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1 El glamour es la magia más simple que existe, y es la magia más extensamente utilizada
debido a su necesidad: oculta el Mundo de las Sombras de los mundanos. Permite poner
una falsa cubierta sobre algo.
2 Es un antílope africano de gran tamaño y notable cornamenta, que habita las sabanas bos-
cosas del África austral y oriental.
Capítulo II - Nevernight
3 Túnica femenina de la antigua Grecia que llevaban las mujeres antes de 500 a. C. Es una
pieza rectangular de grandes pliegues doblada en dos para cubrir el cuerpo y luego cosida
con el n de formar una especie de tubo cilíndrico, donde la parte superior desciende sobre
el pecho.
Capítulo III - Noticias Nueva Atenas
Los ojos de Perséfone se sentían como lija cuando los abrió. Por un
momento, pensó que estaba en casa, en su cama, pero rápidamente
recordó que casi se había ahogado en un río en el Inframundo. Ha-
des la había traído a su palacio y ahora estaba en su cama.
Se sentó rápidamente, cerrando sus ojos contra el mareo. Cuando pa-
só, abrió los ojos de nuevo y encontró a Hades sentado en una silla,
observándola. En una mano sostenía una copa de whisky, aparente-
mente su bebida de preferencia. Se había quitado la chaqueta de su
traje y llevaba una camisa negra con las mangas enrolladas hacia ar-
riba y la mitad de los botones desabrochados. No pudo descifrar su
expresión, pero sintió que estaba enojado.
Hades tomó un trago del whisky y el fuego detrás de él crujió en el
silencio que se extendía entre ellos. En ese silencio, fue súper consci-
ente de la forma en la que su cuerpo estaba reaccionando a él. Ni si-
quiera estaba haciendo nada, pero en esta habitación cerrada, podía
olerlo, y eso encendió un fuego en el fondo de su estómago.
Se encontró deseando que hablara, di algo para poder estar furiosa con-
tigo de nuevo, pensó. No pasó mucho antes de que aceptara.
—¿Por cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó.
—Horas —respondió.
Sus ojos se ensancharon.
—¿Qué hora es?
Se encogió de hombros.
—Tarde.
—Tengo que irme —dijo, pero no se movió.
—Has venido hasta aquí. Permíteme ofrecerte un recorrido por mi
mundo.
Hades se puso de pie y su presencia pareció llenar la habitación. Se
tomó el resto de su whisky y luego caminó hacia donde estaba senta-
da sobre la cama. Agarró las sábanas y las apartó. Mientras dormía,
la bata que le había dado se soltó, exponiendo una porción de piel
blanca entre sus pechos. La cerró, sus mejillas sonrojadas.
Hades pretendió no notarlo y extendió su mano. Ella la tomó, y es-
peró a que se alejara cuando se puso de pie, pero permaneció cerca,
y mantuvo un agarre sobre sus dedos. Cuando nalmente lo miró, la
estaba observando.
—¿Estás bien? —Su voz era profunda y retumbó a través de ella.
Asintió.
—Mejor.
Entonces arrastró su dedo a lo largo de su mejilla, dejando un rastro
de calor.
—Confía en que estoy devastado porque hayas sido herida en mi re-
ino.
Tragó saliva y se las arregló para decir:
—Estoy bien.
Siguió mirándola y luego sus gentiles ojos se endurecieron.
—Nunca ocurrirá de nuevo. Ven.
La llevó al balcón de su habitación y la vista era magni ca. Los colo-
res del Inframundo eran discretos, y aunque no tan brillantes como
aquellos de arriba, todavía hermosos. El cielo era gris y proveía un
telón de fondo para las montañas negras, que se fusionaban con un
bosque de árboles profundamente verdes. A la derecha, los árboles
se disipaban y podía ver el agua negra del Estigia serpenteando a
través del alto césped.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es hermoso —respondió, y pensó que lucía complacido—. ¿Creas-
te todo esto?
Asintió solo una vez.
—El Inframundo evoluciona igual que el mundo de arriba.
Sus dedos seguían enlazados con los de él, y tiró, sacándola del bal-
cón, por una serie de escaleras que terminaban en uno de los jardines
más hermosos que había visto alguna vez. Glicinas de lavanda cre-
aban una bóveda sobre un camino de piedra oscura, y racimos de
ores moradas y rojas crecían salvajemente a cada lado del camino.
El jardín la impresionó y la enojó.
Se giró hacia Hades, apartando su mano de la de él.
—¡Bastardo!
—Apodos, Perséfone —advirtió.
—No te atrevas. Esto… ¡esto es hermoso!
Hizo que su corazón doliera y era algo que anhelaba crear. Miró más
tiempo, encontrando nuevas ores, rosas de un azul oscuro, peonías
rosadas, sauces y árboles con hojas morado oscuro.
—Lo es —concordó él.
—¿Por qué me pedirías crear vida aquí? —Intentó evitar que su voz
sonara deprimida, pero no pudo lograrlo, de pie en el centro de su
sueño manifestado fuera de su cabeza. La contempló por un momen-
to, y entonces, con un movimiento de su mano, las rosas, peonías y
sauces desaparecieron. En su lugar no había nada más que tierra de-
solada. Miró a Hades.
—Es ilusión —dijo él—. Si es un jardín lo que deseas crear, entonces
verdaderamente será la única vida aquí.
Miró jamente medio impresionada, medio disgustada a la tierra an-
te ella. Entonces, ¿toda esta hermosura era la magia de Hades? ¿Y la
mantenía sin esfuerzo? Era ciertamente un dios poderoso.
Llamó a la ilusión de regreso y continuaron caminando a través del
jardín. Mientras seguía a Hades, recordó el tiempo que pasaba en el
invernadero de vidrio donde las ores de su madre brotaban tan fá-
cilmente y la promesa que había hecho de nunca regresar. Ahora
comprendió que solo intercambiaría una prisión por otra si fallaba
en cumplir los términos de su contrato.
Finalmente, llegaron a una pared de piedra baja donde una parcela
de tierra permanecía estéril y el suelo a sus pies era del color de la
ceniza.
—Puedes trabajar aquí —dijo.
—Todavía no entiendo —dijo Perséfone, y Hades la miró—. Ilusión
o no, tienes toda esta belleza. ¿Por qué demandar esto de mí?
—Si no deseas completar los términos de nuestro contrato, solo ti-
enes que decirlo, lady Perséfone —dijo Hades—. Puedo tener una
habitación preparada para ti en menos de una hora.
—No nos llevamos lo su cientemente bien para ser compañeros de
piso, Hades. —Él lucía entretenido y levantó su barbilla—. ¿Qué tan
a menudo tengo permitido venir aquí y trabajar?
—Tan a menudo como quieras —dijo—. Sé que estás ansiosa por
completar tu misión.
Apartó la mirada y luego se inclinó para recoger un puñado de are-
na. Era sedosa y cayó a través de sus dedos como agua. Consideró
cómo plantaría el jardín. Su madre podría crear semillas y germinar-
las de la nada. Perséfone no podía tocar una planta sin que se marc-
hitara. Quizá podría convencer a Deméter para que le diera unas cu-
antas de sus propias semillas. La magia divina tendría una mejor
oportunidad en esta tierra que nada de lo que una mortal podría of-
recer.
Re exionó su plan, y cuando se puso de pie, encontró a Hades mi-
rándola de nuevo. Estaba acostumbrándose a esa mirada, pero toda-
vía la hacía sentir expuesta. No ayudaba que solo usara la bata neg-
ra.
—¿Y… cómo entraré al Inframundo? —preguntó—. Estoy asumien-
do que no deseas que regrese de la forma en la que llegué.
—Hmm —dijo, ladeando su cabeza a un lado, como considerando
algo. Solo lo había conocido por tres días, pero lo había visto hacer
esto antes, cuando estaba particularmente entretenido. Era un movi-
miento que hacía cuando ya sabía cómo iba a actuar.
Incluso con ese conocimiento, estaba sorprendida cuando la tomó
por los hombros y la tiró contra él. Sus brazos se dispararon, encaj-
ando contra su pecho. Cuando sus labios se encontraron con los de
ella, perdió su agarre sobre la realidad. Sus piernas cedieron, y los
brazos de Hades se deslizaron a su alrededor, sosteniéndola más fu-
erte. Su boca fue caliente y consumidora. La besó con todo, sus labi-
os, dientes y lengua, y le respondió con la misma pasión, y aunque
sabía que no debería alentarlo, su cuerpo tenía mente propia.
Cuando sus manos se movieron por su pecho y alrededor de su cuel-
lo, Hades hizo un profundo sonido en su garganta que la emocionó
y la asustó. Entonces se estaban moviendo y sintió la pared de pied-
ra a su espalda. Cuando la levantó del suelo, envolvió sus piernas al-
rededor de su cintura. Era mucho más alto que ella, y esta posición
le permitió trazar su mandíbula con sus labios, morder su oreja y be-
sar su cuello. La sensación la hizo jadear, y se arqueó contra él, meti-
endo sus dedos a través de su cabello, soltando el lazo que sostenía
sus oscuras hebras en su lugar, y cuando sus manos se movieron ba-
jo su vestido, rozando suave piel sensible, gritó, agarrando su cabello
en sus manos.
Ahí fue cuando Hades se alejó. Sus ojos estaban encendidos con una
necesidad que sintió en lo profundo de su núcleo, y lucharon por re-
cuperar su aliento. Por un largo momento, permanecieron quietos.
Las manos de Hades seguían debajo de su bata, agarrando sus mus-
los. Ninguno de los dos estaba seguro de qué hacer, no lo iba a dete-
ner si continuaba. Sus dedos estaban peligrosamente cerca de su
núcleo, y sabía que podía sentir su calor. Aun así, si cedía ante esta
necesidad, no podía decir cómo se podría sentir después, y por algu-
na razón, no quería arrepentirse de Hades.
Tal vez él también sintió eso, porque quitó sus dedos de su carne y la
bajó al suelo. Su oscuro cabello caía en ondas por sus hombros y creó
un halo oscuro alrededor de su rostro.
—Cuando entres a Nevernight, solo tienes que chasquear tus dedos
y serás traída aquí.
El color se drenó de su rostro y dejó de respirar por un momento.
Por supuesto, pensó. Estaba concediendo favor. En las secuelas de su be-
so, Perséfone se sintió avergonzada. ¿Por qué había permitido esto?
¿Por qué había permitido que las cosas se pusieran tan intensas? Sa-
bía que no debía con ar en el Dios del Inframundo, ni siquiera en su
pasión.
Intentó alejarse, pero él no cedió.
—¿No puedes ofrecer un favor de otra forma? —espetó.
Lucía entretenido.
—No pareció importarte.
Se sonrojó y tocó sus labios hormigueantes con dedos temblorosos.
Los ojos de Hades destellaron, y, por un momento, pensó que podría
retomarlo donde lo dejaron.
Y no podía dejar que eso ocurriera.
—Debería irme —dijo.
Hades asintió una vez, entonces envolvió su brazo alrededor de su
cintura.
—¿Qué estás haciendo? —demandó.
Hades chasqueó sus dedos. El mundo cambió, y estaban en la habi-
tación de ella. Seguía oscuro fuera, pero el reloj junto a su cama mar-
caba las cinco de la mañana. Tenía una hora antes de tener que le-
vantarse y prepararse para el trabajo.
—Perséfone. —La voz de Hades fue un gruñido bajo y lo miró a los
ojos—. Nunca traigas a un mortal a mi reino de nuevo, especialmen-
te a Adonis. Mantente alejada de él.
Entrecerró sus ojos.
—¿Cómo sabes sobre él?
—Eso no es relevante.
Intentó apartarse de él, pero la mantuvo donde estaba, presionada
en su contra.
—Trabajo con él, Hades —dijo—. Además, no puedes darme órde-
nes.
—No te estoy dando órdenes —dijo—. Estoy pidiendo.
—Pedir implica que hay una opción.
No estaba segura de que fuera posible, pero Hades la sostuvo más
fuerte. Su rostro estaba a centímetros del de ella, y encontró difícil
mirarlo a los ojos porque su mirada seguía cayendo a sus labios, el
recuerdo del beso que habían compartido en el jardín, un fantasma
sobre sus labios. Cerró sus ojos contra eso.
—Tienes una opción —dijo—. Pero si lo escoges, te tomaré y puede
que no te deje abandonar el Inframundo.
Sus ojos se abrieron y lo miró con desprecio.
—No lo harías —dijo entre dientes.
Hades se rio, inclinándose de forma que cuando habló, su aliento
acarició sus labios.
—Oh, querida. No sabes de lo que soy capaz.
Entonces se había ido.
Capítulo VIII - Un jardín en el
Inframundo
—¡Perséfone!
Alguien la llamaba por su nombre. Se dio la vuelta y se cubrió la ca-
beza con su manta para amortiguar el sonido. Salió del Inframundo
anoche, y como estaba demasiado excitada para dormir, se quedó
despierta para trabajar en su artículo.
Le costó mucho elegir cómo proceder después de ver cómo Hades
ayudaba a la madre. Al nal decidió que tenía que centrarse en los
tratos que hizo con los mortales… en los que eligió ofrecer un trato
imposible. Mientras trabajaba en el artículo, se dio cuenta de que se-
guía frustrada, aunque no sabía si era por su trato con Hades o por
el tiempo que habían pasado en las estanterías, por la forma en que
le había preguntado qué quería y se negó a besarla.
Su piel se erizó con anticipación, aunque no estaba en ningún lugar
cerca de él.
Perséfone presionó guardar su artículo a las cuatro de la mañana y
decidió descansar unas horas antes de releerlo.
Cuando empezó a dormirse, Lexa irrumpió en la puerta de su dor-
mitorio.
—¡Perséfone! ¡Despierta!
Ella gruñó.
—¡Vete!
—Oh, no, vas a querer ver esto. ¡Adivina qué hay en las noticias de
hoy!
De repente, estaba completamente despierta. Perséfone se quitó las
mantas y se sentó. Su imaginación se detuvo. ¿Alguien le tomó una
foto en su forma de diosa en las afueras de Nevernight? ¿Alguien la
había atrapado dentro del club con Hades? Lexa empujó su tableta
en el rostro de Perséfone y sus ojos se enfocaron en algo mucho peor.
—Está en todos los medios sociales hoy en día —explicó Lexa.
—No, no, no. —Agarró la tableta con ambas manos. El título en la
parte superior de la página era negro y familiar:
Hades, Dios del Juego, por Perséfone Rosi.
Leyó la primera línea, “Nevernight, un club de élite de apuestas propi-
edad de Hades, Dios de los Muertos, puede ser visto desde cualquier lugar
de Nueva Atenas. El elegante pináculo imita expertamente la imponente na-
turaleza del propio dios y es un recordatorio para los mortales de que la vida
es corta, incluso más si aceptas jugar con el Señor del Inframundo”.
Este era su borrador. Su verdadero artículo permanecía a salvo en su
ordenador.
—¿Cómo se publicó esto?
Lexa parecía confundida.
—¿Qué quieres decir? ¿No lo enviaste?
—No. —Se desplazó por el artículo, con el estómago hecho un nudo.
Notó algunas adiciones, como una descripción de Hades que nunca
habría escrito. Sus ojos fueron descritos como abismos incoloros, su
rostro insensible, sus modales, fríos y groseros.
¿Grosero?
Ella nunca habría descrito a Hades de esa manera. Sus ojos eran de
tinta, pero expresivos y cada vez que se encontraba con su mirada,
sentía que podía ver los hilos de sus vidas allí. En realidad, su rostro
podía ser insensible, pero cuando la miraba, veía algo diferente, una
suavidad en su mandíbula, diversión en su rostro. Una curiosidad
que ardía, y sus modales eran todo menos fríos y groseros. Era apa-
sionado, encantador y re nado.
Solo había una persona que había ido con ella y vio a Hades en carne
y hueso, Adonis. También invadió su espacio de trabajo y leyó su ar-
tículo sin permiso. Supongo que había estado haciendo algo más que
leerlo. La ansiedad de Perséfone era ahora tan fuerte como su furia.
Echó la tableta a un lado y saltó de la cama. Las palabras que corrían
por su cabeza eran furiosas y vengativas y se sentían más como de
su madre que suyas.
Será castigado, pensó. Porque yo seré castigada.
Respiró profundamente para calmar su ira y conscientemente trabajó
para desenroscar sus dedos. Si no tenía cuidado, su glamour se des-
vanecería. Siempre parecía reaccionar a sus emociones, tal vez por-
que su magia era prestada.
En realidad, no quería que Adonis fuera castigado, al menos no por
Hades. Al Dios de los Muertos no le gustaban los mortales. Traerlo a
Nevernight había sido un error por varias razones, eso estaba claro
ahora. Quizás era parte de la razón por la que Hades había querido
que se alejara de él.
Una tercera emoción se elevó dentro de su miedo y la aplastó. No
permitiría que Hades sacara lo mejor de ella. Además, había plane-
ado escribir sobre el dios a pesar de su amenaza.
—¿A dónde vas? —preguntó Lexa.
—A trabajar. —Perséfone desapareció en su armario, cambiando su
camisa de dormir por un simple vestido verde. Tal vez podría conse-
guir que el artículo fuera sacado de la publicación antes de que Ha-
des lo viera.
—Pero… no trabajas hoy —señaló Lexa. Todavía sentada en la cama
de Perséfone.
—Tengo que ver si puedo adelantarme a esto. —Perséfone reapare-
ció, cojeando en un pie para abrochar sus sandalias.
—¿Anticiparte a qué?
—El artículo. Hades no puede verlo.
La risa de Lexa se escapó antes de que pudiera controlarla.
—Perséfone, odio tener que decírtelo, pero Hades ya ha visto el artí-
culo. Tiene gente que busca este tipo de cosas. —Perséfone se en-
contró con la mirada de Lexa—. Vaya —dijo.
—¿Qué? —Perséfone sintió que la histeria se elevaba dentro de ella.
—Tus ojos… son… raros.
Perséfone miró hacia otro lado rápidamente. Sus emociones estaban
dispersas. Evitó la mirada de Lexa mientras buscaba su bolso.
—No te preocupes por eso —dijo rápidamente—. Volveré más tarde.
Salió de su habitación y cerró la puerta de su apartamento mientras
Lexa la llamaba.
El autobús no funcionó durante quince minutos, así que decidió ir a
pie. Sacó la polvera de su bolso y aplicó más magia mientras camina-
ba. Sus ojos habían perdido todo su glamour y brillaban de color
verde botella. No era de extrañar que Lexa se asustara. Su cabello era
más brillante, su rostro más a lado. Se veía más divina que nunca en
público.
Cuando llegó a la Acrópolis, su apariencia mortal había sido resta-
urada. Cuando salió del ascensor, Valerie se puso de pie.
—Perséfone —dijo nerviosamente—. No pensé que estuvieras aquí
hoy.
—Hola, Valerie —dijo, tratando de mantenerse alegre y actuar como
si nada estuviera fuera de lo normal, que Adonis no había robado su
artículo y que Lexa no la había despertado para arrojarle la publica-
ción—. Solo vengo a ocuparme de algunas cosas.
—Oh, bueno, tienes varios mensajes. Los he transferido a tu buzón
de voz.
—Gracias.
Pero a Perséfone no le interesaban sus mensajes de voz. Estaba aquí
por Adonis. Dejó el bolso en su escritorio y acechó en la sala de tra-
bajo. Adonis se sentó con los auriculares puestos, enfocado intensa-
mente en su ordenador. Al principio, pensó que estaba trabajando en
algo, probablemente editando uno que había robado, pensó enojada, pero
cuando se acercó por detrás de él, descubrió que estaba viendo una
especie de programa de televisión, Titans After Dark.
Puso los ojos en blanco. Era una telenovela popular sobre cómo los
Olímpicos habían derrotado a los Titanes. Aunque solo había visto
partes de ella, había empezado a imaginar a la mayoría de los dioses
tal y como eran retratados en el programa.
Hades estaba todo mal, una pálida y ágil criatura con el rostro hu-
eco. Si Hades iba a buscar venganza por algo, debería ser por la for-
ma en que lo describieron en ese programa.
Le tocó el hombro y el mortal saltó.
—Perséfone —dijo, sacando un auricular—. Feli…
—Robaste mi artículo —lo interrumpió.
—Robar es un término duro para lo que hice, Perséfone —dijo, alej-
ándose de su escritorio—. Te di todo el crédito.
—¿Crees que eso importa? —dijo ella—. Era mi artículo, Adonis. No
solo me lo quitaste, sino que le añadiste. ¿Por qué? Te dije que te lo
enviaría una vez lo terminara.
Con toda honestidad, no estaba segura de lo que esperaba que dij-
era, pero no fue la respuesta que dio. Él apartó la vista de ella.
—Pensé que cambiarías de opinión.
Lo miró jamente un momento.
—Te dije que quería escribir sobre Hades.
—No sobre eso —dijo—. Pensé que podría convencerte de que esta-
ba justi cado en sus contratos con los mortales.
—Déjame ver si entiendo. ¿Decidiste que no podía pensar por mí
misma, así que robaste mi trabajo, lo alteraste y lo publicaste?
—No es así. Hades es un dios, Perséfone…
Soy una diosa, quiso gritar.
—Hades es un dios, y por esa misma razón, no quisiste escribir sobre
él. Le temías, Adonis. Yo no.
Se acobardó.
—No quise decir…
—Lo que quisiste decir no importa —dijo ella.
—¿Perséfone? —llamó Demetri desde su o cina. Ella y Adonis mira-
ron en dirección a la o cina de su supervisor—. ¿Un momento?
Sus ojos se deslizaron hacia Adonis, y lo inmovilizó con una última
mirada antes de entrar en la o cina de Demetri.
—¿Sí, Demetri? —Se paró en la puerta. Estaba sentado detrás de su
escritorio, una edición fresca del periódico en mano.
—Toma asiento —dijo.
Lo hizo, en el borde, porque no estaba segura de lo que Demetri pen-
saría del artículo, le costaba mucho llamarlo suyo. ¿Sus siguientes
palabras serían “estás despedida”? Una cosa era decir que quería la
verdad y otra publicarla.
Pensó en lo que haría cuando perdiera sus prácticas. Ahora le queda-
ban menos de seis meses para graduarse. Era poco probable que otro
periódico contratara a la chica que se atrevió a llamar al Dios del Inf-
ramundo el peor de los dioses. Sabía que mucha gente compartía el
miedo de Adonis al Tártaro.
Justo cuando Demetri empezó a hablar, Perséfone dijo:
—Puedo explicarlo.
—¿Qué hay que explicar? —preguntó—. En tu artículo queda claro
lo que intentabas hacer aquí.
—Estaba enojada —explicó.
—Querías exponer una injusticia —dijo.
—Sí, pero hay más. No es toda la historia —dijo. En realidad, solo
había mostrado el Hades con una luz y no había ninguna luz en ab-
soluto, solo oscuridad.
—Espero que no lo sea —dijo Demetri.
—¿Qué? —Perséfone estaba confundida.
—Te pido que escribas más —dijo Demetri.
La Diosa de la Primavera estaba tranquila y Demetri continuó:
—Quiero más. ¿Qué tan pronto puedes tener otro artículo?
—¿Sobre Hades?
—Oh, sí. Solo has arañado la super cie de este dios.
—Pero pensé… ¿no le tienes… miedo?
Demetri dejó el papel y niveló su mirada con la de ella.
—Perséfone, te lo dije desde el principio. Buscamos la verdad aquí
en las Noticias Nueva Atenas y nadie sabe la verdad del Rey del Infra-
mundo, puedes ayudar al mundo a entenderlo.
Demetri hizo que todo pareciera inocente, pero Perséfone sabía que
lo que provocaría en Hades con ese artículo publicado hoy era solo
odio.
—Los que temen a Hades también son curiosos. Ellos querrán más y
tú vas a cumplir.
Perséfone se enderezó ante su orden directa. Demetri se puso de pie
y caminó hacia la pared de ventanas, con las manos a la espalda.
—¿Qué tal un reportaje quincenal?
—Eso es mucho, Demetri. Todavía estoy en la escuela —le recordó.
—Mensual, entonces —dijo—. ¿Qué le dices a… cinco, seis artículos?
—¿Tengo elección? —murmuró, pero Demetri aun así la escuchó. La
comisura de su boca se curvó—. No te subestimes, Perséfone. Solo
piensa que si esto es tan exitoso como creo que será, habrá una la
de gente esperando para contratarte cuando te gradúes.
Excepto que no importaría porque sería una prisionera no solo del
Inframundo, sino del Tártaro. Se preguntó cómo elegiría torturarla
Hades.
Probablemente se negará a besarte, pensó y puso los ojos en blanco.
—Tu próximo artículo está previsto para el primero —dijo—. Tenga-
mos un poco de variedad, no solo hablemos de sus negocios, ¿qué
más hace? ¿Cuáles son sus hobbies? ¿Cómo es realmente el Infra-
mundo?
Perséfone se sentía incómoda con las preguntas de Demetri, y duda-
ba si estas preguntas eran para él y no para el público.
Con eso, fue despedida. Salió de la o cina de Demetri y se sentó en
su escritorio sintiéndose aturdida. ¿Un reportaje mensual siguiendo
al Dios de los Muertos?
¿En qué te has metido, Perséfone? Gruñó. Hades nunca iba a estar de
acuerdo.
No tiene que estar de acuerdo, se recordó.
Tal vez esto le dé la oportunidad de negociar con Hades. ¿Podría ap-
rovechar la amenaza de más artículos para convencerlo de que la de-
jara fuera del contrato?
¿Y su promesa de castigo resultaría ser cierta?
Fue una hora o algo así más tarde cuando Hades llevó a Perséfone
afuera. Sostuvo su mano, dedos entrelazados, y llamó un nombre al
aire.
—¡Tánatos!
Perséfone estaba sorprendida cuando un dios vestido de negro apa-
reció ante ellos. Era joven y su cabello era blanco, lo que causaba que
sus facciones resaltaran, sus ojos color za ro y labios rojo sangre.
Dos cuernos negros de gayal sobresalían al costado de su cabeza.
Eran pequeños, con una ligera curva, y terminaba en a ladas puntas.
Largas alas negras brotaban de su espalda. Lucían pesadas y omino-
sas.
—Milord, milady —dijo Tánatos, inclinándose ante ellos.
—Tánatos, lady Perséfone tiene una lista de almas a las que le gusta-
ría ver. ¿Te importaría escoltarla?
—Estaría honrado, milord.
Hades la miró entonces.
—Te dejaré al cuidado de Tánatos.
—¿Te veré después? —preguntó.
—Si lo deseas —dijo, y levantó su mano hacia sus labios. Se sonrojó
cuando besó sus nudillos, lo que parecía tonto considerando todos
los lugares en los que esos labios habían estado.
Hades debió haber pensado lo mismo, porque se rio suavemente y se
desvaneció.
Perséfone se giró para enfrentar a Tánatos, encontrándose con esos
impactantes ojos azules.
—Entonces, tú eres Tánatos.
El dios sonrió.
—El mismísimo.
Estaba impresionada por lo amable y confortante que sonaba su voz.
Se sintió instantáneamente cómoda con él y hubo una parte de su ce-
rebro que comprendió que debía ser uno de sus dones, reconfortar a
los mortales cuyas almas estaba a punto de recolectar.
—Con eso que he estado ansioso por conocerte. Las almas hablan
bien de ti.
Sonrió.
—Disfruto estando con ellas. Hasta que visité Asfódelos, no tenía
una visión muy pací ca del Inframundo.
Lucía comprensivo, como si entendiera.
—Me lo imagino. El Mundo Superior ha convertido a la muerte en
malvada, y supongo que no puedo culparlos.
—Eres bastante comprensivo —observó.
—Bueno, paso un montón de tiempo en la compañía de mortales, y
siempre en sus peores o más duros momentos.
Ella frunció el ceño. Parecía triste que esta fuera la existencia de Tá-
natos, la Muerte rápidamente apaciguó.
—No sufra por mí, milady. La sombra de la muerte es a menudo un
consuelo para el moribundo.
Decidió que realmente le gustaba Tánatos.
—¿Vamos a encontrar a estas almas con las que deseas hablar? —
preguntó rápidamente, cambiando el tema.
—Sí, por favor —dijo, tendiéndole la lista que había hecho en su pri-
mer día en Noticias Nueva Atenas cuando había empezado su búsqu-
eda sobre Hades—. ¿Puedes llevarme a alguna de estas?
Las cejas de Tánatos se unieron mientras leía la lista, e hizo una mu-
eca. No creyó que ese fuera un buen signo.
—Si se me permite, ¿por qué estas almas?
—Creo que todas tenían algo en común antes de morir —dijo Persé-
fone—. Un contrato con Hades.
—Lo tenían —concordó Tánatos. A Perséfone le sorprendió que lo
supiera—. Y deseas… ¿entrevistarlas? ¿Para tu artículo?
—Sí.
Perséfone se encontró respondiendo vacilantemente, repentinamente
insegura. ¿Tánatos compartía la opinión de Menta?
La Muerte dobló el trozo de papel y dijo:
—Te llevaré con ellos. Sin embargo, creo que estarás decepcionada.
No tuvo de preguntar por qué, cuando Tánatos estiró sus alas, las
dobló alrededor de ella y se teletransportaron.
Cuando fue liberada de su agarre emplumado, estaban en medio de
un campo. Lo primero que notó fue el silencio. Era diferente aquí,
una cosa tangible que tenía peso y presionaba contra sus oídos. El
césped debajo de sus pies era de color dorado, y los árboles altos y
frondosos, llenos de fruta. El lugar era hermoso y pací co.
—¿Dónde estamos?
—Estos son los Campos Elíseos —respondió Tánatos.
—Yo… no entiendo.
Los Campos Elíseos eran conocidos como la Isla de los Bendecidos,
reservados para los héroes y aquellos que tuvieron una vida pura y
honrada, dedicada a los dioses. Eso estaba lejos de la verdad de las
almas de la lista que le había dado a Tánatos. Estas eran personas
que habían luchado en vida, tomado malas decisiones, entre ellas ne-
gociar con Hades, que terminaron con sus vidas.
Tánatos le ofreció una pequeña sonrisa, como si entendiera su confu-
sión.
—Es un paraíso. Un santuario. Es donde el a igido viene a sanar en
paz y soledad. Es el lugar al que Hades envió a las almas en la lista
que diste cuando murieron.
Miró hacia las planicies donde permanecían varias almas. Eran her-
mosos fantasmas, vestidos de blanco y resplandeciendo, pero más
que eso, sabía que este lugar era sanador. Su corazón se sentía más
ligero, aliviado de la frustración e ira que sintió en el último par de
meses.
—¿Por qué? ¿Se sintió culpable? —Tánatos le dio una mirada con-
fundida—. Él es la razón por la que murieron —explicó—. Hizo un
trato con ellos, y cuando no pudieron cumplirlo, tomó sus almas.
—Ah —dijo Tánatos, como si entendiera ahora—. Lo malentiendes.
Hades no decide cuándo vienen las almas al Inframundo. Las Moiras
lo hacen.
—Pero es el Señor del Inframundo. ¡Él hace los contratos!
—Hades es el Señor del Inframundo, pero no es la muerte, ni el des-
tino. Puede que veas un trato con un mortal, pero Hades realmente
está negociando con las Moiras. Puede ver el hilo de vida de cada
humano, sabe cuándo está cargada su alma, y desea cambiar la tra-
yectoria. Algunas veces las Moiras tejen un nuevo futuro, algunas
veces cortan el hilo.
—Seguramente tiene in uencia.
Tánatos se encogió de hombros.
—Es un balance. Todos entendemos eso. Hades no puede salvar a to-
das las almas y no todas las almas quieren ser salvadas.
Estuvo en silencio por un largo rato. Comprendió que realmente no
había estado escuchando a Hades. Le había dicho antes que las Mo-
iras estaban envueltas en su toma de decisiones, y que era un balan-
ce, un dar y tomar. Sin embargo, no había pensado dos veces en sus
palabras.
No había pensado en un montón de cosas.
Pero eso no cambiaba el hecho de que podía ofrecerles a los mortales
un mejor camino para sobrellevar sus batallas. Lo que sí signi caba
era que las intenciones de Hades eran mucho más nobles de lo que
había dado crédito.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó, repentinamente enojada.
¿Por qué le dejó pensar esas horribles cosas sobre él? ¿Quería que lo odiara?
Tánatos siguió sonriendo.
—Lord Hades no tiene el hábito de intentar convencer al mundo de
que es un buen dios.
Eres la peor clase de dios, le había dicho.
Su pecho se apretó por el recuerdo de las palabras. No podía armo-
nizar sus sentimientos. Aunque estaba aliviada de que Hades no fu-
era tan monstruoso o insensible como había creído al principio, ¿por
qué le arrastró a un contrato? ¿Qué veía cuando la miraba?
Tánatos le ofreció su brazo y aceptó. Atravesaron el campo. A dife-
rencia de los asfódelos, las alamas aquí estaban en silencio y conten-
tas de estar solas. Ni siquiera parecían comprender que dos dioses
caminaban entre ellos.
—¿Hablan?
—Sí, pero las almas que residen en los Elíseos deben beber del Lete.
No pueden tener recuerdos de su tiempo en el Mundo Superior si
van a reencarnar.
—¿Cómo pueden sanar si no poseen recuerdos?
—Ningún alma ha sanado nunca ahondando el pasado —respondió
Tánatos.
—¿Cuándo reencarnarán?
—Cuando sanen.
—¿Y cuánto les toma sanar?
—Varía… Meses, años, décadas, pero no hay prisa —respondió Tá-
natos—. Todo lo que tenemos es tiempo.
Supuso que eso era cierto para todas las almas, vivas o muertas.
—Hay unas cuantas almas que reencarnarán en menos de una sema-
na —dijo Tánatos—. Creo que las almas del Asfódelos están plane-
ando una celebración. Deberías unirte a ellos.
—¿Qué hay de ti? —preguntó Perséfone.
Ofreció una pequeña risa.
—No creo que las almas deseen que su recolector se les una para una
celebración.
—¿Cómo lo sabes?
Tánatos abrió su boca, y entonces admitió:
—Supongo que no lo sé.
—Creo que deberías ir. Todos deberíamos, incluso Hades.
Tánatos lucía completamente entretenido.
—Puedes contar con mi presencia, milady, aunque no puedo hablar
por lord Hades.
Caminaron un rato en silencio, y entonces Perséfone dijo:
—Hades hace tanto por sus almas… excepto… vivir junto a ellas.
Tánatos no respondió inmediatamente, y Perséfone se detuvo, enf-
rentando a la Muerte.
—Cuando Asfódelos hizo una esta en su honor, me dijo que no iba
porque no era digno de su celebración. ¿Por qué?
—Lord Hades tiene muchas cargas, como todos. La más pesada de
ellas es el arrepentimiento.
—¿Arrepentimiento por qué?
—Porque no siempre fue tan generoso.
Perséfone dejó que ese comentario se hundiera. ¿Así que Hades se ar-
repentía de su pasado, y por eso se negaba a celebrar su presente? Eso era
ridículo y dañino. Tal vez la razón por la que nunca intentó cambiar
lo que otros pensaban de él era porque creía todo lo que la gente de-
cía.
Probablemente le creyó a ella, ya que dijo que sus palabras eran tan
importantes para él.
—Ven, milady —dijo Tánatos—. Te llevaré de regreso al palacio.
Mientras los dos caminaban, ella preguntó:
—¿Cuánto ha pasado desde que organizó una esta en el palacio?
Las cejas de Tánatos se elevaron.
—No creo que alguna vez lo haya hecho.
Eso estaba a punto de cambiar, así como la opinión de Hades sobre
sí mismo.
Antes de dejar el Inframundo, se detuvo para informar a Hécate sob-
re sus planes, y también para decirle de su recién descubierta habili-
dad para sentir la vida.
Los ojos de Hécate se ampliaron.
—¿Estás segura?
Asintió.
—¿Puedes ayudarme, Hécate?
Le alegraba sentir magia, pero no tenía idea de cómo emplearla. Si
pudiera aprender cómo usarla, y rápido, podría cumplir los térmi-
nos de su contrato con Hades.
—Querida mía —dijo Hécate—. Por supuesto que te ayudaré.
Capítulo XXI - Un toque de locura
Lexa tomó las noticias de que había estado viviendo con una diosa
por los últimos cuatro años con calma. Sus emociones oscilaban des-
de sentimientos de traición a la incredulidad. Perséfone comprendió.
Lexa valoraba la verdad, y había descubierto que la persona a la que
llamó su mejor amiga toda su vida había estado mintiendo sobre una
gran parte de su identidad.
—¿Por qué me lo ocultaste? —preguntó Lexa.
—Fue un acuerdo que hice con mi madre —dijo—. Además, quería
saber cómo era llevar una vida normal.
—Entiendo eso —dijo Lexa—. Amiga, tu madre es una perra —dijo,
y entonces se agachó como si esperara que un rayo la alcanzara—.
¿Me matará por decir eso?
—Está demasiado enojada conmigo y llena de odio por Hades para
siquiera pensar en ti —replicó Perséfone.
Lexa negó y solo contempló a su mejor amiga. Había invocado un
glamour humano con la ayuda de la magia de Hades y ahora esta-
ban sentados juntos en la sala. Se habría sentido como cualquier otro
día si no hubiera sido despojada de la magia de su madre y expuesta
como una diosa. Afortunadamente, Hades la ayudó.
—No puedo creer que seas la Diosa de la Primavera. ¿Qué puedes
hacer?
Perséfone se sonrojó.
—Bueno, esa es la cosa. Estoy aprendiendo a usar mis poderes.
Explicó que, hasta hace poco, no había sido capaz de sentir su magia
y que estaba trabajando en aprender a canalizarlo.
—Solía querer ser como los otros dioses —dijo—. Pero cuando mis
poderes nunca se desarrollaron, solo quise estar en alguna parte
donde fuera buena en algo.
Lexa colocó su mano sobre la de Perséfone.
—Eres buena en muchas cosas, Perséfone. Especialmente en ser una
diosa.
Se mofó.
—¿Cómo lo sabrías? Acabas de descubrir que lo soy.
—Lo sé porque eres bondadosa, compasiva, y luchas por tus creenci-
as, pero, principalmente, luchas por las personas. Eso es lo que se su-
pone que hacen los dioses, y alguien debería recordarles, porque un
montón de ellos lo han olvidado. —Se detuvo—. Tal vez por eso na-
ciste.
Perséfone apartó las lágrimas de sus ojos.
—Te amo, Lex.
—También te amo, Perséfone.
Scarle St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene una maest-
ría en Bibliotecología y Estudios de la Información. Está obsesionada
con la mitología griega, los misterios de asesinatos, el amor y el más
allá. Si estás obsesionado con estas cosas, entonces te gustarán sus
libros.