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La grandiosa catástrofe del mito de la

caballería

El héroe de la primera novela de caballerías ibérica, Tirant lo Blanc, entra en escena


dormido sobre la silla de su caballo. El caballo se para a beber en una fuente, Tirant
despierta y ve, sentado junto a la fuente, a un ermitaño de barba blanca que está leyendo
un libro. Tirant manifiesta al ermitaño su intención de ingresar en la orden de la
caballería. El ermitaño, que ha sido caballero, se ofrece a instruir al joven en las reglas
de la orden.

"Hijo mío", dijo el ermitaño, "toda la orden está escrita en este libro, que algunas veces
leo para recordar la gracia que nuestro Señor me ha hecho en este mundo, puesto que
honraba y mantenía la orden de caballería con todo mi poder".

Desde sus primeras páginas, la primera novela caballeresca de España parece


queremos advertir de que todo libro de caballerías presupone un libro de. caballerías
anterior, necesario para que el héroe se convierta en caballero. Tot l'ordre és en aquest
llibre escrit. De este postulado se pueden deducir muchas conclusiones, incluso la de
que acaso la caballería nunca existió antes de los libros de caballerías, o hasta que ha
existido sólo en los libros.

Puede entenderse, pues, que el último depositario de las virtudes caballerescas, Don
Quijote, sea alguien que se ha construido a sí mismo y su mundo exclusivamente a
través de los libros. Una vez que el cura, el barbero, la sobrina y el ama hayan entregado
a las llamas la biblioteca, la caballería se ha acabado: Don Quijote será el último
ejemplar de una especie sin descendencia.

En el auto de fe casero, el cura salva, sin embargo, los libros fundacionales: Amadís de
Gaula y Tirante el Blanco, así como los poemas en verso de Boyardo y Ariosto (en el
original italiano, no en traducción, en la que pierden "su natural valor"). En el caso de
estos libros, a diferencia de el de otros absueltos por considerarlos conformes a la moral
(como Palmerin de Inglaterra), parece que la indulgencia tiene sobre todo motivaciones
estéticas. Pero ¿cuáles? Vemos que las cualidades que para Cervantes cuentan (aunque
¿hasta qué punto estamos seguros de que las opiniones de Cervantes coinciden con las
del cura y el barbero más que con las de Don Quijote?) son la originalidad literaria
(al Amadis se le define "único en su arte") y la verdad humana (se alaba al Tirante el
Blanco porque aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con otras cosas de que los demás, libros de este género
carecen").
Cervantes, pues (esa parte de Cervantes que se identifica, etcétera), respeta los libros
de caballerías cuanto más se sustraen a las reglas del género; lo que importa no es ya el
mito de la caballería, sino el valor del libro en cuanto libro. Un criterio de juicio opuesto
al de Don Quijote (y a esa parte de Cervantes que se identifica con su héroe), el cual se
niega a distinguir entre los libros y la vida y quiere hallar el mito fuera de los libros.

¿Cuál será la suerte del mundo novelesco de la caballería cuando el espíritu analítico
intervenga para definir los límites entre el reino de lo maravilloso, el reino de los
valores morales, el reino de la realidad verosímil? La repentina y grandiosa catástrofe
en la que el mito de la caballería se disuelve en los soleados caminos de La Mancha es
un acontecimiento de alcance universal, pero que carece de correspondencias en otras
literaturas.

En Italia, y más concretamente en las Cortes de la Italia septentrional, se había


producido durante el siglo anterior el mismo proceso, aunque de forma menos
dramática, como sublimación literaria de la tradición. Pulci, Boyardo y Ariosto habían
ensalzado el ocaso de la caballería en un clima de fiesta renacentista, con acentos
parádicos más o menos marcados, pero con nostalgia de la ingenua fabulación popular
de los juglares; nadie atribuía a los toscos despojos de lo imaginario caballeresco otro
valor que el de un repertorio de motivos convencionales, pero el cielo de la poesía se
abría para acoger su espíritu.

Puede ser interesante recordar que muchos años antes de Cervantes, en 1526,
encontramos ya unas hogueras de libros de caballerías, o, más concretamente, una
selección de cuáles libros condenar a las llamas y cuáles salvar. Hablo de un texto
realmente menor y poco conocido: el Orlandino, breve poema en versos italianos de
Teófilo Folengo (famoso con el nombre de Merlín Cocai por el Baldus, poema en latín
macarrónico mezclado con el dialecto de Mantua).

En el primer canto del Orlandino, Folengo, cuenta que una bruja lo llevó, volando en la
grupa de un carnero, a una cueva de los Alpes donde se conservan las verdaderas
crónicas de Turpín, legendaria matriz de todo el ciclo carolingio. Del cotejo con las
fuentes resultan verídicos los poemas de Boyardo, Ariosto, Pulci y del Ciego de Ferrara,
aunque sea con añadidos arbitrarios.

Enemigas de toda verdad

Ma Trebisunda, Ancroja, Spagna e Bovo, / Coll'altro resto al foco sian donate; / apocrife
son tutte, e le riprovo / Come nemiche d'ogni veritate; / Bojardo, l'Ariosto, Pulci, e'l
Cieco / Autenticati sono, ed io con seco. (Mas Trebisunda, Ancroja, España y Bovo / con
las demás sean entregadas el fuego; / aprócrifas son todas, y las repruebo como
enemigas de toda verdad; Boyardo, Ariosto, Pulci y el ciego quedan autenticados, y yo
con ellos.)

"El verdadero historiador Turpín", recordado también por Miguel de Cervantes, era un
punto de referencia habitual en el juego de los poetas caballerescos italianos
renacentistas. El propio Ariosto, cuando advierte que sus patrañas son demasiado
gordas, se escuda en la autoridad de Turpín:

Il buon Turpino, che sa che dice il vero / e lascia creder poi quel ch'a I'uom piace, / narra
mirabil cose di Ruggiero, / ch'udendolo, il direste voi mendace. (El buen Turpín, que
sabe que dice la verdad / y luego deja creer lo que agrada al hombre, / narra admirables
cosas de R. / que, al oírlas, le llamarías mendaz.)

La función del legendario Turpín se la adjudicará Cervantes a un misterioso Cide


Hamete Benegeli de cuyo manuscrito árabe él sería sólo el traductor. Pero Cervantes
opera en un mundo ya radicalmente distinto: la verdad, para él, tiene que contar con la
experiencia cotidiana, con el sentido común y también con los preceptos de la religión
contrarreformada. Para los poetas italianos de los siglos XV y XVI (con exclusión de
Tasso, para el cual la cuestión se complica), la verdad era aún fidelidad al mito, como
para el caballero de La Mancha.

Lo vemos incluso en un epígono como Folengo, a medio camino entre la poesía popular
y poesía culta: el espíritu del mito, transmitido desde la noche de los tiempos, está
simbolizado por un libro, el de Turpín, que está en el origen de todos los libros, libro
hipotético, alcanzable sólo por magia (tambíén Boyardo, dice Folengo, era amigo de las
brujas), libro mágico amén de relato de magias.

En sus países de origen, Francia e Inglaterra, la tradición literaria caballeresca se había


extinguido antes (en Inglaterra en 1470, recibiendo una forma definitiva en la novela
de Thomas Malory, aunque luego conozca una nueva encarnación con las hadas
isabelinas de Spencer; en Francia, declinando lentamente tras haber conocido la
consagración poética más precoz en el siglo XII con las obras maestras de Cristián de
Troyes).

'Reviva'

El revival caballeresco del siglo XVI afecta sobre todo a Italia y España. Cuando Bemal
Díaz del Castillo, para expresar el asombro de los conquistadores ante la visión de un
mundo inimaginable, como el del México de Moctezuma, escribe: "Decíamos que
parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís", tenemos la
impresión de que parangona la realidad más nueva con la tradición de textos
antiquísimos. Pero si nos fijamos en las fechas, vemos que Díaz del Castillo cuenta
hechos ocurridos en 1519, cuando el Amadís podía considerarse aún casi una novedad
editorial...

Comprendemos así que el descubrimiento del Nuevo Mundo y la conquista se


hermanan, en la imaginación colectiva, con aquellas historias de gigantes y
encantamientos de las que el mercado editorial de la época ofrecía un amplio surtido,
al igual que la primera difusión de las aventuras del ciclo francés se había hermanado,
unos siglos antes, con la movilización propagandística en pro de las cruzadas.
El milenio que está a punto de cerrarse ha sido el milenio de la novela. En los siglos XI,
XII y XIII, las novelas de caballería fueron los primeros libros profanos cuya difusión
marcó profundamente la vida de las personas del común, y no sólo las de los doctos. De
ello da testimonio Dante al hablarnos de Francesca, el primer personaje de la literatura
mundial que ve cambiar su vida con la lectura de novelas, antes de Don Quijote, antes
de Emina Bovary.

En la novela francesa Lancelot, el caballero de Galehaut convence a Ginebra de que bese


a Lanzarote; en la Divina comedia, el libro Lancelot asume la función que Galehaut tenía
en la novela, convenciendo a Francesca de que se deje besar por Paolo. Realizando una
identificación entre el personaje del libro en cuanto actúa sobre otros personajes y el
libro en cuanto actúa sobre sus lectores ("Galeoto fue el libro y quien lo hiciera"), Dante
efectúa una primera y vertiginosa operación de metaliteratura.

En sus versos, de una concentración y una sobriedad insuperables, seguimos a


Francesca y Paolo que, sin sospechas, se dejan arrastrar por las emociones de la lectura,
y que de cuando en cuando se miran a los ojos, palidecen y, llegados al punto en el que
Lanzarote besa en la boca a Ginebra ("la risa deseada"), el deseo escrito en el libro
vuelve manifiesto el deseo sentido en la vida, y la vida toma la forma narrada en el libro:
"La boca me besó todo anhelante..."

https://elpais.com/diario/1985/10/08/cultura/497574007_850215.html

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