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Recuerdo que, cuando San Juan Pablo II realizó su histórico primer viaje
apostólico al Perú el año 1985, regresando el 4 de febrero ya de noche de su visita
a Piura y a Trujillo, Lima quedó en tinieblas por un nuevo atentado terrorista, y
en la cumbre del cerro San Cristóbal se dibujó la hoz y el martillo, símbolos del
nefasto comunismo, «intrínsecamente perverso» como enseñaba Pío XI, que
proclama al odio y a la violencia como los motores de la historia. ¿Volverá a
dibujarse 36 años después?
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En 1989, fui vicario parroquial y me tocó servir pastoralmente en la zona
de Ate-Vitarte, que en aquellos tiempos era un distrito con fuerte presencia
senderista. Fui amenazado de muerte, exigiéndome Sendero cerrar el templo y
no volver. No hice caso. Según me contaron mis entonces feligreses, por
desencuentros providenciales en días y horas, los que iban a atentar contra mi
vida no me encontraron.
Ahí está como prueba de ello la procesión del Señor de los Milagros, la
manifestación pública de religiosidad popular más grande del mundo. Ahí está
también, como prueba de ello, el decidido compromiso solidario y caritativo de
la Iglesia en estos tiempos de pandemia con los enfermos y sus familias, y con los
que hoy han perdido su trabajo y pasan hambre.
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Soy consciente de la penuria, pobreza y miseria por la que pasan aún hoy
en día millones de compatriotas que no tienen los más elementales servicios
públicos, e igualdad de oportunidades para su realización personal, familiar y
comunitaria. Ciertamente existe en amplios sectores sociales de nuestro país una
rabia y una frustración por culpa de los malos gobiernos que hemos tenido y de
un sector frívolo de nuestra sociedad que aborda la vida con superficialidad,
preocupándose solamente por lo que le pasa a nivel individual, sin
comprometerse con las necesidades de los demás, especialmente de los más
pobres.
Todo ello se ha agravado aún más por la terrible pandemia que todavía
sufrimos, acentuada por la pésima gestión de los que integran el Ejecutivo, y que
ha cobrado la vida de miles de compatriotas, sumiendo en el dolor y la pobreza
a muchísimas familias peruanas que no tienen un acceso digno a los servicios de
salud. Las desigualdades injustas y la marginación han de ser un constante
incentivo para toda conciencia, especialmente la cristiana, pero no por medio de
opciones de odio y de muerte.