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com/cronica/el-estilo-en-la-mirada/
La estación de trenes de Frankfurt queda justo frente al hotel donde se hospeda Hebe
Uhart. Ella y un grupo de escritores, una reducida pero notable delegación argentina,
están en la ciudad para la Feria. Hebe tiene preparadas todas sus conferencias para las
mesas del stand nacional, prolijamente impresas. Pero no se queda todo el día en la
feria: es caminadora y curiosa; quiere conocer. Pasa bastante tiempo en la estación
porque le gusta el mercado con sus puestos turcos, el amabilísimo señor de la cervecería
que trata de hacerse entender, el restorán al paso de comida china. Es un pequeño
mundo y a Hebe Uhart le gustan los pequeños mundos, con sus rituales y lenguajes,
aunque aquí todos hablan alemán y no entender nada la desespera un poco.
Una noche, antes de volver al hotel, después de una cena bastante copiosa, Hebe Uhart y
los escritores que la acompañan se detienen a mirar a un chico, de unos veinte años, que
claramente vive en la calle, duerme en la estación, y tiene como mascota un hurón, ese
animal de hocico puntiagudo y ojos tiernos, doméstico pero levemente salvaje.
Hebe se para frente al animal, le apunta con el dedo.
***
—Bah.
Y después:
—Cuando uno escribe, si es bueno, le termina llegando el reconocimiento. Mirá que voy
a ser la mejor escritora de la Argentina, ¿qué quiere decir eso? Nada.
No hay falsa modestia. Incluso la incomoda ese reconocimiento que llegó todo junto,
especialmente después de la publicación de sus “Relatos reunidos” (2010). Y quiere
cambiar de tema, rápido. Hablar, por ejemplo, de otro viaje, el que hizo a Bolivia
cuando era “muy jovencita”. “Lo hice hace cincuenta años. Fui de turismo. Primero a
La Paz y después a Perú, en tren. Fui con dos amigas, una era un personaje tipo princesa
en su camarote. Se parecía a Jeanne Moreau. Después fuimos a Perú. Yo tengo primos
peruanos. Los hermanos de mi abuela emigraron a Lima y mi abuela emigró acá. Tengo
un primo peruano de mi misma edad que me llevó por Lima y he vuelto como cuatro
veces”.
A Hebe le gusta viajar, le gustó siempre. Ese placer es obvio en sus dos libros de
crónicas de viaje, “Viajera crónica” (2011) y “Visto y oído” (2012). La Patagonia,
Ecuador, Córdoba, Roque Pérez, pueblos de la provincia de Buenos Aires con pasajes
así: “Para variar, le pedí que me hablara de las costumbres de los animales. Me dijo: el
caballo es mejor guardián que el perro, yo tenía uno que con el hocico me abría la
tranquera, al caballo hay que saber palenquearlo. Uno ve a un caballo de frente y es un
cristiano”, escribe. No tiene sueños de viajes a lugares grandiosos: no piensa en la China
ni en la India.
—No entendería nada, sería como un asalto a los sentidos. ¿Cómo hago yo para
absorber todo eso? Tampoco me gusta la naturaleza plena, no me gusta el glaciar ni las
ballenas. A mí me gustan los pueblos chicos, porque son abarcables, porque se los
camina y se los conoce.
Y porque, claro, en los lugares más chicos la gente está dispuesta a saciar la voraz
curiosidad de la escritora: ella pregunta, quiere saber; charlar con ella es ser
entrevistado. Sabe cuándo detenerse y tiene calculados los límites del pudor. Ella es
pudorosa aunque, dice, todos sus cuentos son en alguna medida autobiográficos y los de
“Un día cualquiera”, aún más. “En la peluquería” relata sus horas en la peluquería de
Medrano y Rivadavia, a la que va seguido.
Mientras se hace los pies, habla con María. Hebe nunca se pinta las uñas, no le interesa,
no tiene tiempo. Desde hace unos años, está particularmente intrigada con los animales.
—Es muy curiosa —dice María, sentada en uno de los cuartitos de depilación de la
peluquería—. De chica yo vivía en Corrientes, éramos muchos hermanos y teníamos
animales: monos, avestruces, loros, perros, gatos. Hebe pregunta mucho por el mono.
Quiere saber cómo la convivencia con el mono.
—¿Y vos qué le decís?
—Que el mono es muy inteligente, quizá más que nosotros.
María le recomendó varias veces un viaje a los esteros del Iberá: ahí podría ver de cerca
a los animales. Hebe lo viene planeando hace rato, aunque no sabe bien cuándo, porque
en el verano hace demasiado calor.
Escribe Hebe: “Cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella; inmediatamente se
acuerda de todos los animales que tenía su papá en el campo de Corrientes, el tatú, la
yegüita alimentada a biberón y el pájaro carpintero. Y ese cubículo frío y blanco,
mezquino, se llena inmediatamente de animalitos del campo y el bosque”.
Alertado por María, Maximiliano, el dueño, buscó el texto en internet. “Yo no soy
mucho de leer, pero me gustó. Alguien te cuenta que fue a la peluquería y decís “qué
aburrido”, pero ella no, lo hace entretenido, te enganchás”, dice Maximiliano detrás de
uno de los mostradores de Caprice: en el cuento el nombre de la peluquería es el mismo.
Ese relato son sus peripecias y lucecitas diarias pero también, como siempre, la novela
familiar: Moreno, la familia inmigrante y el ascenso social; su tía loca que tiraba baldes
de agua a las paredes y humedecía la casa para siempre, protagonista de decenas de
cuentos; su experiencia como docente en colegios rurales, los vecinos, los viajes a
Buenos Aires a comprar ropa. Su mundo, cartografiado en detalle, hasta que no queda
un recoveco de la memoria que no haya sido aireado y de ese rincón sale la frase
rescatada, elegida, ese asombro, el humor oblicuo, una forma de escribir que mezcla el
estupor con la filosofía, la atención y el tesoro: como si lo más normal fuera rarísimo.
Uno de sus cuentos más famosos, “El budín esponjoso”, de 1977, empieza: “Yo quería
hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera
dimensión. Uno come galletitas y parece que les faltara alguna cosa: por eso se comen
sin parar”. Después de leer esto, ya no se puede comer galletitas de la misma manera,
sin pensar en esa tercera dimensión ausente. Elvio Gandolfo escribía en su prólogo para
“Camilo asciende”, (de 1987): “Lo que la convierte a la vez en un ejemplo muy poco
frecuente de penetración filosófica o antropológica y en portadora de un humor
opresivo, desopilante, es que se incluye a sí misma en esa mirada, a través de sus
distintos alter ego cuando hablan en primera persona”. Etnógrafa vocacional, la llamó
Graciela Speranza. Una de las mejores dialoguistas desde Puig. La mejor cronista de
viajes de los últimos cuarenta años, según Gandolfo.
Cuando escucha los elogios, ella mira fijo.
—Qué se yo —dice. Y se va a servir café.
Pía Bouzas es escritora, docente y, después de ir tres años al taller de Uhart, se hicieron
amigas. Se visitan, se leen. Pero es una amistad extraña. “Hay mucha diferencia de edad
y ella es reservada: no somos pares. Me alegra tenerla cerca porque es una mujer muy
sabia”. Pía tiene poco más de cuarenta años. Cuando se conocieron, en los ’90, Hebe
atravesaba lo que Pía define como “un momento editorial complicado”. Estaba por
publicar, pero las fechas se dilataban, y el libro no salía y eso, cree Pía, la angustiaba.
“Creo que a ella la afectaba. Si bien no tiene narcisismo, creo que quería
reconocimiento. No es una anacoreta. Sufría bastante la falta de lectores. Pero cuando el
reconocimiento le llegó, la encontró parada en un lugar que no tiene nada de vedette.
Cuando dice que creerse muy escritor hace mal a la función de escritor, realmente lo
piensa”.
En el taller, leían a Chejov, Erskine Caldwell, cronistas brasileños, Saki, Daniel
Moyano, Clarice Lispector. Nada sistemática, ninguna línea clásica, nunca Cortázar ni
Borges ni Rulfo ni García Márquez. Pía llegó al taller a través de una amiga: había
estudiado Letras.
—Fue muy cómico —cuenta—. Quería aprender lo efectivo y a Hebe no le interesa eso
en lo más mínimo. Al principio yo estaba entre fascinada y enojada. Decía ¿cómo no me
señala el conficto entre los personajes? Solamente hacía intervenciones muy
particulares.
—¿Y por qué te quedaste?
— Porque es una gran maestra. Le interesa que cuentes algo que sea tuyo. Trata de
ayudarte a que descubras tu mundo, a encontrar lo más singular y propio que tengas.
A Hebe no le interesan las traducciones: para ella no existen, quién sabe lo que pasa en
otro país.
Y de las presentaciones de los libros, Hebe prefiere ir a comer con sus amigos. No le
importa la posteridad. “Yo vivo hoy”, dice siempre. Tampoco le llaman la atención los
grupos. “Recuerdo un cuento donde ella relata que es directora de una escuela durante el
Proceso, pero no se habla del Proceso. Sin embargo, hay una tristeza muy profunda en
el personaje; la anécdota, en contraste, es mínima. No tiene nada que ver con los
grandes discursos y la tradición literaria de los 70. Me cuesta encontrarle una tradición.
Salvo los autores que ella menciona, Mansilla, o Fray Mocho, muy atrás”.
***
Hebe Uhart vino a Buenos Aires a estudiar Filosofía desde Moreno. Se mudó cuando
tenía unos 25 o 26 años. Empezó la universidad en la calle Viamonte y siguió en la sede
de Independencia pero la terminó en Rosario, provincia de Santa Fe. Se le hizo muy
difícil ese último año, rendir las equivalencias, estar lejos de las cátedras que ya
conocía. ¿Por qué lo hizo?
Sacude la cabeza –el pelo corto, bien teñido, muy cómodo– y enciende otro
cigarrillo.
—Me fui escapada por un amor. Me enamoré de un hombre casado y mis amigos
me dijeron ‘andate’. La verdad: me fui por boluda. Mi mamá me descubrió esas
cartas que escriben las jóvenes para sí mismas, que dicen ‘no puede ser, no puede
ser’. Una chica de ahora no se va. Sufre una semana y listo. Me fui un año.
Cuando volvía acá, vomitaba. También una mentalidad pasiva mía. Andá a saber.
Hay otros novios en la vida de Hebe Uhart. Lo poco que cuenta –a los novios no
los incluye casi en ningún cuento: son esa parte de su vida que no expone ni
comparte– habla de relaciones intensas. Elvio Gandolfo la conoce desde los años
’60 y es uno de sus más tempranos entusiastas: supo ver desde el principio esa
mirada extraña de Hebe, su diferencia radical. Y se acuerda de un “camionero
grandote”, aunque no está totalmente seguro porque, con Hebe, a veces le cuesta
distinguir entre ficción y realidad. Dice, en un bar cerca de su casa, en Palermo,
los anteojos gruesos y hablar precipitado de lector voraz: “El tipo se borró con el
camión y ella se lo fue a buscar a Entre Ríos. Andaba por los campos, golpeando
las tranqueras a ver si había pasado por ahí”. Se acuerda también de que el
camionero comía con el torso descubierto. “Era pintón, como de ‘Rápido y
furioso’”. Pero, dice Gandolfo, no sabe si Hebe tuvo una pareja importante, un
gran amor. Pía asegura que hubo un hombre de Tandil muy importante hace más
de veinte años. “Es reservada y sobre todo en la vida amorosa o de su familia.
Hay zonas sobre las que no quiere entrar y no escribe sobre eso tampoco, no le
gusta transitarlas: creo que son lugares de dolor. Una vez me contó que se había
vuelto encontrar con el de Tandil veinte años después, tomaron una cerveza. Y le
dijo al hombre: ‘La cerveza ya no nos hace lo que nos hacía antes’. Después me
lo negó. ‘Yo no digo esas cosas’”.
Hay un novio del que Hebe sí habla, y mucho. Ignacio, el poeta borracho. Fue,
dice, mucho más importante que el casado de Rosario.
—Con ese me hice la película, muy fuerte, pero la verdad es que estuve dos
veces nada más con él. Con Ignacio no fue una película. Fue muy real.
Y no sólo por Ignacio, sino por lo que Ignacio significó. En ese momento, la casa
de Hebe en Moreno era toda desdicha. Su hermano había muerto a los 27 años,
en un accidente (de esta muerte joven, cercana, nunca escribe). Su primo,
también de 27, aviador, murió en esos años. Y su prima, muy joven, de un
problema cardíaco. Su tía loca estaba viviendo en la casa.
—Yo era invisible. Y me fui con Ignacio. Me rajé. Íbamos por ahí, por los cafés.
Él chupaba. Las mujeres jóvenes todas creen que los regeneran a los borrachos.
Que si una hace bien todo, él va a cambiar. Yo hice todo, lo llevé a un psiquiatra,
le compré vitaminas y él las tiró a la mierda. Cuando la otra persona no quiere,
no quiere. Cuando estaba sobrio era muy bueno, me quería.
Ignacio era buen poeta, dice Hebe pero era “incoherente”: no podía publicar y
apenas escribir.
—¿Qué sentías con él?
—Me sentía útil. En mi casa, con toda esa desgracia que había, nadie me miraba
ni me podía mirar. Mi mamá, muy eficiente, hacía todo, yo quedaba de lado. Y
mi papá murió por esa época. Con Ignacio yo me sentía eficiente. Él no hacía
nada y me miraba como si fuera una sabia. Decía que no podía ir a trabajar
porque no tenía pantalones. Entonces mi mamá le compró un traje con dos
pantalones. Los borrachos son como los perros, pelean al lado de los tachos de
basura. Entonces el traje se le rompió todo. Yo iba a la sastrería a ver si se lo
podían reparar y él esperaba en el café de la esquina para ver mis gestiones. Los
empleados de tienda antes eran muy decentes, de muy buena presencia, y
miraban el pantalón y decían “cómo se pudo haber hecho eso”.
***
Hace cinco años, el Viejo Hotel Ostende armó un encuentro de escritores: pasaron
varios días ahí, en la playa, fuera de temporada, filmados por Mariano Llinás. Estaban
Hebe Uhart y Fogwill. “¡La mejor escritora argentina!” dijo Fogwill ni bien la vio y
Hebe le retrucó “dejate de joder”. Y eso fue más o menos todo. La incomodaba, decía,
que la llamara así adelante de los demás. Cuando hablaban, solos y por los rincones, se
podía intuir cierta complicidad. Pero Hebe prefería estar con los invitados más jóvenes:
contarles sobre Ignacio el novio borracho, dar consejos a las chicas sobre sus dramas
sentimentales y tomar notas en una visita a un pueblo cercano, donde la directora de un
museo local decía, en la visita guiada, “acá los indios eran totalmente mansos”.
Hebe, maravillada, anotaba. Estas son las piedras preciosas que ella encuentra y atesora.
Las conversaciones sobre cómo matar una vizcacha. Una mujer que dice “este caballo
es de cuarta”. Su tía que hablaba con la televisión y decía “qué limpita esta chica” cada
vez que veía una propaganda de shampoo donde la modelo se bañaba. De vuelta en el
hotel, Hebe le daba algunas pitadas a un porro –poco, para probar– y después pasaba
largos ratos mostrando su valija colorida, muy cómoda y útil para viajar, y preguntando
sobre la historia del Viejo Hotel, que alguna vez estuvo bajo la arena y fue inspiración
de Silvina Ocampo y Bioy Casares. Pero si fumó fue alentada por el espíritu de
estudiantina del evento. Ella, sólo tabaco. Ni siquiera fumaba en los intensos años ’60.
Cuenta: “Recuerdo haber probado alguno que otro cigarro de marihuana, pero no me
producía gran efecto. Y nada más. Drogas duras tampoco. Muy pocos tomaban drogas
duras”.
***
Una vez separada de Ignacio empezó a cambiar. Pasaron dos cosas al mismo tiempo:
comenzó a leer literatura política y después eligió ser vicedirectora de una escuela rural.
Ese puesto, esa experiencia, la hizo salir de la burbuja. —Entre Ignacio y los amigos de
la calle Corrientes el mundo resultaba limitadísimo —dice.
La escuela quedaba en el barrio Los Cuatro Vientos de Moreno. “Elegí ir ahí para
ayudar al proceso de liberación nacional. Iba ebria de ideales”. Tomaba el colectivo
hasta Once, ahí el tren y después caminaba diez cuadras. Les llevaba material de lectura
a los chicos, pero también les llevaba medias. La escuela tenía sólo primaria, y era en el
campo. Casitas bajas, los años 70. Ahí, dice, aprendió “cosas de la vida”.
—Después me di cuenta de que una persona sola no puede ayudar, que necesita un
equipo. Me desilusioné. Pero me hizo salir, antes no le daba pelota a nadie. Era bastante
antojadiza y veleidosa, creía que podía hacer cosas que no podía. Tenía arranques de
hacer cosas extraordinarias. Maduré yendo a la escuela de campo. A mí nunca jamás
nadie me había pedido nada. Mi sueldo era para mí, para comprar boludeces. Entonces
me di cuenta de que había tenido muchos pajaritos en la cabeza, de irme, de buscar una
beca, de viajar a París. Me di cuenta de que había otras personas que hacían sacrificios,
que aportaban a la casa. Que venían a dedo porque resultaba caro ir en micro. Me dio
vergüenza de lo que yo pensaba, de que estuviera tan autocentrada. Ahí tomé color. Hay
gente que no toma color ni a los 40. Gente que sigue reclamando y echando la culpa a
los padres.
Se acuerda de los signos del terror durante sus años de docente en la década del
’70. “Pero no tenía idea, ni a nadie cerca que haya sido secuestrado”. Cuando
llegaba a la estación de Moreno había policías con perros y en las comisarías
estaban las metralletas apuntando. En la escuela, no había que hablar con una
chica, porque su novio era teniente del ejército. Y Lela, que sigue siendo su
amiga, otra maestra, se salvó por un pelo. “Mi amiga estuvo en una toma de una
fábrica pero sobre todo ella tenía un novio a quien buscaban: a ella la querían
para que diera información. Todo Moreno estaba bajo la base aérea de José C
Paz. Ella ya era en ese momento una figura conocida en el pueblo porque
trabajaba como maestra. Entonces la citaron de la base, y por la confianza de ser
de Moreno ella fue sola, sin ningún recaudo. La interrogaron, le preguntaron por
el novio que estaba en una organización armada. Sabían todo de ella. A todo ese
grupo no los mataron, pero les fijaron destino en un colegio donde el ejército
entraba y vigilaba”.
***
Organiza asados en su casa: mejor dicho, en la terraza del edificio donde tiene su
departamento. Tiene distintos grupos de invitados. Los alumnos del taller con los
que tiene más afinidad, amigos escritores como Gandolfo, Irene Gruss, Eduardo
Muslip, Pía Bouzas o los “trasandinos” Alejandra Costamagna, Alejandro
Zambra y Diego Zúñiga. También a veces se reúne con sus compañeros de
cátedra: durante veinte años enseñó filosofía en la Universidad de Lomas de
Zamora, daba clases un día por semana de 9 a 12, de 12 a 17 y de 9 a 22. Al
principio no había combis y tomaba el colectivo en Liniers, dos horas sobre el
188 hasta el sur. Se hizo amiga de varios profesores. “En las cátedras o es gente
muy buena o es nido de sierpes.”. En la UBA, trabajó en la cátedra de Filosofía
con Tomás Abraham que escribió sobre ella: “Hebe tiene una mirada rara. Toca y
se va. No le gusta que se le impongan. Es un ser libre, inaprensible. Sus palabras
se miden con una vara pequeña. Le gustan las frases cortas y odia discutir.
Prefiere intervenir con interrogantes”.
Está jubilada hace siete años. Los que van dicen que los asados son muy
divertidos. Eso sí, las ensaladas son siempre las mismas. Ahora consiguió que
encienda el fuego el portero.
El portero en cuestión se llama Norberto: hace el fuego, pone la carne y se va. Le
gusta hacerle el favor. Siempre le dice: “Hebe, tenemos que hacer un asado
porque la parrilla se oxida”. Norberto trabaja hace poco más de tres años como
encargado del edificio de Almagro. Adora a Hebe. “Más que buena: buenísima
es”. Cuenta, Uhart es una de las pocas personas que da propina aparte de las
expensas. Suele hacerle comida: platos árabes, por ejemplo, que Norberto nunca
había probado. Él no sabía que era una escritora “famosa”. Se fue enterando al
ver llegar periodistas con cámaras y también por la cantidad de alumnos que van
a los talleres lunes y sábados: muchos se van después de las ocho de la noche.
Chicas grandes, dice, hasta un señor de más de 70 años.
Cuando se va de viaje, Hebe siempre le avisa a Norberto. El hombre parece muy
contento por esa confianza, aunque como todos los que la conocen a veces tiene
que responder a sus preguntas.
Un día, por ejemplo, Norberto salía del edificio para ir a la Fiscalía que está en
Beruti y Coronel Díaz. Lo habían citado como testigo en relación a un
departamento vacío del edificio. Se la cruzó a Hebe, que venía con bolsas del
lavadero. Él le contó a dónde iba. Ella le preguntó: “¿Tenés miedo?”.
“Es muy sociable”, cuenta Pía Bouzas. “Y le encanta viajar sola. Tiene que ver
con algo vital: la sociabilidad y los viajes la mantienen muy viva y muy activa.
Tiene mucha energía aunque es una mujer grande; tiene una enorme libertad. No
le interesa que la aprueben. Se toma libertades enomes para las formas, en la vida
y en los cuentos”. Es pudorosa, también, con una forma extraña de pudor, porque
escribe en primera persona, porque es charlatana, y sin embargo hay algo secreto
en ella, algo duro. Algunas de sus amistades son largas y, de alguna manera,
tácitas, sin la necesidad del contacto diario. Así es la que tiene con la actriz y
maestra de teatro Martha Rodriguez, por ejemplo. Se conocieron hace cuarenta
años, cuando Laura Yusem montó la obra de Hebe sobre los borrachos. Eran
vecinas, de Almagro. Pasaron años de conexión intermitente hasta que, en 2009,
Martha quiso escribir, con Yusem una dramaturgia sobre dos de sus cuentos más
famosos, “Guiando la hiedra” y “Querida mamá”, ambos de 1997. Graciela
Speranza escribió, para el prólogo de Relatos reunidos, que todo el arte narrativo
de Hebe Uhart se resumen en “Guiando la hiedra”. “Podría leerse como suma
poética o hilo invisible que guía los relatos. ‘Aquí estoy acomodando las plantas’
se dice en el comienzo, como una advertencia, un desafío, una declaración de
principios. La mirada apenas se aparta de las macetas con plantas del jardín, pero
la vida entera parece desvelarse en ese aleph discreto, doméstico y barrial”.
Cuando Martha y Laura le preguntaron a Hebe si podían adaptar sus textos, ella
les dijo:
¿Qué pasó para que la mirada azorada de esta mujer brillante y discreta se haya
vuelto central? Pía Bouzas tiene una teoría: “Yo creo que, además de su trabajo y
perseverancia, le llegaron los lectores. Los escritores más jóvenes empezaron a
mirar más parecido a ella, el detalle, lo que no es central, ni que va por la ruta del
escritor programático. Encontró un camino por fuera de la tradición masculina
argentina, que no es sólo por escritores hombres sino una manera de tratar el
lenguaje. Eso están en consonancia con la búsqueda de lo escritores más jóvenes.
Ella toca grandes temas, la inmigración, la familia, lo argentino, pero lo aligera”,
En su departamento de Almagro –el barrio de la más media de las clases medias,
dice– busca libros de cronistas brasileños para regalar, porque ella ya “no va a
leerlos”. Sirve café en tacitas pequeñas. Menciona de pasada un gato hermoso
que tuvo, que se murió y la dejó muy triste: no quiere más gatos. Un alumno la
llama por teléfono para avisarle que no viene: en este momento tiene tres turnos,
y aproximadamente unos 15 talleristas, aunque el número fluctúa. Muchos se
van, también. Es que a Hebe hay cierta tendencia de la literatura contemporánea
que la tiene molesta y cuando la encuentra en sus talleres, la señala, la corta.
“Acá en Argentina no falta ni talento ni inteligencia”, dice, con cuidado. “Pero
me parece que los escritores están mal colocados. Mal encarados. Se colocan de
manera muy egocéntrica o narcisista. ¿Sí o no? Hay muchos jóvenes que escriben
bien pero los embalurda que son egocéntricos. Es esa actitud medio arltiana muy
altanera; Arlt, en sus “Aguafuertes cariocas”, se enoja porque en Río se van a
dormir a las 10 de la noche. ¿Y por qué le molesta? ¿Por qué es una vida de
mierda esa? Muy autocentrado. Hay una alharaca de lo que no te gusta, por
ejemplo. Como si estuvieran mirando solamente para adentro y mal, no da
resultado. No importa tanto lo que piensa uno. Es un internismo brutal: también
escriben para los pares. Escriben pensando en los amigos, en los conocidos, en
los profesores. A lo mejor estoy prejuzgando y a lo mejor no conozco todo bien,
pero noto que se escribe internamente”.