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ANIMALES INFECCIOSOS

Lunes, 1 de junio de 2009

CÓMO INTERCAMBIAN ENFERMEDADES ANIMALES Y HUMANOS?

CIENCIA DURA Con jeringa en mano, Lisa Jones-Engel actúa rápidamente para sedar a los macacos rhesus
capturados en Dhamrai, Bangladesh. Mientras en un tejado, detrás de ella los simios espectadores gritan para
dar la alarma. El equipo de la investigadora de la Universidad de Washington está documentando la
transmisión entre humanos y monos en ambos sentidos, proceso que puede dar origen a nuevas
enfermedades. Foto de Lynn Johnson

Corría el mes de septiembre de 1994, en los suburbios de Brisbane, Australia, cuando, repentinamente, un
grupo de caballos de carreras contrajo una enfermedad agresiva. El lugar, llamado Hendra, es un vecindario
antiguo, repleto de pistas de carreras, establos, puestos de periódicos con formatos para las carreras, cafés
llamados “El Abrevadero” y, por supuesto, gente del medio. La primera víctima de la enfermedad fue una
yegua embarazada. Empezó a mostrar síntomas mientras pastaba, tras lo cual fue llevada a su establo para
recibir tratamiento médico, pero no mejoró. Tres personas la atendían e intentaban salvarla: el entrenador, el
capataz del establo y un veterinario. En dos días la yegua murió sin que se tuviera clara la causa de su
enfermedad. ¿La habría mordido una serpiente? ¿Comería alguna hierba venenosa en la pradera
abandonada? Estas hipótesis se eliminaron dos semanas después, cuando la mayoría de sus compañeros de
establo también se enfermaron. No se trataba de veneno de serpiente ni de forraje tóxico. Era algo
contagioso.

Los otros caballos contrajeron fiebre, presentaron insuficiencia respiratoria, edema facial y torpeza. A algunos
les salía espuma con sangre de las fosas nasales y la boca. A pesar de los esfuerzos heroicos del veterinario,
otros 12 animales murieron en cuestión de días. Y el entrenador también enfermó, así como el capataz del
establo. El veterinario, que seguía los procedimientos preventivos ante enfermedades infecciosas, permaneció
sano a pesar de trabajar en las mismas circunstancias que los demás. Después de unos días en el hospital, el
entrenador murió con falla renal y sin poder respirar. El capataz del establo, un hombre bondadoso llamado
Ray Unwin, simplemente se fue a casa a sobrellevar la fiebre y vivió. Unwin y el veterinario me contaron sus
historias en 2006, cuando me reuní con ellos en Hendra. Aclaró que no era quejumbroso, pero que su salud se
había visto afectada a partir de este incidente y no se había logrado recuperar del todo.

Los análisis de laboratorio revelaron que caballos y hombres estaban infectados con un virus desconocido. Al
principio el laboratorio lo llamó morbilivirus equino y lo relacionó con la varicela. Más adelante, cuando se
aprendió más sobre él, recibió el nombre del lugar donde se presentó: Hendra. El veterinario, Peter Reid,
comentó que “la velocidad con la cual mató a los caballos era increíble”. En la cúspide de la crisis, en un
periodo de 12 horas, siete animales sucumbieron con muertes horribles o requirieron eutanasia.

La identificación del nuevo virus fue solamente uno de los pasos en la resolución del misterio de Hendra,
aparte de la tarea de tratar de comprender este caso en un contexto más amplio. El segundo paso requería
que el virus fuera rastreado hasta su origen. ¿Dónde estaba antes de empezar a matar caballos y personas? El
paso número tres implicaba plantear muchas más preguntas: ¿cómo surgió de su refugio secreto?, ¿por qué
aquí y ahora?

Luego de nuestra primera conversación, Peter Reid me llevó al sitio donde la yegua se había enfermado. El
pastizal ahora estaba lleno de casas y calles impecables. No había mucho rastro del paisaje original. Pero hacia
el final de una de las calles se veía un redondel, llamado Circuito Calliope, donde crece un árbol, un higo
nativo, debajo del cual la yegua hubiera podido resguardarse del feroz sol subtropical de Australia.
“Ahí es –dijo Reid–. Es ese maldito árbol”. Lo que quiso decir fue que en ese árbol se reunían los murciélagos.

Estamos rodeados de enfermedades infecciosas. Se podrían considerar como un cemento natural que une una
criatura con otra, una especie con otra, dentro de los elaborados edificios que llamamos ecosistemas. Son uno
de los procesos básicos que estudian los ecologistas, entre los que también se cuentan la depredación,
competencia y fotosíntesis. Los depredadores son bestias relativamente grandes que comen a sus presas
desde el exterior. Los patógenos (agentes causantes de enfermedad, como los virus) son bestias relativamente
pequeñas que lo hacen desde adentro. Aunque las enfermedades infecciosas parecen aterradoras y
espeluznantes, bajo condiciones normales son tan naturales como lo que los leones hacen a los ñus, cebras y
gacelas.

Pero las condiciones a veces distan mucho de la normalidad.

De la misma manera que los depredadores tienen presas favoritas que acostumbran cazar, sus especies
objetivo, los patógenos también tienen sus predilecciones. Así como un león ocasionalmente puede desviarse
del comportamiento normal, y matar una vaca en lugar de un ñu o un humano en vez de una cebra, esto
puede suceder con los patógenos que cambian de especie objetivo. Los accidentes suceden, se dan
aberraciones. Las circunstancias cambian y, en consecuencia, las oportunidades y exigencias también. Cuando
un patógeno da el salto de un animal no humano a una persona y tiene éxito, el resultado se conoce como
zoonosis.

Casi nadie está familiarizado con esta palabra. Es un término que ayuda a aclarar la realidad biológica detrás
de los encabezados de primera plana sobre la gripe aviar, el SARS y otras formas nuevas de enfermedad y la
amenaza de una futura pandemia. Nos dice algo esencial sobre el origen del VIH. Es una palabra del futuro,
destinada a tener mucho uso en el siglo xxi.

El Ébola es una zoonosis. También la fiebre bubónica, la fiebre amarilla, la viruela del simio, la tuberculosis
bovina, la fiebre hemorrágica de Marburg, el virus del Oeste del Nilo, la enfermedad de Lyme, muchas cepas
de influenza, la rabia, el síndrome pulmonar por hantavirus y una nueva enfermedad llamada nipah, que mata
a los cerdos y a sus criadores en Malasia. Cada una refleja la acción de un patógeno que puede contagiarse a
los humanos desde otras especies. Esta forma de salto entre especies es muy común. Alrededor de 60 % de las
enfermedades humanas conocidas se comparten entre animales y personas. Algunas de ellas,como la rabia,
están muy diseminadas y son conocidas por su letalidad. Miles de humanos siguen muriendo a pesar de siglos
de esfuerzos por contrarrestar los efectos de la rabia, de intentos internacionales para erradicarla o
controlarla, y de una comprensión científica clara sobre cómo funciona. Otras enfermedades son nuevas e
inexplicablemente esporádicas, cobran pocas vidas (como el hendra), o un centenar por aquí y por allá, para
después desaparecer durante años.

La viruela, como contraejemplo, no es una zoonosis. Es causada por un virus que infecta al Homo sapiens y, en
casos muy excepcionales, a algunos primates no humanos. Pero no a los caballos, ratas ni cualquier otra
especie. Esto ayuda a explicar por qué, a partir de 1979, se pudo declarar exitosa la campaña global de la
Organización Mundial de la Salud para erradicarla. La viruela desapareció porque su virus, sin prácticamente
capacidad de residir en ningún otro lado aparte de los humanos, no podía esconderse. Los patógenos
zoonóticos sí pueden hacerlo.

La viruela del simio, aunque relacionada cercanamente con la viruela, tiene dos diferencias cruciales: su
propensión a afectar tanto a monos como a humanos y la capacidad del virus de existir en otras especies,
algunas de las cuales no han sido identificadas. La fiebre amarilla, que también infecta a monos y humanos, y
es causada por un virus que se esconde en varias especies de mosquitos, quizá nunca pueda erradicarse. El
patógeno causante de la enfermedad de Lyme, un tipo de bacteria, se esconde en los ratones de patas blancas
y en otros mamíferos pequeños. Por supuesto, no es que los gérmenes se escondan de manera consciente.
Para ellos, este comportamiento simplemente constituye una estrategia de transmisión indirecta o de
supervivencia encubierta.

La estrategia menos conspicua de todas es esconderse en lo que se llama un huésped reservorio, especie que
porta el patógeno con poca o ninguna manifestación sintomática. Cuando una enfermedad parece
desaparecer entre brotes (nuevamente, al igual que hendra en la matanza de 1994), su patógeno causal
posiblemente podría haberse terminado, al menos en la región, pero quizá no. Tal vez sigue cerca, por todas
partes, en un huésped reservorio. ¿Un roedor? ¿Una mariposa? ¿Un murciélago? Residir sin ser detectado en
un huésped reservorio es quizá más sencillo en lugares donde la diversidad biológica es alta y el ecosistema
tiene relativamente pocos cambios. Lo inverso también es cierto: los disturbios ecológicos hacen que emerjan
enfermedades. Si sacudes un árbol, caen cosas.

Unos meses después de las muertes en Australia, un detective científico llamado Hume Field emprendió la
búsqueda del huésped reservorio de Hendra. Field era un veterinario que, tras trabajar en su consultorio
privado durante años, decidió cursar un doctorado en epidemiología veterinaria. La búsqueda del huésped se
convirtió en el tema de su tesis. Reunió muestras de sangre de 16 diferentes especies, toda una serie de
sospechosos, incluyendo marsupiales, aves, roedores, anfibios e insectos. Mandó las muestras a un
laboratorio pero no encontró rastros de hendra.

Posteriormente, extrajo sangre de un Pteropus alecto, una especie de murciélago de la fruta, del tamaño de
un cuervo y conocido comúnmente como zorro negro volador. Ahí estaba: el laboratorio encontró rastros
moleculares del virus hendra. Otras muestras arrojaron datos similares de tres especies más de zorros
voladores, todos nativos de los bosques de Queensland (el estado donde se encuentra Brisbane) y otras
regiones boscosas de Australia.

Field y sus colaboradores establecieron que los murciélagos eran el huésped reservorio. La detección de
rastros moleculares no es tan definitiva como encontrar partículas del virus vivo, pero en una hembra de esta
especie encontraron también estas pruebas.

El trabajo del laboratorio sugería que hendra era un virus viejo, que probablemente llevaba miles de años de
existencia en su huésped reservorio. A pesar de su edad, nunca antes, en la historia documentada, había
causado enfermedad en los humanos. ¿Cómo se explica su aparición en 1994? Fue mala suerte para la yegua
embarazada y quienes la conocían. Los murciélagos comían higos de ese árbol y la pobre yegua, en busca de
algo de sombra, pastó sin prestar atención. Evidentemente se tragó, además de pasto, algo de lo que dejaron
los murciélagos: pulpa de fruta, heces, orina, placenta y virus.

Pero también debía existir una explicación más profunda. ¿Por qué surgió el hendra en 1994, no décadas o
siglos antes? Había algo distinto. Algún tipo de cambio, o combinación de cambios, que causó la transmisión
del virus de su huésped reservorio a otras especies.

El nombre elegante que recibe esta transferencia es “derrame”. Tal vez el virus necesitaba a los caballos (que
llegaron con los colonizadores europeos), tan distintos de los canguros (que llevan milenios comiendo pasto
bajo las higueras australianas), para propiciar su derrame del reservorio. Tal vez los murciélagos, higos,
caballos y humanos nunca habían estado tan juntos. Hume Field actualmente es investigador en Brisbane.
Cuando hablé con él en su oficina, se preguntó “qué podría estar pasando ahora que no pasaba antes”. Parte
de la respuesta es que los humanos han destruido los bosques de eucalipto y alterado los hábitos de
alimentación y anidamiento de algunos zorros voladores, lo cual los ha obligado a volar hacia los suburbios
con lugares sombreados, plantíos, jardines botánicos y parques. Esto finalmente, los acercó más a las
personas.
Pero la proximidad es sólo una parte; transmitir el virus a un caballo es otra. “¿Cómo se da la transmisión? –se
pregunta en voz alta Field, al final de nuestra larga conversación–. La verdad es que todavía no lo sabemos”.

Casi todas las enfermedades zoonóticas resultan de una infección por uno de seis tipos de patógenos: virus,
bacterias, protozoarios, priones, hongos y gusanos. La enfermedad de la vaca loca es causada por un prion,
una molécula de proteína doblada de manera extraña que provoca que otras moléculas se doblen de maneras
raras, como la forma infecciosa del agua de la novela de Kurt Vonnegut, Cuna de gato. La enfermedad del
sueño es una infección por un protozoario, transmitido a mamíferos silvestres y domésticos y a la gente en el
África subsahariana por las moscas tse-tsé. El ántrax es una bacteria que puede permanecer latente en el
suelo por años y después, cuando sale, infectar a los humanos mediante el ganado. La toxocariasis es una
zoonosis leve causada por gusanos redondos y la puede contagiar un perro. Pero, al igual que el perro, por
suerte el dueño puede desparasitarse.

Los virus son los más problemáticos. Evolucionan rápidamente, no responden a los antibióticos, pueden
esconderse, ser versátiles, tener altísimos índices de mortalidad y son diabólicamente simples, al menos en
comparación con otros seres vivos o cuasivivos. El hanta, SARS, viruela del simio, rabia, ébola, virus del Oeste
del Nilo, machupo, dengue, fiebre amarilla, junin, nipah, hendra, influenza y VIH son virus. La lista completa es
mucho mayor. Existe una condición que lleva el descriptivo nombre de espumavirus del simio (SFV, por sus
siglas en inglés), que infecta a monos y humanos en Asia en los lugares donde las personas y los macacos
semidomesticados entran en contacto (como templos budistas e hindúes). Algunos visitantes extranjeros de
estos templos dan comida a los macacos y se exponen al SFV. “Los virus carecen de medios de locomoción –
dice el eminente virólogo Stephen S. Morse–, pero muchos de ellos le han dado la vuelta al mundo”. No
pueden correr, nadar o arrastrarse. Son portados.

En la misma época del brote de hendra cerca de Brisbane, se documentó otro caso de derrame en África
central.A lo largo del río Ivindo, al noreste de Gabón, cerca de la frontera con la República del Congo, hay un
pequeño poblado llamado Mayibout II. A principios de febrero de 1996, 18 personas se enfermaron
repentinamente tras participar en el descuartizamiento e ingestión de un chimpancé. Sus síntomas incluían
fiebre, dolor de cabeza, vómito, sangrado en ojos y encías, hipo y diarrea sangrienta. Todos fueron evacuados
río abajo, hasta un hospital regional donde cuatro murieron rápidamente. Los cuerpos fueron devueltos a
Mayibout II para enterrarlos, pero no se tomaron precauciones especiales. Una quinta víctima escapó del
hospital, regresó al poblado y murió ahí. Los casos secundarios se dieron entre las personas infectadas por sus
seres queridos o amigos, y en quienes habían manipulado los cadáveres. Finalmente, 31 personas enfermaron
y 21 murieron, un índice de mortalidad de 68 por ciento.
Un equipo de investigadores médicos, gaboneses y franceses, recopiló estos datos y cifras para investigar el
brote de Mayibout II. Entre ellos estaba el francés Eric M. Leroy. Él y sus colegas identificaron el virus como el
de la fiebre hemorrágica ébola y dedujeron que el chimpancé estaba infectado con este. Su investigación
también reveló que el mono no había sido víctima de los cazadores del pueblo sino que lo habían encontrado
muerto.

Cuatro años después, alrededor de la fogata de un campamento cerca del río Ivindo, me encontraba en una
larga expedición con un grupo de habitantes locales que trabajaban en el bosque. Los hombres, en su mayoría
bantúes, llevaban semanas caminando antes de que me uniera a su marcha. Su trabajo implicaba cargar bultos
pesados a través de la selva y construir un nuevo campamento cada noche para el biólogo de la Wildlife
Conservation Society, J. Michael Fay, cuya persistencia y sentido de misión impulsaban esta tarea. Ese día en
particular había sido relativamente sencillo: no cruzamos ningún pantano ni nos atacaron elefantes. Esto
favoreció una actitud relajada y de confianza alrededor de la fogata. Supe que dos de los hombres, Thony
M’Both y Sophiano Etouck, habían estado presentes en Mayibout II durante el brote de ébola. M’Both,
delgado y mayor, y un poco más voluble que los demás, estaba dispuesto a hablar sobre el incidente. Hablaba
en francés mientras Etouck, hombre tímido de espalda amplia, ceño fruncido y barba de candado, se sentó en
silencio. La familia de Etouck fue devastada por la enfermedad. Una de sus sobrinas murió en sus brazos. El
catéter que le pasaba suero en la muñeca se tapó y estalló, cubriéndolo de su sangre. Pero Etouck nunca se
enfermó. “Ni yo”, dijo M’Both. La causa de las enfermedades era motivo de confusión y rumores
atemorizantes. M’Both sospechaba que los soldados franceses, que estaban cerca, habían matado al
chimpancé con algún tipo de arma química y, por descuido, lo habían dejado en un lugar donde podía infectar
a las personas. Pero, independientemente de la causa o el contaminante, los habitantes del pueblo
aprendieron la lección. Ya nadie come chimpancé en Mayibout II.

Entre el caos y la tristeza del brote, cuenta M’Both, él y Etouck vieron algo extraño: 13 gorilas muertos en el
bosque. Esa imagen, de los cadáveres de gorila entre las hojas, es sorprendente pero posible. Una
investigación posterior confirmó que los gorilas son susceptibles al ébola. Como criaturas sociales, pueden
pasar la infección con facilidad entre los miembros del grupo, durante los rituales de acicalamiento, cuidado
de bebés o al intentar despertar a los enfermos o muertos.

En los años posteriores a 1996, otros brotes de ébola han afectado a las personas y a los grandes simios
(chimpancés y gorilas) en la región que rodea a Mayibout II. Una de las zonas más afectadas está a orillas del
río Mambili, pasando la frontera en el noroeste del Congo, otra zona de bosque denso que abarca varias
poblaciones, un parque nacional y un santuario de gorilas conocido como Lossi. En 2002, un equipo de
investigadores de ahí empezó a encontrar cadáveres de gorila, algunos de los cuales resultaron positivos en
los exámenes de ébola. En los siguientes meses, 91 % de los individuos que habían estado estudiando (130 de
los 143 animales) había desaparecido; la mayoría probablemente estaría muerta. Al extrapolar los datos de las
muertes confirmadas y las desapariciones para abarcar toda el área de estudio, los investigadores llegaron a
una conclusión que los llevó a publicar un artículo en Science con el título “Brote de ébola mata 5 000 gorilas”.

El otoño pasado regresé al río Mambili con el equipo de William B. (Billy) Karesh, autoridad en enfermedades
zoonóticas. La meta de Karesh era tranquilizar a unos cuantos de los gorilas supervivientes, tomar muestras de
sangre y ver si estos animales mostraban exposición al virus de ébola. Acompañados por un rastreador
experto de nombre Prosper Balo, y otros veterinarios y guías, pasamos ocho días buscando en el bosque.
Prosper Balo había trabajado en Lossi. Con su guía, buscamos en un bai (un claro natural) lleno de suculenta
vegetación y que se sabía albergaba docenas de gorilas que llegaban diariamente a comer y relajarse. Billy
Karesh había estado ahí en 2000, antes del brote de ébola, para reunir datos sobre la salud de los gorilas.
“Todos los días –me dijo–, cada bai tenía al menos un grupo familiar”. Ese viaje fue exitoso: él es el único
investigador que ha logrado tranquilizar con dardos a los gorilas de llanura. Esta vez fue distinto. Por lo que
podíamos observar, no quedaba prácticamente ningún sobreviviente. Sólo pudimos ver, brevemente, dos
gorilas. Los otros o bien se habían dispersado a lugares desconocidos o estaban… ¿muertos? De cualquier
forma, donde antes había abundancia de gorilas ahora no quedaba ninguno.

El virus también parecía haber desaparecido. Pero sabíamos que sólo se escondía.

¿Dónde se escondía? Durante una década, la identidad del huésped reservorio del ébola fue uno de los
mayores misterios del mundo de la ciencia de las enfermedades. Varios equipos de investigadores estaban
tratando de resolverlo. Y entonces, hace dos años, Eric Leroy y algunos de sus colegas anunciaron en la revista
Nature: “Se ha encontrado evidencia de una infección asintomática del virus ébola en tres especies de
murciélago de la fruta, lo cual indica que estos animales pueden estar actuando como reservorio de este virus
letal”. El grupo de Leroy no había encontrado ningún virus vivo, pero había establecido, con resultados
positivos a partir de varios tipos de pruebas moleculares, que el ébola había pasado cuando menos por varios
de los murciélagos examinados.

Leroy quiere encontrar pruebas más contundentes. “Seguimos capturando murciélagos para tratar de aislar el
virus de sus órganos”, dijo el año pasado, cuando lo visité en Franceville. Sin embargo, identificar el huésped
reservorio con certeza aún dejaría varias preguntas sin respuesta.
Por ejemplo, ¿cómo emerge el ébola de su reservorio? “No sabemos si hay transmisión directa de murciélagos
a humanos –dijo Leroy–. Lo único que sabemos es que hay transmisión directa de los simios muertos a los
humanos”. ¿Cómo ha evolucionado el virus para producir cuatro cepas diferentes? ¿Por qué la cepa ébola-
zaire, que se encuentra en Gabón y el Congo, es tan letal (alrededor de 80 % de mortandad) para las personas?
¿Cuál es el ciclo de vida natural? ¿Cuál es el mecanismo de derrame en los gorilas y chimpancés? ¿Cómo
afecta el virus al sistema inmune de los humanos? ¿Cómo entra en los humanos? El ébola es difícil de estudiar,
explica Leroy, por el carácter de la enfermedad en sí. Ataca rara vez, progresa rápido y mata, o no, en cuestión
de días, afecta a pocas personas en cada brote en áreas remotas, boscosas y lejos de hospitales de
investigación o institutos médicos; después se extingue localmente o se detiene con éxito y vuelve a
desaparecer en el bosque, como una fuerza guerrillera de ataque y retirada. “No hay nada que hacer”,
comenta Leroy con paciencia y perplejidad. Lo que quiere decir es que no hay nada que hacer salvo seguir
buscando, seguir trabajando en el laboratorio y respondiendo a los brotes según ocurran. Nadie puede
predecir dónde aparecerá la próxima vez. “El virus pareciera decidir por sí mismo”.

Hendra y ébola son parte de un patrón mucho mayor: el reciente surgimiento de nuevas enfermedades
zoonóticas, varias de ellas letales y terribles, muchas más que las asociadas con los murciélagos. Otra parte del
patrón es la alteración del medio ambiente causada por los humanos. Luego vino nipah.

En septiembre de 1998, un vendedor de puercos en Malasia peninsular ingresó al hospital con inflamación
cerebral y murió. Más o menos al mismo tiempo, varios trabajadores de las granjas porcinas tuvieron síntomas
similares, fiebre que los dejó en coma. Varios también murieron. Los cerdos en la zona estaban también
enfermos, con tos y dificultad para respirar, y morían súbitamente. Se supuso que era la clásica fiebre porcina.
Y las muertes humanas se atribuyeron a la encefalitis japonesa. Pero en los siguientes meses se encontró que
los cerdos y las personas estaban infectados con un nuevo virus, aislado en un paciente cuyo poblado de
origen se llama Sungai Nipah. El virus era muy contagioso de cerdo a cerdo, pero no de persona a persona. Se
diseminó a otras partes de Malasia, e incluso a Singapur, con los cargamentos de cerdos vivos, e infectó a
personas que estaban en contacto con los animales enfermos o su carne. En siete meses enfermaron 265
personas y murieron 105. En consecuencia, se tuvieron que desechar 1 100 000 cerdos.

El perfil molecular de este nuevo virus sugería que estaba relacionado con hendra. Esto dio una clave. Poco
después, los investigadores encontraron que nipah vivía serenamente en un huésped reservorio: el Pteropus
hypomelanus, otra especie de murciélago de la fruta privado de su hábitat natural, que se había empezado a
congregar en los frutales cerca de las granjas porcinas.
Y luego vino el SARS. Surgió en el suroriente de China a principios de 2003 y se diseminó rápidamente de
persona a persona, viajando a la velocidad de los aviones, cobrando 774 vidas en nueve países y esparciendo
miedo por el mundo. Un poco de investigación dirigió la mirada a la civeta de la palma, un mamífero mediano
vendido con frecuencia en los mercados chinos para consumir su carne, como el reservorio del SARS. Se
descartó esta sospecha tras demostrar que las civetas también tenían síntomas de la enfermedad. Un grupo
de científicos del equipo de Wendong Li, de la Academia de Ciencias China, anunció que habían encontrado
reservorios con un virus muy similar al que causó el brote de SARS: los murciélagos de herradura del género
Rhinolophus.

Pero eso no es todo. El virus de los murciélagos australianos lyssavirus, identificado recientemente y
relacionado con la rabia, ha matado al menos a dos personas con síntomas similares a los de la rabia tras
mordeduras de murciélagos. Menangle y tioman son virus de la misma familia que hendra, que también
portan los murciélagos y que están siendo observados de cerca por la comunidad científica. La rabia en sí y los
virus similares que se encuentran en los reservorios de murciélagos alrededor del mundo quizá aún son los
más letales de todos los patógenos virales si no se recibe tratamiento, con casi 100 % de mortalidad entre los
humanos. En el norte de Perú, el otoño pasado, 11 niños de las comunidades nativas a lo largo del Amazonas
murieron de rabia tras mordeduras de murciélagos vampiro.

En este momento ya te puedes estar preguntando: ¿qué demonios pasa con los murciélagos?

Hice la misma pregunta, en una conversación con Charles Rupprecht, virólogo y veterinario, quien dio una lista
de factores que hacen de estos mamíferos, los quirópteros, los candidatos ideales para hospedar una variedad
de virus peligrosos. Algunos murciélagos viven en colonias enormes, acurrucados muy cerca unos de otros.
Tienen pocas crías y las cuidan con esmero. Tienen vidas largas para ser mamíferos pequeños. También son
antiguos, en términos evolutivos. Abarcan una gran diversidad de especies, aproximadamente 20 % de todos
los mamíferos. Vuelan, por tanto se mueven con facilidad alrededor del mundo, y encuentran lugares y
maneras de sobrevivir en casi cualquier cuerpo de tierra, excepto la Antártida. Además, al ser nocturnos y
voladores, son difíciles de estudiar. “Los murciélagos constituyen un territorio inexplorado”, dice Rupprecht.
Su punto de vista, y el de un biólogo experto en rabia a quien le gustan, es que no son siniestros y que, si
parecen tener un exceso de enfermedades dignas de una pesadilla, es porque son tan variados y tan poco
conocidos.

Otro punto de vista informado me lo dio Xavier Pourrut, investigador veterinario. Su trabajo implica capturar y
tomar muestras de sangre de los murciélagos cerca de los brotes de ébola para que Eric Leroy pueda estudiar
el suero en busca de rastros del virus. “Los murciélagos representan un linaje antiguo de los mamíferos”, me
dijo Pourrut quien, al igual que Rupprecht, los ve con ojos afectuosos de biólogo. Lo que hay que recordar,
dice, es que su capacidad de vuelo les da mayor rango de acceso, tanto horizontal como vertical, dentro del
bosque. Esto los pone potencialmente en contacto no sólo con frutas o insectos de los cuales se alimentan, y
ramas de las cuales cuelgan, sino también con gran número de otras especies, desde el dosel del bosque hasta
el suelo, incluyendo roedores, monos, carnívoros, aves, serpientes, chimpancés, gorilas y personas.

El contacto es crucial. El contacto cercano entre dos especies representa la oportunidad para un patógeno de
expandir sus horizontes y posibilidades.

El contacto cercano entre humanos y otras especies se puede dar de varias formas: matando y comiendo
animales salvajes (como en el caso de Mayibout II), por medio del cuidado de animales domésticos (como con
hendra), el manejo de mascotas (como el caso de la viruela del simio que llegó a Estados Unidos debido al
comercio de mascotas por vía de los roedores africanos importados), las tentativas de domesticación (como
dar plátanos a los monos en un templo en Bali), la cría intensiva de animales combinada con la destrucción de
hábitats (como el caso de las granjas porcinas en Malasia) y la penetración disruptiva de los humanos en el
paisaje silvestre, lo cual, sobra decirlo, pasa mucho en el mundo actual. Cuando el contacto se ha dado y el
patógeno ya cruzó, hay otros dos factores que contribuyen a la posibilidad de consecuencias catastróficas: la
gran abundancia de humanos en el planeta, todos disponibles para ser infectados, y la velocidad con la cual
viajamos de un lugar a otro. Si surgiera una nueva enfermedad, una que se transmita de persona a persona
por un apretón de manos, un beso o un estornudo, fácilmente podría dar la vuelta al mundo y matar millones
de personas antes de que la ciencia médica encontrara la manera de controlarla.

Pero nuestra seguridad, nuestra salud, no es el único punto a considerar. Algo más que vale la pena recordar
es que la enfermedad puede ir en ambos sentidos: de los humanos a otras especies así como de ellos a
nosotros. El sarampión, la polio, la escabiosis, la influenza, la tuberculosis y otras enfermedades humanas son
amenazas para los primates no humanos. Estas infecciones reciben el nombre de antropozoonóticas. Pueden
arribar con un turista, investigador o habitante local y tener un efecto potencialmente devastador en las
diminutas poblaciones aisladas de los grandes simios con un acervo genético relativamente pequeño, como
los gorilas de montaña de Ruanda o los chimpancés de Gombe.

Por esta razón, Bill Karesh y sus colegas de la Wildlife Conservation Society han utilizado el eslogan “Un
mundo, una salud” para su programa. Los principios que los guían provienen de la ecología, de la cual la
medicina humana y la veterinaria son meramente subdisciplinas. “No se trata de la salud de la vida silvestre, o
de los humanos o del ganado –me dijo–. Realmente sólo hay una salud”; la salud y el equilibrio de ecosistemas
alrededor del planeta.

Tras nuestra búsqueda infructuosa en las orillas del río Mambili, en el noroeste del Congo, Karesh, Prosper
Balo y yo, junto con otros miembros del equipo, viajamos tres horas río abajo en una piragua. De ahí tomamos
una carretera sin pavimentar hasta un poblado llamado Mbomo, punto central de una zona donde el ébola
había matado a 128 personas durante el mismo brote que mató a los gorilas de Lossi. Nos detuvimos en un
pequeño hospital, junto al cual había un letrero en llamativas letras rojas:

attention ebola ne touchons jamais ne manipulons jamais les animaux trouvés morts en forêt
(No tocar nunca a los animales muertos encontrados en el bosque)

Mbomo era el pueblo natal de Balo. Visitamos su casa y conocimos a su esposa, Estelle, y a algunos de sus
hijos. Nos enteramos de que la hermana de Estelle, dos hermanos y otro pariente cercano murieron de ébola
en 2003 y que a Estelle la evitaban las personas del pueblo por su asociación con la enfermedad. Nadie le
vendía comida. Nadie tocaba su dinero. Tenía que esconderse en el bosque. Hubiera muerto, comentó Balo, si
él no le hubiera enseñado las medidas de precaución que había aprendido de Eric Leroy y otros científicos con
quienes había trabajado durante el brote: esterilizar todo con blanqueador, lavarse las manos y no tocar los
cadáveres. Pero ahora esa pesadilla había pasado y, entre los brazos de Balo, Estelle se veía sana y sonriente.

Balo recordaba el brote a su manera, el duelo por la familia de Estelle y otras pérdidas distintas. Nos mostró
un libro, una guía de campo botánica, en la cual había escrito una lista de nombres: Apollo, Cassandra,
Afrodita y casi 20 más. Eran gorilas, un grupo completo que conocía bien, que había seguido y observado con
cariño en Lossi. Cassandra era su favorita. Apollo era el espalda plateada. “Sont tous disparus en deux-mille
trois”, dijo. Todos desaparecieron en el brote de 2003. Había perdido a su familia de gorilas y a miembros de
su propia familia. Fue muy duro, comentó Balo.

Durante largo rato sostuvo el libro abierto para que viéramos los nombres. Intuía emocionalmente lo que los
científicos saben por medio de los datos: que nosotros, personas y gorilas, caballos y cerdos y murciélagos,
monos y ratas y mosquitos y virus, todos estamos en esto juntos.

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David Quammen escribió “Reserva de Kronotsky” en el número de enero de 2009. Lynn Johnson, colaboradora
frecuente, tomó las fotografías “Los nuevos Darwin”, en la edición de febrero de 2009.

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