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Donde la fe es necesaria.

Ya que si una fe es más útil, más eficaz y más


convincente que la hipocresía a sabiendas, entonces la hipocresía se vuelve
pronto inocente instintivamente. Este es el principio del que hay que partir para
entender a los santos. Respecto a los filósofos que son una especie distinta de
santos, su oficio les exige que sólo puedan aceptar ciertas verdades: aquéllas por
las que su oficio obtiene la sanción pública; dicho en términos kantianos, las
verdades de la razón práctica. Saben que es lo que tienen que demostrar, y en
esto son prácticos (No mentirás, es guardarse la verdad).

Dicho al oído de los conservadores. Lo que no se sabía antes y hoy sí se sabe, o


se podría saber, es que no es posible ninguna involución, ninguna regresión en
cualquier sentido y grado. Por lo menos los fisiólogos lo sabemos. Sin embrago,
todos los sacerdotes y moralistas estaban convencidos de ello: quisieron que la
humanidad retrocediera a una medida anterior de virtud, hacer que diera vueltas
hacia atrás como si fuese un tornillo. No hay más remedio: hay que ir hacia
delante, es decir, avanzar paso a paso hacia la decadencia (así como defino yo el
«progreso» moderno...). Se puede obstaculizar esa evolución y, de este modo
detener la degeneración, concentrarla, hacerla más vehemente y brusca.

Mi concepto del genio. Al igual que las grandes épocas los seres superiores son
materias explosivas en las que se encuentran acumuladas una fuerza
extraordinaria; su condición histórica y fisiológica previa es que durante muchísimo
tiempo se haya estado reuniendo, amontonando, ahorrando y acumulando hasta
llegar a unos seres así, sin que durante todo ese dilatado proceso se haya
producido ninguna explosión. Cuando la tensión existente en la masa ha llegado a
ser demasiado grande, basta el estímulo más accidental para hacer que aparezca
el «genio», la «acción», el gran destino. El peligro que hay en los grandes
hombres y en las grandes épocas es inmenso, porque a ellos les sigue muy de
cerca un agotamiento de todo tipo y una esterilidad.

El genio se derrocha por necesidad en su obra, en su acción; su grandeza radica


en entregarse enteramente... El instinto de autoconservación queda en suspenso,
por así decirlo; la arrolladora presión de las fuerzas que se desbordan le impide
ponerse a salvo y hacer previsiones de cualquier tipo. A esto la gente le llama
«holocausto», y alaba en ello el «heroísmo» del gran hombre, su indiferencia
frente a su provecho personal, su entrega a una idea, a una causa grande, a una
patria...; pero todo esto es fruto de un malentendido.

El genio se derrama, se desborda, se gasta, no se ahorra, y ello de una manera


fatal, irremediable, involuntaria, al igual que un río que se desborda y se sale de su
cauce. Ahora bien, como es tanto lo que se les debe a estos seres explosivos, se
les ha concedido también mucho a cambio: por ejemplo, una especie de moral
superior. Así es como obra la gratitud humana: malentendiendo a sus
benefactores.

El criminal y sus afines.

El tipo del criminal es el de un hombre fuerte situado en unas condiciones


desfavorables, un hombre fuerte que se ha puesto enfermo. Sus virtudes han sido
condenadas por la sociedad; los instintos más enérgicos que son innatos a él se
han mezclado pronto con las emociones depresivas, con el recelo, el miedo, el
deshonor. Ahora bien, ésta es prácticamente la receta para degenerar
fisiológicamente. En nuestra sociedad domesticada, mediocre y castrada, un
hombre que viene de la naturaleza, de las montañas o de correr aventuras por los
mares, degenera fácilmente en criminal.

Reparemos en el hecho de que todavía hoy, bajo el régimen de costumbres más


suaves que haya existido jamás en la tierra, al menos en Europa, todo el que vive
separado de los demás, todo el que está durante mucho tiempo por debajo, todo
el que lleva una existencia extravagante e incomprensible, se parece al tipo que
encuentra su máxima expresión en el criminal.

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