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El tema de este seminario se refiere al cuerpo y al libro, y ningún título podía venir
mejor para la consideración del Libro en la Edad Media. Pues en efecto, el Libro tiene
un cuerpo, es un cuerpo. Ahora bien, todo cuerpo posee un alma, o también, según la
antropología tradicional, un alma y un espíritu. A tenor de esto, el Libro en la Edad
Media es un viviente que da vida. Nos estamos refiriendo naturalmente a la categoría
de Libro revelado, y en este sentido lo que podemos decir de la Biblia en cuanto que
texto sagrado, se puede decir también de la Torá y del Corán. Este común estatuto de
Escritura sagrada y revelada, provocará que también las hermenéuticas que produzcan
estos tres libros tengan puntos comunes, y por tanto también serán susceptibles de
estudios comparativos.
Como hemos aludido, existe una primera división elemental, pero esencial, en la
exégesis de los significados del Libro: si éste consta de cuerpo y alma, sus sentidos
serán el literal y el espiritual, el exterior y el interior, el superficial y el alegórico. Es
decir, el libro presentará una estructura simbólica, pues al mismo tiempo vela
(mediante el sentido literal) y desvela (a través del sentido profundo), oculta y revela:
se ve claramente la importantísima función teológica y filosófica de la interpretación.
En definitiva, el Libro cumple de manera paradigmática la esencia del símbolo.
A todos estos estadios de sentido hay que añadirles la noción de tipología, que
proporciona la característica de continuidad histórica entre el Antiguo Testamento y el
Nuevo que empapa toda la hermenéutica bíblica medieval. Al hacer de cada personaje
y evento del Antiguo Testamento una imagen o prefiguración (týpos) de Jesucristo o la
Iglesia (es decir, de todo el Nuevo Testamento), se quiere hallar en la historia un
misterio, un sentido alegórico que se cumple, desvela y plenifica en Jesucristo. Es
evidente que esta interpretación presta a la historia descrita en la Biblia una adehala
de significado, lo que por cierto distingue nítidamente a la alegoría cristiana de la
pagana y de cualquiera otra. El alegorismo cristiano no se limita a la tipología, pero la
presupone.
Como consecuencia de todo lo dicho hasta ahora podemos afirmar que el Libro
revelado adquiere en la edad media el carácter de categoría ontológica y teológica
supremas. Por tanto, la hermenéutica medieval también está dentro de ese ámbito
onto-teológico privilegiado. La valorización metafísica del Libro (en concreto, de la
Biblia) lleva consigo un proceso de escriturización generalizada de la realidad: todo en
la edad media tiende a convertirse en libro, ya que un Libro es el paradigma de lo real.
Así, hablará del libro de la naturaleza, del libro del rostro; el cuerpo humano, el templo
y la liturgia se convierten en libros a los que se le puede aplicar una interpretación
literal y otra más profunda y simbólica. No hace falta insistir en la importancia que
tiene toda esta ideología escrituraria para la literatura y el arte.
Como se dirá a menudo (y Juan Escoto Erígena es el ejemplo más señero), Dios se ha
revelado mediante dos libros: la Naturaleza y la Escritura Santa. Luego sólo hay que
extraer las consecuencias de este aserto: la hermenéutica de la Escritura vale para la
hermenéutica de la Naturaleza; los sentidos de la Escritura son también los sentidos de
la Naturaleza.
De ahí las continuas correspondencias y concordancias universales que la exégesis
medieval establece entre la Biblia y todos los demás ámbitos de la realidad, quedando
conformados así a imagen y semejanza del Libro. Por ello se aplica a la Biblia una
categoría de gran prestigio en el pensamiento medieval: la Escritura es un speculum,
un espejo que refleja y proyecta todos sus contenidos sobre el mundo, haciendo de
éste un libro en su ámbito propio del ser. Pero no sólo eso; si la Escritura es un espejo
que especula sobre nosotros sus contenidos, también es cierto que nos vemos
reflejados en la Escritura. Luego el inquirimiento de los sentidos bíblicos significa la
indagación en nosotros mismos. Por tanto, la Escritura no sólo es susceptible de ser
interpretada, sino que ahora se convierte en nuestra propia exégesis, ella es la
hermenéutica de cada uno de nosotros.
Todo lo dicho hasta aquí no conduce a una visión estática, a una interpretación cerrada
y fundamentalista, a una consideración puramente libresca de la realidad, sino a todo
lo contrario: la hermenéutica medieval del Libro es una hermenéutica restauradora.
Veamos brevísimamente por qué y cómo se desenvuelve ese movimiento restaurador
del sentido.
Una última cuestión para acabar esta harto sucinta introducción al inabarcable tema de
la hermenéutica medieval. Es importantísimo tener en cuenta que para el pensamiento
del medievo la exégesis bíblica interpreta antes que nada y sobre todo hechos y no
palabras. Hay, por tanto, una confianza en el lenguaje: éste, por ser revelación misma
de Dios, traduce y manifiesta hechos verdaderos y ciertos; hechos que no tienen por
qué ser solamente históricos: pueden ser también contenidos, ideas, realidades
espirituales... pero en cualquier caso, el lenguaje que se interpreta siempre es la
mediación por la que el Sentido se manifiesta y revela. Sólo así se evitan los desmanes
del estructuralismo o de cualquiera otra teoría que tome al lenguaje como una cosa en
sí misma, vacía y sin contenido. Pues hay hermenéutica solamente cuando reluce el
Sentido sustancial a través de las palabras que lo muestran.