El 11 de abril de 2002, Adrián Caetano estrenaba su segunda película, Bolivia, acerca
de un inmigrante boliviano que llega a la Argentina y es discriminado diariamente en su
trabajo. Bolivia es uno de los primeros ejemplos mediáticos donde podemos apreciar que el inmigrante regional deja de ser un mero fenotipo que designa una amenaza o una inteligibilidad social y cultural. Se van trazando, a partir de esos años, dos líneas en las miradas hacia el otro inmigrante que circulan, en términos generales, entre la amenaza y el exotismo, entre el miedo y el deseo. Cine, literatura, televisión y prensa gráfica son los diferentes soportes donde pueden rastrearse estos desplazamientos, y sus cambios y relaciones a través de los últimos años. Estas transformaciones se dieron luego de una década del noventa marcada por un fuerte racismo institucional y cierta complicidad de los medios de comunicación. En esa escena se ligaba a los inmigrantes regionales con el cólera, la desocupación y el aumento de la delincuencia, creciendo su tematización en la prensa gráfica y en los noticieros televisivos. Eran una “invasión silenciosa”, como llegó a titular La Primera, la revista de Daniel Hadad. En ese contexto de transformaciones nos preguntamos, ¿cómo tramitan las representaciones de los medios la aparición del “otro” en la escena común de la sociedad? ¿Cómo construyen a quienes se apartan de los cánones trabajosamente legitimados año tras año? ¿De qué modo, y con qué rapidez, los medios absorben las regulaciones jurídicas? Veamos algunos puntos en relación a ésto.
Nuestro interés radica en las representaciones que producen los medios de
comunicación sobre los inmigrantes regionales, aunque lo hacemos en el marco de una investigación más amplia donde nos preguntamos acerca de la producción mediática de desigualdades. La visibilización de los inmigrantes regionales no tuvo nunca un correlato estadístico: en la historia argentina ha oscilado entre un 2% y un 3%. Lo que fue variando en distintos momentos fue la importancia relativa de cada una de las comunidades: de un predominio uruguayo en los cincuenta, se pasó a una supremacía de paraguayos y bolivianos a fines del siglo XX. En los últimos años se ha incrementado en relación con la tasa de migración total aunque no tanto respecto del total de la población y que se ha concentrado en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires y alrededores. A principios del siglo XXI, casi dos tercios de los inmigrantes externos son originarios de los países vecinos. Frente a eso se habló (y se sigue hablando) de exageradas cifras de ingreso al país, de falta de controles fronterizos, de una “inmigración descontrolada”, como llegó decir el jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, en los primeros días de la toma del Parque Indoamericano, en 2010. Esos sucesos mostraron cómo el Estado y los medios de comunicación hegemónicos transformaron en sólo tres días un conflicto por la vivienda y el espacio público en un problema de fronteras. La invasión silenciosa marcaba un nosotros expectante, pasivo; hoy en día, somos nosotros los que cruzamos esas fronteras.
La aparición en la última década de los programas televisivos del neoperiodismo,
como La Liga o Ser Urbano, presentó un nuevo horizonte de expectativas respecto de la representación y co-construcción de alteridades en general, entre ellas las inmigratorias. De repente, una serie de grupos sociales alterizados fueron puestos en foco por la televisión: de travestis a inmigrantes, pasando por cartoneros o usuarios de drogas, parecían armar un show televisado de las consecuencias de la crisis. En ese contexto es donde el inmigrante regional dejó de ser una invasión silenciosa. Pero no era meramente un show. Estas representaciones contienen tres elementos que, inseparables, son el cimiento de sus narrativas visuales: el territorio, el viaje y el cuerpo. Esos otros viven en un espacio determinado, delimitado, ubicable. En tal barrio, villa, avenida. No por nada uno de esos programas se llamó GPS. Para saber dónde estás parado. Lo primero es el mapa, por eso estas representaciones en los medios hegemónicos comienzan con una territorialización de estas alteridades inmigrantes. Con la cual delimitan dónde están. Esa primera acción permite no sólo ubicar sino también poseer, pues garanztizan así su derecho a decir ese espacio, apropiarse y capturar los cuerpos de sus habitantes, probar sus costumbres, regular los miedos y los tiempos. A partir de esas operaciones los límites se transforman en fronteras que definen las alteridades puestas en juego. Construir una frontera incluye alguien que la cruce. Pero alguien legitimado para esa tarea. Por eso necesitan construir la figura de un mediador, de alguien que conecte esos espacios alterizados. De alguien que emprenda un viaje a ese territorio hostil u apacible, que se meta en esos espacios para encontrarse con la esclavitud, la violencia o las costumbres. Ponen el cuerpo, pisan el territorio etnificado, huelen sus aromas, comen, bailan, tienen miedo. Esa posesión requiere el gesto de recorrerla, conocerla, y de mostrarse en ella. De un cuerpo que la represente. Precisamente, el principal vector de esa mediación es el cuerpo. El cuerpo del cronista, que viaja, prueba, siente, muestra. Pero también, el cuerpo otro, muchas veces reducido a un puro silencio; otras, a pura cultura, color. El espacio de las voces lo ocupa casi en su totalidad el conductor, mientras del lado de los entrevistados se escucha poco más que el silencio. Pero ya no es sólo una amenaza: el conductor es quien aprueba con paternalismo sus costumbres (comidas, fiestas, rituales), lo cual produce un sobretrazo “cultural” que diluye la dominación. La vida de los migrantes es silencio. O, en su defecto, cultura. Ahí está la clave de la apropiación, de la captura de un grupo subalterno: se trata de mediadores de un mundo que ellos mismos construyen, día a día, con las operaciones de territorialización, culturalización y exotización. En este caso –y, cabe aclarar, también en los otros casos que estamos investigando- el polo del saber en el par categorial es, enunciativamente, heterosexual, hombre, de clase media y “blanco”. Las comillas en “blanco” no son casuales: señalan la incomodidad de tener que condensar en un solo término a la cadena significante blanco- nacional-argentino-porteño. Una cadena que involucra a las alteridades históricas particulares de Argentina, señala la antropóloga Rita Segato, a partir de la conformación relacional de una identidad neutral y ecualizada como garantía de acceso a la ciudadanía. A primera vista parecería curioso que no exista un término para designar este polo de las alteridades históricas, el que en este caso representa al par saber/poder. No obstante, la ausencia de un término es indicador de su naturalización: “los ciudadanos titulares carecen de cultura y aquéllos que están más envueltos en ésta carecen de ciudadanía plena”, escribe el antropólogo Renato Rosaldo. Dicho en palabras más simples, son siempre los “otros” los que tienen “cultura”. En las representaciones mediáticas, este enunciador diluido es el que habla de esos “otros”, los califica, hace comentarios, los condena, o los celebra, y de ese modo, el dispositivo siempre enmascara, como resultado de la misma operación, su posición, naturalizando el lugar de saber-poder. Se trata de una mediación particular la que producen los medios cuando “traducen” en relatos e imágenes la aparición de estos inmigrantes en la escena social. En esas mediaciones, el conflicto, es decir, aquello que no se puede decir, se recubre con pinceladas “culturales”. Así, los límites de la explotación reingresan como cultura; y en su historicidad se va configurando un régimen de visibilización e invisibilización que oscila entre la discriminación, la xenofobia, la explotación laboral, las apuestas políticas, las disputas por la legitimación, los proyectos de nación.
Sostenemos, concretamente, que estas representaciones están inscriptas, e
inscriben sus trazos, en un determinado régimen de visibilidad de la hegemonía que se corresponde con la configuración cultural que ordena a la sociedad en un específico momento histórico. En el análisis constatamos tres recurrencias, que conforman un régimen de visibilidad de la hegemonía, asentado en el sentido común históricamente sedimentado de la Argentina: a) una “perspectiva” andro y etnocéntrica del dispositivo mediático; b) el reforzamiento de la segmentación espacial urbana; y c) el desdibujamiento del lugar del enunciador con la consiguiente exotización de la “cultura” del otro (entendida como repertorio de atributos pertenecientes a un “grupo”). Simultáneamente, uno de los rasgos más sobresalientes del dispositivo de representación mediático es la lentitud de sus cambios, solo observables en el largo plazo; e incluso la promulgación de leyes nacionales que han modificado de maneras contundentes el acceso a derechos ciudadanos de muchas personas, no parece permear el discurso mediático. De hecho, las políticas de población, tanto nacionales (Ley 25871/03) como regionales, parecen no haber tenido efecto, todavía, en las estigmatizaciones producidas por los medios. No hay “transparencia” en esa construcción, más allá de toda ilusión de que sí la haya. Así, sutilmente, por la vía de los mecanismos de atribución de las diferencias (culturales) que producen los medios, la dimensión de la dominación se vuelve un exotismo, presentado a través de sesgos culturales. Y lo que se termina legitimando es la desigualdad.