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chel, la denominada «virgen roja» planea sobre ellas y un antifeminista se inventará el

neologismo «louisemicheler».
¿Acaso el movimiento obrero cede igualmente a una demanda antifeminista? Se
puede caer en la tentación de pensarlo. A principios del siglo, el impulso del trabajo fe-
menino se interpreta como una verdadera invasión. Los sindicatos, temiendo esta com-
petencia «desleal», defienden a los trabajadores masculinos contra la bajada de los sa-
larios y, aunque ellos pueden reivindicar la igualdad de los salarios para ambos sexos,
no están dispuestos a defender la máxima «a trabajo igual, salario igual», más que de la-
bios para afuera. En Lyon, el sindicato del libro de la CGT, organiza un gran revuelo
en 1914, al excluir a Emma Couriau que era tipógrafa (trabajo por tanto sometido a ta-
rifa sindical), y lo mismo hacen con su marido, considerándole culpable de haberla de-
jado trabajar. Este asunto, que representa una situación extrema, no es por ello menos
revelador de esa hostilidad que se experimenta ante el trabajo de las mujeres y ante su
sindicación que resultará bastante contestada (la Federación del libro no aceptará el
principio de la admisión de mujeres al trabajo hasta 1910 y eso por una corta mayoría).
Como señala Michelle Perrot, el movimiento obrero sigue muy atrapado en el ideal de
la mujer en el hogar, porque «el mantenimiento de la familia puede convertirse en un
salvavidas, una forma de autodefensa, un modo de resistir los golpes de la industriali-
zación»56. «El hombre al taller, la mujer al hogar»; los sindicatos han interiorizado esa
complementariedad de los sexos contribuyendo con ello a hacer permanente una divi-
sión por sexos del trabajo que resulta discriminatoria por cuanto tiene de desigual.

Modernidad cultural y antifeminismo

De modo irracional el antifeminismo se alimenta también de fantasmas en los que


se nota con claridad la influencia de la cultura. Los decadentes de los años 1880-1890,
seducidos por la extravagancia, el ocultismo y la morbidez, devuelven vigor a los peo-
res temores castradores. De su universo poblado de varones feminizados, pasivos, y de
mujeres masculinizadas, dominantes, se desprende un antifeminismo original57. Con-
trariamente a aquel de los conservadores, el suyo se burla de la moral, de la tradición y
de la burguesía. Las equivocaciones que ellos escenifican a través de las «perversiones»
sexuales, juegan bastante con la idea de la inversión de los géneros. Sin duda será pre-
ciso ver en ello el eco de los miedos de sus contemporáneos, que atribuyen al progre-
so de la igualdad entre los sexos las premisas de una inversión de los papeles de am-
bos. En esta corriente literaria se incluye una mujer joven, Rachilde, cuyas audaces
obras van a ser piedra de escándalo. Ella reivindica, no sin cierta dosis de provocación,

—————
56
Cfr. Michelle Perrot, «L’éloge de la ménagère dans les discours des ouvriers français au XIXe siècle»,
Romantisme, núms. 13-14, 1976, pág. 118.
57
Cfr. los trabajos de Frédéric Monneron: Misogynies, París, Tierce, 1993 y L’Androgyne décadent,
Grenoble, Ellug, 1996, así como los de Bram Dijkstra, Les Idoles de la perversité. Figures de la femme fata-
le dans la culture fin de siècle, París, Seuil, 1992 y Mireille Dottin-Orsini, Cette femme qu’ils disent fatale,
París, Grasset, 1993.

[62]
su misoginia; el feminismo remite, a sus ojos, a una feminidad brusca, quejumbrosa y
vindicativa.
A partir de 1909 los futuristas, tomando el relevo, afirman con mayor claridad la su-
premacía de los varones, desembarazándose de las complicaciones masoquistas prece-
dentes. ¿Son antifeministas? Frecuentemente se piensa así, citando en apoyo de esa idea
el «Manifeste du futurisme» (El manifiesto de los futuristas). Veamos algunos de sus
apartados: «Punto 9: Nosotros queremos glorificar la guerra —única higiene del mun-
do—, el militarismo, el patriotismo, el talante destructor de los anarquistas, las bellas
«ideas» que matan y el desprecio hacia las mujeres.» «Punto 10: Nosotros queremos de-
moler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las in-
famias oportunistas y utilitarias.» Marinetti, autor de esas líneas, está obligado a expli-
carse por este «menosprecio de la mujer», y dirá:

No se trata más que de una fórmula, quizá demasiado lacónica, para resumir nues-
tro propósito de desembarazar a la vida de la literatura, una y otra tan influenciadas en-
tre sí, en primer lugar de la obsesión por la mujer ideal que se encuentra en las obras de
ficción, especialmente en la poesía; en segundo lugar, de la influencia creciente del
amor que tiraniza y debilita a los pueblos latinos; y en tercero, de la monótona glorifi-
cación del adulterio y de la aventura erótica de la que hay tanto en las novelas, como
en el cerebro tan maleable e influenciable de los jóvenes58.

Como puede verse es fácil rastrear en estos puntos una buena dosis de confusión. La
mujer simboliza el arcaísmo de las costumbres y de la literatura; en cuanto al feminis-
mo es reducido a una relación ingenua, infantil —se la denominará otras veces—, con
la democracia parlamentaria, y sin duda, también, a su ilusoria petición de una sociedad
más justa, menos violenta, ordenada conforme al respeto, al derecho y a los valores hu-
manistas. Si Marinetti apoya con fervor a las sufragistas lo hará mediante un razona-
miento bastante tortuoso: las mujeres no dejarán de agravar la corrupción de un sistema
político del que desea la «implosión» (el anarcosindicalismo y el protofascismo se reú-
nen aquí); y contrariamente a los machos «podridos de prudencia milenaria», las muje-
res poseen también una fuerza bruta de subversión que no utilizan, ¡por desgracia!, más
que demasiado tímidamente.
Valentine Saint-Point, nombrada por Marinetti directora de la sección femenina del
movimiento, elabora una versión igualitaria del futurismo: «La humanidad es mediocre.
La mayoría de las mujeres no es ni superior ni inferior a la mayoría de los varones. Am-
bos son iguales. Todos son acreedores al mismo menosprecio. [...] Es absurdo dividir la
humanidad en hombres y mujeres, no está formada más que por “feminidad y masculi-
nidad”.» El presente, nos explica, está dominado por el principio femenino, marcado
por el conocimiento y la aceptación del pasado y por el pacifismo. Ahora bien, de lo que
carecen la mayoría de las mujeres, lo mismo que los hombres, es de virilidad. Otorgar a
las mujeres los derechos reclamados por las feministas «no acarrearía ninguno de los

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58
Citado por Giovanni Lista, «Futurisme. Manifestes, documents, proclamations», Lausanne, L’Âge
d’Homme, 1973, pág. 327. Ver también Giovanni Lista, F. T. Marinetti, París, Séguier, 1995.

[63]
desórdenes deseados por los futuristas, muy al contrario, un exceso de orden»59. «Nues-
tro tiempo —escribe por su parte Otto Weininger—, no es solamente el más judío sino
el más femenino de todos los tiempos»60. Para huir de él, Weininger pone fin a sus días,
dejando en su cuaderno de apuntes esta confesión: «El odio contra la mujer es, hoy en
día, un odio no superado contra la propia sexualidad»61. Los mismos futuristas prose-
guirán su búsqueda de la virilidad, impacientes a la espera de una guerra heroica. Pero
no encuentran más que un público restringido. Weininger, que ha sido traducido a infi-
nidad de idiomas, no lo está al francés. ¿El «Hexágono» será poco receptivo a este an-
tifeminismo moderno, radical, liberado de convenciones morales y de eufemismos de
circunstancia?62. Este discurso que no es de derechas ni de izquierdas, toma, a contra-
pelo, los valores cristianos de unos y los valores humanistas de los otros. Pero choca con
el superyó nacional dispuesto a idealizar las relaciones entre los sexos y a exaltar la fe-
minidad, cosa que no excluye, aunque se pueda dudar de ello, el antifeminismo. Parece
que habrá que dar la razón a Balzac cuando escribe que «la mujer es una esclava a la que
es preciso colocar en un trono».
El antifeminismo hace leña de cualquier árbol caído. Se dedica a la observación de
las costumbres, dando a la menor novedad, un sabor a fin del mundo. Así es que, como
la Belle Époque está llena de innovaciones, en ella se vislumbran todo tipo de siniestros
presagios63. La simplificación de los vestidos femeninos contraría a los espíritus más re-
trógrados. La moda de la «pequeña reina» impone el uniforme de los ciclistas: el asun-
to tiene su importancia, y el Estado se verá enredado en la cuestión, al tener que recor-
dar que la indumentaria de los hombres está prohibida a las mujeres, salvo excepciones,
que están sometidas a una petición de derogación dirigida a la prefectura de la policía,
que es la que aplica una ordenanza que data de 1800. En la bohemia parisina, el traves-
tismo provoca muchos escándalos. Y esto se presta fácilmente a una lectura antifemi-
nista, porque se dice: las mujeres, que están intrigando para tener los mismos derechos
que los varones, van sin embargo a adoptar su forma de vestir. Y tiene también una lec-
tura homófoba: para los médicos no hay duda de que las mujeres que se visten de hom-
bres padecen una inversión sexual. El «tercer sexo», andrógino, parece anunciar la con-
fusión de los géneros deseada por las feministas. El peligro sáfico llega a ser para los
cronistas de la guerra de sexos un objeto de predilección, que propicia las más funestas
predicciones, entre ellas la de la próxima extinción de la raza.
La no diferenciación sexual cada vez parece más amenazadora; en el deporte en-
contramos otro ejemplo. Convertidas en gimnastas en los años 1900, las francesas de las
clases acomodadas descubren poco a poco el tenis, el golf, la natación y el esquí. Sin
embargo les hace falta tener una buena dosis de audacia para superar el veto de los mé-
dicos (que advierten del riesgo de esterilidad que provocan los esfuerzos intensos) y el

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59
«Manifeste de la femme futuriste», pasquín de cuatro páginas, París, 25 de marzo de 1912.
60
Sexe et caractère..., ob. cit., pág. 268.
61
Citado por Roland Jaccard, prefacio a Sexe et caractère..., de Otto Weininger, ob. cit., pág. 12.
62
Ver Jacques Le Rider, Le Cas Otto Weininger..., ob. cit.
63
Cfr. Eugen Weber, Fin de siècle. La France à la fin du XIXe siècle, París, Fayard, 1986.

[64]
prejuicio moral (ya que se dice que el deporte viriliza)64. Las decenas de miles de jóve-
nes que reúne la «Federación de las Sociedades Femeninas Deportivas de Francia» en
1917, son tratadas como si se tratara de unas desgraciadas. Pierre de Coubertin rechazó
categóricamente las «Olimpiadas de las hembras»; el deporte visto desde su lógica eli-
tista y aristocrática debe ser monopolio masculino. Pero las deportistas femeninas orga-
nizaron sus propios juegos olímpicos, aunque habrían de esperar hasta 1928, año en
que, no sin bastantes reservas, lograran ser aceptadas en los Juegos oficiales.
Al alba del siglo XX, todos los dominios de la actividad humana se van a ver afecta-
dos por el impulso del feminismo y del antifeminismo, lo que no facilita la comprensión
del enfrentamiento. Sobre todo cuando el inconsciente pesa tanto como la razón. ¿Pro-
greso o tradición? ¿Izquierda o derecha? El asunto es más complicado. La oposición va-
rones-mujeres no es por otra parte oportuna: porque existen varones feministas y muje-
res antifeministas.
Filogenia o misoginia: resulta también una simplificación excesiva porque a los an-
tifeministas nos los podemos encontrar en todos los terrenos.

—————
64
Cfr. Pierre Arnaud y Thierry Terret (dir.), Histoire du sport féminin, París, L’Harmattan, 1996.

[65]
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CAPÍTULO II
LITERATURA ANTIFEMINISTA
Y ANGUSTIA A COMIENZOS DEL SIGLO XX
ANNELISE MAUGUE

UN COMPROMISO APASIONADO

¿Existe una época, hay acaso un país en el que no seamos capaces de encontrar en-
tre los escritores ciertas indómitas misoginias que, a través de sus obras, nos muestren
su odio y su menosprecio hacia las mujeres? ¿Merece la pena ensartar un florilegio más
lleno de injurias?
A nuestro recorrido por la historia del antifeminismo francés durante un siglo, y
puesto que estos florilegios han menudeado a lo largo de esa historia, no le importará
demasiado que empecemos por unas cuantas citas.

Las mujeres son como algunos judíos, en todas partes en las que ellas han puesto
pie, saben imponer su silencio1.

Nos cruzamos todos los días con Pieles-Rojas de tez sonrosada, y con negros de
manos blancas y rollizas que al no poder comerse al hombre crudo, se disponen y se
preparan a roer al hombre vivo, como deben hacer las mujeres civilizadas2.

Son numerosas las que, sin saberlo nosotros y sin que existan dudas, han elegido
domicilio en las fronteras de la locura3.

—————
1
William Vogt, Le Sexe faible, París, Rivière, 1908, pág. 61.
2
Alexandre Dumas, hijo, L’Homme-Femme..., ob. cit., pág. 70.
3
S. Icard, La Femme pendant la période menstruelle, París, Alcan, 1890, págs. 94-95.

[67]
Hoy, estas hijas del pueblo están neurotizadas, desequilibradas como las du-
quesas4.

Caso donde un marido puede matar a su mujer según el rigor de la justicia pater-
na: la insumisión obstinada, imperiosa, despreciativa5.

Mujeres libres, mujeres muertas6.

Porque han querido vivir y prosperar sin el concurso del hombre, el hombre las re-
chaza con fuerza, como si fueran parias7.

Rutina, tienes nombre de mujer; progreso, tu sexo es masculino8.

Un pequeño florilegio más. ¿Podemos considerarlo banal tanto en su forma como


en su contenido? La verdad es que encierra muchas más sorpresas de las que pudiéra-
mos sospechar a primera vista; comenzando por esta constatación: no todos sus autores
son misóginos.
No es preciso recurrir, ingenuamente, a creer en las palabras con que algunos se de-
fienden. No; ahí están sus obras, cuya lectura prueba que a algunos de ellos no se les
puede acusar de haber perseguido al género femenino con un odio irreductible. Incluso
lo miran con buenos ojos y con simpatía... Así, por ejemplo, Alexandre Dumas hijo.
También Émile Zola.
Y lo mismo podemos decir de Guy de Maupassant. En Une vie, Boul de suif, Une
partie de campagne (Una vida, Bola de sebo, Una salida al campo), lo mismo que en
tantas otras de sus obras, el novelista muestra al desnudo que posee una compasiva lu-
cidez por la opresión, y la alienación de la que son víctimas sus contemporáneas, tanto
las burguesas como las prostituidas... Pero cuando, en un capítulo de la obra Dimanches
d’un bourgeois de París, titulado «Séance publique» (Asistencia pública), representa un
mitin feminista, he aquí que, de repente, toma prestados a los misóginos, sus acentos y
sus clichés. La oradora no es, entiéndasenos bien, más que «una simple intrigante que
quiere que se hable de ella»9, mientras que el auditorio está compuesto por viejas «in-
consolables»10, «antiguas ciudadanas, privadas de marido, desecadas por la soltería y
exasperadas por la espera»11. El toque final lo pone la presencia en la sala de un «hombre
negro», al que encontramos allí, perdido en toda la extensión de la palabra que, sacudido
por una risa caótica, colma de placer a las asistentes que muestran claros síntomas de his-
teria; en resumen, nos retrata una mascarada grotesca, y un auténtico carnaval...
—————
4
Émile Zola, Fécondité, París, Fasquelle, 1899, pág. 244.
5
Pierre-Joseph Proudhon, De la justice dans la Révolution et dans l’Église, París, 1858, pág. 203.
6
Alexandre Dumas, hijo, L’Homme-Femme..., ob. cit., págs. 4-5.
7
Marcel Prévost, Les Vierges fortes, París, Lemerre, 1900, t. II, pág. 255.
8
Théodore Joran, Le Suffrage des femmes, París, Savaète, 1913, pág. 150.
9
Guy de Maupassant, Les Dimanches d’un bourgeois de París, París, Albin Michel, 1952, pág. 33 (la
primera edición, póstuma, es de 1929).
10
Ibíd., pág. 175.
11
Ibíd., pág.174.

[68]
Hay que distinguir, pues, que una cosa es el resorte que permite tener una actitud
compasiva ante la mujer víctima, y otra bien diferente tener capacidad para reconocer-
le el derecho a sublevarse. Como caso ejemplar tenemos el de Guy de Maupassant. A lo
largo del medio siglo que va del nacimiento de la III República a la declaración de la
guerra, la mayor parte de los «amigos de las mujeres»12, enfrentados al desarrollo del
feminismo, habían hecho causa común con los misóginos (tal es el caso de Proudhon o
del oscuro Albert Cim) para condenar el movimiento y condenar, llenándola de injurias,
a la nueva Eva13.
Otra sorpresa que nos brinda nuestro repertorio preliminar que resulta de unir estos
textos, que por otra parte constituyen una pequeñísima muestra, la vamos a tener al po-
ner de manifiesto la pertenencia ideológica de los autores. Que el católico y monárqui-
co Barbey d’Aurevilly, y Charles Maurras y sus discípulos, consideren monstruosas he-
rejías las menores incursiones de la mujer en el terreno de las artes o de la política, es
natural, y por encima de todo corresponde a su visión tradicionalista del mundo y a su
hostilidad declarada a los principios de libertad individual y de igualdad de derechos he-
redados de la Revolución Francesa de 1789. Pero que otros intelectuales se conviertan
en ardientes defensores de esos principios resulta todavía más llamativo.
Para llegar a conclusiones ciertas, no hay que hacer caso sólo a lo que salta a la vis-
ta, como las feministas; nuestros autores se van a adherir a la causa de «la aprobación
del derecho de la mujer inscrito entre líneas en la Declaración de Derechos del Hom-
bre»14, y en cambio no se adhirieron a la causa de Dreyfus, o a aquella de los proleta-
rios, cuando ¿acaso no eran ellos mismos judíos u obreros? Ahora bien, entre ellos hay
unos cuantos (a excepción de los hermanos Rosny, Jules Bois, y Victor Marguerite), que
sí se van a situar claramente al otro lado y van a mezclar sus voces con las de aquellos
partidarios de Maurras que defienden el patriarcado.
En las novelas utópicas de Zola, por ejemplo, las mujeres son las figuras «del Mal»,
perversas criaturas que simpatizan con «las revoltosas de Ibsen»15, mientras que sus he-
roínas positivas manifiestan hacia sus esposos una sumisión idolátrica, adecuada para
satisfacer al más exigente de los «maurrasistas». Así, en Travail (Trabajo), Nise, cara a
cara con Nanet, Zola escribirá: «Ella se confiaba a él, le escuchaba, deseosa de resul-
tarle agradable, y de llegar a ser la mejor posible, la más sencilla y la más dulce de las
mujercitas»16; otro ejemplo lo vamos a encontrar en Josine, sacada del arroyo por Luc
Froment, cuando exclama: «Oh Luc, qué prudente y qué bueno eres, ¡cuánta felicidad
nos espera!»17.

—————
12
Yo tomo esta expresión de una obra de Alexandre Dumas hijo, publicada en 1864 que se titula L’Ami
des femmes.
13
El novelista, y feminista, Jules Bois publicó en 1896 la obra titulada L’Ève nouvelle.
14
Marcel Prévost, capítulo titulado «Le féminisme», de la obra colectiva, La Femme dans la société,
1912, pág. 332.
15
Émile Zola, Fécondité..., ob. cit., pág. 41.
16
Émile Zola, Travail, París, Fasquelle, 1901, pág. 359.
17
Ibíd., pág. 268.

[69]
Los intelectuales de comienzos del siglo XX, en su gran mayoría, rechazan la pers-
pectiva de la igualdad de los sexos. Algunos están sin duda dispuestos a hacer algunas
concesiones, mientras que otros no son partidarios de ninguna. Esta división no tiene
nada de despreciable, ya que facilita la lucha de las mujeres. Pero incluso aquellos que
están dispuestos a un compromiso, no dejan de rechazar la idea de una plena y entera
igualdad de los sexos, de una igualdad que puede tener consecuencias en campos tan di-
ferentes como el del derecho, el de las funciones sociales y el relativo a las costumbres.
La idea de la igualdad será rechazada de modo explícito y activamente. La amplitud y
la fuerza de su empeño antifeminista son sorprendentes: no hay nada tan constante en la
Historia como que la cuestión femenina, el estatus del segundo sexo, se convierta en fi-
gura de primer plano, ya que se cree, firmemente, que de ella va a depender el destino
de la humanidad.
Tan claro es esto que, aunque las francesas recorren etapas muy significativas en
la vía de la emancipación, el movimiento está lejos de lograr que el sistema patriar-
cal pueda ser considerado como algo del pasado. Y no se puede perder de vista la
realidad. En 1914 no había en Francia más que ocho abogadas, solamente una mujer
era jefa de una clínica, no había ninguna ingeniera, las mujeres nunca podían votar,
y el marido seguía siendo, ante la ley, el jefe de la familia. Ello no impedirá, sin em-
bargo, que los escritores antifeministas estén convencidos de que el apocalipsis
ha comenzado, y que el orden natural, la familia, la sociedad y el amor están agoni-
zando.
Sin duda existe una parte de táctica en ese proclamado catastrofismo; jugar la carta
del miedo es una buena forma de actuar en un combate ideológico. Pero hay que ser se-
rios y plantearnos la siguiente pregunta: ¿estarían dispuestos numerosos intelectuales a
escribir contra la emancipación femenina, —y a escribir tanto y de modo tan apremian-
te—, si no estuvieran persuadidos de la extrema gravedad del peligro? ¿Si ellos no sin-
tieran sinceramente tanta angustia?
Los intelectuales se sienten implicados; por eso no es de extrañar la exageración
de sus predicciones y el tono —a veces paroxístico—, de algunos de sus discursos.
Están convencidos de que lo que dicen está de acuerdo con sus propios valores y el
espíritu del tiempo, y que actúan de forma racional y realista. ¿Es que no se pasan la
vida apelando a la ciencia? ¿Acaso no tienen ellos en cuenta a Francia tal como es,
industrializada, urbanizada y ya consumista? La mirada que ellos ponen sobre la mu-
jer, lo aseguran tercamente —y sin duda prefieren creerlo así— es la mirada objeti-
va y clínica del sabio, del filósofo, del observador de las costumbres, obrando con
fines altruistas, para el mayor bien de la humanidad, de los niños, e incluso, de la
propia mujer.
Pero ahí surge la pasión, que es la que convierte su hermosa demostración cartesia-
na en un monumento barroco. La pasión y sus estigmas, las rupturas lógicas, analogías
arriesgadas, incoherencias, imprecaciones y lamentos, nos revelan que las relaciones
entre los dos sexos están en el corazón de la cuestión femenina, y que son el nudo gor-
diano y la primera apuesta. Y que, en el origen de la coalición, tan amplia como dispa-
ratada, que se erige contra la emancipación de las mujeres, está el deseo de los hombres
de seguir frente al otro sexo en una inalterable situación de poder.

[70]
¿De donde viene que en este momento de la historia, en un país que presume de
ser la patria de los derechos del hombre, en una sociedad en que la democracia se ins-
tala de modo duradero, una sociedad abierta a todas las novedades de la ciencia y de
la técnica, en una palabra, en una sociedad que mira a la modernidad, los hombres
persistan hasta ese punto en perpetuar su milenario poder sobre las mujeres? ¿De
donde viene que tal número de intelectuales se dediquen a legitimar el mantenimien-
to de la dominación de un grupo humano sobre otro? ¿Y si los excesos y desórdenes
que la pasión arroja en sus discursos desvelasen las necesidades y las inquietudes de
los hombres?

«LA MUJER ES UNA MATRIZ»

A este exceso y a tamaño desorden no escapa ninguno de los principales sistemas


de argumentación que desarrolla la literatura antifeminista. Ni siquiera aquel que,
apelando a la ciencia, aspira más que todos los demás al rigor, se atiene a la tesis más
extendida y se apoya en un dato indiscutible: la mujer tiene un útero y el hombre no
lo tiene. Las manifestaciones de este órgano —pubertad, menstruaciones, embarazos
y menopausia— están constantemente desquiciando, así lo aseguran los médicos y
los hombres de letras después de ellos, todo el resto del organismo de la mujer. Y ante
todo el cerebro, que en la mujer está naturalmente perturbado e inestable, de modo
que querer obtener de él más de lo que él puede dar sería potenciar un mayor dese-
quilibrio. Si se fuerza la situación nos encontraremos con que «las ocupaciones inte-
lectuales demasiado asiduas, demasiado abstractas, producirán amenorreas, histeris-
mo y nerviosismo»18. ¿Es necesario ir más lejos? De cara a las primeras diplomadas,
a las pioneras en las profesiones liberales, ¿no será suficiente que la «sana filosofía
biológica»19 venga a avalar de nuevo la vieja idea según la cual las capacidades de
concentración, de abstracción, de razonamiento de la mujer son menores que las del
hombre?
Ahora bien, cuando se muestran como científicos comprometidos, los autores anti-
feministas dicen en realidad mucho más: no es sólo una diferencia relativa la que esta-
blecen entre los dos sexos, sino una diferencia absoluta. «Fuera» el cerebro femenino,
este órgano sobra. El «toda la mujer está en el útero» va a ser remitido al honor, y la bru-
tal aseveración avanzada desde 1849 por Michelet en su periódico de «la mujer es una
matriz»20 hizo furor hasta mucho más allá de 1900. ¿A que viene ese deslizamiento, to-
talmente carente de rigor, del verbo tener al verbo ser? La mujer identificada como un
útero, llega a ser infinitamente impresionable; es un hueco, un vacío, un receptáculo

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18
Cesare Lombroso y Guglielmo Ferrero, La Femme criminelle et la prostituée, traducido del italiano,
París, Alcan, 1896, pág. 181.
19
Auguste Comte, Cours de philosophie positive, 50e leçon, 4.ª edición, t. IV, Baillière et Fils, 1877, pág. 405.
20
Jules Michelet, Journal, 29 de junio de 1949.

[71]
abierto y pasivo, receptáculo de carne viviente, agitado por las sensaciones, las emocio-
nes y los instintos. Además no les parece injurioso compararla con los animales: «coli-
brí»21 o «pavipollo»22, «antílope»23 o «reptil»24, etcétera, o, en ocasiones, con los primi-
tivos «salvaje»25 o «piel roja»26, ya que ella no puede salir de su estado de naturaleza, y
se la confunde con la Naturaleza misma, ese magma convulso y maleable que el homo
sapiens ha sabido ordenar a su conveniencia.
Porque, felizmente existe un homo sapiens, y su sexo es masculino. Hay que des-
tacar el ardor que ponen nuestros autores en acreditar a la mitad masculina de la hu-
manidad, y sólo a ella, con todas las formas de progreso de las que se pueda hacer un
índice. La cocina misma, o las buenas obras, actividades tenidas tradicionalmente
por femeninas, no escaparán a esta razia: «El genio del hombre creando el cristia-
nismo y las organizaciones caritativas [...] bromea sobre el manojo de actividades
dispersas de la piedad femenina y crea la caridad»27. «El genio del hombre»: la ex-
presión, está teñida de pleonasmo para Michelet y para cuantos antes que él han re-
petido que «si la mujer es un útero», «el hombre es un cerebro»28. Cerebro que está
siendo constantemente definido con referencia al progreso tal como lo percibe esta
época asombrada ante los prodigios de la ciencia y de la técnica: un progreso ilimi-
tado y benéfico, un don divino que surgirá, por consiguiente, por «androgénesis»,
brotando de los cráneos masculinos... Identificar al hombre con su cerebro, padre del
progreso, es conferirle el supremo poder, la total pujanza del demiurgo. He aquí a un
dios, o un casi dios: por ejemplo, Adán, sugiere Alexandre Dumas hijo; pero, por su-
puesto, no el Adán de la caída, sino el Adán del Génesis, aquel a quien Dios confió
el cuidado de perfeccionar su obra, dejándole al frente de «la creación que le estaba
sometida»29, y que él debería «llevar a su plusvalía terrestre»30. Un Adán sin Eva a
su lado: porque la mujer-útero está a la espera, con el resto de la creación, de que el
hombre la «ponga en funciones»31.
Todo este simbolismo de los órganos garantizado por los científicos, la apropiación
del progreso y del cerebro en provecho únicamente del sexo masculino, encuentran aquí
su razón de ser. Si el hombre, en ese caso, es un cerebro y la mujer una matriz, la rela-
ción entre los sexos se definirá conforme a la relación entre la humanidad y la naturale-
za, tal como se la representa en este fin de siglo: de un lado el espíritu, infinitamente po-
deroso, del otro la materia, infinitamente maleable, y el primero ejerciendo sobre la se-
gunda un poder absoluto.

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21
Maman Colibri es el título de una obra de Henry Bataille, publicada en 1904.
22
William Vogt, Le Sexe faible..., ob. cit., pág. 88.
23
Colette Yver, Princesses de science, París, Calmann-Lévy, 1907, pág. 147.
24
Adolphe Belot, Mademoiselle Giraud, ma femme, París, Dentu, 1870, pág. 199.
25
Cesare Lombroso y Guglielmo Ferrero, La femme..., ob. cit., pág. 138.
26
Ver, más arriba, nota núm. 2.
27
Cesare Lombroso y Guglielmo Ferrero, La Femme criminelle..., ob. cit., pág.79.
28
Ver, más arriba, nota núm. 20.
29
Alexandre Dumas, hijo, L’Homme-Femme..., ob. cit., pág. 131.
30
Ibíd., pág. 97.
31
Ibíd., pág. 29.

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