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Aprendí a leer a los tres años de edad. A diferencia de mis compañeros de preescolar, yo nunca
asistí al maternal; es así que cuando por fin entré a la escuela me colocaron en el grupo B y no en
el A, pues al parecer el maternal es parte esencial para tu desempeño académico cuando has
estado tan sólo tres años, o menos, en este mundo. Tiene sentido que con emoción haya asistido
al primer día de escuela y al segundo ya no hubiera querido volver a pararme frente a la puerta
de aquel lugar, pues bajo el razonamiento de una yo bastante más joven, la verdad era que ya
De cualquier modo, resulta que mientras pasaba los días previos al comienzo de mi educación, al
lado de mi madre, lo que lograba captar mi atención con mayor reciedumbre era la manera en
que se recostaba en el sillón individual de la sala —recubierto de un tejido indonesio que siempre
me resultó tan interesante—, cruzaba las piernas y sostenía sobre sus blancas y atentas manos
alguna revista, ya fuera gruesa o delgada, de moda, divulgación científica o alguno de los tomos
variados de Selecciones del Reader’s Digest que habían descansado por décadas en los libreros
de mis abuelos. Disfrutaba de observar qué era en lo que se ocupaba mientras pasaba el tiempo
con ella y me inquietaba el poder participar también. Fue así que mi mamá me enseñó a leer, para
Evidentemente, las primeras palabras que pronuncié tras verlas escritas en papel no provenían de
vida de alguna celebridad que posiblemente no conocería incluso en la actualidad. Mis libros
eran los de cuentos de Baby Einstein, acompañados quizás de un CD que incluyera alguna pieza
de música clásica, posiblemente de Vivaldi o Bach. Pese a todo, el libro que considero como el
primero en mi posesión tenía por título Sopa de moñitos, que, tras indagar en Internet por el
escaso lapso de cuatro minutos, supe que fue escrito por Susana Atías y se trata en realidad de
una poesía —lo que me parece peculiar, pues el género lírico es probablemente el que menos me
agrada ya que nunca he logrado comprender realmente cómo es que funciona. Aquel poema
acerca de la Luna salvada por la noche gracias al maravilloso poder de la sopa de pasta (que, por
cierto, yo detesto) me fue dado impreso en un delgado cuadernillo ilustrado con figuras
simpáticas y dientudas, por la maestra de primer año de preescolar, después de que hube
levantado mi manita para participar y leído, a su vez, la palabra “mano”, escrita en cursiva en un
Por supuesto que a mí me fascinaba el hecho de que supiera leer y no perdía ninguna
oportunidad para ponerlo en práctica y demostrarlo; decía en voz alta las palabras de los
automóvil, hasta que un día me volví miope y no pude hacerlo más, pero no tocaré ese tema el
día de hoy. Hubo una vez en la que la maestra, ahora la de segundo año de preescolar, me indicó
que repartiera las libretas de mis compañeros durante una demostración para poner de manifiesto
a mi mamá que, efectivamente, yo podía leer, después de haber refutado contundentemente esa
idea; suceso que siempre he considerado ridículo. Yo quería tener la biblioteca que la Bestia le
regaló a Bella. Me molestaba que mi prima inventara las historias sólo prestando atención a las
imágenes de mis libros. En definitiva, lo que obtuve de la lectura se convirtió en parte importante
En primer grado de primaria hubo una feria del libro y no encontré nada que fuera de mi agrado,
así pues, mi mamá me llevó a Gandhi por primera vez en mi vida y de ahí me llevé Mujercitas,
Corazón: diario de un niño y La vuelta al mundo en ochenta días en versión infantil; una versión
juvenil de Colmillo Blanco; y la idea de que me encantaría regresar a ese lugar. Si usted, lector,
pudiera llevarse algún tipo de aprendizaje de este escrito, este debería ser que, en caso de que
alguna vez vuelva a tener la edad de seis años, no elija un volúmen juvenil o adulto de la obra de
su preferencia cuando existe uno infantil, a menos de que fuera usted un niño intelectualmente
privilegiado o que deliberadamente quiera olvidar todas y cada una de las palabras del libro.
Es así que durante la primaria comprendí a lo que se refería el término “literatura” y poco a poco
me fui acercando a una variedad de obras y autores, como en la ocasión en que me dieron otra
edición infantil a modo de regalo, incluyendo esta a La Ilíada y La Odisea de Homero, que
además traía consigo un separador de piel, suave al tacto, con un grabado de aquella frase
conocida: “sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos” de El
Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943), libro que, irónicamente, defiendo como escrito más
para adultos que para niños. Jamás recuperé ese separador; se quedó dentro de un libro que
presté a una maestra a petición suya. Aún veo a esa profesora y cuando lo hago no noto que
exista ni una pizca de culpa en sus ojos por no haberme devuelto lo que me pertenecía.
Vi, además, un ejemplo a seguir en Jo March, quien desde el principio fue mi favorita de las
cuatro hermanas. Tuve que comenzar a escribir y redactar textos para actividades de la escuela,
en ocasiones incluso participé en concursos con dichos textos. Nunca llegué muy lejos con
ninguno, pero eso no fue algo que me importara. En realidad, ahora paso mis tardes tocando un
piano desafinado como lo hacía Beth, así como soy más afín a las aptitudes de Amy, a pesar de
que por este personaje sienta, en lo más profundo de mi ser, un fuerte rencor del que no creo
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menos que obligarme a amarla. Me hace sentir, aunque sea rencor por una jovencita vanidosa y
malcriada. Supongo que en un principio me cautivó el hecho de que el mundo literario pueda ser
tan parecido, en ocasiones, a la realidad, independientemente del grado de ficción que se maneje
obras que poco a poco fui tomando de los libreros del pasillo —los que semana a semana me
encargo de conservar en estado óptimo—, que me fueron encargadas de leer para alguna clase o
que tuve que descargar en formato epub de sitios web, digámoslo así, cuestionables.
Muchos de estos textos impactaron en mí de tal forma que es altamente probable que no vayan a
abandonarme hasta el día que me toque a mí abandonar este mundo; me permitieron ver desde
una nueva perspectiva, al igual que puedo relacionarlos con sucesos o personas importantes en
mi vida y me ayudaron a construir mi manera de ser y de pensar. De ahí que le tenga un profundo
afecto a la ciencia ficción del siglo XX, o que, de leer una vez a Charlotte Brontë (traducido todo
al Español, porque en Inglés sufro para poder pasar de página), ahora diga que algo “brilla por su
silencio, dejando que sea la voz mental, de quien quiera a quien pudieran alguna vez llegar mis
espontaneidad. Alguna vez, estando a punto de terminar la primaria, una maestra me comentó
que yo no presentaría problema alguno al escribir mi tesis universitaria y, por más vacía y seca
que suene esta experiencia, creo firmemente que esta conversación ha dado paso a que haya
podido sostenerme cuando he necesitado escribir a lo largo de todos estos años. Y es que, a uno
mismo le resulta muy útil la capacidad de poder producir una odisea cada vez que deba expresar
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una de sus ideas, sea lo que sea lo que tenga que expresar. Indudablemente resulta curioso que
los dos escritos que mejor conservo, de los que he hecho como trabajos de índole académica,
apreciado lector, que este párrafo no sirvió como justificación para la inclusión de estos en
Tampoco pretendo que la mención de estos intente que la imagen de mi persona se vuelva una
interesante, pues la verdad es que mi vida no es una historia emocionante. Hasta este punto no he
hecho más que aburrirlo a usted con un puñado de datos de mi vida que no tienen por qué
interesarle en lo más mínimo, pero es de esta forma que puedo probar mi punto. No habré
conocido a ningún autor a quien admire, ni soy un prodigio de la escritura, ni me fue revelada la
respuesta al significado de la vida tras haber leído alguna obra. Si acaso, lo más atrayente que he
podido lograr fue que el fuego que había iniciado por voluntad propia tantos años atrás se fuera
apagando lentamente hasta que sólo quedara en su lugar un espectro de cómo fue alguna vez mi
pasión por participar de la lectura. Ya sabe usted cómo ocurre: a menudo resulta complicado
persuadirse a uno mismo a continuar con lo que le gusta hacer, pero lo que ha influido
verdaderamente, en realidad nunca desiste. Será eso lo único que pueda interesarle de lo que he
hecho, pero yo he cumplido con mi cometido y le he hablado, exitosamente, por este medio.
Ojalá fuera una experiencia literaria el leer la lluvia, mientras escucho el sabor de una taza de
café espresso y saboreo con calma un catálogo de Coppel, aun cuando esto parezca imposible,
pues no poseo ningún catálogo. De hecho nunca he leído uno de esos. Quizá volvamos a
encontrarnos, querido lector, si llega el día en que lo intente y narre esta vivencia.
Y pensar que lo inicié todo con sopa de pasta. Realmente no soporto la sopa de pasta.