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Historia del Pensamiento Filosófico: El mundo moderno. Tema 2.

Sesión 1
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Historia del Pensamiento Filosófico: El mundo moderno


Tema 2: Valerio Rocco
Resumen sesión 1ª (21 marzo 2017)

Tras nuestro recorrido por el rico y apasionante pensamiento griego y tras atravesar
las supuestamente oscuras sendas de la Edad Media, llegamos ahora a los albores del
nacimiento de una nueva etapa de la historia de la humanidad. La edad de las luces, la
edad de la ciencia, de la emancipación del sujeto, la Modernidad empieza a
desplegarse ante nosotros. Como tendremos ocasión de ver a lo largo de las próximas
sesiones, este viaje no estará exento de las sombras y destellos heredados del
pensamiento anterior, sin embargo, el peso de la tradición vendrá a ser equilibrado
por el desarrollo de un discurso nuevo que comenzó, precisamente, con Descartes.

RENÉ DESCARTES (1596-1650)

Para comenzar con el estudio del filósofo que la tradición ha considerado como
iniciador de la filosofía moderna, René Descartes, nos resultará interesante situarnos
en el final de este período, esto es, en la obra del último gran pensador propiamente
moderno, Hegel. En su monumental Fenomenología del espíritu, Hegel presenta de
forma épica el nacimiento de la modernidad situando a Descartes a la cabeza de un
impulso renovador sin precedentes.

“Con Descartes entramos, en rigor, desde la escuela neoplatónica y lo que guarda


relación con ella, en una filosofía propia e independiente, que sabe que procede
sustantivamente de la razón y que la conciencia de sí es un momento esencial de
la verdad. Esta filosofía erigida sobre bases propias y peculiares abandona
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totalmente el terreno de la teología filosofante, por lo menos en cuanto al


principio, para situarse del otro lado. Aquí, ya podemos sentirnos en nuestra casa
y gritar, al fin, como el navegante después de una larga y azarosa travesía por
turbulentos mares: ¡tierra!
Con Descartes comienza en efecto, verdaderamente, la cultura de los tiempos
modernos, el pensamiento de la moderna filosofía, después de haber marchado
durante largo tiempo por los caminos anteriores”.

Esta presentación de la filosofía cartesiana como puerta de entrada al pensamiento


moderno, tras siglos de oscuridad, ha creado no pocos clichés y prejuicios
historiográficos. En efecto, la visión hegeliana ha conducido, por ejemplo, a olvidar o
menospreciar la importancia de autores como el granadino Francisco Suárez, que en
sus Disputaciones metafísicas preparó el terreno conceptual para muchas de las
innovaciones de la filosofía moderna. Tres elementos en los que destaca el influjo
moderno de la filosofía suareciana son:

- La redacción de textos en forma de tratados frente al estilo de las summas


medievales. En estas últimas los autores – siendo el caso más paradigmático la
obra de Tomás de Aquino- proponían un tema determinado respecto del cual
ofrecían toda una lista de argumentos a favor y en contra extraídos de diversas
fuentes tradicionales (los Padres de la Iglesia, la Biblia y, fundamentalmente,
Aristóteles). Lo más característico del estilo de las summas es que muchas
veces resulta extremadamente difícil discernir cuál es la posición propia del
autor porque éste tiende a ocultar su postura tras los argumentos de autoridad
esgrimidos. El caso de Tomás de Aquio es peculiar ya que en sus textos
comienza a introducir una sección denominada “respondeo” en la que
especifica de forma clara su postura personal. Esto no es sino un signo de la
modernidad incipiente que comienza a detectarse en los autores de los siglos
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finales de la Edad Media, poco común en la tradición anterior. El caso de


Suárez, sistematizador de toda la escolástica medieval, destaca porque en sus
tratados emplea siempre la primera persona e insiste en diferenciar su opinión
de la de los distintos autores tratados.

- La distinción entre concepto objetivo y concepto subjetivo. Esta dicotomía


constituye la base de la distinción, propiamente moderna, del ámbito subjetivo
y objetivo. La importancia de estas dos categorías irá alcanzando niveles cada
vez más elevados a lo largo del pensamiento moderno hasta culminar con Kant
y su distinción entre fenómeno y noúmeno. Fundamentalmente con ella se
quiere hacer hincapié en la existencia de una diferencia significativa entre lo
que las cosas son en sí mismas y el modo en el que nosotros las
experimentamos y comprendemos.

- La noción de verdad como posibilidad. Suárez introduce una nueva forma de


definir la verdad basada en la noción de no repugnancia conceptual. Es decir, lo
verdadero es lo posible en la medida en que las notas lógicas que componen el
elemento descrito no se nos muestren como incompatibles. Un ejemplo
sencillo de repugnancia lógica es la idea de “círculo cuadrado”.

Martin Heidegger, autor de la más breve historia de la filosofía, en el parágrafo 6 de


Ser y tiempo, considera a Suárez como el punto nodal en el que el la filosofía y griega y
la medieval se conjugaron para dar comienzo a un nuevo camino, que culminó en la
filosofía hegeliana.

“En su formulación escolástica, lo esencial de la ontología griega para a la


‘metafísica’ y a la filosofía trascendental de la época moderna por la vía de las
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Disputationes metaphisycae de Suárez, y determina todavía los fundamentos y


fines de la Lógica de Hegel”

EL CAMINO HACIA LA MODERNIDAD

El pensamiento cartesiano comporta no sólo una profunda ruptura con la filosofía


anterior sino que, además, se distingue por tener una plena conciencia de su propio
carácter revolucionario. Descartes presenta esta conciencia de transformación en las
primeras páginas del Discurso del método, a través de una reiteración constante de la
palabra “camino”. El filósofo francés habla constantemente del “camino recto del que
no hay que apartarse”, de "ciertos caminos" que ha recorrido desde joven...etc. para
referirse a la importancia de hallar una vía propia de orientación en el conocimiento.
Dirigiéndose directamente al público –otra innovación estilística propiamente
moderna- con el que dialoga y debate, Descartes realiza una declaración de
intenciones en la que aclara el propósito de toda su obra.

“(…) me gustaría dar a conocer, en el presente discurso, el camino que he seguido


y representar en él mi vida, como en un cuadro, para que cada cual pueda formar
su juicio y así, tomando luego conocimiento, por el rumor público, de las
opiniones emitidas, sea éste un nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que
acostumbro emplear”

El término camino está íntimamente relacionado con la noción de método. De hecho,


etimológicamente, la palabra "método" lleva en su interior "hodos", que en griego
significa camino: “met-hodos”. El método es, para Descartes, un camino que se forja
individualmente y en una comunicación recíproca con las propias experiencias. Esta
definición, aparentemente sencilla e inocua fue, sin embargo, tremendamente
revolucionaria ya que encerraba un gran contenido polémico al oponerse a las
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palabras de Cristo en Juan 14,6 “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. En este sentido,
frente a la tradición anterior para la cual el único camino válido para encauzar el
conocimiento, la moral y cualquier otro aspecto de la vida humana era el señalado por
la religión y sus auctoritas, Descartes propone que cada ser humano particular, al estar
dotado de las herramientas epistemológicas necesarias, puede y debe ser capaz de
definir libre y legítimamente su camino. Tal como señala al comienzo del Discurso “el
buen sentido es lo que mejor está repartido en todo el mundo”. Con ello Descartes
intenta mostrar que el conocimiento de la verdad no es una posesión exclusiva de los
teólogos o de unos pocos hombres señalados –recordemos aquí la teoría de la
illuminatio de Agustín de Hipona- sino que la propia naturaleza humana lleva a tener
que afirmar la necesaria democratización del pensamiento y de las posibilidades de
llegar a la verdad.

UNA MORAL PROVISIONAL

Incluso las secciones del Discurso del Método que parecen a primera vista más
conservadoras, prudentes y timoratas, esconden una perspectiva fuertemente
revolucionaria, ligada, una vez más, a la noción de método. En su moral provisional, en
la tercera parte del Discurso, Descartes presenta cuatro reglas de conducta que, en una
primera lectura, pueden resultar decepcionantes.

“Con el fin de no ser irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a


serlo en los juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura que
pudiese, hube de arreglarme una moral provisional que no consistía sino en tres
o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y costumbres de mi país, conservando
constantemente la religión, en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran
desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más
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apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por


los más sensatos de aquellos con los que tenía que vivir […]
Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que
pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez
determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los
caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando
vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar
siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección
por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les
haya determinado a elegir ese rumbo […]
Mi tercera máxima fue procurar vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y
alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme
a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros
propios pensamientos, de suerte que después de haber obrado lo mejor que
hemos podido, en lo tocante a las cosas exteriores, todo lo que falla en el éxito es
para nosotros absolutamente imposible. […] En fin, como conclusión de esta
moral […] aplicar mi vida entera al cultivo de la razón y adelantar cuanto pudiera
en el conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito”.

Estas normas parecen la expresión de una prudencia excesiva y de una actitud


sorprendentemente conservadora para un filósofo tan revolucionario en el campo
cognoscitivo. Sin embargo, las apariencias engañan.
Tomemos, por ejemplo, la segunda regla y comparémosla con el versículo de Juan
14,6: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, así como con la gran metáfora del
caminante perdido en el bosque que encontramos en la Divina Comedia de Dante.
Al comienzo del Canto I, Dante, perdido en la selva de la desesperación al haber
perdido el único camino que conduce a la salvación, la fe, aparece atemorizado y
desorientado ante el encuentro con las tres bestias del pecado. Desesperado invoca la
ayuda de Dios que le envía –por la mediación de Beatriz, símbolo de la teología- a
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Virgilio. Un guía que le muestra el camino de la verdad y al cual Dante debe seguir para
salvarse.

“En medio del camino de nuestra vida


me encontré en un obscuro bosque,
ya que la vía recta estaba perdida.

¡Ah que decir, cuán difícil era y es


este bosque salvaje, áspero y fuerte,
que en el pensamiento renueva el miedo

Tan amargo, que poco lo es más la muerte:


pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.

No sé bien repetir como allí entré;


tan somnoliento estaba en aquel punto,
que el verdadero camino abandoné.

Sólo consigue salir del bosque con la ayuda de Virgilio, enviado a su vez por Beatriz
desde las alturas celestiales:

Cuando a éste vi en el gran desierto


Ten piedad de mí, le grité,
quienquiera seas, sombra u hombre cierto.
[…]
Ahora por tu bien pienso y entiendo,
que mejor me sigas, y yo seré tu conductor,
y te llevaré de aquí a un lugar eterno,
[…]
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Y yo a él: Poeta, te intimo


por aquel Dios que no conociste,
de éste y de peor mal que yo me salve,
que allá me lleves donde tú dijiste,
así que vea la puerta de san Pedro,
y a aquellos tan tristes que tú dices.
Entonces se movió, y yo me pegué detrás.”

Frente al modelo evangélico de Cristo como único camino a la verdad y a la imagen


desarrollada por Dante en estos versos, Descartes propone la absoluta autonomía.
Los cuatro preceptos, analizados en detalle, se revelan además como una
secularización de las cuatro virtudes cardinales de la teología cristiana. La primera
regla corresponde a la prudencia, la segunda a la fortaleza, la tercera a la templanza y
la cuarta a la justicia, entendida como justeza, como adecuación de los juicios a la
verdad. Sin embargo, al no hacer ninguna referencia a su origen religioso, Descartes da
a entender que no son leyes impuestas sino normas elegidas libremente por el propio
sujeto. A pesar de que su contenido coincide con la doctrina cristiana su validez ya no
descansa en su origen bíblico sino en la capacidad de autolegislación del sujeto.

EL SUEÑO DEL RACIONALISMO

Un tercer aspecto fundamental que encontramos en el pensamiento de Descartes


como pórtico de entrada a la filosofía moderna es su consideración del carácter
práctico y transformador del mundo que tiene la filosofía. Las conclusiones
metodológicas de la primera obra de Descartes, las Reglas para la dirección del
espíritu, como las extraídas del gran Discurso del método, son aplicadas
posteriormente a cuatro grandes obras de física o filosofía de la naturaleza: Tratado
del mundo y de la luz, Geometría, Dióptrica y Meteoros cuya orientación final está
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dirigida a la trasformación técnica y no a la mera especulación abstracta. Así, el gran


sueño de la Modernidad, desde Descartes hasta Hegel, fue el de la victoria del hombre
sobre la naturaleza: el pleno control técnico del mundo natural.
La mejor representación literaria de esta ambición técnica es el Fausto de Goethe en el
que el protagonista, tras desesperar a Mefistófeles en busca de una visión que le haga
conmoverse, pronuncia la frase por la que perderá su alma ante la visión de un pueblo
en pleno desarrollo tecnológico.

“La campiña es verde y fértil, los hombres y los rebaños se han aposentado en
esta novísima tierra junto a la parte más sólida de esta colina levantada por el
pueblo audaz y laborioso. Aquí en el interior hay un pasaje paradisiaco, si allá
fuera sube rauda la marea hasta el borde y con sus dentelladas hace un boquete
en el dique, se apresurarán a cerrarlo. Vivo entregado a esta idea, es la
culminación de la sabiduría: sólo merece la vida y la libertad aquel que tiene que
conquistarlas todos los días. Y así, rodeados de peligros, el niño, el adulto y el
anciano viven procelosamente sus años. Quiero ver una multitud así, vivir en una
tierra libre con un pueblo libre. Entonces podría decir a este instante: “Detente,
eres tan bello”

LAS CUATRO REGLAS DEL MÉTODO

Las cuatro reglas establecidas por Descartes en el Discurso para alcanzar la verdad
constituyen una de las primeras formulaciones de un método científico analítico muy
cercano al modo de proceder de las matemáticas.

Primera regla: no aceptar nada – no dar por verdadero- que no sea absolutamente
evidente, es decir, indubitable.
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“ (…) deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la verdad, pensé
que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso todo aquello
en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho
esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así,
puesto que los sentidos nos engañan, a las veces, quise suponer que no hay cosa
alguna que sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y puesto que
hay hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de
geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error
como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente
había tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los
pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos
durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que
todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más
verdaderas que las ilusiones de mis sueños.”

Segunda regla: el análisis. Descomponer todos los entes en sus partes y analizar cada
una de ellas. A partir de este proceso Descartes concluye que todos cuerpos poseen
dos tipos de cualidades: primarias y secundarias. En este sentido, para nuestro autor,
las cosas no son, en sí mismas, tal y como se nos muestran a los sentidos: algunos de
sus rasgos les pertenecen realmente mientras que otros son solamente sensaciones
provocadas en nuestros sentidos por ciertas disposiciones físicas.

Las cualidades primarias u objetivas son la extensión (longitud, anchura y profundidad)


y las que dependen de ellas como el tamaño y la figura y el movimiento. Se trata de las
cualidades de las que cabe un conocimiento “claro y distinto” que se puede expresar
en términos matemáticos.

Las cualidades secundarias son aquellas que no existen en las cosas mismas, y, en
cierto sentido son subjetivas (no son totalmente subjetivas puesto que aparecen en
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nosotros como consecuencia de la influencia de las cosas físicas sobre nuestros


sentidos). En las cosas mismas no hay otra cosa que ciertas disposiciones
(dependientes de su magnitud, figura y movimiento) que les permiten crear en
nosotros las sensaciones correspondientes. En los “Principios de Filosofía” Descartes
pone como ejemplos de estas cualidades el color, el sonido, el gusto, el olor y las
cualidades táctiles.

Tercera regla: síntesis o método de la composición. Consiste en proceder con orden


en nuestros pensamientos, pasando desde los objetos más simples y fáciles de conocer
hasta el conocimiento de los más complejos y oscuros. En el Discurso, Descartes
recomienda comenzar por los primeros principios o proposiciones más simples
percibidas intuitivamente (a las que se llega mediante el análisis) y proceder a deducir
de una manera ordenada otras proposiciones, asegurándonos de no omitir ningún
paso y de que cada nueva proposición se siga realmente de la precedente. Es el
método empleado por la geometría euclidiana. Según Descartes, mientras que el
análisis es el método del descubrimiento, y es el que utiliza en las “Meditaciones
Metafísicas” y el “Discurso del método”, la síntesis es el método más apropiado para
demostrar lo ya conocido, y es el empleado en los “Principios de Filosofía”.

Cuarta regla: enumeración o recapitulación. Consiste en revisar cuidadosamente cada


uno de los pasos de los que consta nuestra investigación hasta estar seguros de no
omitir nada y de no haber cometido ningún error en la deducción.

"Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios,
siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente
observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la
lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una
firme y constante resolución de no dejar de observarlos una vez siquiera:
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Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con
evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase
tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de
ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas
partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los
objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco,
gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso
suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan
generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada."

EL COGITO Y SU SUSTANCIALIZACIÓN

La filosofía cartesiana constituye el inicio de la filosofía moderna no sólo por las


revolucionarias respuestas y las innovadoras nociones que ofrece a la tradición
anterior, sino también porque inaugura algunos problemas que serán centrales en
todo el período moderno. El más importante de ellos es el que deriva del dualismo
antropológico.

Tras establecer las reglas del método, Descartes decide aplicarlas de forma metódica a
todo lo que existe. Como consecuencia de ello extrae, como primera y única evidencia
indubitable la afirmación “yo pienso”.
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“Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso,
era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta
verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía
recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba
buscando.”

Sin embargo, a partir de este punto, Descartes da un segundo paso en la


argumentación que estrictamente no se sigue con corrección lógica y, por tanto, no
está justificado, como mostrará Kant en la Dialéctica trascendental de la Crítica de la
razón pura. Esta operación cartesiana es conocida como sustancialización del cogito y
consiste en la identificación del pensamiento con una sustancia de la cual Descartes
extrae la demostración de la existencia del alma y sus propiedades tradicionales.

LA HIPÓTESIS DEL TORBELLINO

En virtud de este procedimiento, que hace derivar del argumento del cogito la
existencia de la sustancia pensante, del alma, Descartes se enfrenta al problema de
relacionar la res cogitans –mente- con el resto de la realidad física –res extensa-.
En el Tratado del mundo o de la luz, Descartes niega la posibilidad del vacío,
identificando de manera indisoluble las nociones de materia, espacio y cuerpo. En este
marco físico en el que hay una continuidad indivisa de sustancias extensas que se
relacionan únicamente a través de la causalidad eficiente, el movimiento se explica de
manera mecánica con la hipótesis del torbellino o anillo de cuerpos.
Según Descartes todo cuerpo que se desplaza empuja hacia delante la masa de aire
que pasa a ocupar. El aire desplazado, a su vez, desplaza hacia delante otra masa
equivalente de materia, y así sucesivamente, hasta que se forma un movimiento
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circular en el que al final el aire desplazado se coloca instantáneamente en el lugar que


ocupaba inicialmente el objeto que se movió en primer lugar. El movimiento del
cuerpo, por tanto, puede ser comprendido también no como causa del desplazamiento
del aire sino como efecto del mismo. Si a ello se añade la idea cartesiana de que Dios
ha impreso en el momento de la creación una cantidad de movimiento que se
mantiene constante en el tiempo, se obtiene, como conclusión, que todos los
movimientos se dan de manera predeterminada y puramente mecánica.

EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD

Ahora bien, de esta descripción del movimiento surgen dos preguntas que serán
fundamentales en toda la filosofía moderna. Si el mundo externo está
omnímodamente determinado de manera mecánica, ¿es posible el libre albedrío? ¿Soy
un ser libre que se mueve de acuerdo con su voluntad o un mero autómata
condicionado por los movimientos que ocurren a mi alrededor? ¿Soy acaso el
auténtico responsable de mis movimientos y de mis actos, igual que lo soy de mis
pensamientos? Y si la respuesta es afirmativa, ¿cómo puede mi alma afectar a mi
cuerpo? En otras palabras, si el yo es sustancia pensante y el cuerpo es sustancia
extensa, ¿cómo es posible la comunicación entre estas dos sustancias heterogéneas
entre sí?

Descartes, en su Tratado del hombre, intentó dar solución a este problema con una
respuesta tan famosa como insatisfactoria: el punto de conexión entre el alma
inmaterial y el cuerpo físico está alojado en una pequeña parte del cerebro, la glándula
pineal, que interactúa con el cuerpo gracias a unas partículas diminutas, los espíritus
“vitales o animales”, que circulan por la sangre a todo el cuerpo.
Esta contestación no satisfizo a los seguidores de Descartes, que formularon
numerosas alternativas para garantizar el libre albedrío en un mundo mecanicista, es
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decir, en un mundo formado por partículas materiales que interactúan dinámicamente


entre sí en un espacio lleno en virtud de un conjunto de reglas o leyes perfectamente
determinadas.
Una de las respuestas más sorprendentes fue la de los ocasionalistas, según los cuales
la única forma de mantener la libertad humana consiste en sostener que Dios,
conociendo nuestros deseos de realizar una determina acción, crea a cada instante un
mundo nuevo en el cual todos los elementos que lo componen toman una
configuración relacional que permite desarrollar –a modo de fotogramas- el
movimiento deseado.
Esta no es sino una de las numerosas respuestas que los modernos intentaron ofrecer
al desafío de Descartes, conocido actualmente como “problema mente-cuerpo” y que
no ha perdido la menor vigencia.

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