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El arado de madera se encajaba en la tierra seca y llena de cascajos.

El perro amarillento corría


ladrando tras las patas del único buey que le quedaba a Don Joaquín. Los pies descalzos del
padre y de la niña de 9 años se veían empujando tras el viejo arado.

En el bohío señá Aurora rayaba la yuca en el guayo desgastado por el tiempo mientras los dos
niños más pequeños dormían en la hamaca bajo un mamey del monte. Era difícil conseguir
comida y menos aún dinero o algo de ropa por aquella época,

Corrían los 1800, muchos guajiros vivían refugiados en la manigua de las sierras.

De pronto el perro levantó las orejas y miraba hacía el monte. Salió disparado, ladrando, en
esa dirección y de la maleza aparecieron tres hombres a medio vestir, montando sus pencos
flacos.

- vamos Don Joaquín, pronto habrá levantamiento.

Don Joaquín miró a su pequeña y le dijo, con tierna voz, -te las encargo mija, voy a despedirme
de tu madre, ya sabes donde tienen que esconderse si sienten revuelo.

El viejo fue hasta la choza donde encontró a señá Aurora llorando cerca del fogón de leñas.

-tranquila mujer, ya volveré pronto, no resisto más seguir escondío carajo. Cogió su calabozo y
una de las jícaras que había en el trozo de palo que había por mesa.

La niña con la cara polvorienta lo vio meterse en el monte con aquellos tres hombres, más el
perro intento seguirlo pero la niña con una segura voz lo detuvo

-PERRO!

Le costaba trabajo poder encajar el arado, realmente no podía, le temblaba las piernas y las
manos le sudaban, se caía y una vez mas volvía a hacer presión con todo su cuerpo sobre el
arado.

Seña Aurora seguí llorando mientras amamantaba al más pequeño.

Regreso destrozada la niña a la choza, no hizo más que sentarse cuando la mujer le dijo que
bajara al charco a traer una botija de agua y que le llevara hierba a la chiva.

Todo el cansancio del mundo se reflejaba en el rostro de la pequeña, pero ahora tenía la
responsabilidad que le había encomendado su padre.

Cansancio tras cansancio y así pasó la semana, agotada la comida, no más que una que otra
yuca caía en la jícara en la noche, el fogón no hacía más que soltar humo.

Uno de esos días la niña llevó a la chiva a otra parte para que comiera y la dejó mal atada al
bejuco que caía entre la maleza, se recostó un rato y era tanto el cansancio de la pequeña que
quedó dormida viendo cantar a un sinsonte, a la cartacuba revolotear de rama en rama. Casi
que anocheciendo despertó con los gritos de su madre que venían de atrás de la arboleda.

Fue tanto el susto que no recordó a su chiva, corrió hasta la casa, el llanto de los pequeños se
escuchaba a media legua, la madre no hacía más que gritarle hasta que la vio llegar, agitada de
tanto correr. Sin importarle comenzó a pegarle con un escoba echa de pencas, tanto la
perseguía maldiciéndola y pegándole que la pequeña tropezó con el arado y con la punta de
clavar en la tierra se cortó u por encima del tobillo derecho.
-haaaay, haaaay, mamá, clamaba la niña mientras se arrinconaba en la maltrecha cocina de
leña

-eres muy desconcideraa, seguía reprimiendo la madre

Los otros bejigo no paraban de llorar con tanto ajetreo.

La madre se sentó con las manos en la cabeza muy cerca del pilón, los grillos y el sollozo de los
niños era lo único que se sentía esa noche que no tenía luna y era tan oscura.

-adónde está la chiva niña? Porque no la haz traído?

-carajo no me diga que no arrecuerda donde etáa!

-fijete niña, esa es la única leche que tengo pa su hermano, yo ya no tengo, no lo puedo
amamantar y menos con la escasez de comida que tenemos

- respóndame niña, onde esta la chiva.

La pequeña no hacía más que llorar mientras miraba entre lágrimas su tobillo, el que tenía un
buen tajaso.

La niña suspiró, y se acostó con el pie sangrando en la hamaca, miró las estrellas por entre las
ramas y entre suspiros se quedó dormida, sin comer, sin chistar.

Algún pájaro del monte anunció que iba a amanecer, la niña salió cojeando antes que nadie de
la choza. Salió a buscar la chiva, y no encontró más que un rastrojo de huesos destrozados en
un barranco. Al parecer los perros jibaros se la habían comido.

No lloró, ya no tenía porque llorar. Bajó hasta la charca para lavar su tobillo, y luego salió a
buscar algunas frutas del monte, ya no había remedio y su madre y hermanos debía comer
algo más que yuca.

Pasó una semana más y el tobillo empeoró, tenía demasiada infección y ella en silencio seguía
cooperando, mientras todos enflaquecían y el viejo que no llegaba.

Una semana más y vino la fiebre y los intensos dolores, también llegó el padre montando un
penco. El perro salió ladrando al verlo aparecer. Todos salieron, menos ella, que no podía salir
de la hamaca de tanto malestar y tumbadera que tenía.

El viejo se le acercó y con agua en los ojos dijo - mija caraa! Y la beso en la frente,
despreocúpese que lo vamos a arreglar, ya busco yo unas chivas que va a dar un compadre.

Se sentó a afilar el calabozo bajo el mamey del monte, bajo el trino del sinsonte. Se sentó a
llorar mientras afilaba el calabozo que tanto pancho a desgraciao y maleza cortao.

Cuando terminó llamó a su pequeña, y endureciendo la voz de la manera más dulce le dice -
ponga su piecito aquí, y abrácese de mí que no le va doler.

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