Está en la página 1de 13

Hall, A.

Making Monsters: The Philosophy of Reproduction in Mary Shelley’s Frankenstein and


the Universal Films Frankenstein and The Bride of Frankenstein. En: Fahy, T. 2010. The Philosophy of
horror. The University Press of Kentucky

La fabricación de monstruos
La filosofía de la reproducción en Frankenstein de Mary Shelley y las películas universales
Frankenstein y La novia de Frankenstein

Ann C. Hall

Investigaciones filosóficas. La novia de Frankenstein. El hijo de Frankenstein. Ab- bott and


Costello Meet Frankensein. Cereales para el desayuno FrankenBerry. La novela de Mary Shelley,
Frankenstein, ha dado lugar a numerosos hijos, y algunos, como su monstruoso personaje, están
lejos de ser perfectos. Y aunque algunos son criaturas imperfectas y deformes, es difícil ignorar
el enfoque de la novela sobre la reproducción, así como su tendencia a engendrar descendencia.
La novela es tan fecunda por muchas razones. Un cínico podría llegar a la conclusión de que hay
tantas interpretaciones, tantas versiones, porque hay tanto dinero que ganar, tantas carreras que
hacer, que todo vale.
Pero un lector atento se dará cuenta inmediatamente de que, a pesar de las diferencias de opinión
de la crítica, la novela pone de relieve los peligros de la reproducción por su presentación am-
bigua del creador y del monstruo. Hay, por ejemplo, pruebas igualmente convincentes que
sugieren que (1) la novela simpatiza con Víctor; (2) la novela simpatiza con su creación; (3) la
novela no simpatiza con ninguno de los dos; y (4) la novela simpatiza con ambos.
Si añadimos a esta vorágine interpretativa a los que utilizan detalles biográficos para interpretar
el texto, tenemos más dificultades.1 Tales lectores utilizan la re-producción para interpretar esta
novela de reproducción, buscando entender la obra a través de su concepción, tanto emocional
como intelectual. Abundan las pruebas para la interpretación biográfica. La torturada relación de
Mary Shelley con su padre, William Godwin; la muerte de su extremadamente talentosa madre,
Mary Wollstonecraft, en el parto; las dificultades que tuvo Mary Shelley para concebir hijos y
llevarlos a término, perdiendo muchos bebés antes de su nacimiento o poco después. Y luego
está la cuestión de las influencias intelectuales que la ayudaron a concebir la monstruosa historia:
Platón, Rousseau, Godwin y las filosofías feministas de su madre.2 Para llevar la metáfora
reproductiva a la recepción crítica de la novela más allá, Frankenstein ha contribuido a engendrar
el movimiento de la crítica literaria feminista, ya que algunos críticos han utilizado la novela para
demostrar el poder de las escritoras y de la interpretación femenina.3
Claramente, el clima crítico imita la ansiedad reproductiva que ter- roriza las páginas de la novela
y dos de sus hijos más populares, la película de la Universal de 1931 y su secuela, La novia de
Frankenstein (1935). En la novela, en las dos películas y en los estudios, la reproducción
representa la ansiedad en lugar de las respuestas estereotipadas habituales: amor, alegría, nueva
vida. Al examinar la novela y las dos películas de la Universal a través de la obra de la filósofa y
psicoanalista Luce Irigaray, queda claro que estas ansiedades no se limitan a la vida y los asuntos
personales de Shelley. Por el contrario, existe una ansiedad cultural en torno a la reproducción,
derivada del papel de la mujer en una cultura patriarcal e, irónicamente, de su papel en la
reproducción.
Uno de los puntos fuertes de la obra de Luce Irigaray es que cuestiona la historia de la filosofía
en su obra Espéculo de la otra mujer desde una perspectiva feminista, argumentando, en
términos generales, que la propia representación en la filosofía y en el arte refleja un deseo de
volver al vientre, un deseo de re-presentar la reproducción para los hombres en particular. En
Speculum interroga los principios filosóficos que fundamentan la tradición occidental y las
construcciones sociales modernas del yo, el género y la identidad. Su proyecto es similar a la
interrogación de Virginia Woolf sobre la Biblioteca Británica y el estudio de la literatura en Una
habitación propia; Irigaray interrumpe la naturaleza sin fisuras de la investigación filosófica
occidental, insertando una perspectiva feminista; en realidad, es como una estudiante precoz en
una clase de historia de la filosofía que hace las preguntas que nadie quiere oír, y mucho menos
responder. Tomando el espéculo, un instrumento culturalmente definido como femenino, se
adentra en el mundo de la filosofía, empezando por los tiempos modernos y terminando en la
caverna de Platón, el útero definitivo de la cultura occidental. Y a través de sus viajes, travesías
e investigaciones, demuestra que el espéculo, el instrumento femenino, no reflejará, no re-
presentará, la partriquia y sus propios deseos de volver al útero.

El espéculo, el espejo, sirve como metáfora del lugar de lo femenino en el patriarcado, y a través
de su viaje al centro de la filosofía, Irigaray concluye que el espejo no reflejará. No reflejará, una
vez más tomando prestado de Virginia Woolf 'A Room of One's Own', la imagen del hombre al
doble de su tamaño natural (1957, 36). Por supuesto, lo que está en juego aquí es más que una
cuestión académica o retórica. Está en juego toda la cuestión de la identidad. Parafraseando la
famosa descripción de Freud sobre la envidia del pene: Vemos la identidad. Sabemos que no la
tenemos. Y nos damos cuenta de que debemos tenerla.4 Para muchos, como Freud, Jacques
Lacan, Jacques Derrida y Luce Irigaray, el símbolo determinante de la identidad es, de hecho, el
pene, o lo que algunos prefieren llamar el falo, con todo su poder simbólico y cultural. Pero para
Irigaray y otros, el pene/falo no es más que un señuelo, un símbolo engañoso y en última
instancia inadecuado sobre el que colgar los sombreros de la identidad. Porque, al igual que el
espéculo en la cueva, decepcionará. Elegir el falo o el espejo como medio para determinar la
identidad es, en última instancia, una fantasía, un truco. Pero a pesar de los repetidos indicadores
de lo contrario, muchos siguen buscando algo, ese otro que les llene, que les haga sentir enteros,
completos, que les ayude a encontrar la identidad perfecta. Lo que Irigaray, Lacan y Derrida
pretenden demostrar es que ese objetivo es imposible. La identidad es siempre una criatura
deforme, a medio formar, llena de deseo, que busca completarse.
A esta búsqueda se une el lenguaje y la cuestión de la interpretación. En un movimiento brillante,
que ayuda a rescatar del olvido los trabajos de Sigmund Freud, Jacques Lacan (1977, 30-114)
responde a la pregunta ¿Cómo sabemos lo que comunica o significa el inconsciente? Su respuesta
es Lo sabemos porque está estructurado como el lenguaje. El problema es que esta conclusión
no significa necesariamente claridad. Como explica Elizabeth Grosz en su introducción
feminista a Lacan "En lugar de la lucidez y la preocupación de Freud por hacer el psicoanálisis
ac- cesible y científicamente accesible, Lacan cultiva una oscuridad deliberada; donde Freud
atribuye los poderes del discurso al inconsciente, Lacan explica en qué consiste su "lenguaje",
cuáles son sus efectos sobre los discursos de la conciencia" (1990, 13). Dado el carácter más bien
inestable del psiquismo y de la identidad, ¿cómo puede darse la interpretación? Otro filósofo
responde a esta pregunta de forma sucinta en su emblemático ensayo "Estructura, signo y juego".
Según Jacques Derrida
Hay dos interpretaciones de las interpretaciones, de la estructura, del signo, del juego. La una
busca descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que escapa al juego y al orden del
signo, y que vive la necesidad de la interpretación como un exilio. El otro, que ya no está vuelto
hacia el origen, afirma el juego y trata de pasar más allá del hombre y del humanismo, siendo el
nombre del hombre el nombre de ese ser que, a lo largo de la historia de la metafísica o de la
ontoteología -es decir, a lo largo de toda su historia- ha soñado con la presencia plena, el
fundamento tranquilizador, el origen y el fin del juego. (1978, 292)

Esta solución no sólo refleja nuestro deseo de "una respuesta", sino que también da cuenta de
la naturaleza dinámica del lenguaje, la identidad y el deseo. Y lo que es más importante, lo que
esta solución ofrece no es relativismo, una lectura errónea popular respecto a la importancia de
la deconstrucción. Por el contrario, hay un cierto tipo de humildad ante la realidad de la
identidad, el lenguaje y el deseo. Deseamos interpretaciones sucintas, rígidas, criaturas enteras y
completas, pero lo que vivimos son los textos e identidades sin forma, deformes, que se
reescriben y reforman constantemente. Para Derrida, Lacan e Irigaray, este estado de cosas no
es del todo desconcertante, ya que esta realidad lingüística y psicológica ofrece al lenguaje y a la
vida la oportunidad de una nueva vida, nuevas ideas y nuevos usos de los lenguajes, el juego de
la significación. Desde esta perspectiva, la novela sirve como metáfora de la condición humana:
criaturas monstruosas que desean realizarse y cuyo viaje hacia la culminación, aunque sea
tortuoso y doloroso, entretiene y crea.
En la obra de Irigaray, la novela también sirve como metáfora de las relaciones de género. Al
igual que Mary Shelley, Irigaray está en deuda con las "figuras paternas" masculinas por sus ideas
filosóficas, pero a través de sus interacciones con ellas, ella, al igual que Shelley, engendra su
propia descendencia revolucionaria, una que desafía el patriarcado que también engendró su
obra. La cueva, por ejemplo, la herida abierta de la que surge la investigación filosófica,
representa para Irigaray los orígenes maternos. Por supuesto, ha sido representada
negativamente para valorizar la importancia y la autonomía del patriarcado. Y si bien puede haber
cierta idealización de lo materno, el patriarcado, el sujeto masculino, niega la deuda con la madre,
propone la individualización y reproduce la mismidad. No se permite la diferencia, es decir, la
feminidad:

En otras palabras, el hombre no sale aquí de las "aguas maternas", sino que, al congelar el camino
que le llevaría de vuelta a ella, se mira a sí mismo, reproduciéndose en ese parafernalia. Ese himen
que dividirá su alma con sus superficies espejadas al igual que divide el Universo. La búsqueda
de perpetuar la identidad propia detiene todo contacto muerto, paraliza toda penetración por
temor a no encontrarse siempre y eternamente igual por dentro. . ..
Uno nunca necesita pagar la deuda, ni en el pasado ni en el futuro, si sólo puede alcanzar el ideal
de la mismidad, que por supuesto desafía cualquier tipo de deterioro. Por fin solo. Totalmente
equivalente a su ser, basado en ningún otro, repitiendo el ser, cerca de sí mismo solo. (Irigaray
1985a, 351)
El deseo masculino de la mismidad, de la reproducción no de la vida nueva sino de la misma
vida -él mismo-, muere. Dentro de las limitaciones de este dominio patriarcal, donde la mujer
sirve de espejo pero no se reconoce en la servidumbre, no hay nada: "Ella misma no sabe nada
(de sí misma). Y no recuerda nada" (Irigaray 1985a, 345). Se le dice que guarde silencio, que "se
quede quieta": "Indiferente, quédate quieta. Cuando te revuelves, perturbas su orden. Lo alteras
todo. Rompes el círculo de sus costumbres, la circularidad de sus intercambios, su conocimiento,
su deseo. Su mundo. Indiferente, no debes moverte, ni ser movido, a menos que te llamen. Si
dicen "ven", entonces puedes seguir adelante. Apenas. Adaptándote a la necesidad que tengan,
o no tengan, de la presencia de su propia imagen" (Irigaray 1985b, 207-8). Y, sin embargo, su
diferencia sigue apareciendo, perturbando, desbaratando, ofreciendo una alternativa a lo recto, a
la uniformidad reproductiva, a la persistencia de la falocracia. Existe la pluralidad femenina, el
goce, que es una amenaza constante porque, señala Irigaray, cuando las mujeres hablan juntas,
labios con labios, el resultado es la multiplicidad, la más-unidad, la conexión sin la mismidad, sin
la adhesión servil a las expectativas y modelos patriarcales, es decir, la mismidad: "Abre tus labios:
no los abras simplemente. Yo no los abro simplemente. Nosotros -tú/yo- no estamos ni abiertos
ni cerrados. Nunca nos separamos simplemente: una sola palabra no puede ser pronunciada,
producida, pronunciada por nuestras bocas. Entre nuestros labios, los tuyos y los míos, resuenan
sin cesar varias voces, varias formas de hablar, de ida y vuelta. Una nunca es separable de la otra.
Tú/I: siempre somos varios a la vez" (209). Hay una "salida" de la opresión patriarcal, una
"salida" que abarca las aguas maternas, la cueva, la oscuridad, las capas de tierra, la reproducción
y la multiplicidad. Es una "salida" que también comparte Shelley, un viaje que nos recuerda el
origen, lo materno. De este modo, Shelley comunica sus propios puntos de vista sobre la
reproducción, unos puntos de vista que desafían la construcción partriarcal de la maternidad y
que dicen mucho, no necesariamente en un nuevo lenguaje, como prevé Irigaray, sino en un
lenguaje que destaca la multiplicidad de la experiencia femenina, irónicamente de un modo
similar al concepto derrideano de interpretación: utilizando el lenguaje de los hombres para
acusar al lenguaje de los hombres a través de una narración sobre hombres que intentan ser
mujeres.
La novela Frankenstein establece los anhelos ambivalentes de la condición humana a través de
uno de los personajes relativamente representativos del texto, Robert Walton. Es cierto que es
un aventurero que explora zonas del mundo con las que otros sólo sueñan, pero es un hombre
corriente: tuvo problemas en su infancia; anhela la fama y la fortuna; y escribe a su hermana con
la esperanza de fomentar al menos una conexión con otro ser humano. La representación estática
de su hermana podría describir el papel de las mujeres a lo largo de toda la novela: en casa,
esperando, recibiendo mensajes de los hombres. Al mismo tiempo, sin embargo, la novela
desafía tal conclusión al demostrar que todos los hombres, incluso el inocuo Walton, tienen
problemas con la intimidad real, con las relaciones reales.
Walton expresa su ambivalencia en lo que respecta a la intimidad. Por un lado, anhela "saciar su
ardiente curiosidad" respecto a las nuevas tierras, esperando ser el primer hombre en cruzar un
territorio virginal (Shelley 1992, 26),5 pero luego también anhela un compañero, alguien con
quien compartir sus descubrimientos, triunfos y tribulaciones. Alude al poema de Coleridge The
Rime of the Ancient Mariner y supone que su amor por la aventura, lo "maravilloso", ha sido
influenciado por su lectura de la poesía moderna. Puede ser, pero la referencia a Coleridge
también puede recordarnos que la historia del desdichado marinero fue contada a aquellos que
necesitaban oírla, es decir, a todos los hombres. Nosotros, como Walton y el invitado a la boda
en el poema de Coleridge, necesitamos escuchar la historia de Frankenstein, una historia sobre
los hercúleos esfuerzos de un hombre por establecer su propia identidad aislada y completa. Por
el momento, Robert sirve de enlace entre el relato de Frankenstein y los lectores de Shelley, tal
vez protegiendo la historia, tal vez resaltando la verosimilitud de la misma, pero más
probablemente estableciendo un testigo y comentarista fiable de los acontecimientos que
estamos a punto de descubrir.6 Las plegarias de Walton, piensa, son atendidas por la aparición
de Frankenstein, un hombre cuya sensibilidad, de nuevo piensa, no es tan brutal como la de los
marineros del barco. Por supuesto, el relato de Frankenstein nos enseña un nuevo nivel de
brutalidad.
Irónicamente, Frankenstein admite que el más noble de los deseos humanos es el deseo de
intimidad: "no somos más que criaturas sin forma, pero a medias" (Shelley 1992, 36). El otro,
pues, sirve para perfeccionarnos y realizarnos. Incluso admite que tuvo un amigo así, pero
confiesa que perdió a ese amigo -sin llegar a identificar quién era esa persona singular- y dice que
su vida y el tiempo de la intimidad han terminado. La amabilidad de Walton, sin embargo, inspira
a Frankenstein a contar su historia, a participar de nuevo en un acto íntimo. En este punto parece
que las palabras de Frankenstein son ciertas: la intimidad implica hacer a las personas mejores
de lo que son singularmente. Y tal vez ésta sea la esperanza de todo escritor. Al comunicar
historias, entablando un nivel de intimidad textual entre el autor y el lector, se produce un nuevo
nivel de intimidad que mejora a ambos.
Apropiadamente, el monólogo de Frankenstein comienza con su nacimiento, su infancia y sus
días de escuela. Conocemos a su familia, el sacrificio de su madre para salvar de la enfermedad
a Elizabeth, la joven criada por su familia, y los propios sentimientos de Frankenstein por
Elizabeth. Una vez más, como en el caso de Walton, Frankenstein no está impulsado por la
necesidad de conectar con su familia o con la mujer que ama. No le inspira el deseo de riqueza
ni el altruismo, sino la "gloria" que conllevaría su descubrimiento, que "hará al hombre
invulnerable a todo menos a una muerte violenta" (Shelley 1992, 45). Las palabras de
Frankenstein imitan las de Walton: "Siguiendo los pasos ya marcados, seré pionero de un nuevo
camino, exploraré poderes desconocidos" (51). De nuevo, la ambivalencia respecto a la intimidad
se expresa en términos intelectuales. Como señala uno de sus profesores, incluso los eruditos
que se equivocaron iluminan el camino. Frankenstein, lo quiera o no, depende de los demás,
pero su deseo de independencia es poderoso, tanto que le cuesta conectar con alguien. Y aunque
Frankenstein aprecia claramente la compasión que ve en su amada Elizabeth y en su amigo
Clerval, no parece lo suficientemente impresionado como para modelar su comportamiento
según ellos, las mismas personas que supuestamente están ahí para hacerle mejor como resultado
de su íntima conexión con él. En lugar de ello, se entrega más profundamente al estudio de la
ciencia y, finalmente, a su proyecto, para llegar a ser como un dios: poderoso, aislado y distante,
la última designación en términos de identidad.

En lugar de interactuar genuinamente con quienes le rodean, Frankenstein utiliza a sus amigos,
así como a Walton, como espejos de sus propios deseos. A través de ellos, construye una
identidad completa, una actuación que le sitúa en el papel de Dios, no sólo un hombre mejor de
lo que era, sino Dios, el creador divino. Como menciona Irigaray, este papel es para "todos los
hombres": "La plenitud de quien se basta a sí mismo: éste es el destino al que están llamadas las
almas que se han revestido de la naturaleza del ser vivo más capaz de honrar a los dioses. Esta
condición superior es la suerte del sexo que, posteriormente, se llamará masculino" (1985a, 322).
Frankenstein imagina cómo será su vida con esta criatura: "una nueva especie me bendeciría
como su creador y fuente, muchas naturalezas felices y excelentes me deberían su ser" (Shelley
1992, 55). Por supuesto, también es consciente de que se está extralimitando. Se da cuenta de
que está descuidando a su familia. Incluso se reprende a sí mismo con respecto a esta
exageración, señalando que "un ser humano en perfección debería conservar siempre una mente
tranquila y pacífica" y se pregunta sobre la destrucción que causará su comportamiento
apasionado (57). Es importante recordar, sin embargo, que estos comentarios los hace el
Frankenstein anciano, no el Frankenstein joven. El anciano se ha dado cuenta de que su
comportamiento anterior no ha dado los resultados positivos que había previsto, pero sigue
construyendo una fantasía de identidad: la calma y la paz darán lugar al poder. Sin embargo, en
ese momento sigue enamorado de una criatura que le llamará no sólo padre, sino creador.
Por supuesto, estas ilusiones se rompen con el nacimiento de la criatura, un nacimiento tan
horrible de una criatura tan fea que Frankenstein la compara con una criatura del infierno de
Dante y huye del laboratorio, abandonando así a la criatura que esperaba que le adorara.
Frankenstein recurre a Clerval en busca de apoyo y convenientemente enferma, renunciando así
a cualquier responsabilidad sobre la criatura y su paradero. Su criatura no le reflejará, no le rendirá
homenaje, no le dará fama; en otras palabras, la criatura no reflejará, no servirá como el otro que
Frankenstein tanto había esperado crear.
En este punto de la novela, Frankenstein comete una serie de actos cobardes y egoístas. Al igual
que el hijo pródigo, regresa a su familia arrepentido, y parece que tal vez haya aprendido que su
búsqueda ególatra de hacerse un nombre no ha conducido a nada. A pesar de estar rodeado de
sus parientes, sigue estando esencialmente ensimismado. Descubre que su hermano menor ha
sido asesinado. Y como está tan ensimismado, tan convencido de su propia singularidad, nunca
se le ocurre que su creación se comportaría exactamente como él e intentaría volver con su
creador. A través de una serie de descubrimientos, Frankenstein se da cuenta de que la criatura
no sólo ha matado a su hermano menor, sino que ha inculpado a Justine por el crimen. En un
juicio rápido e injusto, el jurado la declara culpable. En lugar de admitir la verdad, Frankenstein
decide guardar su secreto. Y tras el veredicto no siente ninguna compasión por Justine, sólo su
egoísta sentido del yo: "Las torturas de la acusada no eran iguales a las mías; ella estaba sostenida
por la inocencia, pero... los colmillos del remordimiento desgarraban mi pecho y no renunciaban
a su dominio" (Shelley 1992, 79). Y aunque la inocencia puede tener valor para la mujer en
opinión de Víctor, no la salva de una muerte vergonzosa.7 La respuesta de Frankenstein es huir
una vez más de la compañía y la familia que dice anhelar tanto: "La soledad era mi único
consuelo, una soledad profunda, oscura, como la muerte" (83). Se repliega aún más en sí mismo,
sólo para ser molestado por la misma criatura que espera evitar. A través de este encuentro
aprendemos que la criatura también busca la intimidad con los demás, pero sus intentos de
conexión se ven socavados, al menos al principio, por sus horribles rasgos más que por su propio
egoísmo. Sin embargo, a lo largo de su maduración, aprende que el egoísmo es el camino del
mundo humano. Hay una o dos excepciones, pero en su mayor parte es un mundo en el que el
ganador se lo lleva todo. Y así, irónicamente, la criatura es exactamente igual que Frankenstein,
monomaníaca. También él exige un espejo que refleje su identidad de forma íntegra y completa.
Exige que Frankenstein le cree una pareja.

En un principio, Frankenstein lo adquiere, pero durante un momento de reflexión en el


laboratorio se da cuenta de que, al crear una versión femenina de la criatura, surgirían más
problemas -y no sólo para él-. En uno de sus primeros momentos de sentimiento compasivo,
Frankenstein se da cuenta de que sus acciones tienen con- secuencias que van más allá de su vida
personal: "¿Tenía yo derecho, en mi propio beneficio, a infligir esta maldición a generaciones
eternas?" (Shelley 1992, 140). Este momento, similar al experimentado por el marino de
Coleridge, podría significar un punto de inflexión para el buen doctor. Por primera vez piensa
en el género humano, no sólo en sí mismo, pero casi inmediatamente vuelve al ensimismamiento:
"Me estremecí al pensar que las edades futuras podrían maldecirme como su peste" (141). Según
Irigaray, la reproducción en el patriarcado refleja el giro de Frankenstein. La reproducción tiene
que ver con las relaciones entre los hombres, con el poder, y sólo concierne a la reproducción
de la reputación patriarcal. Así, se podría sugerir que este cambio de actitud de Frankenstein, de
la compasión al egoísmo, refleja la reproducción en el patriarcado. No se trata de la reproducción.
Se trata de reproducir la imagen masculina. Se trata de controlar y perpetuar el statu quo.
Además, cuando la criatura se enfrenta a Frankenstein, parece haber algo más que compasión
por las generaciones futuras. El problema para Frankenstein es que el monstruo es como él,
como todos nosotros, en realidad, atraído por los demás en busca de intimidad y apoyo, pero
también por una sensación de poder y dominación. Cuando la criatura dice: "Tú eres mi creador,
pero yo soy tu amo: obedece" (Shelley 1992, 142), se articula esta ansiedad reprimida.
Frankenstein no tiene tanto miedo de la criatura como de que ésta pueda usurpar su poder
creando criaturas propias. Aunque la criatura es exactamente igual a Frankenstein, el monstruo
no reflejará la visión que su creador tiene de sí mismo; la criatura querrá crear una visión propia,
una identidad propia, y "engendrar" descendencia. Esta usurpación no debe producirse, por lo
que debe ser destruido, en este caso mediante la erradicación de la especie.
Frankenstein sigue tan cegado por su propio poder que presume que podrá casarse con Elizabeth
y escapar de la ira y la venganza del monstruo. Por supuesto, nada de esto funciona. Frankenstein
conduce a la misma persona que podría prometer algún nivel de intimidad hacia el peligro y la
muerte segura, quizás por miedo a cualquier conexión en un nivel igual. Aunque muchos
lamentan la deslucida caracterización de Elizabeth y otros personajes femeninos de la novela,
sus papeles son coherentes con la filosofía de Irigaray sobre el otro/fe-mano en una cultura
patriarcal. Su papel es el de reflejar, nunca el de actuar. Elizabeth no es más que un accesorio en
la fantasía identitaria de Victor. Lo interesante de la novela es que otro varón, ciertamente
deforme, deformado y ahora, a todos los efectos, castrado, sirve como el otro, el oprimido, la
mujer en la fantasía patriarcal de Víctor. Una vez que Elizabeth se ha quitado de en medio,
Frankenstein y la criatura pueden comenzar su verdadera relación, aquella en la que Frankenstein
destruye a la criatura y salva el futuro, reproduciendo así su papel de creador/dios. Resulta
revelador que las escenas finales se presenten sobre superficies de hielo y de reflexión. Con
Frankenstein, la criatura, y ahora Walton, todos tratando de establecer sus propias identidades,
está claro que tal búsqueda es inútil e ilusoria. La búsqueda de una identidad completa es un
asunto resbaladizo, sujeto a muchos cambios y a la naturaleza dinámica de la vida. Y aunque
Frankenstein no es un personaje del todo admirable, tampoco lo es la criatura del final del cuento.
Ambos están obsesionados con el poder y el yo. Resulta irónico, por tanto, que cuando
Frankenstein muere, la criatura se lleve su cuerpo al Polo Norte, lo que quizá ofrezca un vívido
símbolo de la búsqueda de la identidad: la búsqueda de una identidad estable y estática tiene
como resultado o sólo puede ser la muerte, nunca la vida, con sus constantes cambios,
desplazamientos e interrelaciones.

Irigaray utiliza la metáfora del agua congelada para ilustrar la opresión de las mujeres en el
patriarcado. El hielo es una metáfora adecuada, ya que el patriarcado busca controlar y ordenar,
mientras que lo femenino sirve de amenaza. Es interesante observar, pues, que las escenas finales
de la novela tienen lugar en el hielo. Los hombres han intentado vivir sin mujeres, sin reconocer
su deuda con las "aguas maternas", por lo que se quedan con el espejo congelado y muerto del
hielo. La novela, por lo tanto, sirve como un cuento con moraleja. Vemos la destrucción causada
por los hombres que serían mujeres y que negarían a las mujeres, su diferencia y su capacidad
reproductiva.
La versión de Universal de 1931, por supuesto, es una adaptación muy floja de la novela, pero la
cuestión de la identidad sigue prevaleciendo.8 ¿Qué nos hace ser quienes somos? ¿El cerebro?
¿El trato que recibimos de niños? ¿Cómo nos ve la gente? A juzgar por las imágenes iniciales,
los ojos que se arremolinan en el fondo mientras ruedan los créditos, la película sugiere que la
vista y el espectáculo tienen un papel importante en la película y en sus temas. La atención a lo
visual, al espectáculo, es un fenómeno interesante porque el uso de la vista en lo que Lacan y
posteriormente Irigaray llaman el estadio del espejo es esencial. Como demuestra el psicoanálisis,
lo visual es el sentido principal para establecer la identidad y el género.9 El papel de la cámara
también es digno de mención, y podría argumentarse que muchas de estas primeras películas de
la Universal tratan tanto de la importancia del cine y la cámara como de las historias que cuentan.
Para el nuevo público del cine, los actores son vistos de una manera que nunca antes se había
visto. La información se presenta de formas nuevas. Y aquí vemos la identidad representada en
la forma y el rostro humanos -irónicamente, en este caso, a través de un monstruo terriblemente
desfigurado- presentada de una manera que nunca antes habíamos visto.
Uno de los primeros trampantojos es el del sepulturero. Durante los servicios fúnebres, la cámara
recorre el cementerio, con sus símbolos predominantemente católicos, y se detiene en un
hombre bien vestido. Sin embargo, una vez terminados los servicios funerarios, el hombre se
quita el abrigo y el sombrero, y queda claro que el abrigo puede ser la mejor prenda que tiene.
El chaleco y la parte trasera de sus prendas están hechos jirones, rotos, desgastados y zurcidos
en algunas partes. Gracias a la cámara, descubrimos que las cosas no son siempre lo que parecen.
Las personas, en particular, no son lo que parecen. La cámara demuestra que la identidad de este
hombre no es completa; hay literalmente agujeros en su persona.
En muchos sentidos, toda la película lucha por alcanzar la plenitud y la coherencia, pero nunca
llega a conseguirlo. Victor no es el científico loco. Hay otro hermano, Henry, que trabaja en su
criatura. El patriarca Fran- kenstein es un barón que parece más bien un granjero adorable,
mientras que sus hijos parecen haber sido formados en Gran Bretaña. Y el pueblo es un
batiburrillo de campesinos de Europa del Este. Así, mientras que la novela intenta establecer
alguna conexión con los personajes y la trama, la película parece esforzarse por resaltar lo inusual
y notable, estableciendo una vez más la importancia de la cámara, pero no necesariamente la
historia que va a filmar. Al fin y al cabo, confiamos en la cámara para que nos muestre estos
espectáculos, cosas que nunca hemos visto antes.

En otro movimiento de distanciamiento, la versión cinematográfica proporciona al buen doctor


un compañero que, en última instancia, comete el error que condenará a la criatura a una vida
de violencia y dolor al traer a Henry el cerebro de un criminal, no de una persona normal. Como
resultado, la criatura nace moralmente defectuosa y fea, una relación que la película destaca
constantemente. La belleza hace la virtud. Como la criatura no soporta mirarse a sí misma, no
comprende su identidad. Y como los personajes humanos de la película no soportan mirarlo, no
es nada para nadie: un monstruo. Pero el público, de nuevo gracias a la intervención de la cámara,
el instrumento por excelencia de la vista y la identidad, puede mirar a la criatura. Queremos
"mirar", "ver", y necesitamos que la cámara nos ayude a cumplir ese deseo. En uno de los
momentos finales, la película ilustra el espejo y sus efectos sobre la identidad a través de una
escena en el molino de viento durante la cual Henry y su criatura se miran a través de una rueda
giratoria, una rueda que recuerda a uno de los precursores del cine, un zoótropo, simplemente
una rueda giratoria con imágenes fijas en su interior que creaban la ilusión de movimiento,
imágenes en movimiento. Cuando el creador y la criatura se miran a través de este mecanismo,
queda claro que, al verse, son similares. De nuevo, la película subraya la importancia de la cámara.
Sin ella, no puedes ver; sin ella, no eres tú.
La escena final reúne a Henry y a Elizabeth, y una vez más se subraya el poder de la cámara. Sin
embargo, aquí ilustra un momento privado. Los dos se reúnen, pero aquí, como en toda la
película, el papel de la mujer es complicado, pero finalmente invisible. No hay madres en la
película, sólo padres que se preocupan tan profundamente por sus hijos que lo arriesgan todo
para salvarlos. A diferencia de la mayoría de las mujeres de la novela, Elizabeth en la película es
libre de salir de los confines de su hogar. Sale de la casa, ayuda a traer a Henry a casa, lo cuida y
es incluso una compañera del doctor y de Victor Clerval. En un momento dado, Victor llega a
proponerle matrimonio a Elizabeth en ausencia de su amigo, pero ésta se mantiene fiel a "su
hombre". En esta película, pues, en la que las mujeres son víctimas o están ausentes, el papel de
las mujeres es el de madre de sus hombres, no de sus hijos.
El estado infantil de Henry se ve acentuado por el hecho de que no puede completar lo que
empezó en absoluto o sin ayuda. Después de crear el monstruo, su médico-profesor se dispone
a destruirlo, pero lo toma por sorpresa y lo mata. Y al final, cuando Henry intenta matar a la
criatura, es arrojado del molino. Quedan los aldeanos, esa turba leal y obediente a la que tanto
se recurre en el arsenal de películas de terror de la Universal. Gracias a su lealtad mutua, así como
a su lealtad al barón, aparentemente destruyen a la criatura y devuelven el mundo a la normalidad.
De este modo, la película presenta la cuestión de la identidad en términos mucho más sencillos:
eres quien decimos que eres. Los paternos, los Frankensteins y la cámara definen la identidad. Y
al final se nos recompensa con otra imagen de la reproducción, en este caso Elizabeth cuidando
a su futuro marido, no un desafío a la igualdad patriarcal sino un monumento a su reproducción.
En La novia de Frankenstein, la cámara vuelve a mostrar su asombroso poder. Gracias a la
cámara, la escena inicial presenta una recreación del momento de la recreación de la novela. Es
decir, la película muestra a Mary Shelley conceptualizando su novela. Lord Byron, Percy y Mary
Shelley se sientan alrededor de una hoguera, Bryon trata de provocar a Mary con respecto a su
creación, su historia. Mary se mantiene firme y parece tener la sartén por el mango, un punto
importante, dado el doble reparto de Elsa Lanchester como Mary y la novia. Este reparto podría
llevar a algunos a concluir que la película implica que Mary es el monstruo, pero en las escenas
que prácticamente "cierran el libro" de la película, una mujer está en desacuerdo con un hombre
y defiende sus propios puntos de vista, creando así una refrescante representación de la
independencia y la autonomía femeninas.

La película comienza con la constatación de que el monstruo no ha muerto y anda suelto. En una escena,
el monstruo aprende sobre la amistad a través de su relación con un ciego. Aquí, a diferencia de algunas
grandes obras de la literatura, como se indica en la novela, el monstruo aprende sobre las actividades
sociales, la amistad, la buena mesa, el compartir puros y la bebida con los compañeros. Aprende a hablar
de forma rudimentaria. Pero aquí hay una moraleja. Es evidente que el ciego no puede ver al monstruo,
por lo que se engaña con respecto a su identidad, hasta el punto de que el anciano cree que el monstruo
ha sido enviado en respuesta a sus plegarias para tener un compañero. Una vez más, la identidad y la vista
están vinculadas. La cámara presenta la verdad.
Con la llegada fortuita de unos cazadores locales, el ciego se salva de su monstruosa amistad y la creación
vuelve a ponerse en marcha. Esta vez se encuentra con un científico, el Dr. Pretorius. Aquí, sin embargo,
la película ilustra el poder de la cámara para crear fantasías a través de las maravillosas escenas de
miniaturización en la consulta del doctor. Las escenas también subrayan el poder de Pretorius, que, por
ejemplo, impide que el rey lascivo viole a la reina.
Quizás por este poder, quizás porque está acostumbrado a la deformidad, Pretorius acoge a la criatura en
su casa y brinda por "un nuevo mundo de dioses y monstruos". Y aunque a Pretorius le mueve claramente
la ambición, su curiosidad también motiva su investigación. Pero, al igual que el anterior Frankenstein de
la novela, llegará a cualquier extremo para completar su proyecto. Retiene a Elizabeth como rehén
mientras Henry y él completan la novia de Frankenstein. Como en la novela y en la película anterior, los
personajes masculinos controlan la creación de la hembra y la reproducción en general. A diferencia de
la criatura masculina, que fue creada a través de un cerebro criminal (que nunca se menciona en esta
versión), la hembra de esta película depende en gran medida de un corazón, que, como señala Caroline
Picart, lleva "el cliché de que los hombres piensan y las mujeres sienten" (2002, 53). Los personajes
femeninos, tanto en la novela como en la película de 1931, desempeñan papeles secundarios.
Aquí, sin embargo, en una actuación estelar de Elsa Lanchester, el deseo femenino es finalmente
representado, no, de forma reveladora, a través de las palabras, sino a través de un grito y una respuesta
visual, lo que pone de manifiesto una vez más el poder de la cámara sobre la historia. En esta escena, la
novia rechaza a su novio. El deseo femenino se retrata y se pone de relieve. Los hombres pueden querer
reproducirse. Los hombres pueden querer que las mujeres hagan lo que ellos dicen. Los hombres pueden
querer verse reflejados al doble de su tamaño natural, pero en este breve momento la película muestra
que las mujeres dirán no a estas cuestiones. Hay poder femenino aquí, y aunque se ejerce en la negación,
está ahí de todos modos. Para Caroline Picart (2002), este momento representa el deseo femenino como
algo monstruoso y aterrador, y critica a la película por representar el deseo y la sexualidad femenina de
esta manera. Para Radu Florescu, el momento es mucho más ligero, "una astuta porción de comedia
macabra" (186). En verdad, el momento es importante, y reírse ante las promesas del patriarcado es uno
de los pocos poderes no sexuales de que disponen las mujeres desde que Sara se rió de las noticias
reprobatorias del ángel de Dios. Para Irigaray, esta posición de risa y negación es poderosa, y provoca un
cambio, aunque quizás no de forma clara o inmediata. Pero lo que la novia indica es su propia falta de
voluntad de ser definida por el patriarcado. Y aunque el cambio no se produce a través de la expresión
del deseo femenino, es suficiente para provocar una pausa, y la imagen de Elsa Lanchester respondiendo
de esta manera se ha convertido en un icono pop.

El deseo femenino. El poder femenino es aterrador, pero eso no significa que no exista o no
pueda existir dentro de los confines del patriarcado. Hay momentos en los que los "dos labios"
se juntan, en los que las mujeres en su multiplicidad, diversidad -y, según los estándares
patriarcales, su perversidad- existen, prosperan y amenazan. Como Irigaray aconseja a todas las
mujeres: "Mujeres, dejad de intentarlo. Os han enseñado que sois una propiedad, privada o
pública, que pertenece a un hombre o a todos. A la familia, a la tribu, al Estado, incluso a la
República. Que en ello residía vuestro placer. Y que, a menos que cedieras a los deseos del
hombre, o de los hombres, no conocerías el placer sexual. Ese placer estaba, para ti, siempre
ligado al dolor, pero... tal era tu naturaleza. Si desobedecías, eras la causa de tu propia infelicidad"
(1985b, 203). Abrir la boca puede ser suficiente para que se produzca el cambio, para desafiar,
para usurpar.
En las escenas finales de la película se articula claramente la relación entre el otro y la identidad,
concretamente la dependencia del sujeto del otro para definir la iden-dad. Cuando el monstruo
se da cuenta de que no puede tener a su novia, se da cuenta de que no puede existir. Y aunque
esto puede significar que la hembra debe ser destruida porque no cooperará como se espera, la
escena también sugiere el importante papel que el otro, el reprimido, el oprimido, juega en la
fantasía de identidad del sujeto.
Mientras el castillo explota a su alrededor, el monstruo le dice a Pretorius que se vaya: "Debemos
estar muertos". Por un lado, parece sacrificarse, salvando al Dr. Pretorius, y quizás al resto de la
humanidad, al elegir el suicidio. De este modo, el monstruo se convierte en el Frankenstein de
la película de 1931 y de la novela, el maestro creador que salva al mundo para el futuro. Por otro
lado, el acto está claramente motivado por su pérdida de identidad. Sin una novia, el monstruo
no es nada. Sólo tiene un poco de poder y es el de destruirse a sí mismo y al espejo que no refleja.
Casi como para resucitar el protagonismo del patriarcado, la película concluye con la explosión
de la torre, una conclusión extrañamente orgásmica. Todo, suponemos, está resuelto. La
conclusión sugiere que si las mujeres controlan la reproducción, causan problemas a la actuación
masculina, por lo que deben ser destruidas, pero tal respuesta también indica el increíble poder
que el espejo femenino, la creación femenina, sigue ejerciendo en un paisaje patriarcal. Y, por
supuesto, la torre fálica es destruida al final, y es la novia la que recordamos, la que entretiene,
interesa y desafía al público.

Notas
1. Como señala Smith, "un aspecto de la historia crítica de Frankenstein, por tanto, es esta ten-
dencia a no examinar la novela por derecho propio" (1992a, 189). Un rápido vistazo a los
estudios de críticos recientes ilustra que incluso los teóricos más complejos tienden a utilizar la
biografía. Véase, por ejemplo, Gilbert y Gubar 1984; Ellis 1974; Poovey 1996; Moers 1996; y
Johnson 1996.
2. Véase, por ejemplo, Levine 1996; Sterrenburg 1974; y Lipking 1996. Lipking sostiene que toda
la obra puede entenderse con una referencia a la primera página del Emile de Rousseau.
3. La obra Madwoman (1984) de Gilbert y Gubar fue uno de esos trabajos importantes. No sólo
demostraron la utilidad de la crítica feminista, sino que también pusieron de manifiesto la
necesidad de incluir a las autoras en el canon, abriendo el camino a posteriores desarrollos de la
crítica feminista, hoy un campo rico y diverso.
4. Es tristemente célebre la frase de Freud: "Lo ha visto y sabe que está sin él y quiere tenerlo"
(1963, 188).
5. Todas las referencias a la novela son de la edición de 1831, editada por Johanna Smith, que
para muchos es la edición definitiva. Para un análisis de los cambios entre la versión de 1812 y
la de 1831, véase Smith 1992b, 14-15.
6. El uso de la narración incrustada en las novelas de terror es habitual. Véase Drácula de Bram
Stoker, La vuelta de tuerca de Henry James y Cumbres borrascosas de Emily Brontë, entre otras.
7. Obsérvese el papel abusivo del sacerdote en la confesión forzada de Justine: "Desde que fui
condenada, mi confesor me ha asediado; me amenazó y amenazó, hasta que casi empecé a pensar
que yo era el monstruo que él decía que era" (Shelley 1992, 80).
8. Para un análisis detallado de los cambios, véase Picart 2002, 25-99.
9. Como se ha señalado anteriormente sobre la experiencia de la niña al ver el pene, la teoría de
Freud se basa en la vista. Para el niño, la visión de los genitales femeninos es igualmente
perturbadora, pero tal vez de manera diferente: "La observación que finalmente rompe la
incredulidad del niño [la negación del niño varón respecto a la castración y finalmente la
conclusión del complejo de Edipo] es la visión de los genitales femeninos. . . . Con ello, sin
embargo, la pérdida de su propio pene se hace imaginable, y la amenaza de la castración logra su
efecto retardado" (1963, 178). Para Lacan, el "estadio del espejo" requiere ver el yo en el espejo,
e Irigaray también utiliza el espejo y el estadio del espejo para interrogar los principios del
patriarcado. Este énfasis ofrecía una herramienta importante para los estudios cinematográficos,
por lo que muchos teóricos del cine han recurrido a los principios psicoanalíticos para la crítica
cinematográfica, en particular la construcción visual del significado, la participación inconsciente
en el cine, etc. El ensayo más conocido es "Visual Pleasure" (1989) de Laura Mulvey, pero un
rápido vistazo a la crítica cinematográfica en general demuestra el importante papel que
desempeña la teoría psicoanalítica en ella. Traducido con la versión gratuita del Traductor de
DeepL.

También podría gustarte