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Del maravilloso poder de la sopa de pasta

y el por qué no tendré dificultad para escribir mi tesis

Por: Fernanda Ávila

Aprendí a leer a los tres años de edad. A diferencia de mis compañeros de preescolar, yo nunca

asistí al maternal; es así que cuando por fin entré a la escuela me colocaron en el grupo B y no en

el A, pues al parecer el maternal es parte esencial para tu desempeño académico cuando has

estado tan sólo tres años, o menos, en este mundo. Tiene sentido que con emoción haya asistido

al primer día de escuela y al segundo ya no hubiera querido volver a pararme frente a la puerta

de aquel lugar, pues bajo el razonamiento de una yo bastante más joven, la verdad era que ya

había cumplido con asistir al colegio.

De cualquier modo, resulta que mientras pasaba los días previos al comienzo de mi educación, al

lado de mi madre, lo que lograba captar mi atención con mayor reciedumbre era la manera en

que se recostaba en el sillón individual de la sala —recubierto de un tejido indonesio que siempre

me resultó tan interesante—, cruzaba las piernas y sostenía sobre sus blancas y atentas manos

alguna revista, ya fuera gruesa o delgada, de moda, divulgación científica o alguno de los tomos

variados de Selecciones del Reader’s Digest que habían descansado por décadas en los libreros

de mis abuelos. Disfrutaba de observar qué era en lo que se ocupaba mientras pasaba el tiempo

con ella y me inquietaba el poder participar también. Fue así que mi mamá me enseñó a leer, para

que pudiera leer con ella.

Evidentemente, las primeras palabras que pronuncié tras verlas escritas en papel no provenían de

algún artículo discutiendo la teoría de la relatividad, o alguna nueva colección de

Primavera-Verano, ni se derivaron de algún reportaje acerca de un suceso insignificante de la


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vida de alguna celebridad que posiblemente no conocería incluso en la actualidad. Mis libros

eran los de cuentos de Baby Einstein, acompañados quizás de un CD que incluyera alguna pieza

de música clásica, posiblemente de Vivaldi o Bach. Pese a todo, el libro que considero como el

primero en mi posesión tenía por título Sopa de moñitos, que, tras indagar en Internet por el

escaso lapso de cuatro minutos, supe que fue escrito por Susana Atías y se trata en realidad de

una poesía —lo que me parece peculiar, pues el género lírico es probablemente el que menos me

agrada ya que nunca he logrado comprender realmente cómo es que funciona. Aquel poema

acerca de la Luna salvada por la noche gracias al maravilloso poder de la sopa de pasta (que, por

cierto, yo detesto) me fue dado impreso en un delgado cuadernillo ilustrado con figuras

simpáticas y dientudas, por la maestra de primer año de preescolar, después de que hube

levantado mi manita para participar y leído, a su vez, la palabra “mano”, escrita en cursiva en un

par de pequeños rectángulos de cartulina pegados en el pizarrón.

Por supuesto que a mí me fascinaba el hecho de que supiera leer y no perdía ninguna

oportunidad para ponerlo en práctica y demostrarlo; decía en voz alta las palabras de los

anuncios cuando salíamos a la calle, sentada cómodamente en mi asiento para niños en el

automóvil, hasta que un día me volví miope y no pude hacerlo más, pero no tocaré ese tema el

día de hoy. Hubo una vez en la que la maestra, ahora la de segundo año de preescolar, me indicó

que repartiera las libretas de mis compañeros durante una demostración para poner de manifiesto

a mi mamá que, efectivamente, yo podía leer, después de haber refutado contundentemente esa

idea; suceso que siempre he considerado ridículo. Yo quería tener la biblioteca que la Bestia le

regaló a Bella. Me molestaba que mi prima inventara las historias sólo prestando atención a las

imágenes de mis libros. En definitiva, lo que obtuve de la lectura se convirtió en parte importante

de mi personalidad, aún escasamente desarrollada; y eso a mí me gustaba, y mucho.


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En primer grado de primaria hubo una feria del libro y no encontré nada que fuera de mi agrado,

así pues, mi mamá me llevó a Gandhi por primera vez en mi vida y de ahí me llevé Mujercitas,

Corazón: diario de un niño y La vuelta al mundo en ochenta días en versión infantil; una versión

juvenil de Colmillo Blanco; y la idea de que me encantaría regresar a ese lugar. Si usted, lector,

pudiera llevarse algún tipo de aprendizaje de este escrito, este debería ser que, en caso de que

alguna vez vuelva a tener la edad de seis años, no elija un volúmen juvenil o adulto de la obra de

su preferencia cuando existe uno infantil, a menos de que fuera usted un niño intelectualmente

privilegiado o que deliberadamente quiera olvidar todas y cada una de las palabras del libro.

Es así que durante la primaria comprendí a lo que se refería el término “literatura” y poco a poco

me fui acercando a una variedad de obras y autores, como en la ocasión en que me dieron otra

edición infantil a modo de regalo, incluyendo esta a La Ilíada y La Odisea de Homero, que

además traía consigo un separador de piel, suave al tacto, con un grabado de aquella frase

conocida: “sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos” de El

Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943), libro que, irónicamente, defiendo como escrito más

para adultos que para niños. Jamás recuperé ese separador; se quedó dentro de un libro que

presté a una maestra a petición suya. Aún veo a esa profesora y cuando lo hago no noto que

exista ni una pizca de culpa en sus ojos por no haberme devuelto lo que me pertenecía.

Vi, además, un ejemplo a seguir en Jo March, quien desde el principio fue mi favorita de las

cuatro hermanas. Tuve que comenzar a escribir y redactar textos para actividades de la escuela,

en ocasiones incluso participé en concursos con dichos textos. Nunca llegué muy lejos con

ninguno, pero eso no fue algo que me importara. En realidad, ahora paso mis tardes tocando un

piano desafinado como lo hacía Beth, así como soy más afín a las aptitudes de Amy, a pesar de

que por este personaje sienta, en lo más profundo de mi ser, un fuerte rencor del que no creo
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recuperarme, al menos en la prontitud. De hecho, este es un aspecto de la literatura que no hace

menos que obligarme a amarla. Me hace sentir, aunque sea rencor por una jovencita vanidosa y

malcriada. Supongo que en un principio me cautivó el hecho de que el mundo literario pueda ser

tan parecido, en ocasiones, a la realidad, independientemente del grado de ficción que se maneje

a la hora de escribir. He adquirido una infinidad de conocimientos gracias a la lectura, a través de

obras que poco a poco fui tomando de los libreros del pasillo —los que semana a semana me

encargo de conservar en estado óptimo—, que me fueron encargadas de leer para alguna clase o

que tuve que descargar en formato epub de sitios web, digámoslo así, cuestionables.

Muchos de estos textos impactaron en mí de tal forma que es altamente probable que no vayan a

abandonarme hasta el día que me toque a mí abandonar este mundo; me permitieron ver desde

una nueva perspectiva, al igual que puedo relacionarlos con sucesos o personas importantes en

mi vida y me ayudaron a construir mi manera de ser y de pensar. De ahí que le tenga un profundo

afecto a la ciencia ficción del siglo XX, o que, de leer una vez a Charlotte Brontë (traducido todo

al Español, porque en Inglés sufro para poder pasar de página), ahora diga que algo “brilla por su

ausencia” cada vez que tengo la oportunidad de hacerlo.

Me he percatado, además, de que a través de la escritura puedo expresar lo que no se habla, en

silencio, dejando que sea la voz mental, de quien quiera a quien pudieran alguna vez llegar mis

palabras, la que se encargue de decirlo como yo no podría hacerlo en voz alta ni en la

espontaneidad. Alguna vez, estando a punto de terminar la primaria, una maestra me comentó

que yo no presentaría problema alguno al escribir mi tesis universitaria y, por más vacía y seca

que suene esta experiencia, creo firmemente que esta conversación ha dado paso a que haya

podido sostenerme cuando he necesitado escribir a lo largo de todos estos años. Y es que, a uno

mismo le resulta muy útil la capacidad de poder producir una odisea cada vez que deba expresar
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una de sus ideas, sea lo que sea lo que tenga que expresar. Indudablemente resulta curioso que

los dos escritos que mejor conservo, de los que he hecho como trabajos de índole académica,

sean relatos que mencionen la presencia de cadáveres en distintos contextos, y le informo,

apreciado lector, que este párrafo no sirvió como justificación para la inclusión de estos en

aquellos cuentos, por si alguna vez llegase usted a leerlos.

Tampoco pretendo que la mención de estos intente que la imagen de mi persona se vuelva una

interesante, pues la verdad es que mi vida no es una historia emocionante. Hasta este punto no he

hecho más que aburrirlo a usted con un puñado de datos de mi vida que no tienen por qué

interesarle en lo más mínimo, pero es de esta forma que puedo probar mi punto. No habré

conocido a ningún autor a quien admire, ni soy un prodigio de la escritura, ni me fue revelada la

respuesta al significado de la vida tras haber leído alguna obra. Si acaso, lo más atrayente que he

podido lograr fue que el fuego que había iniciado por voluntad propia tantos años atrás se fuera

apagando lentamente hasta que sólo quedara en su lugar un espectro de cómo fue alguna vez mi

pasión por participar de la lectura. Ya sabe usted cómo ocurre: a menudo resulta complicado

persuadirse a uno mismo a continuar con lo que le gusta hacer, pero lo que ha influido

verdaderamente, en realidad nunca desiste. Será eso lo único que pueda interesarle de lo que he

hecho, pero yo he cumplido con mi cometido y le he hablado, exitosamente, por este medio.

Ojalá fuera una experiencia literaria el leer la lluvia, mientras escucho el sabor de una taza de

café espresso y saboreo con calma un catálogo de Coppel, aun cuando esto parezca imposible,

pues no poseo ningún catálogo. De hecho nunca he leído uno de esos. Quizá volvamos a

encontrarnos, querido lector, si llega el día en que lo intente y narre esta vivencia.

Y pensar que lo inicié todo con sopa de pasta. Realmente no soporto la sopa de pasta.

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