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LAS INDEPENDENCIAS
HISPANOAMERICANAS
INTERPRETACIONES 200 AÑOS DESPUÉS
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Las independencias hispanoamericanas: interpretaciones 200
a110s después / Anthony McFarlane ... [et al.]; compilador
Marco Palacios. -- Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2009.
416 p.: il.; 23 cm. -- (Viera!)
Incluye índice.
ISBN 978-958-45-2231-3
1. América Latina - Historia 2. América Latina - !Iistoria -
Guerras de independencia 1. McFarlane, Anthony, 1946-
11. Palacios. Marco, 1944- , comp. III. Serie.
980 ccl 21 ed.
A1232716
ce 26000698
ISllN 978-958-45-2231-3
1 Los tres párrafos siguientes rroceden de mi libro La otra rebelión: La lucha por la
independencia de México. 1810-1821 (89-92); gran parte <lel resto del ensayo sintetiza
hallazgos de dicho libro y de otros ensayos míos ya publi<.:ado.�.
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lns11rrección popular en Mixico, 1810- r 82 I
Por casi los cinco siguientes años, las banderas del liderazgo revolucio
nario fueron esgrimidas, al menos nominalmente, por el padre José María
Morelos, otro cura párroco, antiguo alumno ele Hidalgo y más talentoso como
comandante militar que su profesor y mentor en la rebelión. A lo largo de este
período, el gobierno rebelde, nacional y peripatético, emitió una declaración
de independencia y una Constitución mexicana (1814) pero su autoridad
nunca unificó efectivamente las decenas ele bandas guerrilleras y satrapías
militares locales que seguían resistiendo al régimen colonial. En parte ello
se debió a las fuerzas centrífugas inherentes a cualquier movimiento políti
co-militar con origen en el campo mexicano, y en parte a que la dirigencia
política de la insurgencia estaba a su vez desgarrada por rivalidades internas.
La estrategia militar ele Morelos de cercar la capital gozó de algunos éxitos
temporales que incluyeron la captura y ocupación Je la importante ciudad
sureña de Oaxaca. Al cabo, no obstante, no logró su objetivo y fue a su vez
capturado, apartado del sacerdocio y ejecutado por los realistas a finales de
1815. La lucha contra el gobierno prosiguió por varios años en las formas
paralelas de obstinada guerra de guerrillas, bandidaje con matiz político
y levantamientos locales, pero el locus de estas actividades se trasladó en
gran medida a las zonas periféricas de la colonia, mientras que una suerte
<le empate técnico armado juntaba a realistas y rebeldes en una agotadora
danza de desgaste militar.
Los bailarines fueron finalmente separados y la victoria puesta en ma-
nos de los mexicanos en 1820- 182 1 por la renovada confusión política en
España. Cuando Femando vu rep;resó al trono español en 1814, luego de la
expulsión de los franceses de la península por fuerzas españolas nativas y
expedicionarios ingleses, repudió la Constitución de Cádiz (1812) promul
gada por los liberales españoles en su ausencia e intentó revivir el absolu
tismo real, defraudando por ende las esperanzas ele los reformistas tanto de
la Vieja cuanto de la Nueva España. En 1820, los oficiales liberales de un
ejército español que estaba a punto ele embarcarse hacia las colonias para
suprimir la insurrección en las Américas se rebelaron. Aunque a corto plazo
los militares fracasaron, el apoyo a su programa por parte de varias ciuda
des españolas desafectas a Fernando lo obligó a restaurar la Constitución
de Cádiz, y las elecciones exigidas por la carta se produjeron en México y
en otros lugares. Esta situación de inestabilidad política y arbitrariedad real
hizo que algunos mexicanos decidieran esforzarse nuevamente en lograr la
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trol y ocasionalmente tan inclinadas a combatirse entre ellas como a luchar
contra las fuerzas del régimen colonial.
Entre los disturhios de provincia (a menudo llamados "brotes revolucio
narios" o "tumultos" por los funcionarios realistas) que constituían simulacros
de insurrección pero realmente se originaban más por agravios prolongados
y muy localizados, el levantamiento en el pueblo de Atlacomulco, al noroc
cidente de Toluca, en los primeros días de noviemhre Je r8rn, fue más bien
típico aunque mejor documentado que la mayoría de dichos incidentes. El
juez en jefe de la policía de Ciudad de México comentó el incidente al vi
rrey Venegas en un informe diciendo que había sido "seguramente por sus
circunstancias [uno] de los mayores excesos que se notan en la desgraciada
historia del Reino". A lo largo de varios días, turbas de gente étnicamente
mezclada, alentadas por la participación de varias aldeas indígenas vecinas
y aparentemente provocadas por la proximidad de las fuerzas de Miguel
Hidalgo que se retiraban de los alrededores de Ciudad de México, lincharon
brutalmente a varios españoles europeos (uno fue lapidado hasta morir en
su hogar, otro herido de muerte a lanzazos cuando acudió en ayuda del
anterior) y saquearon decenas de establecimientos comerciales. Cuando al
fin fue restaurado el orden y los principales perpetradores de los asesinatos
llevados a juicio, resultó que rivalidades comerciales locales, resentimientos
personales y vendettas, y la competencia por el poder al imerior del pueblo,
habían sido las causas inmediatas de la violencia. Los pueblos indígenas de
las inmediaciones hahían estado por décadas enzarzados en disputas por
tierras con hacendados hlancos, y la dirigencia (los caciques y otros funcio
narios) de los mismos poblados implicada en colaboración con los terrate
nientes invasores. Estas tensiones irresolutas por más de un siglo generaron
amenazas a la integridad ele la comunidad tanto en lo interno como en lo
externo, tanto a indios como a blancos; cuando estas tensiones estallaron
en la pavorosa violencia de finales de 1810, tenían muy poco que ver con la
idea ele independizarse Je España.
Otro ejemplo de dichas fuerzas sociales y culturales, en funcionamiento
por un tiempo prolongado y resurgidas para fundirse con la insurrección de
1810-182 r, tuvo lugar en el pueblo hispano indígena de Cuauhtitlán, al norte
de la Ciudad de México, entre los años 1785 y 1821. Allí, en 1785 habían
estallado disturbios graves que enfrentaron a los habitantes indígenas de la
comunidad contra los vecinos blancos por la propiedad de una estatua de
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lns11rrección pop,,/ar en Méxiw, 1810-182 I
por ejemplo, se oyó afirmar a un líder de la multitud que "no podemos hacer
nada porque no tenemos papeles". Dichos episodios dan la impresión de que
los papeles eran prueba de una legitimidad, generalmente emanada del rey
español, pero que podía ocasionalmente hacerse extensiva a la comunidad
como un todo. Aunque podía no ser precisamente claro para nadie cuáles
papeles exactamente eran los que se necesitaban, tenía que haber papeles o
las cosas no estarían haciéndose correctamente. Por último, los antecedentes
de disturbios locales en determinada comunidad antes del comienzo de la
insurrección podían ser una especie de vaticinio de que podían ocurrir nue
vamente. Hubo algunos ejemplos de esto, como San Francisco Sayanalquilpa,
cerca de Jilotepec, al noroccidente del valle de México, que experimentó
desórdenes a finales del períoJo colonial, y luego en 1810, 1812 y 1818; y
en la importante ciudad nativa de Amecameca, en el área de Cuernavaca,
donde se han documentado disturbios en 1781, 1799, 1806 y 18ro por lo
menos. Hay que reconocer que hubo algunas comunida<les amotinadas que
no se involucraron seriamente en la rebelión, y muchos pueblos tranquilos
antes de 1810 donde estalló la violencia en la década insurgente. Con todo,
las evidencias sugieren que las tensiones locales endémicas y la memoria
colectiva del recurso a la violencia política (el historia<lor William B. Taylor
ha llamado a esto "negociar con tumultos") para resolver problemas, pudo
disponer a los poblados a responder a la actividad insurgente con sus pro
pias revueltas.
Para concluir esta discusión sobre la violencia en los pueblos, permítase
me presentar un ejemplo bastante vívido del pueblo como soviet en tiempos
de la insurrección que abarca muchos de los elementos que acabo de esbozar.
El pueblo de San Lorenzo Ixtacoyotla, en d distrito <le Zacualtipán, cerca
de Metztitlán y no lejos de Chicontepec, al nororiente ele Ciudad de México,
fue tomado por la fuerza de las armas realistas el 1:5 de noviembre de 1811.
Aunque los defensores de la comunidad prácticamente no tenían armas <le
fuego, la habían considerado como una comuna abiertamente insurgente por
unos dos meses. El liderazgo no provenía de forasteros sino <lel gobernador
indígena del pueblo y los cabecillas locales Luis Vite y Vicente Acosta, ambos
indios. Reclutaban hombres del pueblo para robar maíz de haciendas cercanas
con las que el pueblo había tenido relaciones tensas por muchas décadas.
Los rebeldes llamaban ·'cantones" a los demás pueblos de la zona, aunque no
había acciones en concierto con ellos. Los caminos vecinales que conectaban
Ins11rre,áó11popularen Méxi.o, 1810-1821
Bonaparte. Justo es decir que por varias razones la creencia popular en los
poderes redentores del rey español o sus sustitutos era de tipo mesiánico,
más que un simple pacto carismático entre el rey ausente y los más humil
des de sus súbditos coloniales. En primer lugar, el propio rey jamás estuvo
realmente presente en Nueva España, de modo que si su liderazgo puede
ser visto como carismático no prosperó a partir del contacto personal directo
con un público, sino que era más bien de tipo institucionalizado, mítico. Era
el rey redentor de quien pensaban los jóvenes indígenas de Celaya que les
había ordenado rehelarse contra su propio régimen colonial en el otoño de
1810. En segu ndo lugar, los insurrectos del pueblo claramente atribuían a la
señalado por la gente del común como líder supremo ele la rebelión en lugar
de Hidalgo, y era aclamado como el azote de los gachupines. La gente lo
mencionaba en sus oraciones e incluso se le consideraba un gran promotor
de la reforma agraria. En un caso asombroso, casi en el mismo momento en
que Allende era ejecutado por los realistas en la lejana y norteña Chihuahua,
en la sierra de Metztitlán al nororiente de Ciudad de México estaba siendo
aclamado como candidato popular para rey. Un insurrecto proclamaba que
"ya va a conseguir la Corona de aquí a unos días se rendirán a sus plantas,
y le besarían las manos, porque va a ser nuestro católico''.
El anhelo popular mesiánico no surgió solamente al estallar la revuelta
de Miguel Hidalgo, claro está. Por lo menos dos pseudomesías indios apare
cieron a principios t.lel siglo x1x, uno en la región de Durango y otro cerca
de Tepic, e incluso puede hablarse de una larga tn1dición de manifestacio
nes colectivas de este tipo que comenzaría inmedjatamente después de la
conquista española abarcando todo el siglo xvm, con tal vez una especie
de hiato después de 1760 aproximadamente. Estas expresiones tenían sus
propios antecedentes culturales, requisitos necesarios aunque no suficientes
para la rápida propagación de las esperanzas mesiánicas al final del período
colonial. Entre otros elementos, la contribución cristiana a este sistema de
creencias, introducido en los pueblos mesoamericanos a lo largo del pro
yecto evangelizador de los colonjzadores que ocupó tres siglos, consistía en
la conexión con la idea religioso-escatológica occidental del milenio con un
cierre o recurrencia en el tiempo, categoría conceptual demasiado conocida
como para extendernos aquí en ella. La escatología cristiana repercutía con
fuerza a este respecto en una tradición indígena intelectual y religiosa de
cosmogonía cíclica. Entrelazada con esta visión cíclica del tiempo, existía una
arraigada tradición mítico-histórica de hombres-dioses y profecías mesiánirns
que se remontaba hasta el peóodo clásico mesoamericano y se encarnaba
de manera asombrosa en la figura divina t.le la Serpiente Emplumada, Quet
zalcóatl. Aunque hubieran permanecido ocultas por un largo período de
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3 Gran parte <le esta sección está basada en mi ensayo "Popular Rcligion and the Politics
oflnsurgency in Mexico, 1810-1821".
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