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Micropolítica erótica:

re-invención y disolución del cuerpo en la escritura


de Anaïs Nin

Bily López

Resumen: En el presente trabajo se reflexiona en torno a la creación de


subjetividades a partir del trabajo escritural de Anaïs Nin. Desde un horizonte teórico
deleuziano, el texto sostiene que por la escritura de Nin pasan flujos micropolíticos
generadores de acontecimientos que posibilitan la construcción, a partir del
erotismo, de nuevas formas de la corporalidad y la subjetividad.

Palabras clave: erotismo, pornografía, Nin, Deleuze, Guattari, subjetividad.

Abstract:
In the present work, we reflect on the creation of subjectivities based on Anaïs Nin's
scriptural work. From a deleuzian theoretical horizon, the text argues that through
Nin's writing, micropolitical flows generate events that enable the construction, from
eroticism, of new forms of corporality and subjectivity.

Keywords: eroticism, pornography, Nin, Deleuze, Guattari, subjectivity.


La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta.
Gilles Deleuze

El lenguaje del sexo está por inventarse.


Anaïs Nin
I

Vivimos en tiempos oscuros, áridos, extenuantes. Hace más de un siglo que


occidente no está a gusto consigo mismo, y el malestar no sólo permanece, sino
que se hace más intenso, más intrincado, más infame. Hace más de un siglo que la
crisis de la razón se desató en el pensamiento occidental, y desde entonces no ha
podido encontrar sosiego, calma, un camino seguro que la resguarde de sus propios
excesos. Hace más de un siglo ‒desde finales del XIX‒ que occidente ha vuelto la
mirada hacia sí mismo para darse cuenta de que la razón no basta para gobernar
al cuerpo, de que la verdad no garantiza el bien ni la belleza, y de que el progreso
no hace sino abonar al exterminio selectivo de los seres humanos. Hace ya más de
un siglo que el pensamiento filosófico ha advertido que distintas formas del nihilismo
se han instalado en el corazón de nuestras civilizaciones, que nuestros procesos
culturales ‒en su mayoría‒ están gobernados por la barbarie, y que los
presupuestos de nuestras formaciones políticas no construyen ningún paraíso. En
efecto, desde diferentes flancos, hace más de un siglo que el pensamiento filosófico
se ha encargado de mostrar detalladamente que los pilares de nuestra cultura no
nos llevan ni al bien, ni a la felicidad, ni al progreso. Dios ha muerto. Dios permanece
muerto, y ‒como bien decía Nietzsche‒ nosotros lo hemos matado.
El deicidio tiene muchos matices, artífices y derroteros; y tiene también varios
sentidos. Al señalar la caída por su propio peso de todos los ideales, al señalar el
derrumbe ‒el resquebrajamiento‒ de todo fundamento, la muerte de Dios ostenta
un lado oscuro, aterrador: «¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de
su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? […]
¿No caemos continuamente? […] ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos
como a través de una nada infinita?»1 La muerte de Dios tiene un primer aspecto
demoledor en el que, tras borrar el horizonte, los seres humanos parecen quedar
errantes y a la deriva, sin suelo, sin dirección, sin fundamento. Desolación. Pero no
sólo se trata de eso. Estamos ante un suceso ambivalente. Ya desde el mismo §125
de La ciencia jovial advertía Nietzsche la «grandeza» de este hecho: «¿Qué fiestas
expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? […] ¡Nunca hubo un
hecho más grande ‒y quienquiera nazca después de nosotros, pertenece por la
voluntad de este hecho a una historia más alta que todas las historias habidas hasta
ahora!»2 Es decir, borrar el horizonte ‒asesinar a Dios‒ implica un movimiento doble
de vértigo e impulso en el que, justo por la pérdida de fundamento, los seres
humanos son liberados de la vida anquilosada e impulsados a construir una otra
vida sobre nuevas bases ‒o acaso sin ellas. Creación, actividad y alegría son
también el resultado de la muerte de Dios. Por ello, Nietzsche mismo se apresuraba
a señalar que este «más grande y más nuevo acontecimiento» comenzaba a dar
sus primeros frutos, y comenzaba a transparentarse en nuestra nueva alegría, «una
nueva y difícilmente descriptible especie de luz, felicidad, alivio, regocijo,
reanimación, aurora»,3 pues, ante la noticia de que el viejo Dios ha muerto,
«finalmente el horizonte se nos aparece libre de nuevo […]; finalmente podrán
zarpar de nuevo nuestros barcos […]; el mar, nuestro mar, yace abierto allí de
nuevo, tal vez nunca hubo antes un “mar tan abierto”».4
En este sentido, si admitimos, junto con Nietzsche, que uno de los artífices y
derroteros indiscutibles de la muerte de Dios se puede encontrar en el ocultamiento
y el sistemático desprecio al cuerpo que se cultivó en la cultura occidental desde
tiempos inveterados (pues al negar, limitar o despreciar el cuerpo y lo que de él se
desprende, se niega, se limita y se desprecia el presupuesto fundamental y
primerísimo de la existencia), entonces tendríamos que admitir también que la
muerte de Dios anuncia, entre otras cosas, la necesidad de repensar el cuerpo, de
re-explorarlo, de re-asumirlo y re-construirlo como el presupuesto de la existencia y
no como su consecuencia indeseable; tendríamos que admitir, pues, que la muerte
de Dios trae consigo la posibilidad de reinventar el cuerpo más allá de la culpa, el
pecado, el desprecio y la mala conciencia. En este sentido, hay que hacer notar
que, paralelo al malestar de occidente, deambula entre nosotros una corriente de
aire fresco que de diferentes maneras ha intentado reposicionar al cuerpo y todo lo
que de él procede (la pasión, el éxtasis, el delirio, la lujuria, etcétera) para así poder
construir una nueva experiencia de él. Una pequeña muestra de la literatura
romántica decimonónica bastaría para sostener lo anterior, pero hay que añadir que
a lo largo de todo el siglo XX la filosofía y la literatura ‒a menudo en colusión‒ no
han escatimado en este empeño.
Uno de estos esfuerzos reivindicativos del cuerpo lo podemos encontrar en
la escritura de Anaïs Nin. En una cultura como la nuestra, en la que desde épocas
muy antiguas el cuerpo ha sido lugar constante de ocultamientos, olvidos y
vejaciones, y en la que el erotismo y la pornografía han sido tratados en su mayoría
desde una perspectiva normalizante, disciplinaria y cosificante, la escritura de Anaïs
Nin aparece siempre como una alegría, un combate y un ejercicio de resistencia.5
Las palabras con las que Anaïs Nin reinventa la sexualidad crean un campo
de intensidad que desborda los flujos de pornografía y erotismo tradicionales –
mayores– que recorren la literatura occidental, abriendo con ello la posibilidad de
un erotismo y una pornografía menores, singulares, del acontecimiento, una
pornografía y un erotismo que construyen un cuerpo poblado por partículas que lo
hacen único al nacer de la inmanencia de su propia corporalidad, deseo e
imaginación, y no del lugar común de la seducción fálica ni de la genitalidad como
fetiche.6 Mediante esta forma de escritura erótica, pornográfica o pornoerótica se
abre la posibilidad de otra forma de habitar los cuerpos erotizados, conectados, en
comunión, es decir, los cuerpos pornográficos, politizados, abriendo con ello una
nueva forma de política o micropolítica entre los cuerpos mismos cuyo fin último
sería la invención de una nueva forma de salud, es decir, una nueva forma de
afirmación de la vida mediante la invención de un nuevo pueblo ‒el que falta (como
festejo ‒casi ritual‒ frente a la muerte de Dios).7
En este texto mostraremos, desde una perspectiva de corte deleuziano,
algunas de las estrategias utilizadas por Anaïs Nin en la re-invención de la
sexualidad a través de la re-invención del cuerpo. Para llevar a cabo este ejercicio,
tomaremos como base La casa del incesto, su primera novela, y recurriremos en
ocasiones a algunas otras partes de su obra, como algunos cuentos, o bien sus
Diarios, sólo para ampliar o ejemplificar la argumentación.
II
La casa del incesto aparece en 1936. Se trata de una pequeña novela de corte
surrealista que transcurre en medio de ensoñaciones y delirios oníricos al interior
de una casa en donde mujer y mujer, hermano y hermana, padre e hija, se mezclan
en relaciones amorosas intensivas e incestuosas. La narradora, cuyo nombre se
desconoce, deviene y se transforma junto con la relación que narra en cada episodio
y en cada registro que adopta. No sólo deviene amante, hermano, hermana, padre,
hombre lisiado o bailarina sin brazos, sino que esa narradora que es
simultáneamente protagonista deviene loca, hetera, máscara, agua, cielo, cortinas,
reptil o feto sollozante ‒entre muchas otras cosas.
«La mañana que emprendí este libro comencé a toser» ‒afirma la narradora
al iniciar el relato. Y continúa: «Algo me salía de la garganta, algo que me asfixiaba.
Rompí la membrana y lo arranqué. Volví a acostarme y dije: acabo de expulsar mi
corazón»8 –y así finaliza el primer párrafo de la novela. Este inicio, esta particular
forma de vincular la escritura con el cuerpo –con una tos, con la expulsión de su
corazón–, abre el camino de la novela en el que, en efecto, con un corazón expuesto
y sangrante, la narradora expone a través de una surrealista prosa poética las
distintas formas del delirio por las que se cruzan las relaciones amorosas al interior
de una casa asimismo delirante. Amores intensivos, expresivos de inmanencias
vitales.
Hablar de trama resulta insuficiente para describir la novela. Acaso habría
que pensarla como una galería de imágenes en perpetuo delirio onírico que se
abrazan y se trasponen para crear un paisaje, un territorio; episodios de unos
amores que habitan un universo y que se describen de manera transversal y
longitudinal, intensiva y extensivamente. En esta galería de imágenes, más que
descripciones gráficas de la sexualidad o investigaciones psicológicas en torno a
las relaciones amorosas, lo que abunda es la exploración de las distintas
intensidades de la imaginación que rondan la profunda superficie de los cuerpos, lo
que se encuentra son los deseos que fluyen siempre transgrediendo los márgenes
de lo aceptable e incluso de lo imaginable, lo palpable es la vida que fluye descarada
y escandalosa por el deseo mismo, y, sobre todo, abundan los personajes que se
construyen en ese deseo y que se diluyen en el mismo, que se articulan a partir de
sus propios agenciamientos que los disuelven en el flujo mismo de las intensidades
que los hacen posibles.9
En efecto, acaso el rasgo predominante de los personajes, de la narradora,
y de la casa misma, sea que mediante la construcción de sus agenciamientos
tienden siempre a su transformación, a su mutación y, en última instancia, a su
disolución por completo en la relación que establecen con los otros, con la casa,
con el universo y con ellos mismos, que son asimismo todo lo otro. Identidad
borrada. Así ocurre con la imagen lésbica que se describe entre la narradora y
Sabina, pero también en la imagen incestuosa entre Jeanne y su hermano, así como
entre Loth y su hija; en todas estas relaciones hay siempre un delirio desarticulante,
inhumano, y, en última instancia, disolvente.
Casi al final de la novela, en la última imagen de la galería, una bailarina sin
brazos danza en el centro de una de las habitaciones de la casa. «Temblorosa y
agitada», podía mirar sus brazos «aún y para siempre tendidos frente a ella». Así,
con esa distancia y ese paradójico acercamiento a sus miembros mutilados y
puestos frente a ella, la bailarina «abría sus manos [que ya no le pertenecían],
dejando a las cosas seguir su propio curso más allá de ella misma».10 Este es el
sello que marca todas las imágenes de la novela, así como una buena parte de la
obra entera de Anaïs Nin, ese desprendimiento de sí orquestado por una distancia
calculada, maquinada, un alejamiento vehemente que permite y promueve que las
cosas dancen y fluyan armoniosamente –pese a no ser siempre felices.
Al final de la novela, en el último párrafo, como en una imagen-epílogo que
en su propia inmanencia teje los distintos devenires presentados a lo largo del
relato, la bailarina sin brazos se encarga de afirmar la vida en un movimiento que
integra a lo otro en ella misma. Pese a que «no podía soportar el derramamiento de
las cosas», ella «retomó su danza; bailó siguiendo la música y al ritmo circular de la
tierra; dio vueltas como da vueltas la tierra, a la manera de un disco, exponiendo
todas sus faces, de vuelta en vuelta, a la luz y a la sombra y avanzó con su baile
hacia la claridad del día».11
Este delirio, esta afirmación, y esta disolución, se ponen en marcha en La
casa del incesto, y en la escritura en general de Anaïs Nin, mediante tres estrategias
que a continuación analizamos.

III
En la escritura erótica o pornográfica que pulula en nuestros medios
contemporáneos suele gobernar la descripción gráfica y explícita, casi instrumental,
de aquello que provoca la excitación. De hecho, la distinción entre lo erótico y lo
pornográfico suele realizarse con base en lo explícito de las imágenes plasmadas
en una obra, y con base también en una altamente cuestionable moral específica.
Así –se suele creer– una obra es erótica si es velada y discreta, pero sugerente; y
es pornográfica si es explícita y, en apariencia, carente de censura. Por ello, las
partes del cuerpo que en Occidente han sido asociadas a la excitación sexual suelen
ser los medios por excelencia para lograr los efectos eróticos o pornográficos en las
diversas formas de representación de la sexualidad, de modo que en estas obras
suelen desbordarse las voluptuosidades, los genitales y sus lubricidades, como
agentes primordiales para alcanzar la excitación; cuando se avanza en sofisticación,
se recurre al fetish en sus infinitas variantes, y así aparecen pies, zapatos, pieles e
innumerables instrumentos girando en torno a la genitalidad. En La casa del incesto,
sin embargo, sucede algo que es frecuente en la obra de Nin, y que va a
contracorriente del flujo mayor de pornografía que gobierna occidente: el trabajo de
la imaginación en la construcción de agenciamientos; en su obra, la excitación está
en la imaginación y en sus usos sobre los cuerpos, y no en los cuerpos ni en sus
imágenes per se. En esto consiste la primera estrategia.
«Hay dos formas de llegar a mí: con besos o a través de la imaginación. Pero
existen jerarquías: los besos solos no funcionan», nos dice Anaïs Nin en un
fragmento de su Diario amoroso.12 En efecto, en la escritura de Nin los besos nunca
bastan, ni los senos, ni los genitales, ni los gemidos, ni los actos sexuales. Mientras
que en otras literaturas la descripción de estos elementos son el fin en sí mismo, o
bien un medio para lograr la excitación, en la obra de Nin, si bien no se regatean ni
se escatiman, aparecen sólo como un pretexto para lograr excitaciones cuya
intensidad vibra de diversas formas en el cuerpo.
En La casa del incesto lo anterior es fácilmente explicable en virtud de su
propia composición poética que utiliza formas como la elipsis, la metáfora y la
sinestesia para componer sus paisajes. Sin embargo, en otros textos menos
complejos –poéticamente hablando– se puede encontrar igualmente que el centro
de la excitación está en otros lugares. Así ocurre en el caso de Mathilde, la
sombrerera parisiense que deseaba «ser cortejada con un lenguaje misterioso»,13
y que por esta razón había rechazado a varios de sus pretendientes, quienes la
abordaban desde la inmediatez de la carne; así se llegó a deshacer de clientes,
amigos y pretendientes que sólo buscaban insidiosamente un poco de placer
inmediato. La «clase de sentimiento» que Mathilde deseaba inspirar estaba
compuesto por todo un paisaje, un paisaje plural compuesto por un escenario, unas
flores, la luz desparramada sobre una espalda, un peinado y la luminosidad de la
piel.14 Mathilde no deseaba un pene, ni un hombre, ni una mujer: deseaba un
conjunto.15 Su deseo, así, sólo pudo encontrar fluidez al llegar a Lima, en donde los
hombres «se le acercaban con palabras floridas, disfrazando sus intenciones con
gran encanto y ornamentos retóricos».16 Por supuesto, en el desarrollo del cuento
aparecen descripciones de senos, vaginas, dedos, penetraciones y fluidos, pero
todos estos elementos son siempre parte de un deseo que se realiza más allá de lo
genital, de un deseo que, en efecto, se experimenta en la piel, en el cuerpo y en sus
miembros, pero que se traza en el plano del preámbulo, de la disposición. Incluso
en las escenas más sexualmente explícitas, lo verdaderamente importante ocurre
siempre en el cruce entre la sensación y el sentimiento.
Otro buen ejemplo del papel que juega la imaginación en la disposición
maquínica del deseo17 en la escritura de Anaïs Nin lo podemos encontrar en Lillith,
una mujer «sexualmente fría» que, en la práctica descrita en la trama, no lograba
excitarse con nada. «El amor era una cosa que había que hacer con rapidez», para
que su marido gozara. «Para ella era un sacrificio». A lo largo del relato la escritura
de Nin muestra los infructuosos intentos de Lillith para lograr la excitación, y la
escritura misma hace énfasis en varias ocasiones en su sordera y la de su marido
para escuchar sus más simples y profundos deseos: ella deseaba un hombre que
la desnudara despacio «prenda por prenda», quería sentirlo, sentir sus manos sobre
ella. Así lo narra ella misma en una de las fantasías que llenaban sus horas cuando
estaba sola en casa:
Pero este hombre vendrá y me desnudará despacio, prenda por prenda. Eso
me dará mucho tiempo para sentirlo, para notar sus manos sobre mí. Antes que
nada, desatará mi cinturón y me acariciará la cintura con las dos manos. «¡Qué
hermosa cintura tienes –me dirá–, qué flexible, qué gentil!» Luego me
desabotonará la blusa con mucha lentitud, y yo sentiré sus manos
desabrochando cada botón y tocándome poco a poco los pechos, hasta que
salgan fuera de la blusa, y él se quede prendado de ellos y me succione los
pezones como un niño, haciéndome un poco de daño con los dientes, y yo
sentiré que todo mi cuerpo se estremece, que mis nervios se relajan, que me
derrito […] No apagará la luz. Permanecerá mirándome, con deseo,
admirándome, adorándome, calentándome el cuerpo con las manos, esperando
a que esté completamente excitada, en todos los rincones de mi piel.18

Lillith, como se aprecia, no era frígida, sólo era invulnerable a los estímulos
de su marido, quien «no conocía los preludios del deseo sensual». 19 Nuevamente
aparece el agenciamiento, es decir, el deseo maquínico, en conjunto, la
organización plural de elementos orquestados por la imaginación. Sólo que en este
caso la máquina que Lillith forma con su marido no funciona, sus engranajes no
construyen alegrías; a diferencia de Mathilde, quien logró componer múltiples y
alegres máquinas eróticas con sus diversos amantes sudamericanos.
Estos rasgos que aparecen en Mathilde y Lillith –es decir, la imaginación y
los agenciamientos descentralizantes de la genitalidad y persistentes en la
corporalidad y la pluralidad del deseo– aparecen igualmente, decíamos atrás, en La
casa del incesto. Así se puede apreciar cuando la narradora invita a Sabina a la
fuga, la fuga intensiva del deseo en su inmanente pluralidad:
Vámonos, Sabina, ven a mi isla. Ven a mi isla de pigmentos rojos encogiéndose
sin prisa sobre los braseros, alfarería mora extrayendo agua dorada, palmeras,
combates de gatos salvajes, llantos de asno, al alba, los pies entre los arrecifes
de coral y las anémonas de mar, el cuerpo cubierto por largas algas, […] horas
pesadas e insulsas, en las sombras violáceas, rocas teñidas de cenizas y de
olivares, limoneros de frutos suspendidos como farolitos para una fiesta en el
jardín, eterno estremecimiento de brotes de bambú; acercamiento afelpado de
alpargatas, granadas colmadas de sangre, melopea, como una flauta mora,
larga, insistente, labradores jurando entre los trinos y trinando sus
imprecaciones, todo su sudor, gota a gota, a granos, en la tierra.20.

Como se ve, la narradora tiene un mundo, un mundo pletórico del deseo


organizado hasta en sus más mínimos detalles. Ahí habita, y ahí desea a Sabina,
en esa pluralidad, en esa organización, en esa corporalidad exuberante y aferrada
a la tierra. Este personaje-narradora tiene una claridad extraordinaria de su
producción deseante y, asimismo, tiene una gran claridad respecto de la importancia
que tiene la imaginación en esta producción. Así se lo hace saber a Sabina: «Tus
mentiras no son mentiras, Sabina. Son flechas que el poder de tu imaginación lanza
fuera de tu esfera. Para alimentar la ilusión. Para destruir la realidad. Quiero
ayudarte: voy a inventar mentiras para ti, y con ellas atravesaremos el mundo»21.

IV
Atravesar el mundo, destruir la realidad, alimentar la ilusión. ¿Cómo hacerlo? La
respuesta en la escritura de Nin es contundente: haciendo que la imaginación
pueble molecularmente los cuerpos. Quien tiene verdadera imaginación, no
necesita siquiera drogarse –sugiere Nin en su Diario amoroso.22
Con Mathilde y Lillith ha quedado establecido el papel de la imaginación en
la producción de agenciamientos. Ahora es necesario exponer cómo la imaginación
recorre y conforma los cuerpos en los relatos de Nin, pues es ésta su segunda
estrategia de creación y disolución del cuerpo. Mathilde, nuevamente, constituye un
buen ejemplo de esto cuando, al agenciar convenientemente en el Perú, y sólo por
lograr disponer adecuadamente todos los elementos de su deseo, los flujos de su
propia corporalidad se conectaron con otros cuerpos, de modo que
Mathilde yacía desnuda en el suelo. Todos los movimientos eran lentos. Tres
de los cuatro jóvenes estaban echados entre los almohadones. Perezosamente,
un dedo buscaba el sexo de la muchacha, penetraba en él, y allí permanecía
entre los labios de la vulva, sin moverse. […] Un hombre ofrecía su pene a la
boca de Mathilde. Ella lo succionaba muy despacio […] Entonces, durante
horas, podían yacer tranquilos, soñando.23

El goce de cada uno de los cuerpos en este fragmento, su vibración, es


inexplicable sin el agenciamiento previo posibilitado por la imaginación de Mathilde
–quien no gustaba ni de la inmediatez ni de las prisas. Lubricidad calma.
Acoplamientos armoniosos. Los tres cuerpos se convierten en una sola máquina
erótica cuya puesta en marcha no se explica sin el agenciamiento de Mathilde.
Este, no obstante, es solamente un ejemplo entre muchos otros. Quizá sea
pertinente recordar el caso de Louis, un hombre en busca de una aventura sexual
que, cuando tuvo a una mujer en sus brazos, lista para complacerlo, perdió su
erección; la mujer, sabia –e intuyendo que el deseo de Louis pasaba por lo
inalcanzable, lo no inmediato, acaso por el mero deseo que desea desear–, lo hizo
fluir por otros lugares; particularmente, lo concentró en la lengua y la trabajó de tal
manera que dejó a Louis «jadeando como un perro»; no contenta con ello, después
de varias dosis de sexo lascivo y concupiscente, y conociendo de antemano el poder
de la imaginación y la naturaleza del deseo de Louis, contó a este una historia, una
historia que hablaba sobre «el placer salvaje de sentir la vida mientras un hombre
estaba muriendo», una historia en la que había sido violada mientras ejecutaban
públicamente a un hombre, una historia sobre el fascinante goce que experimentó;
al término de la historia, Louis se durmió, pero despertó «lleno de sueños sensuales,
vibrante de imaginarios abrazos».24 Su cuerpo, pues, había sido doblemente
colmado por la imaginación de su amante: en el acto sexual y en el relato. Y ahí, en
ambos, encontró la satisfacción.
Estos ejemplos, en que los personajes de Anaïs Nin cuentan historias dentro
de la diégesis misma, abundan en muchos de sus relatos. Y abundan también las
descripciones de agenciamientos en los que el cuerpo parece dislocarse y obtener
todo su placer de una sola de sus partes –como la lengua en el caso de Louis. Es
frecuente, como ha notado Anna Powell25, que sus personajes giren en torno a uno
solo de sus sentidos, como la vista o –particularmente– el olfato, e incluso el oído;
es también frecuente que los personajes se obsesionen con una parte del cuerpo
de alguien, como los senos, los ojos o el ano; en este sentido, Powell afirma que en
estos gestos de la escritura de Nin aparecen diferenciados los elementos
moleculares en el deseo de los que Deleuze y Guattari hablan en El Antiedipo.26 En
efecto, estas partículas recorren los cuerpos en los relatos efectuando una
producción deseante específica por medio de la imaginación. La fijación de Nin en
estas moléculas del deseo, en este sentido, no hablan de perversión alguna –a
diferencia del fetish en el porno mainstream–, sino que explicitan las máquinas
deseantes que constituyen a los personajes, posibilitan sus flujos y construyen sus
cuerpos.
A lo largo de La casa del incesto hay un trabajo intensivo de la imaginación
sobre el cuerpo; se puede apreciar, en efecto, a las «flechas radioactivas del
imaginario»27 penetrando la carne de cada uno de sus personajes. En esta novela,
el ejercicio transcurre por diversas figuras retóricas y poéticas, y cada una de ellas
hace un trabajo específico sobre el cuerpo de la narradora. Casi al inicio del relato,
ésta dice a su amante: «Cuando te vi, Sabina, elegí mi cuerpo. Te dejaré llevarme
hasta las fuentes fecundas de la destrucción. Elegí un cuerpo, un rostro, una voz». 28
Y aquí acontece, en efecto, el flujo de lo molecular, de lo microscópico, de las
pequeñas partes del deseo que hacen máquina con el resto de las partes del
agenciamiento, la elección de partículas determinadas por las que discurrirá el
deseo –el rostro, la voz.
Aceptar el influjo de la imaginación sobre el cuerpo en la obra de Nin posibilita
reconocer que las imágenes en La casa del incesto tienen un funcionamiento
peculiar, una particular incidencia que seguirá presente en el resto de su obra, pero
que en este momento aparece diáfana. Las imágenes operan, en este caso, no sólo
para orquestar «el gran naufragio de lo real», sino «para disolver el alma dentro del
cuerpo como en la fundición del orgasmo».29 Disolución del alma en el cuerpo. Y,
sin embargo, «Yo no existo» –dice Jeanne casi al final del libro. «Yo no soy un
cuerpo»30 –concluye. El orgasmo en La casa del incesto disuelve el alma en el
cuerpo, lo que equivale a decir que el orgasmo es puro cuerpo; pero si yo no soy un
cuerpo, entonces, ¿qué soy?, «¿alguien sabe quién soy yo?»31
El efecto de las imágenes sobre el cuerpo en estos fragmentos da cuenta de
una operación constante en los textos de Anaïs Nin: el cuerpo que en sus distintos
devenires se somete a cambios, mutaciones, e incluso a su propia disolución; el
cuerpo que, mediante el deseo, se funde con la vida. Yo no soy un cuerpo, soy el
cosmos.

V
La tercera estrategia en la escritura de Nin para construir y disolver el cuerpo está
en el poder de devenir que se asigna a cada cuerpo; en su obra hay tres formas
principales en las que los cuerpos se apresuran hacia algo más: se deviene animal,
se deviene no-humano, pero también se deviene pura intensidad, cosmos,
disolución ilimitada.
De entre los devenires animales podemos encontrar la abstracción del
«animal salvaje»32, o bien el animal como un «animal de caza»33, por supuesto, los
«pajaritos»34, los perros –con frecuencia jadeantes35–, o bien los felinos, con sus
ojos y sus elegantes movimientos.36 Y así hay muchos más. Sin embargo, es claro
que el devenir animal de los personajes de Nin está siempre en función de un
agenciamiento específico, de un papel que se juega, de una fuerza que se pone en
escena; y es justo de la escena completa de quien depende que un personaje pueda
devenir perro o gato, presa o cazador, camaleón o pez; de la escena depende
también la característica o la molécula deseante a resaltar del animal que se
deviene: ya sean sus ojos, su olor, su pelo, sus movimientos o su figura.
En el fondo, sin embargo, para la escritura de Anaïs Nin el devenir animal es
sólo uno de los devenires posibles, pues también se puede devenir planta, mujer de
goma, cortina, desierto, o simplemente devenir-otro. Aquí hay un elemento
importante. El devenir otro en la escritura de Anaïs Nin es siempre vinculante con la
intensidad del paisaje deseante, así como desvinculante de la identidad e, incluso,
de la humanidad.
El amor en La casa del incesto, por ejemplo, se presenta como «amor sin
conciencia, movimiento sin esfuerzo en el curso suave del agua y el deseo, aliento
en el éxtasis de la disolución».37 Devenir para desaparecer, para disolverse,
disolverse para poder amar, para poder sumergirse en la belleza de Sabina, en su
fuego que devora y disuelve.38 «¿Alguien sabe quién soy yo?» –pregunta la
narradora. El naufragio de lo real sólo se opera a través de la disolución del alma
en el cuerpo, siempre y cuando el cuerpo sea capaz de perderse en otro cuerpo y
perder así la forma humana.39 Eso es un orgasmo en la literatura de Anaïs Nin. Y
eso, y no otra cosa, es la vida en su escritura: orgasmo disolvente.

VI
Anaïs Nin, no nos movamos a engaño, quiere «vivir». 40 Pero en su escritura ha
urdido meticulosamente un principio, un secreto que hace público en sus personajes
y en sus confesiones: sólo se puede vivir si se muere humanamente.41 Hay en este
principio un claro guiño a una persistente crítica hacia lo humano que aconteció en
Occidente desde finales del siglo XIX y principios del XX. Lo humano como el cliché,
como el hastío, como el desgaste y la decadencia de la modernidad, como la vida
civilizatoria enajenante en el desierto del sinsentido; lo humano como la imagen de
la violenta virtud competitiva, la moralidad cercenante y la barbarie del progreso; lo
humano y sus amores de superficie, de conveniencia, sus heterosexualidades, sus
lujurias de aparador, de mercancía, sus etiquetas y sus disciplinas que se dejan
sentir en la constitución de los cuerpos; lo humano como una más de las
exhalaciones putrefactas del cadáver de Dios.
La máquina de escritura llamada Anaïs Nin crea experiencias singulares en
sus relatos, enfrentando con ellas esta violenta y cercenante aridez de lo humano.
Esta máquina –en sus líneas– toma un cuerpo, lo impregna de imaginación y
construye a través de sus partículas moleculares específicas agenciamientos
poblados por miles de líneas de fuga que tienden a la desarticulación del cuerpo
mismo. En la escritura de Nin «Yo no es un cuerpo». Yo es gato. Es reptil, ave,
piedra preciosa, dunas de arena envolviendo un miembro en erección. Es niña, niño,
libro. Es hermana y es padre. Yo es la escritura que lo disgrega y lo disuelve en todo
lo demás. Yo es tú. Y no sólo tú. Es lengua, clítoris, brazos, piernas, senos, múltiples
miembros estimulando al universo. Es el encuentro con otros cuerpos. Sin ellos no
es. Cuerpo es siempre cuerpos. Pluralidad. Yo es un encuentro intensivo de
sensaciones que explotan y se disuelven. Sólo se es en el orgasmo, que disuelve
la identidad y nos reintegra al cosmos. El cuerpo, entonces, no tiene identidad, se
forma en los encuentros, en los pasajes, en sus devenires,42 en sus sensaciones
plagadas de imaginación. Los cuerpos son máquinas cuyo funcionamiento depende
de sus partes y sus conexiones. Una boca no es una boca, es una máquina sexual 43,
y el sexo no es sexo, es una máquina que produce alegrías en los cuerpos a través
de la imaginación. Si una cosa puede el cuerpo en su escritura, es mutar, disolverse.
El erotismo de la máquina de escritura Anaïs Nin ha elegido la sexualidad
para hacer sus trazos, pero en esta elección la ha transformado, renovado, la ha
vuelto otra, la ha deshumanizado. Es decir, la ha re-inventado. Esta máquina fabrica
sensaciones, bloques de sensaciones, es decir, perceptos44 singulares que perviven
más allá del hombre; pero también fabrica afectos, esos «devenires no humanos
del hombre».45 Si un gran novelista –a decir de Deleuze y Guattari– es aquel que
«inventa afectos desconocidos o mal conocidos, y los saca a la luz como el devenir
de sus personajes»,46 entonces la escritura de Nin se inserta ahí, en esa grandeza,
en esa invención o reinvención, en esa creación o recreación de afectos y perceptos
que por medio de la escritura revientan al yo, al cuerpo, a la sexualidad y al erotismo,
a las ignominiosas relaciones sociales, a las disciplinas y los estereotipos, al vacío
de la existencia soportada por sexualidades faltas de imaginación. En La casa del
incesto, por ejemplo, Anaïs Nin inventa a Sabina, quien «ya no abrazaba ni mujer ni
hombre. En la fiebre de su agitación perpetua el mundo perdía su forma humana.
En cuanto a ella, había perdido el humano poder de articular su cuerpo a otro cuerpo
en una plenitud humana».47
Y en esta creación, en esta invención, Anaïs Nin hace de médico –médico de
los cuerpos, del sexo, de la cultura–, pues su escritura es, en efecto, «una iniciativa
de salud»48 que hace frente a una cultura en decadencia, que hace frente a cuerpos
oprimidos y sexualidades llenas de opacidad. A sabiendas de que «el lenguaje del
sexo está aún por inventarse», Nin emprende la invención de ese lenguaje a través
de esos personajes, de esos cuerpos, de esos delirios, de esos pueblos. «La salud
como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta» –afirma
Deleuze.49 La escritura de Nin es capaz de poner en marcha el devenir mediante la
invención, es capaz de fragmentar espíritus «en cuartos de tono que ninguna vara
de orquesta tuvo jamás el poder de reunir».50
En el arte –dicen Deleuze y Guattari– «de lo que siempre se trata es de liberar
la vida allí donde está cautiva».51 Hay que inducir su flujo mediante preceptos y
afectos. Romper la detención, liberarla. Esto, claro está, no puede hacerse sin
emprender «un cierto combate».52 Así podemos comprender la escritura de Anaïs
Nin: como una alegre y erótica máquina de guerra que nace en plena muerte de
Dios, contra el capitalismo y sus formas deseantes; como una guerra intensiva que
busca una iniciativa de salud; como la invención de un erotismo imaginativo que
busca saturar los cuerpos con nuevas sensaciones, con nuevos deseos; como esa
invención de un pueblo que, en nuestros cuerpos modelados por el capitalismo y
las miserias que le son propias, sigue haciendo falta.

Bibliografía

Deleuze, Gilles. Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama, 1997.


Deleuze, Gilles. En medio de Spinoza. Buenos Aires, Cactus, 2008.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. Kafka. Por una literatura menor. México, Era, 2008.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. ¿Qué es la filosofía? Barcelona, Anagrama, 2009.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia.
Barcelona, Paidós, 2009.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia,
Pre-textos, 2006.
Deleuze, Gilles, y Parnet, Claire. Diálogos. Valencia, Pre-textos, 2004.
Garcés, Marina, Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla. Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 2016.
Nietzsche, Friedrich, La ciencia jovial. «La gaya scienza». Caracas, Monte Ávila,
1998.
Nin, Anaïs. Delta de Venus. Madrid, Alianza, 2008.
Nin, Anaïs. Fuego. Diario amoroso (1934-1937). Madrid, Siruela, 2008.
Nin, Anaïs. Incesto. Diario amoroso (1932-1934). Madrid, Siruela, 2008.
Nin, Anaïs. La casa del incesto. Córdoba, Alción Editora, 2011.
Nin, Anaïs. Pajaritos. Buenos Aires, Booket, 2007.
Nin, Anaïs y Miller, Henry. Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953).
Madrid, Siruela, 2003.

Síntesis curricular: Bily López es doctor en filosofía por la UNAM. Ha participado


en numerosos congresos nacionales e internacionales, y publicado textos en
volúmenes colectivos y revistas especializadas. Es profesor-investigador de tiempo
completo en la UACM, y profesor de asignatura en el Colegio de Filosofía de la FFyL
de la UNAM. Es socio investigador del Centro de Estudios Genealógicos para la
Investigación de la Cultura en México y América Latina, A.C., y miembro del Grupo
de Investigación Transversal sobre Biopolítica y Necropolítica, en la UACM. Fue
editor de la revista Palabrijes. El placer de la lengua, de 2014 a 2016. Actualmente
es coordinador del Centro de Estudios sobre la Ciudad, en la UACM.

1
Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial. «La gaya scienza», §125, p. 117.
2
Id.
3
Ibid., p. 204.
4
Id.
5
Erotismo y pornografía, en el siglo XX, parecen haber extraviado sus profundas raíces griegas ‒
eros, porné‒, y parecen haber sido subsumidos por la modernidad capitalista en la que todo puede ser
convertido en mercancía fetichizada y en espectáculo de superficie. Por ello, lo que ahora se ofrece
al consumo como erotismo o pornografía, cuenta con un específico uso del cuerpo en el que éste se
aparece en umbrales establecidos, normalizados, de belleza, atracción y excitación; incluso los
márgenes de la perversión han sido generosamente normalizados y clasificados en categorías bien
definidas. Asimismo, se han definido espacios, horarios y posiciones para la contemplación y la
ejecución de lo erótico y lo pornográfico (el cine, la sex-shop, el internet, el estudio, la recámara, el
hotel, el antro, la fiesta swinger, la cama o la mesa de billar, por decir algo), de modo que se puede
hablar, sin mucha polémica, de toda una disciplina que recubre los cuerpos pornoerotizados.
Finalmente, al presentarse como mercancías para su consumo, los cuerpos en la pornografía y el
erotismo aparecen cosificados, reducidos en su capacidad de generar experiencias, y acotados a la
función mecánica de excitación que el mercado les ha asignado.
6
Erotismo mayor y erotismo menor, pornografía mayor y pornografía menor, son términos de
evidente inspiración deleuziana que emanan de su estudio sobre Kafka. En él, Deleuze y Guattari
señalan a la literatura menor como aquella que «una minoría hace dentro de una lengua mayor»; no
se trata de una cuestión cuantitativa, sino cualitativa; se trata de construir «imposibilidades», de volver
«político» todo en una escritura. «Lo que equivale a decir que “menor” no califica ya a ciertas
literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor
(o establecida)». Se trata de habitar la propia lengua como un extranjero (Cf., Gilles Deleuze y Félix
Guattari, Kafka. Por una literatura menor, pp. 28-44). Así lo explica Marina Garcés: «Las mayorías,
para Deleuze, no se cuentan por cantidad, sino que son aquellas identidades y representaciones que
se definen por un modelo con el que hace falta conformarse. Definir y proyectar modelos es una
práctica mayoritaria, la sigan pocos o muchos. Crear formas de vida inacabadas e irrepresentables es
convertirse en minoría, aunque seamos incontables» (Marina Garcés, Fuera de clase. Textos de
filosofía de guerrilla, p. 78). En este sentido, el erotismo y la pornografía del siglo XX tienden a ser
mayores en la medida en la que están construidos con base en modelos de representación específicos
e identificables; por el contrario, el erotismo y la pornografía ‒si se quiere, el pornoerotismo‒ de
Anaïs Nin tienden hacia lo menor en la medida en que aquello se crea en su escritura pretende escapar
de todo modelo representativo o a representar.
7
«El pueblo que falta», ese motivo constante en la filosofía tardía de Deleuze que señala la urgente
producción de la diferencia, la necesidad de crear algo nuevo, algo distinto que escape a los márgenes
de la representabilidad y de la mayoría. «Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el
delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida»
(Gilles Deleuze, «La literatura y la vida», en Crítica y clínica, p. 16).
8
Anaïs Nin, La casa del incesto, p. 13.
9
Un agenciamiento puede comprenderse, en el pensamiento de Deleuze, como la organización y la
disposición múltiple del deseo; «los agenciamientos están poblados de devenires y de intensidades,
de circulaciones intensivas, de todo tipo de multiplicidades» (Gilles Deleuze y Claire Parnet,
«Psicoanálisis muerto analiza», en Conversaciones, p. 91).
10
Ibid., p. 64. Las cursivas son nuestras.
11
Id.
12
Anaïs Nin y Henry Miller, Una pasión literaria. Correspondencia de Anaïs Nin y Henry Miller
1932-1953, p. 12.
13
Anaïs Nin, «Mathilde», en Delta de Venus, p. 30-31.
14
Ibid., p. 31.
15
Cf., Gilles Deleuze y Claire Parnet, “Psicoanálisis muerto analiza”, en Diálogos, p. 101-103.
16
Anaïs Nin, «Mathilde», en Delta de Venus, p. 33.
17
«El deseo y su objeto forman una unidad: la máquina, en tanto que máquina de máquina. El deseo
es máquina, el objeto de deseo es todavía máquina conectada […]» (Gilles Deleuze y Féliz Guattari,
El Antiedipo, p. 34).
18
Anaïs Nin, «Lillith», en Delta de Venus, p. 94-95.
19
Ibid., p. 90.
20
Anaïs Nin, La casa del incesto, p. 23-24.
21
Ibid., p. 24 (las cursivas son nuestras).
22
Anaïs Nin, Incesto. Diario amoroso (1932-1934), p. 23. Ahí se lee: «La misma June no tiene
verdadera imaginación; si la tuviera, no necesitaría drogarse; June tiene hambre de imaginación.
También Henry tuvo hambre. Y ambos me han enriquecido con sus experiencias. Me han dado
mucho. Vida. Me han dado vida».
23
Anaïs Nin, «Mathilde», en Delta de Venus, p. 34.
24
Cf., Anaïs Nin, «La mujer en las dunas», en Pajaritos, p. 25-30.
25
Cf., Anna Powell, «Heterotica: the 1000 Tiny Sexes of Anaïs Nin», en Frida Beckman, Deleuze
and sex, p. 50-68.
26
Para Deleuze y Guattari, las máquinas deseantes pertenecen al orden de lo molecular, de lo
microfísico o lo micropsíquico. «Eso son las máquinas deseantes: […] máquinas cronógenas
confundidas con su propio montaje, que operan por ligazones no localizables y localizaciones
dispersas y hacen intervenir procesos de temporalización, formaciones en fragmentos y piezas
separadas, con plusvalía de código, y donde el todo es él mismo producido al lado de las partes, como
una parte […]» (Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Antiedipo, p. 296).
27
Anaïs Nin, La casa del incesto, p. 28.
28
Ibid., p. 25.
29
Ibid., p. 34 (las cursivas son nuestras).
30
Ibid., p. 46 (las cursivas son nuestras).
31
Ibid., p. 25.
32
Anaïs Nin, «Lillith», en Delta de Venus, p. 90.
33
Anaïs Nin, «Lina», en Pajaritos, p. 34.
34
Anaïs Nin, «Pajaritos», en Pajaritos.
35
Anaïs Nin, «La mujer de las dunas», en Pajaritos, p. 25.
36
Anaïs Nin, «Mathilde», en Delta de Venus.
37
Anaïs Nin, La casa del incesto, p.17.
38
Cf., Ibid., p. 24.
39
Cf., Ibid., pp. 15, 19-21, 24, 25, 31, 41.
40
Anaïs Nin, Incesto. Diario amoroso (1932-1934), p.20.
41
Id.
42
Cf., Gilles Deleuze, En medio de Spinoza, p. 325-420.
43
“Su boca no era una boca pensada para un beso, o para comer, o para hablar, para formar palabras,
para saludar a uno; no, era como la boca del sexo mismo de las mujeres, con esa forma, con ese modo
de moverse para atraer, para excitar, siempre estaba mojada, colorada y viva como los labios del sexo
que se acaricia» (Anaïs Nin, «La reina», en Pajaritos, p. 109).
44
Cf., Gilles Deleuze y Félix Guattari, «Percepto, afecto y concepto», en ¿Qué es la filosofía?, p. 164
y ss.
45
Ibid., p. 170, 174.
46
Ibid., p. 176.
47
Anaïs Nin, La casa del incesto, p. 23.
48
Gilles Deleuze, «La literatura y la vida», en Crítica y clínica, p. 14.
49
Ibid., p. 15.
50
Anaïs Nin, La casa del incesto, p. 20.
51
Gilles Deleuze y Félix Guattari, «Percepto, afecto y concepto», en ¿Qué es la filosofía?, p. 173.
52
Id.

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