su amor. En aquellas ocasiones, solía estrechar a mi
madre con fuerza entre sus brazos, diciéndole que era lo único que tenía
en la vida.

Cuando el invierno descendió sobre Jinzhou sorprendió a mi madre en


un estado de ánimo desacostumbradamente melancólico. Ni siquiera
una segunda aparición de los B-29 norteamericanos en el límpido y frío
cielo de diciembre bastó para elevar sus ánimos.

Los japoneses se mostraban cada vez más susceptibles. Un día, una de


las amigas de mi madre se hizo con un libro escrito por un escritor
chino cuya obra había sido prohibida. Marchó con él al campo en busca
de un lugar tranquilo en el que leerlo, y por fin halló una caverna en la
que se introdujo creyendo que se trataba de un refugio antiaéreo vacío.
Al tantear en la oscuridad, su mano tocó algo parecido a un interruptor
de corriente. De repente, comenzó a sonar un timbre. Había tocado una
alarma. Se había introducido en un arsenal de armamento. Sintió que
sus piernas cedían. Intentó correr, pero sólo logró avanzar un par de
cientos de metros antes de que los soldados japoneses la capturaran y
se la llevaran a rastras.

Dos días después, todos los alumnos del colegio fueron transportados
hasta una desolada extensión de terreno cubierta de nieve situada en las
afueras de la puerta oeste, junto a una de las curvas del río Xiao-ling.
Los residentes locales habían sido igualmente convocados por los jefes
del vecindario. A los niños se les dijo que habían de ser testigos del
«castigo de una malvada persona que había desobedecido al Gran

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Japón». De pronto, mi madre vio cómo su amiga era arrastrada por
soldados japoneses hasta un punto situado justamente frente a ella. Se
encontraba encadenada y apenas podía andar. Había sido torturada, y
tenía el rostro tan hinchado que mi madre apenas podía reconocerla. A
continuación, los soldados japoneses alzaron sus rifles y los apuntaron
en dirección a la muchacha, quien parecía querer decir algo, aunque no
lograba emitir sonido alguno. Se oyó el estampido de los disparos y el
cuerpo de la joven se desplomó mientras su sangre salpicaba la nieve.
Pollino, el director de escuela japonés, recorría con la mirada las hileras
de alumnas en formación. Con un tremendo esfuerzo, mi madre intentó
ocultar sus emociones. Se forzó a sí misma a contemplar el cuerpo de su
amiga, tendido sobre un brillante charco rojo que se extendía en medio
de la blancura de la nieve.

Oyó cómo alguien intentaba suprimir un sollozo. Era la señorita Tanaka,


una joven maestra japonesa por la que sentía gran simpatía.
Inmediatamente, Pollino cayó sobre ella, abofeteándola y pateándola. La
maestra cayó al suelo e intentó apartarse de sus botas, pero él siguió
propinándole feroces patadas. Había traicionado a la raza japonesa,
chillaba. Por fin, Pollino se detuvo, alzó la mirada hacia sus pupilas y,
con un rugido, ordenó que se pusieran en marcha.

Mi madre dirigió una última mirada hacia el cuerpo encorvado de su


maestra y el cadáver de su amiga, e hizo un esfuerzo por tragarse el
odio que sentía.

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4. «Esclavos carentes de un país propio»

Bajo el dominio de distintos amos (1945-1947)

En mayo de 1945, corrió en Jinzhou la noticia de que Alemania se había


rendido y de que la guerra en Europa había concluido. Los aviones
estadounidenses sobrevolaban la zona con mucha más frecuencia que
antes, pues los B-52 eran enviados a bombardear otras ciudades de
Manchuria. Jinzhou, sin embargo, no sufrió ataques. Por la ciudad se
extendió la sensación de que la derrota japonesa se hallaba cercana.

El 8 de agosto, las alumnas de la escuela de mi madre recibieron la


orden de acudir a un santuario para rezar por la victoria de Japón. Al
día siguiente, penetraron en Manchukuo tropas soviéticas y mongolas.
Llegaron noticias que afirmaban que los norteamericanos habían
lanzado dos bombas atómicas sobre Japón, y la población local recibió
aquella nueva con vítores. Los días que siguieron se vieron salpicados
de alarmas de bombardeo, y las clases se interrumpieron. Mi madre se
quedó en casa, ayudando en la construcción de un refugio antiaéreo.

El 13 de agosto, los Xia supieron que Japón estaba negociando la paz.


Dos días después, un vecino que trabajaba en el Gobierno irrumpió en
su casa y les dijo que iba a emitirse un importante comunicado a través
de la radio. El doctor Xia interrumpió su quehacer y se sentó en el patio
junto a mi abuela. El locutor dijo que el emperador japonés se había
rendido. Inmediatamente después anunció la noticia de que Pu Yi había
abdicado como emperador de Manchukuo. La gente salió a la calle en
un estado de enorme excitación, y mi madre acudió a su escuela a
comprobar qué situación reinaba allí. El lugar parecía desierto, con
excepción de un leve rumor procedente de uno de los despachos.
Encaramándose para ver qué ocurría, observó a través de la ventana a
un grupo de maestros japoneses que, agrupados, sollozaban.

Aquella noche, apenas logró pegar ojo, y al alba ya se encontraba en


pie. Cuando abrió la puerta principal por la mañana observó una
pequeña multitud reunida en la calle. Sobre el camino yacían los
cuerpos de una mujer y dos niños japoneses. Un oficial japonés se había
hecho el hara-kiri , y los miembros de su familia habían sido linchados.

Una mañana, poco después de la rendición, los vecinos japoneses de los


Xia fueron hallados muertos. Algunos dijeron que se habían envenenado.
En todo Jinzhou, los japoneses se suicidaban o eran linchados. Sus
hogares eran saqueados, y mi madre advirtió que, de pronto, uno de sus
vecinos más pobres parecía poseer gran número de valiosos bienes para
su venta. Los escolares se vengaban de los maestros japoneses,
apaleándolos ferozmente. Algunos japoneses abandonaban a sus hijos
pequeños en el umbral de los hogares de las familias locales con la
esperanza de que así pudieran salvarse. Cierto número de mujeres

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japonesas habían sido violadas, por lo que muchas decidieron afeitarse
la cabeza para intentar hacerse pasar por hombres.

Mi madre se mostraba preocupada por la señorita Tanaka, quien era la


única maestra de la escuela que nunca había abofeteado a sus alumnos,
a la vez que la única japonesa que había mostrado congoja ante la
ejecución de su amiga. Preguntó a sus padres si podrían ocultarla en su
hogar. Mi abuela mostró inquietud ante la idea, pero no dijo nada. El
doctor Xia se limitó a asentir con la cabeza.

Así, mi madre tomó prestadas algunas ropas de su tía Lan, que era
aproximadamente de la misma talla que la maestra, y logró encontrar a
la señorita Tanaka, quien se había atrincherado en su apartamento. Las
ropas le sentaban como un guante. Su altura era ligeramente superior a
la de la japonesa media, por lo que podía pasar fácilmente por china. Si
alguien les preguntaba, dirían que se trataba de una prima de mi madre.
Los chinos tienen tantos primos que nadie logra seguir la pista de todos.
La instalaron en la habitación del fondo, la misma que en otra época
había servido de refugio a Han-chen.

El vacío que dejó la rendición japonesa y el derrumbamiento del


régimen de Manchukuo trajo consigo otras víctimas aparte de los
japoneses. La ciudad se hallaba sumida en el caos. Por la noche se oían
disparos y frecuentes gritos pidiendo ayuda. Los miembros masculinos
de la familia —incluidos los aprendices del doctor Xia y el hermano de
mi abuela, Yu-lin, quien entonces contaba quince años de edad— se
turnaron noche tras noche para montar guardia en el tejado armados
con piedras, hachas y cuchillos. A diferencia de mi abuela, mi madre no
se mostraba asustada en absoluto, lo que dejaba atónita a aquélla: «Por
tus venas corre la sangre de tu padre», solía decir.

Los saqueos, violaciones y asesinatos continuaron durante los ocho días


posteriores a la rendición, momento en que se informó a la población de
la llegada de una nueva fuerza militar: el Ejército rojo soviético. El 23
de agosto, los jefes vecinales ordenaron a los residentes que acudieran
al día siguiente a la estación de ferrocarril para dar la bienvenida a los
rusos. El doctor Xia y mi abuela permanecieron en casa, pero mi madre
se unió a una muchedumbre enorme y entusiasta de jóvenes que
portaban banderolas de papel en forma de triángulo. Al llegar el tren, la
multitud comenzó a agitar sus banderas y a gritar « Wula » (imitación
china de Uva , palabra rusa que significa «Hurra»). Mi madre se había
imaginado a los soldados soviéticos como héroes victoriosos dotados de
barbas impresionantes y a lomos de enormes caballos. Lo que vio, sin
embargo, fue un grupo de pálidos jóvenes vestidos con harapos. Aparte
del atisbo ocasional de alguna que otra figura misteriosa que pasaba en
automóvil, aquéllos eran los primeros blancos que mi madre había visto
jamás.

En Jinzhou se estacionaron unos mil soldados soviéticos. A su llegada, la


gente se mostraba agradecida por la ayuda que les habían prestado
para librarse de los japoneses, pero los rusos trajeron consigo nuevos

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problemas. Las escuelas habían cerrado con motivo de la rendición de
Japón, por lo que mi madre recibía clases particulares. Un día, cuando
regresaba a casa desde el domicilio de su tutor, vio un camión
estacionado junto a la carretera: junto a él se veían unos cuantos
soldados rusos que ofrecían hatillos hechos con tela. Los tejidos habían
sufrido un racionamiento estricto bajo los japoneses. Mi madre se
acercó para echar un vistazo, y comprobó que las telas procedían de la
fábrica en la que había trabajado durante la escuela primaria. Los rusos
se dedicaban a cambiarlas por relojes de pared o de pulsera y por
chucherías. Mi madre recordó que en algún lugar de la casa había un
antiguo reloj enterrado en el fondo de un armario. Regresó corriendo y
lo localizó. A pesar de la contrariedad que le había producido descubrir
que no funcionaba, los soldados rusos se mostraron encantados y le
entregaron a cambio una pieza de tela blanca estampada con un
delicado dibujo de flores rosadas. Durante la cena, todos los miembros
de la familia sacudieron la cabeza con asombro ante aquellos extraños
forasteros que tanto apreciaban la posesión de viejos relojes inútiles y
otras baratijas.

Los rusos no sólo se dedicaban a la distribución de bienes procedentes


de las fábricas, sino también al desmantelamiento de factorías enteras,
incluidas las dos refinerías de petróleo de Jinzhou, cuyos equipos
enviaban a la Unión Soviética. Calificaban aquel proceso de
«reparaciones de guerra», pero para los habitantes locales equivalía al
derrumbamiento total de su industria.

Los soldados rusos irrumpían en las casas de la gente y sencillamente se


apropiaban de todo aquello que les gustaba, y en especial de relojes y
vestidos. Por Jinzhou se extendieron como la pólvora historias que
relataban violaciones de mujeres chinas por parte de los rusos. Muchas
de ellas se ocultaron por temor a sus «libertadores» y, muy pronto, la
ciudad hervía de cólera y ansiedad.

La casa de los Xia se alzaba fuera de los muros de la ciudad, y se


hallaba pobremente protegida. Una amiga de mi madre se ofreció para
prestarles una casa situada en el interior del recinto y rodeada por altos
muros de piedra. La familia se trasladó inmediatamente, llevándose
consigo a la maestra japonesa amiga de mi madre. La mudanza tuvo
como consecuencia que mi madre tenía que recorrer diariamente una
distancia mucho mayor hasta el domicilio de su tutor: casi treinta
minutos de caminata. El doctor Xia insistió en llevarla por la mañana y
recogerla por la tarde, pero mi madre no quería obligarle a caminar tan
lejos, por lo que recorría parte del trayecto por sí sola y se encontraba
con él a mitad de camino. Un día, un jeep cargado de soldados rusos que
reían a carcajadas se detuvo no lejos de ella y sus ocupantes saltaron
del vehículo y echaron a correr en su dirección. Mi madre corrió tan
velozmente como pudo, perseguida por los rusos. Tras unos cuantos
cientos de metros, distinguió a lo lejos la silueta de su padrastro
agitando el bastón. Los rusos se hallaban ya muy cerca de ella, y mi
madre decidió internarse en una guardería infantil desierta que conocía
bien y cuyo interior era como un laberinto. Permaneció allí oculta

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durante más de una hora y, por fin, huyó por la puerta trasera y llegó a
casa sana y salva. El doctor Xia había visto cómo los rusos entraban en
el edificio en persecución de mi madre pero al poco rato, y con inmenso
alivio, los había visto salir de nuevo, evidentemente desorientados por la
distribución del interior.

Al cabo de poco más de una semana después de la llegada de los rusos,


el jefe del comité vecinal ordenó a mi madre que asistiera a una de sus
reuniones, la cual tendría lugar a la tarde siguiente. Cuando llegó allí,
vio a un grupo de chinos desharrapados que, acompañados por algunas
mujeres, disertaban acerca de la lucha que habían sostenido durante
ocho años para derrotar a los japoneses y lograr que los ciudadanos
corrientes gobernaran por fin China. Eran los comunistas: los
comunistas chinos. Habían llegado a la ciudad el día anterior sin
anuncio previo y sin causar estrépito alguno. Las mujeres comunistas
que asistían a la reunión iban ataviadas con vestiduras informes
exactamente iguales a las de los hombres. Mi madre pensó para sí
misma: ¿Cómo podéis vanagloriaros de haber vencido a los japoneses?
Ni siquiera tenéis ropas o armas decentes. Para ella, los comunistas
mostraban un aspecto aún más pobre y desastrado que los pordioseros.

Se sintió desilusionada, porque los había imaginado altos, fuertes y


sobrehumanos. Su tío Pei-o —el guardián de prisiones— y Dong, el
verdugo, le habían dicho que los prisioneros comunistas eran los más
valerosos:
«Son los que tienen los huesos más fuertes —solía decir su tío—. Cantan,
gritan consignas y maldicen a los japoneses hasta el último instante
antes de morir estrangulados», decía Dong.

Los comunistas instalaron carteles en los que se exhortaba a la


población a mantener el orden y comenzaron a arrestar a
colaboracionistas y ciudadanos que habían trabajado para las fuerzas
de seguridad japonesas. Entre los detenidos figuraba Yang, el padre de
mi abuela, quien aún era jefe adjunto de la policía de Yixian. Lo
encarcelaron en su propia prisión y su superior, el jefe de policía, fue
ejecutado. Los comunistas no tardaron en restaurar el orden y en poner
la economía nuevamente en marcha. La situación del suministro de
alimentos, antes desesperada, mejoró sensiblemente. El doctor Xia
pronto pudo comenzar a visitar de nuevo a sus pacientes, y la escuela de
mi madre abrió otra vez sus puertas.

Los comunistas se alojaban en los hogares de la población local.


Parecían honrados y sencillos, y solían charlar con las familias: «Nos
faltan ciudadanos educados —solían decirle a uno de los amigos de mi
madre—. Únete a nosotros. Te nombraremos jefe de condado».

Necesitaban reclutar gente. Tras la rendición japonesa, tanto los


comunistas como el Kuomintang habían intentado ocupar la mayor
cantidad de territorio posible, pero el Kuomintang disponía de un
ejército mucho mayor, a la vez que mejor equipado. Ambos bandos
maniobraban para consolidar sus posiciones antes de reanudar la

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guerra civil, parcialmente suspendida durante los ocho años anteriores
para sostener la lucha contra los japoneses. De hecho, ya se habían
desencadenado las hostilidades entre ellos. Manchuria constituía un
campo de batalla fundamental debido a sus recursos económicos. Dada
su proximidad al territorio, las fuerzas comunistas habían sido las
primeras en ocupar Manchuria, y casi sin ayuda por parte de las tropas
rusas. Sin embargo, los norteamericanos procuraban promover la
consolidación de Chiang Kai-shek en la zona enviando decenas de miles
de soldados del Kuomintang al norte del país. En un momento dado, los
norteamericanos intentaron desembarcar parte de dichas tropas en
Huludao, un puerto situado a unos cincuenta kilómetros de Jinzhou,
pero hubieron de retroceder bajo el fuego de los comunistas chinos. Las
fuerzas del Kuomintang fueron obligadas a desplazarse hacia el sur de
la Gran Muralla y a reanudar el trayecto hacia el Norte por tren. Los
Estados Unidos les proporcionaban cobertura aérea. En total,
desembarcaron en el norte de China más de cincuenta mil marines que
ocuparon Pekín y Tianjin.

Los rusos reconocieron oficialmente al Kuomintang de Chiang Kai-shek


como el gobierno legítimo del país. Para el 11 de noviembre, el Ejército
rojo soviético había abandonado la zona de Jinzhou y había retrocedido
hasta el norte de Manchuria, obedeciendo parcialmente el compromiso
de Stalin de retirarse de la región a los tres meses de la victoria. Ello
permitió a los chinos comunistas un control independiente de la ciudad.

Una tarde de finales de noviembre, mi madre regresaba a casa desde el


instituto cuando vio numerosos soldados que recogían apresuradamente
sus armas y equipos y se encaminaban hacia la puerta sur de la ciudad.
Sabía que en la campiña cercana se habían desarrollado violentos
combates, y adivinó que los comunistas se preparaban para marcharse.

Su retirada formaba parte de la estrategia del líder comunista Mao


Zedong, según la cual no debían defenderse las ciudades —pues en
dichas disputas sería el Kuomintang quien llevaría la ventaja— sino que
convenía retroceder hacia las zonas rurales. «Así, rodearemos las
ciudades con nuestros campos y, por fin, terminaremos
conquistándolas», fue la doctrina de Mao durante aquella nueva etapa.

Al día siguiente de la retirada de los comunistas de Jinzhou, un nuevo


ejército hizo su entrada en la ciudad: el cuarto en un período de otros
tantos meses. En este caso, las tropas lucían uniformes limpios y
contaban con relucientes armas norteamericanas. Era el Kuomintang.
Los vecinos salían de sus casas y se agrupaban en las estrechas
callejuelas embarradas entre aplausos y vítores. Mi madre se abrió paso
hasta la cabecera de la emocionada multitud. De pronto, se sorprendió
a sí misma agitando los brazos y profiriendo alegres vítores. Aquellos
soldados —pensaba para sí misma— sí que tenían el aspecto de ser los
vencedores de los japoneses. Regresó corriendo a casa en un estado de
gran excitación, impaciente por describir a sus padres el elegante
aspecto de los nuevos soldados.

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En Jinzhou reinaba una atmósfera festiva. Los ciudadanos se disputaban
el privilegio de invitar a las tropas a sus casas. Un oficial acudió a vivir
a casa de los Xia. Se comportaba de modo extremadamente respetuoso,
y agradó a todos los miembros de la familia. Mi abuela y el doctor Xia
estaban convencidos de que el Kuomintang sabría mantener la ley y el
orden y de que, por fin, garantizarían la paz.

Sin embargo, la buena voluntad que aquellas gentes habían mostrado


frente al Kuomintang no tardó en convertirse en amarga desilusión. La
mayor parte de los oficiales procedían de otras partes de China, y se
dirigían a los habitantes de Jinzhou como Wang-guo-nu («Esclavos
carentes de un país propio»), advirtiéndoles de hasta qué punto
deberían mostrarse agradecidos al Kuomintang por librarles de los
japoneses. Una tarde, se celebró en el instituto de mi madre una fiesta
para las estudiantes y los oficiales del Kuomintang. La hija de uno de
ellos, de tres años de edad, recitó un discurso que comenzaba:
«Nosotros, el Kuomintang, hemos luchado contra los japoneses durante
ocho años y os hemos liberado a vosotros, hasta ahora esclavos de
Japón…». Mi madre y sus amigas abandonaron la estancia.

Del mismo modo, mi madre se mostraba repugnada por el modo en que


el Kuomintang se había lanzado a la caza de concubinas. A comienzos
de 1946, Jinzhou comenzaba a llenarse de tropas. El instituto de mi
madre era el único instituto femenino de la ciudad, y sobre él se abatían
enjambres de oficiales y funcionarios en busca de concubinas y,
ocasionalmente, esposas. Algunas de las muchachas contrajeron
matrimonio por su propia voluntad, mientras que otras no supieron
negarse ante sus familiares, convencidos de que el matrimonio con un
oficial constituiría para ellas un buen punto de partida frente a la vida.

Con quince años de edad, mi madre era una de las más apetecibles
jóvenes casaderas del momento. Se había convertido en una muchacha
sumamente atractiva y popular, y era la alumna estrella del instituto. Ya
había recibido propuestas de numerosos oficiales, pero comunicó a sus
padres que no quería a ninguno. Uno de ellos —Jefe de Estado Mayor de
uno de los generales—, amenazó con enviar una silla de manos en su
busca tras ver rechazados sus galones dorados. Cuando planteó su
propuesta al doctor Xia y a mi abuela, mi madre estaba escuchando al
otro lado de la puerta. Al oír aquello, irrumpió en la habitación y le dijo
cara a cara que si lo hacía, ella misma se quitaría la vida durante el
trayecto. Afortunadamente, su unidad fue trasladada poco después.

Mi madre se había hecho a la idea de conservar el privilegio de escoger


a su esposo. Le irritaba el trato concedido a las mujeres, y aborrecía el
sistema de concubinato. Sus padres la apoyaban, pero la avalancha de
ofertas les obligaba a desarrollar una complicada y agotadora
diplomacia para encontrar modos de negarse sin sufrir por ello severas
represalias.

Una de las maestras de mi madre era una joven llamada Liu que sentía
un profundo afecto por ella. En China, cuando alguien te aprecia,

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intenta a menudo convertirte en miembro honorario de su familia.
Aunque en aquellos tiempos los chicos y las chicas no tenían que
soportar una segregación tan severa como durante la época de mi
abuela, lo cierto es que tampoco disfrutaban de demasiadas
oportunidades de estar juntos, por lo que la presentación de amigos o
amigas a los hermanos o hermanas constituía un modo habitual de
lograr que se conocieran aquellos jóvenes a quienes disgustaba la idea
de un matrimonio organizado. La señorita Liu hizo las presentaciones
entre mi madre y su hermano, pero el señor y la señora Liu hubieron de
aprobar previamente la relación.

A comienzos de 1946, en vísperas del Año Nuevo chino, mi madre fue


invitada a pasar las festividades en casa de los Liu, quienes poseían una
mansión de considerable tamaño. El señor Liu era uno de los más
prósperos comerciantes de Jinzhou. Su hijo, de unos diecinueve años de
edad, daba la sensación de ser ya un hombre de mundo; vestía un traje
de color verde oscuro de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo, lo
que resultaba enormemente sofisticado y atrevido en una ciudad de
provincias como era Jinzhou. Se había matriculado en una universidad
de Pekín, donde estudiaba lengua y literatura rusas. Mi madre, quien ya
había obtenido la aprobación de la familia del joven, se sintió
profundamente impresionada por él. No tardaron en enviar un emisario
al doctor Xia con la petición de mano aunque, claro está, sin decirle
nada a ella.

El doctor Xia era más liberal que la mayoría de los hombres de su


tiempo, y requirió el parecer de mi madre acerca de la cuestión. Ella
aceptó convertirse en «amiga» del joven señor Liu. En aquellos tiempos,
si un muchacho y una joven eran vistos conversando públicamente, se
asumía que debían estar, cuando menos, prometidos. Mi madre ansiaba
poder disfrutar de un poco de diversión y libertad, así como trabar
amistad con jóvenes de su edad sin tener que verse obligada a contraer
matrimonio. Conociéndola, el doctor Xia y mi abuela se mostraron
cautelosos con los Liu y prefirieron rechazar los presentes de rigor.
Según la tradición china, la familia de una joven no debe aceptar una
propuesta matrimonial de inmediato, ya que ello supondría mostrar
demasiada ansiedad. La aceptación de los regalos hubiera equivalido a
indicar un consentimiento implícito. Al doctor Xia y a mi abuela les
inquietaba la posibilidad de que se produjera un malentendido.

Mi madre salió con el joven Liu durante una temporada. Se sentía


atraída por sus buenos modales, y todos sus parientes, amigas y vecinos
coincidían en que había hallado un compañero ideal. El doctor Xia y mi
abuela opinaban que ambos formaban una pareja magnífica, y le
escogieron como yerno en privado. Sin embargo, mi madre le
consideraba superficial. Advirtió que nunca viajaba a Pekín, sino que
permanecía en casa disfrutando de una vida de dilettante . Un día,
descubrió que ni siquiera había leído el célebre clásico chino del siglo
XVIII titulado El sueño en el Pabellón rojo , libro bien conocido por
cualquier chino culto. Cuando le comunicó su disgusto, el joven Liu dijo
alegremente que los clásicos chinos no eran su fuerte, y que lo que más

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le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de
reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary ?
No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de
Maupassant».

Mi madre había leído Madame Bovary , y sabía que había sido escrita
por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó
numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el
enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido
considerado como una actitud «cascarrabias».

A Liu le encantaba el juego, especialmente el mah-jongg que, sin


embargo, aburría a muerte a mi madre. Poco tiempo después, una tarde
en que se encontraban en mitad de una partida, una doncella entró y
preguntó: «¿Qué doncella preferiría el amo Liu que le sirviera en la
cama?». Liu contestó despreocupadamente: «Tal doncella». Mi madre
temblaba de furia, pero Liu se limitó a alzar las cejas, como si su
reacción le sorprendiera. Seguidamente, dijo: «En Japón es una
costumbre perfectamente normal. Todo el mundo lo hace. Se llama si-
qin (“cama con servicio”)». Intentaba hacer que mi madre se sintiera
provinciana y celosa, lo que en China se contemplaba tradicionalmente
como uno de los peores vicios que podía tener una mujer, y más que
suficiente para justificar que su marido la repudiara. Una vez más, mi
madre guardó silencio, si bien interiormente hervía de rabia.

Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo
y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad».
Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase
de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.

Pocos días después, el viejo señor Liu murió súbitamente. En aquellos


días, era muy importante gozar de un funeral espectacular,
especialmente si el fallecido era cabeza de familia. Un funeral que no se
encontrara a la altura de las expectativas de los parientes y la sociedad
no lograría sino atraer la desaprobación general sobre la familia. Los
Liu deseaban una ceremonia complicada, y no una simple procesión
desde la casa al cementerio. Se hicieron venir monjes para que leyeran
el sutra budista de «inclinar la cabeza» en presencia de todos los
familiares. A continuación, los miembros de la familia rompieron en
lágrimas. Desde entonces, y hasta el momento del entierro, fijado para
el cuadragésimo noveno día después del fallecimiento, el sonido de los
sollozos y lamentos debería oírse sin interrupción desde primeras horas
de la mañana hasta la medianoche, acompañados por la constante
incineración de dinero artificial destinado a su uso en el otro mundo por
parte del difunto. Muchas familias no lograban sostener aquel maratón,
y preferían alquilar a plañideras profesionales para que realizaran el
trabajo. Los Liu, sin embargo, eran demasiado filiales para hacer una
cosa así por lo que se ocuparon personalmente de los lamentos, con la
ayuda de sus numerosos familiares.

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Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu,
previamente depositado en un féretro de madera de sándalo
espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el
patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su
sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y,
desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si
comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la
protección del resto. De otro modo —pensaban— nunca lograría el
descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad
de futura nuera.

Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se
había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca
podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de
los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de
los Liu.

El doctor Xia dijo a mi madre que el hecho de romper la relación en


aquel momento equivalía a defraudar al difunto señor Liu, lo que se
consideraba deshonroso. Si bien no hubiera opuesto objeción alguna a
tal ruptura en una situación normal, opinaba que, dadas las
circunstancias, sus deseos debían subordinarse a exigencias de mayor
importancia. Mi abuela también era de la opinión de que debía acudir.
Por si fuera poco, añadió: «¿Cuándo se ha oído hablar de que una
muchacha rechace a un hombre porque haya tenido amantes o haya
confundido el nombre de un escritor extranjero? A todos los jóvenes les
gusta divertirse y andar de picos pardos. Además, no tienes que
preocuparte de doncellas ni de concubinas. Posees un carácter fuerte, y
sabrás mantener controlado a tu esposo».

Aquello no se asemejaba al concepto de vida que deseaba mi madre, y


así lo manifestó. Interiormente, mi abuela coincidía con ella, pero le
asustaba que mi madre siguiera en casa debido a las constantes
proposiciones de los oficiales del Kuomintang. «Podemos decir que no a
uno, pero no a todos ellos —dijo a mi madre—. Si no te casas con
Zhang, tendrás que aceptar a Lee. Piénsalo: ¿acaso no es Liu mucho
mejor que los otros? Si te casas con él, ningún oficial podrá volver a
molestarte. Paso las noches y los días angustiada pensando en qué
podría sucederte. No podré descansar hasta que no tengas tu casa».
Pero mi madre dijo que prefería morir a casarse con alguien que no
pudiera proporcionarle felicidad… y amor.

Los Liu se enfurecieron con mi madre, al igual que el doctor Xia y mi


abuela. Durante días, discutieron, suplicaron, engatusaron, gritaron y
sollozaron sin éxito. Finalmente, por primera vez desde que el día en que
la había golpeado de niña por ocupar su sitio sobre el kang, el doctor
Xia montó en cólera con mi madre. «Lo que estás haciendo es traer la
vergüenza al nombre de Xia. ¡No quiero tener una hija como tú!». Mi
madre se puso en pie y respondió con las siguientes palabras: «De
acuerdo, pues. No tendrás que tener una hija como yo. ¡Me marcho!».

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Dicho esto, salió precipitadamente de la estancia, empaquetó sus cosas
y abandonó la casa.

En la época de mi abuela, a nadie se le hubiera ocurrido irse de casa de


semejante modo. Una mujer no podía obtener empleo alguno sino como
sirvienta, e incluso para ello había de poseer referencias. Pero los
tiempos habían cambiado. Aunque la mayor parte de las familias lo
consideraban un último recurso, las mujeres de 1946 podían vivir solas
y encontrar trabajo en campos como la educación o la medicina. En la
escuela de mi madre existía un departamento de formación docente que
ofrecía enseñanza y alojamiento gratuitos a aquellas muchachas que
hubieran completado tres años de estudios. Aparte de un examen previo,
la única condición que se requería era que las licenciadas pasaran a
trabajar como profesoras. La mayoría de las alumnas del departamento
procedían de familias pobres que no disponían de medios para pagarles
una educación o de personas que dudaban de sus posibilidades de
ingreso en una universidad, por lo que rehusaban permanecer en el
instituto. Hasta 1945, las mujeres no pudieron contemplar la posibilidad
de acceder a la universidad. Bajo el mandato de los japoneses, no
podían pasar del instituto, donde lo único que aprendían era,
fundamentalmente, cómo llevar una familia.

Hasta entonces, mi madre nunca había contemplado siquiera el ingreso


en aquel departamento, considerado generalmente una posibilidad
secundaria, pues siempre había considerado que tenía madera para la
universidad. En el departamento cundió una ligera sorpresa cuando se
recibió la solicitud, pero ella les convenció de su ferviente deseo de
ingresar en la profesión docente. Aún no había concluido sus tres años
obligatorios de escuela, pero ya era conocida como una alumna estrella.
El departamento se mostró encantado de aceptarla después de
someterla a un examen que no tuvo dificultad alguna en aprobar. Se
trasladó a vivir a la escuela, y mi abuela no tardó en correr a suplicarle
que regresara a casa. Mi madre se alegró de alcanzar la reconciliación;
prometió acudir a casa con frecuencia y quedarse a dormir a menudo,
pero insistió en conservar su cama en la escuela. Estaba decidida a no
depender de ninguna persona, por mucho que ésta la amara. Para ella,
el departamento resultaba ideal. Le garantizaba un empleo tras su
graduación en un momento en que numerosos licenciados universitarios
no lograban encontrar trabajo. Otra ventaja era su gratuidad, ya que el
doctor Xia comenzaba a sufrir los efectos de la mala administración
económica.

Los miembros del Kuomintang a cargo de las fábricas —al menos los de
aquellas que no habían sido desmanteladas por los rusos— mostraban
una notoria incapacidad para poner una vez más la economía en
marcha. Lograron poner en funcionamiento algunas fábricas muy por
debajo de su capacidad, pero se embolsaban ellos mismos la mayor
parte de los ingresos que producían.

Sus intrusos procedían a trasladarse a las elegantes viviendas que los


japoneses habían abandonado. La casa contigua al antiguo domicilio de

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los Xia —la que había pertenecido al funcionario japonés— se hallaba
ahora ocupada por un funcionario del Kuomintang y una de sus nuevas
concubinas. El alcalde de Jinzhou, un tal señor Han, había sido un don
nadie local. De pronto, se vio convertido en alguien rico gracias a la
venta de propiedades confiscadas de los japoneses y sus colaboradores.
Se hizo con varias concubinas, y los habitantes de la localidad
comenzaron a referirse al Ayuntamiento como «la hacienda de Han»,
atestado como estaba de sus parientes y amigos.

Cuando el Kuomintang ocupó Yixian, mi bisabuelo Yang fue liberado de


su prisión (o acaso pudo comprar su libertad). Los lugareños creían —
muy acertadamente— que los funcionarios del Kuomintang hacían
verdaderas fortunas gracias a los antiguos colaboracionistas. Yang
intentó protegerse a sí mismo casando a la única hija que le quedaba (a
quien había tenido hasta entonces viviendo con una de sus concubinas)
con un oficial del Kuomintang. Sin embargo, aquel hombre era tan sólo
capitán, por lo que no poseía el poder suficiente como para prestarle
una protección real. Las propiedades de Yang fueron confiscadas, y el
anciano se vio reducido a vivir como un mendigo, a «permanecer en
cuclillas junto a las alcantarillas», en palabras de los habitantes de la
localidad. Cuando su esposa se enteró de aquello, prohibió a sus hijos
que le dieran dinero alguno o hicieran nada por ayudarle.

En 1947, poco más de un año después de su puesta en libertad, comenzó


a desarrollar un bocio canceroso en el cuello. Al advertir que se estaba
muriendo, envió un mensaje a Jinzhou con el ruego de que se le
permitiera ver a sus hijos. Mi bisabuela se negó, pero el anciano
continuó enviando mensajes en los que les suplicaba que fueran. Por fin,
su mujer se ablandó. Mi abuela, Lan y Yu-lin partieron hacia Yixian en
tren. Hacía diez años desde que mi abuela había visto a su padre, y lo
halló convertido en una sombra derrotada de lo que había sido en otro
tiempo. Al ver a sus hijos, corrieron abundantes lágrimas por las
mejillas del viejo Yang. A éstos les costaba trabajo perdonarle el modo
en que había tratado a su madre —y a ellos mismos—, y se dirigieron a
él empleando fórmulas más bien distantes. El anciano suplicó a Yu-lin
que le llamara «padre», pero Yu-lin se negó. El rostro desfigurado de
Yang era la imagen de la desesperación. Mi abuela suplicó a su hermano
que le llamara «padre», aunque sólo fuera por una vez. Por fin, Yu-lin lo
hizo, apretando los dientes. Su padre le tomó de la mano y le dijo:
«Intenta convertirte en profesor, o si lo prefieres monta un pequeño
negocio. Nunca intentes conseguir un empleo como funcionario. Te
arruinaría del mismo modo que me ha arruinado a mí». Aquéllas fueron
las últimas palabras que dirigió a su familia.

Cuando murió, tan sólo una de sus concubinas se hallaba junto a él. Era
tan pobre que ni siquiera podía permitirse la compra de un ataúd. Su
cadáver fue introducido en una maleta vieja y destartalada y sepultado
sin otro ceremonial. Al entierro no asistió ni uno solo de los miembros
de su familia.

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La corrupción se hallaba tan extendida que Chiang Kai-shek organizó
una institución especial destinada a combatirla. Se conocía como la
«Escuadra para el Azote de los Tigres», debido a que los ciudadanos
comparaban a los funcionarios corruptos con temibles tigres y tal
denominación estimulaba, por tanto, sus quejas y denuncias. Sin
embargo, no tardó en ponerse de manifiesto que ello no constituía sino
un medio de aquellos que eran realmente poderosos para extorsionar
económicamente a los ricos. El «azote de los tigres» constituía una
actividad sumamente lucrativa.

Mucho peores qué aquello eran los flagrantes saqueos. El doctor Xia
recibía regularmente la visita de grupos de soldados que lo saludaban
respetuosamente y, a continuación, decían con voz exageradamente
servil: «Honorable doctor Xia, algunos de nuestros colegas se
encuentran en graves apuros económicos. ¿Cree usted que podría
prestarnos algún dinero?». No era prudente negarse. Cualquiera que se
enfrentara al Kuomintang se exponía a ser acusado de comunista, lo que
por lo general implicaba ser detenido y, con frecuencia, torturado. Los
soldados solían asimismo entrar en la consulta como si se tratara de su
casa y exigir tratamiento y medicinas gratis. Al doctor Xia esto no le
importaba demasiado —lo consideraba el deber de un médico frente a
cualquier ser humano—, pero en algunas ocasiones los soldados se
limitaban a arrebatarle las medicinas sin pedírselas para luego
venderlas en el mercado negro. Existía una terrible escasez de
medicinas.

A medida que se intensificaba la guerra civil, creció el número de


soldados estacionados en Jinzhou. Las tropas del Gobierno central —
sometidas directamente a las órdenes de Chiang Kai-shek— se
mostraban relativamente bien disciplinadas, pero aquellas que no
recibían sueldo alguno del Gobierno central se veían obligadas a «vivir
de la tierra».

En el departamento de formación docente, mi madre entabló una


estrecha amistad con una hermosa y vivaracha joven de diecisiete años
llamada Bai. Mi madre admiraba y respetaba a Bai. Cuando le habló del
desencanto que le había producido el Kuomintang, Bai le dijo que
«contemplara el bosque, y no los árboles aislados»: toda fuerza, dijo,
tiene sus defectos. Bai se mostraba apasionadamente partidaria del
Kuomintang: tanto, que se había unido a uno de sus servicios de
inteligencia. En uno de los cursos de formación, se le indicó de modo
inequívoco que debería informar acerca de sus compañeros. Ella se
negó. Pocas noches después, sus compañeros de curso oyeron un
disparo procedente de su dormitorio. Al abrir la puerta, la vieron
tendida en la cama, boqueando, con el rostro mortalmente pálido. La
almohada estaba manchada de sangre. Murió sin alcanzar a decir una
palabra. Los periódicos publicaron la historia calificándola de «caso de
color melocotón», que significa crimen pasional. Afirmaban que había
sido asesinada por un amante celoso. Pero nadie lo creyó. Bai se había
comportado siempre de un modo sumamente recatado en lo que se

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refería a los hombres. Mi madre oyó decir que la habían matado porque
había intentado marcharse.

La tragedia no concluyó ahí. La madre de Bai trabajaba como empleada


de hogar fija en casa de una acaudalada familia que poseía una pequeña
tienda de objetos de oro. La muerte de su única hija la sumió en un
profundo desconsuelo, lo que se combinaba con la cólera que le
producían las calumniosas sugerencias de los periódicos que afirmaban
que su hija había tenido varios amantes que se peleaban por ella y que
habían terminado por matarla. El más sagrado tesoro de una mujer era
su castidad, y se suponía que debía defenderla hasta la muerte. Varios
días después de la muerte de Bai, su madre se ahorcó. Su amo recibió la
visita de unos matones que le acusaron de ser responsable de su muerte.
No era mal pretexto para exigir dinero, y el hombre no tardó en perder
su establecimiento.

Un día, alguien llamó con los nudillos a la puerta de los Xia, y un


hombre en las postrimerías de la treintena y ataviado con el uniforme
del Kuomintang entró y se inclinó frente a mi abuela, dirigiéndose a ella
como «hermana mayor» y al doctor Xia como «cuñado mayor».
Tardaron unos instantes en darse cuenta de que aquel hombre elegante
y saludable era Han-chen, el mismo que había sido torturado y salvado
del garrote y al que habían ocultado durante tres meses en su casa
hasta que recuperó la salud. Junto a él, también de uniforme, se había
presentado un joven alto y esbelto que más parecía un estudiante que un
soldado. Han-chen lo presentó como su amigo Zhu-ge. A mi madre le
cayó bien inmediatamente.

Desde su último encuentro, Han-chen se había convertido en un oficial


de grado superior de los servicios de inteligencia del Kuomintang, y se
hallaba a cargo de una de sus ramas para todo el ámbito de Jinzhou. Al
partir, dijo: «Hermana mayor, tu familia me devolvió la vida. Si alguna
vez necesitas algo, sea lo que sea, no tienes más que decirlo, porque así
se hará».

Han-chen y Zhu-ge comenzaron a realizar frecuentes visitas, y Han-chen


no tardó en buscar empleo en los servicios de inteligencia tanto para
Dong —el antiguo verdugo que había salvado su vida— como para Pei-o,
cuñado de mi abuela y antiguo funcionario de prisiones.

Zhu-ge se hizo muy amigo de la familia. Había estado estudiando


ciencias en la Universidad de Tianjin, de donde había huido para unirse
al Kuomintang tras caer la ciudad en manos japonesas. En una de sus
visitas, mi madre le presentó a la señorita Tanaka, la misma que había
estado viviendo con los Xia. Ambos se enamoraron, se casaron y se
marcharon a vivir juntos a un apartamento alquilado. Un día, Zhu-ge
estaba limpiando su arma cuando rozó el gatillo accidentalmente y ésta
se disparó. La bala atravesó limpiamente el suelo y mató al hijo pequeño
del dueño, que descansaba tendido en su cama. La familia no osó
denunciar a Zhu-ge debido al temor que les inspiraban los servicios de
inteligencia, para los cuales nada había tan fácil como acusar a quien

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quisieran de ser un comunista. Su palabra era ley, y gobernaban sobre
la vida y la muerte. La madre de Zhu-ge entregó una fuerte suma de
dinero a la familia a modo de compensación. Zhu-ge se mostraba
desconsolado, pero la familia del difunto ni siquiera se atrevía a
mostrarse disgustada con él. Por el contrario, le demostraban una
gratitud exagerada por miedo a que adivinara que el episodio habría de
excitar su odio y pudiera hacerles algún daño. El joven no lograba
soportar aquella situación, por lo que no tardó en marcharse.

El marido de Lan —el tío Pei-o— prosperaba en los servicios de


inteligencia. Estaba tan encantado con sus nuevos jefes que se cambió el
nombre a Xiao-shek («Lealtad a Chiang Kai-shek»). Era miembro de un
grupo de tres hombres a las órdenes de Zhu-ge. Al principio, su labor
consistía en purgar a todos aquellos que se habían mostrado
projaponeses, pero la vigilancia no tardó en incluir también a todos los
estudiantes que mostraban simpatías procomunistas. Durante una
época, Lealtad Pei-o hizo lo que se exigía de él, pero su conciencia
pronto empezó a remorderle: no quería ser responsable de enviar gente
a la cárcel ni de elegir a las víctimas de una futura extorsión. Pidió el
traslado y obtuvo un empleo de guarda nocturno en uno de los controles
de la ciudad. Los comunistas habían abandonado Jinzhou, pero no se
habían alejado mucho, y se enzarzaban en continuas batallas con el
Kuomintang en los campos circundantes. Las autoridades de Jinzhou
intentaban mantener un control férreo sobre los bienes más importantes
para evitar que los comunistas se hicieran con ellos.

El hecho de trabajar en los servicios de inteligencia daba poder a


Lealtad, y ello a su vez le proporcionaba dinero. Poco a poco, comenzó a
cambiar. Empezó a fumar opio, a beber en exceso, a jugar y a
frecuentar burdeles, y no tardó en contraer una enfermedad venérea.
En un intento de lograr que se comportara, mi abuela le ofreció dinero,
pero él siguió como antes. No obstante, se daba perfecta cuenta de que
la comida cada vez era más escasa en casa de los Xia, por lo que a
menudo invitaba a éstos a los almuerzos que ofrecía en su domicilio. El
doctor Xia no permitía a mi abuela que acudiera. «Se trata de riquezas
adquiridas por medios ilícitos y ninguno de nosotros va a tocarlas»,
decía. Sin embargo, la idea de un poco de comida decente constituía una
tentación demasiado fuerte para mi abuela, quien ocasionalmente se
trasladaba furtivamente a casa de Pei-o en compañía de Yu-lin y de mi
madre en busca de una comida como es debido.

Cuando el Kuomintang llegó a Jinzhou por primera vez, Yu-lin tenía


quince años de edad. Había estado estudiando medicina con el doctor
Xia, quien le auguraba un prometedor futuro como médico. Para
entonces, mi abuela ya había asumido la posición de cabeza femenina de
la familia, dado que su madre, su hermana y su hermano dependían de
su esposo para vivir. Así, comenzó a pensar que ya era hora de que Yu-
lin se casara. No tardó en decidirse por una mujer tres años mayor que
él y procedente de una familia pobre, lo que significaba que sería hábil y
trabajadora. Mi madre acudió con mi abuela a visitar a la futura novia;
cuando ésta entró en el salón para recibir a los recién llegados, llevaba

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puesta una túnica verde que había tenido que pedir prestada para la
ocasión. La pareja contrajo matrimonio en un registro judicial en 1946:
la novia había alquilado un velo blanco de seda al estilo occidental. Yu-
lin tenía dieciséis años, y su esposa diecinueve.

Mi abuela rogó a Han-chen que le buscara un trabajo a Yu-lin. Una de


las mercancías básicas era la sal, y las autoridades habían prohibido
que se vendiera a los habitantes del campo. Por supuesto, ello se debía a
que ellos mismos habían montado su propio negocio. Han-chen
consiguió para Yu-lin un empleo de «guardia de sal», lo que varias veces
le hizo verse envuelto casi directamente en pequeñas escaramuzas con
las guerrillas comunistas y otras facciones del propio Kuomintang que
intentaban apoderarse de la sal. En aquellas refriegas moría mucha
gente. Yu-lin no sólo encontraba aquel trabajo peligroso sino que su
conciencia le atormentaba. Al cabo de pocos meses, dimitió.

Para entonces, el Kuomintang había comenzado a perder poco a poco el


control del campo, por lo que le era más y más difícil reclutar nuevos
miembros. Los jóvenes se mostraban cada vez más reacios a convertirse
en «cenizas de bomba» (pao-hui ). La guerra civil se había vuelto mucho
más sangrienta. El número de víctimas era enorme, y crecía el riesgo de
verse reclutado por el Ejército bien de grado, bien por fuerza. El único
modo de evitar que Yu-lin vistiera el uniforme consistía en adquirir para
él algún tipo de seguro. Así pues, mi abuela pidió a Han-chen que le
buscara un empleo en el servicio de inteligencia. Para su sorpresa, éste
se negó, afirmando que aquél no era lugar para un joven decente.

Mi abuela no se dio cuenta de que Han-chen se hallaba desesperado con


su trabajo. Al igual que Lealtad Pei-o, se había convertido en un adicto
al opio, bebía copiosamente y visitaba prostitutas. Se estaba
consumiendo a ojos vista. Han-chen siempre había sido un hombre
autodisciplinado, dotado de un poderoso sentido de la moralidad, y tal
actitud resultaba sumamente impropia de él. Mi abuela pensó que quizá
el antiguo remedio del matrimonio conseguiría devolverle al buen
camino, pero cuando se lo sugirió, Han-chen respondió que no podía
tomar una esposa porque no deseaba vivir. Mi abuela se sintió
conmocionada al oír aquello, e insistió para que le dijera el motivo. Han-
chen, sin embargo, se limitó a sollozar y dijo con amargura que no
podía decírselo y que, de todos modos, ella tampoco habría podido
ayudarle.

Han-chen se había unido al Kuomintang porque odiaba a los japoneses,


pero las cosas no habían salido como él esperaba. El hecho de formar
parte de los servicios de inteligencia significaba que difícilmente podía
evitar que sus manos se mancharan con la sangre inocente de algunos
de sus compatriotas chinos. Y no podía marcharse. Lo que le había
sucedido a la amiga de mi madre, Bai, era lo mismo que les ocurría a
todos aquellos que intentaban abandonar. Probablemente, Han-chen
pensaba que el único modo de salir de allí era el suicidio, pero el
suicidio constituía un gesto tradicional de protesta, por lo que podría
acarrear problemas a la familia. Han-chen debió de llegar a la

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conclusión de que lo único que podía hacer era morir de muerte
«natural», motivo por el cual maltrataba su cuerpo hasta tales extremos
y se negaba a seguir ningún tipo de tratamiento.

En la víspera del Año Nuevo chino de 1947, regresó al hogar de su


familia en Yixian para pasar los festivales con su hermano y su anciano
padre. Como si intuyera que aquél había de ser su último encuentro,
decidió quedarse. Cayó gravemente enfermo, y murió durante el verano.
Había revelado a mi abuela que el único pesar que le producía la muerte
era el no poder cumplir con su deber filial y organizar un grandioso
funeral para su padre.

Sin embargo, no murió sin cumplir sus obligaciones para con mi abuela
y su familia. Aunque se había negado a introducir a Yu-lin en el servicio
de inteligencia, le consiguió una tarjeta de documentación que le
identificaba como funcionario de inteligencia del Kuomintang. Yu-lin
nunca trabajó para el sistema, pero su pertenencia a la organización
garantizaba su inmunidad frente a cualquier intento de reclutamiento
forzoso, por lo que pudo quedarse y ayudar al doctor Xia en la
farmacia.

Uno de los profesores que había en la facultad de mi madre era un joven


llamado Kang que enseñaba literatura china. Era sumamente inteligente
e instruido, y mi madre sentía un tremendo respeto hacia él. Kang le dijo
a ella y a otras muchachas que se había visto involucrado en actividades
antikuomintang en la ciudad de Kunming, situada al sudoeste de China,
y que su novia había resultado muerta por una granada de mano
durante una manifestación. Sus discursos eran claramente
procomunistas, y causaron en mi madre una fuerte impresión.

Una mañana de comienzos de 1947, el viejo portero de la universidad


detuvo a mi madre cuando ésta atravesaba la verja. A continuación, le
entregó una nota y le dijo que Kang se había marchado. Lo que mi
madre ignoraba era que Kang había recibido un aviso, ya que algunos
de los agentes de inteligencia del Kuomintang trabajaban en secreto
para los comunistas. En aquella época, mi madre no sabía gran cosa de
los comunistas, ni estaba tampoco al tanto de que Kang fuera uno de
ellos. Todo lo que sabía era que el profesor que más admiraba había
tenido que huir porque se encontraba a punto de ser arrestado.

La nota era de Kang, y consistía tan sólo en una palabra: «Silencio». Mi


madre vio en aquel término dos posibles significados. Podía referirse a
uno de los versos de un poema que Kang había escrito en memoria de su
novia —«Silencio… en el que crecen nuestras fuerzas»—, en cuyo caso
podía considerarse una exhortación al optimismo. Pero también podía
considerarse una advertencia para que no fuera a cometer ningún acto
alocado. Para entonces, mi madre había adquirido reputación de
persona intrépida, lo que la convertía en una líder entre los estudiantes.

Al poco tiempo, llegó una nueva directora. Era delegada del Congreso
Nacional del Kuomintang y, según se decía, se hallaba relacionada con

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el servicio secreto. Con ella llegaron unos cuantos agentes de
inteligencia, incluido uno llamado Yao-han que se convirtió en
supervisor político encargado de la tarea especial de vigilar a los
estudiantes. El supervisor académico era el Secretario Comarcal de
Partido para el Kuomintang.

En aquella época, el amigo más cercano de mi madre era un primo


lejano llamado Hu cuyo padre poseía una cadena de almacenes en las
ciudades de Jinzhou, Mukden y Harbin y tenía una esposa y dos
concubinas. Su mujer le había dado un hijo, el primo Hu, pero las
concubinas no. Por ello, la madre del primo Hu se convirtió en objeto de
intensos celos por parte de ambas. Una noche en que el esposo se
encontraba fuera de casa, las concubinas vertieron un somnífero en la
comida de la señora Hu y en la de un joven sirviente, tras lo cual
acostaron a ambos en la misma cama. Cuando el señor Hu regresó y
encontró a su esposa acostada con el criado y aparentemente borracha
como una cuba, enloqueció de furia; encerró a su mujer en un cuartito
diminuto situado en un remoto rincón de la casa y prohibió a su hijo que
volviera a verla. Como por otra parte alimentaba la sospecha sorda de
que todo aquello no hubiera sido más que un complot de las concubinas,
no repudió y expulsó a su esposa, acción que hubiera constituido la
humillación definitiva tanto para ella como para él. Le preocupaba que
las concubinas pudieran perjudicar a su hijo, por lo que envió a éste a
un colegio interno de Jinzhou. Fue en aquella ciudad donde mi madre le
conoció. Entonces, ella tenía siete años y él doce. Su madre, reducida a
aquel confinamiento solitario, no tardó en perder el juicio.

El primo Hu creció hasta convertirse en un muchacho sensible y


reservado. Nunca logró superar lo ocurrido, y algunas veces hablaba
con mi madre de ello. La historia hacía reflexionar a mi madre acerca
de la espantosa vida que habían llevado las mujeres en su propia familia
y las numerosas tragedias que habían acaecido a tantas otras madres,
hijas, esposas y concubinas. Le enfurecía el estado de impotencia de las
mujeres y la barbarie de algunas costumbres ancestrales disfrazadas
con los mantos de «tradición» e incluso de «moralidad». Aunque se
habían producido ciertamente algunos cambios, éstos se hallaban aún
sepultados por los terribles prejuicios existentes. Mi madre aguardaba
con impaciencia la llegada de una actitud más radical.

En la facultad aprendió que existía una fuerza política que había


prometido cambios abiertamente: eran los comunistas. La información
le llegó procedente de una buena amiga, una joven de dieciocho años
llamada Shu que había roto con su familia y vivía en la facultad debido
a que su padre había pretendido obligarla a contraer matrimonio con un
muchachito de doce. Un día, Shu se despidió de mi madre: ella y el joven
con quien se amaba en secreto pensaban huir para unirse a los
comunistas. «Ellos son nuestra esperanza», fueron sus palabras de
despedida.

Fue más o menos en aquella época cuando mi madre comenzó a


establecer una estrecha relación con el primo Hu, quien había

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descubierto que estaba enamorado de ella al advertir los celos que le
producía la presencia del joven señor Liu, a quien consideraba un
petimetre. Se mostró encantado cuando mi madre rompió con Liu, y a
partir de entonces iba a visitarla casi todos los días.

Una tarde del mes de marzo de 1947, fueron juntos al cine. Había dos
clases distintas de entradas: una de ellas daba derecho a asiento; la
otra, mucho más barata, obligaba a estar de pie. El primo Hu compró
una entrada de asiento para mi madre y otra de pie para él, afirmando
que no llevaba suficiente dinero encima. Mi madre juzgó aquello un
poco extraño, por lo que de vez en cuando dirigía alguna que otra
mirada fugaz en su dirección. Cuando había transcurrido la mitad de la
película, vio a una joven elegantemente vestida acercarse a su primo y
deslizarse lentamente junto a él. Durante una fracción de segundo, sus
manos se tocaron. Al momento, se puso en pie e insistió en marcharse.
Cuando salieron, exigió una explicación. Al principio, el primo Hu
intentó negar que hubiera ocurrido nada, pero cuando mi madre dejó
bien claro que no pensaba tragarse aquella historia dijo que se lo
explicaría más tarde. Había cosas, dijo, que mi madre no podía
comprender por ser demasiado joven. Cuando llegaron a casa de mi
madre, ésta se negó a dejarle entrar. Durante los días que siguieron, el
primo acudió repetidas veces de visita, pero nunca logró pasar.

Transcurrida una temporada, mi madre se mostraba ya dispuesta a


aceptar una disculpa y una reconciliación, y no hacía más que escrutar
la verja de entrada para comprobar si Hu se encontraba allí. Una tarde
en que nevaba copiosamente, le vio entrar en el patio acompañado de
otro hombre. No se encaminó a la parte de la casa que ocupaba mi
madre, sino que se dirigió en derechura a la zona en la que habitaba el
inquilino de los Xia, un hombre llamado Yu-wu. Al cabo de un rato, Hu
reemergió y se dirigió con paso apresurado a las habitaciones de mi
madre. En tono urgente, le comunicó que abandonaba Jinzhou
inmediatamente debido a que la policía le perseguía. Cuando mi madre
le preguntó el motivo, todo lo que dijo fue: «Porque soy comunista», tras
lo cual desapareció en la nieve.

De pronto, a mi madre se le ocurrió que el incidente del cine debía de


haber sido una misión clandestina del primo Hu. Sintió que se le partía
el corazón, porque ahora ya no tendría ocasión de reconciliarse con él.
Advirtió que su casero, Yu-wu, debía de ser también un comunista
clandestino. El motivo por el que habían traído a Hu al domicilio de Yu-
wu era para ocultarle. El primo Hu y Yu-wu no habían conocido sus
respectivas identidades hasta aquella tarde. Ambos se daban cuenta que
no cabía siquiera considerar la posibilidad de que el primo Hu se
quedara allí, ya que su relación con mi madre era demasiado bien
conocida, y si el Kuomintang acudía en su busca Yu-wu sería igualmente
descubierto. Aquella misma noche, el primo Hu intentó alcanzar la zona
controlada por los comunistas, situada a unos treinta kilómetros más
allá de los límites de la ciudad. Poco después, cuando comenzaban a
aflorar los primeros capullos de la primavera, Yu-wu recibió noticias de
que Hu había sido capturado al abandonar la ciudad. Su acompañante

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había sido muerto a tiros. Un informe posterior afirmaba que Hu había
sido ejecutado.

A lo largo de los últimos tiempos, mi madre se había ido volviendo más y


más antikuomintang. Los comunistas constituían la única alternativa
que conocía, y se había visto particularmente atraída por sus promesas
de poner fin a las injusticias cometidas con las mujeres. Hasta entonces,
con quince años edad, nunca se había sentido preparada para adoptar
un compromiso total. La noticia de la muerte del primo Hu terminó de
decidirla, y resolvió unirse a los comunistas.

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5. «Se vende hija por diez kilos de arroz»

En lucha por una Nueva China (1947-1948)

Yu-wu había llegado a la casa unos cuantos meses antes; llevaba una
carta de presentación de un amigo común. Los Xia, que acababan de
mudarse de su residencia prestada a una gran casa situada dentro de
los muros y en las cercanías de la puerta norte, habían estado buscando
un inquilino rico que les ayudara con el alquiler. Yu-wu llegó vistiendo el
uniforme de oficial del Kuomintang y acompañado por una mujer —a la
que presentó como su esposa— y un niño pequeño. De hecho, la mujer
no era su esposa, sino su ayudante. El niño era de ella, y su verdadero
esposo se encontraba en algún lugar remoto luchando con el Ejército
regular comunista. Poco a poco, aquella «familia» se convirtió en una
familia real. Posteriormente, llegaron a tener otros dos niños y sus
respectivos cónyuges volvieron a casarse.

Yu-wu se había unido al Partido Comunista en 1938. Poco después de la


rendición japonesa había sido enviado a Jinzhou desde Yan’an, ciudad
que en tiempo de guerra era cuartel general de los comunistas, y se le
había nombrado responsable de recoger y entregar información a las
fuerzas comunistas situadas en los alrededores de la ciudad. Operaba
bajo la identidad de jefe militar del Kuomintang, cargo que los
comunistas habían conseguido comprarle. En aquella época, los puestos
del Kuomintang, incluso dentro del sistema de inteligencia, se
encontraban prácticamente al alcance del mejor postor. Algunas
personas adquirían puestos para proteger a sus familias del
reclutamiento forzoso y de los abusos de los matones; otros lo hacían
para poder, a su vez, dedicarse a la extorsión económica. Debido a su
importancia estratégica, Jinzhou contaba con numerosos oficiales, lo
que facilitaba la infiltración comunista del sistema.

Yu-wu había planeado su papel a la perfección. Organizaba numerosas


cenas y fiestas de juego, en parte para conseguir nuevos contactos y en
parte para tejer una estructura protectora en torno suyo.
Entremezclado con las constantes idas y venidas de oficiales del
Kuomintang y de funcionarios del servicio de inteligencia discurría un
interminable río de «primos» y «amigos». Siempre se trataba de
personas diferentes, pero nadie hacía preguntas.

Yu-wu contaba con otro posible disfraz para aquellos frecuentes


visitantes. La consulta del doctor Xia siempre estaba abierta, y los
«amigos» de Yu-wu podían entrar desde la calle sin llamar la atención y
luego atravesar la consulta hasta el patio interior. El doctor Xia toleraba
las bulliciosas fiestas de Yu-wu sin poner objeciones, a pesar incluso de
que su secta, la Sociedad de la Razón, prohibía el juego y el alcohol. Mi
madre se sintió extrañada, pero lo atribuyó al carácter tolerante de su
padrastro. Algunos años después, al volver la vista atrás, cayó en el

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convencimiento de que el doctor Xia había conocido —o adivinado— la
verdadera identidad de Yu-wu.

Cuando mi madre se enteró de que su primo Hu había muerto a manos


del Kuomintang, fue a ver a Yu-wu y le dijo que quería trabajar para los
comunistas. Él la rechazó, aduciendo que era aún demasiado joven.

Mi madre se había convertido en un personaje bastante importante


dentro de su escuela, y confiaba en que los comunistas terminarían por
establecer contacto con ella. Lo hicieron, pero se tomaron el tiempo que
consideraron preciso hasta comprobarlo todo sobre ella. De hecho,
antes de partir hacia la zona comunista, su amiga Shu había hablado de
mi madre con su propio contacto comunista, y posteriormente se lo
había presentado como un amigo. Un día, aquel hombre se acercó a ella
y le dijo de buenas a primeras que acudiera cierto día al túnel del
ferrocarril situado a medio camino entre las estaciones norte y sur de
Jinzhou. Allí, dijo, se pondría en contacto con ella un apuesto joven de
veintitantos años de edad y acento de Shanghai. Aquel hombre, que
como supo posteriormente se llamaba Liang, se convirtió en su control.

El primer trabajo que se le encomendó fue distribuir obras escritas tales


como Acerca de los gobiernos de coalición , de Mao Zedong, y panfletos
de la reforma agraria y otras políticas comunistas. Dicho material había
de ser introducido en la ciudad de modo clandestino, por lo general
oculto en grandes fardos de tallos de sorgo destinados a servir como
combustible. A continuación, los panfletos eran reempaquetados y a
menudo enrollados en el interior de grandes pimientos verdes.

Algunas veces, la esposa de Yu-lin compraba los pimientos y vigilaba la


calle para advertir la presencia de los compañeros de mi madre cuando
acudían a recoger el material. También ayudaba a ocultar los panfletos
entre las cenizas de las diversas estufas, bajo pilas de cajas de
medicamentos chinos o montones de leña. Los estudiantes debían leer
aquel material en secreto, aunque podían leerse novelas progresistas
más o menos abiertamente: entre las favoritas se encontraba La madre ,
de Máximo Gorki.

Un día, un ejemplar de uno de los panfletos que había estado


distribuyendo mi madre —La nueva democracia , de Mao— terminó por
llegar a manos de una amiga de la escuela bastante despistada, quien lo
introdujo en su bolso y se olvidó de su existencia. Cuando acudió al
mercado, abrió el bolso para coger dinero y el panfleto cayó al suelo.
Dos agentes del servicio de inteligencia que pasaban por allí lo
reconocieron rápidamente por el papel delgado y amarillento en que
estaba impreso. La muchacha fue detenida e interrogada. Murió
torturada.

Numerosas personas habían muerto a manos de los servicios de


inteligencia del Kuomintang, y mi madre sabía que se arriesgaba a ser
torturada si la capturaban. Aquel incidente, lejos de intimidarla,

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aumentó su osadía. También su moral se vio enormemente estimulada
por el hecho de que ahora se sentía parte del movimiento comunista.

Manchuria representaba el campo de batalla crucial de la guerra civil, y


lo que sucediera en Jinzhou se estaba convirtiendo en un elemento más y
más crítico para decidir el resultado de la lucha por el dominio de
China. No existía un frente fijo en el sentido de línea única de batalla.
Los comunistas controlaban la zona norte de Manchuria y gran parte de
la campiña; el Kuomintang mantenía el control de las principales
ciudades —con la excepción de Hairbin, situada en el Norte—, así como
los puertos de mar y la mayor parte de las líneas de ferrocarril. A
finales de 1947, los ejércitos comunistas de la zona superaban por
primera vez en número a los de sus oponentes. A lo largo del año, más
de trescientos mil soldados del Kuomintang habían sido puestos fuera de
combate. Numerosos campesinos se unían al Ejército comunista o
desplazaban sus simpatías para colaborar con él. El motivo principal de
ello era que los comunistas habían desarrollado una reforma agraria
basada en «la tierra para quien la trabaja», y los campesinos pensaban
que el único modo de conservar sus tierras era prestarles su apoyo.

Por entonces, los comunistas controlaban gran parte de la zona de


Jinzhou. Los campesinos se mostraban reacios a entrar en la ciudad
para vender sus productos debido a que para ello tenían que atravesar
los controles del Kuomintang, en los que o bien eran extorsionados y
obligados a pagar enormes sumas o bien veían sus productos
sencillamente confiscados. En la ciudad, el precio del grano se
disparaba casi a diario, situación que empeoraba debido a las
manipulaciones de comerciantes codiciosos y oficiales corruptos.

Al llegar el Kuomintang, había emitido un nuevo papel moneda conocido


con el nombre de dinero Ley. Sin embargo, sus autoridades se
mostraron incapaces de controlar la inflación: Al doctor Xia siempre le
había preocupado qué sería de mi abuela y de mi madre cuando él
muriera (y ya casi tenía ochenta años). Había estado invirtiendo sus
ahorros en el nuevo dinero porque confiaba en el Gobierno.
Transcurrido un tiempo, el dinero Ley se vio sustituido por otra moneda,
el Guanjin, que pronto adquirió tan poco valor que cuando mi madre
quiso pagar las tasas de la facultad, hubo de alquilar un rickshaw para
transportar el enorme montón de billetes necesarios (para salvar la
cara, Chiang Kai-s-hek se había negado a imprimir ningún billete
superior a diez mil yuanes). Todos los ahorros del doctor Xia
desaparecieron.

La situación económica fue deteriorándose gradualmente durante el


invierno de 1947-1948. Se multiplicaban las protestas en contra de la
escasez de alimentos y el aumento de los precios. Jinzhou constituía la
fuente principal de suministro de los grandes ejércitos que el
Kuomintang mantenía en el Norte, y a mediados de diciembre de 1947
una muchedumbre de veinte mil personas tomó por asalto dos grandes
almacenes de grano bien abastecidos.

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Sin embargo, había un negocio que sí prosperaba: el tráfico de
muchachas jóvenes destinadas a los burdeles o vendidas como esclavas
a los ricos. La ciudad aparecía alfombrada de mendigos que ofrecían a
sus hijos a cambio de comida. Durante varios días mi madre vio frente a
su facultad a una mujer demacrada, harapienta y de aspecto
desesperado que permanecía tendida sobre el suelo congelado. Junto a
ella aguardaba una chiquilla de unos diez años de edad cuyos rasgos
aparecían entumecidos por la miseria. Del cuello de su túnica surgía un
palo sobre el que la madre había clavado un cartel escrito torpemente:
«Se vende hija por diez kilos de arroz».

Entre aquellos que no lograban llegar a fin de mes se encontraban los


profesores. Llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo, a lo que
el Gobierno había respondido incrementando el coste de la educación.
Tal medida apenas había surtido efecto, ya que las familias no podían
permitirse la subida. Un profesor de la facultad de mi madre murió
intoxicado tras devorar un trozo de carne que había recogido en la
calle. Sabía que aquella carne estaba podrida, pero tenía tanta hambre
que decidió correr el riesgo.

Para entonces, mi madre se había convertido en presidenta del sindicato


de estudiantes. Su control en el partido, Liang, le había dado
instrucciones de que intentara atraerse las simpatías del resto de los
profesores, y no sólo de los alumnos, y ella había emprendido una
campaña destinada a recolectar dinero para los profesores. En
compañía de otras muchachas, acudía a los cines y teatros, y allí, antes
de que comenzara la función, exhortaba a los asistentes a realizar
donaciones. También organizaron revistas musicales y rastrillos de
venta, pero los beneficios fueron escasos… las personas que acudían
eran demasiado pobres o demasiado mezquinas.

Un día se topó con una amiga suya, nieta de un general de brigada y


casada con un oficial del Kuomintang. La amiga le contó que aquella
noche iba a celebrarse un banquete para unos cincuenta oficiales —con
sus respectivas esposas— en uno de los restaurantes más elegantes de la
ciudad. En aquella época, los oficiales del Kuomintang llevaban una vida
social sumamente activa. Mi madre corrió a la facultad y se puso en
contacto con tanta gente como pudo. Les dijo que se reunieran a las
cinco de la tarde en el lugar más emblemático de la ciudad: su torre de
piedra de casi veinte metros de alto, construida en el siglo XI. Cuando
llegó allí, a la cabeza de un nutrido contingente, había ya más de un
centenar de muchachas aguardando sus órdenes. Mi madre les expuso
su plan. A eso de las seis de la tarde vieron gran número de oficiales que
llegaban en carruajes y rickshaws. Las mujeres iban ataviadas de punta
en blanco, vestidas de seda y satén y cargadas de joyas que tintineaban
a su paso.

Cuando mi madre calculó que los comensales ya se encontrarían en


plena colación, ella y un grupo de muchachas desfilaron al interior del
restaurante. La decadencia del Kuomintang había llegado a tales
extremos que las medidas de seguridad se hallaban increíblemente

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relajadas. Mi madre se encaramó a una silla. Su sencilla túnica de
algodón azul oscuro la convertía en la viva imagen de la austeridad
frente a todas aquellas joyas y sedas bordadas. Pronunció un breve
discurso acerca de la difícil situación en que se encontraban los
profesores y finalizó con las siguientes palabras: «Todos sabemos que
sois personas generosas. Sin duda, vosotros seréis los primeros en
alegraros de tener esta ocasión de demostrarlo abriendo vuestros
bolsillos».

Los oficiales se encontraban en un apuro. Ninguno de ellos quería


parecer mezquino. De hecho, puede decirse que se veían más o menos
obligados a realizar un gesto de ostentación. Por otra parte, claro está,
querían librarse de aquellas molestas intrusas. Las muchachas
recorrieron las mesas repletas de manjares y anotaron la contribución
de cada uno de los oficiales. A continuación, acudieron a los respectivos
domicilios de éstos a primera hora de la mañana siguiente y recogieron
el importe de sus compromisos. Los profesores se mostraron
enormemente agradecidos a las muchachas, quienes les entregaron
inmediatamente el dinero para que pudieran utilizarlo antes de que su
valor se desplomara, o sea, en cuestión de horas.

No se tomaron represalias contra mi madre, quizá porque los


comensales se sentían avergonzados por haberse dejado sorprender de
aquella manera y no querían incrementar su ridículo… aunque, claro
está, toda la ciudad se enteró inmediatamente del episodio. Mi madre
había logrado con éxito invertir las reglas del juego en contra de ellos.
La estupefacción que le había producido la extravagancia de la élite del
Kuomintang frente al espectáculo de la gente que se moría de hambre
en las calles había aumentado aún más su compromiso con los
comunistas.

Del mismo modo que los alimentos constituían el principal problema en


el interior de la ciudad, el campo sufría una dramática escasez de ropa,
ya que el Kuomintang había prohibido la venta de tejidos al exterior.
Una de las principales tareas de los guardas de las murallas, entre ellos
Lealtad Pei-o, era evitar que la gente sacara telas de contrabando para
vendérselas a los comunistas. Los contrabandistas eran una mezcla de
especialistas en mercado negro, gente a sueldo de los funcionarios del
Kuomintang y comunistas infiltrados.

El procedimiento habitual era que Lealtad y sus compañeros detuvieran


los carros y confiscaran las telas. A continuación, dejaban en libertad al
contrabandista con la esperanza de que al poco retornaría con otro
cargamento del que pudieran también apropiarse. En ocasiones,
acordaban con los contrabandistas un porcentaje destinado a sus
bolsillos. Tanto si llegaban a un acuerdo como si no, los guardas
vendían de todos modos las telas a las zonas controladas por los
comunistas. Lealtad y sus colegas prosperaban cada vez más.

Una noche, un carromato sucio y anodino se detuvo frente al puesto de


guardia de Lealtad. Éste representó su pantomima habitual, golpeando

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con un palo el fardo de telas cargado al fondo del vehículo en la
esperanza de intimidar a su conductor y obtener un acuerdo lo más
provechoso posible. Mientras calculaba el valor del cargamento y la
tenacidad del carretero, confiaba también en distraerle lo bastante
como para descubrir el nombre de su jefe a lo largo de la conversación.
Lealtad no mostraba apresuramiento alguno, ya que se trataba de un
envío considerable: más de lo que podía sacarse de la ciudad antes del
amanecer.

Se sentó junto al conductor y le ordenó dar media vuelta y regresar al


interior de la ciudad con el cargamento. El conductor, acostumbrado a
recibir órdenes arbitrarias, hizo lo que se le ordenaba.

Mi abuela estaba en su cama, profundamente dormida, cuando oyó


golpes en la puerta a eso de la una de la madrugada. Al abrir, se
encontró frente a frente con Lealtad, quien le dijo que quería dejar el
cargamento en la casa durante la noche. Mi abuela se vio obligada a
aceptar, ya que la tradición china hace que sea prácticamente imposible
decir «no» a un pariente. Las obligaciones para con la familia y los
parientes siempre tienen prioridad sobre el juicio moral de cada uno. Al
doctor Xia, que aún dormía, no le dijo nada.

Mucho antes de que amaneciera, Lealtad reapareció acompañado de


dos carromatos; trasladó el cargamento a su interior y partió
justamente cuando el alba comenzaba ya a teñir el cielo. Menos de
media hora después, apareció un destacamento de policías armados que
acordonaron la casa. El conductor del carromato —a sueldo de un
departamento distinto del servicio de inteligencia— había informado a
sus jefes y éstos, claro está, querían que les fuera devuelta su
mercancía.

El doctor Xia y mi abuela hubieron de sufrir considerables molestias


pero, al menos, el botín había desaparecido. Para mi madre, sin
embargo, la redada representó casi una catástrofe. Conservaba algunos
panfletos comunistas ocultos en la casa y, tan pronto como hizo su
aparición la policía, se precipitó con ellos hacia el cuarto de baño. Una
vez allí, los introdujo en sus pantalones, enguatados y anudados en los
tobillos para conservar el calor, y se puso una gruesa chaqueta de
invierno. A continuación, salió tan despreocupadamente como supo,
fingiendo que se dirigía a la escuela. Los policías la detuvieron y
anunciaron que iban a registrarla. Ella les gritó que contaría a su «tío»
Zhu-ge cómo la habían tratado.

Hasta entonces, los policías habían ignorado por completo las


conexiones que tenía la familia dentro del servicio de inteligencia.
Igualmente, desconocían quién había confiscado los tejidos. La
administración de Jinzhou se encontraba sumida en una confusión
completa debido al enorme número de unidades distintas del
Kuomintang estacionadas en la ciudad y al hecho de que cualquiera que
tuviera un arma y alguna forma de protección podía ejercer un poder
arbitrario. Cuando Lealtad y sus hombres se habían apropiado del

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cargamento, el conductor no les había preguntado para quién
trabajaban.

Tan pronto como mi madre mencionó el nombre de Zhu-ge, la actitud del


oficial al mando cambió. Zhu-ge era amigo de su jefe. A una señal suya,
sus subordinados bajaron las armas y abandonaron su actitud de
insolencia y desafío. El oficial saludó ceremoniosamente y murmuró
profusas disculpas por haber molestado a tan augusta familia. Por su
parte, los policías rasos se mostraron aún más decepcionados que su
jefe: si no había botín, significaba que no habría dinero y si no había
dinero no habría comida. Arrastrando los pies, se retiraron con
expresión malhumorada.

En aquella época había en Jinzhou una nueva universidad, la


Universidad Nordeste del Exilio, formada por estudiantes y profesores
que habían huido del norte de Majichuria, ocupado por los comunistas.
A menudo, las políticas comunistas habían sido sumamente severas, y
varios terratenientes habían sido asesinados. En las poblaciones, incluso
los pequeños empresarios y fabricantes eran denunciados y sus
propiedades confiscadas. La mayor parte de los intelectuales procedían
de familias relativamente prósperas, y muchos de ellos habían sido
testigos del sufrimiento de sus parientes bajo la dominación comunista o
habían sido ellos mismos denunciados.

En la Universidad del Exilio había una facultad de medicina, y mi madre


deseaba ingresar en ella. Su ambición siempre había sido llegar a ser
médico. Ello obedecía en parte a la influencia del doctor Xia y en parte a
que la profesión médica era la que más posibilidades de independencia
ofrecía a una mujer. Liang apoyaba la idea con gran entusiasmo ya que
el Partido, decía, tenía planes para ella. En febrero de 1948, ingresó en
la Facultad de Medicina con horario parcial.

La Universidad del Exilio era un campo de batalla en el que el


Kuomintang y los comunistas competían ferozmente por ganar
influencia. El Kuomintang era consciente de su mala situación en
Manchuria, por lo que animaba activamente a los estudiantes e
intelectuales para que se trasladaran al Sur. Los comunistas, por su
parte, no querían perder a sus más ilustrados ciudadanos, por lo que
modificaron su programa de reforma agraria y promulgaron una orden
según la cual los capitalistas urbanos habían de ser bien tratados y los
intelectuales de las familias acaudaladas debían ser protegidos.
Armados con aquella política de moderación, los activistas clandestinos
de Jinzhou intentaron persuadir a los estudiantes y profesores para que
se quedaran. Ello se convirtió en la principal actividad de mi madre.

A pesar del cambio de política de los comunistas, algunos de los


profesores y estudiantes decidieron que era más seguro huir. A finales
de junio zarpó un barco repleto de estudiantes con destino a la ciudad
de Tianjin, situada a unos cuatrocientos kilómetros al Sudoeste. Cuando
llegaron allí, descubrieron que no había comida ni lugar alguno donde
pudieran alojarse. El Kuomintang local les animó a que se unieran al

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Ejército. «¡Luchad por regresar a vuestra tierra!», les dijeron. No era
para eso para lo que habían huido de Manchuria. Algunos obreros
comunistas en la clandestinidad que habían embarcado con ellos les
animaron a resistir, y ese 5 de julio los estudiantes se manifestaron en el
centro de Tianjin en demanda de alimentos y hospedaje. Las tropas
abrieron fuego y numerosos estudiantes resultaron heridos, muchos de
ellos de gravedad. Algunos de ellos murieron.

Cuando las noticias llegaron a Jinzhou, mi madre decidió


inmediatamente organizar un movimiento de apoyo a los estudiantes
que habían partido a Tianjin. Convocó una reunión de los líderes de
sindicatos estudiantiles de las siete facultades superiores y técnicas,
quienes votaron por el establecimiento de una Federación de Sindicatos
Estudiantiles de Jinzhou. Mi madre fue elegida presidenta. Decidieron
enviar un telegrama de solidaridad a los estudiantes de Tianjin y
organizar una marcha que llegaría hasta el cuartel general del general
Chiu, responsable de la aplicación de la ley marcial, donde presentarían
una petición.

Los amigos de mi madre aguardaban ansiosamente en la facultad, en


espera de instrucciones. Era un día húmedo y gris, y el suelo era una
masa de barro pegajoso. Oscureció, y aún no había señales de mi madre
ni de los otros seis líderes estudiantiles. Por fin, llegaron noticias de que
la policía había reventado el mitin y los había detenido a todos. El
informador había sido Yao-han, supervisor político de la escuela de mi
madre.

Fueron conducidos al cuartel general. Tras un intervalo de espera, el


general Chiu entró en la estancia. Se sentó tras una mesa y comenzó a
hablarles en tono paciente y paternalista, mostrando aparentemente
más pesadumbre que enfado. Eran jóvenes, dijo, por lo que era normal
que se comportaran de un modo precipitado. Pero ¿qué sabían de
política? ¿Acaso no se daban cuenta de que estaban siendo utilizados
por los comunistas? Deberían limitarse a sus libros. Dijo que los pondría
en libertad si firmaban una confesión admitiendo sus errores e
identificando a los comunistas que se camuflaban entre ellos. A
continuación, hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras.

Mi madre halló insufribles tanto su discurso como su actitud en general.


Adelantándose, dijo en voz alta:

—Díganos, general, ¿qué error hemos cometido?

El general comenzó a irritarse:

—Habéis sido utilizados por los bandidos comunistas para causar


problemas. ¿No os parece eso suficiente error?

Mi madre gritó de nuevo:

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—¿Qué bandidos comunistas? Nuestros amigos murieron en Tianjin
porque, siguiendo vuestro consejo, habían huido de los comunistas.
¿Acaso merecían que les disparaseis? ¿Acaso hemos hecho algo
irrazonable?

Tras cruzar algunas palabras altisonantes, el general golpeó la mesa


con el puño y llamó a gritos a sus guardias.

—Acompáñenla por las instalaciones —dijo, y añadió, volviéndose hacia


mi madre—: ¡Es preciso que se dé cuenta de dónde está!

Antes de que los soldados pudieran sujetarla, mi madre saltó hacia él y


golpeó también ella la mesa con el puño:

—¡Esté donde esté, no he hecho nada malo!

Para cuando quiso darse cuenta, mi madre se encontraba fuertemente


sujeta por ambos brazos y unos hombres la alejaban a rastras de la
mesa. Recorrieron un pasillo y descendieron por unas escaleras hasta
alcanzar una habitación en tinieblas. En el extremo más alejado pudo
ver un hombre vestido con harapos. Parecía hallarse sentado sobre un
banco y apoyado contra una columna. Su cabeza colgaba hacia un
costado. Mi madre se dio cuenta de que el hombre estaba atado a la
columna y de que le habían atado los muslos al banco. Dos hombres
procedían a situar unos ladrillos bajo sus talones. Cada ladrillo que
añadían hacía surgir de sus labios un gemido profundo y ahogado. Mi
madre notó que su cabeza se inundaba de sangre, y creyó oír el
chasquido de huesos al quebrarse. A los pocos instantes, estaba
contemplando el interior de otra estancia. El oficial que hacía las veces
de guía le indicó un hombre que, no lejos de donde ambos se
encontraban, colgaba de una viga de madera por las muñecas, desnudo
de la cintura para arriba. Sus cabellos caían formando una masa
enmarañada, por lo que mi madre no pudo verle la cara. Sobre el suelo
descansaba un brasero junto al que un hombre fumaba tranquilamente
un cigarrillo. Mientras mi madre observaba, el hombre extrajo una
barra de hierro de las brasas; la punta era del tamaño del puño de un
hombre y estaba al rojo vivo. Con una sonrisa, la apoyó sobre el pecho
del hombre que colgaba de la viga. Mi madre pudo oír un agudo grito de
dolor y un horrible chisporroteo, vio el humo que surgía de la herida y a
su nariz llegó un denso olor a carne quemada. Sin embargo, no gritó ni
se desmayó. El horror había despertado en ella una rabia poderosa y
apasionada que le proporcionaba una fuerza inmensa y parecía superar
cualquier temor.

El oficial le preguntó si aceptaría ahora firmar una confesión. Ella se


negó, repitiendo que no sabía de la existencia de comunista alguno en el
grupo. La arrojaron al interior de una pequeña estancia en la que había
una cama y unas cuantas sábanas. Allí pasó varios días, oyendo los
gritos de aquellos que eran torturados en las celdas cercanas y

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negándose a las repetidas demandas de sus captores para que les
proporcionara una lista de nombres.

Por fin, un día fue conducida a la parte trasera del edificio, donde se
abría un patio cubierto de escombros y hierbajos. Le ordenaron
permanecer firme contra un muro. Junto a ella habían apoyado contra
la pared a un hombre que había sido inequívocamente torturado y
apenas podía tenerse en pie. Perezosamente, unos cuantos soldados
tomaron posiciones. Sintió que un hombre le tapaba los ojos. Aunque no
podía ver, cerró los ojos. Se hallaba dispuesta a morir, orgullosa de
estar dando su vida por una gran causa.

Oyó disparos, pero no sintió nada. Al cabo de un minuto


aproximadamente, le quitaron el trapo que le cubría los ojos y miró a su
alrededor, parpadeando. El hombre que había visto antes se encontraba
tendido en el suelo. El oficial que la había trasladado a los calabozos se
acercó con una amplia sonrisa, una de sus cejas enarcada por la
sorpresa que le producía comprobar que aquella jovenzuela de
diecisiete años no se hubiera convertido en un despojo suplicante. Con
gran calma, mi madre le dijo que no tenía nada que confesar. La
devolvieron a su celda. Nadie la molestó ni la torturó. Al cabo de unos
cuantos días más, fue puesta en libertad.

A lo largo de la semana anterior, el movimiento comunista clandestino


había estado pulsando todos sus resortes. Mi abuela había acudido al
cuartel general todos los días, llorando, suplicando y amenazando con
suicidarse. El doctor Xia había visitado a sus más poderosos pacientes,
a los que había obsequiado con lujosos presentes. Las conexiones de la
familia dentro del servicio de inteligencia también se habían movilizado.
Mucha gente había apoyado a mi madre por escrito, declarando que no
se trataba de una comunista sino que tan sólo era joven e impulsiva.

Lo que le había ocurrido no causó en ella el menor desánimo. Tan


pronto salió de la prisión se dispuso a organizar un funeral en homenaje
a los estudiantes muertos en Tianjin. Las autoridades concedieron su
autorización. En Jinzhou reinaba una profunda cólera por lo que les
había ocurrido a aquellos jóvenes que, después de todo, habían partido
siguiendo el consejo del Gobierno. Al mismo tiempo, los colegios y
facultades se apresuraron a anunciar el adelanto del fin de curso y la
cancelación de diversos exámenes en la confianza de que los estudiantes
se dispersaran y volvieran a sus casas.

Llegado este punto, el movimiento clandestino recomendó a sus


miembros que partieran hacia las zonas controladas por los comunistas.
A aquellos que no desearan o no pudieran hacerlo se les ordenó que
suspendieran sus actividades clandestinas. El Kuomintang estaba
desatando una feroz represión en la que demasiados activistas estaban
siendo detenidos y ejecutados. Liang partiría, y pidió a mi madre que le
acompañara, pero mi abuela se negó a permitirlo. Mi madre no era
sospechosa de ser comunista, dijo, pero si marchaba con ellos

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comenzaría a serlo. ¿Y qué pasaría con los que la habían apoyado? Si
partía ahora, todas aquellas personas tendrían problemas.

Así pues, se quedó. Pero ansiaba entrar en acción. Recurrió a Yu-wu, la


única persona de entre las que quedaban que le constara que trabajaba
para los comunistas. Yu-wu no conocía a Liang, ni tampoco a los
contactos de mi madre. Pertenecían a dos sistemas clandestinos
distintos que operaban completamente separados, con objeto de que si
alguien era detenido y no podía soportar la tortura, tan sólo pudiera
revelar un número limitado de nombres.

Jinzhou constituía la fuente básica de suministro para todos los ejércitos


del Kuomintang en el Nordeste, a la vez que su centro logístico. Dichos
ejércitos se componían de más de medio millón de hombres, dispersados
a lo largo de vías de ferrocarril vulnerables o concentrados en unas
pocas zonas cada vez más estrechas en torno a las principales ciudades.
Durante el verano de 1948, había en Jinzhou unos doscientos mil
soldados del Kuomintang, si bien repartidos en varias unidades de
mando distintas. Chiang Kai-shek había mantenido rencillas con varios
de sus principales generales, lo que había desorganizado las líneas de
mando y había creado una grave desmoralización. Las diferentes
fuerzas se mostraban mal coordinadas, y a menudo desconfiaban entre
sí. Muchos estrategas, incluyendo sus asesores norteamericanos,
opinaban que Chiang debía abandonar Manchuria definitivamente, y la
clave de cualquier retirada, ya fuera forzada o «voluntaria», por mar o
por ferrocarril, consistía en conservar Jinzhou. La ciudad se encontraba
a poco más de ciento cincuenta kilómetros al norte de la Gran Muralla,
muy cercana al territorio chino propiamente dicho, donde la posición
del Kuomintang aún parecía relativamente segura, y era fácil obtener
refuerzos desde el mar ya que Huludao se encontraba a tan sólo
cincuenta kilómetros al Sur y se hallaba conectada por una vía de
ferrocarril aparentemente segura.

Durante la primavera de 1948, el Kuomintang había comenzado a


construir un nuevo sistema de defensa en torno a Jinzhou. Consistía en
bloques de cemento encastrados en estructuras de acero. Los
comunistas, pensaban, no disponían de carros blindados, su artillería
era pobre y no poseían experiencia alguna en el ataque de posiciones
fortificadas. La idea consistía en rodear la ciudad de pequeñas
fortalezas autosuficientes cada una de las cuales pudiera operar como
unidad independiente incluso en el caso de verse rodeada. Las fortalezas
se hallarían comunicadas por zanjas de dos metros de anchura y otros
dos de profundidad que a su vez estarían protegidas por un cerco
continuo de alambre de espino. El general Wei Li-huang, comandante
supremo de Manchuria, acudió en visita de inspección y declaró el
sistema inexpugnable.

Sin embargo, el proyecto nunca llegó a concluirse. Ello se debió en


parte a la falta de materiales y a la mala planificación pero, sobre todo,
a la corrupción. El encargado de los trabajos de construcción desviaba
materiales para su venta en el mercado negro, y a los obreros no se les

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pagaba lo bastante para comer. Ya en septiembre, cuando las fuerzas
comunistas comenzaron a aislar la ciudad, tan sólo se había completado
una tercera parte del sistema, en su mayor parte una serie de pequeños
fortines de cemento incomunicados entre sí. Otras partes aparecían
apresuradamente construidas con arcilla extraída de las viejas murallas
de la ciudad.

Para los comunistas resultaba esencial conocer aquel sistema y la


disposición de las tropas del Kuomintang. Por entonces, los comunistas
estaban reuniendo una fuerza descomunal —aproximadamente un
cuarto de millón de hombres— con vistas a una gran batalla decisiva. El
comandante en jefe de todos los ejércitos comunistas, Zhu De, envió un
telegrama al jefe militar de la zona, Lin Biao: «Tomad Jinzhou… y
controlaremos toda China». Antes del ataque final, se solicitó del grupo
de Yu-wu información actualizada. Éste necesitaba urgentemente más
colaboradores, por lo que al recibir la visita de mi madre en busca de
trabajo se mostró tan encantado como sus superiores.

Los comunistas habían enviado a algunos oficiales disfrazados al


interior de la ciudad con objeto de efectuar tareas de reconocimiento,
pero un hombre que paseara solo de noche por los alrededores no
tardaba en atraer la atención. La presencia de una pareja de
enamorados resultaría mucho menos llamativa. Para entonces, las
normas del Kuomintang habían considerado por completo aceptable que
jóvenes de ambos sexos fueran vistos en público en compañía uno del
otro. Dado que los oficiales de reconocimiento eran varones, mi madre
resultaría ideal para el papel de novia.

Yu-wu le dijo que se presentara en un lugar acordado a una hora


determinada. Debía vestir una túnica de color azul claro y lucir una flor
de seda roja en los cabellos. El oficial comunista llevaría consigo un
ejemplar del periódico del Kuomintang —el Diario Central — doblado en
forma de triángulo, y se identificaría enjugándose tres veces el sudor de
la mejilla izquierda y otras tres veces la mejilla derecha.

El día acordado, mi madre acudió a un pequeño templo situado nada


más atravesar la vieja muralla del Norte pero aún dentro del perímetro
de defensas. Un hombre que llevaba el periódico doblado
triangularmente se acercó a ella y realizó las señas de identificación
correctas. Mi madre se acarició la mejilla derecha tres veces con la
mano derecha y luego la mejilla izquierda tres veces con la mano
izquierda. Por fin, le tomó del brazo y echaron a andar.

Mi madre no comprendía del todo qué estaba haciendo el hombre, pero


no hizo preguntas. La mayor parte del tiempo caminaron en silencio,
hablando tan sólo cuando pasaban junto a alguien. La misión
transcurrió sin incidentes.

A ésta siguieron más, durante las que reconocieron los alrededores de


la ciudad y las arterias vitales de comunicación: las vías de ferrocarril.

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Una cosa era obtener la información, y otra muy distinta sacarla de la
ciudad. Para finales de julio, los controles habían sido firmemente
cerrados, y todo aquel que intentaba entrar o salir era minuciosamente
registrado. Yu-wu consultó a mi madre, en cuyo ingenio y valor había
aprendido a confiar. Los vehículos de los oficiales de rango superior
podían entrar y salir sin ser registrados, y mi madre pensó en un
contacto que podría utilizarse. Una de sus compañeras de facultad era
nieta de uno de los jefes militares locales, el general Ji, y el hermano de
la muchacha era a su vez coronel de la brigada de su abuelo.

Los Ji eran una familia de Jinzhou y poseían influencias considerables.


Ocupaban una calle entera, apodada «calle Ji», en la que poseían una
enorme propiedad dotada de un extenso y bien cuidado jardín. Mi madre
había paseado a menudo por aquel jardín con su amiga, y se llevaba
bastante bien con el hermano de ésta, Hui-ge.

Hui-ge era un apuesto joven a mediados de la veintena y estaba


licenciado en ingeniería. A diferencia de muchos otros jóvenes
pertenecientes a familias ricas y poderosas, no era en absoluto un
petimetre. A mi madre le gustaba, y él sentía por ella la misma simpatía.
Poco a poco, comenzó a frecuentar el domicilio de los Xia y a invitar a
mi madre a tomar el té. A mi abuela le encantaba: era sumamente
educado y le consideraba un partido extraordinario.

Muy pronto, Hui-ge comenzó a invitar a mi madre a salir con él. Al


principio les acompañaba su hermana en calidad de carabina, pero al
cabo de poco rato desaparecía con cualquier excusa insustancial.
Cuando estaban solas, solía alabar a su hermano en presencia de mi
madre, afirmando que era el favorito de su abuelo. También debía de
hablar con él acerca de mi madre, pues ésta descubrió que el joven
sabía muchas cosas de ella, incluyendo el hecho de que había sido
detenida por sus actividades radicales. Descubrieron que tenían mucho
en común. Hui-ge se mostraba muy franco en lo que se refería al
Kuomintang. En una o dos ocasiones, dio un leve tirón a su uniforme y
suspiró, diciendo que ojalá terminara pronto la guerra y pudiera
regresar a su trabajo como ingeniero. Dijo a mi madre que creía que los
días del Kuomintang estaban contados, y ella tuvo la sensación de que al
decírselo le estaba revelando sus más ocultos pensamientos.

Ella sabía que le apreciaba, pero se preguntaba si tras los actos de él no


se ocultarían motivos políticos. Dedujo que debía de estar intentando
transmitirle un mensaje, y con ello también a los comunistas. Y el
mensaje tenía que ser: no me gusta el Kuomintang, y estoy dispuesto a
ayudarte.

Se convirtieron en conspiradores tácitos. Un día, mi madre sugirió que


Hui-ge podría rendirse a los comunistas con un pequeño destacamento
de tropas (cosa que ocurría con cierta frecuencia). Él le respondió que
era un oficial de Estado Mayor, por lo que no controlaba tropas en el
frente. Mi madre le dijo que intentara persuadir a su abuelo para

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cambiar de bando, pero él, apesadumbrado, repuso que lo más probable
era que el viejo lo mandara fusilar si tan sólo osaba sugerírselo.

Mi madre seguía informando a Yu-wu, y éste le dijo que continuara


cultivando la amistad de Hui-ge. Al cabo de poco tiempo, Yu-wu le dijo
que debía pedirle a Hui-ge que la llevara a efectuar un recorrido en su
jeep fuera de los límites de la ciudad. Realizaron aquel tipo de
excursiones en tres o cuatro ocasiones y, cada vez, cuando llegaban
junto a una de las primitivas letrinas de barro, mi madre decía que tenía
que utilizarla. A continuación, descendía del vehículo y ocultaba sus
mensajes en un agujero de la pared mientras él aguardaba en su jeep.
Nunca le hizo ninguna pregunta. Sus conversaciones se centraban cada
vez más en las inquietudes del joven acerca de sí mismo y de su familia.
De un modo indirecto, sugirió que los comunistas podrían ejecutarle:

—¡Me temo que muy pronto no seré más que un alma incorpórea
llamando a la Puerta Oeste!

(Se suponía que el Cielo del Oeste era el destino de los muertos, debido
a que se consideraba el reino de la paz eterna. Así pues, al igual que en
la mayor parte de los lugares del resto de China, los campos de
ejecución de Jinzhou se encontraban a la salida de la Puerta Oeste).
Cuando decía aquello, solía mirar a mi madre con aire interrogante,
invitándola claramente a contradecirle.

Mi madre estaba segura de que los comunistas le perdonarían por lo


que había hecho por ellos, y aunque se consideraba algo implícito, solía
responder en tono de confianza: «¡No pienses en esas cosas tan tristes!»
o «¡Estoy segura de que a ti no te ocurrirá eso!».

La situación del Kuomintang continuó su deterioro durante la última


parte del verano, y no sólo como resultado de las acciones militares. La
corrupción desencadenó el caos. A finales de 1947, la inflación había
crecido hasta la increíble cifra de más de un cien mil por ciento, y había
de incrementarse aún en las zonas controladas por el Kuomintang hasta
un dos millones ochocientos setenta mil por ciento a finales de 1948. En
Jinzhou, el precio del sorgo —el principal grano disponible— aumentaba
setenta veces de un día para otro. La población civil se enfrentaba día a
día a una situación cada vez más desesperada a medida que cada vez
más comida iba a parar al Ejército, cuyos jefes revendían
posteriormente gran parte de ella en el mercado negro.

El alto mando del Kuomintang se hallaba dividido en cuanto a la


estrategia que debían seguir. Chiang Kai-shek recomendaba abandonar
Mukden, la mayor ciudad de Manchuria, y concentrarse en la defensa
de Jinzhou, pero se mostraba incapaz de imponer a sus generales una
estrategia coherente. Parecía depositar todas sus esperanzas en una
mayor intervención norteamericana. El derrotismo impregnaba las filas
de su Alto Estado Mayor.

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Para septiembre, el Kuomintang conservaba tan sólo tres puntos fuertes
en Manchuria: Mukden, Changchun (la vieja capital de Manchukuo,
Hsinking), y Jinzhou, así como los cuatrocientos ochenta kilómetros de
línea férrea que los unían. Los comunistas estaban rodeando las tres
ciudades simultáneamente, y el Kuomintang ignoraba de dónde
provendría el ataque principal. De hecho, éste había de desatarse sobre
Jinzhou, la más meridional de las tres ciudades y la llave estratégica del
camino hacia el resto, ya que, una vez hubiera caído, las otras dos
verían interrumpida su fuente de suministro. Los comunistas podían
desplazar grandes cantidades de tropas de un sitio a otro sin que el
enemigo lo advirtiera, pero el Kuomintang dependía de las líneas férreas
—sometidas a constantes ataques— y, en menor medida, del transporte
aéreo.

El asalto de Jinzhou comenzó el 12 de septiembre de 1948. Un


diplomático norteamericano que volaba a Mukden, John F. Melby, anotó
en su diario el 23 de septiembre: «A lo largo del pasillo que conduce a
Manchuria, en dirección Norte, la artillería comunista destrozaba
sistemáticamente el aeródromo de Chinchow [Jinzhou]». Al día
siguiente, 24 de septiembre, las fuerzas comunistas se acercaron.
Veinticuatro horas más tarde, Chiang Kai-shek ordenó al general Wei Li-
huang que se abriera paso desde Mukden con quince divisiones para
aliviar la situación de Jinzhou. El general Wei vaciló, y para el 26 de
septiembre los comunistas habían prácticamente aislado la ciudad.

El 1 de octubre se completó el círculo que rodeaba Jinzhou. Aquel


mismo día, cuarenta kilómetros al Norte, cayó la ciudad natal de mi
madre, Yixian. Chiang Kai-shek voló a Mukden para asumir
personalmente el mando. Ordenó que siete divisiones más se unieran a
la batalla de Jinzhou, pero hasta el 9 de octubre, dos semanas después
de dar la orden, ni siquiera consiguió que el general Wei lograra salir de
Mukden. Incluso entonces, lo hizo con sólo once divisiones en lugar de
quince. El 6 de octubre, Chiang Kai-shek voló a Huludao y ordenó a las
tropas que allí estaban que acudieran en defensa de Jinzhou. Algunas lo
hicieron, pero de un modo tan mal organizado que no tardaron en verse
aisladas y aniquiladas.

Los comunistas se preparaban para convertir el asalto a Jinzhou en un


asedio. Yu-wu fue a ver a mi madre y le propuso una misión crucial:
consistía en introducir clandestinamente varios detonadores en uno de
los depósitos de munición, precisamente el que suministraba a la
división de Hui-ge. Las municiones se encontraban almacenadas en un
gran patio cuyos muros aparecían rematados por alambre de espino
(según se rumoreaba, electrificado). Todo aquel que entraba y salía era
registrado. Los soldados que vivían en el interior de las instalaciones se
pasaban la mayor parte del tiempo jugando y bebiendo. Algunas veces,
llevaban unas cuantas prostitutas y los oficiales organizaban bailes en
un improvisado club. Mi madre dijo a Hui-ge que quería ir y echar un
vistazo a uno de aquellos bailes. Él asintió y no le hizo más preguntas.

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Al día siguiente, un hombre al que mi madre no había visto nunca le
entregó los detonadores. Ella los introdujo en su bolso y acudió al
depósito en compañía de Hui-ge. Nadie los registró. Cuando estuvieron
dentro, pidió a Hui-ge que le enseñara el lugar, pero dejó el bolso en el
automóvil, tal y como le habían pedido que hiciera. Otros activistas
habían de encargarse de recoger los detonadores cuando se perdieran
de vista. Mi madre paseó con deliberada lentitud para dar más tiempo a
los hombres, y Hui-ge no tuvo inconveniente alguno en complacerla.

Aquella noche, la ciudad se vio sacudida por una gigantesca explosión.


Las detonaciones se sucedían unas a otras como una reacción en
cadena, y la dinamita y las bombas iluminaban el cielo como un
espectacular despliegue de fuegos artificiales. La calle en la que se
encontraba el depósito estaba en llamas. Las ventanas habían quedado
destrozadas dentro de un radio de aproximadamente cincuenta metros.
A la mañana siguiente, Hui-ge invitó a mi madre a la mansión de los Ji.
Tenía los ojos hundidos y no se había afeitado. Resultaba evidente que
no había pegado ojo. La saludó con algo más de reserva que de
costumbre.

Tras un denso silencio, le preguntó si conocía la noticia. La expresión


que mostró ella debió de confirmar sus peores temores: que él mismo
había contribuido a paralizar su propia división. Dijo que habría una
investigación.

—Me pregunto si la fuerza de esta explosión me arrancará la cabeza de


los hombros —suspiró— o atraerá sobre mí una recompensa.

Mi madre, que sentía compasión por él, le dijo con aplomo:

—Estoy segura de que se te considera por encima de toda sospecha. No


me cabe duda de que serás recompensado.

Al oír aquello, Hui-ge se puso en pie y saludó militarmente.

—¡Agradezco tu promesa! —dijo.

Para entonces, los obuses de la artillería comunista habían comenzado a


caer sobre la ciudad. Cuando mi madre oyó por primera vez el silbido
de las bombas que volaban sobre su cabeza se sintió un poco asustada.
Más tarde, sin embargo, cuando el bombardeo arreció, comenzó a
acostumbrarse a ello. Era como una especie de trueno permanente. La
mayor parte de las personas perdían el miedo bajo una especie de
indiferencia fatalista. El asedio sirvió también para quebrar el rígido
ritual manchú del doctor Xia: por primera vez, todos los miembros de la
familia comieron juntos, hombres y mujeres, amos y sirvientes. Hasta
entonces, lo habían hecho nada menos que en ocho grupos distintos,
cada uno de los cuales consumía una comida diferente. Un día, mientras
estaban sentados en torno a la mesa disponiéndose a cenar, un obús
entró con gran estrépito por la ventana que se abría sobre el kang en el
que jugaba el hijo de Yu-lin, de un año de edad, y se detuvo bajo la mesa

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del comedor. Afortunadamente, como muchos otros obuses, era
defectuoso.

Una vez comenzó el asedio, cesó la posibilidad de conseguir alimentos,


ni siquiera en el mercado negro. Cien millones de dólares del
Kuomintang apenas bastaban para comprar una libra de sorgo. Al igual
que la mayor parte de las familias que podían permitírselo, mi abuela
había almacenado un poco de sorgo y de habas de soja, y el marido de
su hermana, Lealtad Pei-o, se sirvió de sus contactos para obtener algún
suministro extraordinario. El asno de la familia resultó muerto por un
trozo de metralla durante el asedio, así que se lo comieron.

El 8 de octubre, los comunistas situaron casi un cuarto de millón de


soldados en posición de ataque. El bombardeo se volvió mucho más
intenso y aumentó asimismo la precisión de los disparos. El general Fan
Han-jie —comandante en jefe del Kuomintang— decía que parecían
seguirle allí donde fuera. Numerosas baterías artilleras fueron
neutralizadas, y las fortalezas del incompleto sistema de defensa se
vieron, al igual que la carretera y los nudos ferroviarios, sometidas a un
nutrido fuego. Las líneas del teléfono y el telégrafo resultaron cortadas,
y el sistema eléctrico se vino abajo.

El 13 de octubre las defensas exteriores se derrumbaron. Más de cien


mil soldados del Kuomintang retrocedieron atropelladamente hacia el
interior de la ciudad. Aquella noche, una banda compuesta
aproximadamente por una docena de soldados desgreñados irrumpió en
la casa de los Xia pidiendo comida. No habían comido en dos días. El
doctor Xia les saludó cortésmente y la esposa de Yu-lin comenzó
inmediatamente a cocinar una enorme cacerola de fideos de sorgo.
Cuando estuvieron listos, los depositó sobre la mesa de la cocina y entró
en la habitación contigua para avisar a los soldados. Al volver la
espalda, una granada aterrizó en la cacerola y estalló, esparciendo los
fideos por toda la cocina. Ella se arrojó bajo una estrecha mesa situada
frente al kang. Uno de los soldados estuvo a punto de adelantársele,
pero la esposa de Yu-lin le asió de una pierna y le apartó. Mi abuela se
mostró horrorizada. «¿Qué hubiera ocurrido si llega a volverse hacia ti
y aprieta el gatillo?», siseó con furia cuando estuvieron fuera del
alcance de sus oídos.

Hasta las etapas finales del asedio, los bombardeos mostraron una
precisión impresionante: muy pocas casas civiles resultaron alcanzadas,
aunque la población hubo de sufrir los efectos de los terribles incendios
que producían las bombas sin disponer de agua con la que apagarlos. El
cielo aparecía completamente oscurecido por un humo oscuro y espeso
e, incluso durante el día, era imposible ver más allá de unos pocos
metros. El estruendo de la artillería era ensordecedor. Mi madre podía
oír los lamentos de la gente, pero nunca lograba determinar de dónde
venían ni qué estaba ocurriendo.

El 14 de octubre dio comienzo la ofensiva final. Novecientas piezas de


artillería bombardearon la ciudad sin pausa. Casi todos los miembros de

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la familia se resguardaron en un improvisado refugio antiaéreo que
habían excavado previamente, pero el doctor Xia se negó a abandonar
la casa. Se sentó tranquilamente sobre el kang en la esquina de su
estancia situada junto a la ventana y oró silenciosamente a Buda. En un
momento determinado, catorce gatitos entraron corriendo en la
estancia, y el anciano se mostró encantado: «Un lugar en el que intenta
refugiarse un gato es un lugar afortunado», dijo. Ni una sola bala
penetró en su cuarto… y todos los gatitos sobrevivieron. La única otra
persona que se negó a descender al refugio fue mi bisabuela, quien se
limitó a enroscarse en su habitación bajo la mesa de roble que había
junto al kang. Cuando concluyó la batalla, los gruesos edredones y
mantas que cubrían la mesa parecían un colador.

Durante uno de los bombardeos, mientras estaban en el refugio, el hijito


de Yu-lin dijo que tenía que hacer pipí. Su madre le acompañó al exterior
y, unos segundos después, el costado del refugio que habían ocupado
previamente se derrumbó. Mi madre y mi abuela tuvieron que salir y
refugiarse en la casa. Mi madre se acurrucó junto al kang de la cocina,
pero muy pronto el costado de ladrillo del kang comenzó a sufrir el
impacto de trozos de metralla y la casa comenzó a temblar. Salió
corriendo al jardín posterior. El cielo estaba ennegrecido por el humo.
Las balas volaban por el aire y rebotaban por todos sitios, estrellándose
contra los muros; el ruido era similar al de una lluvia poderosa
mezclada con gritos y lamentos.

Durante la madrugada del día siguiente, un grupo de soldados del


Kuomintang irrumpieron en la casa arrastrando consigo a unos veinte
civiles aterrorizados de todas las edades: eran los residentes de las
casas colindantes. Los soldados estaban al borde de la histeria.
Procedían de un puesto de artillería emplazado en un templo situado al
otro lado de la calle y chillaban sin parar a los civiles asegurando que
alguno de ellos tenía que haber revelado su posición. Gritaban una y
otra vez que querían saber quién había sido. Al ver que nadie hablaba,
agarraron a mi madre y la empujaron contra una pared, acusándola a
ella. Mi abuela, horrorizada, sacó apresuradamente unas pequeñas
piezas de oro y las introdujo en las manos de los soldados. Ella y el
doctor Xia se postraron de rodillas ante los soldados y les suplicaron
que dejaran en libertad a mi madre. La esposa de Yu-lin afirmó
posteriormente que había sido la única vez que había visto al doctor Xia
realmente asustado. El anciano rogaba una y otra vez a los soldados:
«Es mi hijita. Por favor, creedme, ella no lo hizo…».

Los soldados se quedaron con el oro y dejaron libre a mi madre, pero a


punta de bayoneta obligaron a todos los presentes a entrar en dos
habitaciones y los dejaron allí encerrados, para evitar, según dijeron,
que pudiesen enviar más señales al enemigo. Dentro de las habitaciones
reinaba una oscuridad total, y la atmósfera era sobrecogedora. Sin
embargo, mi madre no tardó en advertir que el bombardeo amainaba.
Los sonidos procedentes del exterior cambiaron. Mezcladas con el
silbido de las balas se oían las explosiones de las granadas de mano y el
entrechocar de las bayonetas. Algunas voces gritaban: «¡Deponed las

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armas y os perdonaremos la vida!». Podían escucharse escalofriantes
alaridos y gritos de ira y de dolor. A continuación, los gritos y los
disparos fueron acercándose cada vez más y mi madre oyó el sonido de
las botas sobre los adoquines a medida que los soldados del Kuomintang
corrían calle abajo.

Por fin, el alboroto amainó un poco y los Xia pudieron oír golpes sobre
la puerta lateral de la casa. El doctor Xia se acercó cautelosamente a la
puerta de la habitación y la abrió poco a poco: los soldados del
Kuomintang se habían marchado. A continuación, se acercó a la puerta
lateral y preguntó quién llamaba. Una voz respondió: «El Ejército
popular. Hemos venido a liberaros». El doctor Xia abrió la puerta y
entraron rápidamente varios hombres vestidos con uniformes viejos y
deformados. A pesar de la oscuridad, mi madre vio que llevaban toallas
blancas arrolladas alrededor de la manga izquierda como si se tratara
de brazaletes y que mantenían sus armas preparadas para atacar y con
las bayonetas caladas. «No tengáis miedo —dijeron—. No os haremos
daño. Somos vuestro Ejército. El Ejército del pueblo». Dijeron que
querrían registrar la casa en busca de soldados del Kuomintang.
Aunque hablaban educadamente, no cabía considerarlo como una
simple petición. No obstante, no estropearon nada, ni pidieron comida
ni robaron. Tras el registro, se despidieron cortésmente de la familia y
se marcharon.

En realidad, hasta que los soldados entraron en la casa nadie se había


dado cuenta de que los comunistas habían efectivamente tomado la
ciudad. Mi madre no cabía en sí de júbilo. Esta vez no se sintió
defraudada por los uniformes desgarrados y polvorientos de los
soldados comunistas.

Las personas que se habían refugiado en casa de los Xia se mostraban


ansiosas por retornar a sus hogares para comprobar si éstos habían
sido dañados o saqueados. De hecho, una de las casas había quedado
destruida por una explosión, y una mujer embarazada que había
logrado quedarse en ella había resultado muerta.

Poco después de que se marcharan los vecinos se oyó una nueva


llamada en la puerta lateral. Mi madre acudió a abrir: frente a ella se
agrupaban media docena de aterrorizados soldados del Kuomintang. Su
aspecto era lamentable, y sus ojos mostraban una mirada enloquecida
por el miedo. Se arrodillaron para saludar al doctor Xia y a mi abuela
con un largo kowtow y suplicaron que se les proporcionaran ropas
civiles. Los Xia se compadecieron de ellos y les entregaron algunas
prendas viejas que ellos se apresuraron a ponerse sobre los uniformes
antes de partir.

Al despuntar el alba, la esposa de Yu-lin abrió la puerta principal. Frente


a ella podían verse varios cadáveres tendidos. Dejó escapar un grito de
terror y corrió de nuevo al interior de la casa. Mi madre oyó su grito y
salió a ver qué pasaba. Había cadáveres por toda la calle. A muchos de
ellos les faltaban las cabezas y las extremidades; otros, mostraban las

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entrañas desparramadas por el suelo. Algunos no eran más que
amasijos sanguinolentos. De los postes del telégrafo colgaban brazos,
piernas y trozos de carne humana. Las alcantarillas abiertas aparecían
atascadas por una mezcla de aguas rojizas, escombros y despojos
humanos.

La batalla de Jinzhou había sido colosal. El ataque final había durado


treinta y una horas y en muchos aspectos había representado un hito
decisivo en el curso de la guerra. Murieron veinte mil soldados del
Kuomintang y otros ochenta mil fueron capturados. Cayeron prisioneros
no menos de dieciocho generales, entre ellos el comandante supremo de
las Fuerzas Armadas de Jinzhou —general Fan Han-jie— quien había
intentado escapar disfrazado de civil. Mientras los prisioneros de guerra
desfilaban por las calles camino de los campos de internamiento, mi
madre vio a una amiga suya que avanzaba en compañía de su esposo,
oficial del Kuomintang. Ambos caminaban envueltos en mantas para
defenderse del frío de la mañana.

Era costumbre de los comunistas no ejecutar a aquellos que rindieran


sus armas, así como tratar bien a los prisioneros. Con ello lograban
ganarse las simpatías de los soldados rasos, muchos de los cuales
procedían de humildes familias campesinas. Los comunistas no
mantenían campos de prisioneros. Tan sólo conservaban a los oficiales
de rango medio y alto y dispersaban al resto casi inmediatamente.
Solían celebrar reuniones para los soldados en los que éstos eran
invitados a «descargar su amargura» y a hablar acerca de sus duras
condiciones de vida como campesinos desprovistos de tierra. La
revolución, decían los comunistas, se hallaba centrada sobre un único
objetivo: proporcionarles tierras. A los soldados se les enfrentaba con
una elección: podían regresar a sus hogares, en cuyo caso se les
proporcionaba el billete necesario, o podían permanecer con los
comunistas para acabar con el Kuomintang y evitar que nadie pudiera
jamás volver a arrebatarles sus tierras. La mayor parte optaban por
quedarse y unirse al Ejército comunista. Algunos, claro está, se
enfrentaban a la imposibilidad física de regresar a sus casas mientras
continuara la guerra. Mao había aprendido de los antiguos manuales
bélicos chinos que el modo más efectivo de conquistar a las personas
consistía en conquistar sus corazones y sus mentes. Así, la política
seguida frente a los prisioneros demostró ser enormemente eficaz.
Especialmente a partir de la toma de Jinzhou, eran cada vez más los
soldados del Kuomintang que, sencillamente, se dejaban capturar.
Durante la guerra civil, más de un millón setecientos cincuenta mil
soldados del Kuomintang se rindieron para pasarse al bando comunista.
Durante el último año de la guerra civil, las bajas en combate apenas
representaban el veinte por ciento del número total de tropas perdidas
por el Kuomintang.

Uno de los oficiales de mayor rango capturados tenía a su hija consigo


cuando le detuvieron. La muchacha se encontraba en avanzado estado
de gestación. El oficial preguntó al comandante de las tropas
comunistas si podía quedarse en Jinzhou con ella. Éste respondió que no

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convenía que un padre ayudara a su hija a dar a luz, y que en su lugar
enviaría a una camarada femenina para que la asistiera. El oficial del
Kuomintang pensó que tan sólo decía aquello para quitárselo de encima,
pero posteriormente supo que su hija había sido muy bien tratada, y que
la camarada femenina no había sido otra que la propia esposa del
comandante comunista.

La política de trato a los prisioneros representaba una intrincada


combinación de cálculo político y consideraciones humanitarias, y ello
constituía uno de los factores cruciales de la victoria comunista. Su
objetivo no consistía simplemente en aplastar al ejército enemigo sino, a
ser posible, lograr asimismo su desintegración. En la derrota del
Kuomintang la desmoralización tuvo tanta importancia como las
propias armas.

Tras la batalla, la prioridad fundamental consistía en labores de


recogida y limpieza, lo que en gran parte era llevado a cabo por los
soldados comunistas. Los habitantes se mostraban también ansiosos por
ayudar, ya que querían deshacerse de los cuerpos y escombros que
rodeaban sus casas lo antes posible. Durante días, podían verse largos
convoyes de carromatos cargados de cadáveres y enormes colas de
personas cargadas al hombro con cestas que serpenteaban hacia el
exterior de la ciudad. A medida que fue posible ir de un lado a otro de
nuevo, mi madre descubrió que muchas de las personas que antes
conocía habían muerto, algunas como consecuencia de impactos
directos; otras, sepultadas bajo los escombros al derrumbarse sus
hogares.

La mañana siguiente al fin del asedio, los comunistas colgaron carteles


en los que solicitaban de la población que reanudara su vida normal lo
más rápidamente posible. El doctor Xia colgó su placa alegremente
decorada para indicar que su farmacia volvía a estar abierta.
Posteriormente, las autoridades comunistas le comunicaron que había
sido el primer médico en hacer tal cosa. La mayor parte de los
comercios reabrieron el 20 de octubre a pesar de que las calles aún no
habían sido despojadas por completo de cadáveres. Dos días después,
los colegios reabrieron sus puertas y las oficinas reanudaron su horario
normal de apertura.

El problema más inmediato era la comida. El nuevo gobierno exhortaba


a los campesinos a acudir a la ciudad para vender sus productos, y para
animarlos fijó los precios al doble de lo que alcanzaban en el campo. El
precio del sorgo cayó rápidamente: de cien millones de dólares del
Kuomintang por libra a dos mil doscientos dólares. Cualquier
trabajador ordinario podía comprar cuatro libras de sorgo con lo que
ganaba en un día. El temor a la hambruna se desvaneció. Los
comunistas entregaron cupos de ayuda de grano, sal y carbón a los
pobres. El Kuomintang jamás había hecho nada parecido, y la población
se sintió considerablemente impresionada.

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Otra cosa que estimuló la buena voluntad de la población fue la
disciplina de los soldados comunistas. No sólo no se producían saqueos
ni violaciones, sino que muchos hacían incluso más de lo debido por
mostrar una conducta ejemplar, lo que contrastaba poderosamente con
el comportamiento de las tropas del Kuomintang.

La ciudad, sobrevolada a menudo por amenazadores aviones


norteamericanos, permaneció en estado de máxima alerta. El 23 de
octubre, una considerable fuerza del Kuomintang intentó sin éxito
retomar Jinzhou con un movimiento de pinza realizado desde Huludao y
el Nordeste. Tras la pérdida de Jinzhou, los grandes ejércitos situados
en torno a Mukden y Changchun no tardaron en desmembrarse o
rendirse, y para el 2 de noviembre toda Manchuria se hallaba ya en
poder de los comunistas.

Los comunistas demostraron ser enormemente eficaces en lo que se


refería a restaurar el orden y poner de nuevo en marcha la economía.
Los bancos de Jinzhou reabrieron sus puertas el 3 de diciembre, y el
suministro eléctrico se reanudó al día siguiente. El 29 de diciembre se
publicó un comunicado que anunciaba un nuevo sistema de
administración urbana por el que se formarían comités de residentes en
lugar de los antiguos comités de vecindad. Dichos comités habían de
convertirse en una institución clave del sistema comunista de
administración y control. Al día siguiente se restableció el suministro de
agua corriente y el día 31 la estación de ferrocarril reanudó su servicio.

Los comunistas lograron incluso detener la inflación, y fijaron una tasa


de cambio favorable para convertir el dinero del Kuomintang,
desprovisto de todo valor, en dinero comunista de la «Gran Muralla».

Desde el momento en que llegaron las fuerzas comunistas, mi madre


había anhelado dedicarse a trabajar para la revolución. Se sentía
fuertemente comprometida con la causa comunista, y tras algunos días
de impaciente espera recibió la visita de un representante del Partido
que le fijó una cita para ver al encargado del trabajo juvenil en Jinzhou,
un tal camarada Wang Yu.

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6. «Hablando de amor»

Un matrimonio revolucionario (1948-1949)

Mi madre partió para visitar al camarada Wang un templado día de


otoño, la mejor época del año en Jinzhou. El calor del verano había
desaparecido, y el aire se había vuelto más fresco, pero el tiempo aún
era lo bastante cálido como para vestir ropa de verano. Felizmente, el
viento y el polvo que asolaban la población durante gran parte del año
brillaban por su ausencia.

Llevaba una amplia túnica tradicional de color azul claro y una blanca
bufanda de seda, y acababa de cortarse el pelo según la nueva moda
revolucionaria. Al entrar en el patio del nuevo cuartel general del
Gobierno provincial vio a un hombre que, situado bajo un árbol y de
espaldas a ella, procedía a cepillarse los dientes junto al borde de un
macizo de flores. Mi madre esperó a que terminara, y cuando alzó la
cabeza vio que tendría poco menos de treinta años, facciones muy
oscuras y unos ojos grandes y melancólicos. Bajo su viejo uniforme se
adivinaba que era delgado, y creyó calcular en él una estatura
ligeramente inferior a la suya. Todo su aspecto tenía algo de soñador. Mi
madre pensó que parecía un poeta. «Camarada Wang, soy Xia De-hong,
de la Asociación de Estudiantes —dijo—. He venido para informarle de
nuestras actividades».

«Wang» era el nom de guerre del hombre que había de ser mi padre.
Había entrado en Jinzhou con las fuerzas comunistas unos pocos días
antes. Desde finales de 1945, había sido uno de los dirigentes de la
guerrilla local y ahora era jefe del secretariado y miembro del comité
del Partido Comunista que gobernaba Jinzhou. Muy pronto había de ser
nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad,
organismo que se ocupaba de la educación, el nivel de alfabetización, la
salud, la prensa, los espectáculos, los deportes, la juventud y los
sondeos de opinión pública. Se trataba de un puesto importante.

Había nacido en 1921 en Yibin, en la provincia sudoeste de Sichuan,


situada a unos dos mil kilómetros de Jinzhou. Yibin, que entonces tenía
una población de aproximadamente treinta mil habitantes, se encuentra
allí donde el río Min se une al río de las Arenas Doradas para formar el
Yangtzé, el río más largo de China. La zona que circunda Yibin es una de
las más fértiles de Sichuan, y se conoce como el Granero del Cielo. El
cálido y nebuloso clima de la región la convierte en el lugar ideal para el
cultivo del té. Gran parte del té negro que hoy se consume en Gran
Bretaña proviene de allí.

Mi padre fue el séptimo de una familia de nueve hermanos. Su padre


había trabajado como aprendiz de un fabricante de tejidos desde los
doce años de edad. Cuando alcanzó la edad adulta, él y su hermano —

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quien también trabajaba en la misma fábrica— decidieron abrir su
propio negocio. Al cabo de unos años, comenzaron a prosperar y
pudieron comprar una buena casa.

Su antiguo patrono, sin embargo, sentía celos de su éxito y les puso un


pleito, acusándolos de haberle robado dinero para montar su negocio.
El juicio duró siete años, y los hermanos se vieron obligados a gastar
todos sus recursos en su propia defensa. Todos cuantos se hallaban
relacionados con el tribunal les extorsionaban, y la codicia de los
funcionarios parecía insaciable. Mi abuelo fue enviado a prisión. El
único modo en que su hermano podía sacarle de la cárcel era
convenciendo a su antiguo patrono de que retirara los cargos. Para ello
tenía que conseguir mil monedas de plata. Aquello terminó de
destruirles, y mi tío abuelo murió poco después, a la edad de treinta y
cuatro años, víctima de la fatiga y la preocupación.

Mi abuelo se encontró a cargo de dos familias, con un total de quince


personas bajo su responsabilidad. Reemprendió su antiguo negocio y a
finales de la década de los veinte comenzó a prosperar de nuevo. Sin
embargo, atravesaban una época de cruentas luchas entre señores de la
guerra que exigían elevados impuestos. Ello, combinado con los efectos
de la Gran Depresión, dificultaba enormemente el funcionamiento de
una fábrica textil. En 1933, mi abuelo murió a los cuarenta y cinco años
de edad debido a la tensión y al exceso de trabajo. Hubo que vender el
negocio para pagar sus deudas y la familia se dispersó. Algunos se
alistaron como soldados, lo que normalmente se consideraba el último
recurso de todos los posibles, ya que las frecuentes luchas hacían que
resultara fácil perder la vida en combate. El resto de los hermanos y
primos se buscaron empleos diversos, y las muchachas se casaron lo
mejor que pudieron. Una de las primas de mi padre, de quince años de
edad y muy unida a él, se vio obligada a casarse con un adicto al opio
varias décadas mayor que ella. Cuando vinieron a buscarla con la silla
de mano, mi padre echó a correr tras ella, pues ignoraba si algún día
volvería a verla.

A mi padre le encantaban los libros, y comenzó a aprender la lectura de


la prosa clásica a los tres años de edad, lo que-resultaba una edad
notablemente excepcional. Un año después de la muerte de mi abuelo,
hubo de abandonar el colegio. Sólo tenía trece años, y odiaba la idea de
tener que renunciar a sus estudios. Tenía que encontrar un empleo, por
lo que al año siguiente —en 1935— abandonó Yibin y descendió por el
Yangtzé hasta Chongqing, una ciudad entonces mucho más grande.
Encontró trabajo como aprendiz en una tienda de alimentos en la que
trabajaba doce horas al día. Una de sus tareas consistía en transportar
el enorme narguile de su patrono cada vez que éste se trasladaba por la
ciudad en una silla de bambú transportada a hombros por dos personas.
El único propósito de todo aquello era que su patrono pudiera alardear
de permitirse un empleado que le transportara el narguile, artefacto que
podía haber sido fácilmente transportado en la silla. Mi padre no recibía
paga alguna, tan sólo una cama y dos frugales comidas al día. No
cenaba, por lo que todas las noches se acostaba con el estómago

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asaltado por calambres. Estaba constantemente obsesionado por el
hambre.

Su hermana mayor vivía también en Chongqing. Se había casado con un


maestro de escuela, y mi abuela había ido a vivir con ellos tras la
muerte de su esposo. Un día, mi padre estaba tan hambriento que entró
en la cocina de su hermana y se comió una batata fría. Cuando su
hermana lo descubrió, se enfureció con él y gritó: «¡Bastante difícil me
resulta mantener a nuestra madre! ¡No puedo permitirme alimentar
también a mi hermano!». Mi padre se sintió tan dolido que salió
corriendo de la casa y no regresó nunca más.

Pidió a su patrono que le diera de cenar. Éste no sólo se negó, sino que
comenzó a maltratarle. Furioso, mi padre le abandonó, regresó a Yibin y
vivió a base de hacer trabajos ocasionales de aprendiz en una tienda
tras otra. No sólo se enfrentaba al sufrimiento en su propia vida, sino
que lo hallaba por doquier en torno a él. Todos los días, cuando
caminaba en dirección al trabajo, se cruzaba con un anciano que vendía
bollos. El viejo, que ya sólo podía caminar encorvado, era ciego, y
llamaba la atención de los viandantes cantando una canción
conmovedora. Cada vez que mi padre escuchaba aquella canción, se
decía a sí mismo que la sociedad debía cambiar.

Comenzó a buscar una salida. Siempre había recordado la primera vez


que había oído la palabra «comunismo»: había sido en 1928, cuando tan
sólo contaba siete años de edad. Estaba jugando cerca de su casa
cuando vio una gran muchedumbre que se había congregado en un
cruce de caminos cercano. Se abrió paso como pudo hasta la primera
fila: allí vio a un joven sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
Tenía las manos atadas a la espalda; junto a él había un hombre fornido
armado con un enorme sable. Curiosamente, al joven se le permitió
hablar durante un rato de sus ideales y de algo que llamaba comunismo.
A continuación, el verdugo descargó la espada sobre su nuca. Mi padre
gritó y se tapó los ojos. La experiencia le sobrecogió profundamente,
pero también le impresionó la valentía y la calma que había mostrado el
joven frente a la muerte.

Durante la segunda mitad de la década de los treinta, los comunistas


comenzaban ya a contar con una importante infraestructura incluso en
confines tan remotos como Yibin. Su objetivo fundamental era resistir a
los japoneses. Chiang Kai-shek había adoptado una política de no
resistencia frente a la ocupación de Manchuria por los japoneses y los
núcleos cada vez más numerosos del Ejército nipón en territorio chino,
concentrándose por el contrario en sus intentos por aniquilar a los
comunistas. Éstos, por su parte, habían popularizado una consigna,
«Los chinos no deben luchar contra los chinos», y habían presionado a
Chiang Kai-shek para que enfocara sus esfuerzos en combatir a los
japoneses. En diciembre de 1936, Chiang fue secuestrado por dos de sus
propios generales, uno de ellos el joven mariscal manchú Chang Hsueh-
liang. Fue salvado en parte por los comunistas, quienes contribuyeron a
su liberación a cambio de su acuerdo de formar un frente unido contra

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Japón. Chiang Kai-shek hubo de consentir, si bien no con demasiado
entusiasmo, ya que sabía que aquello permitiría a los comunistas
sobrevivir y desarrollarse. «Los japoneses son una enfermedad de la
piel —dijo—, pero los comunistas son una enfermedad del corazón».
Aunque se suponía que los comunistas y el Kuomintang eran aliados, los
primeros se veían aún forzados a desarrollar la mayor parte de sus
actividades de modo clandestino.

En julio de 1937, los japoneses iniciaron su invasión generalizada del


territorio chino propiamente dicho. Mi padre, al igual que muchos otros,
se mostró horrorizado y desesperado por lo que estaba ocurriendo en su
país. En aquella época comenzó a trabajar en una librería que vendía
publicaciones de izquierda. Por las noches, aprovechando sus funciones
de vigilante nocturno, devoraba un libro tras otro.

A sus honorarios de la tienda añadió un pequeño complemento


trabajando por las tardes como «explicador» de películas. Muchas de
las películas que entonces se proyectaban eran norteamericanas y
mudas. Su tarea consistía en permanecer junto a la pantalla y explicar
lo que estaba sucediendo, ya que los filmes no estaban ni doblados ni
subtitulados. Asimismo, se unió a un grupo de teatro antijaponés en el
que, dados sus rasgos jóvenes y delicados, solía interpretar papeles de
mujer.

A mi padre le encantaba el grupo de teatro. A través de los amigos que


allí conoció entró por primera vez en contacto con los comunistas en la
clandestinidad. El empeño comunista por combatir a los japoneses y
crear una sociedad justa inflamaba su imaginación, y en 1938, a la edad
de diecisiete años, ingresó en el Partido. En aquella época, el
Kuomintang vigilaba estrechamente las actividades comunistas en
Sichuan. Nanjing, la capital, había caído en manos de los japoneses en
diciembre de 1937, y Chiang Kai-shek se había visto forzado a trasladar
su Gobierno a Chongqing. Dicho traslado desencadenó un frenesí de
actividad policial en Sichuan, y el grupo de teatro de mi padre fue
disuelto por la fuerza. Algunos de sus amigos fueron arrestados. Otros
tuvieron que huir. Mi padre se sentía frustrado por no poder hacer nada
por su país.

Pocos años antes, las fuerzas comunistas habían atravesado remotas


zonas de Sichuan durante los casi diez mil kilómetros de su Larga
Marcha, la cual terminó por llevarles a una pequeña población del
Noroeste llamada Yan’an. Los compañeros del grupo de teatro habían
hablado a menudo de Yan’an como un lugar incorrupto y eficiente en el
que reinaba la camaradería: el sueño de mi padre. Así, a comienzos de
1940 inició su larga marcha particular hacia Yan’an. Primero viajó a
Chongqing, donde uno de sus cuñados, oficial del Ejército de Chiang
Kai-shek, escribió una carta para ayudarle a atravesar las zonas
ocupadas por el Kuomintang y atravesar el bloqueo que Chiang Kai-shek
había dispuesto en torno a Yan’an. Tardó casi cuatro meses en realizar
el viaje, y llegó por fin en abril de 1940.

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Yan’an se encuentra en la Meseta Amarilla, una zona árida y remota del
noroeste de China. Dominada por una pagoda de nueve alturas, gran
parte de la ciudad consistía en hileras de cuevas excavadas en los
amarillentos riscos. Mi padre había de hacer de aquellas cuevas su
hogar durante más de cinco años. Mao Zedong y sus dispersas fuerzas
habían llegado allí en diferentes etapas entre 1935 y 1936, al final de la
Larga Marcha, tras lo cual habían hecho de Yan’an la capital de su
república. La población estaba rodeada de territorio hostil; su principal
ventaja era su aislamiento, que la convertía en un objetivo difícil de
atacar.

Tras un corto período en una escuela del Partido, mi padre solicitó el


ingreso en una de las más prestigiosas instituciones del mismo, la
Academia de Estudios Marxistas-Leninistas. El examen de ingreso era
bastante duro, pero gracias a sus lecturas nocturnas en el desván de la
librería de Yibin obtuvo el primer puesto. Sus compañeros de ingreso
quedaron estupefactos. Muchos de ellos procedían de grandes ciudades
como Shanghai, y desde el principio le habían considerado un paleto de
provincias. De este modo fue como mi padre se convirtió en el
investigador más joven de la Academia.

A mi padre le encantaba Yan’an. En su opinión, quienes allí vivían eran


gente llena de entusiasmo, optimismo y voluntad. Como todos los demás,
los líderes del Partido vivían con sencillez, lo que suponía un notable
contraste con los funcionarios del Kuomintang. Yan’an no era una
democracia, pero se le antojaba un paraíso de justicia comparado con el
lugar de donde procedía.

En 1942, Mao inició una campaña de rectificación por la que se invitaba


a hacer críticas sobre el modo en que se gobernaba Yan’an. Un grupo de
jóvenes investigadores de la Academia encabezados por Wang Shi-wei y
entre los que se incluía mi padre exhibieron carteles en los que
criticaban a sus líderes y exigían más libertad y el derecho a una mayor
expresión individual. Su acción causó tal revuelo que el propio Mao
acudió a leer los carteles.

A Mao no le gustó lo que vio, y convirtió su campaña en una caza de


brujas. Wang Shi-wei fue acusado de trotskista y de espía. De mi padre,
entonces el miembro más joven de la Academia, dijo Ai Si-qi —máximo
exponente del marxismo en China y uno de los líderes de la misma— que
había «cometido una equivocación sumamente ingenua».
Anteriormente, Ai Si-qi había alabado a menudo a mi padre,
calificándole de poseer una mente brillante y aguzada. Mi padre y sus
amigos fueron sometidos a implacables críticas y durante meses se les
obligó a realizar sesiones intensivas de autocrítica en las reuniones del
Partido. Se les dijo que habían causado el caos en Yan’an y que habían
debilitado la unidad y disciplina del Partido, lo que podía perjudicar la
gran causa que tenía como objetivo salvar a China de los japoneses, la
pobreza y la injusticia. Una y otra vez, los líderes del Partido les

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inculcaron la necesidad absoluta de mostrar una sumisión completa al
Partido por el bien de la causa.

La Academia se cerró, y mi padre fue enviado a enseñar historia


antigua de China a campesinos semianalfabetos que habían alcanzado el
puesto de funcionarios en la Escuela Central del Partido. Sin embargo,
aquel episodio había hecho de él un converso. Como tantos otros
jóvenes, había depositado su vida y su fe en Yan’an. No podía dejarse
decepcionar tan fácilmente. Consideró la severidad con que había sido
tratado no sólo justificada sino incluso como una noble experiencia que
había de limpiar su alma para la misión de salvar a China. Creía que el
único modo en que aquello podía conseguirse era a través de medidas
disciplinarias —acaso drásticas— entre las que había que incluir un
inmenso sacrificio personal y la subordinación total del individuo.

Había también actividades menos exigentes. Realizó un recorrido de las


zonas circundantes recolectando poesía popular y aprendió a bailar con
gracia y elegancia al estilo occidental, lo que resultaba sumamente
popular en Yan’an (muchos de los líderes comunistas, incluyendo el
futuro primer ministro, Zhou Enlai, hacían lo propio). Al pie de las secas
y polvorientas colinas discurría formando meandros el río Yan, el cual,
repleto de cieno y de color amarillo oscuro, constituye uno de los
afluentes que alimentan el majestuoso río Amarillo. En él solía mi padre
nadar a menudo; le encantaba practicar el estilo espalda mientras
contemplaba la sencilla pagoda.

La vida en Yan’an era dura pero estimulante. En 1942, Chiang Kai-shek


reforzó su bloqueo. El suministro de alimentos, ropa y otras necesidades
se vio drásticamente reducido. Mao exhortó a todos a coger la azada y
la rueca y producir por sí mismos los bienes de primera necesidad. Mi
padre terminó convirtiéndose en un excelente hilandero.

Permaneció en Yan’an durante toda la guerra. A pesar del bloqueo, los


comunistas habían reforzado su control sobre amplias zonas,
especialmente en el norte de China, detrás de las líneas japonesas. Mao
había calculado acertadamente, y los comunistas habían obtenido un
espacio vital indispensable. Al terminar la guerra, afirmaban controlar
en mayor o menor medida un total de noventa y cinco millones de
personas —el veinte por ciento de la población— distribuidas en
dieciocho áreas de base. Igualmente importante, habían adquirido
experiencia acerca de cómo gobernar y administrar la economía en las
más duras condiciones, lo que les resultó sumamente útil. Su habilidad
organizativa y su sistema de control eran siempre fenomenales.

El 9 de agosto de 1945, las tropas soviéticas inundaron el nordeste de


China. Dos días después, los comunistas chinos les ofrecieron
cooperación militar contra los japoneses, pero su oferta fue rechazada:
Stalin apoyaba a Chiang Kai-shek. Aquel mismo día, los comunistas
chinos comenzaron a enviar unidades armadas y asesores políticos al
interior de Manchuria, una iniciativa que, como todos comprendían,
había de ser de crucial importancia.

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Un mes después de la rendición japonesa, mi padre recibió la orden de
abandonar Yan’an y dirigirse a un lugar llamado Chaoyang y situado en
el sudoeste de Manchuria, a unos mil cien kilómetros al Este, cerca de la
frontera con la Mongolia Interior.

En noviembre, después de caminar durante dos meses, mi padre y los


miembros de su pequeño grupo llegaron a Chaoyang. La mayor parte
del territorio consistía en áridas colinas y montañas. Era casi tan pobre
como Yan’an. La zona había formado parte de Manchukuo hasta tres
meses antes. Un pequeño grupo de comunistas locales había
proclamado su propio «gobierno». El antiguo Kuomintang clandestino
hizo lo propio, y nuevas tropas comunistas acudieron desde Jinzhou —
situada a unos ochenta kilómetros—, arrestaron al gobernador del
Kuomintang y lo ejecutaron… por «conspiración para derrocar el
Gobierno comunista».

El grupo de mi padre se hizo cargo de la situación con la autorización


de Yan’an, y al cabo de un mes la administración funcionaba ya
normalmente en toda el área de Chaoyang, en la que vivían
aproximadamente cien mil personas. Mi padre fue nombrado jefe
adjunto de la zona. Una de las principales acciones del nuevo Gobierno
consistió en exhibir carteles anunciando los aspectos de su política:
puesta en libertad de todos los prisioneros; clausura de todas las casas
de empeño (los artículos empeñados podrían recuperarse sin cargo
alguno); cierre de los burdeles y concesión a las prostitutas de seis
meses de sostenimiento por parte de sus dueños; apertura de todos los
almacenes de grano para distribución del mismo entre los más
necesitados; confiscación de todas las propiedades de japoneses y
colaboracionistas y protección de la industria y el comercio chinos.

Aquellas medidas resultaron enormemente populares, ya que


beneficiaban a los pobres, esto es, la inmensa mayoría de la población.
Chaoyang nunca había conocido un gobierno que pudiera calificarse
siquiera de moderadamente bueno; había sido saqueado por diferentes
ejércitos durante el período de los señores de la guerra y
posteriormente ocupado y exprimido por los japoneses durante más de
una década.

Pocas semanas después de que mi padre iniciara su nueva labor, Mao


envió a sus fuerzas la orden de retirarse de todas las ciudades
vulnerables y de las principales rutas de comunicación para retornar al
campo: «dejad la carretera y ocupad el terreno que se extiende a ambos
lados de ella», y «rodead las ciudades desde el campo». La unidad de mi
padre se retiró de Chaoyang hacia el interior de las montañas. Con la
excepción de algunos arbustos campestres y algún que otro avellano y
frutal silvestre, se trataba de una zona casi completamente desprovista
de vegetación. Por la noche, la temperatura descendía en torno a los -35
°C y soplaban vientos helados y huracanados. Casi no había qué comer.
Tras el júbilo de contemplar la derrota de Japón y su propia y súbita
expansión a grandes zonas del Nordeste, la aparente victoria de los
comunistas parecía convertirse en cenizas. Mi padre y sus hombres,

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refugiados en cuevas y míseras cabañas campesinas, padecían un ánimo
sombrío.

Tanto los comunistas como el Kuomintang maniobraban para obtener


ventaja frente a la reanudación de la guerra civil a gran escala. Chiang
Kai-shek había vuelto a instalar su capital en Nanjing y, con ayuda de
Norteamérica, había transportado gran cantidad de tropas al norte de
China con órdenes secretas de ocupar todos los lugares estratégicos a
la mayor velocidad posible. Los norteamericanos enviaron a China a
uno de sus principales generales, George Marshall, para que intentara
persuadir a Chiang de formar un gobierno de coalición en el que los
comunistas actuaran a modo de socios minoritarios. El 10 de enero de
1946 se firmó una tregua que había de entrar en vigor el día 13. El día
14, el Kuomintang entró en Chaoyang e inmediatamente comenzó a
organizar un enorme cuerpo policial armado y una red de inteligencia,
así como a armar a las patrullas de los terratenientes locales. En
conjunto, reunieron una fuerza de cuatro mil hombres destinada a
exterminar a los comunistas de la zona. En febrero, mi padre y sus
hombres se hallaban en fuga, retrocediendo más y más hacia territorios
cada vez más inhóspitos. La mayor parte del tiempo se veían obligados
a ocultarse con los campesinos más pobres. En abril no había ya ningún
lugar al que pudieran escapar, y hubieron de disgregarse en grupos más
pequeños. La guerra de guerrillas constituía el único modo de
sobrevivir. Al fin, mi padre instaló su cuartel general en un lugar
conocido como el Poblado de las Seis Haciendas, situado en una zona
montañosa en la que nace el río Xiaoling, a unos cien kilómetros al oeste
de Jinzhou.

Los guerrilleros contaban con muy pocas armas: se veían obligados a


arrebatar la mayor parte a la policía local o a «tomarlas prestadas» de
las patrullas a sueldo de los terratenientes. La otra fuente disponible de
armamento eran el Ejército y la policía de Manchukuo, a los que los
comunistas intentaban especialmente reclutar por sus armas y su
experiencia en combate. En la zona de mi padre, el principal objetivo de
la política comunista consistía en reducir los alquileres y el interés sobre
los préstamos que los campesinos tenían que pagar a los terratenientes.
Asimismo, solían confiscar el grano y los tejidos de estos últimos para
distribuirlos entre los agricultores más pobres.

Al principio sus progresos eran lentos, pero en julio, cuando el sorgo ya


había alcanzado su altura completa previa a la cosecha y era lo
bastante espeso como para ocultarles, las distintas unidades de la
guerrilla pudieron celebrar una reunión en el Poblado de las Seis
Haciendas, bajo un árbol enorme que crecía a la entrada del templo. Mi
padre abrió la sesión refiriéndose a El borde del agua , historia china
equivalente a Robin Hood : «Éste es nuestro “Palacio de Justicia”. A él
hemos acudido para discutir el mejor modo de liberar a la gente del mal
y defender la justicia en nombre del cielo».

En aquella época, las guerrillas de mi padre luchaban básicamente en


dirección Oeste, y las zonas que ocupaban incluían numerosos pueblos

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habitados por mongoles. En noviembre de 1946, cuando el invierno ya
casi se había asentado, arreciaron los ataques del Kuomintang. Un día,
mi padre estuvo a punto de ser capturado en una emboscada. Tras un
feroz tiroteo, logró escapar de milagro. Sus ropas habían quedado
hechas jirones y, para regocijo de sus compañeros, el pene le colgaba
fuera de los pantalones.

Rara vez dormían dos noches seguidas en un mismo lugar, y a menudo


se veían obligados a trasladarse varias veces en una misma noche.
Nunca podían quitarse la ropa para dormir, y la vida era para ellos una
sucesión ininterrumpida de emboscadas, asedios y huidas. En la unidad
había algunas mujeres, y mi padre decidió trasladarlas a ellas, a los
heridos y a los imposibilitados a una zona más segura situada al Sur, en
las proximidades de la Gran Muralla. Ello requería un largo y peligroso
viaje a través de regiones controladas por el Kuomintang. El más
mínimo ruido podía ser fatal, por lo que mi padre ordenó que los bebés
se dejaran atrás con los campesinos de la zona. Una mujer no lograba
hacerse a la idea de abandonar a su hijo por lo que, al final, mi padre
hubo de decirle que tendría que elegir entre dejarlo o afrontar un
consejo de guerra. Lo dejó.

Durante los meses siguientes, la unidad de mi padre se desplazó hacia el


Este, aproximándose a Jinzhou y a la línea ferroviaria clave que unía
Manchuria con China propiamente dicha. Hasta la llegada del Ejército
comunista regular, lucharon en las colinas situadas al oeste de Jinzhou.
El Kuomintang desató sobre ellos cierto número de «campañas de
aniquilación», todas sin éxito. Las acciones de la unidad comenzaron a
obtener resonancia. Mi padre, que ya contaba veinticinco años de edad,
era tan bien conocido que se había puesto precio a su cabeza, y la zona
de Jinzhou comenzó a llenarse de carteles de SE BUSCA. Mi madre
había visto aquellos carteles, y empezó a oír hablar mucho de él y de su
guerrilla a sus parientes en el servicio de inteligencia del Kuomintang.

Cuando la unidad de mi padre fue forzada a retirarse, las fuerzas del


Kuomintang regresaron y arrebataron a los campesinos la comida y las
ropas que los comunistas habían confiscado a los terratenientes. En
muchos casos, los campesinos fueron torturados, y algunos fueron
asesinados, generalmente aquellos que —hambrientos como estaban—
ya habían consumido los alimentos y no podían devolverlos.

En el Poblado de las Seis Haciendas, el hombre que había poseído


mayor cantidad de tierras —un tal Jin Ting-quan, que era asimismo jefe
de policía— había violado salvajemente a numerosas mujeres de la
localidad. Cuando huyó con el Kuomintang la unidad de mi padre fue la
encargada de presidir la reunión que decidió la apertura de su casa y de
su granero. Cuando Jin regresó con el Kuomintang, los campesinos
fueron obligados a humillarse ante él y a devolver cuantos bienes les
habían proporcionado los comunistas. Aquéllos que ya habían dado
cuenta de la comida fueron torturados y sus casas destrozadas. Un
hombre que rehusó hacer el kowtow o devolver la comida murió
quemado a fuego lento.

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Durante la primavera de 1947, comenzaron a cambiar las cosas, y en
marzo el grupo de mi padre logró reconquistar la población de
Chaoyang. Muy pronto, toda la zona circundante se hallaba en sus
manos. Para celebrar su victoria se organizaron un banquete y diversos
festejos. Mi padre era sumamente ingenioso inventando acertijos
basados en los nombres de las personas, lo que le hacía
considerablemente popular entre sus camaradas.

Los comunistas pusieron en práctica la reforma agraria, confiscando


las tierras que hasta entonces habían pertenecido a un pequeño número
de terratenientes y redistribuyéndola equitativamente entre los
campesinos. En el Poblado de las Seis Haciendas, los campesinos se
negaron al principio a aceptar las tierras de Jin Ting-quan, incluso a
pesar del hecho de que éste había sido arrestado. Aunque permanecía
bajo custodia, continuaban inclinándose y humillándose ante él. Mi
padre visitó a numerosas familias campesinas y, poco a poco, fue
conociendo la horrible verdad acerca de Jin. El Gobierno de Chaoyang
lo sentenció a morir ante el pelotón de fusilamiento, pero la familia del
hombre que había sido quemado vivo decidió —con el apoyo de las
familias de otras víctimas— darle muerte del mismo modo. Cuando las
llamas comenzaron a lamer su piel, Jin apretó los dientes y no profirió ni
siquiera un gemido hasta que el fuego le rodeó el corazón. Los
funcionarios comunistas enviados para llevar a cabo la ejecución no
impidieron aquel linchamiento por parte de los campesinos. Aunque los
comunistas se oponían a la tortura en teoría y por principio, los
funcionarios habían recibido instrucciones de no intervenir si los
campesinos querían desahogar su ira en actos arrebatados de
venganza.

Las personas como Jin no sólo habían sido ricos terratenientes, sino que
habían ejercido deliberadamente un poder absoluto y arbitrario sobre
las vidas de los habitantes locales. Recibían el nombre de e-ba
(«déspotas feroces»).

En algunas zonas, las masacres afectaron incluso a los señores


corrientes, a quienes se conocía como «piedras», esto es, obstáculos
para la revolución. La política frente a los «piedras» era la siguiente:
«En caso de duda, mátalos». Mi padre no estaba de acuerdo con ello, y
dijo a sus subordinados y a quienes acudían a los mítines que tan sólo
debían ser condenados a muerte aquellos que incuestionablemente
tuvieran las manos manchadas de sangre. En los informes que enviaba a
sus superiores afirmaba repetidamente que el Partido debía ser
cuidadoso con las vidas humanas, y que un exceso de ejecuciones no
haría más que perjudicar a la revolución. Fue en parte la actitud de
muchos como mi padre lo que obligó al Partido a promulgar en 1948
urgentes instrucciones destinadas a detener los excesos de violencia.

Durante todo aquel tiempo, las fuerzas del Ejército comunista no


dejaban de acercarse. A comienzos de 1948, las guerrillas de mi padre
se unieron al Ejército regular, y éste fue puesto a cargo de un sistema de
obtención de información que había de abarcar la zona de Jinz-hou-

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Huludao; su labor consistía en vigilar el despliegue de las fuerzas del
Kuomintang e informarse de su situación en lo que a alimentos se
refería. Gran parte de dicha información procedía de agentes
emplazados en el interior del Kuomintang, entre ellos Yu-wu. Fue a
través de aquellos informes como mi padre oyó hablar de mi madre por
primera vez.

El delgado hombrecillo de expresión soñadora que mi madre vio aquella


mañana de octubre cepillándose los dientes en el patio era célebre entre
sus compañeros por su pulcritud. Se cepillaba los dientes todos los días,
lo que constituía una novedad para el resto de los guerrilleros y
campesinos que habitaban en los poblados en los que había luchado. A
diferencia de los demás, que se limitaban a soplar por la nariz sobre el
suelo, él se servía de un pañuelo que lavaba siempre que podía. Nunca
mojaba su toalla facial en el lavabo público como el resto de los
soldados, ya que las enfermedades oculares se hallaban sumamente
extendidas. Era también conocido como una persona culta y aficionada
a la lectura, y siempre, incluso en acción, solía llevar consigo algunos
volúmenes de poesía clásica.

Cuando vio por primera vez los carteles de SE BUSCA y oyó a sus
parientes hablar acerca de aquel peligroso «bandido», mi madre
advirtió que no sólo le temían, sino que también le admiraban, y al verle
por primera vez no se sintió en absoluto decepcionada por el hecho de
que el legendario guerrillero no tuviera un aspecto batallador en
absoluto.

Mi padre también había oído hablar del valor de mi madre, así como del
hecho —completamente fuera de lo común— de que ya con diecisiete
años tuviera a hombres a sus órdenes. Una mujer emancipada y
admirable, había pensado, aunque también él se la había imaginado
como un feroz dragón. Para su gran alegría, encontró que era hermosa
y femenina, diríase que incluso coqueta. Hablaba con suavidad,
persuasión y —cosa rara en China— precisión. Para él, aquello
representaba una cualidad extraordinariamente importante, ya que
detestaba el lenguaje habitual, florido, indolente y vago.

Mi madre observó que le gustaba reír, y que tenía los dientes blancos y
relucientes a diferencia de la mayor parte de los otros guerrilleros,
quienes mostraban una dentadura oscura y carcomida. También se
sintió atraída por su conversación. Aquel muchacho se le antojó una
persona culta e ilustrada: desde luego, no la clase de joven que
confundiría a Flaubert con Maupassant.

Cuando mi madre le dijo que estaba allí para realizar un informe de su


sindicato de estudiantes, él le preguntó qué libros estaban leyendo éstos.
Mi madre le entregó una lista y le preguntó si querría acudir a darles
algunas conferencias sobre filosofía e historia marxistas. Él aceptó, y le
preguntó cuántas personas había en su facultad, a lo que ella respondió
sin titubear con la cifra exacta. A continuación, mi padre le preguntó

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qué proporción del alumnado apoyaba a los comunistas; una vez más,
ella respondió con un cálculo preciso.

Unos días más tarde, el joven se presentó dispuesto a comenzar su ciclo


de conferencias. Asimismo, ofreció a los estudiantes un recorrido de la
obra de Mao y explicó algunas de sus teorías básicas. Era un excelente
orador, y las muchachas —mi madre incluida— estaban deslumbradas.

Un día, comunicó a los estudiantes que el Partido estaba organizando un


viaje a Harbin, la capital temporal de los comunistas, situada en el norte
de Manchuria. Harbin había sido construida en gran parte por los
rusos, y se conocía como el París de Oriente debido a sus anchos
bulevares, sus edificios ornamentales, sus elegantes tiendas y sus cafés
de estilo europeo. El viaje se presentaba como un recorrido turístico,
pero su motivo real era que el Partido temía que el Kuomintang
intentara reconquistar Jinzhou y querían sacar de la ciudad a los
profesores y estudiantes procomunistas —así como a las élites
profesionales, tales como los médicos— en previsión de que lo lograran.
Sin embargo, no querían confesarlo para no alarmar a la población. Mi
madre y cierto número de amigos suyos formaban parte del grupo de
ciento setenta personas que resultó por fin elegido.

A finales de noviembre, mi madre partió en tren hacia el Norte en un


estado de enorme excitación. Fue en Harbin, cubierta de nieve,
salpicada de románticos edificios antiguos e inundada de una atmósfera
rusa meditativa y poética, donde mis padres se enamoraron. Mi padre
escribió allí algunos hermosos poemas para mi madre. No sólo estaban
compuestos en un estilo clásico y elegante —lo que ya de por sí poseía
un mérito considerable— sino que a través de ellos pudo mi madre
descubrir que se trataba también de un buen calígrafo, lo que aún elevó
más su estima hacia él.

La víspera de Año Nuevo, mi padre invitó a mi madre y a una amiga


común a sus apartamentos. Estaba alojado en un hotel ruso que parecía
sacado de un cuento de hadas, ya que estaba dotado de un tejado de dos
aguas de vivos colores y tenía los bordes de las ventanas y la terraza
adornados con un delicado enlucido. Al entrar, mi madre se encontró
frente a una botella que descansaba sobre una mesita rococó. La
etiqueta aparecía escrita en caracteres extranjeros: Champagne . En
realidad, mi padre nunca había bebido champán anteriormente; tan sólo
había leído acerca de él en libros de autores extranjeros.

Para entonces entre los compañeros y compañeras de mi madre ya se


había corrido la voz de que estaban enamorados. Mi madre, en su
calidad de líder estudiantil, acudía con frecuencia a presentar largos
informes a mi padre, y la gente advirtió que no regresaba hasta altas
horas de la madrugada. Mi padre tenía buen número de admiradoras
aparte de ella, incluida la amiga que fue con ellos aquella noche, pero
incluso ésta podía advertir por cómo miraba a mi madre, por sus
traviesos comentarios y por el modo en que ambos aprovechaban
cualquier ocasión para hallarse físicamente próximos que él también

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estaba enamorado de ella. Cuando a eso de la medianoche la amiga se
dispuso a partir supo que mi madre se quedaría con él. Mi padre
descubrió una nota bajo la botella de champán vacía: «¡Y bien! ¡Ya no
habrá motivo para que yo beba champán! ¡Espero que la botella esté
siempre llena para vosotros!».

Aquella noche, mi padre preguntó a mi madre si se hallaba prometida


con alguna otra persona. Ella le contó sus relaciones anteriores, y dijo
que el único hombre al que realmente había amado era su primo Hu,
pero que éste había sido ejecutado por el Kuomintang. A continuación, y
de acuerdo con el nuevo código comunista de moralidad, el cual se
apartaba radicalmente del pasado para imponer la igualdad entre
hombres y mujeres, también él le reveló a ella las relaciones que había
mantenido hasta entonces. Le contó que había estado enamorado de
una mujer de Yibin, pero que la historia había concluido cuando él
partió hacia Yan’an. En Yan’an y en la guerrilla había tenido algunas
amigas, pero la guerra había hecho imposible pensar siquiera en la
posibilidad del matrimonio. Una de sus antiguas novias había de casarse
con Chen Boda, el jefe de la sección de mi padre en la Academia de
Yan’an, quien posteriormente alcanzaría un poder inmenso como
secretario de Mao.

Tras escuchar mutuamente el sincero relato de sus vidas, mi padre dijo


que iba a escribir al Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou
solicitando permiso para «hablar de amor» {tan-lian-ai ) con mi madre,
con vistas a un futuro matrimonio. Tal era el procedimiento obligatorio.
Mi madre supuso que debía de ser similar al permiso que se solicita del
cabeza de familia, y de hecho eso era exactamente: el Partido Comunista
era el nuevo patriarca. Aquella noche, después de su conversación, mi
madre recibió el primer regalo de mi padre, una novela romántica rusa
titulada Es simplemente amor .

Al día siguiente, mi madre escribió a casa para contar que había


conocido un hombre que le gustaba mucho. La reacción inmediata de su
madre y del doctor Xia no fue de entusiasmo sino de inquietud, ya que
mi padre era funcionario, y los funcionarios siempre habían sido mal
vistos entre los chinos corrientes. Aparte de otros vicios, su poder
arbitrario hacía que no se les supusiera capaces de tratar a las mujeres
dignamente. La presunción inmediata de mi abuela fue que mi padre ya
estaba casado y quería a mi madre como concubina. Después de todo,
ya había superado con mucho la edad masculina habitual en Manchuria
para el matrimonio.

Transcurrido aproximadamente un mes, se juzgó que el grupo de Harbin


podía retornar sin peligro a Jinzhou. El Partido dijo a mi padre que tenía
permiso para «hablar de amor» con mi madre. Otros dos hombres
habían solicitado la misma autorización, pero llegaron demasiado tarde.
Uno de ellos era Liang, su antiguo control en la clandestinidad.
Despechado, pidió ser trasladado de Jinzhou. Ni él ni el otro hombre
habían dicho lo más mínimo a mi madre sobre sus intenciones.

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Cuando mi padre regresó, le comunicaron que había sido nombrado jefe
del Departamento de Asuntos Públicos de Jinzhou. Pocos días después,
mi madre le llevó a conocer a su familia. Tan pronto como traspasó el
umbral de la puerta, mi abuela le hizo el vacío, y cuando él intentó
saludarla, se negó a responderle. Mi padre mostraba un aspecto oscuro
y terriblemente demacrado como resultado de las penurias que había
sufrido durante su época de guerrillero, y mi abuela estaba convencida
de que debía de tener bastante más de cuarenta años y que, por ello, era
imposible que no se hubiera casado anteriormente. El doctor Xia le trató
cortésmente, pero con distante formalidad.

Mi padre no se quedó mucho rato. Cuando partió, mi abuela se deshizo


en lágrimas. Ningún funcionario podía ser bueno, gritaba. Pero el
doctor Xia había comprendido ya a través de la entrevista con mi padre
y de las explicaciones de mi madre que los comunistas ejercían un
control tan estrecho sobre sus miembros que un funcionario como mi
padre no tendría posibilidad alguna de engañarles. Mi abuela se
tranquilizó, pero sólo en parte: «Pero es de Sichuan. ¿Qué pueden saber
de él los comunistas si procede de tan lejos?».

Se mantuvo firme en sus dudas y sus críticas, pero el resto de la familia


se puso de parte de mi padre. El doctor Xia se llevaba muy bien con él, y
ambos solían charlar durante horas. Yu-lin y su esposa también le
apreciaban mucho. La mujer de Yu-lin provenía de una familia muy
pobre. Su madre había sido obligada a contraer un matrimonio no
deseado después de que su abuelo se la jugara a las cartas y perdiera.
Su hermano había sido capturado en una redada de los japoneses y
había sido condenado a realizar tres años de trabajos forzados que
terminaron destruyéndole físicamente.

Desde el día en que contrajo matrimonio con Yu-lin había tenido que
levantarse todos los días a las tres de la madrugada para preparar los
distintos platos que exigía la complicada tradición manchú. Mi abuela
dirigía la casa y, aunque en teoría eran miembros de la misma
generación, la esposa de Yu-lin se sentía inferior debido a que tanto ella
como su marido dependían de los Xia. Mi padre había sido la primera
persona que se había esforzado por tratarla de igual a igual —lo que en
China constituía una considerable ruptura con el pasado— y a menudo
había regalado a la pareja entradas para el cine, entretenimiento que
ambos adoraban. Era el primer funcionario que habían conocido que no
se daba importancia, y la esposa de Yu-lin se hallaba convencida de que
los comunistas traerían consigo importantes mejoras.

Menos de dos meses después de regresar de Harbin, mi madre y mi


padre presentaron su solicitud. El matrimonio había sido
tradicionalmente un contrato entre familias, y nunca había habido
registros civiles ni certificados de boda. Ahora, para todos aquellos que
«se habían unido a la Revolución», el Partido actuaba como cabeza de
familia. Sus criterios se definían por medio de la fórmula «28-7-
regimiento-l», lo que significaba que el hombre había de tener por lo
menos veintiocho años de edad, haber sido miembro del Partido durante

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al menos siete años y poseer un rango equivalente al de jefe de
regimiento. El «1» se refería al único requisito que debía poseer la
mujer, esto es, haber trabajado para el Partido durante un período
mínimo de un año. De acuerdo con el sistema chino de estimación de
edad, según el cual se tiene un año en el momento de nacer, mi padre
tenía veintiocho años; había sido miembro del Partido durante más de
diez años y ocupaba una posición equivalente a la de jefe adjunto de
división. Mi madre, por su parte, aunque no era miembro del Partido,
logró que su labor en la clandestinidad se aceptara como equivalente al
«1»; además, desde su regreso de Harbin había estado trabajando con
dedicación absoluta para una organización llamada Federación de
Mujeres que estaba encargada de los asuntos femeninos: a través de ella
se supervisaban la liberación de las concubinas y el cierre de los
burdeles y se movilizaba a las mujeres para que fabricaran calzado para
el Ejército; asimismo, se organizaban su educación y su empleo, se les
informaba de sus derechos y se aseguraba que no hubieran de contraer
matrimonio en contra de sus deseos.

La Federación de Mujeres constituía ahora la «unidad de trabajo» —o


danwei — de mi madre, una institución sometida por entero al control
del Partido y a la que todas las ciudadanas de las zonas urbanas habían
de pertenecer. En ella, al igual que en un ejército, se regulaban
prácticamente todos los aspectos de la vida de las empleadas. Mi madre
se suponía obligada a vivir en las instalaciones de la Federación y a
obtener de ella autorización para contraer matrimonio. En el caso de mi
padre, funcionario de rango, la Federación lo dejaba en manos del
Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou. Dicho comité se apresuró
a otorgar su consentimiento escrito, pero el rango de mi padre exigía
asimismo la autorización del Comité Provincial del Partido para el Oeste
de Liao-ning. Dando por sentado que no habría ningún problema, mis
padres fijaron fecha para la boda el 4 de mayo, decimoctavo
cumpleaños de la novia.

Al llegar el día indicado, mi madre recogió su colchoneta y su ropa y se


dispuso a trasladarse a los apartamentos de mi padre. Vestía su túnica
blanca favorita y una bufanda blanca de seda. Mi abuela estaba
horrorizada. Resultaba del todo inusitado que una novia fuera
caminando hasta la casa del novio. El hombre tenía que enviarle una
silla de manos. El hecho de trasladarse a pie constituía un símbolo de
que la mujer no tenía valor alguno para el hombre y que éste no la
deseaba en realidad. «¿A quién le preocupan hoy esas tonterías?», dijo
mi madre mientras ataba su colchoneta. Pero mi abuela se mostró aún
más espantada ante la idea de que su hija no fuera a gozar de una
magnífica boda tradicional. Desde el momento en que las niñas nacían,
las madres comenzaban a guardar cosas para su ajuar. De acuerdo con
la costumbre, el de mi madre incluía una docena de edredones forrados
de satén, almohadones con patos mandarines bordados a mano,
cortinas y un dosel decorado con el que cubrir una cama de cuatro
columnas. Mi madre, sin embargo, consideraba las ceremonias
tradicionales actos anticuados e innecesarios. Tanto ella como mi padre
preferían evitar tal tipo de rituales, ya que pensaban que nada tenían

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que ver con sus sentimientos. El amor era lo único que importaba a
aquellos dos revolucionarios.

Mi madre se trasladó a pie hasta la vivienda de mi padre llevando


consigo su colchoneta. Éste, como todos los funcionarios, vivía en el
mismo edificio en el que trabajaba, que en su caso era el del Comité
Ciudadano del Partido. Los empleados vivían en hileras de bungalows
dotados de puertas correderas y distribuidos en torno a un enorme
patio. Al anochecer, cuando mi madre se encontraba arrodillada para
quitarle las zapatillas a mi padre, llamaron con los nudillos a la puerta.
Al abrirla vieron a un hombre que portaba un mensaje para mi padre
del Comité Provincial del Partido. En él se decía que aún no podían
contraer matrimonio. Tan sólo la fuerza con que apretó los labios dejó
traslucir lo desdichada que se sintió mi madre al oír aquello. Se limitó a
inclinar la cabeza, recogió su colchoneta en silencio y partió con un
sencillo «Hasta luego». No hubo lágrimas ni escenas… ni tan siquiera
muestras visibles de cólera. Aquel momento quedó grabado de un modo
indeleble en la mente de mi padre. Cuando yo era niña, solía decirme:
«Debías haber visto la elegancia de tu madre —y, a continuación—:
¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Tú no eres como tu madre! Tú no
harías algo así: ¡arrodillarte para descalzar a un hombre!».

La causa del retraso había sido que el Comité Provincial sospechaba de


mi madre a causa de sus conexiones familiares. La interrogaron a fondo
acerca de cómo su familia había llegado a entrar en contacto con el
servicio de inteligencia del Kuomintang. Le dijeron que tenía que ser
completamente sincera, como si estuviera prestando declaración ante
un tribunal.

Hubo de explicar por qué algunos oficiales del Kuomintang habían


pretendido su mano, así como el motivo de su amistad con tantos
miembros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Señaló que sus amigos
eran las personas más antijaponesas y con mayor conciencia social que
conocía, y que cuando el Kuomintang había llegado a Jinzhou en 1945 lo
habían contemplado como el Gobierno de China. Ella misma podría
haberse unido a ellos, pero a los catorce años de edad era aún
demasiado joven. De hecho, además, la mayor parte de sus amigos no
habían tardado en pasarse a los comunistas.

El Partido se mostraba dividido: el Comité Ciudadano mantenía la


opinión de que los amigos de mi madre habían actuado por motivos
patrióticos; algunos de los líderes provinciales, sin embargo,
contemplaban todo aquello con franca sospecha. Se solicitó a mi madre
que «trazara una línea de separación» entre ella y sus amigos. «Trazar
una línea» entre las personas constituía un mecanismo clave introducido
por los comunistas para incrementar el abismo que existía entre
aquellos que estaban «dentro» y los que se habían quedado «fuera».
Nada —ni siquiera las relaciones personales— se dejaba al azar, ni se
permitía tampoco que nada tuviera un proceso fluido. Si quería casarse,
tendría que dejar de ver a sus amigos.

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Sin embargo, lo más doloroso para mi madre era lo que le estaba
ocurriendo a Hui-ge, el joven coronel del Kuomintang. Tan pronto como
concluyó el asedio, y superado ya el regocijo inicial por la victoria de los
comunistas, la primera inquietud de mi madre había sido comprobar si
Hui-ge seguía bien. Atravesó corriendo las calles empapadas en sangre
hasta llegar a la mansión de los Ji, pero allí no encontró nada: ni calle,
ni casas… tan sólo un gigantesco montón de escombros. Hui-ge había
desaparecido.

En primavera, cuando se disponía a contraer matrimonio, descubrió que


estaba vivo, y que permanecía prisionero… en Jinzhou. Durante el
asedio se las había arreglado para huir hacia el Sur, y había llegado
hasta Tianjin; sin embargo, cuando los comunistas tomaron Tianjin en
enero de 1949 había sido recapturado y devuelto a Jinzhou.

Hui-ge no estaba considerado como un prisionero de guerra corriente.


La influencia de su familia en Jinzhou lo incluía en la categoría de
«serpientes en sus antiguas guaridas», nombre por el que se designaba
a los personajes más poderosos de cada localidad. Estas personas
resultaban especialmente peligrosas para los comunistas debido a que
suscitaban una gran lealtad de la población local, por lo que sus
inclinaciones anticomunistas suponían una amenaza para el nuevo
régimen.

Mi madre confiaba en que Hui-ge sería bien tratado tan pronto se


supiera lo que había hecho, y comenzó inmediatamente a interceder por
él. De acuerdo con el procedimiento habitual, la primera persona con
quien debía hablar era con su jefe inmediato dentro de la unidad a la
que pertenecía —esto es, la Federación de Mujeres— quien, a su vez,
había de trasladar la petición a una autoridad superior. Mi madre
ignoraba quién tendría la última palabra. Acudió a Yu-wu —quien no
sólo conocía su contacto con Hui-ge sino que, de hecho, lo había
ordenado— y le rogó que intercediera por el coronel. Yu-wu redactó un
informe describiendo las actividades de Hui-ge, pero añadió que quizá
había obrado por amor hacia mi madre, y que quizá ni siquiera llegara
a ser consciente de que estaba ayudando a los comunistas, cegado,
como estaba, por el amor.

Mi madre acudió a otro líder clandestino que sabía lo que había hecho
el coronel. También él se negó a asegurar que Hui-ge hubiera estado
colaborando con los comunistas. De hecho, rehusó mencionar en
absoluto el papel del coronel en el proceso de transmisión de
información a los comunistas con objeto de poder acaparar él todo el
mérito. Mi madre dijo que el coronel y ella no habían estado
enamorados, pero no podía probarlo. Citó las solicitudes y promesas
veladas que había habido entre ellos, pero las autoridades se limitaron a
contemplarlas como pruebas de que el coronel estaba intentando
hacerse con un «seguro de vida», actitud ante la que el Partido se
mostraba especialmente severo.

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Todo aquello tenía lugar en la época en que mi madre y mi padre se
preparaban para contraer matrimonio, y el episodio arrojó cierta
sombra sobre su relación. No obstante, mi padre comprendía el dilema
de mi madre, y pensaba que Hui-ge debía recibir un trato justo. En este
sentido, no permitió que el hecho de que mi abuela hubiera preferido al
coronel como yerno influyera en su juicio.

A finales de mayo, llegó por fin la autorización para que se celebrara la


boda. Mi madre se encontraba en una reunión de la Federación de
Mujeres cuando alguien entró y le deslizó una nota en el interior de la
mano. Se trataba de un mensaje del jefe ciudadano del partido, Lin Xiao-
xia, quien era asimismo sobrino del general supremo que había
mandado las fuerzas comunistas en Manchuria, Lin Biao. Se hallaba
escrito en verso, y decía sencillamente: «Las autoridades provinciales
han dado su consentimiento. Es imposible que quieras seguir metida en
esa reunión. ¡Sal de ahí de una vez y cásate!».

Mi madre intentó conservar la calma mientras se aproximaba a la mujer


que presidía la reunión y le entregaba la nota. Ésta asintió,
permitiéndole marchar. Corrió sin detenerse hasta la vivienda de mi
padre, vestida aún con su traje Lenin, una especie de uniforme para los
empleados gubernamentales que consistía en una chaqueta de solapas
que se estrechaba en la cintura y se complementaba con unos amplios
pantalones. Cuando abrió la puerta, vio a Lin Xiao-xia y a los otros
líderes del Partido con sus guardaespaldas. Acababan de llegar. Mi
padre dijo que acababan de enviar un carruaje para recoger al doctor
Xia. Lin preguntó: «¿Y qué hay de tu suegra? —Mi padre no dijo nada—.
Eso no está bien», dijo Lin, y ordenó que también a ella acudiera a
buscarla un carruaje. Mi madre se sintió muy dolida, pero atribuyó la
actitud de mi padre al odio que éste sentía hacia las conexiones de mi
abuela con el servicio de inteligencia del Kuomintang. Aun así, pensó,
¿qué culpa tenía su madre? No se le ocurrió que el comportamiento de
mi padre pudiera representar una reacción frente al modo en que la
abuela le había tratado.

No hubo ceremonia nupcial de ninguna clase: tan sólo una pequeña


reunión. El doctor Xia se acercó a felicitar a la pareja. Durante un rato,
todos se sentaron a comer cangrejos frescos suministrados por el
Comité Ciudadano del Partido como golosina especial. Los comunistas
estaban intentando instituir la frugalidad en las bodas debido a que
éstas se habían considerado tradicionalmente un motivo de derroche
enorme y completamente desproporcionado en relación con lo que la
gente podía permitirse. No era en absoluto inusual que las familias se
arruinaran con tal de celebrar una boda espléndida. Mis padres
comieron los dátiles y cacahuetes que solían servirse en las bodas de
Yan’an y un fruto seco llamado longan representa el símbolo tradicional
de una unión feliz y la llegada de hijos. Al cabo de un rato, el doctor Xia
y la mayor parte de los invitados se marcharon. Más tarde, cuando ya
había concluido su reunión, hizo acto de presencia un grupo de la
Federación de Mujeres.

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El doctor Xia y mi abuela no se habían enterado de la boda, ni tampoco
se lo había dicho el conductor del primer carruaje. Mi abuela no se
enteró de que su hija iba a casarse hasta que llegó el segundo carruaje.
Mientras avanzaba apresuradamente por el sendero y su silueta se iba
haciendo más clara a través de la ventana, las mujeres de la Federación
comenzaron a cuchichear entre ellas y a continuación salieron
atropelladamente por la puerta trasera. Mi padre también salió. Mi
madre se hallaba al borde de las lágrimas. Sabía que las mujeres de su
grupo despreciaban a mi abuela no sólo debido a sus relaciones con el
Kuomintang sino también porque había sido una concubina. Lejos de
haberse emancipado en tales cuestiones, muchas mujeres comunistas de
ascendencia inculta y campesina aún conservaban los usos
tradicionales. Para ellas, ninguna muchacha como es debido se habría
convertido jamás en concubina, y ello a pesar de que los comunistas
habían estipulado que las concubinas disfrutarían de la misma categoría
que las esposas y que podrían disolver el matrimonio unilateralmente.
Aquellas mujeres de la Federación eran las mismas que se suponía que
debían encargarse de implementar las políticas de emancipación del
Partido.

Mi madre intentó disimular, contando a la abuela que su esposo había


tenido que regresar al trabajo: «Entre los comunistas, no es costumbre
dar permisos por boda. De hecho, yo misma me disponía a volver a mi
puesto». Mi abuela juzgó descabellado que una ocasión tan singular
como una boda pudiera tratarse de un modo tan intrascendente, pero
los comunistas habían roto ya para ella tantas reglas referentes a los
valores tradicionales que la consideró tan sólo una más.

En aquella época, una de las actividades de mi madre consistía en


enseñar a leer y escribir a las mujeres de la factoría textil en la que
había trabajado para los japoneses a la vez que en informarles de la
igualdad entre el hombre y la mujer. La fábrica continuaba siendo
propiedad privada, y uno de los capataces persistía en su costumbre de
golpear a las empleadas siempre que le apetecía. Mi madre contribuyó
significativamente a su despido, y ayudó a las obreras a elegir su propia
capataz femenina. Sin embargo, cualquier reconocimiento que hubiera
podido obtener por ello resultó oscurecido por el disgusto de la
Federación con respecto a otra cuestión.

Una de las funciones principales de la Federación de Mujeres era la de


fabricar calzado de algodón para el Ejército. Mi madre no sabía hacer
zapatos, por lo que se las arregló para que fueran su madre y sus tías
quienes se ocuparan de ello. Todas ellas habían sido adiestradas en la
confección de complicados zapatos bordados, y mi madre presentó
orgullosamente a la Federación una gran cantidad de zapatos
exquisitamente fabricados que superaba con mucho la cantidad que le
correspondía. Para su sorpresa, en lugar de ser felicitada por su
ingenio, hubo de enfrentarse a una reprimenda como si fuera una
chiquilla. Las campesinas de la Federación no podían concebir que
hubiera una mujer sobre la faz de la tierra que ignorara cómo fabricar
un zapato. Era como si les hubieran dicho que había alguien que no

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sabía comer. En consecuencia, fue criticada en las reuniones de la
Federación por su «decadencia burguesa».

Mi madre no se llevaba bien con algunas de sus jefas de la Federación.


Eran mayores que ella, campesinas conservadoras que habían tenido
que sudar la gota gorda en la guerrilla y que sentían antipatía por esas
lindas y educadas muchachas de ciudad que —como mi madre— atraían
inmediatamente la atención de los comunistas. Cuando mi madre
solicitó su ingreso en el Partido, la rechazaron aduciendo que no era
digna de ello.

Cada vez que iba a su casa tenía que enfrentarse a un torrente de


críticas. Se le acusaba de mostrarse demasiado apegada a su familia, lo
que se condenaba como un hábito burgués y, en consecuencia, hubo de
resignarse a ver cada vez menos a su madre.

En aquella época, existía una norma tácita según la cual ningún


revolucionario podía pasar la noche lejos de su oficina con excepción de
los sábados. El lugar que mi madre tenía asignado para dormir se
hallaba en la Federación de Mujeres, separada de la vivienda de mi
padre por un pequeño muro de arcilla. Por las noches, mi madre solía
trepar el muro y atravesar un pequeño jardín hasta la habitación de mi
padre, tras lo cual regresaba al suyo antes de despuntar el alba. No
tardó en ser descubierta, y tanto él como ella fueron criticados en las
reuniones del Partido. Los comunistas habían acometido una
reorganización radical que no sólo afectaba a las instituciones sino
también a las vidas de las personas, especialmente de aquellas que «se
habían incorporado a la revolución». La idea consistía en que toda
cuestión personal era también política; de hecho, no cabía ya considerar
nada como personal o privado. La mezquindad adquirió carta de
naturaleza como actitud política, y las reuniones se convirtieron en un
foro por medio del cual los comunistas descargaban toda suerte de
animosidades personales.

Mi padre se vio obligado a realizar una autocrítica verbal, y a mi madre


se le ordenó hacer lo propio por escrito. Se les acusaba de «haber
antepuesto el amor» cuando su principal prioridad debería haber sido la
revolución. Ante aquello, mi madre se consideró víctima de una
injusticia. ¿Qué daño podía hacerle a la revolución que pasara la noche
con su marido? Podría haber comprendido el sentido de aquella
apreciación en los días de la guerrilla, pero no entonces. Le dijo a mi
padre que no quería escribir aquella autocrítica, pero para su
consternación éste la reprendió, diciendo: «La revolución aún no está
ganada. La guerra continúa. Hemos roto las reglas y debemos admitir
nuestros errores. Toda revolución precisa de una disciplina férrea. Hay
que obedecer al Partido incluso si uno no lo entiende o no se muestra de
acuerdo con él».

Poco después, ocurrió una catástrofe completamente inesperada. Un


poeta llamado Bian que había pertenecido a la delegación de Harbin y
había llegado a trabar una estrecha amistad con mi madre intentó

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suicidarse. Bian era uno de los seguidores de la escuela de poesía «Luna
Nueva», uno de cuyos principales exponentes era Hu Shi, quien llegó a
ser embajador del Kuomintang en los Estados Unidos. Dicha corriente
se concentraba en la estética y la forma y se hallaba sometida
principalmente a la influencia de Keats. Bian se había unido a los
comunistas durante la guerra, pero al hacerlo descubrió que su poesía
se consideraba incompatible con la revolución, en la que se buscaba
más la propaganda que la autoexpresión. Parte de su mente lo aceptó,
pero no pudo evitar convertirse en un amargado y sucumbir a la
depresión. Comenzó a pensar que ya nunca podría volver a escribir y,
sin embargo —decía—, tampoco se sentía capaz de vivir sin su poesía.

Su intento de suicidio cayó como una bomba en el Partido. Para su


imagen resultaba contraproducente que alguien pudiera sentirse tan
desilusionado con la Liberación que intentara matarse a sí mismo. Bian
trabajaba en Jinzhou como profesor en la escuela de funcionarios del
Partido, muchos de los cuales eran analfabetos. La organización escolar
del Partido ordenó una investigación y llegó a la conclusión de que Bian
había intentado matarse debido al amor no correspondido que sentía…
hacia mi madre. En sus reuniones críticas, la Federación de Mujeres
sugirió que mi madre había dado esperanzas a Bian para luego
despreciarle por una presa más sustanciosa: mi padre. Mi madre se
puso furiosa y exigió que le presentaran pruebas de tal acusación. Ni
que decir tiene que tales pruebas nunca pudieron presentarse.

En esta ocasión, mi padre la defendió. Sabía que durante el viaje a


Harbin —época durante la que se suponía que mi madre y Bian habían
mantenido citas regulares— ella estaba ya enamorada de él, y no del
poeta. Había visto a Bian leyéndole sus poemas a mi madre, sabía que
ésta le admiraba y no pensaba que hubiera en ello nada malo. Sin
embargo, ni uno ni otro fueron capaces de detener la avalancha de
murmuraciones. Las mujeres de la Federación se mostraron
especialmente virulentas.

Durante el período culminante de aquella época de cotilleos, mi madre


se enteró de que su intercesión por Hui-ge había sido rechazada. Se
volvió loca de angustia. Había hecho una promesa a Hui-ge, y ahora se
sentía como si le hubiera engañado. Había ido a visitarle regularmente a
la cárcel para darle noticias de sus esfuerzos por conseguir que
revisaran su caso, y le parecía inconcebible que los comunistas no le
perdonaran. Se había mostrado sinceramente optimista frente a él y
había intentado animarle. Esta vez, sin embargo, cuando Hui-ge vio sus
ojos, hinchados y enrojecidos, y su rostro distorsionado por el esfuerzo
de ocultar su desesperación, supo que ya no había esperanza. Sentados
frente a los guardias a ambos lados de una mesa sobre la que debían
mantener sus manos, sollozaron juntos. Hui-ge tomó las manos de mi
madre entre las suyas, y ella no las retiró.

Mi padre fue informado de las visitas de mi madre a la cárcel. Al


principio, no dijo nada. Comprendía su postura. Gradualmente, sin
embargo, comenzó a irritarse. El escándalo desencadenado en torno al

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intento de suicidio de Bian se hallaba en su punto álgido, y ahora
comenzaba a rumorearse que su esposa mantenía una relación con un
coronel del Kuomintang… ¡cuando se suponía que aún no había
concluido su luna de miel! Se puso furioso, pero sus sentimientos
personales no constituyeron el factor decisivo de su aceptación de la
actitud del Partido frente al coronel. Dijo a mi madre que si el
Kuomintang regresaba, serían personas como Hui-ge las primeras en
servirse de su autoridad para devolverlo al poder. Los comunistas, dijo,
no podían permitirse tal lujo: «Nuestra revolución es una cuestión de
vida o muerte». Cuando mi madre intentó contarle cómo Hui-ge había
ayudado a los comunistas respondió que sus visitas a la cárcel no le
habían hecho ningún bien, y mucho menos el hecho de cogerle la mano.
Desde tiempos de Confucio, los hombres y las mujeres habían tenido que
ser marido y mujer —o al menos amantes— para tocarse en público, e
incluso en tales circunstancias resultaba considerablemente inusual. El
hecho de que mi madre y Hui-ge hubieran sido vistos cogidos de la mano
se entendió como prueba de que habían estado enamorados, y de que
los servicios prestados por Hui-ge a los comunistas no habían sido el
resultado de las motivaciones «correctas». Para mi madre resultaba
difícil no mostrarse de acuerdo con él, pero ello no la hizo sentirse
menos desolada.

Su sensación de verse continuamente atrapada en dilemas imposibles se


vio incrementada por lo que estaba ocurriendo con varios de sus
parientes y personas allegadas. Los comunistas habían anunciado al
llegar que todo aquel que hubiera trabajado para el Kuomintang debería
presentarse inmediatamente ante ellos. Su tío Yu-lin nunca había
trabajado para los servicios de inteligencia, pero poseía una
identificación que le acreditaba como miembro del mismo y creyó su
deber informar de ello a las autoridades. Su esposa y mi abuela
intentaron disuadirle, pero él se mantuvo convencido de que era mejor
decir la verdad. Se encontraba en una situación difícil. Si no se hubiera
presentado y los comunistas hubieran averiguado algo acerca de él —lo
que dada su fenomenal organización no hubiera sido de extrañar— se
habría visto inmerso en serios aprietos. Sin embargo, al acudir
voluntariamente les había proporcionado motivos de sospecha.

El veredicto del Partido fue: «Tiene una mancha en su historial político.


No se le castigará, pero sólo puede ser empleado bajo control». Como
casi todos los demás, aquel veredicto no fue pronunciado por un
tribunal, sino por un organismo del propio Partido. No existía una
definición clara de su significado pero, como resultado de ello, la vida
de Yu-lin habría de depender durante tres décadas de la atmósfera
política y de sus jefes de Partido. En aquellos días, Jinzhou poseía un
Comité Ciudadano del Partido relativamente benigno, por lo que se le
autorizó a seguir ayudando al doctor Xia en la farmacia.

El cuñado de mi abuela, Lealtad Pei-o, fue exiliado al campo para


realizar labores manuales. Dado que no tenía las manos manchadas de
sangre, se le sentenció a una condena bajo supervisión. Aquello
significaba que en lugar de ir a la cárcel sería controlado (con la misma

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eficacia) dentro de la propia sociedad. Su familia decidió trasladarse al
campo con él, pero antes de partir Lealtad hubo de ingresar en un
hospital. Había contraído una enfermedad venérea. Los comunistas
habían emprendido una importante campaña destinada a erradicar este
tipo de enfermedades, y cualquiera que las padeciera estaba obligado a
ponerse bajo tratamiento médico.

Su trabajo bajo supervisión duró tres años. Era más o menos como un
empleo vigilado en libertad bajo palabra. Las personas en situación de
supervisión gozaban de cierta libertad, pero tenían que presentarse a la
policía a intervalos regulares con un informe detallado de todo cuanto
habían hecho —e incluso pensado— desde su última visita. Además, se
hallaban sometidas a una observación permanente por parte de la
policía.

Cuando concluía su período de vigilancia formal se unían a gente como


Yu-lin en una categoría menos rígida de vigilancia discreta. Una de sus
formas más comunes era el sandwich , esto es, mantenerse bajo la
estrecha vigilancia de dos vecinos específicamente encargados de ello,
lo que también se conocía como «sandwich de pan rojo y relleno
negro». Evidentemente, no sólo dichos vecinos sino también cualquier
otro podía —y debía— informar del poco fiable «negro» a través de los
comités de residentes. La «justicia popular» era absolutamente
hermética, a la vez que un instrumento fundamental de gobierno dado
que situaba a numerosos ciudadanos en colaboración activa con el
Estado.

Zhu-ge, el oficial de inteligencia de docto aspecto que se había casado


con la señorita Tanaka, fue condenado a trabajos forzados de por vida y
exiliado a una remota zona fronteriza (posteriormente habría de ser
liberado junto con varios antiguos funcionarios del Kuomintang gracias
a la amnistía de 1959). Su esposa fue devuelta a Japón. Al igual que en
la Unión Soviética, casi todos los condenados a prisión no iban a la
cárcel, sino a campos de trabajo en los que a menudo se realizaban
labores peligrosas o se trabajaba en zonas altamente polucionadas.

Algunos importantes personajes del Kuomintang, entre los que se


incluían funcionarios del servicio de inteligencia, escaparon al castigo.
El supervisor académico de la facultad de mi madre había sido
secretario de distrito del Kuomintang, pero existían pruebas de que
había contribuido a salvar la vida de numerosos comunistas y
simpatizantes (incluida mi madre) por lo que su caso fue pasado por
alto.

La directora y dos profesoras, quienes habían trabajado para los


servicios de inteligencia, lograron ocultarse y terminaron por huir a
Taiwan. Lo mismo hizo Yao-han, el supervisor político responsable de la
detención de mi madre.

Los comunistas perdonaron también la vida a altos picatostes tales


como el «último emperador» —Pu Yi— y algunos generales de elevado

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rango… porque les resultaban útiles. La política declarada de Mao era:
«Matamos a los pequeños Chiang Kai-sheks. No matamos a los grandes
Chiang Kai-sheks». Mantener vivo a Pu Yi, razonaba, sería «bien
recibido en el extranjero». Nadie podía oponerse abiertamente a tal
política, pero en privado era motivo de gran descontento.

Para la familia de mi madre, aquélla fue una época de enorme ansiedad.


Su tío Yu-lin y su tía Lan, el destino de la cual se hallaba
inexorablemente ligado al de su marido, Lealtad, sufrían un completo
ostracismo y se encontraban en un agudo estado de incertidumbre
acerca de su futuro. La Federación de Mujeres ordenaba a mi madre
escribir una autocrítica tras otra, ya que su dolor indicaba que tenía
«cierta debilidad por el Kuomintang».

Fue también objeto de murmuraciones por visitar a un prisionero, Hui-


ge, sin obtener la autorización previa de la Federación. Nadie le había
dicho que debía hacerlo. La Federación dijo que no se le habían puesto
obstáculos anteriormente porque preferían mostrar cierta
consideración con aquellos para quienes «la revolución era algo
nuevo»; por ello, estaban esperando para comprobar el tiempo que
tardaba en alcanzar su propio sentido de la disciplina y solicitar
instrucciones del Partido. «¿Pero para qué cosas debo pedir permiso?»,
preguntó. «Para todo», fue la respuesta. La necesidad de obtener
autorización para ese «todo» no especificado había de convertirse en un
elemento fundamental del régimen comunista. Asimismo, significaba que
la gente aprendía a no tomar iniciativa alguna por sí misma.

Mi madre se vio aislada y rechazada dentro de aquella Federación que


era todo su mundo. Se rumoreaba que había sido utilizada por Hui-ge
para obtener su ayuda en la preparación de un regreso del Kuomintang.
«En vaya lío se ha metido —exclamaban las mujeres—, y todo por haber
sido “ligera”. ¡Eso viene de tener tantas relaciones con los hombres! ¡Y
qué hombres!». Mi madre se sentía rodeada de dedos acusadores.
Sentía que aquellos que se suponía eran sus camaradas en un nuevo y
glorioso movimiento de liberación se dedicaban a poner en tela de juicio
su carácter y su dedicación, una dedicación por la que había arriesgado
la vida. Fue criticada incluso por haber abandonado la reunión de la
Federación de Mujeres para casarse: un pecado denominado
«anteponer el amor». Mi madre dijo que el jefe de la ciudad le había
permitido ausentarse. La presidenta repuso: «Pero tú tenías que haber
mostrado una actitud correcta dando preferencia a la reunión».

Con apenas dieciocho años, mi madre, recién casada y hasta entonces


llena de esperanza por una nueva vida, se sentía miserablemente
confusa y aislada. Siempre había confiado en su propio sentido del bien
y del mal, pero de pronto su instinto parecía entrar en conflicto con las
posturas de su causa, y menudo con el juicio de su marido, al que
amaba. Por primera vez, comenzó a dudar de sí misma.

No culpaba de nada al Partido ni a la revolución. Tampoco podía culpar


a las mujeres de la Federación debido a que eran sus camaradas y

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parecían ser la voz del Partido. Así, descargó su resentimiento sobre mi
padre. Sentía que su lealtad básica no era hacia ella, y que siempre
parecía ponerse de acuerdo con sus camaradas en su contra. Entendía
que acaso para él fuera difícil manifestarle su apoyo en público, pero al
menos lo quería en privado… y no lo conseguía. Desde el comienzo de su
matrimonio, hubo entre mis padres una diferencia fundamental. La
devoción de mi padre al comunismo era absoluta: sentía que debía
hablar el mismo lenguaje en privado que en público, incluso frente a su
esposa. Mi madre era mucho más flexible. Su entrega se veía atenuada
tanto por la razón como por la emoción. Mi madre reservaba un espacio
para la vida privada; mi padre, no.

Comenzó a encontrar Jinzhou insoportable, y dijo a mi padre que quería


marcharse de allí cuanto antes. Él se mostró de acuerdo, a pesar de que
se encontraba a punto de recibir un ascenso. Solicitó un traslado del
Comité Ciudadano del Partido, aduciendo como motivo que quería
regresar a su población natal, Yibin. Los miembros del Comité se
mostraron sorprendidos, ya que eso era precisamente lo que acababa
de decirles que no quería hacer. A lo largo de la historia china, había
sido norma establecida que los funcionarios fueran destinados en
poblaciones situadas lejos de sus ciudades natales para evitar
problemas de nepotismo.

Durante el verano de 1949, los comunistas avanzaban en dirección Sur


a un ritmo imparable: habían capturado la capital de Chiang Kai-shek,
Nanjing, y su inminente llegada a Sichuan parecía cosa segura. La
experiencia adquirida en Manchuria les había demostrado que
necesitaban desesperadamente contar con administradores locales… y
leales.

El Partido aprobó el traslado de mi padre. Dos meses después de su


boda —y menos de un año después de la Liberación— se veían
desplazados de la ciudad de residencia de mi madre por las
murmuraciones y el desprecio.

La alegría de mi madre ante la Liberación se había tornado en una


angustiosa melancolía. Bajo el Kuomintang, había podido descargar su
tensión por medio de la acción, y estaba convencida de estar haciendo
lo correcto, lo que le proporcionaba valor. Ahora sentía constantemente
que estaba equivocada. Cuando intentaba comentarlo con mi padre, éste
le decía que la transformación de una persona en comunista constituía
un proceso laborioso. Así debía ser.

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7. «Atravesando los cinco desfiladeros»

La Larga Marcha de mi madre (1949-1950)

Justamente antes de su partida de Jinzhou, a mi madre le fue concedido


el ingreso provisional en el Partido gracias al alcalde en funciones
quien, dotado de mayor autoridad que la Federación de Mujeres,
argumentó que la necesitaba debido a que iba a trasladarse a otro
lugar. Aquella decisión significaba que podría convertirse en miembro
propiamente dicho al cabo de un año si se consideraba que se había
mostrado digna de ello.

Mis padres tenían que unirse a un grupo de más de cien personas que
viajaban hacia el Sudoeste, en su mayor parte a Sichuan. El grueso del
grupo estaba formado por hombres, funcionarios comunistas del
Sudoeste. Las pocas mujeres que había eran manchúes que habían
contraído matrimonio con sichuaneses. Para el viaje, se habían
organizado en unidades y se les habían proporcionado uniformes
verdes. La guerra civil aún retumbaba a lo largo de su camino.

El 27 de julio de 1949, mi abuela, el doctor Xia y las amigas y amigos


más íntimos de mi madre —la mayor parte de los cuales se hallaban
bajo sospechas ante los comunistas— acudieron a la estación a decirles
adiós. Mientras se despedía en el andén, mi madre se sentía dividida por
sentimientos contradictorios. Una parte de su corazón se sentía como un
pájaro que por fin fuera a escapar de su jaula y echar a volar; la otra se
preguntaba cuándo —e incluso si — volvería a ver de nuevo a aquellas
personas a las que tanto amaba, especialmente a su madre. El viaje
estaba lleno de peligros, y Sichuan continuaba en poder del
Kuomintang. Además, se encontraba a más de mil quinientos kilómetros
de distancia —inconcebiblemente lejos— y no tenía la más mínima idea
de si alguna vez podría regresar a Jinzhou. Sentía unos deseos
insoportables de llorar, pero contuvo las lágrimas porque no quería
entristecer a su madre más de lo que ya estaba. Mientras el andén
desaparecía en la distancia, mi padre intentó consolarla. Le dijo que
debía ser fuerte, y que como joven estudiante que era y «recién unida a
la revolución», necesitaba «atravesar los cinco desfiladeros», lo que
significaba adoptar una actitud completamente distinta frente a la
familia, la profesión, el amor, el estilo de vida y las labores manuales a
través de la aceptación de las dificultades y los traumas. La teoría del
Partido era que las personas educadas como ella lo había sido tenían
que dejar de comportarse como burgueses y parecerse más a los
campesinos, los cuales constituían el ochenta por ciento de la población.
Mi madre había escuchado aquellas teorías cientos de veces. Aceptaba
la necesidad de autorreformarse para encajar con la nueva China (de
hecho, acababa de escribir un poema que versaba sobre la necesidad de
enfrentarse en el futuro al desafío de «la tormenta de arena»), pero

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también ansiaba más ternura y comprensión personal, y se sentía
resentida por el hecho de que mi padre no se los proporcionara.

Cuando el tren llegó a Tianjin, situado a unos cuatrocientos kilómetros


al Sudoeste, tuvo que detenerse ya que allí se interrumpía la línea. Mi
padre le dijo que le gustaría enseñarle la ciudad. Tianjin era un enorme
puerto en el que hasta poco antes Estados Unidos, Japón y unos cuantos
países europeos habían disfrutado de concesiones o enclaves
extraterritoriales (aunque entonces mi madre no lo sabía, el general Xue
había muerto en la concesión francesa de Tianjin). Existían barrios
enteros construidos con estilos diferentes, y algunos edificios eran
grandiosos: elegantes palacios franceses de finales de siglo, ligeros
palazzi italianos; recargadas mansiones austrohúngaras de estilo
rococó… Era una extraordinaria condensación de ostentación por parte
de ocho naciones distintas, todas las cuales habían intentado
impresionarse unas a otras a la vez que impresionar a los chinos.
Aparte de los bancos japoneses —chatos, pesados y grisáceos— que
había conocido en Manchuria y los bancos rusos de tejados verdes y
delicados muros rosados y amarillos, era la primera vez que mi madre
veía edificios como aquéllos. Mi padre había leído gran cantidad de
literatura extranjera, y las descripciones de los edificios europeos
siempre le habían fascinado. Aquélla era la primera vez que los veía con
sus propios ojos. Mi madre podía adivinar los esfuerzos de mi padre por
contagiarle su entusiasmo, pero aún estaba mustia. Paseando por
aquellas calles bordeadas de olorosos árboles, sentía que ya echaba de
menos a su madre, y no lograba ahuyentar la ira que sentía hacia mi
padre por su envaramiento y por no decirle una palabra de consuelo. A
pesar de todo, sabía que él intentaba torpemente animarla.

La línea de ferrocarril averiada no había sido más que el principio.

Tuvieron que hacer el resto del camino a pie, a lo largo de una ruta
salpicada de patrullas de terratenientes locales, bandidos y unidades
militares del Kuomintang abandonadas ante el avance de los
comunistas. El grupo tan sólo contaba con tres rifles, uno de ellos en
poder de mi padre, pero en cada una de las etapas del viaje las
autoridades locales les proporcionaban como escolta un pelotón de
soldados dotado, por lo general, con un par de ametralladoras.

Cargados a la espalda con sus colchonetas y otras pertenencias, tenían


que recorrer largas distancias todos los días, a menudo por caminos
difíciles. Los que habían estado en la guerrilla ya estaban
acostumbrados a ello, pero al cabo de un día mi madre tenía las plantas
de los pies cubiertas de ampollas. No había modo de detenerse a
descansar. Sus compañeros le aconsejaron que al terminar el día
metiera los pies en agua caliente y dejara escapar el líquido perforando
las ampollas con una aguja y un cabello. El alivio fue instantáneo, pero
al día siguiente sintió un dolor atroz cuando intentó caminar de nuevo.
Cada mañana, apretaba los dientes y seguía adelante.

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Durante la mayor parte del trayecto no vieron carreteras. El avance era
penoso, especialmente cuando llovía: la tierra se convertía en una
resbaladiza masa de barro, y mi madre se caía incontables veces. Al
final del día se hallaba cubierta de lodo. Cada día, cuando alcanzaban
su destino, se limitaba a dejarse caer y permanecer allí, incapaz de
moverse.

Un día tuvieron que recorrer más de cincuenta kilómetros bajo una


lluvia torrencial. La temperatura superaba con mucho los treinta
grados, y mi madre avanzaba completamente empapada de lluvia y
sudor. Tenían que trepar una montaña no especialmente alta —apenas
llegaría a los mil metros— pero ella ya estaba completamente exhausta.
Sentía el peso de la colchoneta como si se tratara de una enorme
piedra. Tenía los ojos taponados por el sudor que manaba de su frente.
Cuando abría la boca para intentar tomar un poco de aire, le parecía
que no iba a conseguir inhalar el suficiente como para respirar. Ante sus
ojos volaban miles de estrellas, y apenas podía arrastrar un pie para
ponerlo delante del otro. Cuando alcanzaron la cima, pensó que sus
penurias habían terminado, pero se equivocaba: descender era casi tan
difícil como subir. Los músculos de sus pantorrillas parecían haberse
convertido en gelatina. Se trataba de un territorio agreste, y aquel
sendero estrecho y empinado se deslizaba a lo largo del borde de un
precipicio de gran altura. Las piernas le temblaban, y no dudaba que de
un momento a otro se precipitaría en el abismo. En varias ocasiones
tuvo que asirse a los árboles para evitarlo.

Cuando ya hubieron salvado la montaña, hallaron en su camino varios


ríos, todos ellos profundos y turbulentos. El nivel del agua le llegaba a la
cintura, y le resultaba casi imposible no perder pie. En mitad de uno de
ellos, tropezó y ya se sentía a punto de ser arrastrada cuando un
hombre se agachó y la agarró. En aquel momento, casi se deshizo en
sollozos, especialmente porque en aquel instante pudo distinguir a lo
lejos a una amiga suya que era transportada en brazos a través del río
por su marido. Aunque el marido era un funcionario de alto rango y
tenía derecho a un automóvil, había renunciado a tal privilegio para
caminar con su mujer.

Mi padre no llevaba a mi madre, sino que iba en un jeep con su


guardaespaldas. Su rango le daba derecho a un medio de transporte de
los que hubiera disponibles, ya fuera un jeep o un caballo. A menudo, mi
madre había confiado en que la llevara, o al menos en que le permitiera
dejar la colchoneta en el automóvil, pero él nunca se lo había ofrecido.
Al día siguiente de casi ahogarse en el río, por la tarde, decidió ponerle
las cosas claras. Había tenido un día terrible. Más aún, no paraba de
vomitar. ¿Acaso no podía permitirle viajar con él en el jeep de vez en
cuando? Él respondió que no le era posible debido a que, dado que ella
no tenía derecho a coche, se consideraría un favoritismo. Se sentía
obligado a combatir la antiquísima tradición china del nepotismo.
Además, se suponía que mi madre debía soportar penurias. Cuando le
mencionó que a su amiga la había llevado en brazos su marido, mi
padre repuso que aquello era totalmente distinto: la amiga era una

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comunista veterana. Durante los años treinta, había mandado una
unidad guerrillera junto con Kim Il Sung, quien posteriormente llegó a
ser presidente de Corea del Norte, y había peleado contra los japoneses
en el Nordeste en condiciones escalofriantes. Entre la larga lista de
sufrimientos de su carrera revolucionaria había que incluir la pérdida
de su primer marido, quien había sido ejecutado por orden de Stalin. Mi
madre, dijo, no podía compararse con aquella mujer. Al fin y al cabo,
ella no era más que una joven estudiante. Si los demás pensaban que
estaba siendo mimada, tendría serios problemas. «Es por tu propio bien
—dijo, recordándole que aún se encontraba pendiente su solicitud para
ser nombrada miembro de pleno derecho del Partido. Y añadió—: La
elección es tuya: puedes entrar en el coche o puedes entrar en el
Partido, pero no en ambos».

No le faltaba razón. La revolución era fundamentalmente una


revolución campesina, y los campesinos llevaban una vida
perpetuamente dura. Se mostraban especialmente susceptibles ante
cualquier persona que gozara o persiguiera la comodidad. Todo aquel
que tomara parte en la revolución debía endurecerse hasta el punto de
que llegara a ser insensible a las calamidades. Mi padre lo había hecho
en Yan’an y también en la guerrilla.

Mi madre comprendió la teoría, pero ello no impidió que siguiera


pensando que mi padre no sentía compasión alguna por la fatiga y los
sufrimientos que padecía mientras se arrastraba transportando su
colchoneta, sudando, vomitando y sintiendo las piernas como si fueran
de plomo.

Una noche ya no pudo soportarlo más y estalló en lágrimas por primera


vez. Por lo general, el grupo pasaba las noches en lugares tales como
almacenes vacíos o aulas de colegios. Aquella noche se encontraban en
un templo, agrupados unos junto a otros en el suelo. Mi padre se hallaba
tendido junto a ella. Cuando comenzó a llorar, mi madre volvió la
cabeza y la hundió en la manga, intentando sofocar sus sollozos. Al
momento, mi padre despertó y le tapó la boca con la mano
apresuradamente. A través de las lágrimas, mi madre oyó que
susurraba en su oído: «¡No dejes que te oigan llorar! ¡Si lo hacen, serás
criticada!». Ser criticada representaba un problema serio. Significaba
que sus camaradas no la considerarían digna de «pertenecer a la
revolución», quizá incluso una cobarde. Notó cómo le introducía
atropelladamente un pañuelo en la mano para que pudiera ahogar sus
gemidos.

Al día siguiente, el jefe de la unidad de mi madre —el mismo hombre que


la había salvado de ser arrastrada por el río—, la condujo aparte y le
dijo que había tenido quejas de gente que la había oído llorar. Decían
que se había comportado como «una de esas lindas damiselas de las
clases explotadoras». No por ello dejaba de mostrarse compasivo, pero
se veía obligado a transmitir lo que decían los demás. Era una
vergüenza echarse a llorar por haber tenido que caminar unos pasos,
dijo. No se estaba comportando como una auténtica revolucionaria. A

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partir de entonces, mi madre no volvió a llorar ni una sola vez, aunque a
menudo sentía ganas de hacerlo.

Continuó como pudo. La zona más peligrosa de cuantas tenían que


atravesar era la provincia de Shalrdong, rendida a los comunistas
apenas un par de meses antes. Un día, caminaban a través de un
profundo valle cuando de pronto cayó sobre ellos una lluvia de balas. Mi
madre se refugió tras una roca. El tiroteo continuó durante unos diez
minutos, y cuando cesó descubrieron que uno de los miembros del grupo
había muerto intentando rodear a los asaltantes, que resultaron ser
bandidos. Muchos otros habían sido heridos. Tras enterrar al muerto en
la cuneta, mi padre y el resto de los funcionarios cedieron sus caballos a
los heridos.

Tras soportar cuarenta días de marcha y varias escaramuzas más,


alcanzaron la ciudad de Nanjing, antigua capital del Gobierno del
Kuomintang, situada a unos mil cien kilómetros al sur de Jinzhou. Se
conoce como «El horno de China», y aun a mediados de septiembre lo
parecía. El grupo se había alojado en unos barracones. El colchón de
bambú de la cama de mi madre mostraba una oscura silueta humana
grabada por el sudor de aquellos que lo habían utilizado antes que ella.
El grupo tenía que realizar ejercicios de adiestramiento militar bajo
aquel calor abrasador, aprendiendo a enrollar sus colchonetas, sus
polainas y sus mochilas a toda velocidad y practicando marchas rápidas
cargados sin soltar sus pertrechos. Dado que formaban parte del
Ejército, habían de observar una estricta disciplina. Vestían uniformes
caqui, y camisas y prendas interiores de áspero algodón. Los uniformes
tenían que permanecer abrochados hasta la garganta, y jamás se les
permitía desabotonarse el cuello. Mi madre tenía dificultades para
respirar y, al igual que todos los demás, mostraba una enorme mancha
oscura de sudor en la espalda. Asimismo, llevaban una gorra doble de
algodón que debían encajarse con fuerza en la cabeza hasta ocultar por
completo los cabellos. Ello hacía sudar copiosamente a mi madre, por lo
que el borde de su gorra aparecía permanentemente empapado.

De vez en cuando se les permitía salir, y lo primero que hacía en tales


ocasiones era devorar numerosos polos de hielo. Muchos de los
miembros del grupo no habían estado nunca en una gran ciudad aparte
de su breve estancia en Tianjin, por lo que se mostraron tremendamente
excitados ante el descubrimiento de los polos y compraron varios de
ellos para llevárselos a los camaradas que aguardaban en los
barracones, envolviéndolos cuidadosamente en sus blancas toallas de
mano y guardándolos en las mochilas. Su asombro fue grande cuando,
al llegar, descubrieron que todo lo que quedaba de ellos era un poco de
agua.

En Nanjing tuvieron que asistir a charlas políticas, algunas de ellas


pronunciadas por Deng Xiaoping —el futuro líder de China— y por el
general Chen Yi, futuro ministro de Asuntos Exteriores. Mi madre y sus
colegas se sentaban a la sombra sobre el césped de la Universidad
Central mientras los conferenciantes permanecían de pie bajo el

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ardiente sol durante dos o tres horas sin descanso. A pesar del calor,
siempre lograban hipnotizar al auditorio con su oratoria.

Un día, mi madre y su unidad tuvieron que correr varios kilómetros a


toda velocidad y completamente cargados hasta la tumba del padre
fundador de la república, Sun Yat-sen. Cuando regresaron, mi madre
sintió un dolor en la parte inferior del abdomen. Aquella noche se
celebraba una representación de la Ópera de Pekín en otra parte de la
ciudad, con la actuación de una de las estrellas más célebres del país.
Mi madre había heredado la pasión de la abuela por la Ópera de Pekín,
por lo que esperaba la ocasión con ansiedad.

Aquella tarde, ella y sus compañeros partieron en fila india en dirección


al teatro, situado a unos ocho kilómetros de distancia. Mi padre iba en
su automóvil. Durante el camino, mi madre notó que se agudizaba el
dolor de su abdomen y pensó en volver, aunque por fin decidió no
hacerlo. A mitad de la representación, el dolor se hizo insoportable. Se
acercó a mi padre y le rogó que la llevara de regreso en el coche, sin
mencionar el dolor que sentía. Él buscó con la mirada a su chófer y lo
vio sentado con la boca abierta, completamente abstraído. Volviéndose
hacia mi madre, dijo: «¿Cómo puedo interrumpir su recreo tan sólo
porque mi mujer quiera marcharse?». Mi madre perdió todo interés por
explicarle el dolor que sentía y giró abruptamente sobre sus talones.

Soportando un dolor enloquecedor, caminó de regreso hasta los


barracones. Todo le daba vueltas. Tan sólo veía una enorme oscuridad
tachonada de brillantes estrellas, y le pareció que caminaba a través de
algodón en rama. No podía distinguir el camino, y perdió la cuenta del
tiempo que llevaba caminando. Cuando llegó a los barracones, los
encontró desiertos. Menos los guardias, todo el mundo se había
marchado a la ópera. Se las ingenió para meterse en la cama. Observó
que tenía los pantalones empapados de sangre. Tan pronto como apoyó
la cabeza sobre la cama, se desmayó. Había perdido su primer hijo, y no
había nadie junto a ella.

Mi padre regresó poco después. Dado que iba en coche, llegó antes que
la mayoría. Se encontró a mi madre derrumbada sobre la cama. Al
principio, pensó que tan sólo estaba agotada. Sin embargo, al ver la
sangre advirtió que se hallaba inconsciente. Salió corriendo en busca de
un médico, quien dictaminó que había sufrido un aborto. Siendo como
era un médico militar, carecía de experiencia al respecto, por lo que
telefoneó a un hospital de la ciudad y pidió que enviaran una
ambulancia. El hospital accedió, pero con la condición de que los gastos
de ambulancia y operación les fueran abonados en dólares de plata.
Aunque no tenía dinero propio, mi padre aceptó sin titubear. El hecho de
«estar en la revolución» le proporcionaba a uno automáticamente
derecho a un seguro médico.

Mi madre no había muerto por muy poco. Hubieron de hacerle una


transfusión de sangre y un raspado de útero. Cuando abrió los ojos tras
la operación, vio a mi padre sentado junto a la cama. Lo primero que le

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dijo al verle fue: «Quiero el divorcio». Mi padre se disculpó
profusamente. No había sospechado que pudiera estar embarazada (de
hecho, ella tampoco). Mi madre sabía que no había tenido la
menstruación, pero lo había atribuido a la fatiga de aquella marcha
incansable. Mi padre le dijo que hasta entonces había ignorado qué era
un aborto. Prometió ser mucho más considerado en el futuro y, una y
otra vez, le aseguró que la amaba y que enmendaría su conducta.

Mientras mi madre estaba en coma, se había encargado de lavar sus


ropas empapadas en sangre, lo que resultaba sumamente
desacostumbrado en un chino. Al final, mi madre accedió a no pedir el
divorcio, pero dijo que quería regresar a Manchuria para continuar sus
estudios de medicina. Dijo a mi padre que ella nunca podría satisfacer a
la revolución por mucho que lo intentara: lo único que lograba obtener
eran críticas. «Será mejor que me marche», dijo. «¡No debes hacer eso!
—repuso mi padre con ansiedad—. Lo interpretarán como una señal de
que huyes de las calamidades y las privaciones. Te considerarán una
desertora y no tendrás futuro alguno. Incluso si la universidad te acepta,
nunca podrás conseguir un buen trabajo. Te verás discriminada durante
el resto de tu vida». Mi madre no era aún consciente de que existía una
obligatoriedad inquebrantable de fidelidad al sistema debido a que,
como todo, se trataba de una ley no escrita. Sin embargo, captó el tono
de ansiedad de su voz. Una vez que te habías unido a la revolución ya
nunca podías abandonarla.

Continuaba en el hospital cuando, el 1 de octubre, se les dijo a ella y a


sus camaradas que permanecieran atentos y a la espera de una
transmisión especial que sería reproducida a través de altavoces
instalados al efecto alrededor del hospital. Todos se reunieron para
escuchar cómo Mao proclamaba la fundación de la República Popular
desde la Puerta de la Paz Celeste de Pekín. Mi madre lloró como una
niña. La China con la que había soñado, por la que había luchado y en
cuyo advenimiento había confiado había llegado por fin, pensó: un país
al que podía entregarse en cuerpo y alma. Mientras escuchaba la voz de
Mao anunciando que «el pueblo chino se ha alzado», se reprendió a sí
misma por haber vacilado. Sus sufrimientos eran triviales comparados
con la grandiosa causa de la salvación de China. Sintiéndose
profundamente orgullosa y henchida de entusiasmo nacionalista, se juró
a sí misma no apartarse jamás de la revolución. Cuando concluyó la
breve proclama de Mao, ella y sus camaradas rompieron en vítores y
arrojaron sus gorras al aire, gesto este último que los comunistas chinos
habían aprendido de los rusos. Por fin, tras enjugarse las lágrimas,
celebraron todos un pequeño festejo.

Pocos días antes de sufrir el aborto, mis padres se fotografiaron juntos


formalmente por primera vez. En la imagen resultante aparecen ambos
vestidos con uniforme del Ejército y contemplando la cámara con aire
pensativo y melancólico. La fotografía fue tomada para conmemorar su
entrada en la antigua capital del Kuomintang, y mi madre se apresuró a
enviar una copia a la abuela.

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El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las
fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que
permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió
recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H.
Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-
shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como
extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les
proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos
corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella
reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en
calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una
práctica habitual.

Mi madre permaneció en Nanjing durante casi dos meses más. De vez


en cuando le llegaba un telegrama o un fajo de cartas de mi padre. Le
escribía todos los días, y enviaba las misivas cada vez que encontraba
una oficina de correos en funcionamiento. En todas ellas le decía lo
mucho que la amaba, prometía una vez más enmendarse e insistía en
que no debía regresar a Jinzhou y abandonar la revolución.

Hacia finales de diciembre, se le dijo a mi madre que había sitio para


ella en un vapor que partiría con otras personas que también habían
quedado atrás por motivos de salud. Debían reunirse en el muelle a la
caída de la noche, ya que los bombardeos del Kuomintang hacían
demasiado peligrosa la travesía durante el día. El muelle estaba
cubierto por una fría capa de niebla. Las pocas luces con que contaba
habían sido apagadas como medida de precaución contra los
bombardeos. Un gélido viento del Norte impulsaba ráfagas de nieve a
través del río. Mi madre tuvo que esperar durante horas, pataleando
furiosamente con sus pies entumecidos y apenas abrigados por unos
delgados zapatos de algodón conocidos con el nombre de «zapatos de la
liberación» y adornados en ocasiones con consignas tales como
«Derrotemos a Chiang Kai-shek» y «Defendamos nuestra tierra»
pintados en las suelas.

El vapor les transportó hacia el Oeste a lo largo del Yangtzé. Durante


los primeros trescientos kilómetros aproximadamente —hasta la
población de Anqing—, sólo se desplazaba durante la noche,
deteniéndose durante el día y echando amarras entre las cañas de la
margen norte del río para ocultarse de los aviones del Kuomintang. La
embarcación transportaba un contingente de soldados que instalaron
baterías de ametralladoras en cubierta, así como gran cantidad de
equipo militar y municiones. De vez en cuando se producían
escaramuzas con fuerzas del Kuomintang y patrullas de los
terratenientes. Un día, mientras se deslizaban al interior de los
cañaverales para echar amarras y pasar el día, fueron sorprendidos por
un nutrido tiroteo y algunas tropas del Kuomintang intentaron abordar
el barco. Mi madre se ocultó con el resto de las mujeres bajo cubierta
mientras los guardias rechazaban el ataque. A continuación, el vapor
hubo de zarpar de nuevo y anclar algo más arriba.

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Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza
Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a
dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga
militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las
embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.

Las gargantas del Yangtzé se conocían como las Puertas del Infierno.
Una tarde, el brillante sol invernal desapareció súbitamente. Mi madre
corrió a cubierta a comprobar qué pasaba. A ambos lados del barco se
elevaban enormes riscos perpendiculares que se inclinaban sobre la
embarcación como si se hallaran a punto de aplastarla. Estaban
cubiertos de espesa vegetación, y eran tan altos que casi oscurecían el
cielo. Cada uno de ellos parecía aún más empinado que el anterior, y su
aspecto parecía resultado de la acción de una espada gigantesca.

Las pequeñas embarcaciones pelearon durante días contra corrientes,


remolinos, rápidos y rocas sumergidas. Algunas veces, la fuerza de la
corriente las hacía retroceder, produciendo en sus ocupantes la
sensación de que habrían de zozobrar en cualquier momento. A menudo,
mi madre experimentaba la certeza de que iban a estrellarse contra los
riscos, pero el timonel siempre se las arreglaba para evitarlo en el
último instante.

Los comunistas no habían logrado conquistar Sichuan hasta el mes


anterior. La provincia estaba aún infestada de tropas del Kuomintang
que habían quedado allí abandonadas al rendir Chiang Kai-shek su
resistencia y huir a Taiwan. El peor momento fue cuando una de
aquellas bandas de soldados del Kuomintang disparó contra el primer
barco, en el que se transportaba la munición. Éste sufrió el impacto
directo de un obús, y mi madre estaba en cubierta cuando de pronto lo
vio estallar a apenas cien metros por delante de ellos. Pareció como si
de repente el río entero se hubiera incendiado. Sobre la embarcación en
la que viajaba mi madre se precipitaron grandes trozos de madera en
llamas, y durante unos instantes pareció que no podrían evitar chocar
con los restos que aún ardían en el agua. Sin embargo, cuando la
colisión ya parecía inevitable, lograron deslizarse a tan sólo unos
centímetros de ellos. Nadie mostró signo alguno de miedo ni de alivio.
Parecían todos paralizados por el temor a morir. La mayor parte de los
guardias que viajaban en el primer barco resultaron muertos.

Mi madre entraba en un mundo de clima y naturaleza completamente


nuevos. Los precipicios que se abrían entre los riscos aparecían
cubiertos de gigantescos juncos trepadores que hacían aquella
atmósfera mágica aún más exótica. Docenas de monos saltaban de
rama en rama entre el abundante follaje. Las interminables montañas,
empinadas y magníficas, constituían una novedad fascinante después de
las aplastadas llanuras que rodeaban Jinzhou.

En ocasiones, la embarcación anclaba al pie de estrechas escalinatas de


negros peldaños de piedra que parecían ascender interminablemente a
lo largo del costado de montañas cuya cumbre se ocultaba entre las

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nubes. A menudo, había pequeños poblados en las cimas. Debido a la
espesa y constante niebla, sus habitantes tenían que mantener
encendidas las lámparas de aceite de colza incluso durante el día. Hacía
frío, y un viento húmedo azotaba las montañas y el río. Para mi madre,
los campesinos locales mostraban una complexión terriblemente oscura.
Eran pequeños, huesudos y dotados de unos rasgos mucho más amplios
y afilados que la gente a la que se hallaba habituada. Vestían una
especie de turbante hecho de un largo trozo de tela que arrollaban en
torno a sus cabezas. Al principio, mi madre pensó que guardaban luto,
ya que en China dicho estado se simboliza con el color blanco.

A mediados de enero, llegaron a Chongqing, ciudad que había sido


capital del Kuomintang durante la guerra contra los japoneses. Allí, mi
madre hubo de trasladarse a una embarcación más pequeña para salvar
la siguiente etapa hasta la ciudad de Luzhou, situada a unos ciento
cincuenta kilómetros de distancia río arriba. Al llegar, recibió un
mensaje de mi padre en el que le comunicaba que habían enviado un
sampán a recogerla y que podía partir inmediatamente hacia Yibin. Fue
la primera noticia que tuvo de que había llegado vivo a su destino. Para
entonces, se había desvanecido el rencor que sentía hacia él. Hacía
cuatro meses que no le veía, y le echaba de menos. Se había imaginado
la excitación que debió de sentir él durante el trayecto al ver tantos
lugares descritos por los poetas antiguos, y experimentó un arrebato de
ternura ante la certeza de que habría escrito numerosos poemas para
ella a lo largo del viaje.

Pudo partir aquella misma tarde. Cuando despertó a la mañana


siguiente pudo notar el calor del sol que penetraba a través de la
delgada capa de neblina. Las colinas que bordeaban el curso del río
eran verdes y apacibles, y mi madre se tumbó, se relajó y escuchó el
chapoteo del agua contra la proa del sampán. Llegó a Yibin aquella
tarde, precisamente en la víspera del Año Nuevo chino. Su primera
visión de la ciudad fue como la llegada de una aparición: la delicada
imagen de una ciudad flotando entre las nubes. A medida que el barco
se aproximaba al muelle, sus ojos escrutaban la muchedumbre en busca
de mi padre. Por fin, logró distinguir difusamente su silueta a través de
la niebla. Allí estaba, de pie, ataviado con un gabán militar
desabrochado. Tras él se encontraba su guardaespaldas. La orilla era
ancha y estaba cubierta de arena y guijarros. Pudo ver la ciudad que
trepaba hasta la cumbre de la colina. Algunas de las casas habían sido
construidas sobre zancos de madera largos y delgados, y parecían
oscilar con el viento como si fueran a derrumbarse en cualquier
instante.

El barco amarró en el muelle del promontorio que se elevaba junto a un


extremo de la ciudad. Un barquero instaló una pasarela de madera y el
guardaespaldas de mi padre la cruzó y cargó la colchoneta de mi
madre. Ella comenzó a descender cuidadosamente hacia tierra firme y
mi padre extendió los brazos para ayudarla. Aunque no se consideraba
correcto abrazarse en público, mi madre adivinó que él se hallaba tan
emocionado como ella, y se sintió poseída de una felicidad inmensa.

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8. «Regresar a casa ataviado con sedas bordadas»

La familia y los bandidos (1949-1951)

Durante todo el camino, mi madre se había preguntado cómo sería


Yibin. ¿Tendría electricidad? ¿Habría montañas tan altas como las que
bordeaban el Yangtzé? ¿Tendría teatros? A medida que ascendía por la
colina en compañía de mi padre, se sintió extasiada al comprobar que
acababa de llegar a un lugar hermosísimo. Yibin se extiende sobre una
colina que domina un promontorio situado en la confluencia de dos ríos
uno de ellos lodoso, el otro cristalino. Pudo ver luces eléctricas que
brillaban en las hileras de cabañas. Los muros eran de barro y bambú, y
las tejas curvas y delgadas que cubrían los tejados se le antojaban
delicadas, casi de fino encaje, en comparación con las pesadas piezas
que se precisaban para soportar los vientos y la nieve de Manchuria. En
la distancia, podía distinguir a través de la niebla pequeñas casas de
bambú y barro construidas en las laderas de montañas verdes y oscuras
cubiertas por alcanforeros, secuoyas y arbustos de té. Al fin se sintió
aliviada, en gran parte por el hecho de que mi padre permitiera que el
guardaespaldas acarreara su colchoneta. Después de pasar por tantas
ciudades y pueblos asolados por la guerra, le entusiasmaba ver un lugar
libre de sus efectos. Allí, la guarnición del Kuomintang, compuesta por
siete mil hombres, se había rendido sin disparar un solo tiro.

Mi padre vivía en una elegante mansión que había sido confiscada por el
nuevo Gobierno para destinarla a oficinas y viviendas, y mi madre se
instaló con él. Tenía un jardín lleno de plantas que nunca había visto
antes: nanmus, papayas y bananos que crecían sobre un terreno
cubierto de verde musgo. En una alberca nadaban peces de colores, y
había incluso una tortuga. El dormitorio de mi padre tenía un sofá-cama
doble, el lecho más suave en el que jamás había dormido mi madre,
quien hasta entonces sólo había conocido los kangs de ladrillo. Incluso
en invierno, lo único que se necesitaba en Yibin era una colcha. No
había vientos glaciales ni una capa de polvo perpetua, como en
Manchuria. Uno no tenía que cubrirse el rostro con una bufanda de
gasa para poder respirar. El pozo no estaba cubierto con una tapa; de él
asomaba un poste de bambú al que se había atado un cubo para extraer
agua. La gente lavaba la ropa en placas de piedra pulidas y brillantes
ligeramente inclinadas, y luego la frotaba con cepillos de fibra de
palma. Aquellas operaciones habrían sido imposibles de realizar en
Manchuria, donde las prendas se habrían visto inmediatamente
cubiertas de polvo o congeladas. Por primera vez en su vida, mi madre
podía comer arroz y verduras frescas todos los días.

Las semanas que siguieron representaron la auténtica luna de miel de


mis padres. Por primera vez, mi madre podía vivir con mi padre sin ser
criticada por «anteponer el amor». La atmósfera general era relajada;
los comunistas se mostraban entusiasmados por sus rápidas victorias, y

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los colegas de mi padre no insistían en que las parejas casadas
durmieran juntas únicamente los sábados por la noche.

Yibin había caído apenas dos meses antes, el 11 de diciembre de 1949.


Mi padre había llegado seis días después y había sido nombrado jefe del
condado, en el que vivían más de un millón de personas, de las cuales
cien mil residían en la propia ciudad de Yibin. Había llegado en barco
con un grupo de más de cien estudiantes que se habían «unido a la
revolución» en Nanjing. Cuando el barco ascendía por el Yangtzé se
había detenido en primer lugar en la central eléctrica de Yibin, situada
en la margen opuesta a la ciudad, lugar que en su día había sido uno de
los baluartes de la clandestinidad. Varios cientos de trabajadores
salieron al muelle para recibir al grupo de mi padre. Agitaban pequeñas
banderitas de papel rojo con cinco estrellas pintadas —la nueva bandera
de la China comunista— y gritaban consignas de bienvenida. Las
banderas tenían las estrellas mal puestas, ya que los comunistas locales
ignoraban su ubicación correcta. Mi padre saltó a tierra en compañía
de otro oficial para dirigirse a los obreros, quienes se mostraron
encantados cuando le oyeron hablar en dialecto Yibin. En lugar de la
habitual gorra militar que todo el mundo llevaba, se había puesto una
vieja gorra de ocho picos del tipo que solía llevar el Ejército comunista
durante los años veinte y treinta, lo que a los habitantes de la localidad
se les antojó bastante inusual y elegante.

Luego cruzaron el río en el barco, hasta la ciudad. Mi padre había


estado ausente diez años. Siempre había sentido un enorme afecto por
su familia, especialmente por su hermana pequeña, a quien había
escrito entusiastas misivas desde Yan’an en las que le hablaba de su
nueva vida y de sus deseos de que la joven pudiera reunirse allí con él
algún día. Las cartas habían ido dejando de llegar a medida que el
Kuomintang estrechaba su bloqueo, y la primera noticia que había
recibido la familia de mi padre después de muchos años había sido la
fotografía que se hizo con mi madre en Nanjing. Durante los siete años
anteriores ni siquiera habían sabido si se encontraba vivo. Le habían
echado de menos, habían llorado al pensar en él y habían orado a Buda
por su regreso sano y salvo. Con la fotografía, él les había enviado una
nota comunicándoles que pronto estaría en Yibin y avisando de que se
había cambiado de nombre. Como muchos otros, mientras estaba en
Yan’an había adoptado un nom de guerre : Wang Yu. Yu significaba
«Desinteresado hasta el punto de parecer estúpido». Tan pronto como
llegó, mi padre retomó su verdadero apellido, Chang, pero le incorporó
su nom de guerre y se hizo llamar Chang Shou-yu, que significaba
«Mantente Yu ».

Mi padre, que diez años antes había partido como un aprendiz pobre,
hambriento y explotado, regresaba ahora sin haber cumplido aún
treinta años convertido en un hombre poderoso. Se trataba de un sueño
chino tradicional conocido con la denominación de yi-jin-huan-xiang ,
«regresar a casa ataviado con sedas bordadas». Sus familiares se
sentían enormemente orgullosos de él, y no podían esperar el momento
de ver qué aspecto tenía después de todos aquellos años, ya que habían

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oído decir toda clase de cosas extrañas acerca de los comunistas. Y su
madre, claro está, tenía especiales deseos de conocer a su nueva
esposa.

Mi padre hablaba y reía en tono sonoro y jovial. Era la imagen de una


alegría desatada y casi infantil. Después de todo, no había cambiado,
pensó su madre con un suspiro de alivio y felicidad. A través de su
reserva tradicional y ancestral, la familia mostraba su alegría por
medio de sus ojos anhelantes y llenos de lágrimas. Tan sólo su hermana
pequeña demostraba su excitación. Hablaba vívidamente mientras
jugaba con sus largas trenzas, que de vez en cuando lanzaba por encima
del hombro cuando inclinaba la cabeza para dar mayor énfasis a sus
palabras. Mi padre sonreía, reconociendo el tradicional gesto sichuanés
de regocijo femenino. Casi lo había olvidado a lo largo de sus diez años
de austeridad en el Norte.

Había mucho tiempo perdido por recuperar. La madre de mi padre,


quien se encargaba de relatarle todo cuanto había ocurrido en la familia
desde su partida, le dijo que había una única cosa que le preocupaba:
qué sería, dijo, de su hija mayor, la que había cuidado de ella en Chong-
qing. El marido de aquella hija había muerto dejándole algunas tierras,
y ella había contratado a unos cuantos trabajadores para cuidarla.
Circulaban numerosos rumores respecto a la reforma agraria de los
comunistas, y a la familia le preocupaba que pudiera ser considerada
como terrateniente y tener que contemplar cómo le eran arrebatadas
sus tierras. Las mujeres se emocionaban, vertiendo sus inquietudes en
recriminaciones: «¿Qué va a pasar con ella? ¿Cómo va a poder vivir?
¿Cómo pueden los comunistas hacer una cosa así?».

Mi padre se sentía dolido y exasperado. Estalló: «¡Llevo tanto tiempo


esperando este día, el día en que pudiera compartir con vosotros
nuestra victoria! La injusticia va a ser cosa del pasado. Es hora de
adoptar una actitud positiva, de alegrarse. Pero sois todas tan
desconfiadas, tan críticas. Lo único que buscáis es encontrar faltas…».
A continuación, rompió a llorar como un chiquillo. Las mujeres también
lloraron. Para él, se trataba de lágrimas de decepción y frustración.
Para ellas, debía de tratarse de sentimientos más complejos, entre ellos,
la duda y la incertidumbre.

La madre de mi padre vivía en la antigua casa de la familia, situada


nada más salir de la ciudad. La había heredado de su esposo a la
muerte de éste. Se trataba de una casa de campo moderadamente
lujosa: baja, construida de madera y ladrillo y separada de la carretera
por un muro. Tenía un amplio jardín en su parte frontal, y en la parte
trasera se extendía un campo de ciruelos de invierno que despedían un
delicioso perfume y un espeso bosquecillo de bambúes que le
proporcionaba una atmósfera similar a la de un jardín encantado. Todo
aparecía inmaculadamente limpio. Las ventanas refulgían, y no se veía
una mota de polvo. Los muebles estaban construidos con madera de
padauk, reluciente y olorosa, de un color rojo oscuro que a veces se

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aproxima casi al negro. Mi madre se enamoró de la casa desde su
primera visita, el mismo día en que llegó a Yibin.

Se trataba de una ocasión importante. Según la tradición china, la


persona que más poder ejerce sobre una mujer casada es su suegra, y
frente a ella debe mostrarse completamente obediente y permitir incluso
que la tiranice. Más tarde, cuando esa misma mujer se convierta en
suegra, podrá hacer lo mismo con su propia nuera. La liberación de las
nueras constituía una cuestión importante dentro de la política
comunista, y abundaban los rumores según los cuales las nueras
comunistas eran dragonas arrogantes dispuestas a esclavizar a sus
suegras. Todo el mundo estaba con el alma en vilo esperando a ver
cómo se comportaría mi madre.

Mi padre tenía una enorme familia, y aquella tarde todos sus miembros
se reunieron en la casa. Mientras se aproximaba a la verja principal, mi
madre oyó susurrar a la gente: «¡Ya llega, ya llega!». Los adultos
acallaban a sus pequeños, entretenidos en saltar de un lado a otro en su
intento de obtener un atisbo de la extraña nuera comunista que llegaba
desde el lejano Norte.

Cuando mi madre entró en el salón con mi padre vio a su suegra


sentada en el extremo más alejado de la estancia sobre un severo sillón
de madera de padauk tallada. Numerosas sillas talladas de padauk se
alineaban formando dos hileras hasta donde ella se encontraba. Entre
cada dos de ellas había una pequeña mesa que sostenía un jarrón u otra
clase de ornamento. Mientras avanzaba por el pasillo central, mi madre
advirtió que su suegra mostraba una expresión sumamente apacible, y
que sus rasgos se caracterizaban por pómulos prominentes (heredados
por mi padre), ojos pequeños, barbilla afilada y labios delgados y
ligeramente curvados hacia abajo en los extremos. Era una mujer
diminuta, y sus ojos parecían constantemente semicerrados, como si se
hallara sumida en la meditación. Mi madre se acercó lentamente a ella
en compañía de mi padre y se detuvo frente a su silla. A continuación, se
arrodilló e hizo tres kowtows. De acuerdo con el ritual tradicional, se
trataba del procedimiento correcto, pero todos se habían preguntado si
la joven comunista lo realizaría. La estancia se llenó de suspiros de
alivio. Los primos y hermanas de mi padre susurraban a su madre,
ahora evidentemente satisfecha: «¡Qué nuera tan encantadora! ¡Tan
gentil, tan bonita y tan respetuosa! ¡Madre, eres realmente una mujer
afortunada!».

Mi madre se sentía considerablemente orgullosa de su pequeña


conquista. Ella y mi padre habían estado un rato discutiendo acerca del
mejor procedimiento. Los comunistas habían anunciado que iban a
abolir la costumbre del kowtow, que consideraban un insulto a la
dignidad humana, pero mi madre prefirió hacer una excepción para
aquella ocasión. Mi padre se mostró de acuerdo con ella. No quería
herir a su madre ni ofender a su esposa (y mucho menos después del
aborto); por otra parte, aquel kowtow era distinto. Se hallaba destinado

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a proporcionar una imagen positiva de los comunistas. Sin embargo, él
no lo realizaría, a pesar de que se suponía que también debía hacerlo.

Todas las mujeres de la familia de mi padre eran budistas, y una de sus


hermanas, llamada Jun-ying y aún soltera, era especialmente devota.
Llevó a mi madre a postrarse en kowtow frente a una estatua de Buda,
a los santuarios de los antepasados familiares expuestos durante el Año
Nuevo chino e incluso a los bosquecillos de ciruelos y bambúes del
jardín trasero. Mi tía Jun-ying creía que cada flor y cada árbol poseían
su propio espíritu. Solía pedir a mi madre que hiciera el kowtow doce
veces frente a los bambúes para implorarles que no florecieran,
fenómeno que los chinos consideraban un augurio catastrófico. A mi
madre todo aquello le divertía considerablemente. Le recordaba su
niñez y le proporcionaba la ocasión de desatar sus propios impulsos
infantiles. Mi padre no lo aprobaba, pero ella le tranquilizó diciendo que
no era más que una actuación destinada a mejorar una vez más la
imagen de los comunistas. El Kuomintang había anunciado que los
comunistas abolirían todas las costumbres tradicionales, y mi madre
afirmó que era importante que la gente se diera cuenta de que no
sucedía así.

La familia de mi padre se comportó muy amablemente con mi madre. A


pesar de su formalidad inicial, mi abuela era una mujer de trato
sumamente agradable. Rara vez emitía algún juicio, y nunca se
mostraba crítica con los demás. Las redondas facciones de la tía Jun-
ying aparecían señaladas por marcas de viruela, pero sus ojos eran tan
dulces que cualquiera podía advertir que se trataba de una mujer
bondadosa con la que uno podía sentirse tranquilo y a salvo. Mi madre
no pudo evitar el comparar a sus nuevos parientes políticos con su
propia madre. Si bien no exudaban la energía y vivacidad que se
advertían en ésta, su cortesía y serenidad lograban que mi madre se
sintiera por completo en casa. La tía Jun-ying cocinaba deliciosos platos
de cocina sichuanesa repletos de especias y completamente distintos de
la insípida comida de las regiones del Norte. Dichos platos poseían
nombres exóticos que encantaban a mi madre: «La lucha entre el tigre y
el dragón», «Pollo a la concubina imperial», «Pato picante en salsa»,
«Dorados pollitos que graznan al amanecer»… Mi madre acudía a la
casa con frecuencia, y solía comer con la familia mientras contemplaba
por la ventana el huerto de ciruelos, almendros y melocotoneros que en
primavera se extendían como un océano de flores blancas y rosadas.
Entre las mujeres de la familia Chang encontró una atmósfera cálida y
afectuosa que le hacía sentirse profundamente apreciada.

Mi madre no tardó en obtener un puesto en el Departamento de Asuntos


Públicos del Gobierno del condado de Yibin. Pasaba muy poco tiempo en
la oficina. La principal prioridad consistía en alimentar a la población,
lo que comenzaba a resultar difícil.

El Sudoeste se había convertido en el último baluarte del Gobierno del


Kuomintang, y un cuarto de millón de soldados habían quedado
abandonados en Sichuan al huir Chiang Kai-shek a Taiwan en diciembre

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de 1949. Por si fuera poco, Sichuan era uno de los pocos lugares en los
que los chinos no habían ocupado la campiña antes de conquistar las
ciudades. Numerosas unidades del Kuomintang, desorganizadas pero a
menudo bien armadas, controlaban aún gran parte del territorio del sur
de Sichuan, y la mayor parte de los alimentos disponibles se hallaban en
manos de terratenientes simpatizantes del Kuomintang. Los comunistas
necesitaban urgentemente suministros con que alimentar a las ciudades,
así como a sus propias fuerzas y a las numerosas tropas del Kuomintang
que iban rindiéndose.

Al principio, intentaron enviar emisarios para comprar comida. Muchos


de los principales terratenientes habían contado tradicionalmente con
sus propios ejércitos privados, que ahora se unían a las bandas de
soldados del Kuomintang. Pocos días después de que mi madre llegara a
Yibin, dichas fuerzas desencadenaron un alzamiento en gran escala al
sur de Sichuan. Yibin se enfrentaba a la amenaza del hambre.

Los comunistas comenzaron a enviar grupos de funcionarios escoltados


por guardias armados para recolectar alimentos. Prácticamente la
totalidad de la población se vio movilizada. Las oficinas del Gobierno
estaban vacías. De todo el funcionariado del Gobierno del condado de
Yibin, tan sólo quedaron atrás dos mujeres: una era la recepcionista, y
la otra acababa de tener un niño.

Mi madre participó en numerosas de aquellas expediciones, que solían


durar varios días. En su unidad había trece personas: siete civiles y seis
soldados. El equipo de mi madre consistía en una colchoneta, un saco de
arroz y un pesado paraguas construido con un lienzo pintado con aceite
de t’ung [6] todo lo cual debía transportar a sus espaldas. El equipo
debía caminar durante días a través de una campiña agreste
atravesando lo que los chinos llaman «rastros de intestino de oveja»,
esto es, estrechos y traicioneros senderos de montaña que se curvaban
en torno a profundas gargantas y precipicios. Cuando llegaban a un
poblado, acudían al cuchitril más miserable e intentaban establecer una
relación con los misérrimos campesinos, diciéndoles que los comunistas
proporcionarían a la gente como ellos una tierra propia y una existencia
feliz. A continuación, les preguntaban qué terratenientes tenían reservas
de arroz. La mayoría de los campesinos habían heredado un miedo y
una suspicacia tradicionales frente a cualquier tipo de autoridad.
Muchos de ellos apenas habían oído hablar vagamente de los
comunistas, y todo cuanto había llegado a sus oídos era negativo; mi
madre, no obstante, había transformado rápidamente su dialecto del
Norte en acento local y se mostraba particularmente comunicativa y
convincente. La explicación de las nuevas políticas demostró ser su
especialidad. Si el equipo lograba obtener información respecto a los
terratenientes, acudía a ellos e intentaba persuadirles para que
vendieran sus productos en puntos designados en los que se les pagaría
contra la entrega de la mercancía. Algunos, asustados, cedían sin
demasiada dificultad. Otros, sin embargo, informaban a las bandas
armadas de la ruta que seguía el equipo. Mi madre y sus camaradas
fueron tiroteados con frecuencia, y pasaban las noches a la defensiva.

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En ocasiones, tenían que trasladarse de un lugar a otro para evitar los
ataques.

Al principio, pernoctaban con los campesinos más pobres. Sin embargo,


si los bandidos descubrían que alguien les había ayudado asesinaban sin
dudar a toda la familia. Tras algunas de estas masacres, los miembros
del equipo decidieron que no podían poner en peligro las vidas de
personas inocentes, por lo que comenzaron a dormir a la intemperie o
en el interior de templos abandonados.

En su tercera expedición, mi madre comenzó a vomitar y a sufrir


mareos. Estaba embarazada de nuevo. Regresó a Yibin exhausta y
desesperada por conseguir un poco de descanso, pero su equipo tenía
que partir de nuevo inmediatamente. No sé habían difundido sino vagas
recomendaciones acerca de qué debían hacer las mujeres embarazadas,
y mi madre se encontraba indecisa acerca de si debía ir o no. Quería ir,
y ciertamente atravesaban una época en la que se imponía la
abnegación y se consideraba vergonzoso protestar por motivo alguno.
Sin embargo, se sentía atemorizada por el recuerdo del aborto que
había tenido hacía tan sólo cinco meses y por la posibilidad de sufrir
otro en medio de cualquier paraje solitario en el que no hubiera ni
médicos ni medio alguno de transporte. Además, las expediciones
habían de sostener enfrentamientos casi diarios con los bandidos, y era
importante ser capaz de correr, y correr deprisa. Tan sólo caminar ya la
mareaba.

Aun así, decidió ir. En la expedición había otra mujer, asimismo


embarazada. Una tarde, el equipo decidió hacer un alto para almorzar
en un patio desierto. Presumían que el dueño habría huido, ahuyentado
probablemente por su presencia. Los muros de barro de apenas un
metro de altura que rodeaban el recinto cubierto de hierbajos se habían
derrumbado en varios sitios. La verja de madera estaba entreabierta y
crujía mecida por la brisa de primavera. Mientras el cocinero del grupo
preparaba el arroz en la cocina abandonada, apareció un hombre de
mediana edad. Su aspecto era el de un campesino: calzaba sandalias de
paja y llevaba unos pantalones holgados y un gran trozo de tela a modo
de delantal enfundado en uno de los costados de una faja de algodón. Su
cabeza aparecía cubierta por un sucio turbante. Les dijo que una banda
de hombres pertenecientes a un célebre grupo de bandidos conocidos
como la Brigada del Sable se encaminaba en aquella dirección, y que se
hallaban especialmente interesados en capturar a mi madre y a la otra
mujer del grupo porque sabían que se trataba de esposas de
funcionarios comunistas.

El hombre no era un campesino corriente. Con el Kuomintang, había


sido el cacique del municipio local que gobernaba una serie de pequeñas
aldeas, incluida aquella en la que se encontraban los miembros de la
expedición. Al igual que hacía con todos los terratenientes y antiguos
miembros del Kuomintang, la Brigada del Sable había intentado obtener
su colaboración. Él se había unido a la brigada, pero quería mantener

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abiertas sus opciones y había optado por avisar a los comunistas para
asegurar su futuro. Así pues, les reveló la mejor ruta de escape.

Inmediatamente, el grupo se dispuso a emprender la huida. Sin


embargo, mi madre y la otra mujer no podían desplazarse a mucha
velocidad, por lo que el cacique las condujo a través de una oquedad del
muro y las ayudó a ocultarse en un almiar cercano. El cocinero se
entretuvo en la cocina para envolver el arroz ya cocinado y verter agua
fría sobre el wok [7] con objeto de enfriarlo y poder llevarlo consigo. El
arroz y el wok eran demasiado preciosos para abandonarlos, y un wok
de hierro era difícil de conseguir, especialmente en tiempo de guerra.
Dos de los soldados permanecieron en la cocina ayudándole y
apremiándole. Por fin, el cocinero cogió el arroz y el wok y los tres
partieron a la carrera en dirección a la puerta posterior. Los bandidos,
sin embargo, entraban ya por la verja frontal y los alcanzaron al cabo
de pocos metros. Cayeron sobre ellos y los apuñalaron. Sin embargo,
andaban cortos de municiones, por lo que no pudieron disparar al resto
del grupo, aún visible a cierta distancia. Mi madre y la otra mujer,
ocultas en la paja del almiar, no fueron descubiertas.

Poco después, la banda fue capturada junto con el cacique, quien era a
la vez uno de los jefes de la misma y una de las «serpientes en sus
antiguas guaridas», lo que le convertía en candidato a ser ejecutado. Sin
embargo, había avisado al grupo y había salvado la vida de las dos
mujeres. En aquella época, las condenas a muerte debían ser ratificadas
por un consejo de revisión formado por tres hombres. Casualmente, el
presidente del tribunal no era otro que mi padre. El segundo miembro
era el marido de la otra mujer embarazada, y el tercero era el jefe local
de policía.

Los miembros del tribunal se enfrentaban por dos contra uno. El marido
de la otra mujer había votado perdonar la vida al cacique. Mi padre y el
jefe de policía habían votado por ratificar la condena a muerte. Mi
madre intercedió frente al tribunal para que dejaran vivir al hombre,
pero mi padre se mostró inflexible. Dijo a mi madre que aquello era
exactamente con lo que había contado él: había elegido avisar
precisamente a aquella expedición porque sabía que en ella se
encontraban las esposas de dos importantes funcionarios. «Tiene
demasiada sangre en las manos —dijo mi padre. Mientras, el marido de
la otra mujer mostraba vehementemente su desacuerdo—. Pero —
continuó mi padre, descargando el puño sobre la mesa—, si no podemos
ser indulgentes se debe precisamente al hecho de que se trataba de
nuestras mujeres. Si dejamos que los sentimientos personales influyan
en nuestras decisiones, ¿qué diferencia habrá entre la nueva China y la
vieja?». El cacique fue ejecutado.

Mi madre no pudo perdonar a mi padre por aquello. Pensaba que el


hombre no debía morir debido a la gran cantidad de vidas que había
salvado y a que mi padre, en particular, le «debía» una. En su opinión
que, sin duda, habría sido compartida por la mayor parte de la gente, el

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proceder de mi padre constituía la prueba de que no la atesoraba, a
diferencia de lo que había demostrado el marido de la otra mujer.

Apenas había concluido el juicio cuando el grupo de mi madre fue


enviado a una nueva expedición. Aún se sentía sumamente mal debido a
su estado, y vomitaba y se fatigaba constantemente. Había estado
experimentando dolores abdominales desde que tuviera que correr a
buscar refugio en el almiar. El marido de la otra mujer embarazada
decidió que no iba a permitir a ésta que fuera de nuevo. «Protegeré a mi
mujer embarazada —dijo— y a todas aquellas mujeres que lo estén. A
ninguna mujer embarazada debería permitírsele arrostrar tales
peligros». Sin embargo, hubo de enfrentarse a la feroz oposición de la
jefa de mi madre, la señora Mi, una campesina que había luchado con la
guerrilla. Ninguna campesina —decía— hubiera soñado con permitirse
un descanso por el hecho de estar embarazada. Aquellas mujeres, por el
contrario, trabajaban hasta el momento del parto, y circulaban
innumerables historias acerca de algunas que se habían cortado el
cordón umbilical con una hoz y habían proseguido a continuación su
labor. La señora Mi había parido a su propio hijo en un campo de
batalla y se había visto obligada a abandonarlo allí mismo, ya que el
llanto de un niño podría haber puesto en peligro a toda la unidad. Así,
tras haber perdido a su hijo, parecía desear que las demás hubieran de
correr una suerte parecida. Insistió en enviar de nuevo a mi madre, y
para ello esgrimió un argumento notablemente persuasivo. En aquella
época no se permitía la boda de ningún miembro del Partido, con la
excepción de oficiales de rango relativamente superior (aquellos que
alcanzaban la categoría de «28-7-regimiento-1»). Por ello, cualquier
mujer embarazada debía necesariamente ser miembro de la élite. Si
ellas no iban, ¿cómo podía el Partido convencer a las demás para que
fueran? Mi padre se mostró de acuerdo con ella, y dijo a mi madre que
debía ir.

A pesar del temor que sentía de abortar de nuevo, mi madre aceptó


aquella decisión. Se sentía preparada para morir, pero había confiado
en que mi padre se opondría a su partida… y en que así lo diría. De ese
modo, habría sentido que había antepuesto su seguridad a otras
consideraciones. Sin embargo, advirtió que mi padre, antes que nada,
sentía lealtad hacia la revolución, lo que le produjo una amarga
decepción.

Pasó varias semanas dolorosas y agotadoras caminando por colinas y


montañas. Las escaramuzas eran cada vez más frecuentes. Casi todos
los días llegaban noticias de otros grupos cuyos miembros habían sido
torturados y asesinados por los bandidos. Se mostraban especialmente
sádicos con las mujeres. Un día, el cadáver de una de las sobrinas de mi
padre fue arrojado a las puertas de la ciudad: había sido violada y
apuñalada, y tenía la vagina destrozada y ensangrentada. Otra joven fue
asimismo capturada por la Brigada del Sable durante una escaramuza.
Rodeados por los comunistas, los bandidos habían atado a la mujer y la
habían ordenado gritar a sus camaradas que les permitieran escapar.
Ella, por el contrario, había gritado: «¡Adelante, no os preocupéis por

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mí!». A cada uno de sus gritos, uno de los bandidos le había cortado un
trozo de carne con un cuchillo. Había muerto horriblemente mutilada.
Tras varios incidentes de aquel tipo, se decidió que las mujeres no
debían volver a ser enviadas en expediciones de aprovisionamiento.

En Jinzhou, entretanto, mi abuela no había cesado de preocuparse por


su hija. Tan pronto como le llegó carta de ella diciendo que había
llegado a Yibin, decidió acudir para comprobar si se encontraba bien.
En marzo de 1950, completamente sola, inició su Larga Marcha
particular a través de China.

No sabía nada del resto de aquel inmenso país, e imaginaba que


Sichuan no sólo era una región montañosa y aislada sino que también
carecería de las necesidades cotidianas para la vida. Su primer instinto
le impulsó a llevar consigo una gran cantidad de bienes de primera
necesidad. Sin embargo, en el país continuaban las revueltas, y la ruta
que había de seguir continuaba asolada por las luchas; se dio cuenta de
que iba a tener que transportar su propio equipaje y, probablemente,
caminar durante gran parte del trayecto, lo que resultaba sumamente
difícil si se tenían los pies vendados. Por fin, decidió transportar tan sólo
un pequeño petate que pudiera acarrear por sí misma.

Sus pies habían crecido desde que contrajera matrimonio con el doctor
Xia. Tradicionalmente, los manchúes no eran dados al vendaje de pies,
por lo que mi abuela se había despojado de sus ligaduras y había visto
cómo sus pies crecían ligeramente. Aquel proceso fue casi tan doloroso
como el vendaje inicial. Evidentemente, los huesos rotos no podían
soldarse de nuevo, por lo que los pies no recuperaron su forma original
sino que continuaron encogidos y tullidos. Mi abuela quería que tuvieran
un aspecto normal, por lo que solía rellenar sus zapatos con algodón.

Antes de partir, Lin Xiao-xia —el hombre que la había llevado a la boda
de mis padres— le entregó un documento en el que se certificaba que
era madre de una revolucionaria; con aquel salvoconducto, las
organizaciones del Partido que encontrara a lo largo del camino le
suministrarían alimentos, alojamiento y dinero. Siguió prácticamente la
misma ruta de mis padres. Parte del recorrido lo realizó en tren; a
veces, viajaba en camiones y, cuando no había otro medio de transporte,
caminaba. En cierta ocasión en que viajaba en un camión descubierto
con otras mujeres y niños emparentados con familias comunistas, el
camión se detuvo unos minutos para que los niños hicieran pipí. En ese
instante, una lluvia de balas acribilló las planchas de madera que
formaban uno de sus costados. Mi abuela se agachó en la parte trasera
mientras las balas silbaban a escasos centímetros de su cabeza. Los
guardias devolvieron el fuego con ametralladoras y lograron dominar a
los atacantes, que resultaron ser soldados rezagados del Kuomintang.
Mi abuela resultó ilesa, pero varios niños y guardias murieron.

Cuando llegó a Wuhan, una de las grandes ciudades de la China central,


situada a unos dos tercios del camino, le dijeron que la siguiente etapa,
que debería realizar en barco a lo largo del Yangtzé, no resultaba

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segura debido a los bandidos. Tendría que aguardar un mes hasta que la
situación se tranquilizara. A pesar de ello, el barco que la transportó
sufrió numerosos ataques desde las orillas. Se trataba de una
embarcación bastante antigua, y la cubierta era lisa y descubierta por lo
que los guardias edificaron con sacos de arena un muro protector de
metro y pico de alto a babor y estribor. Lo dotaron de ranuras para sus
propios fusiles, y parecía una fortaleza flotante. Cada vez que eran
atacados, el capitán ponía los motores a toda máquina e intentaba
salvar el ataque lo más aprisa posible mientras los guardias respondían
al fuego desde sus troneras fortificadas. Mi abuela descendía a la
bodega y aguardaba a que cesara el tiroteo.

En Yichang, cambió a una embarcación más pequeña y atravesó las


gargantas del Yangtzé. En mayo se encontraba ya cerca de Yibin, en un
barco cubierto por hojas de palma que navegaba apaciblemente,
deslizándose entre las cristalinas ondas y la brisa impregnada del olor
del azahar.

El barco navegaba río arriba impulsado por una docena de remeros. A


medida que remaban, cantaban arias de óperas tradicionales de
Sichuan e improvisaban canciones basadas en los nombres de las
poblaciones que dejaban atrás, las leyendas de las colinas y los espíritus
de los bosquecillos de bambú. También cantaban sobre sus estados de
ánimo. Mi abuela se sintió sumamente divertida por las canciones
amorosas que, con los ojos brillantes, solían cantar a una de las
pasajeras. No podía entender la mayor parte de las expresiones que
utilizaban debido a que hablaban en dialecto Sichuan, pero podía
adivinar que contenían referencias al sexo por el modo en que los
pasajeros reían a hurtadillas con placer y turbación. Ya había oído
hablar de los habitantes de Sichuan, de los que se decía que eran tan
sabrosos y picantes como su propia comida. Se sentía feliz. Ignoraba
que mi madre se había encontrado varias veces al borde de la muerte, y
tampoco sabía nada de su aborto.

Llegó a su destino a mediados de mayo. El viaje había durado más de


dos meses. Mi madre, quien llevaba tiempo sintiéndose enferma y
apesadumbrada, no cabía en sí de gozo al verla otra vez. Mi padre no se
alegró tanto. Yibin representaba para él la primera vez que había estado
solo con mi madre en una situación semiestable. Acababa, por así
decirlo, de dejar a su suegra, y aquí estaba de nuevo cuando él confiaba
en tenerla a mil quinientos kilómetros de distancia. Era perfectamente
consciente de que él nunca podría igualar los lazos que existían entre,
madre e hija.

Mi madre hervía de rencor contra mi padre. Desde que se había


agudizado la amenaza de los bandidos, se había reinstaurado un sistema
de vida cuasi militar. Por otra parte, apenas pasaban noches juntos
debido a los frecuentes desplazamientos de ambos. Mi padre estaba de
viaje la mayor parte del tiempo, investigando las condiciones de vida en
las zonas rurales, escuchando las quejas de los campesinos y
resolviendo toda clase de problemas, entre los que destacaba el del

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suministro de alimentos. Incluso cuando estaba en Yibin, mi madre solía
quedarse trabajando hasta tarde en la oficina. En resumen, se veían
cada vez menos y comenzaban a distanciarse de nuevo.

La llegada de mi abuela reabrió las viejas heridas. Se le asignó una


habitación en el patio en el que vivían mis padres. En aquellos días, los
funcionarios vivían de un sistema de subsidio general llamado gong-ji-
zhi . No recibían salario alguno, pero el Estado les proporcionaba
alojamiento, comida y ropa a la vez que se ocupaba de sus necesidades
diarias. A ello añadía una mínima cantidad en metálico, igual que en el
Ejército. Todo el mundo debía comer en cantinas en las que la comida
era escasa y poco apetitosa. No se permitía a nadie cocinar en casa,
incluso si disponía de una fuente alternativa de ingresos.

Cuando mi abuela llegó, comenzó a vender parte de sus joyas para


comprar comida en el mercado. Tenía especial empeño en cocinar para
mi madre, ya que, tradicionalmente, se consideraba imprescindible que
las mujeres embarazadas comieran bien. Sin embargo, no tardaron en
llegar quejas de la señora Mi, quien afirmaba que mi madre era una
burguesa que obtenía un trato especial y consumía preciosos
combustibles, tales como la comida, que otros habían de recolectar en el
campo. También se la criticaba calificándola de mimada: la presencia de
su madre era perjudicial para su reeducación. Mi padre realizó una
autocrítica frente a la organización del Partido y ordenó a mi abuela
que dejara de cocinar en casa. Aquello disgustó tanto a ella como a mi
madre. «¿Acaso eres incapaz de defenderme aunque sólo sea por una
vez? —dijo mi madre con amargura—. ¡El niño que llevo dentro es tan
tuyo como mío, y necesita alimento!». Por fin, mi padre cedió en parte:
mi abuela podría cocinar en casa dos veces a la semana, pero no más.
Incluso aquello equivalía a una violación de las normas, dijo.

Por fin, resultó que mi abuela estaba violando una norma aún más
importante. Tan sólo a los funcionarios de cierto rango les estaba
permitido tener a sus parientes viviendo con ellos, y mi madre no
alcanzaba dicha categoría. Dado que nadie recibía salario alguno, el
Estado era el responsable de alimentar a aquellos que dependían de él, y
procuraba que su cifra no se disparara. A ello se debía que mi padre
permitiera que fuera la tía Jun-ying quien mantuviera a su madre. Mi
madre señaló que la abuela no tenía por qué constituir una carga para
el Estado, ya que poseía suficientes joyas como para mantenerse a sí
misma, y además había sido invitada a quedarse en casa de la tía Jun-
ying. La señora Mi dijo que mi abuela no tenía por qué estar allí en
primer lugar y que debía regresar a Manchuria. Mi padre se mostró de
acuerdo.

Mi madre discutió acaloradamente con él, pero él dijo que las normas
eran las normas, y que personalmente haría lo posible para que éstas se
observaran. En la antigua China, uno de los principales vicios había sido
el hecho de que los poderosos se hallaban por encima de las normas,
por lo que uno de los pilares fundamentales de la revolución comunista
era que los funcionarios debían someterse a ellas al igual que todos los

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demás. Mi madre se echó a llorar. Tenía miedo de abortar de nuevo. ¿No
querría mi padre tener en cuenta su seguridad y permitir que mi abuela
se quedara hasta después del parto? Él continuó negándose. «La
corrupción empieza siempre con detalles pequeños como éste. Éstas son
la clase de cosas que pueden acabar desgastando nuestra revolución».
Mi madre no halló ningún argumento que pudiera convencerle. No tiene
sentimientos, pensó. No antepone mis intereses. No me ama.

Mi abuela hubo de partir, cosa que mi madre jamás habría de perdonar


a mi padre. La anciana había pasado con su hija poco más de un mes
después de pasar dos meses viajando a través de China con grave riesgo
de su vida. Le asustaba la posibilidad de que mi madre pudiera abortar
de nuevo, y no confiaba en los servicios médicos de Yibin. Antes de
marcharse, fue a ver a mi tía Jun-ying y la saludó con un solemne
kowtow, diciendo que dejaba a mi madre a su cargo. Mi tía también se
sentía apesadumbrada. Estaba preocupada por mi madre, y hubiera
querido que la abuela estuviera allí durante el parto. Intercedió por ella
ante su hermano, pero éste no se dejó conmover.

Con el corazón lleno de amargura y los ojos llenos de amargas


lágrimas, mi abuela descendió lentamente hasta el muelle en compañía
de mi madre, dispuesta a abordar el pequeño barquichuelo que habría
de transportarla de nuevo Yangtzé abajo como inicio del largo e incierto
viaje de regreso a Manchuria. Mi madre permaneció en la orilla,
agitando la mano mientras la embarcación desaparecía entre la niebla y
preguntándose si volvería a ver alguna vez a su madre.

Julio de 1950. Para mi madre, el período provisional de un año de


pertenencia al Partido tocaba a su fin, y su célula la sometía
constantemente a severos interrogatorios. Sólo poseía tres miembros:
mi madre, el guardaespaldas de mi padre y la jefa de mi madre, la
señora Mi. Había tan pocos miembros del Partido en Yibin que aquellos
tres habían terminado por unirse de un modo un tanto incongruente.
Los otros dos, ambos miembros reconocidos, se inclinaban por rechazar
la solicitud de mi madre, pero no se decidían a emitir una negativa
abierta. Se limitaban a interrogarla y a forzarla a realizar interminables
autocríticas.

Por cada autocrítica, surgían numerosas críticas nuevas. Los dos


camaradas de mi madre insistían en que se había comportado de un
modo «burgués». Decían que no había querido salir al campo para
contribuir al aprovisionamiento; cuando mi madre señaló que sí había
acudido —de acuerdo con los deseos del Partido— respondieron: «Ah,
pero ése no era tu deseo». Luego, la acusaron de haber disfrutado de
una alimentación privilegiada —y, por si fuera poco, cocinada en casa
por su madre— y de haber sucumbido a la enfermedad más que la
mayoría de las mujeres embarazadas. La señora Mi también la criticó
debido al hecho de que su madre había fabricado ropas para el bebé.
«¿Quién ha oído nunca que un bebé haya de vestir ropas nuevas? —dijo
—. ¡Qué derroche tan burgués! ¿Por qué no puede arropar a la criatura
con trapos viejos como todo el mundo?». El hecho de que mi madre

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hubiera dejado traslucir su tristeza ante la partida de mi abuela fue
considerado como la prueba definitiva de que «anteponía la familia»,
algo considerado un grave delito.

El verano de 1950 fue el más caluroso que se recordaba; la atmósfera


se hallaba impregnada de humedad y las temperaturas alcanzaban los
cuarenta grados. Mi madre había mantenido la costumbre de lavarse a
diario, y también hubo de recibir críticas por ello. Los campesinos —
especialmente los del Norte, de donde procedía la señora Mi— se
lavaban muy rara vez debido a la escasez de agua. En la guerrilla, los
hombres y las mujeres solían competir para ver quién tenía más insectos
revolucionarios (piojos). La higiene se consideraba algo antiproletario.
Cuando el húmedo verano dio paso al fresco otoño, el guardaespaldas
de mi padre descargó sobre ella una nueva acusación: mi madre «se
estaba comportando como una de las altas damas de los oficiales del
Kuomintang» debido a que había utilizado el agua caliente sobrante del
lavado de mi padre. En aquella época, existía una norma destinada a
ahorrar combustible que dictaba que tan sólo los oficiales de cierto
rango tenían derecho a lavarse con agua caliente. Mi padre entraba
dentro de dicho grupo, pero mi madre no. Las mujeres de la familia de
mi padre le habían advertido seriamente que no tocara el agua fría
cuando se acercara el momento del parto. Tras la crítica del
guardaespaldas, mi padre dejó de permitir que mi madre utilizará su
agua. Ésta sentía ganas de gritarle por no ponerse de su parte contra
las interminables intromisiones que había de sufrir en los procesos más
irrelevantes de su vida cotidiana.

El continuo entrometimiento del Partido en las vidas de las personas


constituía la base fundamental del proceso conocido como «reforma del
pensamiento». Mao no sólo perseguía una absoluta disciplina externa
sino también el total sometimiento de los pensamientos del individuo, ya
fueran profundos o no. Todas las semanas, aquellos que se encontraban
«en la revolución» celebraban una reunión destinada al «examen del
pensamiento». Todos habían de criticarse a sí mismos por haber
concebido pensamientos incorrectos y eran posteriormente criticados
por los demás. Las reuniones tendían a verse dominadas por personas
soberbias y mezquinas que utilizaban a los asistentes para descargar
sus envidias y frustraciones; la gente de origen campesino solía
utilizarles para atacar a quienes procedían de un pasado «burgués». La
idea era que la gente debía reformarse para parecerse más a los
campesinos, porque la revolución comunista era esencialmente una
revolución campesina. Este proceso estimulaba los sentimientos de
culpabilidad de las personas ilustradas: habían vivido mejor que los
campesinos, y ello era un hecho que debían subrayar en sus
autocríticas.

Las reuniones representaban un importante medio de control para el


Partido. Consumían el tiempo libre de la gente y eliminaban la esfera
privada. La mezquindad que las dominaba se justificaba aduciendo que
la investigación de los detalles personales proporcionaba un modo de
asegurar una limpieza espiritual profunda. De hecho, la mezquindad

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constituía una de las principales características de una revolución en la
que se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia, y la envidia se
vio incorporada al sistema de control. La célula de mi madre la
interrogó semana tras semana, mes tras mes, intentando extraer de ella
interminables autocríticas.

Ella se vio obligada a consentir aquel proceso agotador. La vida de un


revolucionario carecía de sentido si el Partido lo rechazaba. Era como
la excomunión para un católico. Por otra parte, no era sino el
procedimiento habitual. Mi padre lo había atravesado y lo había
aceptado como parte de las exigencias necesarias para «unirse a la
revolución». De hecho, aún lo soportaba. El Partido nunca había
ocultado el hecho de que se trataba de un proceso doloroso, y él le dijo
a ella que debía considerar su angustia como algo normal.

Al concluir todo aquello, los dos camaradas de mi madre votaron en


contra de su admisión en el Partido, y ella cayó en una profunda
depresión. Se había volcado a la revolución, y no lograba aceptar la
idea de que la revolución no la aceptara a ella. Resultaba especialmente
mortificante el hecho de pensar que no podía unirse por completo a la
misma a causa de motivos completamente mezquinos e irrelevantes
decididos por dos personas cuyo modo de pensar parecía estar a años
luz de lo que ella había imaginado que era la ideología del Partido. Se le
estaba manteniendo apartada de una organización progresista por
culpa de gente retrógrada, y sin embargo la revolución parecía estar
diciéndole que era ella quien obraba mal. En los resquicios de su mente
anidaba otro argumento más práctico que ni siquiera osaba
mencionarse a sí misma: resultaba vital ingresar en el Partido, ya que de
otro modo se vería condenada al desdoro y al ostracismo.

Con estos pensamientos bullendo en su mente, comenzó a sentir que el


mundo entero la atacaba. Temía ver a la gente, y pasaba sola tanto
tiempo como podía, llorando para sí. Incluso aquello debía ocultar, ya
que se hubiera considerado como una falta de fe en la revolución.
Descubrió que no podía culpar al Partido, el cual —en su opinión— aún
conservaba la razón, por lo que pasó a culpar a mi padre, primero por
dejarla embarazada y, después, por no apoyarla cuando se veía atacada
y rechazada. En numerosas ocasiones se paseó a lo largo del muelle,
observando las lodosas aguas del Yangtzé, y otras tantas pensó en
suicidarse para castigarle, imaginándoselo lleno de remordimientos
cuando descubriera que se había matado.

La recomendación de su célula tenía que ser aprobada por una


autoridad superior consistente en tres intelectuales de mentes abiertas.
Todos ellos pensaron que mi madre había sido tratada injustamente,
pero las normas del Partido hacían que no fuera fácil cuestionar la
recomendación de la célula. Así pues, la decisión fue aplazada. Ello no
resultaba difícil, ya que rara vez coincidían los tres a la vez en un mismo
lugar. Al igual que mi padre y el resto de los oficiales masculinos, solían
hallarse ausentes en diversas partes del condado, recolectando
alimentos y luchando contra los bandidos. Sabiendo que Yibin apenas

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contaba con defensa alguna y desesperados por el hecho de que todas
sus rutas de escape —tanto hacia Taiwan como hacia Indochina y
Burma a través de Yunnan— estuvieran cortadas, un considerable
ejército de grupos aislados del Kuomintang, terratenientes y bandidos
puso sitio a la ciudad. Durante algún tiempo, pareció como si ésta fuera
a sucumbir. Mi padre se apresuró a regresar del campo tan pronto
como oyó hablar del asedio.

La campiña comenzaba nada más salir de las murallas, y la vegetación


llegaba a pocos metros de la puerta. Utilizándola como camuflaje, los
atacantes lograron alcanzar las murallas y comenzaron a asaltar la
puerta norte con enormes arietes. En vanguardia combatía la Brigada
del Sable, compuesta en gran parte por campesinos desarmados que
habían bebido «agua sagrada» y se creían, por ello, inmunes a las balas.
Tras ellos, avanzaban los soldados del Kuomintang. Al principio, el jefe
del Ejército comunista intentó dirigir el fuego al Kuomintang, y no a los
campesinos, a quienes confiaba en asustar lo bastante como para lograr
su retirada.

Aunque mi madre estaba embarazada de siete meses, se unió al resto de


las mujeres que llevaban agua y comida a los defensores de las murallas
y transportaban a los heridos a retaguardia. Se comportó con gran
valentía. Al cabo de una semana aproximadamente, los atacantes
abandonaron el asedio y los comunistas contraatacaron y eliminaron
prácticamente la totalidad de la resistencia armada de la región de una
vez por todas.

Inmediatamente después de aquello comenzó la reforma agraria en la


región de Yibin. Aquel verano, los comunistas habían propuesto una ley
que constituía la clave de su programa para la transformación de China.
El concepto básico, que ellos denominaban «el regreso de la tierra a
casa», consistía en redistribuir todas las tierras de labranza, los
animales de tiro y las casas de tal modo que todo granjero poseyera
aproximadamente la misma cantidad de tierras. A los terratenientes se
les permitiría conservar una parcela en las mismas condiciones que a
todos los demás. Mi padre fue una de las personas encargadas de
implementar el programa. Mi madre fue excusada de trasladarse a los
pueblos debido a su avanzado estado de gestación.

Yibin era una zona rica. Un dicho local afirmaba que con un año de
trabajo los campesinos podían vivir fácilmente dos. Sin embargo, tantas
décadas de guerras incesantes habían terminado por devastar la tierra,
a lo que había que añadir los fuertes impuestos recaudados para la
lucha y para los ocho años de guerra contra Japón. El latrocinio había
aumentado al trasladar Chiang Kai-shek su capital de guerra a Sichuan,
y los funcionarios y politicastros corruptos se habían abatido sobre la
provincia. La gota que colmó el vaso había llegado cuando el
Kuomintang convirtió Sichuan en su reducto final en 1949 y aplicó unos
impuestos exorbitantes antes de la llegada de los comunistas. Todo
aquello, unido a la codicia de los terratenientes, había logrado sumir a
tan rica provincia en una abrumadora pobreza. El ochenta por ciento de

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los campesinos carecían de lo suficiente para alimentar a sus familias.
Si la cosecha se perdía, muchos de ellos se veían reducidos a nutrirse
con hierbas y hojas de batatas, alimento que normalmente se arrojaba a
los cerdos. La penuria se extendía por doquier, y la esperanza de vida
apenas alcanzaba los cuarenta años. La miseria en que se hallaban
sumidas tan ricas tierras había sido uno de los primeros motivos por los
que mi padre se sintió atraído por el comunismo.

En Yibin, la reforma agraria se desarrolló de modo casi incruento, en


gran parte debido a que los terratenientes más feroces ya habían
participado en las rebeliones que estallaron durante los primeros nueve
meses de gobierno comunista y casi todos habían perecido en combate o
habían sido ejecutados. Sin embargo, sí hubo algunos episodios
violentos. En uno de estos casos, un miembro del Partido violó a todas
las mujeres de la familia de un terrateniente y a continuación las mutiló
cortándoles los pechos. Mi padre ordenó que fuera ejecutado.

Un grupo de bandidos había capturado a un joven comunista, un


graduado universitario que había salido al campo en busca de comida.
El jefe de la banda ordenó que fuera cortado por la mitad. Más tarde,
fue capturado y apaleado hasta morir por uno de los líderes comunistas
de la reforma agraria que había sido amigo del hombre asesinado. A
continuación, el líder arrancó el corazón del jefe de los bandidos y lo
devoró para demostrar su venganza. Mi padre ordenó que fuera
relevado de su puesto, pero no fusilado. Argumentó que, si bien había
cometido una atrocidad, la víctima no había sido una persona inocente,
sino un asesino que, además, se contaba entre los más crueles.

La reforma agraria tardó un año en completarse. En la mayoría de los


casos, lo peor que les ocurrió a los terratenientes fue la pérdida de la
mayor parte de sus tierras y haciendas. Los así llamados terratenientes
progresistas —aquellos que no se habían unido a la rebelión armada o
que incluso habían colaborado con la clandestinidad comunista— fueron
bien tratados. Mis padres tenían amigos cuyas familias eran
terratenientes locales y a cuyas viejas haciendas habían acudido en
ocasiones a cenar antes de que fueran confiscadas y repartidas entre los
campesinos.

Mi padre se mostraba completamente absorto por su trabajo, y no se


encontraba en la ciudad el 8 de noviembre, día en que mi madre dio a
luz a su primer hijo: una niña. Dado que el doctor Xia había dado a mi
madre el nombre De-hong, en el que se incorporaba el carácter
correspondiente a «cisne salvaje» (Hong ) acompañado del apellido
generacional (De ), mi padre llamó a mi hermana Xiao-hong, que
significa «parecida» (Xiao ) a mi madre. Siete días después del
nacimiento de mí hermana, la tía Jun-ying hizo trasladar a mi madre
desde el hospital a casa de los Chang en una litera de bambú
transportada por dos hombres. Cuando mi padre regresó, pocas
semanas después, dijo a mi madre que como comunista no debiera
haber permitido que otro ser humano la transportara. Ella repuso que
lo había hecho debido a que, de acuerdo con la sabiduría tradicional, las

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mujeres no debían caminar hasta transcurridos unos cuantos días
después del parto. A ello respondió mi padre: «¿Y qué hay de las
campesinas que tienen que seguir trabajando en el campo nada más dar
a luz?».

Mi madre continuaba sumida en una profunda depresión. Ignoraba si


podía permanecer en el Partido o no. Incapaz de descargar su ira sobre
mi padre o el Partido, terminó culpando a su hijita de su desdicha.
Cuatro días después de regresar del hospital, mi hermana se pasó una
noche entera llorando. Mi madre, al borde de un ataque de nervios,
acabó gritándole y propinándole unos fuertes cachetes. La tía Jun-ying,
que dormía en la habitación contigua, entró corriendo y dijo: «Estás
agotada. Permíteme que cuide de ella». A partir de entonces, fue mi tía
quien cuidó a mi hermana. Cuando mi madre regresó a su propia
vivienda unas cuantas semanas después, mi hermana se quedó con la tía
Jun-ying en el hogar familiar.

Mi madre ha recordado hasta hoy con arrepentimiento y amargura la


noche en que golpeó a mi hermana. Xiao-hong solía esconderse cuando
mi madre acudía a visitarla, y —en una trágica inversión de lo que le
había ocurrido a ella de niña en la mansión del general Xue— ésta no
permitía a la niña que la llamara «madre».

Mi tía encontró un ama de cría para mi hermana. Según el sistema de


subsidios, el Estado pagaba un ama de cría por cada niño recién nacido
en la familia de un oficial, a la vez que proporcionaba revisiones
médicas gratuitas para dichas nodrizas, consideradas empleadas del
Estado. No eran sirvientas, y ni siquiera tenían que lavar pañales. El
Estado podía permitirse el lujo de pagarlas debido a que, según las
normas del Partido que afectaban a los miembros de la revolución, los
únicos autorizados para contraer matrimonio eran los funcionarios de
alto rango, y éstos apenas producían descendencia.

La nodriza tendría apenas veinte años, y su propio hijo había nacido


muerto. Se había casado con un miembro de una familia de
terratenientes que para entonces había perdido los ingresos que antaño
les proporcionara la tierra. No quería trabajar como campesina, pero
quería permanecer con su marido, quien enseñaba y vivía en la ciudad
de Yibin. A través de amigos comunes, se puso en contacto con mi tía y
entró a vivir en casa de la familia Chang en compañía de su marido.

Poco a poco, mi madre comenzó a salir de su depresión. Tras el parto,


se le permitió disfrutar de treinta días de vacaciones reglamentarias que
pasó con su suegra y la tía Jun-ying. Sin embargo, cuando regresó al
trabajo se trasladó a un nuevo puesto en la Liga de Juventudes
Comunistas de la ciudad de Yibin, a la sazón ocupada en una absoluta
reorganización de la región. La región de Yibin, que ocupa un área de
unos diecinueve mil quinientos kilómetros cuadrados y cuenta con una
población de más de dos millones de personas, fue nuevamente dividida
en nueve condados rurales y una ciudad, Yibin. Mi padre se convirtió en
miembro del comité de cuatro personas que gobernaba la totalidad de la

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región, así como en jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la
misma.

Aquella reorganización supuso el traslado de la señora Mi y la llegada


de una nueva superiora para mi madre: la Jefa del Departamento de
Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, bajo cuyo control se hallaba la
Liga de las Juventudes. A pesar de las normas formales, la personalidad
del superior resultaba para cualquier persona mucho más importante en
la China comunista que en Occidente. La actitud del jefe es la actitud del
Partido. El hecho de tener un jefe agradable puede suponer una
diferencia esencial en la vida de cada uno.

La nueva jefa de mi madre era una mujer llamada Zhang Xi-ting. Tanto
ella como su marido habían pertenecido a una unidad militar que
formaba parte de las fuerzas encargadas de conquistar el Tíbet en 1950.
Sichuan representaba el estacionamiento previo de las fuerzas
destinadas a dicha región, que los chinos han consideraban poco menos
que el quinto pino. Ambos habían solicitado ser licenciados y, en su
lugar, habían sido enviados a Yibin. El marido de Zhang Xi-ting se
llamaba Liu Jie-ting. Había cambiado su nombre a Jie-ting («Unido a
Ting») como prueba de la admiración que sentía por su mujer. La pareja
llegó a ser conocida como «los dos Tings».

En primavera, mi madre fue ascendida a Jefa de la Liga de Juventudes,


un puesto importante para una mujer que aún no había cumplido los
veinte años de edad. Para entonces, ya había recobrado su equilibrio y
gran parte de su antigua vitalidad. Tal era, pues, la atmósfera en la que
fui concebida, en junio de 1951.

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9. «Cuando un hombre adquiere poder, hasta sus gallinas y
perros conocen la gloria»

La vida con un hombre incorruptible (1951-1953)

Mi madre pertenecía ahora a una célula del Partido compuesta por ella,
la señora Ting y una tercera mujer que había formado parte del
movimiento clandestino de Yibin y con la que se llevaba muy bien. El
constante entrometimiento y las exigencias de autocrítica cesaron
inmediatamente. Los miembros de su nueva célula no tardaron en
pronunciarse a favor de su reconocimiento como miembro del Partido,
consideración que le fue concedida en el mes de julio.

Su nueva jefa, la señora Ting, no era una mujer hermosa, pero su figura
esbelta, su boca sensual, su rostro pecoso, sus ojos vivaces y su
inteligente conversación destilaban energía y denotaban una poderosa
personalidad. Mi madre no tardó en cobrar por ella un profundo afecto.

En lugar de atacarla como la señora Mi, la señora Ting dejaba que mi


madre hiciera lo que quisiera, entre otras cosas leer novelas. Hasta
entonces, la lectura de un libro de edición no marxista hubiera hecho
caer sobre ella una lluvia de críticas acusándola de ser una burguesa
intelectual. La señora Ting permitía a mi madre ir al cine sola, lo que
constituía un considerable privilegio ya que en aquella época aquellos
que se hallaban «integrados en la revolución» tan sólo podían ver
películas soviéticas (e incluso eso sólo si formaban parte de un grupo
organizado), mientras que los cines públicos de propiedad privada aún
mostraban viejas películas norteamericanas tales como las de Charlie
Chaplin. Otra cosa que significaba mucho para mi madre era el hecho
de que ahora se le permitía bañarse en días alternos.

Un día, mi madre acudió al mercado con la señora Ting y compró dos


metros de fino algodón rosado estampado con flores procedente de
Polonia. Ya había visto la tela anteriormente, pero no había osado
comprarla por miedo de ser criticada como persona frivola. Poco
después de su llegada a Yibin, había tenido que devolver su uniforme
militar y regresar a su traje Lenin. Bajo él vestía una camisa áspera,
informe y sin teñir. No había norma alguna que obligara a vestir aquella
prenda, pero quien no lo hiciera al igual que los demás se exponía a ser
objeto de críticas. Mi madre llevaba tiempo deseando añadir a su
vestimenta un toque de color. Ella y la señora Ting regresaron a toda
prisa a casa de los Chang en estado de gran excitación. Al poco tiempo,
se habían hecho fabricar cuatro blusas, dos para cada una. Al día
siguiente, se pusieron una bajo sus chaquetas Lenin. Mi madre se sacó
el cuello rosado y pasó el día en un profundo estado de nervios y
emoción. La señora Ting se mostró aún más osada: no sólo se sacó el

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cuello por encima del uniforme sino que se arremangó, de tal modo que
mostraba una larga franja de rosa en cada brazo.

Mi madre se sintió sobrecogida, casi atemorizada, ante semejante


rebeldía. Tal y como esperaban, recibieron numerosas miradas de
desaprobación, pero la señora Ting alzó la barbilla, desafiante: «¿A
quién le importa?», dijo a mi madre. Ésta se sintió enormemente
aliviada; si contaba con la aprobación de su jefa, podía hacer caso
omiso de cualquier crítica, ya fuera ésta tácita o verbal.

Uno de los motivos por los que a la señora Ting no le asustaba saltarse
un poco las normas era que contaba con un marido poderoso y menos
escrupuloso que el de mi madre en el ejercicio de su poder. De nariz y
barbilla afiladas, algo cargado de hombros y de la misma edad que mi
padre, el señor Ting era jefe del Departamento de Organización del
Partido para la región de Yibin, lo que representaba un puesto
sumamente importante, dado que dicho departamento era el encargado
de los ascensos, degradaciones y castigos. Asimismo, en él se
conservaban los expedientes de cada miembro del Partido. A todo ello
había que añadir el hecho de que el señor Ting, al igual que mi padre,
era uno de los miembros del comité de cuatro hombres que gobernaba
la región de Yibin.

En la Liga de las Juventudes, mi madre trabajaba con personas de su


propia edad. Todas ellas habían recibido mejor educación que ella, eran
más despreocupadas y se mostraban más dispuestas a ver el lado
humorístico de las cosas que las viejas, soberbias y advenedizas
campesinas del Partido con las que había trabajado hasta entonces. A
sus nuevas colegas les gustaba bailar, ir juntas de picnic y charlar de
sus libros y sus ideas.

Para mi madre, el hecho de tener un puesto de responsabilidad


significaba que era tratada con mayor respeto, respeto que aumentó al
advertir la gente que se trataba de una mujer extraordinariamente
dinámica y capacitada. A medida que fue obteniendo mayor confianza
en sí misma y dependiendo menos de mi padre, comenzó a sentirse
menos disgustada con él. Además, empezaba a acostumbrarse a sus
actitudes: había dejado ya de esperar que la antepusiera a todo lo
demás, por lo que se sentía mucho más en paz con el mundo.

Otra de las ventajas del ascenso de mi madre era que le permitía traer a
su madre a vivir permanentemente en Yibin. A finales de agosto de 1951,
mi abuela y el doctor Xia llegaron tras un viaje agotador. Los sistemas
de transporte volvían a funcionar normalmente, y habían realizado todo
el trayecto en tren y en barco. En su calidad de parientes de un
funcionario del Gobierno, se les había asignado alojamiento a cargo del
Estado en una casa de tres habitaciones situada en un complejo para
huéspedes. Recibían también de manos del director de la casa de
huéspedes una ración gratuita de suministros tales como arroz y
combustible, así como una pequeña paga con la que podían adquirir
otros alimentos. Mi hermana y su nodriza fueron a vivir con ellos, y mi

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madre comenzó a dedicar la mayor parte del poco tiempo libre de que
disponía a visitarles y disfrutar de los deliciosos platos que preparaba
mi abuela.

Mi madre estaba encantada de tener con ella a mi abuela y al doctor


Xia, a quien adoraba. Se mostró especialmente feliz de que hubieran
podido alejarse de Jinzhou, ya que acababa de estallar la guerra en
Corea, a las puertas de Manchuria. Había habido un momento, a finales
del año 1950, en que las tropas norteamericanas se habían estacionado
en las márgenes del río Yalu, en la frontera entre Corea y China y
habían bombardeado y arrasado con sus aviones diversas poblaciones
de Manchuria.

Una de las primeras cosas que quiso saber mi madre fue qué había sido
del joven coronel Hui-ge. Se mostró desconsolada al enterarse de que
había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento junto a la curva del
río que había frente a la puerta oeste de Jinzhou.

Para los chinos, una de las peores cosas que podían ocurrir era no
contar con un funeral apropiado. Creían que los muertos no podían
hallar la paz hasta que su cuerpo se encontrara cubierto y reposando en
la profundidad de la tierra. Se trataba de una creencia religiosa, pero
también poseía un aspecto práctico: un cuerpo no enterrado estaba
condenado a ser despedazado por los perros salvajes y a ver sus huesos
picoteados por los pájaros. Antiguamente, los cuerpos de los ejecutados
habían sido expuestos durante tres días como ejemplo para la
población, tras lo cual eran recogidos y sometidos a un somero
enterramiento. Ahora, los comunistas habían emitido una orden según la
cual las familias debían enterrar inmediatamente a todo pariente
ejecutado. Si no podían hacerlo, la tarea era llevada a cabo por
sepultureros contratados por el Gobierno.

Mi abuela había acudido personalmente al lugar de la ejecución. El


cuerpo de Hui-ge, acribillado a balazos, había sido abandonado en el
suelo en compañía de otros muchos. Había sido fusilado con otras
quince personas, y su sangre había manchado de rojo oscuro la blanca
nieve. En la ciudad ya no quedaba nadie de su familia, por lo que mi
abuela contrató a unos sepultureros profesionales para que le
proporcionaran un entierro digno. Ella misma llevó una larga pieza de
seda roja en la que envolver su cadáver. Mi madre le preguntó si entre
los fusilados habían visto a más personas conocidas. Así era. Mi abuela
se había tropezado con una mujer a la que conocía, la cual había
acudido a recoger los cuerpos de su marido y de su hermano. Ambos
habían sido jefes de distrito del Kuomintang.

Mi madre se sintió igualmente horrorizada al enterarse de que mi


abuela había sido denunciada… ¡por su propia cuñada, la esposa de Yu-
lin! Ésta llevaba tiempo sintiéndose explotada por mi abuela, ya que se
veía obligada a realizar todos los trabajos duros del hogar mientras,
según ella, mi abuela hacía una vida de gran señora. Dado que los
comunistas habían animado a todos a que denunciaran «la opresión y la

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explotación», la señora de Yu-lin encontró un marco político en el que
descargar sus rencores. Cuando mi abuela recogió el cadáver de Hui-ge,
la señora Yu-lin la denunció por mostrar una disposición favorable hacia
un criminal. El vecindario convocó una «asamblea de lucha» destinada
a «ayudar» a mi abuela a comprender sus «faltas». Ella hubo de asistir
pero, sabiamente, decidió no decir nada y fingir que aceptaba
humildemente las críticas. Interiormente, sin embargo, hervía de furia
contra su cuñada y los comunistas.

El episodio no contribuyó a mejorar las relaciones entre mi abuela y mi


padre. Cuando éste descubrió lo que había hecho montó en cólera y dijo
que la anciana sentía más simpatía hacia el Kuomintang que hacia los
comunistas. Sin embargo, resultaba evidente que experimentaba
también una punzada de celos: mi abuela apenas le dirigía la palabra,
pero había sentido en tiempos un profundo afecto por Hui-ge y le había
considerado un buen partido para mi madre.

Ésta se vio arrinconada entre ambos fuegos, así como entre sus
sentimientos personales, su amargura por la muerte de Hui-ge, sus
sentimientos políticos y su dedicación a la causa comunista.

La ejecución del coronel había formado parte de una campaña


destinada a suprimir a los contrarrevolucionarios. Su objetivo era
eliminar a todos aquellos defensores del Kuomintang que habían
ejercido algún poder o influencia, y había sido desencadenada como
consecuencia de la guerra de Corea, iniciada en junio de 1950. Cuando
las tropas de los Estados Unidos llegaron hasta la frontera con
Manchuria, Mao temió que Norteamérica pudiera atacar China, lanzar
los ejércitos de Chiang Kai-shek contra el continente o ambas cosas a la
vez. Por ello, envió a Corea más de un millón de hombres para luchar
contra Estados Unidos del lado de los norcoreanos.

Aunque el Ejército de Chiang Kai-shek nunca llegó a atacar desde


Taiwan, los Estados Unidos sí organizaron una invasión en el sudoeste
de China con fuerzas del Kuomintang procedentes de Burma. En las
zonas costeras eran igualmente frecuentes los ataques aéreos, a los que
hubo que añadir el envío de numerosos agentes secretos y varios actos
de sabotaje. Aún merodeaban gran cantidad de bandidos y soldados del
Kuomintang, y en las tierras del interior se producían rebeliones de
cierta importancia. A los comunistas les inquietaba que los
simpatizantes del Kuomintang pudieran intentar derribar su nuevo y
recién establecido orden, así como que Chiang Kai-shek pudiera intentar
el regreso y todos ellos se agruparan para formar una quinta columna.
Asimismo, querían demostrar a la gente que habían alcanzado el poder
dispuestos a conservarlo, y la eliminación de sus oponentes constituía
un modo de transmitir a la población esa sensación de estabilidad que
tanto había anhelado. No obstante, las opiniones se hallaban divididas
acerca del grado de severidad necesario. El nuevo Gobierno decidió no
mostrarse pusilánime. Como se afirmaba en un documento oficial: «Si
no los matamos, serán ellos quienes regresen y nos maten a nosotros».

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A mi madre no le convencía el argumento, pero decidió que no valía la
pena discutir de ello con mi padre. De hecho, apenas le veía, ya que éste
pasaba largo tiempo en el campo enfrentándose a diversos problemas.
Incluso cuando estaba en la ciudad, rara vez podía estar con ella. Se
suponía que los funcionarios debían trabajar desde las ocho de la
mañana hasta las once de la noche, siete días a la semana, y siempre
había uno de los dos que llegaba a casa tan tarde que casi no tenían
tiempo de hablar. Su hija no vivía con ellos, y ambos almorzaban en la
cantina, por lo que no disfrutaban de lo que hubiera podido llamarse
vida familiar.

Completada ya la reforma agraria, mi padre hubo de partir de nuevo,


esta vez para supervisar la construcción de la primera carretera
propiamente dicha con que contaría la región. Al principio, el único
enlace entre Yibin y el mundo exterior había sido el río. El Gobierno
decidió construir una carretera que conectara con el Sur y la provincia
de Yun-nan. En un año, y sin utilizar maquinaria alguna, se construyeron
más de ciento treinta kilómetros de carretera a través de un terreno
sumamente ondulado atravesado por numerosos ríos. La mano de obra
se componía de campesinos que trabajaban a cambio de comida.

Durante las excavaciones, los campesinos toparon con el esqueleto de


un dinosaurio, él cual resultó ligeramente dañado. Mi padre realizó una
autocrítica y se aseguró de que fuera cuidadosamente excavado y
enviado a un museo de Pekín. También envió soldados para montar
guardia en algunas tumbas que se remontaban al año 200 y de las que
los campesinos habían estado retirando ladrillos para construir
cochiqueras.

Un día, dos campesinos resultaron muertos por un corrimiento de


tierras. Mi padre caminó toda la noche por senderos de montaña hasta
llegar a la escena del accidente. Era la primera vez que los campesinos
locales veían a un funcionario del rango de mi padre, y se sintieron
conmovidos al comprobar lo preocupado que se mostraba por su
bienestar. En el pasado había sido un hecho asumido que los
funcionarios tan sólo se interesaban por llenarse los bolsillos, y al ver el
gesto de mi padre los habitantes de la localidad comenzaron a pensar
que los comunistas eran una gente magnífica.

Entretanto, una de las tareas principales de mi madre consistía en


obtener apoyo para el nuevo Gobierno, especialmente entre los obreros
de las fábricas. Desde comienzos de 1951 había estado visitando
factorías, pronunciando discursos, escuchando quejas y resolviendo
problemas. Su labor incluía explicar a los jóvenes obreros qué era el
comunismo y animarles a unirse a la Liga de Juventudes y al Partido.
Vivió largas temporadas en dos fábricas, ya que se esperaba de los
comunistas que vivieran y trabajaran entre obreros y campesinos —tal y
como solía hacer mi padre— para conocer sus necesidades.

Nada más salir de la ciudad había una fábrica dedicada a la


construcción de circuitos aislantes. Al igual que en muchas otras

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fábricas, sus condiciones de vida eran espantosas, y docenas de mujeres
se veían forzadas a dormir en un enorme cobertizo construido de paja y
bambú. La comida era menos que insuficiente: a pesar del agotador
trabajo que realizaban, las obreras apenas obtenían carne un par de
veces al mes. Muchas de ellas debían permanecer de pie sobre un
charco de agua fría durante ocho horas seguidas lavando los aislantes
de porcelana. La malnutrición y la falta de higiene habían convertido la
tuberculosis en una enfermedad corriente. Los cuencos y los palillos
nunca se lavaban adecuadamente, y se almacenaban siempre mezclados
unos con otros.

En marzo, mi madre comenzó a escupir un poco de sangre. Supo


inmediatamente que había contraído la tuberculosis, pero siguió
trabajando. Se sentía feliz porque nadie se entrometía en su vida. Creía
en lo que estaba haciendo, y se mostraba emocionada por el resultado
de su esfuerzo: las condiciones de trabajo de la fábrica mejoraban, las
jóvenes obreras la apreciaban, y gracias a ella muchas anunciaron su
fidelidad a la causa comunista. Se hallaba sinceramente convencida de
que la revolución necesitaba su devoción y autosacrificio, y trabajaba
durante todo el día, siete días a la semana. Sin embargo, tras varios
meses de esfuerzo ininterrumpido resultó evidente que se encontraba
sumamente enferma. En sus pulmones se habían formado cuatro
cavidades, y con la llegada del verano descubrió que estaba
embarazada de mí.

Un día de finales de noviembre, mi madre se desmayó en la puerta de


entrada a la fábrica. Rápidamente, fue trasladada a un pequeño hospital
de la ciudad construido originariamente por unos misioneros
extranjeros. Allí recibió los cuidados de un grupo de chinos católicos.
Quedaban aún un sacerdote y unas cuantas monjas europeas que
vestían hábitos religiosos. La señora Ting animó a mi abuela para que le
llevara alimentos, y mi madre comenzó a comer en cantidades enormes:
algunos días consumía un pollo entero, diez huevos y casi medio kilo de
carne. Como resultado, mi desarrollo alcanzó proporciones gigantescas
en el interior de su útero, y ella misma engordó trece kilos y medio.

El hospital contaba con ciertas cantidades de medicamentos


norteamericanos para hacer frente a la tuberculosis. Un día, la señora
Ting irrumpió por las buenas y se hizo con un lote de los mismos para
mi madre. Cuando mi padre lo descubrió, pidió a la señora Ting que
devolviera al menos la mitad, pero ella le espetó: «¿Y qué sentido tiene
eso? Lo que me he llevado ni siquiera es suficiente para una persona. Si
no lo crees, ve y pregúntaselo al doctor. Además, tu mujer trabaja bajo
mis órdenes y cualquier decisión acerca de ella me corresponde a mí».
Mi madre se mostró inmensamente agradecida a la señora Ting por
enfrentarse a mi padre. Éste no insistió. Evidentemente, sus sentimientos
estaban divididos entre la inquietud que le producía el estado de salud
de mi madre y sus propios principios, según los cuales los intereses de
su esposa no debían anteponerse a los de las personas corrientes, por lo
que cierta cantidad de aquellos medicamentos hubiera debido
reservarse para otros.

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Gracias a mi enorme tamaño y al modo en que crecía —en sentido
ascendente—, las cavidades de sus pulmones se comprimieron y
comenzaron a cicatrizar. Los médicos le dijeron que debía
agradecérselo a su bebé, pero mi madre pensó que el mérito
correspondía probablemente a la medicina norteamericana que había
podido tomar gracias a la señora Ting. Permaneció en el hospital
durante tres meses, hasta febrero de 1952, época en la que su embarazo
contaba ya ocho meses. Un día recibió repentinamente la orden de
partir «por su propia seguridad». Una amiga le contó en secreto que en
Pekín habían descubierto algunas armas en la residencia de un
sacerdote extranjero, y que todos los sacerdotes y monjas extranjeros se
hallaban sujetos a graves sospechas.

Mi madre no quería marcharse. El hospital estaba rodeado por un


hermoso jardín repleto de preciosos nenúfares, y encontraba los
cuidados profesionales y la limpieza del entorno —tan raros en China en
aquella época— sumamente apaciguadores. Sin embargo, no tenía
elección, y fue trasladada al Hospital Popular Número Uno. El director
de aquel hospital nunca había asistido anteriormente a un parto. Había
trabajado como médico en el Ejército del Kuomintang hasta que su
unidad se amotinó y se pasó a los comunistas. Le preocupaba que mi
madre pudiera morir en el parto ya que, teniendo en cuenta sus
antecedentes y la posición de mi padre, ello podría acarrearle serios
problemas.

Cuando ya se aproximaba la fecha de mi nacimiento, el director sugirió


a mi padre que mi madre fuera trasladada a un hospital situado en una
ciudad más grande en el que hubiera mejores instalaciones y tocólogos
especialistas. Tenía miedo de que mi nacimiento desencadenara un
súbito alivio de presión que pudiera provocar la reapertura de las
cavidades pulmonares de mi madre con la consiguiente hemorragia.
Pero mi padre se negó: dijo que, dado que los comunistas habían jurado
combatir los privilegios personales, su esposa recibiría el mismo trato
que todos los demás. Cuando mi madre lo oyó, pensó con amargura que
su esposo siempre parecía obrar en contra de sus intereses y que poco
le importaba que viviera o muriera.

Nací el 25 de marzo de 1952. Debido a la complejidad del caso, se


convocó la presencia de un segundo cirujano residente en otro hospital.
Había diversos médicos presentes, acompañados por personal sanitario
encargado de los equipos de oxígeno y transfusión de sangre. También
estaba la señora Ting. En China, tradicionalmente, los hombres no
asisten a los partos, pero el director pidió a mi padre que aguardara en
el exterior de la sala de partos ya que se trataba de un caso especial… a
la vez que para protegerse a sí mismo en caso de que algo saliera mal.
Fue un alumbramiento sumamente difícil. Cuando hubo emergido mi
cabeza, mis hombros —desacostumbradamente anchos— se atascaron.
Además, estaba demasiado gorda. Las enfermeras tiraron de mi cabeza
con las manos, y por fin logré deslizarme al exterior completamente
azulada y amoratada, y casi medio asfixiada. En primer lugar, los
médicos me metieron en agua caliente, y luego en agua fría. A

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continuación, me sostuvieron por los pies y me propinaron un fuerte
cachete. Por fin, comencé a llorar con considerable energía, y todos se
echaron a reír de alivio. Pesé casi cinco kilos, y los pulmones de mi
madre no sufrieron daño alguno.

Una doctora me sostuvo en brazos y me presentó a mi padre, cuyas


primeras palabras fueron: «¡Dios mío, esta criatura tiene los ojos
saltones!». Mi madre se sintió profundamente afligida ante aquel
comentario. La tía Jun-ying dijo: «¡No, lo que tiene son unos ojos
enormes y preciosos!».

Como solía suceder en China en toda ocasión y momento, existía una


receta especial considerada lo mejor que podía consumir una mujer
después del parto: huevos escalfados en zumo de azúcar sin refinar con
un arroz fermentado y glutinoso. Mi abuela preparó ambos platos en el
hospital —donde, como en todos, había cocinas en las que los pacientes
y sus familias podían cocinar sus propios alimentos— y los tenía ya
listos cuando mi madre pudo empezar a comer.

Cuando la noticia de mi nacimiento llegó a oídos del doctor Xia, éste


exclamó: «Ah, ha nacido otro cisne salvaje». Así, recibí el nombre de Er-
hong, que significa «Segundo Cisne Salvaje».

Le elección de mi nombre fue prácticamente la última acción que realizó


el doctor Xia en su larga vida. Murió cuatro días después de mi
nacimiento, a los ochenta y dos años de edad. Se encontraba reclinado
sobre la cabecera de la cama, bebiendo un vaso de leche. Mi abuela
salió unos instantes de la estancia, y cuando regresó para recoger el
vaso vio que la leche se había derramado y que el vaso había caído al
suelo. Murió instantáneamente y sin dolor.

En China, los funerales constituían acontecimientos sumamente


importantes. La gente corriente llegaba a menudo a arruinarse con tal
de organizar una grandiosa ceremonia, y mi abuela había amado
profundamente al doctor Xia y quería hacerle todos los honores. Hubo
tres cosas en las que insistió como inexcusables: en primer lugar, un
buen féretro; segundo, que éste fuera transportado en angarillas por
porteadores y no arrastrado en carro; y tercero, que hubiera monjes
budistas que cantaran los sutras funerarios y músicos que tocaran el
suona , un estridente instrumento de viento-madera empleado
tradicionalmente en los funerales. Mi padre asintió a la primera y
segunda de sus demandas, pero se negó a la tercera. Los comunistas
consideraban toda ceremonia extravagante un gasto absurdo y feudal.
Tradicionalmente, sólo las personas de muy baja condición eran
enterradas en silencio. El ruido se consideraba un elemento importante
de todo funeral, ya que lo convertía en un acontecimiento público: ello le
proporcionaba «apariencia» y demostraba también respeto por el
fallecido. Mi padre insistió en que no habría ni monjes ni suona, y entre
él y mi abuela se desató una disputa colosal. Para ella, aquellas tres
condiciones resultaban elementos esenciales a los que no pensaba
renunciar. En mitad de la discusión, se desmayó a causa de la ira y la

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aflicción. Otro de los motivos de su angustia era el hecho de verse sola
en el momento más amargo de su vida. No le reveló a mi madre lo que
había ocurrido por miedo a apenarla, y la circunstancia de que ésta se
encontrara en el hospital obligó a mi abuela a enfrentarse directamente
con mi padre. Después del funeral, sufrió una depresión nerviosa y hubo
de ser hospitalizada durante casi dos meses.

El doctor Xia fue enterrado en un cementerio situado en la cima de una


colina, en la linde de Yibin, sobre el Yangtzé. Su tumba fue excavada a la
sombra de pinos, cipreses y alcanforeros. Durante el corto tiempo que
había pasado en Yibin, el doctor Xia se había ganado el cariño y el
respeto de todos aquellos que le conocieron. Cuando murió, el director
de la casa de huéspedes en la que había vivido se ocupó de organizar
todo para que mi abuela no tuviera que molestarse y ordenó a sus
empleados que acompañaran la silenciosa procesión funeraria.

El doctor Xia había disfrutado de una vejez feliz. Le encantaba Yibin y


había disfrutado intensamente con todas las flores exóticas que
prosperaban en aquel clima subtropical tan distinto del de Manchuria.
Había gozado hasta el último momento de una salud extraordinaria. En
Yibin —con su casa y patio propios y libres de gastos— había llevado
una buena vida; él y mi abuela habían estado bien atendidos, y habían
recibido siempre un abundante suministro de alimentos. En una
sociedad carente de Seguridad Social, el sueño de todo chino consistía
en recibir los cuidados oportunos durante la vejez, y el doctor Xia lo
había conseguido, lo que no dejaba de ser un logro considerable.

El doctor Xia se había llevado muy bien con todo el mundo, incluyendo a
mi padre, quien le respetaba profundamente como hombre de
principios. El doctor Xia consideraba a mi padre un hombre sumamente
culto. Solía decir que había visto muchos funcionarios en su vida, pero
nunca uno como mi padre. La sabiduría popular afirmaba que «no hay
funcionario incorrupto», pero mi padre nunca se había aprovechado de
su posición, ni siquiera para salvaguardar los intereses de su familia.

Los dos hombres solían hablar durante horas. Compartían numerosos


valores éticos pero, mientras los de mi padre aparecían disfrazados de
ideología, los del doctor Xia se basaban en conceptos humanitarios. En
cierta ocasión, el doctor Xia le dijo a mi padre:

—Creo que los comunistas han hecho muchas cosas buenas. Pero
también habéis matado a demasiada gente. Gente que no debería haber
muerto.

—¿Como quién? —preguntó mi padre.

—Como los maestros de la Sociedad de la Razón.

La Sociedad de la Razón había sido la secta cuasi religiosa a la que


había pertenecido el doctor Xia. Sus líderes habían sido ejecutados
como parte de la campaña destinada a «eliminar

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contrarrevolucionarios». El nuevo régimen había suprimido todas las
sociedades secretas debido a que éstas exigían la lealtad de sus
miembros, y los comunistas no querían lealtades divididas.

—No eran malas personas, y debíais haber permitido la existencia de la


Sociedad —añadió el doctor Xia.

Se produjo una larga pausa. Mi padre intentó defender a los


comunistas, diciendo que la lucha contra el Kuomintang había sido una
cuestión de vida o muerte. El doctor Xia podía advertir que ni siquiera él
estaba completamente convencido de lo que decía, pero que sentía que
debía defender al Partido.

Cuando mi abuela abandonó el hospital marchó a vivir con mis padres.


Con ella se trasladaron asimismo mi hermana y su nodriza. Yo
compartía una habitación con mi propia ama de cría, una mujer que
había tenido a su propio hijo doce días antes de mi nacimiento y había
aceptado el trabajo porque necesitaba dinero desesperadamente. Su
esposo, un obrero manual, estaba en la cárcel por jugar y traficar con
opio, actividades ambas ilegalizadas por los comunistas. Yibin, con una
cifra estimada de veinticinco mil adictos, había sido uno de los
principales centros de comercio de opio, sustancia que anteriormente
había circulado como el papel moneda. El tráfico de opio se había
hallado estrechamente relacionado con el gangsterismo, y había servido
para cubrir una parte sustancial del presupuesto del Kuomintang. A los
dos años de su llegada a Yibin, los comunistas habían erradicado la
costumbre de fumar opio.

Para alguien situado en la posición de mi nodriza no había Seguridad


Social ni subsidio de paro. Sin embargo, cuando entró a trabajar para
nosotros el Estado le pagaba un salario que ella enviaba a su suegra, a
quien había dejado al cuidado de su propio bebé. Mi nodriza era una
mujer diminuta de piel suave, ojos extrañamente grandes y redondos y
un pelo largo y exuberante que mantenía recogido en un moño. Era una
mujer sumamente bondadosa, y me trataba como si yo fuera su propia
hija.

Tradicionalmente, los hombros cuadrados se consideraban feos en una


muchacha, por lo que los míos fueron fuertemente atados para
obligarlos a adoptar la inclinación deseada. Las ataduras me hacían
llorar con tanta fuerza que la nodriza solía desatarme los brazos y los
hombros, permitiéndome que saludara con la mano y me abrazara a la
gente que entraba en la casa, cosa que me gustó hacer desde muy
pequeña. Mi madre siempre atribuyó mi carácter extrovertido al hecho
de haberse sentido feliz durante mi embarazo.

Vivíamos en la mansión del antiguo terrateniente, en la que mi padre


había instalado su despacho. Tenía un enorme jardín en el que crecían
pimenteros chinos, bosquecillos de bananos y montones de flores y
plantas subtropicales de dulce aroma que cuidaba un jardinero a sueldo
del Gobierno. Mi padre cultivaba sus propios tomates y chiles.

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Disfrutaba de su trabajo, pero también era uno de sus principios que
todo funcionario comunista debía realizar alguno de los trabajos físicos
que tan despreciados habían sido en otra época por los mandarines.

Mi padre se mostraba muy afectuoso conmigo. Cuando comencé a


gatear, se tumbaba sobre su estómago para hacer de «montaña», y yo
me dedicaba a subir y bajar trepando por él.

Poco después de mi nacimiento, mi padre fue ascendido a gobernador


de la región de Yibin. Ello le convertía en la segunda autoridad de la
zona después del primer secretario del Partido. (Formalmente, el Partido
y el Gobierno eran entes distintos, si bien en la realidad resultaban
inseparables).

Al principio, tras su regreso a Yibin, su familia y sus viejos amigos


habían confiado en que los ayudara. En China se daba por hecho que
cualquiera que ocupara una posición de importancia cuidaría siempre
de sus parientes. Existía un dicho bien conocido: «Cuando un hombre
adquiere poder, hasta sus gallinas y perros conocen la gloria». Mi
padre, sin embargo, pensaba que el nepotismo y el favoritismo
constituían una resbaladiza pendiente que conducía a la corrupción, la
cual representaba a su vez la raíz de todos los males de la antigua
China. También sabía que los habitantes de la localidad le observarían
para comprobar cómo se comportaban los comunistas, por lo que de
sus actos dependería la imagen que llegaran a formarse del comunismo.

Su severidad le había apartado ya de su familia. Uno de sus primos le


había solicitado una recomendación para un empleo de taquillero en
uno de los cines locales. Mi padre le dijo que lo solicitara por la vía
oficial. Tal comportamiento resultaba insólito, y después de aquello
nadie volvió a pedirle un favor. Sin embargo, poco después de ser
nombrado gobernador, ocurrió algo. Uno de sus hermanos mayores era
un experto en té y trabajaba en una compañía dedicada a la
comercialización de este producto. A comienzos de los cincuenta, la
economía marchaba bien, la producción aumentaba y la Junta Local del
Té quiso nombrarle director. Todos los ascensos que superaban cierto
nivel tenían que ser aprobados por mi padre. Cuando la recomendación
aterrizó sobre su mesa, la vetó. Su familia se indignó, al igual que mi
madre. «¡No eres tú quien le asciende, sino la dirección! —estalló ésta—.
¡No tienes por qué ayudarle, pero tampoco por qué obstaculizarle!». Mi
padre dijo que su hermano no era lo suficientemente capaz, y que nunca
habría sido propuesto para un ascenso de no haber sido hermano del
gobernador. Existía una larga tradición —observó— según la cual había
que anticiparse a los deseos de un superior. Los miembros del Consejo
de Dirección del Té se mostraron igualmente indignados, ya que la
actitud de mi padre implicaba que su recomendación había perseguido
otros motivos. Al final, mi padre se las había arreglado para ofender a
todo el mundo, y su hermano no volvió a hablarle jamás.

Sin embargo, no se arrepintió. Estaba librando su propia cruzada


contra las antiguas costumbres, e insistió en aplicar a todo el mundo los

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mismos criterios. Sin embargo, dado que no existía un modelo objetivo
de ecuanimidad, se veía obligado a confiar en su propio instinto,
haciendo lo imposible por ser justo. Nunca consultaba con sus colegas,
en parte debido a que sabía que ninguno de ellos le diría jamás que uno
de sus parientes no se merecía algo.

Su cruzada moral personal alcanzó su punto culminante en 1953 con la


institución del sistema de niveles dentro del servicio civil. Todos los
funcionarios y empleados del Gobierno fueron divididos en veintiséis
niveles. El sueldo del nivel 26 —el más bajo— era una vigésima parte del
salario que se percibía en el nivel más alto. Sin embargo, la verdadera
diferencia residía en los subsidios y los privilegios. El sistema
determinaba prácticamente todo, desde si el abrigo de alguien debía ser
de costosa lana o de algodón barato hasta el tamaño del apartamento
de cada uno y la conveniencia de instalar en él un retrete privado.

Los niveles también determinaban el grado de acceso que cada


funcionario tenía a la información. Una parte importante del sistema
comunista chino consistía en el hecho de que la información no sólo se
hallaba estrechamente controlada, sino también considerablemente
dividida y racionada, y no sólo frente al público en general —al cual
apenas le llegaba nada— sino también dentro del propio Partido.

Aunque las consecuencias reales de esto no resultaron evidentes en un


principio, ya en aquella época intuyeron los funcionarios que el sistema
de niveles iba a representar un elemento crucial de sus vidas, y todos se
mostraban nerviosos ante la incertidumbre del nivel que obtendrían. Mi
padre, cuyo nivel había sido ya designado como el 11 por las
autoridades superiores, fue el encargado de aprobar todos los niveles
propuestos para los funcionarios de la región de Yibin. Entre ellos, el
marido de su hermana menor, a quien consideraba su favorito. Le
degradó en dos niveles. El departamento de mi madre había
recomendado para ella un nivel 15, pero mi padre la relegó al 17.

Aquel sistema de niveles no se encontraba directamente relacionado con


la posición de cada uno en el servicio civil. Un individuo podía ascender
sin por ello aumentar de nivel. Durante casi cuatro décadas, mi madre
obtuvo únicamente dos ascensos de nivel, en 1962 y 1982, y en cada
ocasión ascendió tan sólo un nivel, por lo que en 1990 aún se
encontraba en el nivel 15. Con aquel sistema, a comienzos de los
ochenta aún no se le permitía adquirir un billete de avión o un asiento
blando en los trenes, privilegios que sólo podían adquirir los
funcionarios de nivel 14 o superior. Así, gracias a los escrúpulos
mostrados por mi padre en 1953, se encontraba aún —casi cuarenta
años después— un escalón por debajo de la categoría necesaria para
poder viajar cómodamente dentro de su propio país. No podía ocupar
una habitación de hotel que tuviera baño privado, ya que a tal privilegio
sólo se tenía derecho a partir del nivel 13. Cuando solicitó que le
cambiaran el contador eléctrico de su apartamento por otro de mayor
potencia, la dirección del bloque le comunicó que ello sólo estaba
permitido para funcionarios a partir del nivel 13.

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Con frecuencia, las cosas más apreciadas por la población local eran
las que más enfurecían a la familia de mi padre, cuya reputación ha
sobrevivido hasta hoy. Un día, en 1952, el director de la Escuela
Número Uno de Enseñanza Media mencionó a mi padre que estaba
teniendo dificultades en hallar alojamiento para sus maestros. «En tal
caso, cuente usted con la casa de mi familia: es demasiado grande para
sólo tres personas», respondió mi padre al instante a pesar del hecho de
que aquellas personas eran su madre, su hermana Jun-ying y un
hermano retrasado y de que los tres adoraban su casa y su jardín
encantado. En la escuela se mostraron jubilosos. No tanto su familia,
aunque encontró para ellos una casa pequeña en el centro de la
población. Su madre no se mostró demasiado entusiasmada pero, como
mujer amable y comprensiva que era, no dijo nada.

No todos los funcionarios eran tan incorruptibles como mi padre. Poco


después de subir al poder, los comunistas hubieron de enfrentarse a una
crisis. Habían logrado obtener el apoyo de millones de personas a base
de prometer limpieza en su gobierno, pero algunos funcionarios habían
comenzado a aceptar sobornos o a conceder privilegios a sus familias y
amigos. Otros celebraban extravagantes banquetes, lo que en China
constituye no sólo una de las aficiones tradicionales —casi un vicio—
sino también un modo de entretener y alardear simultáneamente. Todo
ello, claro está, a cuenta y en nombre del Estado en un momento en el
que el Gobierno se encontraba extremadamente escaso de dinero, ya
que intentaba reconstruir su destrozada economía y al mismo tiempo
librar en Corea una guerra que estaba devorando aproximadamente el
cincuenta por ciento de su presupuesto.

Algunos funcionarios comenzaron a malversar a gran escala. El


régimen empezó a inquietarse: sentía que se estaban erosionando tanto
los sentimientos de buena voluntad que lo habían arrastrado al poder
como la disciplina y dedicación que habían asegurado su éxito. A finales
de 1951, decidió lanzar un movimiento contra la corrupción, el derroche
y la burocracia. Se denominó Campaña de los Tres Anti. El Gobierno
ejecutó a algunos oficiales corruptos, encarceló a otros varios y
despidió a muchos más. Incluso algunos veteranos del Ejército
comunista que se habían visto implicados en malversaciones y desfalcos
a gran escala fueron ejecutados como ejemplo. A partir de entonces, se
castigó con dureza la corrupción, que en consecuencia se convirtió
durante las dos décadas siguientes en un fenómeno inusual entre los
funcionarios.

Mi padre estuvo al frente de aquella campaña en la región de Yibin. En


la zona no había altos funcionarios culpables de corrupción, pero él
creyó importante demostrar que los comunistas cumplían su promesa de
mantener la limpieza dentro del Gobierno. Ante cada infracción, por
nimia que fuera, todo funcionario estaba obligado a realizar una
autocrítica: por ejemplo, si habían utilizado un teléfono oficial para
hacer una llamada privada o si se habían servido de una hoja de papel
del Estado para escribir una carta personal. Los funcionarios se
volvieron tan escrupulosos en lo que se refería a la utilización de los

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bienes propiedad del Estado que la mayoría ni siquiera utilizaban la
tinta de su oficina para escribir otra cosa que no fueran comunicaciones
oficiales. Cada vez que debían redactar algo personal, cambiaban de
pluma.

Se estableció un celo puritano en torno a dichas normas. Mi padre


estaba convencido de que tales minucias contribuían a crear una actitud
nueva entre los chinos: la propiedad pública había quedado por primera
vez estrictamente separada de la privada; los funcionarios ya no
trataban el dinero público como si fuera propio, ni abusaban de sus
posiciones. La mayor parte de las personas que trabajaban con mi
padre adoptaron su misma actitud, en el sincero convencimiento de que
sus esmerados esfuerzos se hallaban íntimamente ligados a la noble
causa de edificar una nueva China.

La Campaña de los Tres Anti se hallaba dirigida a los miembros del


Partido. Sin embargo, para toda transacción corrupta hacen falta dos
partes, y los instigadores se encontraban a menudo fuera del Partido.
Destacaban especialmente los «capitalistas», los dueños de las fábricas
y los comerciantes, sobre quienes apenas se había intervenido. Los
viejos hábitos se hallaban profundamente arraigados. Durante la
primavera de 1952, poco después del lanzamiento de la Campaña de los
Tres Anti, se anunció simultáneamente el inicio de una nueva campaña,
dirigida a los capitalistas, que recibió el nombre de Campaña de los
Cinco Anti. Los cinco objetivos de la misma eran el soborno, la evasión
de impuestos, el fraude, el robo de propiedad estatal y la obtención de
información económica por medio de la corrupción. La mayor parte de
los capitalistas fueron hallados culpables de uno o varios de estos
delitos, castigados por lo general con una multa. Los comunistas se
sirvieron de esta campaña para persuadir y (más frecuentemente)
intimidar a los capitalistas, si bien de tal modo que se obtuviera el mejor
provecho de su utilidad para la economía. Los encarcelados no fueron
muchos.

Aquellas dos campañas paralelas consolidaron los mecanismos de


control —únicos en China— que se habían desarrollado originariamente
en los primeros días del comunismo. El elemento más importante fue la
«campaña de masas» (qiun-zhong yun-dong ), creada por organismos
conocidos con el nombre de «equipos de trabajo» (gong-zuo-zu ).

Los equipos de trabajo eran organismos ad hoc compuestos


principalmente por empleados de las oficinas gubernamentales y
encabezados por altos funcionarios del Partido. El Gobierno central de
Pekín solía enviar destacamentos a las provincias para investigar a los
funcionarios y empleados provinciales. Éstos, a su vez, formaban
equipos que controlaban a los del siguiente nivel, y el proceso se repetía
hasta alcanzar las bases. Normalmente, nadie podía formar parte de un
equipo de trabajo que no hubiera sido previamente investigado a lo
largo de cada campaña en particular.

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Se enviaron equipos a todas las organizaciones en las que había de
desarrollarse la campaña con objeto de movilizar a la gente. Casi todas
las tardes se celebraban asambleas obligatorias para estudiar las
instrucciones emitidas por las autoridades superiores. Los miembros de
los equipos hablaban, peroraban e intentaban persuadir a los presentes
para que denunciaran a los sospechosos. Se animaba a la gente a
depositar sus quejas en buzones provistos a tal efecto. A continuación, el
equipo de trabajo estudiaba todos los casos. Si la investigación
confirmaba el cargo o descubría nuevos motivos de sospecha, el equipo
formulaba un veredicto que era posteriormente sometido al siguiente
nivel de autoridad para su aprobación.

No existía un sistema de apelación propiamente dicho, aunque toda


persona sobre la que se levantaran sospechas podía solicitar que le
fueran mostradas las pruebas y era generalmente autorizada a
contribuir alguna forma de autodefensa. Los equipos de trabajo podían
imponer una amplia variedad de condenas, entre las que se incluían la
crítica pública, el despido del puesto de trabajo y diversas formas de
vigilancia; la pena más severa que podían dictar era el envío de una
persona al campo para realizar labores manuales. Tan sólo los casos
más graves pasaban al sistema judicial, sometido al control del Partido.
Cada campaña iba acompañada de una serie de normas emitidas por las
más altas instancias, y los equipos de trabajo debían atenerse
estrictamente a ellas. Sin embargo, en cada caso individual solía influir
asimismo el juicio e incluso el temperamento de los miembros de los
grupos de trabajo.

En cada campaña, todos aquellos que integraban la categoría designada


por Pekín como objetivo eran sometidos a cierto grado de escrutinio, si
bien más por parte de sus compañeros de trabajo y vecinos que por la
propia policía. Ello constituía una de las innovaciones cruciales de Mao,
y perseguía involucrar a toda la población en los mecanismos de
control. Según el criterio del régimen, pocos delincuentes podían
escapar a la atenta mirada del pueblo, especialmente en una sociedad
dotada de una mentalidad de vigilancia ya ancestral. No obstante, la
«eficacia» se conseguía a cambio de un precio desmesurado, ya que las
campañas se desarrollaban sobre la base de criterios muy vagos, por lo
que muchas personas inocentes resultaban condenadas como resultado
de venganzas personales e incluso de simples rumores.

La tía Jun-ying había estado trabajando como tejedora para contribuir


al sostenimiento de su madre, de su hermano retrasado y de sí misma.
Todas las noches trabajaba hasta altas horas de la madrugada, y llegó a
sufrir graves daños en los ojos a causa de la luz mortecina con que se
alumbraba. En 1952 ya había conseguido ahorrar y pedir prestado
suficiente dinero para comprar dos máquinas más, lo que le permitió
contratar los servicios de dos amigas. Aunque los ingresos se repartían,
era mi tía quien teóricamente debía pagar las máquinas, dado que era la
propietaria de las mismas. Durante la Campaña de los Cinco Anti,
cualquiera que empleara los servicios de otras personas era
considerado sospechoso en cierto grado. Se investigaban hasta los

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negocios más modestos, tales como el de la tía Jun-ying quien, en
realidad, no dirigía sino una cooperativa. Mi tía pensó en pedir a sus
amigas que la abandonaran, pero no quería que pensaran que las
estaba despidiendo. Por fin, fueron ellas quienes le pidieron permiso
para irse. Les preocupaba que empezaran a circular habladurías y mi
tía llegara a pensar que procedían de ellas.

A mediados de 1953, las campañas de los Tres Anti y los Cinco Anti
habían remitido. Los capitalistas habían sido puestos bajo control y el
Kuomintang ya estaba erradicado. Las asambleas multitudinarias
cesaron tan pronto como los funcionarios comprendieron que la mayor
parte de la información que se desprendía de ellas era poco fiable. Los
casos comenzaron a examinarse a nivel individual.

En mayo de 1953, mi madre ingresó en el hospital para dar a luz a su


tercer hijo, un niño que recibió el nombre de Jin-ming. Se trataba del
mismo hospital de misioneros en el que había estado ingresada durante
mi embarazo; para entonces, sin embargo, los misioneros habían sido
expulsados, al igual que había sucedido en el resto del país. Mi madre
acababa de ser ascendida al puesto de jefa del Departamento de
Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, y aún trabajaba a las órdenes de
la señora Ting, quien a su vez había sido nombrada secretaria del
Partido en dicha ciudad. En aquella época, mi abuela —aquejada de una
grave crisis de asma— se encontraba también ingresada en el hospital,
al igual que yo misma, que a la sazón sufría una infección en el ombligo.
Mi nodriza permanecía conmigo en el hospital. Dado que pertenecíamos
a una familia «de la revolución», recibíamos un tratamiento correcto y
gratuito. Los médicos tendían a ceder las escasas camas de hospital
disponibles a los funcionarios y a sus familias. No existía ningún servicio
de salud pública para el grueso de la población, y los campesinos, por
ejemplo, tenían que pagar.

Mi hermana y mi tía Jun-ying vivían en el campo con unos amigos, por lo


que mi padre estaba solo en casa. Un día, la señora Ting acudió a su
casa para presentar un informe sobre su trabajo. Al poco rato, dijo que
le dolía la cabeza y que quería echarse. Mi padre la acostó en una de las
camas y, al hacerlo, ella se abrazó a él e intentó besarle y acariciarle.
Mi padre retrocedió de inmediato. «Debe de encontrarse usted muy
cansada», dijo, y abandonó inmediatamente la estancia. Pocos minutos
después, regresó en estado de gran agitación. Llevaba consigo un vaso
de agua que depositó sobre la mesilla de noche. «Debe saber que amo a
mi esposa», dijo y, antes de que la señora Ting tuviera ocasión de hacer
nada, se encaminó a la puerta y la cerró tras él. Bajo el vaso de agua
había depositado un trozo de papel en el que aparecían escritas las
palabras «Moral comunista».

Pocos días después, mi madre abandonó el hospital. Tan pronto como


atravesó el umbral con su hijo recién nacido, mi padre dijo:

—Abandonaremos Yibin tan pronto como sea posible. Para siempre.

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Mi madre no podía imaginar qué mosca le había picado. Él le reveló lo
sucedido y añadió que la señora Ting hacía tiempo que le tenía echado
el ojo. Mi madre se mostró más desconcertada que furiosa:

—Pero ¿por qué quieres marcharte tan pronto? —preguntó.

—Se trata de una mujer muy decidida —repuso mi padre—. Podría


intentarlo de nuevo. Además, es muy vengativa. Temo sobre todo que
pueda intentar perjudicarte a ti, lo que no sería difícil dado que trabajas
a sus órdenes.

—¿Tan mala es? —inquirió mi madre—. Es cierto que oí algunos


rumores de que había seducido a su carcelero cuando estuvo presa por
el Kuomintang, pero a algunas personas les encanta difundir
habladurías. En cualquier caso, no me sorprende que se sienta atraída
por ti —sonrió—, pero ¿realmente crees que intentaría perjudicarme? Es
la mejor amiga que tengo aquí.

—No lo entiendes… existe una cosa que llamamos «la ira que surge de
la vergüenza» (nao-xiu-cheng-nu ), y sé que eso es lo que ella siente
ahora. Yo no me comporté con el suficiente tacto. Debí de avergonzarla,
y ahora me arrepiento. Me temo que en el acaloramiento de aquellos
instantes obedecí a mi primer impulso. Es de esa clase de mujeres que
siempre buscan la venganza.

Para mi madre no resultaba difícil imaginar el modo en que mi padre


habría rechazado a la señora Ting, pero no podía creer que alimentara
tanta malicia, ni podía imaginar qué calamidades podía abatir sobre
ellos. En consecuencia, mi padre le contó lo que sabía acerca del señor
Shu, su predecesor en el puesto de gobernador de Yibin.

El señor Shu había sido un pobre campesino que se había unido al


Ejército Rojo durante la Larga Marcha. La señora Ting no le había
caído bien, y la había criticado acusándola de ser demasiado coqueta.
También había censurado el modo en que peinaba sus cabellos,
recogidos en delgadas trenzas, lo que entonces se consideraba poco
menos que indecente. En diversas ocasiones le dijo que debía cortarse
las trenzas, pero ella se negó, diciéndole que se ocupara de sus propios
asuntos. Con ello no consiguió sino que él redoblara sus críticas, lo que
aumentó la hostilidad de la señora Ting hacia Shu. Por fin, decidió
vengarse de él con ayuda de su marido.

En el despacho del señor Shu trabajaba una mujer que había sido
concubina de un funcionario del Kuomintang que posteriormente había
huido a Taiwan. La dama en cuestión había intentado provocar con sus
encantos al señor Shu —un hombre casado— y habían comenzado a
surgir rumores acerca de la posibilidad de que ambos hubieran iniciado
una aventura. La señora Ting consiguió que la mujer firmara una
declaración en la que afirmaba que el señor Shu le había hecho
proposiciones y posteriormente la había obligado a tener relaciones
sexuales con él. Aunque se trataba del gobernador, la mujer accedió,

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considerando que los Ting eran personas más temibles. El señor Shu fue
acusado de servirse de su posición para mantener relaciones amorosas
con una antigua concubina del Kuomintang, lo que se consideraba un
delito inexcusable para un comunista veterano.

El método habitual en China para hacer caer en desgracia a una


persona consistía en reunir distintos cargos y proporcionar así mayor
gravedad a su caso. Los Ting lograron descubrir un nuevo «delito» del
que acusar al señor Shu. En cierta ocasión, éste se había mostrado en
desacuerdo con una política promovida desde Pekín y había escrito a los
líderes supremos del Partido para expresarles su opinión. Según las
normas del Partido, no hacía con ello sino ejercer su derecho; es más:
como veterano de la Larga Marcha, se encontraba en una posición
privilegiada para ello. En su carta decía que no tenía intención de
implementar dichas directrices hasta que no recibiera una respuesta al
respecto. Los Ting se sirvieron de ello para afirmar que se había
opuesto al Partido.

Aunando ambas acusaciones, el señor Ting había propuesto el cese del


señor Shu y su expulsión del Partido. Éste negó vehementemente ambos
cargos. El primero, dijo, era sencillamente falso. Jamás había hecho
proposiciones a aquella mujer, sino que se había limitado a comportarse
cortésmente con ella. En cuanto al segundo, no había hecho nada malo
y nunca había sido su intención enfrentarse al Partido. El Comité del
Partido que gobernaba la región se componía de cuatro personas: el
propio señor Shu, el señor Ting, mi padre y el primer secretario. El
señor Shu hubo de someterse al juicio de los otros tres. Mi padre le
defendió. Estaba convencido de la inocencia del señor Shu, y
consideraba su carta absolutamente legítima.

Cuando llegó el momento de votar, mi padre perdió, y el señor Shu fue


relevado de su cargo. El primer secretario del Partido había apoyado al
señor Ting. Uno de los motivos de su actitud era que el señor Shu había
pertenecido a la rama «mala» del Ejército Rojo. A comienzos de la
década de los treinta había ejercido como oficial de alto rango en lo que
en su día se denominó el Cuarto Frente de Sichuan. Dicho ejército se
había unido a la rama del Ejército Rojo encabezada por Mao durante la
Larga Marcha en 1935. Su jefe, un extravagante personaje llamado
Zhang Guo-tao, había desafiado a Mao en la lucha por el liderazgo del
Ejército Rojo y había perdido, tras lo cual había abandonado el Ejército
Rojo con sus tropas. Finalmente, y tras sufrir importantes bajas, se
había visto obligado a unirse de nuevo a éste. Sin embargo, se había
pasado al Kuomintang en 1938, tras la llegada de los comunistas a
Yan’an. Debido a ello, todos los que habían pertenecido al Cuarto Frente
habían de soportar permanentemente un estigma que obligaba a poner
en tela de juicio su lealtad a Mao. Se trataba de una cuestión
especialmente delicada, ya que la mayoría de los integrantes del Cuarto
Frente procedían de Sichuan.

Tras la llegada al poder de los comunistas, esta clase de estigmas se


extendieron a todos aquellos aspectos de la revolución no controlados

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directamente por Mao y entre ellos los grupos clandestinos, en los que
habían intervenido muchos de los comunistas más valerosos,
consagrados… y mejor educados. En Yibin, todos los antiguos miembros
de la clandestinidad se habían sentido presionados de un modo u otro.
Entre las complicaciones añadidas había que incluir el hecho de que
muchas de las personas que habían formado parte del movimiento
clandestino local procedían de familias pudientes que habían resultado
perjudicadas por la llegada al poder de los comunistas. Adicionalmente,
su elevado grado de educación —superior al de aquellos que habían
llegado con el Ejército comunista, procedentes en su mayor parte de
familias campesinas y a menudo analfabetas— los había convertido en
objeto de todas las envidias.

Aunque él mismo había sido anteriormente guerrillero, mi padre se


sentía instintivamente mucho más cercano a los militantes clandestinos.
En cualquier caso, se negaba a respaldar cualquier forma de insidioso
ostracismo, por lo que salió en defensa de los antiguos miembros de la
clandestinidad. «Resulta ridículo dividir a los comunistas en
“clandestinos” y “legales”», solía decir. De hecho, la mayor parte de los
colaboradores que buscaba para trabajar con él habían pertenecido a la
clandestinidad, ya que eran los más capaces.

Mi padre opinaba que era inaceptable considerar sospechosos a


hombres que, como el señor Shu, habían pertenecido al Cuarto Frente, y
luchó por su rehabilitación. En primer lugar, le aconsejó que
abandonara Yibin para evitar nuevos problemas, cosa que éste hizo
después de comer por última vez con mi familia. Fue trasladado a
Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, donde se le asignó un
puesto como funcionario en el Departamento Forestal Provincial. Desde
allí envió numerosas apelaciones al Comité Central de Pekín utilizando
como referencia el nombre de mi padre. Éste escribió también para
apoyar dichas apelaciones. Mucho después, el señor Shu fue absuelto de
haberse opuesto al Partido, pero la acusación —más leve— de mantener
relaciones extramatrimoniales siguió en pie. La concubina que había
realizado la acusación no se atrevió a retractarse, pero aportó un relato
de las supuestas proposiciones tan débil e incoherente que resultaba
evidente que había sido inventado para indicar a los miembros del
comité de investigación que las acusaciones eran falsas. Al señor Shu le
fue concedido un puesto relativamente importante en el Ministerio
Forestal de Pekín, pero jamás recuperó su antigua posición.

Lo que mi padre intentaba transmitir a mi madre era que los Ting no se


detendrían ante nada para arreglar viejas cuentas. Tras ponerle otros
ejemplos, insistió en que debían partir de inmediato. Al día siguiente
viajó a Chengdu, situado a una jornada de camino en dirección Norte.
Una vez allí, se fue derecho a ver al gobernador de la provincia —a
quien conocía bien— y solicitó su traslado, aduciendo para ello que le
resultaba difícil trabajar en su ciudad natal y enfrentarse a las
expectativas de sus numerosos parientes. Dado que carecía de pruebas
contra los Ting, guardó los motivos reales para sí mismo.

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El gobernador, Lee Da-zhang, era el mismo que había respaldado la
solicitud de la esposa de Mao, Jiang Qing, para ingresar en el Partido.
Expresó su comprensión ante la situación de mi padre y prometió
ayudarle a obtener el traslado, aunque —afirmó— no quería que
partiera de inmediato, ya que todos los puestos equivalentes de Chengdu
se encontraban cubiertos. Mi padre dijo que no podía esperar, y que
estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa. Tras intentar disuadirle por
todos los medios, el gobernador terminó por rendirse y le dijo que podía
ocupar el puesto de jefe del Departamento de Arte y Educación. «No
obstante —le advirtió—, se trata de un puesto muy por debajo de tu
capacidad». Mi padre respondió que no le importaba mientras tuviera
una labor que realizar.

Estaba tan preocupado que ni siquiera regresó a Yibin, sino que envió
un mensaje a mi madre pidiéndole que se uniera a él tan pronto como le
fuera posible. Las mujeres de su familia protestaron, afirmando que no
cabía siquiera considerar un traslado de mi madre cuando hacía tan
poco tiempo que había dado a luz, pero mi padre estaba aterrorizado
por lo que pudiera hacer la señora Ting, y tan pronto como transcurrió
el período de convalecencia puerperal envió a su guardaespaldas a Yibin
para recogernos.

Se decidió que mi hermano Jin-ming permaneciera allí, ya que aún se le


consideraba demasiado pequeño para viajar. Tanto su nodriza como la
de mi hermana querían también quedarse para poder estar cerca de sus
familias. Además, la nodriza de Jin-ming se había encariñado mucho con
el niño y había pedido a mi madre que le permitiera quedarse con él. Mi
madre se mostró de acuerdo, ya que tenía absoluta confianza en ella.

Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo abandonamos Yibin una


madrugada de finales de junio acompañadas de mi nodriza y el
guardaespaldas. Provistas de nuestro escaso equipaje, que apenas
bastaba para llenar un par de maletas, nos metimos todas en un jeep.
En aquella época, los funcionarios del rango de mis padres no poseían
patrimonio alguno fuera de unas cuantas prendas de vestir. Recorrimos
diversos caminos de tierra llenos de baches y por la mañana llegamos a
la ciudad de Neijiang. Era un día de calor sofocante, y tuvimos que
esperar varias horas a que llegara el tren.

Cuando la locomotora entró por fin en la estación, decidí súbitamente


que tenía que hacer mis necesidades, y mi nodriza hubo de tomarme en
brazos y llevarme hasta el extremo del andén. Mi madre, temiendo que
el tren partiera sin nosotras, intentó detenerla, pero ella, que nunca
había visto un tren anteriormente y carecía del concepto de horario, se
volvió hacia ella y dijo en tono majestuoso: «¿Es que no puede decirle al
cochero que espere? Er-hong tiene que hacer pipí». Creía que, al igual
que ella, todo el mundo supeditaría sus necesidades a las mías.

Debido a la diferencia de categoría que nos separaba, hubimos de


dividirnos en varios grupos al subir al tren. Mi madre se trasladó a un
vagón de literas de segunda clase en compañía de mi hermana; mi

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abuela ocupó un asiento tapizado de otro vagón y mi nodriza y yo nos
dirigimos a lo que se denominaba el «compartimento para mamas con
niños», en el que ella disponía de un asiento y yo de una cuna. El
guardaespaldas se instaló en un cuarto vagón de asientos duros.

A medida que el tren avanzaba lentamente resoplando, mi madre


contemplaba los arrozales y las plantaciones de caña de azúcar. Los
escasos campesinos que caminaban sobre las crestas de barro desnudos
de cintura para arriba parecían medio dormidos bajo sus sombreros de
paja de ala ancha. Los arroyos formaban un entramado por el que
fluían a intervalos, obstruidos aquí y allá por diminutos diques de lodo
que dirigían el agua al interior de las numerosas divisiones del arrozal.

Mi madre permanecía en un estado pensativo. Por segunda vez en


cuatro años, ella, su marido y su familia se veían obligados a abandonar
un lugar al que se sentían profundamente ligados. Primero había sido su
ciudad de residencia, Jinzhou, y ahora era la de mi padre, Yibin. Al
parecer, la revolución no había solucionado sus problemas. Por el
contrario, había causado otros nuevos. Por primera vez, reflexionó
vagamente acerca del hecho de que la revolución, en tanto que producto
de los seres humanos, no podía sino verse obstaculizada por los fallos
de éstos. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que esa misma
revolución hacía muy poco por resolver esos mismos problemas, ni
tampoco que, de hecho, se sustentaba sobre algunos de ellos, acaso los
más graves.

A primera hora de la tarde, cuando el tren ya se aproximaba a Chengdu,


se sorprendió a sí misma anhelando la nueva vida que había de disfrutar
allí. Había oído hablar mucho de Chengdu, en otros tiempos capital de
un antiguo reino y conocida con el nombre de «La ciudad de la seda»
debido a lo que constituía su producción más célebre. También la
llamaban «La ciudad del hibisco», planta de la que se decía que llegaba
a sepultar la ciudad con sus pétalos tras las tormentas de verano.
Contaba entonces veintidós años. A su misma edad, sólo que
aproximadamente veinte años antes, su madre vivía en una mansión de
Manchuria, prácticamente en calidad de prisionera de su esposo, un
señor de la guerra permanentemente ausente. Bajo la atenta mirada de
los sirvientes, se había sentido entonces como juguete y propiedad de los
hombres. Mi madre, al menos, era un ser humano independiente. Fueran
cuales fuesen sus problemas, tenía la seguridad de que no cabía
comparación alguna con la odisea de su madre como mujer de la
antigua China. Se dijo a sí misma que tenía mucho que agradecer a la
revolución comunista. A medida que el tren entraba en la estación de
Chengdu, se sintió una vez más resuelta a lanzarse de lleno a la
consecución de aquella gran causa.

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10. «El sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas»

Mi madre bajo sospecha (1953-1956)

Mi padre fue a esperarnos a la estación. La atmósfera era de un aire


estancado y opresivo, y mi madre y mi abuela estaban extenuadas por el
traqueteo del coche la noche anterior y el agobiante calor que había
inundado los vagones del tren durante todo el recorrido. Fuimos
trasladadas a una casa de huéspedes propiedad del Gobierno provincial
de Si-chuan que habría de constituir temporalmente nuestro
alojamiento. El traslado de mi madre había sido tan súbito que aún no
se le había asignado ningún puesto de trabajo ni había habido tiempo de
organizar adecuadamente la cuestión de nuestra vivienda.

Chengdu era la capital de Sichuan, la provincia más populosa de China,


con aproximadamente sesenta y cinco millones de habitantes. Era una
ciudad grande en la que vivían más de medio millón de personas, y
había sido fundada en el siglo V a. C. Marco Polo la había visitado en el
siglo XIII y se había mostrado profundamente impresionado por su
prosperidad. Su diseño era similar al de Pekín, con antiguos palacios y
grandes puertas de entrada dispuestas según un eje Norte-Sur que
dividía limpiamente la ciudad en dos partes, Este y Oeste. En 1953 había
desbordado ya su diseño original y se encontraba dividida en tres
distritos administrativos: oriental, occidental y suburbios.

Al cabo de pocas semanas de nuestra llegada, a mi madre le fue


asignado un trabajo. Mi padre había sido consultado previamente al
respecto pero —aún de acuerdo con las viejas tradiciones chinas— no
así mi madre. Mi padre respondió que cualquier cosa serviría con tal de
que no tuviera que trabajar directamente bajo sus órdenes, por lo que
fue nombrada jefa del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito
Oriental de la ciudad. Dado que la unidad de trabajo de cada uno era la
responsable de su alojamiento, le fueron asignadas habitaciones en un
patio tradicional perteneciente a su departamento. Allí nos trasladamos
todos menos mi padre, quien permaneció en la suite con que contaba en
su oficina.

Nuestra vivienda formaba parte del mismo complejo en el que estaba la


administración del Distrito Oriental. La mayoría de las oficinas
gubernamentales habían sido instaladas en grandes mansiones
confiscadas a los funcionarios del Kuomintang y a los terratenientes
más acaudalados. Todos los empleados del Gobierno —incluidos los
funcionarios de alto rango— vivían en su oficina. No se les permitía
cocinar en casa, y siempre comían en la cantina. Allí acudían también
para aprovisionarse de agua hervida que transportaban en termos.

El sábado era el único día que las parejas casadas podían pasar en
mutua compañía. Entre los funcionarios, «pasar el sábado» se había

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convertido en un eufemismo de hacer el amor. Gradualmente, aquella
vida de estilo militar fue suavizándose un poco y las parejas casadas
pudieron pasar más tiempo juntas. Casi todas, sin embargo, siguieron
viviendo y pasando la mayor parte del tiempo en sus oficinas.

El departamento de mi madre se ocupaba de una amplia variedad de


actividades, entre ellas la educación primaria, la salud, el ocio y los
sondeos públicos de opinión. A sus veintidós años de edad, mi madre se
hallaba a cargo de todas ellas en la medida en que afectaban a unas
doscientas cincuenta mil personas. Estaba tan ocupada que casi nunca
la veíamos. El Gobierno quería establecer un monopolio (conocido con
el nombre de «transacciones y comercializaciones unificadas») sobre el
comercio de las mercancías fundamentales, tales como el grano, el
algodón, el aceite comestible y la carne. La idea consistía en conseguir
que los campesinos vendieran exclusivamente al Gobierno, el cual se
encargaría a su vez de racionarlos entre la población urbana y aquellas
partes del país menos favorecidas.

Cuando el Partido Comunista Chino lanzaba una nueva política, solía


acompañarla con una campaña propagandística destinada a explicar la
misma a la población. Parte de la labor de mi madre consistía en
intentar convencer a la gente de que todo cambio era a mejor. En esta
ocasión, el núcleo del mensaje era que China poseía una enorme
población y que el problema de su alimentación y vestido nunca había
llegado a resolverse definitivamente; ahora, el Gobierno quería
asegurarse de que las necesidades básicas eran distribuidas de modo
ecuánime y que nadie se veía obligado a morirse de hambre mientras
otros se permitían el lujo de almacenar grano y otros productos de
primera necesidad. Mi madre puso manos a la obra con gran
entusiasmo. Incluso en los últimos meses de embarazo de su cuarto hijo,
iba de un lado a otro en su bicicleta e intervenía todos los días en
asambleas interminables. Le gustaba su trabajo, y creía en lo que hacía.

No acudió al hospital hasta el último momento. Su cuarto hijo, un niño,


nació el 15 de septiembre de 1954. Una vez más, se trató de un parto
difícil. El médico se preparaba ya para regresar a su casa cuando mi
madre le detuvo. Estaba sangrando de un modo anormal, y sabía que
algo no iba bien. Insistió en que el médico se quedara y la sometiera a
una revisión. Faltaba un fragmento de placenta. Su búsqueda y hallazgo
se consideraba una operación de envergadura, por lo que el médico le
administró anestesia general y revisó de nuevo su útero. Al fin, hallaron
el fragmento, lo que probablemente salvó su vida.

A la sazón, mi padre estaba en el campo intentando obtener apoyo para


el programa de monopolios del Estado. Acababa de ser ascendido a
nivel 10 y nombrado director adjunto del Departamento de Asuntos
Públicos de toda la provincia de Sichuan. Una de sus principales
obligaciones consistía en realizar un constante sondeo de la opinión
pública: ¿qué pensaba la gente acerca de cada política en particular?
¿Qué quejas tenían? Dado que los campesinos constituían la inmensa
mayoría de la población, tenía que viajar al campo a menudo para

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averiguar sus posturas y sus opiniones. Al igual que mi madre, creía
apasionadamente en su trabajo, al que consideraba un medio de
mantener al Partido y al Gobierno en contacto con el pueblo.

Siete días después del parto, uno de los colegas de mi padre envió un
automóvil al hospital para trasladarla a casa. Se consideraba
comúnmente aceptado que si el esposo estaba fuera era la organización
del Partido la encargada de cuidar de su esposa. Mi madre acepto
agradecida, ya que su «casa» estaba a media hora de camino a pie.
Cuando mi padre regresó pocos días más tarde administró a su colega
una severa reprimenda. Las normas estipulaban que mi madre sólo
podría viajar en un coche oficial si era en compañía de mi padre. La
utilización del mismo en su ausencia habría de contemplarse como un
acto de nepotismo, dijo. El colega de mi padre dijo que había autorizado
el uso del automóvil debido a que mi madre acababa de ser sometida a
una seria intervención que la había dejado en un estado de debilidad
extrema. Las normas son las normas, repuso mi padre. Una vez más, a
mi madre le costó trabajo aceptar aquella rigidez puritana. Era la
segunda vez que mi padre la atacaba inmediatamente después de sufrir
un parto difícil. ¿Por qué no había estado él ahí para llevarla a casa? —
preguntó—. De ese modo no habría habido que violar las normas. Él
respondió que había estado ocupado con su trabajo, que era sumamente
importante.
Mi madre comprendía su entrega —ella misma la compartía— pero no
por eso dejó de sentirse amargamente mortificada.

Dos días después de nacer, mi hermano Xiao-hei contrajo un eczema. Mi


madre pensó que se debía a que el verano anterior no había podido
comer aceitunas verdes hervidas debido a lo ocupada que la había
mantenido su trabajo. Los chinos creen que las aceitunas dan salida a
un exceso de calor corporal que, de otro modo, aparece en forma de
erupciones térmicas. Durante varios meses, hubo que atar las manos de
Xiao-hei a los barrotes de la cuna para evitar que se rascara. Cuando ya
tenía seis meses de edad, fue enviado a un hospital de dermatología. Al
mismo tiempo, mi abuela hubo de partir hacia Jinzhou a toda prisa, pues
su madre estaba enferma.

La nodriza de Xiao-hei era una campesina de Yibin dotada de largos


cabellos, negros y exuberantes, y ojos coquetos. Había matado
accidentalmente a su propio hijo asfixiándolo sin querer al quedarse
dormida sobre él después de darle el pecho acostada. A través de un
contacto familiar había acudido a ver a mi tía Jun-ying para rogarle que
le diera una recomendación para mi familia. Quería viajar a una gran
ciudad y divertirse. A pesar de la oposición de algunas mujeres de la
localidad, que afirmaban que el único motivo por el que quería viajar a
Chengdu era para verse libre de su marido, mi tía le dio la carta de
recomendación. Aunque nunca se había casado, Jun-ying se negaba a
mostrarse envidiosa del placer de los demás, especialmente del placer
sexual; de hecho, se alegraba siempre sinceramente por ellos. Era una
mujer llena de comprensión y sumamente tolerante con las debilidades
humanas que rara vez se permitía emitir juicios.

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Al cabo de pocos meses, comenzó a circular el rumor de que la nodriza
estaba teniendo una aventura amorosa con uno de los sepultureros del
complejo. Mis padres consideraban que tales cosas eran asuntos
estrictamente privados, por lo que hicieron la vista gorda.

Cuando mi hermano ingresó en el hospital dermatológico, la nodriza


partió con él. Los comunistas habían logrado erradicar en gran medida
las enfermedades venéreas, pero en uno de los pabellones había aún
algunos pacientes aquejados de las mismas, y un día la nodriza fue
sorprendida en la cama de uno de ellos. Los responsables del hospital se
lo contaron a mi madre y sugirieron que sería imprudente permitir que
la nodriza continuara dándole el pecho al niño. Mi madre le dijo que se
fuera. A partir de entonces el cuidado de Xiao-hei se repartió entre mi
propia nodriza y la de mi otro hermano, Jin-ming, quien para entonces
ya se había reunido con nosotros procedente de Yibin.

A finales de 1954, la nodriza de Jin-ming había escrito a mi madre


diciéndole que le gustaría venir a vivir con nosotros, ya que había tenido
problemas con su marido, quien se había convertido en un alcohólico y
solía pegarla. Mi madre no había visto a Jin-ming desde hacía dieciocho
meses, cuando el niño no tenía más que un mes de edad. Su llegada, sin
embargo, la sumió en el desconsuelo. Durante mucho tiempo, el niño no
permitió que mi madre le tocara, y su nodriza era la única persona a la
que llamaba «mamá».

Mi padre también halló difícil establecer una relación estrecha con Jin-
ming, pero se mostraba muy unido a mí. Solía gatear por el suelo y
permitirme que cabalgara sobre su espalda. Por lo general, llevaba
siempre unas flores en el cuello para que yo las oliera. Si se le olvidaba
ponérselas, yo hacía un gesto en dirección al jardín y emitía ruiditos
imperiosos indicando que trajera unas cuantas sin tardanza. A menudo
me besaba en la mejilla. Un día en que no se había afeitado, yo torcí el
gesto y protesté: «¡Barba vieja! ¡Barba vieja!», gritando a pleno pulmón.
Estuve llamándole «Barba Vieja» (lao hu-zi ) durante meses. Desde
entonces, me besaba con más cautela. Me encantaba ir tambaleándome
de un despacho a otro y jugar con los funcionarios. Solía perseguirlos,
llamándoles por nombres especiales que inventaba para cada uno y
recitándoles poesías infantiles. Antes de cumplir tres años era ya
conocida como La pequeña diplomática.

Creo que en realidad mi popularidad se debía al hecho de que los


oficiales acogían con alivio un descanso y un poco de diversión de vez
en cuando, y yo, con mi parloteo infantil, les proporcionaba ambas
cosas. Era, además, muy regordeta, y a todos les gustaba sentarme
sobre el regazo y darme pellizquitos y apretones.

Cuando contaba algo más de tres años de edad, mis hermanos y yo


fuimos enviados a diferentes jardines de infancia. Yo no lograba
entender por qué se me enviaba lejos de casa, y a modo de protesta me
puse a patalear y rasgué la cinta que recogía mis cabellos. En el jardín
de infancia me dediqué a crearle problemas a las maestras

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deliberadamente: no había día que no derramara la leche y mis pastillas
de aceite de hígado de bacalao en el interior del pupitre. Después del
almuerzo teníamos que dormir una larga siesta, durante la cual solía
relatar a los niños con los que compartía el enorme dormitorio historias
de miedo de mi invención. No tardé en ser descubierta y se me castigó a
permanecer sentada en el umbral.

El motivo de enviarnos a jardines de infancia era que no había quien


pudiera cuidar de nosotros. Un día, en julio de 1955, se comunicó a mi
madre y a los ochocientos empleados del Distrito Oriental que deberían
permanecer todos sin moverse de las instalaciones hasta nuevo aviso.
Había comenzado una nueva campaña política, en esta ocasión con el
propósito de desenmascarar a los «contrarrevolucionarios ocultos».
Todos habían de ser sometidos a una exhaustiva investigación.

Mi madre y sus colegas obedecieron la orden sin discusión. En cualquier


caso, estaban ya acostumbrados a llevar una vida cuasi militar. Por otra
parte, parecía lógico que el Partido quisiera investigar a sus miembros
para asegurarse de la estabilidad de la nueva sociedad. Al igual que la
mayor parte de sus camaradas, el deseo de mi madre de dedicarse a la
causa se sobreponía a cualquier impulso de protestar por lo estricto de
la medida.

Al cabo de una semana, casi todos sus colegas recibieron el visto bueno
y se les permitió volver a circular libremente. Mi madre fue una de las
escasas excepciones. Se le dijo que ciertas circunstancias de su pasado
aún no habían sido del todo esclarecidas. Tenía que abandonar su
propio dormitorio y dormir en una estancia situada en otra parte del
edificio de oficinas. Antes de ello, se le permitió pasar algunos días en
casa para —según le dijeron— organizar sus asuntos domésticos, ya que
habría de permanecer confinada durante algún tiempo.

La nueva campaña había sido desencadenada como reacción de Mao


ante el comportamiento de algunos escritores comunistas,
especialmente el célebre literato Hu Feng. No es que éstos se mostraran
necesariamente en desacuerdo con Mao desde el punto de vista
ideológico, pero traslucían un elemento de independencia y una
capacidad de pensamiento individual que el líder encontraba
inaceptables. Temía que cualquier tipo de reflexión independiente
pudiera conducir a una situación de no obediencia absoluta de su
doctrina. Insistía permanentemente en que la nueva China tenía que
actuar y pensar como un solo ente, y que era preciso adoptar medidas
rigurosas para mantener la unidad del país y evitar su posible
desintegración. Hizo arrestar a cierto número de escritores importantes
y los acusó de conspiración contrarrevolucionaria, un cargo terrible, ya
que toda actividad «contrarrevolucionaria» se hallaba castigada con las
penas más duras, incluida la muerte.

Aquello señaló el comienzo del fin de la expresión individual en China.


Cuando los comunistas llegaron al poder, todos los medios de
comunicación pasaron a ser controlados por el Partido. A partir de

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entonces, el control se estableció aún con más fuerza sobre las mentes
de toda la nación.

Mao declaró que las personas que estaba buscando eran «espías de los
países imperialistas y del Kuomintang, así como trotskistas, ex
funcionarios del Kuomintang y traidores camuflados de comunistas».
Afirmaba que todos ellos trabajaban por el regreso del Kuomintang y de
los imperialistas de Estados Unidos, quienes se negaban a reconocer el
régimen de Pekín y habían rodeado China por una frontera de
hostilidad. Así como la anterior campaña destinada a la eliminación de
contrarrevolucionarios (durante la que había sido ejecutado Hui-ge, el
amigo de mi madre) había estado dirigida a los miembros reconocidos
del Kuomintang, el objetivo se hallaba ahora centrado en gente del
Partido o del Gobierno cuyo pasado mostrara conexiones con el
Kuomintang.

Ya desde antes de que llegaran al poder, la redacción de archivos


detallados del pasado de las personas había constituido una parte
crucial del sistema comunista de control. Los expedientes de los
miembros del Partido eran conservados por el Departamento de
Organización del mismo. Los expedientes de todos aquellos que
trabajaban para el Estado pero no eran miembros del Partido eran
trasladados a las unidades de trabajo de las autoridades y conservados
en su departamento de personal. Todos los años, cada jefe escribía un
informe de todos aquellos que trabajaban a sus órdenes, y cada informe
se incorporaba al respectivo expediente. Nadie estaba autorizado a leer
su propio expediente, y únicamente ciertas personas especialmente
autorizadas podían leer los de otros.

Para caer bajo sospecha en esta campaña bastaba cualquier conexión


que se hubiera tenido en el pasado con el Kuomintang, por tenue y vaga
que ésta fuera. Las investigaciones se llevaban a cabo por equipos de
trabajo compuestos de funcionarios probadamente desprovistos de
cualquier conexión con el Kuomintang. Mi madre se convirtió en una de
las principales sospechosas, al igual que les sucedió a nuestras nodrizas,
debido a sus relaciones familiares.

Había un equipo de trabajo encargado de investigar a la servidumbre y


a los empleados del Gobierno provincial, esto es, chóferes, jardineros,
doncellas, cocineras y porteros. El marido de mi nodriza se encontraba
encarcelado por jugar y traficar con opio, lo que convertía a su esposa
en una «indeseable». La nodriza de Jin-ming había entrado a formar
parte de una familia de terratenientes al casarse, y su marido había sido
un funcionario de menor importancia del Kuomintang. Dado que las
nodrizas no ocupaban puestos de importancia, el Partido no investigaba
sus casos con excesivo detenimiento. Sin embargo, ambas se vieron
obligadas a dejar de trabajar en nuestra familia.

Mi madre fue informada de ello durante los escasos días que pasó en
casa antes de su detención. Cuando comunicó la noticia a las nodrizas,
ambas se mostraron desconsoladas. Nos amaban profundamente a mí y

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a Jin-ming. A la mía le preocupaba además perder sus ingresos si se veía
obligada a regresar a Yibin, por lo que mi madre escribió al gobernador
de aquella ciudad rogándole que le buscara un empleo, cosa que éste
hizo. La mujer marchó a trabajar a una plantación de té y pudo llevarse
a su hija pequeña a vivir con ella.

La nodriza de Jin-ming no quería regresar con su marido. Tenía un


nuevo novio que trabajaba como portero en Chengdu y quería casarse
con él. Deshecha en lágrimas, suplicó a mi madre que la ayudara a
obtener el divorcio para poder casarse con él. Conseguir el divorcio era
considerablemente difícil, pero ella sabía que una palabra de mi padre o
de mi madre —especialmente del primero— le facilitaría enormemente
las cosas. Mi madre apreciaba mucho a la nodriza, y deseaba ayudarla.
Si lograba obtener el divorcio y casarse con el portero se vería
inmediatamente trasladada de la categoría de «terrateniente» a la de
miembro de la clase obrera, y en tal caso no tendría por qué abandonar
nuestra familia. Mi madre habló con mi padre, pero éste se mostró
opuesto a la idea:

—¿Cómo se te ocurre proyectar un divorcio? La gente comenzaría a


decir que los comunistas se dedican a destrozar las familias.

—¿Y qué hay de nuestros hijos? —exclamó mi madre—. ¿Quién se


ocupará de ellos si las dos nodrizas tienen que marcharse?

Mi padre también tenía respuesta para eso:

—Envíalos a un jardín de infancia.

Cuando mi madre le dijo a la nodriza de Jin-ming que no tendría más


remedio que marcharse, a ésta le faltó poco para desmayarse. Hoy, el
recuerdo más antiguo de Jin-ming es el de su partida. Una tarde, a la
puesta del sol, alguien le llevó a la puerta principal. Allí vio a su nodriza,
vestida con un traje de campesina y una chaqueta lisa con cierres de
algodón en un costado y cargada con un fardo de algodón. Quería que
su nodriza le cogiera en brazos, pero ella permaneció fuera del alcance
de sus manos extendidas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. A
continuación, descendió los escalones que conducían a la puerta situada
al fondo del patio. La acompañaba alguien a quien mi hermano no
conocía. Cuando ya estaba a punto de salvar el umbral, la nodriza se
detuvo y giró en redondo. Mi hermano gritó, lloró y pataleó, pero no
logró que le acercaran a ella. Durante largo rato, la mujer permaneció
enmarcada por el arco de la puerta del patio, mirándole. Por fin, giró
rápidamente sobre sus talones y desapareció. Jin-ming nunca volvió a
verla.

Mi abuela seguía aún en Manchuria. Mi bisabuela acababa de morir de


tuberculosis. Antes de ser confinada a los barracones, mi madre se vio
obligada a enviarnos a los cuatro a sendos jardines de infancia. Debido
a lo precipitado de la situación, ninguno de los jardines de infancia

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municipales podía hacerse cargo de más de uno de nosotros, por lo que
nos vimos repartidos entre cuatro instituciones distintas.

Cuando mi madre partió hacia su detención, mi padre le dio un consejo:


«Sé completamente sincera con el Partido y confía plenamente en él.
Recibirás un veredicto justo». Ante aquellas palabras sintió que la
invadía una oleada de aversión. Hubiera deseado oír algo más cálido y
personal. Aún resentida con mi padre, se presentó un húmedo día de
verano dispuesta a sufrir su segundo período de detención, esta vez a
manos de su propio Partido.

El hecho de estar siendo investigado no conllevaba necesariamente el


estigma de la culpabilidad. Sencillamente, significaba que el pasado de
uno incluía cosas que habían de ser clarificadas. Aun así, le afligía verse
sometida a una experiencia tan humillante después de todos los
sacrificios que había realizado y de su manifiesta lealtad a la causa
comunista. En parte, sin embargo, se sentía llena de optimismo ante la
posibilidad de que el oscuro nubarrón de sospecha que se había cernido
sobre ella a lo largo de casi siete años pudiera por fin desvanecerse. No
tenía nada de lo que avergonzarse, y tampoco nada que ocultar. Era una
comunista entusiasta y no albergaba ninguna duda de que el Partido
sabría reconocerlo.

Se formó un equipo especial de tres personas encargadas de su


investigación. Lo encabezaba un tal señor Kuang, quien trabajaba como
encargado de Asuntos Públicos de la ciudad de Chengdu, lo que
significaba que estaba por debajo de mi padre y por encima de mi
madre. Su familia y la mía se conocían muy bien. En aquella ocasión,
aunque aún trataba amablemente a mi madre, mostraba una actitud
más formal y reservada.

Al igual que a los otros detenidos, a mi madre se le asignaron varias


«acompañantes» que la seguían a todas partes —incluso al retrete— y
que dormían en la misma cama que ella. Se le dijo que era por su propia
protección, y mi madre comprendió que se la «protegía» de la
posibilidad de cometer suicidio o de intentar confabularse con otra
persona.

Varias mujeres se turnaban entre sí para desempeñar el puesto de


acompañante. Una de ellas, sin embargo, fue relevada de sus
obligaciones para ser también ella investigada. Las acompañantes
tenían que redactar diariamente un informe acerca de mi madre. Mi
madre las conocía a todas porque trabajaban en las oficinas del distrito,
aunque no en su departamento. Se mostraban amistosas y, con
excepción de su falta de libertad, mi madre fue bien tratada.

Los interrogadores y su acompañante conducían las sesiones como si se


tratara de conversaciones amistosas, si bien el tema que se discutía en
las mismas resultaba profundamente desagradable. No es que se
presumiera exactamente su culpabilidad, pero tampoco su inocencia.

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Por otra parte, debido a la falta de procedimientos legales, uno tenía
pocas posibilidades de defenderse frente a las insinuaciones.

El expediente de mi madre contenía informes detallados en relación a


cada etapa de su vida: de su época de estudiante, cuando trabajaba
para la clandestinidad, de su pertenencia a la Federación de Mujeres de
Jinzhou y de los trabajos que había desempeñado en Yibin. Dichos
informes habían sido redactados en su día por sus jefes. La primera
cuestión que salió a relucir fue su excarcelación por el Kuomintang en
1948. ¿Cómo había logrado su familia sacarla de la cárcel teniendo en
cuenta la gravedad del delito cometido? ¡Ni siquiera la habían
torturado! ¿Acaso su detención no podría haberse tratado simplemente
de una farsa destinada a establecer sus credenciales frente a los
comunistas con objeto de alcanzar una posición de confianza desde la
que pudiera trabajar como agente del Kuomintang?

Luego, estaba su amistad con Hui-ge. Era evidente que sus jefas de la
Federación de Mujeres de Jinzhou habían incluido comentarios
negativos sobre aquella cuestión. Del mismo modo que Hui-ge había
intentado buscarse un seguro de vida por medio de ella —decían—, ¿no
era igualmente posible que ella hubiera pretendido hacer lo propio a
través de él en caso de que ganara el Kuomintang?

La misma pregunta le fue formulada en relación con sus pretendientes


del Kuomintang. ¿Acaso no los había animado a pedir su mano como
forma de asegurar su futuro? Y, de nuevo, la misma y grave sospecha:
¿Ninguno de ellos le había pedido que se infiltrara en el Partido
Comunista y trabajara para el Kuomintang?

Mi madre se vio en la odiosa situación de tener que probar su inocencia.


Todas las personas acerca de las que le preguntaban o bien habían sido
ejecutadas o bien se encontraban en Taiwan o quién sabía dónde. En
cualquier caso, se había tratado de miembros del Kuomintang, y no
cabía fiarse de su palabra. ¿Cómo convencerlos?, pensaba a veces con
exasperación mientras volvía sobre el mismo incidente una y otra vez.
También le preguntaron acerca de las conexiones de sus tíos con el
Kuomintang, así como respecto a su relación con una de sus
compañeras, quien, siendo aún una adolescente, se había unido a la
Liga Juvenil del Kuomintang en la época anterior a la conquista de
Jinzhou por los comunistas. Según las directrices de la campaña, toda
persona que hubiera sido nombrada jefe de grupo de la Liga Juvenil del
Kuomintang tras la rendición de los japoneses había de ser considerada
contrarrevolucionaria. Mi madre intentó argumentar que el caso de
Manchuria era especial: allí, tras la ocupación japonesa, se había
contemplado al Kuomintang como el representante de China, la madre
patria. El propio Mao había sido en su día funcionario de alto rango del
Kuomintang, aunque ella prefirió no mencionar este detalle. Por otra
parte, sus amigas se habían unido a los comunistas antes de que
transcurrieran dos años. Se le dijo, no obstante, que aquellas antiguas
amigas suyas habían sido todas acusadas de ser contrarrevolucionarias.
Mi madre no pertenecía a ninguna categoría maldita, pero se le hizo una

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pregunta imposible de contestar: ¿Por qué tenías tantas conexiones con
gente del Kuomintang?

Permaneció detenida durante seis meses. Durante aquel período, hubo


de asistir a numerosas asambleas multitudinarias en las que los
«agentes enemigos» eran obligados a desfilar ante la muchedumbre
para luego ser denunciados públicamente, sentenciados, maniatados y
conducidos a prisión entre los puños alzados de miles de personas y un
atronador coro de consignas. Había también «contrarrevolucionarios»
que habían confesado y a los que, por ello, se les había aplicado un
castigo indulgente, lo que significaba que no eran enviados a la cárcel.
Entre ellos había una amiga de mi madre. Tras ser denunciada
públicamente se suicidó, debido a que, desesperada, había realizado una
confesión falsa durante el interrogatorio. Siete años después, el Partido
admitió que había sido inocente desde el principio. Mi madre fue
obligada a asistir a aquellas reuniones multitudinarias para recibir una
lección. Sin embargo, su fortaleza de carácter evitó que se derrumbara
por el miedo como tantos otros o que terminara por verse confundida
por la lógica falaz y los argumentos esgrimidos durante los
interrogatorios. Consiguió mantener la mente clara y escribió una
crónica sincera de lo que había sido su vida.

Durante largas noches permanecía despierta, incapaz de superar la


amargura que le producía la injusticia del trato recibido. Primero
mientras escuchaba el zumbido de los mosquitos que revoloteaban sobre
la red que cubría su lecho, bajo el calor opresivo del verano; luego, con
el repiqueteo de fondo de la lluvia del otoño y, por fin, en el húmedo
silencio del invierno, reflexionó una y otra vez acerca de las injustas
sospechas que se cernían sobre ella, y especialmente sobre las dudas
que había despertado su detención por el Kuomintang. Se sentía
orgullosa de su comportamiento de entonces, y jamás había soñado que
aquel episodio pudiera convertirse en un motivo que la excluyera de la
revolución.

Por fin, comenzó a intentar convencerse a sí misma de que no podía


culpar al Partido por intentar conservar su pureza. En China, uno
acababa por acostumbrarse a cierto grado de injusticia. Esta vez, por lo
menos, obedecía a una causa noble. Igualmente, se repetía una y otra
vez las palabras del Partido cuando exigía sacrificios a sus miembros:
«Se os está poniendo a prueba, y el sufrimiento hará de vosotros
mejores comunistas».

Consideró la posibilidad de ser considerada contrarrevolucionaria. Si


eso ocurría, sus descendientes sufrirían también el estigma, y su vida se
vería destrozada. El único modo en que podría evitarlo sería
divorciándose de mi padre y repudiándose a sí misma como madre de
sus hijos. Por las noches, mientras cavilaba acerca de tan negras
perspectivas, aprendió a contener las lágrimas. Ni siquiera podía
agitarse ni dar vueltas en la cama, ya que su acompañante la compartía
con ella y estaba obligada a informar de cualquier forma de
comportamiento que mostrara, por nimia que pareciera. Las lágrimas

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serían interpretadas como signo de que se sentía herida por el Partido o
de que estaba perdiendo confianza en él. Ambas cosas resultaban
inaceptables, y podían ejercer un efecto negativo sobre el veredicto
final.

Así pues, mi madre apretaba los dientes y se decía a sí misma que debía
confiar en el Partido. Aun así, le resultaba muy duro verse
completamente aislada de su familia, y echaba terriblemente de menos a
sus hijos. Mi padre no la escribió ni la visitó ni una sola vez: tanto las
cartas como las visitas estaban prohibidas. Lo que necesitaba más que
nada en este mundo era un hombro sobre el que apoyar la cabeza o, al
menos, una palabra afectuosa.

Sin embargo, sí recibía llamadas telefónicas. Del otro extremo de la


línea le llegaban bromas y muestras de confianza que le proporcionaban
un considerable aliento. El único teléfono de todo el departamento
estaba instalado en la mesa de la mujer encargada de los documentos
secretos. Cuando había una llamada para mi madre, sus acompañantes
se quedaban en la habitación mientras hablaba. Sin embargo, como la
apreciaban y querían proporcionarle cierto bienestar, hacían como si no
escucharan sus palabras. La mujer a cargo de los documentos secretos
no formaba parte del equipo que investigaba a mi madre, por lo que no
tenía derecho a escuchar sus conversaciones y tampoco a presentar
informes de ella. Las acompañantes de mi madre procuraban
asegurarse de que no tuviera problemas a causa de aquellas llamadas.
Se limitaban a informar: «La directora Chang habló por teléfono. La
conversación giró en torno a cuestiones familiares». Comenzó a
correrse la voz de cuan considerado era mi padre por preocuparse
tanto de su esposa y mostrarse tan cariñoso con ella. Una de las jóvenes
acompañantes de mi madre le dijo en cierta ocasión que confiaba en
encontrar un marido tan bondadoso como mi padre.

Nadie sabía que el que llamaba no era mi padre, sino otro funcionario
de alto rango que había abandonado el Kuomintang para pasarse a los
comunistas durante la guerra contra Japón. Como antiguo oficial del
Kuomintang, había sido considerado sospechoso y encarcelado en 1947,
aunque terminó por ser rehabilitado. Solía citar su propia experiencia
para dar ánimos a mi madre y, de hecho, entre ambos se estableció una
amistad que duraría toda la vida. Mi padre no telefoneó ni una sola vez
a lo largo de aquellos seis meses. Después de tantos años de militancia,
sabía que el Partido prefería que las personas investigadas no
mantuvieran contacto alguno con el mundo exterior, ni siquiera con sus
cónyuges. Tal y como él lo veía, reconfortar a mi madre hubiera
implicado la existencia por su parte de cierto grado de desconfianza
hacia el Partido. Mi madre nunca pudo perdonarle que la hubiera
abandonado en un momento en que necesitaba cariño y apoyo más que
ninguna otra cosa. Una vez más, le había demostrado que siempre
antepondría el Partido a ella.

Una mañana de enero, mientras contemplaba los ateridos macizos de


hierba azotados por la mustia lluvia bajo los jazmines del emparrado,

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con sus masas de verdes brotes entrelazados, fue llamada a ver al señor
Kuang, el jefe del equipo de investigación. Éste le dijo que se le permitía
regresar a su trabajo… que podía salir. No obstante, tendría que
presentarse allí todas las noches. El Partido no había llegado aún a una
conclusión final acerca de ella.

Mi madre se dio cuenta de que lo que ocurría era que la investigación se


había atascado. La mayor parte de las acusaciones no podían probarse
ni desmentirse, y aunque ello no le resultaba del todo satisfactorio,
intentó olvidarlo ante la excitación que le producía pensar que iba a ver
a sus hijos por primera vez después de seis meses.

Nosotros, recluidos en nuestros respectivos jardines de infancia, apenas


habíamos visto tampoco a nuestro padre. Siempre estaba de viaje por el
campo. En las raras ocasiones en que regresaba a Chengdu, solía enviar
a su guardaespaldas para que nos recogiera a mi hermana y a mí y nos
llevara a pasar el sábado en casa. Nunca envió a recoger a los dos
niños porque eran demasiado pequeños y no se consideraba capaz de
ocuparse de ellos. Su hogar era su oficina. Cuando íbamos a verle
siempre tenía que acudir a alguna reunión, y entonces su
guardaespaldas nos encerraba en su despacho, lugar en el que nada
podíamos hacer aparte de concursos de pompas de jabón. En cierta
ocasión, me sentía tan aburrida que me dediqué a beber agua jabonosa.
Pasé varios días enferma.

Cuando mi madre obtuvo permiso para salir, lo primero que hizo fue
saltar a lomos de su bicicleta y salir disparada hacia los distintos
jardines de infancia. Estaba especialmente inquieta por Jin-ming, que
entonces contaba dos años de edad y a quien apenas había tenido
tiempo de conocer a fondo. Sin embargo, descubrió que los neumáticos
de su bicicleta se habían deshinchado tras seis meses de inactividad por
lo que, apenas había traspasado el umbral, se vio obligada a detenerse
para hincharlos. Nunca se había sentido tan impaciente en toda su vida
como cuando paseaba de un lado a otro esperando a que el hombre
repusiera el aire de sus neumáticos a un ritmo que se le antojó
insoportablemente lento.

Acudió a ver a Jin-ming en primer lugar. Cuando llegó, la maestra le


dirigió una mirada gélida. Jin-ming, dijo, era uno de los pocos niños a
los que nadie había ido a buscar los fines de semana. Mi padre apenas
había acudido a verle, y nunca le había recogido para llevarle a casa.
Alprincipio, Jin-ming había preguntado por «mamá Chen». «Ésa no es
usted, ¿verdad?», preguntó. Mi madre confesó que «mamá Chen» había
sido su nodriza. Más tarde, Jin-ming comenzó a ocultarse en una esquina
de la habitación cada vez que llegaba el momento en que los otros
padres venían a recoger a sus hijos. «Usted debe de ser su madrastra»,
dijo la maestra en tono acusador. Mi madre se sintió incapaz de
explicarle la situación.

Cuando trajeron a Jin-ming, éste se alejó hasta un extremo de la


habitación y rehusó acercarse a mi madre. Se limitó a quedarse allí, en

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silencio, negándose a mirar a mi madre con una expresión de rencor en
el rostro. Mi madre sacó unos melocotones y, mientras comenzaba a
pelarlos, le dijo que viniera a comérselos, pero Jin-ming no se movió. No
tuvo más remedio que depositarlos sobre el pañuelo e impulsarlos hacia
él por encima de la mesa. El niño esperó a que retirara la mano, y a
continuación cogió uno de los melocotones y comenzó a devorarlo.
Luego cogió el otro. En pocos segundos, los tres melocotones habían
desaparecido. Por primera vez desde que la detuvieran, mi madre dejó
correr las lágrimas.

Recuerdo la tarde en que vino a verme. Yo casi había cumplido ya los


cuatro años de edad, y estaba en mi cuna de madera, rodeada de
barrotes como si fuera una jaula. Bajaron uno de los costados para que
mi madre pudiera sentarse y cogerme de la mano mientras me dormía.
Yo, sin embargo, quería contarle todas mis aventuras y travesuras. Me
preocupaba pensar que si me dormía volvería a desaparecer para
siempre. Cada vez que pensaba que ya me había dormido e intentaba
retirar la mano, yo la aferraba con más fuerza y comenzaba a llorar. Se
quedó hasta casi la medianoche. Cuando se levantó, empecé a gritar,
pero ella se marchó de todos modos. Yo entonces ignoraba que su
«libertad bajo palabra» tocaba a su fin.

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11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la
boca»

China, obligada a enmudecer (1956-1958)

Debido a que ahora no teníamos nodrizas y a que mi madre tenía que


presentarse todas las tardes por su situación de libertad vigilada nos
vimos obligados a continuar en nuestros jardines de infancia. Después
de todo, ella no hubiera podido ocuparse de nosotros. Estaba demasiado
ocupada en su «carrera hacia el socialismo» —como rezaba una
canción propagandística— con el resto de la sociedad china.

Durante su detención, Mao había acelerado su intento por transformar


el rostro del país. En julio de 1955 ordenó un aceleramiento de la
agricultura colectiva, y en noviembre anunció inesperadamente que la
totalidad de la industria y el comercio —hasta entonces en manos
privadas— sería nacionalizada.

Mi madre se vio inmersa de lleno en aquel movimiento. En teoría, el


Estado había de actuar como copropietario de las empresas junto con
sus antiguos dueños, quienes podrían embolsarse el cinco por ciento del
valor de sus negocios durante veinte años. Dado que oficialmente no
existía inflación, se suponía que con ello recuperaban el valor total de
los mismos. Los antiguos dueños debían permanecer en sus puestos en
calidad de directores y obtendrían una remuneración relativamente
elevada, pero todos estarían sometidos a un jefe del Partido.

Mi madre fue puesta a cargo de un equipo de trabajo encargado de


supervisar la nacionalización de más de un centenar de restaurantes y
empresas alimentarias y panaderas de su distrito. Aún se hallaba en
libertad vigilada; por ello, estaba obligada a presentarse todas las
noches y ni siquiera se le permitía dormir en su propia cama. Sin
embargo, no por ello dejaron de encomendarle tan importante tarea.

El Partido le había aplicado la estigmatizadora calificación de kong-zhi


shi-yong , que significaba «empleada pero aún bajo control y
vigilancia». Tal etiqueta no había sido hecha pública, pero ella y las
personas encargadas de su caso la conocían. Los miembros de su
equipo de trabajo sabían que había permanecido detenida durante seis
meses, pero ignoraban que aún se hallara bajo vigilancia.

Cuando la detuvieron, mi madre había escrito a mi abuela pidiéndole


que por el momento se quedara en Manchuria. Para ello había
inventado una excusa, ya que no quería que su madre supiera que la
habían detenido, pues ello la habría angustiado horriblemente.

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Mi abuela aún estaba en Jinzhou cuando comenzó el programa de
nacionalizaciones, por lo que se vio atrapada en él. Tras abandonar
Jinzhou en compañía del doctor Xia en 1951, su negocio de farmacia
había quedado a cargo de su hermano Yu-lin. Cuando el doctor Xia
murió, en 1952, la propiedad del mismo pasó a ella. Ahora, el Estado
proyectaba comprárselo. En todas las empresas se constituyó un grupo
de miembros de equipos de trabajo y representantes de la dirección y de
los empleados. Su función consistía en calcular el valor de cada negocio
de tal modo que el Estado pudiera pagar un «precio justo» por el
mismo. A menudo, para complacer a las autoridades, se sugerían cifras
sumamente bajas. El valor que se aplicó al negocio del doctor Xia era
ridículamente modesto, pero en ello había una ventaja para mi abuela:
significaba que quedaría clasificada como «capitalista de menor
importancia», con lo que lograría no atraer la atención. No le agradó
verse cuasi expropiada, pero no protestó por ello.

Dentro de su campaña de nacionalización, el régimen organizó


procesiones en las que desfilaban tañedores de tambores y gongs, así
como asambleas interminables, algunas de ellas reservadas a los
capitalistas. Mi abuela advirtió que todos ellos se mostraban deseosos —
casi agradecidos— de que les obligaran a vender sus negocios. Muchos
decían que lo ocurrido era mucho mejor que lo que habían temido.
Habían oído que en la Unión Soviética las empresas habían sido
confiscadas sin más. Allí, en China, los dueños recibían una
indemnización y, lo que es más importante, el Estado no les obligaba a
ceder sus propiedades si no estaban de acuerdo. Por supuesto, todo el
mundo lo estaba.

Mi abuela se sentía confusa acerca de cuáles deberían ser sus


sentimientos: ignoraba si debía experimentar rencor hacia la causa por
la que luchaba su hija o sentirse feliz, tal y como le recomendaban que
hiciera. El negocio de la farmacia había nacido del arduo esfuerzo del
doctor Xia, y había servido para alimentarla a ella y a su hija. Le
costaba trabajo perderlo así, sin más.

Cuatro años antes, durante la guerra de Corea, el Gobierno había


animado a la gente a que donara sus objetos de valor para contribuir a
la compra de aviones de combate. Mi abuela no quería entregar las
joyas que le habían regalado el general Xue y el doctor Xia y que en
otras épocas habían constituido su única fuente de ingresos. Además,
poseían para ella un fuerte valor sentimental. Sin embargo, mi madre
unió su voz a la del Gobierno. Sentía que las alhajas se hallaban
conectadas con un pasado ya anticuado y compartía la opinión del
Partido, según la cual no eran sino el fruto de la explotación del pueblo,
motivo por el cual debían ser devueltas a él. Invocó asimismo los
argumentos habituales acerca de la necesidad de proteger a China de
una invasión de los imperialistas de Estados Unidos, lo que para mi
abuela no significaba gran cosa. Sus argumentos definitivos fueron:
«Madre, ¿para qué quieres conservar estas cosas? Nadie se pone joyas
hoy en día. Y tampoco tienes que depender de ellas para vivir. Ahora que
tenemos el Partido Comunista, China nunca volverá a ser pobre. ¿Qué es

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lo que te inquieta? En cualquier caso, además, me tienes a mí. Yo
cuidaré de ti. Nunca tendrás que volver a preocuparte de nada. Tengo
que persuadir a muchas otras personas para que donen sus bienes.
Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo puedo esperar tal cosa de ellos si mi
propia madre se niega a hacerlo?». Mi abuela se rindió. Habría hecho
cualquier cosa por su hija. Entregó todas sus joyas, con excepción de un
par de pulseras, unos pendientes de oro y un anillo del mismo metal que
había recibido del doctor Xia como regalo de boda. Obtuvo del Gobierno
un recibo por su donación y gran número de alabanzas por su celo
patriótico.

Sin embargo, nunca llegó a reconciliarse con la pérdida de sus alhajas,


aunque siempre procuró ocultar sus sentimientos. Aparte del valor
sentimental que poseían, existía una consideración de tipo puramente
práctico. Mi abuela había vivido siempre en una inseguridad constante.
¿Podía una confiar realmente en que el Partido Comunista cuidara de
todo el mundo? ¿Y para siempre?

Ahora, cuatro años más tarde, se enfrentaba una vez más a la


obligación de entregarle al Estado algo que ella deseaba conservar y
que, de hecho, constituía su última posesión. Esta vez, realmente, no
tenía alternativa. No obstante, procuró mostrar una cooperación
entusiasta. No quería perjudicar a su hija, y quería evitar que ésta
pudiera sentirse siquiera ligeramente avergonzada de ella.

La nacionalización de la farmacia supuso un proceso prolongado, y mi


abuela permaneció en Manchuria hasta su conclusión. En cualquier
caso, mi madre no quería que regresara a Sichuan hasta que ella misma
gozara una vez más de plena libertad de movimientos y pudiera habitar
en su propia vivienda. Ello no sucedió hasta el verano de 1956, cuando
por fin las restricciones de su libertad bajo palabra quedaron
levantadas. No obstante, tampoco entonces se emitió una decisión
definitiva de su caso.

La conclusión final no llegó hasta finales de aquel mismo año. El


veredicto, emitido por las autoridades del Partido en Chengdu, venía a
decir que se concedía credibilidad a su versión y que no se advertía en
ella conexión política alguna con el Kuomintang. Ello constituía una
decisión taxativa que la exoneraba por completo. Se sintió
profundamente aliviada, ya que sabía que su caso, como tantos otros
similares, podía haber permanecido abierto a falta de pruebas
satisfactorias. Ello hubiera supuesto tener que arrastrar un estigma de
por vida. Ahora, aquel capítulo quedaba cerrado, pensó. Sentía una
profunda gratitud hacia el jefe del equipo de investigación, el señor
Kuang. Por lo general, los funcionarios tendían a equivocarse por
exceso y no por defecto con objeto de protegerse a sí mismos. Hacía
falta un gran valor por parte del señor Kuang para decidirse a aceptar
todo cuanto había dicho.

Tras dieciocho meses de intensa ansiedad, mi madre se vio una vez más
rehabilitada. Era afortunada. Como resultado de aquella campaña, más

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de ciento sesenta mil hombres y mujeres habían sido tachados de
contrarrevolucionarios, y sus vidas se vieron destrozadas durante tres
décadas. Entre ellos se encontraban algunas de las amigas de mi madre
de la época de Jinzhou que habían pertenecido a los cuadros de la Liga
Juvenil del Kuomintang. Calificadas sumariamente como
contrarrevolucionarias, fueron todas despedidas de sus empleos y
enviadas a realizar trabajos manuales forzados.

Aquella campaña, destinada en principio a desenterrar los últimos


vestigios de cualquier pasado relacionado con el Kuomintang, logró
sacar a relucir numerosos datos y conexiones en la historia de las
familias. A lo largo de la historia de China, cuando una persona había
sido condenada, todos los miembros de su clan —hombres, mujeres,
niños e incluso recién nacidos— habían sido ejecutados. En ocasiones, la
ejecución podía aplicarse incluso a primos en noveno grado (zhu-lian jiu-
zu ). Cualquiera que fuera acusado de un crimen podía poner en peligro
las vidas de todo un vecindario.

Hasta entonces, los comunistas habían incluido en sus filas a algunas


personas de pasado «indeseable». Muchos hijos e hijas de sus enemigos
llegaron a alcanzar posiciones elevadas. De hecho, la mayor parte de
los antiguos líderes comunistas procedían también ellos de «malos»
orígenes. A partir de 1955, no obstante, los orígenes familiares se
convirtieron en un factor cada vez más importante. A medida que
pasaban los años y Mao desencadenaba una caza de brujas tras otra, el
número de víctimas creció en proporción geométrica, y cada una de
ellas arrastraba consigo a muchas otras, incluyendo en primer lugar y
sobre todo a los miembros más cercanos de su familia.

A pesar de aquellas tragedias personales, o acaso debido en parte a tan


férreo control, la China de 1956 mostraba mayor estabilidad que en
ningún otro momento de este siglo. La ocupación extranjera, la guerra
civil, las muertes en masa a causa de la inanición, los bandidos, la
inflación… todo parecía cosa del pasado. La estabilidad —el sueño de
todos los chinos— alimentaba la fe de la gente como mi padre y les
ayudaba a soportar sus sufrimientos.

Mi abuela regresó a Chengdu en el verano de 1956. Lo primero que hizo


al llegar fue correr a los diferentes jardines de infancia y llevarnos a
todos de vuelta a casa de mi madre. Mi abuela poseía una arraigada
aversión hacia los jardines de infancia. Solía decir que los niños no
podían ser cuidados adecuadamente si estaban en grupo. Mi hermana y
yo no estábamos demasiado mal, pero tan pronto como la vimos
rompimos a gritar y le pedimos que nos llevara a casa. Con los dos
niños, la cosa no fue tan fácil: la maestra de Jin-ming se quejó de que el
niño se mostraba terriblemente retraído y se negaba a permitir que
ningún adulto le tocara. Tan sólo preguntaba, suave pero
obstinadamente, por su antigua nodriza. Mi abuela estalló en lágrimas
cuando vio a Xiao-hei. Parecía un muñeco de madera, y su rostro
aparecía curvado en una sonrisa estúpida. Allí donde le situaran, ya
fuera sentado o de pie, se limitaba a permanecer inmóvil en el sitio. No

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sabía pedir sus necesidades, y ni siquiera parecía capaz de llorar. Mi
abuela lo tomó en sus brazos e inmediatamente hizo de él su favorito.

Ya de regreso en casa de mi madre, mi abuela dio rienda suelta a su


cólera y perplejidad. Entre lágrimas, llamó a mi padre y a mi madre
«progenitores sin corazón». Ignoraba que mi madre no había tenido
elección.

Debido a que mi abuela no podía cuidar de los cuatro a la vez, las dos
mayores —mi hermana y yo— tuvimos que volver al jardín de infancia
durante la semana. Todos los lunes por la mañana, mi padre y su
guardaespaldas nos cargaban sobre sus hombros y se nos llevaban
entre aullidos, patadas y tirones de pelo.

La situación se mantuvo así durante algún tiempo. Luego,


inconscientemente, fui desarrollando mis propias formas de protesta.
Comencé a ponerme enferma en el jardín de infancia y a sufrir fiebres
tan elevadas que los médicos se alarmaban. Tan pronto como regresaba
a casa, mis males desaparecían milagrosamente. Por fin, se nos permitió
a ambas quedarnos en casa.

Para mi abuela, una profunda amante de la naturaleza, las nubes y la


lluvia eran seres vivos dotados de corazón y lágrimas y sentido de la
moralidad. Estaríamos a salvo si seguíamos la antigua regla china para
los niños, ting-hua , («prestar atención a las palabras», ser obedientes).
En caso contrario, nos ocurrirían toda clase de cosas. Cuando
comíamos naranjas, mi abuela nos prevenía de que no nos tragáramos
las pepitas. «Si no me hacéis caso, un día no podréis entrar en la casa.
Cada pepita es un naranjo chiquitín que, al igual que vosotras, quiere
crecer. Se desarrollará silenciosamente dentro de vuestra barriga,
creciendo más y más hasta que un día, ¡Ai-ya! ¡Os saldrá por la cabeza!
Le crecerán hojas, tendrá más naranjas y sobrepasará la altura de la
puerta…».

La idea de llevar un naranjo en la cabeza me fascinaba tanto que un día


me tragué una pepita deliberadamente… una, tan sólo. Tampoco quería
llevar un huerto en la cabeza: pesaría demasiado. Me pasé el resto del
día palpándome el cráneo cada pocos minutos para comprobar si aún lo
tenía de una pieza. Varias veces estuve a punto de preguntarle a mi
abuela si se me permitiría comerme personalmente las naranjas que me
crecieran en la cabeza, pero decidí no hacerlo para que no supiera que
había sido desobediente. Decidí que cuando viera el árbol fingiría que
había debido de ser un accidente. Aquella noche dormí muy mal. Sentía
como si algo me apretara el cráneo por dentro.

Por lo general, sin embargo, las historias de mi abuela me


proporcionaban sueños felices. Conocía docenas de ellas, procedentes
de la ópera china clásica. También teníamos montones de libros de
animales y pájaros y mitos y cuentos de hadas. Ni siquiera nos faltaban
libros de cuentos extranjeros, entre ellos los de Hans Christian Andersen
y las fábulas de Esopo. Caperucita roja, Blancanieves y los siete

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enanitos y Cenicienta se contaron entre mis compañeros favoritos de
niñez.

Además de los cuentos, me encantaban los poemas infantiles, los cuales


constituyeron mi primer encuentro con la poesía. Dado que la lengua
china se basa en tonos, su poesía posee una calidad especial. Solía
quedarme fascinada cada vez que mi abuela cantaba los poemas
clásicos, cuyo significado yo entonces no entendía. Las leía al estilo
tradicional, entonando un soniquete de acentos alargados que ascendían
y descendían cadenciosamente. Un día, mi madre la oyó mientras nos
recitaba algunos poemas escritos en torno al año 500 a. C. Pensó que
eran demasiado difíciles para nosotras e intentó detenerla, pero mi
abuela insistió, diciendo que no teníamos que comprender su
significado, y que bastaba con que captáramos el sentido de musicalidad
de los sonidos. A menudo decía que sentía haber perdido su cítara
cuando abandonó Yixian veinte años antes.

A mis dos hermanos no les interesaba tanto que les leyeran, ni tampoco
que les relataran historias nocturnas. A mi hermana, sin embargo, con
quien yo compartía el dormitorio, le gustaban tanto como a mí. Tenía,
además, una memoria extraordinaria. Había logrado ya impresionar a
todo el mundo recitando sin una sola equivocación la larga balada de
Pushkin titulada El pescador y los peces de colores cuando tan sólo
contaba tres años de edad.

Mi vida familiar era tranquila y afectuosa. Independientemente del


resentimiento que mi madre pudiera sentir entonces hacia mi padre,
rara vez se peleaban, al menos no en presencia de los niños. Ahora que
habíamos crecido, mi padre rara vez demostraba su cariño hacia
nosotras a través del contacto físico. No era habitual que un padre
alzara en brazos a sus hijos, ni que les demostrara su afecto por medio
de besos y abrazos. A menudo permitía que los niños cabalgaran sobre
él, y a veces les daba cariñosos golpecitos en los hombros o les
acariciaba el cabello, cosa que rara vez hacía con nosotras. Cuando
ambas superamos los tres años, se limitó a alzarnos cuidadosamente
por las axilas, fiel a la tradición china, según la cual los hombres debían
evitar cualquier intimidad con las hijas. Ni siquiera entraba en nuestro
dormitorio sin que antes le hubiéramos dado permiso.

Mi madre no tenía con nosotros tanto contacto físico como hubiera


deseado. El motivo era que a ella le afectaban otras normas,
relacionadas en su caso con el puritanismo del estilo de vida comunista.
A comienzos de los cincuenta se suponía que un comunista debía
entregarse tan profundamente a la revolución y al pueblo que cualquier
demostración de afecto hacia sus hijos era mal vista, ya que indicaba la
presencia de lealtades divididas. Cada hora que no se pasara comiendo
o durmiendo pertenecía a la revolución, y debía emplearse para
trabajar. Cualquier actividad que no tuviera que ver con la revolución,
tal como llevar a tus hijos en brazos, debía ser despachada con la mayor
celeridad posible.

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Al principio, a mi madre le costó trabajo acostumbrarse a eso.
«Anteponer la familia» era una crítica de la que constantemente le
hacían objeto sus colegas del Partido. Por fin, terminó por adquirir la
costumbre de trabajar sin descanso. Para cuando llegaba a casa por las
noches, hacía ya rato que estábamos durmiendo. En tales ocasiones,
solía sentarse junto a nuestra cama observando nuestros rostros
dormidos y escuchando nuestra apacible respiración. Aquéllos eran sus
momentos más felices del día.

Siempre que tenía tiempo procuraba abrazarnos, rascándonos


suavemente y haciéndonos cosquillas, especialmente en los codos, zona
que resultaba particularmente placentera. Para mí el paraíso consistía
en depositar la cabeza en su regazo y dejar que me hiciera cosquillas en
la parte interior de la oreja. Hurgar la oreja era una forma china
tradicional de proporcionar placer. Recuerdo haber visto de niña a
profesionales que paseaban por las calles con una tarima en uno de
cuyos extremos había un sillón de bambú con docenas de esponjosos
palillos colgando del otro.

A partir de 1956, los funcionarios comenzaron a disfrutar del domingo


libre. Mis padres solían llevarnos a parques y terrenos de juego donde
montábamos en los columpios y tiovivos o nos dejábamos caer rodando
por las laderas cubiertas de hierba. Aún conservo el recuerdo de un día
en que di una peligrosa vuelta de campana y, encantada, me dejé caer
ladera abajo con la intención de terminar en brazos de mis padres. Sin
embargo, terminé estrellándome contra dos hibiscos, uno tras otro.

Mi abuela aún se mostraba aturdida ante la cantidad de tiempo que mis


padres pasaban fuera de casa. «¿Qué clase de padres son éstos?», solía
suspirar, sacudiendo la cabeza. En un intento por compensar su
ausencia, se entregaba a nosotros en cuerpo y alma. Sin embargo, ella
sola no podía con cuatro criaturas ajenas, por lo que mi madre invitó a
la tía Jun-ying a vivir con nosotros. Ella y mi abuela se llevaban muy
bien, y su armonía continuó cuando, a comienzos de 1957, se unió a
ellas una criada interna. Aquel acontecimiento coincidió con nuestra
mudanza a una nueva vivienda situada en una antigua vicaría cristiana.
Mi padre se trasladó a vivir con nosotros, por lo que toda la familia
comenzó a vivir bajo un mismo techo por primera vez.

La criada tenía dieciocho años. Cuando llegó, vestía una blusa y unos
pantalones de algodón estampados con flores que los habitantes de la
ciudad, más habituados a los colores discretos que dictaban el
esnobismo urbano y el puritanismo comunista, hubieran considerado
excesivamente llamativos. Las damas de la ciudad vestían trajes
cortados como los de las mujeres rusas, pero nuestra criada vestía un
traje al estilo campesino, cerrado por un costado con botones de
algodón en lugar de con los nuevos botones de plástico. Para sujetarse
los pantalones se servía de un cordel de algodón en lugar de cinturón.
Muchas campesinas hubieran modificado su atuendo al llegar a la
ciudad para no parecer paletas de pueblo, pero ella se mostraba
completamente indiferente a su modo de vestir, lo que denotaba la

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fortaleza de su carácter. Poseía unas manos grandes y ásperas, y su
rostro oscuro y bronceado mostraba dos hoyuelos permanentes en las
rosadas mejillas y una sonrisa franca y tímida. Gustó inmediatamente a
todos los miembros de la familia. Comía con nosotros y se ocupaba de
las faenas domésticas con mi abuela y mi tía. Dado que mi madre nunca
estaba en casa, mi abuela estaba encantada de contar con dos amigas
íntimas que, a la vez, eran sus confidentes.

Nuestra criada procedía de una familia de terratenientes, y había


intentado abandonar el campo por todos los medios debido a la
constante discriminación con la que allí se enfrentaba. En 1957 volvió a
estar permitido emplear a personas con «malos» antecedentes
familiares. La campaña de 1955 había concluido, y la atmósfera parecía
en general más relajada.

Los comunistas habían instituido un sistema bajo el cual todo el mundo


debía registrar su lugar de residencia (hu-kou ). Sólo aquellos que
quedaban registrados como habitantes de ciudad tenían derecho a
raciones alimenticias. Nuestra criada estaba registrada como
campesina, por lo que mientras estuviera con nosotros no dispondría de
fuente alguna de alimentos. Sin embargo, con las raciones de toda la
familia había más que de sobra para alimentarla también a ella. Un año
después, mi madre le ayudó a cambiar su registro al de Chengdu.

Igualmente, era mi familia la encargada de pagar su salario. El sistema


de subsidios del Estado había sido abolido a finales de 1956, época en
que mi padre perdió asimismo los servicios de su guardaespaldas, al que
sustituyó un mayordomo compartido que le prestaba algunos servicios
en la oficina, tales como servirle el té o cuidar de los automóviles. Para
entonces, mis padres ganaban sueldos previamente fijados de acuerdo
con sus niveles de funcionariado. Mi madre poseía un nivel 17, y mi
padre un nivel 10, lo que implicaba el doble de sueldo que ella. Dado que
los productos básicos eran baratos y que no existía concepto de
sociedad de consumo, la combinación de ambos salarios resultaba más
que suficiente. Mi padre pertenecía a una categoría especial conocida
con el nombre de gao-gan o «altos funcionarios», término que se
aplicaba a las personas de nivel 13 y superiores, de las cuales había
unas doscientas en Sichuan. En toda la provincia, con una población
total que entonces ya alcanzaba los setenta y dos millones de personas,
había menos de veinte que alcanzaran o sobrepasaran el nivel 10.

En primavera de 1956, Mao anunció una política bautizada como la de


las Cien Flores, nombre extraído de la frase «que florezcan las cien
flores» (bai-hua qi-fang ), lo que en teoría significaba una mayor
libertad para las artes, la literatura y la investigación científica. El
Partido quería obtener el apoyo de los ciudadanos más cultivados del
país, cosa que éste necesitaba urgentemente a medida que iniciaba su
etapa de industrialización y post-recuperación.

El nivel educativo general del país siempre había sido muy bajo. La
población era enorme —para entonces, más de seiscientos millones de

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personas— y la inmensa mayoría jamás había disfrutado de nada
parecido a un nivel de vida digno. El país siempre había vivido bajo una
dictadura basada en mantener a la población en estado de ignorancia y,
con ello, de obediencia. Existía también el problema del lenguaje: la
grafía china es extraordinariamente difícil. Se basa en decenas de miles
de caracteres individuales que no se encuentran relacionados con los
sonidos, y cada uno de ellos se forma con complicados trazos y necesita
ser recordado por separado. Había cientos de millones de personas
analfabetas.

Cualquiera que poseyera una mínima educación recibía el apelativo de


intelectual. Con los comunistas, acostumbrados a basar sus políticas en
categorías de clase, los intelectuales se convirtieron en una categoría
tan específica como vaga en la que se incluían enfermeras, estudiantes y
actores junto a ingenieros, técnicos, escritores, maestros, médicos y
científicos.

Bajo la política de las Cien Flores, el país disfrutó de un año de relativa


tranquilidad. A continuación, en primavera de 1957, el Partido exhortó a
diversos intelectuales a que expresaran sus críticas de todos los rangos
del funcionariado. Mi madre pensó que el propósito de ello era estimular
una mayor liberalización. Al conocer el contenido de un discurso que
Mao pronunció al respecto y que fue transmitiéndose de nivel en nivel
hasta llegar a ella, se sintió tan conmovida que no pudo dormir en toda
la noche. Sentía que China iba a disfrutar realmente de un partido
moderno y democrático, un partido que aceptaría gustosamente las
críticas con objeto de revitalizarse. Se sintió orgullosa de ser comunista.

Cuando los miembros del nivel de mi madre fueron informados del


discurso en el que Mao había solicitado la expresión de críticas a los
funcionarios, nadie les dijo nada de otros comentarios que había
realizado aproximadamente en aquella misma época y en los que se
refería a sacar a las serpientes de sus madrigueras y a desenmascarar a
cualquiera que osara oponerse a él o a su régimen. Un año antes, el
líder soviético, Kruschev, había denunciado a Stalin en su «discurso
secreto», y ello había anonadado a Mao, quien se identificaba
personalmente con Stalin. Mao se había visto nuevamente turbado por
la rebelión húngara de aquel otoño, el primer intento con éxito —si bien
de corta vida— por derrocar un régimen comunista establecido. Aún
peor, Mao sabía que gran parte de las personas cultivadas de China se
mostraba a favor de la moderación y la liberalización. Quería, pues,
prevenir una «revuelta húngara a la china». De hecho, reveló
posteriormente a los líderes húngaros que su petición de críticas había
sido una trampa que decidió prolongar incluso cuando sus colegas
sugirieron que pusiera fin a ella, con objeto de asegurarse que había
descubierto hasta el último disidente en potencia.

Los obreros y campesinos no le inquietaban, ya que confiaba en su


gratitud hacia los comunistas por haberles llenado el estómago y
haberles proporcionado una existencia estable. Asimismo, mostraba un
desprecio básico por ellos: no creía que tuvieran la suficiente capacidad

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mental como para desafiar su mandato. Sin embargo, Mao siempre
había desconfiado de los intelectuales. Los intelectuales habían
desempeñado un papel fundamental en Hungría, y se mostraban más
aficionados que el resto de las personas a pensar por sí mismos.

Inconscientes de las maniobras secretas del líder, tanto funcionarios


como intelectuales se dedicaron a solicitar y a ofrecer críticas. Según
Mao, debían «decir todo aquello que quisieran, sin ocultar nada». Mi
madre repitió aquello con entusiasmo en las escuelas, los hospitales y
los grupos de entretenimiento que tenía a su cargo. En los seminarios y
los carteles callejeros se aireaban toda suerte de opiniones. Numerosos
personajes célebres aportaron su ejemplo publicando críticas en la
prensa.

Como casi todo el mundo, mi madre también recibió ciertas críticas. La


principal de ellas, procedente de los colegios, fue que mostraba
favoritismo hacia los colegios «clave» (zhong-dian ). En China existía
cierto número de escuelas y universidades oficialmente designadas en
las que el Estado concentraba sus limitados recursos. En ellas se
contaba con mejores maestros e instalaciones, y de ellas se
seleccionaban los alumnos más brillantes, lo que garantizaba un elevado
nivel de acceso de éstos a instituciones de enseñanza superior, y
especialmente a universidades «clave». Algunos maestros de las
escuelas ordinarias protestaron afirmando que mi madre había estado
prestando demasiada atención a los colegios «clave» a sus expensas.

Los maestros también estaban clasificados en niveles. A los mejores se


les concedían niveles honorarios que les daban derecho a salarios muy
superiores, raciones alimenticias especiales en tiempos de escasez,
mejores viviendas y entradas gratuitas para los teatros. En la
jurisdicción de mi madre, la mayor parte de los maestros de alto nivel
parecían contar con antecedentes familiares «indeseables», y algunos
de los maestros desprovistos de nivel protestaron diciendo que mi
madre daba demasiada importancia a los méritos profesionales y muy
poca a los antecedentes de clase. Mi madre realizó autocríticas acerca
de su falta de ecuanimidad en lo que se refería a las escuelas «clave»,
pero insistió en que no creía estar equivocada al basarse en los méritos
profesionales como criterio para determinar la oportunidad de los
ascensos.

Hubo una crítica a la que mi madre, asqueada, hizo oídos sordos. La


directora de una de las escuelas de primaria se había unido a los
comunistas en 1945 —antes que mi madre— y se sentía molesta por
tener que obedecer sus órdenes. En consecuencia, aquella mujer se
dedicó a atacar a mi madre afirmando que si había obtenido aquel
puesto había sido únicamente gracias a la influencia de mi padre.

Hubo otras quejas: los directores de las escuelas querían disfrutar del
derecho a escoger a sus propios maestros en lugar de verse obligados a
aceptar a aquellos que les eran asignados por las autoridades. Los
directores de hospital querían que se les permitiera comprar hierbas y

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otras medicinas personalmente, ya que el suministro que recibían del
Estado no bastaba para sus necesidades. Los cirujanos querían gozar de
mayores raciones alimenticias: consideraban su labor tan ardua como
la de los actores de kung-fu de la ópera tradicional china, y sin embargo
sus raciones eran una cuarta parte más reducidas que las de aquéllos.
Un funcionario de menor rango se lamentaba de que de los mercados de
Chengdu hubieran desaparecido algunos célebres artículos tradicionales
tales como las «tijeras Wong» o los «cepillos Hu» para verse
reemplazados por sustitutos de inferior calidad fabricados al por mayor.
Mi madre se mostraba de acuerdo con muchas de aquellas opiniones,
pero nada había que pudiera hacer al respecto, ya que se trataba de
políticas de Estado. Todo lo que podía hacer era informar de ello a las
autoridades superiores.

Aquel estallido de críticas —que a menudo no eran otra cosa que quejas
personales o sugerencias prácticas y apolíticas de posibles mejoras—
floreció durante aproximadamente un mes del verano de 1957. A
comienzos de junio, el discurso pronunciado por Mao acerca de «sacar
a las serpientes de sus guaridas» llegó verbalmente a oídos de los
funcionarios del nivel de mi madre.

En aquella arenga, Mao había dicho que los derechistas habían


desencadenado un ataque sin cuartel del Partido Comunista y del
sistema socialista de China. Afirmó que dichos derechistas suponían
entre el uno y el diez por ciento de los intelectuales del país… y que
debían ser aplastados. Para simplificar las cosas, se había escogido la
cifra del cinco por ciento —a medio camino entre ambos extremos
propuestos por Mao— como proporción establecida de derechistas que
debían ser capturados. Para alcanzar dicha cifra, mi madre debía
desenmascarar a más de cien derechistas en las organizaciones a su
cargo.

Estaba un poco disgustada por algunas de las críticas que ella misma
había recibido, pero pocas de ellas podían considerarse ni remotamente
anticomunistas o antisocialistas. A juzgar por lo que había leído en los
periódicos, parecía que se habían producido algunos ataques al
monopolio comunista del poder y al sistema socialista, pero en sus
escuelas y hospitales nadie se había mostrado tan osado. ¿Dónde
demonios iba a localizar a tantos derechistas? Además, pensó, era
injusto castigar a gente a la que previamente se había invitado —incluso
exhortado— a hablar. Por si fuera poco, Mao había garantizado
explícitamente que no se tomarían represalias contra los que hablaran.
Ella misma, con gran entusiasmo, había animado a la gente a hacerlo.

Se encontraba en un dilema típico al que en ese momento se


enfrentaban millones de funcionarios de toda China. En Chengdu, la
Campaña Antiderechista tuvo un inicio lento y difícil. Las autoridades
provinciales decidieron dar ejemplo con un hombre, un tal señor Hau,
que era secretario del Partido en un instituto de investigación en el que
trabajaban científicos de renombre procedentes de toda la región de
Sichuan. Se esperaba de él que capturara a un número considerable de

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derechistas, pero había informado que en su instituto no había ni uno.
«¿Cómo es posible?», había preguntado su jefe. Algunos de los
científicos habían estudiado en el extranjero, en Occidente. «Tienen que
haberse contaminado por la sociedad occidental. ¿Cómo pretende usted
esperar que sean felices con el comunismo? ¿Cómo es posible que entre
ellos no haya ningún derechista?». El señor Hau dijo que el hecho de
que hubieran elegido regresar a China demostraba que no eran
anticomunistas, y llegó al extremo de avalarles personalmente. Se le
advirtió en numerosas ocasiones que rectificara su actitud. Por fin, fue
calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de
su empleo. Su nivel de funcionariado se vio drásticamente reducido y se
le obligó a trabajar barriendo los suelos en los laboratorios del mismo
instituto que antes había dirigido.

Mi madre conocía al señor Hau, y experimentó una profunda


admiración hacia él y hacia el modo en que había defendido sus
opiniones. Entre ambos surgió una gran amistad que aún hoy perdura.
Pasaba muchas tardes con él, contándole sus preocupaciones. Sin
embargo, reconocía en su destino el que a ella misma le esperaba si no
cumplía con su cuota.

Todos los días, tras las interminables asambleas habituales, mi madre


tenía que informar a las autoridades municipales del Partido sobre la
marcha de la campaña. La persona a cargo de la misma en Chengdu era
un hombre llamado Ying; se trataba de un individuo alto, esbelto y
bastante arrogante. Mi madre tenía que darle cifras que mostraran el
número de derechistas que habían sido desenmascarados. Los nombres
eran lo de menos. Lo que importaba eran los números.

¿Dónde, sin embargo, iba a conseguir hallar sus más de cien derechistas
anticomunistas y antisocialistas? Por fin, uno de sus ayudantes, llamado
Kong, encargado de Educación para el Distrito Oriental, anunció que las
directoras de un par de colegios habían logrado identificar como tales a
algunas de sus maestras. Una de ellas era una maestra de primaria cuyo
esposo, oficial del Kuomintang, había muerto en la guerra civil. Había
dicho algo así como que «China, hoy, está peor que en el pasado». Un
día tuvo una trifulca con la directora, quien la había criticado por
aflojar su ritmo de trabajo. Furiosa, la golpeó. Otras dos maestras
intentaron detenerla, una de ellas diciéndole que tuviera cuidado, ya que
la directora estaba embarazada. Según los informes, se había puesto a
gritar que quería «librarse de ese comunista hijo de puta» (refiriéndose
al niño que aún no había nacido).

En otro de los casos, se dijo que una maestra cuyo esposo había huido a
Taiwan con el Kuomintang había estado mostrando a ciertas
compañeras algunas de las joyas que le había regalado su marido,
intentando con ello despertar en ellas un sentimiento de envidia hacia la
vida que había llevado ella con el Kuomintang. Las jóvenes afirmaron
asimismo que había dicho que era una lástima que los norteamericanos
no hubieran ganado la guerra de Corea y hubieran avanzado a
continuación hacia China.

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El señor Kong dijo que había comprobado los hechos. La investigación
no dependía de mi madre. Cualquier cautela por su parte se hubiera
interpretado como un intento de proteger a las derechistas y poner en
duda la integridad de sus propias colegas.

Los responsables hospitalarios y el encargado del Departamento de


Salud no acusaron personalmente a ningún derechista, pero varios
doctores fueron tildados de ello por las autoridades superiores del
municipio de Chengdu como consecuencia de las críticas realizadas en
asambleas anteriores organizadas por las autoridades de la ciudad.

Todos aquellos derechistas juntos apenas sumaban diez personas:


mucho menos de lo que exigía la cuota. Para entonces, el señor Ying
estaba harto de la falta de celo mostrado por mi madre y sus colegas, y
afirmó que el hecho de que ésta no pudiera reconocer a los derechistas
demostraba que ella misma estaba hecha de la misma pasta. Ser
calificado de derechista no sólo implicaba verse convertido en un paria
político y perder el empleo sino, lo que era aún más importante,
aseguraba la discriminación de los hijos y la familia y ponía en peligro
el futuro de todos ellos. Los niños estarían condenados al ostracismo
tanto en la escuela como en la calle. El comité de residentes espiaría a
la familia para comprobar qué visitas recibía. Si un derechista era
enviado al campo, los campesinos reservarían las tareas más duras
para él y para su familia. Sin embargo, nadie conocía con exactitud el
alcance de las consecuencias, y esa misma incertidumbre constituía de
por sí un poderoso motivo de temor.

Tal era el dilema al que se enfrentaba mi madre. Si era tachada de


derechista se vería forzada a elegir entre renunciar a sus hijos o
destrozar el futuro de los mismos. Mi padre se vería probablemente
obligado a divorciarse de ella o también él sería incluido en la lista
negra y sujeto a constantes sospechas. Incluso si mi madre se
sacrificaba y se divorciaba de él, toda la familia continuaría
eternamente señalada con el estigma de los sospechosos. No obstante,
el precio que había de pagar para salvarse ella y salvar a sus parientes
era el bienestar de cien personas inocentes con todas sus familias.

Mi madre no habló de aquello con mi padre. ¿Qué solución podría él


haber aportado? Le producía resentimiento pensar que la elevada
posición de que él gozaba le evitaba tener que enfrentarse a casos
individuales. Aquellas dolorosas decisiones quedaban reservadas a
funcionarios de nivel medio y bajo tales como el señor Ying, mi madre,
sus ayudantes, las directoras de las escuelas y los directores de hospital.

Una de las instituciones del distrito de mi madre era la Escuela de


Formación de Profesorado Número Dos de Chengdu. Los estudiantes de
los colegios de magisterio gozaban de una beca que cubría su salario y
sus gastos de manutención por lo que, lógicamente, tales instituciones
solían atraer a personas procedentes de familias pobres. Acaba de ser
completada la primera línea férrea que unió Sichuan —el Granero del
Cielo— con el resto de China. Como resultado, se estaban transportando

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grandes cantidades de alimentos de esta región a otras partes del país, y
los precios de muchos artículos se duplicaron e incluso triplicaron casi
de la noche a la mañana. Los estudiantes de la Escuela de Formación
habían visto su nivel de vida reducido prácticamente a la mitad, por lo
que habían organizado una manifestación para exigir mayores ayudas.
Aquella acción fue comparada por el señor Ying con la del Círculo de
Petofi durante la rebelión húngara de 1956, y denominó a los
estudiantes «almas gemelas de los intelectuales húngaros». Ordenó que
todos aquellos que hubieran participado en la manifestación fueran
clasificados como derechistas. La escuela contaba con unos trescientos
alumnos, de los cuales unos ciento treinta habían tomado parte en la
misma. Todos ellos fueron tachados de derechistas por el señor Ying.
Aunque la escuela no estaba bajo la jurisdicción de mi madre —ya que
ésta tan sólo se ocupaba de las escuelas de enseñanza primaria— sí
estaba localizada en su distrito, por lo que las autoridades de la ciudad
le adjudicaron arbitrariamente a aquellos alumnos como parte de su
cuota.

Nunca se le perdonó su falta de iniciativa. El señor Ying tomó nota de su


nombre para someterla a futuras investigaciones como sospechosa de
derechismo. Sin embargo, antes de que pudiera tomar medidas
adicionales, él mismo se vio condenado por igual motivo.

En marzo de 1957, acudió a Pekín para asistir a una conferencia de


jefes de departamentos de Asuntos Públicos provinciales y municipales
procedentes de todo el país. Durante las discusiones de grupo, se animó
a los delegados a que expresaran sus quejas sobre los procedimientos
administrativos de sus respectivas zonas. El señor Ying sacó a relucir
alguna que otra protesta inocente contra el primer secretario del
Comité del Partido en Sichuan, Li Jing-quan, conocido generalmente
como el Comisario Li. Mi padre era el jefe de la delegación de Sichuan
para aquella conferencia, por lo que a él correspondía redactar el
informe de rutina al regreso de la misma. Cuando comenzó la campaña
antiderechista, el Comisario Li decidió que no le agradaban las
manifestaciones realizadas por el señor Ying. Consultó con el jefe
adjunto de la delegación, pero éste había sido lo bastante hábil como
para ausentarse oportunamente al lavabo tan pronto como el señor Ying
inició su crítica. Durante la última etapa de la campaña, el Comisario Li
acusó al señor Ying de derechista. Cuando mi padre se enteró, se
disgustó terriblemente, y comenzó a atormentarse con la idea de que él
mismo era parcialmente responsable de la caída del señor Ying. Mi
madre intentó convencerle de que no era así: «¡No es culpa tuya!», le
dijo, pero él continuó torturándose con aquella idea.

Muchos funcionarios aprovecharon la campaña para arreglar cuentas


personales. Algunos de ellos descubrieron que un modo sencillo de
completar su cuota consistía en denunciar a sus enemigos. Otros
obraron impulsados por un puro sentimiento de venganza. En Yibin, los
Ting realizaron una purga entre numerosas personas de talento con las
que no se llevaban bien o de quienes sentían celos. Casi todos los
colaboradores de mi padre —gente que él mismo había escogido y

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promocionado— fueron condenados como derechistas. Un antiguo
ayudante por quien mi padre sentía un gran afecto fue etiquetado como
ultraderechista. Su crimen consistía en haber realizado una única
observación en la que opinaba que China no debía permitir que se
creara una dependencia «absoluta» de la Unión Soviética. En aquella
época, sin embargo, el Partido proclamaba que así debía ser. Fue
sentenciado a tres años de estancia en un gulag chino y obligado a
trabajar en la construcción de una carretera en una zona agreste y
montañosa en la que muchos de sus compañeros encontraron la muerte.

La Campaña Antiderechista no afectó a la sociedad ampliamente. La


vida de campesinos y obreros continuó como si tal cosa. Al cabo de un
año, cuando finalizó la campaña, al menos 550.000 personas habían
sido tachadas de derechistas: entre ellas estudiantes, profesores,
escritores, artistas, científicos y otros profesionales. En su mayor parte,
fueron despedidos de sus empleos y hubieron de contentarse con
realizar labores manuales en fábricas o granjas. Algunos fueron
condenados a trabajos forzados en los gulags . Tanto ellos como sus
familias se convirtieron en ciudadanos de segunda clase. La lección fue
tan severa como inconfundible: no habían de tolerarse críticas de
ningún tipo. A partir de entonces, la gente dejó de protestar, y hasta de
hablar. Un dicho popular resumía la atmósfera reinante: «Tras los Tres
Anti, nadie quería estar a cargo de dinero alguno; tras la Campaña
Antiderechista, nadie osa abrir la boca».

Sin embargo, la tragedia de 1957 no se limitó a reducir a la población al


silencio. La posibilidad de verse precipitado en el abismo se había
convertido en algo impredecible. El sistema de cuotas combinado con
las venganzas personales significaba que cualquiera podía ser
perseguido por nada.

La lengua vernácula captó claramente el ambiente reinante. Entre las


categorías de derechistas había multitud de «derechistas de rifa» (chou-
qian you-pai ), es decir, personas a quienes habían tildado como tales
por medio de un sorteo; había «derechistas de lavabo» {ce-suo you-
pai ), esto es, gente que había sido acusada por no haber podido
aguantar las ganas de acudir al retrete tras largas e interminables
reuniones; había también derechistas de los que se decía que «tenían
veneno pero no lo soltaban» (you-du bu-fang ): se trataba de personas
calificadas de derechistas aunque nunca hubieran dicho nada en contra
de nadie. Cuando a un jefe no le gustaba alguien, podía decir: «No da
buena impresión» o «Su padre fue ejecutado por los comunistas, ¿cómo
no va a sentir rencor por ello? Sencillamente, no quiere confesarlo
abiertamente». A veces, surgían jefes de unidad bondadosos que hacían
exactamente lo contrario: «¿A quién voy a cargarle el muerto? No
puedo hacerle eso a nadie. Decid que soy yo». Estos últimos eran
denominados popularmente «derechistas autorreconocidos» (zi-ren you-
pai ).

Para muchas personas, 1957 constituyó un año decisivo. Mi madre aún


conservaba su devoción a la causa comunista, pero comenzaron a

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asaltarle vacilaciones acerca de su puesta en práctica. Comentó
aquellas dudas con su amigo, el señor Hau —el antiguo director del
instituto de investigación— pero nunca se las mencionó a mi padre, y no
porque éste no las tuviera también, sino porque se habría negado a
discutirlas con ella.

Al igual que las órdenes militares, las normas del Partido prohibían a
sus miembros comentar entre ellos la política del mismo. El catecismo
del Partido estipulaba que todo miembro debía obedecer
incondicionalmente a su organización, y qué un funcionario de rango
inferior debía obedecer a otro de rango superior, ya que éste
representaba para él una encarnación de la organización del Partido.
Tan severa disciplina —en la que los comunistas habían insistido desde
antes de la época de Yan’an— resultaba fundamental para su éxito.
Constituía un instrumento de poder formidable e imprescindible en una
sociedad en la que las relaciones personales se anteponían
tradicionalmente a cualquier otra norma. Mi padre se mostraba
totalmente partidario de la misma. Opinaba que la revolución no podía
defenderse y mantenerse si se permitía que fuera desafiada
abiertamente. En una revolución, uno tenía que luchar por su bando
incluso si éste no era perfecto… siempre y cuando uno creyera que era
mejor que el opuesto. La unidad constituía una necesidad imperativa y
categórica.

Mi madre no tenía dificultad en advertir que en lo que se refería a la


relación de mi padre con el Partido ella no era sino una extraña más. Un
día en que se le ocurrió realizar ciertos comentarios críticos acerca de
la situación sin obtener respuesta por parte de él, le dijo en tono de
amargura: «¡Eres un buen comunista, pero no podías ser peor esposo!».
Mi padre asintió, confirmando que ya lo sabía.

Catorce años después, mi padre nos reveló casi todo lo que le había
ocurrido en 1957. Desde sus primeros días en Yan’an, cuando aún era
un jovencito de veinte años, había sido buen amigo de una conocida
escritora llamada Ding Ling. En marzo de 1957, cuando estaba en Pekín
encabezando la delegación de Sichuan en una conferencia de Asuntos
Públicos, recibió un mensaje de ella invitándole a visitarla en Tianjin,
cerca de Pekín. A mi padre le apetecía ir, pero decidió no hacerlo debido
a que tenía prisa por regresar a casa. Varios meses después, Ding Ling
fue etiquetada como la derechista número uno de China. «Si hubiera ido
a verla —dijo mi padre— yo mismo hubiera caído con ella».

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12. «Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente
con alimentos»

El hambre (1958-1962)

En otoño de 1958, cuando yo contaba seis años de edad, comencé a


asistir a la escuela primaria, situada a unos veinte minutos de distancia
de mi casa tras un recorrido formado en gran parte por senderos
empedrados y llenos de lodo. Todos los días, mientras iba y volvía,
permanecía con la vista fija en el suelo escrutando cada centímetro de
terreno en busca de clavos rotos, tuercas oxidadas y cualquier otro
objeto de metal que hubiera podido incrustarse en el barro o entre los
adoquines. Aquellas piezas eran necesarias para alimentar los hornos
de fundición de acero, y su búsqueda constituía mi ocupación principal.
Sí, con sólo seis años ya contribuía a la producción de acero, y había de
competir con mis compañeros de colegio para ver quién suministraba la
mayor cantidad de chatarra. A mi alrededor, los altavoces derramaban
música por doquier, y había estandartes, carteles y grandes consignas
pintadas por las paredes que proclamaban «¡Viva el Gran Salto
Adelante!» y «¡Contribuyamos todos a la producción de acero!». Aunque
yo aún no comprendía del todo los motivos, sí sabía que el presidente
Mao había ordenado a la nación que fabricara grandes cantidades de
acero. En mi escuela, algunos de los woks que se utilizaban en el
gigantesco hogar de la cocina habían sido sustituidos por cubas en
forma de crisol. A ellos iba a parar toda nuestra chatarra de hierro,
incluidos los viejos woks previamente fragmentados. Los hornos
permanecían constantemente encendidos hasta que éstos se derretían, y
nuestros maestros se turnaban para alimentarlos de leña las
veinticuatro horas del día y remover la chatarra de los crisoles con un
enorme cucharón. No recibíamos muchas clases, ya que tanto los
profesores como los muchachos en edad adolescente estaban demasiado
ocupados controlando los crisoles. El resto de los niños nos habíamos
organizado para limpiar los apartamentos de los profesores y cuidar de
sus hijos pequeños.

Recuerdo una vez en que algunos niños y yo fuimos al hospital para


visitar a una de nuestras maestras que sufría en ambos brazos graves
quemaduras producidas por salpicaduras de hierro derretido. Alrededor
de ella se afanaban frenéticamente médicos y enfermeras ataviadas con
batas blancas. En las dependencias del hospital se había instalado
igualmente un horno que debía ser constantemente alimentado con
troncos día y noche, incluso durante el curso de las operaciones
quirúrgicas.

Poco antes de que empezara a ir al colegio, mi familia se había


trasladado de la antigua vicaría a un complejo especial que entonces
constituía la sede del Gobierno provincial. Comprendía varias calles, y

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se hallaba formado por bloques de oficinas y apartamentos y cierto
número de casas individuales. Un elevado muro lo mantenía aislado del
mundo exterior. Una vez traspasada la verja principal, se llegaba a lo
que había sido el Club de Militares de los Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial. Ernest Hemingway había pasado la noche allí
en 1941. El edificio del club estaba construido al estilo chino tradicional,
con tejados amarillos de bordes respingones y pesados pilares de color
rojo oscuro, y entonces era la sede del secretariado del Gobierno de
Sichuan.

En la zona de estacionamiento en la que solían esperar los chóferes se


había construido un enorme horno. Por las noches, el cielo aparecía
iluminado, y el rumor de la multitud que lo rodeaba podía oírse desde mi
dormitorio, situado a trescientos metros de distancia. Los woks de mi
familia fueron a parar a aquel horno junto con todos nuestros utensilios
de cocina fabricados con hierro fundido. Su pérdida, sin embargo, no
supuso inconveniente alguno, dado que ya no los necesitábamos. Para
entonces se había prohibido la cocina privada, y todo el mundo tenía
que comer en las cantinas. Los hornos eran insaciables. Desapareció la
cama de mis padres, blanda, cómoda y dotada de muelles de hierro.
Desaparecieron igualmente los raíles que atravesaban el empedrado de
las ciudades y todos los objetos fabricados con hierro. Durante varios
meses apenas vi a mis padres. A menudo no regresaban a casa para
dormir, ya que tenían que vigilar que no descendiera la temperatura de
los hornos instalados en sus respectivas oficinas.

Fue en aquella época cuando Mao dio rienda suelta a su antiguo sueño
de convertir a China en una moderna potencia mundial de primer orden.
Nombró al acero «mariscal» de la industria y ordenó que la producción
fuera doblada en el plazo de un año, esto es, de los cinco millones
trescientas cincuenta mil toneladas de 1957 a diez millones setecientas
mil toneladas en 1958. Sin embargo, en lugar de intentar expandir la
industria con trabajadores cualificados, decidió involucrar en ella a
toda la población. Cada unidad tenía una cuota de producción de acero,
y durante varios meses todo el mundo interrumpió sus actividades
habituales para cumplir lo exigido. El desarrollo económico del país se
vio reducido a la simple cuestión de cuántas toneladas de acero podían
llegar a producirse, y la totalidad de la nación se vio inmersa en aquella
tarea común. Los cálculos oficiales determinaron que casi cien millones
de campesinos habían sido apartados de las labores agrícolas para
contribuir a la producción de acero. Hasta entonces, habían constituido
la fuerza de trabajo que había producido la mayor parte de los
alimentos del país. Las montañas se vieron despojadas de árboles por la
necesidad de obtener combustible y, sin embargo, el resultado de
aquella producción en masa apenas alcanzó lo que la gente dio en
denominar «caca de vaca» (niu-shi-ge-da ), es decir, excrementos
inútiles.

Aquella situación absurda reflejaba no sólo la ignorancia de Mao de


cómo debía funcionar un sistema económico sino también una falta de
visión cuasi metafísica de la realidad, lo que podría haber resultado

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interesante en un poeta pero resultaba una cuestión muy distinta en
manos de un líder político dotado de poder absoluto. Uno de sus
componentes principales era un profundo desprecio por la vida humana.
No hacía mucho, le había dicho al embajador de Finlandia: «Incluso en
el caso de que los Estados Unidos tuvieran bombas atómicas más
potentes que las de China y las emplearan para abrir un profundo
boquete en la tierra o incluso la pulverizaran en mil pedazos, ello podría
influir significativamente en el sistema solar, pero no dejaría de
constituir un acontecimiento insignificante en lo que respecta a la
totalidad del universo».

La obcecación de Mao se había visto estimulada por sus recientes


experiencias en Rusia. Cada vez más desilusionado por Kruschev tras la
denuncia que éste realizara de Stalin en 1956, Mao había viajado a
Moscú a finales de 1957 para asistir a una cumbre comunista
internacional. Regresó de ella convencido de que Rusia y sus aliados
estaban abandonando el socialismo y volviéndose revisionistas.
Contemplaba, pues, a China como la única nación realmente fiel a la
causa, a la vez que como la encargada de inflamar los nuevos
horizontes. La megalomanía y la obcecación se combinaban con
facilidad en la mente de Mao.

Al igual que otras muchas, su obsesión por el acero apenas fue


cuestionada. Comenzó a odiar a los gorriones… porque devoraban el
grano. En consecuencia, todas las familias fueron movilizadas. Solíamos
sentarnos a la puerta de nuestras casas golpeando ferozmente cualquier
objeto de metal disponible —desde platillos hasta sartenes— con objeto
de ahuyentar a los gorriones de los árboles hasta que éstos terminaban
por caer al suelo, muertos por el agotamiento. Incluso hoy me parece
oír el estrépito que ocasionábamos mis hermanos y yo en compañía de
los funcionarios del Gobierno, sentados bajo una gigantesca madreselva
que crecía en el patio.

Se dictaban asimismo fabulosos objetivos económicos. Mao afirmaba


que la producción industrial de China podría superar a la de Estados
Unidos y Gran Bretaña en menos de quince años. Para los chinos,
aquellos países representaban el mundo capitalista. El hecho de
superarlos se contemplaría como un triunfo sobre sus enemigos. Ello
contribuía a excitar el orgullo del pueblo, así como a estimular
enormemente su entusiasmo. Se habían sentido humillados por la
negativa de Estados Unidos y la mayor parte de los países occidentales
a concederles reconocimiento diplomático, por lo que se mostraban
ansiosos de demostrar al mundo que podían arreglárselas por sí mismos
y que estaban dispuestos a creer en los milagros. Mao era su fuente de
inspiración. La energía de la población había pugnado hasta entonces
por hallar una vía de escape, y allí la tenía por fin. El espíritu gung-ho
prevaleció sobre la prudencia, del mismo modo que la ignorancia
prevalece sobre la razón.

A comienzos de 1958, poco después de regresar de Moscú, Mao


permaneció de visita en Chengdu durante aproximadamente un mes.

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Estaba enardecido con la idea de que China era capaz de todo, y muy
especialmente de arrebatar a los rusos el liderazgo del socialismo. Fue
en Chengdu donde esbozó su Gran Salto Adelante. La ciudad organizó
un gran desfile en su honor, pero los participantes no supieron en
ningún momento que Mao se hallaba entre ellos, ya que éste prefirió
mantenerse oculto. En aquel desfile se propuso una nueva consigna:
«Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente con
alimentos», lo que constituía una inversión del antiguo y pragmático
dicho chino que reza: «Por muy capaz que sea, ninguna mujer puede
hacer la comida si no cuenta con alimentos». De la retórica exagerada
se había pasado a las demandas concretas. Se exigía convertir las
fantasías imposibles en realidad.

Aquel año se disfrutó de una primavera espléndida. Un día, Mao decidió


dar un paseo por un parque llamado La Cabaña de Paja de Du Fu, el
poeta Tang del siglo VIII. El Distrito Oriental de mi madre había sido
hecho responsable de la seguridad de una zona del parque, y ella y sus
colegas se aprestaron a patrullarla fingiendo ser turistas. Mao rara vez
se atenía a un programa, y nunca permitía a la gente conocer con
precisión sus movimientos; en consecuencia, mi madre permaneció
durante horas y horas sorbiendo té en un establecimiento e intentando
mantenerse alerta. Finalmente, los nervios pudieron con ella y anunció a
sus colegas que se iba a dar un paseo. Cuando llegó a la zona de
seguridad del Distrito Occidental, los responsables de la misma —que no
la conocían— comenzaron inmediatamente a seguirla. Cuando el
secretario del Partido para el Distrito Occidental fue informado de la
presencia de una «mujer sospechosa», acudió a comprobarlo por sí
mismo y al verla se echó a reír: «¡Pero hombre, si se trata de la vieja
camarada Xia, del Distrito Oriental!». Más tarde, mi madre sufrió las
críticas de su superior, el jefe de distrito Guo, por «andar por ahí
indisciplinadamente».

Mao visitó asimismo cierto número de granjas de la llanura de Chengdu.


Hasta entonces, las cooperativas campesinas habían sido más bien
pequeñas. Fue allí donde Mao ordenó que se combinaran para formar
instituciones más grandes que, posteriormente, se denominaron
«comunas populares».

Aquel verano, todo el país se organizó en torno a aquellas nuevas


unidades, cada una de las cuales agrupaba entre dos mil y veinte mil
viviendas. Una de las precursoras de aquella campaña era una zona
llamada Xushui, situada en la provincia de Hebei, en el norte de China, a
la que Mao tomó un afecto considerable. En su ansia por demostrar que
la atención que Mao les demostraba era bien merecida, el jefe local
declaró que iban a superar en más de diez veces su anterior producción
de grano. Mao sonrió ampliamente y respondió: «¿Y qué pensáis hacer
con tanta comida? Aunque, bien pensado, la verdad es que no está mal
tener demasiada comida. El Estado no la necesita. El resto del país tiene
suficiente comida propia. Pero vuestros campesinos pueden dedicarse a
comer y comer y comer. ¡Podéis hacer cinco comidas al día!». Mao se
mostraba embriagado de satisfacción mientras pensaba en lo que no era

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sino el eterno sueño de todo campesino chino… tener comida de sobra.
Tras aquellas observaciones, los aldeanos inflamaron aún más los
deseos de su Gran Líder afirmando que estaban produciendo más de
cuatrocientas cincuenta toneladas de patatas por mu (un mu equivale
aproximadamente a seiscientos setenta y cinco metros cuadrados), más
de sesenta toneladas de trigo por mu y coles de doscientos veinticinco
kilogramos de peso.

En aquella época abundaba hasta un grado increíble la práctica de


contarse fantasías a uno mismo y a los demás para luego creérselas.
Los campesinos trasladaban las cosechas de varios campos y las
reunían en uno solo para mostrar a los funcionarios del Partido que
habían logrado una cosecha milagrosa. Igualmente, se mostraban
similares «campos Potemkin» a crédulos —o autocegados— ingenieros
agrícolas, periodistas, visitantes de otras regiones y extranjeros. Aunque
aquellas cosechas solían estropearse en pocos días debido a su
incorrecto trasplante y a su exagerada densidad, ello era un hecho que
los visitantes desconocían o preferían desconocer. Gran parte de la
población se vio arrastrada por aquella atmósfera de desatino y
confusión. La nación se hallaba dominada por el «autoengaño
engañando a los demás» (zi-qi-qi-ren ). Numerosas personas —incluidos
diversos ingenieros agrícolas y líderes del Partido— afirmaron haber
visto aquellos milagros con sus propios ojos. Aquéllos que no lograban
emular los fantásticos resultados inventados por otros comenzaron a
dudar de sí mismos y a autoinculparse. Bajo una dictadura como la de
Mao, en la que la información era ocultada y manipulada, resultaba
muy difícil para la gente corriente mantener la confianza en su propia
experiencia o sabiduría, a lo que había que añadir que en ese momento
eran testigos de una oleada de fervor patriótico a nivel nacional que
prometía acabar con los últimos vestigios de sensatez. Resultaba
sencillo hacer caso omiso de la realidad y limitarse a depositar la fe en
Mao. Unirse a aquel enloquecimiento constituía con mucho el camino
más fácil. Detenerse a pensar de un modo ponderado era arriesgarse a
tener problemas.

Una viñeta oficial retrataba a un científico de aspecto ratonil y


desconsolado sobre la leyenda: «Con una estufa como la tuya apenas
puede hervirse agua para preparar el té». Junto a él se veía un obrero
gigantesco que abría una enorme compuerta y dejaba escapar un
torrente de acero fundido, diciendo: «¿Cuánto eres capaz de beber?».
La mayoría de aquellos que eran capaces de advertir lo absurdo de la
situación se encontraban demasiado atemorizados para decir lo que
pensaban, especialmente desde la Campaña Antiderechista de 1957.
Quienes se atrevían a expresar dudas eran inmediatamente acallados o
despedidos, lo que implicaba asimismo la discriminación para su familia
y un triste futuro para sus hijos.

En muchos lugares, aquellos que se negaban a alardear de masivos


incrementos de producción eran apaleados hasta que se rendían. En
Yibin, algunos líderes de unidades de producción fueron colgados en la

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plaza del pueblo con los brazos atados a la espalda y acosados a
preguntas:

—¿Cuánto trigo eres capaz de producir por mu?

—Cuatrocientos jin (aproximadamente doscientos kilogramos, una


cantidad realista).

Y, golpeándoles:

—¿Cuánto trigo puedes producir por mu?

—¡Ochocientos jin!

Ni siquiera aquella absurda cifra les parecía suficiente. El desdichado


era apaleado —o sencillamente se le dejaba colgado— hasta que por fin
decía:

—Diez mil jin.

En ocasiones, algunos morían, unas veces porque se negaban a


aumentar la cifra y otras antes de que pudieran elevarla lo suficiente.

Muchos funcionarios rurales y campesinos que asistían a este tipo de


escenas no creían en aquellas ridículas fanfarronadas, pero el temor de
verse acusados podía más que ellos. Estaban llevando a cabo las
órdenes del Partido, y nada tenían que temer mientras siguieran a Mao.
El sistema totalitario en el que se habían visto inmersos había socavado
y deformado su propio sentido de la responsabilidad. Incluso los
médicos solían alardear de enfermedades incurables milagrosamente
sanadas.

A nuestro complejo solían llegar camiones cargados de campesinos


sonrientes que acudían a informar de fantásticos logros sin precedentes.
Un día era un pepino colosal que alcanzaba la mitad de la longitud del
camión; otro día era un tomate que dos niños habían tenido dificultades
para transportar. En otra ocasión, pudimos ver un cerdo gigantesco
encerrado en el camión. Los campesinos afirmaban que se trataba de un
cerdo auténtico, cuando en realidad estaba fabricado de cartón-piedra.
De niña, sin embargo, se me antojó real. Quizá me hallaba confundida
por los adultos que me rodeaban y que se comportaban como si todo
aquello fuera cierto. La gente había aprendido a desafiar a la razón y a
vivir en una perpetua pantomima.

La nación entera se vio arrastrada al embaucamiento. Las palabras se


divorciaron de la realidad, la responsabilidad y los pensamientos de los
individuos. Se contaban embustes con toda tranquilidad debido a que las
palabras habían perdido su significado… y habían dejado de ser
tomadas en serio por los interlocutores.

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A ello contribuyó una militarización aún mayor de la sociedad. Cuando
instituyó por vez primera las comunas, Mao afirmó que su principal
ventaja residía en que eran fáciles de controlar, ya que los campesinos
formarían parte de un sistema organizado en vez de funcionar hasta
cierto punto de modo independiente. Recibieron órdenes detalladas de
las autoridades superiores de cómo trabajar sus tierras. Mao resumió la
totalidad de la agricultura en ocho caracteres: «suelo, fertilizantes,
agua, semillas, densidad de siembra, protección, cuidados y tecnología».
El Comité Central del Partido en Pekín se dedicó a repartir folletos con
dos páginas de instrucciones acerca de cómo los campesinos de toda
China debían mejorar sus cosechas, una página sobre el uso de
fertilizantes y otra de la necesidad de una mayor densidad de siembra.
Aquellas instrucciones, increíblemente simplistas, habían de ser
seguidas al pie de la letra: por medio de una mini-campaña tras otra, se
ordenó a los campesinos que volvieran a plantar sus cosechas con
mayor nivel de densidad.

En aquella época, otra de las obsesiones de Mao era una nueva forma
de militarización consistente en la instalación de cantinas en las
comunas. Con su habitual tono fantasioso, definía el comunismo como
«un sistema de cantinas públicas y alimentos gratuitos». El hecho de
que las propias cantinas no produjeran alimento alguno no significaba
nada para él. En 1958, el régimen prohibió de hecho las comidas
domésticas. Todos los campesinos debían almorzar en las cantinas
comunitarias. Se prohibieron los utensilios de cocina —tales como los
woks— y, en algunos lugares, incluso el dinero. Todo el mundo quedaba
al cuidado de la comuna y el Estado. Los campesinos desfilaban cada
día al interior de las cantinas después del trabajo y comían hasta
saciarse, cosa que nunca habían podido hacer antes, ni siquiera en los
mejores años y en las zonas más fértiles. Consumieron y derrocharon
todas las reservas de comida existentes en el campo. A continuación,
desfilaban también en dirección a los campos, pero no les importaba la
cantidad de trabajo que se realizara, ya que el producto pertenecía
ahora al Estado y constituía por tanto un elemento completamente ajeno
a las vidas de los campesinos. Mao anunció la predicción de que China
estaba alcanzando una sociedad de comunismo, que en chino significa
«compartir los bienes materiales», y los campesinos lo entendieron en el
sentido de que todo el mundo recibiría su parte independientemente de
la cantidad de trabajo que realizara. Perdido el incentivo del trabajo, se
limitaban a acudir a los campos y echarse una buena siesta.

La agricultura se vio asimismo descuidada debido a la prioridad


concedida al acero. Muchos de los campesinos estaban extenuados por
las largas horas dedicadas a recoger combustible, chatarra y mineral de
hierro para mantener los hornos encendidos. Los campos se
abandonaron a las mujeres y niños, quienes se veían obligados a
realizar todas las labores manualmente dado que los animales estaban
ocupados contribuyendo a la producción de acero. Cuando llegó la
época de la cosecha, en otoño de 1958, había muy pocas personas en los
campos.

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Aunque las estadísticas oficiales mostraban un incremento de la
producción agrícola que multiplicaba el número de dígitos de la cifra
final, el fracaso de la cosecha de 1958 representó la advertencia de que
se avecinaban tiempos de escasez. Se anunció oficialmente que en 1958
la producción de trigo de China había superado a la de los Estados
Unidos. El periódico del Partido, el Diario del Pueblo , inició una
discusión en torno al siguiente tema: «¿Cómo enfrentarnos al problema
de una superproducción alimentaria?».

El departamento de mi padre se encontraba a cargo de la prensa de


Sichuan, en la que no cesaban de aparecer extravagantes afirmaciones
comunes a las de cualquier otra publicación del país. La prensa era la
voz del Partido, y cuando se trataba de las políticas del Partido, ni mi
padre ni nadie más del medio periodístico tenía voz ni voto. Formaban
todos parte de una gigantesca cinta transportadora. Mi padre
contemplaba alarmado el curso de los acontecimientos. Su única opción
consistía en dirigirse a los jefes superiores.

A finales de 1958, escribió una carta al Comité Central de Pekín en la


que declaraba que aquella forma de producir acero carecía de sentido y
representaba un derroche de recursos. Los campesinos estaban
agotados, su trabajo se malgastaba y había escasez de alimentos.
Solicitaba que se adoptaran medidas urgentes. Entregó la carta al
gobernador para que éste la enviara. El gobernador, Lee Da-zhang, era
la autoridad número dos de la provincia. Él había sido quien había
proporcionado a mi padre el primer empleo que tuvo al llegar a
Chengdu procedente de Yibin, y lo trataba como a un verdadero amigo.

El gobernador Lee dijo a mi padre que no pensaba enviar la carta. Nada


de lo que en ella se expresaba era nuevo, dijo. «El Partido lo sabe todo.
Ten confianza en él». Mao había dicho que la moral de la gente no debía
sufrir bajo ningún concepto. El Gran Salto Adelante había modificado la
actitud psicológica de los chinos convirtiendo su antigua pasividad en un
espíritu osado y entusiasta que no debía verse descorazonado.

El gobernador Lee reveló también a mi padre que le habían aplicado el


peligroso apodo de Oposición entre los líderes provinciales, ante los que
en alguna ocasión había expresado su desacuerdo. Si mi padre
continuaba sin tener problemas se debía tan sólo a las demás cualidades
que poseía, a su absoluta lealtad hacia el Partido y a su severo sentido
de la disciplina. «Te salva —dijo el gobernador— que sólo has expresado
tus dudas ante el Partido, y no en público». Advirtió a mi padre que
podría meterse en serias dificultades si insistía en sacar a relucir
aquellas inquietudes, y lo mismo podía sucederle a su familia y a
«otros» (esto último constituía una clara referencia a sí mismo como
amigo de mi padre). Mi padre no insistió. Se hallaba casi convencido por
los argumentos esgrimidos, y el riesgo era demasiado alto. Para
entonces, había alcanzado una etapa en la que era capaz de transigir
con ciertas cosas.

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Sin embargo, tanto a él como a la gente que trabajaba en los
departamentos de Asuntos Públicos llegaban gran número de quejas.
Parte de su trabajo consistía en recogerlas y transmitirlas a Pekín. Tanto
entre los funcionarios como entre la gente corriente reinaba un
descontento general. De hecho, el Gran Salto Adelante desencadenó la
más grave división entre los líderes desde que los comunistas tomaran el
poder diez años antes. Mao tuvo que ceder el menos importante de sus
dos puestos —el de presidente del Estado— en favor de Liu Shaoqi. Liu
se convirtió en el número dos del país, pero su prestigio apenas
alcanzaba una pequeña fracción del de Mao, quien conservaba su cargo
clave de presidente del Partido.

Las voces de disidencia se hicieron tan fuertes que el Partido se vio


obligado a convocar una conferencia especial cuya celebración tuvo
lugar a finales de junio de 1959 en Lushan, estación de montaña de
China central. En la conferencia, el ministro de Defensa, mariscal Peng
De-huai, escribió una carta a Mao criticando lo sucedido en el Gran
Salto Adelante y recomendando que se enfocara la economía desde una
perspectiva realista. De hecho, se trataba de una carta notablemente
reprimida, y concluía con una obligada nota de optimismo (en este caso,
preveía ponerse a la altura de Gran Bretaña en el plazo de cuatro años).
Sin embargo, aunque Peng era uno de los más antiguos camaradas de
Mao a la vez que una de las personas más cercanas a él, el presidente
no podía aceptar ni siquiera aquellas débiles críticas, especialmente en
un momento en que, consciente de sus propias equivocaciones, se
hallaba a la defensiva. Utilizando el tono dolido que tanto le gustaba,
Mao calificó la carta de «bombardeo destinado a arrasar Lushan».
Afianzándose en su postura, alargó la conferencia durante más de un
mes, atacando ferozmente al mariscal Peng. Tanto éste como los pocos
que aún le defendían abiertamente fueron tildados de «oportunistas de
derecha». Peng fue obligado a cesar como ministro de Defensa,
sometido a arresto domiciliario y posteriormente forzado a un retiro
prematuro en Sichuan, donde se le relegó a un cargo de menor
importancia.

Mao había tenido que organizar cuidadosas confabulaciones para


salvaguardar su poder. Su lectura favorita, que siempre recomendaba al
resto de los líderes del Partido, era una colección clásica de intrigas
cortesanas y complots desde el poder que comprendía varios tomos. De
hecho, a lo que más se asemejaba la estructura de poder de Mao era a
una corte medieval en la que el líder ejercía un poder hipnotizador sobre
sus súbditos y cortesanos. Era asimismo un maestro del «divide y
vencerás» y de la manipulación de las inclinaciones humanas para
forzar a quienes le rodeaban a arrojarse mutuamente a los lobos. Al
final, y pese a sentirse íntimamente desencantados con las políticas de
Mao, hubo pocas autoridades superiores que apoyaran al mariscal
Peng. El único que evitó tener que participar en la votación fue el
secretario general del Partido, Deng Xiaoping, convaleciente de una
pierna rota. La madrastra de Deng no había cesado de gruñir desde su
casa: «¡He sido una campesina toda mi vida y jamás había oído hablar
de semejante modo de cultivar la tierra!». Cuando Mao supo cómo Deng

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se había roto la pierna (jugando al billar), comentó: «Desde luego, qué
oportuno…».

Tras asistir a la conferencia, el comisario Li, primer secretario de


Sichuan, regresó a Chengdu con un documento que contenía las
observaciones realizadas por Peng en Lushan. Dicho documento se
distribuyó entre los funcionarios de nivel 17 y superior, a los que se
ordenó que manifestaran formalmente hasta qué punto estaban de
acuerdo con su contenido.

Mi padre había oído algo referente a la disputa de Lushan de labios del


gobernador de Sichuan. En su reunión de «examen», aventuró algunos
comentarios vagos acerca de la carta de Peng y, a continuación, hizo
algo que jamás había hecho antes: advirtió a mi madre de que se
trataba de una trampa. Ella se sintió profundamente agradecida. Era la
primera vez que anteponía sus intereses a las normas del Partido.

Le sorprendió comprobar que muchas otras personas parecían haber


sido igualmente avisadas. En su «examen» colectivo, la mitad de sus
colegas mostraron una ardiente indignación ante la carta de Peng, al
tiempo que aseguraban que las críticas que contenía eran «totalmente
falsas». Otros parecían haber perdido la capacidad de hablar, y se
limitaron a murmurar frases evasivas. Uno de ellos se las arregló para
no comprometerse con nadie diciendo: «No me encuentro en situación
de mostrarme de acuerdo ni en desacuerdo debido a que ignoro si los
argumentos del mariscal Peng se encuentran o no basados en la
realidad. De ser así, yo le defendería, pero no, por supuesto, en caso
contrario».

Los jefes del departamento de grano y de la oficina de correos de


Chengdu eran veteranos del Ejército Rojo que habían luchado a las
órdenes del mariscal Peng. Ambos se manifestaron de acuerdo con lo
que había dicho su antiguo y admirado comandante, y habían añadido
un relato de sus propias experiencias en el campo para apoyar las
observaciones de éste. Mi madre se preguntó si aquellos viejos soldados
serían conscientes de la trampa que se les había tendido. De ser así, su
sinceridad resultaba heroica. Deseó tener el valor que ellos mostraban,
pero pensó en sus hijos: ¿qué sería de ellos? Ya no poseía la libertad de
espíritu de la que había gozado cuando era una estudiante. Cuando llegó
su turno, dijo: «Las opiniones que refleja la carta no están en la línea de
la política desarrollada por el Partido durante los dos últimos años».

Su jefe, el señor Guo, le dijo más tarde que sus observaciones se habían
considerado profundamente insatisfactorias, ya que no había
manifestado claramente su postura. Durante días, vivió en un estado de
aguda ansiedad. Los veteranos del Ejército Rojo que habían apoyado a
Peng fueron denunciados como oportunistas de derecha, obligados a
cesar y enviados a trabajos forzados. Mi madre fue convocada a
participar en una reunión en la que se criticaron sus tendencias
derechistas. El señor Guo aprovechó la misma para describir algunos
otros de sus graves errores. En 1959, había surgido en Chengdu una

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especie de mercado negro dedicado a la venta de gallinas y huevos.
Dado que las comunas, que se habían apropiado de las aves de corral de
los campesinos, se mostraban incapaces de criarlas adecuadamente,
tanto las gallinas como los huevos habían desaparecido de los
comercios, entonces propiedad del Estado. De un modo u otro, unos
pocos campesinos se las habían arreglado para conservar un par de
gallinas ocultas bajo las camas, y ahora procedían a venderlas junto con
los huevos que habían puesto a algo así como veinte veces su precio
anterior. Todos los días salían destacamentos de funcionarios a la caza
de aquellos campesinos. En cierta ocasión en que el señor Guo había
pedido a mi madre que se incorporara a uno de ellos, ella había
respondido: «¿Qué hay de malo en suministrar los bienes que la gente
necesita? Si existe una demanda debería existir asimismo una oferta».
Aquella observación le valió una advertencia acerca de sus tendencias
derechistas.

Aquella purga de «oportunistas de derecha» sometió al Partido a una


nueva sacudida, ya que numerosos altos funcionarios se mostraron de
acuerdo con Peng. La lección resultante fue que no cabía desafiar la
autoridad de Mao aunque éste estuviera claramente equivocado. Los
funcionarios comprobaron que, independientemente de lo elevado de su
categoría (Peng, después de todo, había hablado siendo ministro de
Defensa) y de su situación personal (Peng estaba considerado como el
favorito de Mao) cualquiera que ofendiera al líder se hallaba destinado
a caer en desgracia. Supieron asimismo que no cabía decir lo que se
pensaba y dimitir a continuación, ni siquiera de un modo discreto: la
dimisión se entendía como una forma inaceptable de protesta. No había
posibilidad de retirada. Las bocas del Partido habían sido tan
firmemente selladas como las de la propia población. Después de
aquello, el Gran Salto Adelante acometió excesos todavía mayores, y las
autoridades superiores impusieron objetivos económicos aún más
descabellados. Se movilizó a un número mayor de campesinos para la
fabricación de acero, y el campo se vio inundado de órdenes aún más
arbitrarias que terminaron por imponer el caos.

A finales de 1958, en pleno auge del Gran Salto Adelante, se inició un


masivo proyecto de construcción consistente en diez grandes edificios
que habrían de ser completados en la capital, Pekín, en el curso de diez
meses para conmemorar el día 1 de octubre de 1959, décimo
aniversario de la fundación de la República Popular.

Uno de ellos era el Gran Palacio del Pueblo, un edificio de columnas al


estilo soviético situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. Su
frontispicio de mármol había de extenderse a lo largo de cuatrocientos
metros, y su salón principal de banquetes —adornado con múltiples
candelabros— daría cabida a varios miles de personas. Allí se
celebrarían las reuniones más importantes, y allí recibirían las
autoridades a los dignatarios extranjeros. Las estancias, diseñadas
todas ellas a gran escala, serían bautizadas con los nombres de las
provincias chinas. Mi padre fue encargado de la decoración del Salón
Sichuan, y una vez completada la labor invitó para su inspección a

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diversos líderes del Partido relacionados con dicha provincia. Acudió
Deng Xiaoping, oriundo de la misma, al igual que el mariscal Ho Lung,
un célebre personaje al estilo Robin Hood, íntimo amigo de Deng a la
vez que uno de los fundadores del Ejército Rojo.

En un momento determinado, llamaron aparte a mi padre, dejando a


ambos en plena charla con otro viejo colega que, dicho sea de paso, era
hermano de Deng. Cuando regresó a la estancia oyó al mariscal Ho
quien, señalando a Deng, decía, dirigiéndose a su hermano: «Realmente,
es él quien debería estar en el poder». En ese instante, advirtieron la
presencia de mi padre e interrumpieron inmediatamente la
conversación.

A partir de entonces, mi padre se vio inmerso en un permanente estado


de aprensión. Era consciente de haber escuchado inadvertidamente
críticas surgidas en las altas esferas del régimen. Cualquier iniciativa
que tomara o dejara de tomar podía arrastrarle a un peligro mortal. Lo
cierto es que no le ocurrió nada, pero cuando me relató el incidente
varios años después, me confesó que desde aquel momento había vivido
bajo el temor de un desastre inminente. «El hecho —decía— de haber
escuchado palabras equivalentes a un delito de traición…», y añadía
una frase que significaba que se trataba de «un crimen penalizado con
la decapitación».

Lo que había oído no reflejaba sino cierto desencanto con la figura de


Mao, sentimiento que compartían numerosos líderes entre los que
destacaba el nuevo presidente, Liu Shaoqi.

En otoño de 1959, Liu acudió a Chengdu para inspeccionar una comuna


llamada Esplendor Rojo. El año anterior, Mao se había mostrado
altamente entusiasta acerca del astronómico aumento de la producción
de arroz de la comuna. Antes de la llegada de Liu, los funcionarios
locales reunieron a todos aquellos que podrían haberles
desenmascarado y los encerraron en un templo. Pero Liu tenía un
«topo», y cuando pasó junto al templo se detuvo y solicitó ver su
interior. Los funcionarios adujeron diversas excusas, llegando al punto
de asegurar que el templo corría peligro de desplomarse en cualquier
momento, pero Liu no estaba dispuesto a dejarse convencer por sus
negativas. Por fin, no hubo más remedio que descorrer el enorme y
oxidado cerrojo, y unos cuantos campesinos andrajosos salieron dando
tumbos a la luz del día. Los azorados funcionarios locales intentaron
explicar a Liu que se trataba de alborotadores que habían sido
encerrados para que no pudieran molestar al distinguido visitante. Los
campesinos, por su parte, se limitaban a guardar silencio. Los
funcionarios de comuna no poseían control alguno sobre las políticas
del Partido, pero ejercían un temible poder sobre la vida de las
personas. Si querían castigar a alguien, podían adjudicarle los peores
trabajos y las raciones más escasas, así como inventar cualquier excusa
para hacer que fuera importunado, denunciado e, incluso, arrestado.

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El presidente Liu formuló algunas preguntas, pero los campesinos se
limitaron a sonreír y a balbucir cosas sin sentido. Desde su punto de
vista, resultaba preferible ofender al presidente que a los jefes locales.
El primero partiría a Pekín en pocos minutos, pero los jefes comunales
habían de permanecer junto a ellos durante el resto de sus vidas.

Poco después acudió a Chengdu otro de los principales líderes, el


mariscal Zhu De, acompañado por uno de los secretarios privados de
Mao. Zhu De era oriundo de Sichuan, y había sido comandante del
Ejército Rojo y artífice militar de la victoria comunista. Desde 1949 se
había mantenido en segundo plano. Visitó diversas comunas cercanas a
Chengdu, y después, mientras paseaba junto al Río de la Seda
contemplando los pabellones, los bosquecillos de bambú y los pabellones
rodeados de sauces que se alineaban a lo largo de las orillas, exclamó,
dominado por la emoción: «¡Sichuan es sin duda un lugar divino…!».
Declamó aquellas palabras como si se trataran de un poema. El
secretario de Mao añadió el segundo verso al uso poético tradicional:
«¡Lástima que los malditos vendavales de embustes y falso comunismo
estén terminando con él!». Mi madre, que se encontraba con ellos,
pensó para sí misma: Estoy completamente de acuerdo.

Mao, quien aún sospechaba de sus colegas y se mostraba resentido por


los ataques recibidos en Lushan, insistió obstinadamente en su
desatinada política económica. Aunque era consciente de las catástrofes
ocasionadas por la misma y por ello comenzaba discretamente a
permitir la modificación de sus aspectos más impracticables, su imagen
no le permitía revisarla por completo. Entre tanto, con la llegada de los
sesenta, se extendía por toda China una gran escasez.

En Chengdu, la ración mensual de los adultos se redujo a ocho


kilogramos y medio de arroz, cien gramos de aceite vegetal y cien
gramos de carne… cuando la había. Apenas había nada más, ni siquiera
coles. Muchos ciudadanos sufrían edemas, una enfermedad que conlleva
la acumulación de fluidos bajo la piel debido a la malnutrición. Los
pacientes se ponían amarillos y se hinchaban. El remedio más popular
consistía en la administración de chlorella , alga supuestamente rica en
proteína. La chlorella fructificaba en la orina humana, por lo que la
gente dejó de acudir al retrete y optó por orinar en escupideras, tras lo
cual depositaban en ellas las semillas de chlorella . Al cabo de pocos
días, la chlorella crecía hasta adoptar un aspecto similar al de huevas
de pescado, tras lo cual era recogida de su lecho de orines, lavada y
cocinada con arroz. Su ingestión resultaba verdaderamente repugnante,
pero lo cierto es que hacía disminuir la hinchazón.

Al igual que el resto de la población, mi padre sólo tenía derecho a una


ración limitada de comida. Sin embargo, su condición de funcionario de
alto rango le daba derecho a determinados privilegios. En nuestro
complejo había dos cantinas: una pequeña, reservada a los directores de
departamento con sus familias y sus hijos, y otra más grande destinada
al resto de sus pobladores, incluidas mi abuela, mi tía Jun-ying y la
criada. Por lo general, recogíamos la comida en la cantina y nos la

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llevábamos a casa para consumirla allí. En las cantinas había más
comida que en las calles. El Gobierno provincial tenía su propia granja,
y se recibían asimismo «obsequios» de los gobiernos del condado.
Aquellos valiosos suministros se repartían entre las dos cantinas, pero
la pequeña obtenía siempre un trato preferente.

En su calidad de funcionarios del Partido, mis padres contaban


igualmente con cupones alimenticios especiales. Yo solía acudir con mi
abuela a una tienda especial situada fuera del complejo, donde nos
servíamos de los mismos para adquirir más comida. Los cupones de mi
madre eran de color azul. Tenía derecho mensualmente a cinco huevos,
algo menos de treinta gramos de soja y casi la misma cantidad de
azúcar. Los de mi padre eran amarillos. Debido a su rango, más
elevado, tenía derecho a una ración doble de la de mi madre. En mi
familia se reunían los alimentos recogidos en las cantinas y en otras
fuentes y luego comíamos todos juntos. Los adultos procuraban comer
menos en beneficio de los niños, por lo que no llegué a pasar hambre.
Ellos, sin embargo, sufrieron problemas de malnutrición, y mi abuela
desarrolló un ligero edema. Solía cultivar chlorella en casa, y aunque yo
me daba cuenta de que los adultos la consumían, nunca me dijeron para
qué servía. En cierta ocasión, probé un poco, pero la escupí
inmediatamente, ya que poseía un sabor repugnante. Jamás volví a
intentarlo.

Yo no era del todo consciente de la hambruna que reinaba a mi


alrededor. Un día, camino del colegio, iba comiéndome un pequeño rollo
cocinado al vapor cuando alguien se acercó corriendo y me lo arrebató
de la mano. Mientras me reponía de la sorpresa, vislumbré la huida de
unas espaldas oscuras y sumamente delgadas prolongadas en unos
pantalones cortos y unos pies descalzos que corrían a lo largo de un
callejón embarrado. Su dueño se llevó las manos a la boca y devoró el
rollo. Cuando conté a mis padres lo sucedido, los ojos de mi padre
adoptaron una expresión terriblemente triste. Me acarició la cabeza y
dijo: «Eres afortunada. Hay muchos niños como tú que pasan mucha
hambre».

En aquella época, debía acudir a menudo al hospital para revisarme los


dientes. Siempre que iba sufría ataques de náuseas ante el horrible
espectáculo de docenas de personas cuyas extremidades brillantes, casi
transparentes, aparecían inflamadas como barriles. Había tantos
pacientes que debían ser transportados al hospital en carromatos.
Cuando le pregunté a mi dentista qué les pasaba, ésta respondió con un
suspiro: «Edema». Le pregunté qué significaba aquello, y ella se limitó a
murmurar algo que pude relacionar vagamente con la comida.

Casi todas aquellas personas eran campesinos. La escasez era mucho


peor en el campo debido a que allí no contaban con un racionamiento
garantizado. La política del Gobierno daba prioridad al suministro
urbano, y los funcionarios de las comunas se veían obligados a
arrebatar el grano de los campesinos por la fuerza. En muchas zonas,
aquellos que intentaban ocultar la comida eran arrestados, golpeados y

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torturados. Los funcionarios de comuna que se mostraban reacios a
arrebatarles sus provisiones se veían obligados a cesar en sus puestos, y
algunos eran incluso maltratados físicamente. Como resultado, morían
en toda China millones de campesinos, los mismos que habían producido
personalmente aquellos alimentos.

Más tarde, me enteré de que varios de mis parientes —desde Sichuan a


Manchuria— habían muerto durante aquella época. Entre ellos se
encontraba el hermano retrasado de mi padre. Su madre había muerto
en 1958, y cuando sobrevino el hambre desatendió los consejos de los
demás y no supo enfrentarse a la situación. Las raciones se repartían
mensualmente, y él solía devorar la suya en unos pocos días, tras lo cual
se quedaba sin nada para el resto del mes. No tardó en morir de
hambre. La hermana de mi abuela, Lan, y su marido, Lealtad Pei-o, los
cuales habían sido enviados a la inhóspita campiña del norte de
Manchuria por su antigua relación con el Kuomintang, murieron
también. A medida que se acababa la comida, las autoridades locales
comenzaron a adjudicar los suministros existentes de acuerdo con sus
propias y tácitas prioridades. La categoría de paria de Pei-o implicaba
que tanto él como su mujer se contaban entre los primeros a los que se
denegaban las raciones. Sus hijos sobrevivieron gracias a que sus
padres les dieron sus propios alimentos. El padre de la esposa de Yu-lin
también sucumbió. Se descubrió que antes de morir había devorado el
relleno de su almohada y los zarcillos de los ajos.

Una noche, cuando contaba aproximadamente ocho años de edad, entró


en nuestra casa una mujer diminuta y de aspecto viejísimo con un rostro
que era una masa de arrugas. Era tan flaca y tan débil que parecía que
un soplo de viento bastaría para derribarla. Se desplomó frente a mi
madre y golpeó su frente contra el suelo, llamándola «salvadora de mi
hija». Era la madre de nuestra criada. «De no ser por vosotros —dijo—,
mi hija jamás sobreviviría…». Yo no llegué a captar por completo el
significado de aquellas palabras hasta transcurrido un mes, con motivo
de la llegada de una carta para la criada. En ella le decían que su madre
había fallecido poco después de la visita en la que nos había
comunicado la muerte de su esposo y de su segundo hijo. Nunca
olvidaré los patéticos sollozos de nuestra criada mientras permanecía
allí, en la terraza, reclinada contra una columna de madera mientras
intentaba sofocar su llanto con el pañuelo. Mi abuela, sentada sobre su
cama con las piernas cruzadas, también lloraba. Yo me escondí en un
rincón junto a la mosquitera de mi abuela, y oí cómo ésta decía: «Los
comunistas son buenos, pero toda esta gente que ha muerto…». Años
después me enteré de que el otro hermano de nuestra criada y su
cuñada habían muerto también al poco tiempo. En las hambrientas
comunas, las familias de los terratenientes ocupaban el último lugar de
la lista a la hora de recibir alimentos.

En 1989, un funcionario que había estado colaborando en el esfuerzo


por combatir la escasez me dijo que calculaba que en Sichuan debieron
de morir de hambre siete millones de personas. Ello equivalía al diez por
ciento de la población de una provincia rica. El cálculo admitido

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referente al número de muertes ocurridas en todo el país se eleva a unos
treinta millones de habitantes.

Un día, en 1960, desapareció la hija de tres años de la vecina de mi tía


Jun-ying. Unas semanas después, la vecina vio una niña jugando en la
calle. Llevaba un vestido que le pareció el de su hija. Se acercó y lo
examinó: tenía una marca que lo identificaba sin posibilidad de dudas,
por lo que informó de ello a la policía. Se averiguó que los padres de
aquella niña estaban vendiendo carne seca. Habían secuestrado y
asesinado a cierto número de niños y se dedicaban a venderlos a precios
exorbitantes como si se tratara de carne de conejo. Ambos fueron
ejecutados y se echó tierra sobre el asunto, pero todo el mundo sabía
que se continuaban matando niños.

Años después, me encontré con un antiguo colega de mi padre, un


hombre sumamente bondadoso y capaz, en absoluto dado a la
exageración. Sin poder ocultar su emoción, me relató lo que había visto
en una comuna en particular durante la época del hambre. El treinta y
cinco por ciento de los campesinos había muerto en una zona en la que
la cosecha había sido buena. Sin embargo, apenas se había recolectado
nada debido a que los hombres habían sido desviados para la
producción de acero. La cantina comunal, por su parte, había
consumido la mayor parte de lo poco que había. Un día, un campesino
irrumpió en su habitación y se arrojó al suelo gritando que había
cometido un horrible crimen y suplicando que se le castigara por ello.
Por fin, se averiguó que había matado a su propio hijo pequeño y lo
había devorado. El hambre había sido como una fuerza incontrolable
que le había impulsado a blandir el cuchillo. Con lágrimas resbalando
por sus mejillas, el funcionario ordenó que arrestaran al campesino,
quien fue posteriormente fusilado como advertencia a los asesinos de
niños.

Una de las explicaciones oficiales de la escasez fue que Kruschev había


forzado súbitamente a China a devolver una elevada deuda que había
contraído durante la guerra de Corea para poder acudir en auxilio de
Corea del Norte. El régimen se servía de la experiencia de gran parte de
la población, campesinos sin tierra que recordaban la persecución a que
habían sido sometidos por despiadados acreedores para que pagaran el
alquiler o devolvieran los préstamos. Asimismo, al identificar a la Unión
Soviética, Mao había logrado también crear un enemigo externo al que
echarle la culpa y frente al cual aunar a la población.

Otra de las causas invocadas era la existencia de catástrofes naturales


sin precedentes. China es un país inmenso en el que no hay año en que el
mal tiempo no cause daños y escasez de comida en un lugar u otro. A
nivel nacional, únicamente los líderes supremos tenían acceso a los
informes meteorológicos. De hecho, dada la inmovilidad de la población,
pocos sabían lo que sucedía en la región contigua o incluso al otro lado
de los montes que le circundaban. Muchos pensaron entonces —y aun
hoy lo creen— que el hambre imperante fue consecuencia de desastres
naturales. Yo no poseo información completa al respecto, pero de todas

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las personas con las que he hablado, procedentes de distintas partes de
China, pocos habían conocido catástrofes naturales en sus regiones. Las
únicas historias que podían contar se referían a muertes por inanición.

En una conferencia celebrada a comienzos de 1962 ya la que acudieron


siete mil funcionarios de alto rango, Mao afirmó que la hambruna había
sido consecuencia en un setenta por ciento de desastres naturales y en
un treinta por ciento de errores humanos. El presidente Liu Shaoqi
apuntó —de un modo aparentemente improvisado— que había que
atribuirla más bien a un setenta por ciento de errores humanos y a un
treinta por ciento de causas naturales. Mi padre, que había asistido a la
conferencia, dijo a mi madre al regresar: «Mucho me temo que el
camarada Shaoqi va a tener problemas».

En la transcripción de los discursos que llegó a manos de los


funcionarios de grado medio —como mi madre—, no aparecía la
intervención del presidente Liu. La población en general ni siquiera fue
informada de las estadísticas propuestas por el presidente Mao. La
ocultación de información ayudó a acallar a la gente, y no se advirtieron
protestas perceptibles contra el Partido Comunista. Aparte del hecho de
que a lo largo de los últimos años la mayoría de los disidentes habían
sido ejecutados o eliminados, la población ignoraba hasta qué punto
cabía echar las culpas al Partido Comunista. No existía la clásica
corrupción en el sentido de que los funcionarios acapararan grano. La
situación de los funcionarios del Partido apenas era mejor que la del
resto de la gente. De hecho, en algunas poblaciones fueron los primeros
en pasar hambre… y en morir. La hambruna era peor que todo lo
previamente sufrido con el Kuomintang, pero mostraba un aspecto
diferente: en los días del Kuomintang, la gente había muerto de hambre
al mismo tiempo que otros derrochaban de un modo extravagante.

Antes de la escasez, numerosos funcionarios comunistas procedentes de


familias de terratenientes habían llevado a sus padres a vivir con ellos a
las ciudades. Cuando comenzó el hambre, el Partido ordenó que
aquellos ancianos y ancianas fueran enviados de regreso a sus poblados
para enfrentarse por su cuenta a los tiempos duros —esto es, a la
muerte por inanición— junto a los campesinos locales. Algunos abuelos
de amigos míos hubieron de abandonar Chengdu y murieron al poco
tiempo.

La mayor parte de los campesinos vivían en un mundo en el que apenas


conocían nada más allá de los límites de su poblado, y echaron la culpa
de la penuria a sus jefes por haberles dado órdenes tan catastróficas.
Surgieron coplas populares en las que se afirmaba que el liderazgo del
Partido era positivo, y que tan sólo los funcionarios de poca monta eran
un desastre.

El Gran Salto Adelante y aquella impresionante hambruna trastornaron


profundamente a mis padres. Aunque no poseían una visión de conjunto
de la situación, no podían creer que las catástrofes naturales fueran la
única explicación. Su sentimiento imperante era de culpa. Dado que

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trabajaban en los servicios de propaganda, se encontraban en el mismo
núcleo de los mecanismos de desinformación. Para acallar su conciencia
y evitar tener que enfrentarse con su deshonesta rutina cotidiana, mi
padre se ofreció a ayudar en las labores de lucha contra el hambre que
se realizaban en las comunas. Ello implicaba vivir —y morir de hambre
— con los campesinos, y hacerlo equivalía a «compartir el bienestar y la
desdicha con las masas» de acuerdo con las instrucciones de Mao. No
pudo evitar, sin embargo, el reproche de sus empleados, quienes se
vieron obligados a fijar un sistema de turnos para acompañarle, cosa
que detestaban porque significaba pasar hambre.

Desde finales de 1959 hasta 1961, durante lo que fue la peor época de
escasez, casi no vi a mi padre. Supe que en el campo comía hojas de
batata, hierbas y cortezas de árboles al igual que los campesinos. Un día
en que caminaba a lo largo del banco que separaba las parcelas de
cultivo de unos arrozales vio en la distancia a un campesino esquelético
que se desplazaba con suma lentitud y evidente dificultad. De pronto, el
hombre desapareció. Cuando mi padre se aproximó corriendo, el
campesino yacía inerte sobre el campo. Había muerto de hambre.

No había día en que mi padre no se horrorizara ante lo que veía, a


pesar de que rara vez era testigo de lo peor ya que los funcionarios
locales, al modo tradicional, le rodeaban allí donde fuera. Sufrió
edemas y una grave hepatomegalia, así como una profunda depresión.
En varias ocasiones fue ingresado inmediatamente en el hospital nada
más regresar de sus viajes. Durante el verano de 1961, pasó tres meses
hospitalizado. Había cambiado. Ya no era el aplomado puritano de
antaño. El Partido se mostraba contrariado con él. Fue criticado por
«permitir que decayera su voluntad revolucionaria» y expulsado del
hospital.

Dedicó cada vez más tiempo a la pesca. Frente al hospital había un río
encantador conocido como el arroyo del Jade. Los renuevos de los
sauces que se curvaban desde la orilla acariciaban la superficie de sus
aguas y las nubes se derretían y solidificaban en sus múltiples reflejos.
Yo misma solía sentarme en sus empinadas márgenes, contemplando las
nubes y viendo pescar a mi padre. Olía a excrementos humanos. Sobre
la ribera se extendían los terrenos del hospital, en otro tiempo macizos
de flores convertidos para entonces en huertos destinados al suministro
de alimentos adicionales para los empleados y los enfermos. Aún hoy,
cuando cierro los ojos, me parece ver las larvas de mariposa devorando
las hojas de las coles. Mis hermanos las capturaban para que mi padre
las utilizara como cebo. Los campos mostraban un aspecto patético.
Resultaba evidente que los médicos y las enfermeras no eran en
absoluto expertos en labores agrícolas.

A lo largo de la historia, los eruditos y mandarines chinos se habían


dedicado tradicionalmente a pescar cuando estaban desilusionados por
las acciones del Emperador. La pesca sugería el regreso a la naturaleza,
la huida de la política cotidiana. Constituía una especie de símbolo del
desencanto y la falta de cooperación.

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Mi padre rara vez pescaba nada, y en cierta ocasión escribió un poema
uno de cuyos versos rezaba: «No es para pescar por lo que voy de
pesca». Su compañero de excursiones, sin embargo —otro de los
directores adjuntos del departamento— siempre le daba parte de su
captura. Ello se debía a que en 1961, en plena época del hambre, mi
madre volvía a estar embarazada, y los chinos consideraban el pescado
como un elemento esencial para el desarrollo del pelo de los niños. No
había sido su intención quedar de nuevo en estado. Entre otras cosas,
tanto ella como mi padre vivían entonces de sus salarios, lo que
significaba que el Estado ya no les suministraba nodrizas ni niñeras.
Obligados a mantener a cuatro hijos, a mi abuela y a parte de la familia
de mi padre, apenas les sobraba dinero. Mi padre dedicaba una buena
porción de su sueldo a la adquisición de libros, especialmente de
gruesos volúmenes de obras clásicas de los que cada colección costaba
el equivalente a dos meses de salario. A veces, mi madre protestaba
levemente. Otras personas de su posición dejaban caer las adecuadas
indirectas en las editoriales y obtenían sus ejemplares gratis «por
motivos de trabajo». Mi padre insistía en pagarlo todo.

La esterilización, el aborto e incluso la contracepción resultaban


complicados. Los comunistas habían comenzado a promocionar la
planificación familiar en 1954, y mi madre había estado a cargo del
programa en su distrito. En aquella época había estado embarazada de
Xiao-hei, por lo que solía comenzar las asambleas con una autocrítica
no desprovista de humor. Sin embargo, Mao decidió oponerse al control
de la natalidad. Quería una China grande y poderosa basada en una
gran población. Decía que si los norteamericanos atacaban China con
bombas atómicas, los chinos se limitarían a continuar reproduciéndose
para reconstruir su número con enorme velocidad. Compartía asimismo
la actitud tradicional del campesino chino frente a los niños: cuantas
más manos, mejor. En 1957, acusó personalmente de derechista a un
célebre profesor de la Universidad de Pekín que recomendaba el control
de natalidad. A partir de entonces, rara vez volvió a mencionarse la
planificación familiar.

Tras quedar embarazada en 1959, mi madre escribió al Partido pidiendo


permiso para abortar. Tal era el procedimiento habitual. Uno de los
motivos por los que el Partido tenía que dar su consentimiento era que
en aquella época se trataba de una operación peligrosa. Mi madre adujo
que estaba demasiado ocupada trabajando para la revolución, y que
podría servir mejor al pueblo si no tenía un nuevo niño. Se le permitió
someterse a una intervención para abortar, lo que entonces era un
proceso terriblemente primitivo y doloroso. Cuando en 1961 volvió a
quedar en estado, tanto los médicos como mi madre y el Partido
consideraron que un nuevo aborto quedaba fuera de toda cuestión. El
plazo estipulado entre un aborto y el siguiente era de tres años.

Nuestra criada también estaba embarazada. Se había casado con el


antiguo sirviente de mi padre, que ahora trabajaba en una fábrica. Mi
abuela cocinaba para ambas los huevos y la soja que podían adquirirse

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con los cupones de mis padres, así como los peces que capturaban mi
padre y su amigó.

A finales de 1961, la criada dio a luz a un niño y partió para formar su


propio hogar en compañía de su marido. Cuando aún estaba con
nosotros, solía encargarse de acudir a las cantinas a recoger nuestra
comida. Un día, mi padre la vio caminando a lo largo de un sendero de
jardín: se había metido un trozo de carne en la boca y masticaba
vorazmente. Mi padre giró en redondo y se alejó para evitarle la
turbación que sentiría si le veía. No nos reveló aquel episodio hasta
transcurridos varios años, en un momento en que se dedicaba a rumiar
acerca del modo tan distinto en que se habían desarrollado sus sueños
de juventud, el principal de los cuales consistía en erradicar el hambre
para siempre.

Cuando la criada se marchó, mi familia ya no pudo permitirse contratar


otra debido a la situación alimentaria. Aquéllas que querían el empleo —
todas ellas campesinas— no tenían derecho a una ración de alimentos.
De este modo, mi abuela y mi tía tuvieron que cuidarnos a los cinco.

Mi hermano pequeño, Xiao-fang, nació el 17 de enero de 1962. Fue el


único de todos nosotros al que mi madre dio el pecho. Antes de nacer,
había pensado en regalarlo, pero cuando llegó al mundo se sintió
profundamente unida a él y el pequeño se convirtió en su favorito.
Solíamos jugar todos con él, como si se tratara de un gran juguete.
Creció rodeado de gente que le amaba lo que, en opinión de mi madre,
explicaba su tranquilidad y su confianza. Mi padre pasaba largos ratos
con él, cosa que nunca había hecho con ninguno de nosotros. Cuando
Xiao-fang fue lo bastante mayor como para jugar con juguetes, mi padre
comenzó a llevarle todos los sábados a los almacenes situados al
comienzo de la calle, donde le compraba juguetes nuevos. Tan pronto
como Xiao-fang se ponía a llorar, fuera cual fuere el motivo, mi padre
dejaba lo que tenía entre manos y corría a consolarle.

A comienzos de 1961, las decenas de millones de muertes acaecidas


terminaron por forzar a Mao a renunciar a su política económica. A
regañadientes, concedió al pragmático presidente Liu y a Deng Xiaoping
—secretario general del Partido— un mayor control sobre el país. Mao
se vio forzado a realizar autocríticas, pero todas estaban repletas de
auto-compasión y redactadas de tal modo que parecía como si se viera
obligado a llevar él solo la cruz de una epidemia de funcionarios
incompetentes en toda China. Con actitud magnánima, instruyó al
Partido para que aprendiera la lección de aquella desastrosa
experiencia. En qué consistía dicha lección, sin embargo, no era algo
que debieran determinar los funcionarios de bajo rango: Mao les dijo
que se habían divorciado del pueblo y que habían tomado decisiones que
no reflejaban los sentimientos habituales de la gente. La auténtica
responsabilidad —que nadie persiguió— permaneció oculta bajo una
interminable lista de autocríticas, empezando por la del propio Mao.

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No obstante, las cosas empezaron a mejorar. Los pragmáticos iniciaron
una serie de reformas en profundidad. Fue en aquel contexto en el que
Deng Xiaoping realizó la observación siguiente: «Tanto da que el gato
sea blanco o negro, siempre y cuando sea capaz de cazar ratones».
Había de cesar la producción en masa del acero. Los objetivos
económicos disparatados fueron cancelados y se introdujo una política
realista. Se abolieron las cantinas públicas, y los ingresos de los
campesinos comenzaron de nuevo a depender de su trabajo. Se les
devolvieron las propiedades confiscadas por las comunas, así como los
utensilios de labranza y los animales domésticos. También se les
concedieron pequeñas parcelas de tierra para su cultivo privado. En
algunas zonas, se alquilaron tierras a familias campesinas. La industria
y el comercio contemplaron una vez más la sanción oficial de los
elementos de la economía de mercado y, al cabo de un par de años, ésta
volvió a florecer.

A la liberalización de la economía acompañó la liberalización política.


Muchos terratenientes vieron desaparecer su etiqueta de «enemigos de
clase». Gran cantidad de personas que habían sufrido las purgas de las
diversas campañas políticas fueron rehabilitadas. Entre ellas se incluían
los «contrarrevolucionarios» de 1955, los «derechistas» de 1957 y los
«oportunistas de derecha» de 1959. Mi madre, que en 1959 había
recibido una primera advertencia por sus «tendencias derechistas», fue
ascendida como funcionaría civil de nivel 17 a nivel 16 a modo de
compensación. Se gozó de una mayor libertad literaria y artística, y en
general comenzó a reinar una atmósfera más relajada. Al igual que
tantos otros, mi padre y mi madre pensaron que el régimen parecía
estar demostrando que era capaz de corregirse, de aprender de sus
propios errores y de funcionar, y ello les devolvió la confianza en el
mismo.

Mientras tuvo lugar todo aquello, yo viví envuelta en un capullo propio


tras los elevados muros del complejo gubernamental. Nunca estuve en
contacto directo con la tragedia. Y así, aislada de la realidad exterior,
me vi embarcada en la adolescencia.

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13. «Tesorito de mil piezas de oro»

Aislada en un capullo privilegiado (1958-1965)

Cuando en 1958 mi madre me llevó por primera vez a la escuela


primaria, yo llevaba mi nueva chaqueta de cordón rosa, unos
pantalones de franela verde y un enorme lazo rosa en el pelo. Entramos
directamente al despacho de la directora, quien nos esperaba en
compañía de la supervisora académica y de una de las profesoras.
Todos sonreían y se dirigían a mi madre respetuosamente llamándola
directora Xia y tratándola como a un personaje. Poco después, me
enteré de que aquella escuela pertenecía a su departamento.

Aquella entrevista especial se debió a que yo contaba seis años de edad,


cuando normalmente sólo aceptaban niños a partir de los siete debido a
la escasez de plazas escolares. Sin embargo, ni siquiera mi padre tuvo
entonces inconveniente en saltarse las normas, ya que tanto él como mi
madre querían que empezara a ir al colegio a una edad temprana. Mi
fluida declamación de poemas clásicos y mi hermosa caligrafía
convencieron a los profesores de que me hallaba lo suficientemente
avanzada. Tras convencer de ello a la directora y a sus colegas con la
prueba de ingreso habitual, se me aceptó como caso especial, ante lo
cual mis padres se mostraron tremendamente orgullosos de mí. Aquella
misma escuela había rechazado ya a muchos de los hijos de sus colegas.

Se trataba de una escuela a la que todo el mundo quería enviar a sus


hijos debido a que estaba considerada la mejor de Chengdu, así como la
principal escuela «clave» de toda la provincia. El ingreso en las escuelas
y universidades clave resultaba sumamente difícil. Dependía tan sólo de
los méritos de cada uno, y no se concedía prioridad a los hijos de las
familias de funcionarios.

Cada vez que me presentaban a una nueva maestra, siempre era como
«la hija del director Chang y de la directora Xia». Mi madre solía acudir
a la escuela en su bicicleta como parte de su trabajo para comprobar el
modo en que era gestionada. Un día, comenzó de pronto a hacer frío y
me trajo una chaqueta verde de abrigo con cordones bordada en su
parte delantera. La propia directora vino al aula para entregármela, y
yo me sentí terriblemente avergonzada de las miradas de todos mis
compañeros. Al igual que la mayoría de los niños, lo único que quería
era ser una más de mi grupo y que me aceptaran como tal.

Teníamos exámenes todas las semanas, y los resultados eran exhibidos


en el tablón de anuncios. El primer puesto siempre me correspondía a
mí, lo que disgustaba a las que me seguían. En ocasiones, descargaban
su amargura llamándome «tesorito de mil piezas de oro» (qian-jin-xiao-
jie ) o haciendo cosas como meterme sapos en el cajón o atarme las
trenzas al respaldo del asiento. Decían que no mostraba espíritu

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colectivo y que despreciaba a los demás. Yo, sin embargo, sabía que lo
único que ocurría era que me gustaba hacer mi propia vida.

La formación era similar a la de una escuela occidental, a excepción de


la época en que tuvimos que dedicarnos a contribuir a la producción de
acero. No existía educación política, pero teníamos que hacer mucho
deporte: carreras, salto de altura, salto de longitud y gimnasia y
natación obligatorias. Cada una tenía un deporte para las horas
posteriores a las clases, y a mí me seleccionaron para el tenis. Al
principio, mi padre se mostró contrario a verme convertida en una
deportista —en ello consistía el objetivo del entrenamiento— pero la
monitora de tenis, una muchacha joven y sumamente hermosa, fue a
visitarle ataviada con unos atractivos pantalones cortos. Entre otras
labores, mi padre era el encargado provincial de deportes. La monitora
le obsequió con una sonrisa deslumbrante y observó que dado que el
tenis —el más elegante de todos los deportes— no era excesivamente
practicado en China en aquella época, sería muy positivo que su hija
diera ejemplo, dijo, a toda la nación. Mi padre hubo de rendirse.

Me encantaban mis profesores, todos ellos excelentes y dotados de la


habilidad de hacer de sus asignaturas algo fascinante y emocionante a
la vez. Recuerdo al profesor de ciencias, un tal señor Da-li, que nos
enseñaba la teoría de los satélites artificiales (los rusos acababan de
lanzar su primer Sputnik ) y nos hablaban de la posibilidad de visitar
otros planetas. Hasta los niños más revoltosos permanecían pegados a
sus asientos durante sus lecciones. Oí comentar a algunos que había
sido derechista, pero ninguno sabíamos qué significaba eso y, en
consecuencia, nos daba lo mismo.

Años después, mi madre me dijo que el señor Da-li había sido escritor de
libros infantiles de ciencia-ficción. Fue acusado de derechista en 1957
por escribir un artículo acerca de la costumbre de los ratones de robar
comida para su propio engorde, lo que se entendió como un ataque
disimulado a los funcionarios del Partido. Se le prohibió escribir, y a
punto estuvo de ser enviado al campo cuando mi madre logró
recuperarle para mi escuela. Pocos funcionarios eran lo bastante
valerosos como para dar empleo a un derechista.

Mi madre sí lo era, y a ello se debía que estuviera a cargo de mi escuela.


Dada su localización, debería haber pertenecido al Distrito Occidental
de Chengdu, pero las autoridades de la ciudad se la asignaron al
Distrito Oriental en el que trabajaba mi madre debido a que querían que
contara con los mejores profesores (aunque éstos tuvieran antecedentes
«indeseables») y a que el jefe del Departamento de Asuntos Públicos del
Distrito Occidental nunca se hubiera atrevido a emplear a semejantes
personas. La supervisora académica de mi escuela era esposa de un
antiguo oficial del Kuomintang que había sido enviado a un campo de
trabajo. Por lo general, no se habría permitido que personas con un
pasado como el suyo desempeñaran un trabajo como aquél, pero mi
madre no sólo se negó a trasladarlas sino que incluso les concedió
grados honoríficos. Sus superiores aprobaron su actitud, pero

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insistieron en que aceptara personalmente la responsabilidad de un
comportamiento tan poco ortodoxo. A ella no le importó. Con la
protección adicional e implícita que le proporcionaba la posición de mi
padre, se sentía mucho más segura que sus colegas.

En 1962, mi padre fue invitado a enviar a sus hijos a una nueva escuela
recién inaugurada junto al complejo en el que vivíamos. Se llamaba El
Plátano, por los árboles que bordeaban una de las avenidas que
atravesaban sus terrenos. La escuela fue fundada por el Distrito
Occidental con el objetivo expreso de convertirla en una escuela
«clave», dado que dicho distrito no poseía ninguna escuela de esta
categoría en su jurisdicción. Los buenos profesores de las otras escuelas
del distrito fueron trasladados al Plátano, y la institución no tardó en
adquirir reputación de escuela aristocrática, destinada a los hijos de los
personajes más destacados del Gobierno provincial.

Antes de la fundación del Plátano existía en Chengdu un colegio interno


para los hijos de altos oficiales del Ejército al que también enviaban a
sus retoños algunos funcionarios de alto rango. Poseía un nivel
académico pobre y adquirió fama de esnob, ya que los internos se
pasaban la vida compitiendo acerca de la importancia de sus
progenitores. A menudo se les oía decir cosas tales como: «¡Mi padre es
jefe de división, y el tuyo sólo es general de brigada!». Los fines de
semana podían verse en el exterior largas hileras de automóviles
repletos de niñeras, guardaespaldas y chóferes que esperaban para
llevar a los niños a sus casas. Mucha gente juzgaba aquella atmósfera
contraproducente para los pequeños, y mis propios padres siempre
habían mostrado una profunda aversión hacia aquella escuela.

El Plátano no había sido concebida como una escuela elitista y, tras


entrevistarse con el director y algunos de los profesores, mis padres se
convencieron de que se trataba de una institución comprometida con el
logro de elevados niveles de ética y disciplina. Tan sólo daba cabida a
unos veinticinco alumnos por curso, cuando en mi escuela anterior
había tenido cincuenta compañeros en la misma clase. Evidentemente,
las ventajas del Plátano estaban proyectadas en parte para los
funcionarios de alto rango que vivían junto a la escuela, pero mi padre,
cada vez más apaciguado, optó por pasar por alto este hecho.

La mayoría de mis compañeros de clase eran hijos de funcionarios del


Gobierno provincial. Algunos de ellos vivían en el mismo complejo que
yo. Aparte de la escuela, el complejo constituía mi único mundo.
Contaba con jardines rebosantes de flores y de plantas exuberantes.
Había palmeras, pitas, adelfas, magnolias, camelias, rosas, hibiscos e
incluso dos raros álamos temblones chinos que habían crecido el uno
hacia el otro y entrelazaban sus ramas como una pareja de amantes.
Eran sumamente sensibles. Si se rascaba suavemente uno de los
troncos, ambos árboles comenzaban a temblar y sus hojas se agitaban
débilmente. En verano, a la hora de comer, solía sentarme en un banco
de piedra de forma cilíndrica situado bajo un enrejado de glicinia y,
apoyando los codos sobre una mesa también de piedra, leía un libro o

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jugaba al ajedrez. A mi alrededor se extendían los radiantes colores del
terreno y, a no mucha distancia, un insólito cocotero señalaba
arrogantemente el cielo. Mi planta favorita, sin embargo, era un jazmín
de intenso perfume que también trepaba por un enrejado. Cuando
florecía, mi dormitorio se llenaba con su aroma, y a mí me encantaba
sentarme junto a la ventana contemplándolo e impregnándome de sus
deliciosos efluvios.

Cuando nos trasladamos al complejo, vivimos al principio en una


encantadora casa de una sola planta separada del resto y dotada de su
propio patio. Estaba construida al estilo chino tradicional, y carecía de
comodidades modernas: no disponía de agua corriente en su interior y
no tenía retrete de cisterna, ni tampoco bañera de porcelana. En 1962,
se construyeron en un extremo del complejo algunos apartamentos
modernos de estilo occidental dotados de todos aquellos adelantos, y a
mi familia le fue asignado uno de ellos. Antes de mudarnos, acudí a
visitar aquel país de las maravillas y a examinar la novedad de aquellos
grifos mágicos, aquellas cisternas y aquellos armarios de espejo en las
paredes. Deslicé mis manos sobre las brillantes baldosas blancas de los
muros de los cuartos de baño: resultaban frescas y agradables al tacto.

Había trece edificios de apartamentos en el complejo. Cuatro de ellos


estaban destinados a los directores de departamento, y el resto era para
los jefes de sección. Nuestro apartamento ocupaba una planta entera,
pero en el caso de los jefes de sección, cada planta era compartida por
dos familias. Nuestras habitaciones eran más espaciosas. Teníamos
mosquiteras en las ventanas, cosa que ellos no tenían; y dos cuartos de
baño, cuando ellos sólo tenían uno. Teníamos agua caliente tres días a la
semana, pero ellos carecían de ella. Teníamos un teléfono, algo
sumamente inusual en China, y ellos no. Los oficiales de menor rango
ocupaban los bloques de un complejo más pequeño situado al otro lado
de la calle, y sus comodidades eran aún más escasas. La media docena
de secretarios del Partido que constituían el núcleo de las autoridades
provinciales disfrutaban de un complejo propio emplazado dentro del
nuestro. Aquel santuario interior se extendía entre dos puertas
permanentemente vigiladas por guardias militares armados, y tan sólo
se autorizaba la entrada de personal especialmente autorizado. Al otro
lado de las puertas se alzaban diversas casas independientes de dos
plantas, una para cada uno de los secretarios del Partido. Junto al
umbral del primer secretario, Li Jing-quan, montaba guardia otro
soldado. Yo crecí considerando normal la jerarquía y el privilegio.

Todos los adultos que trabajaban en el complejo principal tenían que


enseñar sus pases cuando atravesaban la puerta principal. Los niños no
teníamos pases, pero los guardias nos conocían. Las cosas se
complicaban cuando recibíamos visitantes, ya que éstos se veían
obligados a rellenar un formulario, tras lo cual llamaban a nuestro
apartamento desde el pabellón del portero para que alguien fuera a
buscarlos hasta la puerta principal. A los guardias no les agradaban las
visitas de otros niños. Decían que no querían que fueran a estropear los
jardines. Aquello dificultaba el invitar a compañeros a casa, y durante

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los cuatro años que pasé en la escuela «clave» muy rara vez invité a mis
amigas.

Apenas salía del complejo, si no era para acudir a la escuela. Alguna


que otra vez acudí a unos grandes almacenes con mi abuela, pero nunca
experimenté el deseo de comprar nada. El concepto de compra era algo
ajeno a mí, y mis padres sólo me daban dinero de bolsillo en ocasiones
especiales. Nuestra cantina era como un restaurante, y la comida que
servía era excelente. Exceptuando la época del hambre, siempre tuvimos
al menos siete u ocho platos entre los que escoger. Los chefs eran
especialmente seleccionados, y todos pertenecían al grado uno o al
grado especial: al igual que los profesores, los mejores eran clasificados
en niveles. En casa siempre había fruta y caramelos, pero yo me hubiera
contentado con alimentarme exclusivamente de polos. Una vez, un 1 de
junio en que se celebraba el Día del Niño, recibí algo de dinero de
bolsillo y devoré veintiséis de ellos de una sentada.

La vida en el complejo era autosuficiente. El complejo tenía sus propias


tiendas, peluquerías, cines y salas de baile, así como sus propios
fontaneros e ingenieros. El baile era una afición muy popular. Los fines
de semana se celebraban fiestas de baile para los distintos niveles de
funcionarios del Gobierno provincial. El que tenía lugar en la antigua
sala de baile de oficiales del Ejército norteamericano era para las
familias situadas a partir del nivel de jefe de sección. Tenía siempre una
orquesta y contaba con varios actores y actrices del Grupo Provincial
de Música y Danza que le prestaban colorido y elegancia. Algunas de las
actrices solían venir a nuestro apartamento para charlar con mis
padres; tras lo cual me llevaban a dar un paseo por el complejo. A mí
me enorgullecía enormemente que me vieran en su compañía, ya que en
China tanto los actores como las actrices ejercen una inmensa
fascinación en la gente. Unos y otras gozaban de un grado especial de
tolerancia y se les permitía vestir más ostentosamente que el resto de
las personas e, incluso, tener aventuras amorosas. Dado que el grupo
pertenecía a su departamento, consideraban a mi padre como su jefe.
Sin embargo, no le trataban con el exagerado respeto que mostraban
ante él otras personas. Por el contrario, solían bromear con él y le
llamaban «el bailarín estrella», ante lo cual mi padre se limitaba a
sonreír con aire de timidez. Los bailes eran acontecimientos informales
de salón en los que las parejas se deslizaban recatadamente arriba y
abajo sobre la reluciente pista. Mi padre era, de hecho, un gran bailarín,
y resultaba evidente que disfrutaba haciéndolo. A mi madre no se le
daba bien: le resultaba imposible captar el ritmo, por lo que no le
gustaba. Durante los intervalos, se permitía que los niños bailasen sobre
la pista, y nosotros nos tirábamos de las manos y nos dedicábamos a
practicar una especie de esquí sobre suelo. La atmósfera, el calor, los
perfumes, las damas elegantemente vestidas y los sonrientes caballeros
formaban para mí un mágico mundo de ensueño.

Había cine todos los sábados por la tarde. En 1962, ya con una
atmósfera más relajada, llegaban incluso algunas películas de Hong
Kong, en su mayor parte historias de amor. En ellas podían obtenerse

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atisbos del mundo exterior, por lo que resultaban muy populares. Por
supuesto, había también ardientes películas revolucionarias. Las
proyecciones se realizaban en dos lugares diferentes según el nivel de
los asistentes. La élite número uno ocupaba una espaciosa sala dotada
de asientos grandes y confortables. La otra se amontonaba en un gran
auditorio situado en un complejo distinto. En cierta ocasión, acudí allí
debido a que daban una película que me interesaba ver. Los asientos
estaban ya ocupados desde mucho antes de que empezara la película, y
los que llegaban en último lugar aparecían provistos de sus propios
taburetes. Había mucha gente de pie. Si uno se quedaba en el fondo era
necesario subirse a una silla para poder ver algo. Personalmente,
ignoraba que aquello iba a ser así, por lo que no me había llevado nada.
Al fin, me vi atrapada en la aglomeración de la parte posterior, incapaz
de ver nada en absoluto. Alcancé a ver a un cocinero que conocía y que
se había encaramado a un pequeño banco en el que hubieran podido
acomodarse dos personas. Cuando me vio intentando escurrirme entre
la muchedumbre me dijo que subiera y lo compartiera con él. Era muy
estrecho, y yo sentía que mi equilibrio era terriblemente precario.
Numerosas personas seguían desfilando a nuestro alrededor, y no tardé
en verme derribada por una de ellas. Caí con fuerza, partiéndome la
ceja con el borde de un taburete. Aún hoy conservo la cicatriz.

En nuestra sala de élite se proyectaban películas restringidas que no


podía ver nadie más, ni siquiera los empleados del auditorio grande. Se
conocían con el nombre de «películas de referencia» y en su mayor
parte se componían de recortes de películas occidentales. Recuerdo que
en una aparecía un mirón de playa al que las mujeres que había estado
espiando duchaban con un cubo de agua. Otro extracto de uno de los
documentales mostraba a varios pintores abstractos que habían
enseñado a un chimpancé a aplicar tinta sobre una hoja y a un hombre
que tocaba el piano con el trasero.

Imagino que ambas habían sido seleccionadas para mostrar la


decadencia de Occidente. Se proyectaron exclusivamente para altos
funcionarios del Partido, aunque incluso a éstos les era negada la mayor
parte de la información procedente de allí. De vez en cuando se
proyectaban películas occidentales en una pequeña sala de visionado en
la que no se permitía la entrada de niños. Yo experimentaba una enorme
curiosidad, y solía suplicar a mis padres que me llevaran. Éstos me
complacieron en un par de ocasiones. Para entonces, mi padre se había
vuelto más tolerante con nosotros. Había un guardia en la puerta, pero
al ver que iba con mis padres no puso objeción alguna. Ambas películas,
sin embargo, me resultaron totalmente incomprensibles. Una parecía
girar en torno a un piloto norteamericano que enloquecía después de
arrojar una bomba atómica sobre Japón. La otra era un largometraje en
blanco y negro. En una de las escenas, un líder sindical era golpeado
por dos matones en el interior de un automóvil, y me sentí horrorizada
al advertir que un hilo de sangre resbalaba de sus labios. Era la primera
vez en mi vida que contemplaba un acto de violencia con derramamiento
de sangre (los comunistas habían abolido los castigos corporales en las
escuelas). En aquellos días, las películas chinas eran producciones

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amables, sentimentales y optimistas; cualquier sugerencia de actos
violentos aparecía estilizada, como en la ópera china.

Me desconcertaba el modo de vestir de los obreros occidentales:


llevaban elegantes trajes que ni siquiera mostraban remiendos y que no
encajaban ni por asomo con mi idea de lo que debían probablemente
vestir las masas oprimidas de los países capitalistas. Después de la
película, pregunté a mi madre sobre aquello y ella me respondió
diciendo algo acerca de «niveles de vida relativos». No comprendí qué
quería decir con ello, y pensé que la pregunta seguía sin responder.

De niña, mi idea de Occidente era la de un pozo de pobreza y miseria


similar al que rodea a la vagabunda cerillera del cuento de Hans
Christian Andersen. Cuando en el jardín de infancia había rehusado
terminar mi plato, la profesora había exclamado: «¡Piensa en todos los
niños que mueren de hambre en el mundo capitalista!». En la escuela,
cuando intentaban hacernos trabajar más, los profesores solían decir:
«Tenéis suerte de poder ir a una escuela y tener libros para leer. En los
países capitalistas los niños tienen que trabajar para mantener a sus
hambrientas familias». A menudo, cuando los adultos querían que
aceptáramos algo, afirmaban que en Occidente la gente ansiaba poseer
eso pero que no podía conseguirlo, y que por tanto debíamos alegrarnos
de nuestra buena fortuna. Al final, comencé a pensar de ese modo
automáticamente. En cierta ocasión en que una niña de mi clase
apareció luciendo una nueva clase de impermeable rosado y traslúcido
que nunca había visto antes, pensé en lo estupendo que sería que me lo
cambiara por mi viejo paraguas de papel encerado. Inmediatemente, sin
embargo, me reprendí por aquel impulso burgués y escribí en mi diario:
«Piensa en todos los niños del mundo capitalista: ¡ni siquiera pueden
soñar con poseer un paraguas!».

Interiormente, imaginaba a los extranjeros como seres terroríficos.


Todos los chinos tienen el cabello negro y los ojos castaños, por lo que
cualquier otro colorido de pelo y de ojos les resulta extraño. Mi imagen
de los extranjeros coincidía más o menos con el estereotipo oficial: un
hombre de cabellos rojos y enmarañados, con ojos de un color extraño y
una nariz muy, muy larga que va por ahí borracho, dando tumbos,
bebiendo Coca-Cola a morro y afianzándose sobre sus piernas abiertas
de un modo nada elegante. Los extranjeros decían constantemente
«hola» con una entonación peculiar. Yo ignoraba qué significaba «hola»;
pensaba que se trataba de una palabrota. Cuando los niños jugaban a la
«guerra de guerrillas» (que venía a ser su propia versión de indios y
vaqueros), los del bando enemigo se pegaban una espina sobre la nariz
y exclamaban «hola» sin parar.

Durante mi tercer año en la escuela primaria, cuando contaba nueve


años de edad, mis compañeros y yo decidimos decorar el aula con
plantas. Una de las niñas sugirió que podría obtener algunas especies
poco corrientes de un jardín que cuidaba su padre en la iglesia católica
de la calle del Puente Seguro. Antaño había habido un orfanato adosado
a la iglesia, pero habían terminado por cerrarlo. La iglesia aún

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funcionaba bajo control del Gobierno, el cual había obligado a los
católicos a romper con el Vaticano y unirse a una organización
«patriótica». Debido a la propaganda acerca de la religión, la idea de la
iglesia me resultaba misteriosa e inquietante. La primera vez que había
oído mencionar la violación había sido en una novela en la que se
atribuía una a un sacerdote extranjero. Por otra parte, los sacerdotes
adoptaban invariablemente la imagen de espías imperialistas y
malvados que utilizaban a los bebés de los hospitales para realizar
experimentos médicos.

Todos los días, camino del colegio y de regreso de él, solía pasar junto al
comienzo de la calle del Puente Seguro, bordeada de árboles seculares,
y distinguía el perfil de la puerta de la iglesia. Acostumbrada a la
estética china, sus pilares se me antojaban sumamente extraños ya que,
a diferencia de los nuestros, tallados en madera y posteriormente
pintados, estaban tallados en mármol blanco y acanalados al estilo
griego. Me moría por visitar el interior, y había pedido a aquella niña
que me invitara un día a ir a su casa. Ella, sin embargo, repuso que su
padre no quería que llevara visitas, lo que no sirvió sino para
acrecentar aún más su misterio. Cuando se ofreció a traer algunas
plantas de su jardín, me ofrecí calurosamente a acompañarla.

A medida que nos aproximábamos a la puerta de la iglesia sentí que me


ponía en tensión y que mi corazón casi dejaba de latir. No recordaba
haber visto nunca una puerta tan imponente. Mi amiga se puso de
puntillas y golpeó un aro de metal que colgaba de la puerta. En ésta se
abrió de pronto una pequeña entrada tras la que apareció un anciano
arrugado que caminaba doblado casi por completo sobre sí mismo.
Pensé que era como las brujas que salen en las ilustraciones de los
cuentos de hadas. Aunque no podía ver su rostro con claridad, me
imaginé que tendría una larga nariz ganchuda y un sombrero de pico y
que en cualquier momento saldría volando por los aires montado en una
escoba. El hecho de que perteneciera al sexo opuesto al de las brujas
carecía de importancia. Atravesé apresuradamente el umbral. Frente a
mí se abría un patio pulcro y diminuto en el que había un jardín. Me
sentía tan nerviosa que no era capaz de ver qué contenía. Mis ojos tan
sólo registraban una enorme proliferación de colores y formas, así
como una pequeña fuente que manaba en medio de una estructura
rocosa. Mi amiga me tomó de la mano y me condujo a lo largo del
porche hasta el otro lado del patio. Cuando llegamos al final, abrió una
puerta y me dijo que allí era donde el sacerdote pronunciaba sus
sermones. ¡Sermones! Me había topado con aquella palabra en un libro
en el que el sacerdote se servía de su sermón para transmitir secretos
de Estado a otro espía imperialista. Mi tensión aumentó cuando salvé el
umbral y penetré en una enorme y oscura estancia que parecía un salón;
durante unos instantes, no pude ver nada. Por fin, distinguí una estatua
al fondo de la sala. Aquél fue mi primer encuentro con un crucifijo. A
medida que me acercaba, la figura de la cruz parecía elevarse sobre mí,
inmensa y abrumadora. La sangre, la postura y la expresión de su
rostro se combinaban para producir una sensación profundamente
aterradora. Me volví y salí corriendo de la iglesia. En el exterior, casi
choqué con un hombre ataviado con un traje negro. Pensé que intentaba

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agarrarme y, esquivándole, eché nuevamente a correr. A mis espaldas oí
una puerta que crujía y, de pronto, me vi envuelta por una gran calma,
rota tan sólo por el murmullo de la fuente. Abrí la pequeña entrada de la
puerta principal y alcancé el comienzo de la calle sin dejar de correr. Mi
corazón palpitaba con fuerza, y la cabeza me daba vueltas.

A
diferencia de mí, mi hermano Jin-ming —nacido un año después que yo—
se mostró sumamente independiente ya desde pequeño. Le encantaban
las ciencias, y leía montones de revistas científicas populares. Aunque al
igual que el resto de las publicaciones también éstas aparecían repletas
de la inevitable propaganda, lo cierto era que informaban de avances
científicos y tecnológicos occidentales que causaban honda impresión en
Jin-ming. Le fascinaban las fotografías del láser, de los aerodeslizadores
y de los helicópteros, automóviles y sistemas electrónicos que aparecían
en aquellas revistas, a lo que había que añadir los atisbos que lograba
del mundo occidental en las «películas de referencia». Comenzó a
pensar que uno no podía fiarse de la escuela, los medios de
comunicación y los adultos en general cuando decían que el mundo
capitalista era un infierno y que China era un paraíso.

Estados Unidos excitaba especialmente la imaginación de Jin-ming como


el país que contaba con la tecnología más desarrollada. Un día, cuando
contaba once años, había estado describiendo animadamente durante la
cena los nuevos avances norteamericanos en el campo del láser cuando
de pronto le dijo a mi padre que adoraba Norteamérica. Éste no supo
cómo responder, y su rostro adquirió una expresión de intensa
preocupación. Por fin, acarició la cabeza de Jin-ming y dijo a mi madre:
«¿Qué podemos hacer? ¡Este muchacho va a convertirse en un
derechista cuando crezca!».

Antes de cumplir los doce años, Jin-Ming ya había construido cierto


número de inventos basados en las ilustraciones de los libros científicos
infantiles, entre ellos un telescopio con el que había intentado observar
el cometa Halley y un microscopio para el que se había servido de
trozos de vidrio procedentes de una bombilla. Un día en que estaba
intentando mejorar una escopeta de repetición construida con gomas
elásticas para disparar guijarros y semillas de tejo, pidió a uno de sus
compañeros de clase, cuyo padre era oficial del Ejército, que le
consiguiera algunos casquillos de bala vacíos para lograr los efectos
sonoros apropiados. Su amigo consiguió algunas balas, extrajo la parte
posterior, las vació de pólvora y se las entregó a Jin-ming sin advertir
que los detonadores aún estaban dentro. Jin-ming llenó uno de los
casquillos con un tubo de pasta de dientes cortado por la mitad y con
ayuda de unas tenazas lo sostuvo sobre la estufa de carbón de la cocina
para que se calentara. Sobre la parrilla del carbón descansaba una
pava, y Jin-ming sostenía las tenazas bajo ella cuando de repente se oyó
un tremendo estampido y se abrió un boquete en el fondo de la pava.
Todo el mundo entró a ver qué había ocurrido. Jin-ming estaba
aterrorizado, mas no tanto por la explosión como por mi padre, que
constituía una figura temible.

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Éste, sin embargo, no pegó a Jin-ming. Ni siquiera le reconvino. Se
limitó a dirigirle una mirada larga y dura y por fin dijo que bastante
asustado estaba ya y que saliera a dar un paseo. Jin-ming se sintió tan
aliviado que a duras penas logró evitar ponerse a dar saltos. En ningún
momento había pensado que le sería posible librarse tan fácilmente.
Cuando regresó de su paseo, mi padre le dijo que no volvería a hacer
ningún experimento si no era bajo la supervisión de un adulto. Sin
embargo, aquella orden no permaneció en vigor mucho tiempo, y Jin-
ming no tardó en volver a las andadas.

Yo le ayudé en uno o dos de sus proyectos. En cierta ocasión,


fabricamos un prototipo de pulverizador alimentado con agua del grifo
con el que podía reducirse la tiza a polvo. Era Jin-ming, claro está, quien
aportaba el ingenio y la habilidad, ya que mi interés solía ser poco
duradero.

Jin-ming acudió a la misma escuela primaria que yo. El señor Da-li, el


profesor de ciencias que en otro tiempo había sido condenado como
derechista, fue también maestro suyo, y desempeñó un papel
fundamental a la hora de abrir a Jin-ming al mundo de la ciencia. Desde
entonces, mi hermano ha conservado una profunda gratitud hacia él.

Mi segundo hermano, Xiao-hei, nacido en 1954, era el favorito de mi


abuela, pero mi padre y mi madre apenas le prestaban atención. Uno de
los motivos era que pensaban que ya obtenía suficiente cariño de la
primera. Aquella sensación de desfavorecimiento alimentó en Xiao-hei
una actitud defensiva frente a mis padres, lo que despertaba en ellos
una profunda irritación, especialmente en mi padre, quien no soportaba
ninguna actitud que considerara falta de franqueza.

Algunas veces, se sentía tan enojado por la actitud de Xiao-hei que


llegaba a pegarle. Posteriormente, sin embargo, se arrepentía, y a la
menor oportunidad le acariciaba la cabeza y le decía que sentía
profundamente no haber sabido controlar su genio. En aquellas
ocasiones, mi abuela sostenía con mi padre unas broncas tremebundas,
y éste a su vez la acusaba de malcriar a Xiao-hei. Aquel constante
motivo de tensión entre ambos tuvo como resultado inevitable que mi
abuela se sintiera aún más ligada a Xiao-hei y le mimara más que antes.

Mis padres pensaban que sólo sus hijos —y no las niñas— debían recibir
reprimendas y castigos corporales. Una de las únicas dos veces que
pegaron a mi hermana Xiao-hong fue a la edad de cinco años. Se había
empeñado en comer caramelos antes de una de las comidas, y cuando
llegó a la mesa protestó diciendo que no podía notar gusto alguno
debido al sabor dulce que aún tenía en la boca. Mi padre le dijo que sólo
tenía lo que ella misma se había buscado. A Xiao-hong le disgustó
aquella respuesta, por lo que comenzó a chillar y arrojó los palillos por
la estancia. Mi padre le propinó un cachete y ella asió un plumero
dispuesta a devolverle el golpe. Mi padre le arrebató el plumero y ella se
hizo con una escoba. Tras un breve forcejeo, mi padre la encerró en su

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dormitorio y se marchó, repitiendo: «¡Demasiado mimada! ¡Demasiado
mimada!». Mi hermana se quedó sin comer.

De niña, Xiao-hong era sumamente terca. Por algún motivo, siempre se


negó a viajar y a asistir a proyecciones de cine u obras de teatro.
Asimismo, había montones de cosas que le disgustaba comer: ponía el
grito en el cielo cada vez que le servían leche o carne de vaca o de
cordero. Yo, de pequeña, solía seguir su ejemplo, lo que hizo que me
perdiera numerosas películas y gran variedad de deliciosos alimentos.

Yo tenía un carácter muy distinto al suyo, y la gente comenzó a


calificarme de muchacha sensible y prudente (dong-shi ) mucho antes de
que alcanzara la adolescencia. Mis padres jamás me pusieron la mano
encima ni tuvieron que hablarme con severidad. Incluso las leves
críticas que me hacían eran pronunciadas en tono extremadamente
delicado, como si fuera una persona adulta a la que resultara fácil herir.
Me proporcionaron mucho afecto, sobre todo mi padre, quien siempre
me llevaba consigo a dar su paseo de sobremesa y a menudo contaba
con mi compañía cuando tenía que ir a visitar a algún amigo. La
mayoría de sus amigos íntimos eran revolucionarios veteranos tan
inteligentes como capaces, pero todos parecían tener algún fallo en su
pasado a los ojos del Partido, por lo que se les habían asignado cargos
de menor importancia. Uno de ellos había pertenecido a una rama del
Ejército Rojo a las órdenes de Zhang Guo-tao, uno de los rivales de Mao.
Otro era un donjuán cuya esposa —una funcionaría del Partido a quien
mi padre siempre había intentado evitar— era de una severidad
insufrible. Yo lo pasaba bien en aquellas reuniones de adultos, pero nada
me gustaba tanto como que me dejaran sola con mis libros, a los que
dedicaba el día entero durante mis vacaciones escolares sin dejar en
ningún momento de roerme las puntas de los cabellos mientras leía.
Además de la literatura y de algunos poemas clásicos razonablemente
sencillos, me encantaban la ciencia-ficción y los relatos de aventuras.
Recuerdo un libro sobre un hombre que, creo, pasaba unos días en otro
planeta y regresaba a la Tierra en el siglo veintiuno para descubrir que
todo había cambiado desde su partida. La gente se nutría con cápsulas
alimenticias, viajaba en aerodeslizadores y tenía teléfonos con pantallas
de vídeo. Yo entonces anhelaba poder vivir en el siglo XXI y disponer de
todos aquellos aparatos mágicos.

Mi niñez transcurrió como una carrera hacia el futuro en la que yo me


apresuraba por convertirme en adulta y soñaba despierta
constantemente en lo que haría cuando fuera mayor. Desde el mismo
momento en que aprendí a leer y a escribir, preferí aquellos libros en los
que la narración predominaba sobre las imágenes. Mi impaciencia se
manifestaba en todos los aspectos: si tenía un caramelo, nunca lo
chupaba, sino que rápidamente lo mordía y lo masticaba. Masticaba
hasta las pastillas para la tos.

Mis hermanos y yo nos llevábamos sorprendentemente bien.


Tradicionalmente, los niños y las niñas rara vez jugaban juntos, pero los
cuatro éramos buenos amigos y nos cuidábamos los unos a los otros.

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Apenas existían entre nosotros celos o competitividad, y rara vez nos
peleábamos. Siempre que mi hermana me veía llorando, rompía también
ella en lágrimas. No le importaba escuchar las alabanzas que me
dedicaba la gente. Todo el mundo comentaba la espléndida relación que
llevábamos, y los padres de otros niños no cesaban de preguntar a mis
padres cómo se las habían arreglado para conseguirlo.

Entre mis hermanos, mis padres y mi abuela, se había creado una


afectuosa atmósfera familiar. Nunca asistíamos a las peleas de mis
padres, sino tan sólo a sus momentos de ternura. Mi madre nunca nos
dejaba percibir el desencanto que a veces experimentaba con mi padre.
Tras la época del hambre, mis padres —al igual que la mayoría de los
funcionarios— no se mostraron tan apasionadamente entregados a su
trabajo como lo habían estado durante la década de los cincuenta. La
vida familiar adquirió una mayor preponderancia, y su disfrute ya no se
equiparaba con la deslealtad. Mi padre, superada ya la cuarentena, se
volvió más apacible y estrechó sus lazos con mi madre. Ambos pasaban
cada vez más tiempo juntos, y a medida que crecía pude advertir
muestras inequívocas del amor que ambos se profesaban.

Un día oí a mi padre comentar con mi madre un piropo dedicado a ésta


por uno de sus colegas cuya esposa tenía fama de ser una belleza.
«Somos ambos afortunados por tener esposas tan excepcionales —había
dicho a mi padre—. Mira a tu alrededor: destacan entre todas las
demás». Mi padre sonreía mientras recordaba la escena con mal
disimulado orgullo. «Yo, claro está, sonreí cortésmente —dijo—, pero lo
que en realidad pensaba era, ¿cómo puedes comparar a tu mujer con la
mía? ¡Mi mujer es única en su género!».

En cierta ocasión, mi padre partió en un viaje de turismo de tres


semanas en el que habría de acompañar a los distintos directores de los
departamentos de Asuntos Públicos de China por todo el país. Durante
toda su carrera jamás se había organizado un viaje semejante, y se
suponía que había de considerarse un privilegio especial. El grupo,
acompañado por un fotógrafo encargado de obtener las imágenes del
viaje, disfrutaría durante todo el trayecto del tratamiento reservado a
las personalidades. Mi padre, sin embargo, no dejaba de mostrarse
inquieto. A comienzos de la tercera semana, cuando el grupo ya había
alcanzado Shanghai, añoraba tanto su hogar que dijo que no se
encontraba bien y regresó en avión a Chengdu. A partir de entonces, mi
madre no dejó de llamarle «viejo tonto». «Tu casa no iba a desaparecer,
y yo tampoco. Al menos, no en una semana. ¡Qué oportunidad
desperdiciada para habértelo pasado bien!». Cada vez que la oía decir
eso, no podía evitar la sensación de que en realidad le había complacido
considerablemente la «tonta nostalgia» de mi padre.

En la relación de mis padres con sus hijos parecían imperar dos


factores sobre todos los demás: el primero era nuestra educación
académica. Por muy preocupados que estuvieran por sus propios
trabajos, siempre revisaban los deberes del colegio con nosotros.
Permanecían en constante contacto con nuestros profesores, y grabaron

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a fuego en nuestras mentes que debíamos hacer del éxito académico el
principal objetivo de nuestras vidas. Su grado de intervención en
nuestros estudios aumentó después de la época del hambre, ya que
contaban con más tiempo libre. Casi todas las tardes se turnaban para
darnos clases particulares.

Mi madre era nuestra profesora de matemáticas, y mi padre se


encargaba de enseñarnos lengua y literatura chinas. Aquellas tardes
constituían para nosotros ocasiones solemnes en las que se nos permitía
leer los libros de mi padre en su despacho, revestido desde el suelo
hasta el techo de gruesos tomos de tapa dura y clásicos chinos
encuadernados a mano. Antes de tocar las páginas de aquellos libros
debíamos lavarnos las manos. Leíamos a Lu Xun, el gran escritor chino
contemporáneo, así como poemas de la edad dorada de la poesía china
que se consideraban difíciles incluso para los adultos.

La atención que nuestros padres prestaban a nuestros estudios era sólo


comparable a su preocupación por nuestra educación ética. Mi padre
quería que nos convirtiéramos en ciudadanos honorables y de
principios, ya que lo consideraba un aspecto fundamental de la
revolución comunista. De acuerdo con la tradición china, bautizó a cada
uno de mis hermanos con un nombre que representaba sus ideales: Zhi ,
que significa «honesto», para Jin-ming; Pu , esto es, «modesto», para
Xiao-hei; y Fang o «incorruptible» como parte del nombre de Xiao-fang.
Mi padre creía que tales cualidades eran las que habían escaseado en la
antigua China y las que los comunistas estaban llamados a restaurar. La
corrupción había contribuido especialmente a desangrar la antigua
China. En cierta ocasión, reprendió a Jin-ming por fabricar un avión de
papel sirviéndose para ello de una hoja oficial de su departamento. Cada
vez que queríamos utilizar el teléfono en casa teníamos que pedirle
permiso. Dado que sus responsabilidades incluían los medios de
comunicación, recibía gran cantidad de periódicos y revistas. Aunque
nos animaba a que los leyéramos, no se nos permitía sacarlos de su
despacho, ya que a final de mes los devolvía todos al departamento para
que fueran vendidos y reciclados. De pequeña, pasé más de una
aburrida tarde de domingo ayudándole a comprobar que no faltaba
ninguno.

Mi padre fue siempre sumamente severo con nosotros, lo que constituía


un constante motivo de tensión para él, tanto frente a la abuela como
frente a nosotros mismos. En 1965, una de las hijas del príncipe Sihanuk
de Camboya vino a Chengdu a presentar un espectáculo de danza. Tal
acontecimiento representaba una novedad especial para una sociedad
entonces prácticamente aislada. Yo me moría de ganas de acudir al
ballet. En consideración al puesto que ocupaba, mi padre recibía
gratuitamente las mejores entradas para todos los estrenos, y
frecuentemente me llevaba con él. Aquella vez, por algún motivo, no iba
a poder acudir. Me dio una entrada, pero me dijo que se la cambiara a
alguien de las localidades posteriores para que nadie me viera en el
mejor sitio.

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Aquella tarde me situé junto a la entrada del teatro sosteniendo la
entrada en la mano mientras la multitud entraba en el local. De hecho,
todos contaban con entradas gratuitas de calidad equivalente a su
rango. Transcurrió así un cuarto de hora largo, y yo aún seguía junto a
la puerta. Me daba demasiada vergüenza pedirle a nadie que me las
cambiara. Por fin, fue disminuyendo el número de personas que
entraban, y la función estaba ya a punto de comenzar. Me encontraba al
borde de las lágrimas, y deseando haber nacido con un padre distinto.
En ese momento, vi a un joven funcionario del departamento de mi
padre. Haciendo acopio de todo mi valor, le tiré por detrás del borde de
la chaqueta. El muchacho sonrió e inmediatamente aceptó cederme su
localidad, situada al fondo de la sala. No se mostró sorprendido. En el
complejo en que habitábamos, la severidad de mi padre para con sus
hijos era ya legendaria.

Con motivo del Año Nuevo chino de 1965 se organizó una


representación especial destinada a los profesores. Aquella vez, mi
padre acudió a ella conmigo pero, en lugar de permitirme que me
sentara a su lado, cambió mi entrada por otra situada asimismo al
fondo. Dijo que no era correcto que yo me sentara delante de los
profesores. Desde donde estaba, apenas podía ver el escenario, lo que
me hizo sentir profundamente desdichada. Más tarde, me enteré por los
profesores hasta qué punto habían apreciado aquella deferencia de mi
padre, pues se habían sentido irritados al ver a los hijos de otros altos
funcionarios ocupando los asientos delanteros con una actitud que se les
había antojado irrespetuosa.

La historia de China se hallaba impregnada de una tradición según la


cual los hijos de los funcionarios solían ser arrogantes y abusaban de
sus privilegios, lo que era motivo de resentimiento general. En cierta
ocasión, uno de los nuevos guardias del complejo no reconoció a una
adolescente que vivía allí y se negó a dejarla entrar. Ella se puso a gritar
y le golpeó con su cartera. Algunos niños tenían la costumbre de
dirigirse a los cocineros, los chóferes y el resto del personal en tono
maleducado e imperioso. Los llamaban por sus nombres, cosa que un
menor jamás debe hacer en China, ya que se considera algo en extremo
irrespetuoso. Nunca olvidaré la expresión dolorida de los ojos del
cocinero de nuestra cantina cuando el hijo de uno de los colegas de mi
padre le devolvió un plato de comida y, tras gritarle su nombre a la
cara, le dijo que no estaba buena. Aquello hirió profundamente al
cocinero, pero no dijo nada. No quería disgustar al padre del muchacho.
Algunos padres no hacían nada por evitar aquel tipo de conductas, pero
mi padre estaba indignado. A menudo, decía: «Estos funcionarios no
tienen nada de comunistas».

Mis padres consideraban sumamente importante que sus hijos


aprendieran a comportarse de modo cortés y respetuoso con todo el
mundo. Nos dirigíamos a los empleados aplicándoles el tratamiento de
«Tío» o «Tía» y, a continuación, su nombre, lo que tradicionalmente se
consideraba la forma educada en que los menores debían dirigirse a los
adultos. Cuando habíamos terminado de comer, siempre llevábamos

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personalmente los cuencos y los palillos sucios a la cocina. Mi padre
decía que debíamos hacerlo como muestra de cortesía hacia los
cocineros, quienes, de otro modo, se verían obligados a recoger la mesa
ellos mismos. Aquellos pequeños detalles lograron que nos
granjeáramos el profundo afecto de los empleados del complejo. Si
llegábamos tarde, los cocineros nos reservaban algo de comida caliente.
Los jardineros nos obsequiaban con flores y frutas, y el chófer no tenía
inconveniente alguno en dar un rodeo para recogerme y dejarme en
casa, si bien —claro está— a espaldas de mi padre, quien jamás me
hubiera permitido utilizar el automóvil sin estar él presente.

Nuestro moderno apartamento estaba en el tercer piso, y nuestro


balcón daba a una estrecha callejuela adoquinada y llena de barro que
rodeaba el muro del complejo. Uno de los costados de la calle estaba
formado por la muralla de piedra que abrigaba el complejo, mientras
que el otro consistía en una hilera de delgadas casas de madera de una
sola planta que no representaban sino la vivienda típica de las familias
pobres de Chengdu. Aquellas casas tenían suelos de barro y carecían de
agua corriente e instalaciones sanitarias. Sus fachadas estaban
construidas de tablones verticales, dos de los cuales se utilizaban a
modo de puerta. La habitación principal daba directamente a otra
estancia que, a su vez, conducía a una tercera, y así sucesivamente, de
tal modo que todas aquellas habitaciones formaban la casa. La
habitación del fondo se abría a otra calle. Dado que los muros laterales
eran compartidos con las casas de los vecinos, se trataba de casas
desprovistas de ventanas. Sus habitantes tenían que dejar abiertas
ambas puertas para dejar pasar la luz y el aire. A menudo,
especialmente en los veranos más calurosos, solían sentarse en la
estrecha acera para leer, coser o charlar. Desde allí podían contemplar
los amplios balcones de nuestros apartamentos y sus brillantes
ventanales de cristal. Mi padre decía que no debíamos ofender los
sentimientos de las personas que vivían en la callejuela y, en
consecuencia, nos prohibía jugar en el balcón.

En las tardes de verano, los niños de las cabañas del callejón solían
recorrerlo esparciendo incienso antimosquitos. Para ello, solían
canturrear un soniquete con el que pregonaban su actividad, y mis
lecturas vespertinas solían verse acompañadas de aquellas melodías
tristes y monótonas. Mi padre no cesaba de recordarme que el hecho de
poder estudiar en una estancia amplia y fresca, dotada de un suelo de
tarima y de una ventana con mosquitera constituía un enorme privilegio.
«No debes pensar que eres superior a ellos —decía—. Sencillamente,
tienes la suerte de vivir aquí. ¿Sabes para qué necesitábamos el
comunismo? Para que todo el mundo pueda vivir en casas tan buenas
como la nuestra e incluso mejores».

Mi padre decía aquellas cosas tan a menudo que crecí avergonzada de


los privilegios que disfrutaba. Algunas veces, los muchachos que vivían
en el complejo se asomaban a sus balcones y remedaban la melodía que
cantaban aquellos jóvenes desharrapados, lo que a mí me avergonzaba
profundamente. Siempre que salía con mi padre en coche, me sentía

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turbada cada vez que el chófer tocaba la bocina para abrirse camino
entre la multitud. Si la gente intentaba mirar el interior del coche, me
hundía en el asiento para evitar sus ojos.

En los comienzos de la adolescencia, tenía fama de ser una muchacha


sumamente formal. Me gustaba estar sola y me gustaba pensar, a
menudo, sobre aquellas cuestiones morales que más me confundían. Me
había vuelto bastante escéptica en lo que se refería a juegos,
atracciones y diversiones con otros niños, y rara vez cotilleaba con mis
amigas. Aunque era un personaje sociable y popular, siempre parecía
existir cierta distancia que me separaba de los demás. En China, la
gente entabla relación con relativa facilidad, especialmente cuando se
trata de mujeres. Yo, sin embargo, había preferido la soledad desde
niña.

Mi padre advirtió aquel aspecto de mi carácter, y constantemente lo


comentaba con aprobación. Mientras mis profesores se empeñaban en
decir que debíamos mostrar un mayor espíritu colectivo, fue él quien me
dijo que tanta familiaridad y tanto contacto podían convertirse en algo
destructivo. Animada por sus consejos, procuré defender mi intimidad y
mi espacio. Ambos son conceptos que no poseen palabras exactas en la
lengua china, pero que eran anhelados de modo instintivo por muchas
personas, entre las cuales, ni que decir tiene, nos encontrábamos mis
hermanos y yo. Jin-ming, por ejemplo, insistió tanto en que se le
permitiera llevar su propia vida que aquellos que no le conocían bien
dieron en pensar que se trataba de una persona antisocial; de hecho, se
trataba de un personaje gregario y notablemente popular entre sus
compañeros.

Mi padre solía decirnos: «Creo que es magnífico que vuestra madre


mantenga esta política de “dejaros pastar libremente”». Nuestros
padres nos dejaban en paz y respetaban nuestra necesidad de poseer
cada uno su mundo separado de los demás.

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14. «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie
tienes tan próximo como al presidente Mao»

El culto a Mao (1964-1965)

El «presidente Mao», como siempre le llamábamos, comenzó a ejercer


una influencia directa sobre mi vida en 1964, cuando aún tenía doce
años. Tras permanecer temporalmente en segundo plano durante la
época del hambre, comenzaba entonces a anunciar su regreso, y en
marzo del año anterior había anunciado una convocatoria dirigida a
todo el país —y especialmente a los jóvenes— para que aprendieran de
Lei Feng.

Lei Feng había sido un soldado que, según nos dijeron, había muerto en
1962 a la edad de veintidós años. Había realizado numerosas proezas, y
entre ellas se había esforzado por ayudar a los ancianos, los enfermos y
los necesitados. Había donado sus ahorros para fundaciones de
beneficencia y había renunciado a sus raciones de comida en beneficio
de sus camaradas ingresados en el hospital.

La imagen de Lei Feng no tardó en dominar mi vida. Todas las tardes


abandonábamos la escuela dispuestas a realizar buenas obras como Lei
Feng. Bajábamos hasta la estación de ferrocarril para ayudar a las
ancianas a transportar su equipaje, tal y como Lei Feng había hecho en
su día. En ocasiones, teníamos que arrebatarles sus bultos por la fuerza,
debido a que aquellas campesinas nos tomaban por ladronas. Los días
de lluvia, yo permanecía en la calle con mi paraguas esperando con
ansiedad que alguna anciana pasara cerca de mí y me concediera la
oportunidad de acompañarla a su casa… tal y como Lei Feng había
hecho en su día. Si veía a alguien que transportaba cubos de agua a
ambos extremos de una vara apoyada sobre sus hombros (recuérdese
que las casas antiguas aún no tenían agua corriente), intentaba —sin
éxito— reunir el valor necesario para ofrecerle mi ayuda. Hasta que lo
logré, nunca supe lo pesada que podía resultar una carga de agua.

Durante 1964, la prioridad se desvió gradualmente de la realización de


buenas obras al estilo boy-scout para centrarse en el culto a Mao. La
esencia de Lei Feng, nos decían los profesores, consistía en su amor y
devoción ilimitados hacia el presidente Mao. Antes de tomar iniciativa
alguna, Lei Feng siempre procuraba recordar alguna frase de Mao. Su
diario fue publicado y pasó a convertirse en nuestro libro de texto de
moral. En casi todas sus páginas había algún voto solemne tal y como:
«Debo estudiar las obras del presidente Mao, prestar atención a las
palabras del presidente Mao, seguir las instrucciones del presidente
Mao y ser un buen soldado del presidente Mao». Todos nos proponíamos
solemnemente seguir el ejemplo de Lei Feng y mostrarnos dispuestos a
«ascender montañas de cuchillos y descender a océanos de llamas», a

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«ver nuestros cuerpos reducidos a polvo y nuestros huesos
desmenuzados», a «someternos sin vacilación alguna al control del
Gran Líder»… Mao. El culto a Mao y el culto a Lei Feng constituían dos
caras de una misma moneda: uno era el culto a la personalidad; el otro,
su corolario esencial, era el culto a la impersonalidad.

Yo leí mi primer artículo de Mao en 1964, en una época en la que


nuestra vida se hallaba dominada por dos de sus consignas: «Servid al
pueblo» y «Jamás olvidéis la lucha de clases». La esencia de aquellas
dos consignas complementarias aparecía ilustrada en un poema de Lei
Feng titulado «Las cuatro estaciones» que todos nos sabíamos de
memoria:

Al igual que la primavera, trato cálidamente a mis camaradas

Al igual que el verano, mi labor revolucionaria rebosa de ardor

Elimino mi individualismo del mismo modo que las tormentas del otoño
arrastran las hojas secas

Y frente a los enemigos de clase, me muestro cruel y despiadado como


el riguroso invierno

De acuerdo con aquello, nuestro profesor afirmaba que debíamos tener


cuidado de a quién ayudábamos con nuestras buenas obras. No
debíamos ayudar a los «enemigos de clase». Yo, sin embargo, no
comprendía bien quiénes eran, y cuando lo preguntaba ni mis padres ni
los profesores parecían muy dispuestos a explicármelo con detalle. Una
respuesta habitual era: «Son como los “malos” de las películas», pero yo
no lograba ver a mi alrededor a nadie cuyo aspecto recordara el de los
estilizados villanos del cine. Ello me planteaba un arduo problema. Ya
no estaba segura de si debía llevarle la bolsa de la compra a las
ancianas. Resultaba inconcebible pensar en preguntar a cada una: «¿Es
usted una enemiga de clase?».

Algunas veces, acudíamos a limpiar las casas de una calle próxima a


nuestra escuela. En una de ellas había un joven que solía permanecer
arrellanado sobre una butaca de bambú contemplándonos con una
sonrisa cínica en los labios mientras nosotras limpiábamos sus cristales.
No sólo no se ofrecía para ayudar, sino que incluso sacaba la bicicleta
del cobertizo y sugería que se la limpiásemos también. «Qué lástima —
dijo un día—, que no seáis el verdadero Lei Feng y que no haya ningún
fotógrafo que pueda captar vuestra imagen para los periódicos» (las
buenas obras de Lei Feng habían podido ser milagrosamente captadas
por un fotógrafo oficial). Todas odiábamos a aquel desaseado holgazán
y su sucia bicicleta. ¿Podía acaso tratarse de un enemigo de clase? Pero
sabíamos que trabajaba en una fábrica de maquinaria, y se nos había
dicho repetidas veces que los obreros eran los mejores, la clase de
vanguardia de nuestra revolución. Volví a sentirme confusa.

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Una de las cosas que había estado haciendo era ayudar a empujar
carromatos por las calles después de las horas de clase. A menudo, las
carretas estaban cargadas de bloques de cemento o de terrones de
arenisca, y eran terriblemente pesadas. Cada paso representaba un
esfuerzo descomunal para los hombres que tiraban de ellas. Incluso en
tiempo frío, algunos trabajaban con el pecho desnudo, y por sus rostros
y espaldas se deslizaban brillantes gotas de sudor. Si el camino era
cuesta arriba, aunque sólo fuera ligeramente, algunos hallaban casi
imposible seguir adelante. Cada vez que los veía, sentía que me
embargaba una oleada de tristeza. Desde que había comenzado la
campaña destinada a aprender de Lei Feng, había sido mi costumbre
permanecer junto a una cuesta esperando a que pasaran carromatos, y
cada vez que ayudaba a empujar uno de ellos terminaba exhausta.
Cuando por fin me alejaba, el hombre que tiraba de la carreta se
limitaba a dirigirme una sonrisa casi imperceptible para no perder el
ritmo y el impulso.

Un día, una compañera de clase me dijo en tono de voz muy serio que la
mayor parte de los que tiraban de los carros eran enemigos de clase a
los que se habían asignado labores especialmente duras. En
consecuencia, prosiguió, no debía ayudárseles. Yo lo consulté con mi
profesora ya que, de acuerdo con la tradición china, había que respetar
siempre la autoridad de los maestros. Sin embargo, en lugar de
responderme con su habitual aplomo, se mostró desasosegada y me dijo
que no sabía la respuesta, lo que me extrañó. De hecho, era cierto que
los que tiraban de los carros habían sido a menudo asignados a aquellos
puestos por sus antiguas relaciones con el Kuomintang o porque habían
sido víctimas de alguna de las purgas políticas. Evidentemente, mi
profesora no había querido decirme aquello, pero sí me rogó que dejara
de ayudar a empujar carromatos. A partir de entonces, cada vez que me
cruzaba con uno en la calle desviaba los ojos de la figura encorvada que
avanzaba dificultosamente y me apresuraba a alejarme con el corazón
encogido.

Con objeto de llenarnos de odio hacia los enemigos de clase, los colegios
iniciaron sesiones regulares de «memoria de la amargura y reflexión
acerca de la felicidad» en las que los adultos nos relataban las
calamidades cotidianas en la China precomunista. Nuestra generación
había nacido «bajo la bandera roja» de la nueva China, e ignoraba
cómo había sido la vida bajo el Kuomintang. Se nos dijo que Lei Feng sí
la había conocido, motivo que le permitía odiar tan profundamente a los
enemigos de clase y amar al presidente Mao con todo su corazón. Se
contaba que cuando Lei Feng tenía siete años su madre se había
ahorcado tras ser violada por un terrateniente.

A nuestra escuela venían obreros y campesinos a dar charlas:


escuchamos el relato de infancias dominadas por el hambre, gélidos
inviernos sin zapatos y muertes prematuras y dolorosas. Se nos hablaba
del ilimitado agradecimiento que sentían hacia el presidente Mao por
haber salvado sus vidas y haberles dado ropas y alimentos. Uno de los
oradores era miembro de un grupo étnico —los yi— en el que había

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existido un sistema de esclavitud hasta finales de la década de los
cincuenta. Él mismo había sido un esclavo, y nos mostró las cicatrices
de las escalofriantes palizas a que le habían sometido sus antiguos
amos. Cada vez que los oradores describían las vicisitudes que habían
soportado, aquella sala llena de gente se inundaba de sollozos. Yo salía
de aquellas asambleas sintiéndome a la vez abrumada por las acciones
del Kuomintang y apasionadamente devota hacia la figura de Mao.

Para mostrarnos lo que sería la vida sin Mao, la cantina del colegio
preparaba de vez en cuando algo que denominaban «almuerzo amargo»
y que había supuestamente constituido la dieta de los pobres bajo el
Kuomintang. Se componía de extrañas hierbas, y siempre me pregunté
en secreto si no se trataría de una broma pesada que nos gastaban los
cocineros ya que, realmente, aquello era indescriptible. Las primeras
dos veces que lo probé, vomité.

Un día nos llevaron a una exposición de «educación de clase» acerca del


Tíbet: constaba de fotografías de mazmorras inundadas de escorpiones
y horribles instrumentos de tortura, incluyendo una herramienta
destinada a vaciar ojos y cuchillos para cortar los tendones de los
tobillos. Un hombre que acudió a la escuela a pronunciar una
conferencia nos dijo que era un antiguo siervo del Tíbet al que habían
cortado los tendones de los tobillos por una falta sin importancia.

Desde 1964, muchas casas grandes se habían habilitado como «museos


de educación de clase» para mostrar el lujo en el que habían vivido los
enemigos de clase —tales como los terratenientes— a base del sudor y la
sangre de los campesinos hasta la llegada de Mao. Durante la fiesta del
Año Nuevo chino de 1965, mi padre nos llevó a una célebre mansión
situada a dos horas y media de trayecto en automóvil. Bajo su
justificación política, aquel viaje era en realidad una excusa para dar un
paseo primaveral por el campo de acuerdo con la tradición china de
«caminar sobre la tierna hierba» (ta-qing ) para así dar la bienvenida a
la estación. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que mi familia
salía a dar una vuelta por el campo.

A medida que el automóvil atravesaba la verde llanura de Chengdu a lo


largo de la carretera de asfalto bordeada de eucaliptos yo miraba
atentamente por la ventanilla, contemplando los deliciosos bosquecillos
de bambúes que rodeaban las granjas y el hilo de humo que pendía
sobre las chozas de paja que asomaban entre las hojas de bambú. De
vez en cuando, los riachuelos que rodeaban con sus meandros casi
todos aquellos bosquecillos reflejaban en sus aguas una rama de ciruelo
tempranamente florecida. Mi padre nos había dicho que después del
viaje todos tendríamos que escribir una redacción describiendo los
paisajes, por lo que procuraba observar todo con sumo cuidado. Una
cosa me extrañaba: los escasos árboles que salpicaban los campos
aparecían completamente desnudos de hojas excepto en la parte
superior de su copa. Parecían pértigas desnudas rematadas por un
casquete verde. Mi padre explicó que la leña escaseaba en la llanura de
Chengdu, una zona intensamente cultivada, por lo que los campesinos

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habían cortado tantas ramas como habían podido alcanzar. Lo que no
nos dijo es que pocos años antes habían existido muchos más árboles
pero que la mayoría habían sido talados para alimentar los hornos del
acero durante el Gran Salto Adelante.

La campiña parecía sumamente próspera. La población con mercado en


la que nos detuvimos para almorzar hervía de campesinos ataviados con
vistosos trajes nuevos. Los ancianos llevaban relucientes turbantes
blancos y limpios delantales de color azul oscuro. En los escaparates de
los abarrotados restaurantes refulgían dorados patos asados. Las ollas
de bambú de los puestos de aquellas calles atestadas dejaban escapar
nubes de un delicioso aroma. Nuestro automóvil atravesó lentamente el
mercado hasta llegar a las oficinas locales del Gobierno, situadas en
una mansión cuya puerta aparecía adornada con dos leones de piedra
en actitud reclinada. Mi padre había vivido en aquel condado durante la
época del hambre, en 1961, y ahora, cuatro años después, los
funcionarios locales quisieron mostrarle cuánto había cambiado todo.
Nos llevaron a un restaurante en el que se nos había reservado un
comedor privado. Mientras nos abríamos paso a través del local los
campesinos nos miraban, intrigados por aquellos forasteros a los que
tan respetuosamente conducían los jefes locales. Observé que las mesas
aparecían cubiertas de platos raros y apetitosos. Yo apenas había
probado en mi vida otra cosa que lo que nos daban en la cantina, y los
alimentos que vi en aquella ciudad constituían una sorpresa detrás de
otra. Sus nombres también eran nuevos para mí: «Bolas de perla»,
«Tres disparos», «Cabezas de león»… Más tarde, el director del
restaurante salió a la acera para despedirnos mientras los campesinos
locales contemplaban nuestro séquito con expresión embobada.

De camino hacia el museo, nuestro automóvil adelantó a un camión


abierto en el que viajaban algunos niños y niñas de mi escuela.
Evidentemente, también ellos se dirigían a la mansión para la
«educación de clase». Les acompañaba una de mis profesoras. Al
verme, me sonrió y yo, avergonzada por la diferencia entre nuestro
automóvil con chófer y aquel camión abierto que rebotaba sobre los
baches de la carretera bajo el aire frío del inicio de la primavera, me
encogí en mi asiento. Mi padre ocupaba el asiento delantero con mi
hermano pequeño en el regazo. Reconoció a mi profesora y le devolvió
la sonrisa. Cuando miró hacia atrás para captar mi atención, comprobó
que había desaparecido y sonrió de placer. Mi turbación demostraba
mis buenas cualidades, dijo: era bueno que me sintiera avergonzada de
mis privilegios en lugar de hacer ostentación de ellos.

El museo me impresionó profundamente. Contenía esculturas de


campesinos desprovistos de tierra y forzados a pagar unas rentas
exorbitantes. Uno de los conjuntos mostraba cómo el terrateniente se
servía de dos medidas distintas: una de gran tamaño para recoger el
grano y otra, mucho más pequeña, para prestarlo a un interés
desmesurado. Había también una cámara de torturas y una mazmorra
en la que se veía una jaula de hierro que reposaba en un charco de
aguas inmundas. La jaula era demasiado pequeña para que un hombre

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pudiera ponerse de pie, y demasiado estrecha para permitirle sentarse.
Se nos dijo que el terrateniente la utilizaba para castigar a los
campesinos que no podían pagar la renta. Se decía que una de las
estancias había albergado a tres nodrizas que le proveían de leche
humana, la más nutritiva en opinión del señor. También se afirmaba que
su concubina número cinco había devorado treinta patos en un solo día,
pero no la carne, sino tan sólo las patas, consideradas un manjar
exquisito.

No se nos dijo que el hermano de aquel terrateniente supuestamente


inhumano era para entonces ministro del Gobierno en Pekín, cargo que
había obtenido como premio por rendir Chengdu a los comunistas en
1949. A lo largo de todo aquel recorrido de instrucción acerca de los
«días de aniquilación del Kuomintang», se nos recordaba una y otra vez
que debíamos estar agradecidos a Mao.

El culto a Mao constituía un proceso paralelo a la manipulación de los


tristes recuerdos que la gente conservaba de su pasado. Los enemigos
de clase eran presentados como crueles malhechores que querían
arrastrar de nuevo a China a la época del Kuomintang, lo que
significaría que los niños perderíamos nuestras escuelas, nuestro
calzado de invierno y nuestros alimentos. A ello se debía que hubiera
que aplastar a tales enemigos, decían, añadiendo que Chiang Kai-shek,
en un intento por regresar al poder, había lanzado un ataque sobre el
continente en 1962, durante el «período difícil» (eufemismo con el que el
régimen se refería a la hambruna).

A pesar de toda aquella charla y actividad, los enemigos de clase


continuaron siendo para mí y para gran parte de los miembros de mi
generación poco más que unas sombras oscuras e irreales. Pertenecían
al pasado, estaban demasiado lejanos. Mao no había logrado
proporcionarles un aspecto material cotidiano y, paradójicamente, uno
de los motivos de ello era lo concienzudamente que había borrado el
pasado. No obstante, lograron que anidara en nosotros la expectación
de cierta figura enemiga.

Al mismo tiempo, Mao esparcía la semilla de su propia deificación, y


tanto mis contemporáneos como yo nos vimos inevitablemente inmersos
en aquel tosco pero eficaz adoctrinamiento, que funcionaba en parte
debido a que Mao se aseguró hábilmente de adjudicarse personalmente
la autoridad moral: del mismo modo que el hecho de mostrarse
implacable con los enemigos de clase se presentaba como una muestra
de lealtad al pueblo, la sumisión total al líder se disfrazaba con el
engañoso manto del altruismo. Resultaba muy difícil penetrar en aquella
retórica, especialmente cuando no existía un punto de vista alternativo
por parte de la población adulta. De hecho, los adultos aunaban sus
esfuerzos en el desarrollo del culto a Mao.

Durante dos mil años, China había contado con una figura imperial que
encarnaba simultáneamente el poder del Estado y la autoridad
espiritual. En China, los sentimientos religiosos que los habitantes de

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otras partes del mundo experimentan hacia su dios siempre han estado
dirigidos hacia el Emperador, y mis padres, al igual que cientos de
millones de chinos, se hallaban bajo la influencia de dicha tradición.

Mao reforzó su imagen divina rodeándose de misterio. Siempre aparecía


como una figura remota y situada fuera del alcance de los humanos.
Evitaba la radio, y entonces no existía televisión. A excepción de los
miembros de su corte, pocas personas tenían contacto alguno con él.
Incluso sus colegas de las altas esferas tan sólo le veían durante
audiencias formales. Desde la época de Yan’an, mi padre sólo le había
visto en una ocasión, y aun entonces había sido en el curso de una
asamblea multitudinaria. Mi madre sólo le vio una vez en su vida,
cuando el Presidente viajó a Chengdu en 1958 y reunió a todos los
funcionarios de nivel superior al 18 para fotografiarse en grupo con
ellos. Tras el fiasco del Gran Salto Adelante había desaparecido casi por
completo.

Mao, el emperador, encajaba con uno de los modelos de la historia


china: era el líder de una rebelión campesina a nivel nacional que barría
una dinastía podrida y se convertía en un sabio y nuevo emperador
dotado de autoridad absoluta. En cierto modo, podía decirse que Mao se
había ganado a pulso su categoría de dios-emperador. Era ,
efectivamente, quien había logrado poner término a la guerra civil y
traer la paz y la estabilidad, algo que los chinos siempre habían
anhelado hasta el punto de que decían que «es preferible ser un perro
en tiempo de paz que un ser humano en tiempo de guerra». Con Mao,
China se había convertido en una potencia que inspiraba el respeto del
resto del mundo, y numerosos chinos dejaron de sentirse avergonzados
y humillados de su nacionalidad, lo que significó mucho para ellos. En
realidad, Mao había devuelto a China a los días del Imperio Medio y,
ayudado por los Estados Unidos, la había aislado del mundo. Logró que
los chinos volvieran a sentirse importantes y superiores a base de
cegarles frente a la realidad del mundo exterior. A pesar de todo, el
orgullo nacionalista era tan importante para los chinos que gran parte
de la población se sintió sinceramente agradecida a Mao, y no encontró
ofensivo el culto a su personalidad, especialmente al principio. La casi
absoluta falta de acceso a información alguna y el constante suministro
de desinformación implicaban que los chinos no tenían modo de
establecer diferencia alguna entre los éxitos y los fracasos de Mao, ni
tampoco de identificar el mérito relativo que correspondía a Mao y al
resto de sus líderes en los logros comunistas.

El miedo siempre estuvo presente en la edificación del culto a Mao.


Muchas personas se habían visto reducidas a un estado tal que ya no se
atrevían siquiera a pensar por temor a que fueran a escapárseles
involuntariamente sus reflexiones. Incluso entre aquellos que
acariciaban ideas poco ortodoxas, había pocos que hicieran mención de
ello a sus hijos, ya que éstos podrían revelar algo a otros niños y buscar
con ello su propia ruina y la de sus padres. Durante los años del
«Aprendamos de Lei-feng», se le metía en la cabeza a los niños que su
primera y única lealtad debía ser hacia Mao. Una canción popular

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rezaba: «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie
tienes tan próximo como al presidente Mao». Se nos adiestraba para
contemplar como enemigo a cualquier persona —incluidos nuestros
padres— que no se mostrara totalmente leal a Mao. Numerosos padres
animaban a sus hijos a que crecieran aprendiendo a ser conformistas,
ya que ello constituía el mejor modo de asegurar su futuro.

La autocensura cubría incluso la información básica. Yo jamás oí hablar


de Yu-lin ni del resto de los parientes de mi abuela. Tampoco se me habló
de la detención de mi madre en 1955 ni de la época del hambre; de
hecho, no se me habló de nada que pudiera hacer anidar en mí una
semilla de duda acerca del régimen o de Mao. Al igual que la práctica
totalidad de los progenitores chinos, mis padres nunca dijeron ante sus
hijos nada que se apartara de la ortodoxia.

En 1965, mi propósito de Año Nuevo fue que obedecería a mi abuela, lo


que constituye un modo tradicional chino de hacer votos por una buena
conducta. Mi padre meneó la cabeza: «No deberías decir eso. Deberías
decir tan sólo “Obedezco al presidente Mao”».

El día de mi décimo tercer aniversario —en marzo de aquel mismo año


— el regalo de mi padre no fue uno de los habituales libros de ciencia-
ficción, sino un volumen que contenía las cuatro obras filosóficas de
Mao.

Tan sólo un adulto me dijo en cierta ocasión algo opuesto a la


propaganda oficial, y fue la madrastra de Deng Xiaoping, quien pasaba
algunas temporadas en el bloque de apartamentos contiguo al nuestro
en compañía de su hija, empleada del Gobierno provincial. Le gustaban
los niños, y yo acudía con frecuencia a su apartamento. Cuando mis
amigas y yo cortábamos flores y plantas del jardín del complejo o
robábamos pepinillos en vinagre de la cantina, nunca los llevábamos a
casa por miedo a que nos regañaran sino que llevábamos nuestro botín
a su apartamento y ella nos los lavaba y freía. Todo ello resultaba
doblemente emocionante debido a que sabíamos que estábamos
consumiendo un producto ilícito. Para entonces contaba unos setenta
años de edad, aunque con sus diminutos pies y su rostro amable y suave,
a la vez que enérgico, parecía mucho más joven. Llevaba siempre una
chaqueta gris de algodón y unos zapatos de algodón negro que
confeccionaba personalmente. Era una mujer apacible, y nos otorgaba
un trato de absoluta camaradería. A mí me encantaba sentarme en su
cocina a charlar con ella. En cierta ocasión —tendría yo entonces trece
años— acudí directamente a ella después de una emotiva sesión de
«memoria de la amargura». En aquel momento me sentía llena de
compasión hacia cualquiera que hubiera tenido que vivir bajo el
Kuomintang, y dije:

—Abuela Deng, ¡cómo has debido de sufrir bajo la maldad del


Kuomintang! ¡Qué atropellos no habrás sufrido de sus soldados! ¡Y de
esos vampiros de terratenientes…! Dime, ¿qué te hicieron?

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—Bueno —repuso ella—, no siempre atropellaban a la gente… y no
siempre eran tan malos…

Aquellas palabras cayeron sobre mí como una bomba. Me sentí tan


desconcertada que nunca me atreví a repetirle a nadie sus palabras.

En aquella época, ninguno de nosotros albergábamos la más mínima


idea de que el culto a Mao y el énfasis que ello conllevaba sobre la lucha
de clases formaban parte de los planes de Mao para establecer las
bases de un enfrentamiento con el presidente —Liu Shaoqi— y con Deng
Xiaoping, el secretario general del Partido. A Mao le disgustaba lo que
ambos estaban haciendo. Desde la época del hambre, ambos se hallaban
empeñados en una liberalización de la economía y de la sociedad. Para
Mao, su perspectiva olía más a capitalismo que a socialismo. Se sentía
especialmente herido por el hecho de que lo que siempre había
denominado la «vía capitalista» estuviera teniendo éxito y que el camino
que él había escogido —el camino correcto— hubiera resultado un
completo desastre. Como hombre práctico que era, Mao sabía
reconocerlo, y se veía obligado a permitir que se saliesen con la suya.
Sin embargo, proyectaba imponer sus opiniones de nuevo tan pronto
como el país estuviera en una situación lo bastante aceptable como para
soportar el experimento y, al mismo tiempo, tan pronto como él mismo
pudiera adquirir el ímpetu necesario para desalojar a los poderosos
enemigos que tenía en el Partido.

A Mao le asfixiaba el concepto de un progreso en paz. Siendo como era


un inquieto líder militar —un poeta-guerrero— precisaba de la acción,
de una acción violenta, y contemplaba la lucha permanente como un
elemento necesario para el desarrollo social. Sus propios comunistas se
habían vuelto demasiado tolerantes y blandos para su gusto, y parecían
buscar la armonía en lugar de la contienda. ¡Desde 1959 no habían
vuelto a iniciarse campañas que enfrentaran a las gentes!

El líder se sentía dolido. Sentía que sus oponentes le habían humillado al


demostrar su incompetencia. Tenía que vengarse y, consciente del
amplio respaldo de que gozaban sus enemigos, necesitaba fortalecer
considerablemente su autoridad, para lo cual su propia deificación
resultaba imprescindible.

Mao esperaba el momento oportuno y, entretanto, la economía se


recuperaba. Sin embargo, tan pronto ésta comenzó a mejorar —
especialmente a partir de 1964— comenzó a preparar una grandiosa
puesta en escena para el enfrentamiento que buscaba. La relativa
liberalización de los sesenta comenzó a desvanecerse.

En 1964 cesaron los bailes semanales que solían celebrarse en el


complejo. Desaparecieron también las películas procedentes de Hong
Kong. También las esponjosas pelucas de mi madre, que se vieron
sustituidas por la moda del pelo corto y liso. Sus blusas y chaquetas ya
no eran pintorescas y entalladas, sino de colores discretos y en forma de
tubo. Lamenté especialmente la desaparición de sus faldas. Recordaba

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haberla visto hasta hacía poco antes alzar grácilmente con la rodilla sus
faldas a cuadros azules y blancos para apearse de su bicicleta. Yo
estaba reclinada sobre el tronco veteado de un plátano que crecía en el
claro que daba a la calle que bordeaba el complejo. Había avanzado
hacia mí con su falda ondeando como un abanico. En las tardes de
verano, había empujado a menudo el cochecito de bambú de Xiao-fang
hasta aquel lugar para esperar juntos su llegada.

Mi abuela, que entonces rondaría los cincuenta y cinco años, logró


conservar más símbolos de su feminidad que mi madre. Si bien todas
sus chaquetas (siempre de estilo tradicional) adquirieron la misma
tonalidad de color gris pálido, solía cuidar meticulosamente sus negros
cabellos, largos y espesos. Según la tradición china —heredada por los
comunistas— las mujeres de mediana edad debían llevar el cabello muy
por encima de los hombros, lo que significaba que rondaban la
treintena. Mi abuela los peinaba en un pulcro moño a la altura de la
nuca, pero siempre lucía en él algunas flores: a veces, un par de
magnolias de color marfil; otras, una blanca gardenia recogida en el
interior de dos hojas de color verde oscuro que hacían resaltar sus
lustrosos cabellos. Nunca se lavaba con los champúes que podían
adquirirse en los comercios por temor a que pudieran dejar su pelo seco
y opaco, sino que solía utilizar para ello el líquido resultante de cocer
los frutos del algarrobo chino. Los frotaba hasta obtener una espuma
perfumada y luego, lentamente, dejaba caer la brillante masa de su
peinado en aquel brillante líquido blanco y oleoso. Empapaba sus peines
de madera en un zumo de semillas de pomelo para que éstos resbalaran
suavemente a través de sus cabellos y los impregnaran de su leve
aroma. Por fin, añadía un toque final rociándose ligeramente con agua
de olivo oloroso preparada por ella misma, ya que los perfumes habían
comenzado a desaparecer de las tiendas. Recuerdo haberla observado
mientras se peinaba. Era la única actividad para la que se tomaba todo
el tiempo necesario: todo lo demás lo hacía a gran velocidad. También
solía pintarse ligeramente las cejas de negro con un lápiz graso, tras lo
cual se empolvaba levemente la nariz. El recuerdo de sus ojos,
sonrientes frente al espejo y llenos de una intensa concentración
especial, me hace pensar que aquellos momentos debían de contarse
entre los más gratos que disfrutaba.

Aunque la había visto hacerlo desde mi infancia, la contemplación de su


proceso de acicalamiento me producía una sensación extraña. En
aquellos días, las mujeres que se maquillaban en los libros y en las
películas eran invariablemente personajes malvados similares a las
concubinas. Yo entonces tenía algún conocimiento vago acerca del
hecho de que mi amada abuela había sido concubina, pero al mismo
tiempo estaba aprendiendo a convivir con realidades y pensamientos
contradictorios y acostumbrándome a estructurarlos separadamente.
Cuando comenzamos a salir juntas de compras advertí que mi abuela,
con sus flores en el pelo y su maquillaje —por discreto que éste fuera—,
era distinta del resto de la gente. La gente la observaba, y ella caminaba
con figura erguida, paso orgulloso y discreta ufanía.

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Podía permitirse aquella actitud porque vivía en el complejo. Si hubiera
vivido en el exterior, habría caído en las garras de los comités de
residentes que supervisaban las vidas de todo adulto desprovisto de
empleo y, por ello, no perteneciente a unidad de trabajo alguna. Por lo
general, los comités se componían de jubilados y viejas amas de casa, y
algunos eran célebres por su afición a entrometerse en los asuntos
ajenos y darse importancia. De haberse hallado bajo la jurisdicción de
alguno de ellos, mi abuela habría tenido que soportar desde indirectas
reprobatorias a críticas abiertas, pero el complejo no se hallaba
controlado por comité alguno. Cierto es que tenía que asistir
semanalmente a una asamblea en la que participaban otros parientes
políticos, criadas y niñeras de los residentes del complejo y en los que
los asistentes eran informados de las políticas del Partido, pero en
general solían dejarla en paz. De hecho, lo pasaba bien en aquellas
reuniones, ya que le proporcionaban ocasión de charlar con otras
mujeres, y siempre regresaba a casa sonriendo de oreja a oreja y
contándonos los últimos chismorreos.

Desde mi incorporación a la escuela de enseñanza media en el otoño de


1964, la política tuvo una presencia creciente en mi vida. En nuestro
primer día de clase se nos dijo que debíamos agradecer al presidente
Mao su presencia entre nosotros, ya que su «línea de clase» había sido
aplicada a los matriculados en nuestro curso. Mao había acusado a las
escuelas y universidades de haber admitido a demasiados hijos de la
burguesía. En consecuencia, había ordenado que se concediera
prioridad a los hijos e hijas con «buenos antecedentes» (chu-shen hao ).
Ello implicaba aceptar alumnos cuyos progenitores —y muy
especialmente el padre— fueran obreros, campesinos, soldados o
funcionarios del Partido. La aplicación de este criterio de «línea de
clase» al conjunto de la sociedad significaba que el destino de cada uno
dependía más que nunca de la familia y circunstancias de nacimiento
que le hubieran tocado en suerte.

No obstante, la categoría de cada familia resultaba a menudo una


cuestión ambigua: un obrero podía haber trabajado anteriormente en
una oficina del Kuomintang, y un empleado no pertenecía a categoría
alguna. Un intelectual era un indeseable aunque, ¿y si ocurría que se
trataba de un miembro del Partido? ¿Cómo debía clasificarse a los hijos
de tales progenitores? Numerosos funcionarios del departamento de
solicitudes e ingresos optaron por no correr riesgos, y por ello dieron
preferencia a aquellos jóvenes cuyos padres eran funcionarios del
Partido. La mitad de los alumnos de mi clase pertenecían a dicha
categoría.

Mi nueva escuela, conocida como Escuela de Enseñanza Media Número


Cuatro, era la principal escuela «clave» de la provincia, y tan sólo
admitía a aquellos alumnos que habían obtenido las mayores
calificaciones de todos los exámenes de ingreso realizados en Sichuan.
Durante los años anteriores, el ingreso de los alumnos se había decidido
basándose exclusivamente en los resultados de sus exámenes. Para mi

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curso, las notas y los antecedentes familiares resultaban igualmente
importantes.

En las dos hojas de que constaba el examen obtuve una calificación del
ciento por ciento en matemáticas y un desacostumbrado ciento por
ciento «positivo» en lengua china. Mi padre me había advertido
insistentemente que nunca debía servirme del nombre de mis
progenitores, por lo que aborrecía pensar que mi «línea de clase»
hubiera podido contribuir a mi ingreso en la escuela. Sin embargo, no
tardé mucho en abandonar la idea. Si tales eran los deseos del
presidente Mao, sin duda estaba bien.

Fue en aquella época cuando los «hijos de altos funcionarios» (gao-gan


zi-di ) adquirieron lo que casi podía considerarse una categoría única en
su género. Desarrollaron una actitud que los identificaba de modo
inconfundible como miembros de un grupo de élite, y rezumaban un aire
de poder e inviolabilidad. Muchos de ellos se volvieron más arrogantes y
altivos que nunca, el propio Mao incluido, y las autoridades de todos los
niveles comenzaron a expresar inquietud por su comportamiento. La
cuestión se convirtió en un objetivo permanente de la prensa, lo que no
hacía sino reforzar la idea de que se trataba de un grupo especial de
personas.

Mi padre me advertía con frecuencia que no debía adoptar tal actitud ni


asociarme en exclusiva con los hijos de otros funcionarios. El resultado
fue que apenas tuve amigos, ya que rara vez tenía ocasión de conocer a
niños procedentes de otros entornos, y cuando lograba establecer
contacto con ellos todos descubríamos que nos encontrábamos tan
condicionados por la importancia de los antecedentes familiares y la
falta de experiencias conjuntas que poco parecíamos tener en común
unos con otros.

Cuando ingresé en la nueva escuela, vinieron dos profesores a ver a mis


padres y les preguntaron qué lengua extranjera preferían que
aprendiese. Ambos escogieron inglés en lugar de ruso (no había otra
opción disponible). También quisieron saber si en mi primer año asistiría
a clase de física o de química a lo que mis padres respondieron que
dejaban dicha elección al criterio de la propia escuela.

Me encantó desde el primer día que puse el pie en ella. Poseía una
entrada grandiosa dotada de un amplio tejadillo de tejas azules y
canalones labrados a la que se accedía subiendo un tramo de escalones,
y el porche se sostenía sobre seis columnas de madera de secoya. Varias
hileras de cipreses de color verde oscuro contribuían a reforzar la
atmósfera de solemnidad que envolvía el trayecto hacia su interior.

Había sido fundada en el año 141 a. C, y era la primera escuela


construida por un gobierno local de China. En su centro destacaba un
magnífico templo dedicado antiguamente a Confucio. Aparecía bien
conservado, pero ya no cumplía su función original. En su interior se
habían instalado una docena de mesas de ping-pong separadas por las

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enormes columnas que lo soportaban. Frente a las puertas talladas a las
que se llegaba tras ascender un largo tramo de escaleras se extendían
amplios terrenos diseñados para proporcionar un acceso majestuoso al
templo. Se había edificado un bloque de aulas de dos plantas que los
separaba de un arroyo atravesado por tres pequeños puentes arqueados
y adornados en sus bordes de arenisca con esculturas sedentes de
leones y otros animales. Más allá de los puentes se extendía un bellísimo
jardín rodeado de plátanos y melocotoneros. Al pie de la escalinata
situada frente al templo se habían instalado dos gigantescos incensarios
de bronce, pero sobre ellos no flotaban ya las habituales y azuladas
ondulaciones del humo. Los terrenos situados a ambos costados del
templo habían sido convertidos en canchas de baloncesto y voleibol.
Algo más allá, se extendían dos campos de césped en los que solíamos
sentarnos o tumbarnos en la primavera para tomar el sol durante la
hora del almuerzo. Detrás del templo había otra superficie de hierba que
lindaba con un gran huerto emplazado al pie de una colina cubierta de
árboles, viñas y arbustos.

Alrededor, había diversos laboratorios en los que estudiábamos biología


y química, aprendíamos a utilizar los microscopios y diseccionábamos
cadáveres de animales. En las salas de conferencia asistíamos a la
proyección de películas educativas. En lo que se refiere a actividades
extraescolares, yo escogí unirme al grupo de biología, cuya actividad
habitual consistía en pasear por la colina y los jardines posteriores en
compañía del profesor aprendiendo los nombres y características de las
distintas especies de plantas. Había incubadoras dotadas de control de
temperatura que nos permitían observar cómo los renacuajos y los
patitos abandonaban el huevo. En primavera, el florecimiento de los
melocotoneros convertía la escuela en un océano rosado. Sin embargo,
lo que más me gustaba era la biblioteca, cuyas dos plantas habían sido
edificadas al estilo tradicional chino. Ambas se hallaban rodeadas por
largos porches, a su vez circundados por una hilera de asientos en
forma de ala y lujosamente decorados. Yo había seleccionado mi rincón
favorito entre aquellos «asientos de ala» (fei-lai-yi ), y solía sentarme en
él durante horas para leer, extendiendo de cuando en cuando el brazo
para acariciar las hojas abanicadas de un extraño árbol, el ginkgo, del
que dos ejemplares elegantes y encumbrados crecían frente a la puerta
principal de la biblioteca. Aquellos árboles constituían el único
espectáculo capaz de distraerme de mis lecturas.

Mi recuerdo más preciso es el que conservo de mis profesores,


considerados todos ellos como los mejores en sus respectivos campos.
Muchos de ellos pertenecían al nivel uno o nivel especial, y sus clases
constituían un auténtico placer del que nunca hubiera podido saciarme.

Sin embargo, la vida escolar iba viéndose cada vez más impregnada de
adoctrinamiento político. Gradualmente, las asambleas matinales iban
dedicándose cada vez más al culto de las enseñanzas de Mao, y se
instituyeron sesiones especiales en las que todos leíamos documentos
redactados por el Partido. Nuestro libro de texto de lengua china
contenía ahora menos literatura clásica y más propaganda, y la política

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—basada fundamentalmente en las obras de Mao— se convirtió en parte
del programa cotidiano.

Se habían politizado prácticamente todas las actividades. Un día,


durante la asamblea matinal, el director nos comunicó que a partir de
entonces haríamos ejercicios oculares. Dijo que el presidente Mao había
advertido que había demasiados escolares que llevaban gafas, lo que
era señal de que se habían lastimado los ojos por trabajar demasiado.
En consecuencia, había ordenado que se tomaran las medidas
necesarias al respecto. Todos nos sentimos inmensamente conmovidos
por su interés. Algunos incluso rompieron en sollozos de gratitud.
Comenzamos a realizar quince minutos de ejercicios oculares todas las
mañanas. Los médicos habían diseñado una serie de movimientos que
debían realizarse con acompañamiento musical. Tras frotar diversos
puntos en torno a nuestros ojos, habíamos de escrutar intensamente las
hileras de álamos y sauces que se divisaban tras los ventanales. Se
suponía que el verde era un color relajante. Yo, mientras disfrutaba del
placer que me inspiraban los ejercicios y la contemplación de aquellas
hojas, sentía renovarse mi lealtad hacia Mao.

Una cuestión constantemente repetida era que no debíamos permitir que


China cambiara de color o, en otras palabras, que sustituyera el
comunismo por el capitalismo. La ruptura entre China y la Unión
Soviética, que en un principio se había mantenido en secreto, había
salido a la luz a comienzos de 1963. Se nos había dicho que desde el
ascenso de Kruschev al poder tras la muerte de Stalin en 1953, la Unión
Soviética se había rendido al capitalismo internacional, y que los niños
de Rusia habían sido arrojados de nuevo al sufrimiento y la miseria que
habían sufrido antaño los niños chinos bajo la dominación del
Kuomintang. Un día, tras advertirnos por enésima vez de la maldad del
camino emprendido por Rusia, nuestro profesor de política dijo: «Si no
tenéis cuidado, vuestro país irá cambiando gradualmente de color.
Primero pasará de un rojo intenso a un rojo apagado; luego, al gris y,
por fin, al negro». Ocurría que en Sichuan la expresión «rojo apagado»
se pronunciaba exactamente igual que mi nombre (er-hong ). Al oírla,
mis compañeras de clase dejaron escapar risas disimuladas, y pude
observar que me lanzaban miradas furtivas. Decidí que debía librarme
inmediatamente de aquel nombre, y aquella misma noche rogué a mi
padre que me diera otro. Él sugirió Zhang , apelativo que significaba al
mismo tiempo «prosa» y «mayoría de edad precoz» y con el que
pretendía expresar su deseo de que me convirtiera en una buena
escritora a edad temprana. Lo rechacé. Le dije que quería algo que
sonara a militar. Muchas de mis amigas se habían cambiado el nombre
para incorporar vocablos referentes al ejército y a los soldados. La
elección de mi padre fue un reflejo de su erudición clásica. Mi nuevo
nombre, Jung (pronunciado «Yung»), era una palabra antigua y
recóndita que significaba «asuntos militares» y que tan sólo aparecía en
la poesía clásica y en unas pocas frases ya anticuadas. Evocaba una
imagen de remotas batallas libradas entre caballeros con relucientes
armaduras equipados con lanzas de borlas y relinchantes corceles.
Cuando me presenté en la escuela con mi nuevo nombre, hubo incluso

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algunos profesores que se mostraron incapaces de reconocer el
carácter.

Para entonces, Mao había pedido al país que abandonara las


enseñanzas de Lei Feng para aprender fundamentalmente del Ejército.
Bajo el mandato del ministro de Defensa Lin Biao, sucesor del mariscal
Peng Dehuai en 1959, el Ejército se había convertido en el pionero del
culto a Mao. El líder deseaba asimismo regimentar aún más la nación.
Acababa de escribir un poema ampliamente difundido en el que
exhortaba a las mujeres a abandonar su feminidad y vestir el uniforme.
Se nos dijo que los norteamericanos estaban esperando una
oportunidad para invadirnos y reinstaurar el Kuomintang, y que para
derrotarlos Lei Feng se había entrenado día y noche para superar su
debilidad física y convertirse en un campeón en el lanzamiento de
granadas. De pronto, el entrenamiento físico adquirió una importancia
vital. Todos comenzaron compulsivamente a correr, nadar, practicar el
salto de altura, hacer barras paralelas, practicar el tiro al blanco y
arrojar granadas de mano simuladas con trozos de madera. Además de
las dos horas semanales dedicadas a la práctica de los deportes, se
decretó la obligatoriedad para este fin de un período diario de cuarenta
y cinco minutos después de las horas de clase.

Yo siempre había sido un desastre para los deportes, y los odiaba todos
con excepción del tenis. Hasta entonces no me había importado, pero
ahora la cuestión había adquirido connotaciones políticas, con
consignas tales como: «Desarrollemos la fortaleza física para la defensa
de la madre patria». Desgraciadamente, aquella insistencia no hizo sino
aumentar mi aversión por ellos. Cuando intentaba nadar, siempre me
asaltaba la imagen mental de estar siendo perseguida por invasores
norteamericanos hasta la orilla de un río turbulento. Como no sabía
nadar bien, sólo podía elegir entre ahogarme o dejarme capturar y
torturar por los norteamericanos. El temor me producía frecuentes
calambres en el agua, y un día creí ahogarme en aquella piscina. A
pesar de las horas de natación obligatorias que había cada semana
durante el verano, no logré aprender a nadar durante el tiempo que viví
en China.

La práctica en arrojar granadas de mano se consideraba asimismo


sumamente importante por motivos evidentes, pero yo siempre era la
última de la clase. Tan sólo lograba arrojar las granadas de madera con
las que practicábamos a una distancia de unos pocos metros. Sabía que
mis compañeros de clase debían de poner en duda la fuerza de mi
decisión para combatir a los imperialistas estadounidenses. Un día,
durante nuestra asamblea política semanal, alguien comentó mi
constante incompetencia en el lanzamiento de granadas de mano. Podía
sentir los ojos de toda la clase taladrándome como agujas, como
diciendo: «¡No eres más que una lacaya de los norteamericanos!». A la
mañana siguiente, me retiré hasta un rincón del campo de deportes y me
situé con los brazos extendidos sosteniendo un ladrillo en cada mano. En
el diario de Lei Feng —que había llegado a saberme de memoria— había
leído que así era como el héroe había endurecido sus músculos para el

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lanzamiento de granadas. Al cabo de pocos días, tenía los brazos
hinchados y enrojecidos, y me rendí. A partir de entonces, cada vez que
alguien me alargaba el pedazo de madera que hacía las veces de
granada, me ponía tan nerviosa que me acometía un temblor
incontrolado.

Un día, en 1965, se nos ordenó inesperadamente salir y arrancar toda la


hierba de los jardines. Mao había dicho que la hierba, las flores y los
animales domésticos constituían hábitos burgueses que había que
eliminar. Los jardines de la escuela poseían un tipo de hierba que nunca
he visto crecer fuera de China. Su nombre chino significa «ligada al
suelo». Sus hojas se extienden sobre la dura superficie y esparcen miles
de raíces que perforan el terreno como garras de acero. Una vez bajo
tierra, se abren y producen aún más raíces que se diseminan en todas
direcciones. Al cabo de poco tiempo han generado dos entramados, uno
superficial y otro subterráneo, cuyos brazos se entrelazan y aferran a la
tierra como alambres anudados de metal que hubieran sido clavados al
terreno. A menudo, las víctimas eran mis propios dedos, que siempre
terminaban acribillados por largos y profundos cortes. Sólo cuando las
atacábamos con azadas y palas algunas de las raíces se decidían a
ceder a regañadientes. Sin embargo, cualquier resto que quedara atrás
volvía triunfalmente a la carga con el más leve aumento de la
temperatura o incluso con una leve llovizna, lo que nos obligaba a
reanudar la batalla.

Resultaba mucho más fácil enfrentarse a las flores, pero fue mucho más
difícil erradicarlas, ya que nadie quería hacerlo. Mao ya había atacado
las flores y la hierba en varias ocasiones, diciendo que debían ser
sustituidas por coles y algodón. Hasta ahora, sin embargo, no había
conseguido ejercer la presión suficiente como para lograr que se
pusiera en práctica su orden, y ello tan sólo hasta cierto punto. La gente
amaba sus plantas, y algunos macizos de flores pudieron sobrevivir a la
campaña de Mao.

Aunque la desaparición de tan hermosas plantas me apenaba


profundamente, no experimentaba rencor hacia Mao. Por el contrario,
me odiaba a mí misma por alimentar pensamientos tristes. Para
entonces, la «autocrítica» ya se había convertido en mí en un hábito, y
me reprochaba automáticamente cualquier instinto contrario a las
instrucciones de Mao. De hecho, tales sentimientos me atemorizaban.
Comentarlos con alguien era algo que estaba fuera de toda cuestión,
por lo que intentaba suprimirlos y adquirir una filosofía correcta. Vivía
en un estado de autoacusación permanente.

Aquellos autoexámenes y autocríticas constituían un rasgo fundamental


de la China de Mao. Se nos decía que nos convertiríamos en personas
nuevas y mejores, pero en realidad se trataba de una introspección
destinada al propósito de crear un pueblo desprovisto de pensamiento
propio.

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El aspecto religioso del culto a Mao no habría sido posible en una
sociedad tradicionalmente seglar como China de no haberse obtenido
impresionantes logros económicos. El país había experimentado una
recuperación espectacular desde la época del hambre, y el nivel de vida
mejoraba a pasos agigantados. Aunque en Chengdu aún existía
racionamiento de arroz, abundaban la carne, los vegetales y las aves de
corral. Frente a las tiendas se apilaban sobre la acera montañas de
melones, calabazas y berenjenas debido a que en el interior ya no había
lugar para almacenarlas. Aunque se dejaran allí durante la noche, no
había casi nadie que se las llevara, y los comercios las vendían a un
precio irrisorio. Los huevos, en otro tiempo tan preciados, se pudrían en
enormes cestos: había demasiados. Apenas unos años antes había
resultado difícil hallar un único melocotón, pero ahora el consumo de
melocotones había sido promocionado como patriótico, y los
funcionarios recorrían los domicilios de los ciudadanos e intentaban
persuadirlos para que los adquirieran a un precio poco menos que
simbólico.

Comenzaron a conocerse cierto número de historias optimistas que


enardecieron notablemente el orgullo nacional. En octubre de 1964,
China hizo detonar su primera bomba atómica, acontecimiento que fue
ampliamente difundido y presentado como la demostración de sus
avances científicos e industriales, especialmente en lo que se refería al
«enfrentamiento con los matones imperialistas». La explosión de la
bomba atómica coincidió con la caída de Kruschev, lo que parecía
probar que Mao había estado en lo cierto una vez más. En 1964,
Francia fue la primera nación occidental que otorgó a China un
reconocimiento diplomático completo, y la ocasión fue recibida con
delirio por la nación, que la consideró una victoria sobre los Estados
Unidos, aún reacios a reconocer el legítimo lugar que el país ocupaba
en el mundo.

Por si fuera poco, habían terminado las persecuciones políticas, y la


gente gozaba de un relativo bienestar. Todo el mérito de ello recayó
sobre Mao. Aunque los otros líderes de la nación sabían en qué había
consistido la contribución de éste, el pueblo continuaba ignorándolo.
Recuerdo haber escrito a lo largo de aquellos años apasionados elogios
en los que agradecía a Mao todos sus éxitos y le juraba lealtad eterna.

En 1965 cumplí los trece años. La tarde del 1 de octubre —décimo sexto
aniversario de la fundación de la República Popular— hubo un enorme
despliegue de fuegos artificiales en la plaza central de Chengdu. En el
costado norte de la plaza se abría una puerta que conducía a un antiguo
palacio imperial recientemente restaurado a la grandeza que poseyera
en el siglo III, época en la que la próspera ciudad amurallada de
Chengdu había sido capital de reino. La puerta era muy similar a la
Puerta de la Paz Celeste de Pekín —entonces entrada de la Ciudad
Prohibida— si exceptuábamos su color, ya que tenía amplios tejados de
tejas verdes que descansaban sobre muros grises. Bajo el tejado
barnizado del pabellón se elevaban enormes pilares de secoya. Las
balaustradas estaban construidas de mármol blanco. Tras ellas, mi

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familia y yo, acompañados por los altos dignatarios de Sichuan,
ocupábamos un palco de observación y disfrutábamos del ambiente
festivo en espera de que comenzaran los fuegos. En la plaza que se
extendía frente a nosotros, cincuenta mil personas cantaban y bailaban.

¡Bang! ¡Bang! A pocos metros de nosotros se dio la señal para que


comenzaran los fuegos artificiales y, de repente, el cielo se convirtió en
un jardín de formas y colores espectaculares, un océano cuyas olas de
esplendor se sucedían sin descanso. La música y el ruido se elevaron
desde el pie de la puerta imperial para unirse al espectáculo. Al cabo de
un rato, el cielo permaneció claro unos segundos hasta que, de pronto,
una súbita explosión desencadenó un magnífico abanico seguido por el
despliegue de una inmensa y alargada red de sedosas ramificaciones.
Tras extenderse en medio del firmamento oscilando suavemente con la
brisa otoñal, las luces que la componían comenzaron a brillar
mostrando la leyenda: «¡Larga vida a nuestro gran líder, el presidente
Mao!».

Las lágrimas afloraron a mis ojos. «¡Qué afortunada! ¡Qué


increíblemente afortunada soy de poder vivir en la era del gran Mao
Zedong! —repetía para mí misma una y otra vez—. ¿Cómo pueden los
niños de los países capitalistas continuar viviendo sin tener cerca al
presidente Mao ni albergar la esperanza de verle algún día en
persona?». Sentía deseos de hacer algo por ellos, de salvarles de su
situación. Allí y entonces me juré solemnemente a mí misma que
trabajaría sin descanso para construir una China más fuerte que
pudiera apoyar una revolución mundial. También tendría que trabajar
duramente para hacerme merecedora de ver al presidente Mao, objetivo
que se convirtió en el propósito de mi vida.

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15. «Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma»

Comienza la Revolución Cultural (1965-1966)

A comienzos de los años sesenta, y a pesar de todas las calamidades


ocasionadas por Mao, éste era aún el líder supremo de China,
idolatrado por la población. Sin embargo, dado que eran los
pragmáticos quienes aún manejaban efectivamente las riendas del país,
existía una relativa libertad artística y literaria. Tras una larga
hibernación, surgieron numerosas obras teatrales, óperas, películas y
novelas. Ninguna de ellas atacaba abiertamente al Partido, y era rara la
ocasión en que versaban acerca de temas contemporáneos. En aquella
época, Mao se mostraba a la defensiva, y comenzó a recurrir cada vez
más a su esposa, Jiang Qing, quien había sido actriz durante la década
de los treinta. Ambos decidieron que los temas históricos estaban siendo
utilizados para transmitir insinuaciones en contra del régimen y del
propio Mao.

En China existía una poderosa tradición de emplear alusiones históricas


como voz de la oposición, y algunas de ellas, aparentemente esotéricas,
eran inequívocamente comprendidas como referencias disfrazadas a la
época actual. En abril de 1963 Mao prohibió todas las «obras de
fantasmas», un género rico en antiguos relatos de venganza por parte
de los espíritus de las víctimas hacia aquellos que las habían perseguido.
Para Mao, aquellos vengadores fantasmales aparecían incómodamente
cercanos a los enemigos de clase que habían sucumbido bajo su
mandato.

A continuación, los Mao dedicaron su atención a otro género, el de las


«obras del Mandarín Ming», cuyo protagonista era Hai Rui, un
mandarín de la dinastía Ming (1368-1644). Considerado una célebre
personificación de la valentía y la justicia, el mandarín Ming protestaba
ante el Emperador en nombre del atribulado pueblo llano aun a riesgo
de su propia vida, tras lo cual era destituido y condenado al exilio. Los
Mao sospechaban que el mandarín Ming estaba siendo utilizado para
representar al mariscal Peng Dehuai, antiguo ministro de Defensa que
en 1959 había denunciado la catastrófica política de Mao que había
causado la penuria en todo el país. Casi inmediatamente después de su
destitución, se había producido un notable resurgimiento del género del
mandarín Ming. La señora Mao intentó suprimir las obras, pero tanto
los escritores como los ministros de las artes hicieron oídos sordos a su
requisitoria.

En 1964, Mao redactó una lista de treinta y nueve artistas, escritores e


intelectuales que serían denunciados. Los calificó de autoridades
burguesas y reaccionarias, estableciendo así una nueva categoría de
enemigos de clase. Entre los nombres más prominentes de la lista
destacaban Wu Han, un célebre dramaturgo del género del mandarín

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Ming, y el profesor Ma Yin-chu, quien había sido el primer economista
de prestigio que recomendara la práctica del control de natalidad,
motivo por el que ya en 1957 había sido tachado de derechista. Desde
entonces, Mao se había dado cuenta de la necesidad del control de
natalidad, pero guardaba rencor al profesor Ma por ponerle en
evidencia demostrando que estaba equivocado.

La lista no se hizo pública, y aquellas treinta y nueve personas no se


vieron purgadas por sus organizaciones de Partido. Mao hizo circular
sus nombres entre todos los oficiales de nivel igual o superior al de mi
madre, acompañándola de instrucciones para capturar a otras
autoridades burguesas reaccionarias. Durante el invierno de 1964-1965,
mi madre encabezó un equipo de trabajo enviado a una escuela llamada
El mercado del buey con instrucciones de buscar sospechosos entre los
profesores más destacados y aquellos que hubieran escrito libros o
artículos.

Ante aquello se había mostrado anonadada, debido especialmente a que


la purga amenazaba a algunas de las personas que más había admirado.
Asimismo, no le resultaba difícil ver que incluso si se aplicaba en la
búsqueda de «enemigos» no lograría encontrar ninguno ya que, entre
otras cosas, el recuerdo de las recientes persecuciones había logrado
que pocos osaran abrir la boca. Decidió revelar su situación a su
superior, el señor Pao, quien había sido puesto a cargo de la campaña
en Chengdu.

El año de 1965 llegó a su fin y mi madre no había hecho nada. El señor


Pao no la presionó en absoluto. La falta de acción reflejaba el
sentimiento que imperaba entre los funcionarios del Partido. Muchos de
ellos estaban cansados de persecuciones, y querían continuar con su
labor de mejorar las condiciones de vida y desarrollar una existencia
normal. Sin embargo, no se opusieron abiertamente a Mao y, de hecho,
continuaron promocionando el culto de su personalidad. Los pocos que
contemplaban su deificación con inquietud sabían que nada podían
hacer para detenerla: Mao poseía tal poder y tal prestigio que su culto
resultaba irresistible. Lo más que podían hacer era dedicarse a cierta
forma de resistencia pasiva.

Mao interpretó la reacción de los funcionarios del Partido a su


convocatoria de caza de brujas como una indicación de que su lealtad se
estaba debilitando, así como de que sus corazones se orientaban hacia
las políticas que seguían Deng y el presidente Liu. Sus sospechas se
vieron confirmadas cuando los periódicos del Partido se negaron a
publicar un artículo autorizado personalmente por él en el que se
denunciaba a Wu Han y su obra acerca del mandarín Ming. El propósito
que había animado a Mao a publicar el artículo era involucrar al pueblo
en la caza de brujas, pero se encontró con que el sistema del Partido —
que hasta entonces había funcionado como intermediario entre él y el
pueblo— le aislaba ahora de sus súbditos. En efecto, había perdido las
riendas. El Comité del Partido en Pekín —en el que Wu Han ejercía el
cargo de alcalde delegado— y el Departamento Central de Asuntos

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Públicos, encargado de las artes y los medios de comunicación, se
enfrentaron a Mao negándose a denunciar o destituir a Wu Han.

Mao se sintió amenazado. Veía en sí mismo la figura de un Stalin a


punto de ser denunciado en vida por un Kruschev. Deseaba
desencadenar un ataque estratégico y destruir a Liu Shaoqi —hombre al
que consideraba el Kruschev chino—, a su colega Deng y a todos los
seguidores que tuvieran en el Partido. Bautizó aquel proyecto con el
engañoso nombre de Revolución Cultural. Sabía que se trataba de una
batalla que habría de librar en solitario, pero ello le proporcionaba la
embriagadora sensación de que estaba desafiando nada menos que al
mundo entero a la vez que maniobrando en gran escala. Sentía incluso
cierto vestigio de autocompasión al imaginarse a sí mismo como el
trágico héroe que ha de enfrentarse a un enemigo colosal cual era la
inmensa máquina del Partido.

El 10 de noviembre de 1965, tras fracasar repetidamente en sus intentos


por publicar en Pekín el artículo que denunciaba la obra de Wu Han,
Mao logró por fin que apareciera impreso en Shanghai, ciudad
gobernada por sus seguidores. Fue en aquel artículo donde, por primera
vez, apareció el término Revolución Cultural. El propio periódico del
Partido, el Diario del Pueblo , se negó a reimprimir el artículo, y lo
mismo sucedió con el Diario de Pekín , considerado la voz de la
organización del Partido en la capital. En provincias, hubo algunos
periódicos que sí lo publicaron. En aquella época, mi padre era
supervisor del periódico provincial del Partido, el Diario de Sichuan , y
se mostró opuesto a su publicación, que entendía claramente como un
ataque al mariscal Peng y a un llamamiento a la caza de brujas. Acudió
a ver al hombre que estaba a cargo de los asuntos culturales de la
provincia, y éste sugirió telefonear a Deng Xiaoping. Deng no estaba en
su despacho, y la llamada fue atendida por el mariscal Ho Lung, íntimo
amigo de Deng, miembro del Politburó y la misma persona a la que mi
padre había oído decir en 1959: «Realmente, es él [Deng] quien debería
estar en el poder». Ho dijo que no se publicara el artículo.

Sichuan fue una de las últimas provincias que lo publicó, por fin, el 18
de diciembre, mucho después de que el Diario del Pueblo hubiera
terminado por hacer lo propio el 30 de noviembre anterior. En este
último, el artículo no apareció hasta que el primer ministro Zhou Enlai,
quien había emergido como apaciguador de la lucha por el poder, le
hubo añadido una nota firmada por el director en la que afirmaba que
la Revolución Cultural había de tratarse de una cuestión académica, lo
que significaba que no debería considerarse política ni conducir a
condenas políticas.

A lo largo de los tres meses siguientes, tanto Zhou como el resto de los
oponentes de Mao realizaron intensas maniobras para intentar
descabezar la caza de brujas de Mao. En febrero de 1966, mientras éste
se encontraba de viaje lejos de Pekín, el Politburó anunció una
resolución según la cual las discusiones académicas no debían

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degenerar en persecuciones. Mao se había mostrado opuesto a dicha
resolución, pero se hizo caso omiso de sus deseos.

En abril, se solicitó de mi padre que preparara un documento redactado


según el espíritu de la resolución emitida por el Politburó en febrero y
destinado a guiar la Revolución Cultural en Sichuan. Redactó lo que
luego se conocería como el Documento de Abril. En él, se decía que los
debates debían ser estrictamente académicos y no debían permitirse
acusaciones disparatadas. Todos los hombres eran iguales ante la
verdad, y el Partido no debía servirse de la fuerza para suprimir a los
intelectuales.

Justamente antes de su publicación, prevista para el mes de mayo, el


documento se vio súbitamente bloqueado. El Politburó adoptó una nueva
decisión. Esta vez, Mao había estado presente y se había salido con la
suya gracias a la complicidad de Zhou Enlai. El presidente anuló la
resolución de febrero y declaró que todos los intelectuales disidentes y
sus ideas debían ser eliminados. Subrayó el hecho de que eran
precisamente funcionarios del Partido Comunista quienes habían
protegido a esos mismos intelectuales disidentes y a otros enemigos de
clase. Calificó a dichos funcionarios como «aquellos que, desde el poder,
siguen los pasos del capitalismo», y les declaró abiertamente la guerra.
Comenzaron a ser conocidos como los «seguidores del capitalismo», y
la ingente Revolución Cultural fue oficialmente desencadenada.

¿Quiénes eran exactamente estos «seguidores del capitalismo»? Ni


siquiera el propio Mao estaba seguro de ello. Sí sabía que quería
sustituir a la totalidad de los miembros del Comité del Partido en Pekín,
y así lo hizo. También sabía que quería desembarazarse de Liu Shaoqi,
de Deng Xiaoping y de «los enclaves burgueses en el Partido», pero
ignoraba quiénes dentro del vasto sistema que formaba el mismo le eran
leales y quiénes eran seguidores de Liu, Deng y su «camino hacia el
capitalismo». Según sus cálculos, tan sólo controlaba un tercio del
Partido. Decidido a no dejar escapar ni a uno solo de sus enemigos,
resolvió el derrocamiento de todo el Partido Comunista. Aquéllos aún
fieles a él sabrían sobrevivir a la tormenta. En sus propias palabras:
«Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma». A Mao no
le inquietaba una posible destrucción del Partido: el Mao Emperador
siempre predominaría sobre el Mao Comunista. Tampoco le inquietó la
posibilidad de perjudicar a alguien innecesariamente, ni siquiera a
aquellos que le eran más leales. Uno de sus grandes héroes, el antiguo
general Tsao Tsao, había pronunciado una frase inmortal que Mao
admiraba sin tapujos: «Prefiero ofender a todos cuantos viven bajo el
cielo que permitir que nadie que viva bajo el cielo llegue a ofenderme a
mí». El general había proclamado aquello cuando descubrió que había
asesinado a una pareja de ancianos por error ya que, de hecho, el viejo
y la vieja a quienes había juzgado como traidores en realidad le habían
salvado la vida.

Los vagos gritos de guerra de Mao produjeron una intensa confusión


entre la población y la mayoría de los funcionarios del Partido. Pocos

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sabían cuál era su propósito, ni quiénes eran exactamente sus enemigos
aquella vez. Al igual que otros antiguos funcionarios, tanto mi madre
como mi padre advirtieron que Mao había decidido castigar a algunos,
pero ignoraban quiénes serían los desdichados. Bien podían ser ellos
mismos. Ambos se sintieron presas del desconcierto y la aprensión.

Mao, entretanto, llevó a cabo su más importante iniciativa desde el


punto de vista organizativo: dispuso una cadena personal de mando que
operaba desde el exterior del aparato del Partido de la que, sin
embargo, afirmó que se hallaba sometida al Politburó y al Comité
Central, lo que le permitía fingir que actuaba bajo las órdenes del
propio Partido.

En primer lugar, nombró como colaborador más directo al mariscal Lin


Biao, quien tras suceder a Peng Dehuai como ministro de Defensa en
1959 se había encargado de reforzar inmensamente el culto personal de
Mao entre las fuerzas armadas. Asimismo, instituyó un nuevo cuerpo
bautizado con el nombre de Autoridad de la Revolución Cultural al que
colocó a las órdenes de su antiguo secretario Chen Boda, si bien se
hallaba liderado de jacto por su jefe de inteligencia —Kang Sheng— y la
propia señora Mao. Dicho cuerpo se convirtió en el núcleo del liderazgo
de la Revolución Cultural.

A continuación, Mao intervino en los medios de comunicación, y muy


especialmente en el Diario del Pueblo , sobre el que recaía la máxima
autoridad dado que se trataba del periódico oficial del Partido y la
población se había habituado a considerarlo la voz del régimen. El 31 de
mayo situó a Chen Boda al frente del mismo, asegurándose así un canal
a través del cual podía dirigirse directamente a cientos de millones de
chinos.

A partir de junio de 1966, el Diario del Pueblo descargó sobre el país un


estridente editorial tras otro en los que reclamaba el establecimiento de
la autoridad absoluta del presidente Mao y el aniquilamiento de todos
los bueyes y serpientes demoníacos (enemigos de clase) a la vez que
exhortaba a la gente a seguir a Mao y a unirse a la vasta puesta en
marcha de una Revolución Cultural sin precedentes.

En mi escuela, las clases se interrumpieron por completo desde


comienzos de junio, si bien tuvimos que continuar acudiendo a la misma.
Los altavoces atronaban con los editoriales del Diario del Pueblo , y la
portada del periódico, de estudio obligatorio todos los días, solía
aparecer ocupada casi en su totalidad por un retrato de Mao a toda
página. Todos los días aparecía una columna de citas de Mao. Aún
recuerdo sus consignas en negrita, cuyos textos terminaron
profundamente grabados en mi memoria a base de su constante lectura
durante las clases: «¡El presidente Mao es el rojo sol de nuestros
corazones!». «¡El pensamiento de Mao Zedong es la señal que guía
nuestras vidas!». «¡Pulverizaremos a quienes se opongan al presidente
Mao!». «¡Nuestro Gran Líder, el presidente Mao, cuenta con el afecto de
gente procedente de todo el mundo!». Había páginas de comentarios

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admirativos atribuidos a extranjeros y fotografías de muchedumbres
europeas intentando hacerse con las obras de Mao. El orgullo nacional
chino estaba siendo movilizado para reforzar el culto al líder.

De la lectura cotidiana del diario no tardamos en pasar a la


declamación y memorización de «Las citas del presidente Mao»,
reunidas en un libro de bolsillo de tapas rojas conocido como El
Pequeño Libro Rojo . A cada uno de nosotros le fue entregado un
ejemplar, instruyéndonos al mismo tiempo para que lo atesoráramos
como a nuestros propios ojos. Todos los días, cantábamos una y otra vez
al unísono pasajes extraídos del mismo. Aún recuerdo muchos de ellos.

Un día leímos en el Diario del Pueblo que un viejo campesino había


colgado treinta y dos retratos de Mao en las paredes de su dormitorio
«para, independientemente de la dirección en que estuviera mirando,
poder ver el rostro de su presidente nada más abrir los ojos». Así,
nosotros también nos apresuramos a empapelar los muros de nuestras
aulas con retratos de un Mao que mostraba su más benigna sonrisa. Sin
embargo, no tardamos en vernos obligados a retirarlos a toda prisa.
Había comenzado a circular el rumor de que en realidad el campesino
había utilizado los retratos para empapelar sus muros, ya que éstos
solían imprimirse en papel de primera calidad y podían obtenerse
gratuitamente. Se decía que el periodista que había escrito la historia
había sido desenmascarado como un enemigo de clase que
recomendaba la ridiculización del presidente Mao. Por primera vez, me
sentí inconscientemente asaltada por una sensación de temor hacia el
Presidente.

Al igual que El mercado del buey, mi escuela contaba con un equipo de


trabajo instalado permanentemente en ella. Aunque sin mucho
entusiasmo, sus miembros habían calificado ya a algunos de los mejores
profesores como autoridades burguesas reaccionarias, si bien lo habían
ocultado a los alumnos. En 1966, no obstante, aterrorizado ante el
avance de la Revolución Cultural y enfrentado a la necesidad de crear
algunas víctimas, el equipo de trabajo anunció súbitamente los nombres
de los acusados ante toda la escuela.

El equipo organizó a los alumnos y a aquellos profesores que aún no


habían sido acusados para que escribieran carteles y consignas de
denuncia que no tardaron en adornar todos los rincones de sus
instalaciones. Los profesores colaboraron por diversos motivos:
conformismo, lealtad a las órdenes del Partido, envidia del prestigio y
los privilegios de algunos de sus colegas… y miedo.

Entre las víctimas se encontraba mi profesor de lengua y literatura


chinas, el señor Chi, a quien yo adoraba. Según uno de los carteles
colgados en las paredes, a comienzos de los sesenta había dicho: «Por
mucho que gritemos “¡Viva el Gran Salto Adelante!”, eso no servirá para
llenarnos los estómagos, ¿no os parece?». Dado que yo ignoraba que el
Gran Salto había sido el causante de la hambruna, no comprendía

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entonces el sentido de su supuesta frase, aunque sí podía captar su tono
irreverente.

Había algo en el señor Chi que lo hacía distinto de los demás. En aquella
época no podía determinar qué era, pero hoy creo que se trataba de
cierto aire de ironía que destilaba. A veces dejaba escapar unas risitas
secas e inconclusas que sugerían que había algo que prefería callar. En
cierta ocasión respondió con una de ellas a cierta pregunta mía. Una de
las lecciones de nuestro libro de texto era un extracto de las memorias
de Lu Dingyi, entonces jefe del Departamento Central de Asuntos
Públicos, acerca de su experiencia en la Larga Marcha. El señor Chi
atrajo nuestra atención sobre una vivida descripción de la tropa
recorriendo un zigzagueante sendero de montaña iluminado por las
antorchas que portaban sus componentes y del fulgor de las llamas
frente a la negrura del cielo sin luna. Cuando llegaban a su destino,
todos «se lanzaban a la búsqueda de un cuenco de comida con que
llenar sus estómagos». Aquello me desconcertaba profundamente, ya
que siempre había oído que los soldados del Ejército Rojo ofrecían a sus
camaradas hasta el último bocado aunque ello les supusiera morir de
hambre. Me resultaba imposible imaginarlos «lanzándose» a nada. Por
fin, acudí al señor Chi en busca de respuesta. Éste soltó una de sus
risitas secas, me dijo que yo ignoraba lo que significaba estar
hambrienta y cambió rápidamente de tema. Pero yo no me hallaba del
todo convencida.

A pesar de aquello, continué sintiendo el mayor respeto por el señor Chi.


Me destrozó el corazón verle a él y al resto de los profesores que tanto
admiraba salvajemente condenados e insultados. Detestaba las
ocasiones en las que el equipo de trabajo pedía a todos los alumnos de
la escuela que escribieran carteles murales «desenmascarándoles y
denunciándoles».

En aquella época tenía catorce años de edad, sentía una aversión


instintiva hacia toda actividad militante y no sabía qué escribir. Me
asustaban las sobrecogedoras manchas de la tinta negra sobre las
gigantescas hojas de papel que formaban los carteles y el lenguaje
violento y extravagante que empleaban, proclamando cosas como
«Aplastemos la cabeza de perro de fulano» o «Aniquilemos a mengano
si no se rinde». Comencé a hacer novillos y a quedarme en casa, actitud
que me reportó constantes críticas por «anteponer a la familia» durante
las interminables asambleas que habían pasado a constituir la mayor
parte de nuestra vida escolar. Yo odiaba aquellas reuniones, en las que
me sentía acosada por una sensación de imprevisible peligro.

Un día, mi director delegado, el señor Kan, un hombre alegre y


rebosante de energía, fue acusado de ser un seguidor del capitalismo y
de proteger a los profesores condenados. Toda su labor en la escuela a
lo largo de los años fue tachada de capitalista, incluida su dedicación a
las obras de Mao, ya que había empleado menos horas en ella que en
sus estudios académicos.

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Similar conmoción me produjo ver al alegre secretario de la Liga Juvenil
Comunista de la escuela, el señor Shan, acusado de ser anti-presidente
Mao. El señor Shan era un hombre arrebatador cuya atención me había
esforzado por atraer, ya que podría haberme ayudado a ingresar en la
Liga Juvenil cuando alcanzara los quince años de edad mínima
requerida para ello.

Hasta entonces, había estado impartiendo un curso de filosofía marxista


a los jóvenes de dieciséis a dieciocho años de edad, a los que había
encargado escribir ciertas redacciones. Posteriormente, había
subrayado algunas partes de las mismas que consideró especialmente
bien escritas, y sus alumnos habían unido aquellas partes desconectadas
entre sí para formar un pasaje —evidentemente sin sentido— que los
carteles proclamaron como anti-Mao. Años después, me enteré de que
aquel método de fabricar acusaciones a base de unir arbitrariamente
frases no relacionadas entre sí se remontaba nada menos que a 1955,
año en que mi madre había sido detenida por los comunistas por
primera vez. Ya entonces, algunos escritores se habían servido de él
para atacar a sus colegas.

También algunos años después, el señor Shan me dijo que el verdadero


motivo por el que tanto él como el tutor habían sido escogidos como
víctimas era que no habían estado presentes en aquel momento,
ocupados como estaban por su condición de miembros de otro grupo de
trabajo. Ello los había convertido en chivos expiatorios sumamente
propicios. El hecho de que no se llevaran bien con el director, quien
había permanecido en su puesto, empeoraba las cosas. «De haber
estado nosotros allí y él fuera, ese hijo de mala madre no hubiera sido
capaz de subirse los pantalones de tanta mierda como iba a tener en
ellos», me dijo el señor Shan en tono apesadumbrado.

El señor Kan —el director delegado— había sido un devoto miembro del
Partido, y sintió que se le había tratado de un modo terriblemente
injusto. Una tarde, escribió una nota de despedida y se cortó la garganta
con una navaja. Su esposa, que ese día llegó a casa antes de lo habitual,
lo trasladó a toda prisa al hospital. El equipo de trabajo procuró no
divulgar la noticia de su intento de suicidio, ya que en un miembro del
Partido se hubiera considerado un acto de traición, pues equivalía a una
pérdida de fe en el Partido y a un intento de chantaje. Por todo ello, el
desdichado no merecía compasión alguna. Los miembros del equipo, sin
embargo, se sintieron nerviosos. Sabían muy bien que habían estado
inventándose víctimas sin la menor justificación.

Cuando mi madre se enteró de lo ocurrido con el señor Kan, se echó a


llorar. Le gustaba mucho aquel hombre, y sabía que siendo, como era,
un hombre de inmenso optimismo debía de haberse visto sometido a una
presión inhumana para actuar de aquel modo.

Mi madre se negó a dejarse arrastrar en su propia escuela por el


impulso de crear víctimas del pánico. Sin embargo, los adolescentes del
colegio, exaltados por los artículos del Diario del Pueblo , comenzaron a

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atacar a sus profesores. El Diario del Pueblo exhortaba a aplastar los
sistemas de exámenes que (citando a Mao) «trataban a los alumnos
como enemigos» y formaban parte de los nefastos designios de los
«intelectuales burgueses», término que (citando una vez más a Mao)
cabía aplicar a la mayoría de los profesores. El periódico denunciaba
también a los «intelectuales burgueses» por envenenar las mentes de los
jóvenes con basura capitalista en un intento de prepararlos para un
futuro regreso del Kuomintang. «¡No podemos permitir que los
intelectuales burgueses sigan dominando nuestras escuelas!», clamaba
Mao.

Un día, cuando mi madre llegó al colegio a lomos de su bicicleta


descubrió que los alumnos habían reunido al director, al supervisor
académico, a los profesores graduados —los cuales, según la prensa
oficial, debían ser considerados autoridades burguesas reaccionarias—
y a todos los demás profesores que no les gustaban. A continuación, los
habían encerrado en un aula y habían puesto un cartel en la puerta con
las palabras «clase de los demonios». Los profesores se lo habían
permitido debido al estado de estupefacción en el que la Revolución
Cultural los había sumido: efectivamente, los alumnos parecían contar
ahora con cierta clase de autoridad tan indefinida como inequívoca. Las
instalaciones se llenaron de consignas gigantes extraídas en su mayor
parte de los titulares del Diario del Pueblo .

Para llegar al aula, ahora convertida en prisión, mi madre hubo de


atravesar una muchedumbre de alumnos. Algunos mostraban un
aspecto feroz; otros parecían avergonzados; otros preocupados, y
algunos dubitativos. Desde el momento de su llegada, otros alumnos
habían comenzado a seguirla. Como líder del equipo de trabajo, en ella
recaía la autoridad suprema, pues constituía la encarnación del Partido.
Los alumnos la contemplaban en espera de órdenes. Una vez organizada
su cárcel, ignoraban qué hacer a continuación.

Mi madre anunció enérgicamente que la «clase de los demonios»


quedaba disuelta. Ello produjo cierto revuelo entre los alumnos, pero
ninguno osó desafiar su orden. Algunos comenzaron a murmurar entre
sí, pero guardaron silencio cuando mi madre les pidió que dijeran lo que
tuvieran que decir en voz alta. A continuación, les dijo que era ilegal
detener a alguien sin autorización, y que no debían maltratar a sus
profesores, ya que éstos eran merecedores de su gratitud y respeto. La
puerta del aula se abrió y los prisioneros fueron puestos en libertad.

Aquel modo de enfrentarse a la corriente que entonces imperaba


constituyó un acto de notable valentía por parte de mi madre. Muchos
otros equipos de trabajo se dedicaban a convertir en víctimas a
personas completamente inocentes para así salvar su propia piel. De
hecho, ella misma tenía más motivos de preocupación que la mayoría.
Las autoridades provinciales habían castigado ya a numerosos chivos
expiatorios, y mi padre tenía el poderoso presentimiento de que él
habría de ser el siguiente. Un par de colegas suyos le habían comentado

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discretamente que en algunas de las organizaciones a su cargo la gente
comenzaba a decir que convendría considerarle sospechoso.

Mis padres nunca nos decían nada de todo aquello a mis hermanos y a
mí. El pudor que hasta entonces les había impedido hablar de política
aún lograba evitar que nos abrieran su mente. Ahora, además, les
resultaba aún más difícil hablar. La situación era tan complicada y
confusa que ni siquiera ellos mismos la comprendían. ¿Qué podrían
habernos dicho para que la entendiéramos nosotros? ¿Y de qué hubiera
servido, en cualquier caso? Nadie podía hacer nada. Es más, la propia
información resultaba peligrosa. Como resultado, mis hermanos y yo no
nos hallábamos en absoluto preparados para la Revolución Cultural,
aunque sí intuíamos vagamente la proximidad de una catástrofe.

Bajo aquella atmósfera llegó el mes de agosto y, súbitamente, como una


tormenta que asolara China a su paso, surgieron millones de guardias
rojos.

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16. «Remóntate hacia el cielo y perfora la tierra»

La Guardia Roja de Mao (junio-agosto de 1966)

Con Mao, toda una generación de adolescentes creció a la espera de


lanzarse a la lucha contra los enemigos de clase, ya que los vagos
llamamientos a la Revolución Cultural que aparecían en la prensa
habían llegado a crear la sensación de una «guerra» inminente. Algunos
jóvenes políticamente perspicaces intuían que su ídolo, Mao, poseía una
implicación directa en ello, y el adoctrinamiento recibido no les daba
otra opción que ponerse de su lado. A comienzos de junio, unos cuantos
activistas procedentes de una escuela de enseñanza media dependiente
de una de las universidades chinas de mayor prestigio —la de Qinghua,
en Pekín— se habían reunido en diversas ocasiones para discutir la
estrategia de la inminente batalla y habían decidido llamarse a sí
mismos la Guardia Roja del Presidente Mao. A la hora de buscar un
lema propio, recurrieron a una cita de Mao recientemente aparecida en
el Diario del Pueblo : «La rebelión está justificada».

Aquellos primeros guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Sólo


ellos podían sentirse lo suficientemente seguros como para dedicarse a
actividades de este tipo. Asimismo, se habían educado en un ambiente
político, por lo que se mostraban más interesados en la intriga política
que la mayoría de los chinos. Tan pronto como advirtió su existencia, la
señora Mao les concedió audiencia para el mes de julio. El 1 de agosto,
Mao realizó un gesto desacostumbrado: les escribió una carta abierta
en la que les ofrecía su «más cálido y vigoroso apoyo». Aprovechaba,
además, la carta para modificar sutilmente sus palabras anteriores,
indicando que «La rebelión contra los reaccionarios está justificada».
Para unos jovenzuelos fanáticos, aquello fue como si se les hubiera
aparecido Dios. Después de aquello, surgieron grupos de guardias rojos
por todo Pekín y, posteriormente, por toda China.

Mao quería que la Guardia Roja constituyera su fuerza de choque. Podía


advertir que el pueblo no estaba respondiendo a sus repetidos
llamamientos para atacar a los seguidores del capitalismo. El Partido
Comunista poseía un número considerable de simpatizantes y, lo que es
más, la lección de 1957 aún seguía fresca en las mentes de todos.
También entonces, Mao había solicitado a la población que expresara
sus críticas hacia los funcionarios del Partido, pero aquellos que habían
aceptado su invitación habían terminado siendo calificados de
derechistas y consecuentemente purgados. La mayoría de la gente
sospechaba que se estaba repitiendo aquella misma táctica de «sacar a
las serpientes de sus madrigueras para cortarles la cabeza».

Si quería que la población entrara en acción, Mao debería quitar


autoridad al Partido y concentrar en sí mismo una lealtad y obediencia
absolutas. Para lograr esto necesitaba crear terror, un terror tan

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intenso que paralizara cualquier otra consideración y neutralizara
cualquier otro temor. Veía en los muchachos y muchachas adolescentes
sus agentes ideales. Todos ellos se habían criado bajo un fanático culto
a la personalidad de Mao y en la doctrina militante de la lucha de
clases. Poseían todas las cualidades de la juventud: eran rebeldes,
intrépidos, deseosos de luchar por una causa justa, sedientos de acción
y aventura. También eran irresponsables, ignorantes, fáciles de
manipular… e inclinados a la violencia. Sólo ellos podrían proporcionar
a Mao la inmensa fuerza que necesitaba para aterrorizar a toda la
sociedad y crear un caos que sacudiera —y luego destrozara— los
cimientos del Partido. Una de las consignas resumía a la perfección la
misión de la Guardia Roja: «¡Declaramos una guerra sangrienta contra
cualquiera que ose oponerse a la Revolución Cultural o al Presidente
Mao!».

Hasta entonces, todas las políticas y las órdenes se habían transmitido a


través de un sistema estrechamente controlado y situado enteramente
en manos del Partido. Mao dejó de lado aquella vía y se dirigió
directamente a la juventud en masa. Para ello, combinó dos métodos
completamente distintos: por un lado, una retórica rimbombante
difundida abiertamente por la prensa; por otro, una manipulación y
agitación conspiratorias por parte de la Autoridad de la Revolución
Cultural y, especialmente, por su esposa. Ambas eran quienes
proporcionaban el auténtico significado de dicha retórica. Ciertas
frases, tales como «rebelión contra la autoridad», «revolución en la
educación», «destrucción del viejo mundo para permitir el nacimiento
de un mundo nuevo» y «creación de un nuevo hombre» —expresiones,
todas ellas, por las que muchas personas del mundo occidental se
sintieron atraídas durante los años sesenta—, se interpretaron como
llamadas a una acción violenta. Mao era consciente de la violencia que
latía en los jóvenes, y afirmaba que al estar bien alimentados y no tener
que preocuparse por sus estudios resultaría sencillo agitarlos y servirse
de su energía sin límites para causar estragos.

Para despertar una violencia colectiva controlada entre los jóvenes era
necesario disponer de víctimas. Los objetivos más evidentes de
cualquier colegio eran los profesores, algunos de los cuales ya habían
estado en el punto de mira de los equipos de trabajo y las autoridades
académicas a lo largo de los últimos meses. Ahora, se abalanzaron
sobre ellos los jóvenes rebeldes. Los profesores constituían mejor
objetivo que los padres, a los que únicamente hubiera podido atacarse
de un modo individual y aislado. Además, representaban en la cultura
china una figura de autoridad más importante que la de los
progenitores. Así, apenas hubo escuela china en la que los profesores no
se vieran insultados y golpeados, a veces con consecuencias fatales.
Algunos alumnos organizaron prisiones en las que sus maestros eran
torturados.

Sin embargo, aquello no bastaba por sí mismo para generar la clase de


terror que perseguía Mao. El 18 de agosto se convocó un gigantesco
mitin en la plaza de Tiananmen, situada en el centro de Pekín, al que

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asistieron más de un millón de jóvenes participantes. Lin Biao apareció
por primera vez en público como brazo derecho y portavoz de Mao.
Pronunció un discurso en el que exhortaba a la Guardia Roja a que
saliera de sus colegios y «pusiera fin a las cuatro antigüedades», en
otras palabras, «a las antiguas ideas, la antigua cultura, las antiguas
costumbres y los antiguos hábitos».

En respuesta a aquella incierta llamada, la Guardia Roja se lanzó a la


calle en todas las poblaciones chinas para dar rienda suelta a su
vandalismo, fanatismo e ignorancia. Arrasaron las casas particulares,
destrozaron sus antigüedades y rompieron sus pinturas y obras
caligráficas. Se encendieron hogueras en las que ardían los libros. Muy
pronto, casi todos los tesoros conservados en colecciones privadas
resultaron destruidos. Numerosos escritores y artistas se suicidaron
tras haber sido cruelmente apaleados, humillados y forzados a
contemplar cómo su obra era reducida a cenizas. Se tomaron por asalto
los museos. El saqueo alcanzaba a todo aquello que fuera antiguo,
incluyendo palacios, templos, sepulcros antiguos, estatuas, pagodas y
murallas. Las pocas cosas que sobrevivieron, tales como la Ciudad
Prohibida, lo lograron gracias a que Zhou Enlai había enviado el
Ejército a defenderlas con órdenes específicas de que debían ser
protegidas. La Guardia Roja sólo insistía en su empeño si se veía
incitada a ello.

A las acciones de la Guardia Roja, Mao respondió con un «¡Muy bien


hecho!», y ordenó a la nación que los apoyara.

Animó a la Guardia Roja a que ampliara su abanico de objetivos a fin de


aumentar el terror ya existente. Destacados escritores, artistas, eruditos
y profesionales reconocidos que habían gozado de una consideración
privilegiada bajo el régimen comunista, se vieron categóricamente
condenados como autoridades burguesas reaccionarias. La Guardia
Roja comenzó a atacarlos con la ayuda de aquellos de sus colegas que
les odiaban, ya fuera por envidia o fanatismo. Estaban, además, los
viejos «enemigos de clase»: antiguos terratenientes y capitalistas,
personas relacionadas con el Kuomintang y aquellos que habían sido
condenados por derechistas en anteriores campañas políticas… todos
ellos, y sus hijos.

Había numerosos «enemigos de clase» que no habían sido ejecutados ni


enviados a campos de trabajo, sino que habían permanecido bajo
observación. Antes de la Revolución Cultural, a la policía sólo le estaba
permitido proporcionar información acerca de ellos al personal
autorizado. Dicha política, sin embargo, cambió. Xie Fuzhi, jefe de
policía y uno de los vasallos de Mao, ordenó a sus hombres que
entregaran a los «enemigos de clase» a la Guardia Roja y le informaran
de aquellos crímenes que hubieran cometido, tales como intentar
derrocar el Gobierno comunista.

A diferencia del tormento legal, la tortura había permanecido abolida


hasta el comienzo de la Revolución Cultural. Ahora, Xie ordenó a sus

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policías «que no se sintieran limitados por las antiguas normas,
independientemente de que éstas hubieran sido dictadas por las
autoridades policiales o por el Estado». Tras anunciar que «Yo no estoy
a favor de apalear a las personas hasta la muerte», añadió: «Sin
embargo, si algunos [guardias rojos] detestan tanto a los enemigos de
clase que desean su muerte, no hay necesidad de detenerles».

El país se vio asolado por una ola de palizas y torturas, la mayor parte
de las cuales tenían lugar durante los saqueos domiciliarios. Casi
invariablemente, las familias eran obligadas a arrodillarse en el suelo y
saludar a los guardias rojos con un kowtow, tras lo cual eran azotadas
con los cinturones de cuero de los guardias rojos, rematados por
hebillas de latón. Por fin, se afeitaba a todos sus miembros un lado de la
cabeza, lo que se consideraba un humillante castigo conocido con el
nombre de «cabeza yin y yang » debido a que recordaba el símbolo
clásico chino del lado oscuro (yin ) frente al lado iluminado (yang ). La
mayor parte de las pertenencias eran destrozadas o confiscadas.

En Pekín, donde la Autoridad de la Revolución Cultural podía incitar de


cerca a los jóvenes, la situación fue incluso peor. Varios cines y teatros
del centro fueron transformados en cámaras de tortura. Las víctimas
eran arrastradas hasta ellos desde todas las zonas de Pekín, y los
peatones evitaban pasar demasiado cerca, pues en las calles resonaban
continuamente sus alaridos.

Los primeros grupos de guardias rojos se componían de hijos de altos


funcionarios. Tan pronto como a éstos se unieron personas procedentes
de otras categorías, algunos de los primeros ingeniaron el modo de
conservar sus propios grupos especiales, tales como los denominados
Piquetes. Mao y su camarilla adoptaron ciertos pasos calculados para
incrementar su sensación de poder. En la segunda asamblea de masas
de la Guardia Roja, Lin Biao apareció luciendo su brazalete, con lo que
quería indicar que se sentía como uno de ellos. El 1 de octubre, Día
Nacional, la señora Mao los nombró guardias de honor frente a la
Puerta de la Paz Celeste de la plaza de Tiananmen. Como resultado,
algunos de ellos desarrollaron una infame «teoría de la estirpe
sanguínea» claramente resumida en la letra de una canción: «El hijo de
un héroe siempre es un gran hombre; ¡un padre reaccionario no
produce otra cosa que bastardos!». Armados con aquella «teoría»,
algunos hijos de altos oficiales se dedicaron a tiranizar e incluso
torturar a aquellos jóvenes que tenían antecedentes «indeseables».

Mao permitió todo aquello con objeto de generar el clima de caos y


terror que necesitaba. No se mostraba escrupuloso acerca de quiénes
ejercían o sufrían la violencia. Aquellas primeras víctimas no eran su
verdadero objetivo, y por otra parte Mao no apreciaba especialmente a
su Guardia Roja ni tampoco confiaba en ella. Sencillamente, se limitaba
a utilizarlos. Los vándalos y torturadores, por su parte, no siempre eran
devotos de Mao sino que simplemente se dedicaban a disfrutar del
permiso recibido para poner en práctica sus peores instintos.

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Tan sólo una pequeña proporción de guardias rojos fue directamente
responsable de actos de crueldad y violencia. Muchos pudieron evitar
tomar parte en ella gracias a que la Guardia Roja era una organización
aún tan desdibujada que no podía forzar físicamente a sus miembros a
cometer atrocidades. De hecho, el propio Mao nunca ordenó a la
Guardia Roja que matara, y sus instrucciones con referencia a los
procedimientos violentos fueron siempre contradictorias. Uno podía
admirar a Mao sin necesidad de cometer actos de maldad o violencia, y
aquellos que gustaban de hacerlo podían, sencillamente, no echarle la
culpa a él.

Sin embargo, el insidioso estímulo de Mao para la comisión de aquellas


atrocidades era innegable. El 18 de agosto, con motivo del primero de
una serie de ocho gigantescos mítines a los que, en total, asistieron
trece millones de personas, el líder preguntó a una guardia roja cómo se
llamaba. Cuando ésta respondió «Bin-bin», que significa «amable», Mao
repuso en tono desaprobatorio, «Sé violenta» (yao-wu-ma ). Mao rara
vez hablaba en público, y aquella observación, ampliamente difundida,
fue por supuesto aceptada como un evangelio. En el tercer mitin,
celebrado el 15 de septiembre, en un momento en que la barbarie de la
Guardia Roja se hallaba en su punto culminante, el portavoz oficial de
Mao, Lin Biao, anunció situado junto al líder: «Soldados de la Guardia
Roja: vuestras batallas siempre han seguido la dirección correcta.
Habéis castigado como se merecían a los seguidores del capitalismo, a
las autoridades burguesas reaccionarias, a las sanguijuelas y a los
parásitos. ¡Habéis hecho lo correcto! ¡Y lo habéis hecho
maravillosamente bien!». Al oír aquello, la multitud que llenaba la
enorme plaza de Tiananmen prorrumpió en vítores histéricos, gritos
ensordecedores de «Viva el presidente Mao», lágrimas incontrolables y
juramentos de lealtad. Mao agitó la mano con ademán paternal,
aumentando aún más el frenesí.

Mao controlaba a los guardias rojos de Pekín a través de su Autoridad


de la Revolución Cultural, y posteriormente los envió a las provincias
para instruir a los jóvenes locales acerca de lo que tenían que hacer. En
Jinzhou, Manchuria, Yu-lin —hermano de mi abuela— y su esposa fueron
apaleados y hubieron de exiliarse junto con sus dos hijos a una árida
comarca del país. Yu-lin había caído bajo sospecha nada más llegar los
comunistas por encontrarse en posesión de un carnet del servicio de
inteligencia del Kuomintang, pero hasta entonces nada les había
ocurrido a él ni a su familia. En aquella época, mis parientes no llegaron
a enterarse de lo sucedido, ya que la gente evitaba intercambiar
noticias. Tratándose de acusaciones tan voluntariosamente preparadas
y consecuencias tan terribles, uno nunca sabía qué catástrofe podría
abatir sobre sus corresponsales o éstos sobre él.

Los habitantes de Sichuan no podían imaginar el grado a que había


llegado el terror en Pekín. En Sichuan se cometían menos fechorías, en
parte porque los guardias rojos que allí había no habían sido
directamente incitados por la Autoridad de la Revolución Cultural.
Adicionalmente, la policía de Sichuan hacía oídos sordos a su ministro

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de Pekín, el señor Xie, y se negaba a entregar a los guardias rojos los
«enemigos de clase» que mantenía bajo su control. No obstante, y al
igual que en otras provincias del país, los guardias rojos de Sichuan
terminaron por copiar las acciones de sus compañeros de Pekín. Se
extendió por toda China un caos de características similares: un caos
controlado. Los guardias rojos saqueaban las casas que se les
autorizaba a asaltar, pero rara vez robaban de las tiendas. La mayor
parte de los sectores, incluidos el comercio, los servicios postales y el
transporte, funcionaban con normalidad.

En mi escuela se formó una organización de guardias rojos el 16 de


agosto con la ayuda de algunos militantes procedentes de Pekín. Yo me
había quedado en casa fingiendo estar enferma para así eludir las
asambleas políticas y las terroríficas consignas, por lo que no me enteré
de la creación del grupo hasta dos días después, cuando recibí una
llamada telefónica en la que se reclamaba mi presencia para participar
en la Gran Revolución Cultural del Proletariado. Cuando llegué a la
escuela, advertí que muchos alumnos ostentaban orgullosamente
brazaletes rojos inscritos con caracteres dorados en los que podían
leerse las palabras GUARDIA ROJA.

En aquellos primeros días, los recién creados guardias rojos contaban


con el inmenso prestigio de ser considerados como hijos de Mao. Ni que
decir tiene que se esperaba de mí que me uniera a ellos, por lo que
presenté inmediatamente mi solicitud de ingreso al líder de los guardias
rojos de mi curso, un muchacho de quince años llamado Geng que solía
buscar constantemente mi compañía para luego tornarse tímido y torpe
tan pronto estábamos juntos.

No pude evitar preguntarme cómo se las habría arreglado Geng para


convertirse en guardia rojo, y él se mostraba enigmático al referirse a
sus actividades. Sin embargo, para mí era evidente que en su mayor
parte los guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Su jefe en la
escuela era uno de los hijos del comisario Li, primer secretario del
Partido para Sichuan. En cuanto a mi candidatura, no podía ser más
lógica, ya que pocos alumnos tenían padres de posición tan elevada
como la de los míos. Sin embargo, Geng me reveló en privado que se me
consideraba blanda y demasiado inactiva, por lo que tendría que
endurecerme antes de que mi solicitud pudiera ser estudiada.

Desde junio imperaba una norma tácita según la cual todos debíamos
permanecer en la escuela ininterrumpidamente para dedicarnos en
cuerpo y alma a la Revolución Cultural. Yo era una de las pocas que no
lo había hecho hasta entonces, pero la idea de mostrarme perezosa
había comenzado a antojárseme en cierto modo peligrosa, y me sentí
obligada a quedarme. Los muchachos dormían en las aulas para que las
chicas pudiéramos ocupar los dormitorios. Asimismo, los grupos de
guardias rojos contaban con alumnos no pertenecientes a la
organización que les acompañaban en sus numerosas actividades.

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Al día siguiente de regresar a la escuela tuve que salir con varias
decenas de compañeros para cambiar los nombres de las calles por
otros más revolucionarios. La calle en la que yo vivía se llamaba Calle
del Comercio, y nos detuvimos a debatir acerca de cómo rebautizarla.
Alguno propuso Calle del Faro en honor al papel de guía que
desempeñaban nuestros líderes provinciales del Partido. Otros
sugirieron Calle de los Servidores Públicos ya que, según una cita de
Mao, eso era lo que todo funcionario debía ser. Por fin, partimos sin
decidirnos por nada debido a que no pudimos resolver un problema
preliminar: la placa con el nombre estaba situada a demasiada altura y
no podíamos alcanzarla. Que yo sepa, ninguno regresó nunca a
intentarlo de nuevo.

Los guardias rojos de Pekín se mostraban, sin embargo, mucho más


tenaces, y a nuestros oídos llegaron noticias de sus éxitos: la misión
británica estaba ahora en la Avenida Antiimperialista, y la embajada
rusa en la Avenida Antirrevisionista.

En Chengdu, las calles perdían sus antiguos nombres, tales como Cinco
generaciones bajo un techo (una virtud recomendada por Confucio),
Verdes son el álamo y el sauce (ya que el verde no era un color
revolucionario) y El dragón de jade (símbolo del poder feudal) para
convertirse en Destruyamos lo antiguo, Oriente es rojo y Revolución. En
un conocido restaurante llamado La fragancia del dulce viento la placa
fue destrozada y su nombre sustituido por el de El aroma de la pólvora.

Durante varios días el tráfico se vio sumido en una completa confusión.


Se consideraba inaceptablemente contrarrevolucionario que el rojo
indicara la obligación de detenerse. Lógicamente, tenía que significar
avance. Y la circulación no debía realizarse, según la costumbre, por la
derecha, sino que debía ser trasladada a la izquierda. Durante unos
cuantos días, prohibimos a los policías de tráfico ejercer su labor y
pasamos a controlar la circulación nosotros mismos. Yo había sido
emplazada en un cruce con el encargo de decir a los ciclistas que
circularan por la izquierda. En Chengdu no había demasiados
automóviles y semáforos, pero en los grandes cruces de la ciudad se
produjo un caos total. Por fin, las antiguas normas se impusieron de
nuevo gracias a Zhou Enlai, quien se las arregló para convencer a los
líderes de la Guardia Roja de Pekín. Los jóvenes, sin embargo, también
hallaron justificación para ello: una guardia roja de mi escuela me dijo
que en el Reino Unido se conducía por la izquierda, por lo que nosotros
debíamos hacerlo por la derecha para reafirmar nuestro espíritu
antiimperialista. Sin embargo, no hizo mención alguna de los Estados
Unidos.

De niña nunca me habían atraído las actividades colectivas, y entonces,


a los catorce años de edad, me producían una aversión aún mayor. Si
logré suprimir aquel rechazo fue debido a la constante sensación de
culpa que, por mi educación, había llegado a experimentar cada vez que
me apartaba de Mao. Me decía a mí misma constantemente que debía
educar mis pensamientos de acuerdo con las nuevas teorías y prácticas

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revolucionarias. Si había algo que no entendiera, era mi obligación
reformarme y adaptarme. No obstante, me sorprendí a mí misma
intentando por todos los medios evitar actos militantes tales como
detener a los peatones en la calle para cortarles el cabello si lo llevaban
largo, estrechar sus pantalones o sus faldas o romperles los tacones de
los zapatos. Según la Guardia Roja de Pekín, aquellas cosas se habían
convertido en signos de decadencia burguesa.

Mi propio cabello habían llegado a captar la atención de mis


compañeros de escuela, y me vi obligada a cortármelo al nivel de los
lóbulos de las orejas. En secreto, derramé amargas lágrimas por la
pérdida de mis largas trenzas, no sin avergonzarme profundamente de
mí misma por mi mezquindad burguesa. De niña, mi niñera solía
hacerme un peinado en el que mis cabellos permanecían erguidos sobre
la cabeza como una rama de sauce. Lo llamaba «fuegos artificiales
despedidos hacia el cielo». Hasta comienzos de los sesenta llevé el pelo
recogido en dos rizos alrededor de los cuales arrollaba pequeñas flores
de seda. Por las mañanas, mientras yo me apresuraba con el desayuno,
mi abuela o la criada se afanaban en peinármelo con manos amorosas.
Mi color preferido para las flores era el rosa.

A partir de 1964, y en un intento por seguir los llamamientos de Mao a


un estilo de vida austero más adecuado a la atmósfera de la lucha de
clases, me cosí algunos parches en los pantalones para tratar de
parecer más proletaria y comencé a peinarme al estilo general, con dos
trenzas y sin adornos de colores. El pelo largo, sin embargo, no había
sido condenado aún. Solía cortármelo mi abuela, quien no dejaba de
mascullar para sí misma mientras lo hacía. Sus propios cabellos
sobrevivieron debido a que para entonces ya no salía nunca.

Las célebres casas de té de Chengdu también se vieron atacadas por


considerarse decadentes. Yo no lograba comprender el motivo, pero no
lo pregunté. Durante el verano de 1966 aprendí a suprimir mi sentido de
la razón, cosa que muchos chinos ya llevaban haciendo largo tiempo.

Las casas de té de Sichuan son lugares únicos. Por lo general, están


construidas al abrigo de un bosquecillo de bambúes o bajo la copa de un
enorme árbol. En torno a sus mesas bajas y cuadradas hay butacas de
bambú que despiden un leve aroma incluso después de varios años de
uso. Para preparar el té, se deja caer un pellizco de hojas en una taza y
se vierte agua hirviendo sobre ellas. A continuación, se coloca la
tapadera a medio cerrar, de tal modo que el vapor pueda escapar por la
rendija para esparcir el aroma de jazmín o de otras fragancias. En
Sichuan se cultivan muchas clases de té, de los que el jazmín por sí solo
abarcaba cinco grados distintos.

Para los sichuaneses, las casas de té son tan importantes como los pubs
para los británicos. Especialmente los ancianos pasan mucho tiempo en
ellas, fumando sus pipas de larga caña frente a una taza de té y un
platillo de nueces y semillas de melón. El camarero pasea entre las
mesas con una tetera de agua caliente cuyo contenido vierte desde una

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distancia de medio metro con absoluta precisión. Al hacerlo, los más
hábiles consiguen que el agua se eleve al caer por encima del borde de
la taza sin llegar a derramarse. De niña solía contemplar hipnotizada el
chorro que salía del pico. No obstante, rara vez me llevaban a las casas
de té, ya que mis padres desaprobaban la atmósfera de ocio que reinaba
en ellas.

Al igual que los cafés europeos, las casas de té de Sichuan tienen a


disposición de sus clientes periódicos sujetos por estructuras de bambú.
Algunos de sus parroquianos acuden a ellas a leer, pero se trata de
lugares destinados fundamentalmente a reunirse y a charlar para
intercambiar noticias y chismorreos. A menudo cuentan con atracciones
tales como el relato de historias con acompañamiento de castañuelas de
madera.

Debido quizá a esa misma atmósfera de ocio y al hecho de que


cualquiera sentado en ellas no estaba trabajando por la revolución, se
decidió que habían de ser cerradas. Yo acudí a una de ellas, un local
pequeño situado a orillas del río de la Seda, en compañía de una docena
de alumnos de entre trece y dieciséis años de edad, la mayor parte de
los cuales eran guardias rojos. Las sillas y las mesas habían sido
extendidas fuera bajo un gran árbol secular chino. La brisa vespertina
de verano que ascendía del río esparcía un fuerte aroma procedente de
los matorrales de flores blancas. Los clientes, en su mayor parte
hombres, alzaron la mirada de sus tableros de ajedrez a medida que nos
aproximábamos a lo largo del desigual pavimento de adoquines que
bordeaba la orilla. Nos detuvimos bajo el árbol. Entre los miembros del
grupo comenzaron a oírse algunas voces que exclamaban: «¡Recoged!
¡Recoged! ¡No permanezcáis ociosos en este lugar burgués!». Uno de los
muchachos de mi curso asió una de las esquinas del tablero de papel
desplegado sobre la mesa más próxima y tiró de él. Todas las piezas
rodaron por el suelo.

Los jugadores sentados a aquella mesa eran ambos bastante jóvenes.


Uno de ellos se abalanzó hacia el muchacho con los puños apretados,
pero su amigo se apresuró a sujetarle por el borde de la chaqueta. En
silencio, comenzaron a recoger las piezas de ajedrez. El muchacho que
había tirado el tablero gritó: «¡Se acabó el ajedrez! ¿Acaso no sabéis
que es una costumbre burguesa?». Diciendo esto, se inclinó, recogió un
puñado de piezas y las arrojó al río.

Aunque me habían educado para mostrarme cortés y respetuosa con


cualquiera que fuera mayor que yo, comprendí entonces que ser
revolucionario equivalía a ser agresivo y militante. La amabilidad se
consideraba algo burgués. Fui criticada repetidas veces por ello, y llegó
a aducirse como uno de los motivos por los que no se aceptaba mi
ingreso en la Guardia Roja. Durante los años de la Revolución hube de
ver cómo la gente era atacada por decir «gracias» con demasiada
frecuencia, hábito que había sido tachado de hipocresía burguesa; la
cortesía se encontraba al borde de la extinción.

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En ese momento, sin embargo, frente a la casa de té, pude advertir que
la mayor parte de nosotros —incluidos los propios guardias rojos— nos
sentíamos desasosegados por el nuevo estilo de lenguaje y prepotencia.
Casi ninguno de nosotros abrió la boca. En silencio, unos pocos
comenzaron a pegar carteles rectangulares con consignas sobre los
muros de la casa de té y el tronco del árbol.

Los clientes empezaron a desfilar silenciosamente a lo largo de la


ribera. Al contemplar aquellas figuras que se alejaban, me sentí
invadida por una sensación de pérdida. Un par de meses antes, aquellos
adultos nos habrían mandado probablemente a paseo. Ahora, sin
embargo, sabían que el apoyo de Mao había proporcionado poder a la
Guardia Roja. Al recordarlo, comprendo el regocijo que debían de sentir
algunos jóvenes al poder imponer aquel poder a sus mayores. Una de
las consignas más populares de la Guardia Roja rezaba: «¡Podemos
remontarnos hacia el cielo y perforar la tierra, pues nuestro Gran Líder,
el Presidente Mao, es nuestro comandante supremo!». Como se
desprende de dicha declaración, los guardias rojos no disfrutaban de
una auténtica libertad de expresión, sino que desde el principio no
habían sido otra cosa que la herramienta de un tirano.

Empero, allí, de pie junto a la orilla del río en aquel mes de agosto de
1966, me sentía confusa. Entré en la casa de té con mis compañeros.
Algunos exigieron al dueño que cerrara el local. Otros comenzaron a
pegar carteles por las paredes. Numerosos clientes se levantaban para
marcharse, pero en uno de los rincones más alejados había un hombre
que permanecía sentado a la mesa mientras sorbía apaciblemente su té.
Me situé junto a él, avergonzada de pensar que me correspondía
representar el papel de autoridad. El hombre me miró y continuó
sorbiendo ruidosamente. Tenía un rostro profundamente arrugado que
casi parecía uno de los símbolos de la clase obrera que aparecían en las
imágenes de propaganda. Sus manos me recordaron uno de los relatos
de mis libros de texto, en el que se describían las manos de un viejo
campesino: capaces de atar manojos de ramas espinosas sin sentir dolor
alguno.

Quizá aquel anciano se sentía seguro por poseer un pasado


incuestionable, o por lo avanzado de su edad, o acaso sencillamente no
se sentía demasiado impresionado por mí. En cualquier caso,
permaneció en su asiento sin prestarme atención alguna. Haciendo
acopio de todo mi valor, le rogué en voz baja:

—Por favor, ¿querría marcharse?

Sin mirarme, repuso:

—¿Adonde?

—A su casa, por supuesto —respondí yo.

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Volvió su rostro hacia mí. Su voz aparecía impregnada de emoción,
aunque hablaba manteniendo un tono bajo.

—¿A casa? ¿Qué casa? Comparto una habitación diminuta con mis dos
nietos. Duermo en un rincón rodeado por una cortina de bambú en el
que sólo cabe la cama. Eso es todo. Cuando mis hijos están en casa, yo
acudo aquí en busca de un poco de paz y sosiego. ¿Por qué tenéis que
arrebatarme eso?

Sus palabras me llenaron de vergüenza y desconcierto. Era la primera


vez que escuchaba una crónica de primera mano de tan miserables
condiciones de vida. Dando media vuelta, me alejé.

Aquella casa de té, como todas las de Sichuan, permaneció cerrada


durante quince años: hasta 1981, cuando las reformas decretadas por
Deng Xiaoping permitieron su reapertura. En 1985 volví allí con un
amigo inglés. Nos sentamos bajo el árbol y una vieja camarera acudió a
llenar nuestras tazas con su tetera desde medio metro de distancia. A
nuestro alrededor, la gente jugaba al ajedrez. Fue uno de los momentos
más felices de aquel viaje de regreso.

Cuando Lin Biao hizo su llamamiento a la destrucción de todo aquello


que representara la cultura antigua, algunos de los alumnos de mi
escuela comenzaron a romper cuanto encontraban. Dado que había sido
fundada más de dos mil años atrás, la escuela contaba con gran
cantidad de antigüedades y constituía un lugar idóneo para entrar en
acción. La verja de acceso tenía un viejo tejadillo acanalado y rematado
por tejas, todas las cuales resultaron destrozadas. Lo mismo le sucedió
al amplio tejado azulado del enorme templo que había sido utilizado
como sala de ping-pong. Los dos gigantescos incensarios de bronce que
adornaban la entrada del templo fueron derribados, y algunos
muchachos decidieron orinar en su interior. En el jardín posterior,
varios alumnos equipados con grandes martillos y barras de hierro
recorrieron los puentes de arenisca despedazando con aire
despreocupado las estatuillas que los adornaban. En un extremo del
campo de deportes se alzaban una pareja de placas de arenisca roja de
seis metros de altura. Sobre ellas aparecían grabadas con exquisita
caligrafía algunas líneas acerca de Confucio.

Tras atar una gruesa soga a su alrededor, dos grupos de alumnos


comenzaron a tirar de ellas. Tardaron dos días en lograr su propósito,
pues los cimientos eran bastante profundos. Tuvieron que recurrir a
algunos obreros no pertenecientes a la escuela para que cavaran en
torno a las placas. Cuando por fin ambos monumentos se derrumbaron
entre vítores, desplazaron con su caída gran parte del terreno que se
extendía tras ellos.

Todas las cosas que amaba estaban desapareciendo. Lo que más me


entristeció fue el saqueo de la biblioteca: el tejado, construido con tejas
doradas; las ventanas delicadamente esculpidas; las sillas pintadas de
azul… Las estanterías fueron puestas boca abajo y algunos alumnos se

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dedicaron a hacer pedazos los libros por puro placer. Más tarde,
pegaron sobre los restos de puertas y ventanas blancas tiras de papel en
forma de X y escribieron sobre ellas un mensaje con caracteres negros
por el que se anunciaba que el edificio había sido sellado.

Los libros constituían uno de los principales objetivos de destrucción de


Mao. Dado que ninguno había sido escrito durante los últimos meses (y,
por ello, ninguno citaba a Mao en cada página), algunos de los guardias
rojos declararon que eran todos «semillas ponzoñosas». Con la
excepción de los clásicos marxistas y de las obras de Stalin, Mao y el
fallecido Lu Xun, de cuyo nombre se servía la señora Mao para sus
venganzas personales, ardían libros en toda China. El país perdió la
mayor parte de su patrimonio escrito. Asimismo, muchos de los que
lograron sobrevivir fueron más tarde a parar a las estufas de la gente
como combustible.

En mi escuela, sin embargo, no se encendieron hogueras. El jefe de los


guardias rojos del colegio había sido en su día muy buen estudiante. Se
trataba de un muchacho de diecisiete años de aspecto algo afeminado, y
había sido nombrado jefe de los guardias rojos debido no tanto a su
propia ambición como a que su padre era jefe del Partido para la
provincia. Si bien no podía evitar los actos generales de vandalismo, sí
logró salvar los libros de la quema.

Al igual que todo el mundo, yo debía unirme a aquellas acciones


revolucionarias. Sin embargo, tanto yo como la mayoría de los alumnos
pudimos evitarlas debido a que no se trataba de una destrucción
organizada, y nadie podía asegurarse de que todos participáramos en
ellas. No me resultaba difícil ver que había numerosos alumnos que
detestaban lo que estaba sucediendo, pero nadie hizo nada por
detenerlo. Era posible que, al igual que yo, muchos chicos y chicas
estuvieran diciéndose a sí mismos que constituía un error lamentar la
destrucción y que era preciso reformarse. Inconscientemente, sin
embargo, todos sabíamos que habríamos sido acallados de inmediato a
la primera objeción.

Para entonces, las «asambleas de denuncia» se habían convertido en


uno de los rasgos fundamentales de la Revolución Cultural. En ellas
solían participar multitudes histéricas, y rara vez transcurrían sin
episodios de brutalidad física. La Universidad de Pekín había sido la
primera en ponerlas en práctica bajo la supervisión personal de Mao.
Durante la primera asamblea de denuncia, celebrada el 18 de junio, más
de sesenta profesores y jefes de departamento —entre ellos el rector—
fueron golpeados, pateados y forzados a permanecer de rodillas durante
horas. Les cubrieron las cabezas con gorros de castigo adornados con
consignas humillantes, vertieron tinta sobre sus rostros para
ennegrecerlos con el color del diablo y colgaron consignas por todo su
cuerpo. A continuación, dos estudiantes asieron los brazos de cada
víctima y los retorcieron por detrás a la vez que empujaban hacia arriba
como si quisieran dislocárselos. A aquella postura se denominó «el

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reactor», y no tardó en convertirse en una de las actividades típicas de
las asambleas de denuncia en todo el país.

En cierta ocasión, los guardias rojos de mi curso me convocaron para


asistir a una de aquellas asambleas. A pesar del calor que reinaba
aquella tarde de verano, me sentí helada al ver a unos diez o doce
profesores encaramados sobre la plataforma del campo de deportes con
las cabezas inclinadas y los brazos retorcidos en la posición del
«reactor». A continuación, a algunos les fueron propinadas unas
cuantas patadas detrás de las rodillas y a continuación se les obligó a
postrarse de hinojos, mientras que otros —entre ellos mi profesor de
lengua inglesa, un anciano dotado de los delicados modales del
caballero clásico— fueron obligados a permanecer de pie sobre unos
cuantos bancos estrechos y alargados. Mi profesor tenía dificultades
para conservar el equilibrio. Al fin, cayó y se hizo un corte en la frente
con el afilado borde de uno de los bancos. Un guardia rojo qué había
junto a él se inclinó instintivamente con los brazos extendidos en gesto
de ayuda pero, enderezándose de inmediato, adoptó una postura
exageradamente autoritaria, apretó los puños y chilló: «¡Sube de nuevo
al banco!». No quería parecer blando ante sus compañeros frente a un
«enemigo de clase». La sangre siguió manando por la frente del
profesor hasta coagularse sobre la mejilla.

Al igual que el resto de los profesores, había sido acusado de los


crímenes más descabellados, pero el motivo real de que se encontraran
allí estribaba en que eran todos licenciados —y, por tanto, los mejores—
o acaso que algunos de los alumnos les guardaban rencor por algo.

Durante los años que siguieron aprendí que los alumnos de mi escuela
habían mostrado un comportamiento relativamente suave debido a que
pertenecían a la institución más prestigiosa de su género y, en
consecuencia, solían ser buenos estudiantes y poseían inclinaciones
académicas. En las escuelas que albergaban a otros muchachos más
brutales, algunos profesores habían sido apaleados hasta morir. Yo sólo
fui testigo de un apaleamiento en mi escuela. Mi profesora de filosofía
se había mostrado ligeramente despreciativa con aquellos alumnos que
peores resultados habían obtenido, y algunos de los que más la odiaban
habían comenzado a acusarla de ser una decadente. Las pruebas —que
reflejaban fielmente el extremo conservadurismo de la Revolución
Cultural— consistían en que había conocido a su esposo en un autobús.
Habían empezado a charlar y habían terminado por enamorarse. Que el
amor pudiera surgir de un encuentro casual se consideraba un signo de
inmoralidad. Los muchachos la arrastraron a uno de los despachos y
tomaron con ella medidas revolucionarias, eufemismo que servía para
propinarle una paliza a alguien. Antes de empezar, requirieron
específicamente mi presencia y me obligaron a ser testigo de ello. «¡Ya
veremos qué pensará cuando vea que su alumna favorita está
presente!», dijeron.

Me consideraban su alumna preferida debido a que con frecuencia


había alabado mi trabajo. Sin embargo, también me dijeron que debía

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quedarme a verlo por haberme mostrado hasta entonces demasiado
blanda: necesitaba una lección revolucionaria.

Cuando comenzaron a golpearla me escurrí hasta la última fila del


corro de alumnos que abarrotaban el pequeño despacho. Un par de
compañeros me hostigaron para que avanzara hasta el centro y
participara en el castigo, pero no les hice caso. En el centro, mi
profesora estaba siendo acribillada a patadas, y rodaba dolorida de un
lado a otro con el pelo enmarañado. En respuesta a sus gritos
suplicándoles que se detuvieran, los jóvenes que la atacaban
respondieron con voz fría: «¡Ahora suplicas! ¿Acaso no eras tú mucho
más cruel? ¡Suplica como es debido!». Continuaron golpeándola y la
ordenaron que se arrodillara en kowtow frente a ellos e implorara:
«¡Oh, amos míos, perdonadme la vida!». Obligar a alguien a realizar el
kowtow y pedir clemencia constituía una forma extrema de humillación.
La profesora se incorporó y permaneció sentada mirando al frente con
expresión neutra. A través de sus cabellos desordenados, mis ojos se
cruzaron con los suyos. Vi en ellos una mezcla de dolor, desesperación y
abandono. Luchaba por tomar aliento, y su rostro tenía un color
ceniciento. Me escabullí de la habitación. Varios alumnos me siguieron.
Podía oír a gente entonando consignas a nuestras espaldas, pero sus
voces mostraban un tono dudoso e incierto. Muchos de ellos debían de
sentirse asustados. Me alejé rápidamente, notando cómo mi corazón
latía a toda velocidad. Temía que me dieran alcance y me golpearan
también a mí. Pero nadie me siguió, ni fui posteriormente condenada
por ello.

A pesar de mi evidente falta de entusiasmo, no llegué a tener problemas


durante aquella época. Aparte del hecho de que los guardias rojos
estaban mal organizados, se daba la circunstancia de que según la
teoría de la descendencia yo era roja desde mi nacimiento debido a la
categoría de alto funcionario de mi padre. Todos me mostraban su
desaprobación, pero en lugar de tomar medidas drásticas se limitaron a
criticarme.

Por aquel entonces, los guardias rojos dividían a los alumnos en tres
categorías: rojos, negros y grises. Los rojos procedían de familias de
obreros, campesinos, funcionarios de la revolución y mártires
revolucionarios. Los negros eran aquellos cuyos padres integraban las
clasificaciones de terratenientes, campesinos acaudalados,
contrarrevolucionarios, elementos nocivos y derechistas. Los grises
procedían de familias ambiguas tales como dependientes de comercio y
empleados administrativos. Teniendo en cuenta la meticulosidad del
enrolamiento, todos los alumnos de mi curso debían haber sido rojos,
pero la presión de la Revolución Cultural hacía necesario descubrir
entre ellos a algunos villanos. Como resultado, más de una docena de
ellos se vieron acusados de ser grises o negros.

Había en mi curso una muchacha llamada Ai-ling. Éramos viejas


amigas, y yo había visitado con frecuencia su casa y conocía bien a su
familia. Su abuelo había sido un importante economista, y su familia

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había disfrutado con los comunistas de una vida de privilegios. Poseían
una casa grande, elegante y lujosa rodeada por un jardín exquisito; en
suma, una vivienda mucho mejor que el apartamento de mi familia. A mí
me atraía especialmente su colección de antigüedades; especialmente
las tabaqueras que el abuelo de Ai-ling había traído de Inglaterra,
adonde había acudido durante los años veinte para estudiar en Oxford.

Súbitamente, Ai-ling se convirtió en negra. Llegó a mis oídos que


algunos alumnos de su curso habían asaltado su casa, destrozado todas
las antigüedades —entre ellas las tabaqueras— y azotado a sus padres y
a su abuelo con sus cinturones de hebilla. Cuando la vi al día siguiente,
llevaba una bufanda arrollada a la cabeza. Sus compañeros de clase le
habían hecho un corte de pelo yin y yang, por lo que se había visto
obligada a afeitarse la cabeza por completo. Sollozamos juntas, y yo me
sentí completamente fuera de lugar porque no lograba encontrar
palabras con las que consolarla.

Posteriormente, los guardias rojos organizaron una asamblea en mi


propio curso en la que todos tendríamos que detallar los antecedentes
de nuestras familias para que pudiera clasificársenos. Cuando llegó mi
turno, anuncié con enorme alivio «funcionario de la Revolución». Tres o
cuatro alumnos dijeron «personal de oficinas». En la jerga utilizada
entonces, ello era bien distinto a funcionario, ya que estos últimos
ocupaban posiciones más elevadas. La división no estaba demasiado
clara, pues no existía una definición precisa del significado de «posición
elevada». Sin embargo, era preciso emplear aquellas vagas
denominaciones para rellenar numerosos formularios, todos los cuales
contaban con una casilla en la que había que indicar los antecedentes
familiares. Los alumnos cuyos padres fueran personal de oficinas fueron
calificados de grises junto con una muchacha cuyo padre tenía el
empleo de ayudante en un comercio. Los guardias rojos anunciaron que
todos ellos deberían ser mantenidos bajo vigilancia, que habrían de
barrer las instalaciones y terrenos de la escuela y limpiar los retretes,
que estarían obligados a saludar en todo momento y que soportarían
todas aquellas amonestaciones que pudieran recibir de cualquier
guardia rojo que optara por dirigirles la palabra. Igualmente, tendrían
que presentar diariamente un informe acerca de sus pensamientos y su
conducta.

Todos ellos adoptaron de inmediato una actitud humilde y encogida.


Todo el vigor y entusiasmo que habían mostrado hasta entonces
desaparecieron. Una de las muchachas inclinó la cabeza y las lágrimas
corrieron por sus mejillas. Ambas habíamos sido buenas amigas.
Concluida la asamblea, me acerqué a ella para reconfortarla, pero
cuando alzó la mirada pude ver en sus ojos una expresión de
resentimiento, casi de odio. Me alejé sin pronunciar palabra y me puse a
vagar apáticamente por las instalaciones. Estábamos a finales de
agosto. Los arbustos de jazmín despedían una rica fragancia, pero
resultaba extraño poder distinguir aroma alguno.

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Avanzado ya el ocaso, emprendía el regreso a mi dormitorio cuando
distinguí algo que descendía rápidamente frente a una de las ventanas
del segundo piso de un bloque de aulas situado a unos cuarenta metros
de distancia y pude oír un golpe sordo procedente de la parte baja del
edificio. El difuso ramaje de los naranjos me impedía ver lo que había
ocurrido, pero advertí que la gente había echado a correr hacia el punto
del que había emanado el sonido. Entre sus exclamaciones confusas y
reprimidas, pude distinguir una frase: «¡Alguien se ha arrojado por la
ventana!».

Instintivamente, alcé las manos para taparme los ojos y eché a correr
hacia mi cuarto. Me sentía terriblemente asustada. Mi mente continuaba
fija en la figura rota y desdibujada que había visto caer por el aire.
Apresuradamente, cerré las ventanas, pero no pude evitar que el ruido
de la gente que comentaba nerviosamente lo ocurrido se filtrara a
través del cristal.

Una muchacha de diecisiete años había intentado suicidarse. Antes de la


Revolución Cultural había sido una de las líderes de la Liga de
Juventudes Comunistas, considerada por todos un modelo en el estudio
de las obras del presidente Mao y de las enseñanzas de Lei Feng. Había
realizado numerosas buenas obras, tales como lavar la ropa de sus
camaradas y limpiar sus retretes, y había pronunciado frecuentes
conferencias a los alumnos acerca de la lealtad que procuraba aplicar a
la doctrina de Mao. A menudo se la veía paseando y conversando
animadamente con algún compañero, su rostro iluminado por una
expresión de intensidad y concentración profundas, ocupada en sus
obligaciones «directas» con todos aquellos que deseaban unirse a la
Liga de las Juventudes. Ahora, sin embargo, se había visto súbitamente
clasificada como negra, ya que su padre pertenecía al personal de
oficinas. De hecho, trabajaba para el Gobierno municipal y era miembro
del Partido, pero algunos de los compañeros de clase de la muchacha no
sólo pertenecían a familias de categoría más elevada sino que la
consideraban una pesada, por lo que habían decidido clasificarla de
aquel modo. Durante los dos últimos días había sido puesta bajo
vigilancia en compañía de otros negros y grises y obligada a limpiar de
hierbajos el campo de deportes. Para humillarla, sus compañeros
habían afeitado sus hermosos cabellos negros, obligándola a lucir una
calva grotesca. Aquella misma tarde, los rojos de su curso habían
obsequiado con un sermón insultante a ella y a otras víctimas. Ella
había respondido que era más leal al presidente Mao que ellos mismos,
pero los rojos la habían abofeteado y le habían prohibido que hablara
de lealtad alguna hacia Mao dado que no era sino una enemiga de clase.
Al escuchar aquello, había corrido hacia la ventana y había saltado.

Aturdidos y atemorizados, los guardias rojos se apresuraron a


trasladarla al hospital. No murió, pero quedó paralizada para toda su
vida. Muchos meses después, me crucé con ella por la calle: caminaba
inclinada sobre sus muletas y mostraba una expresión ausente.

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La noche de su intento de suicidio me resultó imposible conciliar el
sueño. Tan pronto como cerraba los ojos, sentía cernirse sobre mí una
figura nebulosa impregnada de sangre. Me sentía aterrorizada, y no
cesaba de temblar. Al día siguiente, solicité que se me diera de baja por
enfermedad, petición que me fue concedida. Mi hogar parecía constituir
la única vía de escape del horror de la escuela. Deseé desesperadamente
no tener que salir nunca más de casa.

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17. «¿Acaso quieres que nuestros hijos se conviertan en
“negros”?»

El dilema de mis padres (agosto-octubre de 1966)

Esta vez mi hogar no me sirvió de consuelo. Mis padres parecían


ausentes, y apenas repararon en mi presencia. Mi padre caminaba sin
cesar de un lado a otro del apartamento o bien se encerraba en su
estudio. Mi madre se dedicaba a arrojar un cesto de papeles arrugados
tras otro a la estufa de la cocina. También mi abuela parecía esperar la
llegada de un desastre inminente. Su mirada intensa y llena de ansiedad
permanecía fija en mis padres. Yo, atemorizada, me limitaba a
observarles sin atreverme a preguntar qué ocurría.

Mis padres no me dijeron nada acerca de una conversación que habían


mantenido pocas tardes atrás. Se habían sentado frente a una ventana
abierta junto a la cual un altavoz atado a una farola atronaba con
interminables citas de Mao, especialmente una de ellas referente al
carácter violento por definición de todas las revoluciones: al «salvaje
tumulto de una clase que derroca a otra». Las citas eran entonadas una
y otra vez con un tono chillón que a algunos inspiraba miedo y a otros
excitación. De vez en cuando se anunciaban nuevas victorias alcanzadas
por la Guardia Roja: había asaltado más y más casas de los «enemigos
de clase» y había «aplastado las cabezas de sus perros».

Mi padre, contemplando el resplandeciente ocaso, se había vuelto hacia


mi madre y había dicho lentamente: «No comprendo la Revolución
Cultural, pero estoy seguro de que se está produciendo una espantosa
equivocación. No hay principio marxista ni comunista que pueda
justificar esta revolución. La gente ha perdido sus derechos básicos y su
protección. Todo esto es incalificable. Yo, que soy comunista, tengo el
deber de impedir un desastre cada vez mayor. Debo escribir a los líderes
del Partido. Debo escribir al presidente Mao».

En China no existía prácticamente cauce alguno del que la gente


pudiera servirse para expresar una protesta o influir con su opinión en
la política. La única posibilidad consistía en apelar a los líderes
supremos. En aquel caso en particular, tan sólo Mao podía cambiar la
situación. Independientemente de lo que mi padre pensara o supusiera
acerca del papel de Mao, lo único que podía hacer era escribirle.

La experiencia decía a mi madre que protestar era sumamente


peligroso. Tanto aquellos que lo habían hecho como sus familias habían
sufrido severas represalias. Durante largo rato, guardó silencio
mientras contemplaba el cielo encendido y distante e intentaba
controlar la angustia, la ira y la frustración que sentía.

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—¿Por qué quieres ser como la polilla que se precipita al fuego? —
preguntó por fin.

Mi padre repuso:

—Éste no es un fuego ordinario. Se trata de la vida y la muerte de


mucha gente. Esta vez debo hacer algo.

Mi madre exclamó, exasperada:

—¡De acuerdo! No temes por ti mismo. No te preocupa tu mujer. Eso


puedo aceptarlo, pero ¿qué me dices de nuestros hijos? Sabes muy bien
lo que les ocurrirá si tú tienes problemas. ¿Acaso quieres que se
conviertan en «negros»?

Mi padre, hablando con tono reflexivo, como si intentara persuadirse a


sí mismo, dijo:

—Todo hombre ama a sus hijos. Sabes bien que antes de abalanzarse
sobre su presa, el tigre siempre vuelve la mirada atrás para asegurarse
de que sus crías están bien. Si una bestia devoradora de hombres tiene
esos sentimientos, imagínate cómo serán los de un ser humano. Pero un
comunista tiene que ser algo más que eso. Tiene que pensar en los
demás niños. ¿Qué pasa con los hijos de las víctimas?

Mi madre se puso en pie y se alejó. Era inútil. Cuando estuvo sola,


rompió a sollozar amargamente.

Mi padre comenzó a escribir su carta, rompiendo un borrador tras otro.


Siempre había sido un perfeccionista, y una carta al presidente Mao no
era cosa de broma. No sólo tenía que formular exactamente aquello que
quería decir sino que tenía que intentar minimizar sus posibles
consecuencias, especialmente las que pudiera sufrir su familia. En otras
palabras, sus críticas no debían aparecer como tales. No podía correr el
riesgo de ofender a Mao.

Mi padre había comenzado a pensar en su carta en el mes de junio.


Varios de sus amigos habían sucumbido ya a la caza de chivos
expiatorios, y él había pensado en defenderles, aunque sus planes
siempre se habían visto superados por los acontecimientos. Entre otras
cosas, habían surgido cada vez más señales que indicaban que él mismo
estaba a punto de convertirse en la próxima víctima. Un día, mi madre
había visto un enorme cartel callejero instalado en el centro de Chengdu
en el que se le atacaba por su nombre, calificándole de «oponente
número uno de la Revolución Cultural en Sichuan». Dicha afirmación se
basaba en dos acusaciones: el invierno anterior se había resistido a
imprimir el artículo que denunciaba las obras del Mandarín Ming y que
había constituido el llamamiento original de Mao a la Revolución
Cultural; además, había esbozado el «Documento de Abril», en el que se

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rechazaban las persecuciones y se intentaba limitar la Revolución
Cultural a un debate no político.

Cuando mi madre habló a mi padre del cartel, éste respondió


inmediatamente que aquello era obra de los líderes provinciales del
Partido. Las dos cosas de las que le acusaban tan sólo eran conocidas
para un pequeño círculo de las altas esferas. Estaba convencido de que
habían decidido que fuera él la próxima cabeza de turco, así como del
motivo. Los estudiantes de las universidades de Chengdu estaban
comenzando a dirigir su ofensiva hacia los líderes provinciales. La
Revolución Cultural proporcionaba más información a los universitarios
que a los alumnos de enseñanza media, y había revelado a los primeros
que el auténtico objetivo de Mao era la destrucción de los seguidores del
capitalismo, esto es, de los funcionarios comunistas. Por lo general, los
universitarios no eran hijos de altos funcionarios, ya que la mayoría de
éstos no se habían casado hasta después de la fundación de la República
Popular en 1949, y aún no tenían hijos en edad universitaria. Así, dado
que ello no se enfrentaba con sus intereses, los estudiantes se mostraron
encantados de trasladar sus ataques a los funcionarios.

Las autoridades de Sichuan se habían visto indignadas por la violencia


cometida por los jóvenes de enseñanza media, pero los estudiantes
universitarios les producían auténtico pánico. Comprendieron que
tenían que hallar un chivo expiatorio importante para aplacarles. Mi
padre era uno de los máximos funcionarios en el campo de la cultura, la
cual constituía uno de los principales objetivos de la Revolución
Cultural. Asimismo, tenía la reputación de ser un hombre fiel a sus
principios, por lo que decidieron que podían pasar sin él en un momento
en el que lo que se exigía era obediencia y unanimidad.

La difícil situación de mi padre no tardó en confirmarse. El 26 de agosto


se le pidió que asistiera a una asamblea para los estudiantes de la
Universidad de Sichuan, la más prestigiosa de la provincia. Éstos, tras
descargar sus ataques sobre el rector y los miembros más antiguos del
profesorado, habían decidido elevar el punto de mira hacia los
funcionarios provinciales del Partido. Teóricamente, el propósito de la
asamblea era que los líderes provinciales escucharan las quejas de los
estudiantes. El comisario Li tomó asiento en el escenario en compañía
de todo el círculo de funcionarios superiores del Partido. El enorme
auditorio, considerado el mayor de Chengdu, estaba abarrotado.

Los estudiantes habían acudido a la asamblea dispuestos a armar jaleo,


y la sala no tardó en ser escenario de un tumulto en el que los
estudiantes, gritando consignas y agitando banderas, saltaban al
escenario en un intento de hacerse con el micrófono. Aunque mi padre
no era el presidente de la mesa, se le dijo que se encargara de controlar
la situación. Mientras estaba ocupado enfrentándose a los estudiantes,
el resto de los funcionarios del Partido se marcharon.

Mi padre gritó: «¿Sois estudiantes inteligentes o matones? ¿Estáis


dispuestos a razonar?». En China, por lo general, los funcionarios solían

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mantener una actitud impasible acorde con su categoría, pero mi padre
había comenzado a vociferar como ellos. Desgraciadamente, su
naturalidad no logró impresionarles y hubo de partir entre un griterío
de consignas. Inmediatamente después, comenzaron a aparecer
enormes carteles callejeros en los que se le describía como el más
obstinado seguidor del capitalismo a la vez que como el intransigente
que se opone a la Revolución Cultural.

Aquella asamblea señaló un hito del que se sirvieron los guardias rojos
de la Universidad de Sichuan para bautizar su propio grupo con el
nombre de «26 de agosto». Dicha organización había de convertirse en
el núcleo de un bloque provincial integrado por millones de personas,
así como en la fuerza principal de la Revolución Cultural en Sichuan.

Después de aquella asamblea, las autoridades provinciales ordenaron a


mi padre que no abandonara nuestro apartamento bajo ninguna
circunstancia, añadiendo que era por su propia seguridad. Mi padre era
consciente de que primero le habían presentado deliberadamente como
objetivo de los estudiantes y ahora le confinaban a lo que era
prácticamente una situación de arresto domiciliario. Añadió su
inminente situación de víctima a la carta de Mao, y una noche, con
lágrimas en los ojos, pidió a mi madre que la llevara a Pekín ahora que
él había perdido su libertad.

Mi madre nunca había querido que escribiera la carta, pero entonces


cambió de opinión. Lo que inclinó la balanza fue el hecho de que mi
padre estaba siendo convertido en una víctima. Ello significaba que sus
hijos adquirirían la categoría de negros, y mi madre sabía muy bien lo
que eso significaba. Su única posibilidad, por remota que fuera, de
salvar a su esposo y a sus hijos consistía en viajar a Pekín y apelar a los
líderes supremos. Prometió llevar la carta.

El último día del mes de agosto, desperté de una siesta agitada por un
ruido procedente de las habitaciones de mis padres. De puntillas, me
acerqué a la puerta entreabierta de su despacho. Mi padre se
encontraba de pie en el centro de la habitación, rodeado por varias
personas a quienes reconocí como miembros de su departamento. En
lugar de sus habituales sonrisas aduladoras, mostraban todos una
expresión sombría. Mi padre decía:

—¿Querrían transmitir mi agradecimiento a las autoridades


provinciales? Aprecio sinceramente su interés, pero prefiero no
ocultarme. Un comunista no debe tener miedo de los estudiantes.

Hablaba con voz tranquila, pero se adivinaba en ella una sombra de


emoción que me asustó. A continuación oí a un hombre que, a juzgar
por su voz, debía de ser alguien importante, diciendo en tono
amenazador:

—Pero director Chang, sin duda el Partido sabe lo que hace. Los
estudiantes universitarios le están atacando, y pueden llegar a

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mostrarse violentos. El Partido piensa que debería estar sometido a
protección. Es su decisión. Como bien sabe usted, un comunista debe
obedecer las decisiones del Partido de un modo incondicional.

Tras un intervalo de silencio, mi padre dijo en voz baja:

—Obedezco la decisión del Partido. Iré con ustedes.

—Pero ¿adonde? —oí que preguntaba mi madre.

Y, a continuación, la voz impaciente de otro hombre:

—Las instrucciones del Partido son: no debe saberlo nadie.

Al salir de su despacho, mi padre me vio y me cogió de la mano.

—Tu padre se marcha por un tiempo —dijo—. Compórtate como una


buena chica con tu madre.

Mi madre y yo le acompañamos hasta la puerta lateral del complejo. A


ambos lados del largo sendero se alineaban los miembros de su
departamento. Mi corazón latía apresuradamente, y sentía las piernas
como si fueran de algodón. Mi padre se hallaba en un estado de gran
agitación. Su mano temblaba al asir la mía, y yo se la acaricié con la
otra.

Frente a la verja había un automóvil aparcado. Alguien mantenía la


portezuela abierta para que entrara. En el interior había dos hombres;
uno en el asiento delantero y otro en la parte trasera. Mi madre
mostraba las facciones tensas, pero conservaba la calma. Miró a mi
padre a los ojos y dijo: «No te preocupes. Lo haré». Sin abrazarnos a
ninguna de las dos, mi padre partió. Los chinos apenas dan muestras
físicas de afecto en público, ni siquiera en ocasiones extraordinarias.

Dado que todo había sido disfrazado como una medida de protección,
yo no me di cuenta entonces de que mi padre estaba siendo mantenido
bajo custodia. A mis catorce años, aún no había aprendido a descifrar la
hipocresía del estilo del régimen. Lo tortuoso del procedimiento
obedecía al hecho de que las autoridades aún no habían decidido qué
hacer con mi padre. Como en la mayoría de aquellos casos, la policía no
había desempeñado papel alguno. Las personas que habían acudido
para llevarse a mi padre eran miembros de su departamento dotados de
una autorización verbal del Comité Provincial del Partido.

Tan pronto como mi padre hubo partido, mi madre arrojó unas cuantas
prendas en una maleta y nos dijo que salía hacia Pekín. La carta de mi
padre aún conservaba su forma de borrador, con alteraciones y partes
garabateadas. Tan pronto como había visto llegar al grupo de
colaboradores se la había entregado apresuradamente a mi madre.

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Mi abuela estrechó entre sus brazos a mi hermano Xiao-fang, de cuatro
años de edad, y se echó a llorar. Yo dije que quería acompañar a mi
madre a la estación. No había tiempo para esperar un taxi, por lo que
saltamos al interior de un triciclo-taxi.

Me sentía confundida y atemorizada. Mi madre no me explicó lo que


sucedía. Mostraba un aspecto tenso y preocupado, y parecía abstraída
en sus pensamientos. Cuando le pregunté qué pasaba, repuso
brevemente que ya lo sabría a su debido tiempo, y yo no insistí. Presumí
que debía de juzgar el tema demasiado complicado para explicármelo, y
ya estaba acostumbrada a que me dijeran que era demasiado joven para
saber ciertas cosas. Asimismo, parecía demasiado ocupada estudiando
la situación y planeando sus próximos pasos, y no deseaba distraerla.
Lo que entonces ignoraba es que ella misma estaba librando su propia
batalla por comprender aquella confusa situación.

Ambas permanecimos en silencio durante el trayecto. Mi madre


mantenía asida mi mano con la suya, sin dejar de mirar por encima del
hombro: sabía que las autoridades no querrían que viajara a Pekín, y si
me había dejado ir con ella era para que fuera testigo de cualquier cosa
que pudiera ocurrir. Al llegar a la estación, adquirió un «asiento duro»
para el siguiente tren con destino a Pekín. No salía hasta el amanecer,
por lo que ambas nos instalamos en la sala de espera, una especie de
cobertizo sin paredes.

Me acurruqué contra ella, dispuesta a soportar las largas horas de


espera que nos aguardaban. En silencio, contemplamos cómo descendía
la oscuridad sobre la plaza de cemento que se extendía frente a la
estación. Las bombillas de las escasas farolas de madera arrojaban una
luz pálida y mortecina que se reflejaba en los charcos formados por la
fuerte tormenta que se había abatido sobre la ciudad aquella mañana.
Sentía frío, abrigada como estaba tan sólo por mi blusa de verano. Mi
madre me arropó con su gabardina. Al caer la noche, me dijo que me
durmiera, y yo, exhausta, me amodorré con la cabeza en su regazo.

Me despertó un movimiento de sus rodillas. Alzando la cabeza, vi frente


a nosotras a dos personas cubiertas por impermeables con capucha.
Discutían en voz baja acerca de algo. Aún medio atontada, me resultaba
imposible entender de qué hablaban. Ni siquiera habría sabido
determinar si se trataba de hombres o de mujeres. Oí vagamente que mi
madre decía con voz tranquila y contenida: «Gritaré hasta que vengan
los guardias rojos». Las grisáceas siluetas envueltas por los
impermeables guardaron silencio. A continuación, susurraron algo entre
sí y se alejaron. Resultaba evidente que no querían llamar la atención.

Al amanecer, mi madre subió al tren de Pekín.

Años después, me dijo que aquellas dos personas eran mujeres que ella
conocía, ambas jóvenes funcionarías del departamento de mi madre. Le
habían dicho que las autoridades habían considerado su marcha a Pekín
un acto anti-Partido. Ella había invocado los estatutos del Partido, en los

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que se especificaba que cualquier miembro del mismo tenía derecho a
apelar a sus líderes. Cuando las emisarias le dijeron que había un
automóvil con hombres dispuestos a retenerla por la fuerza, mi madre
repuso que si lo hacían gritaría pidiendo ayuda a los guardias rojos
estacionados en torno a la estación y les diría que estaban intentando
impedirle trasladarse a Pekín para ver al presidente Mao. Le pregunté
cómo podía estar tan segura de que los guardias rojos tomarían partido
por ella y no por sus perseguidores.

—¿Y si te hubieran denunciado a la Guardia Roja como una enemiga de


clase que intentaba huir?

Mi madre sonrió y dijo:

—Pensé que no querrían correr el riesgo. Decidí jugarme el todo por el


todo. No tenía alternativa.

Al llegar a Pekín, mi madre llevó la carta de mi padre a una «oficina de


quejas». A lo largo de la historia, los gobernantes chinos nunca habían
permitido el establecimiento de un sistema legal, pero habían dispuesto
oficinas en las que las personas corrientes pudieran presentar quejas
contra sus jefes. Durante la Revolución Cultural, cuando pareció que
éstos comenzaban a perder su poder, Pekín se inundó de numerosas
personas que, habiéndose visto perseguidas anteriormente por ellos,
intentaban plantear sus casos. Sin embargo, la Autoridad de la
Revolución Cultural se había apresurado a dejar bien claro que los
«enemigos de clase» no podrían presentar quejas ni siquiera contra los
seguidores del capitalismo. Si intentaban hacerlo, serían doblemente
castigados.

Las oficinas de quejas apenas recibieron casos procedentes de altos


funcionarios como mi padre, por lo que mi madre obtuvo una atención
especial. Asimismo, era una de las pocas esposas de víctimas que habían
mostrado el valor de acudir a apelar a Pekín, ya que en aquellos casos
solían verse presionadas para trazar una línea de separación entre ellas
y los acusados en lugar de buscar nuevos problemas defendiéndoles. Mi
madre fue recibida casi inmediatamente por el viceprimer ministro Tao
Zhu, jefe del Departamento Central de Asuntos Públicos a la vez que uno
de los líderes de la Revolución Cultural en aquel momento. Mi madre le
entregó la carta de mi padre y le suplicó que ordenara a las autoridades
de Sichuan que le pusieran en libertad.

Un par de semanas más tarde, Tao Zhu la recibió de nuevo. Le entregó


una carta en la que se decía que mi padre había actuado de un modo
perfectamente constitucional y de acuerdo con los procedimientos de las
autoridades del Partido en Sichuan, por lo que debería ser puesto en
libertad inmediatamente. Tao no había investigado el caso. Había
aceptado la palabra de mi madre debido a que lo ocurrido con mi padre
se había convertido en un caso frecuente: China se hallaba plagada de
funcionarios del Partido que, acosados por el pánico, se dedicaban a
escoger chivos expiatorios para salvar sus propios pellejos. Tao,

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sabiendo que los cauces habituales del Partido se encontraban sumidos
en un completo desorden, prefirió entregarle la carta personalmente en
lugar de servirse de ellos.

Tao Zhu le aseguró su comprensión y se mostró de acuerdo con el resto


de las inquietudes que reflejaba la carta de mi padre: la epidemia de
designación de chivos expiatorios y la generalización de actos de
violencia fortuitos. Mi madre advirtió en él el deseo de controlar la
situación. Poco después —y precisamente de resultas de aquello— él
mismo se vio condenado como «el tercero de los mayores seguidores del
capitalismo» después de Liu Shaoqi y Deng Xiaoping.

Por el momento, mi madre copió a mano la carta de Tao Zhu, envió la


copia a mi abuela y le pidió que se la mostrara a los miembros del
departamento de mi padre y que les dijera que no regresaría hasta que
no le pusieran en libertad. Temía que si regresaba a Sichuan las
autoridades la detuvieran, le arrebataran la carta y mantuvieran a mi
padre bajo custodia. Decidió que, en conjunto, la mejor opción que tenía
era quedarse en Pekín, desde donde podía seguir ejerciendo presión.

Mi abuela entregó la copia manuscrita que mi madre había realizado de


la carta de Tao Zhu, pero las autoridades provinciales afirmaron que se
había tratado todo de un malentendido y que su propósito era,
sencillamente, proteger a mi padre. Insistieron en que mi madre debía
regresar y poner fin a sus gestiones individualistas.

A nuestro apartamento acudieron en numerosas ocasiones funcionarios


que intentaron persuadir a mi abuela para trasladarse a Pekín y traer a
mi madre de regreso. Uno de ellos le dijo: «En realidad, se lo decimos en
interés de su hija. ¿Por qué empeñarse en seguir malinterpretando al
Partido? El Partido se ha limitado a intentar proteger a su yerno. Su hija
no quiso escuchar sus consejos y marchó a Pekín. Me preocupa que sea
considerada como antipartidista si no regresa, y ya sabe usted lo grave
que eso sería. Dado que es usted su madre, debe hacer lo mejor para
ella. El Partido ha prometido que será perdonada si vuelve y realiza una
autocrítica».

Ante la posibilidad de que su hija pudiera tener problemas, mi abuela


estuvo a punto de derrumbarse. Tras varias sesiones como aquélla,
comenzó a vacilar. Por fin, un día se decidió: se le dijo que mi padre
había sufrido una crisis nerviosa y que no le trasladarían al hospital
hasta la vuelta de mi madre.

El Partido le entregó dos billetes, uno para ella y otro para Xiao-fang, y
ambos partieron en tren hacia Pekín, situado a treinta y seis horas de
trayecto. Tan pronto como mi madre se enteró de las noticias envió un
telegrama al departamento de mi padre anunciando su regreso y
comenzó a disponer lo necesario para su vuelta, que se produjo en
compañía de la abuela y de Xiao-fang en la segunda semana de octubre.

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Durante su ausencia, yo había permanecido en casa durante todo el mes
de septiembre para hacer compañía a mi abuela. No me resultaba difícil
advertir que se hallaba consumida por la preocupación, pero ignoraba
qué podía estar ocurriendo. ¿Dónde estaba mi padre? ¿Estaba detenido
o se encontraba bajo protección? ¿Tenía problemas mi familia o no? No
sabía nada… nadie decía nada.

Aquellos días pude permanecer en casa gracias a que los guardias rojos
no ejercían un control tan férreo como el Partido. Además, contaba con
una especie de padrino en la persona de Geng, mi timorato jefe de
quince años, quien aún no había tomado medida alguna para hacerme
regresar a la escuela. A finales de septiembre, sin embargo, me
telefoneó para advertirme de que debía acudir antes del 1 de octubre —
día de la Fiesta Nacional— o nunca podría ingresar en la Guardia Roja.

Nadie me forzaba a ingresar en la Guardia Roja. Era yo quien deseaba


hacerlo. A pesar de todo cuanto ocurría a mi alrededor, mi aversión y mi
miedo no se hallaban centrados en un objeto claro, y nunca se me
ocurrió poner en tela de juicio a la Revolución Cultural o a la Guardia
Roja de un modo explícito. Ambas eran creación de Mao, y Mao se
hallaba fuera de toda duda.

Al igual que muchos chinos, me hallaba entonces imposibilitada para


desarrollar un pensamiento racional. Nos sentíamos todos tan
acobardados y confundidos por el miedo y el adoctrinamiento que nos
hubiera resultado inconcebible apartarnos del camino señalado por
Mao. Además, estábamos tan abrumados por las falacias de la retórica,
la desinformación y la hipocresía que resultaba prácticamente imposible
vislumbrar la realidad de la situación y llegar a un juicio sensato.

Ya de regreso en la escuela, supe que varios rojos habían presentado


numerosas quejas exigiendo saber por qué no se les admitía en la
Guardia Roja. A ello se debía que fuera tan importante estar allí el día
de la Fiesta Nacional, pues iba a tener lugar un alistamiento
generalizado del resto de los rojos. Así pues, me convertí en Guardia
Roja precisamente en el momento en el que la Revolución Cultural
acababa de abatir una catástrofe sobre mi familia.

Estaba encantada con mi brazalete rojo de caracteres dorados. Por


entonces se había puesto de moda entre los guardias rojos lucir viejos
uniformes del Ejército con cinturones de cuero similares al que había
solido vestir Mao al comienzo de la Revolución Cultural. Yo estaba
ansiosa por seguir aquella moda, por lo que nada más alistarme corrí a
casa, y del fondo de un viejo baúl extraje una chaqueta Lenin de color
gris pálido que había formado parte del uniforme de mi madre a
comienzos de los cincuenta. Me venía un poco grande, por lo que le pedí
a mi abuela que la estrechara. Con un cinturón de cuero de los
pantalones de mi padre completé mi uniforme. Al salir a la calle, sin
embargo, me sentí incómoda. Encontraba mi imagen demasiado
agresiva, pero a pesar de todo conservé el atuendo.

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Poco después, mi abuela se marchó a Pekín. Yo acababa de ingresar en
la Guardia Roja, por lo que tenía que permanecer en la escuela, lugar en
el que me sentía constantemente atemorizada y sobresaltada debido a lo
ocurrido en mi casa. Cuando veía a los negros y a los grises forzados a
limpiar los retretes y a mantener la cabeza inclinada, me inundaba una
sensación de pavor, como si yo fuera una de ellos. Cuando los guardias
rojos salían por las noches para llevar a cabo asaltos domiciliarios
sentía fallarme las piernas como si me hubieran dicho que el objetivo
iba a ser mi propia casa. Cuando advertía que algún alumno susurraba
cerca de mí, mi corazón galopaba a un ritmo frenético: ¿estaría quizá
diciendo que me había convertido en una negra o que mi padre había
sido detenido?

No obstante, logré hallar un refugio: la oficina de recepción de los


guardias rojos.

La escuela recibía gran número de visitantes. Desde septiembre de


1966, los caminos se hallaban cada vez más frecuentados por jóvenes
que viajaban por todo el país. Para animarles a hacerlo y mantener con
ello la agitación, el Gobierno les proporcionaba transporte, comida y
alojamiento gratuitos.

La oficina de recepción se hallaba instalada en lo que en otro tiempo


había sido una sala de conferencias. A los errantes viajeros —quienes a
menudo carecían de destino definido— se les daba una taza de té y algo
de conversación. Si afirmaban estar realizando algún encargo
importante, la oficina les organizaba una cita con alguno de los líderes
de la Guardia Roja de la escuela. Había buscado trabajar en aquella
oficina debido a que sus miembros no tenían que participar en la
custodia de negros y grises ni en asaltos domiciliarios. Me gustaba
también por las cinco muchachas que trabajaban en ella. Entre nosotras
se creó una atmósfera cálida y apacible que lograba que me sintiera
tranquilizada tan pronto como me encontraba en su compañía.

A la oficina acudían numerosas personas, muchas de las cuales se


quedaban a charlar con nosotras. Frente a la puerta se formaba a
menudo una cola a la que la gente volvía a apuntarse una y otra vez.
Hoy, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que lo que en realidad
querían los jóvenes era un poco de compañía femenina. No estaban tan
abstraídos por la revolución como parecía. Recuerdo, no obstante,
haberme comportado siempre con seriedad. Nunca evité sus miradas ni
devolví sus guiños, y tomaba nota concienzudamente de todas las
bobadas que decían.

Una noche calurosa, dos mujeres de mediana edad y aspecto algo


grosero llegaron a la oficina de recepción, en la que reinaba la
algarabía de costumbre. Se presentaron como directora y directora
adjunta de un comité de residentes próximo a la escuela. Hablaban en
tono misterioso y solemne, como si estuvieran desarrollando una
importante misión. A mí siempre me había disgustado esa clase de
afectación, por lo que les volví la espalda. Sin embargo, no tardé en

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darme cuenta de que acababan de transmitir una información explosiva.
Los que las habían escuchado comenzaron a gritar: «¡Buscad un
camión! ¡Buscad un camión! ¡Acudamos todos!». Sin tiempo de darme
cuenta de lo que pasaba sentí que la multitud me arrastraba al exterior
de la sala y subimos a un camión. Dado que Mao había ordenado a los
obreros que apoyaran a la Guardia Roja, teníamos siempre camiones y
chóferes a nuestra disposición. En el camión me vi sentada en estrecha
proximidad con una de las mujeres, quien procedía de nuevo a relatar
su historia. Su mirada mostraba el ansia que sentía por congraciarse
con nosotros. Contó que una mujer de su vecindario era la esposa de un
oficial del Kuomintang que había huido a Taiwan, y que ella había
mantenido escondido en su apartamento un retrato de Chiang Kai-shek.

No me gustaba la mujer, especialmente por lo adulador de su sonrisa, y


sentía rencor hacia ella por haber sido la causa de que me viera
obligada a participar en mi primer asalto domiciliario. El camión no
tardó en detenerse frente aun estrecho callejón. Salimos todos y
seguimos a las mujeres a lo largo del sendero adoquinado. Reinaba una
oscuridad completa, y la única luz provenía de las rendijas abiertas
entre los tablones de madera que formaban las paredes de las casas. Yo
tropezaba y resbalaba, intentando quedarme retrasada. El apartamento
de la acusada constaba de dos habitaciones, y era tan pequeño que
resultaba imposible que entráramos todos. Me sentía inmensamente
aliviada por no haber tenido que entrar, pero al poco rato alguien gritó
que habían hecho sitio para que los que estábamos fuera pudiéramos
entrar y recibir una lección acerca de la lucha de clases.

Tan pronto como entré, estrujada por los que me rodeaban, mi nariz se
vio asaltada por un hedor a heces, orina y suciedad. La habitación había
sido puesta patas arriba. En ese momento vi a la mujer acusada.
Rondaría acaso la cuarentena, y permanecía arrodillada y a medio
vestir en el centro de la habitación, alumbrada tan sólo por una desnuda
bombilla de quince vatios. Entre las sombras que arrojaba, la figura que
yacía en el suelo mostraba un aspecto grotesco. Tenía el pelo
enmarañado y aparentemente sucio de sangre en algunas partes. Sus
ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas por la desesperación, y
chillaba: «¡Amos de la Guardia Roja! ¡No tengo ningún retrato de
Chiang Kai-shek! ¡Os juro que no!». Golpeaba su cabeza contra el suelo
con tal fuerza que se oían con claridad los sordos impactos y la sangre
manaba de su frente. Tenía la espalda cubierta de cortes y manchas de
sangre. Postrada como estaba en kowtow, cuando alzaba el trasero
podían distinguirse en él manchas oscuras y el aire se impregnaba de
olor a excrementos. Me sentía tan aterrorizada que desvié rápidamente
la mirada. Entonces vi a su atormentador, un muchacho de diecisiete
años llamado Chian que hasta entonces no me había disgustado.
Permanecía arrellanado en una silla con un cinturón de cuero en la
mano, y se dedicaba a juguetear con la hebilla de latón. «Di la verdad o
volveré a golpearte», decía con tono despreocupado.

El padre de Chian era oficial del Ejército en Tíbet. La mayoría de los


oficiales destinados en Tíbet dejaban a sus familias en Chengdu, la más

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cercana de las poblaciones chinas propiamente dichas (ya que el Tíbet
estaba considerado un territorio bárbaro e inhabitable). Hasta entonces
me había sentido bastante atraída por el aspecto lánguido de Chian,
pues parecía proporcionarle un aire de amabilidad. Intentando
controlar el temblor de mi voz, murmuré: «¿Acaso el presidente Mao no
nos ha enseñado a emplear el enfrentamiento de lucha verbal (wen-dou )
con preferencia al enfrentamiento violento (wu-dou )? ¿No deberíamos,
quizá…?».

Mi débil protesta se vio apoyada por varias voces. Chian, sin embargo,
nos dirigió una mirada de desprecio y dijo con gran énfasis: «Trazad
una línea de separación entre vosotros y los enemigos de clase. El
presidente Mao dice: “¡La clemencia con el enemigo equivale a la
crueldad con el pueblo! ¡Si os da miedo la sangre no seáis guardias
rojos!”». El fanatismo descomponía sus facciones en una horrible
mueca, y todos nos callamos. Aunque no cabía experimentar otra cosa
que repugnancia ante lo que estaba haciendo, resultaba imposible
discutir con él. Se nos había enseñado a mostrarnos implacables con los
enemigos de clase, y cualquiera que no lo hiciera se convertiría a su vez
en enemigo de clase. Di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia el
jardín trasero. Estaba lleno de guardias rojos armados de palas. Desde
el interior de la casa llegó de nuevo hasta mí el sonido de los azotes,
acompañado por unos alaridos que me pusieron los pelos de punta. Los
gritos debían de resultar igualmente insoportables para los otros, ya
que muchos de ellos dejaron de cavar y se enderezaron rápidamente:
«¡Aquí no hay nada! ¡Vámonos! ¡Vámonos!». Mientras atravesábamos la
habitación pude ver a Chian inclinado despreocupadamente sobre su
víctima. Al otro lado de la puerta esperaba la informadora de sonrisa
aduladora, cuyo rostro mostraba ahora una expresión temerosa y
acobardada. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero no emitió
palabra alguna. Al ver su rostro, comprendí que no había habido ningún
retrato de Chiang Kai-shek. Había denunciado a aquella pobre mujer
por un puro sentimiento de venganza. Los guardias rojos estaban siendo
utilizados para arreglar viejas cuentas. Llena de asco y de rabia, volví a
subir al camión.

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18. «Magníficas noticias más que colosales»

El peregrinaje a Pekín (octubre-diciembre de 1966)

A la mañana siguiente logré inventar una excusa para abandonar la


escuela y regresar a casa. El apartamento estaba vacío. Mi padre seguía
detenido. Mi madre, mi abuela y Xiao-fang estaban en Pekín. El resto de
mis hermanos, ya adolescentes, vivían por su cuenta.

Jin-ming había sentido rechazo hacia la Revolución Cultural desde el


principio. Estudiaba primer curso en la misma escuela en que yo estaba.
Quería ser científico, pero dicha profesión había sido denunciada como
burguesa por la Revolución Cultural. Él y otros muchachos de su curso
habían formado una pandilla antes de que ésta llegara. Les encantaban
las aventuras y el misterio, y se llamaban a sí mismos la Hermandad de
Hierro Forjado. Jin-ming era su hermano número uno. Era alto, y
destacaba brillantemente en sus estudios. Sirviéndose de sus
conocimientos de química, había realizado espectáculos semanales de
magia para sus compañeros de curso y se había ausentado
deliberadamente de aquellas clases que no le interesaban o cuyo
contenido ya había superado previamente. Asimismo, era justo y
generoso con el resto de los alumnos.

Cuando el 16 de agosto se fundó la organización de la Guardia Roja en


la escuela, la hermandad de Jin-ming se fusionó con ella. Se les
encomendó la labor de imprimir panfletos y distribuirlos por las calles.
Los folletos habían sido redactados por guardias rojos adolescentes de
mayor edad que ellos y mostraban títulos típicos tales como:
«Declaración de la Fundación de la Primera Brigada de la Primera
División del Ejército de la Guardia Roja de la Escuela Número Cuatro»
(todas las organizaciones de la Guardia Roja portaban nombres
rimbombantes), «Declaración Solemne» (un alumno anunciaba haberse
cambiado el nombre a «Huang el Guardia del Presidente Mao»);
«Magníficas Noticias más que Colosales» (un miembro de la Autoridad
de la Revolución Cultural acababa de dar audiencia a un grupo de
guardias rojos), y «Últimas y Más Supremas Instrucciones» (acababan
de filtrarse una o dos palabras de Mao).

Jin-ming no tardó en aburrirse de aquellas insensateces. Comenzó a


ausentarse de las misiones que se le encomendaban y se fijó en una
muchacha que era de su misma edad, trece años. Se le antojaba como la
mujer perfecta: hermosa, amable y algo altiva, con una pizca de timidez.
No se dirigió a ella, sino que se contentó con admirarla de lejos.

Un día, los alumnos de su curso recibieron la orden de llevar a cabo un


asalto domiciliario. Los guardias rojos de mayor edad dijeron algo
acerca de la existencia de intelectuales burgueses. Todos los miembros
de la familia fueron hechos prisioneros y agrupados en una de las

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habitaciones mientras los guardias rojos registraban el resto de la
vivienda. Jin-ming quedó encargado de vigilar a la familia. Para su gran
alegría, observó que la otra «carcelera» era la joven que le gustaba.

Había tres «prisioneros»: un hombre de mediana edad, su hijo y su


nuera. Resultaba evidente que el asalto no les había cogido por
sorpresa, y permanecían sentados con expresión resignada,
contemplando a Jin-ming con la mirada perdida en el vacío. Jin-ming se
sentía turbado por aquella mirada, y su desasosiego aumentaba por la
presencia de la muchacha, quien no hacía más que mirar de soslayo
hacia la puerta con aspecto aburrido. Al ver a varios jóvenes que
transportaban una enorme caja de madera llena de porcelana, murmuró
a Jin-ming que iba a echar un vistazo y abandonó la estancia.

Solo frente a sus prisioneros, Jin-ming notó que su incomodidad


aumentaba. La mujer se puso en pie y dijo que quería ir a la habitación
contigua para dar el pecho a su hijo. Jin-ming aceptó de buen grado. Tan
pronto como abandonó la estancia, entró apresuradamente la
muchacha objeto de su admiración. Con tono severo, le preguntó por
qué uno de los prisioneros había escapado a la custodia. Jin-ming
respondió que le había dado permiso, y ella le acusó a gritos de
mostrarse blando con los enemigos de clase. La joven llevaba un
cinturón de cuero que rodeaba lo que Jin-ming había admirado como su
cimbreante cintura. Quitándoselo, lo sostuvo apuntando a su nariz —un
gesto estudiado típico de los guardias rojos— mientras continuaba
gritándole. Jin-ming se quedó estupefacto. La muchacha estaba
irreconocible. De repente, no quedaba en ella ningún rastro de
amabilidad, timidez o encanto. Era la imagen histérica de la fealdad.
Con aquel episodio se extinguió el primer amor de Jin-ming.

Sin embargo, le devolvió los gritos. La muchacha abandonó la


habitación y regresó con el líder del grupo, un guardia rojo de mayor
edad.

Éste, alzando también el cinturón enrollado, comenzó a vociferar de tal


manera que algunas gotas de saliva alcanzaron a Jin-ming. Por fin, se
detuvo, pensando que no era correcto que lavaran sus trapos sucios
frente a los enemigos de clase. Ordenó a Jin-ming que regresara a la
escuela y aguardara su sentencia.

Aquella tarde, los guardias rojos del curso de Jin-ming celebraron una
asamblea sin su asistencia. Cuando sus compañeros regresaron al
dormitorio, advirtió que todos evitaban su mirada. Durante un par de
días, se comportaron de modo distante. Por fin, revelaron a Jin-ming que
habían sostenido una discusión con la militante, quien había denunciado
a Jin-ming de rendirse a los enemigos de clase y había insistido en que
fuera severamente castigado. La Hermandad de Hierro Forjado, sin
embargo, le había defendido. Algunos de sus miembros guardaban
rencor hacia la muchacha, quien anteriormente ya se había mostrado
terriblemente agresiva contra otros chicos y chicas.

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A pesar de todo, Jin-ming fue castigado: se le ordenó que arrancara
hierba en compañía de los negros y los grises. Las instrucciones de Mao
para exterminar la hierba había exigido una demanda constante de
brazos debido a la naturaleza obstinada de la misma. Ello
proporcionaba una forma de castigo para los recién creados enemigos
de clase.

Jin-ming tan sólo arrancó hierba durante unos pocos días. Los miembros
de su Hermandad de Hierro Forjado no soportaban verle sufrir. Sin
embargo, había sido ya clasificado como simpatizante de los enemigos
de clase y no volvió a requerírsele para que participara en ningún
asalto, cosa que le alegró profundamente. Al poco tiempo, partió con los
miembros de su hermandad en un viaje de turismo por toda China para
admirar sus ríos y sus montañas. No obstante, a diferencia de la
mayoría de los guardias rojos, Jin-ming nunca hizo el peregrinaje a
Pekín para ver a Mao. No regresó a casa hasta finales de 1966.

Mi hermana Xiao-hong, de quince años de edad, era uno de los


miembros fundadores de la Guardia Roja de su escuela. Sin embargo,
no era sino una más entre cientos, ya que ésta se hallaba repleta de
hijos de funcionarios, muchos de los cuales competían por mostrarse a
cual más activo. Mi hermana temía y odiaba a la vez aquella atmósfera
de militancia y violencia, hasta el punto de que no tardó en encontrarse
al borde de una crisis de nervios. A comienzos de septiembre vino a casa
para pedir ayuda a mis padres y se encontró con que no estaban: mi
padre seguía detenido y mi madre estaba en Pekín. La ansiedad de mi
abuela aumentó sus temores, por lo que regresó a la escuela. Se ofreció
como voluntaria para custodiar la biblioteca de la escuela, la cual había
sufrido los mismos asaltos y saqueos que la de la mía. Pasaba los días y
las noches leyendo, y procuraba devorar cuantos frutos prohibidos
encontraba. Aquello fue lo que mantuvo su equilibrio. A mediados de
septiembre, partió con sus amigas en un recorrido por todo el país y, al
igual que Jin-ming, no regresó hasta finales de año.

Mi hermano Xiao-hei tenía casi doce años, y pertenecía a la misma


escuela «clave» de primaria a la que había asistido yo. Cuando se formó
la Guardia Roja de las escuelas de enseñanza media, Xiao-hei y sus
amigos se mostraron entusiasmados por alistarse en la misma. Para
ellos, la Guardia Roja equivalía a poseer libertad para vivir fuera de
casa, quedarse levantados toda la noche y tener poder sobre los adultos.
Acudieron a mi escuela y suplicaron ser admitidos en la Guardia Roja.
Para librarse de ellos, un guardia rojo dijo distraídamente: «Si queréis,
podéis formar la Primera División Militar de la Unidad 4969». Así, Xiao-
hei se convirtió en jefe del Departamento de Propaganda de una tropa
de veinte chiquillos, entre los que se distribuyeron otros cargos tales
como los de «comandante», «jefe de estado mayor», etcétera. No había
cabos. Xiao-hei participó en dos ocasiones en el apaleamiento de
profesores. Una de las víctimas era un profesor de deportes que había
sido condenado por «mal elemento». Algunas de las muchachas de la
edad de Xiao-hei le habían acusado de tocarles los pechos y los muslos
durante las lecciones de gimnasia, lo que desencadenó su castigo por los

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chicos, por otra parte deseosos de impresionarlas. El otro fue el tutor de
ética. Dado que el castigo corporal estaba prohibido en las escuelas,
había optado siempre por quejarse a los padres de sus alumnos, quienes
posteriormente los habían pegado al llegar a casa.

Un día, los jóvenes salieron a realizar un asalto domiciliario. Se les


había ordenado acudir a una hacienda de la que se rumoreaba que
pertenecía a una familia antiguamente perteneciente al Kuomintang. No
sabían con exactitud qué se esperaba de ellos. Tenían la cabeza llena de
vagas nociones acerca de la posibilidad de encontrar algo así como un
diario en el que se afirmara cuánto detestaba la familia al Partido
Comunista y cuánto anhelaban sus miembros el regreso de Chiang Kai-
shek. La familia tenía cinco hijos, todos ellos corpulentos y de aspecto
duro. Alineándose frente a la puerta con los brazos en jarras, adoptaron
su expresión más intimidatoria y fijaron su mirada en los recién
llegados. Tan sólo uno de los chiquillos intentó tímidamente entrar en la
casa, ante lo cual uno de los hijos le asió por el cogote y lo echó al
exterior con una sola mano. Aquello puso fin a cualquier futura «acción
revolucionaria» por parte de la «división» de Xiao-hei.

Así, durante la segunda semana de octubre, con Xiao-hei viviendo en su


escuela y disfrutando de su libertad, Jin-ming y mi hermana de viaje y mi
madre y abuela en Pekín, estaba yo viviendo sola en casa cuando un día,
de improviso, apareció mi padre en el umbral.

Fue un regreso extraño e inquietante. Mi padre era otra persona. Se


mostraba abstraído y permanentemente sumido en sus pensamientos, y
no me dijo dónde había estado ni qué le había ocurrido. Numerosas
noches le oí pasear insomne arriba y abajo, sintiéndome demasiado
preocupada y atemorizada para dormir tampoco yo. Para mi inmenso
alivio, dos días más tarde regresó mi madre de Pekín en compañía de mi
abuela y de Xiao-fang.

Mi madre acudió inmediatamente al departamento de mi padre y


entregó la carta de Tao Zhu a un director adjunto. Al punto, mi padre
fue enviado a un sanatorio de recuperación, y mi madre fue autorizada
a acompañarle.

Fui a visitarles. Se trataba de un precioso lugar situado en el campo y


flanqueado en dos de sus costados por un hermoso riachuelo de aguas
verdes. Mi padre tenía una suite con salón en la que se veían varios
estantes vacíos, un dormitorio dotado de una amplia cama de
matrimonio y un cuarto de baño de relucientes baldosas blancas. Frente
a su balcón, varios olivos olorosos esparcían su aroma embriagador.
Cuando soplaba la brisa, sus diminutos capullos dorados flotaban
lentamente hasta posarse sobre el suelo desprovisto de hierba.

Tanto mi padre como mi madre parecían encontrarse a gusto. Mi madre


me dijo que iban todos los días a pescar al río. Considerando que se
hallaban a salvo, les dije que planeaba viajar a Pekín para ver al
presidente Mao. Al igual que casi todo el mundo, hacía tiempo que

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deseaba realizar aquel viaje, pero no había ido todavía porque sentía
que debía estar disponible para ayudar a mis padres.

Se animaba a todas las personas a que realizaran el peregrinaje a


Pekín, y para ello el Gobierno proporcionaba comida, alojamiento y
transporte gratuitos. Sin embargo, no estaba organizado. Partí de
Chengdu dos días después en compañía de las otras cinco muchachas de
la oficina de recepción. Mientras el tren avanzaba silbando en dirección
Norte, mis sentimientos eran una mezcla de excitación y de punzante
inquietud por mi padre. Por la ventanilla podíamos ver la llanura de
Chengdu, en la que aparecían algunos campos de arroz cultivados.
Varios cuadriláteros de tierra negra brillaban sobre un fondo dorado
formando un pintoresco conjunto de retazos. A pesar de las repetidas
instigaciones de la Autoridad de la Revolución Cultural, encabezadas
por la señora Mao, la campiña se había visto tan sólo parcialmente
afectada por la agitación política. El presidente Mao quería que la
población estuviera alimentada para que pudiera hacer la revolución,
por lo que no prestó a su esposa todo su apoyo. Tras la experiencia de la
hambruna sufrida pocos años atrás, los campesinos habían aprendido
que si intervenían en la Revolución Cultural y dejaban de producir
alimentos, ellos serían los primeros en morirse de hambre. Las cabañas
que salpicaban los verdes bosquecillos de bambú mostraban el aspecto
apacible e idílico de siempre. El viento ondulaba ligeramente el humo y
formaba una corona sobre las gráciles copas de los bambúes y las
chimeneas que éstos ocultaban. Hacía menos de cinco meses que había
comenzado la Revolución Cultural, pero mi mundo había cambiado ya
completamente. Mientras contemplaba la silenciosa belleza de la
llanura, me sentí invadida por una sensación de melancolía. Por fortuna,
no tenía que preocuparme de ser criticada por sentirme nostálgica, lo
cual se consideraba burgués, ya que ninguna de las otras muchachas
era de talante acusador. Con ellas, sentía que podía relajarme.

La próspera llanura de Chengdu no tardó en dar paso a una zona de


colinas bajas. En la distancia, relucían las nevadas montañas del oeste
de Sichuan. Pronto empezamos a entrar y salir de los túneles que
atraviesan los inmensos montes de Qin, la agreste cordillera que separa
a Sichuan del norte de China. Con el Tíbet al Oeste, las peligrosas
gargantas del Yangtzé al Este y sus vecinos meridionales considerados
tradicionalmente bárbaros, Sichuan había sido siempre una región
bastante aislada, y los sichuaneses eran conocidos por su carácter
independiente. A Mao le había preocupado su legendaria inclinación por
conservar cierto grado de independencia, por lo que siempre se había
asegurado de que la provincia se mantuviera bajo el firme control de
Pekín.

Después de los montes de Qin, el paisaje cambió espectacularmente. El


suave verdor dio paso a un terreno áspero y amarillento, y las cabañas
de paja de la llanura de Chengdu se vieron reemplazadas por hileras de
secas cuevas-choza construidas con barro. En cuevas como aquéllas
había pasado mi padre cinco años cuando era joven. Nos
encontrábamos a tan sólo ciento cincuenta kilómetros de Yan’an, ciudad

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en la que Mao había instalado su cuartel general después de la Larga
Marcha. Allí había sido donde mi padre alimentara sus sueños de
juventud, convirtiéndose en un devoto comunista. Al pensar en él, sentí
que se me humedecían los ojos.

Tardamos dos días y una noche en completar el viaje. Los revisores


venían a charlar con nosotras a menudo y nos hablaban de la envidia
que les producía saber que íbamos a ver pronto al presidente Mao.

En la estación de Pekín, vimos grandes carteles que nos daban la


bienvenida como «invitados del presidente Mao». Era poco después de
medianoche, y sin embargo la plaza que se abría frente a la estación
estaba iluminada como si fuera de día. Los focos recorrían una masa de
miles y miles de jóvenes, todos luciendo sus brazaletes rojos y hablando
en dialectos a menudo mutuamente incomprensibles. Charlaban,
gritaban, reían y discutían frente al decorado que formaba ese
gigantesco edificio de pesada arquitectura soviética que era la propia
estación. El único rasgo chino era el pastiche de los tejados que, a modo
de pabellón, remataban los dos relojes de torre de cada extremo.

Al salir con paso amodorrado a la luz de los focos me sentí


enormemente impresionada por el edificio, su ostentosa grandeza y la
modernidad de sus relucientes mármoles. Estaba acostumbrada a las
columnas de madera oscura y a los ásperos muros de ladrillo
tradicionales. Volví la vista atrás y sentí que me inundaba la emoción al
ver un enorme retrato de Mao que colgaba en el centro bajo tres
caracteres dorados escritos con su propia caligrafía en los que se leía
«Estación de Pekín».

Los altavoces nos dirigieron a las salas de recepción situadas en una


esquina de la estación. Al igual que sucedía en todas las ciudades
chinas, Pekín contaba con un equipo de administradores encargados de
proporcionar alojamiento y comida a los jóvenes viajeros. Para ello, se
recurría a dormitorios de universidades, escuelas, hoteles e incluso
oficinas. Tras esperar haciendo cola durante horas, se nos asignó a la
Universidad de Qinghua, una de las más prestigiosas del país. Nos
trasladaron hasta allí en un autocar, y se nos dijo que podríamos
obtener comida en la cantina. La organización de la gigantesca máquina
que debía cuidar de las necesidades de millones de jóvenes peregrinos
se hallaba bajo la supervisión de Zhou Enlai, quien solía encargarse de
aquellas tareas cotidianas con las que no cabía molestar a Mao. Sin
Zhou o alguien como él, el país se habría derrumbado, y con él la
Revolución Cultural. En consecuencia, Mao hizo saber que nadie debía
atacar a Zhou Enlai.

En nuestro grupo éramos personas serias, y todo cuanto deseábamos


era ver realmente al presidente Mao. Por desgracia, nos habíamos
perdido por poco su quinta revista de guardias rojos en la plaza de
Tiananmen. ¿Qué podíamos hacer? Cualquier actividad de ocio o de
turismo quedaba descartada, ya que resultaban irrelevantes para la
revolución. Así pues, pasábamos el tiempo en el campus de la

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universidad copiando carteles murales. Mao había dicho que uno de los
objetivos de viajar era intercambiar información acerca de la
Revolución Cultural, y eso sería lo que haríamos: llevar a Chengdu las
consignas de la Guardia Roja de Pekín.

De hecho, existía otro motivo que impedía salir del campus: los medios
de transporte estaban completamente desbordados, y la universidad se
encontraba en las afueras, a unos quince kilómetros del centro de la
ciudad. No obstante, seguíamos intentando convencernos a nosotros
mismos de que nuestra falta de inclinación a desplazarnos obedecía a
las motivaciones correctas.

La estancia en el campus resultaba considerablemente incómoda.


Incluso hoy me parece recordar el olor de las letrinas que se abrían al
final del pasillo de nuestra habitación, tan atascadas que el suelo de
baldosas aparecía inundado por el agua de los lavabos y los orines y los
excrementos de los retretes. Afortunadamente, el umbral de la puerta de
las letrinas formaba un escollo que impedía que el pasillo se viera
inundado por aquel charco nauseabundo. La administración de la
universidad estaba paralizada, por lo que no había nadie que se
encargara de las reparaciones. Los muchachos procedentes del campo,
sin embargo, seguían utilizando los servicios, ya que para los
campesinos los excrementos no constituían algo intocable. Cuando
salían de allí, sus zapatos iban dejando manchas malolientes a lo largo
del pasillo y en los dormitorios.

Transcurrió una semana sin noticias de que fuera a producirse otra


comparecencia en la que pudiéramos ver a Mao. Movidos por una
inconsciente desesperación por alejarnos de nuestra incomodidad,
decidimos viajar a Shanghai para visitar el lugar en el que había sido
fundado el Partido Comunista en 1921, y luego a Hunan, cuna de Mao,
situado en el centro de China meridional.

Aquellos peregrinajes resultaron ser un infierno: los trenes viajaban


increíblemente abarrotados. El dominio de la Guardia Roja por hijos de
altos funcionarios estaba llegando a su fin debido a que sus padres
comenzaban a caer, acusados de ser seguidores del capitalismo. Los
negros y grises oprimidos comenzaron a organizar sus propios grupos
de guardias rojos para viajar. Los códigos de color empezaban a perder
su significado. Recuerdo que en un tren conocí a una muchacha esbelta
y sumamente hermosa de unos dieciocho años, agraciada con unos ojos
negros inusualmente grandes y aterciopelados y unas pestañas largas y
espesas. Tal y como era la costumbre, nos interrogamos la una a la otra
acerca de los antecedentes familiares de los que procedíamos. Me dejó
estupefacta la soltura con que aquella muchacha anunció que era una
negra a la vez que parecía confiar en que nosotras, las rojas, nos
mostráramos amigables con ella.

Mis amigas y yo mostrábamos un comportamiento muy poco militante, y


nuestros asientos eran siempre el centro de ruidosas charlas. El
miembro más viejo del grupo, una muchacha especialmente popular, tan

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sólo contaba dieciocho años de edad. Todo el mundo la llamaba Llenita,
pues era sumamente regordeta. Se reía continuamente con una risa
ronca, profunda y operística. También cantaba con frecuencia aunque,
claro está, tan sólo canciones compuestas por citas del presidente Mao.
Al igual que cualquier forma de entretenimiento, todas las canciones
habían sido prohibidas con excepción de aquéllas y de algunas otras
dedicadas a la alabanza de Mao, lo que no cambiaría durante los diez
años que duró la Revolución Cultural.

Nunca me había sentido tan feliz desde que comenzara la Revolución


Cultural, y ello a pesar de la constante preocupación que alimentaba
por mi padre y las terribles incomodidades del viaje. En los trenes, cada
centímetro de espacio había sido aprovechado al máximo, incluidas las
rejillas para el equipaje. El retrete estaba abarrotado, y nadie podía
entrar en él. Tan sólo nos sostenía nuestra determinación por visitar los
lugares sagrados de China.

En cierta ocasión, sentí unos desesperados deseos de hacer mis


necesidades. Me hallaba acurrucada junto a una ventana, ya que se
habían apretado cinco personas en un espacio construido para tres. Con
un esfuerzo increíble logré alcanzar el retrete, pero una vez allí decidí
que me resultaba imposible utilizarlo. Incluso si el muchacho sentado en
la tapa de la cisterna con los pies sobre el retrete pudiera levantar las
piernas un instante, incluso si la muchacha sentada entre sus pies
pudiera encajarse temporalmente de algún modo entre los demás, los
cuales ocupaban ya todo el espacio disponible, jamás habría podido
hacerlo frente a todos aquellos muchachos y muchachas. Regresé a mi
asiento al borde de las lágrimas. El pánico empeoraba la sensación de
encontrarme a punto de estallar, y me temblaban las piernas. Decidí que
acudiría a los servicios en la siguiente estación. Tras lo que se me antojó
un tiempo interminable, el tren se detuvo en una estación oscura y
diminuta. La ventanilla estaba abierta, y pude salir por ella, pero al
regresar descubrí que no podía entrar.

Yo era quizá la menos atlética de mi grupo de seis. Hasta entonces,


siempre que había tenido que subir a un tren a través de la ventanilla,
una de mis amigas me había aupado desde el andén mientras las otras
me ayudaban desde el interior. Esta vez, aunque contaba con la ayuda
de unas cuatro personas que tiraban de mí, no lograba elevar mi cuerpo
lo suficiente como para introducir la cabeza y los codos. Aunque hacía
un frío glacial, sudaba desesperadamente. En ese momento, el tren se
puso en marcha. Presa del pánico, miré a mi alrededor buscando a
alguien que pudiera ayudarme. Mis ojos se posaron en el rostro flaco y
oscuro de un chiquillo que se había acercado furtivamente a mí. Su
intención, sin embargo, no era prestarme ayuda.

Yo llevaba el bolso en uno de los bolsillos de la chaqueta y, debido a mi


postura, su presencia resultaba claramente visible. El muchachito lo
extrajo con dos dedos. Era de presumir que había aguardado el
momento de la partida para hacerlo. Me eché a llorar. El muchacho se
detuvo. Me miró, vaciló, y devolvió el bolso a su lugar. A continuación,

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me asió por la pierna derecha y me empujó hacia arriba. Aterricé sobre
la mesa del compartimento en el momento en que el tren comenzaba a
adquirir velocidad.

Aquel episodio despertó en mí una profunda simpatía por los rateros


adolescentes. Durante los años venideros de la Revolución Cultural,
cuando la economía se vio sumida en el caos más completo, los robos se
convirtieron en práctica habitual, y en cierta ocasión perdí los cupones
de alimentación correspondientes a todo un año. Sin embargo, cada vez
que oía que la policía o cualquier otro custodio de «la ley y el orden»
había apaleado a un raterillo experimentaba una punzada de dolor.
Aquel muchacho que me ayudó desde el andén en un frío día de invierno
había demostrado acaso más humanidad que todos los hipócritas
pilares de la sociedad.

En total, recorrimos más de tres mil kilómetros en aquel viaje, y alcancé


un estado de agotamiento que nunca había experimentado en mi vida.
Visitamos la antigua casa de Mao, que había sido transformada en
museo-santuario. Era bastante grande, y muy distinta de la idea que yo
tenía de un hogar de campesinos explotados. Bajo una enorme
fotografía de la madre de Mao, un letrero explicaba que había sido una
persona sumamente bondadosa y que, debido al relativo bienestar de su
familia, solía repartir con frecuencia alimentos entre los pobres. ¡Así
que los padres de nuestro Gran Líder habían sido campesinos ricos!
¡Pero si los campesinos ricos eran enemigos de clase! ¿Por qué habían
sido convertidos en héroes los padres de Mao cuando otros enemigos de
clase eran objeto de odio? Aquella pregunta me inspiraba tanto temor
que la suprimí inmediatamente de mi pensamiento.

Cuando regresamos a Pekín, a mediados de noviembre, reinaba en la


capital un frío espantoso. Las oficinas de recepción ya no estaban en la
estación, debido a que se trataba de un espacio demasiado reducido
para el enorme número de jóvenes que llegaban a ella. Un camión nos
transportó hasta un parque en el que pasamos toda la noche esperando
a que se nos asignara un nuevo alojamiento. No podíamos sentarnos,
pues el terreno estaba cubierto de escarcha y el frío era insoportable.
De pie como estaba, llegué a quedarme amodorrada unos instantes. No
estaba habituada al crudo invierno de Pekín, y dado que había partido
de mi casa en otoño no había traído conmigo ninguna ropa de abrigo. El
viento me atravesaba los huesos, y la noche se hacía tan interminable
como la cola que formábamos, la cual describía una curva tras otra
alrededor del estanque helado que se extendía en el centro del parque.

Despuntó el alba, y aún seguíamos en la cola, completamente exhaustos.


Hasta el anochecer no llegamos a nuestro nuevo alojamiento, instalado
en la Escuela Central de Arte Dramático. Nuestra habitación había sido
utilizada en otro tiempo como aula de canto. Ahora, había en ella dos
hileras de colchones de paja extendidos sobre el suelo y desprovistos de
sábanas o almohadas. Nos recibieron unos oficiales de la Fuerza Aérea
que dijeron haber sido enviados por el presidente Mao para cuidar de
nosotras y proporcionarnos instrucción militar. Todas nos sentimos

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profundamente conmovidas por el interés mostrado por el presidente
Mao.

El entrenamiento militar de los guardias rojos constituía una nueva


iniciativa. Mao había decidido poner freno a la destrucción
indiscriminada que había desatado. Los oficiales de la Fuerza Aérea
habían organizado en un «regimiento» a los cientos de guardias rojos
alojados en la Escuela de Arte Dramático. No tardamos en iniciar con
ellos una buena relación, en particular con dos que nos gustaban
especialmente y cuyos antecedentes familiares, tal y como era habitual,
pudimos conocer desde el principio. El comandante de la compañía
había sido campesino en el Norte, mientras que el comisario político
provenía de una familia de intelectuales de la célebre ciudad-jardín de
Suzhou. Un día, nos propusieron llevarnos al cine a las seis, pero nos
pidieron que no se lo contáramos a nadie más, ya que su jeep no podía
transportar a más personas. Además, insinuaron, no estaría bien visto
que nos distrajeran con actividades irrelevantes desde el punto de vista
de la Revolución Cultural. Como no queríamos causarles problemas,
declinamos su oferta, afirmando que preferíamos atenernos a hacer la
revolución. Los dos oficiales nos trajeron sacos de grandes manzanas
maduras —muy raras en Chengdu— y de castañas de agua bañadas en
café, las cuales habíamos oído todas mencionar como una exquisita
especialidad pequinesa. Para corresponder a su amabilidad, nos
introducíamos furtivamente en sus dormitorios, recogíamos su ropa
sucia y la lavábamos con gran entusiasmo. Recuerdo mis esfuerzos por
manejar aquellos enormes uniformes caqui, extremadamente duros y
pesados en el agua helada. Mao había dicho a la gente que aprendiera
de las fuerzas armadas, pues quería que toda la población se encontrara
tan estructurada y dominada por un sentimiento de lealtad exclusiva
hacia él como el propio Ejército. La emulación de los militares se había
desarrollado de modo paralelo a la estimulación de un sentimiento de
afecto por ellos, y en numerosos libros, artículos, canciones y danzas se
representaba la figura de jóvenes muchachas que ayudaban a los
soldados lavándoles la ropa.

Solía lavar incluso sus calzoncillos, pero mi mente nunca se vio asaltada
por pensamiento sexual alguno. Supongo que muchas de las jóvenes
chinas de mi generación estábamos demasiado dominadas por nuestras
abrumadoras actividades políticas para desarrollar un sentimiento
sexual adolescente. Pero no todas. La desaparición del control paterno
significó para algunas la llegada de una época de promiscuidad. Cuando
regresé a casa oí hablar de una antigua compañera de clase, una
hermosa muchacha de quince años de edad, que se había marchado de
viaje con algunos guardias rojos de Pekín. Había tenido una aventura
durante el trayecto, y había regresado embarazada. Tras recibir una
paliza de su padre, verse seguida por las miradas acusadoras de los
vecinos y convertirse en objeto de animado chismorreo por parte de sus
camaradas, se había ahorcado dejando una nota en la que decía que se
sentía demasiado avergonzada para vivir. Nadie se enfrentaba a aquel
concepto medieval de la vergüenza, lo que sí habría podido constituir el
objetivo de una revolución cultural auténtica. Sin embargo, la cuestión

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nunca preocupó a Mao, por lo que no se incluyó entre las
«antigüedades» que se animaba a los guardias rojos a eliminar.

La Revolución Cultural dio lugar también a la aparición de un gran


número de puritanas militantes, en su mayor parte jóvenes. Otra de las
muchachas de mi grupo recibió en cierta ocasión una carta de amor de
un joven de dieciséis años. Respondió a su misiva con otra en la que le
llamaba «traidor a la revolución»: «¡Cómo te atreves a pensar en esas
cosas vergonzosas cuando los enemigos de clase aún siguen campando
por sus respetos y la gente del mundo capitalista continúa viviendo en
un pozo de miseria!». Dicha actitud era compartida por muchas de las
chicas que conocía yo entonces. Dado que Mao había apelado a la
militancia de las jóvenes, la feminidad se vio condenada durante los
años de desarrollo de mi generación. Numerosas muchachas intentaban
hablar, caminar, y actuar como hombres duros y agresivos, a la vez que
ridiculizaban a quienes no lo hacían. En cualquier caso, apenas existía
oportunidad para expresar la feminidad. Para empezar, no se nos
permitía vestir nada que no fueran los informes pantalones y chaquetas
de color azul, gris o verde.

Nuestros oficiales de la Fuerza Aérea nos entrenaban día tras día en las
pistas de baloncesto de la Escuela de Arte Dramático. Junto a ellas se
encontraba la cantina. Tan pronto como formábamos, mis ojos se
desviaban hacia ella, aunque acabara de desayunar en ese momento. Me
sentía obsesionada por la comida, pero ignoraba si se debía a la
ausencia de carne, al frío o al tedio de la instrucción. Solía soñar con la
variedad de la cocina sichuanesa, con el crujiente pato, con el pescado
agridulce, con el «Pollo Borracho» y con decenas de otras suculentas
especialidades.

Ninguna de las seis estábamos habituadas a llevar dinero encima.


Pensábamos, además, que comprar las cosas resultaba en cierto modo
capitalista. Así pues, a pesar de la obsesión que me producía la comida,
tan sólo compré un puñado de castañas de agua bañadas en café, pues
me había aficionado a ellas tras probar las que nos regalaran nuestros
oficiales. Antes de tomar la decisión de permitirme aquel lujo reflexioné
largamente y consulté con el resto de mis compañeras. Cuando regresé
a casa después del viaje, me apresuré a devorar unas cuantas galletas
rancias y le alargué a mi abuela, casi intacto, el dinero que me había
dado. Ella me abrazó estrechamente, mientras repetía: «¡Qué niña más
tonta!».

Volví a casa con reumatismo. En Pekín hacía tanto frío que el agua se
helaba en los grifos. Sin embargo, yo hacía la instrucción al aire libre y
sin abrigo. No disponíamos de agua caliente con la que caldear nuestros
pies helados. Al llegar, tan sólo habíamos recibido una manta cada una.
Algunos días después llegaron más chicas, pero ya se habían acabado
las mantas, por lo que decidimos darles tres y compartir nosotras las
otras tres. Nuestra educación nos había enseñado a ayudar a los
camaradas necesitados. Se nos había informado que nuestras mantas
procedían de almacenes reservados para tiempo de guerra. El

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presidente Mao había ordenado recurrir a ellas para garantizar la
comodidad de sus guardias rojos, lo que despertaba en nosotras una
profunda gratitud hacia él. Ahora, cuando ya casi no teníamos mantas,
se nos dijo que debíamos sentirnos aún más agradecidas a Mao, ya que
éste nos había dado todas aquellas con las que contaba el país.

Eran mantas pequeñas, y el único modo de que dos personas se taparan


con una de ellas era durmiendo en estrecha proximidad. Las pesadillas
informes que había empezado a tener desde que contemplara aquel
suicidio frustrado habían empeorado después de la detención de mi
padre y la partida de mi madre hacia Pekín; así pues, dormía mal y mi
agitación me llevaba a menudo a escurrirme al exterior de la manta. La
estancia estaba mal caldeada, y tan pronto caía dormida me invadía un
temblor helado. Para cuando abandonamos Pekín, tenía las
articulaciones de las rodillas tan inflamadas que apenas podía
doblarlas.

Mis tribulaciones no cesaban ahí. Algunos chiquillos procedentes del


campo tenían pulgas y piojos. Un día, entré en nuestra habitación y me
encontré a una de mis amigas que lloraba. Acababa de descubrir un
pegote de diminutos huevos blancos en la costura de la axila de su
sujetador: huevos de piojo. Aquello me hizo sentir pánico, pues los piojos
producían un picor insoportable y solían asociarse con la suciedad. A
partir de entonces, experimenté un picor constante y generalizado, y
solía revisar mi ropa interior varias veces al día. ¡Cómo ansiaba que el
presidente Mao nos recibiera para poder regresar a casa!

En la tarde del 24 de noviembre, me encontraba yo realizando una de


nuestras habituales sesiones de estudio de las citas de Mao en una de las
habitaciones de los muchachos (pues tanto éstos como los oficiales
nunca entraban en las nuestras por discreción). El comandante de
nuestra compañía, una persona muy agradable, entró con paso
inusualmente ligero y se ofreció para dirigirnos si queríamos cantar la
canción más famosa de la Revolución Cultural: «Cuando navegamos,
necesitamos un timonel». Nunca lo había hecho antes, por lo que nos
sentimos agradablemente sorprendidas. Él, con los ojos brillantes y las
mejillas arreboladas, agitaba los brazos señalando el ritmo. Cuando
terminó y anunció con mal disimulada excitación que tenía buenas
noticias para nosotras, supimos inmediatamente de qué se trataba.

—¡Vamos a ver al presidente Mao mañana! —exclamó.

El resto de sus palabras se vieron ahogadas por nuestros vítores. Tras


los primeros gritos confusos, dimos rienda suelta a nuestra excitación
coreando consignas: «¡Viva el presidente Mao! ¡Seguiremos
eternamente al presidente Mao!».

El comandante de la compañía nos dijo que a partir de ese momento


nadie estaba autorizado a abandonar el campus, y que deberíamos
vigilarnos mutuamente para asegurarnos de ello. Tal solicitud resultaba
completamente normal y, por otra parte, en este caso constituía una

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medida de seguridad para el presidente Mao, por lo que todos estuvimos
encantados de ponerla en práctica. Después de la cena, el oficial se
acercó a mis cinco compañeras y a mí y dijo en voz baja y solemne:
«¿Os gustaría hacer algo para contribuir a la seguridad del presidente
Mao?». «¡Por supuesto!», respondimos. Nos hizo una seña para que
guardáramos silencio y prosiguió con un susurro: «Mañana, antes de
que salgamos, ¿querríais encargaros de proponer que nos registremos
unos a otros para asegurarnos de que nadie lleva nada que no debiera?
Como sabéis, cuando se es joven es frecuente que se olviden las
normas…». Dichas normas ya habían sido anunciadas previamente: no
debíamos llevar al mitin nada que fuera metálico, ni tan siquiera
nuestras llaves.

La mayoría de nosotras no pudimos dormir, y estuvimos charlando


durante toda la noche en espera del amanecer. A las cuatro de la
madrugada nos levantamos y nos agrupamos en formación, dispuestas a
iniciar la hora y media de caminata que nos separaba de la plaza de
Tiananmen. Antes de que nuestra «compañía» se pusiera en marcha, y
obedeciendo a un guiño del oficial, Llenita se puso en pie y propuso que
nos registráramos. Advertí que algunos de los demás opinaban que no
haríamos sino perder el tiempo, pero el comandante de nuestra
compañía secundó alegremente su propuesta. Sugirió que le
registráramos a él en primer lugar. El muchacho al que se le encargó
dicha tarea descubrió que llevaba un manojo de llaves. Nuestro
comandante fingió haber sufrido realmente un descuido, y obsequió a
Llenita con una sonrisa triunfante. El resto de los presentes nos
registramos unos a otros. Aquel modo artificioso de hacer las cosas
reflejaba una práctica maoísta corriente: las cosas tenían que suceder
de tal modo que parecieran obedecer a los deseos de la gente, y no a
órdenes superiores. La hipocresía y la pantomima eran métodos bien
establecidos.

Las calles hervían con las distintas actividades de cada mañana. Hacia
la plaza de Tiananmen se dirigían guardias rojos procedentes de todas
las zonas de la capital. Se oía el estruendo de las consignas en oleadas
atronadoras. Mientras las entonábamos, alzábamos las manos y
nuestros ejemplares del Pequeño Libro Rojo formaban una espectacular
línea encarnada que destacaba sobre la penumbra. Llegamos a la plaza
al amanecer. Yo me vi situada en la séptima fila del grupo que ocupaba
el ancho pavimento de la parte norte de la avenida de la Paz Eterna, en
el costado este de la plaza de Tiananmen. A mi espalda se extendían
numerosas hileras más. Cuando nos tuvieron pulcramente alineados,
nuestros oficiales nos ordenaron sentarnos sobre el duro suelo con las
piernas cruzadas. Para mis articulaciones inflamadas aquello resultó
sumamente doloroso, y no tardé en notar que se me dormía el trasero.
Tenía un frío y una modorra espantosos, y me sentía exhausta por la
falta de sueño. Los oficiales nos dirigían en un cántico ininterrumpido,
haciendo que los diversos grupos se desafiaran entre sí para mantener
una atmósfera entusiasta.

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Poco antes del mediodía oímos un clamor histérico procedente de la
parte este: «¡Viva el presidente Mao!». Los jóvenes sentados frente a mí
se pusieron en pie de un salto y comenzaron a saltar de excitación
mientras agitaban frenéticamente sus libros rojos. «¡Sentaos!
¡Sentaos!», grité, pero en vano. El comandante de nuestra compañía
había dicho que teníamos que permanecer todos sentados hasta el final
del acto, pero pocos parecían dispuestos a observar las reglas,
dominados como estaban por el anhelo de ver a Mao.

Tenía las piernas entumecidas a causa del largo rato que había pasado
sentada. Durante unos segundos, lo único que pude ver fue el océano
que formaban las cabezas de mis compañeros. Cuando por fin pude a
duras penas ponerme en pie, apenas llegué a distinguir la cola de la
procesión. Liu Shaoqi, el presidente, tenía el rostro vuelto en mi
dirección.

Los carteles callejeros habían comenzado ya a atacar a Liu,


bautizándole como «el Kruschev chino» a la vez que calificándole de
principal opositor de Mao. Aunque no había sido denunciado
oficialmente, no cabía duda de que su caída era inminente. Las crónicas
de prensa que informaban de los mítines de la Guardia Roja le
concedían invariablemente una importancia menor. En aquella
procesión, en lugar de encontrarse junto a Mao, tal y como
correspondía al número dos del Partido, estaba situado al final, en uno
de los últimos automóviles.

Mostraba un aspecto abatido y fatigado, pero no me inspiró compasión


alguna. Aunque se trataba del presidente, no significaba nada para los
de mi generación. Habíamos crecido todos imbuidos exclusivamente del
culto a Mao, y si Liu se mostraba contrario a Mao a todos nos resultaba
lógico que se prescindiera de él.

En aquel momento, enfrentado a aquel océano de jóvenes que gritaban


su lealtad a Mao, Liu debía de comprender lo desesperanzado de su
situación. Lo más irónico del caso era, sin embargo, que él mismo había
colaborado en instituir la deificación del líder que había conducido a
aquel estallido de fanatismo entre la juventud de una nación en gran
parte laica. Liu y sus colegas habían quizá contribuido a deificar a Mao
para apaciguarle, confiando en que se conformaría con una gloria
abstracta y les dejaría campo libre para desarrollar sus labores
mundanas, pero Mao perseguía el poder absoluto tanto en la tierra
como en el cielo. Posiblemente, no había ya nada que pudieran hacer: el
culto a Mao parecía un proceso imparable.

Tales reflexiones no acudieron a mi mente aquella mañana del 25 de


noviembre de 1966. Lo único que entonces me importaba era lograr un
atisbo de las facciones del presidente Mao. Rápidamente, desvié la
mirada de Liu y la dirigí a la sección delantera de la procesión. Alcancé
a distinguir la robusta espalda del líder y su brazo que saludaba sin
cesar. Al cabo de un instante, había desaparecido. Me sentí
descorazonada. ¿Sería aquello todo cuanto habría de ver del presidente

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Mao? ¿Debería conformarme con vislumbrar fugazmente su espalda?
Súbitamente, el sol pareció oscurecerse. A mi alrededor, los guardias
rojos se unían en un alboroto ensordecedor. La muchacha situada junto
a mí acababa de pincharse el dedo índice de la mano derecha y estaba
ocupada oprimiendo la yema para extraer sangre con la que escribir
algo en un pañuelo pulcramente doblado. Supe exactamente qué
palabras proyectaba emplear. Muchos guardias rojos lo habían hecho
anteriormente, y se trataba de una costumbre divulgada ad nauseam :
«Hoy, soy la persona más feliz del mundo. ¡He visto a nuestro gran líder,
el presidente Mao!». Al verla, mi consternación aumentó. La vida
parecía carecer de objetivo. Un pensamiento asaltó rápidamente mi
mente: ¿debería acaso suicidarme?

Casi inmediatamente, sin embargo, aquella idea se desvaneció. Al


recordarlo ahora, supongo que no había sido sino un intento
inconsciente por cuantificar mi desconsuelo al ver mi sueño hecho
pedazos, especialmente después de todas las privaciones que había
sufrido a lo largo de mi viaje. Los trenes atestados, las rodillas
inflamadas, el hambre, el frío, los picores, los retretes atascados, el
cansancio… al final, nada de ello me era recompensado.

Nuestro peregrinaje había concluido, y pocos días después iniciamos el


regreso a casa. Harta ya del viaje, anhelaba calor, comodidad y un baño
caliente, pero contemplaba la idea del hogar con aprensión. Por molesto
que hubiera resultado, el viaje no me había inspirado en ningún
momento el temor que había dominado mi vida anterior. Durante el mes
largo que había vivido en estrecho contacto con miles y miles de
guardias rojos, en ningún momento había sido testigo de violencia
alguna, ni había experimentado terror. A pesar de la histeria que
demostraban, las gigantescas multitudes habían resultado pacíficas y
bien disciplinadas. Toda la gente que había conocido se había mostrado
amistosa.

Justamente antes de abandonar Pekín, me llegó una carta de mi madre.


En ella decía que mi padre se había recuperado, y que en Chengdu todos
estaban bien. Al final, no obstante, añadía que tanto ella como mi padre
estaban siendo criticados como seguidores del capitalismo. Se me cayo
el alma a los pies. Para entonces, había comprendido que los seguidores
del capitalismo —los funcionarios comunistas— constituían los
principales objetivos de la Revolución Cultural. Pronto había de
comprobar lo que ello significaría para mí y para mi familia.

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19. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las
pruebas»

Mis padres bajo tormento (diciembre de 1966-1967)

Todo seguidor del capitalismo era, supuestamente, un poderoso


funcionario empeñado en la implementación de políticas capitalistas. En
la realidad, sin embargo, ningún funcionario tenía elección alguna en
cuanto a las políticas que debía seguir. Tanto las órdenes de Mao como
las de sus opositores eran presentadas de modo conjunto como
provenientes del Partido, y los funcionarios tenían que obedecerlas sin
excepción, si bien al hacerlo se veían obligados a realizar frecuentes
cambios de dirección e incluso a retroceder sobre sus pasos. Cuando les
disgustaba especialmente alguna orden en particular, lo máximo que
podían hacer era presentar una resistencia pasiva y esforzarse
concienzudamente por disimularla. Por tanto, resultaba imposible
determinar qué funcionarios eran seguidores del capitalismo y cuáles
no, basándose simplemente en su trabajo.

Muchos funcionarios alimentaban sus propias opiniones, pero la norma


del Partido era que no debían revelarlas públicamente. Tampoco es que
osaran hacerlo. Cualesquiera que fuesen sus simpatías, éstas debían
permanecer ignoradas por el público en general.

Las personas corrientes, sin embargo, constituían precisamente la


fuerza que Mao ordenó entonces arrojar sobre los seguidores del
capitalismo aunque, claro está, sin proporcionarles ni la información
necesaria ni el derecho de ejercitar juicio independiente alguno. Así
pues, lo que sucedió fue que los funcionarios se vieron perseguidos
como seguidores del capitalismo debido a las posiciones que ocupaban.
El grado no constituía por sí solo el único criterio. El factor decisivo era
si la persona en cuestión encabezaba una unidad relativamente
autónoma o no. La totalidad de la población se hallaba organizada en
unidades, y para la gente ordinaria los representantes del poder eran
sus jefes inmediatos, esto es, los jefes de unidad. Al designar a dichas
personas como objetivos de los ataques, Mao estaba recurriendo a una
de las parcelas de resentimiento más evidentes, al igual que había hecho
al instigar a los estudiantes en contra de sus profesores. Los jefes de
unidad representaban asimismo los eslabones clave en la cadena de
poder de la estructura comunista de la que quería deshacerse Mao.

En el caso de mis padres, el hecho de que fueran jefes de departamento


hizo que ambos fueran denunciados como seguidores del capitalismo.
«Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas»,
como afirmaba un dicho chino. De acuerdo con aquella filosofía, todos
los jefes de unidad de China —independientemente de su importancia—
fueron denunciados sumariamente como seguidores del capitalismo por

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las personas a su cargo y acusados de haber implementado políticas
supuestamente capitalistas y opuestas al presidente Mao. Entre ellas se
incluía la autorización de mercadillos campesinos, el intento por
proporcionar un mejor nivel profesional a los obreros, la permisividad
de una relativa libertad literaria y artística y el estímulo de la
competitividad deportiva, recientemente bautizada como «obsesión
burguesa por los trofeos y las medallas». Hasta entonces, la mayoría de
aquellos oficiales ignoraban que Mao se hubiera mostrado contrario a
tales políticas ya que, después de todo, todas las directrices que seguían
procedían del Partido, a su vez encabezado por él. Ahora, de repente, se
les decía que aquellas políticas procedían de los baluartes burgueses del
interior del Partido.

En todas las unidades había personas que se transformaban en


activistas. Se les llamaba guardias rojos rebeldes o —para abreviar—
simplemente Rebeldes. Se dedicaban a escribir consignas y carteles
murales en los que proclamaban frases tales como «Abajo con los
seguidores del capitalismo», y celebraban asambleas de denuncia
contra sus jefes. Dichas denuncias resultaban con frecuencia vacuas, ya
que los denunciados afirmaban que se habían limitado a obedecer
órdenes del Partido: en efecto, Mao siempre había recomendado que las
órdenes del Partido fueran seguidas incondicionalmente, y nunca les
había hablado de la existencia de baluartes burgueses. ¿Cómo podían
saberlo ellos? ¿Y cómo podían haber obrado de otro modo? Los
funcionarios contaban con numerosos defensores, algunos de los cuales
se aprestaron a unirse en su apoyo. Se les conocía como Legitimistas, y
entre ellos y los Rebeldes solían desencadenarse frecuentes batallas
verbales y físicas. Dado que Mao nunca había llegado a afirmar de
modo explícito que todos los jefes del Partido debieran ser condenados,
algunos militantes vacilaban: ¿qué ocurriría si los jefes que atacaban
resultaran no ser seguidores del capitalismo? A pesar de las proclamas
de carteles y consignas, la gente corriente no sabía a ciencia cierta qué
se esperaba de ella.

Así, a mi regreso a Chengdu, en diciembre de 1966, pude percibir una


atmósfera de clara incertidumbre.

Mis padres estaban viviendo en casa. Los responsables del sanatorio de


recuperación en el que había estado internado mi padre les habían
rogado en noviembre que partieran, ya que se suponía que los
seguidores del capitalismo debían regresar a sus unidades para ser
denunciados. La pequeña cantina del complejo había sido cerrada, y
teníamos que obtener nuestros alimentos de la cantina grande, la cual
aún funcionaba con normalidad. Mis padres continuaban percibiendo
sus salarios todos los meses a pesar de que el sistema del Partido se
encontraba paralizado y no podían acudir al trabajo. Dado que sus
respectivos departamentos estaban relacionados con el área de cultura
y que sus jefes de Pekín eran objeto de un odio especial por parte de los
Mao y habían sido purgados al comienzo de la Revolución Cultural, mis
padres se encontraban en línea directa de fuego. Se les atacaba en
carteles murales con los insultos habituales de «Bombardead a Chang

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Shou-yu» y «Quemad a Xia De-hong». Las acusaciones en contra de
ellos eran las mismas que se hacían a casi todos los directores de los
Departamentos de Asuntos Públicos del país.

El departamento de mi padre organizó asambleas de denuncia contra él


en las que hubo de soportar los asaltos verbales de sus colegas. Como
sucedía con la mayor parte de las luchas políticas de China, la auténtica
violencia provenía de animosidades personales. La principal acusadora
de mi padre era una tal señora Shau, jefa adjunta de sección, una mujer
estirada y acérrimamente hipócrita que llevaba largo tiempo intentando
librarse del sufijo «adjunta». Opinaba que su ascenso se había visto
obstaculizado por mi padre, y estaba decidida a vengarse. En cierta
ocasión, le escupió en la cara y le abofeteó. En general, sin embargo, la
ira no se desbordaba. Muchos de los empleados apreciaban y
respetaban a mi padre, y no se mostraron violentos con él. Fuera de su
departamento, algunas organizaciones de las que había sido
responsable, tales como el Diario de Sichuan , organizaron también
asambleas de denuncia contra él. Su personal, sin embargo, no
guardaba rencor contra mi padre, por lo que tales asambleas no
pasaron de constituir simples formalidades.

Contra mi madre no se celebró asamblea de denuncia alguna. En su


calidad de funcionaría de base, había tenido a su cargo más unidades
individuales que mi padre, entre ellas escuelas, hospitales y grupos de
entretenimiento. Normalmente, cualquiera en su posición se hubiera
visto denunciado por los integrantes de tales organizaciones, pero todos
la dejaron en paz. Ella había sido la responsable de resolver todos sus
problemas personales, tales como alojamiento, traslados y pensiones, y
siempre había llevado a cabo su labor con solicitud y eficacia. Durante
las campañas previas había hecho lo posible por no buscar víctimas y,
de hecho, se las había arreglado para proteger a numerosas personas.
La gente sabía los riesgos que había afrontado, y ahora le mostraba su
agradecimiento negándose a atacarla.

La noche de mi regreso mi abuela preparó budín «traganubes» y arroz


al vapor en hojas de palmera rellenas de «ocho tesoros». Mi madre me
relató alegremente todo cuando les había sucedido a ella y a mi padre.
Dijo que ambos habían acordado que no querían seguir siendo
funcionarios después de la Revolución Cultural. Iban a presentar una
solicitud para ser calificados como ciudadanos ordinarios, lo que les
permitiría disfrutar de una vida familiar normal. Como posteriormente
habría de darme cuenta, aquello no era sino una fantasía y un
autoengaño, ya que el Partido Comunista no permitía la salida de
ninguno de sus miembros; en aquel momento, sin embargo, mis padres
necesitaban aferrarse a algo.

Mi padre dijo asimismo:

—Incluso un presidente capitalista puede convertirse en un ciudadano


corriente de la noche a la mañana. Es bueno que no se nos dé el poder

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de modo permanente ya que, de otro modo, los funcionarios tenderán a
abusar del mismo.

A continuación, me pidió disculpas por haberse mostrado dictatorial con


la familia.

—Sois como las cigarras, cuyo canto se ve silenciado por el invierno —


dijo—. Es bueno que vosotros, los jóvenes, os rebeléis contra nosotros,
que somos la generación anterior. —A continuación dijo, hablando
medio para mí, medio para sí mismo—: Creo que no hay nada malo en
que se critique a funcionarios como yo… incluso si hemos de soportar
alguna calamidad y perder nuestro prestigio.

Aquello no era sino otro intento confuso de mis padres por asimilar la
Revolución Cultural. No se mostraban resentidos ante la perspectiva de
perder sus posiciones privilegiadas: de hecho, intentaban contemplar tal
circunstancia como algo positivo.

Llegó 1967. De pronto, la Revolución Cultural adquirió un nuevo ímpetu.


Durante su primera etapa, había conseguido crear un clima de terror
merced al movimiento de la Guardia Roja. Ahora, Mao dirigió su punto
de mira a su objetivo principal: sustituir los baluartes burgueses y la
jerarquía existente en el Partido por su sistema personal de poder. Liu
Shaoqi y Deng Xiaoping fueron formalmente denunciados y detenidos, al
igual que Tao Zhu.

El 9 de enero, el Diario del Pueblo y la radio anunciaron que se había


desencadenado en Shanghai una «Tormenta de Enero» en la que los
Rebeldes habían adquirido el control. Mao conminaba a toda la
población china a emularles y arrebatar el poder de los seguidores del
capitalismo.

¡«Arrebatar el poder»! (duo-quan ); una frase mágica en China. El poder


no implicaba influencia sobre las políticas, sino libertad sobre las
personas. Añadido al dinero, traía consigo privilegios, respeto,
adulaciones y la posibilidad de venganza. En China, la gente corriente
no contaba prácticamente con válvula de seguridad alguna. El país era
como una olla a presión en la que se hubiera acumulado una gigantesca
cantidad de vapor comprimido. No había partidos de fútbol, ni grupos
de presión, ni pleitos, ni siquiera películas violentas. No era posible
manifestar protesta alguna acerca del sistema y de sus injusticias, y
hubiera resultado impensable organizar una manifestación. Incluso las
conversaciones políticas —un importante medio de aliviar la presión en
la mayoría de las sociedades— eran algo tabú. Los subordinados apenas
tenían oportunidades de obtener un desagravio de sus jefes. Sin
embargo, si uno ejercía algún tipo de jefatura tenía ocasión de dar
rienda suelta a sus frustraciones. Así, cuando Mao lanzó su llamada
para arrebatar el poder, halló un enorme sector de personas deseosas
de vengarse de alguien. Aunque el poder era peligroso, resultaba más
apetecible que la indefensión, especialmente para aquellas personas que

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nunca lo habían disfrutado. Para el público en general, Mao estaba
diciendo que el poder había pasado a ser algo de libre alcance.

La moral de los Rebeldes se vio inmensamente estimulada en


prácticamente todas las unidades del país. Lo mismo sucedió con su
número. Todo tipo de personas —obreros, profesores, dependientes de
comercio, incluso empleados de oficinas gubernamentales—
comenzaron a llamarse a sí mismos Rebeldes. Siguiendo el ejemplo de
Shanghai, se dedicaron a someter a los desorientados Legitimistas. Los
antiguos grupos de guardias rojos, tales como el de mi escuela,
comenzaban a desintegrarse debido a que habían sido organizados en
torno a un núcleo formado por hijos de altos funcionarios entonces
sometidos a ataques. Algunos de los primeros guardias rojos
manifestaron su oposición a aquella nueva fase de la Revolución
Cultural y fueron arrestados. Uno de los hijos del comisario Li fue
apaleado hasta morir por Rebeldes que le acusaban de haber dejado
escapar una observación en contra de la señora Mao.

Los miembros del departamento de mi padre que habían integrado la


partida que le había conducido a su detención eran ahora Rebeldes. La
señora Shau era jefa de un grupo Rebelde que abarcaba todas las
oficinas gubernamentales de Sichuan, así como líder de la rama que
cubría el departamento de mi padre.

Tan pronto se hallaron constituidos, los Rebeldes se dividieron en


facciones y comenzaron a luchar por el poder en prácticamente todas
las unidades de trabajo del país. Todos los bandos acusaban a sus
oponentes de ser anti-Revolución Cultural o de mostrarse leales al viejo
sistema del Partido. En Chengdu, los numerosos grupos se apresuraron
a unirse en dos bloques enfrentados, encabezados respectivamente por
dos grupos Rebeldes universitarios: el del 26 de Agosto —más militante
y originado en la Universidad de Sichuan— y el relativamente moderado
Chengdu Rojo, nacido en la Universidad de Chengdu. Cada uno de ellos
contaba con millones de seguidores en toda la provincia. En el
departamento de mi padre, el grupo de la señora Shau estaba afiliado al
26 de Agosto, y el grupo enemigo —consistente en gran parte de
personas más moderadas a las que mi padre había apreciado y
ascendido y que, a su vez, le apreciaban a él— se había unido al
Chengdu Rojo.

Tanto el 26 de Agosto como el Chengdu Rojo instalaron altavoces junto


a los muros del complejo que se alzaban frente a nuestro apartamento.
Suspendidos en árboles y postes de electricidad, proclamaban insultos
día y noche contra el bando opuesto. Una noche oí que el 26 de Agosto
había reunido a cientos de sus partidarios y había atacado una fábrica
considerada como baluarte del Chengdu Rojo. Tras capturar a los
obreros, los habían torturado sirviéndose de métodos entre los que se
incluían las «fuentes cantoras» (abrirles la cabeza para dejar correr la
sangre) y los «cuadros de paisajes» (realizar diversos cortes en el rostro
formando dibujos). Las emisiones del Chengdu Rojo manifestaban que
varios obreros se habían convertido en mártires tras saltar desde el

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tejado del edificio. Por lo que entendí, se habían suicidado al no poder
soportar la tortura.

Uno de los principales objetivos de los Rebeldes era la élite profesional


de cada unidad. En ella se incluían no sólo médicos, artistas, escritores
y científicos más prominentes sino también ingenieros y obreros
especializados, e incluso abnegados recolectores de «suelo nocturno»
(gente que recogía excrementos humanos, considerablemente valiosos
para los agricultores). Se les acusaba de haber sido ascendidos por los
seguidores del capitalismo, pero en realidad sufrían los celos de sus
colegas. También se arreglaron viejas cuentas en nombre de la
revolución. La «Tormenta de Enero» desencadenó una oleada de
violencia brutal contra los seguidores del capitalismo. El poder estaba
siendo arrebatado a los funcionarios del Partido, y la gente era incitada
a ensañarse con ellos. Aquéllos que habían odiado a sus jefes de Partido
aprovecharon la oportunidad para vengarse, si bien no se permitía
actuar a las víctimas de persecuciones anteriores. Había de transcurrir
algún tiempo hasta que Mao se decidiera a realizar nuevos
nombramientos, ya que en aquel momento ignoraba a quién debía
nombrar, y en consecuencia los más ambiciosos se mostraban ansiosos
por demostrar su militancia en la esperanza de que con ello llegarían a
ser elegidos como los nuevos depositarios del poder. Las facciones
rivales competían para superarse unas a otras en brutalidad. Gran
parte de los ciudadanos se hallaban enfrentados, ya fuera por
intimidación, conformismo, devoción a Mao, deseo de arreglar cuentas
personales o el simple deseo de dar rienda suelta a su frustración.

Los malos tratos físicos no tardaron en alcanzar a mi madre. No


provinieron de las personas que trabajaban a su cargo, sino
principalmente de ex presidiarios que trabajaban en los talleres
callejeros de su Distrito Oriental: ladrones, violadores, contrabandistas
de droga y proxenetas. A diferencia de los «criminales políticos» —
entonces objetivos de la Revolución Cultural— aquellos delincuentes
comunes eran incitados a atacar a víctimas designadas. Personalmente,
no tenían nada en contra de mi madre, pero les bastaba el hecho de que
hubiera sido uno de los líderes superiores de su distrito.

Aquellos ex presidiarios se mostraban especialmente activos durante las


asambleas celebradas para denunciarla. Un día, regresó a casa con el
rostro desencajado de dolor. Se le había ordenado que se arrodillara
sobre trozos de cristal roto. Mi abuela se pasó la tarde extrayendo
fragmentos de vidrio de sus rodillas con unas pinzas y una aguja. Al día
siguiente, le fabricó un par de gruesas rodilleras, así como una riñonera
acolchada, ya que la débil estructura de la cintura era la zona preferida
por los asaltantes para dirigir sus golpes.

Mi madre fue paseada por las calles en varias ocasiones con un


grotesco gorro en la cabeza y un pesado cartel colgando del cuello en el
que aparecía su nombre escrito junto a una gran cruz en señal de
humillación y eliminación. Cada pocos pasos, ella y sus colegas eran
forzados a arrodillarse y realizar el kowtow frente a la muchedumbre.

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Los niños se mofaban de ella. Algunos gritaban que sus kowtows no
habían sido lo bastante sonoros y exigían que se repitieran. En tales
ocasiones, mi madre y sus colegas se veían obligados a golpearse la
cabeza ruidosamente sobre el pavimento de piedra.

Cierto día de aquel invierno, se celebró una asamblea de denuncia en un


taller callejero. Antes de la asamblea, mientras los participantes
almorzaban en la cantina, se ordenó a mi madre y a sus colegas que
permanecieran arrodillados a la intemperie durante hora y media sobre
un suelo cubierto de guijarros. Llovía, y terminó completamente
empapada; el viento acerado y la ropa mojada le producían escalofríos
hasta los huesos. Cuando comenzó la asamblea, hubo de permanecer de
pie e inclinada hacia adelante sobre el escenario mientras intentaba
controlar sus estremecimientos. A medida que arreciaban los salvajes y
absurdos alaridos, comenzó a experimentar un dolor terrible en la
cintura y el cuello. Cambiando ligeramente de postura, intentó alzar un
poco la cabeza para aliviar el dolor pero, de repente, notó un fuerte
golpe sobre la nuca que la hizo caer al suelo.

Hasta algún tiempo después no supo qué había sucedido. Una mujer
sentada en la primera fila, antigua dueña de burdel que se había visto
encarcelada cuando los comunistas prohibieron la prostitución, había
adquirido una obsesión contra mi madre, acaso porque se trataba de la
única mujer que había sobre el escenario. Tan pronto había levantado la
cabeza, aquella mujer se había puesto en pie y había arrojado una lezna
apuntando directamente a su ojo izquierdo. El guardia Rebelde situado
tras mi madre la había visto venir y la había arrojado al suelo. De no
haber sido por él, habría perdido el ojo.

En aquellos días, mi madre no nos relató el incidente. Rara vez


comentaba nada de lo que le ocurría. Cuando tenía que contarnos algo
como el episodio de los cristales rotos, solía mencionarlo en tono
despreocupado, intentando restarle el mayor dramatismo posible.
Nunca nos enseñaba sus magulladuras, y siempre se mostraba serena, e
incluso alegre. No quería que nos inquietáramos por ella. Mi abuela, sin
embargo, podía adivinar cuánto estaba sufriendo. Solía seguir
ansiosamente a mi madre con la mirada a la vez que intentaba disimular
su propio dolor.

Un día vino a vernos nuestra antigua criada. Ella y su esposo se


contaban entre los pocos que nunca rompieron sus relaciones con
nuestra familia durante la Revolución Cultural. Yo experimenté un
inmenso agradecimiento por el calor que nos demostraron,
especialmente si se tiene en cuenta que se arriesgaban a ser tildados de
simpatizantes de los seguidores del capitalismo. Tímidamente, comentó
a mi abuela que acababa de ver a mi madre obligada a desfilar por las
calles. Mi abuela la presionaba para que le diera más detalles cuando,
súbitamente, se desplomó y se golpeó ruidosamente la nuca contra el
suelo. Había perdido el sentido. Poco a poco, volvió de nuevo en sí. Con
lágrimas rodando por sus mejillas, dijo: «¿Qué ha hecho mi hija para
merecer esto?».

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Mi madre desarrolló una hemorragia de útero, y durante los seis años
siguientes —hasta someterse a una histerectomía en 1973— sangró la
mayor parte de los días. En ocasiones, las hemorragias eran tan
abundantes que se desmayaba y tenía que ser trasladada al hospital.
Los médicos le recetaron hormonas para controlar el flujo de sangre, y
mi hermana y yo nos encargábamos de ponerle las inyecciones. Mi
madre sabía que cualquier dependencia de hormonas resultaba
peligrosa, pero no tenía otra alternativa. Era el único modo en que
podía soportar las asambleas de denuncia.

Entretanto, los Rebeldes del departamento de mi padre intensificaron


sus ataques sobre él. Dado que se trataba de uno de los departamentos
más importantes del Gobierno provincial, contaba con un nutrido grupo
de oportunistas en sus filas. Muchos de ellos, en otro tiempo obedientes
instrumentos del sistema del Partido, se convirtieron en feroces
Rebeldes militantes encabezados por la señora Shau bajo el estandarte
del 26 de Agosto.

Un día, un grupo de ellos irrumpió en nuestro apartamento y penetró en


el despacho de mi padre. Tras estudiar el contenido de las estanterías,
declararon que se trataba de un auténtico recalcitrante debido a que
aún conservaba sus libros reaccionarios. Anteriormente, poco después
de las quemas de libros llevadas a cabo por los guardias rojos
adolescentes, muchas personas habían prendido fuego a sus bibliotecas.
Pero no así mi padre. Débilmente, intentó proteger sus libros señalando
las colecciones de tomos marxistas.

«¡No intentes engañarnos a los guardias rojos! —vociferó la señora


Shau—. ¡Aún tienes numerosas hierbas venenosas!». Diciendo esto,
extrajo algunos clásicos chinos impresos en delgado papel de arroz.

«¿Qué quieres decir con “engañarnos a los guardias rojos”? —repuso mi


padre—. Eres lo bastante vieja para ser la madre de todos ellos… y por
ello deberías tener también más sentido común».

La señora Shau propinó una fuerte bofetada a mi padre. Los presentes


le dirigieron indignados improperios, aunque algunos hacían esfuerzos
por contener la risa. A continuación, cogieron sus libros y los arrojaron
al interior de grandes sacos de yute que habían traído consigo. Cuando
todos los sacos estuvieron llenos, los transportaron escaleras abajo y
dijeron a mi padre que los quemarían en las instalaciones del
departamento al día siguiente tras celebrar una asamblea de denuncia
en contra suya. Asimismo, le dijeron que debería contemplar la hoguera
para así aprender una lección. Entretanto, dijeron, él mismo debería
quemar el resto de su colección.

Cuando regresé a casa aquella tarde, encontré a mi padre en la cocina.


Había encendido una hoguera en la enorme pila de cemento y procedía
a arrojar sus libros a las llamas.

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Era la primera vez en mi vida que le había visto llorar. Lloraba con
sollozos angustiados, quejumbrosos y desesperados, como un hombre
no acostumbrado a verter lágrimas. De vez en cuando sufría un violento
acceso de amargura y pateaba el suelo golpéndose al mismo tiempo la
cabeza contra el muro.

Me sentí tan atemorizada que durante unos instantes no osé hacer nada
por reconfortarle. Por fin, le rodeé con mis brazos y le aferré las
espaldas sin saber qué decir. Mi padre había solido gastar hasta el
último céntimo que poseía en libros. Eran toda su vida. Consumida ya la
hoguera, adiviné que algo había cambiado en su mente.

Se vio obligado a acudir a numerosas asambleas de denuncia. Por lo


general, la señora Shau y su grupo reclutaban un gran número de
Rebeldes externos para aumentar el tamaño de la muchedumbre y
contribuir a las manifestaciones de violencia. Uno de los comienzos
habituales consistía en cantar: «¡Diez mil años, y diez mil años más, y
aun otros diez mil años para nuestro Gran Maestro, Gran Líder, Gran
Caudillo y Gran Timonel, el presidente Mao!». Cada vez que se gritaban
los tres «diez mil» y los cuatro «Gran», todos los presentes alzaban sus
libros rojos al unísono. Mi padre se negaba. Decía que los «diez mil
años» era una locución que solía dirigirse a los emperadores, y que
resultaba inapropiada para el presidente Mao, un comunista.

Sus palabras desencadenaban un torrente de chillidos histéricos y


bofetones. En una de las asambleas, se ordenó a todos los objetivos que
se arrodillaran y saludaran con el kowtow un enorme retrato de Mao
situado al fondo del escenario. Los demás obedecieron, pero mi padre
rehusó. Dijo que arrodillarse y realizar el kowtow eran prácticas
feudales humillantes que los comunistas se habían comprometido a
eliminar. Los Rebeldes gritaron, le propinaron patadas en las rodillas y
le golpearon en la cabeza, pero aun así se esforzó por continuar en pie.
«¡No me arrodillaré! ¡No realizaré el kowtow!», exclamó con furia. La
multitud iracunda clamaba: «¡Inclina la cabeza y admite tus crímenes!»,
pero él contestó: «No he cometido crimen alguno. ¡No inclinaré la
cabeza!».

Varios jóvenes corpulentos saltaron sobre él para obligarle a postrarse,


pero tan pronto como se retiraron se levantó, alzó la cabeza y
contempló a los presentes con actitud desafiante. Sus atacantes le
tiraron de los cabellos y del cuello. Mi padre se debatía con fiereza.
Cuando la muchedumbre histérica comenzó a gritar acusándole de ser
anti-Revolución Cultural, él vociferó, colérico: «¿Qué clase de
Revolución Cultural es ésta? ¡En esto no hay nada de cultural! ¡No hay
más que brutalidad!».

Los que le estaban golpeando aullaron: «¡Es el presidente Mao quien


conduce la Revolución Cultural! ¿Cómo te atreves a oponerte a él?». Mi
padre elevó aún más la voz: «¡Me opongo a ella, incluso si la encabeza
el presidente Mao!».

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Se hizo un silencio total. «Oponerse al presidente Mao» constituía un
crimen castigado con la muerte. Muchas personas habían muerto
simplemente por haber sido acusadas de ello, incluso sin pruebas. Los
Rebeldes estaban estupefactos al comprobar que mi padre no parecía
estar asustado. Una vez se recobraron de la sorpresa inicial
comenzaron a golpearle de nuevo, exigiéndole que retirara sus
blasfemias. Él se negó. Enfurecidos, le ataron y le arrastraron hasta la
comisaría local, donde exigieron que se le mantuviera bajo custodia. Los
policías, sin embargo, se negaron. Apreciaban la ley y el orden, así
como a los funcionarios del Partido, y detestaban a los Rebeldes.
Dijeron que necesitaban autorización para arrestar a un funcionario de
la importancia de mi padre, y que nadie les había dado semejante orden.

Mi padre había de recibir aún numerosas palizas, pero siempre se


mantuvo en sus trece. Fue el único habitante del complejo que se
comportó así; de hecho, ni siquiera llegué a oír de nadie que hubiera
hecho algo similar, y muchas personas —incluidos algunos Rebeldes— le
admiraban en secreto. De vez en cuando, algún extraño que pasaba por
la calle murmuraba furtivamente cuan impresionado se había sentido
por mi padre. Algunos muchachos revelaron a mis hermanos que les
gustaría tener huesos tan fuertes como los de mi padre.

Tras su tormento cotidiano, mis padres regresaban a casa y a los


cuidados de mi abuela. Para entonces, ésta ya había olvidado su
resentimiento hacia mi padre, y él también había ablandado su postura
con respecto a ella. La abuela le aplicaba ungüentos en las heridas y
cataplasmas especiales para reducir los hematomas, y le hacía beber
pócimas preparadas con un polvo blanco llamado bai-yao que ayudarían
a curar sus lesiones internas.

Mis padres tenían la orden estricta de permanecer constantemente en


casa en espera de ser convocados para la próxima asamblea. La
posibilidad de ocultarse se hallaba fuera de toda cuestión. Toda China
era como una gran prisión. Cada casa y cada calle era vigilada por sus
propios habitantes. En aquel vasto territorio no había un solo lugar en
el que alguien pudiera esconderse.

Mis padres tampoco podían salir para su esparcimiento.


«Esparcimiento» se había convertido en un concepto anticuado: libros,
cuadros, instrumentos musicales, deportes, naipes, ajedrez, casas de té,
bares… todo había desaparecido. Los parques aparecían desiertos,
convertidos en áridos territorios saqueados en los que las flores y la
hierba habían sido arrancadas y las aves domesticadas y los peces de
colores exterminados. El cine, el teatro, los conciertos… todo había sido
prohibido. La señora Mao había hecho despejar los escenarios y las
pantallas para las ocho «óperas revolucionarias» en cuya producción
había colaborado personalmente, únicos espectáculos que uno estaba
autorizado a representar. En las provincias, la gente ni siquiera se
atrevía a escenificar aquéllas. Un director había sido condenado debido
a que el maquillaje que había aplicado al héroe torturado de una de las
óperas fue considerado excesivo por la señora Mao. Fue encarcelado

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por exagerar las penurias de la lucha revolucionaria. Apenas se nos
ocurría salir a dar un paseo. En el exterior reinaba una atmósfera
terrorífica, dominada por las violentas asambleas callejeras de denuncia
y los siniestros carteles y consignas pegados en los muros. Los
ciudadanos caminaban de un lado a otro como zombis, mostrando en
sus rostros una expresión amarga o atemorizada. Por si fuera poco, los
rostros entumecidos de mis padres los señalaban como condenados, por
lo que corrían el riesgo de verse insultados si salían.

El terror reinante quedaba reflejado por el hecho de que nadie osaba


quemar o tirar ningún periódico. Todas las primeras páginas portaban
el retrato de Mao, y cada pocas líneas aparecía una cita del líder. Había
que atesorar aquellos diarios, pues hubiera resultado catastrófico ser
sorprendido deshaciéndose de ellos. Conservarlos, sin embargo,
constituía también un problema: los ratones podían roer el retrato de
Mao o los periódicos podían sencillamente pudrirse, y cualquiera de
ambas cosas se hubiera considerado un crimen contra el líder. De
hecho, las primeras luchas rivales en gran escala ocurridas en Chengdu
fueron desencadenadas por unos guardias rojos que se habían sentado
accidentalmente sobre unos periódicos viejos en los que aparecía el
retrato de Mao. Una amiga del colegio de mi madre se vio impulsada al
suicidio porque al escribir «Amad encarecidamente al presidente Mao»
sobre un cartel mural había realizado sin darse cuenta un trazo más
corto de lo debido, lo que hacía que el carácter «encarecidamente» se
asemejara a otro que significa «tristemente».

Un día de febrero de 1967, mis padres, sumidos como estaban en las


profundidades de aquel terror agobiante, sostuvieron una larga
conversación de la que no tuve noticia hasta algunos años después. Mi
madre se hallaba sentada en el borde de la cama y mi padre, sentado en
un sillón de mimbre frente a ella, le dijo que por fin sabía cuál era el
auténtico propósito de la Revolución Cultural, y que aquella certeza
había destrozado su vida. Podía advertir claramente que no tenía nada
que ver con la democratización ni con proporcionar más libertad de
expresión a la gente corriente. No era sino una purga sangrienta
destinada a aumentar el poder personal de Mao.

Mi padre hablaba con lentitud y deliberación, escogiendo


cuidadosamente sus palabras.

—Pero el presidente Mao siempre se ha comportado de modo


magnánimo —dijo mi madre—. Incluso perdonó a Pu Yi. ¿Por qué ahora
no puede tolerar a los mismos camaradas de armas que lucharon con él
por una nueva China? ¿Cómo puede mostrarse tan despiadado con
ellos?

Mi padre, con voz baja pero intensa, repuso:

—¿Quién era Pu Yi? Era un criminal de guerra que no contaba con el


apoyo del pueblo. No podía hacer nada. Pero… —Cayó en un silencio

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significativo, y mi madre comprendió lo que quería decir: Mao no podía
tolerar ningún desafío. A continuación, preguntó:

—Pero ¿por qué nosotros, que al fin y al cabo no hacemos sino llevar a
cabo sus órdenes? ¿Y por qué incriminar a todas esas personas
inocentes? ¿Por qué causar tanta destrucción y sufrimiento?

Mi padre respondió:

—Quizá el presidente Mao opina que no podría conseguir su objetivo sin


poner todo patas arriba. Siempre ha sido una persona meticulosa… y
nunca le han asustado las bajas. —Tras una pausa grave, mi padre
prosiguió—: Esto no puede ser una revolución en ninguno de los
sentidos de la palabra. Hacer que el país y el pueblo paguen este precio
para asegurarse el poder tiene que ser incorrecto. De hecho, opino que
resulta criminal.

Mi madre olfateaba el desastre. Tras un razonamiento como aquél, su


esposo se sentiría obligado a actuar. Como ella esperaba, dijo:

—Voy a escribir una carta al presidente Mao.

Mi madre hundió el rostro entre sus manos.

—¿De qué te servirá? —exclamó—. ¿Cómo es posible que imagines


siquiera que el presidente Mao va a escucharte? ¿Por qué quieres
destruirte… para nada? ¡Esta vez no cuentes conmigo para llevarla a
Pekín!

Mi padre se inclinó hacia adelante y la besó.

—No estaba contando con que la llevaras tú. Voy a enviarla por correo.
—A continuación, le alzó la barbilla y la miró a los ojos. En tono de
desesperación, dijo—: ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué alternativas
me quedan? Debo hablar. Quizá con ello ayude. Debo hacerlo aunque
sólo sea para tranquilizar mi conciencia.

—¿Por qué es tan importante tu conciencia? —dijo mi madre—. ¿Acaso


es más importante que tus hijos? ¿Quieres verlos convertidos en negros?

Se produjo un largo silencio y, por fin, mi padre dijo con aire dubitativo.

—Imagino que deberías divorciarte de mí y educarlos a tu modo. —Una


vez más, reinó el silencio, lo que permitió a mi madre alimentar la
esperanza de que, consciente de las consecuencias, mi padre no se
encontrara del todo decidido a escribir la carta. Hacerlo sería, sin duda,
catastrófico.

Pasaron los días. A finales de febrero, un avión sobrevoló Chengdu


arrojando miles de hojas relucientes que descendieron flotando de aquel
cielo plomizo. Sobre ellas aparecía impresa la copia de una carta

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fechada el 17 de febrero y firmada por el Comité Militar Central, el
organismo supremo de oficiales de alto rango del Ejército. En la carta
se instaba a los Rebeldes a que desistieran de realizar más acciones
violentas. Aunque no condenaba directamente la Revolución Cultural,
constituía un claro intento por detenerla. Un colega enseñó el panfleto a
mi madre, y ella y mi padre experimentaron una oleada de esperanza.
Quizá los viejos y respetados mariscales chinos se habían decidido a
intervenir. Las calles del centro de Chengdu fueron escenario de una
enorme manifestación de apoyo al llamamiento de los mariscales.

Aquellos panfletos eran el resultado de secretos levantamientos


ocurridos en Pekín. A finales de enero, Mao había recurrido por primera
vez al Ejército en apoyo de los Rebeldes. La mayor parte de los altos
jerarcas militares —con excepción del ministro de Defensa, Lin Biao—
se habían mostrado furiosos, y el 14 y el 16 de febrero habían celebrado
largas reuniones con los líderes políticos. A éstas, sin embargo, no
acudieron ni el propio Mao ni su lugarteniente Lin Biao. Ambas fueron
presididas por Zhou Enlai. Los mariscales unieron sus fuerzas a las de
los miembros del Politburó que aún no habían sido depurados. Aquellos
mariscales habían acaudillado el Ejército comunista, y eran veteranos
de la Larga Marcha y héroes de la revolución. Condenaron la
Revolución Cultural por perseguir a personas inocentes y desestabilizar
el país. Uno de los viceprimeros ministros, Tan Zhenlin, estalló colérico:
«¡He seguido al presidente Mao toda mi vida, pero no pienso seguirle
más!». Inmediatamente a continuación de las reuniones, los mariscales
comenzaron a tomar medidas para detener la violencia y, dado que la
situación era especialmente grave en Sichuan, publicaron la carta del
17 de febrero dirigida especialmente a aquella provincia.

Zhou Enlai se negó a respaldar a la mayoría y prefirió continuar al lado


de Mao. El culto a la personalidad había dotado a este último de un
poder diabólico. Cualquier oposición era castigada sin tardanza. Mao
organizó ataques de las masas a los miembros disidentes del Politburó y
a los líderes militares, quienes sufrieron asaltos domiciliarios y se vieron
sometidos a brutales asambleas de denuncia. Incluso cuando Mao dio
orden de castigar a los mariscales, el propio Ejército no movió un dedo
para apoyarlos.

Aquel intento débil y aislado por enfrentarse a Mao y a su Revolución


Cultural se denominó oficialmente la Corriente Adversa de Febrero, y el
régimen publicó una crónica expurgada del mismo con objeto de
intensificar la violencia contra los seguidores del capitalismo.

Las reuniones de febrero señalaron un cambio en la trayectoria de Mao.


El líder advirtió que prácticamente todo el mundo se oponía a sus
políticas, lo que condujo a su total desmantelamiento del Partido, el cual
tan sólo conservó su nombre. El Politburó fue sustituido por la
Autoridad de la Revolución Cultural. Lin Biao no tardó en iniciar una
purga de jefes militares leales a los mariscales, y el papel del Comité
Militar Central fue asumido por su departamento personal, controlado a
través de su esposa. Para entonces, la camarilla de Mao era como una

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corte medieval, estructurada en torno a esposas, primos y aduladores
cortesanos. Mao envió delegados a todas las provincias para organizar
los Comités Revolucionarios que habían de sustituir el sistema del
Partido hasta las raíces y convertirse en el nuevo instrumento de su
poder personal.

En Sichuan, los delegados de Mao resultaron ser los antiguos conocidos


de mis padres, el señor y la señora Ting. Después de que mi familia
abandonara Yibin, los Ting habían pasado a tomar prácticamente el
control absoluto de la región. El señor Ting se había convertido en
secretario del Partido, y la señora Ting era jefa del Partido en la ciudad
de Yibin, la capital.

Los Ting se habían servido de su posición para desencadenar


interminables persecuciones y venganzas personales. Una de ellas
afectaba a un hombre que había sido guardaespaldas de la señora Ting
a comienzos de los cincuenta. La mujer había intentado seducirle varias
veces, y un día se quejó de dolores de estómago y ordenó al joven que le
aplicara un masaje en el abdomen. A continuación, guió su mano hasta
depositarla sobre sus partes íntimas. Inmediatamente, el
guardaespaldas retiró la mano y se marchó. La señora Ting le acusó de
haber intentado violarla y logró que le sentenciaran a tres años en un
campo de trabajo. Al Comité del Partido en Sichuan llegó una carta
anónima en la que se detallaban las auténticas circunstancias del caso,
y se ordenó realizar una investigación. Normalmente, los Ting no
hubieran debido ver aquella carta —dado que eran ellos los acusados—,
pero uno de sus secuaces se la enseñó. Inmediatamente, hicieron que
todos los miembros del Gobierno de Yibin escribieran un informe acerca
de una cuestión u otra con objeto de comprobar sus respectivas
caligrafías. Nunca lograron identificar al autor de la carta, pero la
investigación a que fueron sometidos no arrojó ningún resultado.

En Yibin, los Ting habían logrado aterrorizar tanto a los funcionarios


como a la gente corriente. Las sucesivas campañas políticas y el sistema
de cuotas les proporcionaban oportunidades ideales para dedicarse a la
caza de nuevas víctimas.

En 1959, los Ting se libraron del gobernador de Yibin, el hombre que


había sucedido a mi padre en 1953. El gobernador era un veterano de la
Larga Marcha, y su enorme popularidad despertó la envidia de los Ting.
Era conocido con el nombre de Li Sandalias de Paja porque siempre
calzaba sandalias campesinas como símbolo de su deseo de mantenerse
próximo a sus raíces rurales. De hecho, durante el Gran Salto Adelante
apenas había mostrado entusiasmo por forzar a los campesinos a
producir acero, y en 1959 había alzado su voz para condenar la
penuria. Los Ting le denunciaron como oportunista de derecha y
lograron que fuera degradado al puesto de agente comercial en la
cantina de una destilería. Murió durante la época del hambre, aunque
normalmente su puesto debería haberle proporcionado más ocasiones
qué a los demás para llenar el estómago. La autopsia demostró que su

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vientre no contenía otro alimento que paja. Había mantenido su
honestidad hasta la muerte.

Otro caso, acaecido igualmente en 1959, afectaba a un médico a quien


los Ting condenaron como enemigo de clase debido a que realizaba
diagnósticos verídicos de las víctimas del hambre… cuando aún estaba
prohibido mencionar el estado de escasez que se vivía.

Existían cientos de casos como aquéllos, tantos que mucha gente


arriesgó su vida escribiendo a las autoridades provinciales acerca de los
Ting. En 1962, época en la que éstos contaban con una posición de
fuerza en el Gobierno central, los moderados ordenaron una
investigación a nivel nacional acerca de las campañas previas y
rehabilitaron a muchas de sus víctimas. El Gobierno de Sichuan formó
un equipo encargado de investigar a los Ting, y éstos fueron declarados
culpables de haber cometido desmedidos abusos de poder. En
consecuencia, fueron destituidos y detenidos, y en 1956 el secretario
general Deng Xiaoping firmó una orden por la que se les expulsaba del
Partido.

Cuando comenzó la Revolución Cultural, los Ting lograron escapar de


un modo u otro y huyeron a Pekín, donde apelaron a la Autoridad de la
Revolución Cultural. Se presentaron como héroes que habían apoyado
la lucha de clases y que por ello se habían visto perseguidos por las
viejas autoridades del Partido. De hecho, mi madre se topó con ellos en
una de las ocasiones en que acudió a la oficina de quejas. Ambos le
solicitaron afectuosamente su dirección en Pekín, pero ella rehusó
dársela.

Los Ting lograron captar la atención de Chen Boda, uno de los líderes
de las Autoridades de la Revolución Cultural y antiguo jefe de mi padre
en Yan’an. A través de él, obtuvieron una entrevista con la señora Mao,
quien inmediatamente los reconoció como almas gemelas. La
motivación que había impulsado a la señora Mao a iniciar la Revolución
Cultural tenía mucho menos que ver con la política que con el deseo de
arreglar viejas cuentas, algunas de ellas de la más mezquina índole.
Había intervenido personalmente en la persecución de la señora de Liu
Shaoqi debido a que, como ella misma reveló a los guardias rojos, le
enfurecían los viajes que realizaba al extranjero en compañía de su
esposo, entonces presidente. Mao sólo viajó al extranjero en dos
ocasiones, ambas a Rusia y ambas sin la compañía de la señora Mao.
Aún peor, durante sus viajes al extranjero era posible ver a la señora Liu
vistiendo elegantes trajes y joyas que nadie podía lucir en la austera
China de Mao. La señora Liu fue acusada de ser una agente de la CÍA y
encarcelada. A duras penas logró escapar a la muerte.

En los años treinta, antes de que la señora Liu y la señora Mao se


conocieran, esta última había trabajado como actriz de segunda fila en
Shanghai, y siempre se había sentido despreciada por los intelectuales
del lugar. Algunos de ellos eran líderes comunistas en la clandestinidad
que a partir de 1949 se convirtieron en figuras representativas del

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Departamento Central de Asuntos Públicos. En parte para vengarse de
la humillación —real o imaginaria— sufrida en Shanghai treinta años
antes, la señora Mao llegó a extremos inconcebibles para descubrir
elementos «antipresidente Mao y antisocialistas» a través de sus obras.
La retirada de Mao entre bastidores durante la hambruna proporcionó
a su esposa la ocasión de alcanzar una mayor proximidad a él. Así, en
su intento por acabar con sus enemigos logró condenar la totalidad del
sistema que funcionaba bajo ellos, es decir, todos los Departamentos de
Asuntos Públicos del País.

También se vengó de los actores y actrices que habían despertado sus


celos en la época de Shanghai. Una actriz llamada Wang Ying había
interpretado un papel anhelado por la señora Mao. Treinta años más
tarde, en 1966, la señora Mao la encarceló junto con su marido a
perpetuidad. Wang Ying se suicidó en la cárcel en 1974.

Algunas décadas atrás, otra actriz bien conocida, Sun Wei-shi, había
aparecido en cierta ocasión en compañía de la señora Mao en una obra
representada en Yan’an a la que el propio Mao había acudido como
espectador. Aparentemente, la actuación de Sun había sido mejor
recibida que la de la señora Mao, y había hecho a la joven sumamente
popular entre los principales líderes, Mao incluido. Dado que era hija
adoptiva de Zhou Enlai, nunca sintió necesidad de dar jabón a la señora
Mao. En 1968, sin embargo, ésta la hizo detener junto con su hermano y
torturó a ambos hasta la muerte. Ni siquiera el poder de Zhou Enlai
bastó para protegerla.

Las venganzas de la señora Mao fueron transmitiéndose gradualmente


entre la población por vía verbal; asimismo, su carácter quedaba
claramente de manifiesto en sus arengas, posteriormente reproducidas
en carteles murales. Aunque había de llegar a convertirse en un
personaje casi universalmente odiado, a comienzos de 1967 sus vilezas
eran aún prácticamente desconocidas.

La señora Mao y los Ting pertenecían a la misma ralea, conocida en la


China de Mao con el nombre de zheng-ren , «gente que persigue
funcionarios». El modo incansable y obsesivo con que perseguían a las
personas y sus sangrientos métodos alcanzaban niveles realmente
espeluznantes. En marzo de 1967, un documento firmado por Mao
anunció que los Ting habían sido rehabilitados y autorizados para
formar el Comité Revolucionario de Sichuan.

Se organizó una autoridad transitoria llamada Comité Revolucionario


Preparatorio de Sichuan. Dicho comité estaba formado por dos
generales —el principal comisario político y el jefe de la Región Militar
de Sichuan (una de las ocho regiones militares chinas)— y por los Ting.
Mao había decretado que todos los Comités Revolucionarios debían
estar integrados por tres componentes: el Ejército local, los
representantes de los Rebeldes y los funcionarios revolucionarios. Estos
últimos debían ser escogidos entre antiguos funcionarios, y su elección

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correspondió a los Ting, pues eran ellos los que realmente dirigían el
comité.

A finales de marzo de 1967, los Ting acudieron a ver a mi padre.


Querían incluirle en el comité. Mi padre gozaba de un elevado prestigio
entre sus colegas como hombre honesto y justo. Incluso los Ting
apreciaban sus cualidades, especialmente debido a que sabían que
durante la época en que cayeron en desgracia éste no había —como
otros— añadido una denuncia personal a sus cargos. Por otra parte,
necesitaban a alguien de su capacidad.

Mi padre les recibió con la debida cortesía, pero mi abuela les dio una
calurosa bienvenida. Poco había llegado a sus oídos de las venganzas de
los Ting, pero sabía que había sido la señora Ting quien había
autorizado la entrega de los preciosos medicamentos norteamericanos
que habían sanado la tuberculosis que padeciera mi madre cuando
estaba embarazada de mí.

Cuando los Ting entraron en las estancias de mi padre, mi abuela corrió


a buscar masa y, en breve, la cocina se llenó con la sonora y rítmica
melodía de la carne al ser troceada. Picó carne de cerdo, cortó un
manojo de tiernas cebolletas jóvenes, mezcló varias especias y vertió
aceite de colza caliente sobre polvo de chile para preparar la salsa del
almuerzo tradicional de bienvenida a base de pasta hervida.

En el despacho de mi padre, los Ting le contaron a éste cómo habían


sido rehabilitados y le revelaron su nueva situación. Le dijeron que
habían estado en su departamento y que se habían enterado a través de
los Rebeldes de los problemas que había tenido. No obstante, afirmaron,
siempre le habían apreciado en los viejos tiempos de Yibin, aún sentían
gran estima por él y querían que volviera a trabajar con ellos. Le
prometieron que todas las declaraciones incriminatorias que había
realizado podían ser olvidadas si cooperaba. No sólo eso, sino que
podría volver a ascender en la estructura de poder ocupándose, por
ejemplo, de todos los asuntos culturales de Sichuan. Dieron a entender
con claridad que se trataba de una oferta que no podía permitirse el lujo
de rechazar. Mi padre se había enterado del nombramiento de los Ting a
través de mi madre, quien a su vez lo había leído en diversos carteles
murales. Al saberlo, le había dicho a ella: «No debemos fiarnos de
rumores. ¡Eso que dices es imposible!». Le parecía increíble que Mao
hubiera situado a aquella pareja en puestos vitales. Intentando contener
su repugnancia, dijo:

—Lo siento. No puedo aceptar su oferta.

La señora Ting espetó:

—Le estamos haciendo un gran favor que muchos otros habrían


implorado de rodillas. ¿Es usted consciente de la situación en la que se
encuentra y de quiénes somos nosotros ahora?

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La cólera de mi padre aumentó. Dijo:

—Me hago responsable personalmente de cualquier cosa que haya


podido decir o hacer. No quiero verme mezclado con ustedes.

Durante la acalorada discusión que siguió, aseguró que había


considerado justo el castigo a que ambos habían sido sometidos y dijo
que nunca deberían habérseles confiado tan importantes puestos.
Estupefactos, los Ting le dijeron que tuviera cuidado con lo que decía:
era el propio presidente Mao quien los había rehabilitado y calificado de
«buenos funcionarios».

Mi padre prosiguió, estimulado por la indignación que sentía:

—El presidente Mao no puede haber conocido todos los hechos acerca
de ustedes. ¿Qué clase de «buenos funcionarios» son ustedes? Han
cometido errores imperdonables. —Se contuvo para no decir
«crímenes».

—¡Cómo se atreve a poner en tela de juicio las palabras de Mao! —


exclamó la señora Ting—. El vicepresidente Lin Biao ha dicho: «¡Cada
palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la
verdad universal y absoluta!».

—Que una palabra signifique una palabra —repuso mi padre—


constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es
humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil. La
afirmación del vicepresidente Lin Biao fue retórica, y no debe ser
entendida de un modo literal.

Según ellos mismos lo relataron posteriormente, los Ting no podían dar


crédito a lo que oían. Advirtieron a mi padre que aquel modo de pensar,
hablar y comportarse era contrario a la Revolución Cultural
encabezada por el presidente Mao. A ello repuso mi padre que le
encantaría tener la ocasión de discutir con el presidente Mao de todo
aquel asunto. Decir aquello resultaba tan suicida que los Ting se
quedaron sin habla. Tras un intervalo en silencio, ambos se levantaron
para partir.

Mi abuela oyó sus pisadas indignadas y salió corriendo de la cocina con


las manos blancas por la harina de trigo en la que había estado
rebozando la masa. Al hacerlo, chocó con la señora Ting y rogó a la
pareja que se quedara a almorzar. La señora Ting hizo como si no
existiera, salió furiosa del apartamento, y comenzó a descender las
escaleras. Al llegar al rellano, se detuvo, giró en redondo y gritó
colérica a mi padre, que había salido tras ellos:

—¿Acaso está loco? Se lo pregunto por última vez: ¿aún rehúsa aceptar
mi ayuda? Imagino que será consciente de que puedo hacer con usted lo
que quiera.

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—No quiero tener nada que ver con ustedes —dijo mi padre—. Ustedes y
yo pertenecemos a especies distintas.

Dicho aquello regresó a su despacho, dejando en las escaleras a mi


atónita y atemorizada abuela. Salió casi de inmediato portando un
tintero de piedra con el que entró en el cuarto de baño. Tras verter unas
cuantas gotas de agua sobre la piedra, regresó a su despacho con aire
pensativo. A continuación, se sentó ante su mesa y comenzó a deshacer
una barra de tinta a base de hacerla girar una y otra vez sobre la piedra
hasta obtener un líquido negro y espeso. Luego extendió una hoja en
blanco frente a él. En pocos minutos había concluido su segunda carta a
Mao. Comenzaba diciendo: «Presidente Mao, apelo a usted, de
comunista a comunista, para que detenga la Revolución Cultural». La
carta continuaba con una descripción de los desastres en los que ésta
había sumido a China, y concluía: «Temo lo peor para nuestro Partido y
nuestro país si a gente como Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting se les concede
un poder que afecta a las vidas de decenas de millones de personas».

Dirigió el sobre al «Presidente Mao, Pekín», y lo llevó personalmente a


la oficina de correos que había al comienzo de la calle. Envió la carta
por correo aéreo y certificado. El empleado que atendía el mostrador
tomó el sobre y paseó la mirada por él con expresión absolutamente
inmutable. Por fin, mi padre regresó caminando a casa… a esperar.

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20. «No venderé mi alma»

Mi padre detenido (1967-1968)

Una tarde, tres días después de enviar mi padre su carta a Mao, mi


madre oyó que llamaban con los nudillos a la puerta de nuestro
apartamento y salió a abrir. Entraron tres hombres, vestidos con el
holgado atuendo azul similar a un uniforme que llevaban todos los
hombres en China. Mi padre conocía a uno de ellos: había trabajado
como conserje en su departamento y ahora era militante Rebelde. Uno
de los otros, un individuo de elevada estatura con un rostro delgado y
cubierto de forúnculos, anunció que eran Rebeldes de la policía y que
habían venido a detenerle por ser un contrarrevolucionario en activo
que ataca al presidente Mao y a la Revolución Cultural. A continuación,
él y el tercer hombre, más bajo y robusto que su compañero, aferraron
a mi padre por los brazos y le indicaron con un gesto que se pusiera en
marcha.

No le mostraron tarjeta de identidad alguna, y mucho menos una orden


de detención. Sin embargo, no cabía duda de que se trataba de policías
Rebeldes de paisano. Su autoridad era incuestionable, ya que venían en
compañía de un Rebelde del departamento de mi padre.

Aunque no mencionaron su carta a Mao, mi padre supo que debía de


haber sido interceptada, como era poco menos que inevitable. Ya había
contado con que sería probablemente arrestado, no sólo porque había
vertido sus blasfemias sobre el papel sino porque ahora existía una
autoridad —los Ting— capacitada para sancionar su detención. A pesar
de ello, había preferido aferrarse a la única esperanza que le quedaba,
por remota que fuera. Así pues, se mostró tenso y silencioso, pero no
protestó. Cuando salía del apartamento se detuvo un instante y dijo
suavemente a mi madre: «No guardes rencor al Partido. Ten confianza
en que sabrá corregir sus errores, por graves que éstos sean. Divórciate
de mí y transmite mi amor a nuestros hijos. No permitas que se
alarmen».

Aquella tarde, cuando llegué a casa, descubrí la ausencia de mis padres.


Mi abuela me dijo que mi madre había partido hacia Pekín para
interceder por mi padre, quien había sido detenido por Rebeldes de su
departamento. No pronunció la palabra «policía», ya que ello me
hubiera resultado demasiado inquietante al tratarse de una forma de
detención más seria e irreversible que un simple arresto por los
Rebeldes.

Corrí al departamento de mi padre a preguntar dónde estaba, pero no


obtuve otra respuesta que una variada colección de exabruptos
encabezados por la señora Shau: «Tienes que trazar una línea entre tú y
ese pestilente seguidor del capitalismo que tienes como padre —decían

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—. Esté donde esté, lo tiene bien empleado». Conteniendo mi ira y mis
lágrimas, me sentí rebosante de odio hacia aquellos adultos
supuestamente inteligentes. No tenían necesidad alguna de mostrarse
tan despiadados ni tan brutales. Incluso en aquellos días, hubiera sido
perfectamente posible para ellos mostrar una expresión más amable y
un tono más compasivo o incluso limitarse a guardar silencio.

Fue en aquella época cuando desarrollé mi propio modo de dividir a los


chinos en dos clases, aquellos que eran humanos y aquellos que no lo
eran. Había hecho falta una agitación como la que había supuesto la
Revolución Cultural para sacar a la luz aquellas características de las
personas, ya se tratara de guardias rojos adolescentes, Rebeldes adultos
o seguidores del capitalismo.

Mi madre, entretanto, esperaba en la estación la llegada del tren que


había de conducirla a Pekín por segunda vez. Esta vez, se sentía mucho
más pesimista que seis meses antes. Entonces, aún había habido una
ligera posibilidad de obtener cierta justicia, pero ahora resultaba
prácticamente imposible. Sin embargo, mi madre no se rindió a la
desesperación. Estaba dispuesta a luchar.

Había decidido que la persona a quien tenía que ver era el primer
ministro Zhou Enlai. De nada servía hablar con ningún otro. Si se
entrevistaba con otra persona, ello sólo serviría para acelerar la caída
de su esposo, su familia y ella misma. Sabía que Zhou era
considerablemente más moderado que la señora Mao y que la Autoridad
de la Revolución Cultural, y también que poseía un notable poder sobre
los Rebeldes, a los que transmitía órdenes casi a diario.

Sin embargo, intentar verle era como penetrar en la Casa Blanca o


tratar de entrevistarse a solas con el Papa. Incluso si lograba llegar a
Pekín sin que la detuvieran y daba con la oficina de quejas adecuada, no
podría especificar a quién querría ver ya que ello se consideraría un
insulto —incluso un ataque— hacia otros líderes. Su ansiedad aumentó,
ya que ignoraba si su ausencia había sido ya descubierta por los
Rebeldes. Se suponía que debía esperar que la convocaran para asistir a
su próxima asamblea de denuncia, pero existía una posibilidad de pasar
desapercibida: acaso cada grupo de Rebeldes pensara que estaba ya en
manos de otro.

Mientras esperaba, vio un enorme estandarte en el que se leían las


palabras: «Delegación de Peticionarios del Chengdu Rojo para Pekín». A
su alrededor se agolpaba una multitud de unos doscientos jóvenes que
rondarían los veinte años de edad. Por la lectura del resto de sus
pancartas resultaba evidente que se trataba de estudiantes
universitarios que viajaban a Pekín para protestar contra los Ting. Es
más, los estandartes proclamaban que habían conseguido fijar una
entrevista con el primer ministro Zhou.

El Chengdu Rojo era relativamente moderado comparado con su grupo


rival, el 26 de Agosto. Los Ting se habían unido al 26 de Agosto, pero el

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Chengdu Rojo se negó a darse por vencido. El poder de los Ting no era
absoluto, por muy apoyados que estuvieran por Mao y la Autoridad de
la Revolución Cultural.

En aquella época, la Revolución Cultural se hallaba dominada por


intensas luchas entre las distintas facciones de grupos Rebeldes. Habían
dado comienzo tan pronto como Mao dio la señal para arrebatar el
poder a los seguidores del capitalismo y ahora, tres meses después, la
mayor parte de los líderes Rebeldes comenzaban a emerger como algo
muy distinto de los funcionarios comunistas que habían expulsado: no
eran sino oportunistas indisciplinados que ni siquiera cabía considerar
como fanáticos maoístas. Mao los había exhortado a unirse y compartir
el poder, pero ellos tan sólo habían obedecido sus indicaciones de
boquilla. Unos y otros recurrían a las citas de Mao para atacarse
mutuamente, sirviéndose cínicamente del espíritu evasivo y santón del
líder: fuera cual fuese la situación, era sumamente sencillo encontrar
una cita de Mao que resultara apropiada para la misma, e incluso que
pudiera utilizarse para respaldar dos argumentos opuestos. Mao sabía
que su deleznable filosofía estaba empezando a volverse contra él, pero
no podía intervenir de modo explícito sin arriesgarse a perder su
imagen mística y remota.

El Chengdu Rojo sabía que para destruir al 26 de Agosto tenía que


eliminar a los Ting. Conocían la reputación de ambición y ansia de
poder que les rodeaba, y la comentaban sin cesar, algunos en voz baja y
otros más abiertamente. Ni siquiera la aprobación personal concedida
por Mao a la pareja había bastado para frenar al Chengdu Rojo, y era
en este contexto en el que el grupo había decidido enviar a los
estudiantes a Pekín. Zhou Enlai había prometido recibirles debido a que,
en tanto que uno de los dos grupos Rebeldes de Sichuan, el Chengdu
Rojo contaba con millones de partidarios.

Mi madre siguió a la muchedumbre de sus miembros mientras les era


franqueado el paso a través del control de billetes para acceder al
andén junto al que resoplaba el expreso de Pekín. Cuando intentaba
subir a uno de los vagones con ellos, un estudiante la detuvo:

—¿Quién eres tú? —gritó. Mi madre, con treinta y cinco años de edad, a
duras penas podía pasar por una estudiante—. Tú no eres una de
nosotros. ¡Bájate!

Mi madre se aferró con fuerza a la barra de la portezuela.

—¡Yo también voy a Pekín a protestar contra los Ting! —exclamó—.


Conozco a ambos desde hace tiempo.

El hombre la contemplaba con expresión incrédula, pero de pronto oyó


a sus espaldas las voces de un hombre y una mujer:

—¡Déjala entrar! ¡Oigamos qué tiene que decir!

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Mi madre se abrió camino hacia el interior del compartimento atestado
y se sentó entre el hombre y la mujer, quienes se presentaron como
oficiales del Chengdu Rojo. El hombre se llamaba Yong, y la mujer Yan.
Ambos eran estudiantes de la Universidad de Chengdu.

Por sus palabras, mi madre dedujo que los estudiantes no sabían gran
cosa de los Ting. Les contó todo cuanto pudo recordar de algunos de los
numerosos casos de persecución en que habían participado en Yibin
antes de la Revolución Cultural, acerca del intento de la señora Ting por
seducir a mi padre en 1953, de la reciente visita de la pareja y de la
negativa de mi padre a colaborar con ellos. Dijo que los Ting habían
ordenado detener a mi padre debido a que éste había escrito al
presidente Mao oponiéndose a su nombramiento como nuevos líderes de
Sichuan.

Yan y Yong prometieron llevarla a su entrevista con Zhou Enlai. Mi


madre permaneció despierta durante toda la noche, planeando qué le
diría y cómo.

Cuando la delegación llegó a la estación de Pekín, había un


representante del primer ministro esperándola. Fueron trasladados a
una residencia de huéspedes del Gobierno, y se les dijo que Zhou les
recibiría la próxima tarde.

Al día siguiente, aprovechando la ausencia de los estudiantes, mi madre


preparó una apelación escrita para Zhou. Cabía la posibilidad de que no
llegara a tener oportunidad de hablar con él, y en cualquier caso era
preferible realizar las apelaciones por escrito. A las nueve de la noche
acudió en compañía de los estudiantes al Gran Palacio del Pueblo
situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. La reunión había
de celebrarse en el salón Sichuan que mi padre había ayudado a
decorar en 1959. Los estudiantes se sentaron formando un semicírculo
frente al primer ministro. No había asientos suficientes, por lo que
algunos se acomodaron en el suelo enmoquetado. Mi madre ocupó un
lugar de la fila posterior.

Sabía que su discurso tendría que ser breve y eficaz, y volvió a


ensayarlo mentalmente a medida que transcurría la entrevista. Se sentía
demasiado preocupada para prestar atención a lo que decían los
estudiantes. Tan sólo observaba las reacciones del primer ministro,
quien asentía de vez en cuando con la cabeza sin demostrar aprobación
o desagrado en ningún momento. Se limitaba a escuchar y,
ocasionalmente, realizaba observaciones genéricas acerca de la
necesidad de «unirse» y «seguir al presidente Mao». Entretanto, un
ayudante iba tomando notas.

De repente, oyó que el primer ministro decía a modo de conclusión:

—¿Algo más?

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Mi madre saltó disparada del asiento.

—Primer ministro, yo tengo algo más que decir.

Zhou elevó la mirada. Era evidente que mi madre no era una estudiante.

—¿Quién eres? —preguntó.

Mi madre le dio su nombre y su grado y prosiguió sin detenerse:

—Mi esposo ha sido arrestado bajo la acusación de ser un


contrarrevolucionario en activo. He venido en busca de justicia. —A
continuación, anunció el nombre y la posición de mi padre.

Zhou aguzó la mirada. Mi padre ocupaba una posición importante.

—Los estudiantes pueden salir —dijo—. Hablaré contigo en privado.

Mi madre ansiaba poder hablar a solas con Zhou, pero ya había


decidido sacrificar la ocasión de hacerlo en beneficio de un objetivo más
importante.

—Primer ministro, querría que los estudiantes se quedaran para ser


testigos de lo que voy a decir. —Mientras decía esto, alargó su apelación
al estudiante que tenía delante, quien se la entregó a Zhou. El primer
ministro asintió.

—De acuerdo. Continúa.

Hablando rápidamente, pero con claridad, mi madre dijo que mi padre


había sido arrestado por lo que había escrito en una carta dirigida al
presidente Mao. Mi padre se oponía al nombramiento de los Ting como
nuevos líderes de Sichuan debido a su reputación de cometer abusos de
poder, de algunos de los cuales había sido testigo en Yibin. Además de
eso, dijo brevemente:

—La carta de mi esposo contenía asimismo graves errores acerca de la


Revolución Cultural.

Había reflexionado cuidadosamente sobre cómo expresaría aquello.


Tenía que proporcionar a Zhou una crónica veraz, pero no podía repetir
las palabras exactas de mi padre por miedo a los Rebeldes. Debía ser lo
más abstracta posible:

—Mi esposo alimentaba algunas opiniones gravemente erróneas. No


obstante, nunca las expresó en público. Se limitó a seguir las
indicaciones del Partido Comunista y decidió confiarlas al presidente
Mao. Según las normas, ello constituye un derecho legítimo de todo
miembro del Partido, y no debiera utilizarse como excusa para
detenerle. He venido aquí en busca de justicia para él.

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Cuando cruzó su mirada con la de Zhou Enlai, mi madre advirtió que el
líder había comprendido el contenido real de la carta de mi padre y el
dilema al que se enfrentaba por no poder expresarse con claridad. Tras
echar un vistazo a la apelación de mi madre, se volvió hacia un
ayudante sentado tras él y le susurró algo al oído. En la sala se había
hecho un silencio mortal. Todos los ojos estaban fijos en el primer
ministro.

El ayudante alargó a Zhou unas cuantas hojas de papel impresas con el


membrete del Consejo de Estado (el Consejo de Ministros). Zhou
comenzó a escribir con el gesto ligeramente forzado habitual en él desde
que, años atrás, se rompiera el brazo al caerse del caballo en Yan’an.
Cuando terminó, entregó el papel al ayudante, quien procedió a leerlo
en voz alta.

«Primero: Como miembro del Partido Comunista, Chang Shou-yu tiene


derecho a escribir a la dirección del Partido. Independientemente de la
gravedad de los errores que pueda contener su misiva, ésta no podrá
ser utilizada para acusarle de contrarrevolucionario. Segundo: Como
Director Adjunto del Departamento de Asuntos Públicos de la Provincia
de Sichuan, Chang Shou-yu debe aceptar someterse a la investigación y
crítica del pueblo. Tercero: Todo veredicto final sobre Chang Shou-yu
debe esperar hasta la conclusión de la Revolución Cultural. Zhou Enlai».

Mi madre se sentía incapaz de hablar ante el alivio que sentía. La nota


no estaba dirigida a los nuevos líderes de Sichuan, como hubiera sido el
procedimiento habitual, por lo que no estaba obligada a entregársela a
ellos ni a nadie. Zhou había querido que pudiera conservarla para
mostrársela a quienquiera que pudiera resultarle útil.

Yan y Yong estaban sentados, a la izquierda de mi madre. Cuando ésta


se volvió hacia ellos, vio que sus rostros se hallaban distendidos en una
mueca de alegría.

Dos días más tarde tomó el tren de regreso a Chengdu. No se separó de


Yan y Yong en ningún momento, pues temía que la existencia de la carta
pudiera haber llegado a oídos de los Ting y éstos enviaran a sus esbirros
para arrebatársela y capturarla a ella. Yan y Yong pensaban asimismo
que resultaba vital que permaneciera con ellos «en caso de que el 26 de
Agosto decida secuestrarte». Al llegar, insistieron en acompañarla de la
estación al apartamento. Mi abuela les ofreció tortitas de cerdo con
cebolleta que ellos devoraron rápidamente.

Yo no tardé en tomar afecto a Yan y Yong. ¡Pensar que eran Rebeldes y,


sin embargo, tan bondadosos, tan afectuosos y tan amables con mi
familia! Me parecía increíble. También me resultó evidente desde el
primer momento que estaban enamorados: el modo en que se miraban
el uno al otro y la manera de tocarse y bromear eran sumamente
infrecuentes en público. Oí a mi abuela susurrar a mi madre que sería
agradable hacerles algún regalo con motivo de su boda. Ella repuso que
era imposible, y que podría acarrear problemas para la pareja si

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llegaba a saberse. Aceptar «sobornos» de un seguidor del capitalismo
era un delito serio.

Yan tenía veinticuatro años, y había estado cursando su tercer año de


contabilidad en la Universidad de Chengdu. Su rostro vivaracho
aparecía dominado por unas gruesas gafas. Reía con frecuencia,
echando la cabeza hacia atrás. Poseía una risa sumamente cálida. En
aquella época, el atuendo habitual de los hombres, mujeres y niños de
China consistía en una chaqueta y unos pantalones de color azul oscuro
o gris. No se permitía que la ropa llevara dibujo alguno. A pesar de tal
uniformidad, algunas mujeres se las ingeniaban para vestir dando
muestras de cuidado y elegancia, mas no así Yan, cuyo aspecto siempre
hacía pensar que se había equivocado de ojales al abotonarse. Llevaba
sus cabellos cortos impacientemente atados en una desgreñada coleta.
Al parecer, ni siquiera el amor podía inducirla a prestar más atención a
su aspecto.

Yong parecía algo más preocupado por la elegancia. Calzaba un par de


sandalias de paja que destacaban bajo las perneras arrolladas de su
pantalón. Las sandalias de paja constituían una especie de moda entre
ciertos estudiantes por la asociación que establecían con los
campesinos. Yong tenía aspecto de ser inteligente y sensible en grado
sumo, y a mí me tenía fascinada.

Tras disfrutar de un alegre almuerzo, Yan y Yong se despidieron. Mi


madre los acompañó escaleras abajo, y ellos le susurraron que convenía
que guardara la nota de Zhou Enlai en lugar seguro. Mi madre no nos
dijo nada a mí ni a mis hermanos acerca de su entrevista con el primer
ministro.

Aquella tarde, fue a ver a uno de sus antiguos colegas y le enseñó la


carta de Zhou. Chen Mo había trabajado con mis padres en Yibin a
comienzos de los cincuenta, y se llevaba bien con ambos. Asimismo, se
las había ingeniado para mantener una buena relación con los Ting, y
cuando éstos fueron rehabilitados se unió de nuevo a ellos. Mi madre,
deshecha en lágrimas, le suplicó su colaboración para obtener la puesta
en libertad de mi padre en recuerdo de los viejos tiempos, y él le
prometió hablar con los Ting.

Pasó el tiempo y, por fin, en el mes de abril, reapareció mi padre. Al


verle, experimenté un alivio y felicidad inmensos, pero mi alegría se
trocó casi inmediatamente en horror. En sus ojos resplandecía una luz
extraña. Se negó a revelarnos dónde había estado y, cuando por fin
habló, apenas pude comprender sus palabras. Pasaba los días y las
noches sin poder dormir, y caminaba de un lado a otro del apartamento
hablando consigo mismo. Un día, nos obligó a todos los miembros de la
familia a salir bajo una lluvia torrencial, diciéndonos que así
experimentaríamos la tormenta revolucionaria. Otro día, después de
recoger el sobre con su paga, lo arrojó al fogón de la cocina afirmando
que con ello buscaba romper con la propiedad privada. Poco a poco,

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fuimos conscientes de la terrible realidad: mi padre había perdido el
juicio.

Mi madre se convirtió en el objetivo principal de su locura. Solía


enfurecerse con ella, llamándola «sinvergüenza» y «cobarde» y
acusándola de haber «vendido el alma». A continuación, sin previo
aviso, se mostraba embarazosamente cariñoso con ella en presencia de
todos nosotros, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba y hasta qué
punto había sido un mal marido mientras suplicaba que le perdonara y
volviera con él.

El día de su llegada, había mirado a mi madre con aire suspicaz, tras lo


cual le preguntó qué había estado haciendo. Ella dijo que había viajado
a Pekín para solicitar su puesta en libertad. Él sacudió la cabeza con
incredulidad y pidió que le mostrara alguna prueba de ello. Mi madre
prefirió no hablarle de la nota de Zhou Enlai. Era consciente de que mi
padre ya no era el mismo, y temía que pudiera entregar la carta a
alguien —incluso a los Ting— si el Partido así se lo ordenaba. Ni
siquiera podía invocar a Yan y Yong como testigos, pues mi padre habría
juzgado incorrecto mezclarse con una facción de la Guardia Roja.

Continuó retornando obsesivamente al mismo tema. Todos los días


interrogaba a mi madre, de cuyo relato extraía aparentes
inconsistencias. Sus sospechas y confusión fueron en aumento. La
cólera que sentía hacia mi madre comenzó a rozar la violencia. Mis
hermanos y yo queríamos ayudarla, e intentamos contribuir a prestar
convencimiento a su historia a pesar de que nosotros mismos no la
conocíamos sino vagamente Ni que decir tiene que cuando mi padre
comenzó a interrogarnos se le antojó aún más embrollada.

Lo que había sucedido en realidad era que, mientras estuvo en prisión,


sus interrogadores no habían cesado de decirle que su mujer y su
familia le abandonarían si no escribía su «confesión». La insistencia por
obtener confesiones firmadas constituía una práctica habitual. Para
destrozar la moral de las víctimas resultaba esencial obligarlas a
admitir sus «culpas». Mi padre, sin embargo, dijo que no tenía nada que
confesar y que nada escribiría.

En vista de ello, sus interrogadores le dijeron que mi madre le había


denunciado. Cuando pidió que su mujer fuera autorizada para visitarle
se le dijo que ya había recibido la autorización correspondiente pero
que se había negado con objeto de demostrar que había «trazado una
línea» entre ella y él. Cuando los interrogadores advirtieron que mi
padre comenzaba a oír cosas —síntoma evidente de esquizofrenia— le
señalaron la existencia de un débil murmullo de conversaciones
procedente de la habitación contigua, asegurándole que mi madre
estaba allí pero que se negaría a verle en tanto no hubiera escrito su
confesión. Los interrogadores representaban su, papel de un modo tan
verídico que mi padre llegó a pensar que realmente oía la voz de su
mujer… Su mente comenzó a venirse abajo pero, aun así, continuó
negándose a confesar.

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Al ser puesto en libertad, uno de sus interrogadores le dijo que se le
permitía regresar a casa para permanecer bajo la supervisión de su
esposa, «a quien el Partido ha asignado tu vigilancia». Su hogar,
dijeron, sería su nueva prisión. Dado que ignoraba el motivo de su
súbita puesta en libertad, su propia confusión le indujo a aceptar la
explicación.

Mi madre ignoraba todo lo que le había sucedido en la cárcel. Cuando


mi padre le preguntó el motivo de su liberación, no pudo darle una
respuesta satisfactoria. No sólo no podía revelar la existencia de la nota
de Zhou Enlai, sino que tampoco podía mencionar su visita a Chen Mo,
quien se había convertido en el brazo derecho de los Ting. Mi padre no
hubiera tolerado que su esposa hubiera suplicado un favor a los Ting.
Sumidos en aquel círculo vicioso, el dilema de mi madre y la locura de
mi padre continuaron creciendo y alimentándose mutuamente.

Mi madre intentó someterle a tratamiento médico. Acudió a la clínica


asignada al antiguo Gobierno provincial. Lo intentó en los sanatorios
mentales. Sin embargo, tan pronto como los funcionarios de recepción
oían el nombre de mi padre sacudían la cabeza negativamente. No
podían admitirle sin permiso de las autoridades, permiso que no estaban
dispuestos a solicitar ellos mismos.

Mi madre acudió al grupo Rebelde dominante en el departamento de mi


padre y pidió que se autorizara su hospitalización. Se trataba del grupo
encabezado por la señora Shau, y se hallaba bajo el firme control de los
Ting. La señora Shau espetó a mi madre que mi padre estaba fingiendo
una enfermedad mental para eludir su castigo, y que ella le estaba
ayudando, sirviéndose para ello de sus propios antecedentes (dado que
su padrastro, el doctor Xia, había sido médico). Mi padre —dijo un
Rebelde, citando una de las consignas coreadas a la sazón para jactarse
de la implacabilidad de la Revolución Cultural— era «un perro que
había caído al agua, y debía ser azotado y apaleado sin compasión
alguna».

Siguiendo instrucciones de los Ting, los Rebeldes acosaron a mi padre


con una campaña de carteles. Aparentemente, los Ting habían
informado a la señora Mao de las «criminales palabras» empleadas por
mi padre en las asambleas de denuncia, en su entrevista con ellos y en
su carta a Mao. Según los carteles, la señora Mao se había puesto en pie
indignada y había dicho: «¡Para un hombre que osa atacar al Gran
Líder de un modo tan obsceno, la cárcel e incluso la muerte resultan
demasiado benévolas! ¡Debe ser concienzudamente castigado hasta que
terminemos con él!».

Aquellos carteles me inspiraron un terror inmenso. ¡La señora Mao


había denunciado a mi padre! Sin duda, aquello representaba su fin.
Paradójicamente, sin embargo, una de las iniciativas de la señora Mao
había de servirnos de ayuda: dado que se mostraba más ocupada con
sus venganzas personales que con las cuestiones cotidianas y que no
conocía a mi padre ni alimentaba rencor personal alguno hacia él, no

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intensificó su persecución. No obstante, nosotros ignorábamos aquello,
y yo intenté consolarme pensando que el comentario podría haber
tenido su origen simplemente en un rumor. En teoría, el contenido de los
carteles callejeros era oficioso, dado que estaban escritos por las masas
y no formaban parte de los medios de comunicación oficiales.
Íntimamente, sin embargo, yo sabía que lo que decían era cierto.

Alimentadas por la ponzoña de los Ting y la condena de la señora Mao,


las asambleas de denuncia de los Rebeldes se volvieron más brutales, si
bien a mi padre continuaba permitiéndosele vivir en casa. Un día,
regresó con una grave lesión en un ojo. Otro día, le vi desfilar por las
calles sobre un camión que avanzaba lentamente. Llevaba colgado del
cuello un grueso letrero por medio de un alambre que se le incrustaba
en la piel, y sus verdugos le retorcían ferozmente los brazos tras la
espalda. Mientras tanto, él se esforzaba tenazmente por mantener la
cabeza elevada a pesar de los violentos empujones de los Rebeldes. Lo
que más me entristeció fue que parecía indiferente al dolor físico. En su
locura su cuerpo y su mente parecían haberse desconectado.

Rompió en pedazos todas aquellas fotografías del álbum familiar en las


que aparecían los Ting. Quemó sus edredones y sábanas, así como eran
parte de nuestra ropa. Asimismo, rompió e incineró las patas de sillas y
mesas.

Una tarde en que mi madre se hallaba tendida en la cama y mi padre


descansaba en su despacho, reclinado en su butaca de bambú favorita,
se puso súbitamente de pie con un salto e irrumpió violentamente en el
dormitorio. Al oír los golpes, salimos corriendo tras él y le sorprendimos
aferrado al cuello de mi madre. Gritamos, intentado separarlos. Mi
madre parecía a punto de morir estrangulada. Al fin, la soltó con una
sacudida y abandonó la estancia.

Mi madre se incorporó lentamente con el rostro ceniciento y se cubrió la


oreja izquierda con la mano. Mi padre la había despertado propinándole
un golpe en la cabeza. Su voz era débil pero tranquila. «No os
preocupéis, estoy bien —dijo, dirigiéndose a mi abuela, que sollozaba.
Luego se volvió hacia nosotros y dijo—: Id a ver cómo está vuestro
padre. Luego, volved a vuestra habitación». A continuación, se reclinó
contra el espejo oval enmarcado con madera de alcanfor que formaba
la cabecera de la cama. A través del reflejo pude ver su mano derecha
aferrada a la almohada. Mi abuela permaneció toda la noche sentada
junto a la puerta del dormitorio de mis padres, y yo misma tampoco
pude conciliar el sueño. ¿Qué pasaría si mi padre atacaba a mi madre
con la puerta cerrada?

El oído izquierdo de mi madre sufrió lesiones permanentes que habrían


de llevarle a perder prácticamente por completo la audición del mismo.
Decidió que era demasiado peligroso para ella permanecer en casa, y al
día siguiente acudió a su departamento en busca de un lugar al que
trasladarse. Los Rebeldes se mostraron muy comprensivos con ella, y le
proporcionaron una habitación en una vivienda destinada al jardinero y

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construida en un extremo del jardín. Era sumamente pequeña: apenas
medía dos metros y medio por tres. En su interior sólo cabían una cama
y una mesa, y casi no quedaba sitio para pasar entre ambas.

Aquella noche dormí allí con mi madre, mi abuela y Xiao-fang, todos


amontonados en la misma cama. No podíamos estirar las piernas ni
volvernos hacia el otro lado. Las hemorragias uterinas de mi madre
empeoraron. Estábamos terriblemente asustados debido a que, recién
trasladados a aquel lugar, carecíamos de estufa y no podíamos
esterilizar las jeringas y las agujas, lo que hacía imposible ponerle las
inyecciones. Al final, me encontraba tan exhausta que caí en un sueño
agitado. Sabía, sin embargo, que ni mi madre ni mi abuela habían
conseguido pegar ojo.

A lo largo de los días siguientes Jin-ming siguió viviendo con mi padre,


pero yo permanecí en la nueva vivienda de mi madre para contribuir a
su cuidado. En la habitación contigua vivía un joven líder Rebelde
perteneciente al distrito de mi madre. Yo no le había saludado porque
dudaba si querría que le dirigiera la palabra alguien perteneciente a la
familia de un seguidor del capitalismo, pero para mi gran sorpresa nos
saludó con normalidad la primera vez que nos encontramos. Aunque era
algo envarado, trataba a mi madre con cortesía, lo que constituía un
enorme alivio después de la altiva frialdad de los Rebeldes del
departamento de mi padre.

Una mañana, pocos días después de nuestro traslado, mi madre se


estaba lavando la cara bajo los canalones debido a la falta de espacio
en el interior cuando aquel hombre le propuso si querría intercambiar
las habitaciones, ya que la suya era el doble de grande que la nuestra.
Nos mudamos aquella misma tarde. También nos ayudó a conseguir
otra cama, lo que nos permitía dormir con cierta comodidad. Nos
sentimos profundamente conmovidas.

Aquel joven sufría una intensa bizquera, y tenía una novia muy guapa
que se quedaba a dormir con él (algo inusitado en aquella época). A
ninguno de ellos parecía importarle que lo supiéramos. Claro está que
ningún seguidor del capitalismo se encontraba en situación de andar
contando chismes. Cuando me topaba con ellos por las mañanas
siempre me obsequiaban con una amable sonrisa que revelaba lo felices
que eran. Fue entonces cuando me di cuenta de que la gente se torna
bondadosa con la felicidad.

Cuando mejoró la salud de mi madre, regresé junto a mi padre. El


apartamento estaba en un estado lamentable: las ventanas estaban
rotas y había trozos de mobiliario y de tela quemada por todo el suelo.
Mi padre parecía indiferente a mi presencia allí; se limitaba a pasear
incesantemente de un lado a otro. Me acostumbré a echar el pestillo de
mi puerta por las noches debido a que como no podía dormir se
empeñaba en dirigirme interminables charlas sin sentido. Sin embargo,
había un pequeño ventanuco sobre la puerta que no podía cerrarse, y
una noche me desperté y le vi deslizarse a través de la diminuta

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abertura y saltar ágilmente al suelo. No obstante, no me prestó la más
mínima atención, sino que se limitó a alzar diversos muebles de robusta
caoba y dejarlos caer con apenas esfuerzo. En su locura, había
adquirido una agilidad y fuerza sobrehumanas. Permanecer junto a él
era una pesadilla. En numerosas ocasiones experimenté el deseo de
correr junto a mi madre, pero no lograba decidirme a abandonarle.

En una o dos ocasiones me abofeteó, cosa que nunca había hecho


anteriormente. En esos casos, yo corría a esconderme en el jardín
trasero situado bajo el balcón del apartamento y, aterida por el frío de
aquellas noches de primavera, aguardaba desesperadamente el silencio
que indicaría que ya se había dormido.

Un día, le eché de menos. Asaltada por un presentimiento, salí corriendo


de casa. Un vecino que vivía en el piso superior descendía en ese
momento por las escaleras. Hacía ya algún tiempo que, para evitar
problemas, habíamos dejado de saludarnos, pero en aquella ocasión
dijo: «He visto a tu padre saliendo al tejado».

Nuestro edificio tenía cinco pisos. Subí corriendo a la planta superior.


Allí, en el rellano izquierdo, se abría un pequeño ventanuco que daba a
la plana azotea de tablillas del edificio contiguo, de cuatro pisos de
altura. Sus bordes estaban protegidos por una pequeña barandilla de
hierro. Mientras intentaba trepar a través de la ventana pude ver a mi
padre junto al borde de la azotea, y creí advertir que alzaba una pierna
sobre la barandilla.

—¡Padre! —grité, intentando prestar un acento normal a mi voz


temblorosa. Mi instinto me decía que no debía alarmarle. Tras una
pausa, se volvió hacia mí—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ven. Ayúdame a pasar por la ventana, por favor.

De algún modo, logré persuadirle para que se apartara del borde de la


azotea, asir su mano y conducirle al interior del rellano. Estaba
temblando. De repente, algo parecía haber cambiado en él, y su habitual
estupor indiferente y la intensa introspección con que solía girar los ojos
en las órbitas se habían visto sustituidos por una expresión casi normal.
Me acompañó escaleras abajo, me depositó en un sofá e incluso fue a
buscar una toalla con la que enjugarme las lágrimas. Sin embargo,
aquellos síntomas de normalidad duraron poco. Antes de que pudiera
reponerme de la impresión me vi obligada a incorporarme
apresuradamente y echar a correr, ya que había alzado la mano
dispuesto a golpearme. En lugar de proporcionarle tratamiento médico,
los Rebeldes se dedicaron a utilizar su locura como fuente de
entretenimiento. Los carteles comenzaron a incluir de modo esporádico
un serial titulado «La historia interior del loco Chang». Sus autores,
miembros del departamento de mi padre, recurrían a todo tipo de
sarcasmos para ridiculizarle. Los carteles solían pegarse en un lugar
preferente situado junto a la entrada del departamento, por lo que
atraían gran número de interesados lectores. Yo solía forzarme a

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leerlos, aunque era consciente de las miradas de los demás, muchos de
los cuales sabían quién era. Podía oír los susurros que dirigían a quienes
ignoraban mi identidad. Mi corazón temblaba por la ira y por el dolor
insoportable que sentía por mi padre, pero sabía que sus perseguidores
serían informados de mis reacciones, por lo que intentaba mantener la
calma y demostrarles que no podían desmoralizarnos. No
experimentaba miedo ni humillación: tan sólo desprecio hacia ellos.

¿Qué era lo que había convertido a las personas en monstruos? ¿Cuál


era el motivo de aquella brutalidad sin sentido? Fue durante aquel
período cuando comenzó a debilitarse mi devoción por Mao.
Anteriormente había visto a gente perseguida sin poseer la certeza de su
inocencia, pero conocía bien a mis padres. Mi mente comenzó a verse
asaltada por dudas acerca de la infalibilidad de Mao. Como muchas
otras personas, no obstante, en aquella época solía culpar
fundamentalmente a su esposa y a la Autoridad de la Revolución
Cultural. El propio Mao, el divino Emperador, continuaba libre de
cualquier sospecha.

Con cada día que pasaba fuimos siendo testigos del deterioro físico y
mental de mi padre. Mi madre acudió una vez más a Chen Mo en
demanda de ayuda, y él prometió hacer cuanto pudiera. Aguardamos,
pero no sucedió nada: su silencio significaba que habían debido de
fracasar en sus intentos por obtener de los Ting permiso para dar
tratamiento a mi padre. Desesperada, mi madre acudió al cuartel
general del Chengdu Rojo para hablar con Yan y Yong.

El grupo dominante de la Facultad de Medicina de Sichuan formaba


parte del Chengdu Rojo. Adosado a la facultad, había un hospital
psiquiátrico en el que mi padre podía ser internado a una palabra del
cuartel general del Chengdu Rojo. Yan y Yong se mostraron sumamente
comprensivos, pero le dijeron que tendrían que convencer a sus
camaradas.

Las consideraciones humanitarias habían sido condenadas por Mao


como «hipocresía burguesa», y ni que decir tiene que no cabía
demostrar compasión alguna por los «enemigos de clase». Yan y Yong
tuvieron que buscar un motivo político para justificar que mi padre
recibiera tratamiento, y encontraron uno magnífico: dado que estaba
siendo perseguido por los Ting, sería probablemente capaz de
proporcionar nuevas armas en contra suya, acaso incluso contribuir a
su caída. Ello, por su parte, podría provocar el derrumbamiento del 26
de Agosto.

Existía otro motivo. Mao había dicho que los nuevos Comités
Revolucionarios debían contar con funcionarios revolucionarios además
de con Rebeldes y miembros de las fuerzas armadas. Tanto el Chengdu
Rojo como el 26 de Agosto intentaban a la sazón encontrar funcionarios
que pudieran representarlos en el Comité Revolucionario de Sichuan.
Asimismo, los Rebeldes estaban empezando a comprobar cuan
complicada era la actividad política y qué tarea tan desalentadora era

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gobernar la administración. Necesitaban el consejo de políticos
competentes. El Chengdu Rojo consideró que mi padre era un candidato
ideal y aprobó que le fuera prestado tratamiento médico.

El Chengdu Rojo sabía que mi padre había sido denunciado por proferir
blasfemias contra Mao y la Revolución Cultural, y también que había
sido condenado por la propia señora Mao. Sin embargo, tales
acusaciones tan sólo habían sido expresadas por sus enemigos en
carteles murales en los que la verdad y la mentira aparecían a menudo
confundidas. Podían, por tanto, hacer caso omiso de ellas.

Mi padre fue admitido en el hospital mental de la Facultad de Medicina


de Sichuan, situado en los suburbios de Chengdu y rodeado de campos
de arroz. Sobre sus muros de ladrillo y la verja principal de hierro
oscilaban las hojas de los bambúes. Una segunda verja aislaba un patio
vallado y cubierto de verde musgo que constituía la zona residencial
destinada a médicos y enfermeras. Al final del patio, un pequeño tramo
de escalones de arenisca conducía a uno de los costados de un edificio
de dos plantas desprovisto de ventanas y flanqueado por altas y sólidas
paredes. Se trataba del pabellón psiquiátrico, y las escaleras constituían
el único acceso a su interior.

Los dos enfermeros que acudieron a recoger a mi padre, ataviados con


un atuendo corriente, le dijeron que estaban encargados de conducirle a
una nueva asamblea de denuncia. Cuando llegaron al hospital, mi padre
comenzó a debatirse intentando huir. Le arrastraron hasta un cuartito
vacío y cerraron la puerta tras él para evitar que mi madre y yo
hubiéramos de ser testigos de cómo le colocaban la camisa de fuerza.
Sentí que se me partía el corazón al verle tratado con tanta brusquedad,
pero sabía que era por su propio bien.

El psiquiatra, doctor Su, era un hombre de treinta y tantos años dotado


de rostro amable y aspecto competente. Dijo a mi madre que
mantendría a mi padre en observación durante una semana antes de
emitir su diagnóstico. Concluido el plazo, anunció la conclusión a la que
había llegado: esquizofrenia. A mi padre le fueron aplicadas descargas
eléctricas y se le administraron inyecciones de insulina, para todo lo
cual había que atarle fuertemente a la cama. Al cabo de pocos días,
comenzó a recobrar la cordura. Con lágrimas en los ojos, suplicó a mi
madre que interviniera ante el doctor para que éste cambiara el
tratamiento.

—Es tan doloroso… —dijo, y su voz se quebró—. Es peor que la muerte.

El doctor Su, no obstante, dijo que no existía otro camino. La siguiente


vez que vi a mi padre, éste estaba sentado en la cama charlando con mi
madre, Yan y Yong. Todos sonreían. Mi padre incluso se reía. Parecía
hallarse bien de nuevo, y me vi obligada a fingir que tenía que acudir al
lavabo para que no me viera enjugarme las lágrimas. Siguiendo las
órdenes del Chengdu Rojo, mi padre recibía una alimentación especial y
contaba con los servicios ininterrumpidos de una enfermera. Yan y Yong

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le visitaban con frecuencia acompañados por algunos miembros de su
departamento que sentían compasión por él y habían sido también
sometidos a asambleas de denuncia por el grupo de la señora Shau.

Mi padre sentía un gran afecto por Yan y Yong, y aunque sabía


disimularlo, era consciente de que ambos jóvenes estaban enamorados y
solía bromear cariñosamente con ellos al respecto, lo que divertía a
ambos considerablemente. Por fin, pensé, había pasado la pesadilla;
ahora que mi padre estaba bien, podíamos enfrentarnos juntos a
cualquier desastre.

El tratamiento duró unos cuarenta días. A mediados de julio había


recobrado la normalidad. Tras ser dado de alta, él y mi madre fueron
trasladados a la Universidad de Chengdu, donde se les concedió una
suite emplazada en un pequeño patio independiente. Junto a la verja se
montó una guardia de estudiantes. Se le proporcionó un seudónimo y se
le dijo que, por su propia seguridad, no debía salir del patio durante el
día. Mi madre se encargaba de ir a buscar la comida de ambos a una
cocina especial. Yan y Yong acudían a visitarle a diario, al igual que el
resto de los líderes del Chengdu Rojo, todos los cuales se mostraban
sumamente corteses.

Yo también los visitaba a menudo, para lo cual había de pedalear


durante una hora en una bicicleta prestada. Mi padre parecía tranquilo,
y no cesaba de repetir cuan agradecido se sentía hacia aquellos
estudiantes que habían hecho posible su tratamiento.

Cuando oscurecía se le permitía salir, y él aprovechaba para dar largos


paseos en silencio por el campus, seguido a cierta distancia por un par
de guardias. Solíamos recorrer los senderos bordeados por setos de
jazmín cuyas flores, del tamaño de un puño, despedían una poderosa
fragancia al ser agitadas por la brisa del verano. Alejados del terror y la
violencia, nos parecía vivir un sueño de serenidad. Yo era consciente de
que aquello era una prisión para mi padre, pero deseaba que nunca
tuviera que abandonarla.

En verano de 1967, las luchas entre las facciones Rebeldes habían


aumentado hasta convertirse en una mini-guerra civil extendida por
todo el país. El antagonismo entre los diversos grupos Rebeldes era
notablemente más intenso que su supuesta cólera contra los seguidores
del capitalismo debido a que todos ellos luchaban con uñas y dientes por
obtener el poder. Kang Sheng —jefe de inteligencia de Mao— y la señora
Mao encabezaban los constantes intentos de la Autoridad de la
Revolución Cultural por excitar aún más los ánimos refiriéndose a las
luchas entre facciones como «una extensión de la lucha entre los
comunistas y el Kuomintang» sin especificar qué grupo representaba a
quién. Las Autoridades de la Revolución Cultural ordenaron al Ejército
que armara a los Rebeldes para permitir su autodefensa, aunque sin
especificar tampoco a qué facciones debía apoyar. Así, inevitablemente,
las distintas unidades militares armaron a diferentes facciones según las
preferencias de cada una.

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Las fuerzas armadas se encontraban ya notablemente soliviantadas,
debido a que Lin Biao se encontraba ocupado en sus intentos por purgar
a sus oponentes y sustituirlos por sus propios hombres. Por fin, Mao se
dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de una situación de
inestabilidad en el seno del Ejército y frenó a Lin Biao. No obstante, su
opinión parecía dividida en lo que se refería a las luchas internas entre
los Rebeldes. Por una parte, quería que las distintas facciones se
mantuvieran unidas con objeto de poder afianzar su estructura personal
de poder. Por otra, parecía incapaz de reprimir su amor por la lucha: a
medida que los sangrientos combates iban extendiéndose por toda
China, dijo: «No es mala cosa que los jóvenes adquieran cierta práctica
en el uso de las armas: hace demasiado tiempo que no teníamos una
guerra».

En Sichuan las batallas fueron especialmente feroces, debido en parte a


que la provincia constituía el núcleo de la industria armamentística
china. Ambos bandos se aprovisionaban de carros de combate,
vehículos acorazados y artillería que extraían de las cadenas de
producción y los almacenes. El otro motivo eran los Ting, decididos a
eliminar a sus oponentes. En Yibin se produjeron feroces
enfrentamientos con fusiles, granadas, morteros y ametralladoras. Tan
sólo en la ciudad de Yibin murieron más de cien personas. Por fin, el
Chengdu Rojo se vio obligado a abandonar la ciudad.

Muchos se trasladaron a la vecina ciudad de Luzhou, uno de los


baluartes del Chengdu Rojo. Los Ting despacharon una fuerza
compuesta por más de cinco mil miembros del 26 de Agosto con órdenes
de atacar la ciudad y, al cabo, los asaltantes la conquistaron tras causar
más de trescientos muertos y numerosos heridos.

Tales eran las circunstancias cuando el Chengdu Rojo solicitó de mi


padre tres cosas: que anunciara su apoyo personal al grupo, que les
dijera cuanto supiera acerca de los Ting y que se convirtiera en su
asesor para luego representarles en el Comité Revolucionario de
Sichuan.

Él se negó. Dijo que no podía respaldar a un grupo en contra de otro, ni


tampoco suministrarles información de los Ting, ya que con ello podría
agravar la situación y crear aún más animosidad. Igualmente, se negó a
representar a una facción dentro del Comité Revolucionario de Sichuan.
De hecho, dijo, no sentía las más mínimas ganas de pertenecer a él.

La amistosa atmósfera que reinaba entre él y el Chengdu Rojo se


ensombreció. Los jefes del Chengdu Rojo estaban divididos. Algunos de
ellos decían que nunca habían conocido a nadie tan increíblemente
obstinado y perverso. Mi padre había sido perseguido casi hasta el
borde de la muerte y, no obstante, se negaba a permitir a otros que le
vengaran. Se atrevía a oponerse a los poderosos Rebeldes que le habían
salvado la vida y rechazaba una oferta destinada a rehabilitarle y
devolverle al poder. Furiosos y exasperados, algunos gritaban:

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«¡Démosle una buena paliza! ¡Rompámosle al menos un par de huesos
para darle una lección!».

Yan y Yong, sin embargo, le defendieron, al igual que algunos otros. «No
es fácil encontrarse con personajes como él —dijo Yong—. No debemos
castigarle. No se doblegaría ni aunque lo apaleáramos hasta la muerte.
Torturarle, además, no haría sino arrojar la vergüenza sobre nosotros.
¡Se trata de un hombre de principios!».

A pesar de las amenazas de recibir una paliza y de la gratitud que sentía


hacia estos Rebeldes, mi padre se negó a actuar en contra de sus
principios. Una noche, a finales de septiembre de 1967, un automóvil le
trasladó a su casa en compañía de mi madre. Yan y Yong ya no podían
protegerles. Tras acompañarlos, se despidieron de ellos.

Mis padres cayeron de inmediato en manos de los Ting y del grupo de la


señora Shau. Los Ting dejaron bien claro que el futuro de los miembros
de la organización dependería de la actitud que cada uno adoptara
frente a mis padres. A la señora Shau se le prometió que ocuparía en el
próximo Comité Revolucionario de Sichuan un puesto equivalente al de
mi padre si lograba que éste fuera concienzudamente aniquilado. Todos
cuantos mostraron simpatía hacia él fueron asimismo condenados.

Un día se presentaron en nuestro apartamento dos hombres del grupo


de la señora Shau para llevarse a mi padre a una nueva asamblea. Algo
más tarde, regresaron y nos dijeron a mí y a mis hermanos que
acudiéramos a recogerle a su departamento.

Encontramos a mi padre reclinado contra un muro del patio del


departamento. Su postura revelaba que había intentado ponerse de pie.
Tenía el rostro negruzco, amoratado e increíblemente hinchado, y le
habían afeitado la mitad de la cabeza con evidente violencia.

No había habido asamblea de denuncia. Tras llegar a la oficina, había


sido inmediatamente arrojado al interior de un cuartucho y media
docena de robustos extraños se habían arrojado sobre él. Le habían
golpeado y pateado en toda la parte inferior del cuerpo, especialmente
en los genitales. Le habían insuflado agua en la garganta y la nariz y
habían saltado sobre su vientre. Su cuerpo había expulsado agua,
sangre y excrementos y, al fin, se había desvanecido.

Al volver en sí, los matones habían desaparecido. Mi padre se sentía


terriblemente sediento. Salió arrastrándose de la habitación y sorbió un
poco de agua de un charco del patio. Intentó ponerse en pie, pero se
sentía incapaz de mantener el equilibrio. Aunque había diversos
miembros del grupo de la señora Shau en el patio, nadie había movido
un dedo para ayudarle.

Los matones procedían de la facción del 26 de Agosto en Chongqing,


distante unos doscientos cincuenta kilómetros de Chengdu. En aquella
ciudad se habían producido varios combates en gran escala, con

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disparos de artillería pesada desde la otra orilla del Yangtzé. El 26 de
Agosto había sido expulsado de la ciudad y muchos de sus miembros
habían huido a Chengdu, donde algunos hallaron alojamiento en nuestro
complejo. Se mostraban inquietos y frustrados, y habían dicho al grupo
de la señora Shau que sus puños ardían de deseos de terminar con la
existencia vegetativa que llevaban y probar la carne y la sangre. En
vista de ello, se les había ofrecido a mi padre como víctima.

Aquella noche, mi padre, quien jamás hasta entonces se había quejado


de sus palizas, gritaba de dolor. A la mañana siguiente, mi hermano Jin-
ming, que entonces tenía catorce años, corrió a la cocina del complejo
tan pronto como ésta abrió sus puertas para pedir prestado un carro
con el que transportarle al hospital. Xiao-hei, de trece años de edad,
salió a comprar una maquinilla y terminó de cortar los cabellos que aún
remataban la cabeza medio afeitada de mi padre. Éste sonrió
valientemente al contemplar su cabeza desnuda en el espejo. «Esto está
bien. Así no tendré que preocuparme por que me tiren del pelo en la
próxima asamblea de denuncia».

Subimos a mi padre al carro y lo arrastramos hasta un hospital


ortopédico cercano. Aquella vez no precisábamos autorización para que
le trataran, ya que sus dolencias no tenían nada que ver con la mente.
Las enfermedades mentales constituían un campo sumamente delicado,
pero los huesos no tenían color ni ideología. El médico se mostró muy
amable. Cuando advertí el cuidado con que trataba a mi padre, sentí un
nudo en la garganta. Había sido testigo de demasiada violencia y de
demasiados golpes, y no estaba habituada a la gentileza.

El médico dijo que mi padre tenía dos costillas rotas, pero que no podía
quedar hospitalizado, ya que para ello era preciso contar con una
autorización. Además, el hospital tenía más heridos graves de los que
podía atender. Se encontraba atestado de gente que había resultado
herida en las asambleas de denuncia y las luchas entre facciones. Sobre
una camilla pude ver a un joven al que le faltaba un tercio de la cabeza.
Su compañero nos dijo que había resultado alcanzado por una granada.

Mi madre acudió una vez más a ver a Chen Mo, y le pidió que
intercediera ante los Ting para que pusieran término a las palizas de mi
padre. Pocos días después, Chen dijo a mi madre que los Ting se
mostraban dispuestos a «perdonar» a mi padre si éste redactaba un
cartel mural cantando las alabanzas de los «buenos funcionarios» Liu
Jie-ting y Zhang Xi-ting. Subrayó el hecho de que ambos acababan de
ver renovado el apoyo explícito y completo de la Autoridad de la
Revolución Cultural, y que Zhou Enlai había declarado específicamente
que consideraba a los Ting buenos funcionarios. Continuar oponiéndose
a ellos, dijo Chen, equivaldría a «arrojar huevos contra una roca».
Cuando mi madre se lo dijo a mi padre, éste repuso.

—No hay nada bueno que pueda decirse acerca de ellos.

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—¡Pero esta vez no se trata de tu trabajo, ni tan siquiera de tu
rehabilitación! —imploró ella, sollozante—. ¡Esta vez se trata de tu vida!
¿Qué es un cartel comparado con la vida?

—No venderé mi alma —fue la respuesta de mi padre.

Durante más de un año, hasta finales de 1968, mi padre y la mayoría de


los antiguos altos funcionarios del Gobierno provincial sufrieron
frecuentes detenciones. Nuestro apartamento era asaltado y registrado
constantemente. Las detenciones habían pasado a conocerse como
«Cursos para el estudio del pensamiento de Mao Zedong». La presión
ejercida durante dichos «cursos» era tal que muchos se plegaron a la
voluntad de los Ting, mientras que algunos otros se suicidaron. Mi
padre, sin embargo, jamás accedió a las demandas de los Ting para
trabajar con ellos. Más tarde habría de confesar cuánto le había
ayudado el poder contar con el afecto de su familia. La mayor parte de
los que se habían suicidado lo habían hecho tras verse repudiados por
sus familiares. Nosotros visitábamos a mi padre en su prisión siempre
que se nos permitía hacerlo, lo que ocurría rara vez, y le arropábamos
con nuestro afecto durante las cortas estancias que pasaba en casa.

Los Ting sabían que mi padre amaba profundamente a mi madre, por lo


que trataron de quebrar su resistencia sirviéndose de ella. La
presionaban insistentemente para que le denunciara. Al fin y al cabo, mi
madre tenía numerosos motivos para sentir rencor contra él. Cuando se
casaron, no había invitado a su futura suegra a la boda. Había
permitido que recorriera cientos de kilómetros a pie hasta el
agotamiento, y no había mostrado demasiada compasión por ella
durante sus crisis. En Yibin, se había negado a permitir su traslado a un
hospital mejor para enfrentarse a un parto difícil, y siempre había dado
al Partido y a la revolución prioridad sobre ella. Ella, sin embargo,
había comprendido y respetado a mi padre y, sobre todo, nunca había
dejado de amarle, por lo que estaba especialmente dispuesta a apoyarle
durante aquellos momentos difíciles. Ningún sufrimiento habría podido
convencerla para denunciarle.

Incluso los miembros de su propio departamento hicieron oídos sordos a


las órdenes de atormentarla procedentes de los Ting. No obstante, el
grupo de la señora Shau las obedeció con entusiasmo, al igual que otras
organizaciones que no tenían nada que ver con ella. En total, hubo de
soportar aproximadamente un centenar de asambleas de denuncia. En
una ocasión, fue trasladada a una asamblea de denuncia celebrada ante
decenas de miles de personas en el Parque del Pueblo del centro de
Chengdu. La mayoría de los participantes ignoraban de quién se
trataba, ya que no era lo bastante importante para merecer tan
multitudinario evento.

Mi madre fue condenada por toda clase de acusaciones, entre las que
destacaba la circunstancia de que su padre hubiera sido un general de
los señores de la guerra. El hecho de que el general Xue hubiera muerto

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cuando ella apenas contaba dos años de edad no suponía la menor
diferencia.

En aquellos días, todo seguidor del capitalismo tenía a uno o más


equipos encargados de investigar sus antecedentes hasta el más mínimo
detalle, ya que Mao quería comprobar concienzudamente el historial de
todos aquellos que trabajaran para él. Según las épocas, mi madre llegó
a tener hasta cuatro equipos diferentes investigando su pasado. El
último de ellos estaba compuesto por unas quince personas que fueron
enviadas a distintos lugares de China. Gracias a aquellas
investigaciones, mi madre pudo enterarse del paradero de sus viejos
amigos y parientes, con los que había perdido el contacto muchos años
atrás. La mayor parte de los investigadores se limitaron a realizar viajes
de turismo y regresaron sin traer consigo nada incriminatorio. Uno de
los grupos, sin embargo, volvió con una «exclusiva».

En Jinzhou, allá por los años cuarenta, el doctor Xia había alquilado una
habitación al agente comunista Yu-wu, antiguo controlador de mi madre
y encargado de reunir información militar y sacarla clandestinamente
de la ciudad. El controlador del propio Yu-wu —entonces desconocido
para mi madre— había fingido entonces trabajar para el Kuomintang, y
durante la Revolución Cultural había sido sometido a fuertes presiones y
luego atrozmente torturado para que confesara ser un espía del
Kuomintang. Por fin, había terminado por «confesar», inventándose
para ello un círculo de espionaje en el que Yu-wu se encontraba incluido.
Yu-wu fue asimismo ferozmente torturado. Para evitar tener que
incriminar a otras personas, se suicidó cortándose las venas, y no llegó
a mencionar a mi madre. No obstante, el equipo de investigación
descubrió su relación y afirmó que también ella había formado parte del
círculo de espías.

Salieron a relucir sus contactos de adolescencia con el Kuomintang.


Todas las preguntas que ya había tenido que responder en 1955 le
fueron planteadas de nuevo. Aquella vez, sin embargo, no perseguían
una respuesta. Mi madre recibió sencillamente la orden de admitir que
había trabajado como espía para el Kuomintang. Ella argumentó que la
investigación de 1955 había demostrado su inocencia, pero se le dijo
que el propio investigador jefe de entonces, el señor Kuang, había sido a
su vez un traidor y un espía del Kuomintang.

El señor Kuang había sido encarcelado por el Kuomintang en sus años


de juventud. El Kuomintang había prometido la liberación a varios
comunistas clandestinos si éstos firmaban sus retractaciones que luego
serían publicadas por el periódico local. Al principio, tanto él como sus
camaradas se habían negado, pero el Partido les dijo que aceptaran. El
Partido —dijeron— los necesitaba, y no le importaba que realizaran
«declaraciones anticomunistas» insinceras. El señor Kuang obedeció las
órdenes recibidas y fue puesto en libertad.

Muchos otros ya habían hecho lo propio. Hubo un célebre caso,


acaecido en 1936, en el que sesenta y un comunistas encarcelados

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obtuvieron así la libertad. La orden de «retractarse» había partido del
Comité Central del Partido, y fue transmitida por Liu Shaoqi. Con el
tiempo, algunas de aquellas sesenta y una personas llegaron a alcanzar
puestos en el alto funcionariado del Gobierno comunista, y entre ellos
hubo viceprimer ministros, ministros y secretarios generales de diversas
provincias. Durante la Revolución Cultural, la señora Mao y Kang Sheng
los acusaron de ser sesenta y un traidores y espías de primer orden. El
veredicto fue corroborado personalmente por Mao, y todas aquellas
personas se vieron sometidas a los más crueles suplicios. Incluso
personas que tan sólo se habían visto remotamente relacionadas con
ellos hubieron de enfrentarse a terribles problemas.

Siguiendo aquel precedente, cientos de miles de antiguos trabajadores


clandestinos y de sus contactos —entre ellos, algunos de los hombres y
mujeres que con más valentía habían luchado por una China comunista
— fueron acusados de ser traidores y espías y hubieron de sufrir
detenciones, brutales asambleas de denuncia y la tortura. Según una
crónica oficial posterior, más de catorce mil personas hallaron la
muerte en Yunnan, la provincia vecina a Sichuan. En Hebei, la provincia
que se extiende en torno a Pekín, hubo ochenta y cuatro mil detenidos y
torturados, miles de los cuales murieron. Años después, mi madre supo
que su primer novio —el primo Hu— se encontraba entre ellos. Ella le
suponía ejecutado por el Kuomintang, pero lo cierto era que su padre
había comprado su libertad con lingotes de oro. Nadie quiso decirle
jamás cómo había muerto. El señor Kuang fue acusado en términos
similares. Sometido a tortura, intentó sin éxito suicidarse. El hecho de
que en 1956 hubiera levantado los cargos existentes contra mi madre
fue considerado como prueba de la culpabilidad de ésta. Así, fue
sometida durante casi dos años —desde finales de 1967 hasta octubre
de 1969— a diversas modalidades de detención. Sus condiciones
dependían en gran parte de sus guardianes. Algunos se mostraban
amables con ella… cuando se encontraban a solas. Uno de ellos, la
esposa de un oficial del Ejército, le consiguió medicamentos para
controlar sus hemorragias. Asimismo, pidió a su marido, quien entonces
tenía acceso a suministros especiales de alimentos, que proveyera a mi
madre de leche, huevos y pollo todas las semanas.

Gracias a guardianes bondadosos como ella, mi madre fue autorizada


en varias ocasiones a pasar temporadas de pocos días en su casa.
Aquello, no obstante, llegó a oídos de los Ting, y sus piadosas
guardianas fueron sustituidas por una mujer de expresión amarga a la
que mi madre no había visto nunca y que se dedicó a atormentarla y
torturarla por el simple placer de hacerlo. Cuando le apetecía, obligaba
a mi madre a salir al patio y permanecer doblada sobre sí misma
durante horas. En invierno, solía forzarla a arrodillarse sobre un charco
de agua fría hasta que se desvanecía. En dos ocasiones le aplicó un
castigo conocido como el «banco del tigre»: mi madre era obligada a
sentarse sobre un estrecho banco con las piernas extendidas frente a
ella. A continuación, le ataban el torso a una columna y los muslos al
banco de tal modo que le resultaba imposible mover o doblar las
piernas. Por fin, iban introduciéndole ladrillos a presión bajo los
tobillos. La intención era llegar a romperle las rodillas o los huesos de

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la cadera. Se trataba del mismo tormento con el que, veinte años antes,
le habían amenazado en las cámaras de tortura del Kuomintang. El
«banco del tigre», no obstante, hubo de cesar debido a que la guardiana
necesitaba que los hombres la ayudaran a introducir los ladrillos;
algunos la ayudaron a regañadientes en un par de ocasiones pero, al fin,
terminaron por negarse a colaborar con ella. Algunos años después, se
dictaminó que la mujer era una psicópata. Hoy en día se encuentra
recluida en un hospital psiquiátrico.

Mi madre firmó numerosas «confesiones» en las que admitía haber


simpatizado con la «vía capitalista». Sin embargo, rehusó denunciar a
mi padre y negó todos los cargos de espionaje que se le imputaron, ya
que sabía que habrían de llevar inevitablemente a incriminar a otras
personas.

Con frecuencia se nos prohibía verla durante sus detenciones, y a veces


ni siquiera sabíamos dónde se encontraba. En tales ocasiones, yo solía
pasear por las cercanías de los lugares más probables con la esperanza
de verla.

Hubo un período durante el que permaneció detenida en un cine vacío


situado en la principal calle comercial de la ciudad. De cuando en
cuando se nos permitía entregar a los guardianes algún paquete para
ella o visitarla durante unos pocos minutos, si bien nunca a solas. Cada
vez que coincidíamos con las horas de servicio de los guardianes más
feroces nos veíamos obligadas a charlar bajo las gélidas miradas de los
mismos. Un día de otoño de 1968 acudí a llevarle un paquete de comida
y se me dijo que no podía ser aceptado. No me dieron motivo alguno,
pero me ordenaron no volver a llevar nada más. Cuando mi abuela se
enteró, sufrió un desvanecimiento, creyendo que mi madre había
muerto.

Resultaba insoportable no saber qué le había pasado. Cogí de la mano a


mi hermano Xiao-fang, quien a la sazón contaba seis años, y acudí al
cine. Ambos nos dedicamos a pasear arriba y abajo frente a la puerta de
la calle mientras escudriñábamos las ventanas del segundo piso.
Desesperados, gritamos, «¡Madre! ¡Madre!» a pleno pulmón una y otra
vez. Los viandantes nos miraban, pero yo hacía caso omiso de ellos. Tan
sólo deseaba verla. Mi hermano se echó a llorar, pero mi madre no
apareció.

Algunos años más tarde, me dijo que nos había oído. De hecho, su
guardiana psicópata había entreabierto ligeramente la ventana para
que nuestras voces llegaran hasta ella con más claridad. Le dijo que si
aceptaba denunciar a mi padre y confesar que era una espía del
Kuomintang nos llevarían junto a ella inmediatamente. «De otro modo
—añadió la guardiana—, es posible que jamás salgas viva de este
edificio». Mi madre se negó, y durante la conversación mantuvo las
uñas clavadas en la palma de sus manos para contener las lágrimas.

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21. «Dar carbón en la nieve»

Mis hermanos y mis amigos (1967-1968)

Durante 1967 y 1968, Mao luchó por afianzar su sistema de poder


personal y mantuvo a sus víctimas —entre ellas mis padres— en un
estado de incertidumbre y sufrimiento. La angustia humana no le
preocupaba. La existencia de la gente no se justificaba sino como medio
para ayudarle a conseguir sus planes estratégicos. Su propósito, no
obstante, no era el de llevar a cabo un genocidio, y mi familia, al igual
que otras muchas víctimas, no se vio deliberadamente desprovista de
alimentos. Mis padres continuaron recibiendo sus salarios todos los
meses a pesar de que no sólo no estaban realizando trabajo alguno sino
que estaban siendo denunciados y atormentados. La cantina principal
del complejo funcionaba normalmente para permitir a los Rebeldes
continuar con su revolución, y también nosotros, al igual que las
familias de otros seguidores del capitalismo, podíamos obtener comida.
Disfrutábamos de las mismas raciones estatales que el resto de los
habitantes de las ciudades.

La revolución mantenía a gran parte de la población urbana en estado


de espera. Mao quería que los habitantes lucharan, pero también que
vivieran. Así, procuraba proteger a su inapreciable primer ministro
Zhou Enlai para que mantuviera el funcionamiento normal de la
economía. Sabía que necesitaba contar con otro administrador de
calidad como reserva en caso de que algo le ocurriera a Zhou, por lo
que mantuvo a Deng Xiaoping relativamente a salvo. No podía permitir
que el país se derrumbara totalmente.

A medida que avanzaba la revolución, sin embargo, grandes sectores de


la economía se paralizaron. La población urbana crecía en decenas de
millones de personas, pero en las ciudades apenas se construían nuevas
viviendas e instalaciones. Casi todo —desde la sal, la pasta de dientes y
el papel higiénico hasta los alimentos y la ropa— hubo de ser racionado
o desapareció por completo. En Chengdu faltó el azúcar durante un año,
y durante seis meses fue imposible obtener una sola pastilla de jabón.

La escolarización se interrumpió a partir de junio de 1966. Los


maestros o bien habían sido denunciados o bien estaban ocupados en la
organización de sus propios grupos Rebeldes. La falta de escuelas
implicaba la falta de control aunque, ¿qué podíamos hacer con nuestra
libertad? Prácticamente no había libros, ni música, ni cine, ni teatro, ni
museos ni casas de té; no había modo de mantenerse ocupado con
excepción de los naipes, los cuales, a pesar de no haber sido
oficialmente aprobados, comenzaron a reaparecer con gran cautela. A
diferencia de lo sucedido en numerosas revoluciones, en la de Mao
apenas había nada que hacer. Ni que decir tiene que la Guardia Roja se
convirtió en la ocupación constante de numerosos jóvenes. El único

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modo en que éstos podían dar rienda suelta a su energía y su
frustración consistía en celebrar violentas denuncias y enzarzarse en
batallas físicas y verbales los unos con los otros.

El alistamiento en la Guardia Roja no era obligatorio. Tras la


desintegración del sistema del Partido el control de los individuos se
había relajado, y a la mayor parte de los habitantes se los dejaba en
paz. Muchas personas se limitaban a permanecer ociosas en sus
hogares, lo que entre otras cosas tenía como resultado el estallido de
frecuentes rencillas. La amabilidad y cortesía de los días anteriores a la
Revolución Cultural se vieron sustituidas por una actitud de hosquedad
generalizada. Las discusiones callejeras con tenderos, conductores de
autobús y peatones comenzaron a ser algo corriente. Otra de las
consecuencias fue una explosión demográfica resultante de la falta de
control sobre la natalidad. Durante la Revolución Cultural, la población
china se incrementó en doscientos millones de personas.

A finales de 1966, mis hermanos adolescentes y yo habíamos decidido


que estábamos hartos de ser guardias rojos. Se esperaba de los hijos de
familias condenadas que «trazaran una línea» entre ellos y sus
progenitores, y muchos de ellos lo hicieron. Una de las hijas del
presidente Liu Shaoqui se dedicó a escribir carteles murales
«desenmascarando» a su padre. Conocí a niños que se cambiaron el
apellido para demostrar que repudiaban a sus padres, otros que se
negaron a visitar a sus padres detenidos y algunos que incluso se
prestaron a participar en asambleas de denuncia contra los mismos.

En cierta ocasión, durante la época en que estaba siendo sometida a


fuertes presiones para divorciarse de mi padre, mi madre nos preguntó
nuestra opinión. Permanecer a su lado significaba que podíamos
convertirnos en negros, y todos habíamos sido testigos de los tormentos
y la discriminación que éstos sufrían. Sin embargo, todos dijimos que
nos mantendríamos junto a él ocurriera lo que ocurriese. Mi madre
afirmó que le alegraba y enorgullecía nuestra decisión, y la devoción
que sentíamos por nuestros padres se vio incrementada por nuestra
empatía con sus sufrimientos, nuestra admiración hacia su integridad y
valentía y el odio que sentíamos por sus torturadores. Así, llegamos a
experimentar una nueva forma de respeto y de amor hacia ambos.

Crecimos con rapidez. Entre nosotros no había rivalidades, rencillas o


resentimientos.
Carecíamos de los problemas —así como de los placeres— propios de
nuestra edad. La Revolución Cultural destruyó la adolescencia normal
de los jóvenes, con todos sus obstáculos, e hizo de nosotros personas
adultas y prudentes antes de superar nuestra primera juventud.

A la edad de catorce años, el amor que sentía hacia mis padres poseía
una intensidad que hubiera sido imposible en circunstancias normales.
Mi vida giraba por entero en torno a ellos. En las escasas ocasiones en
que ambos estaban en casa solía estudiar sus estados de humor e
intentaba proporcionarles una compañía alegre. Cuando estaban

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detenidos acudía una y otra vez a los desdeñosos Rebeldes y solicitaba
que me fuera permitido visitarles. Algunas veces se me autorizaba para
sentarme durante unos minutos y hablar con alguno de ellos en
presencia de un guardián, y yo aprovechaba para decirles cuánto los
amaba. Llegué a ser bien conocida entre los antiguos miembros del
Gobierno de Sichuan y del Distrito Oriental de Chengdu, y constituía una
constante fuente de irritación para los verdugos de mis padres, quienes
me detestaban por no mostrar temor ante ellos. En cierta ocasión, la
señora Shau gritó que «la estaba traspasando con la mirada».
Enfurecidos, inventaron la acusación de que el Chengdu Rojo había
proporcionado tratamiento a mi padre debido a que yo me había servido
de mi cuerpo para seducir a Yong.

Aparte de hacer compañía a mis padres, solía pasar la mayor parte del
abundante tiempo libre de que disponía con mis amigos. Después de
regresar de Pekín, en diciembre de 1966, pasé un mes en una fábrica de
mantenimiento de aviones situada en las afueras de Chengdu en
compañía de Llenita y de una amiga suya llamada Ching-ching.
Necesitábamos algo en lo que ocupar el tiempo y, según Mao, lo más
importante que podíamos hacer era acudir a las fábricas y despertar el
nacimiento de nuevas acciones rebeldes contra los seguidores del
capitalismo. Las agitaciones estaban invadiendo la industria con
demasiada lentitud para el gusto del líder.

Sin embargo, la única acción que nosotras despertamos fue la atención


de algunos jóvenes pertenecientes al entonces ya desaparecido equipo
de baloncesto de la fábrica. Pasábamos mucho tiempo paseando juntos
por senderos campestres y disfrutando del intenso aroma vespertino de
los primeros capullos de las judías silvestres. No obstante, no tardé en
regresar a casa ante el empeoramiento de las condiciones de mis
padres, dejando atrás de una vez por todas las órdenes de Mao y mi
participación en la Revolución Cultural.

Mi amistad con Llenita, Ching-ching y los jugadores de baloncesto


perduró. En nuestro círculo estaban también mi hermana Xiao-hong y
diversas muchachas de mi escuela, todas ellas mayores que yo.
Solíamos vernos con frecuencia en casa de alguna de nosotras, donde
nos pasábamos el día entero —y a veces la noche— a falta de otra cosa
que hacer.

Sosteníamos interminables discusiones acerca de a qué jugador


gustábamos cada una de nosotras. Nuestras especulaciones solían girar
en torno al capitán del equipo, un apuesto joven de diecinueve años
llamado Sai. Las muchachas dudaban quién le gustaba más, si Ching-
ching o yo. Se trataba de un muchacho reservado y reticente, y Ching-
ching se sentía poderosamente atraída por él. Siempre que íbamos a
verle solía lavarse meticulosamente la cabeza y luego peinarse sus
largos cabellos; asimismo, planchaba cuidadosamente sus ropas para
parecer más elegante e incluso se ponía un poco de colorete y de
pintura de ojos. Las demás nos burlábamos cariñosamente de ella.

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A mí también me gustaba Sai. Sentía palpitar mi corazón cada vez que
pensaba en él, y a veces despertaba por la noche viendo su rostro y
experimentando un calor febril. A menudo murmuraba su nombre y
hablaba mentalmente con él cada vez que me sentía atemorizada o
preocupada. Sin embargo, jamás revelé aquellos sentimientos ni a él ni
a mis amigas; de hecho, ni siquiera los admitía ante mí misma de modo
explícito, sino que me limitaba a fantasear en torno a él. Mis padres
dominaban mi vida y mi pensamiento consciente, por lo que suprimía
inmediatamente cualquier licencia que pudiera tomarme con respecto a
mis propios asuntos como una forma de deslealtad. La Revolución
Cultural me había despojado —o quizá librado— de una adolescencia
normal, con sus rabietas, sus discusiones y sus novios.

Sin embargo, no era inmune a cierta vanidad. Solía coser en las


rodilleras y fondillos de mis pantalones —para entonces ya de un gris
desvaído— grandes retazos azules de formas abstractas teñidos con
cera. Mis amigas se reían al verlos, y mi abuela, escandalizada,
protestaba: «Eres la única muchacha que viste así». Yo, sin embargo,
insistía. No pretendía parecer más hermosa, pero sí diferente.

Un día, una de nuestras amigas nos dijo que sus padres, ambos
distinguidos actores, se habían sentido incapaces de soportar las
denuncias por más tiempo y se habían suicidado. Poco después, nos
llegó la noticia de que el hermano de otra de las muchachas había hecho
lo propio. El joven, estudiante de la Escuela de Aeronáutica de Pekín,
había sido denunciado junto con algunos compañeros bajo la acusación
de intentar organizar un partido antimaoísta. Cuando la policía acudió a
arrestarle, el muchacho se arrojó desde una ventana del tercer piso.
Algunos de los «conspiradores» de su grupo fueron ejecutados, y otros
fueron condenados a cadena perpetua, castigos ambos habituales para
cualquiera que intentara organizar alguna forma de oposición, cosa
poco frecuente. Aquella clase de tragedias formaban parte de nuestra
vida cotidiana.

Las familias de Llenita, Ching-ching y algunas otras no se vieron


afectadas. Y todas ellas continuaron siendo amigas mías. Tampoco se
vieron molestadas por los perseguidores de mis padres, quienes no
podían abusar de su poder hasta ese punto. Sin embargo, seguían
arriesgándose para nadar contra corriente. Mis amigas se encontraban
entre los millones de personas que consideraban sagrado el código
chino tradicional de lealtad: «Dar carbón en la nieve». El hecho de
contar con ellas me ayudó a superar los peores años de la Revolución
Cultural.

También me proporcionaron una enorme ayuda de tipo práctico. Hacia


finales de 1967 el Chengdu Rojo comenzó a atacar nuestro complejo —
entonces controlado por el 26 de Agosto— y el bloque que habitábamos
se convirtió en una fortaleza. Recibimos la orden de trasladarnos de
nuestro apartamento, situado en el tercer piso, a unas habitaciones de
la planta baja del bloque contiguo.

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En aquella época, mis padres estaban detenidos. El departamento de mi
padre, que normalmente se hubiera encargado de colaborar en la
mudanza, se limitó en esta ocasión a darnos la orden de partir. Dado
que no existían compañías de mudanza, mi familia hubiera perdido
hasta las camas de no haber sido por mis amigas. Aun así, tan sólo
pudimos trasladar los muebles más esenciales, dejando atrás otras
cosas, como las estanterías de mi padre: apenas podíamos moverlas, y
mucho menos bajarlas a lo largo de varios tramos de escaleras.

Nuestro nuevo alojamiento era un apartamento ya ocupado por los


familiares de otro seguidor del capitalismo a quienes se ordenó que
dejaran libre la mitad. Idéntica reorganización de viviendas estaba
teniendo lugar en todo el complejo, de tal modo que pudieran utilizarse
los pisos altos como puestos de mando. Mi hermana y yo compartimos
una habitación. La ventana daba al entonces desierto jardín trasero, y
siempre la manteníamos cerrada, ya que nada más abrirla la estancia se
inundaba con el fuerte hedor procedente de las alcantarillas atascadas.
Por la noche oíamos gritos de rendición procedentes del exterior de los
muros del complejo, así como disparos esporádicos. Una noche me
despertó el sonido de cristales rotos: una bala había entrado por la
ventana para incrustarse en la pared opuesta. Curiosamente, no sentí
temor alguno. Después de todos los horrores de que había sido testigo,
las balas había perdido su efecto.

Para entretenerme en algo, comencé a escribir poesía siguiendo los


estilos clásicos. El primer poema que me satisfizo fue escrito el día de
mi décimo sexto cumpleaños, el 25 de marzo de 1968. No hubo
celebración alguna, pues tanto mi padre como mi madre seguían
detenidos. Aquella noche, tendida en la cama y escuchando los disparos
y las escalofriantes diatribas que escupían los altavoces de los Rebeldes,
alcancé un momento decisivo de mi vida: siempre se me había dicho —y
yo lo había creído— que estaba viviendo en un paraíso terrenal llamado
China Socialista completamente distinto del infierno del mundo
capitalista. En ese instante, me pregunté: si esto es el paraíso, ¿cómo
será el infierno? Decidí que quería comprobar por mí misma si,
efectivamente, existía un lugar aún más azotado por el sufrimiento. Por
primera vez, odié conscientemente el régimen bajo el que había vivido y
deseé con todas mis fuerzas disponer de una alternativa.

Aun así, de un modo inconsciente, continuaba evitando pensar en Mao.


Mao había formado parte de mi vida desde que era niña. Él era el ídolo,
el dios, la inspiración. El propósito de mi vida se había formulado en su
nombre. Apenas dos años antes hubiera sido feliz de morir por él y,
aunque su mágico poder se había desvanecido en mi interior, aún le
consideraba sagrado e infalible. Incluso entonces, no osé desafiarle.

Tal era mi estado de ánimo cuando compuse el poema. Escribí acerca de


la muerte de mi pasado de adoctrinamiento e inocencia, comparándolo
con hojas muertas arrancadas de un árbol por el viento y transportadas
hasta un mundo del que no se regresa. Describí mi estupefacción al

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contemplar ese nuevo mundo, al no saber qué pensar ni cómo hacerlo.
Era el poema de alguien que busca, que tantea en la oscuridad.

Lo tenía ya escrito y descansaba en la cama reflexionando acerca de él


cuando oí golpes en la puerta. Por el sonido, supe que se trataba de un
asalto domiciliario. Los Rebeldes de la señora Shau habían asaltado ya
varias veces nuestro apartamento para llevarse «artículos burgueses de
lujo» tales como los elegantes vestidos que mi abuela conservaba de la
época precomunista, el abrigo rematado de piel que mi madre había
traído de Manchuria y los trajes de mi padre, a pesar del hecho de que
estos últimos eran todos del estilo Mao. Incluso llegaron a confiscar mis
pantalones de lana. Solían venir una y otra vez en busca de «pruebas»
contra mi padre, y yo ya me había acostumbrado a que revolvieran
nuestra casa periódicamente.

Sentí una oleada de ansiedad al pensar en lo que podría ocurrir si veían


mi poema. Al sufrir sus primeros ataques, mi padre había pedido a mi
madre que quemara todos sus poemas; sabía que todo escrito —
cualquier escrito— podía invertirse en contra de su autor. Mi madre, sin
embargo, no logró decidirse a destruirlos todos, y conservó algunos que
había escrito para ella. Aquellos poemas le costaron numerosas y
brutales asambleas de denuncia.

En uno de los poemas, mi padre se burlaba de sí mismo por no haber


logrado trepar a la cima de una montaña panorámica. La señora Shau y
sus camaradas le acusaron de «lamentarse de su frustrada ambición de
usurpar el liderazgo supremo de China».

En otro, describía su trabajo nocturno:

La luz brilla cada vez más blanca a medida que la noche se oscurece,

mi pluma vuela al encuentro del amanecer…

Los Rebeldes afirmaron que estaba describiendo la China socialista


como una «noche oscura» y que estaba trabajando con su pluma para
dar la bienvenida a un «blanco amanecer» que representaba un retorno
del Kuomintang (el color blanco era un símbolo de la
contrarrevolución). En aquella época, era habitual aplicar aquellas
ridículas interpretaciones a los escritos de la gente, y Mao, un gran
amante de la poesía clásica, nunca había pensado en la posibilidad de
hacer una excepción de aquella repugnante costumbre. Escribir poesía
se convirtió en una afición notablemente peligrosa.

Cuando comenzaron los golpes en la puerta, corrí apresuradamente al


baño y cerré la puerta con llave mientras mi abuela acudía a abrir la
puerta a la señora Shau y a su cuadrilla. Las manos me temblaban, pero
me las arreglé para romper el poema en pedacitos, arrojarlo al interior
del retrete y tirar de la cadena. Revisé cuidadosamente el suelo para
asegurarme de que no se había caído ningún trozo. No todos los
papeles, sin embargo, habían desaparecido la primera vez, por lo que

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tuve que esperar y tirar de nuevo. Para entonces, los Rebeldes estaban
golpeando la puerta del cuarto de baño y ordenándome con voz brusca
que saliera inmediatamente. Yo no respondí.

Mi hermano Jin-ming también se llevó un buen susto aquella noche,


Desde el comienzo de la Revolución Cultural había solido frecuentar un
mercadillo negro especializado en libros. El instinto comercial de los
chinos es tan fuerte que los mercados negros —considerados por Mao la
bestia negra capitalista por excelencia— lograron sobrevivir sin tregua
a la demoledora presión de la Revolución Cultural.

En el centro de Chengdu, en mitad de la principal calle comercial de la


ciudad, se alzaba una estatua de bronce de Sun Yat-sen, quien había
encabezado la revolución republicana que en 1911 había terminado con
dos mil años de dominación imperial. La estatua había sido erigida
antes de que los comunistas llegaran al poder. Mao no era
especialmente aficionado a la figura de ningún líder revolucionario
anterior a sí mismo, y Sun no era una excepción. Sin embargo,
constituía una buena política inspirarse en su tradición, por lo que se
permitió que la estatua continuara en su lugar, y los terrenos que la
rodeaban se transformaron en invernaderos. Cuando estalló la
Revolución Cultural, la Guardia Roja atacó los emblemas de Sun Yat-sen
hasta que Zhou Enlai decidió ordenar su protección. La estatua
sobrevivió, pero los invernaderos se abandonaron por considerarse una
muestra de decadencia burguesa. Cuando la Guardia Roja comenzó a
asaltar los domicilios de la gente y a quemar sus libros, aquellos
terrenos desiertos pasaron a ser escenario de pequeñas reuniones en las
que se compraban y vendían aquellos volúmenes que habían escapado a
la hoguera. Allí podía encontrarse todo tipo de gente: guardias rojos que
querían obtener algún dinero a cambio de los libros que acababan de
confiscar, intermediarios frustrados que acudían al olor del dinero,
intelectuales que no querían ver sus libros quemados pero que temían
conservarlos… y amantes de los libros. Todos aquellos libros habían
sido publicados y aprobados bajo el régimen comunista con
anterioridad a la Revolución Cultural. Aparte de los clásicos chinos,
incluían obras de Shakespeare, Dickens, Byron, Shelley, Shaw,
Thackeray, Tolstói, Dostoievski, Turguéniev, Chéjov, Ibsen, Balzac,
Maupassant, Flaubert, Dumas, Zola y muchos otros clásicos de todo el
mundo. Podían hallarse incluso los Sherlock Holmes de Conan Doyle,
quien se había convertido en uno de los escritores más populares en
China.

El precio de los libros dependía de múltiples factores. Si portaban el


sello de alguna biblioteca, la mayoría de la gente los rechazaba. El
Gobierno comunista tenía tal reputación de orden y control que nadie
quería arriesgarse a que le sorprendieran en posesión de propiedad
estatal obtenida por medios ilegales, delito entonces severamente
castigado. Todo el mundo prefería adquirir libros privados en los que no
aparecieran señales de identificación. Los precios más altos
correspondían a aquellas novelas que incluían pasajes eróticos, las
cuales eran, asimismo, las más peligrosas. El Rojo y negro de Stendhal,

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considerada novela erótica, costaba el equivalente a dos semanas de
salario medio.

Jin-ming acudía a aquel mercado negro a diario. Su capital inicial


provenía de libros que había obtenido de una tienda de reciclaje de
papel a la que los atemorizados ciudadanos estaban vendiendo sus
colecciones al peso. Jin-ming había estado charlando con uno de los
empleados de la misma y había comprado gran cantidad de aquellos
libros, que luego revendió a un precio mucho mayor. Con ese dinero
compraba más libros, los leía, los revendía y empezaba de nuevo.

Entre el comienzo de la Revolución Cultural y finales de 1968, pasaron


por su manos al menos un millar de libros. Leía una media de uno o dos
al día. Nunca osaba guardar más de una docena, y aun así se veía
obligado a ocultarlos cuidadosamente. Uno de sus escondites había sido
bajo un depósito de agua abandonado que se alzaba en el complejo
hasta que un chaparrón destruyó algunos de sus favoritos, entre ellos
La llamada de la selva , de Jack London. En casa conservaba algunos,
escondidos en los colchones y en los rincones del trastero. La noche del
asalto domiciliario tenía un ejemplar de Rojo y negro oculto en su cama.
Como de costumbre, no obstante, había arrancado la cubierta y la había
sustituido por otra de Obras selectas de Mao Zedong . La señora Shau y
sus secuaces no lo examinaron.

Jin-ming traficaba asimismo con otros bienes. El entusiasmo que sentía


por las ciencias nunca había disminuido. En aquella época, el único
mercado negro de Chengdu especializado en objetos científicos ofrecía
componentes semiconductores para transistores: se trataba de una
rama de la industria algo más favorecida, ya que servía para «difundir
las palabras del presidente Mao». Jin-ming compraba las partes sueltas
y se fabricaba sus propias radios, que luego vendía a buen precio. Sin
embargo, compraba otras destinadas a su verdadero propósito:
comprobar diversas teorías físicas que llevaban tiempo dando vueltas en
su cabeza.

Con tal de obtener dinero para sus experimentos traficaba incluso con
insignias de Mao. Numerosas fábricas habían interrumpido la
producción normal para producir insignias de aluminio en las que
aparecía representado el rostro de Mao. Todas las formas de
coleccionismos —incluso las de cuadros y sellos— habían sido
prohibidas como hábitos burgueses. Así, el instinto coleccionista de la
gente se había dirigido a aquellos objetos, los cuales, a pesar de hallarse
aprobados, sólo podían intercambiarse clandestinamente. Jin-ming llegó
a reunir una pequeña fortuna. Poco podía imaginarse el Gran Timonel
que incluso una efigie de su cabeza podía convertirse en elemento de
especulación capitalista, la actividad que tan esforzadamente había
intentado erradicar.

Se producían frecuentes redadas. A menudo, llegaban camiones llenos


de Rebeldes que bloqueaban las calles y arrestaban a cualquiera que
consideraran sospechoso. En ocasiones, enviaban espías que fingían

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curiosear. En un momento determinado, hacían sonar un silbato y se
abalanzaban sobre los comerciantes. Aquéllos que eran detenidos veían
sus posesiones confiscadas y, por lo general, recibían una paliza. Un
castigo habitual era el «sangrado», consistente en apuñalarles en las
nalgas. Algunos eran torturados, y a todos se les amenazaba con doble
castigo en el futuro si no cesaban en sus actividades. Sin embargo, la
mayoría regresaban una y otra vez.

Mi segundo hermano, Xiao-hei, tenía doce años a comienzos de 1967.


Dado que no tenía nada en que ocupar el tiempo, no tardó en entrar a
formar parte de una de las pandillas callejeras que entonces abundaban,
a pesar de haber sido prácticamente inexistentes antes de la Revolución
Cultural. Dichas pandillas eran conocidas como «astilleros», y sus
líderes recibían el nombre de «timoneles». El resto se llamaban entre sí
«hermanos» y poseían un apodo relacionado, por lo general, con algún
animal. Perro flaco, si un muchacho era delgado; Lobo gris si tenía un
mechón de cabellos de ese color. Xiao-hei se llamaba Pezuña negra
debido a que parte de su nombre -hei- significa «negro», y también
porque era de piel oscura y rápido en hacer recados, lo que formaba
parte de sus deberes, ya que era más joven que la mayoría de los
restantes miembros.

Al principio, los pandilleros le trataron como a un huésped


reverenciado, pues rara vez habían conocido a ningún hijo de altos
funcionarios. Los miembros de aquellas bandas solían proceder de
familias pobres, y en su mayoría habían sido escolares fracasados ya
antes del advenimiento de la Revolución Cultural. Sus familias no se
hallaban en el punto de mira de la revolución, ni ésta les interesaba
tampoco a ellos en lo más mínimo.

Algunos de aquellos chiquillos intentaban imitar el comportamiento de


los hijos de altos oficiales, incluso a pesar del hecho de que éstos habían
sido destituidos. En sus días de guardias rojos, los hijos de altos
oficiales habían mostrado preferencia por los viejos uniformes militares
comunistas, ya que eran los únicos que tenían acceso a ellos a través de
sus padres. Algunos chiquillos de la calle se habían hecho con aquel tipo
de prendas en el mercado negro o habían teñido sus ropas de verde. Sin
embargo, carecían del ademán altivo de los miembros de la élite, y a
menudo no daban en sus verdes con la tonalidad justa. Por todo ello,
habían de soportar las burlas de los primeros y de sus propios amigos,
quienes les llamaban «pseudos».

Posteriormente, los hijos de altos funcionarios pasaron a vestir


chaquetas y pantalones de color azul oscuro. Aunque la mayor parte de
la población vestía entonces de color azul, sus ropas eran de una
tonalidad especial, a lo que había que añadir el hecho de que resultaba
infrecuente ver a alguien vestido de arriba abajo con idéntico color. A
partir de entonces, los chicos y chicas procedentes de familias modestas
tuvieron que evitar imitarles si no querían ser tratados de «pseudos». Lo
mismo podía decirse de sus zapatos, negros y con cordones por arriba a

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la vez que dotados de blancas suelas de plástico con una banda de
plástico igualmente blanco asomando entremedias.

Algunas pandillas inventaron estilos propios. Se ponían varias capas de


camisas bajo una prenda exterior y, a continuación, se subían los
cuellos. Cuantos más cuellos tuvieras, más elegante se te consideraba. A
menudo, Xiao-hei llevaba seis o siete camisas bajo su chaqueta e, incluso
bajo el ardiente calor del verano, nunca vestía menos de dos. Los
pantalones de deporte debían asomar siempre por debajo de los
pantalones exteriores previamente acortados. Llevaban también
zapatillas de deporte sin cordones y gorras militares equipadas con tiras
de cartón en su interior para mantener derecha la visera y prestarles un
aspecto intimidante.

Una de las principales ocupaciones de los «hermanos» de Xiao-hei para


matar el tiempo consistía en robar. Obtuvieran lo que obtuvieran, debían
entregar el botín al timonel para que éste lo distribuyera
equitativamente entre todos. A Xiao-hei le daba miedo robar, pero sus
hermanos siempre le entregaban su parte sin la menor objeción.

El robo era una costumbre frecuente durante la Revolución Cultural, y


abundaban especialmente los carteristas y los ladrones de bicicletas. A
la mayor parte de las personas que yo conocía les habían robado la
cartera al menos una vez. Para mí, salir de compras implicaba a
menudo perder el monedero o ser testigo de alguien chillando por haber
sido objeto de un delito similar. La policía, para entonces dividida en
distintas facciones, apenas ejercía una vigilancia superficial.

Cuando los extranjeros comenzaron a llegar a China en gran número,


durante la década de los setenta, muchos se marcharon impresionados
por la «limpieza moral» de nuestra sociedad: un calcetín abandonado
podía seguir los pasos de su dueño a lo largo de mil quinientos
kilómetros, desde Pekín hasta Guangzhou, tras lo cual era lavado,
plegado y depositado en su habitación de hotel. Los visitantes no se
daban cuenta de que tan sólo los extranjeros y los chinos sometidos a
estrecha vigilancia llegaban a disfrutar de tales atenciones, ya que nadie
hubiera osado robar a un extranjero teniendo en cuenta que apropiarse
de un simple pañuelo podía muy bien ser castigado con la muerte. El
calcetín limpio y plegado no guardaba relación alguna con el estado
real de la sociedad: no era sino una parte más de la pantomima general
del régimen. Los hermanos de Xiao-hei se mostraban igualmente
obsesionados por las chicas. Los muchachos de doce y trece años como
él eran a menudo demasiado tímidos para dirigirse a ellas
personalmente, por lo que se convertían en mensajeros encargados de
entregar las cartas de amor llenas de faltas que escribían los mayores.
Xiao-hei se veía obligado a llamar a las puertas mientras rogaba
interiormente que fuera la propia muchacha quien abriera la puerta, y
no su padre o su hermano, de quienes era frecuente recibir un bofetón.
Algunas veces, dominado por el miedo, se limitaba a deslizar la carta
bajo la puerta.

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Cuando una muchacha rechazaba una propuesta, Xiao-hei y el resto de
sus compañeros más jóvenes se convertían en el instrumento de
venganza del amante despechado, para lo cual se dedicaban a hacer
ruidos frente al domicilio de la joven y a disparar con tirachinas contra
sus ventanas. Cuando la muchacha salía a la calle, la escupían, la
insultaban, la señalaban con el dedo medio estirado y le gritaban
palabras soeces cuyo significado apenas alcanzaban a comprender del
todo. Los insultos chinos para las mujeres son considerablemente
gráficos: «lanzadera» (por la forma de sus genitales), «silla de montar»
(por su imagen al ser montada), «lámpara de aceite rebosante» (por
verterse «con demasiada frecuencia») y «zapatos desgastados»
(implicando que se ha hecho mucho «uso» de ellas).

Algunas chicas intentaban hacerse con protectores en el interior de las


bandas, y las más capaces llegaban a convertirse ellas mismas en
timoneles. Las que llegaban a integrarse en aquel mundo masculino
ostentaban motes propios sumamente pintorescos, tales como Negra
peonía cubierta de rocío, Barril de vino roto o Encantadora de
serpientes.

La tercera de las ocupaciones principales de las pandillas eran las


peleas. A Xiao-hei le emocionaban notablemente pero, para su gran
disgusto, sufría de lo que solía denominar una «disposición cobarde», y
por ello echaba a correr tan pronto como veía que la cosa se ponía fea.
Gracias a su falta de intrepidez pudo sobrevivir intacto a aquellas
absurdas escaramuzas en las que muchos chiquillos resultaban heridos
e incluso muertos.

Una tarde en que andaba vagabundeando por ahí como de costumbre


con algunos de sus hermanos, acudió corriendo otro de los miembros de
la banda y les informó de que el domicilio de un hermano acababa de
ser asaltado por una pandilla rival que, a continuación, le había
sometido a un «sangrado». Inmediatamente, todos regresaron a su
propio «astillero», y allí recogieron su armamento, consistente en palos,
ladrillos, cuchillos, látigos de alambre y garrotes. Xiao-hei se introdujo
bajo el cinturón un garrote dividido en tres secciones y todos salieron
corriendo hacia la casa en la que había tenido lugar el incidente. Una
vez allí, descubrieron que sus enemigos se habían marchado y que el
hermano herido había sido trasladado al hospital por sus familiares. El
timonel escribió una carta salpicada de errores en la que arrojaba el
guante a sus rivales, y Xiao-hei recibió el encargo de entregarla.

En la carta se proponía una pelea formal que habría de celebrarse en el


Estadio Deportivo Popular, dotado de amplio espacio para ello. En dicho
estadio ya no se celebraba acontecimiento deportivo alguno, dado que
los juegos de competición habían sido condenados por Mao. Los atletas
habían pasado a consagrarse a la Revolución Cultural.

El día fijado para la batalla, la pandilla de Xiao-hei, compuesta por


varias decenas de muchachos, aguardaba en la pista de carreras.
Transcurrieron dos largas horas hasta que, por fin, entró cojeando en el

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estadio un joven de unos veinte años. Se trataba del Cojo Tang, una
célebre figura del hampa de Chengdu. A pesar de su relativa juventud,
todos le trataban con el respeto reservado habitualmente para los
mayores.

El Cojo Tang era una víctima de la polio. Su padre había sido


funcionario del Kuomintang, por lo que al hijo le fue asignado un puesto
desventajoso en un pequeño taller instalado en su antiguo domicilio
familiar, confiscado por los comunistas. Los empleados de aquellas
pequeñas unidades no disfrutaban de las ventajas otorgadas a los
obreros de las grandes fábricas, tales como empleo garantizado,
servicios sanitarios gratuitos y pensión de vejez.

Debido a sus antecedentes, Tang no había podido acceder a una


educación superior, pero era extremadamente inteligente, y llegó a
convertirse en el jefe de jacto del hampa de Chengdu. Había acudido al
estadio como emisario de la banda rival para solicitar una tregua.
Extrajo varios cartones de cigarrillos de la mejor calidad y comenzó a
distribuirlos entre los presentes. Presentó las excusas de la otra banda y
transmitió su promesa de encargarse de las facturas de reparación de
los daños sufridos por la casa y los cuidados médicos del herido. El
timonel de Xiao-hei aceptó la oferta: era imposible negarse a una
solicitud del Cojo Tang.

El Cojo Tang no tardó en ser arrestado. A comienzos de 1968 la


Revolución Cultural inició una nueva etapa, la cuarta. La fase primera
había consistido en la organización de los guardias rojos adolescentes; a
continuación habían venido los Rebeldes y los ataques a los seguidores
del capitalismo; la tercera fase había consistido en las luchas entre las
distintas facciones de los Rebeldes, luchas a las que Mao había decidido
poner fin. Para asegurarse la obediencia de todos, decidió diseminar el
terror para demostrar que nadie podía considerarse inmune a sus
consecuencias. Una parte considerable de la población que hasta
entonces había permanecido a salvo —incluyendo algunos Rebeldes—
pasó a convertirse en víctima. Una tras otra, fueron desatándose nuevas
campañas políticas destinadas a aniquilar a los nuevos enemigos de
clase. La más notable entre aquellas cazas de brujas, denominada
«Limpieza de filas en las clases», incluyó entre sus víctimas al Cojo
Tang, quien fue posteriormente liberado, en 1976, a la caída de la
Revolución Cultural. A comienzos de los ochenta se convirtió en
empresario y millonario, y llegó a ser uno de los hombres más ricos de
Chengdu. Su deteriorada mansión familiar le fue devuelta, pero Tang la
derribó y construyó en su lugar un grandioso edificio de dos pisos.
Cuando la locura por los discos invadió China, solía vérsele sentado en
algún lugar prominente mientras contemplaba con aire paternal los
bailes de los muchachos y muchachas de su séquito sin dejar de contar
ostentosamente gruesos fajos de billetes de banco con gesto
deliberadamente descuidado, tras lo cual pagaba a la multitud y se
solazaba en su nueva forma de poder: el dinero.

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La campaña de «Limpieza de filas en las clases» destruyó las vidas de
millones de personas. Durante uno de sus episodios, conocido como el
caso del llamado Partido Popular de la Mongolia Interior,
aproximadamente el diez por ciento de la población mongola adulta fue
sometido a tortura o malos tratos físicos: murieron no menos de veinte
mil personas. Aquella campaña en particular había sido diseñada según
un modelo basado en estudios piloto realizados en seis fábricas y dos
universidades de Pekín sometidas a la supervisión personal de Mao. En
el informe referente a una de ellas —la Unidad de Imprenta de Xinhua—
había un pasaje que decía: «Tras ser etiquetada como
contrarrevolucionaria, esta mujer aprovechó un momento en que sus
guardianes desviaron la mirada y, abandonando sus trabajos forzados,
corrió hasta los dormitorios femeninos de la cuarta planta y se suicidó
arrojándose por una ventana. Evidentemente, resulta inevitable que los
contrarrevolucionarios se suiciden. Sin embargo, no deja de ser una
lástima que ahora contemos con un “ejemplo negativo” menos». Mao
escribió, refiriéndose a aquel documento: «Se trata del informe mejor
redactado de cuantos he leído».

Aquélla y otras campañas eran gobernadas por los Comités


Revolucionarios organizados en todo el país. El Comité Revolucionario
Provincial de Sichuan fue establecido el 2 de junio de 1968. Sus líderes
eran las mismas cuatro personas que habían encabezado el Comité
Preparatorio: los dos jefes militares y los Ting. En él se incluían además
los jefes de los dos principales campos Rebeldes —el Chengdu Rojo y el
26 de Agosto— y algunos de los «funcionarios revolucionarios».

La consolidación del nuevo sistema de poder de Mao tuvo consecuencias


que afectaron profundamente a mi familia. Una de las primeras fue la
decisión de retener parte de los salarios de los seguidores del
capitalismo y conceder a cada uno de ellos tan sólo una pequeña
asignación mensual. Nuestros ingresos familiares se vieron reducidos a
menos de la mitad. Aunque no pasábamos hambre, ya no podíamos
permitirnos comprar en el mercado negro en un momento en el que el
nivel de suministro de alimentos por parte del Estado iba deteriorándose
rápidamente. Las raciones de carne, por ejemplo, eran de menos de un
cuarto de kilo por persona y mes. Mi abuela se mostraba sumamente
preocupada, y hacía cálculos día y noche para que los niños pudiéramos
comer mejor y para conseguir paquetes de comida que llevar a mis
padres cuando estaban encarcelados.

La siguiente decisión del Comité Revolucionario consistió en expulsar


del complejo de viviendas a todos los seguidores del capitalismo con
objeto de dejar sitio a los nuevos líderes. A mi familia le fueron
asignadas unas habitaciones situadas en la planta superior de un
edificio de tres pisos que había albergado las oficinas de una revista
para entonces ya desaparecida. En la planta superior no había retretes
ni agua corriente. Teníamos que bajar al piso inferior incluso para
cepillarnos los dientes o prepararnos una taza de té con hojas ya
usadas. A mí, sin embargo, no me importaba: se trataba de un edificio

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sumamente elegante, y yo entonces alimentaba un profundo anhelo de
cosas bellas.

A diferencia del apartamento que habíamos ocupado en el complejo, el


cual formaba parte de un bloque de cemento carente de rasgos
distintivos, nuestro nuevo hogar era una espléndida mansión de ladrillo
y madera con doble fachada, dotada de ventanas exquisitamente
enmarcadas por tonos de marrón rojizo y abiertas bajo aleros
grácilmente curvados. El jardín trasero aparecía densamente poblado
de moreras, y el delantero poseía un espeso emparrado, un bosquecillo
de adelfas, una morera del papel y un enorme árbol de nombre
desconocido cuyos frutos, similares a pimientos, crecían formando
pequeños grupos en el interior de los pliegues de sus hojas, marrones,
crujientes y con forma de embarcación. Me gustaban especialmente los
elegantes bananos y el amplio arco que formaban sus hojas, ya que
constituían un espectáculo poco común en un clima no tropical.

En aquellos días, la belleza se despreciaba hasta el punto de que mi


familia fue enviada a aquella casa espléndida a modo de castigo. La sala
principal era amplia y rectangular, con suelo de parquet. Tres de sus
costados estaban formados por ventanales, lo que la convertía en una
estancia especialmente luminosa y nos proporcionaba en los días claros
una vista panorámica de la distante cordillera nevada del oeste de
Sichuan. El balcón no estaba construido de cemento, como era habitual,
sino de madera pintada de un color castaño rojizo, y estaba bordeado
por barandillas con dibujos de cenefas. Otra de las habitaciones,
también abierta al balcón, poseía un techo desacostumbradamente
elevado y puntiagudo cuyas vigas, de un color rojo desvaído, eran
visibles a unos seis metros de altura. Me enamoré de inmediato de
nuestra nueva vivienda. Posteriormente me di cuenta de que en invierno
la sala rectangular se convertía en un campo de batalla en el que
coincidían helados vientos que, procedentes de todas direcciones,
traspasaban fácilmente los delgados cristales. Asimismo, cada vez que
soplaba el viento los elevados techos dejaban caer una fina lluvia de
polvo. A pesar de todo, me sentía embargada de gozo durante las
noches tranquilas, tendida en mi cama con la luz de la luna filtrándose a
través de las ventanas y la sombra de la inmensa morera oscilando
sobre la pared. Era tal el alivio que me proporcionaba haber
abandonado el complejo y su mezquina atmósfera que confiaba en que
mi familia nunca tuviera que regresar a él. También me encantaba
nuestra nueva calle. Había sido bautizada con el nombre de calle del
Meteorito debido a que cientos de años atrás había caído un meteorito
sobre ella. Estaba pavimentada con adoquines triturados, lo que se me
antojaba mucho más atractivo que el asfalto de la calle que bordeaba el
complejo.

Lo único que aún me recordaba al complejo eran nuestros vecinos,


todos ellos miembros del departamento de mi padre y del grupo de
Rebeldes de la señora Shau. Cuando nos miraban, era con expresión
rígida y acerada, y en las raras ocasiones en que teníamos que
comunicarnos se dirigían a nosotros con ásperos exabruptos. Uno de

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ellos había sido en tiempos el editor de la ya desaparecida revista, y su
esposa había trabajado como maestra. Tenían un hijo llamado Jo-jo que
a la sazón contaba seis años de edad, igual que mi hermano Xiao-fang.
Acudió a vivir con ellos un funcionario de menor rango que tenía una
hija de cinco años, y los tres niños solían jugar juntos a menudo en el
jardín. A mi abuela le inquietaba que Xiao-fang jugara con ellos pero no
se atrevía a prohibírselo, ya que nuestros vecinos podrían haberlo
interpretado como una muestra de hostilidad hacia los Rebeldes del
presidente Mao.

Al pie de la escalera espiral de color rojo oscuro que conducía a


nuestras habitaciones había una enorme mesa en forma de media luna.
En los viejos tiempos, su superficie se habría adornado con un gran
jarrón de porcelana lleno de jazmines de invierno o de flores de
melocotonero. Entonces aparecía desnuda, y los tres niños solían
encaramarse a ella durante sus juegos. Un día, decidieron jugar a los
médicos: Jo-jo hacía de médico; Xiao-fang, de enfermero; y la niña de
cinco años, de paciente. Tras tumbarse boca abajo sobre la mesa, la
niña se subió la falda para que le pusieran una inyección. Xiao-fang
sostenía la aguja, representada por un trozo de madera procedente de
una silla rota. La madre de la niña escogió aquel instante para ascender
por los escalones de arenisca hasta el rellano. Profiriendo un grito,
cogió a su hija y la obligó a descender de la mesa.

Descubrió unos cuantos arañazos en la cara interior del muslo de la


niña pero, en lugar de llevarla al hospital, acudió a unos Rebeldes
pertenecientes al departamento de mi padre, situado a un par de
manzanas de distancia. Al poco rato, el jardín delantero se vio invadido
por una multitud. Mi madre, quien casualmente había sido autorizada a
pasar unos días en casa, fue detenida inmediatamente mientras Xiao-
fang era sujetado y reprendido a gritos por un grupo de adultos. Le
dijeron que le matarían a palos si se negaba a confesar quién le había
enseñado a violar a la niña. Intentaron forzarle a decir que habían sido
sus hermanos mayores, pero Xiao-fang se mostraba incapaz de
pronunciar palabra. Ni siquiera podía llorar. Jo-jo estaba terriblemente
asustado. Echándose a llorar, dijo que había sido él quien había pedido a
Xiao-fang que le pusiera la inyección a la niña. La pequeña se echó a
llorar también, diciendo que no habían llegado a ponerle la inyección.
Los adultos, sin embargo, les ordenaron a gritos que se callaran y
continuaron atosigando a Xiao-fang. Por fin, y a instancias de mi madre,
la muchedumbre la trasladó a empujones al Hospital Popular de
Sichuan arrastrando tras de sí a Xiao-fang.

Tan pronto como penetraron en el pabellón de pacientes externos, la


enfurecida madre de la niña y la enardecida multitud comenzaron a
pronunciar acusaciones ante los médicos, las enfermeras y el resto de
los pacientes: «¡El hijo de un seguidor del capitalismo ha violado a la
hija de un Rebelde!». Mientras la niña era examinada en la consulta de
una doctora, un joven desconocido que aguardaba en el pasillo, gritó:
«¿Por qué no cogéis a esos padres seguidores del capitalismo y los
matáis a palos?».

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Cuando la doctora concluyó su examen de la pequeña, salió y anunció
que no existía la más mínima señal de que la niña hubiera sido violada.
Los arañazos de sus piernas ni siquiera eran recientes, y no podían
haber sido causados por el trozo de madera de Xiao-fang, el cual, como
señaló ante la multitud, estaba pintado y tenía los contornos suaves.
Probablemente, las heridas eran el resultado de haber estado trepando
a los árboles. A regañadientes, la muchedumbre se dispersó.

Xiao-fang se pasó el resto de la tarde sumido en un delirio. Su rostro


aparecía oscuro y enrojecido, y gritaba frases sin sentido. Al día
siguiente, mi madre le llevó al hospital, donde un médico le administró
una fuerte dosis de tranquilizantes. Al cabo de unos días volvía a
encontrarse bien, pero dejó de jugar con otros niños. Aquel incidente
tuvo como consecuencia que se despidiera prácticamente de su infancia
a los seis años de edad.

Nuestro traslado a la calle del Meteorito había quedado encomendado a


los recursos de mi abuela y de los cinco niños. Para entonces, sin
embargo, contábamos con la ayuda de Cheng-yi, el novio de mi hermana
Xiao-hong.

El padre de Cheng-yi había sido funcionario de menor rango bajo el


Kuomintang, y desde 1949 no había podido obtener un empleo decente,
en parte debido a su pasado indeseable y en parte debido a que padecía
de tuberculosis y de úlcera gástrica. Así, se había dedicado a labores de
poca importancia tales como limpiar las calles y cobrar los recibos del
suministro de los manantiales comunales. Tanto él como su esposa
habían muerto en Chongqing durante la época de la escasez como
resultado del agravamiento de sus enfermedades por falta de alimento.

Cheng-yi trabajaba como obrero en una fábrica de construcción de


aviones, y había conocido a mi hermana a comienzos de 1968. Al igual
que la mayor parte de los trabajadores de la fábrica, estaba
considerado miembro no activo del principal de sus grupos Rebeldes,
afiliado al 26 de Agosto. En aquellos días no existían formas de
entretenimiento, por lo que la mayoría de los grupos Rebeldes habían
organizado sus propios conjuntos de música y danza para interpretar
las escasas canciones oficialmente aprobadas, basadas todas ellas en
citas y elogios de Mao. Cheng-yi, quien siempre había sido un buen
músico, formaba parte de uno de tales conjuntos. Mi hermana, aunque
no pertenecía a la fábrica, era una gran aficionada al baile, por lo que
se unió al grupo junto con Llenita y Ching-ching. Ella y Cheng-yi no
tardaron en enamorarse. La relación, sin embargo, no tardó en sufrir
presiones procedentes de todos los sectores: de su hermana y sus
compañeros, inquietos por la posibilidad de que su relación con una
familia de seguidores del capitalismo pusiera en peligro su futuro; de
nuestro propio círculo de hijos de altos funcionarios, quienes le
despreciaban por no ser «uno de los nuestros»; incluso de mí, que
irrazonablemente contemplaba el deseo de mi hermana de vivir su
propia vida como una traición a nuestros padres. Sin embargo, su amor
sobrevivió, y ayudó a mi hermana a superar los difíciles años que

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vendrían a continuación. Al igual que el resto de mi familia, no tardé en
cobrar un afecto y respeto considerables por Cheng-yi. Como llevaba
gafas, terminamos por aplicarle el apodo de Lentes.

Había otro músico en el conjunto, amigo de Lentes, que trabajaba como


carpintero y era hijo de un conductor de camiones. Era un joven alegre,
dotado de una nariz particularmente voluminosa que le proporcionaba
un aspecto poco chino. En aquella época, las únicas imágenes de
extranjeros que llegaban hasta nosotros eran de albanos, ya que la
diminuta y lejana Albania era por entonces la única aliada de China
(incluso a los norcoreanos se les consideraba un pueblo demasiado
decadente). Sus amigos le habían puesto el mote de Al, como
abreviatura de Albano.

Al acudió con un carro para ayudarnos a efectuar el traslado a la calle


del Meteorito. No queríamos abusar de él, por lo que sugerimos dejar
algunas cosas atrás. Él, sin embargo, insistió en que nos lleváramos
todo. Con una sonrisa despreocupada, apretó los puños y flexionó
orgullosamente sus gruesos músculos. Mis hermanos, con gran
admiración, se acercaron para tocar aquellos sólidos bultos.

A Al le gustaba mucho Llenita. El día siguiente al traslado, nos invitó a


ella, a Ching-ching y a mí a almorzar en su domicilio. Vivía en una de las
típicas casas de Chengdu, una construcción desprovista de ventanas y
con un suelo de tierra que se abría directamente a la calle. Era la
primera vez que yo visitaba una de aquellas casas. Cuando llegamos a la
calle donde vivía Al pude ver a un grupo de jóvenes que holgazaneaban
en una esquina. Sus componentes nos siguieron con la vista mientras
saludaban a Al con tono significativo. Éste, henchido de orgullo, se
acercó a hablar con ellos y regresó con el rostro distendido por una
alegre sonrisa. Con tono despreocupado, dijo: «Les he comentado que
erais hijas de altos funcionarios y que me había hecho amigo de
vosotras para tener acceso a bienes privilegiados cuando concluya la
Revolución Cultural». Al oír aquello, me quedé de piedra. En primer
lugar, sus palabras sugerían que la gente creía que los hijos de
funcionarios tenían acceso a bienes de consumo, lo que no era ni mucho
menos el caso. En segundo lugar, me sentía asombrada del evidente
placer que le producía su relación con nosotras y del prestigio que,
evidentemente, le proporcionaba ésta frente a sus amigos. En un
momento en el que mis padres se encontraban detenidos y nosotros
acabábamos de ser expulsados del complejo —en el que acababa de
establecerse el Comité Revolucionario de Sichuan con la consiguiente
persecución de seguidores del capitalismo y en el que la Revolución
Cultural parecía llevar las de ganar—, Al y sus amigos parecían dar por
hecho que los funcionarios como mi padre terminarían por regresar.

Habría de topar con actitudes similares una y otra vez. Cada vez que
traspasaba las enormes verjas que daban acceso a nuestro jardín era
consciente de las miradas que me dirigía la gente que en aquel momento
pasaba por la calle del Meteorito, miradas en las que podía distinguirse
una mezcla de curiosidad y respeto. Se me antojaba algo evidente el

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hecho de que era a los Comités Revolucionarios —y no tanto a los
seguidores del capitalismo— a quienes el público en general
consideraba un elemento transitorio.

Durante el otoño de 1968 llegaron una nueva clase de grupos a hacerse


cargo de mi escuela: se denominaban Grupos de propaganda para el
pensamiento de Mao Zedong. Se hallaban integrados por soldados y
obreros que no habían intervenido en las luchas entre facciones, y su
misión consistía en restaurar el orden. En mi escuela, al igual que en el
resto, el equipo reunió a todos los alumnos que ya estaban en ella dos
años antes —al comenzar la Revolución Cultural— con objeto de
mantenerlos controlados. Los pocos que se encontraban ausentes de la
ciudad fueron localizados y convocados por medio de telegramas. Pocos
osaron desatender la llamada.

Ya de regreso en el colegio, los pocos maestros que habían evitado verse


convertidos en víctimas habían dejado de impartir clases. No se
atrevían. Todos los viejos libros de texto habían sido condenados y
calificados de veneno burgués, y nadie había tenido valor suficiente
para escribir otros nuevos. Así pues, nos limitábamos a permanecer
sentados en clase recitando artículos de Mao y leyendo los editoriales
del Diario del Pueblo . Cantábamos canciones compuestas por citas de
Mao o nos reuníamos para bailar «danzas de lealtad» en las que
girábamos blandiendo nuestro Pequeño Libro Rojo.

La obligatoriedad de las «danzas de lealtad» había sido una de las


principales imposiciones ordenadas por los Comités Revolucionarios de
toda China. La realización de aquellas contorsiones absurdas era
obligatoria en todos sitios: en escuelas, fábricas, calles, tiendas, andenes
de ferrocarril e incluso en los hospitales para aquellos pacientes aún
capaces de moverse.

En conjunto, el equipo de propaganda enviado a mi escuela se mostró


relativamente benévolo. No así otros. El que ocupó la Universidad de
Chengdu había sido personalmente escogido por los Ting debido a que
allí había estado instalado el cuartel general de sus enemigos, el
Chengdu Rojo. Yan y Yong fueron de los que peor lo pasaron. Los Ting
ordenaron al equipo de propaganda que presionara a ambos para
denunciar a mi padre, pero ellos se negaron. Posteriormente, revelaron
a mi madre que admiraban tanto el valor de mi padre que habían
decidido plantar cara.

A finales de 1968, todos los estudiantes de las universidades chinas


habían sido sumariamente «graduados» en masa sin examen alguno; a
todos se les habían asignado trabajos y posteriormente habían sido
dispersados por todos los confines del país. Yan y Yong fueron
advertidos de que su futuro se vendría abajo si no denunciaban a mi
padre. Ellos, sin embargo, siguieron en sus trece. Yan fue enviada a una
pequeña mina de carbón situada en las montañas del este de Sichuan.
Difícilmente podría haber hallado peor suerte, ya que las condiciones de
trabajo eran notablemente primitivas y apenas existían normas de

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seguridad. Las mujeres, al igual que los hombres, se veían obligadas a
arrastrarse a gatas pozo abajo para extraer los cestos de carbón. El
destino de Yan se debió en parte a la retorcida retórica imperante en la
época: la señora Mao había insistido en que las mujeres realizaran el
mismo trabajo que los hombres, y una de las consignas del momento era
un dicho de Mao según el cual «Las mujeres son capaces de sostener
medio firmamento». Ellas, sin embargo, sabían que con aquellos
privilegios de igualdad no habría quien las librara de realizar los más
duros trabajos físicos.

Inmediatamente después de la expulsión de los estudiantes de las


universidades, los alumnos de enseñanza media como yo descubrimos
que habríamos de partir exiliados hacia zonas rurales remotas y
montañosas para ocuparnos en pesadas labores agrarias. Mao
pretendía hacer de mí una campesina para el resto de mis días.

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22. «La reforma del pensamiento a través del trabajo»

Hacia los confines del Himalaya (enero-junio de 1969)

En 1969, mis padres, mi hermana, mi hermano Jin-ming y yo fuimos


expulsados de Chengdu uno detrás de otro y enviados a distintas partes
de las regiones salvajes de Sichuan. Nos encontrábamos entre los
millones de habitantes urbanos que habrían de partir hacia el exilio. De
este modo, los jóvenes no andarían vagando por las ciudades sin otra
cosa que hacer que crear problemas por puro aburrimiento, y los
adultos como mis padres tendrían un «futuro». Estos últimos formaban
parte de la antigua administración, posteriormente reemplazada por los
Comités Revolucionarios de Mao, y enviarles a realizar las duras tareas
del campo constituía la solución más conveniente.

Según la retórica de Mao, se nos enviaba al campo «para nuestra


reforma». Mao recomendaba «la reforma del pensamiento a través del
trabajo» para todos, pero nunca llegó a aclarar la relación entre ambas
cosas y, claro está, nadie le pidió que se explicara. La simple
consideración de tal posibilidad hubiera equivalido a un delito de
traición. Lo cierto es que en China todo el mundo sabía que los trabajos
pesados, especialmente en el campo, habían de ser siempre
considerados un castigo. Resultaba significativo que ninguno de los
hombres de confianza del Presidente, miembros de los recientemente
fundados Comités Revolucionarios u oficiales del Ejército —y muy pocos
de sus hijos— tuvieran que realizarlos.

El primero de nosotros en ser expulsado fue mi padre. Poco después del


Año Nuevo de 1969 fue enviado al condado de Miyi, situado en la región
de Xichang, en la linde oriental del Himalaya, una región tan remota que
hoy alberga la base de lanzamiento de satélites de China. Se encuentra a
unos quinientos kilómetros de Chengdu, lo que entonces suponía cuatro
días de viaje en camión, pues no había ferrocarril. En tiempos antiguos,
la zona se había utilizado para abandonar allí a los exiliados, ya que se
decía que sus montañas y sus aguas se encontraban impregnadas de un
misterioso «aire maligno». Traducido al lenguaje actual, el «aire
maligno» en cuestión eran sus enfermedades subtropicales. Se
construyó un campo en el que acomodar a los antiguos funcionarios del
Gobierno provincial. Había miles de campos como aquél extendidos por
todo el país. Se llamaban «escuelas de cuadros», pero aparte del hecho
de que no eran escuelas en absoluto, tampoco estaban reservados a
funcionarios. Allí se enviaba también a escritores, intelectuales,
científicos, maestros, médicos y actores que se habían tornado inútiles
para el nuevo orden de ignorancia de Mao.

En lo que se refería a los funcionarios, no sólo se enviaba allí a


seguidores del capitalismo como mi padre y otros enemigos de clase. La
mayor parte de sus colegas Rebeldes fueron también expulsados, ya que

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el nuevo Comité Revolucionario de Sichuan no podía ni mucho menos
acomodarlos a todos debido a que había ocupado sus puestos con
militares y Rebeldes de otras procedencias, tales como obreros y
estudiantes. La «reforma del pensamiento a través del trabajo» se
convirtió en un método sumamente conveniente de quitarse de encima a
los Rebeldes sobrantes. Del departamento de mi padre tan sólo unos
pocos permanecieron en Chengdu. La señora Shau fue nombrada
directora adjunta de Asuntos Públicos del Comité Revolucionario de
Sichuan. Todas las organizaciones Rebeldes habían sido disueltas.

Las «escuelas de cuadros» no eran campos de concentración ni gulags,


sino lugares aislados de detención en los que los internos disfrutaban de
una libertad restringida y tenían que realizar trabajos pesados bajo
estricta supervisión. Dado que en China todas las zonas cultivables se
encuentran densamente pobladas, tan sólo en las zonas áridas o
montañosas había el suficiente espacio para albergar a los exiliados de
las ciudades. Los internos debían producir alimentos y automantenerse.
Aunque aún recibían un salario, apenas había nada que pudieran
comprar con él. Las condiciones de vida eran muy duras.

Mi padre fue liberado de su prisión en Chengdu pocos días antes de la


partida con objeto de que pudiera prepararse para el viaje. Lo único que
quería hacer era ver a mi madre. Ésta se encontraba aún detenida, y
temía no volver a verla nunca más. Empleando el tono más humilde de
que era capaz, escribió al Comité Revolucionario una carta en la que
suplicaba autorización para verla, pero su solicitud fue denegada.

La sala de cine en la que se encontraba mi madre estaba en lo que había


sido la principal calle comercial de Chengdu. Ahora, las tiendas
aparecían medio vacías, pero el mercado negro de semiconductores que
frecuentaba mi hermano Jin-ming no se hallaba muy lejos, y en algunas
ocasiones había podido ver a mi madre caminando en fila con otros
prisioneros a lo largo de la calle y transportando un cuenco y un par de
palillos. La cantina del cine no funcionaba a diario, por lo que los
detenidos tenían que salir de vez en cuando para ir a comer a otro lugar.
Tras el descubrimiento de Jin-ming, pudimos ver a nuestra madre en
algunas ocasiones tras esperar en la calle. Algunas veces no la veíamos
en la fila de prisioneros, lo que nos consumía de ansiedad. Ignorábamos
que se trataba de ocasiones en las que su psicópata guardiana había
decidido castigarla negándole autorización para salir a comer. A veces,
sin embargo, la veíamos al día siguiente, una más del silencioso grupo
compuesto por unos doce hombres y mujeres de expresión lúgubre que,
con la cabeza inclinada, caminaban mostrando sus brazaletes blancos,
en los que aparecían escritos cuatro siniestros caracteres en tinta
negra: «buey diabólico, serpiente demoníaca».

Durante varios días seguidos acompañé a mi padre a aquella calle y


aguardamos desde el amanecer hasta el mediodía sin lograr advertir
signo alguno de su presencia. Paseábamos arriba y abajo, golpeando el
suelo cubierto de escarcha con los pies para calentarnos. Una mañana,
mientras esperábamos a que se levantara la espesa niebla que ocultaba

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los inertes edificios de cemento, apareció mi madre. Acostumbrada
como estaba a ver con frecuencia a sus hijos esperándola en la calle,
alzó rápidamente la mirada para comprobar si estábamos allí esta vez.
Sus ojos se encontraron con los de mi padre. Sus labios temblaron, y
también los de él, pero no emitieron sonido alguno. Se limitaron a
contemplarse fijamente hasta que un guardián gritó a mi madre que
bajara la vista. Mi padre permaneció con la mirada impasible durante
largo rato después de que ella doblara la esquina.

Un par de días después, mi padre partió. A pesar de su calma y de su


reserva pude detectar síntomas que indicaban que sus nervios estaban a
punto de ceder. Me preocupaba terriblemente que pudiera perder la
razón de nuevo, especialmente ahora que se veía obligado a sufrir aquel
tormento físico y mental en soledad, lejos de su familia. Decidí acudir
junto a él tan pronto como pudiera para hacerle compañía, pero era
sumamente difícil hallar un medio de transporte hasta Miyi, ya que los
servicios públicos de comunicación con aquellas remotas regiones se
encontraban paralizados. Por ello, experimenté una inmensa alegría
cuando, pocos días después, supe que mi escuela iba a ser trasladada a
un lugar llamado Ningnan situado tan sólo a unos ochenta kilómetros de
su campo.

En enero de 1969, todas las escuelas de enseñanza media de Chengdu


fueron enviadas a una zona rural situada en algún lugar de Sichuan.
Habríamos de vivir con los campesinos de las aldeas y ser «reeducados»
por ellos. Nadie especificó en qué debía consistir exactamente dicha
educación, pero Mao siempre había sostenido que las personas
cultivadas eran inferiores a los campesinos analfabetos y que
necesitaban reformarse para parecerse más a ellos. Uno de sus lemas
rezaba: «Aunque los campesinos tienen las manos sucias y los pies
manchados de estiércol son, sin embargo, mucho más limpios que los
intelectuales».

Mi escuela y la de mi hermana estaban repletas de hijos de seguidores


del capitalismo, por lo que fueron trasladadas a lugares dejados de la
mano de Dios a los que no se envió a ningún hijo de miembros de los
Comités Revolucionarios. Éstos ingresaron en el Ejército, única
alternativa frente a la del campo y mucho más cómoda que ésta. En
aquella época, uno de los símbolos más claros de poder consistía en
tener a los hijos en el Ejército.

En total, fueron enviados al campo unos quince millones de jóvenes a lo


largo de lo que fue uno de los mayores desplazamientos de población de
la historia. Una de las pruebas del orden existente bajo aquel caos fue la
rapidez y la magnífica organización con que se llevó a cabo. Todos
recibimos un subsidio destinado a adquirir ropa adicional, edredones,
sábanas, maletas, mosquiteras y plásticos en los que envolver las
colchonetas. Se prestó una atención minuciosa a detalles tales como
proporcionarnos zapatillas, cantimploras y linternas. En su mayor
parte, todas aquellas cosas habían de ser especialmente fabricadas, ya
que no se encontraban disponibles en las desabastecidas tiendas. Los

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miembros de familias pobres tenían derecho a solicitar una ayuda
económica adicional. Durante el primer año, el Estado nos suministraría
dinero de bolsillo y raciones alimenticias, incluyendo arroz, aceite y
carne que nos serían entregados en el pueblo que se nos asignara.

Desde el Gran Salto Adelante, el campo había sido organizado en


comunas, cada una de las cuales agrupaba a cierto número de pueblos y
podía incluir desde dos mil a veinte mil hogares. Cada comuna
gobernaba sus propias brigadas de producción, las cuales se componían
a su vez de diversos equipos de producción. Cada equipo de producción
equivalía aproximadamente a un pueblo, y constituía la unidad básica de
la vida rural. En mi escuela había hasta ocho alumnos asignados a cada
equipo de producción, y se nos permitía escoger a aquellos compañeros
con los que queríamos formar grupo. Yo escogí a los míos entre los que
integraban el curso de Llenita. Mi hermana prefirió venirse conmigo en
lugar de con su escuela, ya que se nos autorizaba a optar por un lugar
en el que tuviéramos parientes. Mi hermano Jin-ming pertenecía a la
misma escuela que yo, pero se quedó en Chengdu debido a que aún no
había cumplido los dieciséis años fijados como edad de ruptura. Llenita
tampoco fue, ya que era hija única.

Yo esperaba con ansiedad el traslado a Ningnan. Nunca había


experimentado el esfuerzo del trabajo físico, y apenas me hacía idea de
su significado. Imaginaba un entorno idílico desprovisto de consignas
políticas. Un funcionario de Ningnan que había venido a hablar con
nosotros nos había descrito el clima subtropical, con su elevado
firmamento azul, sus grandes flores rojas de hibisco, sus enormes
plátanos de treinta centímetros de longitud y el río de las Arenas
Doradas —el tramo superior del Yangtzé— con su superficie reluciente
bajo el sol y agitada por la suave brisa.

Para mí, que entonces vivía en un mundo invadido de grises neblinas y


negras consignas murales, aquel sol y aquella vegetación tropicales se
me antojaban como un sueño. Al escuchar las palabras del funcionario
me imaginaba a mí misma en una montaña de flores bordeada por un
río de aguas doradas. Cierto es que también había mencionado aquel
misterioso «aire maligno» que yo ya conocía de la literatura clásica,
pero incluso aquello parecía añadir un toque de antiguo exotismo. Para
mí los únicos peligros residían en las campañas políticas. Otro motivo
por el que deseaba ir era porque pensaba que me sería fácil visitar a mi
padre. Sin embargo, no advertí entonces que entre nosotros se extendía
una cadena de montañas de tres mil metros de altura desprovistas de
sendero alguno. Nunca se me ha dado bien leer mapas.

El 27 de enero de 1969, mi escuela partió hacia Ningnan. Cada alumno


estaba autorizado a llevar consigo una maleta y una colchoneta. Nos
cargaron en camiones, en grupos de aproximadamente tres docenas de
estudiantes por camión. Había pocos asientos, por lo que la mayoría nos
sentamos en el suelo sobre las colchonetas. Durante tres días, el convoy
de vehículos recorrió caminos rurales repletos de baches hasta llegar a
la frontera de Xichang. Para ello atravesamos la llanura de Chengdu y

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las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones
hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte
trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y
granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi
instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa
iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de
belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico
de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos
territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del
planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que
especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y
otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas,
procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por
pandas.

La segunda tarde del viaje llegamos a un lugar llamado el Condado de


Asbestos, bautizado con el nombre de su principal producción. El
convoy se detuvo en un aislado lugar de la montaña para que
pudiéramos utilizar los retretes, consistentes en dos casetas de barro
equipadas con redondas letrinas comunales cubiertas de gusanos. No
obstante, si repugnante era el espectáculo en el interior, el panorama
exterior era escalofriante. Los obreros mostraban un rostro ceniciento y
plomizo desprovisto de cualquier asomo de alegría. Aterrorizada,
pregunté a uno de los miembros del equipo de propaganda, un amable
individuo llamado Dong-an a quien habían encargado trasladarnos
hasta nuestro destino, quiénes eran aquellas personas con aspecto de
zombis. Convictos procedentes de un campo de lao-gai («reforma por el
trabajo»), repuso él. Dado que la extracción de asbestos era una
actividad altamente tóxica, normalmente corría a cargo de condenados
a trabajos forzados que operaban sin apenas medidas de higiene y
seguridad. Aquél fue mi primer y único encuentro con los gulags chinos.

El quinto día, el camión nos descargó en un granero situado en la


cumbre de una montaña. La propaganda publicitaria me había hecho
prever una recepción de personas con tambores que, acompañadas de
una gran fanfarria, habrían adornado a los recién llegados con flores de
papel encarnado. Por el contrario, fuimos recibidos por un único
funcionario comunal que acudió al granero para darnos la bienvenida
con un discurso pronunciado en el pomposo estilo de los periódicos y
unas dos docenas de campesinos encargados de ayudarnos a
transportar las maletas y las colchonetas. Sus rostros eran tan
inexpresivos como inescrutables, y su lenguaje me resultó imposible de
entender.

Mi hermana y yo nos dirigimos a nuestra nueva vivienda acompañadas


de las dos muchachas y los cuatro jóvenes que completaban nuestro
grupo. Los cuatro campesinos que transportaban parte de nuestro
equipaje caminaban en absoluto silencio, y no parecían entender las
preguntas que les hacíamos, por lo que también nosotros optamos por
enmudecer. Durante horas, caminamos por el monte en fila india
adentrándonos más y más en el vasto universo de aquellas verdosas y

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oscuras montañas. Yo, sin embargo, me encontraba demasiado fatigada
para apreciar su belleza. Hubo un momento en que, tras apoyarme en
una roca para recuperar el aliento, paseé la mirada sobre el horizonte
que nos rodeaba. Nuestro grupo se me antojó insignificante entre la
inmensidad de aquellas montañas eternas en las que no se distinguían
caminos, casas ni seres humanos, tan sólo el susurro del viento entre los
árboles y el rumor de riachuelos ocultos. Sentí que desaparecía en el
interior de una región muda, extraña y salvaje.

Al anochecer llegamos a una oscura aldea. Allí no había electricidad, y


el combustible se consideraba demasiado valioso para desperdiciarlo
mientras quedara algo de luz. Los pobladores, inmóviles junto a sus
puertas, nos contemplaban con la boca abierta y el rostro inexpresivo;
era imposible adivinar en ellos interés o indiferencia. Eran las mismas
miradas con las que se encontraron numerosos extranjeros tras la
apertura de China al exterior durante la década de los setenta. De
hecho, nosotros éramos tan extraños para aquellos aldeanos como ellos
lo eran para nosotros.

El pueblo albergaba una residencia preparada para nuestra llegada. Se


trataba de una edificación construida con barro y madera que
comprendía dos salas, una para nosotras cuatro y otra para los cuatro
muchachos. Un pasillo conducía al ayuntamiento, donde se había
instalado un fogón para que pudiéramos cocinar.

Exhausta, me desplomé sobre el duro tablón de madera que hacía las


veces de cama y que habría de compartir con mi hermana. Algunos
niños nos habían seguido, profiriendo pequeños gritos de excitación.
Comenzaron a llamar a la puerta, pero cada vez que la abríamos salían
corriendo y regresaban a golpearla de nuevo tan pronto como
cerrábamos. Emitiendo extraños sonidos, atisbaban por nuestra
ventana, apenas un orificio cuadrado abierto en la pared y desprovisto
de persiana. Yo estaba desesperada por lavarme. Clavamos una vieja
camisa sobre el ventanuco a modo de cortina y comenzamos a empapar
las toallas en el agua helada de nuestras palanganas. Intenté hacer caso
omiso de las constantes risitas de los chiquillos, para entonces ocupados
en alzar la «cortina» una y otra vez. Nos vimos obligadas a conservar
puestas nuestras chaquetas acolchadas mientras nos aseábamos.

Uno de los muchachos de nuestro grupo actuaba como líder y contacto


con los aldeanos. Se nos concedían unos cuantos días, dijo, para
organizar el suministro de nuestras necesidades cotidianas, tales como
agua, leña y queroseno. Hecho esto, tendríamos que comenzar a
trabajar en los campos.

En Ningnan todo se hacía manualmente, tal y como había sido


tradicional durante al menos dos mil años. No había maquinaria, y
tampoco animales de tiro. Los campesinos soportaban una escasez de
alimentos que no les permitía mantener asnos o caballos. Con motivo de
nuestra llegada, los lugareños habían llenado de agua un tanque
redondo fabricado con barro. Al día siguiente pude advertir hasta qué

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punto era valiosa cada gota. Para conseguir el agua teníamos que
cargar al hombro una vara de la que pendían dos barriles de madera y
trepar durante media hora a lo largo de estrechos senderos hasta llegar
al pozo. Una vez llenos, cada uno de los barriles pesaba más de
cuarenta kilos, pero el dolor de los hombros se me hacía insoportable
incluso cuando estaban vacíos. Me sentí inmensamente aliviada cuando
los chicos anunciaron galantemente que el suministro del agua sería
tarea suya.

También se ocupaban de cocinar, ya que tres de nosotras —yo misma


incluida— jamás habíamos cocinado en nuestra vida, a causa del tipo de
familias en que habíamos sido educadas. Así pues, me vi en la necesidad
de aprender a cocinar por las bravas. El grano llegaba entero, y tenía
que ser previamente machado en un mortero con un pesado majador
que blandíamos con todas nuestras fuerzas. A continuación, la mezcla
había de ser vertida en una estrecha cesta de bambú de gran tamaño
que posteriormente se balanceaba con un movimiento especial de los
brazos para que las cascaras —más ligeras— quedaran sobre la
superficie y fuera posible retirarlas y aprovechar el arroz que quedaba
bajo ellas. Al cabo de un par de minutos, los brazos comenzaban a
dolerme insoportablemente y terminaban por temblarme tanto que no
era capaz de coger la cesta. Cada comida se convertía en una batalla
extenuante.

Por si fuera poco, teníamos que hacer acopio de combustible. Había dos
horas de caminata hasta la zona del bosque que las autoridades de
protección forestal habían designado para recolectar leña. Sólo se nos
permitía cortar ramas pequeñas, por lo que trepábamos por los cortos
pinos y blandíamos ferozmente nuestros cuchillos. Los troncos se
apilaban en haces que luego transportábamos sobre nuestras espaldas.
Yo era la más joven del grupo, por lo que sólo se me obligaba a llevar un
cesto de plumosas agujas de pino. Sin embargo, el viaje de regreso
suponía otras dos horas más de ascenso y descenso a través de
senderos de montaña, y cuando por fin llegábamos solía sentirme tan
exhausta que el peso de mi carga se me antojaba de al menos sesenta
kilos. No podía dar crédito a mis ojos cuando situaba la cesta en la
balanza, ya que apenas llegaba a pesar dos kilos y medio, una cantidad
de madera que se consumía rápidamente y que difícilmente daba para
hervir un wok de agua.

En una de las primeras salidas que hicimos para recoger leña me


rasgué el fondillo del pantalón al bajar de un árbol. Me sentí tan
avergonzada que me escondí entre los árboles y salí cuando ya todos
habían emprendido la marcha para no llevar detrás a nadie que pudiera
verme. Los muchachos, todos ellos perfectos caballeros, insistieron en
que abriera la marcha para asegurarse de que no caminaban
demasiado aprisa para mí, y me vi obligada a repetir varias veces que
no me importaba en absoluto ser la última y que no lo decía por
cortesía.

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Ni siquiera las visitas al retrete eran tarea fácil. Para ello había que
descender por una inclinada y resbaladiza ladera hasta alcanzar un
profundo pozo abierto en el redil de las cabras. No había más remedio
que dar el rostro o la espalda a las cabras, sumamente aficionadas a
embestir al primer intruso que veían. Debido a aquello, me asaltaron
tales nervios que durante varios días fui incapaz de evacuar
correctamente. Después de salir del redil, había que realizar un enorme
esfuerzo para trepar de nuevo por la cuesta, por lo que cada vez que
regresaba llevaba conmigo una nueva colección de magulladuras
extendidas por todo mi cuerpo. El primer día que trabajamos con los
campesinos se me asignó transportar estiércol de cabra desde el retrete
hasta unas diminutas parcelas que acababan de ser incendiadas para
despojarlas de arbustos y de hierba. El terreno aparecía cubierto por
una capa de ceniza que, una vez mezclada con excrementos humanos y
animales, habría de servir para fertilizar el suelo antes del arado
primaveral, tarea que también se realizaba manualmente.

Tras cargar el pesado cesto sobre mis hombros, me arrastré con


dificultad ladera arriba, caminando a cuatro patas. El estiércol estaba
ya bastante seco, pero parte de él comenzó a rezumar sobre mi
chaqueta de algodón, traspasándola hasta alcanzar mi ropa interior y
mi espalda; asimismo, cierta cantidad rebosó y se depositó sobre mis
cabellos. Cuando por fin alcancé los campos vi cómo las campesinas
descargaban hábilmente sus cestos doblando la cintura hacia un lado e
inclinándolos de tal modo que todo su contenido caía al suelo. Yo, sin
embargo, no lograba conseguir el mismo resultado. Desesperada por
librarme del peso que oprimía mi espalda, intenté descargar la cesta.
Para ello, extraje el brazo derecho de su asidero y, de repente, la cesta
se desplomó hacia la izquierda con un poderoso impulso arrastrando mi
hombro tras ella y precipitándome al suelo sobre el montón de estiércol
que contenía. Pocos días después, una de mis amigas se dislocó la
rodilla a causa de un accidente similar, pero yo sólo me torcí
ligeramente la cadera.

La dureza del trabajo formaba parte de la «reforma del pensamiento».


En teoría, el esfuerzo debía ser motivo de disfrute, ya que nos acercaba
al día en que nos convertiríamos en seres nuevos y más parecidos a los
campesinos. Antes de la Revolución Cultural, yo había aceptado con
total convencimiento aquella inocente teoría, y me había esforzado
deliberadamente para transformarme en una persona mejor. En cierta
ocasión, durante la primavera de 1966, mi curso había sido encargado
de colaborar en la construcción de una carretera. A las muchachas se
nos asignaron tareas livianas, tales como separar las piedras que luego
tendrían que romper los chicos. Yo me ofrecí para realizar trabajos
masculinos y terminé con los brazos espantosamente hinchados de tanto
romper piedras con un grueso mazo que apenas podía levantar. Ahora,
apenas tres años después, mi adoctrinamiento se estaba viniendo abajo.
Desaparecido el apoyo psicológico que me proporcionaban mis ciegas
creencias, no pude evitar sentir un profundo odio hacia el trabajo que se

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me obligaba a realizar en las montañas de Ningnan, ya que se me
antojaba completamente absurdo.

A los pocos días de mi llegada, comencé a padecer un serio sarpullido


cutáneo que reapareció durante los tres años siguientes cada vez que
visitaba el campo. Ninguna medicina parecía capaz de curarlo, y me
veía atormentada día y noche por un picor que me impulsaba a
rascarme sin cesar. Al cabo de tres semanas de iniciar mi nueva vida,
me salieron varias llagas purulentas y mis piernas se inflamaron a
causa de las infecciones. Sufrí asimismo diarreas y vómitos. Con la
clínica de la comuna a unos cincuenta kilómetros de distancia, me sentía
terriblemente débil y enferma en un momento en que precisaba de toda
mi fuerza física.

No tardé en llegar a la conclusión de que no cabía albergar demasiadas


esperanzas de poder visitar a mi padre mientras estuviera en Ningnan.
La carretera decente más cercana se encontraba a un día de penosa
caminata, e incluso una vez allí no había posibilidad de encontrar un
transporte público. Los camiones eran escasos y pasaban a largos
intervalos, y era sumamente improbable que se dirigieran a Miyi desde
donde yo estaba. Por fortuna, el hombre del equipo de propaganda,
Dong-an, acudió al pueblo para comprobar que habíamos conseguido
instalarnos adecuadamente. Cuando advirtió mi enfermedad, me sugirió
amablemente que regresara con él a Chengdu para someterme a
tratamiento. Él debía volver con los últimos camiones que nos habían
transportado hasta Ningnan y así, veintiséis días después de mi llegada,
partí de regreso hacia Chengdu.

Al marcharme, me di cuenta de que apenas había llegado a trabar


conocimiento con los campesinos de nuestra aldea. La única persona
que había conocido allí era el contable del pueblo, quien al tratarse de
la persona más culta de la zona venía a vernos a menudo para
intercambiar opiniones intelectuales. Su casa era la única que había
llegado a visitar, y siempre recordaré las suspicaces miradas que pude
advertir en el curtido rostro de su esposa, ocupada en lavar los
sanguinolentos intestinos de un cerdo mientras acarreaba a su
silencioso hijito sobre las espaldas. Cuando la saludé me dirigió una
breve mirada de indiferencia y no me devolvió el saludo. Sintiéndome
turbada y extraña, me despedí rápidamente.

Durante los pocos días que trabajé con los campesinos me sentía tan
desprovista de energía que apenas hablé con ellos como es debido. Se
me antojaban remotos, desinteresados y separados de mí por las
impenetrables montañas de Ningnan. Sabía que se esperaba de nosotros
que nos esforzáramos por visitarlos, cosa que mi hermana y mis amigos
—a la sazón en mejor forma que yo— hacían todas las tardes, pero yo
me sentía permanentemente agotada, enferma y acosada por los
picores. Por otra parte, visitarles hubiera significado que me
conformaba con la perspectiva de pasar allí los mejores años de mi
vida, cuando inconscientemente me negaba a aceptar una existencia de

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campesina. Sin admitirlo específicamente, no podía evitar el rechazar la
existencia que Mao me había asignado.

Cuando llegó el momento de mi partida sentí una súbita nostalgia por la


extraordinaria belleza de Ningnan. Mientras me esforzaba por seguir
adelante con mi vida allí no había podido apreciar adecuadamente
aquellas montañas. La primavera se había adelantado a febrero, y los
dorados jazmines de invierno brillaban junto a los carámbanos que
colgaban de los pinos. Los riachuelos de los valles formaban una
sucesión de transparentes estanques rodeados por rocas de extrañas
formas. Los reflejos del agua mostraban magníficas nubes, bóvedas de
árboles majestuosos e inflorescencias desconocidas que surgían de las
grietas de los peñascos. Tras lavar la ropa en aquellas pozas
espléndidas, solíamos tenderla sobre las rocas para que secara bajo el
sol y el soplo de aquel aire vigoroso. A continuación, nos tendíamos
sobre la hierba y escuchábamos la vibración de los pinares agitados por
la brisa. Nunca dejé de maravillarme ante el espectáculo de las laderas
de las montañas distantes, cubiertas de melocotoneros silvestres,
mientras imaginaba la masa de flores rosadas que los cubrirían al cabo
de pocas semanas.

Cuando llegué a Chengdu, tras cuatro interminables días de traqueteo


en la parte trasera de un camión vacío durante los que sufrí frecuentes
vómitos y diarreas, acudí directamente a la clínica contigua al complejo.
Las inyecciones y las pastillas que me suministraron me curaron
rápidamente. Mi familia aún tenía acceso a la clínica, al igual que a la
cantina. El Comité Revolucionario de Sichuan era un organismo dividido
y poco eficiente: aún no había conseguido organizar una administración
que funcionara. Ni siquiera había logrado instaurar normas que
gobernaran diversos aspectos de la vida cotidiana. Como resultado, el
sistema sufría numerosas lagunas: muchos de los antiguos usos
continuaban practicándose, y la población había vuelto en gran medida
a utilizar sus propios recursos. La dirección de la cantina y la clínica no
se habían negado a atendernos, por lo que seguíamos utilizando sus
servicios.

Mi abuela dijo que además de las inyecciones y pastillas occidentales


recetadas por la clínica necesitaba tomar ciertos medicamentos chinos.
Un día, regresó a casa con un pollo y algunas raíces de membranoso
tragacanto y angélica china consideradas altamente bu («curativas»), y
me preparó una sopa a la que añadió cebolletas de primavera muy
picadas. Se trataba de ingredientes no disponibles en las tiendas, por lo
que había tenido que recorrer varios kilómetros para adquirirlos en uno
de los mercados negros rurales.

Mi abuela tampoco se encontraba bien. A veces la veía tendida en la


cama, lo que resultaba sumamente inusual en ella; había sido siempre
una mujer tan enérgica que rara vez la habíamos visto permanecer
quieta un minuto, pero en aquellos días solía cerrar los ojos y morderse
los labios con fuerza, lo que me hacía pensar que debía de sufrir
grandes dolores. Sin embargo, cada vez que le preguntaba me

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respondía que no le ocurría nada y seguía recogiendo medicinas y
haciendo colas para conseguir mis alimentos.

No tardé en encontrarme mucho mejor. Dado que no había autoridad


alguna que pudiera ordenar mi regreso a Ningnan, comencé a planear
un viaje para visitar a mi padre. En esos días, sin embargo, llegó un
telegrama de Yibin anunciando que mi tía Jun-ying, que hasta entonces
había estado cuidando de mi hermano pequeño Xiao-fang, se encontraba
gravemente enferma. Pensé que en tales circunstancias mi deber era ir a
atenderlos.

La tía Jun-ying y el resto de los parientes de mi padre en Yibin se habían


portado de un modo muy afectuoso con mi familia a pesar del hecho de
que mi padre había roto la ancestral tradición china de ocuparse de los
propios parientes. Tradicionalmente, se consideraba un deber filial de
los hijos el preparar para su madre un pesado féretro de madera
cubierto por varias capas de pintura y organizar para ella grandiosos
funerales, a menudo financieramente catastróficos. El Gobierno, sin
embargo, recomendaba con insistencia la celebración de funerales más
simples seguidos de cremación (con objeto de ahorrar terreno). A la
muerte de su madre, en 1958, mi padre no supo de su fallecimiento
hasta después del funeral, ya que su familia temía que pusiera
objeciones a la celebración de un entierro y funeral aceptables.
Asimismo, sus familiares apenas nos visitaron después de nuestro
traslado a Chengdu.

No obstante, cuando mi padre empezó a tener problemas con la


Revolución Cultural todos acudieron para ofrecernos su ayuda. La tía
Jun-ying, quien realizaba a menudo el viaje entre Yibin y Chengdu,
terminó por hacerse cargo de Xiao-fang para aliviar a mi abuela de
parte de sus obligaciones. Compartía una casa con la hermana pequeña
de mi padre, y había cedido desinteresadamente la mitad de su parte a
los familiares de un pariente lejano, quienes se habían visto obligados a
abandonar su propio hogar en ruinas.

Cuando llegué, encontré a mi tía sentada en una butaca de mimbre junto


a la puerta principal que daba acceso al vestíbulo que hacía las veces de
sala de estar. En el lugar de honor descansaba un enorme féretro
construido de pesada madera de color rojo oscuro. Se trataba del único
lujo que se había permitido. Al verla me sentí inundada de tristeza.
Acababa de sufrir un ataque al corazón, y tenía las piernas
semiparalizadas. Los hospitales funcionaban de modo esporádico. Sin
nadie que efectuara las reparaciones necesarias, sus servicios se habían
interrumpido, y el suministro de medicamentos era igualmente irregular.
Los médicos habían dicho a la tía Jun-ying que nada podían hacer por
ella, por lo que había decidido permanecer en casa.

Sus mayores dificultades le sobrevenían a la hora de evacuar. Después


de las comidas solía sentirse insoportablemente hinchada, pero no
lograba encontrar alivio si no era a costa de fuertes dolores. En
ocasiones, las recetas de sus parientes le proporcionaban cierta ayuda,

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si bien fallaban en la mayoría de los casos. Yo solía administrarle
frecuentes masajes en el estómago y en cierta ocasión, ante sus
desesperadas súplicas, llegué a introducirle un dedo en el ano en un
intento de retirar los excrementos. Todos aquellos remedios apenas le
producían un alivio temporal y, en consecuencia, no se atrevía a comer
demasiado. Se sentía terriblemente débil, y solía permanecer sentada en
la butaca de mimbre del vestíbulo durante horas, contemplando las
papayas y los bananos del jardín trasero. Tan sólo una vez me dijo con
un suave susurro: «Tengo tanta hambre… ojalá pudiera comer…».

Ya no podía caminar sin ayuda, y el mismo acto de incorporarse suponía


para ella un enorme esfuerzo. Para evitar que le salieran llagas, me
sentaba a menudo junto a ella para que se apoyara sobre mí. Ella me
decía que era una buena enfermera, y que debía de estar ya cansada y
aburrida de permanecer allí. Por mucho que insistiera, se negaba a
permanecer sentada más allá de un breve período cada día para que yo
pudiera «salir y divertirme».

Ni que decir tiene que en el exterior no existía medio alguno de


diversión. Sentía enormes deseos de poder leer algo, pero fuera de los
cuatro volúmenes de Las obras selectas de Mao Zedong todo lo que
pude descubrir en casa fue un diccionario. El resto de los libros había
sucumbido al fuego. Así pues, me entretuve en estudiar los quince mil
caracteres que contenía y en aprenderme de memoria aquellos que
desconocía.

El resto del tiempo lo pasaba cuidando de mi hermano de siete años,


Xiao-fang, y dando largos paseos con él. Algunas veces, el pequeño se
aburría y pedía cosas como escopetas de juguete o los caramelos de
colores que ocupaban en solitario los escaparates de las tiendas. Yo, no
obstante, carecía de dinero —ya que tan sólo recibíamos una pequeña
asignación—, y Xiao-fang era incapaz de comprender aquello debido a
su corta edad, por lo que se revolcaba en el suelo polvoriento, gritando,
chillando y rompiéndome la chaqueta a tirones. En aquellas ocasiones,
yo me agachaba e intentaba engatusarle hasta que, al final,
desesperada, me echaba también a llorar. Ante aquello, él solía
controlarse y hacer las paces conmigo, tras lo cual ambos
regresábamos exhaustos a casa.

Incluso en plena Revolución Cultural, Yibin era una ciudad dotada de


una atmósfera sumamente agradable. Sus ondulantes ríos y sus serenas
colinas, tras las que se extendía un horizonte difuso, me inspiraban
cierta sensación de eternidad y me aliviaban temporalmente del
sufrimiento que me rodeaba. Al caer la noche, los carteles y los
altavoces esparcidos por la ciudad interrumpían sus mensajes, y las
oscuras callejas se veían envueltas por una niebla rasgada tan sólo por
la luz temblorosa de las lámparas de aceite al escapar a través de las
grietas de puertas y ventanas. De cuando en cuando podían verse islotes
de luz que indicaban la presencia de puestos de comida aún abiertos. No
es que tuvieran mucho que vender, pero la mayoría contenía una mesa
cuadrada de madera rodeada por cuatro bancos alargados de color

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oscuro que brillaban por el roce de los comensales que los habían
utilizado durante tantos años. Sobre la mesa podía distinguirse una
diminuta chispa del tamaño de un guisante procedente de una lámpara
de aceite de colza. En torno a aquellas mesas nunca había gente
charlando, pero los dueños mantenían sus locales abiertos.
Antiguamente, se hubieran visto repletas de gente ocupada en contarse
chismorreos y beber el «licor de cinco granos» típico de la localidad
acompañándolo con carne en adobo, lengua de cerdo estofada con salsa
de soja y cacahuetes tostados con sal y pimienta. Los puestos vacíos
evocaban en mí la imagen de Yibin en la época en que la ciudad no se
había hallado completamente dominada por la política.

Al abandonar las callejas, mis oídos se veían asaltados por los


altavoces. En el centro de la ciudad reinaba el estruendo perpetuo de
gritos y denuncias. Independientemente de su contenido, su volumen
resultaba de por sí insoportable, y me vi obligada a desarrollar una
técnica que me permitía hacer oídos sordos a cuanto me rodeaba con
objeto de conservar la cordura.

Una tarde de abril, una noticia captó súbitamente mi atención. Se había


celebrado en Pekín un Congreso del Partido. Como de costumbre, a la
población se le ocultaba las verdaderas actividades de aquella
importante asamblea de sus «representantes». Tras anunciarse los
nuevos nombres del órgano dirigente sentí caérseme el alma a los pies
al oír que se había confirmado la nueva organización de la Revolución
Cultural.

Aquel congreso —el noveno— señaló formalmente el establecimiento del


sistema de poder personal de Mao. Pocos de los antiguos líderes del
congreso anterior, celebrado en 1956, habían conseguido permanecer
en sus puestos hasta entonces. De diecisiete miembros del Politburó, tan
sólo cuatro permanecían en el poder: Mao, Lin Biao, Zhou Enlai y Li
Xiannian. El resto o bien habían muerto o habían sido denunciados y
destituidos. Algunos de ellos no tardarían en morir a su vez.

El presidente Liu Shaoqi, considerado el número dos del Octavo


Congreso, permanecía detenido desde 1967 y había sido salvajemente
golpeado en diversas asambleas de denuncia. Se le negaban
medicamentos tanto para su antigua diabetes como para su reciente
pulmonía y tan sólo recibía tratamiento cuando se hallaba al borde de la
muerte debido a que la señora Mao había ordenado explícitamente que
debía permanecer vivo para que el Noveno Congreso contara con un
«objetivo viviente». Durante el congreso, Zhou Enlai se encargó de leer
el veredicto, según el cual Liu Shaoqi era «un traidor criminal, un espía
enemigo, un canalla al servicio de los imperialistas, los revisionistas
modernos [Rusia] y el Kuomintang». Tras el congreso, el régimen se
aseguró de que viviera la totalidad de su agonía.

El mariscal Ho Lung, otro antiguo miembro del Politburó a la vez que


uno de los fundadores del Ejército comunista, murió apenas dos meses
después del congreso. Debido al poder que había ejercido en el seno de

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las Fuerzas Armadas fue atormentado con dos años y medio de lenta
tortura, planificada —según reveló a su mujer— «para destruir mi salud
y asesinarme sin necesidad de derramar mi sangre». El suplicio al que
fue sometido incluía la limitación a una pequeña lata de agua diaria
durante los ardientes días del verano, la ausencia de calefacción
durante el invierno —época en la que las temperaturas permanecían
muy por debajo de cero durante varios meses— y la interrupción de la
medicación para su diabetes. Por fin, su diabetes empeoró y murió tras
la administración de una potente dosis de glucosa durante una de sus
crisis diabéticas.

Tao Zhu, el miembro del Politburó que había ayudado a mi madre a


comienzos de la Revolución Cultural, permaneció detenido y en
condiciones inhumanas durante tres años, lo que destruyó su salud. Se
le negó tratamiento médico hasta que su cáncer de vesícula empeoró
considerablemente y Zhou Enlai autorizó la operación. Sin embargo, las
ventanas de su habitación de hospital permanecieron constantemente
tapadas con papeles de periódico, y sus familiares no fueron
autorizados a verle ni en su lecho de muerte ni después de que ésta
tuviera lugar.

El mariscal Peng Dehuai murió tras un tormento igualmente prolongado


que, en su caso, duró ocho años, hasta 1974. Su última petición —que le
sacaran de su habitación, oscurecida con papel de periódico, para
poder contemplar los árboles y la luz del día— resultó denegada.
Aquéllas y otras muchas persecuciones similares formaban parte de los
métodos típicos imperantes durante la Revolución Cultural de Mao. En
lugar de firmar penas de muerte, el líder se limitaba a señalar sus
intenciones, tras lo cual siempre surgía alguien dispuesto a ejecutar el
tormento e improvisar los detalles más sangrientos. Entre sus métodos
se incluían la presión psicológica, la brutalidad física, la negación de
cuidados médicos e, incluso, la administración de medicamentos que
pudieran poner fin a la vida de sus víctimas. Aquella clase de muerte
recibió un nombre especial en chino: po-hai zhi-si , «perseguidos hasta
morir». Mao era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, y
solía animar a los verdugos por medio de su «consentimiento tácito»
(mo-xu ) lo que le permitía librarse de sus enemigos sin cargar con culpa
alguna. La responsabilidad era ineludiblemente suya, si bien no de modo
exclusivo. Los verdugos también aportaban su propia iniciativa. Los
subordinados de Mao se mantenían constantemente alerta e intentaban
anticiparse a sus deseos buscando nuevos modos de complacerle que, al
mismo tiempo, alimentaran sus propias tendencias sádicas.

Los horribles detalles de las persecuciones sufridas por numerosos


líderes no fueron revelados hasta algunos años más tarde. Cuando
salieron a la luz, nadie en China se sintió sorprendido. Todos
conocíamos ya demasiados casos por propia experiencia.

La transmisión radiada en la plaza incluía la enumeración de los


miembros del nuevo Comité Central. Aterrada, me mantuve a la espera
de escuchar los nombres de los Ting hasta que, efectivamente, fueron

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pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es
cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos
de mi familia.

Poco después llegó un telegrama diciendo que mi abuela se había


desmayado y se encontraba en cama. Anteriormente, jamás había hecho
nada semejante. La tía Jun-ying me apremió a regresar a casa para
atenderla, por lo que Xiao-fang y yo tomamos el siguiente tren con
destino a Chengdu.

Mi abuela, próxima ya a cumplir sesenta años, había visto su estoicismo


finalmente conquistado por el dolor, un dolor que taladraba su cuerpo y
se desplazaba a través de él para concentrarse finalmente en los oídos.
Los médicos de la clínica del complejo le dijeron que podría tratarse de
un problema de nervios para el que no tenían cura; le recomendaron,
sin embargo, que procurara mantenerse de buen humor. Así pues, la
llevé a un hospital situado a media hora de camino de la calle del
Meteorito.

Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder
permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En
Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se
consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían
sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi
abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo
de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la
bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de
empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.

El hospital aún funcionaba, gracias a la profesionalidad y dedicación de


algunos de sus empleados. Sobre sus muros de ladrillo pude ver grandes
consignas de sus colegas más militantes en los que se acusaba a los
primeros de servirse del trabajo para aniquilar la revolución (una
acusación habitual que sufrían aquellos que intentaban continuar
realizando sus trabajos). La doctora que nos atendió sufría tics en los
párpados y mostraba unas profundas ojeras. Deduje que debía de estar
agotada por la afluencia de pacientes, a lo que había que añadir los
ataques políticos a los que tendría que enfrentarse. El hospital rebosaba
de hombres y mujeres de expresión amarga. Algunos tenían el rostro
magullado; otros permanecían tendidos sobre parihuelas con las
costillas rotas. Eran todos víctimas de las asambleas de denuncia.

Ninguno de los médicos fue capaz de diagnosticar el padecimiento de mi


abuela. No había aparato de rayos X ni ningún otro instrumento que
permitiera una exploración adecuada. Estaban todos estropeados.
Suministraron a mi abuela diversos analgésicos, y cuando éstos dejaron
de surtir efecto la ingresaron en el hospital. Los pabellones estaban
atestados, y las camas se tocaban unas a otras. Incluso los pasillos
aparecían bordeados por camas. Las escasas enfermeras que corrían de
un pabellón a otro no se bastaban para atender a todos los pacientes,
por lo que decidí quedarme con mi abuela.

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Regresé a casa para recoger algunos utensilios con los que cocinar sus
comidas. Llevé también conmigo un colchón de bambú que extendí bajo
su cama. Por la noche, cuando me despertaban sus quejidos, apartaba el
delgado edredón que me cubría y le administraba masajes que la
calmaban temporalmente. Desde debajo de la cama podía percibirse en
la estancia un intenso olor a orines. Todos los pacientes tenían su orinal
junto al lecho. Mi abuela, sin embargo, era muy escrupulosa en
cuestiones de higiene, e insistía en levantarse y caminar hasta el lavabo
incluso durante la noche. El resto de los pacientes, sin embargo, no eran
tan quisquillosos, y a menudo sus orinales tardaban varios días en ser
vaciados. Las enfermeras se encontraban demasiado ocupadas para
preocuparse por detalles tan nimios.

La ventana que se abría junto a la cama de mi abuela daba al jardín


delantero. Toda su superficie aparecía invadida por las hierbas, y sus
bancos de madera estaban a punto de desplomarse. La primera vez que
me asomé a verlo pude ver a varios niños ocupados en quebrar las
pocas ramas de un pequeño magnolio que aún conservaba dos o tres
flores mientras los adultos pasaban junto a ellos indiferentes a la
escena. El vandalismo contra las plantas había pasado a formar parte
de la vida cotidiana hasta un punto en que apenas llamaba la atención.

Un día, mirando por la ventana, distinguí a Bing —uno de mis amigos—


descendiendo de su bicicleta. Mi corazón dio un vuelco, y sentí un súbito
ardor en el rostro. Rápidamente estudié mi reflejo en el cristal, ya que
mirarme en un espejo en público habría conllevado verme criticada
como elemento burgués. Iba vestida con una chaqueta de cuadros
blancos y rosados, diseño recientemente permitido para los atuendos de
las jóvenes. Se autorizaba de nuevo el cabello largo, pero sólo si se
recogía en dos trenzas, y yo pasaba horas y horas reflexionando acerca
de cómo llevar las mías: ¿una junto a otra, quizá, o separadas entre sí?
¿Rectas o ligeramente curvadas en las puntas? ¿Debían ser las trenzas
más largas que las coletas que las remataban o viceversa? Aquellas
decisiones tan elementales se me hacían interminables. No existían
normas oficiales acerca del peinado o la ropa. El uso diario venía
determinado por lo que llevaban los demás, y las opciones eran tan
escasas que la gente miraba constantemente a su alrededor en busca de
una mínima variación. Representaba un auténtico desafío al ingenio el
lograr un aspecto atractivo y distinto que al mismo tiempo fuera lo
bastante similar al del resto de las personas como para que ningún dedo
inquisitorial pudiera señalar de un modo específico en qué consistía la
herejía.

Aún estaba ocupada estudiando mi aspecto cuando Bing penetró en el


pabellón. En su aspecto no había nada fuera de lo corriente, pero le
envolvía un cierto aire que lo distinguía de los demás. Exudaba un toque
de cinismo poco habitual en aquellos años en que el sentido del humor
brillaba por su ausencia, y yo me sentía profundamente atraída hacia él.
Su padre había sido director de departamento en el Gobierno provincial
anterior a la Revolución Cultural, pero Bing era distinto de la mayoría
de los hijos de altos funcionarios. «¿Por qué tienen que enviarme a mí al

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campo?», solía decir, y de hecho se las arregló para obtener un
certificado de enfermedad incurable que evitó su partida. Fue la
primera persona en la que advertí la presencia de una inteligencia
abierta y de una mente irónica e inquisitiva que nunca juzgaba por las
apariencias, a la vez que el primero que despejó los tabúes que
albergaba mi mente.

Hasta entonces había rechazado la posibilidad de cualquier relación


amorosa. La devoción que sentía hacia mi familia, intensificada por la
adversidad, ensombrecía cualquier otra emoción que hubiera podido
experimentar. Aunque en mi interior siempre había existido otra
identidad, una identidad sexual que pugnaba por salir al exterior,
siempre había conseguido mantenerla encerrada. Conocer a Bing, sin
embargo, me llevó al borde de aceptar un compromiso amoroso.

Aquel día, Bing se presentó en el pabellón de mi abuela con un ojo


morado. Me dijo que acababa de golpearle Wen, un joven que había
regresado de Ningnan para acompañar a una muchacha que se había
roto una pierna. Bing describió la pelea sin darle importancia,
asegurando con gran satisfacción que Wen sentía celos porque no
disfrutaba tanto como él de mi compañía y atención. Posteriormente, sin
embargo, conocí la versión del propio Wen: había golpeado a Bing
porque no podía soportar «esa arrogante sonrisa suya».

Wen era bajo y robusto, de dientes prominentes y manos y pies enormes.


Al igual que Bing, era hijo de altos funcionarios. Solía remangarse la
camisa y las perneras y calzaba un par de sandalias de paja, al modo
campesino, inspirándose en el modelo de uno de los jóvenes que
aparecían en los carteles de propaganda. Un día me dijo que regresaba
a Ningnan para continuar reformándose. Cuando le pregunté el motivo,
dijo despreocupadamente: «Para seguir los pasos del presidente Mao.
¿Por qué, si no? Para eso soy guardia rojo del presidente Mao». Durante
unos instantes, permanecí sin habla. Había comenzado a pensar que la
gente solamente utilizaba aquella jerga en ocasiones oficiales. Es más:
ni siquiera había adoptado la solemne expresión obligatoria a la hora de
representar aquellas pantomimas. El tono distraído con que había
hablado me convenció de que sus palabras eran sinceras.

Sin embargo, el modo de pensar de Wen no me impulsaba a evitarle. La


Revolución Cultural me había enseñado a no juzgar a las personas por
sus creencias, sino a dividirlas entre aquellas capaces o incapaces de
mostrar crueldad y sadismo. Sabía que Wen era una persona decente, y
a él recurrí en busca de ayuda cuando decidí abandonar Ningnan de
modo permanente.

Había permanecido dos meses fuera de Ningnan. No había ninguna


norma que lo prohibiera, pero el régimen contaba con una poderosa
arma para asegurarse de que me vería obligada a regresar a las
montañas más pronto o más tarde: mi registro de residencia había sido
trasladado de Chengdu a Ningnan, y mientras permaneciera en la
ciudad no tendría derecho a alimentos ni a bienes de racionamiento. Por

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el momento subsistía compartiendo las raciones de mi familia, pero se
trataba de una situación que no podría alargarse eternamente. Me di
cuenta de que tendría que arreglármelas para conseguir que mi registro
fuera trasladado a algún lugar cercano a Chengdu.

La propia Chengdu quedaba descartada, ya que no se permitía a nadie


trasladar un registro rural a la ciudad. Asimismo, estaba prohibido
trasladarse de un lugar agreste y montañoso a otra zona más rica, tal
como era la llanura que rodeaba Chengdu. Sin embargo, había un modo
de burlar las normas: podíamos trasladarnos si contábamos con
parientes dispuestos a aceptarnos, y era también posible inventarse
tales parientes, ya que nadie hubiera podido seguir la pista de los
numerosos familiares con que habitualmente cuenta un chino.

Proyecté el traslado con Nana, una buena amiga mía que acababa de
regresar de Ningnan para intentar descubrir un medio de salir de allí.
También incluimos en el plan a mi hermana, quien aún estaba en
Ningnan. Para obtener el traslado de nuestros registros necesitábamos
antes que nada tres cartas: una de una comuna diciendo que nos
aceptaría si contábamos con la recomendación de algún pariente que
pudiéramos tener entre sus miembros; otra del condado al que
pertenecía la comuna, en la que se aprobara el contenido de la primera,
y una tercera del Departamento de Juventudes Urbanas de Sichuan en la
que éste aprobara a su vez el traslado. Cuando tuviéramos las tres
teníamos que regresar a nuestros equipos de producción en Ningnan
para que éstos autorizasen el traslado antes de que el registro del
condado de Ningnan nos pusiera finalmente en libertad. Sólo entonces
nos entregarían el documento crucial para todo ciudadano de China: los
libros de registro que deberíamos entregar a las autoridades en nuestro
próximo lugar de residencia.

La vida se tornaba igualmente complicada y desalentadora cada vez que


alguien se apartaba en lo más mínimo de la rígida planificación de las
autoridades, y en la mayoría de los casos surgían complicaciones
inesperadas. Mientras planeaba cómo organizar el traslado, el Gobierno
dictó de repente una regulación por la que se congelaban todos los
traslados posteriores al 21 de junio. Para entonces, estábamos ya en la
tercera semana de mayo, por lo que sería imposible localizar a tiempo a
un pariente real que quisiera aceptarnos y completar todas las
formalidades a tiempo.

Recurrí a Wen. Sin dudarlo un instante, se ofreció a «crear» las tres


cartas. La falsificación de documentos oficiales era un delito grave
castigado con largas condenas de cárcel, pero aquel devoto guardia
rojo de Mao acalló mis ruegos de cautela sin darles mayor importancia.

Los elementos cruciales de toda falsificación eran los sellos. En China,


los documentos adquieren carácter oficial por los sellos que portan.
Wen era un buen calígrafo, capaz de grabarlos siguiendo el estilo de los
oficiales. Para ello se servía de pastillas de jabón. En una sola tarde
tuvo listas las tres cartas que cada una de las tres necesitábamos y que,

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aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció
asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos
con el resto del procedimiento.

Cuando llegó el momento de partir, me sentí terriblemente indecisa,


puesto que ello implicaba dejar a mi abuela en el hospital. Ella me
animó a marchar, diciendo que no tardaría en volver a casa para cuidar
de mis hermanos pequeños. Yo no intenté disuadirla, ya que el hospital
era un lugar espantosamente deprimente. Además del repugnante olor
que reinaba en él, era increíblemente ruidoso: tanto de día como de
noche podían oírse gemidos, golpes y conversaciones en voz alta en los
pasillos. Los altavoces despertaban a todo el mundo a las seis de la
mañana, y en numerosas ocasiones los enfermos fallecían en presencia
del resto de los pacientes.

La tarde en que fue dada de alta, mi abuela experimentó un agudo dolor


en la base de la columna. Le fue imposible sentarse en el portaequipajes
de la bicicleta, por lo que Xiao-hei condujo el vehículo hasta casa con
sus ropas, toallas, palanganas, termos y utensilios de cocina y yo fui
caminando junto a ella para prestarle apoyo. Hacía una tarde de
bochorno. Por muy lentamente que avanzáramos, caminar le dolía, lo
que resultaba fácil de advertir por sus labios fuertemente apretados y el
temblor que le asaltaba al intentar ahogar sus gemidos. Yo le relataba
historias y cotilleos en un intento por distraerla. Los plátanos que solían
dar sombra a las aceras apenas conservaban unas cuantas ramas
patéticas, pues no habían sido podados ni una sola vez durante aquellos
tres años de Revolución Cultural. Aquí y allá, los edificios mostraban las
cicatrices sufridas durante los feroces combates librados por las
distintas facciones Rebeldes.

Tardamos casi una hora en recorrer la mitad del camino. De pronto, el


cielo se oscureció. Un violento vendaval levantó una nube de polvo y de
fragmentos de carteles, y mi abuela se tambaleó. Yo la sostuve con
fuerza. Comenzó a caer un chaparrón que nos empapó en pocos
instantes. No había lugar en el que resguardarse, por lo que
continuamos andando. Nuestras ropas, pegadas al cuerpo, entorpecían
nuestros movimientos y yo jadeaba, casi sin aliento. Sentía la delgada y
diminuta figura de mi abuela cada vez más pesada. La lluvia silbaba y
arreciaba a nuestro alrededor, el viento azotaba nuestros cuerpos
calados y yo comencé a experimentar un frío intenso. Mi abuela
sollozaba: «¡Por todos los cielos, déjame morir! ¡Déjame morir!».
También yo sentía ganas de llorar, pero me limité a decir: «Abuela,
pronto estaremos en casa…».

En ese momento oí el repiqueteo de una campana. «¡Eh! ¿Quieren que


las lleve?». Un carro de pedales se había detenido junto a nosotros,
conducido por un joven de camisa abierta a quien el agua resbalaba por
las mejillas. Acercándose a nosotras, ayudó a mi abuela a subir al carro
descubierto, sobre el que se veía a un anciano acurrucado que nos hizo
un gesto con la cabeza. El joven dijo que se trataba de su padre, a quien
había ido a recoger al hospital. Nos dejó frente a la puerta de casa, y

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ante mis profusas muestras de agradecimiento se limitó a agitar la
mano como diciendo «No ha sido molestia alguna», tras lo cual
desapareció en la oscuridad de la tormenta. La fuerza del chaparrón me
impidió oír su nombre.

Dos días después, mi abuela ya se había levantado y trajinaba por la


cocina preparando envolturas de masa para hacernos una comida
especial. Comenzó asimismo a limpiar las habitaciones con su habitual
ritmo incansable. Advertí que se estaba esforzando demasiado y le pedí
que se quedara en la cama, pero ella se negó a hacerme caso.

Nos hallábamos a comienzos de junio. Constantemente me decía que


debía partir, y recordando lo enferma que había estado durante mi
última estancia en Ningnan insistía en que Jin-ming me acompañara
para cuidar de mí. Aunque mi hermano acababa de cumplir dieciséis
años, aún no le había sido asignada ninguna comuna. Envié un
telegrama a mi hermana pidiéndole que regresara de Ningnan para
cuidar de nuestra abuela. Xiao-hei, que entonces contaba catorce años,
me prometió que podía fiarme de él, y el pequeño Xiao-fang, de siete
años, realizó una solemne declaración en términos similares.

Cuando acudí a despedirme de ella, mi abuela rompió en sollozos. Dijo


que ignoraba si volvería a verme alguna vez. Yo le acaricié el dorso de
la mano, ya huesudo y cubierto de venas, y lo oprimí contra mi mejilla.
Esforzándome por reprimir las lágrimas, le dije que regresaría en muy
poco tiempo.

Tras una larga búsqueda, había logrado hallar un camión que se


dirigiera a la región de Xichang. Desde mediados de los sesenta, Mao
había ordenado que numerosas e importantes fábricas (entre ellas la
que daba empleo a Lentes, el novio de mi hermana) fueran trasladadas
a Sichuan, y en especial a Xichang, donde se estaba llevando a cabo la
construcción de un nuevo centro industrial. La teoría de Mao era que
las montañas de Sichuan constituirían la mejor defensa en caso de un
ataque de los rusos o los norteamericanos. Había camiones de cinco
provincias distintas ocupados en transportar material a aquella base. A
través de un amigo común, encontré un conductor de Pekín que aceptó
llevarnos a todos, esto es, Jin-ming, Nana, Wen y yo. Hubimos de viajar
sentados en la caja descubierta, ya que la cabina estaba reservada para
el conductor de apoyo. Cada camión pertenecía a un convoy cuyas
unidades se reunían al atardecer.

Al igual que sus colegas del resto del mundo, aquellos conductores
tenían fama de no mostrar inconveniente en llevar a chicas, aunque sí a
chicos. Dado que el suyo constituía prácticamente el único medio de
transporte, muchos jóvenes se sentían irritados por dicha actitud. A lo
largo del camino pudimos ver consignas pegadas sobre los troncos de
los árboles: «¡Oponeos con firmeza a los conductores que transportan a
las chicas pero no a los chicos!». Otros muchachos, más atrevidos, se
instalaban en mitad de la calzada en un intento por detener a los

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camiones. Uno de mis compañeros de escuela no consiguió saltar a un
lado a tiempo y resultó muerto.

Entre las «afortunadas» autoestopistas se había producido algún que


otro caso de violación, aunque las historias de romances eran más
frecuentes. De aquellos viajes surgieron numerosos matrimonios. Los
conductores que trabajaban para la construcción de la base estratégica
gozaban de ciertos privilegios, entre los que se hallaba el poder
transferir el registro de su esposa a su ciudad de residencia. Algunas
muchachas no dudaron en aprovechar la oportunidad.

Nuestros conductores eran sumamente amables, y se comportaron de


un modo impecable. Cuando nos deteníamos para pasar la noche solían
ayudarnos a buscar un hotel antes de acompañarles a su casa de
huéspedes, y nos invitaban a cenar con ellos para que pudiéramos
compartir gratuitamente sus alimentos especiales.

Tan sólo hubo una ocasión en la que creí adivinar cierta sombra de
deseo sexual en sus mentes. En una de las paradas, otra pareja de
conductores nos invitaron a Nana y a mí a viajar en su camión a lo
largo del tramo siguiente. Cuando se lo dijimos al nuestro, su rostro se
ensombreció visiblemente y dijo con voz malhumorada: «Marchaos,
pues. Marchaos con esos chicos tan guapos si os gustan más». Nana y
yo nos miramos y balbuceamos llenas de turbación: «No hemos dicho
que nos gusten más. Vosotros habéis sido muy amables con nosotras».
Al final, optamos por quedarnos con ellos.

Wen no nos perdía de vista a Nana y a mí. Nos prevenía constantemente


acerca de los conductores, los ladrones, los hombres en general y lo que
debíamos comer y lo que no, a la vez que nos aconsejaba que no
saliéramos después de oscurecer. Asimismo, nos llevaba las maletas y se
encargaba de traernos agua caliente. A la hora de la cena solía decirnos
a Nana, Jin-ming y a mí que nos uniéramos a los conductores para
comer mientras él se quedaba en el hotel para vigilar nuestro equipaje,
ya que abundaban los robos. Nosotros, a cambio, le llevábamos comida
a nuestro regreso.

Wen nunca nos hizo proposiciones sexuales. La tarde en que


atravesamos la frontera de Xichang, Nana y yo fuimos a lavarnos al río.
Hacía mucho calor, y los atardeceres eran espléndidos. Wen encontró
para nosotras una tranquila curva del río en la que pudimos bañarnos
en compañía de patos salvajes y juncos entrelazados. La luna arrojaba
sus rayos sobre el agua, y su imagen aparecía fragmentada en miles de
brillantes anillos de plata. Wen se sentó junto al camino y se dispuso a
montar guardia con la espalda significativamente vuelta hacia nosotras.
Al igual que otros muchos jóvenes, había aprendido a comportarse de
un modo caballeroso durante la época anterior a la Revolución Cultural.

Para acceder a los hoteles teníamos que presentar una carta de nuestra
unidad. Wen, Nana y yo habíamos conseguido sendas cartas de nuestros
equipos de producción, y Jin-ming tenía una carta de su colegio. Los

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hoteles no eran caros, pero apenas teníamos dinero ya que los sueldos
de nuestros padres se habían visto drásticamente reducidos. Nana y yo
solíamos compartir una cama en uno de los dormitorios, y los
muchachos hacían lo propio. Los establecimientos solían ser sucios y
rudimentarios. Antes de acostarnos, Nana y yo levantábamos la colcha
e investigábamos la presencia de pulgas y chinches. Las palanganas
solían mostrar viejos círculos negros o amarillentos producidos por la
suciedad. El tracoma y las infecciones por hongos eran padecimientos
habituales, por lo que siempre utilizábamos las nuestras.

Una noche, a eso de las doce, nos despertaron unos fuertes golpes en la
puerta: todos los residentes del hotel tenían que levantarse y preparar
un «informe vespertino» para el presidente Mao. Aquella absurda
actividad resultaba comparable a las «danzas de lealtad», y consistía en
reunirse frente a una estatua o un retrato de Mao y canturrear citas del
Pequeño Libro Rojo, tras lo cual todos lo blandíamos rítmicamente
gritando «¡Larga vida al presidente Mao, larga larga vida al presidente
Mao y larga larga larga vida al presidente Mao!».

Nana y yo abandonamos la habitación medio dormidas. El resto de los


viajeros salían de sus respectivos dormitorios en grupos de dos y de
tres, frotándose los ojos, abotonándose las chaquetas y tirando hacia
arriba de las orejas de algodón de sus zapatos. No se oía una sola
protesta, ya que nadie se hubiera atrevido a emitirla. A las cinco de la
mañana tuvimos que repetir el proceso, denominado esta vez «solicitud
matutina de instrucciones» a Mao. Más tarde, cuándo ya nos
encontrábamos en camino, Jin-ming dijo: «El jefe del Comité
Revolucionario de esta ciudad debe de sufrir de insomnio».

Aquellos grotescos métodos de adoración a Mao —los cantos, las


insignias «Mao» y la exhibición del Libro Rojo— habían formado parte
de nuestras vidas durante algún tiempo. La idolatría, sin embargo, había
experimentado a finales de 1968 un desarrollo creciente con el
establecimiento formal de los comités revolucionarios en todo el país.
Sus miembros advirtieron que el curso de acción más seguro y eficaz
consistía en no hacer nada que no fuera ensalzar la figura de Mao y, por
supuesto, continuar con las persecuciones políticas. En cierta ocasión
en que me encontraba en una farmacia de Chengdu, un viejo ayudante
de mirada sobrecogedora y gafas de montura gris había murmurado sin
mirarme: «Para navegar por los océanos es preciso contar con un
timonel…». A sus palabras siguieron unos tensos instantes de silencio, y
tardé unos segundos en darme cuenta que esperaba que yo completara
la frase, que no era sino una observación aduladora realizada por Lin
Biao y referida a Mao. No hacía mucho que aquellos intercambios
habían sido oficialmente impuestos como saludo formal. Así pues, me vi
obligada a balbucir: «Para hacer la revolución es preciso contar con el
pensamiento de Mao Zedong».

Los comités revolucionarios del país habían encargado la construcción


de estatuas del líder, y para el centro de Chengdu se planeó la
instalación de una enorme figura construida de mármol blanco. Para

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acomodarla se dinamitó la antigua y elegante verja del palacio a la que
tan alegremente solía encaramarme pocos años antes. El mármol
blanco debía proceder de Xichang, y una flota de camiones especiales
conocidos con el nombre de «camiones de la lealtad» se encargaban de
su transporte desde las canteras de las montañas. Llegaban decorados
como las carrozas de un desfile, adornados con rojas cintas de seda y
una enorme flor de seda en su parte anterior. Dado que habían sido
consagrados exclusivamente al transporte del mármol, partían de
Chengdu vacíos. Por su parte, los camiones que abastecían Xichang
regresaban igualmente vacíos a Chengdu, ya que no debían mancillar el
material que había de formar el cuerpo del Presidente.

Tras despedirnos del conductor que nos había llevado desde Chengdu,
logramos que uno de los «camiones de la lealtad» nos transportara
durante el último trecho que nos separaba de Ningnan. A lo largo del
camino nos detuvimos a descansar en una cantera de mármol. Un grupo
de obreros sudorosos y desnudos de cintura para arriba bebían té y
fumaban sus largas pipas. Uno de ellos me contó que no empleaban
maquinaria alguna, ya que sólo trabajando con las manos desnudas
podían expresar adecuadamente su lealtad a Mao. Me sentí horrorizada
al ver que llevaba una insignia «Mao» clavada en el pecho desnudo.
Cuando subimos de nuevo al camión, Jin-ming observó que era posible
que la insignia hubiera estado adherida con un trozo de esparadrapo.
En cuanto a su devoto esfuerzo manual, manifestó: «Lo más probable es
que sencillamente carezcan de máquinas».

Jin-ming era dado a realizar aquella clase de comentarios escépticos que


tanto nos hacían reír. Se trataba de algo desacostumbrado en aquellos
días en los que el sentido del humor se consideraba algo peligroso. Mao,
a pesar de sus hipócritas llamamientos a la rebelión, rehuía cualquier
forma de curiosidad o escepticismo genuinos. La capacidad de pensar
de un modo escéptico constituyó mi primer paso hacia la luz. Al igual
que Bing, Jin-ming contribuyó a destruir mis rígidos hábitos de reflexión.

Tan pronto como entramos en Ningnan —situado a más de mil


quinientos metros sobre el nivel del mar— comencé de nuevo a sufrir
trastornos estomacales. Vomité todo cuanto había comido y todo
comenzó a darme vueltas, pero no podíamos permitirnos el lujo de
detenernos. Teníamos que localizar a nuestros equipos de producción y
completar el resto del procedimiento de traslado antes del 21 de junio.
Dado que el equipo más cercano era el de Nana, decidimos acudir a él
en primer lugar. Se encontraba a un día de camino a través de territorio
agreste y montañoso. Los torrentes veraniegos descendían rugiendo por
barrancos a menudo desprovistos de puentes, y en tales casos Wen solía
adelantarse vadeando el río para comprobar su profundidad mientras
Jin-ming me transportaba sobre su huesuda espalda. Con frecuencia nos
veíamos obligados a recorrer senderos de cabras de poco más de medio
metro de anchura a lo largo de riscos bajo los que se abrían precipicios
de hasta un millar de metros de profundidad. Varios de mis amigos del
colegio habían muerto intentando recorrerlos de noche para regresar a
casa. El sol brillaba con fuerza, y comencé a pelarme. Asimismo,

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empezó a obsesionarme la sed, y solía beberme el agua de todas las
cantimploras que llevábamos. Cada vez que llegábamos a una
hondonada, me arrojaba al suelo y bebía ansiosamente el agua fresca
que discurría en su fondo. Nana intentó detenerme, pero la posibilidad
de pasar sed me enloquecía demasiado como para hacerle caso. Ni que
decir tiene que aquellos episodios tenían como resultado vómitos aún
más violentos. Por fin, llegamos a una casa. Frente a ella crecían varios
castaños gigantescos cuyas ramas se extendían formando majestuosas
bóvedas. Los campesinos que la habitaban nos invitaron a entrar.
Lamiéndome los agrietados labios, me dirigí inmediatamente hacia el
fogón, sobre el que podía verse un enorme cuenco de barro que supuse
lleno de agua de arroz. En las montañas, el agua de arroz se
consideraba el más delicioso de los refrescos, y el dueño de la casa nos
invitó amablemente a beber. Normalmente es de color blanco, pero el
líquido que yo vi era negro. Con un intenso zumbido, una densa masa de
moscas despegó de la gelatinosa superficie. Al asomarme de nuevo al
interior, pude ver los restos de algunas que flotaban medio ahogadas en
la superficie. No obstante, y a pesar de los escrúpulos que siempre me
habían producido los insectos, tomé el cuenco con ambas manos, retiré
los cadáveres y engullí el líquido a grandes sorbos.

Cuando alcanzamos el pueblo de Nana ya había oscurecido. Al día


siguiente, el jefe de su equipo de producción no tuvo inconveniente
alguno en sellar sus tres cartas y librarse de ella. A lo largo de los
últimos meses, los campesinos habían aprendido que lo que se les
enviaba no eran más brazos, sino más bocas que alimentar. Dado que no
podían expulsar a los jóvenes procedentes de la ciudad, se mostraban
encantados cada vez que alguno escogía marcharse.

Yo me sentía demasiado enferma para viajar hasta donde se encontraba


mi propio equipo, por lo que Wen partió por sí solo para obtener la
libertad de mi hermana y la mía. Nana y el resto de las muchachas de su
equipo procuraron cuidarme lo mejor que pudieron. Tan sólo comía y
bebía cosas previamente hervidas y vueltas a hervir una y otra vez, pero
a pesar de ello continuaba allí tendida, sintiéndome cada vez peor y
echando poderosamente de menos a mi abuela y sus caldos de gallina.
En aquellos tiempos, la gallina estaba considerada un manjar exquisito,
y Nana solía bromear diciendo que de un modo u otro yo conseguía
conciliar el caos reinante en mi estómago con el deseo de degustar los
mejores alimentos. No obstante, partió en compañía de las demás chicas
y de Jin-ming para intentar adquirirlo. Los campesinos locales, sin
embargo, no consumían ni vendían gallinas, sino que las criaban
exclusivamente por sus huevos. Aunque atribuían tal costumbre a las
normas heredadas de sus antepasados, algunos amigos nos revelaron
que las gallinas estaban infectadas por la lepra, enfermedad sumamente
extendida en aquellas montañas. En consecuencia, nos abstuvimos
también de comer huevos.

Jin-ming estaba empeñado en prepararme una sopa como las que


cocinaba mi abuela, y dedicó toda su capacidad inventiva a obtener un
resultado práctico. Tras instalar frente a la casa una enorme cesta

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redonda de bambú, esparció bajo ella un poco de grano. A continuación,
ató un trozo de cuerda al palo que la sujetaba y se escondió detrás de la
puerta sujetando el otro extremo de la cuerda y colocando un espejo que
le permitiera observar lo que sucedía bajo la cesta semialzada. Grupos
de gorriones aterrizaban para pelearse por el grano, acompañados de
vez en cuando por alguna tórtola que entraba contoneándose. Jin-ming
escogía el mejor momento para tirar de la cuerda y cerrar la trampa.
Así, gracias a su ingenio, pude disfrutar de una deliciosa sopa de ave.

Las colinas situadas detrás de la casa aparecían para entonces


cubiertas por melocotoneros cargados de fruta madura, y Jin-ming y las
chicas regresaban todos los días con cestos llenos de melocotones. Jin-
ming me preparaba mermeladas, advirtiéndome que no debía comerlos
crudos. Me sentía como una niña mimada, y pasaba los días en el salón
contemplando las montañas distantes y leyendo obras de Turguéniev y
Chéjov que Jin-ming había traído consigo para el viaje. El estilo del
primero me afectaba profundamente, y llegué a aprenderme de
memoria numerosos pasajes de Primer amor .

Por las tardes, la curva serpenteante de las lejanas montañas ardía


como un espectacular dragón de fuego cuya silueta destacara contra la
oscuridad del firmamento. El clima de Xichang era sumamente seco,
pero ni las normas de protección forestal eran puestas en práctica ni
funcionaban los servicios antiincendios. Como resultado, los montes
ardían día tras día, deteniéndose tan sólo cuando una garganta
interrumpía el paso de las llamas o una tormenta sofocaba los
incendios.

Al cabo de unos días, Wen regresó con la autorización de mi equipo de


producción para que partiéramos mi hermana y yo. Inmediatamente
emprendimos el camino hacia el registro, aunque yo aún me sentía débil
y apenas podía caminar unos metros antes de que mis ojos se inundaran
con una masa de estrellas centelleantes. Tan sólo faltaba una semana
para el 21 de junio.

Cuando llegamos a la capital del condado de Ningnan hallamos una


atmósfera similar a la existente en tiempo de guerra. Para entonces, las
luchas entre facciones habían cesado en la mayor parte de China, pero
en aquellas zonas remotas continuaban librándose batallas. El bando
perdedor se había refugiado en las montañas, pero desencadenaba
frecuentes ataques relámpago. Se veían guardias armados por doquier,
miembros en su mayor parte de los yi, un grupo étnico cuyos miembros
habitaban mayoritariamente los rincones más recónditos de las selvas
de Xichang. Según la leyenda, los yi no se tumbaban para dormir, sino
que permanecían agachados con la cabeza hundida entre los brazos.
Los líderes de las distintas facciones —todos ellos han— los animaban a
realizar tareas peligrosas tales como combatir en primera línea y
montar, la guardia. A medida que recorríamos las oficinas del condado
en busca del registro nos veíamos obligados a sostener largas
conversaciones con los guardias yi en las que —a falta de un idioma
común— nos servíamos fundamentalmente de los gestos. Cuando nos

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acercábamos a ellos, solían alzar los rifles y nos apuntaban con el dedo
en el gatillo entrecerrando los párpados. A pesar de estar muertos de
miedo, procurábamos fingir indiferencia. Se nos había advertido que
interpretarían cualquier muestra de temor como señal de culpabilidad y
actuarían en consecuencia.

Por fin, dimos con el despacho del registrador, pero éste no se


encontraba allí. Topamos, sin embargo, con un amigo nuestro que nos
contó que se había ocultado debido a las hordas de jóvenes urbanos que
le asaltaban intentando resolver sus problemas. Nuestro amigo
ignoraba dónde se encontraba, pero nos habló de un grupo de «viejos
jóvenes urbanos» que acaso lo supieran. Los «viejos jóvenes urbanos»
eran aquellos que habían partido al campo antes de la Revolución
Cultural. El Partido había intentado convencer a aquellos que habían
suspendido sus exámenes de instituto y universidad para que
emprendieran «la construcción de una nueva y espléndida campiña
socialista» que habría de beneficiarse de su educación. Animados por un
romanticismo entusiasta, algunos de ellos habían respondido al
llamamiento del Partido. La cruda realidad de la vida rural —de la que
no había ocasión de escapar— y el descubrimiento de la hipocresía del
régimen, el cual jamás enviaba al campo a los hijos de los funcionarios
aunque éstos también suspendieran sus exámenes, había convertido a
muchos de ellos en cínicos.

Aquel grupo de «viejos jóvenes urbanos» se mostró sumamente


amigable con nosotros. Tras obsequiarnos con un espléndido almuerzo
a base de caza, se ofrecieron para averiguar dónde se ocultaba el
registrador. Mientras un par de ellos partían a buscarle, nosotros nos
quedamos charlando con el resto, sentados en su amplio porche
rodeado de pinos frente al que se deslizaba un rugiente río conocido con
el nombre de Agua Negra. Sobre las elevadas rocas que lo remataban,
varias garcetas se balanceaban sobre una de sus delgadas patas al
tiempo que alzaban la otra en diversas posturas de ballet. Algunas
alzaban el vuelo, desplegando briosamente sus espléndidas alas, blancas
como la nieve. Anteriormente, nunca había visto a aquellas elegantes
danzarinas disfrutar de su libertad en estado salvaje.

Nuestros anfitriones nos señalaron la presencia de una oscura cueva


abierta en la margen opuesta del río, de cuyo techo colgaba una espada
de bronce de aspecto enmohecido. La cueva era inaccesible debido a su
proximidad a las turbulentas aguas. Según la leyenda, la espada había
sido abandonada allí por el célebre y sabio primer ministro del antiguo
reino de Sichuan, el marqués Zhuge Liang, del siglo III. Se decía que
había encabezado siete expediciones que habían partido de Chengdu
para intentar conquistar las tribus bárbaras de la región de Xichang.
Aunque conocía bien la historia, me produjo una intensa emoción ver las
pruebas de su autenticidad con mis propios ojos. Aparentemente, había
capturado siete veces al jefe de las tribus y le había dejado en libertad
otras tantas en la esperanza de conquistarle con su magnanimidad. Las
seis primeras, el cabecilla había continuado impasible con su rebelión,
mas tras la séptima se había convertido en un leal seguidor del rey

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sichuanés. La moraleja de la leyenda era que para conquistar a un
pueblo uno debía conquistar sus mentes y sus corazones, estrategia que
Mao y los comunistas afirmaban suscribir. Vagamente, pensé que aquél
era el motivo por el que debíamos someternos a sus «reformas del
pensamiento»: para que no tuviéramos inconveniente en seguir sus
órdenes. A ello se debía que presentara a los campesinos como modelo,
ya que no había súbditos más sumisos y obedientes. Al reflexionar
acerca de ello hoy en día, llego a la conclusión de que la versión de
Charles Colson —consejero de Nixon— venía a resumir el auténtico
mensaje oculto: Cuando los tienes agarrados por los cojones, sus mentes
y sus corazones seguirán por sí solos.

El curso de mis pensamientos se vio interrumpido por nuestros


anfitriones. Lo que debíamos hacer, afirmaban con entusiasmo, era
aludir indirectamente a las posiciones de nuestros padres cuando nos
halláramos frente al registrador.

—Le faltará tiempo para poner el sello —aseguró un joven de aspecto


alegre.

Todos ellos sabían ya que éramos hijas de altos funcionarios debido a la


reputación de mi escuela. Sus consejos, sin embargo, no me
convencieron del todo.

—Pero nuestros padres ya no gozan de esa posición. Han sido


denunciados como seguidores del capitalismo —aventuré en tono
vacilante.

—¿Qué importa eso? —se apresuraron a inquirir varias voces


intentando disipar mis dudas—. Tu padre es un comunista veterano, ¿no
es cierto?

—Sí —murmuré.

—Y ha sido un alto funcionario, ¿verdad?

—Algo así —tartamudeé—, pero eso fue antes de la Revolución Cultural.


Ahora…

—Ahora no importa. ¿Acaso alguien ha anunciado su destitución? No.


Así pues, no pasa nada. ¿No comprendes? Resulta claro como la luz del
día que el mandato de los funcionarios del Partido no ha concluido. El
mismo podría decirte eso —exclamó el alegre joven señalando en
dirección a la espada del viejo y sabio primer ministro. En aquel
momento no me daba cuenta de que, consciente o inconscientemente, el
pueblo consideraba la estructura de poder personal edificada por Mao
como una alternativa impracticable frente a la antigua administración
comunista. Los funcionarios destituidos habrían de regresar—.
Entretanto —continuó el risueño joven mientras sacudía la cabeza para
prestar mayor énfasis a sus palabras—, ninguno de nuestros

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funcionarios osaría ofenderte y arriesgarse con ello a crearse
problemas en el futuro.

Pensé en las espantosas venganzas de los Ting. Era evidente que en


China la gente siempre se mantendría alerta frente a la posibilidad de
sufrir la venganza de quienes ejercieran el poder.

Al marcharnos, les pregunté cómo podría aludir a la posición de mi


padre cuando me hallara frente al registrador sin parecer vulgar. Ellos
se echaron a reír de buena gana.

—¡Si es como los campesinos! Los campesinos no son tan susceptibles.


En cualquier caso, no sería capaz de distinguir la diferencia. Limítate a
decirle de buenas a primeras: «Mi padre es jefe de tal cosa…».

Me sentí herida por el tono de desdén que reflejaban sus voces, pero
más tarde descubrí que la mayor parte de los jóvenes urbanos —ya
antiguos o recientes— habían desarrollado un profundo desprecio hacia
los campesinos tras instalarse entre ellos. Mao, ni que decir tiene, había
confiado en la reacción opuesta.

El 20 de junio, tras recorrer desesperadamente las montañas durante


varios días, dimos por fin con el registrador. Mis ensayos acerca de
cómo aludir a la posición de mis padres demostraron ser
completamente innecesarios, ya que el propio registrador tomó la
iniciativa preguntándome: «¿Qué hacía su padre antes de la Revolución
Cultural?». Tras numerosas preguntas personales que obedecían más a
su curiosidad que a la necesidad de conocer las respuestas, extrajo un
pañuelo sucio del bolsillo de su chaqueta y lo desdobló. En su interior
había un sello de madera y una alargada caja de estaño que contenía
una esponja de tinta encarnada. Solemnemente, impregnó el sello con el
contenido de la esponja y lo depositó sobre nuestras cartas.

Con aquel sello vital —y casi por los pelos, ya que apenas nos quedaban
veinticuatro horas— habíamos conseguido llevar a cabo nuestra misión.
Aún teníamos que localizar al funcionario que estaba a cargo de
nuestros libros de registro, pero sabíamos que ello no sería un problema
grave. La autorización ya había sido obtenida. Inmediatamente, me sentí
más relajada… aunque nuevamente asaltada por la diarrea y los dolores
digestivos.

Como pude, regresé con los demás hasta la capital del condado. Para
cuando llegamos ya era de noche, y nos encaminamos a la casa de
huéspedes del Gobierno, un edificio destartalado que se alzaba en medio
de un recinto vallado. El pabellón del portero estaba vacío, y no se veía
a nadie en los terrenos que comprendía. La mayor parte de las
habitaciones estaban cerradas, pero algunos de los dormitorios de la
planta superior permanecían entreabiertos.

Entré en uno de ellos tras asegurarme de que no había nadie en su


interior. Una ventana abierta daba a los campos que se extendían tras el

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muro de ladrillo semiderruido. A lo largo del costado opuesto del pasillo
había otra hilera de habitaciones. No se veía ni un alma. La presencia
en la estancia de algunos objetos personales y una taza de té a medio
beber me indicó que alguien había estado ocupando aquel dormitorio
recientemente. Sin embargo, me sentía demasiado fatigada para
investigar por qué él o ella había huido del edificio en compañía del
resto de sus ocupantes. Desprovista casi de la energía necesaria para
cerrar la puerta, me arrojé sobre la cama y me quedé dormida sin
desnudarme.

Desperté sobresaltada por un altavoz que entonaba diversas citas de


Mao, una de las cuales rezaba: «¡Si nuestros enemigos no se rinden, los
eliminaremos!». Súbitamente, me sentí completamente despierta, y
advertí que nuestro edificio estaba siendo asaltado.

El siguiente sonido que distinguí fue el zumbido de algunas balas


cercanas y el estrépito de algunas ventanas al romperse. El altavoz
profirió el nombre de cierta organización Rebelde a la que exhortaba a
rendirse. De otro modo, chillaba, los atacantes dinamitarían el edificio.
Jin-ming irrumpió en el dormitorio. Varios hombres armados y
protegidos por cascos fabricados con juncos penetraban
apresuradamente en las habitaciones situadas frente a la mía, desde las
que podía dominarse la entrada principal. Sin una palabra, corrieron a
las ventanas, rompieron los cristales con las culatas de sus fusiles y
comenzaron a disparar. Un hombre que parecía ser su comandante nos
dijo con tono de urgencia que el edificio había albergado hasta entonces
el cuartel general de la facción y que estaba siendo atacado por sus
opositores. Más nos valía abandonarlo de inmediato, pero no por la
escalera principal, pues ésta conducía a la puerta delantera. ¿Por
dónde, entonces?

Frenéticamente, rasgamos las sábanas y edredones de la cama y


construimos una especie de cuerda. Tras atar un extremo de ella al
marco de la ventana, nos deslizamos hasta alcanzar el suelo, situado
dos plantas más abajo. Apenas habíamos tocado el suelo cuando las
balas comenzaron a silbar y a zumbar, incrustándose en el duro terreno
embarrado que se extendía a nuestro alrededor. Doblados por la
cintura, echamos a correr hacia el muro derruido y, tras salvarlo,
continuamos corriendo durante largo rato hasta que nos sentimos lo
bastante seguros como para detenernos. El firmamento y los campos de
maíz comenzaban a dibujar pálidamente sus rasgos. Decidimos
dirigirnos al domicilio de un amigo que vivía en una comuna próxima a
donde nos encontrábamos con objeto de recuperar el aliento y decidir
qué haríamos a continuación. A lo largo del camino nos enteramos por
unos campesinos de que la casa de huéspedes había sido volada con
explosivos.

Al llegar a su casa, descubrí que me estaba aguardando un mensaje.


Poco tiempo después de marcharnos del pueblo de Nana en busca del
paradero del registrador había llegado un telegrama dirigido a mí y
procedente de Chengdu. Era mi hermana quien lo enviaba. Dado que

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ninguno de mis conocidos sabía dónde me hallaba, habían decidido
abrirlo y transmitirse su contenido unos a otros de tal modo que el
primero que me viera pudiera transmitírmelo.

Fue así como me enteré de que mi abuela había muerto.

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23. «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves»

Trabajo como campesina y «doctora descalza» (Junio de 1969-1971)

Sentada con Jin-ming en la orilla del río de las Arenas Doradas, me


dispuse a aguardar la llegada del transbordador. Apoyé la cabeza en las
manos y contemplé las agitadas aguas que se deslizaban frente a mí en
su largo recorrido desde el Himalaya hasta el mar. Tras unirse con el
río Min en Yibin, casi quinientos kilómetros más abajo, aquella corriente
había de convertirse en el río más largo de China: el Yangtzé. Cuando ya
se aproxima al final de su viaje, el Yangtzé se extiende formando
numerosos meandros que riegan amplias zonas llanas de cultivo. Allí, en
las montañas, sin embargo, la violencia de su torrente impedía construir
un puente hasta la orilla opuesta. Los transbordadores constituían el
único medio de comunicación entre la provincia de Sichuan y Yunnan,
situada al Este. Todos los veranos, el caudaloso y turbulento río,
alimentado por las aguas del deshielo, se cobraba varias vidas. Apenas
unos días antes había engullido un transbordador en el que viajaban
tres de mis compañeros de clase.

Estaba atardeciendo. Yo me sentía terriblemente enferma. Jin-ming


había extendido su chaqueta sobre el terreno para que no tuviera que
tumbarme sobre la hierba húmeda. Nuestro propósito era cruzar a
Yunnan e intentar encontrar a alguien que nos llevara hasta Chengdu.
Las carreteras que atravesaban Xichang estaban cortadas a causa de
los combates entre las diversas facciones rebeldes, lo que nos obligaba
a dar un rodeo. Nana y Wen se habían ofrecido para llevar a Chengdu
tanto mi libro de registro y mi equipaje como los de Xiao-hong.

El transbordador avanzaba contra corriente impulsado por una docena


de hombres robustos que remaban y cantaban al unísono. Cuando
alcanzamos el centro del río, se detuvieron y dejaron que la nave flotara
corriente abajo en dirección a la orilla de Yunnan. Sobre nosotros
rompieron varias olas de gran tamaño, y me vi obligada, a aferrarme
con fuerza a la borda mientras la embarcación escoraba impotente.
Normalmente me hubiera sentido aterrorizada, pero entonces me
hallaba entumecida y demasiado aturdida por la muerte de mi abuela.

Al llegar a Qiaojia, la población de la ribera de Yunnan, vimos un


camión solitario detenido en un campo de baloncesto. El conductor
aceptó de buen grado llevarnos en la parte trasera. Pasé todo el viaje
devanándome los sesos intentando imaginar qué podría haber hecho
para salvar a mi abuela. El camión avanzaba traqueteando, y en un
momento determinado pasó junto a unos bosquecillos de bananos
situados tras unas chozas de barro construidas al abrigo de aquellas
montañas de cumbres nubosas. A la vista de sus enormes hojas, recordé
el pequeño banano deshojado y plantado en un tiesto junto a la puerta
del pabellón hospitalario de mi abuela en Chengdu. Cuando Bing venía a

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verme, solíamos sentarnos junto a él y permanecíamos charlando hasta
bien entrada la noche. A mi abuela no le gustaba Bing debido a su
sonrisa cínica y al trato despreocupado —y, según ella, irrespetuoso—
que empleaba con los adultos. En dos ocasiones descendió
tambaleándose por las escaleras para llamarme. En aquellos momentos
me odiaba a mí misma por haberle causado ansiedad, pero no podía
hacer nada por evitarlo. No podía controlar mis deseos de ver a Bing.
¡Cómo deseaba poder empezar de nuevo desde el principio! No habría
hecho nada que la disgustara. Me hubiera limitado a asegurarme que
recuperaba la salud… aunque ignoraba cómo lo hubiera conseguido.

Atravesamos Yibin. La carretera descendía rodeando la colina del


Biombo Verde hasta la linde de la ciudad. Al contemplar los elegantes
secoyas y los bosques de bambú, mi pensamiento se remontó a abril, a
los días en que acababa de regresar a la calle del Meteorito procedente
de Yibin. Le había contado entonces a mi abuela cómo un soleado día de
primavera había acudido dispuesta a barrer la tumba del doctor Xia,
situada en aquel costado de la colina. La tía Jun-ying me había dado
algunos «dineros de plata» especiales para quemar junto a la sepultura.
Dios sabe de dónde los habría sacado, ya que la costumbre había sido
condenada como feudal. Durante horas, había buscado la tumba
inútilmente. La ladera de la colina aparecía completamente asolada. Los
guardias rojos habían arrasado el cementerio y habían destrozado las
lápidas, ya que consideraban los enterramientos una práctica antigua.
Nunca olvidaré la mirada de intensa esperanza que vi en los ojos de mi
abuela cuando mencioné la visita y cómo ésta se ensombreció de
inmediato al añadir estúpidamente que la tumba ya no existía. Su
expresión de desilusión me persiguió desde entonces. Me hubiera dado
de bofetadas por no haberle contado entonces una mentira piadosa,
pero ya era demasiado tarde.

Cuando Jin-ming y yo llegamos a casa después de más de una semana de


camino, tan sólo hallamos su cama vacía. Recordaba haberla visto
tendida sobre ella, con sus cabellos sueltos —pero aún pulcramente
arreglados— y sus mejillas hundidas, mordiéndose los labios con fuerza.
Había soportado sus fuertes dolores con silencio y compostura, sin
gritar ni agitarse en ningún momento, hasta el punto de que su
estoicismo me había impedido comprender el alcance de su enfermedad.

Mi madre se encontraba detenida. El relato que Xiao-hei y Xiao-hong me


ofrecieron de los últimos días de mi abuela me produjo tal angustia que
me vi obligada a rogarles que se detuvieran. Pasaron varios años hasta
que por fin me enteré de lo ocurrido durante mi ausencia. La abuela
solía atender a algunas tareas caseras y a continuación regresaba a la
cama y permanecía allí tendida con el rostro tenso, intentando combatir
sus dolores. Murmuraba constantemente acerca de la inquietud que le
producía mi viaje, y se preocupaba asimismo por mis hermanos
pequeños. «¿Qué va a ser de los niños, ahora que no tienen escuelas?»,
solía suspirar.

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Por fin, llegó un día en que ya no pudo levantarse de la cama. No había
ningún médico que pudiera acudir a visitarla, por lo que Lentes, el novio
de mi hermana, la transportó hasta el hospital acarreándola sobre su
espalda. Mi hermana caminó junto a ellos sujetándola. Al cabo de un
par de viajes, los médicos les dijeron que no volvieran a llevarla.
Afirmaron que no le encontraban nada y que nada podían hacer por
ella.

Así pues, la abuela se limitó a permanecer en cama, esperando la


muerte. Su cuerpo fue quedándose inerme poco a poco. De vez en
cuando movía los labios, pero mis hermanos no conseguían oír una
palabra. En numerosas ocasiones acudieron al centro de detención de
mi madre para suplicar que se le permitiera acudir a su lado, pero una y
otra vez les fue denegado el permiso y ni siquiera se les permitió verla.

Llegó un momento en que todo el cuerpo de mi abuela parecía muerto,


pero sus ojos se mantenían abiertos y expectantes: se resistía a
cerrarlos hasta ver de nuevo a su hija.

Por fin, se autorizó a mi madre a regresar a casa. A lo largo de los dos


días siguientes, no se separó ni una sola vez del lecho de mi abuela. De
vez en cuando, ésta le susurraba algo al oído. Sus últimas palabras
fueron para describir cómo había caído en las garras de aquel dolor.

Dijo que los vecinos pertenecientes al grupo de la señora Shau habían


celebrado una asamblea de denuncia contra ella en el patio. El recibo de
las joyas que había donado durante la guerra de Corea había sido
confiscado por los Rebeldes en uno de los asaltos domiciliarios. Dijeron
que era un «apestoso miembro de la clase explotadora» ya que, de otro
modo, ¿cómo podría haber llegado a poseerlas?

Mi abuela dijo que la habían obligado a subirse a una mesita. El terreno


era desigual, y la mesita se tambaleaba, lo que le hacía sentir vértigo.
Los vecinos le gritaban. La mujer que había acusado a Xiao-fang de
violar a su hija golpeó furiosamente una de las patas de la mesa con un
palo. Mi abuela, incapaz de mantener el equilibrio, cayó hacia atrás
sobre el duro suelo. Desde entonces, dijo, había experimentado
constantemente un agudo dolor.

De hecho, no había habido tal asamblea de denuncia sino en su


imaginación, pero aquella imagen persiguió a mi abuela hasta su último
aliento.

Al tercer día de la llegada de su hija, mi abuela murió. Dos días más


tarde, inmediatamente después de su cremación, mi madre se vio
obligada a regresar al centro de detención.

Desde entonces he soñado a menudo con mi abuela y me he despertado


sollozando. Era un gran personaje: vivaz, inteligente e inmensamente
capaz. No obstante, nunca tuvo medio de poner en práctica sus
habilidades. Aquella mujer, hija de un ambicioso policía de pueblo,

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concubina de un señor de la guerra, madrastra de una familia tan
extensa como dividida y madre y suegra de dos funcionarios
comunistas, apenas había hallado felicidad en ninguno de sus papeles.
Los días que vivió con el doctor Xia se habían visto ensombrecidos por
el pasado de ambos, y juntos habían soportado la miseria, la ocupación
japonesa y la guerra civil. Podría haber hallado la dicha en el cuidado
de sus nietos, pero rara vez se vio libre de una ansiedad constante por
nosotros. Había vivido la mayor parte de su vida dominada por el temor,
y había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Había sido
una mujer fuerte, pero todo —las calamidades que se abatieron sobre
mis padres, la preocupación que sentía por sus nietos y los embates de
la hostilidad humana— se había unido hasta terminar por hundirla. Era
como si hubiera sentido en su propio cuerpo y alma todo el dolor que
había sufrido mi madre y se hubiera visto finalmente derrotada por
aquella acumulación de angustia.

Hubo asimismo otro factor más inmediato en su muerte: el hecho de que


se le habían negado los cuidados médicos apropiados y de que no había
podido recibir los cuidados —ni siquiera las visitas— de su hija a lo
largo de su mortal enfermedad. Todo por culpa de la Revolución
Cultural. ¿Cómo podía la revolución ser buena —me preguntaba yo—
cuando acarreaba consigo tanta destrucción humana de un modo tan
inútil? Una y otra vez, me repetía a mí misma que odiaba la Revolución
Cultural, pero me sentía aún peor por no poder hacer nada al respecto.

Me sentía culpable por no haber cuidado a mi abuela todo lo bien que


hubiera deseado. Cuando conocí a Bing y a Wen, ella estaba en el
hospital, pero mi amistad con ambos había actuado a modo de colchón
y capa aislante, entorpeciendo mi capacidad para advertir su
sufrimiento. Me repetía a mí misma que era indigno haber
experimentado sensaciones de alegría junto a lo que había resultado ser
el lecho de muerte de mi abuela, y decidí no volver a tener amigos
masculinos. Tan sólo por medio de mi propia autonegación —pensé—
podré llegar a expiar en parte mi culpa.

Durante los dos meses que siguieron permanecí en Chengdu, buscando


desesperadamente en compañía de Nana y de mi hermana un
«pariente» cercano cuya comuna pudiera aceptarnos. Teníamos que
encontrar uno antes de que concluyera la cosecha del otoño, época en la
que se distribuían los alimentos, ya que de otro modo no tendríamos
nada que comer durante el año siguiente: nuestros suministros estatales
se habían agotado en enero.

Cuando Bing vino a verme me mostré sumamente fría con él, y le dije
que no regresara jamás. Me escribió cartas que yo arrojaba al fogón sin
abrir, un gesto inspirado quizá por algunas novelas rusas. Wen regresó
de Ningnan con mi libro de registro y mi equipaje, pero me negué a
verle. En cierta ocasión, me crucé con él en la calle y no le dirigí la
mirada, aunque sí alcancé a atisbar sus ojos, en los que se reflejaban el
dolor y la confusión.

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Wen regresó a Ningnan. Un día, durante el verano de 1970, se declaró
un incendio forestal cerca de su aldea, y él y un amigo suyo salieron
corriendo con un par de escobas para intentar extinguirlo. Una ráfaga
de viento arrojó una bola de fuego al rostro del amigo, dejándole
desfigurado de por vida. Los dos abandonaron Ningnan y cruzaron la
frontera de Laos, donde por entonces se estaba librando una guerra
entre la guerrilla izquierdista y los Estados Unidos. En aquella época,
numerosos hijos de altos funcionarios marchaban a luchar contra los
norteamericanos en Laos y Vietnam, para lo cual atravesaban la
frontera clandestinamente, ya que el Gobierno lo prohibía.
Desilusionados por la Revolución Cultural, aquellos jóvenes confiaban
en recuperar la adrenalina de años anteriores atacando a los
«imperialistas de Estados Unidos».

Un día, poco después de su llegada a Laos, Wen oyó la alarma que


indicaba la proximidad de aviones norteamericanos. Fue el primero en
dar un salto y salir a combatir pero, en su inexperiencia, pisó una mina
enterrada por sus propios camaradas y voló por los aires hecho
pedazos. Mi último recuerdo de él son sus ojos, doloridos y perplejos,
contemplándome desde la esquina de una embarrada calle de Chengdu.

Entretanto, mi familia se vio diseminada. El 17 de octubre de 1969, Lin


Biao declaró el país en estado de guerra, sirviéndose para ello como
pretexto de los enfrentamientos que se habían producido ese mismo año
en la frontera con la Unión Soviética. Invocando la necesidad de
evacuación, envió a sus oponentes al Ejército y expulsó de la capital a
los líderes que habían caído en desgracia, sometiéndolos a detención o
arresto domiciliario en distintas partes de China. Los Comités
Revolucionarios aprovecharon la oportunidad para acelerar la
deportación de «indeseables». Los quinientos miembros del Distrito
Oriental al que pertenecía mi madre fueron expulsados de Chengdu y
enviados a un lugar del interior de Xichang conocido como la Llanura
del Guardián de los Búfalos. Mi madre fue autorizada a pasar diez días
en casa para organizar la partida. A Xiao-hei y Xiao-fang los puso en un
tren con destino a Yibin. Aunque la tía Jun-ying se encontraba medio
paralizada, había allí otros tíos y tías que podrían ocuparse de ellos. Jin-
ming había sido enviado por su escuela a una comuna situada a ochenta
kilómetros al nordeste de Chengdu.

Al mismo tiempo, Nana, mi hermana y yo encontramos por fin una


comuna dispuesta a aceptarnos en un condado llamado Deyang, no
demasiado lejos de donde Jin-ming se encontraba. Lentes, el novio de mi
hermana, tenía un colega en aquel condado dispuesto a afirmar que
éramos sus primas. Algunas de las comunas de la zona necesitaban más
brazos para las labores del campo. Aunque no teníamos pruebas de
nuestro parentesco, nadie hizo ninguna pregunta. Lo único que
importaba era que éramos —o prometíamos ser— mano de obra
adicional.

Fuimos asignadas a dos equipos de producción distintos debido a que


ningún equipo podía dar cabida a más de dos personas. Nana y yo nos

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unimos a uno de ellos y mi hermana ingresó en otro situado a cinco
horas de marcha a lo largo de un camino formado en gran parte por las
aristas de cincuenta centímetros de anchura que dividen las
plantaciones de arroz.

Las siete personas que componíamos mi familia nos hallábamos


dispersas en seis lugares distintos. Xiao-hei se alegró de abandonar
Chengdu, ya que el nuevo libro de texto de lengua china de su escuela —
redactado por algunos de los maestros y miembros del equipo de
propaganda de la localidad— contenía una condena nominativa de mi
padre y Xiao-hei se sentía aislado y maltratado por sus compañeros.

A comienzos del verano de 1969, los miembros de su escuela habían


sido enviados a los campos de las afueras de Chengdu para ayudar en
las tareas de recolección. Los chicos y las chicas dormían por separado
en dos grandes naves. Al anochecer, los senderos que dividían los
arrozales solían verse frecuentados por jóvenes parejas que paseaban
bajo la bóveda del firmamento cuajado de estrellas. El amor despertaba
con frecuencia, y mi hermano no fue una excepción. Empezó a sentirse
atraído por una de las muchachas que componían su grupo. Tras hacer
acopio de valor durante varios días, se acercó nerviosamente a ella en
un momento en que estaban segando trigo y le ofreció dar un paseo
aquella noche. La muchacha inclinó la cabeza y no dijo nada, lo que
Xiao-hei interpretó como una señal de «consentimiento tácito», mo-xu .

Reclinado sobre un almiar de paja bajo la luz de la luna, Xiao-hei


aguardaba agitado por la ansiedad y el anhelo de todo primer amor
cuando, de repente, oyó un silbido. Apareció un grupo de muchachos de
su clase que comenzaron a empujarle e insultarle. Por fin, le taparon la
cabeza con una chaqueta y empezaron a golpearle y a propinarle
patadas. Xiao-hei consiguió liberarse y corrió tambaleándose hasta la
puerta de uno de los maestros gritando en demanda de ayuda. El
maestro abrió la puerta, pero se limitó a empujarle para que se
marchara, diciendo: «¡No puedo ayudarte! ¡No te atrevas a regresar
aquí!».

Demasiado asustado para regresar al campamento, Xiao-hei pasó la


noche oculto en un almiar. Comprendía que había sido su «amada» la
que había llamado a aquellos matones: se había sentido insultada por el
hecho de que el hijo de un «contrarrevolucionario y seguidor del
capitalismo» hubiera tenido la audacia de fijarse en ella.

Cuando regresó a Chengdu, Xiao-hei acudió a los miembros de su


pandilla en busca de ayuda. Éstos comparecieron en la escuela haciendo
ostentación de sus músculos y acompañados de un gigantesco perro de
presa y arrojaron al jefe de los matones al exterior del aula. El
muchacho temblaba, y su rostro adquirió un tono ceniciento. Sin
embargo, antes de que la pandilla se empleara a fondo con él, Xiao-hei
sintió compasión y rogó a su timonel que le dejaran ir.

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La compasión se había convertido en un sentimiento impropio, y se
contemplaba como un signo de estupidez. En consecuencia, Xiao-hei se
vio a partir de entonces más hostigado que nunca. Tímidamente,
recurrió una vez más a la ayuda de sus compañeros de pandilla, pero
éstos le dijeron que no pensaban ayudar a un «renacuajo».

Xiao-hei acudió a su nueva escuela de Yibin temeroso de sufrir nuevas


agresiones. Para su sorpresa, sin embargo, obtuvo un recibimiento
cálido, casi emotivo. Los maestros, los miembros del equipo de
propaganda que administraba el colegio, los alumnos, todos parecían
haber oído hablar de mi padre y se referían a él con franca admiración.
Xiao-hei adquirió inmediatamente un prestigio especial. La muchacha
más guapa del colegio comenzó a salir con él. Incluso los bravucones
más temibles le trataban con respeto. Resultaba evidente que mi padre
era un personaje reverenciado en Yibin a pesar de que todos sabían que
había caído en desgracia y que los Ting estaban en el poder. La
población de Yibin había sufrido terriblemente bajo los Ting. Miles
habían muerto o habían resultado heridos como consecuencia de las
torturas y de las luchas entre facciones. Un amigo de la familia había
logrado escapar de la muerte gracias a que sus hijos acudieron al
depósito para recoger el cadáver y advirtieron que aún respiraba.

Los habitantes de Yibin habían desarrollado una intensa nostalgia de los


días de paz, de los funcionarios que no abusaban de su poder y de un
gobierno dedicado a poner las cosas en funcionamiento. El foco
principal de la misma se centraba en los primeros años de la década de
los cincuenta, época en la que mi padre había sido gobernador. Había
sido entonces cuando los comunistas habían alcanzado sus mayores
cotas de popularidad: poco después de sustituir al Kuomintang, cuando
terminaron con el hambre y establecieron la ley y el orden, si bien —eso
sí— antes de iniciar sus incesantes campañas políticas (y de ocasionar
su propia penuria como resultado de las instrucciones de Mao). La
población identificaba la imagen de mi padre con los días buenos del
pasado. Se le contemplaba como el prototipo de buen funcionario en
contraste con la figura de los Ting.

Gracias a él, Xiao-hei pudo disfrutar de su estancia en Yibin, aunque no


aprendió gran cosa en la escuela. El material de enseñanza aún se
reducía a las obras de Mao y a los artículos del Diario del Pueblo , y
nadie ejercía autoridad alguna sobre los estudiantes, ya que Mao no
había anulado su llana condena de los sistemas formales de educación.

Los maestros y los miembros del equipo obrero de propaganda


intentaron reclutar la ayuda de Xiao-hei para imponer la disciplina en su
clase, pero en este caso incluso la reputación de mi padre se mostró
insuficiente, y Xiao-hei fue condenado al ostracismo por algunos de los
muchachos, quienes le consideraron un «lacayo» del maestro. Se inició
una campaña de chismorreos en los que se afirmaba que había besado a
su novia bajo las farolas de la calle, lo que se consideraba un crimen
burgués. Xiao-hei perdió su posición privilegiada y fue obligado a
redactar autocríticas y a manifestar su propósito de llevar a cabo una

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reforma del pensamiento. Un día, la madre de la muchacha hizo acto de
presencia reclamando un examen médico para comprobar la castidad
de su hija. Tras protagonizar una violenta escena, se llevó a la joven de
la escuela.

En la clase había un muchacho con quien Xiao-hei mantenía una


estrecha amistad, un joven de diecisiete años sumamente popular que,
sin embargo, tenía un punto débil: su madre nunca había llegado a
contraer matrimonio, pero había tenido cinco hijos, todos ellos de
padres diferentes y desconocidos, lo que resultaba notablemente inusual
en una sociedad en la que la «ilegitimidad» constituía un grave estigma
a pesar de haber sido abolida formalmente. Por fin, había terminado por
ser humillada públicamente como «mal elemento» durante una de las
frecuentes cazas de brujas. El muchacho se sentía profundamente
avergonzado de su madre, y en privado reveló a Xiao-hei que la odiaba.
Un día, la escuela anunció la concesión de un premio al mejor nadador
(pues Mao era aficionado a la natación), y el amigo de Xiao-hei fue
nominado unánimemente por sus compañeros para el galardón. Sin
embargo, cuando se anunció el nombre del ganador, éste resultó ser
otro. Aparentemente, una joven profesora había puesto objeciones: «No
podemos entregárselo a él. Su madre es un “zapato desgastado”».

Cuando el muchacho se enteró de aquello, empuñó un cuchillo de cocina


e irrumpió en el despacho de la profesora. Alguien le detuvo, y ella
aprovechó para escabullirse y buscar refugio. Xiao-hei sabía bien hasta
qué punto el incidente había herido a su amigo y, por primera vez, el
muchacho en cuestión fue visto sollozando desconsoladamente en
público. Aquella noche, Xiao-hei y algunos de sus otros compañeros
velaron junto a él intentando consolarle, pero al día siguiente el joven
desapareció. Su cadáver apareció posteriormente en las orillas del río
de las Arenas Doradas. Se había atado las manos antes de arrojarse al
agua. La Revolución Cultural no sólo no hizo nada por modernizar los
aspectos medievales de la cultura china, sino que incluso confirió
respetabilidad política a los mismos. La dictadura «moderna» y la
antigua intolerancia se nutrían mutuamente. Cualquiera que se
enfrentara con las ancestrales actitudes conservadoras podía
convertirse en una víctima política.

Mi nueva comuna de Deyang se hallaba en una zona de colinas bajas


salpicada de matorrales y eucaliptos. La mayor parte de la tierra
cultivable era de buena calidad, y producía dos cosechas anuales de
importancia, de trigo y arroz respectivamente. Las verduras, la colza y
las batatas prosperaban en abundancia. Tras la experiencia de Ningnan,
mi mayor alivio fue no tener que trepar continuamente y poder respirar
con normalidad después de haberme visto obligada a jadear sin
descanso. No me importaba el hecho de que en Deyang cualquier
trayecto implicara tener que caminar tambaleándose por las estrechas y
embarradas aristas de los arrozales. A menudo resbalaba y caía
sentada, y algunas veces, al intentar aferrarme a algo, empujaba a la
persona que caminaba delante de mí —generalmente Nana— al interior
de uno de los arrozales. Tampoco me importaba otro de los peligros de

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caminar por la noche: la posibilidad de ser atacada por los perros,
muchos de los cuales estaban rabiosos.

Al principio hubimos de instalarnos junto a una pocilga. Por la noche


nos quedábamos dormidas al arrullo de una sinfonía de gruñidos,
zumbidos de mosquitos y ladridos de perros. Nuestra habitación se
hallaba impregnada por un olor permanente a estiércol de cerdo y a
incienso antimosquitos. Al cabo de una temporada, el equipo de
producción construyó para Nana y para mí una choza de dos
habitaciones en una parcela de terreno que hasta entonces se había
utilizado para cortar bloques de arcilla. El terreno era más bajo que el
de los arrozales que se extendían al otro lado del estrecho sendero y en
primavera y verano, cuando éstos se llenaban de agua o caía un
chaparrón, nuestro suelo de barro comenzaba a rezumar un agua
pantanosa. Nana y yo nos veíamos obligadas a quitarnos los zapatos,
remangarnos las perneras y vadear hasta el interior de nuestra
vivienda. Afortunadamente, la cama de matrimonio que compartíamos
estaba construida sobre patas elevadas, lo que nos permitía dormir a
algo más de medio metro por encima del lodo. Cada vez que nos
metíamos en la cama teníamos que instalar un cuenco de agua limpia
sobre un taburete, subirnos a él y lavarnos los pies. Como resultado de
tan húmedas condiciones de vida, los huesos y los músculos me dolían
constantemente.

Sin embargo, la vida en la cabaña también tenía aspectos divertidos.


Cuando se retiraban las aguas, comenzaban a brotar champiñones bajo
la cama y en las esquinas de la estancia. Con un poco de imaginación, el
suelo de nuestra vivienda parecía extraído de un cuento de hadas. En
cierta ocasión dejé caer una cucharada de guisantes sobre el suelo, y al
concluir la siguiente inundación un macizo de delicados pétalos
sostenidos por esbeltos tallos se desplegó como si quisiera despertar a
los rayos de sol que penetraban por la abertura que, en la pared de
madera, hacía las veces de ventana.

El paisaje se me antojaba perpetuamente mágico. Al otro lado de la


puerta teníamos el estanque del pueblo, cubierto de lotos y nenúfares. El
sendero que partía de la cabaña conducía a un desfiladero entre las
colinas, de aproximadamente cien metros de altura, tras el que el sol se
ponía todas las tardes enmarcado por negras formaciones rocosas.
Antes de la caída de la noche, una neblina plateada flotaba sobre los
campos que las bordeaban. Hombres, mujeres y niños regresaban
caminando al pueblo tras su jornada de trabajo envueltos por la bruma
del atardecer y cargados con cestas, azadas y hoces, y su llegada era
recibida por los ladridos y los brincos de sus perros. Parecían acudir
navegando sobre las nubes. De los tejados de paja de las chozas se
elevaban espirales de humo, y podía oírse el chasquido de los barriles de
madera al golpear el pretil de piedra del pozo cuando los habitantes
acudían a él para proveerse de agua para la cena. Escuchábamos
también las potentes voces de la gente que charlaba junto a los
bosquecillos de bambú. Los hombres permanecían agachados, fumando
sus largas y delgadas pipas. Las mujeres ni fumaban ni se agachaban,

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ya que ambas cosas se consideraban tradicionalmente impropias de
éstas, y ningún miembro de la China «revolucionaria» había
mencionado la posibilidad de modificar tal actitud.

Fue en Deyang donde aprendí cómo viven realmente los campesinos


chinos. Cada día comenzaba con la adjudicación de tareas por parte de
los jefes de los equipos de producción. Todos los campesinos tenían que
trabajar, y cada uno de ellos recibía un número determinado de «puntos
de trabajo» (gong-jen ) a cambio de su labor diaria. El número de
puntos de trabajo acumulados constituía un elemento de gran
importancia durante la distribución que se realizaba a finales de año. En
ella, los campesinos obtenían de su equipo de producción alimentos,
combustible y otras necesidades cotidianas, así como una pequeña
cantidad de dinero en metálico. Concluida la cosecha, el equipo de
producción entregaba parte de la misma al Estado en concepto de
impuestos, y el resto se dividía. En primer lugar se entregaba una
cantidad igual a todos los hombres, y aproximadamente una cuarta
parte menos a las mujeres. Los niños menores de tres años recibían
media porción. Dado que tampoco los niños que apenas rebasaban esa
edad podían consumir la ración de un adulto, convenía tener cuantos
más hijos mejor. El sistema funcionaba como un eficaz desincentivador
del control de la natalidad.

Lo que restaba de la cosecha se distribuía según el número de puntos de


trabajo obtenidos por cada uno. Dos veces al año, todos los campesinos
se reunían para determinar el número de puntos de trabajo diarios de
cada uno. Se trataba de reuniones a las que no faltaba nadie. Al final, la
mayor parte de los jóvenes y adultos recibían diez puntos diarios, y las
mujeres ocho. Uno o dos, reconocidos por todos como los más fuertes,
recibían un punto extra. Los «enemigos de clase» tales como el antiguo
terrateniente del poblado y su familia obtenían un par de puntos menos
que los demás a pesar de que trabajaban con el mismo tesón y de que a
menudo se les encomendaban las labores más duras. Nana y yo, siendo
como éramos inexpertas «jóvenes de ciudad», obteníamos tan sólo
cuatro puntos, los mismos que los chiquillos que apenas habían
alcanzado la adolescencia. Se nos dijo que era sólo «para empezar»,
pero mi cupo nunca fue aumentado.

Dado que apenas existía variación en el número de puntos diarios


obtenidos por cada uno dentro de las distintas categorías y géneros, el
número de puntos de trabajo acumulados dependía más del número de
días trabajados que de la calidad del trabajo. Ello constituía un
constante motivo de resentimiento entre los habitantes del poblado, así
como un importante obstáculo para la eficacia de la labor común. Día
tras día, los campesinos escudriñaban su alrededor para comprobar
cómo trabajaban los demás por si acaso alguien se estaba
aprovechando de ellos. Nadie quería trabajar con más ahínco que otros
que recibían el mismo número de puntos. Las mujeres experimentaban
una profunda amargura al contemplar cómo algunos hombres
realizaban las mismas tareas que ellas pero recibían dos puntos más.
Las discusiones eran constantes.

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A menudo nos pasábamos diez horas en el campo para realizar una
tarea que habría podido llevarse a cabo en cinco. Sin embargo, había
que cumplir aquellas diez horas para que se nos contara un día
completo. Trabajábamos a cámara lenta, y yo observaba
constantemente el sol en espera de su descenso mientras contaba los
minutos que faltaban hasta que sonara el silbato que señalaba la
conclusión de la jornada. No tardé en descubrir que el aburrimiento
podía ser tan agotador como el trabajo más duro.

Allí, al igual que en Ningnan y gran parte de Sichuan, no había


maquinaria alguna. Los métodos de labranza eran aproximadamente los
mismos que habían imperado dos mil años atrás, con excepción de la
existencia de algunos fertilizantes químicos que el equipo recibía del
Gobierno a cambio de grano. No había prácticamente animales de
labor; tan sólo algunos carabaos que se utilizaban para el arado. Todo
lo demás, incluyendo el transporte de agua, estiércol, combustible,
verduras y grano se realizaba enteramente a mano, cargando la
mercancía sobre los hombros en cestas de bambú o en barriles de
madera sujetos por una larga vara. Mi mayor problema se presentaba a
la hora de acarrear pesos. Tenía el hombro derecho permanentemente
hinchado y dolorido por las cargas de agua que debía transportar desde
el pozo hasta la casa. Cada vez que algún joven admirador venía a
vernos, yo procuraba mostrar tal impresión de desvalimiento que el
visitante nunca dejaba de ofrecerse para llenarnos el depósito de agua.
Y no sólo el depósito: también las jarras, los cuencos y hasta las tazas.

El jefe del equipo fue lo bastante considerado como para dejar de


encargarme del transporte de cosas, y en lugar de ello me envió a
realizar tareas «ligeras» en compañía de los niños y de las mujeres
ancianas y embarazadas. Sin embargo, tales labores no siempre me
resultaban tan ligeras. Esparcir estiércol era una actividad que no
tardaba en dejarme los brazos doloridos, a lo que había que añadir las
náuseas que me producía el espectáculo de los gruesos gusanos que
nadaban en su superficie. La recolección del algodón en aquellos
campos blancos y relucientes quizá puede sugerir una imagen idílica,
pero yo no tardé en darme cuenta de lo dura que resultaba dicha tarea
bajo el sol implacable, con temperaturas de más de treinta grados y una
intensa humedad, rodeada de erizadas ramas que llenaban mi cuerpo de
rasguños.

Prefería el trasplante de los brotes de arroz. Se trataba de una labor


considerada sumamente dura debido a que había que permanecer
constantemente inclinado, y al concluir la jornada hasta los
trabajadores más resistentes solían quejarse de que no podían
enderezar la espalda. A mí, sin embargo, me encantaba sentir el agua
fresca en las piernas bajo aquel calor insoportable, y disfrutaba de la
contemplación de las hileras de tiernos retoños verdes y del suave lodo
bajo mis pies desnudos, cuyo contacto me proporcionaba cierto placer
sensual. Lo único que realmente me molestaba eran las sanguijuelas. Mi
primer encuentro con ellas fue un día en que sentí algo que me
cosquilleaba en la pierna. Al alzarla para rascarme pude ver una

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criatura gruesa y resbaladiza que inclinaba la cabeza en un afanoso
intento por hundirla en mi piel y dejé escapar un fuerte grito. Una joven
campesina que trabajaba no lejos de mí soltó una risita, divertida por
mis escrúpulos. Sin embargo, se aproximó a donde yo estaba y me
golpeó la pierna por encima de la sanguijuela, que se desprendió y cayó
al agua con un chapoteo.

En las mañanas de invierno aprovechaba el intervalo de dos horas


previo al desayunó para trepar por las colinas en busca de leña
acompañada por el resto de mujeres consideradas más débiles. En las
colinas apenas crecían árboles, e incluso los matorrales eran escasos y
aparecían desperdigados. A menudo teníamos que recorrer largos
trayectos. Asiendo las plantas con la mano libre, cortábamos las ramas
con una hoz. Los arbustos se hallaban erizados de espinas, varias de las
cuales se las arreglaban invariablemente para incrustarse en mi palma
y mi muñeca izquierdas. Al principio, solía emplear largo rato en
intentar extraerlas, hasta que por fin me acostumbré a esperar que
salieran por sí mismas al ceder la hinchazón que ocasionaban.

Recogíamos lo que los campesinos llaman «combustible de plumas»,


aunque su incineración resultaba prácticamente inútil, ya que ardían
instantáneamente. En cierta ocasión en que mencioné la mala fortuna
de no contar con árboles como es debido, las mujeres que estaban
conmigo me revelaron que no siempre había sido así. Antes del Gran
Salto Adelante, dijeron, aquellas colinas habían estado cubiertas de
pinos, eucaliptos y cipreses, pero todos habían sido cortados para
alimentar los hornos de patio en los que se producía el acero. Me lo
contaron con tono apacible, sin mostrar amargura alguna, como si no
constituyera el origen de su batalla cotidiana en busca de combustible.
Parecían considerarlo como una calamidad más que la vida había
arrojado sobre ellas. Yo, sin embargo, me sentí conmocionada al
comprobar por primera vez y con mis propios ojos las catastróficas
consecuencias del Gran Salto Adelante, episodio que me había sido
relatado como un «glorioso éxito».

Descubrí muchas otras cosas. Se organizó una sesión de «airear


amarguras» para que los campesinos describieran los sufrimientos que
habían padecido bajo el Kuomintang y para generar sentimientos de
gratitud hacia Mao, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
Algunos campesinos refirieron una niñez dominada por el hambre,
lamentándose de que sus propios hijos estuvieran tan mimados que
hubiera que presionarles para que terminaran su comida.

A continuación, la conversación pasó a centrarse sobre una


determinada época de penuria. Describieron cómo se habían visto
forzados a consumir hojas de batata y a cavar en las grietas que
dividían los campos con la esperanza de encontrar algunas raíces.
Mencionaron los numerosos fallecimientos acaecidos en el poblado, y
sus historias lograron que se me saltaran las lágrimas. Tras expresar
cuánto detestaban al Kuomintang y cuánto amaban al presidente Mao,
los campesinos comentaron que la hambruna había tenido lugar en «la

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época de formación de las comunas». De repente, se me ocurrió que la
penuria de la que me hablaban había tenido lugar bajo el régimen
comunista. ¡Habían confundido los dos regímenes! Pregunté:

—¿No ocurrieron durante aquella época catástrofes naturales


imprevistas? ¿No fue éste acaso el motivo del problema?

—Oh, no —me respondieron—. No pudo haber hecho mejor tiempo, y el


grano abundaba en los campos. Pero ese hombre —añadieron,
señalando a un tipo rastrero de unos cuarenta años de edad— ordenó a
todos que fabricaran acero, y la mitad de la cosecha se pudrió en el
campo. Él, sin embargo, nos decía que no nos preocupáramos: ahora
vivíamos en el paraíso comunista, y no teníamos necesidad de
inquietarnos por la comida. Hasta entonces, cuando comíamos en la
cantina comunitaria, habíamos tenido incluso que controlar nuestra
dieta; tirábamos las sobras e incluso arrojábamos preciosos puñados de
arroz a los cerdos. Pero luego la cantina dejó de dar comidas y él
dispuso guardias a la salida del almacén. El resto del grano había de ser
enviado a Pekín y Shanghai… allí, por lo visto, había extranjeros.

Poco a poco, la imagen general fue tomando forma. El individuo al que


se referían había sido jefe del equipo de producción durante el Gran
Salto Adelante. Él y sus secuaces habían destrozado los woks y los
fogones de los campesinos para que éstos no pudieran cocinar en casa y
sus utensilios pudieran servir de alimento a los hornos. A continuación,
había informado de la existencia de cosechas exageradas, con el
resultado de que los impuestos habían sido elevados hasta arrebatar a
los campesinos los últimos mendrugos que les quedaban. Cientos de
ellos habían muerto. Al concluir la penuria, fue responsabilizado de
todas las calamidades sufridas por el poblado, y la comuna permitió a
los aldeanos votar su destitución y etiquetarle como «enemigo de clase».

Al igual que la mayoría de los enemigos de clase, no fue encarcelado,


sino que se le mantuvo bajo vigilancia por parte de sus conciudadanos.
Se trataba de un procedimiento típico de Mao, consistente en mantener
a sus enemigos entre la población de tal modo que ésta siempre contara
con alguna figura visible en la que depositar su odio. Cada vez que se
iniciaba una nueva campaña, aquel hombre era incluido en el grupo de
«sospechosos habituales» que la población reunía y atacaba. Siempre se
le asignaban los peores trabajos, y tan sólo se le concedían siete puntos
al día, tres menos que a la mayoría de sus compañeros. Nunca vi a
nadie dirigirse a él, y varias veces fui testigo de cómo los niños del
pueblo atacaban a sus hijos a pedradas.

Los campesinos agradecían al presidente Mao el haberle castigado.


Nadie ponía en duda su culpabilidad ni su grado de responsabilidad. Un
día, logré llevarle aparte y le pedí en privado que me relatara su
historia. El hombre dio muestras de un agradecimiento patético ante mi
interés. «Yo cumplía órdenes —decía una y otra vez—. Tenía que cumplir
mis órdenes…». Por fin, suspiró: «Claro está que no deseaba perder mi
puesto, ya que otro lo hubiera ocupado en mi lugar. ¿Qué hubiera sido

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entonces de mí y de mis hijos? Probablemente hubiéramos muerto de
hambre. La jefatura de un equipo de producción no es un cargo
excesivamente importante, pero al menos quienes lo desempeñan son los
últimos en morir».

Sus palabras y los relatos de los campesinos produjeron en mí una


profunda conmoción. Era la primera vez que se me descubría el aspecto
más sórdido de la China comunista anterior a la Revolución Cultural. El
panorama era completamente distinto al que habían presentado las
versiones oficiales. En aquellas colinas y campos de Deyang, mis dudas
acerca del régimen comunista se hicieron aún más profundas.

A veces me he preguntado si Mao sabía lo que hacía al poner a la


privilegiada juventud urbana de China en contacto con la realidad.
Opino, sin embargo, que se encontraba convencido de que la mayor
parte de la población se mostraría incapaz de alcanzar deducciones
racionales a partir de la información fragmentada de que disponía. De
hecho, yo misma apenas era capaz de experimentar sino vagas dudas a
mis dieciocho años, y nunca hubiera podido realizar un análisis explícito
del régimen. Por mucho que detestara la Revolución Cultural, mi mente
aún era incapaz de dudar de Mao.

En Deyang —al igual que en Ningnan— pocos campesinos eran capaces


de leer los artículos más sencillos en los periódicos ni de escribir una
carta rudimentaria. Muchos de ellos ni siquiera sabían escribir su
propio nombre. La primera iniciativa comunista por terminar con el
analfabetismo se había visto ahogada por las incesantes cazas de
brujas. En otro tiempo, la población había contado con una escuela
elemental financiada por la comuna, pero al comenzar la Revolución
Cultural los chiquillos habían aprovechado la oportunidad de atacar a
su maestro a placer. Le habían obligado a desfilar por el pueblo con
varios woks de hierro apilados pesadamente sobre la cabeza y con el
rostro tiznado de hollín. En cierta ocasión les había faltado poco para
partirle el cráneo. Desde entonces, nadie se había dejada persuadir para
encargarse de la enseñanza.

La mayor parte de los campesinos no echaban de menos la existencia de


la escuela. «¿De qué sirve? —solían decir—. Uno se pasa la vida
pagando y leyendo y al final sigue siendo un campesino obligado a
ganarse el sustento con el sudor de su frente. Nadie obtiene un solo
grano de arroz adicional por ser capaz de leer un libro. ¿Para qué
malgastar el tiempo y el dinero? Resulta mucho más útil dedicarse a
ganar los puntos de trabajo diarios».

La virtual imposibilidad de lograr cualquier ocasión de mejorar el


futuro y la cuasi inmovilidad a la que se hallaba destinado cualquiera
procedente de una familia campesina despojaba a la cultura de todo
incentivo. Los niños en edad escolar solían quedarse en casa para
ayudar a sus padres en el trabajo o cuidar de sus hermanos y hermanas
más pequeños. Salían al campo apenas alcanzaban la adolescencia. En
cuanto a las niñas, los campesinos consideraban que enviarlas a la

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escuela era una completa pérdida de tiempo: «Luego se casan y pasan a
pertenecer a otra familia. Es como derramar agua sobre el polvo».

La Revolución Cultural alardeaba de haber proporcionado educación a


los campesinos por medio de las clases vespertinas. Un día, mi equipo
de producción anunció que comenzarían a celebrarse dichas clases, y
solicitó de Nana y de mí que ejerciéramos como maestras. Yo me mostré
encantada. No obstante, ya en la primera clase advertí que aquello no
tenía nada de educativo.

Las clases comenzaban invariablemente con una solicitud del jefe del
equipo de producción para que Nana y yo leyéramos escritos de Mao y
otros artículos del Diario del Pueblo . A continuación, pronunciaba un
discurso de una hora empleando la última terminología política e
hilando sus términos en largas frases ininteligibles. De vez en cuando
emitía órdenes específicas, todas ellas solemnemente pronunciadas en
nombre de Mao. «El presidente Mao dice que debemos consumir
diariamente dos colaciones de gachas de arroz y tan sólo una de arroz
sólido». «El presidente Mao dice que no debemos malgastar las batatas
dándoselas a los cerdos».

Después de cada jornada de trabajo, los campesinos tenían la mente


concentrada en sus asuntos domésticos. Las tardes tenían para ellos
una enorme importancia, pero nadie osaba faltar a las clases. Se
limitaban a permanecer allí sentados, y algunos terminaban por
dormitar en silencio. Cuando vi que aquella clase de educación —
destinada más a idiotizar a la gente que a ilustrarla— iba
desapareciendo gradualmente, no lo sentí en absoluto.

Desprovistos de educación alguna, los campesinos vivían en un mundo


dolorosamente estrecho. Sus conversaciones solían girar en torno a
detalles nimios de la vida cotidiana. Una mujer podía pasarse toda una
mañana protestando por el hecho de que su cuñada hubiera utilizado
diez paquetes de combustible de pluma para preparar el desayuno
cuando ella podía habérselas arreglado con nueve (el combustible, como
todo lo demás, era un bien compartido). Otra gruñía durante horas
quejándose de que su suegra ponía demasiadas batatas con el arroz (ya
que este último se consideraba un alimento más escaso y exquisito que
las primeras). Aunque yo sabía que no era culpa de ellas poseer un
horizonte tan restringido, no podía por menos de encontrar aquellas
conversaciones insoportables.

Uno de los temas constantes de chismorreo era, por supuesto, el sexo. Al


pueblo contiguo al nuestro había sido asignada una mujer de veinte
años llamada Mei procedente de la capital del condado de Deyang. Se
decía que se había acostado con numerosos jóvenes de la ciudad, así
como con varios campesinos, y cada cierto tiempo alguien acudía al
campo con una nueva historia indecente de la que ella era la
protagonista. Se rumoreaba que estaba embarazada y que solía atarse
fuertemente la cintura para disimularlo. En su esfuerzo por demostrar
que no se encontraba encinta de un «bastardo», Mei realizaba

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deliberadamente todas aquellas tareas que se suponía que una mujer
embarazada no debía llevar a cabo, tales como transportar cargas
pesadas. Un día, alguien descubrió el cadáver de un bebé entre los
arbustos cercanos a uno de los riachuelos de su poblado. Todo el mundo
afirmó que era de ella. Nadie sabía si había nacido vivo o muerto. El jefe
de su equipo de producción ordenó cavar un hoyo en el que enterrar al
niño y el tema se dio por concluido, si bien el episodio hizo que se
acrecentaran los rumores.

Aquella historia me conmocionó, pero me esperaban otras sorpresas.


Uno de mis vecinos tenía cuatro hijas, todas ellas hermosas muchachas
de piel oscura y ojos redondeados. Los lugareños, sin embargo, no las
consideraban guapas. Demasiado morenas, decía la gente. En gran
parte de la campiña china, la tez pálida constituía el principal criterio de
belleza. Cuando llegó el momento de casar a la hija mayor, el padre
decidió buscar un yerno que acudiera a vivir con ellos. De ese modo, no
sólo conservaría los puntos de trabajo de su hija sino que obtendría dos
brazos más para ayudarle. Normalmente, se procuraba que las
muchachas se casaran con miembros de familias de hombres, y se
consideraba una gran humillación que un hombre ingresara mediante el
matrimonio en una familia de mujeres. Nuestro vecino, no obstante,
terminó por encontrar un joven procedente de una zona montañosa muy
pobre que se mostraba desesperado por salir de su lugar de origen, lo
que tan sólo podría conseguir mediante el matrimonio. Ni que decir
tiene que el muchacho ingresó en la familia con una categoría ínfima, y
a menudo podíamos oír cómo su suegro le insultaba a gritos. En
ocasiones decidía caprichosamente que su hija durmiera sola tan sólo
para atormentar al joven. Ella no osaba discutir sus órdenes debido a
que la piedad filial, sumamente arraigada entre los valores éticos
confucianos, dictaba que los hijos deben obedecer a sus padres. Por otra
parte, no hubiera estado bien visto que demostrara interés por dormir
con un hombre, ni siquiera con su marido, ya que se consideraba
vergonzoso que una mujer llegara a disfrutar del sexo. Una mañana, me
despertó una enorme algarabía que penetraba por la ventana. De un
modo u otro, el joven se había hecho con unas cuantas botellas de
alcohol de batata y las había apurado una detrás de otra. Su suegro la
había emprendido a patadas contra la puerta de su dormitorio para
sacarle de allí y enviarle a trabajar pero, cuando finalmente logró
derribar la puerta, el yerno estaba muerto.

Un día en que mi equipo de producción estaba ocupado en la


fabricación de tallarines de guisantes, uno de sus miembros me pidió
que le prestara mi palangana de esmalte para transportar agua. Aquel
día, los tallarines se desintegraron en una masa informe. La
muchedumbre excitada y expectante que se había congregado en torno
al barril de los tallarines comenzó a proferir sonoros murmullos cuando
me vio llegar, y todos cuantos la componían me dirigieron airadas
miradas de repugnancia. Más tarde, algunas mujeres me dijeron que los
lugareños me echaban la culpa de la poca consistencia de los tallarines.
Decían que debía de haber utilizado la palangana para lavarme durante
el período de menstruación. También me dijeron que tenía suerte de ser

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una joven de ciudad. De haber sido una de ellos, los hombres del
poblado me hubieran propinado una buena paliza.

En otra ocasión, un grupo de jóvenes que pasaron por nuestro poblado


transportando cestos de batatas se detuvieron a descansar en un
camino estrecho. Sus varas de acarreo habían quedado tendidas en el
suelo, obstaculizando el paso, por lo que me vi obligada a saltar por
encima de una de ellas. De repente, uno de los jóvenes se puso en pie de
un salto, asió su vara y se enfrentó a mí con expresión de ferocidad.
Creí que iba a golpearme. Posteriormente, me enteré por otros
campesinos que se hallaba convencido de que le saldrían llagas en los
hombros si una mujer pasaba por encima de su vara. Así, tuve que
saltarla de nuevo en sentido inverso «para neutralizar el veneno».
Durante todo el tiempo que pasé en el campo, no advertí jamás un solo
intento por corregir tan deformadas creencias… de hecho, nadie las
mencionaba siquiera.

La persona más cultivada de mi equipo de producción era el antiguo


terrateniente. Desde siempre se me había condicionado para contemplar
a los terratenientes como seres malvados, y ahora, para mi desazón
inicial, descubrí que con quienes mejor me llevaba era con aquella
familia. No guardaban la menor similitud con los modelos de los que
habían intentado imbuirme. El marido no poseía ojos crueles y sádicos,
y su mujer no meneaba el trasero ni adoptaba un tono meloso al hablar
para parecer más seductora.

Algunas veces, cuando estábamos solos, él me hablaba acerca de sus


calamidades. «Chang Jung —dijo en cierta ocasión—, sé que eres una
buena persona. También debes de ser una persona razonable, puesto
que has leído libros, así que podrás juzgar si esto es justo». A
continuación, me reveló el motivo por el que había sido clasificado como
terrateniente. Había trabajado como camarero en Chengdu en 1948, y
había logrado ahorrar algo de dinero a base de no malgastar ni un
céntimo. En aquella época, algunos terratenientes con visión de futuro
habían comenzado a vender baratas sus tierras, pues intuían la llegada
de la reforma agraria que tendría lugar tan pronto como los comunistas
alcanzaran Sichuan. El camarero carecía de astucia política, por lo que
adquirió algunas tierras creyendo que había encontrado una ganga. Sin
embargo, no sólo perdió la mayor parte de ellas en la reforma agraria
sino que se convirtió además en un enemigo de clase. «¡Ay! —exclamó
con resignación, refiriéndose a una cita clásica—. Un solo desliz ha sido
el causante de mil años de amargura».

Los lugareños no parecían demostrar hostilidad alguna hacia el


terrateniente y su familia, si bien procuraban mantenerse a distancia de
ellos. Sin embargo, al igual que solía ocurrir con los «enemigos de
clase», siempre les adjudicaban las tareas que nadie quería realizar. Sus
dos hijos, además, obtenían un punto de trabajo menos que él resto de
los hombres a pesar de ser los más trabajadores del poblado. Ambos me
parecían considerablemente inteligentes, así como las dos personas más
refinadas de cuantas me rodeaban. Destacaban especialmente por su

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dulzura y amabilidad, y pronto me sentí más próxima a ellos que a
ninguna otra persona joven del poblado. Sin embargo, y a pesar de sus
cualidades, ninguna muchacha deseaba contraer matrimonio con ellos.
Su madre me contó cuánto dinero había gastado en adquirir presentes
para las escasas jóvenes que las celestinas les habían presentado. Las
muchachas aceptaban las ropas y el dinero y luego desaparecían. Ante
aquello, cualquier otro campesino podría haber reclamado la
devolución de los regalos, pero la familia de un terrateniente no podía
hacer nada al respecto. Con frecuencia, emitía largos y sonoros suspiros
quejándose del hecho de que sus hijos apenas podían albergar
esperanza alguna de un matrimonio decente. No obstante, añadió,
encaraban su desgracia con alegría, y tras cada desengaño procuraban
animarla, ofreciéndose a trabajar en días de mercado para recuperar el
dinero que habían costado los regalos.

Todas aquellas tribulaciones me fueron reveladas sin dramatismo o


emotividad excesivos. Allí, una tenía la sensación de que incluso las
muertes más trágicas no eran sino como piedras que caen en un
estanque: el chapoteo y las ondas que producían no tardaban en
apaciguarse.

La placidez del poblado y la silenciosa profundidad de las noches que


pasaba en mi húmedo hogar me proporcionaron numerosas ocasiones
de leer y de reflexionar. Al llegar a Deyang, Jin-ming me había dado
varias maletas de libros del mercado negro que había podido acumular
gracias a que los asaltantes de los domicilios habían sido devueltos en
su mayor parte a la «escuela de cuadros» de Miyi junto con mi padre.
Todos los días, mientras trabajaba en los campos, me sentía consumida
por la impaciencia de regresar junto a ellos.

Devoré cuanto había sobrevivido de la quema de la biblioteca de mi


padre. Allí estaban las obras completas de Lu Xun, el gran escritor
chino de los años veinte y treinta. Su muerte, acaecida en 1936, le había
librado de sufrir la persecución de Mao, para quien incluso llegó a
convertirse en un gran héroe. No obstante, su discípulo favorito y
asociado más próximo, Hu Feng, fue acusado personalmente de
contrarrevolucionario por el líder y hubo de pasar varias décadas
encarcelado. La persecución de Hu Feng fue lo que condujo a la caza de
brujas que culminó con la detención de mi madre en 1955.

Lu Xun había sido el principal favorito de mi padre. Cuando era niña, a


menudo nos leía ensayos de Lu. Entonces, ni siquiera con la ayuda de
las explicaciones de mi padre había logrado yo comprender su
significado, pero ahora me fascinaban. Descubrí que su intención
satírica podía aplicarse tanto a los comunistas como al Kuomintang. Lu
Xun había carecido de ideología, inspirándose únicamente en un
humanitarismo ilustrado. Su genio escéptico desafiaba cualquier
presuposición. Fue otro de los personajes cuya liberada inteligencia me
ayudó a vencer mi adoctrinamiento.

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También me resultó de gran utilidad la colección de clásicos marxistas
de mi padre. Leía al azar, persiguiendo los términos más confusos con el
dedo y preguntándome qué demonios tendrían que ver aquellas
decimonónicas controversias germanas con la china de Mao. Sin
embargo, me sentía atraída por algo que rara vez se hallaba en China:
la lógica que alimentaba los argumentos. La lectura de Marx me ayudó
a pensar de un modo racional y analítico.

Disfrutaba intensamente de aquel nuevo modo de organizar mis


pensamientos. En otros momentos, solía dejar que mi mente se deslizara
hacia estados más nebulosos y escribía poemas en los estilos clásicos.
Mientras trabajaba en los campos, permanecía a menudo absorta en la
composición de poesía, y ello hacía el trabajo soportable e, incluso,
agradable en ocasiones. En consecuencia, solía preferir la soledad, y
huía abiertamente de las conversaciones.

En cierta ocasión, había estado toda la mañana trabajando, ocupada en


cortar caña con una hoz y en devorar las partes más jugosas próximas a
las raíces. La caña era entregada a la fábrica comunal de azúcar a
cambio de azúcar ya elaborada. Teníamos que cumplir con un cupo de
cantidad, pero no de calidad, por lo que procurábamos comernos las
mejores partes. Cuando llegaba la hora del almuerzo alguien tenía que
permanecer en los campos en previsión de posibles ladrones, y aquel día
ofrecí mis servicios para poder gozar de un rato en soledad. Esperaría
el regreso de los campesinos y luego iría yo misma a comer, lo que me
proporcionaría aún más tiempo para mí misma.

Me tendí sobre un montón de cañas, defendiendo mi rostro del sol con


un sombrero de paja. A través de él, podía distinguir el vasto cielo de
color turquesa. Sobre mi cabeza, asomaba entre las cañas una hoja de
tamaño aparentemente desproporcionado en comparación con el cielo.
Entrecerré los ojos, sintiéndome apaciguada por su fresco verdor.

La hoja me recordó el follaje oscilante de un bosquecillo de bambúes en


un día veraniego igualmente caluroso, ya muchos años atrás. Sentado a
la sombra mientras pescaba, mi padre había escrito un melancólico
poema. Sirviéndome del mismo ge-lu —o sistema de tonos, rimas y tipos
de palabras— de su poema, comencé yo a componer el mío. El universo
parecía haberse detenido, y tan sólo se oía el ligero susurro de la brisa
refrescante al agitar las hojas de caña. En aquel momento, la vida se me
antojó como algo maravilloso.

En aquella época, procuraba aprovechar cualquier ocasión de gozar de


la soledad, y no tenía reparo en poner de manifiesto que no quería saber
nada con el mundo que me rodeaba, lo que debió de proporcionarme
cierta fama de arrogante. Debido, por otra parte, a que los campesinos
constituían el modelo que se suponía que debía imitar, reaccioné
concentrándome en sus cualidades negativas. En ningún momento
intenté conocerlos ni llevarme bien con ellos.

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Yo no era un personaje excesivamente popular en el poblado, si bien los
campesinos solían dejarme en paz. Desaprobaban el que no trabajara
tan duramente como ellos pensaban que debía. Para ellos, el trabajo
representaba toda su vida, así como el criterio por el que juzgaban a
todo el mundo. Su concepto del trabajo duro era inflexible a la vez que
justo, y les resultaba evidente que yo detestaba el trabajo físico y que
aprovechaba cualquier ocasión para quedarme en casa y leer mis libros.
Los trastornos estomacales y los sarpullidos que había padecido en
Ningnan habían vuelto a asaltarme tan pronto llegué a Deyang. Apenas
había día en que no sufriera alguna forma de diarrea, y mis piernas
aparecían salpicadas de llagas infectadas. Me sentía constantemente
mareada y fatigada, pero de nada me hubiera servido quejarme ante los
campesinos, pues el rigor de su propia existencia les había llevado a
considerar trivial cualquier enfermedad que no fuera mortal.

Lo que más impopular me hacía, sin embargo, eran mis frecuentes


ausencias. Aproximadamente dos terceras partes del tiempo que debería
haber pasado en Deyang lo empleaba en visitar a mis padres en sus
respectivos campos o en cuidar a la tía Jun-ying en Yibin. Cada viaje
duraba varios meses, y no había ley alguna que me prohibiera
realizarlos. Sin embargo, aunque apenas trabajaba lo bastante como
para ganar mi sustento, seguía obteniendo alimentos del poblado. Los
campesinos estaban obligados por su sistema de distribución igualitario
y por mi presencia: no podían echarme. Ni que decir tiene que me
censuraban, y yo lo lamentaba por ellos. Pero también yo estaba atada a
su compañía. No tenía modo de salir de allí. A pesar de su
resentimiento, los miembros de mi equipo de producción me permitían ir
y venir a mi antojo, lo que en parte obedecía a que había sabido
mantener las distancias con ellos. Había aprendido que la mejor manera
de salirte con la tuya era lograr que te consideraran una persona
extraña, reservada y discreta. Si te convertías en un miembro más de
las masas te veías inmediatamente enfrentado al control y las
intrusiones ajenas.

A mi hermana Xiao-hong, entretanto, no le iba mal en el poblado vecino.


Aunque al igual que yo se veía constantemente devorada por las pulgas
y envenenada por el estiércol hasta el punto de que sus piernas llegaban
a hinchársele tanto que le ocasionaban accesos febriles, seguía
trabajando duramente, y obtenía ocho puntos de trabajo diarios. Lentes
acudía a menudo desde Chengdu para ayudarla, ya que la fábrica en la
que trabajaba, como tantas otras, se encontraba prácticamente
paralizada. La dirección había sido pulverizada, y al nuevo Comité
Revolucionario lo único que le preocupaba era que los obreros
participaran no tanto en la producción como en la revolución, por lo
que la mayoría iban y venían a su antojo. En algunas ocasiones, Lentes
acudía al campo y sustituía a mi hermana en su puesto para darle
ocasión de descansar. Otras veces trabajaban juntos, lo que divertía
considerablemente a los aldeanos, que exclamaban: «¡Vaya ganga!
¡Hemos reclutado a una jovencita y al final nos vemos con dos pares de
brazos en lugar de uno!».

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Nana, mi hermana y yo solíamos acudir juntas al mercado rural los días
de mercado, esto es, una vez a la semana. A mí me encantaban las
ruidosas callejas en las que se alineaban cestos y varas de acarreo. Los
campesinos caminaban durante horas para vender un pollo, una docena
de huevos o un haz de bambúes. La mayor parte de las actividades
comerciales, tales como el cultivo de cosechas para su venta, la
confección de cestos o la crianza de cerdos con fines monetarios
estaban prohibidas para los particulares por considerarse capitalistas.
Como resultado de ello, los campesinos apenas tenían bienes que
pudieran cambiar por dinero. Sin dinero, les resultaba imposible viajar
a las ciudades, y el día de mercado constituía prácticamente su única
fuente de entretenimiento. En él, solían reunirse con sus parientes y
amigos, y los hombres se agachaban formando grupos sobre las
embarradas aceras para fumar sus pipas.

Mi hermana y Lentes se casaron en la primavera de 1970. No hubo


ceremonia alguna. Dada la situación en aquella época, ni siquiera se les
ocurrió la posibilidad de celebrarla. Se limitaron a recoger su
certificado de matrimonio en las oficinas de la comuna y a regresar al
poblado de mi hermana con dulces y cigarrillos con los que obsequiar a
sus habitantes. Los campesinos les acogieron con enorme excitación,
pues rara vez podían permitirse aquellos lujos.

Para los campesinos, una boda constituía un acontecimiento de gran


importancia. Tan pronto como se supo la noticia, todos irrumpieron en
la cabaña de paja de mi hermana para darles la enhorabuena. Llevaron
consigo presentes tales como un puñado de tallarines secos, medio kilo
de habas de soja y unos cuantos huevos cuidadosamente presentados en
un envoltorio de rojo papel de China atado con una paja elegantemente
anudada. No se trataba de obsequios ordinarios. Para hacerlos, los
campesinos se habían desprendido de valiosos artículos. Mi hermana y
Lentes se sintieron conmovidos. Cuando Nana y yo acudimos a visitar a
la pareja, los sorprendimos enseñando a los niños del poblado a
ejecutar «danzas de lealtad» a modo de diversión.

El matrimonio no sirvió para librar a mi hermana del campo, ya que a


las parejas no se les concedía la residencia conjunta de modo
automático. Evidentemente, si Lentes hubiera querido renunciar a su
registro urbano no habría tenido dificultad alguna en instalarse con mi
hermana, pero ella no podía trasladarse con él a Chengdu debido a que
se hallaba registrada en el campo. Al igual que decenas de millones de
parejas chinas, vivían separados, si bien las normas les otorgaban el
derecho a pasar juntos doce días al año. Afortunadamente para ellos, la
fábrica de Lentes no funcionaba con normalidad, por lo que podía
permanecer largas temporadas en Deyang.

Tras pasar un año en Deyang, mi vida sufrió una transformación:


ingresé en la profesión médica. La brigada de producción a la que
pertenecía mi equipo administraba una clínica destinada al tratamiento
de enfermedades simples. Dicha institución se hallaba financiada por
todos los equipos de producción que componían la brigada, y sus

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servicios eran gratuitos, aunque muy limitados. Había dos médicos. Uno
de ellos, un joven dotado de un rostro agradable e inteligente, había
obtenido la licenciatura en la escuela médica de Deyang en los años
cincuenta, tras lo cual había regresado a su pueblo natal. El otro era un
individuo de mediana edad con la barba recortada en forma de perilla.
Había comenzado su carrera como aprendiz de un viejo médico rural
especialista en medicina china, y en 1964 había sido enviado por la
comuna a realizar un curso relámpago de medicina occidental.

A comienzos de 1971, las autoridades de la comuna ordenaron a la


clínica que contratara un «doctor descalzo». El término obedecía a que
se esperaba de tales «doctores» que vivieran como los campesinos,
quienes atesoraban demasiado su calzado como para desplazarse con él
a través de los barrizales de los campos. En aquella época se estaba
llevando a cabo una importante campaña propagandística que
glorificaba a los doctores descalzos como un invento de la Revolución
Cultural. Mi equipo de producción se aferró inmediatamente a aquella
oportunidad de librarse de mí, pues si trabajaba en la clínica, sería la
brigada —y no el equipo— la responsable de mi alimentación y mi
sustento.

Yo siempre había querido ser médico. Las enfermedades sufridas por mi


familia, y en especial la muerte de mi abuela, me habían convencido de
la importancia de los doctores. Antes de trasladarme a Deyang había
comenzado a aprender acupuntura con un amigo mío y había estudiado
un libro titulado Manual del doctor descalzo , una de las pocas obras
impresas autorizadas por entonces.

La propaganda acerca de los doctores descalzos constituía una de las


maniobras políticas de Mao, quien había condenado a los responsables
del Ministerio de Sanidad existentes antes de la Revolución Cultural
acusándoles de no cuidar a los campesinos y concentrarse tan sólo en
los habitantes de las ciudades y, sobre todo, a los funcionarios del
Partido. A continuación, había condenado igualmente a los doctores por
no querer trabajar en el campo, especialmente en las regiones más
remotas. Sin embargo, no asumió responsabilidad alguna como jefe del
régimen ni ordenó que se tomaran medidas de tipo práctico para
remediar la situación, tales como la construcción de más hospitales o la
formación de más médicos. Durante la Revolución Cultural, la situación
sanitaria empeoró aún más. Las críticas propagandísticas contra la
escasez de médicos se hallaban en realidad destinadas a generar odio
contra el sistema pre-cultural del Partido y contra los intelectuales
(categoría en la que se incluían tanto los médicos como las enfermeras).

Mao ofreció una solución mágica a los campesinos: «doctores» que


podían ser reclutados en masa… doctores descalzos. «Tampoco es
preciso contar con tanto aprendizaje formal —afirmó—. Basta con que
aprendan algo y perfeccionen su nivel de competencia a través de la
práctica». El 26 de junio de 1965 realizó una observación que había de
convertirse en guía de referencia para la sanidad y la educación:

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«Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves». Así, hube de iniciar
mi labor profesional sin contar con la más mínima formación.

La clínica estaba instalada en una gran edificación situada en la cumbre


de una colina, a aproximadamente una hora de camino desde mi casa.
Junto a ella había una tienda en la que se vendían cerillas, sal y salsa de
soja, artículos todos ellos racionados. Uno de los quirófanos se convirtió
en mi dormitorio, y mis deberes profesionales no se definieron sino
vagamente.

El único libro médico que había visto en mi vida era el Manual del
doctor descalzo , y lo estudié nuevamente con avidez. No contenía teoría
alguna, sino tan sólo un resumen de síntomas, seguidos por sugerencias
en cuanto a su tratamiento. Sentada frente a mi mesa, tras la que se
alineaban las de los otros dos médicos, y ataviados los tres con nuestro
polvoriento atuendo cotidiano, no me producía la menor sorpresa que
los campesinos enfermos que acudían prefirieran prudentemente no
tener nada que ver conmigo, una inexperta muchacha de dieciocho años
equipada con una especie de libro que no podían leer y que ni siquiera
era excesivamente grueso. Por el contrario, desfilaban frente a mí sin
detenerse y se dirigían a las otras mesas. Aquello me hacía sentir más
aliviada que ofendida. En mi concepto de un médico no encajaba tener
que consultar un libro cada vez que un paciente describe unos síntomas
para a continuación copiar la receta aconsejada. Algunas veces,
reflexionaba con ironía acerca de hasta qué punto nuestros nuevos
líderes (Mao seguía siendo una figura incuestionable) me hubieran
aceptado como su doctora personal, descalza o no. Claro que no, me
respondía: para empezar, se suponía que los doctores descalzos existían
para «servir al pueblo, y no a los funcionarios». Me conformé de buena
gana con ser una simple enfermera, recetar medicamentos y poner
inyecciones, práctica esta última que había aprendido cuando tuve que
ponérselas a mi madre con motivo de sus hemorragias.

El joven doctor que había asistido a la escuela médica era el más


solicitado por los pacientes. Con sus recetas de hierbas chinas lograba
curar numerosas enfermedades. Asimismo, se mostraba sumamente
concienzudo, y procuraba visitar a sus pacientes en sus propios
poblados y recolectar y cultivar hierbas en su tiempo libre. El otro
doctor, el de la perilla, mostraba una despreocupación que me
aterrorizaba. Solía emplear la misma aguja para pinchar a varios
pacientes sin esterilizarla cada vez. Inyectaba penicilina sin comprobar
previamente si el paciente era alérgico a ella, lo que resultaba
sumamente peligroso debido a que la penicilina china no era pura, y
podía producir graves reacciones e incluso la muerte. Cortésmente, me
ofrecí a hacerlo por él. Sonrió, en absoluto ofendido por mi
entrometimiento, y dijo que nunca había habido accidentes: «Los
campesinos no son tan delicados como los habitantes de la ciudad».

Me gustaban ambos, y ambos se comportaban amablemente conmigo y


se mostraban siempre cooperadores cuando les hacía alguna pregunta.
Evidentemente, no me contemplaban como una amenaza a su posición,

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lo que no resultaba sorprendente. En el campo, no era tanto la retórica
política lo que contaba, sino la destreza profesional de cada uno.

Yo disfrutaba viviendo en la cumbre de aquella colina, lejos de cualquier


poblado. Todas las mañanas me levantaba temprano, paseaba a lo largo
de su borde y recitaba frente al sol naciente versos de un antiguo libro
de poemas acerca de la acupuntura. Bajo mis pies, los campos y los
pueblos comenzaban a despertar al canto de los gallos. Venus, solitario,
me contemplaba desde un firmamento que iba clareando por momentos.
Adoraba la fragancia de la madreselva en la brisa matutina, y los
grandes pétalos de la belladona sacudiéndose las perlas del rocío. Los
pájaros gorjeaban por doquier, distrayéndome de mis declamaciones.
Por fin, tras permanecer allí un rato, regresaba para encender el fuego
del desayuno.

Con la ayuda de un esquema anatómico y de mis versos de acupuntura,


tenía ya una idea bastante definida de dónde debía clavar las agujas
para curar cada dolencia. Ansiaba tener pacientes, y ya contaba con
algunos voluntarios entusiastas: muchachos de Chengdu que entonces
vivían en otros poblados y que apreciaban considerablemente mis
servicios. Solían caminar durante horas para someterse a una sesión de
acupuntura. Cierto joven, mientras se remangaba para dejar al
descubierto un punto de acupuntura próximo al codo, declaró
valientemente: «Para eso están las amigas».

No llegué a enamorarme de ninguno de ellos, si bien iba ya


debilitándose mi resolución de negarme cualquier relación masculina
para dedicarme a mis padres y apaciguar los sentimientos de culpa que
sentía por la muerte de mi abuela. Sin embargo, me resultaba difícil dar
rienda suelta a mis sentimientos, y mi educación me impedía mantener
ninguna relación física sin entregar al mismo tiempo el corazón. A mi
alrededor, había otros muchachos y muchachas procedentes de la
ciudad que llevaban vidas más libres que la mía, pero yo seguía sentada
en solitario sobre mi pedestal. Comenzó a correrse la voz de que
escribía poesía, lo que contribuyó a mi permanencia sobre el mismo.

Todos los jóvenes se comportaban de modo sumamente caballeroso. Uno


de ellos me regaló un instrumento musical llamado san-xian , formado
por un cuenco forrado de piel de serpiente, un mango alargado y tres
cuerdas de seda que había que pulsar. A continuación, pasó varios días
enseñándome a tocarlo. Las melodías permitidas eran muy escasas, y
todas ellas constituían alabanzas de Mao. Ello, no obstante, no me
preocupaba demasiado, ya que mi destreza era aún más limitada.

En las tardes más cálidas solía sentarme junto al fragante jardín


medicinal rodeado por trompetas trepadoras chinas y rasgueaba el
instrumento para mí misma. Cuando la tienda contigua cerraba sus
puertas, me encontraba sola por completo. Reinaba una completa
oscuridad con excepción del suave resplandor de la luna y del parpadeo
de las luces procedentes de cabañas distantes. Algunas luciérnagas
brillaban y flotaban a mi alrededor como minúsculas linternas

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transportadas por seres voladores diminutos e invisibles. Los aromas
del jardín despertaban en mí un vértigo placentero. Mi música a duras
penas podía rivalizar con el coro entusiasta y atronador de las ranas y
el melancólico canturreo de los grillos, pero a mí me servía de consuelo.

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24. «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una
vida de retraso»

Mis padres en los campos (1969-1972)

A tres días de viaje en camión desde Chengdu, al norte de Xichang, se


extiende la Llanura del Guardián de los Búfalos. Allí, la carretera se
bifurca en dos caminos, uno de los cuales conduce a Miyi, en el
Sudoeste, donde estaba el campo de mi padre, y el otro al Sudeste y a
Ningnan.

La llanura recibía su nombre de una célebre leyenda. La diosa Tejedora,


hija de la Reina Madre Celestial, solía descender de la Corte Celestial
para bañarse en uno de sus lagos. (Se suponía que el meteorito que
había caído sobre la calle del mismo nombre había sido una de las
piedras contra las que apoyaba su telar). Un muchacho que habita junto
al lago ve a la diosa, y ambos se enamoran. Se casan, y tienen un hijo y
una hija. La Reina Madre Celestial, celosa de su felicidad, envía a unos
dioses para que secuestren a su hija. Los dioses se la llevan y el
Guardián de los Búfalos los persigue. Cuando está a punto de darles
alcance, la Reina Madre Celestial extrae una horquilla de su moño y
abre un caudaloso río entre ellos. Desde entonces, el río de la Plata
separa para siempre a la pareja excepto en el séptimo día de la séptima
luna, época en la que las urracas acuden volando desde todas las
regiones de China para formar un puente que permita reunirse a la
familia.

El río de la Plata es el nombre chino de la Vía Láctea, la cual, sobre


Xichang, aparece como una vasta masa de estrellas entre las que se
distinguen a un lado la brillante Vega —la diosa Tejedora— y al otro
Altair, el Guardián de los Búfalos, acompañado de sus dos hijos. Se trata
de una leyenda que ha sido muy popular entre los chinos a lo largo de
los siglos debido a que sus familias se han visto a menudo separadas por
las guerras, el bandidaje, la miseria y los gobernantes despiadados.
Irónicamente, tal fue el lugar al que enviaron a mi madre.

Llegó allí en noviembre de 1969 acompañada de sus quinientos colegas


del Distrito Oriental, entre los que había tanto Rebeldes como
seguidores del capitalismo. Dado el apresuramiento con que habían sido
expulsados de Chengdu, no había ningún sitio donde alojarles a
excepción de unas cuantas chozas abandonadas por los ingenieros
militares que habían construido la vía férrea entre Chengdu y Kunming,
la capital de Yunnan. Algunos se apretujaron en ellas, y el resto hubo de
instalar sus colchonetas en las casas de los campesinos locales.

No había otros materiales de construcción que hierba de cogón y barro,


y este último debía ser extraído de las montañas y transportado hasta

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abajo. El barro de los muros se mezclaba con agua para fabricar
ladrillos. No había máquinas ni electricidad, y ni siquiera contaban con
animales de labor. En la llanura, situada a unos mil quinientos metros
sobre el nivel del mar, no es tanto el año como el día lo que se divide en
cuatro estaciones. A las siete de la mañana, cuando comenzaba la
jornada de trabajo de mi madre, la temperatura rondaba los cero
grados. A mediodía, podía alcanzar los treinta. A eso de las cuatro de la
tarde, soplaban desde las montañas poderosas ráfagas de un viento
cálido que literalmente alzaba a la gente por el aire, y a las siete de la
tarde, cuando concluían el trabajo, la temperatura volvía a descender
de golpe. Obligados a soportar tales extremos, mi madre y el resto de
los internos trabajaban doce horas diarias interrumpidas apenas por un
breve descanso para el almuerzo. Durante los primeros meses, el único
alimento de que dispusieron fue arroz y col hervida.

El campo estaba organizado al estilo militar. Lo administraban oficiales


del Ejército, y se hallaba sometido al control del Comité Revolucionario
de Chengdu. Al principio, mi madre fue tratada como enemiga de clase y
forzada a permanecer de pie durante las comidas con la cabeza
inclinada. Aquella forma de castigo, denominada «denuncia de campo»,
era recomendada por los medios de comunicación como un buen modo
de recordar a los demás, autorizados a descansar, que debían ahorrar
siempre algo de energía para el odio. Mi madre protestó ante el jefe de
su compañía, afirmando que no podía trabajar durante todo el día sin
descansar las piernas. El oficial, que había servido en el Departamento
Militar del Distrito Oriental antes de la Revolución Cultural, siempre se
había llevado bien con ella, por lo que interrumpió aquella práctica. Aun
así, siguieron asignándole los trabajos más duros, y no se le concedió el
descanso dominical del que disfrutaba el resto de los internos. Sus
hemorragias uterinas empeoraron, y sufrió un ataque de hepatitis. Su
cuerpo se tornó hinchado y amarillo; apenas podía ponerse en pie.

Si había algo que no faltaba en el campo eran médicos, ya que media


dotación del hospital del Distrito Oriental había sido enviada allí. En
Chengdu sólo habían quedado los más solicitados por los jefes de los
Comités Revolucionarios. El médico que trató a mi madre le reveló cuan
agradecido le estaba junto con el resto del personal hospitalario por
haberles protegido antes de la Revolución Cultural, y añadió que de no
haber sido por ella probablemente habría sido acusado de derechista
durante las purgas de 1957. Dado que no disponían de medicamentos
occidentales, caminó durante kilómetros para recoger hierbas tales
como plátano asiático y helianto, que los chinos consideraban buenas
para la hepatitis. Asimismo, exageró el grado de virulencia de su
infección ante las autoridades del campo, las cuales la trasladaron a un
lugar situado casi a un kilómetro de distancia donde pudo permanecer
sola. Sus atormentadores la dejaron en paz por temor a una posible
infección, y el médico, que iba a visitarla todos los días, encargó en
secreto a uno de los campesinos locales el suministro diario de cierta
cantidad de leche de cabra. La nueva residencia de mi madre era una
cochiquera abandonada. Algunos internos, compadecidos, se la
limpiaron y depositaron sobre el suelo una gruesa capa de paja que a
ella se le antojó un lujoso colchón. Un amable cocinero se ofreció para

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llevarle la comida, y cuando nadie miraba solía añadir un par de huevos
a su dieta. Cuando hubo carne disponible, mi madre pudo comerla todos
los días (a diferencia del resto, quienes sólo la probaban una vez por
semana). También recibía frutas frescas —peras y melocotones— que
sus amigos adquirían en el mercado. En cuanto a ella se refería, aquella
hepatitis fue como un regalo del cielo.

Muy a su pesar, se recuperó al cabo de unos cuarenta días y fue


devuelta al campo, formado ahora por las nuevas chozas de barro. La
Llanura es un paraje peculiar por cuanto atrae los truenos y los
relámpagos pero no la lluvia, la cual se precipita sobre las montañas
que la rodean. Los campesinos no plantaban cosechas en el llano debido
a que el suelo era demasiado seco y resultaba peligroso durante las
frecuentes tormentas secas. No obstante, era el único recurso disponible
para el campamento, por lo que plantaron cierta variedad de maíz
resistente a la sequía y transportaron agua desde las laderas bajas de
las montañas. Asimismo, se ofrecieron para ayudar a los campesinos en
el cultivo del arroz con objeto de asegurarse el futuro suministro del
mismo.

Los campesinos se mostraron de acuerdo pero, según las costumbres


locales, a las mujeres les estaba prohibido transportar agua, y los
hombres no podían plantar arroz, labor esta última que sólo podía ser
llevada a cabo por mujeres casadas y con descendencia, especialmente
si ésta era masculina. Cuantos más hijos tuviera una mujer, más
solicitada estaba para aquella tarea agotadora. Se creía que una mujer
que hubiera engendrado gran número de hijos sería capaz de obtener
más granos del arroz que plantara («hijos» y «semillas» tienen el mismo
sonido en chino: zi ). Mi madre se convirtió en la principal
«beneficiaría» de aquella antigua costumbre. Dado que tenía tres hijos
—más que la mayoría de sus colegas femeninas— se vio obligada a
pasar cerca de quince horas diarias inclinada en los campos de arroz a
pesar de sus hemorragias y de su abdomen inflamado.

Por la noche, se turnaba con los demás para defender a los cerdos del
ataque de los lobos. Las chozas de barro y hierba daban en su parte
trasera a una cadena de montañas muy adecuadamente bautizada con
el nombre de Guarida de los Lobos. Los habitantes locales advertían a
los recién llegados de que los lobos eran sumamente listos. Cuando uno
de ellos lograba introducirse en una pocilga, rascaba y lamía
suavemente a su presa, especialmente detrás de las orejas, con objeto
de sumir al animal en una especie de trance placentero y asegurarse de
que no realizara el menor ruido. A continuación, mordía
cuidadosamente la oreja del animal y lo conducía al exterior de la
cochiquera sin dejar de acariciar su cuerpo con el mullido rabo. Cuando
el lobo asestaba su ataque final, el cerdo aún estaba soñando con las
caricias de su nuevo amante.

Los campesinos dijeron también a los antiguos habitantes de la ciudad


que los lobos —y algunas veces los leopardos— se mostraban temerosos
del fuego, por lo que todas las noches se encendía una fogata en el

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exterior de las pocilgas. Mi madre pasó numerosas noches despierta
contemplando los meteoritos que atravesaban la bóveda estrellada del
firmamento sobre la Guarida de los Lobos mientras oía a lo lejos sus
aullidos.

Una tarde, tras lavarse la ropa en un pequeño estanque, abandonó su


postura agachada y al enderezarse su mirada se detuvo en los ojos
rojizos de un lobo situado a unos veinte metros de distancia de ella, al
otro lado de la charca. Sintió que se le erizaban los cabellos, pero
recordó que su amigo de la infancia, el Gran Lee, le había dicho que el
modo de evitar el ataque de un lobo consistía en caminar hacia atrás
lentamente y sin dar muestras de pánico, y nunca volverse y echar a
correr. Así, retrocedió lentamente, alejándose del estanque en dirección
al campo y sin volver la espalda al lobo, que la seguía. Cuando alcanzó
el borde del campo, el lobo se detuvo. Podía verse ya la hoguera, y se
oían las voces de sus habitantes. Mi madre dio media vuelta y entró
corriendo en la primera puerta que vio.

El fuego era prácticamente la única luz que alumbraba la profunda


oscuridad de las noches de Xichang. No había electricidad. Las velas —
cuando las había— eran prohibitivamente caras, y el queroseno
escaseaba. De cualquier manera, tampoco había gran cosa que leer. A
diferencia de Deyang, donde yo aún gozaba de cierta libertad para leer
los libros adquiridos por Jin-ming en el mercado negro, las escuelas de
cuadros se hallaban estrechamente controladas. El único material
impreso que se autorizaba eran las obras selectas de Mao y el Diario del
Pueblo . De cuando en cuando se proyectaba alguna película nueva en
unos barracones militares situados a pocos kilómetros, pero
invariablemente se trataba de una de las óperas propagandísticas de la
señora Mao.

A medida que transcurrían los días y los meses, el trabajo agotador y la


falta de relajación se tornaron insoportables. Todos, incluidos los
Rebeldes, echaban de menos a sus familias e hijos. Su resentimiento era
acaso tanto más intenso por cuanto que ahora advertían que su celo
anterior no había servido para nada y que, hicieran lo que hiciesen,
nunca volverían a recuperar el poder en Chengdu. Los puestos que
antaño ocuparan en los Comités Revolucionarios habían sido
readjudicados en su ausencia. De este modo, al cabo de unos meses de
llegar a la Llanura, la depresión sustituyó a las denuncias, y mi madre
se vio obligada en ocasiones a reconfortar a los Rebeldes. Obtuvo el
apodo de Kuanyin: la diosa de la bondad.

Por las noches, tendida sobre su colchón de paja, evocaba mentalmente


sus años de niñez. Se daba cuenta de que en su memoria apenas
intervenían recuerdos de vida familiar. Mientras nosotros crecimos
había sido una madre permanentemente ausente, entregada a la causa
en perjuicio de su familia. Ahora, sin embargo, le remordía lo absurdo
de su antigua devoción, y advertía que la añoranza de sus hijos le
producía un dolor casi insoportable.

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En febrero de 1970, después de pasar más de tres meses en la Llanura y
tan sólo diez días antes del Año Nuevo chino, la compañía de mi madre
fue alineada frente al campo para dar la bienvenida a un jefe del
Ejército que acudía en visita de inspección. Tras esperar durante largo
rato, la multitud divisó una pequeña figura que se aproximaba a lo largo
del camino de tierra que ascendía desde la carretera distante.
Permanecieron todos con la mirada fija en aquella figura, y decidieron
que no podía ser el pez gordo que esperaban, ya que éste hubiera
llegado en automóvil y acompañado por su séquito. Sin embargo,
tampoco podía tratarse de un campesino local: el modo en que llevaba
la larga bufanda de lana negra arrollada alrededor de la cabeza
inclinada resultaba demasiado elegante. Era una joven que acarreaba
una cesta a la espalda. Al verla acercarse lentamente cada vez más, mi
madre notó que comenzaba a palpitarle el corazón. Tenía la sensación
de que aquella joven se parecía a mí, pero pensó que debía de tratarse
de imaginaciones suyas. «¡Qué maravilla si fuera realmente Er-hong!»,
se dijo a sí misma y, de repente, todos los presentes comenzaron a
propinarle excitadas palmadas: «¡Es tu hija! ¡Ha venido a verte tu hija!
¡Es Er-hong!».

Así relata mi madre cómo me vio llegar después de lo que se le había


antojado una eternidad. Yo era la primera visitante que llegaba al
campo, y fui recibida con una mezcla de calor y envidia. Había viajado
en el mismo camión que me había llevado a Ningnan en el mes de junio
del año anterior para obtener el traslado de mi registro. La enorme
cesta que llevaba a la espalda estaba llena de salchichas, huevos,
dulces, pasteles, tallarines, azúcar y carne enlatada. Los cinco
hermanos y Lentes habíamos ido apartando artículos de nuestras
raciones y asignaciones de nuestros equipos de producción para
obsequiar a nuestros padres con un festín, y apenas podía caminar por
el peso de la carga.

Hubo dos cosas que captaron inmediatamente mi atención. La primera


fue que mi madre tenía buen aspecto, aunque más tarde me reveló que
aún estaba convaleciente de su hepatitis. La segunda, que la atmósfera
que la rodeaba no era en absoluto hostil. De hecho, algunas personas
habían comenzado ya a llamarla Kuanyin, lo que se me antojaba
absolutamente increíble dado que, oficialmente, se trataba de una
enemiga de clase.

Sus cabellos aparecían cubiertos por una bufanda de color azul oscuro
anudada bajo la barbilla. Sus mejillas ya no eran finas y delicadas, sino
que se habían vuelto ásperas y rojas por efecto del sol ardiente y los
fuertes vientos, y su piel mostraba un aspecto notablemente similar a la
de los campesinos de Xichang. Parecía cuando menos diez años mayor
de sus treinta y ocho. Cuando acarició mi rostro, el contacto de sus
dedos fue como el de la agrietada corteza de un viejo árbol.

Permanecí allí durante diez días, tras los cuales planeaba partir hacia el
campamento de mi padre el mismo día de Año Nuevo. Mi amable
camionero había prometido recogerme en el mismo lugar en que me

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dejó. A mi madre se le humedecieron los ojos debido a que, si bien el
campamento de mi padre no estaba lejos, ambos tenían prohibido
visitarse. Una vez más, me cargué a la espalda la cesta de comida
intacta. Mi madre había insistido en que le llevara todo a él. Reservar
los más preciados alimentos para otros ha sido siempre en China una
forma tradicional de expresar el amor y el interés. Mi madre se
mostraba desolada ante mi partida, y repetía una y otra vez cuánto
sentía que tuviera que perderme el desayuno tradicional del Año Nuevo
chino que habría de servirse en su campo, compuesto por tang-yuan ,
budines redondos que simbolizaban la unidad familiar. Pero yo no podía
arriesgarme por miedo a perder el camión.

Mi madre me acompañó paseando durante media hora hasta llegar a la


carretera, y una vez allí ambas nos sentamos entre las altas hierbas a
esperar. El terreno aparecía ondulado por las suaves olas de la espesa
hierba de cogón, y el sol, ya alto, nos calentaba con sus rayos. Mi madre
me abrazó, y todo su cuerpo pareció querer decirme que no deseaba mi
partida, que temía no volver a verme nunca. En aquella época
ignorábamos si nuestros días de campamento y de comuna llegarían
alguna vez a su fin. Se nos había dicho que habríamos de pasar allí toda
la vida, y existían cientos de motivos por los que podríamos morir antes
de volver a vernos. Contagiada por su amargura, pensé en mi abuela,
moribunda antes de que yo lograra regresar de Ningnan.

El sol estaba cada vez más alto, y no se veía ni rastro de mi camión. A


medida que se desvanecían los enormes anillos de humo que habían
brotado de la chimenea del campamento, mi madre se vio asaltada por
el remordimiento de no haberme podido obsequiar con un desayuno de
Año Nuevo, e insistió en regresar para traerme una ración.

Aún no había regresado cuando el camión llegó por fin. Dirigí la mirada
al campamento y la vi corriendo hacia mí. Su bufanda azul se agitaba
entre el océano blanco y dorado de la hierba. En su mano derecha
llevaba un enorme cuenco de esmalte coloreado, y la precaución con
que parecía correr me reveló que intentaba evitar que se derramaran la
sopa y los budines. Aún estaba bastante lejos, y advertí que tardaría
unos veinte minutos en alcanzarme. No me sentía capaz de pedirle al
conductor que esperara durante tan largo intervalo, dado que ya me
estaba haciendo un gran favor con llevarme, por lo que trepé al interior
de la parte trasera. Aún podía ver a mi madre en la distancia, corriendo
hacia mí, pero ya no parecía llevar el cuenco consigo.

Años después, me dijo que se le había caído al verme subir al camión.


No obstante, continuó corriendo hasta alcanzar el lugar en el que
habíamos estado sentadas para asegurarse de que había partido, si bien
no existía posibilidad alguna de que hubiera sido otra persona la que
había visto encaramarse al vehículo: no se veía ni un alma en aquella
vasta extensión amarillenta. Durante algunos días, vagó por el
campamento como si se hallara en trance, sintiéndose vacía y perdida.

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Tras varias horas de traqueteo en la parte trasera del camión, llegué al
campamento de mi padre. Se encontraba en las profundidades de la
montaña, y anteriormente había sido un campo de trabajos forzados, un
gulag. Los prisioneros habían tallado el agreste paraje a golpe de hacha
hasta obtener una granja, tras lo cual habían sido nuevamente
trasladados para desbrozar otras zonas, dejando aquel área,
relativamente cultivada, para los funcionarios deportados,
relativamente mejor situados en la cadena china de castigo. Se trataba
de un lugar enorme, habitado por miles de antiguos empleados del
Gobierno provincial.

Para llegar hasta donde se encontraba la «compañía» de mi padre tuve


que caminar durante un par de horas. Al poner el pie sobre un puente
suspendido mediante sogas sobre un profundo precipicio, su estructura
osciló hasta el punto de que casi me hizo perder el equilibrio. Aun
exhausta como estaba, y agobiada por la carga que transportaba sobre
mi espalda, no podía dejar de seguir maravillándome ante la
impresionante belleza de las montañas. Aunque apenas había
comenzado a despertar la primavera, se veían por doquier relucientes
flores junto a los miraguanos y los arbustos de papayas. Cuando por fin
llegué al alojamiento de mi padre, pude ver una pareja de faisanes de
variado colorido contoneándose majestuosamente en un claro abierto
entre los perales, ciruelos y almendros recién florecidos. Algunas
semanas después, el sendero de barro había de desaparecer, sepultado
por una manta blanca y rosada de pétalos caídos.

La primera imagen de mi padre después de más de un año sin verle me


resultó devastadora. Le vi trotando en dirección al patio cargado con
dos cestos llenos de ladrillos suspendidos de una vara transversal. Su
vieja chaqueta azul colgaba desmadejadamente de su cuerpo, y sus
perneras remangadas revelaban unas piernas extraordinariamente
delgadas en las que destacaba la prominencia de sus tendones. Tenía el
rostro arrugado y curtido por el sol, y sus cabellos se habían vuelto casi
por completo grises. De repente, me vio. A medida que corría hacia él,
depositó su carga sobre el suelo con un torpe movimiento producto de la
excitación. Dado que la tradición china apenas permitía el contacto
físico entre padres e hijas, sólo pudo revelarme la felicidad que sentía a
través de sus ojos, rebosantes de amor y ternura. En ellos pude
sorprender igualmente las huellas de la odisea que había soportado. Su
energía y su chispa juveniles habían cedido el paso a un aire de
confusión y fatiga que aparecía mezclado con cierto asomo de tensa
determinación. Así y todo, a sus cuarenta y ocho años, se encontraba
aún en la flor de la edad. Con un nudo en la garganta, escruté sus ojos
en busca de lo que más temía —algún síntoma de su antigua demencia
—, pero su aspecto era normal. Sentí que se me quitaba un enorme peso
del corazón.

Por entonces, compartía una habitación con otras siete personas, todas
ellas pertenecientes a su departamento. La estancia tan sólo contaba
con una única y diminuta ventana, por lo que la puerta solía permanecer
abierta durante todo el día para que entrara algo de luz. Sus ocupantes

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rara vez hablaban entre ellos, y nadie me saludó al entrar. De inmediato
advertí que la atmósfera allí era mucho más severa que en el
campamento de mi madre. El motivo era que aquel campo se
encontraba sometido al control directo del Comité Revolucionario de
Sichuan y, por ello, de los Ting. Sobre los muros del patio aún podían
verse varias capas superpuestas de carteles con consignas tales como
«Abajo Fulano de Tal» o «Eliminemos a Mengano de Cual». Sobre ellos
aparecían apoyadas viejas azadas y palas. Como no tardé en descubrir,
mi padre continuaba viéndose sometido a frecuentes asambleas de
denuncia que habitualmente se celebraban por las tardes, después de un
agotador día de trabajo. Dado que uno de los modos de escapar del
campo era ser invitado a trabajar de nuevo para el Comité
Revolucionario, y dado asimismo que para ello era necesario complacer
a los Ting, algunos de los Rebeldes competían entre sí para demostrar
su grado de militancia, y mi padre era una de sus víctimas naturales.

No se le permitía entrar en la cocina. En su calidad de «criminal anti-


Mao», se le había considerado peligroso hasta el punto de sospechar
que pudiera intentar envenenar los alimentos. Poco importaba que los
demás lo creyeran realmente o no: lo importante era el insulto que ello
conllevaba.

Mi padre procuraba sobrellevar aquella y otras crueldades con


estoicismo. Tan sólo en una ocasión había dado rienda suelta a su ira. El
día de su llegada al campo, se le había ordenado llevar un brazalete
blanco con caracteres negros en los que se leían las palabras «elemento
contrarrevolucionario en activo». Apartando violentamente el brazalete,
había mascullado apretando los dientes: «Adelante, podéis matarme a
palos. ¡Jamás me pondré esto!». Los Rebeldes cedieron. Advertían que
hablaba en serio, y no contaban con autorización superior para matarle.

Allí, en el campo, los Ting tenían ocasión de vengarse de sus enemigos.


Entre ellos había un hombre que había tomado parte en la investigación
a la que ambos fueran sometidos en 1962. El individuo en cuestión había
operado en la clandestinidad hasta 1949, y había sido encarcelado por
el Kuomintang y torturado hasta el punto de que su salud había quedado
seriamente dañada. Tras su llegada al campo, no tardó en caer
gravemente enfermo, pero se le obligó a seguir trabajando y no se le
autorizó a gozar de un solo día libre. Dado que se movía con lentitud,
tenía que recuperar el tiempo perdido durante las tardes, a pesar de lo
cual aparecía mencionado frecuentemente en los carteles, en los que se
le tachaba de holgazán. Uno de los que yo vi comenzaba con las
siguientes palabras: «¿Has visto, camarada, a este grotesco esqueleto
viviente de repugnantes facciones?». El implacable sol de Xichang había
abrasado y marchitado su cuerpo, del que pendían largos trozos de piel
muerta. Por si fuera poco, aparecía deformado por la falta de alimento:
habían tenido que extirparle dos terceras partes del estómago, y tan
sólo podía digerir pequeñas cantidades sucesivas de comida. Así, la
imposibilidad de realizar las frecuentes colaciones que hubiera
precisado le mantenía en un constante estado de inanición. Un día,
desesperado, había entrado en la cocina en busca de un poco de zumo

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de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar
envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso
total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba
muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas
especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en
un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al
hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la
presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su
esposa se había suicidado poco antes.

Los seguidores del capitalismo no eran los únicos que sufrían en la


escuela de cuadros. Habían muerto por docenas aquellos que
guardaban alguna relación con el Kuomintang, por remota que fuera,
aquellos que habían tenido la desgracia de convertirse en objeto de
alguna venganza personal o de los celos de alguien, e incluso varios de
los líderes de las facciones Rebeldes derrotadas. Muchos se habían
arrojado al turbulento río que atravesaba el valle. El nombre del río era
«Tranquilidad» (An-ning-he ). En el silencio de la noche, el eco de sus
aguas se esparcía a lo largo de varios kilómetros, causando escalofríos
entre los internos, quienes afirmaban que su sonido sugería los sollozos
de sus fantasmas.

El relato de aquellos suicidios reforzó mi decisión de contribuir


urgentemente a aliviar la presión mental y física a que se hallaba
sometido mi padre. Tenía que convencerle de que merecía la pena seguir
viviendo y hacerle sentirse querido. Cada vez que se veía obligado a
comparecer ante asambleas de denuncia (para entonces raramente
violentas, puesto que los internos habían agotado ya sus fuerzas), yo me
sentaba en un lugar en el que pudiera verme con objeto de reconfortarle
con mi presencia. Tan pronto como concluían, salíamos juntos del local.
Yo le hablaba de cosas alegres para hacerle olvidar aquellos episodios
siniestros, y le administraba masajes en la cabeza, cuello y hombros. Él,
por su parte, solía recitarme poemas clásicos. Durante el día le ayudaba
con sus tareas, entre las que, claro está, se incluían las más duras y
desagradables. A veces me ofrecía a cargar con sus bultos, que a
menudo alcanzaban los cincuenta kilogramos de peso, y aunque apenas
podía mantenerme en pie intentaba mantener una expresión
despreocupada.

Permanecí allí durante más de tres meses. Las autoridades me permitían


comer en la cantina, y me asignaron una cama en un dormitorio que
compartía con otras cinco mujeres. Éstas rara vez me hablaban y, si lo
hacían, era empleando un tono frío. La mayor parte de los internos
adoptaban una actitud de hostilidad tan pronto me veían, pero yo me
limitaba a mirarles con expresión vacua. Sin embargo, también había
personas amables, o al menos más decididas que otras a la hora de
mostrarse bondadosas conmigo.

Una de ellas era un hombre en las postrimerías de la veintena dotado de


unas facciones sensibles y unas enormes orejas. Se llamaba Young, y era
un licenciado universitario que había entrado a trabajar en el

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departamento de mi padre justamente antes de la Revolución Cultural.
Era, además, el «jefe» del «pelotón» al que pertenecía mi padre. Aunque
estaba obligado a asignar a éste los peores trabajos, procuraba —
siempre que podía— aliviar sus tareas sin llamar la atención. En una de
las fugaces conversaciones que pude mantener con él le dije que no
podía cocinar la comida que había traído debido a que no tenía
queroseno con el que alimentar mi pequeña estufa.

Un par de días después, Young pasó a mi lado con una expresión neutra
dibujada en el rostro, y pude notar que me introducía algo metálico en
la mano: era un mechero de alambre de unos veinte centímetros de
altura por diez de diámetro construido por él mismo. Servía para
quemar bolas de papel fabricadas con periódicos viejos. Éstos ya podían
quemarse, puesto que el retrato de Mao había comenzado a
desaparecer de sus páginas (el propio Mao había ordenado que así
fuera, ya que consideraba que el propósito que se buscaba con la
reproducción de su imagen —esto es, «establecer con grandiosidad y
firmeza» su «autoridad absoluta y suprema»— había sido logrado, y que
continuar con la práctica podía llegar a ser contraproducente). Las
llamas azules y anaranjadas de aquel mechero me permitieron cocinar
una comida de calidad muy superior a la del rancho que se servía en el
campo. Cada vez que aquellos vapores deliciosos escapaban del cazo
podía ver las mandíbulas de los compañeros de habitación de mi padre
masticando de modo involuntario. Lamentaba no poder dar una parte a
Young, pero ambos hubiéramos tenido dificultades si sus compañeros
más militantes hubieran llegado a enterarse.

El hecho de que se permitiera a mi padre recibir visitas de sus hijos se


debía a Young y a otras personas igualmente bondadosas. También era
Young quien le concedía la autorización necesaria para salir de las
instalaciones del campo en los días de lluvia (sus únicos días libres ya
que, a diferencia de otros internos, se veía —al igual que mi madre—
obligado a trabajar los domingos). Tan pronto como cesaba la lluvia, mi
padre y yo corríamos al bosque y recogíamos al pie de los árboles
champiñones y guisantes silvestres que yo luego cocinaba en el
campamento acompañados de una lata de pato o de otra clase de carne.
Aquellas ocasiones suponían para nosotros auténticos festines.

Después de cenar, paseábamos a menudo hasta mi lugar favorito, al que


había bautizado como «mi jardín zoológico»: se trataba de un grupo de
rocas de formas fantásticas situado en medio de un herboso claro del
bosque. Su aspecto era el de un rebaño de insólitos animales tendidos al
sol. Algunos de ellos poseían huecos del tamaño de nuestros cuerpos, y
él y yo solíamos tendernos y dejar que nuestra mirada se perdiera en la
distancia. Al pie de la ladera que se extendía bajo nosotros se elevaba
una hilera de gigantescos miraguanos cuyas deshojadas flores de color
escarlata —similares a magnolias en formato aumentado— crecían
directamente de las enhiestas ramas desnudas que se elevaban hacia el
cielo. Durante los meses que permanecí en el campo contemplé a
menudo cómo se abrían aquellas enormes flores formando una masa
rojiza que destacaba sobre el fondo negro. Al cabo, brotaban unos

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frutos del tamaño de higos que luego estallaban despidiendo una lana
sedosa que el cálido viento esparcía por las montañas como una capa de
nieve plumosa. Más allá de los miraguanos discurría el río de la
Tranquilidad, tras el cual se extendía una interminable cordillera.

Cierto día, nos hallábamos descansando en nuestro «jardín zoológico»


cuando pasó por allí un campesino tan deformado y simiesco que no
pude evitar una sensación de temor al verle. Mi padre me contó que en
aquella región aislada el emparejamiento familiar era algo corriente. A
continuación, exclamó: «¡Hay tanto que hacer en estas montañas! Es un
lugar magnífico, y posee un enorme potencial. Me encantaría venir a
vivir aquí y organizar una comuna o una brigada de producción con la
que se pudiera trabajar como es debido. Hacer algo útil. O acaso llevar
una vida sencilla de campesino. Estoy harto de ser funcionario. Qué
agradable sería que toda la familia pudiéramos disfrutar aquí de una
existencia sin complicaciones como la de los granjeros». Pude distinguir
en sus ojos la frustración de un hombre activo e inteligente ansioso por
trabajar. Reconocí asimismo el sueño idílico tradicional de un intelectual
chino desilusionado con su carrera de mandarín. Sobre todo, pude
advertir que la posibilidad de una vida alternativa se había convertido
para mi padre en una fantasía, en algo maravilloso e inasequible debido
a que una vez se era funcionario comunista ya no cabía dar marcha
atrás.

Realicé tres visitas al campo, y cada una de ellas permanecí en él varios


meses. Mis hermanos hicieron lo mismo, con objeto de que mi padre
pudiera gozar constantemente del calor de los suyos. A menudo decía
con orgullo que era la envidia del campo debido a que nadie había
podido disfrutar tan asiduamente de la compañía de sus hijos. De hecho,
pocos habían llegado a recibir visita alguna, pues la Revolución Cultural
había deshumanizado brutalmente las relaciones humanas hasta el
punto de destrozar incontables familias.

Mi familia se tornó cada vez más unida con el paso del tiempo. Mi
hermano Xiao-hei, a quien mi padre había llegado a pegar cuando era
niño, aprendió a amarle. Cuando visitó el campo por primera vez, él y
mi padre se vieron obligados a dormir juntos en la misma cama como
consecuencia de la envidia que experimentaban los jefes del complejo
ante las frecuentes visitas familiares que éste recibía. Xiao-hei, inquieto
por la posibilidad de que mi padre no disfrutara del reposo que tanto
necesitaba por sus condiciones mentales, nunca se permitió caer en un
sueño profundo por miedo a molestarle con sus movimientos.

Mi padre, por su parte, se reprochaba el haberse mostrado severo con


Xiao-hei, y solía acariciarle la cabeza y pedirle disculpas: «Me parece
inconcebible que pudiera pegarte tan fuerte. Fui demasiado duro
contigo —solía decir—. He reflexionado mucho acerca del pasado, y me
siento enormemente culpable ante ti. Qué curioso que la Revolución
Cultural haya hecho de mí una persona mejor…».

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La dieta del campo consistía fundamentalmente en col hervida, y la falta
de proteínas hacía que sus habitantes se sintieran permanentemente
hambrientos. Todo el mundo contemplaba con expectación la llegada de
los días de carne, y celebraba la misma en una atmósfera casi de
regocijo. Incluso los Rebeldes más militantes parecían de mejor humor.
En tales ocasiones, mi padre separaba la carne de su plato y obligaba a
sus hijos a comérsela, lo que habitualmente desencadenaba pequeñas
peleas de cuencos y palillos.

Permanecía en un estado de remordimiento constante. Solía


mencionarme que no había invitado a mi abuela a su boda, y que la
había obligado a realizar el arriesgado viaje de regreso desde Yibin a
Manchuria apenas un mes después de su llegada. Le oí reprocharse a sí
mismo varias veces el no haber mostrado el suficiente cariño a su
propia madre, y también el haber sido tan rígido que sus parientes ni
siquiera osaron hablarle de su funeral. Sacudía la cabeza, diciendo:
«¡Ahora ya es demasiado tarde!». Se reprochaba igualmente la actitud
que había mostrado con su hermana Jun-ying en los años cincuenta,
cuando intentó persuadirla para que abandonara sus creencias budistas
e incluso que comiera carne aun sabiendo que era una vegetariana
convencida.

La tía Jun-ying murió durante el verano de 1970. La parálisis que sufría


había ido invadiendo gradualmente todo su cuerpo, y nunca había
podido recibir un tratamiento adecuado. Murió con la misma
compostura que había mostrado durante toda su vida. Mi familia ocultó
la noticia a mi padre, ya que todos sabíamos cuan profundamente la
amaba y respetaba. Mis hermanos Xiao-hei y Xiao-fang pasaron aquel
otoño con mi padre. Un día, estaban dando un paseo después de cenar
cuando a Xiao-fang —quien aún no contaba más que ocho años— se le
escapó la noticia de la muerte de mi tía Jun-ying. Súbitamente, el rostro
de mi padre cambió. Durante largo rato, permaneció inmóvil con
expresión ausente hasta que, por fin, se aproximó al borde del sendero,
se dejó caer en cuclillas y se cubrió el rostro con ambas manos. Sus
hombros comenzaron a agitarse con profundos sollozos y mis
hermanos, que nunca le habían visto llorar, se quedaron estupefactos.

A comienzos de 1971, se corrió la noticia de que los Ting habían sido


destituidos. Para mis progenitores —y en especial para mi padre—
aquello trajo consigo alguna mejora en sus vidas. Comenzaron a tener
los domingos libres y se les adjudicaron tareas más fáciles. El resto de
los internos empezaron a dirigirle la palabra a mi padre, si bien aún se
mostraban fríos con él. La prueba de que las cosas comenzaban
realmente a cambiar llegó a principios de año: la señora Shau, antigua
atormentadora de mi padre, había caído en desgracia al mismo tiempo
que los Ting. Poco después, a mi madre se le permitió pasar dos
semanas con mi padre. Era la primera ocasión que tenían de estar
juntos después de varios años; de hecho, la primera vez que se habían
visto desde aquella mañana de invierno, en las calles de Chengdu, poco

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antes de la partida de mi padre hacia el campamento. Desde entonces
habían transcurrido más de dos años.

Las tribulaciones de mis padres, sin embargo, no habían terminado en


modo alguno. La Revolución Cultural siguió su curso. Los Ting no
habían sido purgados por todo el mal que habían hecho, sino porque
Mao sospechaba que se hallaban en estrecha proximidad con Chen
Boda, uno de los líderes de la Revolución Cultural, quien había caído en
desgracia frente al líder. En aquella purga se habían generado aún más
víctimas. El brazo derecho de los Ting, Chen Mo, quien en otro tiempo
había ayudado a sacar a mi padre de la cárcel, se suicidó.

Un día del verano de 1971, mi madre sufrió una grave hemorragia


uterina; perdió el conocimiento y hubo de ser trasladada al hospital. Mi
padre no recibió autorización para visitarla, aunque por entonces
ambos se encontraban en Xichang. Cuando su situación se estabilizó, se
le permitió regresar a Chengdu para someterse a tratamiento, y allí
lograron por fin detener la pérdida de sangre, si bien los médicos
descubrieron al mismo tiempo que había desarrollado una enfermedad
de la piel llamada esclerodermia. Un retazo de piel situado detrás de su
oreja derecha se había endurecido y había comenzado a contraerse. Su
mandíbula derecha había adquirido un tamaño considerablemente
menor que la izquierda, y estaba perdiendo la audición del oído derecho.
Sentía el costado derecho del cuello entumecido, y tenía rígidos e
insensibles el brazo y la mano derechos. Los dermatólogos le dijeron
que el endurecimiento de la piel podía terminar por extenderse a los
órganos internos, en cuyo caso comenzaría a encogerse y moriría en un
plazo de tres a cuatro años. Dijeron que la medicina occidental no
poseía ningún remedio para ello. Tan sólo podían sugerir un tratamiento
de tabletas de cortisona y de inyecciones en el cuello.

Yo estaba en el campamento de mi padre cuando llegó la carta de mi


madre anunciando aquellas noticias. Inmediatamente, mi padre solicitó
autorización para regresar a casa y visitarla. Young se mostró
sumamente comprensivo con él, pero las autoridades del campo se
negaron. Mi padre estalló en lágrimas frente a todos los internos que
había en el patio, lo que impresionó profundamente a los miembros de
su departamento. Le tenían por un hombre de hierro. A primera hora de
la mañana siguiente, acudió a la oficina de correos, esperó en su
exterior durante horas hasta su apertura y envió a mi madre un
telegrama de tres páginas. Comenzaba de este modo: «Por favor, acepta
mis excusas aunque lleguen con toda una vida de retraso. La
culpabilidad que siento frente a ti hace que agradezca todos los castigos
que recibo. No he sido un buen esposo. Ponte buena, por favor. Dame
otra oportunidad».

El 25 de octubre de 1971, Lentes vino a visitarme a Deyang con una


noticia bomba: Lin Biao había muerto. A Lentes le había sido
comunicado oficialmente que Lin había intentado asesinar a Mao pero
que, tras fracasar en su intento, había intentado huir a la Unión
Soviética y había perecido al estrellarse su avión en Mongolia.

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La muerte de Lin Biao fue arropada con un manto de misterio. Se
relacionaba con la caída de Chen Boda un año antes. Mao había
comenzado a alimentar sospechas en torno a ambos cuando vio que
exageraban su deificación, creyendo que con ello intentaban desplazarle
a alguna forma de gloria abstracta y despojarle de sus poderes
terrenales. Posteriormente, había terminado por convencerse de que
había gato encerrado en el caso de Lin Biao, a quien había elegido como
su sucesor y de quien se decía que «nunca permitía que el Pequeño
Libro Rojo abandonara sus manos ni la frase “Larga vida a Mao”
desapareciera de sus labios», como expresaran ciertos versos tardíos.
Mao decidió que Lin, en tanto que próximo candidato al trono, no
planeaba nada bueno. En consecuencia, bien Mao o Lin —o acaso
ambos— habían tomado las medidas necesarias para salvar sus
respectivas vidas a la vez que su poder.

Algún tiempo después, la comuna comunicó a los habitantes de mi


poblado la versión oficial de los acontecimientos. Aquellas noticias
carecían de significado alguno para los campesinos, ya que apenas
conocían el nombre de Lin Biao, pero yo las recibí con inmensa alegría.
Incapaz de oponerme ni aun mentalmente a Mao, siempre había culpado
a Lin de la Revolución Cultural. La evidente ruptura entre él y Mao,
pensé, significaba que Mao había repudiado la Revolución Cultural y
que no tardaría en poner fin a tanta miseria y destrucción. En cierto
modo, pues, la muerte de Lin sirvió para reforzar mi fe en el líder. Mi
optimismo era compartido por numerosas personas, ya que se advertían
signos de que la Revolución Cultural podía verse invertida. Casi
inmediatamente, algunos seguidores del capitalismo comenzaron a
verse rehabilitados y se les permitió abandonar los campos.

Mi padre supo las noticias acerca de Lin a mediados de noviembre.


Inmediatamente, los adustos rostros de los Rebeldes comenzaron a
distenderse ocasionalmente con una sonrisa. En las asambleas le pedían
que se sentara —lo que no había sucedido hasta entonces— y
«desenmascarara a Yeh Chun», esto es, a la señora de Lin Biao, quien
había sido colega suya en Yan’an a comienzos de los cuarenta. Mi padre
no dijo nada.

Sin embargo, y pese al hecho de que sus colegas estaban siendo


rehabilitados y abandonaban el campo por docenas, el comandante del
mismo dijo a mi padre: «No pienses que ahora te vas a librar como si tal
cosa». Sus delitos contra Mao se consideraban demasiado graves.

Su salud había ido deteriorándose por la combinación de una presión


mental y física intolerable y varios años de brutales palizas a los que
habían seguido severos trabajos forzados en condiciones atroces.
Durante casi cinco años había estado tomando grandes dosis de
tranquilizantes para conservar el control. En ocasiones había llegado a
consumir dosis veinte veces superiores a las normales, y ello había
terminado por deteriorar su organismo. Experimentaba continuamente
dolores insoportables en distintas partes de su cuerpo; comenzó a
escupir sangre, y a menudo le faltaba el aliento y sufría graves mareos.

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A los cincuenta años de edad parecía un anciano de setenta. Los
médicos del campo siempre le recibían con rostro severo y le
despachaban apresuradamente recetándole más tranquilizantes;
siempre se negaron a someterle a una revisión, e incluso a escuchar lo
que tenía que decirles. Cada visita a la clínica se veía seguida por una
violenta amonestación de alguno de los Rebeldes: «¡No creas que te vas
a salir con la tuya haciéndote el enfermo!».

A finales de 1971, Jin-ming estaba en el campo. Se sentía tan


preocupado por el estado de mi padre que permaneció junto a él hasta
la primavera de 1972. Entonces recibió una carta de su equipo de
producción ordenándole que regresara inmediatamente o no se le
asignarían raciones alimenticias cuando llegara la época de la cosecha.
El día de su partida mi padre le acompañó hasta el tren. Acababa de
inaugurarse una línea de ferrocarril hasta Miyi debido a que diversas
industrias estratégicas habían sido trasladadas a Xichang. Durante la
larga caminata, ambos permanecieron en silencio. De repente, mi padre
sufrió un súbito ataque de asma y Jin-ming hubo de ayudarle a sentarse
en el borde del camino. Durante largo rato, mi padre luchó por
recuperar el aliento hasta que, por fin, Jin-ming le oyó suspirar
profundamente y decir: «Tengo la impresión de que probablemente no
viviré mucho. La vida parece un sueño».

Jin-ming nunca le había oído hablar de la muerte. Atónito, intentó


reconfortarle, pero mi padre prosiguió lentamente: «Me pregunto si
temo la muerte. Creo que no. En estas condiciones, mi vida es aún peor,
y no vislumbro posibilidades de que cambien. Algunas veces me
encuentro débil: me siento junto al río de la Tranquilidad y pienso: “Tan
sólo un salto y todo habría terminado”. A continuación me digo a mí
mismo que no debo hacerlo. Si muero sin ser rehabilitado, ninguno de
vosotros vería el fin de sus problemas… He pensado mucho
últimamente. Pasé una infancia dura en una sociedad llena de injusticia.
Me uní a los comunistas para fundar una sociedad más justa, y lo he
intentado lo mejor que he sabido durante todos estos años. Sin
embargo, ¿de qué le ha servido al pueblo? Y en cuanto a mí, ¿por qué he
tenido que convertirme al final en la ruina de mi familia? Aquéllos que
creen en la recompensa y el castigo afirman que un mal final significa
que se tiene un peso en la conciencia, y yo he estado pensando mucho
acerca de las cosas que he hecho en mi vida. He ordenado ejecutar a
algunas personas…».

Mi padre continuó relatándole a Jin-ming las sentencias de muerte que


había firmado, los nombres e historias de los e-ba («déspotas feroces»)
durante la reforma agraria de Chaoyang y de los jefes de los bandidos
de Yibin. «Aquella gente, sin embargo, había hecho tanto mal que el
propio Dios les hubiera matado. ¿Qué es, pues, lo que he hecho mal para
merecer todo esto?».

Tras una larga pausa, añadió: «Si llego a morir de este modo, no creáis
más en el Partido Comunista».

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25. «La fragancia del dulce viento»

Una nueva vida con el Manual de los electricistas y Seis crisis


(1972-1973)

Los años 1969, 1970 y 1971 transcurrieron entre muertes, amor,


tormento y alivio. En Miyi, las estaciones seca y húmeda se sucedían sin
intervalos. En la Llanura del Guardián de los Búfalos, la luna crecía y
menguaba, el viento soplaba y callaba y los lobos aullaban y guardaban
silencio. En el jardín medicinal de Deyang, las hierbas florecían una vez,
y otra… y otra. Yo viajaba sin descanso entre los campamentos de mis
padres, el lecho de muerte de mi tía y mi poblado. Esparcía estiércol en
los campos de arroz y escribía poemas a los nenúfares.

Mi madre estaba en nuestra casa de Chengdu cuando se enteró de la


noticia de la caída de Lin Biao. Fue rehabilitada en noviembre de 1971 y
se le dijo que no tendría que regresar al campamento. Sin embargo,
aunque continuó recibiendo su salario completo, no se le devolvió su
antiguo puesto de trabajo, el cual ya había sido ocupado por otra
persona. Su departamento del Distrito Oriental tenía para entonces
nada menos que siete directores, entre los que se contaban los
miembros ya existentes de los Comités Revolucionarios y los
funcionarios recién rehabilitados que acababan de regresar del campo.
Su pobre estado de salud constituía una de las razones por las que mi
madre no regresó al trabajo, pero el motivo más importante era que mi
padre, a diferencia de la mayoría de los seguidores del capitalismo, no
había sido rehabilitado.

La razón de que Mao hubiera autorizado aquella rehabilitación en masa


no era que por fin hubiera recobrado el sentido, sino que la muerte de
Lin Biao y la inevitable purga de sus hombres le había hecho perder el
poder con que controlaba el Ejército. Dado que había destituido y
apartado virtualmente de sus funciones a todos los demás mariscales,
opuestos a la Revolución Cultural, se había visto obligado a depender
casi exclusivamente de Lin. Había situado a su esposa y parientes, así
como a las estrellas de la Revolución Cultural, en los puestos más
importantes del Ejército, pero se trataba de personas sin antecedentes
militares y, por ello, no contaban con la lealtad de las fuerzas armadas.
Tras la desaparición de Lin, Mao hubo de recurrir a los líderes
previamente purgados que aún inspiraban fidelidad a los militares, entre
ellos Deng Xiaoping, quien no tardaría en reaparecer. La primera
concesión que tuvo que hacer Mao fue devolver a sus puestos a la
mayoría de los funcionarios denunciados.

El líder sabía también que su poder dependía del funcionamiento de la


economía. Sus Comités Revolucionarios eran irremediablemente
incompetentes y se encontraban divididos, por lo que no contaba con
modo alguno de poner el país en marcha. No tuvo otra elección que

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recurrir de nuevo a los antiguos funcionarios que había hecho caer en
desgracia.

Mi padre continuaba en Miyi, pero la parte de salario que se le había


estado reteniendo desde junio de 1968 le fue devuelta, y de repente nos
encontramos con lo que se nos antojaba una suma astronómica en el
banco. Todas las pertenencias personales que nos habían sido
confiscadas por los Rebeldes en los asaltos domiciliarios nos fueron
devueltas con la única excepción de dos botellas de mao-tai , el licor
más cotizado en China. Había otros síntomas igualmente optimistas.
Zhou Enlai, quien para entonces había visto incrementado su poder,
emprendió la tarea de poner en marcha la economía. La antigua
administración fue restaurada en gran parte, y se hizo hincapié en
mantener el orden y la producción. Volvieron a introducirse los sistemas
de incentivos. A los campesinos se les permitió disponer de algún dinero
en metálico. Se reiniciaron las investigaciones científicas. En las
escuelas volvieron a impartirse clases propiamente dichas tras un
intervalo que había durado seis años, y mi hermano pequeño, Xiao-fang,
comenzó sus estudios con retraso a los diez años de edad.

Con el resurgir de la economía, las fábricas comenzaron a reclutar


nuevos trabajadores. Como parte del sistema de incentivos se les
permitió dar preferencia a aquellos hijos de sus empleados que habían
sido enviados a trabajar al campo. Aunque mis padres no eran obreros
fabriles, mi madre habló con los directores de una fábrica de
maquinaria que había pertenecido en otro tiempo al Distrito Oriental y
ahora se hallaba bajo el control del Segundo Departamento de Industria
Ligera de Chengdu. Se mostraron dispuestos a aceptarme de buen
grado por lo que, pocos meses antes de cumplir los veinte años,
abandoné Deyang para siempre. Mi hermana tuvo que quedarse debido
a que los jóvenes de las ciudades que habían contraído matrimonio en el
campo tenían prohibido regresar incluso en aquellos casos en que la
esposa contaba con un registro urbano.

Mi única opción estribaba en convertirme en obrera. La mayor parte de


las universidades continuaban cerradas, y no había otras carreras
disponibles. Trabajar en una fábrica equivalía a trabajar tan sólo ocho
horas al día en lugar de soportar la jornada de sol a sol de los
campesinos. No tendría que transportar pesadas cargas, y podría vivir
con mi familia. Sin embargo, lo más importante era que podría
recuperar mi registro urbano, lo que significaba tener la comida y otros
productos de primera necesidad garantizados por el Estado.

La fábrica estaba en los suburbios orientales de Chengdu, a unos


cuarenta y cinco minutos en bicicleta desde mi casa. Recorría la mayor
parte del trayecto junto a las orillas del río de la Seda, y luego enfilaba
embarrados caminos rurales a través de campos de colza y de trigo. Por
fin, se llegaba a un recinto de aspecto destartalado en el que se
esparcían pilas de ladrillos y enmohecidos rollos de acero laminado.
Aquélla era mi fábrica. Poseía unas instalaciones bastante primitivas, y
algunas de sus máquinas se remontaban a comienzos de siglo. Los

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directores e ingenieros acababan de ser devueltos a sus puestos tras
cinco años de asambleas de denuncia, consignas murales y
enfrentamientos físicos entre las facciones existentes en la fábrica, y
ésta había recomenzado su producción de herramientas para
maquinaria. Los obreros me obsequiaron con una bienvenida especial
debida, en gran parte, a mis padres: la destrucción ocasionada por la
Revolución Cultural había despertado en ellos una profunda añoranza
por la antigua administración, bajo la cual habían reinado el orden y la
estabilidad.

Se me asignó a un puesto de aprendiz en la fundición, a las órdenes de


una mujer a quien todos llamaban «tía Wei». De niña, había sido muy
pobre, y ni siquiera había contado con un par de pantalones decentes
durante su adolescencia. Su vida había cambiado con la llegada de los
comunistas, por lo que se sentía inmensamente agradecida a ellos. Se
había unido al Partido y, en los comienzos de la Revolución Cultural, se
encontraba entre los Legitimistas que defendieron a los antiguos
funcionarios. Cuando Mao apoyó abiertamente a los Rebeldes, su grupo
había sido violentamente obligado a rendirse, y ella había sido
torturada. Un buen amigo suyo, un viejo trabajador que también debía
mucho a los comunistas, había muerto tras ser colgado horizontalmente
por las muñecas y los tobillos (un suplicio conocido con el nombre de «el
pato que nada»). Entre lágrimas, la tía Wei me contó la historia de su
vida, afirmando que su destino se hallaba ligado al de un Partido que, en
su opinión, había resultado destrozado por «elementos antipartidistas»
tales como Lin Biao. Me trataba como a una hija, y ello debido en gran
medida a que procedía de una familia comunista. Yo, sin embargo, me
sentía violenta en su compañía porque no lograba compartir su fe en el
Partido.

Había unos treinta hombres y mujeres ocupados en la misma tarea que


yo, esto es, llenar los moldes de tierra. Posteriormente, el hierro fundido
era vertido en los moldes en estado de ebullición, lo que generaba una
masa de chispas incandescentes. La grúa que operaba sobre nuestro
taller crujía de un modo tan alarmante que no conseguía librarme del
temor de que pudiera dejar caer el crisol de metal líquido sobre la gente
que trabajaba bajo ella.

Mi trabajo de vaciadora era sucio y agotador. Tenía los brazos


hinchados de tanto arrojar tierra al interior de los moldes, pero mi
inocente creencia de que la Revolución Cultural tocaba a su fin hacía
que mi ánimo fuera considerablemente elevado, lo que me permitía
entregarme a mi trabajo con un ardor que habría sorprendido a los
campesinos de Deyang.

A pesar de mi nuevo entusiasmo, me alivió saber al cabo de un mes que


había de ser trasladada. No hubiera podido soportar ocho horas diarias
de apalear tierra durante mucho tiempo. Debido a la buena voluntad
reinante hacia mis padres, se me ofrecieron varios trabajos entre los
que escoger: tornera, maquinista de grúa, telefonista, carpintera o
electricista. Dudé largo tiempo entre estas dos últimas posibilidades. Me

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gustaba la idea de aprender a crear hermosos objetos de madera, pero
decidí que no poseía unas manos lo suficientemente hábiles. Como
electricista, me distinguiría por ser la única mujer de la fábrica ocupada
en esa labor. Ya había habido anteriormente otra mujer en el equipo de
electricistas, pero lo había abandonado para ocuparse de otro trabajo.
Siempre había sido objeto de gran admiración. Cuando trepaba a la
cumbre de los postes eléctricos, los obreros se detenían a mirarla con la
boca abierta. Me hice inmediatamente amiga de aquella mujer, quien me
dijo algo que terminó de convencerme: los electricistas no tenían que
pasarse ocho horas diarias frente a la misma máquina, sino que podían
permanecer en sus dependencias esperando a que les llamaran para
algún trabajo. Ello significaba que tendría tiempo para leer.

Aquel primer mes sufrí cinco descargas eléctricas. Al igual que sucedía
con los médicos descalzos, no había aprendizaje oficial alguno: ello
reflejaba el desdén que Mao sentía por cualquier forma de educación.
Los seis hombres del equipo me enseñaban pacientemente, pero yo
estaba comenzando desde un nivel abismalmente bajo. Ni siquiera sabía
lo que era un fusible. La electricista me dio su ejemplar del Manual de
los electricistas , y yo me sumergí en su lectura, a pesar de lo cual
continué confundiendo corriente eléctrica con voltaje. Por fin, me
avergoncé de hacer perder el tiempo a mis compañeros y me dediqué a
copiar lo que hacían sin comprender demasiado la teoría de mi labor.
Poco a poco, fui arreglándomelas bastante bien, y gradualmente fui
capaz de realizar algunas reparaciones por mí misma.

Un día, un obrero informó de la existencia de un conmutador defectuoso


en uno de los paneles de distribución de corriente. Yo abrí la parte
posterior del panel para examinar el cableado y decidí que uno de los
tornillos debía de haberse aflojado. En lugar de desconectar la
corriente, introduje impetuosamente mi destornillador-detector para
apretarlo. La parte posterior del panel era un entramado de conexiones,
juntas y cables atravesados por una corriente de 380 voltios. Una vez
dentro de aquel campo de minas, introduje el destornillador a través de
una rendija con exquisito cuidado y alcancé el tornillo, el cual no estaba
suelto después de todo. Para entonces, mi brazo había comenzado a
temblar ligeramente por la tensión y el nerviosismo. Comencé a
retirarlo, conteniendo el aliento. Por fin, justamente en el borde, cuando
ya me encontraba a punto de relajarme, me vi sacudida por una serie de
descargas colosales que recorrieron todo mi cuerpo desde la mano a los
pies. Di un salto en el aire y el destornillador salió despedido. Había
entrado en contacto con una conexión situada en el acceso a la red de
distribución de corriente. Caí al suelo desmadejada, pensando que podía
haber muerto si el destornillador llega a resbalar un instante antes. Sin
embargo, no revelé el episodio a los demás electricistas: no quería que
se sintieran obligados a venir conmigo cada vez que había una llamada.

Llegué a acostumbrarme a las descargas que, por otra parte, tampoco


parecían inquietar a los demás. Un viejo electricista me dijo que hasta
1949, cuando la fábrica era de propiedad privada, solía utilizarse el
dorso de la mano para comprobar la existencia de corriente. Con la

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llegada de los comunistas, la fábrica se había visto por fin obligada a
adquirir detectores de corriente para sus electricistas.

Nuestras dependencias consistían en dos habitaciones, y cuando no


estábamos atendiendo alguna llamada mis compañeros solían
entretenerse jugando a las cartas en la habitación exterior mientras yo
permanecía leyendo en la interior. En la China de Mao, si uno no se unía
a las personas que le rodeaban corría el riesgo de verse acusado de
aislarse de las masas, por lo que al principio me producía cierta
inquietud retirarme a leer por mi cuenta. Cada vez que alguno de mis
compañeros entraba en la estancia, dejaba inmediatamente el libro y me
ponía a charlar con él llena de turbación. Como resultado, comenzaron
a entrar cada vez con menor frecuencia. Yo me sentí inmensamente
aliviada de que no pusieran objeción a mi excentricidad, y ellos, por el
contrario, procuraban hacer lo posible por no molestarme. La
amabilidad que mostraban conmigo hacía que me ofreciera voluntaria
para realizar tantas reparaciones como me era posible.

Había un joven electricista en el equipo, un muchacho llamado Day, al


que se consideraba sumamente educado, ya que había asistido a un
instituto hasta la llegada de la Revolución Cultural. Era un buen
calígrafo, y tocaba varios instrumentos musicales a la perfección. Yo me
sentía considerablemente atraída hacia él, y por las mañanas solía
encontrármelo apoyado sobre la puerta del taller esperando mi llegada
para saludarme. Poco a poco, comencé a atender numerosas llamadas
con él. Un día de comienzos de primavera, habíamos concluido un
trabajo de mantenimiento y decidimos pasar la hora del almuerzo
reclinados sobre un almiar de paja que había en el patio trasero de la
fundición para disfrutar del primer día soleado deLaño. Los gorriones
gorjeaban sobre nuestras cabezas, peleándose por conseguir los últimos
granos de arroz que aún quedaban en las plantas. La paja despedía un
aroma a sol y a tierra. Me había sentido encantada al descubrir que Day
compartía mi interés por la poesía clásica china y que podíamos
componer poemas el uno para el otro utilizando la misma secuencia de
rimas, tal y como habían hecho los antiguos poetas chinos. Muy poca
gente de mi generación conocía o admiraba la poesía clásica. Aquella
tarde regresamos con mucho retraso a nuestros puestos, pero nadie nos
hizo ninguna crítica. El resto de los electricistas se limitaron a dirigirnos
breves sonrisas de complicidad.

Day y yo no tardamos en empezar a contar los minutos de nuestros días


libres, ansiosos por estar de nuevo juntos. Aprovechábamos cualquier
oportunidad para estar cerca el uno del otro, rozarnos los dedos,
experimentar la excitación de la proximidad, sentir cada uno el aroma
del otro y buscar motivos de entristecimiento —y alegría— en las frases
a medias que solíamos dirigirnos.

Pero entonces comencé a oír rumores de que Day no era digno de mí. La
desaprobación general se hallaba motivada en parte por el hecho de que
yo estaba considerada alguien especial. Una de las razones para ello
consistía en que yo era la única hija de altos funcionarios que había en

454/544
la fábrica y, desde luego, la única con la que la mayoría de los obreros
había tenido jamás contacto. Habían circulado numerosas historias
acerca de lo arrogantes y mimados que eran los hijos de los
funcionarios, y mi llegada, por lo visto, había constituido una agradable
sorpresa para muchos obreros, los cuales decidieron que ninguno de los
trabajadores de la fábrica podía ser digno de mí.

Los obreros reprochaban a Day el hecho de que su padre hubiera sido


oficial del Kuomintang y, por ello, enviado a un campo de trabajo. Se
mostraban convencidos de que me esperaba un futuro brillante, y de que
debía evitar verme arrastrada a la desgracia por mi asociación con Day.

Lo cierto era que el padre de Day se había convertido en oficial del


Kuomintang por pura casualidad. En 1937, él y dos amigos se dirigían a
Yan’an para unirse a los comunistas en la lucha contra los japoneses. Ya
casi habían llegado cuando toparon con un control de carretera del
Kuomintang cuyos oficiales les exhortaron a unirse a ellos. Los dos
amigos habían insistido en continuar hasta Yan’an, pero el padre de Day
había aceptado la oferta del Kuomintang, pensando que poco importaba
a qué Ejército chino se uniera siempre y cuando pudiera combatir
contra los japoneses. Al reiniciarse la guerra civil, él y sus dos amigos
se encontraron en bandos opuestos, y en 1949 fue enviado a un campo
de trabajo y ellos ascendidos a elevadas graduaciones en el Ejército
comunista.

Debido a aquel accidente de la historia, Day se veía continuamente


atacado en la fábrica: le acusaban de no saber mantenerse en su lugar,
de insistir en «molestarme» e incluso de ser un oportunista social. Yo
podía advertir cuánto le afectaban aquellas viles murmuraciones por su
expresión fatigada y sus amargas sonrisas, pero él nunca me dijo nada.
En nuestros poemas apenas habíamos aludido de pasada a nuestros
sentimientos, pero él dejó de escribirlos. La confianza con que había
dado comienzo nuestra amistad desapareció para dar paso en él a una
actitud sumisa y humilde cada vez que nos veíamos en privado. Luego,
en público, fingía torpemente que yo no le importaba en un intento de
aplacar a quienes habían mostrado su desaprobación hacia él. A
menudo, su comportamiento me parecía tan indigno que no podía evitar
sentirme irritada y triste al mismo tiempo. Habiéndome educado en una
situación privilegiada, no podía darme cuenta de que en China la
dignidad representaba un lujo rara vez permitido a aquellos que no
disfrutaban de una posición de privilegio. Así pues, no fui consciente
entonces del dilema de Day, ni del hecho de que no podía mostrar su
amor hacia mí por miedo a destrozar mi futuro. Poco a poco, fuimos
apartándonos cada vez más.

Durante los cuatro meses que había durado nuestra relación, ninguno
de nosotros había pronunciado la palabra «amor». Yo incluso la había
suprimido de mi mente. Uno nunca podía dejarse llevar, debido a que
todos teníamos imbuido un factor vital: la consideración de la familia.
Las consecuencias de verse ligada a la familia de un «enemigo de clase»

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como Day eran demasiado graves y, acaso por culpa de aquella
autocensura inconsciente, nunca llegué a enamorarme del todo de él.

Durante aquel período mi madre había abandonado la cortisona y


estaba recibiendo un tratamiento a base de medicamentos chinos para
su esclerodermia. Habíamos tenido que recorrer numerosos mercados
rurales para hallar los insólitos ingredientes prescritos, entre ellos
concha de tortuga, vesícula de serpiente y escamas de oso hormiguero.
Los médicos le recomendaron que tan pronto como mejorara el tiempo
acudiera a visitar a especialistas de Pekín con relación a sus problemas
de útero y su esclerodermia. Como compensación parcial de sus
sufrimientos, las autoridades le ofrecieron poder llevar consigo un
acompañante, y mi madre pidió autorización para llevarme con ella.

Partimos en abril de 1972 y nos alojamos con amigos de la familia, ya


que para entonces no había peligro en visitarles. Mi madre visitó a
diversos ginecólogos de Pekín y Tianjin, quienes le diagnosticaron un
tumor benigno en el útero y recomendaron realizar una histerectomía.
Entretanto, dijeron, podía controlar las hemorragias guardando reposo
y manteniéndose en un estado de buen humor. Los dermatólogos
opinaron que el esclerodermia podía ser una variante localizada, y que
en tal caso no tenía por qué resultar fatal. Mi madre siguió los consejos
de los doctores y se sometió a la histerectomía al año siguiente. En
cuanto al esclerodermia, permaneció localizado.

Visitamos a numerosos amigos de mis padres. Todos estaban siendo


rehabilitados, y algunos acababan de salir de la cárcel. El mao-tai y
otros licores corrían libremente, al igual que las lágrimas. Pocas eran
las familias que no habían visto morir a alguno de sus miembros como
consecuencia de la Revolución Cultural. La madre de un viejo amigo —
una mujer de ochenta años de edad— había muerto al caer de un rellano
en el que se había visto obligada a dormir al ser expulsada su familia del
apartamento que ocupaban. Otro de sus amigos realizó esfuerzos
visibles por contener las lágrimas cuando me vio. Aparentemente, le
recordaba a su hija, quien por entonces habría tenido aproximadamente
mi misma edad. Había sido enviada con su escuela a un lugar perdido
de la frontera con Siberia, y allí había quedado embarazada.
Atemorizada, había consultado con una partera local, y ésta le había
atado almizcle en torno a la cintura y le había recomendado saltar
desde lo alto de un muro para deshacerse de la criatura. Como
consecuencia, la muchacha había muerto de una violenta hemorragia.
No había hogar en el que no se relataran historias trágicas. Sin
embargo, también se hablaba de mantener la esperanza y de confiar en
la llegada de un futuro más feliz.

Un día fuimos a ver a Tung, un antiguo amigo de mis padres que


acababa de ser excarcelado. Había sido jefe de mi madre durante su
marcha desde Manchuria a Sichuan, y posteriormente se había
convertido en jefe de departamento en el Ministerio de Seguridad
Pública. Al comenzar la Revolución Cultural fue acusado de ser un espía
ruso y de haber supervisado la instalación de magnetófonos en las

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dependencias de Mao, cosa que aparentemente había hecho, si bien
obedeciendo órdenes. Se suponía que las palabras de Mao eran tan
preciosas que todas ellas debían ser conservadas, pero Mao hablaba en
un dialecto difícil de entender para sus secretarios quienes, además,
solían verse expulsados a menudo de la habitación. A comienzos de
1967, Tung fue arrestado y enviado a Qincheng, una prisión especial
destinada a altas jerarquías. Pasó cinco años encadenado en una celda
de aislamiento de la que salió con las piernas delgadas como cerillas y
una enorme hinchazón de cintura para arriba. Su mujer se había visto
obligada a denunciarle, y había cambiado el apellido de los niños por el
suyo propio para demostrar que su familia le había repudiado para
siempre.
La mayor parte de sus pertenencias domésticas —ropa incluida—
habían sido confiscadas durante los asaltos domiciliarios. Por fin, y
como resultado de la caída de Lin Biao, el jefe de Tung, enemigo de
aquél, había sido devuelto al poder y Tung había sido liberado. Su
esposa, recluida en uno de los campos próximos a la frontera
septentrional, había recibido la orden de regresar para reunirse con él.

El día de su puesta en libertad le había llevado ropa nueva. Las


primeras palabras que su esposo le dirigió al verla fueron: «No deberías
haberme traído tan sólo bienes materiales. Deberías haberme traído
alimento espiritual [refiriéndose a las obras de Mao]». Tung no había
leído otra cosa durante sus cinco años de confinamiento. En aquella
época, yo vivía con su familia y pude observar que no había día en que
no les obligara a estudiar los artículos de Mao con una solemnidad que
inevitablemente se me antojó más trágica que ridícula.

Pocos meses después de nuestra visita, Tung fue enviado a supervisar


una operación que había de llevarse a cabo en uno de los puertos del
sur del país. Su prolongado aislamiento había hecho de él una persona
incapaz de ocuparse de tareas fatigosas, y no tardó en sufrir un ataque
al corazón. El Gobierno envió un avión especial para trasladarle a un
hospital de Guangzhou. A su llegada, sin embargo, el ascensor no
funcionaba, y él insistió en subir a pie los cuatro pisos debido a que
consideraba que dejarse transportar hubiera sido contrario a la moral
comunista. Murió en la mesa de operaciones. Sus familiares no se
encontraban a su lado, ya que les había hecho llegar la indicación de
que no debían interrumpir sus respectivos trabajos.

Cuando vivíamos con Tung y su familia, a finales de mayo de 1972, mi


madre y yo recibimos un telegrama en el que se anunciaba que mi padre
había sido autorizado a abandonar el campo. Tras la caída de Lin Biao,
los médicos habían por fin emitido un diagnóstico de su estado de salud
en el que afirmaban que sufría una peligrosa hipertensión, graves
complicaciones de hígado y corazón y arteriosclerosis. En consecuencia,
recomendaban que se sometiera a una revisión completa en Pekín.

Mi padre tomó un tren hasta Chengdu y desde allí voló a Pekín. Dado
que el aeropuerto sólo contaba con medios de transporte público para
los pasajeros, mi madre y yo nos vimos obligadas a esperarle en la

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terminal de la ciudad. Estaba delgado, y su piel aparecía casi
ennegrecida por el sol. Era la primera vez en tres años y medio que
salía de las montañas de Miyi. Durante los primeros días, parecía
perdido en la gran ciudad, y solía referirse al acto de cruzar la calle
como «atravesar el río» y a tomar un autobús como «abordar una
embarcación». Caminaba con aire vacilante por las calles atestadas, y
parecía un tanto desconcertado por el tráfico. Así pues, asumí el papel
de guía. Nos alojamos con un antiguo amigo suyo de Yibin que también
había sufrido espantosamente con la Revolución Cultural.

Con excepción de aquel hombre y Tung, mi padre no visitó a nadie más,


ya que aún no había sido rehabilitado. A diferencia de mí, entonces llena
de optimismo, se mostraba apesadumbrado la mayor parte del tiempo.
En un intento por animarle, solía llevarle en compañía de mi madre a
realizar visitas turísticas con temperaturas que a menudo se acercaban
a los cuarenta grados. En cierta ocasión, casi le forcé a acompañarme a
visitar la Gran Muralla en un autocar atestado en el que viajamos medio
asfixiados por el polvo y el sudor. Yo no hacía más que hablar, y él me
escuchaba con una sonrisa pensativa. Frente a nosotros, un niño
campesino comenzó a llorar en brazos de su madre, y ella le golpeó con
fuerza. Mi padre saltó del asiento y gritó: «¡No pegue al niño!».
Apresuradamente, le tiré de la manga y le obligué a sentarse. Todos los
ocupantes del vehículo nos miraban: para los chinos, resultaba insólito
entrometerse en una cuestión de aquel tipo. Suspirando, pensé hasta qué
punto había cambiado mi padre desde la época en la que él mismo
golpeara a Jin-ming y Xiao-hei.

En Pekín tuve ocasión de leer libros que me abrieron nuevos horizontes.


El presidente Nixon había visitado China en febrero de aquel mismo
año. La versión oficial era que había acudido «enarbolando una
bandera blanca». Para entonces, el concepto de Norteamérica como
enemigo número uno había desaparecido de mi mente, así como gran
parte de mi adoctrinamiento previo. La visita de Nixon me alegraba
profundamente, ya que su presencia había contribuido a crear un clima
que había permitido la aparición de nuevas traducciones de libros
extranjeros. Todos ellos estaban calificados como obras «para
circulación interna», lo que en teoría significaba que sólo podían ser
leídos por personal autorizado, pero no existían reglas que
especificaran entre quiénes debían circular, por lo que solían hacerlo
libremente entre los distintos grupos de amigos cada vez que uno de
ellos contaba con medios de acceso privilegiados gracias a su trabajo.

Yo misma tuve ocasión de disfrutar de algunas de aquellas


publicaciones. Así, pude leer con placer indescriptible las Seis crisis de
Nixon (ligeramente censurada, claro está, dado su pasado
anticomunista); Los mejores y los más brillantes , de David Halberstam;
Auge y caída del Tercer Reich , de William L. Shirer y Vientos de
guerra , de Herman Wouk, todos ellos impregnados de lo que para mí
era una imagen actualizada del mundo exterior. Las descripciones de la
administración Kennedy en Los mejores y los más brillantes lograron
que me maravillara ante la relajada imagen del Gobierno

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norteamericano, completamente distinta de la del mío, tan remoto,
sobrecogedor y furtivo. Me sentí cautivada por el estilo de escritura de
las obras que describían hechos reales. ¡Qué redacción tan fría e
imparcial! Incluso las Seis crisis de Nixon se me antojaban un modelo de
ecuanimidad comparadas con el estilo demoledor de los medios de
comunicación chinos, repletos de intimidaciones, denuncias y
aserciones. En Vientos de guerra no me sentí tan impresionada por sus
majestuosas descripciones de la época como por sus viñetas, en las que
se reflejaba el desinhibido interés que las mujeres occidentales
prestaban a su atuendo, su fácil acceso al mismo y la gama de colores y
estilos disponibles. A mis veinte años, mi guardarropa era sumamente
limitado, y en gran medida del mismo estilo que el de los demás.
Prácticamente no había una prenda que no fuera azul, gris o blanca. Yo
cerraba los ojos y soñaba con acariciar todos aquellos vestidos
magníficos que nunca había podido ver ni lucir.

La creciente información procedente del exterior formaba parte, claro


está, de la liberalización general que siguió a la caída de Lin Biao, pero
la visita de Nixon constituyó un pretexto de lo más conveniente: la
importancia de los chinos no debía verse disminuida por una ignorancia
total de lo que sucedía en Norteamérica. En aquellos días, cada paso
que se daba en el proceso de relajación debía contar con alguna
justificación política, por descabellada que ésta fuera. El aprendizaje del
inglés había pasado a convertirse en una causa noble —destinada a
«ganar nuevos amigos procedentes de todo el mundo»—, y por tanto ya
no se consideraba un crimen. Las calles y los restaurantes fueron
despojados de los aguerridos nombres que habían obtenido de manos de
la Guardia Roja durante la Revolución Cultural con objeto de no
alarmar o atemorizar a nuestro distinguido visitante. En Chengdu
(aunque dicha ciudad no había de recibir la visita de Nixon) el
restaurante El aroma de la pólvora recuperó su antiguo nombre de La
fragancia del dulce viento.

Permanecí en Pekín durante cinco meses. Siempre que estaba sola


pensaba en Day. Nunca nos escribimos. Yo escribía poemas para él,
pero los conservaba para mí misma. Poco a poco, la esperanza que
tenía puesta en el futuro terminó por conquistar mis angustias del
pasado. Una noticia en particular sirvió para trasladar todas mis
inquietudes a segundo plano ya que, por primera vez desde que tenía
catorce años, vislumbré la posibilidad de un futuro que no había osado
contemplar hasta entonces: quizá podría asistir a la universidad. En
Pekín ya se habían apuntado pequeños grupos de estudiantes a lo largo
de los últimos dos años, y la sensación era que las universidades de todo
el país no tardarían en abrir sus puertas. A la sazón, Zhou Enlai
procuraba hacer hincapié en una cita de Mao en la que se afirmaba que
las universidades aún eran necesarias, especialmente en lo que se
refería a ciencia y tecnología. Apenas podía esperar el momento de mi
regreso a Chengdu para comenzar mis estudios e intentar mi propio
ingreso.

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Cuando regresé a la fábrica, en septiembre de 1972, el encuentro con
Day no me resultó demasiado doloroso. También él se había apaciguado,
aunque en ocasiones mostraba algún destello de melancolía. Una vez
más, nos convertimos en buenos amigos, pero ya no volvimos a hablar
de poesía. Yo me aislé en mis preparativos para la universidad, si bien
no tenía por entonces la menor idea de a cuál asistiría. No era a mí a
quien correspondía la elección, pues Mao había dicho que «la educación
debía ser sometida a una revolución exhaustiva». Ello significaba, entre
otras cosas, que los estudiantes de universidad deberían ser asignados a
los distintos cursos sin tener en cuenta qué disciplinas les interesaban,
ya que hacerlo equivaldría a caer en el individualismo, considerado un
vicio capitalista. Comencé a estudiar las principales asignaturas: chino,
matemáticas, física, química, biología e inglés.

Mao había decretado asimismo que los estudiantes no debían ser


extraídos de las fuentes tradicionales —esto es, de entre los graduados
de enseñanza media— sino que tenían que ser obreros o campesinos.
Ello no constituía para mí ningún inconveniente, dado que entonces era
una obrera y en otro tiempo había sido una auténtica campesina.

Zhou Enlai había decidido que se realizaran exámenes de ingreso, si


bien se vio obligado a sustituir el término «examen» (kao-shi ) por el de
«investigación de la capacidad de los candidatos para resolver algunos
problemas básicos y de su habilidad para resolver y analizar problemas
concretos». A Mao le disgustaban los exámenes. El nuevo procedimiento
consistía en que uno debía ser primeramente recomendado por su
unidad de trabajo. Posteriormente, se celebraban los exámenes de
ingreso y, por fin, las autoridades de admisión sopesaban los resultados
del examen y el comportamiento político de los solicitantes.

Durante casi diez meses, pasé todas las tardes y fines de semana —así
como gran parte del tiempo libre del que gozaba en la fábrica—
devorando los libros de texto que habían conseguido sobrevivir a las
hogueras de los guardias rojos. Llegaban hasta mí procedentes de
numerosos amigos. Contaba asimismo con una serie de profesores
dispuestos a sacrificar sus tardes y sus días libres con gran entusiasmo.
Las personas deseosas de aprender aparecían unidas por una
compenetración común que reflejaba la reacción de un país alimentado
por una sofisticada civilización, recientemente sepultada en una virtual
extinción.

Durante la primavera de 1973, Deng Xiaoping fue rehabilitado y


nombrado viceprimer ministro, esto es, adjunto de jacto del cada vez
más enfermo Zhou Enlai. Aquello fue para mí un nuevo motivo de
alegría. Contemplaba el regreso de Deng como un síntoma
inconfundible de que la Revolución Cultural había dado marcha atrás.
Deng era conocido como defensor de la construcción, y no de la
destrucción, y era considerado a la vez un administrador excelente. Mao
le había enviado a una remota fábrica de tractores en la que le había
mantenido dentro de una relativa seguridad como último recurso en

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caso de una caída de Zhou Enlai. Por mucho que le emborrachara su
propio poder, el líder siempre cuidaba de no quemar sus naves.

La rehabilitación de Deng me complació también por motivos


personales. Cuando niña, había conocido bien a su madrastra, y su
hermanastra había sido vecina nuestra en el complejo durante años
(todos la llamábamos «tía Deng»). Ella y su esposo habían sido
denunciados sencillamente por estar emparentados con Deng, y los
residentes del complejo que tanto la habían adulado antes de la
Revolución Cultural habían pasado a rechazarla. Mi familia, sin
embargo, la obsequió con la bienvenida de costumbre. Asimismo, era
una de las pocas personas del complejo que había revelado a mi familia
la admiración que sentía hacia mi padre en su época más intensa de
persecución. En aquellos días, incluso una inclinación de cabeza o una
sonrisa fugaz se habían considerado un bien precioso y escaso, y ambas
familias habían desarrollado cálidos sentimientos mutuos.

En verano de 1973 se abrió el plazo de ingreso en la universidad. Para


mí era como estar a la espera de una sentencia de vida o muerte. Una
de las plazas del Departamento de Lenguas Extranjeras de la
Universidad de Sichuan fue adjudicada al Segundo Departamento de
Industria Ligera de Chengdu, a cargo del cual funcionaban veintitrés
fábricas, entre ellas la mía. Cada una de las fábricas debía nominar un
candidato para presentarse a los exámenes. En mi fábrica había varios
cientos de trabajadores, y se presentaron seis personas, yo incluida. Se
celebró una elección para escoger el candidato, y yo resulté elegida por
cuatro de los cinco talleres de la fábrica.

En mi propio taller había otra candidata, una amiga mía que entonces
contaba diecinueve años. Ambas éramos igualmente populares, pero
nuestros compañeros de trabajo sólo podían votar a una de nosotras. Su
nombre fue leído en primer lugar, y los presentes se agitaron con
desasosiego. Resultaba evidente que no lograban tomar una decisión. Yo
me sentía desolada: cuantos más votos recibiera ella, menos obtendría
yo. De pronto, la muchacha se incorporó y dijo con una sonrisa:
«Quisiera retirar mi candidatura y votar por Chang Jung. Al fin y al
cabo, soy dos años más joven que ella. Lo intentaré el año que viene».
Los obreros estallaron en una carcajada de alivio y prometieron votar
por ella al año siguiente. Cumplieron su promesa: la joven ingresó en la
universidad en 1974.

Yo me sentí profundamente conmovida por su gesto y por el resultado de


la votación. Era como si los obreros estuvieran ayudándome a hacer
realidad mis sueños. Mis antecedentes familiares tampoco me habían
perjudicado. Day no se presentó como candidato: sabía que no tenía
ninguna posibilidad.

Me examiné de chino, matemáticas e inglés. La noche anterior al


examen me sentía tan nerviosa que no pude dormir. Cuando regresé a
casa a la hora de comer encontré a mi hermana esperándome. Me
administró un suave masaje en la cabeza y no tardé en sumirme en un

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sueño ligero. Los temas eran sumamente elementales, y en ellos apenas
intervenían las lecciones de geometría, trigonometría, física y química
que tan arduamente había asimilado. En todos ellos obtuve mención
honorífica, así como la nota más alta de los candidatos de Chengdu en
el examen oral de inglés.

Sin embargo, aún no había tenido ocasión de relajarme cuando recibí


un golpe devastador. El 20 de julio apareció un artículo en el Diario del
Pueblo en el que se hablaba de una hoja de examen en blanco. Incapaz
de contestar a las preguntas que se le planteaban en sus papeles de
ingreso a la universidad, un candidato llamado Zhang Tie-sheng que
anteriormente había sido enviado a una zona rural próxima a Jinzhou
había entregado una hoja en blanco junto con una carta en la que
protestaba afirmando que aquellos exámenes equivalían a una
restauración del capitalismo. Su carta llegó a manos del sobrino y
ayudante personal de Mao, Mao Yuanxin, a la sazón hombre fuerte de la
provincia. La señora Mao y sus secuaces condenaron la importancia
que se estaba concediendo al nivel académico como una forma de
dictadura burguesa. «¿Qué importancia tendría incluso que toda la
nación fuera analfabeta? —declararon—. ¡Lo importante es que la
Revolución Cultural obtenga el más rotundo triunfo!».

Nuestros exámenes fueron declarados nulos. El acceso a las


universidades había de ser decidido basándose únicamente en el
comportamiento político de cada uno. El modo de estimar el mismo era,
sin embargo, un misterio. La recomendación de mi fábrica había sido
escrita después de una asamblea de estudio colectivo celebrada por el
equipo de electricistas. Day había redactado el borrador, y mi antigua
maestra en el oficio le había proporcionado su forma final. Según el
texto yo era un auténtico prototipo, el mejor modelo de trabajadora que
jamás había existido. Sin embargo, no me cabía duda de que los otros
veintidós candidatos poseían credenciales similares, por lo que no
habría modo de diferenciarnos.

La propaganda oficial no resultaba de gran ayuda. Uno de los «héroes»


más notoriamente popularizados gritaba: «¿Me preguntáis por mis
méritos para la universidad? ¡Éstos son mis méritos!», y al decirlo
alzaba las manos y mostraba sus callos. Todos nosotros habíamos
pasado por las fábricas, y la mayoría habíamos trabajado en granjas.

Tan sólo restaba una alternativa: la puerta trasera.

La mayor parte de los directores del Comité de Ingreso de Sichuan eran


viejos colegas de mi padre que habían sido rehabilitados y que aún
admiraban su valor y su integridad. Sin embargo, y a pesar de lo mucho
que deseaba para mí una formación universitaria, mi padre se negaba a
solicitar su ayuda. «No sería justo para aquellos que no cuentan con
poder alguno —decía—. ¿Qué sería de nuestro país si hubiera que hacer
las cosas de este modo?». Yo comencé a discutir con él, pero acabé
deshecha en lágrimas. En ese momento debí de mostrar un aspecto

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realmente desconsolado ya que, por fin, mi padre dijo: «De acuerdo. Lo
haré».

Le así del brazo y juntos fuimos caminando hasta un hospital situado a


un kilómetro y medio al que había acudido uno de los directores del
Comité de Ingreso para someterse a una revisión: prácticamente todas
las víctimas de la Revolución Cultural tenían una salud
extraordinariamente delicada como resultado de los sufrimientos
padecidos. Mi padre caminaba lentamente, ayudándose con un bastón.
Su antigua energía y agudeza habían desaparecido. Al verle avanzar
arrastrando los pies, deteniéndose a intervalos para descansar y
luchando a la vez con su mente y con su cuerpo, rae daban ganas de
decir: «Regresemos», pero anhelaba desesperadamente ingresar en la
universidad.

Una vez en los terrenos del hospital, nos sentamos en el borde de un


puentecillo de piedra para descansar. Mi padre parecía estar
atravesando un suplicio. Por fin, dijo: «¿Querrás perdonarme?
Realmente, me resultaría muy difícil hacer esto…». Durante un instante,
experimenté una oleada de resentimiento, y sentí deseos de gritarle que
no existía una alternativa más justa. Quería decirle cuánto había soñado
con asistir a la universidad y hacerle ver cuánto lo merecía por mi
trabajo, por el resultado de mis exámenes y por haber sido elegida para
ello. Sin embargo, era consciente de que él ya sabía todo aquello, y de
que era él quien había hecho nacer en mí aquella sed de conocimientos.
Aun así, conservaba sus principios, y precisamente porque le amaba
debía aceptarle como era y comprender su dilema de moralista viviendo
en un país en el que la moral era inexistente. Reprimiendo las lágrimas,
dije: «Por supuesto», y regresamos a casa caminando en silencio.

¡Pero no había contado con la fortuna de los inagotables recursos de mi


madre! Al punto, acudió a visitar a la esposa del jefe del Comité de
Ingreso, quien a su vez habló con su marido. También fue a ver a los
demás jefes y consiguió que me prestaran su apoyo. Hizo especial
hincapié en los resultados de mis exámenes, pues sabía que con ello
terminaría de convencer a aquellos antiguos seguidores del capitalismo.
Por fin, en octubre de 1973, ingresé en el Departamento de Lenguas
Extranjeras de la Universidad de Sichuan en Chengdu para aprender
inglés.

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26. «Olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de
dulces»

Aprendiendo inglés a la sombra de Mao (1972-1974)

Desde su regreso de Pekín en otoño de 1972, la ocupación principal de


mi madre había sido el cuidado de sus cinco hijos. Mi hermano pequeño,
Xiao-fang, que entonces contaba diez años de edad, necesitaba una
continua ayuda con sus estudios para compensar los años de colegio
perdidos, y el futuro de sus otros hijos dependía en gran parte de ella.

La paralización de la sociedad durante más de seis años había creado


un considerable número de problemas sociales que, sencillamente, se
habían dejado sin resolver. Uno de los más graves lo constituían los
millones de jóvenes que habían sido enviados al campo, todos los cuales
se mostraban desesperados por volver a las ciudades. Tras la caída de
Lin Biao, el regreso comenzó a ser posible para algunos de ellos, debido
en parte a que el Estado necesitaba mano de obra para una economía
urbana que entonces trataba de revitalizar. El Gobierno, sin embargo,
hubo de limitar estrictamente su número debido a que en China existía
la política estatal de controlar la población de las metrópolis, pues el
Estado debía garantizar que la población urbana contara con alimentos,
alojamiento y trabajo.

Así, se desencadenó una feroz competencia por obtener los escasos


billetes de regreso. El Estado creó una normativa destinada a limitar su
número. El matrimonio constituía uno de los criterios de exclusión. Una
vez casado, ninguna organización urbana te aceptaba. A ello se debió
que mi hermana viera rechazada su petición de trabajo y de ingreso en
la universidad, únicas posibilidades de regreso a Chengdu. Se sentía
profundamente desgraciada, ya que quería reunirse con su esposo; la
fábrica en la que éste trabajaba había recobrado su funcionamiento
normal, lo que le impedía trasladarse a Deyang para vivir con ella salvo
en los períodos oficiales de permiso por matrimonio, esto es, apenas
doce días al año. La única posibilidad que le restaba a mi hermana para
regresar a Chengdu consistía en obtener un certificado que estableciera
que padecía una enfermedad incurable, algo que hacían muchas jóvenes
en su mismo caso. Mi madre la ayudó a conseguir uno, emitido por un
médico amigo, en el que se afirmaba que Xiao-hong sufría cirrosis
hepática. Regresó a Chengdu a finales de 1972.

El único modo de resolver los problemas era a través de contactos


personales. Todos los días acudía gente a ver a mi madre: maestros,
médicos, enfermeras, actores y funcionarios de rango poco elevado en
busca de ayuda para traer a sus hijos del campo. A menudo, mi madre
constituía su única esperanza, y aunque por entonces no trabajaba, se
esforzaba incansablemente por pulsar cuantos resortes podía. Mi padre,

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por el contrario, no ayudaba: estaba demasiado imbuido por sus propias
convicciones para empezar a hacer «apaños».

Incluso cuando las vías oficiales funcionaban, los contactos personales


resultaban esenciales para asegurar un proceso sin obstáculos y evitar
una posible catástrofe. Mi hermano Jin-ming abandonó su poblado en
marzo de 1972. En su comuna había dos organizaciones ocupadas en
reclutar nuevos trabajadores: una era una fábrica de componentes
eléctricos situada en la capital del condado; la otra, una empresa no
especificada perteneciente al Distrito Oriental de Chengdu. Jin-ming
quería regresar a Chengdu, pero mi madre realizó averiguaciones entre
sus amigos del Distrito Oriental y descubrió que la empresa en cuestión
no era otra cosa que un matadero. Jin-ming retiró inmediatamente su
solicitud y entró a trabajar en la fábrica local.

Se trataba de una enorme factoría que había sido desplazada allí desde
Shanghai en 1966 como parte del proyecto de Mao para trasladar la
industria a las montañas de Sichuan en previsión de un ataque soviético
o norteamericano. Jin-ming logró impresionar a sus compañeros por su
honestidad y su capacidad de trabajo, y en 1973 fue uno de los cuatro
jóvenes elegidos por los trabajadores de la fábrica entre cuatrocientos
solicitantes para ingresar en la universidad. Aprobó sus exámenes
brillantemente y sin esfuerzo pero, dado que mi padre aún no había sido
rehabilitado, mi madre hubo de asegurarse de que la universidad no
fuera a verse disuadida al realizar la «investigación política» entonces
obligatoria, sino que adquiriera la impresión de que su rehabilitación
era inmediata. Asimismo, hubo de mantenerse alerta para evitar que Jin-
ming pudiera verse desplazado por los posibles contactos de algún
solicitante frustrado. En octubre de 1973, año en que ingresé en la
Universidad de Sichuan, Jin-ming fue admitido en la Escuela de
Ingenieros de China Central emplazada en Wuhan para estudiar
técnicas de vaciado. Hubiera preferido estudiar física pero, de cualquier
modo, se sentía en el séptimo cielo. Mientras Jin-ming y yo nos
preparábamos para ingresar en la universidad, mi segundo hermano,
Xiao-hei, vivía en un estado de completo desaliento. La condición básica
para realizar estudios académicos era haber sido anteriormente obrero,
campesino o soldado, y él no había sido ninguna de las tres cosas. El
Gobierno continuaba expulsando en masa a los jóvenes de las ciudades
hacia zonas rurales, lo que para mi hermano constituía el único futuro
posible aparte de entrar en las fuerzas armadas. Para esto último, sin
embargo, había decenas de solicitudes, y la única posibilidad de
conseguirlo era utilizando algún contacto.

No obstante, mi madre consiguió que Xiao-hei lo lograra en diciembre


de 1972 aunque casi contra todo pronóstico, dado que mi padre seguía
sin ser rehabilitado. Mi hermano fue asignado a una escuela de la
Fuerza Aérea situada en el norte de China, y tras un adiestramiento
básico que duró tres meses se convirtió en operador de radio. Así, pasó
a trabajar cinco horas al día en una labor sumamente apacible y a
ocupar el resto de su tiempo en sus «estudios políticos» y en la
producción de alimentos.

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En las sesiones de «estudio» todos afirmaban que se habían unido a las
fuerzas armadas «para responder a la llamada del Partido, para
proteger a la población y para defender a la madre patria». Sin
embargo, existían razones más pertinentes: los jóvenes de las ciudades
querían evitar ser enviados al campo, y aquellos que ya estaban allí
esperaban encontrar en el Ejército un trampolín del que saltar a la
ciudad. Para los campesinos de las zonas pobres, el ingreso en las
fuerzas armadas significaba al menos la garantía de obtener una mejor
alimentación.

A medida que transcurría la década de los setenta, el ingreso en el


Partido —al igual que el ingreso en el Ejército— fue convirtiéndose en
algo cada vez menos relacionado con el compromiso ideológico de cada
uno. En sus solicitudes, todos declaraban que el Partido era «grande,
glorioso y correcto» y que «unirse al Partido implicaba dedicar sus
vidas a la más espléndida causa de la humanidad: la liberación del
proletariado universal». Para la mayoría, sin embargo, el motivo real
residía en sus intereses personales. Se trataba del paso ineludible para
convertirse en oficial, y todo oficial licenciado se convertía
automáticamente en funcionario del Estado, lo que implicaba sueldo,
prestigio y poder garantizados, así como —claro está— un registro
urbano. Los cabos, no obstante, tenían que regresar a sus aldeas y
convertirse de nuevo en campesinos, por lo que al término de todos los
períodos militares abundaban los suicidios, las crisis nerviosas y las
depresiones.

Una noche, Xiao-hei estaba sentado en compañía de aproximadamente


un millar de soldados, oficiales y familiares contemplando una película
proyectada al aire libre cuando, de repente, se oyó el tableteo de una
ametralladora seguido por una enorme explosión. El público se dispersó
entre gritos. Los disparos procedían de un guardia al que le faltaba
poco para licenciarse y regresar a su pueblo, dado que había fracasado
en su intento de ingresar en el Partido y verse consecuentemente
ascendido al grado de oficial. Había matado en primer lugar al
comisario de su compañía, al que consideraba responsable de haber
obstaculizado su promoción, y a continuación había abierto fuego
indiscriminadamente contra la multitud y había arrojado una granada
de mano. Murieron otras cinco personas, todas ellas mujeres e hijos de
las familias de los oficiales. A ellas hubo de añadir más de una docena
de heridos. Por fin, huyó hacia uno de los bloques residenciales, el cual
fue inmediatamente sitiado por compañeros de armas quienes a través
de sus megáfonos le exhortaron a que se rindiera. Sin embargo, tan
pronto el guardia comenzó a disparar a través de las ventanas, todos se
dispersaron para regocijo de los excitados espectadores. Tras un feroz
intercambio de disparos, irrumpieron en el apartamento y descubrieron
que el guardia se había suicidado.

Al igual que todos cuantos le rodeaban, Xiao-hei deseaba ingresar en el


Partido. Para él, sin embargo, no se trataba de una cuestión de vida o
muerte como para sus compañeros campesinos, ya que sabía que no
tendría que regresar al campo al término de su carrera militar. La

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norma era que cada uno volvía a su lugar de procedencia, por lo que mi
hermano obtendría automáticamente un empleo en Chengdu tanto si era
miembro del Partido como si no. El trabajo, sin embargo, siempre sería
mejor en el primer caso, y además tendría más acceso a información, lo
que para él era sumamente importante dado que en aquella época China
era un desierto intelectual en el que apenas había nada que leer aparte
de la grosera propaganda difundida habitualmente.

Además de aquellas consideraciones prácticas, el miedo nunca estaba


ausente del todo. Para muchos, unirse al Partido era casi como
contratar una póliza de seguros. Pertenecer al Partido significaba ganar
credibilidad y al mismo tiempo una relativa sensación de seguridad que
resultaba sumamente reconfortante. Lo que aún era más importante en
un entorno tan intensamente político como el que rodeaba a Xiao-hei, el
hecho de que no solicitara su ingreso en el Partido sería anotado en su
expediente personal y ello haría que sobre él recayeran numerosas
sospechas: «¿Por qué no quiere ingresar?». Ver denegado el ingreso de
solicitud también podía dar lugar a graves suspicacias. «¿Por qué no
habrá sido aceptado? Algo raro debe de ocurrir con ese muchacho…».

Xiao-hei llevaba algún tiempo leyendo clásicos marxistas con genuino


interés: al fin y al cabo, eran los únicos libros disponibles, y necesitaba
algo con lo que aplacar su sed intelectual. Dado que las ordenanzas del
Partido Comunista establecían que el estudio del marxismo-leninismo
constituía la primera condición para ingresar en el Partido, mi hermano
pensó que podría combinar su interés con una ventaja práctica. Sin
embargo, ni sus jefes ni sus camaradas se dejaron impresionar. De
hecho, se sintieron puestos en evidencia debido a que como
consecuencia de su origen campesino y semianalfabeto la mayoría eran
incapaces de comprender a Marx. Xiao-hei comenzó a verse criticado y
acusado de arrogancia y de autoaislamiento frente a las masas. Si
quería ingresar en el Partido tendría que hallar otro modo de hacerlo.

Muy pronto advirtió que lo más importante era saber complacer a sus
jefes inmediatos y, en segundo grado, a sus camaradas. Además de
resultar popular y trabajar de firme tenía que «servir al pueblo» del
modo más literal posible.

A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los ejércitos, en los que


se asignan las labores más bajas y desagradables a los rangos menos
elevados, el Ejército chino esperaba a que sus miembros se ofrecieran
voluntarios para realizar tareas tales como acarrear agua para las
abluciones matutinas y barrer las instalaciones. El toque de diana tenía
lugar a las seis y media de la mañana, pero aquellos que aspiraban a
ingresar en el Partido tenían el «honorable deber» de levantarse antes
de aquella hora. Lo cierto es que había tantos que lo hacían que solían
producirse peleas hasta por las escobas. La gente se levantaba más y
más pronto con tal de asegurarse la posesión de una de ellas. Una
mañana, Xiao-hei oyó a alguien barriendo el campamento cuando
apenas habían dado las cuatro.

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Había otras tareas importantes, pero la que más «contaba» era la
preparación de la comida. El rancho oficial era ínfimo, incluso para los
oficiales, y sólo se comía carne una vez por semana. De este modo, cada
compañía debía encargarse de cultivar su propio grano y sus propias
verduras, así como de criar sus propios cerdos. En la época de la
cosecha, los comisarios de las compañías solían pronunciar enardecidas
arengas: «¡Camaradas! ¡Por fin el Partido os pone a prueba! ¡Debemos
acabar este campo a lo largo del día! Cierto que se trata de una tarea
que precisa de diez veces el número de brazos de que disponemos, ¡pero
un revolucionario es capaz de realizar el trabajo de diez hombres! Los
miembros del Partido Comunista deben dar ejemplo. Y para aquellos que
deseen unirse al mismo, ¡éste es el momento de demostrar su valía!
¡Aquéllos que consigan pasar la prueba podrán ingresar en el Partido al
concluir el día, en el campo de batalla!».

Efectivamente, los miembros del Partido tenían que trabajar duramente


para mostrarse a la altura de su «papel dirigente». Sin embargo, eran
los aspirantes quienes realmente se veían obligados a esforzarse. En
cierta ocasión, Xiao-hei alcanzó tal grado de agotamiento que se
desplomó en mitad de un campo. Mientras los nuevos miembros que
habían logrado obtener su «ingreso en el campo de batalla» alzaban el
puño derecho y pronunciaban el voto de rigor «de combatir toda mi vida
por la gloriosa causa comunista», Xiao-hei hubo de ser trasladado a un
hospital, en el que permaneció durante varios días.

La vía más eficaz de ingreso en el Partido consistía en la crianza de


cerdos. La compañía tenía varias docenas de ellos, y los animales
ocupaban un lugar especial en los corazones de los soldados: tanto éstos
como los oficiales solían acercarse a las pocilgas para observar a los
cerdos a la vez que intercambiaban comentarios y votos por su rápido
desarrollo. Si las bestias crecían a buen ritmo los porqueros se
convertían en los niños bonitos de la compañía, por lo que se trataba de
una profesión enormemente solicitada.

Xiao-hei llegó a obtener el puesto de porquero con jornada completa. Se


trataba de un trabajo duro y sucio, a lo que había que añadir la presión
psicológica que sufrían quienes lo desempeñaban. Todas las noches, él y
sus colegas se turnaban para levantarse de madrugada y proporcionar
a los cerdos una ración extraordinaria de comida. Cuando una hembra
tenía una carnada, los porqueros la vigilaban noche tras noche para que
no fuera a aplastar a sus crías. Las preciosas habas de soja se recogían,
lavaban, molían, escurrían y convertían en «leche de soja» con la que a
continuación se alimentaba amorosamente a la cerda para estimular su
producción de leche. La vida en las fuerzas aéreas resultaba, pues, muy
distinta de lo que Xiao-hei había imaginado. La producción de alimentos
le ocupó más de una tercera parte del tiempo que permaneció en el
Ejército. Al cabo de un año de esforzada crianza porcina, Xiao-hei fue
finalmente aceptado en el Partido y por fin, al igual que muchos otros,
procuró repantingarse y tomárselo con calma.

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Una vez se había ingresado en el Partido, la aspiración de la mayoría
consistía en obtener el ascenso a oficial, ya que ello duplicaba todas las
ventajas que conllevaba lo anterior. La clave para ello dependía de ser
—o no— elegido por los superiores, por lo que resultaba vital no
disgustarles. Un día, Xiao-hei fue llamado a presencia de uno de los
comisarios políticos de la escuela militar. Acudió en ascuas, ya que
ignoraba si lo que le esperaba era un golpe de buena fortuna o una
catástrofe total. El comisario, un hombre rechoncho de
aproximadamente cincuenta años de edad con ojos saltones y una voz
estridente e imperiosa, se mostró sorprendentemente afable con Xiao-
hei y, encendiendo un cigarrillo, se interesó acerca de sus antecedentes
familiares, su edad y su estado de salud. Le preguntó asimismo si tenía
novia, a lo que mi hermano repuso que no. Aquellas preguntas tan
íntimas se le antojaban una buena señal. El comisario prosiguió,
alabándole: «Has estudiado concienzudamente el pensamiento marxista-
leninista de Mao Zedong. Has trabajado duramente, y has producido
buena impresión en las masas. Claro está que debes continuar
mostrándote modesto, ya que la modestia contribuye a tus progresos»,
etcétera. Para cuando el comisario apagó el cigarrillo, Xiao-hei se
hallaba convencido de tener el ascenso en el bolsillo.

Su superior, sin embargo, encendió otro y comenzó a relatarle una


historia acerca de un incendio acaecido en un molino de algodón y de
una hilandera que había resultado gravemente quemada al introducirse
en su interior en un intento de poner a salvo la propiedad estatal. De
hecho, había sido necesario amputarle todas sus extremidades, de tal
modo que había quedado reducida a una cabeza y un torso. No
obstante, subrayó el comisario, su rostro no se había visto afectado, ni
—lo que era aún más importante— su capacidad de procrear. Se trataba
—afirmó— de una heroína destinada a obtener una amplia publicidad en
la prensa. El Partido deseaba complacerla en todos sus deseos, y ella
había anunciado que anhelaba contraer matrimonio con un oficial de las
fuerzas aéreas. Xiao-hei era joven, apuesto, sin compromisos y con
probabilidades de ser ascendido a oficial en cualquier momento…

Xiao-hei se sintió compadecido de la dama, pero de ahí a casarse con


ella había una gran diferencia. Sin embargo, ¿cómo podía oponerse al
comisario? No podía recurrir a ningún motivo convincente. ¿El amor?
Se suponía que el amor debía permanecer ligado a los «sentimientos de
clase» y, ¿quién podía merecer más sentimientos de clase que una
heroína comunista? Aducir que no la conocía tampoco bastaría para
librarle de su compromiso. En China se habían producido ya numerosos
matrimonios arreglados por el Partido. Como miembro del mismo —y
muy especialmente como miembro aspirante a oficial— Xiao-hei debía
decir: «¡Obedezco resueltamente los designios del Partido!». Lamentó
amargamente haber dicho que no tenía novia. Caviló aceleradamente
acerca de un posible modo de negarse mientras escuchaba al comisario,
quien seguía enumerando las ventajas del proyecto: ascenso inmediato a
oficial, publicidad como héroe del Partido, una empleada doméstica
permanente y una generosa renta vitalicia.

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El superior encendió su tercer cigarrillo e hizo una pausa. Xiao-hei
sopesó sus palabras. Decidió correr un riesgo calculado e inquirió si se
trataba de una decisión irrevocable del Partido, ya que sabía que éste
prefería que sus miembros se ofrecieran siempre «voluntariamente». Tal
y como esperaba, el comisario respondió negativamente: la decisión
dependía de Xiao-hei. Éste, finalmente, decidió jugarse el todo por el
todo. «Confesó» que, si bien no tenía novia, su madre le había
concertado una relación femenina. Sabía que su «prometida» tendría
que tener ciertas cualidades para superar a la heroína, y ello implicaba
que poseyera dos atributos básicos: unos antecedentes de clase
adecuados y un empleo digno de encomio. Así pues, la describió como
hija del jefe de una importante región militar y empleada en un hospital
de Ejército. Hacía poco —añadió— que habían empezado a «hablar de
amor».

El comisario se echó atrás, afirmando que tan sólo había querido


comprobar la reacción de Xiao-hang y que no tenía intención de ponerle
en compromiso alguno. Xiao-hei no fue castigado, y poco después fue
ascendido a oficial y puesto a cargo de una unidad terrestre de
comunicaciones. La heroína terminó contrayendo matrimonio con un
joven de ascendencia campesina.

La señora Mao y sus secuaces, entretanto, recrudecían sus esfuerzos


por impedir el desarrollo laboral del país. Su consigna para la industria
era: «Detener la producción constituye por sí mismo una revolución».
Para la agricultura —sector en el que para entonces comenzaban a
intervenir a fondo—: «Preferimos hierbajos socialistas a cosechas
capitalistas». La adquisición de tecnología extranjera se definió como
«olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de dulces». Y en
cuanto a la educación: «Queremos obreros analfabetos, y no cultivados
aristócratas espirituales». Una vez más, hicieron un llamamiento a la
rebelión de los escolares contra sus maestros, y en 1974 volvieron a
producirse en las aulas de Pekín los mismos destrozos de ventanas,
mesas y sillas que habían tenido lugar en 1966. La señora Mao afirmó
que ello emulaba «la actitud revolucionaria de los obreros ingleses del
siglo dieciocho al destrozar su maquinaria». Toda aquella demagogia
servía aun único objetivo: crear nuevos problemas para Zhou Enlai y
Deng Xiaoping y generar el caos. La señora Mao y el resto de sus
lumbreras no tenían otra posibilidad de «brillar» si no era a través de la
destrucción. En labores constructivas no tenían nada que hacer.

Zhou y Deng habían estado realizando intentonas por abrir el país al


exterior, lo que impulsó a la señora Mao a desencadenar un nuevo
ataque contra la cultura extranjera. A comienzos de 1974, los medios de
comunicación lanzaron una poderosa campaña de denuncia contra el
director italiano Michelangelo Antonioni por una película que había
rodado acerca de China. Poco importaba que nadie en China hubiera
visto la película y que pocos hubieran oído hablar de ella… o de su
director. La misma xenofobia se aplico a Beethoven tras una visita de la
Orquesta de Filadelfia.

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Durante los dos años transcurridos desde la caída de Lin Biao, mi
estado de ánimo había pasado del optimismo a una sensación de cólera
y desesperación. La única fuente de consuelo era que la gente aún
mostraba capacidad de lucha, y que aquella locura no campaba por sus
respetos como lo hiciera en los primeros años de la Revolución Cultural.
Durante este período, Mao rehusó apoyar por completo a ninguno de
ambos bandos. Detestaba los esfuerzos de Zhou y Deng por poner fin a
la Revolución Cultural, pero sabía que su esposa y los acólitos de ésta
eran incapaces de mantener la nación en funcionamiento.

Mao permitió a Zhou continuar con la administración del país, pero le


echó encima a su esposa, por entonces ocupada en una nueva campaña
destinada a criticar a Confucio. Las consignas reinantes contenían una
denuncia ostensible de Lin Biao, pero en realidad iban dirigidas a Zhou
quien, como solía afirmarse de modo unánime, encarnaba las virtudes
aconsejadas por los sabios antiguos. A pesar de la inquebrantable
lealtad de Zhou, Mao aún no se decidía a dejarle las manos libres ni
siquiera en un momento en el que se encontraba irreparablemente
afectado por un cáncer.

Fue en aquella época cuando comencé a darme cuenta de que el


auténtico responsable de la Revolución Cultural no había sido otro que
Mao. Sin embargo, aún me resistía a condenarle de un modo explícito,
incluso ante a mí misma. ¡Era tan difícil destruir a un Dios!
Psicológicamente, sin embargo, me encontraba ya preparada para
dejarme convencer de su verdadera catadura.

Dado que no resultaba fundamental para la economía y que cualquier


intento por enseñar o aprender implicaba una inversión de la ignorancia
que tanto había ensalzado la Revolución Cultural, la educación se
convirtió para la señora Mao y su camarilla en el objetivo principal de
sabotaje. Así, tan pronto ingresé en la universidad observé que había
aterrizado en un campo de batalla.

La Universidad de Sichuan había albergado el cuartel general del 26 de


Agosto, el grupo Rebelde que había actuado como fuerza de choque de
los Ting, y sus edificios aún mostraban las cicatrices de siete años de
Revolución Cultural. Apenas quedaban ventanas intactas. El estanque
que había en el centro del campus, célebre en otro tiempo por la
elegancia de sus lotos y sus peces de colores, se había convertido en un
inmundo pantano cubierto de mosquitos. Los plátanos franceses que
bordeaban la avenida que partía de la verja central habían sido
mutilados.

Nada más entrar en la universidad, se desató una campaña política


contra la «entrada por la puerta trasera». Claro está que no se hacía
mención alguna del hecho de que eran los propios líderes de la
Revolución los que habían bloqueado la «puerta delantera». Pude
advertir que entre los nuevos estudiantes «obreros-campesinos-
soldados» abundaban los hijos de altos funcionarios del Estado y que
prácticamente la totalidad del resto contaba con poderosas conexiones:

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los campesinos, con sus jefes del equipo de producción o secretarios de
comunas; los obreros, con sus superiores (al menos aquellos que no
eran de por sí pequeños funcionarios). La «puerta trasera» constituía la
única vía de acceso. Mis compañeros demostraron escaso vigor en
aquella campaña.

Todas las tardes, e incluso algunas noches, nos veíamos obligados a


estudiar gruesos artículos del Diario del Pueblo en los que se
denunciaba una u otra cuestión, o bien a sostener absurdas polémicas
en las que todos los presentes se limitaban a emular el lenguaje vacuo y
grandilocuente de la prensa. Teníamos que permanecer constantemente
en el campus con excepción de los sábados por la tarde y los domingos,
e incluso estos últimos debíamos regresar antes de que anocheciera.

Por entonces, yo compartía una habitación con otras cinco muchachas.


La estancia poseía dos filas de literas alineadas unas frente a otras. En
el centro había una mesa y seis sillas en las que solíamos sentarnos a
trabajar. Apenas quedaba sitio para nuestras palanganas. La ventana se
abría a una maloliente alcantarilla descubierta.

Mi asignatura era el inglés, pero apenas había medio de aprenderlo. No


había ingleses nativos. De hecho, no había extranjeros en la universidad,
ya que toda la provincia de Sichuan se encontraba vedada a ellos. De
vez en cuando acudía alguno de modo excepcional (invariablemente un
«amigo de China») pero incluso el simple hecho de dirigirse a ellos sin
autorización constituía un delito criminal. Podíamos ser encarcelados
tan sólo por escuchar la BBC o la Voz de América . No había
publicaciones extranjeras disponibles a excepción de The Worker , el
periódico del minúsculo Partido Comunista de Gran Bretaña, de
tendencia maoísta, e incluso éste solía mantenerse bajo llave en una
habitación especial. Recuerdo la emoción que sentí la única vez que me
permitieron echar un vistazo a uno de sus ejemplares. Mi excitación, sin
embargo, se vino abajo nada más depositar la mirada sobre un artículo
de la primera página en el que se comentaba la campaña destinada a la
crítica de Confucio. Me encontraba allí sentada y sumida en la
estupefacción cuando un profesor al que apreciaba especialmente pasó
junto a mí y comentó con una sonrisa: «China debe de ser el único lugar
del mundo en el que se lee ese periódico».

Nuestros libros de texto no eran sino una ridícula colección de


propaganda. La primera frase que aprendimos en inglés fue «¡Larga
vida al presidente Mao!». Sin embargo, nadie osó analizarla
gramaticalmente, ya que en chino el modo optativo —utilizado para
expresar un deseo o un anhelo— resulta equivalente a «algo irreal». En
1966, un profesor de la Universidad de Sichuan había recibido una
paliza ¡por tener la osadía de sugerir que «¡Larga vida al Presidente
Mao!» era una frase irreal! Uno de los capítulos trataba de un joven
«modelo» que había resultado ahogado al saltar al interior de una riada
para rescatar un poste de telégrafo debido a que el poste en cuestión
sería utilizado para transportar la voz del presidente Mao.

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Con grandes dificultades, me las arreglé para hacerme con algunos
libros de texto de lengua inglesa publicados antes de la Revolución
Cultural, los cuales obtuve a título de préstamo de algunos profesores
de mi departamento y de Jin-ming, quien solía enviarme libros por
correo desde su universidad. En ellos se incluían extractos de escritores
como Jane Austen, Charles Dickens y Oscar Wilde, así como narraciones
extraídas de la historia de Europa y Estados Unidos. Su lectura
constituía para mí un auténtico gozo, pero tan sólo obtenerlos e intentar
luego conservarlos consumía gran parte de mi energía.

Cada vez que alguien se acercaba a mí, los tapaba rápidamente con un
periódico. Ello se debía sólo en parte a su contenido «burgués», ya que
resultaba igualmente importante que no te vieran estudiando con
demasiado ahínco y no despertar los celos de tus compañeros leyendo
algo completamente fuera de sus posibilidades. Aunque todos estábamos
estudiando inglés y recibiendo por ello un sueldo del Gobierno —en
parte, esto último, por nuestro valor propagandístico— no debíamos ser
vistos dedicando demasiado entusiasmo a nuestra asignatura, pues
podíamos recibir la calificación de «blancos y expertos». Según la
absurda lógica de aquella época, la competencia profesional («experto»)
equivalía automáticamente a la poca habilidad política («blanco»).

Yo tenía la desgracia de ser mejor alumna de inglés que mis


compañeros, lo que no era bien visto por algunos de los funcionarios
estudiantiles —o controladores de menor nivel— que supervisaban las
sesiones de adoctrinamiento político y comprobaban las «condiciones de
pensamiento» de sus compañeros de estudio. Los funcionarios
estudiantiles de mi curso procedían en su mayoría del campo.
Mostraban un gran interés por aprender inglés, pero eran casi todos
semianalfabetos y apenas poseían aptitudes para ello, Yo me sentía
compadecida de su ansiedad y su frustración, y comprendía los celos
que inspiraba en ellos, pero el concepto maoísta de «blanco y experto»
les hacía enorgullecerse de su falta de capacidad, prestaba
respetabilidad política a su envidia y les proporcionaba una perversa
ocasión de dar rienda suelta a su exasperación.

De vez en cuando, algún funcionario estudiantil solicitaba un «mano a


mano» conmigo. En mi curso, el líder de la célula del Partido era un
antiguo campesino llamado Ming que había ingresado en el Ejército y
posteriormente se había convertido en jefe de un equipo de producción.
Era muy mal estudiante, y solía darme largas y solemnes charlas acerca
de las últimas incidencias de la Revolución Cultural, las «gloriosas
tareas de los obreros-campesinos-soldados» y la necesidad de alcanzar
la «reforma del pensamiento». Se suponía que yo necesitaba de aquellos
«mano a mano» debido a mis «limitaciones», pero Ming nunca iba al
grano, sino que dejaba sus críticas flotando en el aire: «Las masas se
han quejado de ti. ¿Sabes acaso por qué?», tras lo cual se detenía para
comprobar el efecto que ello me producía. Al final, solía revelarme
algunas de tales acusaciones. Como era inevitable, un día fue la de ser
«blanca y experta». Otro día me dijo que era una «burguesa» porque
había fracasado en la lucha por obtener la tarea de limpiar los retretes

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o lavar la ropa de mis camaradas, todas ellas consideradas buenas
obras de índole obligatoria. Una vez, incluso, descargó sobre mí la
despreciable acusación de no pasar el tiempo suficiente ayudando a mis
compañeros de clase para evitar que pudieran ponerse a mi altura.

Una crítica que Ming solía realizar con voz temblorosa (evidentemente,
se trataba de una cuestión que le afectaba en lo más profundo) era que
«las masas han informado de que te muestras altiva. Te aíslas de ellas».
En China, resultaba corriente que la gente afirmara que te mostrabas
despreciativo si no lograbas ocultar el deseo de gozar de algunos ratos
de soledad.

Por encima de los funcionarios estudiantiles estaban los supervisores


políticos, quienes tampoco sabían apenas inglés. No me apreciaban en
absoluto, y yo tampoco a ellos. Por entonces, estaba regularmente
obligada a informar de mis pensamientos al encargado de mi curso, y
antes de cada sesión solía deambular por el campus durante horas
intentando reunir el valor suficiente para llamar a su puerta. Aunque no
era mala persona —o al menos, eso creo— yo le temía. Sobre todo, sin
embargo, temía la inevitable, tediosa y ambigua diatriba de rigor. Al
igual que a muchos otros, le encantaba jugar al ratón y al gato para
gozar de su sensación de poder. En tales ocasiones, yo tenía que
mostrarme humilde y voluntariosa, y prometerle cosas que no sentía y
que no tenía la menor intención de cumplir.

Comencé a experimentar nostalgia de los años que había pasado en el


campo y en la fábrica, ya que entonces me habían dejado relativa-mente
en paz. Las universidades estaban controladas mucho más
estrechamente, dado que poseían un interés particular para la señora
Mao. En aquella época, me encontraba entre personas que se habían
beneficiado de la Revolución Cultural ya que, de no haberse producido
ésta, muchas de ellas jamás hubieran llegado allí.

En cierta ocasión, algunos de los estudiantes de mi curso recibieron el


encargo de compilar un diccionario de abreviaturas inglesas. El
departamento había decidido que el que entonces existía era
reaccionario debido a que, lógicamente, contenía un número mucho
mayor de abreviaturas capitalistas que de abreviaturas aprobadas
oficialmente. «¿Por qué tiene Roosevelt que tener su abreviatura —FDR
— y no el presidente Mao?», preguntaban algunos estudiantes con
indignación. Con gran solemnidad, intentaban concebir entradas
adecuadas hasta que, por fin, se veían obligados a renunciar a su
«misión histórica» debido a que, sencillamente, no existían suficientes
términos aceptables.

Yo encontraba aquel entorno insoportable. Podía comprender la


ignorancia, pero me negaba a aceptar su glorificación, y mucho menos
su autoridad.

A menudo teníamos que abandonar la universidad para realizar


actividades completamente irrelevantes para nuestros estudios. Mao

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decía que «debíamos aprender cosas en las fábricas, en el campo y en
las unidades militares». Como de costumbre, en ningún momento se
especificaba qué debíamos aprender exactamente. Comenzamos por
«aprender en el campo». Una semana de octubre de 1973, durante mi
primer curso, la universidad entera fue enviada a un lugar situado en
las afueras de Chengdu y conocido con el nombre de Manantial del
Monte del Dragón, el cual se había visto recientemente castigado por la
visita de uno de los viceprimeros ministros del país, Chen Yonggui, quien
anteriormente había sido el líder de una brigada agrícola llamada
Dazhai. Emplazada en la montañosa provincia septentrional de Shanxi,
Dazhai se había convertido en el modelo agrícola de Mao, debido —ni
que decir tiene— a que había prestado tradicionalmente más atención al
entusiasmo revolucionario que a las consideraciones materiales. Mao no
sabía —o no le importaba— que muchos de los resultados que afirmaba
haber obtenido la brigada de Dazhai fueran simples exageraciones.
Durante su visita al Manantial del Monte del Dragón, el viceprimer
ministro Chen había exclamado, «¡Ah, aquí tenéis montañas! ¡Imaginaos
cuántos campos podríais crear!», como si las fértiles colinas cubiertas
de huertos pudieran compararse con las áridas montañas de su pueblo
natal. Sus observaciones, sin embargo, llevaban consigo el peso de la
ley. Las masas de estudiantes universitarios dinamitaron los huertos que
hasta entonces habían suministrado a Chengdu manzanas, ciruelas,
melocotones y flores. A continuación, nos dedicamos a transportar
piedras durante largos trayectos a base de carros y varas con objeto de
proceder a la construcción de terrazas para el cultivo de arroz.

Como en toda actividad solicitada por Mao, resultaba obligatorio


mostrar un enorme entusiasmo en aquella tarea. Muchos de mis
compañeros trabajaron de un modo que llamaba poderosamente la
atención, pero en mi caso se consideró que no demostraba el celo
suficiente, en parte porque me resultaba difícil ocultar la aversión que
me producía aquella actividad y en parte porque no era una persona
que sudara con facilidad, independientemente de la cantidad de energía
que consumiera. Aquellos estudiantes cuyo cuerpo sudaba a chorros
resultaban invariablemente más ensalzados en las reuniones de
planificación que se celebraban todas las tardes.

Mis colegas universitarios mostraban sin duda más apasionamiento que


eficacia. Los cartuchos de dinamita que introducían en el suelo solían
fallar, lo que no dejaba de ser de agradecer dado que no existían
medidas de seguridad, y los muros de piedra que construíamos para
rodear los bordes de las terrazas no tardaban en desplomarse. Cuando
partimos, dos semanas más tarde, la ladera de la montaña era un
desierto de cráteres, montones de piedras y masas informes de cemento.
Pocos, sin embargo, parecían preocupados por ello. Todo el episodio no
había sido más que una pantomima, una parodia… un fin absurdo
alcanzado por medios no menos absurdos.

Yo detestaba aquellas expediciones, al igual que detestaba que nuestro


trabajo y nuestra propia existencia tuvieran que verse utilizados para

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llevar a cabo aquel ridículo juego político. A finales de 1974, fui enviada
a una unidad militar, nuevamente en compañía de toda la universidad.

El campamento, situado a unas dos horas de camión desde Chengdu, se


encontraba emplazado en un paraje bellísimo rodeado de campos de
arroz, melocotoneros y bosquecillos de bambú. Los diecisiete días que
permanecimos en él, sin embargo, se me antojaron como un año. Me
sentía permanentemente asfixiada por las largas carreras matutinas,
magullada por las caídas y desplazamientos a cuatro patas bajo el fuego
imaginario de los carros de combate «enemigos» y exhausta por las
horas que pasábamos apuntando nuestros rifles o arrojando granadas
de mano simuladas con trozos de madera. Se esperaba de mí que
demostrara mi apasionamiento y mi competencia en una serie de
actividades para las que resultaba completamente inútil. Se consideraba
imperdonable que tan sólo destacara en mi asignatura: la lengua
inglesa. Aquellas acciones militares constituían tareas políticas, y tenía
que demostrar mi valía en ellas. Irónicamente, cualidades militares tales
como la buena puntería hacían que los soldados que las poseían fueran
condenados por el propio Ejército como «blancos y expertos».

Yo formaba parte de un puñado de estudiantes que arrojábamos las


granadas de madera a una distancia tan peligrosamente corta que se
nos apartó de la gran ocasión en que habríamos de practicar con las
auténticas. Nos sentamos en la cima de una colina, formando un grupo
patético. Mientras oíamos las explosiones distantes, una de mis
compañeras estalló en sollozos, y también yo experimenté una profunda
aprensión ante la idea de haber dado pruebas de mi «blancura».

Nuestra segunda disciplina consistía en ejercicios de puntería. A medida


que nos dirigíamos al campo de tiro, pensaba para mí misma: «No
puedo permitirme el lujo de fallar en esto. Tengo que pasar la prueba
sea como sea». Cuando pronunciaron mi nombre, me tendí en el suelo e
intenté situar el blanco en el punto de mira, pero lo único que vi fue la
negrura más absoluta. Ni blanco, ni campo, ni nada. Temblaba tanto
que sentía todo mi cuerpo desprovisto de energía. La orden de fuego
llegó hasta mí débilmente, como si acudiera flotando a través de las
nubes desde una gran distancia. Apreté el gatillo, pero no distinguí
sonido alguno, ni pude ver nada. A la hora de comprobar los resultados,
los instructores se quedaron estupefactos: ninguna de mis balas había
alcanzado el tablero y, claro está| mucho menos el blanco.

No podía creerlo. Gozaba de una vista perfecta. Le dije al instructor que


el cañón debía de estar torcido, y él pareció creerme: mis resultados
habían sido tan espectacularmente malos que difícilmente podía ser
culpa mía. Me dieron otro fusil, lo que provocó las protestas de algunos
compañeros que habían solicitado, sin éxito, que se les concediera una
segunda oportunidad. Mi segundo intento fue algo mejor: dos de las diez
balas alcanzaron los anillos exteriores. Aun así, mi nombre continuaba
en último lugar entre todos los miembros de la universidad. Al ver los
resultados, expuestos sobre la pared como si se tratara de un cartel
mural, supe que mi «blancura» había recibido una nueva dosis de lejía.

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A mis oídos llegaron algunos comentarios sarcásticos de un funcionario
estudiantil: «¡Bah! ¡Un segundo intento! ¡Como si eso fuera a servirle de
algo! ¡Si no tiene sentimientos de clase ni odio de clase, igual daría que
le concedieran cien!».

Desconsolada, me refugié en mis propias reflexiones sin apenas prestar


atención a los soldados encargados de nuestra instrucción, en su
mayoría campesinos de unos veinte años de edad. Tan sólo un incidente
me recordó su presencia: una tarde, cuando algunas de las muchachas
acudieron a recoger su ropa de la cuerda en la que la habían tendido a
secar, advirtieron que sus bragas mostraban inconfundibles manchas de
semen.

De regreso en la universidad, busqué refugio en los hogares de aquellos


profesores y catedráticos que habían obtenido sus puestos antes de la
Revolución Cultural, tan sólo por sus méritos académicos. Varios de
ellos habían estado en Gran Bretaña y en los Estados Unidos antes de la
llegada al poder de los comunistas, y en su presencia me relajaba y
sentía que hablábamos el mismo idioma. Aun así, seguía
comportándome con la cautela habitual entre los intelectuales después
de tantos años de represión. Solíamos evitar los tópicos más peligrosos.
Aquéllos que habían estado en Occidente rara vez hablaban de su
estancia allí. Yo, aunque me moría de ganas de preguntarles, lograba
controlarme para no ponerles en una situación difícil.

Debido en parte a ese mismo motivo, nunca hablaba con mis padres
acerca de mis pensamientos. ¿Cómo me habrían respondido de haberlo
hecho? ¿Con peligrosas verdades o con prudentes mentiras? Por otra
parte, no quería que se sintieran inquietos a causa de mis ideas
heréticas. Quería mantenerles deliberadamente en la sombra, de tal
modo que si algo me ocurría pudieran decir sin faltar a la verdad que lo
ignoraban todo.

A los únicos a quienes comunicaba mis pensamientos era a los amigos


de mi propia generación. De hecho, apenas teníamos otra cosa que
hacer aparte de charlar, especialmente con los chicos. «Salir» con
alguien —esto es, ser vista a solas y en público con un hombre—
equivalía a un compromiso matrimonial y, en cualquier caso,
prácticamente no existía aún forma de esparcimiento alguna. Los cines
tan sólo proyectaban un puñado de películas aprobadas por la señora
Mao. De vez en cuando estrenaban alguna cinta extranjera —acaso
procedente de Albania— pero la mayor parte de las entradas iban a
parar a los bolsillos de las personas mejor relacionadas. Frente a las
taquillas se congregaban feroces multitudes de personas dispuestas a
todo con tal de obtener las pocas que quedaban, y los revendedores
hacían su agosto.

Así pues, nos limitábamos a quedarnos en casa charlando. Solíamos


sentarnos con gran formalidad, como si estuviéramos en la Inglaterra
victoriana. En aquellos días resultaba desacostumbrado que las mujeres
trabaran amistad con los hombres, y una amiga me dijo en cierta

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ocasión: «Nunca he conocido a una chica que tuviera tantos amigos. Por
lo general, las muchachas tienen amigas». Tenía razón. Conocía a
numerosas compañeras que se habían casado con el primero que se les
había puesto por delante. Sin embargo, las únicas muestras de interés
que obtuve de mis amigos fueron algún que otro poema sentimental y
unas cuantas cartas tímidas, si bien una de estas últimas escrita con
sangre y firmada por el portero del equipo de fútbol de la facultad.

Mis compañeros y yo hablábamos a menudo de Occidente. Para


entonces había llegado ya a la conclusión de que se trataba de un lugar
magnífico. Paradójicamente, los primeros que me metieron tal idea en la
cabeza fueron el propio Mao y su régimen. Durante años, había visto
condenadas como perversiones occidentales todas aquellas cosas a las
que me sentía naturalmente inclinada: los vestidos bonitos, las flores, los
libros, las aficiones, la educación, la dulzura, la espontaneidad, la
clemencia, la amabilidad, la libertad, la aversión a la crueldad y a la
violencia, el amor en lugar del «odio de clases», el respeto a la vida
humana, el deseo de soledad y la competencia profesional. Como
algunas veces pensaba para mis adentros: ¿cómo puede alguien no
anhelar la vida en Occidente?

Sentía una enorme curiosidad acerca de posibles alternativas a la clase


de vida que había llevado hasta entonces, y mis compañeros y yo
intercambiábamos rumores y retazos de información que extraíamos de
las publicaciones oficiales. No me impresionaban tanto el desarrollo
tecnológico de Occidente y su elevado nivel de vida como la inexistencia
de cazas de brujas, la ausencia de sentimientos suspicaces, la dignidad
de sus individuos y el increíble grado de libertad. Para mí, la prueba
definitiva de la libertad que reinaba en Occidente residía en la gran
cantidad de gente que, desde allí, atacaba su sociedad y alababa nuestro
país. Apenas había día en que la primera página de Referencia —el
periódico que transmitía los artículos de prensa extranjeros— no
incluyera algún elogio de Mao y la Revolución Cultural. Al principio,
aquellas crónicas me indignaron, pero pronto me hicieron ver el grado
de tolerancia que otras estructuras sociales podían mostrar, y me di
cuenta de que ése era el tipo de sociedad en que yo deseaba vivir: una
sociedad en la que se permitiera a las personas sostener puntos de vista
opuestos o incluso disparatados. Comencé a advertir que el progreso de
Occidente se debía precisamente a la tolerancia de que gozaban
aquellos que se oponían o protestaban.

Aun así, no podía por menos de sentirme irritada por ciertas


observaciones. En cierta ocasión leí un artículo escrito por un
occidental que había viajado a China para visitar a algunos de sus viejos
amigos profesores de universidad. Describía el regocijo con que éstos le
habían revelado la alegría que les había producido verse denunciados y
enviados al fin del mundo, así como cuánto se alegraban de haber sido
reformados. La conclusión del autor era que Mao había logrado
verdaderamente convertir a los chinos en un «pueblo nuevo» capaz de
contemplar con júbilo lo que para los occidentales representaba una
calamidad. Me sentí asqueada. ¿Acaso ignoraba que la represión era

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tanto peor cuando no se producían protestas? ¿Acaso no sabía que era
cien veces más dura cuando las víctimas respondían a ella con un rostro
sonriente? ¿Cómo era posible que no advirtiera el patético estado al que
habían sido reducidos aquellos profesores, el horror que habían debido
de atravesar para degradarse hasta tal punto? Yo misma no me daba
cuenta de que la pantomima que estábamos representando los chinos
constituía algo insólito para los occidentales, no siempre capaces de
interpretarla.

Tampoco era consciente de que en Occidente no resultaba fácil obtener


información acerca de China, que ésta era malinterpretada en su mayor
parte y que personas que no contaban con experiencia alguna del
régimen chino aceptaban su propaganda y su retórica al pie de la letra.
En consecuencia, llegué a la conclusión de que aquellos elogios debían
de ser fraudulentos. Mis amigos y yo solíamos bromear comentando que
aquellos articulistas se habían vendido a la «hospitalidad» de nuestro
país. Cuando tras la visita de Nixon se permitió que los extranjeros
visitaran ciertos lugares restringidos de China, las autoridades se
apresuraron a acordonar todas aquellas zonas a las que acudían,
incluso dentro de otras zonas previamente aisladas. Los mejores medios
de transporte, las mejores tiendas, restaurantes y casas de huéspedes,
incluso los mejores paisajes les eran reservados mediante carteles en los
que se leía «Sólo para visitantes extranjeros». El mao-tai, el licor más
cotizado del país, se hallaba completamente fuera del alcance del chino
corriente, pero perfectamente disponible para cualquier turista. La
mejor comida se reservaba para los visitantes. Los periódicos
anunciaban orgullosamente que Henry Kissinger había atribuido la
expansión de su cintura a los numerosos banquetes de doce platos que
había disfrutado durante sus visitas a China. Aquello había tenido lugar
en una época en la que en Sichuan —el Granero del Cielo— apenas
contábamos con una ración mensual de carne de un cuarto de kilo al
mes, y en la que las calles de Chengdu aparecían repletas de campesinos
sin vivienda que habían llegado hasta allí huyendo del hambre que
imperaba en el Norte y obligados a vivir como mendigos. Entre la
población se extendía un profundo resentimiento por el modo en que los
extranjeros eran tratados a cuerpo de rey. Mis compañeros y yo
comenzamos a preguntarnos: «¿Por qué atacamos al Kuomintang por
instalar avisos que decían “Prohibido el acceso a chinos y a perros”…?
¿Acaso no estamos haciendo nosotros lo mismo?».

La información se convirtió en una obsesión. Mi habilidad para leer


inglés suponía en este sentido una enorme ventaja dado que la mayor
parte de los libros que había perdido la biblioteca en los saqueos a que
había sido sometida durante la Revolución Cultural habían sido obras
chinas. Su considerable colección de volúmenes en lengua inglesa había
sido puesta patas arriba, pero se conservaba en gran parte intacta.

Los bibliotecarios se mostraban encantados de que alguien leyera


aquellos libros —y más aún tratándose de estudiantes— por lo que se
mostraron considerablemente cooperadores. El sistema de indización se
hallaba sumido en el caos más completo, y a menudo tenían que bucear

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en grandes pilas de volúmenes hasta encontrar los que yo buscaba.
Gracias a los esfuerzos de aquellos amables jóvenes logré hacerme con
varios clásicos ingleses. La primera novela que leí en inglés fue
Mujercitas , de Louisa May Alcott. Novelistas como ella, Jane Austen y
las hermanas Brontë me resultaban mucho más fáciles de leer que otros
autores tales como Dickens, y me sentía asimismo más cercana a su
modo de ser. Leí una breve historia de la literatura europea y
norteamericana y me sentí profundamente impresionada por la
tradición democrática de Grecia, el humanismo renacentista y el ansia
de sabiduría de la Ilustración. Cuando leí los Viajes de Gulliver y llegué
al pasaje acerca del emperador que «publicó un edicto por el que bajo
severas penas ordenaba a todos sus súbditos que rompieran los huevos
por el extremo más pequeño», me pregunté si Swift habría estado
alguna vez en China. No existen palabras que puedan describir el gozo
que experimentaba al notar cómo mi mente se abría y expandía.

Cada vez que me quedaba a solas en la biblioteca me parecía estar en la


gloria. A medida que me aproximaba a ella —casi siempre al atardecer
— iba disfrutando de antemano del placer de la soledad en compañía de
los libros y del aislamiento del mundo exterior. Cuando ascendía por la
escalinata del edificio —un conglomerado de estilos clásicos—, el olor
de los viejos libros almacenados durante tanto tiempo en estancias
desprovistas de aireación producía en mí un estremecimiento de
excitación. Detestaba aquellas escaleras por lo largas que eran.

Con ayuda de algunos diccionarios que me prestaron los profesores fui


conociendo a Longfellow, a Walt Whitman, la historia de
Norteamérica… Me aprendí de memoria la Declaración de
Independencia, henchido el corazón ante las palabras «Consideramos
estas verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres nacen
iguales», así como frente a las que se referían a los «Derechos
inalienables» de las personas, entre ellos «la Libertad y la búsqueda de
la Felicidad». Tales conceptos resultaban insólitos en China, y al
conocerlos sentía que se abría ante mí un mundo nuevo y maravilloso.
Las libretas de notas que constantemente llevaba conmigo se
encontraban repletas de pasajes como aquéllos, a veces copiados con
profundo apasionamiento y lágrimas en los ojos.

Un día de otoño de 1974, una amiga mía me enseñó con grandes


precauciones un ejemplar de Newsweek en el que aparecían fotografías
de Mao y de la señora Mao. Ella no sabía leer inglés, pero sentía un
enorme interés por saber lo que decía el artículo. Aquélla fue la primera
revista extranjera original que llegó a mis manos. Una de las frases del
artículo me deslumbró como un relámpago. Decía que la señora Mao
era «los ojos, los oídos y la voz» del propio Mao. Hasta aquel momento,
nunca me había detenido a considerar la evidente conexión entre las
obras de la señora Mao y su esposo, pero aquello equivalió a ver al líder
desenmascarado. Fue como si la difusa percepción que hasta entonces
rodeaba su imagen hubiera cobrado súbitamente nitidez. Era Mao quien
había inspirado toda aquella destrucción y sufrimiento. Sin él, la señora
Mao y sus esbirros de pacotilla jamás hubieran logrado durar un solo

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día. Por primera vez, experimenté la emoción de desafiar abiertamente
a Mao desde el fondo de mi mente.

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27. «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»

La muerte de mi padre (1974-1976)

Durante todo aquel tiempo, y a diferencia de la mayoría de sus colegas,


mi padre aún no había sido rehabilitado, ni tampoco nombrado para
desempeñar puesto alguno. Desde su regreso de Pekín en compañía de
mi madre, en otoño de 1972, había permanecido sentado en nuestra
casa de la calle del Meteorito sin hacer nada. El problema era que había
llegado a criticar a Mao por su nombre. El equipo que investigaba su
caso intentó mostrarse comprensivo y atribuir a su enfermedad mental
algunas de las cosas que había dicho acerca del líder, pero hubo de
enfrentarse a una feroz oposición por parte de las autoridades
superiores, las cuales exigían que fuera sometido a una severa condena.
En cuanto a sus colegas, muchos de ellos se mostraban solidarios con él
y le admiraban, pero se veían obligados a pensar en su propio pellejo.
Por otra parte, mi padre no pertenecía a ninguna camarilla ni contaba
con un protector poderoso, lo que quizá podría haberle ayudado. Por el
contrario, tenía numerosos enemigos situados en puestos elevados.

Un día en que mi madre se hallaba disfrutando de uno de sus breves


períodos de libertad, allá por 1968, vio a un antiguo amigo de mi padre
en un establecimiento de comida callejero. Estaba acompañado por su
mujer, a la que de hecho había conocido a través de mi madre y de la
señora Ting cuando ambas trabajaban en Yibin. A pesar del evidente
deseo de la pareja de no intercambiar con ella más allá de un simple
ademán de saludo, mi madre se dirigió a su mesa, se sentó con ellos y
les rogó que intercediesen frente a los Ting para que perdonaran a mi
padre. Tras escucharla, el hombre sacudió la cabeza negativamente y
dijo: «No es tan sencillo…». A continuación, mojó el dedo en su taza de
té y escribió el carácter Zuo sobre la mesa, tras lo cual dirigió a mi
madre una mirada significativa, se puso en pie junto con su esposa y
partió sin decir una palabra más.

Zuo era un antiguo colega de mi padre, y uno de los pocos funcionarios


de alto rango que no habían sufrido persecución alguna durante la
Revolución Cultural. Se había convertido en el niño bonito de los
Rebeldes de la señora Shau y en amigo de los Ting, pero supo sobrevivir
a su caída y a la de Lin Biao y siguió en el poder.

Mi padre se negó a retirar sus palabras contra Mao, pero cuando el


equipo le sugirió que fueran atribuidas a su crisis mental la angustia le
impulsó a aceptar.

Entretanto, iba sintiéndose cada vez más descorazonado ante la


situación general. No había principios que gobernaran el
comportamiento de las personas ni la conducta del Partido. La
corrupción inició un regreso en gran escala. Los funcionarios daban

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prioridad absoluta a sus familias y a sí mismos. Independientemente de
la calidad de sus trabajos, los maestros otorgaban a todos sus alumnos
las mejores calificaciones por miedo a recibir una paliza, y los
conductores de autobús no cobraban los billetes. La consagración al
bien común era un concepto abiertamente escarnecido. La Revolución
Cultural de Mao había destruido simultáneamente la disciplina del
Partido y la moralidad cívica.

Mi padre, consciente de que ello sólo serviría para incriminar aún más a
su familia y a sí mismo, tenía dificultades a la hora de controlar su
impulso de continuar diciendo abiertamente lo que pensaba.

Dependía por completo de los tranquilizantes. Cuando parecía que el


clima político se encontraba más relajado reducía la dosis, pero volvía a
aumentarla cada vez que las campañas se intensificaban. Cuando los
psiquiatras reponían sus existencias, sacudían la cabeza con gesto
dubitativo y le advertían de que era muy peligroso continuar tomando
dosis tan elevadas. Él, sin embargo, apenas lograba abandonar las
pastillas durante cortos períodos. En mayo de 1974, sintiendo que se
encontraba al borde de una nueva crisis, solicitó ser sometido a
tratamiento. Aquella vez fue rápidamente hospitalizado gracias a que
sus antiguos colegas habían recuperado sus puestos en la
administración sanitaria.

Yo pedí permiso en la universidad y acudí junto a él para hacerle


compañía en el hospital. Había sido puesto a cargo del doctor Su, el
mismo psiquiatra que ya le había tratado anteriormente. El doctor Su
había sido condenado durante el gobierno de los Ting por emitir un
diagnóstico veraz acerca del estado de mi padre, y se le había ordenado
escribir una «confesión» en la que afirmara que éste había estado
fingiendo su locura. Él se había negado, motivo por el que había sufrido
numerosas palizas y asambleas de denuncia y se había visto expulsado
de la profesión médica. Yo misma le había visto un día, en 1968,
vaciando cubos de basura y limpiando las escupideras del hospital.
Aunque sólo tenía treinta años, su cabello había encanecido. Tras la
caída de los Ting, fue rehabilitado. Al igual que la mayoría de los
doctores y enfermeras, se mostró sumamente amigable con mi padre y
conmigo. Todos ellos me dijeron que cuidarían bien de mi padre y que no
tenía necesidad de permanecer junto a él, pero yo insistí: quería hacerlo.
Opinaba que necesitaba cariño por encima de cualquier otra cosa, y me
inquietaba lo que podría ocurrir si sufría una crisis sin tener a nadie a
su lado. Su presión sanguínea era peligrosamente alta, y había sufrido
ya numerosos ataques cardíacos de menor importancia que le habían
provocado ciertas dificultades de locomoción. Parecía siempre a punto
de desplomarse, y los doctores me habían advertido de que una caída
podría resultarle fatal. Así, me instalé con él en el pabellón de hombres,
en la misma habitación que había ocupado durante el verano de 1967.
Cada habitación podía acomodar a dos pacientes, pero a mi padre se le
permitió disfrutar exclusivamente de la suya, y yo pude ocupar la cama
libre.

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No me separaba de él ni un instante por temor a que se cayera. Cuando
acudía al lavabo, yo esperaba fuera. Si permanecía en su interior más
tiempo de lo que se me antojaba razonable, comenzaba a imaginar que
había sufrido un ataque al corazón y me ponía a mí misma en ridículo
llamándole repetidamente. Todos los días daba largos paseos junto a él
en el jardín trasero, siempre lleno de otros pacientes que, ataviados con
sus pijamas de rayas grises, vagaban incesantemente con la mirada
perdida. Su contemplación siempre me asustaba y entristecía.

El jardín era un muestrario de vivos colores. En el césped podían verse


blancas mariposas revoloteando sobre los amarillos dientes de león, y
los macizos de flores circundantes aparecían adornados por un álamo
temblón chino, varios bambúes de gráciles movimientos y el intenso
color granate de unas cuantas flores de granado que asomaban tras un
seto de adelfas. A medida que caminábamos, yo componía mis poemas.

En un extremo del jardín había un gran salón de recreo al que acudían


los internos para jugar a las cartas y al ajedrez u hojear los escasos
periódicos y libros recientemente aprobados. Una enfermera me contó
que en las primeras etapas de la Revolución Cultural se había utilizado
aquella sala para que los pacientes estudiaran las obras de Mao, ya que
el sobrino de éste, Mao Yuanxin, había «descubierto» que para los
enfermos mentales el Pequeño Libro Rojo constituía una forma de cura
mucho mejor que el tratamiento médico. Las sesiones de estudio —
añadió la enfermera— no habían durado mucho, debido a que «cada vez
que un paciente abría la boca todos nos sentíamos aterrorizados.
¿Quién sabía qué iba a decir?».

Los internos no eran violentos, pues el tratamiento les despojaba de


toda su vitalidad física y mental. Aun así, resultaba inquietante vivir en
su compañía, y especialmente por la noche, cuando mi padre se sumía
en el profundo sueño de sus pastillas y un denso silencio se adueñaba
del edificio. Al igual que el resto de las habitaciones, la nuestra carecía
de cerrojo, y varias veces me desperté sobresaltada para descubrir
junto a la cama a un hombre que había alzado la mosquitera y me
contemplaba con la mirada intensa de los perturbados. En aquellas
ocasiones me inundaba un sudor frío y tenía que alzar el edredón para
ahogar un grito, ya que lo último que deseaba era despertar a mi padre.
El sueño era fundamental para su recuperación. Al cabo, el paciente
terminaba por marcharse arrastrando los pies.

Transcurrido un mes, mi padre regresó a casa. Sin embargo, aún no


estaba completamente curado. Su mente llevaba demasiado tiempo en
tensión, y el entorno político era aún demasiado represivo para que
pudiera relajarse. Tuvo que continuar tomando tranquilizantes. Los
psiquiatras nada podían hacer. Su sistema nervioso se desgastaba
gradualmente, al igual que su cuerpo y su mente.

Por fin, el equipo de investigación redactó el borrador de su veredicto.


En él se afirmaba que había cometido graves errores políticos, lo que
suponía encontrarse a un paso de recibir la calificación de «enemigo de

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clase». De acuerdo con las normas del Partido, el veredicto fue
entregado a mi padre para que lo refrendara con su firma. Cuando lo
leyó, sus ojos se inundaron de lágrimas. Pero firmó.

Las autoridades superiores no aceptaron el veredicto. Exigían otro aún


más severo.

En marzo de 1975, mi cuñado Lentes era uno de los candidatos a


ascenso de la fábrica en la que trabajaba, y al departamento de mi
padre acudió un equipo de funcionarios de personal encargados de
realizar la investigación política de rigor. Los visitantes fueron recibidos
por un antiguo Rebelde del grupo de la señora Shau, quien les dijo que
mi padre era antiMao. Lentes no obtuvo su ascenso. Prefirió no
revelárselo a mis padres por temor a disgustarles, pero un amigo del
departamento de mi padre vino a visitarnos y mi padre alcanzó a oír
cómo se lo contaba a mi madre en un susurro. Dando muestras de un
dolor indescriptible, pidió disculpas a Lentes por poner en peligro su
futuro. Con lágrimas de desesperación en los ojos, dijo a mi madre:
«¿Qué he hecho para que incluso mi yerno tenga que verse hundido de
este modo? ¿Qué tengo que hacer para salvaros a todos?».

A pesar de que continuaba tomando grandes dosis de tranquilizantes,


casi no durmió durante los días y noches que siguieron. La tarde del 9
de abril anunció que se iba a echar una siesta.

Cuando mi madre terminó de hacer la cena en nuestra pequeña cocina


de la planta baja, decidió dejarle dormir un poco más. Por fin, subió al
dormitorio, y al descubrir que no lograba despertarle comprendió que
había sufrido un ataque al corazón. No teníamos teléfono, por lo que
salió corriendo hacia la clínica del Gobierno provincial, situada a una
manzana de distancia y pidió ayuda a su director, el doctor Jen.

El doctor Jen era un médico sumamente competente, y antes de la


Revolución Cultural había tenido a su cargo a los pacientes de mayor
rango del complejo. A menudo había visitado nuestro apartamento para
interesarse solícitamente por nuestro estado de salud. Sin embargo,
cuando comenzó la Revolución Cultural y caímos en desgracia se tornó
frío y desdeñoso hacia nosotros. Ya en numerosas ocasiones había sido
testigo de comportamientos como el suyo, y nunca dejaron de
sorprenderme.

Cuando mi madre llegó, el doctor Jen se mostró claramente irritado y le


dijo que acudiría cuando hubiera terminado lo que estaba haciendo. Ella
le dijo que un ataque al corazón no podía esperar, pero él la miró como
diciéndole que con su impaciencia no arreglaría nada. Transcurrió una
hora hasta que se dignó venir a casa acompañado por una enfermera y
sin su equipo de primeros auxilios. La enfermera hubo de regresar al
hospital a buscarlo. El doctor Jen hizo girar unas cuantas veces a mi
padre en el lecho y a continuación se sentó a esperar. Así, pasó otra
media hora, al término de la cual mi padre había muerto.

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Aquella noche yo estaba en mi dormitorio de la universidad, trabajando
a la luz de una vela como consecuencia de uno de los frecuentes
apagones, cuando llegaron algunos miembros del departamento de mi
padre, me introdujeron en un coche y me llevaron a casa sin darme
explicaciones.

Mi padre se encontraba tendido sobre un costado, y su rostro mostraba


una expresión insólitamente apacible, como si se encontrara sumido en
un sueño tranquilo. Había perdido su aspecto senil, y parecía incluso
más joven de lo que podría esperarse de sus cincuenta y cuatro años de
edad. Al verle, sentí como si se me desgarrara el corazón y rompí en
sollozos incontrolables.

Durante varios días lloré en silencio. Pensé en la vida de mi padre, en su


malgastada abnegación y en sus sueños destrozados. No tenía que
haber muerto y, sin embargo, su muerte parecía inevitable. Para él no
había lugar en la China de Mao porque había intentado ser un hombre
honrado. Se había visto traicionado por algo a lo que había dedicado
toda su vida, y aquella traición le había destruido.

Mi madre exigió que el doctor Jen fuera castigado. De no haber sido por
su negligencia, acaso mi padre hubiera sobrevivido. Sin embargo, su
solicitud fue rechazada y calificada de «emotividades de viuda». Ella
decidió no insistir, ya que prefería concentrarse en una batalla más
importante: conseguir un discurso fúnebre digno para mi padre.

Se trataba de una cuestión extremadamente importante, ya que todo el


mundo lo interpretaría como la valoración definitiva del Partido con
respecto a mi padre. Su contenido sería incluido en su expediente
personal y continuaría determinando el futuro de sus hijos aun después
de muerto. Tales discursos se atenían a modelos predeterminados y a
fórmulas establecidas de antemano, y cualquier desviación de las
expresiones habitualmente utilizadas para un funcionario rehabilitado
se interpretarían como una reserva o una condena del difunto por parte
del Partido. Se redactó un borrador que fue presentado previamente a
mi madre. Su contenido era un cúmulo de distorsiones condenatorias.
Mi madre sabía que con aquel discurso de despedida nuestra familia
jamás lograría verse libre de sospechas. En el mejor de los casos,
tendríamos que vivir en un estado de inseguridad permanente, aunque lo
más probable es que nos viéramos discriminados generación tras
generación. Rechazó numerosos borradores.

Aunque todo parecía en su contra, sabía que existía un fuerte


sentimiento de simpatía hacia mi padre. Para una familia china como la
nuestra, había llegado el momento de recurrir a un cierto grado de
chantaje emocional. Tras la muerte de mi padre, mi madre había sufrido
un colapso, lo que no la impidió batallar desde su lecho con infatigable
voluntad. Amenazó con denunciar a las autoridades durante el funeral si
no obtenía un discurso aceptable. Convocó a los amigos y colegas de mi
padre y les dijo que depositaba en sus manos el futuro de sus hijos.
Todos ellos prometieron apoyar a mi padre y, por fin, las autoridades

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cedieron. Aunque nadie se atrevía aún a referirse a él como un
personaje rehabilitado, la declaración se modificó hasta adoptar una
forma relativamente inocua.

El funeral se celebró el 21 de abril. De acuerdo con el procedimiento


habitual, fue organizado por un comité funerario compuesto por
antiguos colegas de mi padre en el que se incluían algunas de las
personas que habían participado en su persecución (entre ellas Zuo). El
acontecimiento fue cuidadosamente planificado hasta el último detalle, y
a él asistieron las aproximadamente quinientas personas de rigor. Todas
ellas habían sido seleccionadas de modo proporcional entre las docenas
de departamentos y secciones del Gobierno provincial, así como entre
las oficinas que dependían del departamento de mi padre. Incluso la
odiosa señora Shau se encontraba presente. Se requirió de cada
organización que enviara una corona de flores de papel, especificando
en todos los casos el tamaño de la misma. En cierto modo, mi familia se
alegró de que se tratara de un acto oficial. En el caso de una persona de
la posición de mi padre, una ceremonia privada hubiera resultado algo
inusitado, y se habría interpretado como la prueba de que había sido
repudiado por el Partido. Yo no alcancé a reconocer a todos los
presentes, pero al acto acudieron todos aquellos de mis amigos a cuyos
oídos había llegado la noticia, entre ellos Llenita, Nana y los
electricistas de mi antigua fábrica. Comparecieron igualmente mis
compañeros de clase de la universidad, incluido el funcionario
estudiantil Ming. Mi viejo amigo Bing —a quien me había negado a ver
tras el fallecimiento de mi abuela— también se presentó, y nuestra
amistad se reanudó desde aquel mismo instante en el mismo punto en el
que se había interrumpido.

El ritual prescribía que un representante de la familia del fallecido debía


tomar la palabra, papel que me correspondió a mí. Recordé ante los
congregados el carácter de mi padre, sus principios morales, su fe en el
Partido y su apasionada consagración al pueblo. En aquel momento,
confiaba que su trágica muerte dejara a los asistentes con mucho en qué
pensar.

Al final, cuando todos desfilaron para estrecharnos la mano, pude ver


lágrimas en los rostros de muchos antiguos Rebeldes. Incluso la señora
Shau mostraba un aspecto lúgubre. Evidentemente, contaban con la
máscara apropiada para cada ocasión. Algunos de los Rebeldes
susurraron a mi oído: «Lamentamos mucho cuánto tuvo que sufrir tu
padre». Acaso fuera cierto, pero ¿qué diferencia tenía? Mi padre ya no
vivía… y todos ellos eran en gran medida responsables de su muerte. Me
pregunté si someterían a otros al mismo padecimiento en la próxima
campaña.

Una joven a la que no conocía apoyó la cabeza sobre mi hombro y


rompió en violentos sollozos. Sentí cómo me introducía una nota en la
mano. Más tarde la leí. En ella aparecían garabateadas las siguientes
palabras: «Siempre me he sentido profundamente impresionada por el
carácter de tu padre. Debemos aprender de él y aspirar a ser sus dignos

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sucesores para la causa que ha dejado atrás: la gran causa
revolucionaria del proletariado». ¿Acaso era realmente aquello el único
resultado de mi discurso?, pensé. Tenía la sensación de que no existía
modo de evitar la apropiación por parte de los comunistas de cualquier
principio moral o sentimiento de nobleza.

Un día, algunas semanas antes de su muerte, me había sentado con mi


padre en la estación de Chengdu, adonde habíamos acudido a esperar la
llegada de un amigo suyo. Nos encontrábamos en la misma zona
semidescubierta en la que mi madre y yo habíamos aguardado casi diez
años antes cuando ésta viajó a Pekín para interceder por él. El recinto
de espera no había cambiado mucho; si acaso, parecía aún más
deteriorado y mucho más concurrido que entonces. Más y más viajeros
abarrotaban la gran plaza que se abría ante la estación. Algunos
dormían; otros, sencillamente, aguardaban sentados; algunas mujeres
daban el pecho a sus hijos; unos cuantos pedían limosna. Se trataba de
campesinos del Norte que huían del hambre que imperaba en sus tierras
como consecuencia en parte del mal tiempo y en parte del sabotaje de la
cuadrilla de la señora Mao. Habían viajado hacinados sobre los techos
de los vagones, y circulaban numerosas historias de personas que
habían caído de los trenes o habían resultado decapitadas al atravesar
los túneles.

De camino a la estación, había preguntado a mi padre si podríamos


viajar al Sur para pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. «La
prioridad de mi vida —dije— es pasarlo bien». Él había sacudido la
cabeza con desaprobación: «Cuando se es joven, la prioridad debe
residir en el estudio y el trabajo».

Volví a sacar el tema a colación en la zona de espera. Una empleada


barría el suelo. Al llegar a cierto punto, su camino se vio parcialmente
interrumpido por una campesina del Norte que aguardaba sentada en el
suelo junto a un fardo raído y dos niños de corta edad cubiertos de
harapos. Sin mostrar la menor turbación se había descubierto el pecho,
negro de suciedad, y amamantaba a un tercero. La empleada siguió
barriendo y arrojó todo el polvo sobre ellos, como si no se encontraran
allí, pero la campesina no movió un músculo.

Mi padre se volvió hacia mí y dijo: «Viendo el modo en que vive toda


esta gente a tu alrededor, ¿cómo puedes pensar en divertirte?». Yo
guardé silencio. No me decidí a decirle: «Pero ¿qué puedo hacer yo, un
simple individuo más? ¿Acaso debo vivir a disgusto para nada?».
Aquello hubiera sonado espantosamente egoísta. Había sido educada
según la tradición de «contemplar el interés de toda la nación como mi
propio deber» (yi tian-xia wei ji-ren ).

Ahora, en el vacío que se abría ante mí tras la muerte de mi padre,


comencé a cuestionar todos aquellos preceptos. No quería enfrentarme
a misiones grandiosas, ni a «causas»; tan sólo deseaba vivir mi propia
vida, ya fuera tranquila o frivola. Le dije a mi madre que quería ir a
pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. Ella me animó a ir, y lo

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mismo hizo mi hermana quien, junto con Lentes, se había instalado con
nosotros nada más regresar a Chengdu. La fábrica de Lentes —en
teoría responsable de su alojamiento— no había vuelto a construir
nuevos apartamentos desde el comienzo de la Revolución Cultural. Por
entonces, muchos de sus empleados —incluido el propio Lentes— eran
solteros, y habían optado por alojarse en dormitorios de ocho personas.
Ahora, diez años después, la mayoría se habían casado y tenían hijos.
No tenían lugar donde vivir, por lo que se veían obligados a instalarse
con sus padres o sus suegros. Resultaba habitual ver a tres
generaciones sucesivas viviendo en la misma habitación.

Mi hermana no había podido obtener un empleo, ya que el hecho de que


se hubiera casado antes de contar con un trabajo en la ciudad la excluía
de ese derecho. Ahora, sin embargo, se le había concedido un puesto en
la administración de la Escuela de Medicina China de Chengdu gracias
a una norma que decía que a la muerte de un empleado estatal un
miembro de su descendencia podría ocupar su lugar.

Partí en el mes de julio en compañía de Jin-ming, quien a la sazón estaba


estudiando en Wuhan, una gran ciudad situada junto al Yangtzé. Nuestra
primera escala fue la cercana montaña de Lushan, dotada de una
exuberante vegetación y un clima excelente. Allí se habían celebrado
importantes conferencias del Partido —entre ellas la que en 1959 había
servido para denunciar al mariscal Peng Dehuai— y el lugar se hallaba
considerado de interés especial «para aquellos que deseaban obtener
una educación revolucionaria». Cuando sugerí que fuéramos a visitarla,
Jin-ming dijo con tono incrédulo: «¿Acaso no quieres descansar de tanta
“educación revolucionaria”?».

Tomamos numerosas fotografías, y al final habíamos agotado un rollo


entero de película con excepción de una foto. Durante el camino de
descenso pasamos junto a una villa de dos pisos semioculta por un
bosquecillo de pinos de sombrilla, magnolios y pinos comunes. Su
aspecto era casi el de un montón de piedras dispuestas al azar frente a
las rocas. Se me antojó como un lugar particularmente encantador, por
lo que aproveché para sacar la última fotografía. De repente, un
individuo surgió de no sé dónde y me ordenó con voz baja —pero
imperiosa— que le entregara la cámara. No vestía uniforme, pero
advertí que portaba una pistola. Abrió la cámara y veló todo el
contenido del carrete, tras lo cual desapareció como si se lo hubiera
tragado la tierra. Algunos turistas próximos a mí me susurraron que
aquélla era una de las residencias veraniegas de Mao, y yo experimenté
una nueva punzada de repulsión hacia el líder, si bien no tanto por sus
privilegios como por la hipocresía de permitirse una vida de lujos y al
mismo tiempo decir a sus súbditos que incluso las simples comodidades
eran perjudiciales para ellos. Ya fuera del alcance del oído del guardián,
yo me lamentaba por la pérdida de mis treinta y seis fotografías cuando
Jin-ming me dijo con una sonrisa: «¡Eso te pasa por curiosear en lugares
sagrados!».

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Partimos de Lushan en autocar. Como todos los de China, circulaba
abarrotado de viajeros, y teníamos que estirar el cuello
desesperadamente para poder respirar. Prácticamente no se habían
vuelto a construir autocares nuevos desde el comienzo de la Revolución
Cultural, época durante la cual la población urbana había aumentado en
varias decenas de millones de personas. Al cabo de unos minutos de
trayecto, nos detuvimos repentinamente. La puerta delantera se abrió y
un hombre de aspecto autoritario y vestido de paisano logró abrirse
paso hasta el interior. «¡Agachaos! ¡Agachaos! —ladró—. ¡Se aproximan
unos visitantes norteamericanos y es malo para el prestigio de nuestra
patria que vean vuestras cabezas desaliñadas!». Intentamos
agacharnos, pero el autocar estaba demasiado atestado. El hombre
gritó: «¡Es deber de todos salvaguardar el honor de nuestra patria!
¡Debemos mostrar un aspecto digno y pulcro! ¡Agachaos! ¡Doblad las
rodillas!».

Súbitamente, oí el vozarrón de Jin-ming: «¿Acaso no nos ha instruido el


presidente Mao para que jamás nos arrodillemos ante los imperialistas
norteamericanos?». Aquello equivalía a buscar problemas, ya que el
sentido del humor no era una cualidad apreciada. El hombre dirigió una
severa mirada en nuestra dirección, pero no dijo nada. Paseó la vista
rápidamente por el interior del autocar y partió apresuradamente. No
quería que los «visitantes norteamericanos» fueran testigos de una
escena. Ante los extranjeros había que ocultar cualquier forma de
discordia.

Por doquiera que viajábamos en nuestro recorrido a lo largo del Yangtzé


veíamos las secuelas de la Revolución Cultural: templos destrozados,
estatuas derribadas y antiguos poblados destruidos. Apenas quedaban
testimonios de la antigua civilización china. El daño, sin embargo, no
quedaba ahí. China no sólo había destruido la mayor parte de sus más
hermosos tesoros sino también su capacidad para apreciarlos, y ahora
era incapaz de reponerlos. Con excepción de sus paisajes —cubiertos de
cicatrices pero aún arrebatadores— China se había convertido en un
país feo.

Al término de nuestras vacaciones, tomé yo sola un vapor desde Wuhan


para ascender de regreso a lo largo de las gargantas del Yangtzé. El
viaje duró tres días. Una mañana, me encontraba asomada por la borda
cuando una ráfaga de viento me desató el peinado y arrojó mi horquilla
al agua. Un pasajero con quien había estado charlando señaló en
dirección a un afluente que se unía al Yangtzé en aquel mismo punto y
me relató una historia.

En el año 33 a. C, el emperador de China, en un intento de aplacar a sus


poderosos vecinos septentrionales del país, los hunos, decidió enviar
una mujer para que se desposara con el rey de aquellos bárbaros.
Realizó su selección entre los retratos de las tres mil concubinas de su
corte, a muchas de las cuales nunca había visto. Dado que el
destinatario era un bárbaro, escogió el retrato más feo, pero el día de la
partida descubrió que aquella mujer era, en realidad, sumamente

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hermosa. Su retrato era feo debido a que se había negado a sobornar al
pintor de la corte. El Emperador ordenó ejecutar al artista, mientras la
mujer, sentada junto a un río, lloraba por tener que abandonar su país
para habitar entre los bárbaros. El viento le arrebató la horquilla y la
dejó caer en el agua como si con ello quisiera conservar algo
perteneciente a ella en la tierra que la había visto nacer. Posteriormente,
la mujer se suicidó.

Según la leyenda, las aguas del río se tornaban intensamente cristalinas


en el lugar en que había caído la horquilla, y allí la corriente se llamaba
río del Cristal. Mi compañero de viaje me dijo que era aquel afluente
que veíamos. Con una sonrisa, añadió: «¡Ay, es un mal presagio!
¡Podrías acabar viviendo en una tierra extraña y casándote con un
bárbaro!». Yo sonreí ante aquella nueva muestra de la obsesión
tradicional china por considerar a las demás razas como bárbaros, y me
pregunté si para aquella mujer de la antigüedad no hubiera sido mejor
casarse con el rey bárbaro. Al menos, de ese modo hubiera podido estar
todos los días en contacto con las praderas, los caballos y la naturaleza.
Con el Emperador chino tenía que vivir en una lujosa prisión en la que
ni siquiera habría habido árboles, ya que su presencia podría haber
permitido a las concubinas trepar por ellos y escapar. Me sentí como las
ranas del pozo en una leyenda china, quienes afirmaban que el tamaño
del cielo era el de la redonda abertura del brocal. Experimenté un deseo
intenso y urgente de ver el mundo.

En aquella época, yo aún no había hablado nunca con un extranjero,


pese a que ya tenía veintitrés años y llevaba casi dos estudiando inglés.
Los únicos extranjeros que había visto había sido en Pekín, en 1972. En
cierta ocasión, mi universidad había recibido la visita de un extranjero,
uno de los escasos «amigos de China». Era un cálido día de verano y yo
me encontraba echando una siesta cuando una compañera irrumpió en
nuestro dormitorio y nos despertó con un chillido: «¡Ha venido un
extranjero! ¡Vamos todos a ver al extranjero!». Algunos la siguieron,
pero yo decidí quedarme y continuar con mi siesta. La idea de ir todos a
mirar a alguien boquiabiertos como si fuéramos zombis se me antojaba
ridícula. Por otra parte, ¿de qué nos serviría verle si se nos prohibía
dirigirnos a él a pesar de tratarse de un «amigo de China»?

Nunca había oído hablar a un extranjero, salvo en una única ocasión y


por medio de un disco de Linguaphone . Por entonces comenzaba a
aprender el idioma y conseguí un disco y un fonógrafo para escucharlo
en nuestra casa de la calle del Meteorito. Algunos vecinos congregados
en el patio sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos mientras
decían: «¡Qué sonidos tan curiosos!». Cuando terminó, me rogaron que
volviera a ponerlo una y otra vez.

Hablar con un extranjero era el sueño de todo estudiante, y un día se


presentó por fin mi oportunidad. Al regresar de mi viaje por el Yangtzé
supe que mi curso había de ser enviado en octubre a una ciudad
portuaria del Sur llamada Zhanjiang para practicar el inglés con
marineros de otros países. La perspectiva me llenó de júbilo.

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Zhanjiang se encontraba a unos mil doscientos kilómetros de Chengdu,
lo que suponía un viaje de dos días y dos noches en tren. Era el más
meridional de los puertos importantes del país, próximo a la frontera
con Vietnam. Parecía una ciudad extranjera, con sus edificios coloniales
de principios de siglo, sus arcos pseudorrománicos, sus rosetones y sus
grandes porches adornados con sombrillas de brillantes colores. La
población local hablaba cantones, idioma que casi resultaba una lengua
extranjera. El aire se hallaba impregnado por el olor poco familiar del
mar, el cual se mezclaba con el de su vegetación tropical y con el aroma
de un mundo más grande.

Sin embargo, la emoción que experimentaba al encontrarme allí se veía


sometida a constantes frustraciones. Viajábamos acompañados por un
supervisor político y tres profesores, quienes decidieron que aunque nos
encontrábamos a poco más de un kilómetro del mar no debía
permitírsenos aproximarnos a él. El propio puerto permanecía siempre
cerrado por miedo a sabotajes o deserciones. Se nos dijo que un
estudiante de Guangzhou se las había arreglado para ocultarse en la
bodega de un buque sin advertir que habría de permanecer allí
encerrado durante varias semanas. Para cuando le descubrieron, había
muerto. Debíamos restringir nuestros movimientos a una zona
claramente definida que apenas comprendía unas pocas manzanas en
torno a nuestra residencia.

Aquella clase de normas formaban parte de nuestra vida cotidiana, pero


nunca dejaban de exasperarme. Un día, me vi asaltada por una
necesidad irrefrenable de salir. Fingiéndome enferma, conseguí que me
dieran permiso para acudir a hospital situado en el centro de la ciudad.
Recorrí las calles desesperadamente, intentando sin éxito distinguir el
mar. Los habitantes locales no se mostraron en absoluto cooperadores:
les disgustaba la gente que no hablaba cantones, y se negaron a
comprenderme. Permanecimos en aquel puerto durante tres semanas, y
tan sólo una vez —y a título excepcional— se nos permitió visitar una
isla para ver el mar.

Dado que el objetivo de nuestra estancia allí era el poder conversar con
los marinos, fuimos distribuidos en pequeños grupos que se turnaban
para trabajar en los dos lugares que podíamos visitar: el Almacén de la
Amistad —en el que se vendían diversos artículos a cambio de divisas—
y el Club de Marinos, el cual contaba con un bar, un restaurante, una
sala de billar y otra de ping-pong.

Existían normas estrictas acerca de cómo debíamos dirigirnos a los


marinos. No se nos permitía hablar con ellos a solas más allá de unas
pocas frases intercambiadas sobre el mostrador del Almacén de la
Amistad. Si nos preguntaban el nombre y dirección, bajo ningún
concepto podíamos darles los auténticos. Después de cada conversación
teníamos que escribir un informe detallado de todo cuanto se había
dicho (práctica habitual para todos aquellos que tenían contacto con
extranjeros). Se nos advirtió una y otra vez de la importancia de
observar la «disciplina en los contactos con extranjeros» (she wai ji-lu ).

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De otro modo, nos decían, no sólo tendríamos serios problemas sino que
se prohibiría que acudieran más estudiantes.

De hecho, nuestras oportunidades de practicar el inglés eran escasas y


muy espaciadas entre sí. No todos los días llegaban barcos, y no todos
los marinos descendían a tierra. La mayor parte de ellos no eran
ingleses nativos, sino griegos, japoneses, yugoslavos, africanos y
también numerosos filipinos, la mayoría de los cuales apenas hablaban
un poco de inglés. No obstante, conocimos también a un capitán escocés
y a su mujer, así como a algunos escandinavos que hablaban un inglés
magnífico.

Cuando aguardábamos en el bar la llegada de nuestros anhelados


marinos, yo solía sentarme en el porche trasero, y allí me dedicaba a
leer y a contemplar los bosquecillos de cocoteros y palmeras dibujados
contra el cielo de color azul zafiro. Teníamos tantas ganas de conversar
que, tan pronto como entraban nuestros interlocutores, nos poníamos
en pie de un salto y prácticamente saltábamos sobre ellos intentando,
eso sí, mantener la mayor compostura posible. A menudo advertía en
sus rostros una expresión de extrañeza cuando rechazábamos sus
invitaciones para tomar una copa. Teníamos prohibido aceptar bebidas
de ellos. De hecho, no se nos permitía beber en absoluto: las elegantes
botellas y latas occidentales que se alineaban en las estanterías se
hallaban destinadas exclusivamente a los extranjeros. Nos limitábamos
a permanecer allí sentados en grupos de cuatro o cinco jóvenes de
distinto sexo y expresión solemne e intimidatoria. Yo ignoraba entonces
lo extraña que aquella situación debía de resultar para los marinos… y
lo distinta de su alegre concepto de vida portuaria.

Cuando llegaron los primeros marineros negros, las muchachas fuimos


discretamente prevenidas por nuestros maestros de que debíamos tener
cuidado: «Se encuentran menos desarrollados, y aún no han aprendido
a controlar sus instintos, por lo que son propensos a demostrar
abiertamente sus sentimientos siempre que pueden, ya sea por medio de
caricias, abrazos… incluso besos». Ante un auditorio de rostros
sorprendidos y asqueados, nuestros maestros nos contaron que una de
las mujeres del último grupo se había puesto a gritar en medio de una
conversación porque un marinero gambiano había intentado abrazarla.
Había pensado que iba a ser violada (rodeada como estaba por una
muchedumbre de chinos), y se asustó tanto que no fue capaz de hablar
con ningún otro extranjero durante el resto de su estancia.

Los miembros masculinos del alumnado —y, sobre todo, los funcionarios
estudiantiles— eran responsables de nuestra protección. Cada vez que
un marinero negro se dirigía a una de nosotras, nuestros compañeros
intercambiaban fugaces miradas y corrían al rescate, desviando el tema
de conversación y situándose entre nosotras y nuestros interlocutores.
Es posible que sus precauciones pasaran desapercibidas para los
marineros negros, especialmente si se tiene en cuenta que rápidamente
comenzaban a hablar de «la amistad entre China y los pueblos de Asia,
África y Latinoamérica». «China es un país en vías de desarrollo —

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declamaban, siguiendo el libro de texto al pie de la letra—, que siempre
se mantendrá del lado de las masas oprimidas y explotadas del mundo
en su lucha contra los imperialistas norteamericanos y los revisionistas
soviéticos». Ante aquello, los negros solían mostrarse a la vez
desconcertados y conmovidos, y a veces abrazaban a los estudiantes de
sexo masculino, quienes correspondían con gestos de camaradería.

Siguiendo la «gloriosa teoría» de Mao, el régimen solía insistir en que


China formaba parte del grupo de países en vías de desarrollo. Sin
embargo, el líder intentaba presentarlo como si ello no equivaliera al
reconocimiento de un hecho sino que se tratara de una actitud
magnánima por la que China se permitía descender a dicho nivel. Su
modo de decirlo no dejaba lugar a dudas con respecto a la noción de
que habíamos ingresado en las filas del Tercer Mundo para guiarlo y
protegerlo, lo que nos proporcionaba una presencia tanto más
grandiosa frente al mundo.

Aquella actitud arrogante me irritaba profundamente. ¿Por qué motivo


habíamos de considerarnos superiores? ¿Por nuestra tasa de población?
¿Por nuestro tamaño? En Zhanjiang pude comprobar que los marinos
del Tercer Mundo —equipados con elegantes relojes, cámaras y bebidas
que jamás habíamos visto antes— se encontraban en una posición
infinitamente mejor e incomparablemente más libre de la que, con la
excepción de unos pocos, disfrutaban los chinos.

Los extranjeros me inspiraban una tremenda curiosidad, y me sentía


impaciente por descubrir cómo eran realmente. ¿Qué diferencias tenían
con los chinos, y qué similitudes? Sin embargo, me veía obligada a
disimular mi interés ya que, aparte de ser una actitud peligrosa, podía
contemplarse como una pérdida de prestigio. Bajo el dominio de Mao, al
igual que durante los días del Imperio Medio, los chinos daban gran
importancia a mantener su dignidad frente a los extranjeros, lo que
equivalía a mostrar una actitud distante e inescrutable. Una forma
corriente de lograrlo consistía en no mostrar interés alguno por el
mundo exterior, por lo que muchos de mis compañeros jamás
formulaban preguntas a nuestros visitantes.

Acaso debido en parte a mi irreprimible curiosidad y en parte a mi nivel


de inglés —más avanzado que el del resto— todos los marineros
parecían especialmente interesados en hablar conmigo, incluso a pesar
del hecho de que yo procuraba hablar lo menos posible con objeto de
proporcionar a mis compañeros mayores ocasiones para practicar el
idioma. Algunos de nuestros visitantes se negaban incluso a hablar con
los demás estudiantes. Me convertí asimismo en la preferida del director
del Club de Marinos, un tipo enorme y fornido llamado Long. Ello
despertó la ira de Ming y de algunos de los supervisores. Para entonces,
nuestras asambleas políticas incluían un examen del modo en que cada
uno observaba la disciplina en los contactos con extranjeros. Se dijo que
yo había violado dicha disciplina debido a que parecía «demasiado
interesada», «sonreía demasiado» y «abría demasiado» la boca al
hacerlo. Fui asimismo criticada por gesticular con las manos al hablar:

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se suponía que las estudiantes debíamos mantener las manos bajo la
mesa y permanecer inmóviles.

En gran número de sectores de la sociedad china aún se esperaba que


las mujeres mantuvieran una actitud recatada, que bajaran la mirada si
algún hombre las contemplaba y que restringieran sus sonrisas a una
leve curva de los labios que no llegara a descubrir sus dientes. Jamás
debíamos gesticular al hablar. Cualquiera que contraviniera aquellas
normas de comportamiento era acusada de coqueta y, bajo el régimen
de Mao, coquetear con los extranjeros constituía un crimen
incalificable.

Aquellas insinuaciones me enfurecían. Eran mis propios padres


comunistas quienes me habían proporcionado una educación liberal.
Precisamente, siempre habían contemplado las restricciones a que se
hallaban sometidas las mujeres como la clase de costumbres a las que la
revolución comunista debía poner fin. Ahora, sin embargo, la opresión
de las mujeres avanzaba de la mano de la represión política al servicio
del resentimiento y de los celos más mezquinos.

Un día, llegó un buque paquistaní. El agregado militar de Pakistán se


trasladó desde Pekín, y Long nos ordenó que limpiáramos el club de
arriba abajo y organizó un banquete para el que solicitó mis servicios
como intérprete, lo que despertó las envidias de muchos otros
estudiantes. Pocos días después, los paquistaníes ofrecieron en su barco
una cena de despedida a la que yo fui invitada. El agregado militar
conocía Sichuan, y habían preparado un plato especial sichuanés en mi
honor. Tanto Long como yo nos mostramos encantados ante la
invitación.

Sin embargo, ni los ruegos personales del propio capitán ni las


amenazas de Long de no admitir más estudiantes en el futuro hicieron
cambiar de opinión a mis profesores, quienes dijeron que no se
permitiría a nadie subir a bordo de un navío extranjero. «¿Quién
asumiría la responsabilidad si alguien se marcha en el buque?», decían.
Se me ordenó que adujera que aquella tarde iba a estar ocupada. Por lo
que yo sabía entonces, se me estaba obligando a rechazar la única
ocasión que jamás tendría de realizar un recorrido por el mar, disfrutar
de una comida extranjera, tener una conversación en inglés como es
debido y obtener cierta experiencia del mundo exterior.

Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a
los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo
sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que
redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente
dudosa».

En aquel puerto encantador, con su clima soleado, su brisa marina y sus


cocoteros, vi todos los momentos que deberían haber sido motivo de
júbilo convertidos para mí en experiencias miserables. Contaba en el
grupo con un buen amigo que siempre intentaba animarme

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contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto.
Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino
contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que
habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la
Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello
era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.

El joven en cuestión era hijo de un colega de mi padre. El resto de los


estudiantes procedentes de la ciudad también se mostraban amigables
conmigo. No resultaba difícil distinguirlos de los jóvenes procedentes del
campesinado, especialmente abundantes entre los funcionarios
estudiantiles. Los estudiantes de ciudad se mostraban mucho más firmes
y seguros de sí mismos al enfrentarse al ambiente nuevo de un puerto
marítimo y, en consecuencia, no se sentían tan ansiosos por mostrar
agresividad hacia mí. Zhanjiang constituía un severo cambio cultural
para los antiguos campesinos, cuyos sentimientos de inferioridad
alimentaban el origen de su permanente obsesión por hacer la vida
imposible a los demás.

Tras una estancia de tres semanas, me despedí de Zhanjiang con una


mezcla de alivio y pesadumbre. Durante el viaje de regreso a Chengdu,
algunos amigos y yo fuimos a visitar la legendaria Guilin, un lugar en el
que las montañas y los ríos parecían extraídos de las pinturas clásicas
chinas. Allí había turistas extranjeros, y un día vimos a una pareja
acompañada de un niño que el hombre sostenía en sus brazos. Nos
sonreímos e intercambiamos un saludo de «Buenos días». Tan pronto
como desaparecieron de nuestra vista, un policía de paisano nos detuvo
para interrogarnos.

Regresé a Chengdu en el mes de diciembre. La ciudad hervía de


indignación contra la señora Mao y tres hombres de Shanghai, Zhang
Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían unido sus
fuerzas para defender el baluarte de la Revolución Cultural. Habían
alcanzado una relación tan próxima que ya en julio de 1974 Mao les
había prevenido de que no formaran una Banda de Cuatro, si bien la
población aún ignoraba esto último. Para entonces, el líder —que a la
sazón contaba ochenta y un años— les apoyaba por completo, cansado
ya de las pragmáticas perspectivas de Zhou Enlai y de Deng Xiaoping,
quien se había ocupado de la gestión cotidiana del Gobierno desde
enero de 1975, época en la que el primero había ingresado en el hospital
aquejado de un cáncer. Las interminables y absurdas minicampañas de
la Banda habían llevado a la población al límite de su paciencia, y en
círculos privados comenzaban a circular rumores como única fuente de
la que disponían los ciudadanos para descargar su profunda
frustración.

Las especulaciones más intensas se desarrollaban en torno a la señora


Mao. Dado que aparecía frecuentemente en compañía de un actor de
ópera, un jugador de ping-pong y un bailarín de ballet ascendidos
personalmente por ella a los máximos cargos de sus respectivas
profesiones, y dado igualmente que todos ellos eran jóvenes y apuestos,

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la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos
masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en
público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía
que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho,
hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se
habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como
consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y
los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de
los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de
la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió
a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que
pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían,
en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo
entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas —
casi todas ellas procedentes de Albania y Rumanía— se censuraron
todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha
proximidad (y no digamos si se besaban).

En autobuses, trenes y tiendas era frecuente asistir a escenas de


mujeres que imprecaban y abofeteaban a los hombres. En algunas de
tales ocasiones, los hombres negaban las acusaciones y se producía un
intercambio de insultos. Yo misma fui objeto de varios intentos de
abusos sexuales. Cada vez que ocurría, me limitaba a escabullirme fuera
del alcance de las temblorosas manos o rodillas que lo habían
provocado. Aquellos hombres me inspiraban lástima. Vivían en un
mundo en el que no existía forma alguna de descarga para su
sexualidad a no ser que tuvieran la suerte de lograr un matrimonio feliz,
para lo que contaban con pocas probabilidades. El secretario adjunto
del Partido para mi universidad, un hombre de edad avanzada, fue
sorprendido en unos grandes almacenes con los pantalones empapados
de semen. Se había visto empujado contra una mujer que había junto a
él por la acción de la multitud. Fue conducido a la comisaría de policía y
expulsado del Partido. Las mujeres lo pasaban igualmente mal. No había
organización en la que una o dos de ellas no fueran condenadas como
«zapatos desgastados» por haber sostenido relaciones
extramatrimoniales.

Aquellas normas no afectaban a los líderes. El octogenario Mao solía


aparecer rodeado de hermosas jóvenes. Aunque las historias que
circulaban en torno a él eran difundidas en forma de cautelosos
susurros, las que se referían a su esposa y sus amigos de la Banda de
los Cuatro solían transmitirse de modo abierto y desinhibido. A finales
de 1975, China era un hervidero de encendidos rumores. Durante la
minicampaña titulada «Nuestra Patria Socialista es un Paraíso»,
muchos sugirieron abiertamente la pregunta que yo ya me había
formulado a mí misma ocho años antes: «Si esto es el paraíso, ¿cómo
será el infierno?».

En 8 de enero de 1976 murió el primer ministro Zhou Enlai. Para mí, al


igual que para muchos otros chinos, Zhou había simbolizado un
gobierno comparativamente sensato y liberal que creía en la necesidad

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de asegurar el funcionamiento del país. Durante los tenebrosos años de
la Revolución Cultural, Zhou había representado para todos una débil
esperanza. Tanto mis amigos como yo nos sentimos anonadados por su
muerte. Nuestro dolor por su desaparición y el odio que sentíamos hacia
Mao, su camarilla y la Revolución Cultural se convirtieron en dos
sentimientos inseparablemente entrelazados.

Zhou, sin embargo, había colaborado con Mao en la Revolución


Cultural. Él había sido el encargado de pronunciar el discurso de
denuncia de Liu Shaoqi como «espía norteamericano». Se había reunido
casi diariamente con los guardias rojos y los Rebeldes para darles
órdenes. En febrero de 1967, cuando la mayoría del Politburó y de los
mariscales de la nación habían intentado detener la Revolución Cultural,
Zhou les había negado su apoyo. Siempre había sido un fiel servidor de
Mao. Empero, quizá había actuado de ese modo para evitar un desastre
aún más horrendo, tal como la guerra civil que podría haber estallado
de haberse producido un desafío generalizado a la política de Mao. Al
mantener China en funcionamiento, había dado lugar a que Mao la
sumiera en el caos, pero probablemente también había salvado al país
de un derrumbamiento total. Dentro de los límites de la seguridad, había
procurado proteger a cierto número de personas, entre ellas a mi padre
durante algún tiempo, y había evitado la destrucción de algunos de los
más importantes monumentos culturales del país. Al parecer, se había
visto atrapado en un dilema moral insoluble, si bien no hay que
descartar la posibilidad de que siempre hubiera dado prioridad a su
propia supervivencia. Debía de ser consciente de que sería aplastado si
osaba enfrentarse a Mao.

El campus se convirtió en un espectacular océano de blancas coronas


de papel y de carteles y pareados que expresaban el luto general. Todos
lucían un brazalete negro y una flor blanca prendida sobre el pecho, y
sus rostros mostraban una expresión apesadumbrada. Se trataba de un
luto en parte espontáneo y en parte organizado. Las muestras de dolor
por su fallecimiento constituían para la población en general y para las
autoridades locales un medio de expresar su desaprobación de la Banda
de los Cuatro, ya que era sabido que en el momento de su muerte Zhou
estaba siendo atacado por sus componentes, quienes habían ordenado
que el luto se mantuviera dentro de unos límites discretos. No obstante,
había muchos que lloraban a Zhou por motivos muy distintos. Tanto
Ming como otros funcionarios estudiantiles de mi curso encomiaban la
supuesta intervención de Zhou en la supresión del alzamiento
contrarrevolucionario de Hungría en 1956, su contribución al
establecimiento del prestigio de Mao como líder mundial y su absoluta
lealtad al mismo.

Fuera del campus se producían chispas de disensión aún más


esperanzadoras. En las calles de Chengdu aparecían pintadas escritas
en el borde de los carteles, y grandes multitudes se agrupaban estirando
los cuellos en su intento por leer la diminuta caligrafía. Un cartel
rezaba: «El cielo se ha tornado oscuro, una gran estrella ha
desaparecido…». Garabateadas al margen, podían leerse las palabras:

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«¿Cómo puede estar oscuro el cielo? ¿Qué hay del “rojo, rojo sol”?» (en
referencia a Mao). Una consigna mural exhortaba: «¡Freíd a los
perseguidores del primer ministro Zhou!» y, junto a ella, una pintada
respondía: «Vuestra ración mensual de aceite es tan sólo de dos liang
[95 ml] ¿Con qué pensáis freírlos?». Por primera vez en diez años, era
testigo de expresiones públicas de ironía y humor, y sentí que mi ánimo
se enardecía.

Mao nombró a un inútil don nadie llamado Hua Guofeng para suceder a
Zhou y montó una campaña destinada a denunciar a Deng y responder
ante el regreso de la derecha. La Banda de los Cuatro difundió los
discursos de Deng Xiaoping como objetivos de denuncia. En uno de
ellos, pronunciado en 1975, Deng había admitido que los campesinos de
Yan’an se hallaban entonces en peor situación que cuarenta años antes,
a la llegada de los comunistas tras su Larga Marcha. En otro, había
declarado que un jefe del Partido debía decir a los profesionales:
«Vosotros me guiáis, yo os sigo». En un tercero había esbozado sus
planes para mejorar el nivel de vida, permitir una mayor libertad y
poner fin a las persecuciones políticas. Comparados con las acciones de
la Banda de los Cuatro, aquellos documentos convirtieron a Deng en un
héroe popular y llevaron a un punto de ebullición el odio que la
población sentía hacia la Banda. Yo no daba crédito a mis ojos, y
pensaba: ¡parecen despreciar a la población china hasta el punto de que
dan por supuesto que la lectura de estos discursos hará que odiemos a
Deng en lugar de admirarle y que, encima, les admiraremos a ellos!

En la universidad recibimos la orden de denunciar a Deng en


interminables asambleas multitudinarias. Casi todos, sin embargo,
mostrábamos una resistencia pasiva, y durante aquellas pantomimas
rituales deambulábamos por el auditorio o charlábamos, leíamos,
hacíamos punto e incluso dormíamos. Los oradores leían sus guiones
preparados de antemano con voz monótona, inexpresiva y casi
inaudible.

Dado que Deng procedía de Sichuan, circularon numerosos rumores


según los cuales iba a ser enviado de regreso a Chengdu como una
forma de exilio. A menudo podía ver grandes multitudes alineadas a lo
largo de las calles porque habían oído que el dirigente estaba a punto de
llegar. En algunas ocasiones, su número se contaba por decenas de
miles.

Al mismo tiempo, existía una animosidad cada vez más generalizada


contra la Banda de los Cuatro, conocida también como Banda de
Shanghai. Dejaron súbitamente de venderse bicicletas y otros artículos
fabricados en Shanghai. Cuando el equipo de fútbol de Shanghai acudió
a Chengdu, sus miembros fueron abucheados durante todo el partido, y
la multitud se reunió frente al estadio para insultarlos a la entrada y a la
salida.

En toda China comenzaron a desencadenarse diversos actos de protesta


que alcanzaron su punto culminante durante el Festival de Barrido de

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Tumbas de la primavera de 1976, tradición mediante la cual los chinos
presentan sus respetos a los difuntos. En Pekín, cientos de miles de
ciudadanos se congregaron durante varios días seguidos en la plaza de
Tiananmen para llorar a Zhou. Portaban coronas especialmente
elaboradas, y pronunciaron discursos y apasionadas declamaciones de
poesía. Sirviéndose de un simbolismo y un lenguaje codificados que, sin
embargo, todos comprendían, vertieron todo el odio que sentían hacia la
Banda de los Cuatro e incluso hacia Mao. La protesta fue aplastada en
la noche del 5 de abril: la policía cargó sobre la muchedumbre y detuvo
a varios cientos de personas. Mao y la Banda de los Cuatro
denominaron aquel episodio una «rebelión contrarrevolucionaria al
estilo húngaro». Deng Xiaoping, que a la sazón se encontraba
incomunicado, fue acusado de organizar y dirigir las manifestaciones y
bautizado con el nombre de Nagy chino (Nagy había sido el primer
ministro húngaro en 1956). Mao depuso oficialmente a Deng e
intensificó la campaña en contra de él.

Pese a que la manifestación fue sofocada y ritualmente condenada por


los medios de comunicación, el solo hecho de que se hubiera producido
sirvió para cambiar el estado de ánimo del país. Se trataba del primer
desafío abierto en gran escala que había sufrido el régimen desde su
fundación en 1949.

En junio de 1976 mi curso fue enviado a pasar un mes en una fábrica de


las montañas para aprender de los obreros. Al concluir nuestra
estancia, partí con algunos amigos en un viaje de ascensión al magnífico
monte Emei, La Ceja de la Belleza, situado al oeste de Chengdu. El 28 de
julio, cuando ya descendíamos de regreso, oímos una emisión de radio
que un turista escuchaba a gran volumen a través su transistor. Siempre
me había irritado profundamente el insaciable apetito de la gente por
aquella máquina de propaganda. ¡Y encima en un paraje escénico!
Como si nuestros oídos no hubieran sufrido ya bastante con la absurda
baraúnda que escupían los omnipresentes altavoces… Aquella vez, sin
embargo, algo captó mi atención. Se había producido un terremoto en
una ciudad minera cercana a Pekín llamada Tangshan. Comprendí que
debía de haberse tratado de una catástrofe sin precedentes, pues los
medios de comunicación raramente anunciaban malas noticias. En
efecto, las cifras oficiales ascendían a doscientos cuarenta y dos mil
muertos y ciento sesenta y cuatro mil heridos graves[8] .

Aunque posteriormente inundaron los medios de comunicación con


declaraciones propagandísticas en las que manifestaban su interés por
las víctimas, los miembros de la Banda de los Cuatro advirtieron que el
terremoto no debía distraer la atención del país de su prioridad
anterior: la denuncia de Deng. La señora Mao dijo públicamente: «Tan
sólo hubo algunos centenares de miles de muertos. ¿Y qué? La denuncia
de Deng Xiaoping afecta a ochocientos millones de personas». Incluso
viniendo de ella, aquellas palabras resultaban demasiado ignominiosas,
pero lo cierto es que fueron oficialmente difundidas.

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La zona de Chengdu se vio alertada por numerosas alarmas de
terremoto, por lo que a mi regreso del monte Emei me trasladé con mi
madre y con Xiao-fang a Chongqing, considerado un lugar más seguro.
Mi hermana, que prefirió permanecer en Chengdu, durmió durante
aquellos días bajo una robusta mesa de grueso roble cubierta por
mantas y edredones. Los funcionarios organizaron grupos de personas
para construir refugios improvisados y despacharon equipos que se
turnaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar el
comportamiento de diversas especies animales a las que se atribuía el
poder de presentir los seísmos. La Banda de los Cuatro, sin embargo,
continuó ocupada en instalar consignas murales en las que descargaban
frases tales como «¡Manteneos alerta ante el criminal intento de Deng
Xiaoping por explotar el pánico producido por los terremotos para
suprimir la revolución!», y convocó una concentración para «condenar
solemnemente a los seguidores del capitalismo que se sirven del miedo
de la población a los terremotos para sabotear la denuncia de Deng». El
acontecimiento resultó un fracaso.

Regresé a Chengdu a comienzos de septiembre. Para entonces


comenzaba ya a remitir el miedo colectivo producido por los seísmos. El
9 de septiembre de 1976 por la tarde, me encontraba yo en clase de
inglés. A eso de las tres menos veinte se nos dijo que a las tres de la
tarde se emitiría un importante comunicado y que deberíamos reunimos
todos en el patio para escucharlo. Ya en otras ocasiones se habían
producido convocatorias parecidas, y salí al patio sumida en un estado
de irritación. Era un nuboso día de otoño típico de Chengdu. Podía oírse
el rumor de las hojas de los bambúes al rozar contra los muros. Poco
antes de las tres, mientras el altavoz aún emitía los habituales
chasquidos que indicaban que estaba siendo sintonizado, la secretaria
del Partido de nuestro departamento se situó frente a los que nos
hallábamos allí congregados. Contemplándonos con expresión
apesadumbrada, comenzó a titubear con dificultad las siguientes
palabras: «Nuestro Gran Líder el presidente Mao, Su Reverencia
Venerable (ta-lao-ren-jia ), ha…».

De repente, comprendí que Mao había muerto.

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28. «Luchando por emprender el vuelo»

(1976-1978)

La noticia me inundó de una euforia tal que durante unos instantes


permanecí paralizada. Mi autocensura, tan profundamente enraizada,
se puso en marcha de inmediato: advertí el hecho de que a mi alrededor
se había desencadenado una orgía de sollozos a la que debía contribuir
con una actuación apropiada. No parecía haber otro lugar en el que
ocultar mi incapacidad para experimentar las debidas emociones que el
hombro de la mujer situada ante mí, una funcionaría estudiantil
aparentemente desconsolada. Rápidamente, hundí la cabeza en él y
comencé a sacudir los hombros tal y como exigía la ocasión. Como tan a
menudo sucede en China, aquel tímido ritual bastó para salvar la
ocasión. Gimiendo desgarradoramente, realizó un movimiento como si
pretendiera darse la vuelta y abrazarme. Yo descargué todo mi peso
sobre su espalda para impedir que cambiara de postura, en la confianza
de que obtuviera la impresión de que me encontraba en un estado de
incontenible desconsuelo.

Durante los días que siguieron a la muerte de Mao me entregué a


intensas reflexiones. Sabía que se le consideraba un filósofo, e intenté
imaginar en qué consistía realmente su «filosofía». Me daba la
sensación de que su principio básico consistía en la necesidad —¿o el
deseo?— de mantener un conflicto perpetuo. El núcleo de dicho
pensamiento parecía estribar en la idea de que el esfuerzo humano
constituía la fuerza motivadora de la historia, y en que para hacer
historia se precisaba una creación continua y en masa de «enemigos de
clase». Me pregunté si habrían existido otros filósofos cuyas teorías
hubieran dado lugar al sufrimiento y muerte de tanta gente. Pensé en el
terror y la miseria a que había sido sometida la población de China.
¿Para qué?

Las teorías de Mao, sin embargo, podían no ser sino una prolongación
de su personalidad. En mi opinión, había sido por naturaleza un
luchador incansable y competente. Había comprendido la índole de
instintos humanos tales como la envidia y el rencor, y había sabido cómo
explotarlos para conseguir sus propios fines. Su poder se había
sustentado en despertar el odio entre las personas y, al hacerlo, había
llevado a muchos chinos corrientes a desempeñar numerosas tareas
encomendadas en otras dictaduras a las élites profesionales. Mao se las
había arreglado para convertir al pueblo en el instrumento definitivo de
una dictadura. A ello se debía que bajo su régimen no hubiera existido
un equivalente real de la KGB soviética. No había habido necesidad de
ello. Al nutrir y sacar al exterior los peores sentimientos de las
personas, Mao había creado un desierto moral y una tierra de odios. Sin
embargo, me resultaba imposible determinar el grado de

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responsabilidad moral que cabía atribuir en todo ello al ciudadano
ordinario.

La otra característica fundamental del maoísmo, pensé, había sido la


instauración del imperio de la ignorancia. Animado a la vez por su
conjetura de que las clases cultivadas constituían el blanco evidente de
una población en gran parte analfabeta, por su propia y profunda
antipatía hacia la educación y quienes de ella gozaban, por su
megalomanía —la cual le había llevado a despreciar las grandes figuras
de la cultura china— y por el desdén que le inspiraban aquellos aspectos
de la civilización china que no comprendía (tales como la arquitectura,
el arte y la música), Mao había destruido gran parte del legado cultural
del país. Tras él había dejado no sólo una nación asolada sino también
un territorio deforme cuyos habitantes apenas sabían admirar las
escasas glorias que de él quedaban.

Los chinos parecían estar llorando a Mao con sincera amargura. No


obstante, me pregunté cuántas de aquellas lágrimas serían auténticas.
La gente había aprendido a fingir con tal maestría que muchos llegaban
a confundir sus parodias con sus sentimientos reales. Quizá, llorar a
Mao no constituía sino un nuevo acto programado de sus igualmente
programadas vidas.

Pese a todo ello, el estado de ánimo de la nación reflejaba un rechazo


inconfundible a seguir adelante con la política de Mao. El 6 de octubre,
menos de un mes después de su muerte, la señora Mao fue detenida
junto con el resto de los miembros de la Banda de los Cuatro. No
contaban con el apoyo de ningún sector: ni del Ejército, ni de la
policía… ni siquiera de sus propios guardias. Tan sólo habían contado
con Mao. En realidad, la Banda de los Cuatro se había mantenido en el
poder debido a que se trataba de una Banda de Cinco.

Cuando advertí la facilidad con que los Cuatro habían sido depuestos,
me sentí invadida por una oleada de tristeza. ¿Cómo era posible que
aquel diminuto grupo de tiranos baratos hubiera podido atropellar a
novecientos millones de personas durante tanto tiempo? Sin embargo,
mi emoción principal era un sentimiento de alborozo. Por fin, habían
desaparecido los últimos tiranos de la Revolución Cultural. Mi júbilo era
compartido por doquier. Al igual que muchos de mis compatriotas, salí a
proveerme de los mejores licores con objeto de celebrar el
acontecimiento con mis familiares y amigos, pero descubrí que todas las
existencias se habían agotado en las tiendas: había demasiada gente
deseosa de manifestar espontáneamente su alegría.

También se celebraron conmemoraciones oficiales, pero me enfureció


comprobar que se trataba exactamente de las mismas concentraciones
habitualmente convocadas durante la Revolución Cultural. Me irritó
especialmente el hecho de que en mi departamento fueron los
supervisores políticos y los funcionarios estudiantiles quienes, con
imperturbable fariseísmo, se encargaron de la organización de aquellas
pantomimas.

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El nuevo liderazgo aparecía encabezado por el sucesor elegido por Mao,
Hua Guofeng, cuyo único mérito, creo, residía en su propia
mediocridad. Uno de sus primeros actos consistió en anunciar la
construcción de un enorme mausoleo para Mao en la plaza de
Tiananmen. Al enterarme, me sentí escandalizada: como resultado del
terremoto de Tangshan, cientos de miles de personas continuaban aún
sin hogar y obligadas a vivir en cobertizos temporales construidos sobre
las aceras.

Con su larga experiencia, mi madre advirtió inmediatamente que se


anunciaba el comienzo de una nueva era. Al día siguiente de morir Mao,
se presentó a trabajar en su departamento. Había permanecido en casa
durante cinco años, y anhelaba volver a emplear su energía para alguna
finalidad de provecho. Se le adjudicó el puesto de Séptima Directora
Adjunta del departamento que había dirigido antes de la Revolución
Cultural, pero no le importó.

Para mí, más impaciente que ella, las cosas parecían continuar igual
que antes. En enero de 1977 concluyó mi estancia en la universidad. No
se nos examinó, ni tampoco se nos concedió título alguno. A pesar de la
desaparición de Mao y de la Banda de los Cuatro, aún permanecía en
vigor la norma de Mao según la cual todos debíamos regresar a
nuestros orígenes. Para mí, ello significaba volver a trabajar en la
fábrica. El concepto de que una educación universitaria tuviera que
influir en la posición de cada uno había sido condenada por el líder
como una «formación de aristócratas espirituales».

Desesperadamente, busqué algún modo de evitar mi regreso a la


fábrica. Si ello sucedía, perdería cualquier ocasión de aprovechar mi
inglés: no podría traducir nada ni practicar el idioma con nadie. Una vez
más, recurrí a mi madre, quien me dijo que sólo existía una salida: la
fábrica tenía que negarse a aceptar mi regreso. Mis antiguos
compañeros de trabajo convencieron a la dirección para que redactara
un informe dirigido al Segundo Departamento de Industria Ligera en el
que declaraba que aunque yo era una buena trabajadora, no por ello
dejaban de ser conscientes de que debían sacrificar sus propios
intereses por una mejor causa: nuestra madre patria debía poder
aprovechar mis conocimientos de inglés.

Una vez que aquella florida misiva hubo sido enviada, mi madre me
envió a ver al director general del Departamento, un tal señor Hui,
quien anteriormente había sido colega suyo y había desarrollado un
gran cariño hacia mí durante mi niñez. Mi madre sabía que aún
conservaba cierta debilidad por mí. El día siguiente a mi visita, convocó
una asamblea de su consejo en la que se decidió someter mi caso a
estudio. El consejo se hallaba formado por unos veinte directores que
debían reunirse invariablemente para tomar cualquier decisión, por
nimia que fuera. El señor Hui logró convencerles de que debía
concedérseme una oportunidad de emplear mi inglés, y el consejo
escribió una recomendación formal dirigida a mi universidad.

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Aunque anteriormente mi departamento había procurado hacerme la
vida imposible, por entonces necesitaban profesores, y en enero de 1977
fui nombrada profesora adjunta de inglés por la Universidad de
Sichuan. El hecho de trabajar allí despertaba en mí emociones
contradictorias, ya que tendría que residir en el campus bajo la
vigilancia de los supervisores políticos y de varios colegas tan
ambiciosos como envidiosos. Peor aún: no tardé en saber que durante
un año no se me permitiría relacionarme en absoluto con mi profesión.
Una semana después de mi nombramiento fui enviada a una zona rural
de las afueras de Chengdu como parte de mi programa de
«reeducación».

Durante mi estancia allí trabajé en los campos y hube de asistir a


aburridas e interminables asambleas. El tedio, el descontento y la
presión a que me veía sometida por no tener novio a la avanzada edad
de veinticinco años me impulsaron por entonces a encapricharme
sucesivamente con dos hombres. A uno de ellos jamás le había visto
anteriormente, pero solía escribirme unas cartas sumamente hermosas.
Sin embargo, mi enamoramiento cesó tan pronto como le puse la vista
encima. El otro, Hou, había sido un líder Rebelde. Inteligente y falto de
escrúpulos, cabía considerarle como un producto de la época. Logró
fascinarme con su encanto.

Hou fue detenido durante el verano de 1977 tras el inicio de una


campaña destinada a capturar a los seguidores de la Banda de los
Cuatro. Entre ellos se incluían los jefes de los Rebeldes y cualquier otra
persona que hubiera intervenido en actos violentos y criminales,
categoría vagamente descrita que abarcaba la tortura, el asesinato y la
destrucción o saqueo de propiedades estatales. La campaña concluyó al
cabo de unos cuantos meses. El motivo principal era que en ella no se
repudiaba a Mao, ni tampoco la Revolución Cultural como tal. Todos
aquellos que habían cometido actos de maldad adujeron que lo habían
hecho obedeciendo a la lealtad que sentían hacia Mao. Tampoco existían
criterios claros para juzgar el grado de criminalidad de cada acto, salvo
en los más flagrantes casos referidos a torturadores y asesinos. El
número de aquellos que habían participado en asaltos domiciliarios,
luchas entre facciones y destrucción de monumentos históricos,
antigüedades y libros era demasiado elevado. El horror más
espeluznante de la Revolución Cultural —la abrumadora represión que
había llevado a cientos de miles de personas a la locura, el suicidio y la
muerte— había sido obra colectiva de toda la población. Prácticamente
todo el mundo —incluidos los niños pequeños— había participado en las
brutales asambleas de denuncia, y muchos lo habían hecho en las
palizas a que eran sometidas las víctimas. Lo que es más, numerosas
víctimas habían pasado a convertirse posteriormente en verdugos y
viceversa.

Tampoco existía un sistema legal independiente con capacidad para


investigar y juzgar. Eran los funcionarios del Partido quienes decidían
quién debía ser castigado y quién no, y a menudo los sentimientos
personales constituían el factor decisivo. Algunos fueron condenados a

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severas penas, mientras que otros quedaron prácticamente impunes.
Entre los perseguidores de mi padre, Zuo no recibió castigo alguno, y la
señora Shau fue sencillamente transferida a un puesto menos ventajoso.

Los Ting se encontraban detenidos desde 1970, pero no fueron llevados


ante la justicia, ya que el Partido no había establecido criterios a los que
pudiera recurrirse para juzgarles. Lo único que les ocurrió fue que
tuvieron que asistir a asambleas incruentas en las que las víctimas
pudieran «verbalizar su amargura» contra ellos. En una de ellas, mi
madre relató la persecución a la que ambos habían sometido a mi
padre. Tanto él como ella hubieron de permanecer detenidos a la espera
de juicio hasta que, en 1982, fueron condenados a veinte y diecisiete
años de prisión respectivamente.

Hou, cuya detención me había tenido tantas noches sin poder dormir a
causa de la inquietud, no tardó en ser puesto en libertad. Sin embargo,
las amargas emociones resucitadas a lo largo de aquellos días de
reflexión lograron apagar cualquier sentimiento que hubiera podido
experimentar hacia él. Aunque nunca llegué a conocer su auténtico
grado de responsabilidad, era evidente para mí que en su calidad de
líder de la Guardia Roja durante los años más sangrientos no podía
encontrarse totalmente eximido de ella. A pesar de todo, no lograba
detestarle personalmente, si bien dejó de inspirarme compasión alguna.
Confié en que el peso de la justicia terminaría por alcanzarle tanto él
como a todos aquellos que lo merecían.

¿Cuándo habría de llegar aquel momento? ¿Podría hacerse justicia


algún día? Teniendo en cuenta, además, lo soliviantados que ya estaban
los ánimos, ¿cabía esperar que ello fuera posible sin despertar aún más
animosidad y amargura? Por doquier podían verse facciones que en
otro tiempo habían librado sangrientos enfrentamientos entre sí y ahora
convivían bajo el mismo techo. Los seguidores del capitalismo se veían
obligados a trabajar codo a codo junto a antiguos Rebeldes que otrora
les habían denunciado y atormentado. El país se encontraba aún en una
situación de tensión extrema. ¿Cuándo, si es que tal momento llegaba,
lograríamos vernos libres de la pesadilla desencadenada por Mao?

En julio de 1977 Deng Xiaoping fue rehabilitado una vez más y


nombrado adjunto de Hua Guofeng. Cada uno de sus discursos era
como una bocanada de aire puro. Terminarían las campañas políticas.
Los «estudios» políticos exigían «exorbitantes impuestos y exacciones»
que debían ser eliminados. La política del Partido debía basarse en la
realidad, y no en los dogmas. Más importante aún: resultaba erróneo
seguir al pie de la letra todas las consignas de Mao. Deng estaba
reorientando el rumbo de China. A pesar de ello, comencé a sufrir una
nueva forma de ansiedad: temía que aquel nuevo futuro nunca llegara a
hacerse realidad.

De acuerdo con el espíritu de Deng, mi condena en la comuna llegó a su


fin en diciembre de 1977, un mes antes de que se cumpliera el año
originalmente establecido. A pesar de tratarse de tan sólo un mes,

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aquella diferencia me llenó de un júbilo desproporcionado. Cuando
regresé a Chengdu descubrí que, aun con retraso, la universidad estaba
a punto de convocar exámenes para 1977: los primeros exámenes como
es debido que habían de tener lugar desde 1966. Deng había anunciado
que el ingreso en las universidades debía depender de los resultados
académicos, y no de las «puertas traseras». Así, hubo que retrasar los
cursos de otoño con objeto de preparar a la población para las
modificaciones que implicaba el abandono de la política de Mao.

Fui enviada a las montañas del norte de Sichuan para entrevistar a los
solicitantes que deseaban ingresar en mi departamento. Acudí de buen
grado. Fue durante aquel viaje, mientras me trasladaba de condado en
condado a través de aquellas carreteras serpenteantes y polvorientas,
cuando concebí por vez primera una idea clave: ¡qué maravilloso sería
poder abandonar el país para estudiar en Occidente!

Algunos años antes, un amigo me había contado su historia. Había


llegado originalmente a la «madre patria» en 1964, procedente de Hong
Kong, pero no había podido partir de nuevo hasta 1973 cuando, gracias
a la apertura provocada por la visita de Nixon, había obtenido por fin
autorización para ir a visitar a su familia. Ya en la primera noche que
había pasado en Hong Kong, había oído a su sobrina hablando por
teléfono con Tokio para organizar un fin de semana de turismo. Aquel
relato, aparentemente inconsecuente, llegó a convertirse para mí en una
fuente de constante perturbación. Me atormentaba aquella libertad para
ver mundo, algo hasta entonces inconcebible para mí. La imposibilidad
de viajar al extranjero había hecho que la idea permaneciera
firmemente enterrada en mi inconsciente. Cierto era que anteriormente
se habían concedido permisos ocasionales para disfrutar de becas en el
extranjero pero, claro está, los candidatos habían sido previamente
elegidos por las autoridades, y la pertenencia al Partido había
constituido uno de los requisitos exigidos. Dado que yo ni era miembro
del mismo ni gozaba de la confianza de mi departamento, no hubiera
tenido posibilidad de algo así aunque la beca en cuestión hubiera
recaído en mi universidad como llovida del cielo. Ahora, sin embargo,
mi mente empezó a alimentar la idea de que dado que se habían
reinstaurado los exámenes y que China comenzaba a despojarse de su
camisa de fuerza maoísta acaso existiera la oportunidad de lograrlo.
Apenas había comenzado a soñar con ello cuando me obligué a mí
misma a abandonar la esperanza. Temía demasiado el momento en que
habría de enfrentarme a la inevitable decepción final.

Al regresar de mi viaje, me enteré de que a mi departamento le había


sido concedida una beca destinada a algún profesor joven o de mediana
edad que quisiera viajar a Occidente, y también de que la elección había
recaído sobre otra persona.

Aquella noticia devastadora me fue comunicada por la profesora Lo,


una mujer de setenta y pocos años que, pese a caminar con paso
vacilante y ayudada por un bastón, se mostraba ágil y despierta en
todos los demás aspectos de su actividad. Hablaba inglés a gran

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velocidad, como si se encontrara impaciente por descargar todos sus
conocimientos. Había vivido en los Estados Unidos durante treinta años
aproximadamente. Su padre había sido Juez Supremo en la época del
Kuomintang, y había sido su deseo proporcionar a su hija una educación
occidental. En Norteamérica había adoptado el nombre de Lucy, y se
había enamorado de un estudiante llamado Luke. Ambos habían
planeado casarse pero, al saberlo, la madre de Luke había dicho: «Lucy,
siento por ti un gran aprecio pero ¿qué aspecto tendrían vuestros hijos?
Sería todo muy difícil…».

Lucy había roto con Luke porque era demasiado orgullosa para dejarse
aceptar por la familia a regañadientes. A comienzos de los años
cincuenta, poco después de que los comunistas tomaran el poder, había
regresado a China pensando que, al menos, podría ser testigo de cómo
su pueblo recuperaba la dignidad. Jamás pudo olvidar a Luke, y terminó
por casarse a destiempo con un compatriota que trabajaba como
profesor de inglés al que nunca llegó a amar y con quien discutía
ininterrumpidamente. Ambos habían sido expulsados de su domicilio
durante la Revolución Cultural y vivían en un cuartito diminuto de
aproximadamente dos metros y medio por tres atestado de viejos
papeles descoloridos y libros polvorientos. Resultaba conmovedor ver a
aquella frágil pareja de blancos cabellos, incapaces de soportarse el uno
al otro y obligados a sentarse respectivamente en un extremo de la
cama de matrimonio y en la única silla que admitía su habitación.

La profesora Lo me tomó un gran cariño. Solía decir que veía en mí su


extinta juventud de cincuenta años atrás, cuando también ella había sido
una muchacha inquieta y deseosa de conseguir la felicidad. Había
fracasado en su intento, decía, pero quería que yo lo lograra. Cuando se
enteró de la existencia de aquella beca para viajar al extranjero —
probablemente a Norteamérica— se mostró terriblemente excitada,
aunque también preocupada por el hecho de que yo estuviera de viaje y
no pudiera presentar mi solicitud. Por fin, la beca fue concedida a una
tal señorita Yee que tenía un año de antigüedad más que yo y era ya
funcionaría del Partido. Durante mi estancia en el campo, tanto ella
como el resto de los jóvenes profesores de mi departamento licenciados
desde la Revolución Cultural habían ingresado en un programa de
preparación destinado a mejorar su inglés. La profesora Lo había
formado parte de su grupo de tutores. Solía enseñar sirviéndose de
artículos extraídos de publicaciones inglesas que había obtenido de
amigos que residían en ciudades más abiertas, tales como Pekín y
Shanghai (Sichuan continuaba siendo una provincia vedada a los
extranjeros). Durante aquel tiempo, procuré asistir a sus clases siempre
que regresaba del campo para realizar una visita.

Cierto día, el texto versaba acerca de la utilización de la energía


atómica por parte de la industria norteamericana. Una vez que la
profesora Lo hubo explicado el significado del artículo, la señorita Yee
alzó la mirada, se enderezó y exclamó con gran indignación: «¡Es
preciso leer este artículo desde un punto de vista crítico! ¿Quién puede
esperar que los imperialistas norteamericanos hagan un uso pacífico de

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la energía atómica?». Al oírla repetir como un loro aquellas frases
extraídas de la propaganda cotidiana me sentí profundamente irritada.
Impulsivamente, repuse: «¿Y cómo sabes que no pueden hacerlo?». La
señorita Yee y casi todos los demás miembros de la clase me
contemplaron con estupefacción. Para ellos, aquel tipo de preguntas
seguían resultando inconcebibles, incluso blasfemas. En ése instante
distinguí una chispa de simpatía en los ojos de la profesora Lo,
animados por una expresión sonriente que sólo yo era capaz de
detectar. Me sentí comprendida y reconfortada.

Aparte de la profesora Lo, había otros profesores que también preferían


que fuera yo, y no la señorita Yee, quien viajara a Occidente. No
obstante, y a pesar del hecho de que todos ellos habían comenzado ya a
ser nuevamente respetados bajo la nueva atmósfera reinante, ninguno
de ellos poseía influencia alguna. Si alguien podía ayudarme, tendría
que ser mi madre. Siguiendo su consejo, acudí a visitar a algunos de los
antiguos colegas de mi padre, quienes a la sazón se hallaban a cargo de
las universidades, y anuncié que tenía que formular una queja: dado que
el camarada Deng Xiaoping había dicho que el acceso a las
universidades debía depender de los resultados académicos y no de las
«puertas traseras», debía ser a buen seguro incorrecto no basarse
igualmente en dicho procedimiento a la hora de conceder becas de
estudio en el extranjero. Les supliqué que me concedieran una
oportunidad justa de defender mis méritos, lo que no podía equivaler
sino a un examen.

Mientras mi madre y yo nos dedicábamos a nuestros cabildeos, llegó


súbitamente una orden de Pekín: por primera vez desde 1949, las becas
para estudiar en el extranjero serían concedidas según el resultado de
exámenes académicos a nivel nacional que no tardarían en ser
convocados en Pekín, Shanghai y Xi’an, la antigua capital en la que
futuras excavaciones habrían de descubrir el célebre Ejército de
terracota.

Mi departamento tenía que enviar tres candidatos a Xi’an. Tras cancelar


la beca de la señorita Yee, escogió dos candidatos —ambos excelentes
profesores de aproximadamente cuarenta años de edad— que llevaban
enseñando desde antes de la Revolución Cultural. Debido en parte a las
órdenes de Pekín de basar la selección en las aptitudes profesionales y
en parte a las presiones ejercidas por la campaña de mi madre, el
departamento decidió que el tercer candidato —alguien más joven—
fuera escogido entre las dos docenas de personas que se habían
licenciado durante la propia Revolución Cultural, para lo cual se
convocaron exámenes orales y escritos que habrían de tener lugar el 18
de marzo.

Obtuve en ambos la puntuación máxima, si bien es cierto que mi


superioridad en el examen oral obedeció a motivos un tanto irregulares.
Teníamos que entrar de uno en uno en una estancia en la que
aguardaban sentados dos examinadores, la profesora Lo y otro
catedrático ya veterano. Frente a ellos, podían verse unas cuantas bolas

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de papel sobre una mesa: nosotros teníamos que escoger una y
responder en inglés a la pregunta que en ella se formulara. La mía
rezaba: «¿Cuáles son los puntos principales del comunicado emitido por
la recientemente celebrada Segunda Sesión Plenaria del Undécimo
Congreso del Partido Comunista de China?». Ni que decir tiene que no
tenía la menor idea de la respuesta, por lo que permanecí inmóvil y
estupefacta ante el tribunal. La profesora Lo me miró a los ojos y
extendió la mano para que le entregara el papel. Tras echarle una
ojeada, mostró su contenido al otro profesor. A continuación, y sin
pronunciar una palabra, lo introdujo en su bolsillo y me indicó con la
mirada que cogiera otro. Esta vez, la pregunta era: «Di algo acerca de
la gloriosa situación actual de nuestra patria socialista».

Todos aquellos años de exaltación forzosa de la gloriosa situación de


nuestra patria socialista habían terminado por aburrirme mortalmente,
pero aquella vez encontré que tenía mucho que decir. Acababa entonces
de redactar un apasionado poema acerca de la primavera de 1978. El
brazo derecho de Deng Xiaoping —Hu Yaobang—, recientemente
nombrado jefe del Departamento de Organización del Partido, había
iniciado un proceso de rehabilitación masiva de todo tipo de «enemigos
de clase». El país iba liberándose poco a poco del maoísmo de un modo
palpable. La industria funcionaba a pleno rendimiento, y las tiendas
aparecían cada vez mejor abastecidas. Las escuelas, los hospitales y el
resto de los servicios públicos funcionaban correctamente. Comenzaban
a publicarse numerosos libros prohibidos durante largo tiempo, y a
menudo la gente guardaba colas de hasta dos días de duración frente a
las librerías para obtenerlos. Volvían a escucharse risas en las calles y
en los hogares.

Comencé a prepararme frenéticamente para los exámenes de Xi’an,


para los cuales apenas quedaban tres semanas. Varios profesores me
ofrecieron su ayuda. La profesora Lo me proporcionó una lista de
lecturas y una docena de libros ingleses, pero al final decidió que era
imposible que me diera tiempo a leerlos todos, por lo que despejó
bruscamente el contenido de su mesa repleta de papeles y se pasó las
dos semanas siguientes mecanografiándome resúmenes de los mismos
en inglés. Con un pícaro guiño, me reveló que así era como Luke la
había ayudado cincuenta años antes con sus propios exámenes, ya que
por aquel entonces ella solía mostrarse más aficionada a los guateques
y salas de baile.

Acompañados por el secretario adjunto del Partido, los dos profesores y


yo tomamos el tren de Xi’an, situada a un día y una noche de trayecto.
Tendida sobre el estómago en mi «litera dura», pasé el viaje ocupada en
anotar los apuntes de la profesora Lo. Dado que en China cualquier
información se consideraba secreto de Estado, nadie conocía con
exactitud qué becas o países podían obtener los ganadores. Al llegar a
Xi’an, no obstante, nos enteramos de que habría un total de veintidós
opositores procedentes de cuatro provincias del oeste de China. El
pliego sellado que contenía los exámenes había llegado por avión el día
anterior procedente de Pekín. El examen escrito constaría de tres partes

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y habría de ocuparnos toda la mañana. Una de ellas consistía en un
largo pasaje de Raíces , de Alex Haley, que debíamos traducir al chino.
Al otro lado de las ventanas de la sala de examen podía distinguirse una
blanca lluvia de flores de sauce que flotaban sobre la ciudad abrileña
como si interpretaran una magnífica danza rapsódica. Al concluir la
mañana nuestros pliegos fueron recogidos, sellados y enviados
directamente a Pekín, donde habrían de ser corregidos junto con los
recibidos de Shanghai y los allí realizados. Por la tarde tuvo lugar el
examen oral.

A finales de mayo me enteré extraoficialmente de que había aprobado


ambos exámenes con nota. Tan pronto como mi madre supo la noticia,
se apresuró a intensificar la campaña destinada a rehabilitar el nombre
de mi padre. Aunque éste ya había muerto, su expediente aún había de
servir para decidir el futuro de sus hijos. En él se encontraba aún
incluido el borrador del veredicto en el que se declaraba que había
cometido «graves errores políticos». Mi madre sabía que a pesar de la
nueva actitud liberal que comenzaba a imperar en China aquello podía
bastar para que mi solicitud se viera rechazada.

Intervino ante antiguos colegas de mi padre ya restituidos a sus


posiciones de poder en el Gobierno provincial. Para apoyar su petición
recurrió a la nota de Zhou Enlai en la que el antiguo dirigente afirmaba
que mi padre había estado en su derecho al apelar a Mao. Mi abuela,
dando muestras de gran ingenio, la había puesto a buen recaudo
cosiéndola en el interior del dobladillo de algodón de uno de sus
zapatos, y ahora, once años después de recibirla de manos de Zhou, mi
madre había: decidido entregarla a las autoridades provinciales
encabezadas por Zhao Ziyang.

Se trataba de un momento propicio, ya que la maléfica influencia de


Mao comenzaba a perder parte de su poder paralizador gracias a la
considerable ayuda de Hu Yaobang, quien por entonces se encontraba a
cargo del programa de rehabilitaciones. El 12 de junio, se presentó en la
calle del Meteorito un funcionario superior que portaba el veredicto del
Partido acerca de mi padre. Alargó a mi madre una delgada hoja de
papel en la que aparecía escrito que mi padre había sido «un buen
funcionario y un buen miembro del Partido». Con ello, su figura
quedaba formalmente rehabilitada. Sólo entonces fue mi beca
finalmente sancionada por el Ministerio de Educación de Pekín.

La noticia de que habría de viajar al Reino Unido me fue nerviosamente


transmitida por un grupo de amigos del departamento antes incluso de
que las autoridades me lo comunicaran. Numerosas personas que
apenas me conocían se alegraron sinceramente de mi buena fortuna, y
recibí abundantes cartas y telegramas de felicitación. Se organizaron
varias fiestas para celebrar el acontecimiento, y también se derramaron
abundantes lágrimas. Viajar a Occidente se consideraba una experiencia
singular. China había permanecido sellada durante décadas, y todo el
mundo se sentía asfixiado por la falta de aire. Yo era la primera persona
de mi universidad —y, que supiera, de la provincia de Sichuan, habitada

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entonces por unos noventa millones de personas— a quien se permitía
estudiar en Occidente desde 1949. Por si fuera poco, lo había
conseguido por méritos propios, ya que ni siquiera era miembro del
Partido, lo que constituía otro síntoma de los drásticos cambios que se
estaban produciendo en el país. Ante la gente comenzaban a abrirse
nuevas oportunidades.

No obstante, la emoción no me embargaba tanto como hubiera cabido


esperar. Había conseguido algo tan deseable —y a la vez tan
inalcanzable para el resto de las personas que me rodeaban— que no
podía por menos de sentirme culpable ante a mis amigos. El hecho de
mostrarme contenta se me antojaba una actitud embarazosa e incluso
cruel frente a ellos y, por otra parte, disimular mi alegría hubiera sido
poco honesto. Así, opté inconscientemente por adoptar una postura
reservada. También me entristecía pensar cuan estrecho y monolítico
era mi país, y cuántos de sus habitantes habían carecido de
oportunidades y de vías por medio de las cuales dar rienda suelta a su
talento. Sabía lo afortunada que era por el hecho de proceder de una
familia privilegiada, por mucho que ésta hubiera sufrido. Ahora que
parecía anunciarse el desarrollo de una China más abierta y más justa
me sentía impaciente por el aceleramiento de unos cambios que habrían
de transformar su sociedad totalmente.

Sumida en mis propias reflexiones, logré abrirme paso a través del


inevitable y complicado proceso necesario entonces para abandonar
China. En primer lugar, me vi obligada a acudir a Pekín para realizar un
curso especial de formación para aquellas personas que habían de
viajar al extranjero. Soportamos un mes de sesiones de
adoctrinamiento, seguidas por otro mes de viajes por todo el país. El
objetivo de estos últimos era dejar tan poderosamente impresa en
nuestras mentes la belleza de nuestra patria que jamás llegáramos a
contemplar la posibilidad de abandonarla definitivamente. Se tomaron
todas las disposiciones necesarias para autorizar nuestra salida del país
y se nos entregó cierta cantidad de dinero destinada a la adquisición de
ropa. Teníamos que mostrar un aspecto elegante ante los extranjeros.

Durante mis últimos atardeceres di frecuentes paseos a lo largo de las


orillas del río de la Seda, cuyo cauce describía amplios meandros a
través del campus de la universidad. Su superficie relucía bajo la luz de
la luna y la difusa neblina de las noches veraniegas. Al pasar revista a
mis veintiséis años advertí que había experimentado tanto privilegios
como denuncias, que había sido testigo de la valentía y el miedo, y que
había conocido tanto la bondad y la lealtad como las profundidades de
la crueldad humana. Rodeada de sufrimiento, muerte y desolación,
había contemplado sobre todo la indestructible capacidad humana para
sobrevivir y buscar la felicidad.

Me sentía embargada por toda suerte de emociones, especialmente al


pensar en mi padre, mi abuela y la tía Jun-ying. Hasta entonces, había
intentado ahuyentar los recuerdos que conservaba de ellos debido a que
sus respectivas desapariciones continuaban atormentando mi corazón.

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Ahora, por fin, podía recrearme pensando lo felices y orgullosos que se
hubieran mostrado ante mí.

Me trasladé en avión a Pekín. Había de viajar con otros trece profesores


de universidad, uno de los cuales actuaba en calidad de supervisor
político. Nuestro avión tenía prevista su salida a las ocho de la tarde del
12 de septiembre de 1978, y me faltó poco para perderlo debido a que
algunos de mis amigos habían acudido al aeropuerto para despedirme y
no me pareció apropiado consultar el reloj continuamente. Cuando por
fin me recliné en mi asiento me di cuenta de que apenas había abrazado
a mi madre como se merecía. Ésta, mostrando una actitud casi distraída
y sin asomo alguno de sentimentalismo, había acudido a despedirme al
aeropuerto de Chengdu como si mi partida hacia el otro extremo del
globo no fuera sino un episodio más de nuestras accidentadas vidas.

A medida que China iba quedando más y más atrás, miraba por la
ventanilla y observaba el grandioso universo que se abría más allá del
ala del avión. Tras un último repaso de mi vida anterior, dirigí la mirada
hacia el futuro. Me consumía el deseo de salir al mundo.

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Epílogo

He hecho de Londres mi lugar de residencia. Durante diez años, me


esforcé por no pensar en la China que había dejado atrás. Por fin, en
1988, mi madre acudió a visitarme a Inglaterra. Por primera vez, me
relató su historia y la de mi abuela. Cuando regresó a Chengdu, me
senté y dejé que volaran mis propios recuerdos y que las lágrimas hasta
entonces contenidas inundaran mi mente. Fue entonces cuando decidí
escribir Cisnes salvajes . El pasado había dejado de ser demasiado
doloroso para recordarlo gracias a que al fin había encontrado el amor
y la plenitud y, con ellos, la serenidad.

Desde mi partida, China se ha convertido en un lugar completamente


distinto. A finales de 1978, el Partido Comunista abandonó la lucha de
clases de Mao. Los parias sociales —incluidos los «enemigos de clase»
mencionados en el presente libro— se han visto rehabilitados desde
entonces. Entre ellos se encuentran los amigos de mi madre de la época
de Manchuria, calificados de contrarrevolucionarios en 1955. La
discriminación oficial a que ellos y sus familias se habían visto
sometidos cesó. Pudieron abandonar sus arduos trabajos forzados y
obtuvieron empleos mucho mejores. Muchos de ellos fueron invitados a
ingresar en el Partido Comunista y se convirtieron en funcionarios. Mi
tío abuelo Yu-lin, su esposa y sus hijos fueron autorizados a regresar de
la campiña a Jinzhou en 1980. Él fue nombrado jefe de contabilidad de
una compañía de servicios médicos; ella, directora de una guardería.

Se redactaron veredictos en los que se rehabilitaba a las víctimas y que


posteriormente fueron incluidos en sus respectivos expedientes. Los
antiguos historiales de incriminación fueron arrojados a las llamas. Las
distintas organizaciones de todo el país encendieron hogueras
destinadas a consumir aquellos livianos pedazos de papel que tantas
vidas habían destrozado.

El expediente de mi madre rebosaba de sospechas acerca de sus


contactos de adolescencia con el Kuomintang. Por fin, todas aquellas
palabras malditas se vieron convertidas en cenizas y sustituidas por un
veredicto de dos páginas fechado el 20 de diciembre de 1978 en el que
se declaraba específicamente que todas las acusaciones en su contra
eran falsas. A modo de propina, se redefinían además sus antecedentes
familiares, relacionándola con un inofensivo «médico» en lugar de con
un indeseable «señor de la guerra».

En 1982, año en que opté definitivamente por permanecer en Gran


Bretaña, mi decisión constituía aún una elección poco corriente.
Temiendo que ello pudiera causarle problemas laborales, mi madre
solicitó una jubilación anticipada que le fue concedida en 1983. No
obstante, el hecho de tener una hija viviendo en el extranjero no le

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ocasionó problema alguno, a diferencia de lo que habría sucedido bajo
el régimen de Mao.

Las puertas de China han ido abriéndose cada vez más. Hoy en día, mis
tres hermanos viven en Occidente. Jin-ming es un científico
internacionalmente reconocido en el campo de la física de los sólidos, y
actualmente desarrolla sus investigaciones en la universidad inglesa de
Southampton. Xiao-hei abandonó la Fuerza Aérea para dedicarse al
periodismo, y trabaja en Londres. Ambos están casados y son padres de
un hijo. Xiao-fang obtuvo la licenciatura superior en comercio
internacional por la universidad francesa de Estrasburgo y desempeña
un cargo ejecutivo en una compañía francesa.

Mi hermana Xiao-hong es la única de todos los hermanos que aún


permanece en China. Trabaja en el departamento administrativo de la
Escuela de Medicina China de Chengdu. En la década de los ochenta,
tras autorizarse por primera vez la instauración de compañías privadas,
solicitó dos años de permiso para colaborar en el montaje de una
empresa de diseño textil, algo que su corazón siempre había anhelado.
Cuando concluyó su permiso, se vio obligada a escoger entre la
aventura y el riesgo de la empresa privada o la rutina y la seguridad de
su empleo de funcionaría, y decidió optar por este último. Su esposo,
Lentes, trabaja como ejecutivo en un banco local.

La comunicación con el exterior ha pasado a formar parte de la vida


cotidiana. Las cartas tardan una semana en llegar de Chengdu a
Londres. Mi madre puede enviarme faxes desde la oficina de correos del
centro de la ciudad. Desde cualquier lugar del mundo en que me
encuentre puedo telefonear directamente a su domicilio. La televisión
ofrece a diario noticias filtradas del mundo exterior junto a la
propaganda oficial. Los medios de comunicación informan de todos los
grandes acontecimientos mundiales, cual es el caso de las revoluciones
y alzamientos que han tenido lugar en Europa del Este y la Unión
Soviética.

Entre 1983 y 1989 he acudido anualmente a visitar a mi madre, y cada


vez me he visto crecientemente impresionada por la drástica
disminución de aquello que más había caracterizado a China bajo el
régimen de Mao: el miedo.

Durante la primavera de 1989 me dediqué a viajar por mi país


realizando investigaciones destinadas a la elaboración de este libro. Fui
testigo de las manifestaciones que tuvieron lugar desde Chengdu hasta
la plaza de Tiananmen. Me sorprendió que el miedo hubiera sido
olvidado hasta tal punto que apenas unos pocos de aquellos millones de
manifestantes parecían ser conscientes del peligro. En su mayor parte,
se vieron cogidos por sorpresa cuando el Ejército abrió fuego. Cuando
regresé a Londres, apenas pude dar crédito a mis ojos cuando
contemplé la matanza en la televisión. Me parecía imposible que hubiera
sido ordenada por el mismo hombre que yo y tantos otros habíamos
contemplado como un libertador.

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El miedo hizo un amago de regreso, si bien ya desprovisto de la fuerza
omnímoda y demoledora de que había gozado en la época de Mao. En
las asambleas políticas actuales, los ciudadanos pueden criticar
abiertamente y por su nombre a los dirigentes del Partido. La
liberalización ha emprendido un avance irreversible. Sin embargo, el
rostro del antiguo líder aún domina la plaza de Tiananmen.

Las reformas económicas de los años ochenta trajeron consigo una


mejora del nivel de vida sin precedentes debida, en parte, al comercio
exterior y a las inversiones extranjeras. Los funcionarios y ciudadanos
de todo el país reciben con calurosa bienvenida a los hombres de
negocios procedentes de otros países. En 1988, durante un viaje a
Jinzhou, mi madre se hospedó en el pequeño, oscuro y anticuado
apartamento de Yu-lin, situado junto a un vertedero de basuras. Al otro
lado de la calle puede verse el mejor hotel de Jinzhou, en cuyos salones
se organizan todos los días lujosos festines para obsequiar a los posibles
inversores procedentes del otro lado del océano. Un día, mi madre
divisó a uno de aquellos visitantes cuando éste salía de un banquete
rodeado por una aduladora multitud a quien se entretenía en mostrar
fotografías de sus automóviles y de su lujosa mansión taiwanesa. No era
otro que Yao-han, el supervisor político de su colegio en tiempos del
Kuomintang y antiguo responsable de su detención cuarenta años atrás.

Mayo de 1991

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Cronología

AÑO

FAM. AUTORA

GENERAL

1870

Nace el Dr. Xia

Imperio Manchú (1644-1911).

1876

Nace Xue Zhi-heng (abuelo)

1909

Nace mi abuela

1911

Caída del Imperio; república; señores de la guerra.

1921

Nace mi padre.

1922-24

General Xue, jefe de policía del Gobierno militar de Pekín.

1924

Mi abuela se convierte en concubina del general Xue. El general Xue


pierde poder.

1927

Bajo Chiang Kai-shek, el Kuomintang unifica la mayor parte de China.

1931

Nace mi madre. Mi abuela y mi madre se trasladan a Lulong.

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Japón invade Manchuria. Los japones ocupan Yixian y Jinzhou. Se
establece el Manchukuo bajo Pu Yi.

1933

Muere el general Xue

1934-35

La Larga Marcha: los comunistas hacia Yan’an.

1935

Mi abuela contrae matrimonio con el Dr. Xia.

1936

El Dr. Xia, mi abuela y mi madre se trasladan a Jinzhou.

1937

Los ataques de Japón se adentran en China. Alianza entre comunistas y


Kuomintang.

1938

Mi padre se une al Partido Comunista.

1940

Mi padre camina hasta Yan’an.

1945

Mi padre marcha a Chaoyang.

Rendición japonesa. Jinzhou es ocupada por rusos, chinos comunistas y


Kuomintang.

1946-48

Mi padre con la guerrilla en los alrededores de Chaoyang. Mi madre se


convierte en líder estudiantil y se une al comunismo en la
clandestinidad.

Guerra civil entre comunistas y Kuomintang (hasta 1949-50).

1948

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Mi madre es detenida. Mi madre y mi padre se conocen.

Asedio de Jinzhou.

1949

Mis padres se casan, abandonan Jinzhou y marchan a Nanjing. Mi


madre sufre un aborto. Mi padre llega a Yibin.

Se proclama la República Popular. Los comunistas toman Sichuan.


Chiang Kai-shek a Taiwan.

1950

Mi madre llega a Yibin; recogida de alimentos, luchas con los bandidos.


Nace Xiao-hong.

Reforma agraria. China entra en la Guerra de Corea (hasta julio de


1953).

1951

Mi madre sé convierte en líder de la Liga Juvenil bajo la jefatura de la


señora Ting y en miembro oficial del Partido. Mi abuela y el Dr. Xia
marchan a Yibin.

Campaña para la «supresión de contrarrevolucionarios» (Hui-ge es


ejecutado). Campaña de los Tres Anti.

1952

Nazco yo. Muere el Dr. Xia. Mi padre es nombrado gobernador de Yibin.

Campaña de los Cinco Anti.

1953

Nace Hin-ming. La familia se traslada a Chengdu. Mi madre es


nombrada jefa del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito Este.

1954

Mi padre se convierte en subdirector del Departamento de Asuntos


Públicos de Sichuan. Nace Xiao-hei.

1955

Mi madre es detenida. Los niños pasamos a distintos centros de acogida


infantil.

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Campaña para «descubrir contrarrevolucionarios ocultos» (Acusados
los amigos de mi madre de Jinzhou). Nacionalización.

1956

Mi madre es puesta en libertad.

Campaña de las Cien Flores.

1957

Campaña antiderechista.

1958

Comienzo a ir al colegio.

Gran Salto Adelante: hornos siderúrgicos caseros y comunas.

1959

El hambre (hasta 1961). Peng Dehuai desafía a Mao y es condenado.


Campaña para capturar a los «oportunistas de derecha».

1962

Nace Xiao-fang.

1963

«Aprended de Lei Feng»; escalada del culto a Mao.

1966

Mi padre es utilizado como cabeza de turco y detenido. Mi madre acude


a Pekín para apelar en su favor. Mi padre es puesto en libertad. Me uno
a la Guardia Roja; peregrinaje a Pekín. Dejo la Guardia Roja.

Inicio de la Revolución Cultural.

1967

Mis padres son atormentados. Mi padre escribe a Mao; es arrestado;


sufre una crisis mental. Mi madre va a Pekín y habla con Zhou Enlai.
Mis padres son puestos bajo detención semipermanente en Chengdu
(hasta 1969).

Los mariscales fracasan en su intento de detener la Revolución Cultural.


Los Ting al poder en Sichuan.

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1968

Mi familia es expulsada del complejo.

Se forma el Comité Revolucionario de Sichuan.

1969

Mi padre en el campo Miyi. Me exilio en Ningnan. Muere mi abuela.


Trabajo como campesina en Deyang. Mi madre en el campo Xichang.

El IX Congreso da carácter formal a la Revolución Cultural.

1970

Muere la tía Jun-ying. Me convierto en «doctora descalza».

Los Ting, despedidos.

1971

Mi madre, muy enferma, ingresa en un hospital de Chengdu. Mi madre


es rehabilitada. Regreso a Chengdu, y comienzo a trabajar en los
sectores del metal y la electricidad.

Muere Lin Biao.

1972

Mi padre es puesto en libertad.

Visita de Nixon.

1973

Ingreso en la Universidad de Sichuan.

Reaparición de Deng Xiaoping.

1975

Muere mi padre. Primer encuentro con extranjeros.

1976

Muere Zhou Enlai; Deng es destituido. Manifestaciones en la plaza de


Tiananmen. Muere Mao; detención de la Banda de los Cuatro.

1977

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Comienzo a trabajar como profesora adjunta; se me envía a un pueblo.

Deng, de nuevo en el poder

1978

Obtengo una beca para viajar a Inglaterra.

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AGRADECIMIENTOS

Jon Halliday me ayudó a crear Cisnes salvajes . Entre sus múltiples


contribuciones, cabe destacar sus correcciones de mi inglés. A través de
nuestras discusiones cotidianas, logré clarificar tanto estas historias
como mi propio pensamiento, al tiempo que me ayudó a explorar la
lengua inglesa en busca de los términos más exactos. Bajo su meticulosa
vigilancia de historiador y erudito, me he sentido más segura, confiando
siempre en su certero juicio.

Toby Eady es el mejor agente que cualquiera podría desear. Entre otras
cosas, fue él quien me presionó afectuosamente para decidirme a tomar
la pluma.

Considero un privilegio haber podido colaborar con profesionales de la


talla de Alice Mayhew, Charles Hayward, Jack McKeown y Victoria
Meyer —de Simón & Schuster en Nueva York— y Simón King, Carol
O’Brien y Helen Ellis, de Harper Collins en Londres. Debo a Alice
Mayhew —mi editora en Simón & Schuster— una gratitud especial por
sus perspicaces consejos y su inapreciable dinamismo. Robert Lacey, de
Harper Collins, realizó con su transcripción del manuscrito una labor
magnífica por la que le quedo profundamente reconocida. La eficacia y
amabilidad de Ari Hoogenboom en nuestras conferencias de larga
distancia han representado para mí una fuente de energía. Vaya también
mi agradecimiento a todas las personas que han trabajado en este libro.

El interés entusiasta de mis amigos ha constituido un constante


estímulo. A todos ellos, mi mayor agradecimiento. He contado asimismo
con la ayuda especial de Peter Whitaker, I Fu En, Emma Tennant, Gavan
McCormack, Herbert Bix, R. G. Tiedemann, Hugh Baker, Yan Jiaqi, Su
Li-qun, Y. H. Zhao, Michael Fu, John Chow, Clare Peploe, André Deutsch,
Peter Simpkin, Ron Sarkar y Vanessa Green. Clive Lindley, con sus
valiosos consejos, ha desempeñado un papel especial desde el principio.

En China, mis hermanos, mi hermana y el resto de mis parientes me han


autorizado generosamente para relatar sus historias, sin las cuales la
existencia de Cisnes salvajes nunca hubiera sido posible. Jamás podré
agradecérselo lo bastante.

Gran parte del libro es la historia de mi madre. Confío en haberle hecho


justicia.

JUNG CHANG

Mayo de 1991

Londres, Inglaterra

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FOTOS

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JUNG CHANG. Nació en Yibin, provincia de Sichuan, China, en 1952.
Fue Guardia Roja durante un breve periodo y posteriormente trabajó
como campesina, “doctora descalza”, obrera del metal y electricista
hasta convertirse en estudiante de lengua inglesa y, más tarde, en
profesora adjunta de la Universidad de Sichuan.

En 1978, abandonó China para viajar a Gran Bretaña, donde obtuvo


una beca de la Universidad de York (RU). Se doctoró en Lingüística en
1982, convirtiéndose en el primer ciudadano de la República Popular
China que obtenía un doctorado de una universidad británica. Jung
Chang vive en Londres, e imparte sus clases en la Escuela de Estudios
Orientales y Africanos de la Universidad de Londres.

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Es famosa por la autobiografía de su familia Wild Swans , la cual ha
vendido más de 10 millones de copias alrededor del mundo, pero ha sido
prohibida en China continental.

Otra de sus obras es la biografía de 832 páginas de Mao Zedong, Mao:


La historia desconocida , la cual escribió junto con su marido, el
historiador británico John Halliday, fue publicada en Junio de 2005 y es
una descripción muy crítica de la vida y trabajo de Mao Zedong en
China.

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Notas

[1]
Para la presente edición los nombres propios chinos han sido
transcritos fonéticamente siguiendo el sistema pinyin, adoptado
internacionalmente —e incluso por la propia República Popular China—
en 1979 para eliminar las dificultades a que daba lugar la existencia de
los distintos sistemas de romanización existentes hasta entonces (Wade-
Giles anglosajón, Escuela Francesa del Lejano Oriente [EFEO], Lessing
alemán, etc.). Según dicho sistema de transcripción fonética, nombres
como Mao Tse-tung, Chu En-lai, etc., adoptaron la grafía, cada vez más
familiar, de Mao Zedong, Zhou Enlai, etc. Así, la gran mayoría de los
nombres de personas, lugares y cosas que aparecen en Cisnes salvajes
respetan la grafía utilizada en el original, escrito en lengua inglesa. Las
únicas excepciones se refieren a ciertos nombres dotados ya de su
propia romanización castellana tradicional (Pekín y no Beijing, Yangtzé
[río Yangtsé] y no Changjiang, Chiang Kai-shek y no Jiang Jieshi). (N. del
T. ). <<

[2] Kowtow, k’ou-shou o k’ou-t’ou : saludo ceremonial chino consistente


en postrarse frente a alguien o algo tocando la tierra con la frente. (N.
del T. ) <<

[3] Yangge o Yang-ke : Canto de los que trasplantan el arroz y, más


comúnmente, baile popular en el que los danzantes, unidos por los
brazos, avanzan dos pasos y luego retroceden uno. (N. del T. ) <<

[4]
Pequeño cochecillo tirado por un hombre y antaño utilizado
comúnmente en China como medio de transporte. (N. del T. ) <<

[5] Culis (coolies ): En diversos países de Oriente, trabajadores o criados


indígenas. (N. del T. ) <<

[6] Yu-t’ung : de yu , aceite, y t’ung , árbol del que se obtiene. Aceite


brillante, amarillento, impermeable y tóxico extraído del árbol de su
mismo nombre y utilizado en lugar del aceite de linaza para pinturas y
barnices. (N. del T. ) <<

[7]
Wok : sartén china de metal con fondo convexo utilizada para freír,
hervir o cocer los alimentos al vapor. (N. del T. ) <<

[8] Tal fue la cifra anunciada por la agencia de noticias New China
News Agency . Según otras fuentes es el más devastador de los tiempos
modernos, con un índice de mortandad entre 655.000 y 750.000
personas. (N. del T. ) <<

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