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Sinopsis

Perséfone es la Diosa de la Primavera solo por el título. La verdad es


que, desde que era una niña, las ores se han marchitado al tocarlas.
Después de mudarse a Nueva Atenas, espera llevar una vida sencilla
disfrazada de periodista mortal.
Hades, Dios de los Muertos, ha construido un imperio de apuestas
en el mundo mortal y se rumorea que sus favoritas son las imposib-
les.
Después de un encuentro casual con Hades, Perséfone se ve atrapa-
da en un contrato con el dios y los términos son imposibles: Debe
crear vida en el Inframundo o perderá su libertad para siempre.
Sin embargo, la apuesta no hace más que exponer el fracaso de Per-
séfone como diosa. Mientras lucha por sembrar las semillas de su li-
bertad, el amor por el Dios del Inframundo crece, aun sabiendo que
está prohibido.
Capítulo I - El narciso

Perséfone se sentó a la luz del sol.


Había elegido su lugar habitual en La Casa del Café, una mesa al
aire libre con vistas a la concurrida calle peatonal. El paseo estaba
bordeado por árboles y huertos repletos de áster púrpura y alyssum
rosa dulce y blanco. Una ligera brisa llevaba el aroma de la primave-
ra y el aire meloso era apacible.
Era un día perfecto, y aunque Perséfone había venido aquí para estu-
diar, le resultaba difícil concentrarse porque sus ojos se veían atra-
ídos por el ramo de narcisos que estaba en el delgado jarrón de su
mesa. El ramo era pequeño, solo dos o tres nos tallos, y sus pétalos
eran rígidos, marrones y rizados como los dedos de un cadáver.
Los narcisos eran la or y el símbolo de Hades, el Dios de los Muer-
tos. No solían decorar mesas, sino ataúdes. Su presencia en La Casa
del Café probablemente signi caba que el propietario estaba de luto,
que era realmente la única vez que los mortales adoraban al Dios del
Inframundo.
Perséfone siempre se preguntó cómo se sentiría Hades al respecto, o
si le importaba. Después de todo, era más que solo el Rey del Infra-
mundo. Siendo el más rico de todos los dioses, se había ganado el tí-
tulo, y había invertido su dinero en algunos de los clubes más popu-
lares de Nueva Grecia, y no eran cualquier club. Eran locales de ju-
ego de élite. Se decía que a Hades le gustaba una buena apuesta y
que rara vez aceptaba una cuyo premio no fuera el alma humana.
Perséfone había escuchado mucho sobre los clubes mientras estaba
en la universidad, y su madre, que a menudo expresaba su desagra-
do por Hades, también se había pronunciado en contra de sus nego-
cios.
—Ha asumido el papel de titiritero. —Había reprendido Deméter—. De-
cidir destinos como si fuera uno de los Moirai. Debería estar avergonzado.
Perséfone nunca había estado en uno de los clubes de Hades, pero
tenía que admitir que sentía curiosidad por la gente que asistía y el
dios que los regentaba. ¿Qué poseía a la gente para negociar su al-
ma? ¿Era un deseo de dinero, amor o riqueza?
¿Y qué decía eso sobre Hades? ¿Que tenía toda la riqueza del mundo
y solo buscaba aumentar su dominio en lugar de ayudar a la gente?
Pero esas eran preguntas para otro momento.
Perséfone tenía trabajo que hacer.
Bajó la mirada del narciso y se centró en su computadora portátil.
Era jueves y había dejado la escuela hacía una hora. Pidió su la e de
vainilla habitual y se dispuso a terminar su ensayo de investigación
para poder concentrarse en su pasantía en Noticias Nueva Atenas, la
principal fuente de noticias en Nueva Atenas. Empezaba mañana, y
si las cosas iban bien, tendría un trabajo después de graduarse en se-
is meses.
Estaba ansiosa por probarse a sí misma.
Su pasantía se llevaba a cabo en la sexagésima planta de la Acrópo-
lis, un hito en Nueva Atenas, ya que era el edi cio más alto de la ci-
udad con ciento un pisos. Una de las primeras cosas que hizo Persé-
fone cuando se mudó aquí fue tomar un ascensor hasta el observato-
rio del último piso, donde podía ver la ciudad en su totalidad. Fue
como lo había imaginado: hermoso, vasto y emocionante. Cuatro
años después, era difícil creer que iría allí casi a diario por trabajo.
Su teléfono sonó sobre la mesa, llamando su atención. Encontró un
mensaje de su mejor amiga, Lexa Sideris. Lexa fue su primera amiga
cuando se mudó a Nueva Atenas. Se giró para mirar a Perséfone en
clase y le preguntó si quería formar pareja para su laboratorio. Habí-
an sido inseparables desde entonces. Perséfone se había sentido atra-
ída por la personalidad de Lexa: tenía tatuajes, cabello negro como la
noche, y admiración por la Diosa de la Brujería, Hécate.
¿Dónde estás?
Perséfone respondió:
La Casa del Café.
¿Por qué? ¡Tenemos que celebrar!
Sonrió. Desde que le había dicho a Lexa sobre su pasantía hace dos
semanas, la había estado acosando para que saliera a tomar algo.
Perséfone había logrado posponer la salida, pero se estaba quedando
sin excusas rápidamente y Lexa lo sabía.
Perséfone envió un mensaje de texto.
Estoy celebrando. Con un la e de vainilla.
No con café. Alcohol. Chupitos. Tú + Yo. Esta noche.
Antes de poder responder, una camarera se acercó con una bandeja
y su humeante la e. Perséfone venía aquí con la su ciente frecuencia
como para saber que la chica era tan nueva como los narcisos. Su ca-
bello estaba en dos trenzas y sus ojos eran oscuros y estaban rode-
ados por gruesas pestañas.
La chica sonrió y preguntó:
—¿La e de vainilla?
—Sí —dijo Perséfone.
La camarera dejó la taza y luego se colocó la bandeja debajo del bra-
zo.
—¿Necesitas algo más?
Perséfone se encontró con la mirada de la chica.
—¿Crees que lord Hades tiene sentido del humor?
No era una pregunta seria, y Perséfone pensó que sería gracioso, pe-
ro los ojos de la chica se agrandaron y respondió:
—No sé a qué te re eres.
La camarera estaba claramente incómoda, probablemente al escuc-
har el nombre de Hades. La mayoría intentaba evitar decirlo, o lo lla-
maban Aidoneus para evitar llamar su atención, pero Perséfone no te-
nía miedo. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que ella era
una diosa.
—Creo que debe tener sentido del humor —explicó—. Los narcisos
son un símbolo de la primavera y el renacimiento. —Sus dedos se
cernieron sobre los pétalos marchitos. En todo caso, la or debería
ser su símbolo—. ¿Por qué más lo reclamaría como suyo?
Perséfone devolvió la mirada a la chica y sus mejillas se sonrojaron.
Balbuceó:
—A—avísame si necesitas algo.
Inclinó la cabeza y volvió a trabajar.
Perséfone sacó una foto de su la e y se la envió a Lexa antes de to-
mar un sorbo.
Se puso los auriculares y consultó su agenda. Le gustaba ser organi-
zada, pero más que eso, le gustaba estar ocupada. Sus semanas esta-
ban repletas: escuela los lunes, miércoles y jueves, y hasta tres horas
cada día en su pasantía. Cuanto más hacía, más excusas tenía para
no volver a casa a ver a su madre en Olimpia.
La próxima semana, tenía un examen de historia y un ensayo para la
misma clase. Sin embargo, no estaba preocupada. La historia era una
de sus materias favoritas. Hablaban de El Gran Descenso, el nombre
que se le dio al día en que los dioses llegaron a la tierra, y La Gran
Guerra, las terribles y sangrientas batallas que siguieron.
No pasó mucho tiempo antes de que Perséfone se perdiera en su in-
vestigación y escritura. Estaba leyendo a un erudito que a rmaba
que la decisión de Hades de resucitar a los héroes de Zeus y Atenea
había sido el factor decisivo en la batalla nal cuando un par de ma-
nos bien cuidadas cerraron de golpe su portátil. Saltó y miró a un
par de llamativos ojos azules, puestos en un rostro ovalado enmarca-
do por espeso cabello negro.
—Adivina. Qué.
Perséfone se quitó los auriculares.
—Lexa, ¿qué haces aquí?
—Iba caminando a casa después de clase y pensé en pasarme y con-
tarte las buenas noticias.
Daba saltitos de emoción, su cabello negro azulado balanceándose
con ella.
—¿Qué noticias? —preguntó Perséfone.
—¡Nos metí en Nevernight! —Lexa apenas podía controlar su voz, y
ante la mención del famoso club, varias personas se volvieron a mi-
rar.
—¡Shh! —ordenó Perséfone—. ¿Quieres que nos maten?
—No seas ridícula. —Lexa puso los ojos en blanco, pero bajó la voz,
sabiendo que Perséfone no estaba exagerando. Era imposible entrar a
Nevernight. Había una lista de espera de tres meses y Perséfone sa-
bía por qué.
Nevernight era propiedad de Hades.
La mayoría de las empresas propiedad de los dioses eran increíble-
mente populares. La línea de vinos de Dionisio se agotó en segundos
y se rumoreaba que contenía ambrosía. También era muy común que
los mortales se encontraran en el Inframundo después de beber de-
masiado del néctar.
Los vestidos de alta costura de Afrodita eran tan codiciados, que una
chica fue asesinada por uno hace solo unos meses. Hubo un juicio y
todo.
Nevernight no era diferente.
—¿Cómo te las arreglaste para entrar en la lista? —preguntó Perséfo-
ne.
—Un chico de mi pasantía no puede asistir. Lleva dos años en lista
de espera. ¿Puedes creer la suerte? Tú. Yo. Nevernight. ¡Esta noche!
—No puedo ir.
Los hombros de Lexa cayeron.
—Vamos, Perséfone. ¡Nos metí en Nevernight! ¡No quiero ir sola!
—Lleva a Iris.
—Quiero llevarte a ti. Se supone que estamos celebrando. Además,
¡esto es parte de tu experiencia universitaria!
Perséfone estaba bastante segura de que Deméter no estaría de acu-
erdo. Le había prometido a su madre varias cosas antes de venir a
Nueva Atenas para asistir a la universidad, entre ellas, que se man-
tendría alejada de los dioses.
Por supuesto, no había cumplido muchas de sus promesas. Había
cambiado su especialidad de botánica a mitad de su primer semestre
para hacer periodismo. Nunca olvidaría la sonrisa tensa de su madre
o la forma en que había dicho “qué bien” entre dientes cuando des-
cubrió la verdad. Perséfone había ganado la batalla, pero Deméter
declaró la guerra. Al día siguiente, dondequiera que fuera, también
iba una de sus ninfas.
Aun así, especializarse en botánica no era tan importante como man-
tenerse alejada de los dioses, ya que estos no sabían de su existencia.
Bueno, sabían que Deméter tenía una hija, pero nunca la habían pre-
sentado en la corte de Olimpia. Y de nitivamente no sabían que se
estaba haciendo pasar por mortal. No estaba segura de cómo reacci-
onarían los dioses al descubrirla, pero sabía cómo reaccionaría el
mundo entero, y no sería bueno. Tendrían un nuevo dios del cual ap-
render y al que observar. No sería capaz de existir, perdería la liber-
tad que acababa de obtener, y no estaba interesada en eso.
No solía estar de acuerdo con su madre, pero incluso ella sabía que
era mejor llevar una vida normal y mortal. No era como otros dioses
y diosas.
—Realmente necesito estudiar y escribir un ensayo, Lexa. Además,
comienzo mi pasantía mañana.
Estaba decidida a causar una buena impresión, y presentarse con re-
saca o sin dormir en su primer día no era la manera de hacerlo.
—¡Has estudiado!
Lexa señaló su computadora portátil y la pila de notas sobre la mesa.
Pero lo que Perséfone realmente había estado haciendo era estudiar
una or y pensar en el Dios de los Muertos.
—Y ambas sabemos que ya has escrito ese ensayo, eres una perfecci-
onista.
Las mejillas de Perséfone se sonrojaron. ¿Y qué si era verdad? La es-
cuela era lo primero y único en lo que era buena.
—¡Por favor, Perséfone! Nos iremos temprano para que puedas des-
cansar un poco.
—¿Qué voy a hacer en Nevernight, Lex?
—¡Bailar! ¡Beber! ¡Besar a alguien! ¿Quizás jugar un poco? No lo sé,
pero, ¿no es eso lo divertido?
Perséfone se sonrojó de nuevo y desvió la mirada. El narciso pareció
devolverle la mirada, re ejando todos sus fracasos. Nunca había be-
sado a un chico. Nunca había estado rodeada de hombres hasta que
llegó a la universidad, e incluso entonces, mantuvo la distancia, prin-
cipalmente por temor a que su madre se materializara y los hiriera.
No era una exageración. Deméter siempre la había advertido contra
los hombres.
—Eres dos cosas para los dioses —le había dicho cuando era muy joven
—. Un juego de poder, o un juguete.
—Seguro que te equivocas, madre. Los dioses se enamoran. Hay varios que
están casados.
Deméter se había reído.
—Los dioses se casan por el poder, mi or.
Y, a medida que se hizo mayor, se dio cuenta de que lo que decía su
madre era cierto. Ninguno de los dioses que estaban casados real-
mente se amaban, y, en cambio, pasaban la mayor parte de su tiem-
po engañando y luego buscando venganza por la traición.
Eso signi caba que Perséfone iba a morir virgen, porque Deméter
también había dejado en claro que los mortales tampoco eran una
opción.
—Ellos… envejecen —dijo con disgusto.
Perséfone había decidido no discutir con su madre sobre que la edad
no importaba si era amor verdadero, porque se había dado cuenta de
que no se trataba de ser una divinidad o mortal, era que su madre no
creía en el amor.
Bueno, al menos, no amor romántico.
—Yo… no tengo nada que ponerme —intentó débilmente.
—Puedes tomar prestada cualquier cosa de mi armario. Incluso te
peinaré y maquillaré. Por favor, Perséfone.
Frunció los labios, considerándolo.
Tendría que escabullirse de las ninfas que su madre había plantado
en su apartamento y fortalecer su glamour1, lo que causaría proble-
mas. Deméter querría saber por qué de repente necesitaba más ma-
gia. Por otra parte, podría culpar a su pasantía por el glamour adici-
onal.
Sin ese glamour el anonimato de Perséfone se arruinaría, ya que ha-
bía una característica obvia que identi caba a todos los dioses como
divinos, y eran sus cuernos. Los de Perséfone eran blancos y se ele-
vaban directamente en el aire como los de un cudú2 adulto, y aunque
su glamour habitual nunca había fallado entre los mortales, no esta-
ba tan segura de que funcionara para un dios tan poderoso como
Hades.
—Realmente no quiero conocer a Hades —dijo al n.
Esas palabras sabían amargas en su lengua porque eran una mentira.
Una declaración más verdadera sería que sentía curiosidad por él y
su mundo. Le parecía interesante que fuera tan esquivo y las apues-
tas tan espantosas que hacía con los mortales. El Dios de los Muertos
representaba todo lo que ella no era, algo oscuro y tentador.
Tentador porque era un misterio y los misterios eran aventuras, y
eso es lo que Perséfone realmente ansiaba. Tal vez era la periodista
en ella, pero le gustaría hacerle algunas preguntas.
—Hades no estará allí —dijo Lexa—. ¡Los dioses nunca dirigen sus
propios negocios!
Eso era cierto, y probablemente aún más para Hades. Era bien sabi-
do que prefería la oscuridad del Inframundo.
Lexa miró a Perséfone durante un largo momento y luego se inclinó
sobre la mesa de nuevo.
—¿Se trata de tu madre? —preguntó en voz baja.
Perséfone miró a su amiga, sorprendida. No hablaba de su madre.
Creía que, cuanto menos se supiera de ella, menos preguntas tendría
que responder y menos mentiras tendría que decir.
—¿Cómo supiste? —Fue lo único que se le ocurrió preguntar.
Lexa se encogió de hombros.
—Bueno, nunca hablas de ella y vino al apartamento hace un par de
semanas mientras estabas en clase.
—¿Qué? —La boca de Perséfone se abrió. No sabía nada de esa visita
—. ¿Qué dijo? ¿Por qué no me lo contaste?
Lexa levantó las manos.
—Está bien, lo primero, tu madre da miedo. Quiero decir, es hermo-
sa como tú, pero… —Lexa hizo una pausa para temblar—. Fría. En
segundo lugar, me dijo que no te lo dijera.
—¿Y la escuchaste?
—Bueno, sí. Pensé que te lo diría. Dijo que esperaba sorprenderte,
pero como no estabas en casa, simplemente llamaría.
Perséfone puso los ojos en blanco. Deméter nunca la había llamado.
Probablemente era porque había estado allí buscando algo.
—¿Entró en nuestro apartamento?
—Pidió ver tu habitación.
—Maldita sea. —Tendría que revisar los espejos. Era posible que su
madre hubiera dejado un encantamiento para poder ver lo que ha-
cía.
—De todas formas, tengo la sensación de que es… sobreprotectora.
Ese era el eufemismo del año. Deméter era sobreprotectora hasta tal
punto que Perséfone prácticamente no tuvo contacto con el mundo
exterior hasta los dieciocho años de vida.
—Sí, es una perra.
Lexa arqueó las cejas, luciendo divertida.
—Tus palabras, no las mías. —Hizo una pausa y luego añadió—:
¿Quieres hablar de eso?
—No —dijo. Hablar de eso no haría que se sintiera mejor, pero un
viaje a Nevernight podría hacerlo. Sonrió—. Pero iré contigo esta
noche.
Probablemente se arrepentiría de la decisión mañana, especialmente
si su madre se enteraba, pero en este momento se sentía rebelde, y
¿qué mejor manera de rebelarse que ir al club del dios menos favori-
to de su madre?
—¿De verdad? —Lexa aplaudió—. ¡Oh, dioses míos, nos divertire-
mos mucho, Perséfone! —Lexa se puso de pie de un salto—. ¡Tene-
mos que empezar a prepararnos!
—Son solo las tres.
—Eh, sí. —Lexa tiró de su largo y oscuro cabello—. Este cabello está
asqueroso. Además, lleva una eternidad peinarlo, y ahora tengo que
peinarte y maquillarte también. ¡Tenemos que empezar ahora!
Perséfone no hizo ningún movimiento para irse.
—Te alcanzaré en un momento —dijo—. Promesa.
Lexa sonrió.
—Gracias, Perséfone. Esto será genial. Ya verás.
Lexa la abrazó antes de prácticamente salir bailando por la calle.
Sonrió al verla irse. En ese momento, la camarera de antes regresó y
se estiró para tomar la taza de Perséfone. La mano de la diosa salió
disparada, sujetando la muñeca de la chica con fuerza.
—Si informas a mi madre de algo de esto, te mataré.
Era la misma chica de antes con sus lindas trenzas y ojos oscuros, pe-
ro debajo del glamour de la joven universitaria, los rasgos de una
ninfa resultaban evidentes: nariz pequeña, ojos vibrantes y rasgos
angulosos. Perséfone se había dado cuenta antes, cuando la chica le
había traído su bebida, pero no había sentido la necesidad de decir-
lo. Simplemente estaba haciendo lo que Deméter le dijo que hiciera:
espiar. Pero después de la conversación con Lexa, Perséfone no qu-
ería correr riesgos.
La chica se aclaró la garganta y no miró a Perséfone.
—Si tu madre descubre que mentí, me matará.
—¿A quién temes más? —Perséfone había aprendido hacía mucho ti-
empo que las palabras eran su arma más poderosa.
Apretó su agarre en la muñeca de la chica antes de soltarla. La ninfa
limpió rápidamente y se escapó. Perséfone tuvo que admitir que se
sentía mal por la amenaza, pero odiaba que la observaran y la sigui-
eran. Las ninfas eran como las garras de Deméter, y estaban alojadas
en la piel de Perséfone.
Sus ojos se posaron en el narciso moribundo y acarició los pétalos
marchitos con la punta de los dedos. Con el toque de Deméter, se
habría llenado de vida, pero con el suyo, se rizó y se desmoronó.
Perséfone podría ser la hija de Deméter y la Diosa de la Primavera,
pero no podía hacer crecer ni una maldita cosa.

1 El glamour es la magia más simple que existe, y es la magia más extensamente utilizada
debido a su necesidad: oculta el Mundo de las Sombras de los mundanos. Permite poner
una falsa cubierta sobre algo.
2 Es un antílope africano de gran tamaño y notable cornamenta, que habita las sabanas bos-
cosas del África austral y oriental.
Capítulo II - Nevernight

Nevernight era una esbelta pirámide de obsidiana sin ventanas. Era


más alta que los brillantes edi cios que la rodeaban y, desde la dis-
tancia, parecía una alteración del tejido de la ciudad. La torre se po-
día ver desde cualquier lugar de Nueva Atenas. Deméter creía y de-
cía a menudo que la única razón por la que Hades construyó la torre
tan alta era para recordar a los mortales su vida nita.
Cuanto más tiempo permanecía a la sombra del club de Hades más
ansiosa se ponía. Lexa había ido a hablar con un par de chicas que
reconoció de la escuela al nal de la la, dejándola sola. Estaba fuera
de su elemento, rodeada de extraños, preparándose para entrar en el
territorio de otro dios con un vestido sexy y revelador. Se encontró
cruzando y descruzando os brazos, incapaz de decidir si quería ocul-
tar el escote del atuendo o mostrarlo. Le había pedido prestado el
vestido rosa brillante a Lexa, que tenía muchas menos curvas. Su ca-
bello caía en rizos sueltos alrededor de su rostro, y Lexa le había ap-
licado un mínimo de maquillaje para mostrar su belleza natural.
Si su madre la viera ahora, la enviaría de regreso al invernadero, o
como Perséfone había llegado a llamarlo, la prisión de cristal.
Ese pensamiento hizo que su estómago diera un vuelco. Miró a su al-
rededor, preguntándose si los espías de Deméter estarían cerca. ¿Su
amenaza a la camarera de La Casa del Café había sido su ciente para man-
tener a la chica en silencio sobre sus planes con Lexa? Desde que le había
dicho a su mejor amiga que vendría esta noche, su imaginación se
había desbocado con todas las formas en que Deméter podría casti-
garla si la atrapaba. A pesar de las formas cariñosas de su madre, era
vengativa y castigadora. De hecho, Deméter tenía toda una parcela
en el invernadero dedicada al castigo: cada or que crecía allí había
sido una ninfa, un rey, una criatura que había provocado su ira.
Fue esa ira lo que la volvió paranoica y la hizo mirar todos los espej-
os de su casa cuando regresó al apartamento.
—¡Oh, mis dioses! —Lexa era una visión en rojo y los ojos la sigui-
eron mientras regresaba junto a Perséfone—. ¿No es hermoso?
Perséfone casi se rio. No estaba tan impresionada con la majestuosi-
dad de los dioses, si hacían alarde de su riqueza, inmortalidad y po-
der, al menos podrían ayudar a la humanidad. En cambio, los dioses
pasaban su tiempo enfrentando mortales contra mortales y destru-
yendo y reformando el mundo por diversión.
Volvió a mirar hacia la torre y frunció el ceño.
—El negro no es realmente mi color.
—Cantarás una melodía diferente cuando pongas los ojos en Hades
—dijo Lexa.
Perséfone miró a su compañera de cuarto.
—¡Me dijiste que no estaba aquí!
Lexa puso sus manos sobre los hombros de Perséfone y la miró a los
ojos.
—Perséfone. No me malinterpretes, eres sexy y todo eso, pero… ¿cu-
áles son las probabilidades reales de que captes la atención de Ha-
des? Este lugar está lleno.
Lexa tenía razón y, sin embargo, ¿y si su glamour fallaba? Sus cuer-
nos llamarían la atención de Hades. No había forma de que dejara
pasar la oportunidad de enfrentarse a otro dios en sus instalaciones,
especialmente a uno que nunca conoció.
A Perséfone se le hizo un nudo en el estómago, jugueteó con su ca-
bello y se alisó el vestido. No se dio cuenta de que Lexa la estaba mi-
rando hasta que dijo:
—Sabes, puedes ser honesta y admitir que te gustaría conocerlo.
La risa de Perséfone fue temblorosa.
—No quiero conocer a Hades.
No estaba segura de por qué era tan difícil decir que estaba interesa-
da, pero no se atrevía a admitir que tal vez quisiera conocer al dios.
Lexa la miró con complicidad, pero antes de que su mejor amiga pu-
diera decir algo, llegaron gritos desde el frente de la la. Perséfone
miró a su alrededor para ver lo que estaba pasando.
Un hombre trató de golpear a un gran ogro que custodiaba la entra-
da al club; Hades empleaba a estas criaturas para proteger su fortale-
za, que eran notoriamente despiadados y brutales. Por supuesto, fue
una idea terrible, el ogro ni siquiera parpadeó cuando su mano se
cerró sobre la muñeca del hombre. De las sombras, emergieron dos
ogros más. Eran grandes y estaban vestidos de negro.
—¡No! ¡Espera! ¡Por favor! ¡Solo quiero… solo la necesito de vuelta!
—se lamentó el hombre a medida que las criaturas lo agarraban y lo
arrastraban por la acera.
Pasó mucho tiempo antes que Perséfone ya no pudiera oír su voz.
A su lado, Lexa suspiró.
—Siempre hay uno.
Perséfone la miró interrogante.
Lexa se encogió de hombros.
—¿Qué? Siempre hay una historia en la Delphi Divine sobre algún
mortal que intenta irrumpir en el Inframundo para rescatar a sus se-
res queridos.
La Delphi Divine era la revista de chismes favorita de Lexa. Había po-
cas cosas que rivalizaran con la obsesión de Lexa por los dioses, ex-
cepto la moda, quizás.
—Pero eso es imposible —respondió Perséfone.
Todos sabían que Hades era conocido por imponer las fronteras de
su reino: ningún alma entraba o salía sin su conocimiento.
Perséfone tenía la sensación de que le pasaba lo mismo a su club.
Y ese pensamiento envió escalofríos por su espalda.
—No impide que la gente lo intente —dijo Lexa.
Cuando ella y Lexa estuvieron bajo la mirada del ogro, Perséfone se
sintió expuesta. Una mirada a los ojos redondos de la criatura, y casi
se marchó. En cambio, cruzó los brazos sobre el pecho y trató de evi-
tar mirar el rostro deformado del monstruo durante demasiado ti-
empo. Estaba cubierto de forúnculos y tenía una boca que dejaba al
descubierto unos dientes amarillos y a lados como navajas. No le
preocupaba que la criatura pudiera ver a través de su encantamien-
to, ya que la magia de su madre superaba a la de los ogros, sabía que
su madre tenía muchos espías a lo largo de Nueva Atenas. Nunca se
podía ser demasiado precavida.
Lexa dio su nombre y el ogro hizo una pausa mientras hablaba por
un micrófono en solapa de su chaqueta. Después de un momento,
extendió la mano y abrió la puerta de Nevernight.
Perséfone se sorprendió al descubrir que el pequeño espacio en el
que entraron era oscuro y silencioso y había dos ogros más. Los reco-
noció de antes, cuando se llevaron al hombre del club.
Los ogros recorrieron con la mirada a Lexa y Perséfone y luego pre-
guntaron:
—¿Bolsos?
Abrieron sus bolsos para que los dos pudieran buscar materiales
prohibidos, incluidos teléfonos y cámaras.
La única regla en Nevernight era que las fotos estaban prohibidas.
De hecho, Hades tenía esta regla para cualquier evento al que asisti-
era.
—¿Cómo sabría Hades si algún mortal curioso tomó una foto? —le había
preguntado a Lexa cuando le había explicado la regla.
—No tengo idea de cómo lo sabe —admitió Lexa—. Solo sé que lo hace, y
las consecuencias no valen la pena.
—¿Cuáles son las consecuencias?
—Un teléfono roto, ser vetado de Nevernight, y un artículo en una revista
de chismes.
Perséfone se encogió. Hades hablaba en serio y supuso que tenía
sentido. El dios era notoriamente reservado. Ni siquiera había estado
vinculado a una amante. Dudaba que hubiera hecho un voto de cas-
tidad como Artemisa y Atenea y, sin embargo, logró mantenerse fu-
era de la vista del ojo público.
Admiraba eso de él.
Una vez fueron revisadas, los ogros abrieron otro par de puertas. Le-
xa agarró la mano de Perséfone y la hizo pasar. Una ráfaga de aire
fresco la golpeó, llevando el aroma de los espíritus, sudor y algo pa-
recido a naranjas amargas.
Narcisos, Perséfone reconoció el olor.
La Diosa de la Primavera se encontró en un balcón que daba al piso
del club. Había gente por todas partes, apiñada alrededor de las me-
sas jugando a las cartas y bebiendo, en la barra, hombro con hombro,
sus siluetas iluminadas por una luz de fondo roja. Varias cabinas luj-
osas estaban dispuestas en ambientes acogedores y llenas de gente,
pero fue el centro del club lo que llamó la atención de Perséfone. Una
pista de baile hundida contenía cuerpos como agua en una palanga-
na. Las personas se movían unas contra otras a un ritmo fascinante
bajo un haz de luz roja. Arriba, el techo estaba revestido con cande-
labros de cristal y hierro forjado.
—¡Vamos! —Lexa llevó a Perséfone por unas escaleras que conducí-
an a la planta baja. Se aferró con fuerza a la mano de Lexa, temiendo
perderla mientras caminaban entre la multitud.
Le tomó un momento averiguar en qué dirección iba su amiga, pero
pronto se encontraron en el bar, apretujándose en un espacio lo su -
cientemente grande para una persona.
—Dos manha ans —ordenó Lexa. Justo cuando alcanzó su bolso, un
brazo se deslizó entre ellas y arrojó unos pocos dólares en la barra.
Una voz dijo:
—Van por mi cuenta.
Lexa y Perséfone se giraron y encontraron a un hombre detrás de el-
las. Tenía una mandíbula tan a lada como un diamante y una cabeza
de cabello espeso y rizado, tan oscuro como sus ojos, y su piel era de
un hermoso marrón bruñido. Era uno de los hombres más apuestos
que Perséfone había visto.
—Gracias —susurró Lexa.
—No hay problema —dijo, mostrando unos bonitos dientes blancos,
una vista bienvenida en comparación con los espeluznantes colmil-
los del ogro—. ¿Primera vez en Nevernight?
Lexa respondió rápidamente:
—Sí. ¿Tú?
—Oh… Soy un habitual aquí —dijo.
Perséfone miró a Lexa, quien soltó exactamente lo que estaba pen-
sando Perséfone.
—¿Cómo?
El hombre soltó una carcajada.
—Solo suerte, supongo —dijo y extendió su mano—. Adonis.
Estrechó la mano de Lexa y luego la de Perséfone.
—¿Les gustaría unirse a mi mesa? —preguntó Adonis.
—Claro —dijeron al unísono, riéndose.
Con sus bebidas en la mano, Perséfone y Lexa siguieron a Adonis
hasta uno de los reservados que habían visto desde el balcón. Cada
área tenía dos sofás de terciopelo en forma de media luna con una
mesa entre ellos. Ya había varias personas allí, seis chicos y cinco chi-
cas, pero cambiaron de posición para que Lexa y Perséfone pudieran
sentarse.
—Todos, ellas son Lexa y Perséfone. —Adonis señaló a su grupo de
amigos diciendo nombres, pero Perséfone solo captó a aquellos que
estaban más cerca de ella: Aro, Xeres y Sybil. Aro y Xeres parecían
hermanos. Ambos eran pelirrojos, tenían un montón de pecas, boni-
tos ojos azules y el mismo cuerpo delgado como un sauce. Pronto
descubrió que eran gemelos. Sybil era rubia y hermosa. Tenía pier-
nas largas y llevaba un sencillo vestido blanco. Se sentaba entre los
gemelos y se inclinó sobre Aro para hablar con ellas.
—¿De dónde son ustedes? —preguntó.
—Jonia —dijo Lexa.
—Olimpia —dijo Perséfone.
Los ojos de la chica se agrandaron.
—¿Viviste en Olimpia? ¡Apuesto a que era hermoso!
Perséfone había vivido muy, muy lejos de la ciudad propiamente
dicha, en el invernadero de cristal de su madre, y no había visto
mucho de Olimpia. Era uno de los destinos turísticos más populares
de Nueva Grecia, donde los dioses celebraban el Consejo y tenían ex-
tensas propiedades. Cuando el Divino estaba fuera, muchas de las
mansiones y jardines circundantes estaban abiertas para recorrer.
—Fue hermoso —dijo Perséfone—. Pero Nueva Atenas también es
hermosa. Yo… realmente no tenía mucha libertad allí.
Sybil pareció comprender.
—¿Padres?
Perséfone asintió.
Se enteró de que los chicos y Sybil eran de Nueva Delfos y también
asistían a la Universidad de Nueva Atenas como ella y Lexa.
—¿Qué están estudiando? —preguntó Perséfone.
—Arquitectura —dijeron los muchachos al unísono, lo que signi ca-
ba que estaban en el Colegio de Hestia.
—Estoy en el Colegio de lo Divino —dijo Sybil.
—Sybil es un oráculo —dijo Aro, señalándola con el pulgar.
La chica se sonrojó y desvió la mirada.
—¡Eso signi ca que servirás a un dios! —dijo Lexa con los ojos muy
abiertos.
Los oráculos eran puestos codiciados entre los mortales, y para con-
vertirse en uno, tenían que nacer con ciertos dones proféticos. Los
oráculos actuaban como mensajeros de los dioses. En la antigüedad,
eso signi caba servir en los templos. Ahora signi caba servir como
su gerente de prensa. Los oráculos daban declaraciones y organiza-
ban circuitos de prensa, especialmente cuando un dios tenía algo
profético que comunicar.
—Apolo ya la tiene en cuenta —dijo Xeres.
Sybil puso los ojos en blanco.
—No es tan maravilloso como parece. Mi familia no estaba feliz.
Sybil no necesitaba decirlo para que Perséfone lo entendiera. Sus
padres eran lo que los eles y los temerosos de dios llamaban impí-
os.
Los impíos eran un grupo de mortales que rechazaron a los dioses
cuando llegaron a la tierra. Habiéndose sentido ya abandonados por
ellos, no estaban ansiosos por obedecer. Hubo una revuelta y naci-
eron dos bandos. Incluso los dioses que apoyaban a los impíos usa-
ban a los mortales como marionetas, arrastrándolos por los campos
de batalla. Hubo destrucción y reinó el caos. Después de un año de
lucha, la batalla terminó.
Los dioses habían prometido una nueva vida, algo mejor que el Elí-
seo. Aparentemente, a Hades no le gustó demasiado, pero los dioses
cumplieron, unieron continentes y llamaron a la nueva masa conti-
nental Nueva Grecia, dividiéndola en territorios con grandes y relu-
cientes ciudades.
—Mis padres habrían estado encantados —dijo Lexa.
Perséfone se encontró con la mirada de Sybil.
—Lamento que no estuvieran emocionados por ti.
Se encogió de hombros.
—Es mejor ahora que estoy aquí.
La diosa tuvo la sensación de que ella y Sybil tenían mucho en co-
mún cuando se trataba de sus padres.
Varios tragos más tarde, la conversación se convirtió en historias di-
vertidas de la amistad del trío, y Perséfone se distrajo con su entor-
no. Se dio cuenta de pequeños detalles como hilos de luces diminu-
tas en lo alto que parecían estrellas en la oscuridad de arriba, narci-
sos de un solo tallo en las mesas de cada cabina y las barandillas de
hierro forjado del balcón del segundo piso, donde se asomaba una -
gura solitaria.
Ahí es donde su mirada permaneció, encontrándose con un par de
ojos sombríos. ¿Había pensado que Adonis era el hombre más guapo que
había visto en su vida?
Se había equivocado.
Ese hombre ahora la estaba mirando.
No podía distinguir el color de sus ojos, pero encendieron un fuego
debajo de su piel, y fue como si él lo supiera, porque sus labios car-
nosos se curvaron en una sonrisa áspera, llamando la atención sobre
su fuerte mandíbula, cubierta por una barba oscura. Era grande, más
de metro noventa de altura y vestía de oscuridad desde su cabello
azabache hasta su traje negro.
Su garganta se secó y de repente se sintió incómoda. Se movió nervi-
osamente y cruzó las piernas, instantáneamente se arrepintió del
movimiento, porque la mirada del hombre cayó allí y se mantuvo
por un momento antes de deslizarse hacia arriba de su cuerpo, en-
ganchándose en sus curvas. El fuego que había encendido bajo su pi-
el se acumuló en su estómago, recordándole lo vacía que se sentía, lo
desesperadamente que necesitaba ser llenada.
¿Quién era este hombre y cómo podía sentirse así por un extraño? Necesi-
taba romper la conexión que había creado esta energía tangible y so-
focante entre ellos.
Todo lo que necesitó fue ver un par de delicadas manos deslizarse
alrededor de la cintura del hombre. No esperó a ver el rostro de la
mujer. Se volvió hacia Lexa y se aclaró la garganta.
El grupo pasó a hablar sobre el Pentatlón, una competencia anual de
atletismo con cinco eventos deportivos diferentes, incluido un salto
de longitud, lanzamiento de jabalina, lanzamiento de disco, un com-
bate de lucha libre, y una serie de carreras cortas. Era muy popular y
las ciudades de Nueva Grecia eran muy competitivas.
Perséfone no era realmente una fanática de los deportes, pero amaba
el espíritu del Pentatlón y disfrutaba animando a Nueva Atenas en el
torneo. Trató de seguir la conversación, pero su cuerpo estaba carga-
do y su mente estaba en otras cosas, por ejemplo, cómo se sentiría
ser tomada por el hombre en el balcón. Él podría llenar este vacío,
encender este fuego, terminar con su sufrimiento.
Excepto que, obviamente, estaba tomado, y si no lo estaba, entonces
estaba comprometido con otra mujer.
Quería mirar por encima del hombro y ver si todavía estaba en el
balcón. Resistió un rato hasta que ganó la curiosidad. Odiaba lo de-
cepcionada que se sintió cuando descubrió que el balcón estaba va-
cío. Estiró el cuello, buscando entre la multitud.
—¿Buscando a Hades? —bromeó Adonis y la mirada de Perséfone se
volvió hacia la suya.
—Oh, no…
—Escuché que estaba aquí esta noche —interrumpió Lexa.
Adonis se rio.
—Sí, normalmente está arriba.
—¿Qué hay arriba? —preguntó Perséfone.
—Un lounge. Es más silencioso. Más íntimo. Supongo que pre ere la
paz cuando negocia sus condiciones.
—¿Condiciones? —preguntó Perséfone.
—Sí, ya sabes, por sus contratos. Los mortales vienen aquí para jugar
con él por cosas: dinero o amor, o lo que sea. La parte más jodida es
que, si el mortal pierde, puede elegir lo que está en juego y, por lo
general, les pedirá que hagan algo imposible.
—¿Qué quieres decir?
—Aparentemente puede ver vicios o lo que sea. Entonces le pedirá a
un adicto que permanezca sobrio y al adicto al sexo que sea casto. Si
cumplen con los términos, pueden vivir. Si fallan, él se queda con su
alma. Es como si quisiera que ellos perdieran.
Perséfone se sintió un poco enferma. No había conocido la extensión
del juego de Hades. Lo más que había escuchado es que pedía el al-
ma del mortal, pero esto sonaba mucho, mucho peor. Era… manipu-
lación.
—¿Se permite… a cualquiera ir allí? —preguntó Perséfone. Tenía cu-
riosidad: ¿cómo elegía Hades qué negocios aceptar? ¿Y cómo cono-
cía estas debilidades mortales? ¿Consultaba a las Moiras, o poseía es-
te poder él mismo?
—Si te dan la contraseña —dijo.
—¿Cómo se obtiene la contraseña? —preguntó Lexa.
Adonis se encogió de hombros.
—Diablos si lo sé. No vengo aquí para negociar con el Dios de los
Muertos.
Aunque no tenía ningún deseo de entrar en un trato con Hades, se
preguntaba cómo llegaba la gente a la contraseña. ¿Cómo aceptaba
Hades una apuesta? ¿Ofrecían los mortales su caso al dios que en-
tonces consideraba que si era digno?
—Perséfone, baño —dijo Lexa y se puso de pie, agarrando la mano
libre de Perséfone.
La arrastró por la sala llena de gente hasta el baño. Mientras espera-
ban al nal de una larga la, Lexa se volvió para charlar sobre Ado-
nis.
—¿Has visto a un hombre más atractivo? —preguntó soñadora.
A Perséfone le hubiera gustado informarle que mientras se comía
con los ojos a Adonis, no había visto al hombre que merecía el térmi-
no. En cambio, dijo:
—Estás echada.
—Estoy enamorada —dijo.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—No puedes estar enamorada, ¡lo acabas de conocer!
—Está bien, tal vez no es amor —dijo—. Pero si me pide que lleve a
sus bebés, estaría de acuerdo.
—Eres ridícula.
—Solo honesta —dijo, sonriendo. Luego miró a Perséfone seriamente
y dijo—: Está bien ser vulnerable, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir? —La pregunta de Perséfone fue más rápida de
lo que pretendía.
Lexa se encogió de hombros y luego dijo:
—No importa.
Perséfone quería pedirle más detalles. ¿Qué había querido decir con ser
vulnerable? Pero antes que pudiera, se abrió un cubículo y Lexa ent-
ró. Esperó, ordenando sus pensamientos, tratando de averiguar de
qué podría haber estado hablando Lexa cuando se abrió otro cubícu-
lo.
Después de ir al baño, buscó a Lexa, pensando que estaría esperan-
do, pero no la encontró. Miró hacia el balcón donde supuestamente
Hades hacía sus tratos. ¿Se había acercado su amiga allí arriba?
Entonces su mirada se encontró con un par de ojos za ro. Una mujer
estaba apoyada contra la columna al nal de las escaleras. Perséfone
pensó que le resultaba familiar, pero no pudo ubicarla. Su cabello
era como seda dorada y tan radiante como el sol de Helios. Tenía la
piel de color crema y llevaba una versión moderna de un peplo3 en
color verde mar.
—¿Buscando a alguien? —preguntó.
—Mi amiga —dijo Perséfone—. Estaba vestida de rojo.
—Subió —dijo la mujer, e inclinó la barbilla hacia los escalones. Per-
séfone siguió la mirada de la mujer y ella le preguntó—: ¿Has estado
arriba?
—Oh, no, no he subido —dijo Perséfone.
—Puedo darte la contraseña.
—¿Cómo obtuviste la contraseña?
La mujer se encogió de hombros.
—Aquí y allá. —Hizo una pausa—. ¿Entonces?
Perséfone no podía negar que tenía curiosidad. Esta era la emoción
que había estado buscando, la aventura que ansiaba.
—Dime.
La mujer se rio entre dientes, sus ojos brillaban de una manera que
hizo que Perséfone descon ara.
—Pathos.
Pathos signi caba tragedia. Perséfone lo encontró horriblemente si-
niestro.
—G—gracias —le dijo a la mujer y subió los escalones en espiral has-
ta el segundo piso. Cuando llegó arriba, no encontró nada más que
un juego de puertas oscuras adornadas con oro y una gorgona mon-
tando guardia.
El rostro de la criatura estaba muy cicatrizado, evidente, incluso con
la venda blanca que le cubría los ojos. Como otros de su especie, una
vez tuvo serpientes en lugar de cabello. Ahora, una capa blanca con
capucha cubría su cabeza y ocultaba su cuerpo.
Cuando se acercó, notó que las paredes eran re ectantes y se vio en
la super cie, observando el rubor de sus mejillas y el brillo de sus oj-
os. Su glamour se había debilitado desde que llegó al club. Esperaba
que, si alguien lo notaba, pudiera culpar a la emoción y al alcohol.
La gorgona levantó la cabeza, pero no habló. Perséfone no estaba se-
gura de por qué se sentía tan nerviosa. Tal vez fue porque no sabía
qué esperar más allá de esas puertas. Por un momento, hubo silen-
cio, y luego escuchó a la criatura inhalar y se congeló.
—Divino —ronroneó la gorgona.
—¿Disculpa? —preguntó Perséfone.
—Diosa —dijo la gorgona.
—Estás equivocada.
La gorgona se rio.
—Puede que no tenga ojos, pero reconozco a un dios cuando lo hu-
elo. ¿Qué esperanza tienes de entrar?
—Eres audaz para ser una criatura que sabe que habla con una diosa
—dijo Perséfone.
La gorgona sonrió.
—¿Solo una diosa cuando te sirve?
—¡Pathos! —espetó Perséfone.
La sonrisa de la gorgona permaneció, pero abrió la puerta y no hizo
más preguntas.
—Disfrute, miladi.
Perséfone miró con enojo al monstruo mientras entraba en una habi-
tación más pequeña y llena de humo. A diferencia del piso principal
del club, este espacio era íntimo y silencioso. En lo alto, había una
única araña grande que proporcionaba su ciente luz para iluminar
mesas y rostros, pero no mucho más. Había varios grupos de perso-
nas reunidos jugando a las cartas y ninguno de ellos pareció notarla.
Cuando la puerta se cerró con un clic tras ella, comenzó a explorar
buscando a Lexa, pero se encontró distraída por la gente y los ju-
egos. Observó cómo manos elegantes repartían cartas y escuchó a los
jugadores de la mesa bromear de un lado a otro. Luego llegó a una
mesa ovalada donde se iban los ocupantes. No estaba segura de qué
la atrajo, pero decidió sentarse.
El repartidor asintió.
—Señora —dijo.
—¿Juegas? —dijo una voz detrás de ella. Fue un rugido profundo
que sintió en su pecho.
Se volvió y encontró al hombre del balcón. La temperatura de su
sangre se elevó a un nivel imposible, calentándola por completo. Ap-
retó las piernas cruzadas y los puños para evitar moverse bajo su mi-
rada.
De cerca, pudo llenar algunos vacíos en su evaluación anterior sobre
su apariencia. Era hermoso de una manera oscura, de una manera
que prometía angustia. Sus ojos eran del color de la obsidiana y esta-
ban enmarcados por espesas pestañas. Su cabello estaba recogido en
un moño en la parte posterior de su cabeza. Tenía razón en que era
alto. Tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás solo para encontrar su
mirada.
Cuando le empezó a doler el pecho, se dio cuenta de que había esta-
do conteniendo la respiración desde que el hombre se acercó. Lenta-
mente, aspiró aire, junto con éste, su aroma: humo, especias y aire in-
vernal. Llenó cada lugar vacío dentro de ella.
Mientras miraba, él tomó un sorbo de su vaso y se lamió los labios
para limpiarlos. Era el pecado encarnado. Podía sentirlo en la forma
en que su cuerpo respondía a él, y no quería que lo supiera. Enton-
ces, sonrió y dijo:
—Si estás dispuesto a enseñarme.
Sus labios se curvaron y arqueó una ceja oscura. Tomó otro trago, lu-
ego se acercó a la mesa y se sentó a su lado.
—Es valiente sentarse a una mesa sin conocer el juego.
Encontró la mirada del hombre.
—¿De qué otra manera podría aprender?
—Mmm. —Lo consideró y Perséfone decidió que amaba su voz—.
Inteligente.
El hombre la miró como si estuviera intentando ubicarla y ella se est-
remeció.
—Nunca te había visto antes.
—Bueno, nunca había estado aquí antes —dijo, y se detuvo—. Debes
venir aquí a menudo.
Sus labios se arquearon.
—Así es.
—¿Por qué? —dijo. La pregunta los sorprendió a ambos, en realidad,
no había querido decir eso en voz alta—. Quiero decir, no tienes que
responder a eso.
—Voy a responder —dijo—. Si me respondes una pregunta.
Lo miró jamente por un momento y luego asintió.
—Bien.
—Vengo porque es… divertido —dijo, pero no parecía que supiera lo
que era eso—. Ahora tú, ¿por qué estás aquí esta noche?
—Mi amiga Lexa estaba en la lista —dijo.
—No —dijo—. Esa es la respuesta a una pregunta diferente. ¿Por
qué estás tú aquí esta noche?
Consideró su pregunta y luego dijo:
—Parecía rebelde en ese momento.
—¿Y ahora no estás tan segura?
—Oh, estoy segura de que es rebelde —dijo y pasó el dedo por la su-
per cie de la mesa—. Simplemente no estoy segura de cómo me sen-
tiré al respecto mañana.
—¿Contra quién te estás rebelando?
Lo miró y sonrió.
—Dijiste una pregunta.
Su sonrisa coincidió con la de ella e hizo que su corazón latiera más
fuerte en su pecho.
—Eso dije.
Mirando hacia esos ojos interminables, sintió que él podía verla, no
el glamour o incluso su piel y huesos, sino el núcleo de ella, y eso la
hizo temblar.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—¿Qué?
—Has estado temblando mucho desde que te sentaste —comentó.
Sintió que su rostro se enrojecía y de repente dijo:
—¿Quién era esa mujer que estaba contigo antes?
Pareció confundido por un momento y luego dijo:
—Oh, Menta. Ella siempre pone sus manos donde no pertenecen.
Perséfone palideció.
—Yo… creo que debería irme.
La detuvo con una mano. Su toque fue eléctrico y jadeó ante el con-
tacto, alejándose rápidamente.
—No —dijo, casi ordenando y Perséfone lo miró.
—¿Disculpa?
—Lo que quiero decir es que todavía no te he enseñado a jugar. —
Bajó la voz y fue fascinante—. Permíteme.
Fue un error sostener su mirada porque era imposible decir que no.
Tragó y logró relajarse.
—Entonces enséñame.
Sus ojos ardieron en ella antes de caer sobre las cartas. Las barajó,
explicando:
—Esto es póquer. —Ella notó que tenía manos elegantes y dedos lar-
gos. ¿Tocaba el piano?—. Jugaremos a sacar cinco cartas y comenza-
remos con una apuesta.
Perséfone se miró, no había traído su bolso, pero el hombre se apre-
suró a decir:
—Entonces, una pregunta respondida. Si gano, responderás a cual-
quier pregunta que te haga, y si ganas, responderé la tuya.
Perséfone hizo una mueca. Sabía lo que iba a preguntarle, pero res-
ponder preguntas era mucho mejor que perder todo su dinero y su
alma, así que dijo:
—Trato.
Esos labios sensuales se curvaron en una sonrisa, lo que profundizó
las líneas en su rostro haciéndole lucir más atractivo. ¿Quién era este
hombre? Supuso que podría preguntarle su nombre, pero no estaba
interesada en hacer amigos en Nevernight.
El hombre explicó que, en el póquer, había diez clasi caciones dife-
rentes, siendo la más baja la carta alta y la más alta la escalera real. El
objetivo era sacar un rango más alto que el otro jugador. Explicó ot-
ras cosas, como ver, retirarse y farolear.
—¿Farolear?
—A veces, el póquer es solo un juego de engaño… Especialmente cu-
ando estás perdiendo.
Hades repartió cinco cartas a cada uno. Perséfone miró su mano y
trató de recordar lo que había dicho sobre los diferentes rangos. Dejó
sus cartas boca arriba y el hombre hizo lo mismo.
—Tienes un par de reinas —dijo—. Y tengo un full house.
—Entonces… tú ganas —dijo.
—Sí —respondió, y luego reclamó su premio de inmediato—. ¿Cont-
ra quién te estás rebelando?
Sonrió con ironía.
—Mi madre.
Arqueó una ceja.
—¿Por qué?
—Tendrás que ganar otra mano si voy a responder.
Entonces, repartió otra y ganó de nuevo. Esta vez, no hizo la pregun-
ta, solo la miró expectante.
Suspiró.
—Porque… me hizo enojar.
La miró, esperando, y ella sonrió.
—Nunca dijiste que la respuesta tenía que ser detallada.
Su sonrisa coincidió con la de ella.
—Anotado para el futuro, te lo aseguro.
—¿El futuro?
—Bueno, espero que esta no sea la última vez que juguemos al póqu-
er.
Las mariposas estallaron en su estómago. Debería decirle que esta
era la primera y última vez que vendría a Nevernight.
Repartió de nuevo y ganó. Perséfone se estaba cansando de perder y
responder a las preguntas de este hombre. ¿Por qué estaba tan intere-
sado en ella, de todos modos? ¿Dónde estaba esa mujer con la que había es-
tado antes?
—¿Por qué estás enojada con tu madre?
Consideró esta pregunta por un momento y luego dijo:
—Porque… quiere que sea algo que no puedo ser. —Perséfone bajó
la mirada a las cartas y luego dijo—: No entiendo por qué la gente
hace esto.
Él inclinó la cabeza, como si estuviera interrogante.
—¿No estás disfrutando nuestro juego?
—Sí —dijo—. Pero… no entiendo por qué la gente juega contra Ha-
des. ¿Por qué quieren venderle su alma?
—No aceptan un juego porque quieren vender su alma —dijo—. Lo
hacen porque creen que pueden ganar.
—¿Ellos? ¿Ganan?
—A veces.
—Eso le enoja, ¿no crees? —La pregunta estaba destinada a seguir si-
endo un pensamiento en su cabeza y, sin embargo, las palabras se
deslizaron entre sus labios.
Él sonrió y ella pudo sentirlo profundamente en sus entrañas.
—Cariño, yo gano de cualquier manera.
Sus ojos se agrandaron y su corazón se detuvo. Se puso de pie rápi-
damente y su nombre escapó de su boca como una maldición.
—Hades.
Su nombre en sus labios parecía tener un efecto en él, pero no pudo
notar si era bueno o malo, sus ojos se oscurecieron y las líneas de su
sonrisa se fundieron en una máscara dura e ilegible.
—Tengo que irme.
Giró y salió de la pequeña habitación. Esta vez, no dejó que él la de-
tuviera. Se apresuró a bajar los sinuosos escalones y se sumergió en
la masa de cuerpos en el piso principal. Mientras tanto, estaba muy
consciente del lugar en su muñeca donde los dedos de Hades habían
tocado su piel. ¿Era una exageración decir que la quemó?
Le tomó un tiempo encontrar la salida, y, cuando lo hizo, empujó las
puertas. Fuera, respiró hondo unas cuantas veces y luego dejó que la
fuerza de lo que había hecho la golpeara.
Había permitido que Hades, el Dios del Inframundo, la instruyera, la
tocara, jugara con ella y la interrogara.
Y había ganado.
Pero esa no fue la peor parte.
No, la peor parte es que había una parte de ella, una parte que no sa-
bía que existía hasta esta noche, que quería correr dentro, encontrar-
lo, y exigir una lección sobre la anatomía de su cuerpo.

3 Túnica femenina de la antigua Grecia que llevaban las mujeres antes de 500 a. C. Es una
pieza rectangular de grandes pliegues doblada en dos para cubrir el cuerpo y luego cosida
con el n de formar una especie de tubo cilíndrico, donde la parte superior desciende sobre
el pecho.
Capítulo III - Noticias Nueva Atenas

Perséfone se miró en el espejo para asegurarse de que su glamour es-


taba en su lugar. Era magia débil porque era prestada, pero su cien-
te para ocultar sus cuernos y hacer que sus ojos verde botella se vol-
vieran musgosos.
Alzó la mano para aplicar un toque más de glamour a sus ojos. Era
lo más difícil de hacer, y se necesitaba más magia para atenuar su
luz brillante y anormal. Cuando levantó la mano, se detuvo, notando
algo en su muñeca.
Algo oscuro.
Miró más de cerca. Una serie de puntos negros marcaban su piel, al-
gunos más pequeños, otros más grandes. Parecía que le habían hec-
ho un tatuaje simple y elegante en el brazo.
Y estaba mal.
Abrió el grifo y se frotó la piel hasta que estuvo roja y en carne viva,
pero la tinta no se movió. De hecho, pareció oscurecerse.
Entonces recordó la noche anterior en Nevernight, cuando la mano
de Hades cubrió la suya para evitar que se fuera. El calor de su piel
se trans rió a la de ella, pero cuando huyó del club más tarde, ese
calor se convirtió en una quemadura que solo se intensi có cuando
se fue a la cama anoche.
Había encendido la luz varias veces para inspeccionar su muñeca,
pero no encontró nada.
Hasta esta mañana.
Levantó la mirada hacia el espejo y su glamour ondeó por su ira.
¿Por qué había obedecido su petición de quedarse? ¿Por qué había estado ci-
ega ante el hecho de que había invitado al Dios de los Muertos a enseñarle a
jugar a las cartas?
Sabía por qué. Su belleza la había distraído. ¿Por qué nadie le había ad-
vertido que Hades era un bastardo encantador? ¿Que su sonrisa robaba el
aliento y su mirada detenía corazones?
¿Qué era esta cosa en su muñeca y qué signi caba?
Sabía una cosa con certeza: Hades se lo iba a decir.
Hoy.
Sin embargo, antes de poder regresar a la torre de obsidiana, tenía
que ir a su pasantía. Sus ojos se posaron en una bonita caja adornada
que le había dado su madre. Ahora contenía joyas, pero a los doce
años, tenía cinco semillas de oro. Deméter las había elaborado con su
magia y había dicho que orecerían en rosas del color del oro líqu-
ido para ella, la Diosa de la Primavera.
Perséfone las plantó e hizo todo lo posible por nutrir las ores, pero
en lugar de crecer hasta convertirse en las ores que esperaba, se
marchitaron y ennegrecieron.
Nunca olvidaría la expresión del rostro de su madre cuando la en-
contró mirando las rosas marchitas, sorprendida, decepcionada e
incrédula de que las ores de su hija crecieran del suelo como algo
sacado directamente del Inframundo.
Deméter se inclinó hacia delante, tocó las ores y estas se llenaron de
vida.
Perséfone nunca volvió a acercarse a ellas y evitó esa parte del inver-
nadero.
Al mirar la caja, la marca en su piel ardió más, un recordatorio de ot-
ro intento fallido de complacer a su madre. Buscó en la caja hasta
que encontró un brazalete lo su cientemente ancho como para cub-
rir la marca. Tendría que hacerlo hasta que Hades la eliminara.
Cuando regresó a su habitación, su madre apareció frente a ella. Per-
séfone saltó.
—¡Por los dioses, madre! ¿Puedes al menos usar la puerta como una
madre normal? ¿Y llamar?
La Diosa de la Cosecha era hermosa y no se molestó en usar glamour
para ocultar sus elegantes astas de siete puntas. Su cabello era rubio
como el de Perséfone, pero lacio y largo. Tenía la piel cremosa y sus
pómulos altos eran naturalmente rosados como sus labios. Deméter
levantó su barbilla puntiaguda, evaluando a Perséfone con ojos críti-
cos, ojos que cambiaron de marrón a verde y a dorado.
—Tonterías —dijo, tomando la barbilla de Perséfone entre el pulgar
y el índice, aplicando más magia. Perséfone sabía lo que estaba haci-
endo sin mirarse al espejo: cubrirle las pecas, iluminar el color de sus
mejillas y alisar su cabello ondulado. A Deméter le gustaba cuando
se parecía a ella y Perséfone prefería parecerse lo menos posible a su
madre.
—Puede que estés jugando a ser mortal, pero aún puedes lucir divi-
na —dijo.
Perséfone puso los ojos en blanco. Su apariencia era solo otra forma
en que decepcionó a su madre.
—¡Listo! —exclamó Deméter nalmente, soltando su barbilla—. Her-
mosa.
Perséfone se miró en el espejo. Tenía razón: Deméter había cubierto
todo lo que a Perséfone le gustaba de sí misma.
Aun así, logró un forzado:
—Gracias, madre.
—No fue nada, mi or. —Deméter le dio unas palmaditas en la mej-
illa—. Entonces, cuéntame sobre este… trabajo.
La palabra sonó como una maldición en los labios de Deméter. Per-
séfone apretó los dientes. La sorprendió lo rápido y furiosamente
que la desgarró la ira.
—Es una pasantía, madre. Si me va bien, podría tener un trabajo cu-
ando me gradúe.
Deméter frunció el ceño.
—Querida, sabes que no tienes que trabajar.
—Eso dices —murmuró en voz baja.
—¿Qué fue eso? —preguntó Deméter.
Perséfone se volvió hacia su madre y dijo más fuerte.
—Quiero hacer esto, madre. Soy buena en ello.
—Eres buena en muchas cosas, Kore —dijo.
—¡No me llames así! —espetó Perséfone. Los ojos de su madre brilla-
ron. Había visto esa mirada justo antes de que Deméter golpeara a
una de sus ninfas por dejarla vagar fuera de la vista.
Perséfone no debería haberse enojado, pero no pudo evitarlo. Odiaba
ese nombre. Era su apodo de infancia, y signi caba exactamente eso:
doncella. La palabra era como una prisión, pero peor que eso, le re-
cordaba que, si se salía demasiado de la línea, los barrotes de su pri-
sión solo se solidi carían. Era la hija sin magia de una diosa. No solo
eso, tomaba prestada la magia de su madre. En todo caso, era una
atadura que signi caba que obedecer a su madre era aún más impor-
tante. Sin el glamour de Deméter, Perséfone no podría vivir en el
mundo mortal de forma anónima.
—Lo siento, madre. —Logró decir, pero no miró a la diosa mientras
hablaba. No porque estuviera avergonzada, sino porque realmente
no quería disculparse.
—Oh, mi or. No te culpo —dijo, colocando sus manos sobre los
hombros de su hija—. Es este mundo mortal. Está creando una divi-
sión entre nosotras.
—Madre, estás siendo ridícula —dijo Perséfone, y suspiró, colocando
las manos a ambos lados de su rostro, y cuando volvió a hablar, dijo
en serio cada palabra—. Eres todo lo que tengo.
Deméter sonrió, sosteniendo las muñecas de su hija. La marca de
Hades ardió. Se inclinó un poco, como para besar la mejilla de Persé-
fone. En cambio, dijo:
—Recuerda eso.
Entonces se fue.
Perséfone soltó el aire y su cuerpo se marchitó. Incluso cuando no te-
nía nada que ocultar, lidiar con su madre era agotador. Estaba cons-
tantemente nerviosa, preparándose para lo que encontraría inacep-
table a continuación. Con el tiempo, pensó que se había endurecido
contra las palabras no deseadas de su madre, pero a veces la supera-
ban.
Terminó de prepararse, eligiendo un bonito vestido rosa claro con
mangas de volantes. Lo combinó con un zapato de cuña y un bolso
blancos. Al salir, se detuvo para comprobar su re ejo en el espejo,
quitando el glamour de su cabello y rostro, devolviendo sus rizos y
pecas. Sonrió, reconociéndose a sí misma una vez más.
Salió. No tenía automóvil ni la capacidad de tele transportarse como
otros dioses, por lo que caminaba o tomaba el autobús cuando nece-
sitaba moverse por Nueva Atenas. Hoy, el sol había salido y hacía
buena temperatura, así que decidió caminar.
Amaba la ciudad porque era muy diferente al lugar que había cono-
cido cuando mientras creció. Aquí, había rascacielos re ectantes que
brillaban bajo los cálidos rayos de Helios. Había museos llenos de
historias que solo había aprendido cuando se mudó. Había edi cios
que parecían arte y esculturas y fuentes en casi todas las calles. Inc-
luso con toda la piedra, el vidrio y el metal, había acres de parques
con exuberantes jardines y árboles donde Perséfone había pasado
muchas tardes caminando. El aire fresco le recordaba que era libre.
Inhaló, tratando de aliviar su ansiedad. En cambio, viajó a su estó-
mago donde se anudó, empeorado por el brazalete entintado alrede-
dor de su muñeca. Tenía que deshacerse de él antes que Deméter lo
viera o sus pocos años de libertad se convertirían en toda una vida
en una caja de cristal.
Por lo general, era ese miedo lo que la mantenía cautelosa.
Excepto anoche. Anoche, se había sentido rebelde y, a pesar de esta
extraña marca en su piel, había descubierto que Nevernight y su rey
eran todo lo que siempre había deseado.
Deseaba que no fuera así, deseaba haber encontrado repulsivo a Ha-
des. Deseó no haber pasado la noche anterior recordando cómo sus
ojos oscuros habían recorrido su cuerpo, cómo había tenido que inc-
linar la cabeza hacia atrás solo para encontrar su mirada, cómo sus
manos gráciles habían barajado las cartas.
¿Cómo se sentirían esos dedos largos contra su piel? ¿Cómo se senti-
ría si la levantaran en sus fuertes brazos y la cargaran?
Después de anoche, quería cosas que nunca antes había querido.
Pronto, su ansiedad fue reemplazada por un fuego tan desconocido
y tan intenso que pensó que podría convertirse en cenizas.
Dioses. ¿Por qué estaba pensando así?
Una cosa era encontrar atractivo al Dios de los Muertos, y otra… de-
searlo. No había absolutamente ninguna forma de que pudiera pasar
algo entre ellos. Su madre odiaba a Hades, y sabía sin preguntar que
una relación entre ellos estaba prohibida. También sabía que necesi-
taba la magia de su madre más de lo que necesitaba apagar este fu-
ego que rugía dentro de ella.
Se acercó a la Acrópolis, su deslumbrante super cie de espejo casi
cegadora. Subió el corto tramo de escaleras hasta las puertas doradas
y de cristal. El nivel inferior del edi cio tenía una la de torniquetes
y guardias de seguridad, necesarios para los negocios ubicados en el
rascacielos. Entre ellos, la empresa de publicidad de Zeus, Oak &
Eagle Creative. Se sabía que los admiradores de Zeus esperaban en
multitudes fuera de la Acrópolis solo para vislumbrar al Dios del
Trueno. Una vez, una turba había intentado asaltar el edi cio para
llegar a él, lo cual era un poco irónico, considerando que Zeus rara
vez estaba en la Acrópolis y pasaba la mayor parte de su tiempo en
Olimpia.
Sin embargo, el negocio de Zeus no era el único que necesitaba segu-
ridad. Noticias Nueva Atenas publicaba algunas historias difíciles, his-
torias que enfurecían tanto a dioses como a mortales. Perséfone no
estaba al tanto de ninguna represalia, pero mientras pasaba por la
seguridad, sabía que estos guardias mortales no podrían evitar que
un dios enojado asaltara el sexagésimo piso en busca de venganza.
Después de seguridad, encontró un grupo de ascensores que la lleva-
ron a su planta. Las puertas se abrieron a una gran área de recepción
con las palabras Noticias Nueva Atenas en el techo. Un escritorio de
cristal curvo debajo de él, y una mujer hermosa con rizos largos y os-
curos la saludó con una sonrisa.
—Perséfone —dijo, dando la vuelta al escritorio. Llevaba un vestido
azul marino con cremalleras doradas—. Es bueno verte otra vez.
El nombre de la chica era Valerie. Perséfone la recordaba de su entre-
vista.
—Déjame llevarte atrás. Demetri te está esperando.
Valerie dirigió a Perséfone a la sala de redacción, que estaba más allá
de la mampara de cristal. Allí, varios escritorios de metal y vidrio es-
taban dispuestos en líneas perfectas. Había una ráfaga de actividad:
los teléfonos sonaban, los papeles se revolvían, las teclas sonaban
mientras los escritores y editores escribían su siguiente artículo. El
olor a café era fuerte, como si todo el lugar estuviera lleno de cafeína
y tinta. El corazón de Perséfone se aceleró con emoción.
—Vi que eras de la universidad de Nueva Atenas —dijo Valerie—.
¿Cuándo te gradúas?
—En seis meses —intervino Perséfone. Había soñado con el momen-
to en que cruzaría ese gran escenario para recibir su título. Sería el
pináculo de su tiempo entre los mortales.
—Debes estar muy emocionada.
—Lo estoy —respondió Perséfone y miró a Valerie—. ¿Qué pasa con-
tigo? —preguntó—. ¿Cuándo te gradúas?
—En un par de años —dijo Valerie.
—¿Y cuánto tiempo llevas aquí?
—Aproximadamente un año —dijo con una sonrisa.
—¿Planeas quedarte cuando te gradúes?
—En el edi cio, sí, solo unos pisos más arriba.
Ah, apostaba a que la empresa de marketing de Zeus la había contra-
tado.
Valerie llamó a la puerta abierta de una o cina al fondo de la habita-
ción.
—Demetri, Perséfone está aquí.
—Gracias, Valerie —dijo Demetri.
La chica se volvió hacia la diosa, sonrió y se fue, dejando espacio pa-
ra que entrara a la o cina. El nuevo jefe de Perséfone era Demetri
Aetos. Era mayor, pero estaba claro que había sido un rompecorazo-
nes en su mejor momento. Su cabello era corto a los lados, más largo
en la parte superior y salpicado de gris. Llevaba gafas de montura
negra, lo que le daba un aire de estudioso. Tenía lo que Perséfone
consideraría rasgos delicados: labios nos y una nariz más pequeña.
Era alto, pero delgado. Llevaba chaqueta azul, pantalón caqui y una
pajarita de lunares.
—Perséfone —dijo, rodeando su escritorio y extendiendo la mano.
Ella la tomó—. Es bueno verte otra vez. Estamos felices de tenerte.
—Estoy feliz de estar aquí, señor Aetos —dijo.
—Llámame Demetri.
—Está bien… Demetri. —No pudo evitar sonreír.
—¡Por favor, siéntate! —Le indicó una silla y ella tomó asiento. De-
metri se apoyó en su escritorio, con las manos en los bolsillos—. Cu-
éntame sobre ti.
Cuando Perséfone se mudó aquí por primera vez, odiaba esa pre-
gunta, porque había un momento en el que todo de lo que podía
hablar eran sus miedos: espacios cerrados, estar atrapada, escaleras
mecánicas. Con el tiempo, sin embargo, había tenido su cientes ex-
periencias, se había vuelto más fácil de nirse por lo que le gustaba.
—Bueno, soy estudiante en la universidad de Nueva Atenas. Me es-
toy especializando en periodismo y me graduaré en mayo… —dijo,
y Demetri hizo un gesto con la mano.
—No lo que está en tu currículum. —La miró a los ojos y ella notó
que los tenía azules. Él sonrió—. ¿Qué hay de ti, tus pasatiempos, in-
tereses…?
—Oh. —Se sonrojó, pensó por un momento y luego dijo—: Me gusta
hornear. Me ayuda a relajarme.
—¿Sí? Dime más. ¿Qué te gusta hornear?
—Cualquier cosa, en realidad. Me he estado desa ando a mí misma
en el arte de las galletas de azúcar.
Sus cejas se levantaron y su sonrisa se mantuvo.
—Arte de galletas de azúcar, ¿eh? ¿Eso existe?
—Sí, te lo mostraré.
Sacó su teléfono y encontró algunas fotos. Por supuesto, solo había
tomado fotografías de sus mejores galletas.
Demetri miró las fotos.
—Oh, bueno —dijo—. Estas son geniales, Perséfone.
Él encontró su mirada mientras le devolvía el teléfono.
—Gracias. —Nadie más que Lexa le había dicho eso.
—Entonces, te gusta hornear. ¿Qué más?
—Me gusta escribir —dijo—. Historias.
—¿Historias? ¿Como cción?
—Sí.
—¿Romance? —supuso. Era lo que la mayoría de la gente asumía y
el sonrojo en las mejillas de Perséfone no la ayudaba.
—De hecho, no. Me gustan los misterios.
Las cejas de Demetri se levantaron de nuevo, casi encontrando la lí-
nea del cabello.
—Inesperado —dijo—. Me gusta. ¿Qué esperas ganar con esta pa-
santía?
—Aventura —no pudo evitar decir. La palabra se escapó, pero De-
metri pareció complacido.
—Aventura —dijo, apartándose de su escritorio—. Si lo que deseas
es aventura, Noticias Nueva Atenas puede dártelo, Perséfone. Esta po-
sición puede parecerse a cualquier cosa que desees: es tuya para di-
señar y administrar. Si deseas informar, puedes informar. Si deseas
editar, puedes editar. Si quieres tomar un café, toma café.
Perséfone solo tenía interés en conseguir café para ella. No creía que
pudiera estar más emocionada, pero mientras Demetri hablaba, tuvo
la abrumadora sensación de que esta pasantía cambiaría su vida.
—Estoy seguro de que sabes que nos encontramos mucho en los me-
dios. —Sonrió con ironía—. Irónico, considerando que somos una fu-
ente de noticias.
Noticias Nueva Atenas era bien conocido por la cantidad de demandas
presentadas en su contra. Siempre había quejas de difamación, ca-
lumnias e invasión de la privacidad. Lo creas o no, esas no eran las
peores acusaciones formuladas contra la empresa. Apolo los había
acusado de ser miembros de Tríada, un grupo de mortales impíos
que se organizaban activamente contra los dioses, apoyando la justi-
cia, el libre albedrío y la libertad. El periódico había negado la a r-
mación, por supuesto, mientras Zeus había declarado a Tríada como
una organización terrorista y había amenazado de muerte a cualqui-
era sorprendido con su propaganda.
Lo que Zeus no había anticipado, o quizás lo había hecho, era que
los Fieles se organizaron en cultos y comenzaron una persecución
propia, matando a varias personas abiertamente impías, sin impor-
tarles si estaban asociados con la Tríada o no. Fue una época horrible
y Zeus tardó más de lo necesario en manifestarse contra los cultos.
Noticias Nueva Atenas lo dijo así mismo.
—Buscamos la verdad, Perséfone —dijo Demetri—. Hay poder en la
verdad. ¿Quieres poder?
Ni siquiera sabía lo que estaba preguntando.
—Sí —dijo—. Quiero poder.
Esta vez, cuando Demetri sonrió, mostró los dientes.
—Entonces te irá bien aquí.
Demetri le mostró a Perséfone su escritorio, que estaba justo fuera de
su o cina. Se instaló, revisó los cajones, tomó nota de los suministros
que tendría que pedir o comprar, y guardó su bolso. En la parte su-
perior había una computadora portátil nueva. Estaba fría al tacto, y
cuando la abrió, la pantalla oscura re ejó el rostro de un hombre. Se
volvió en su silla y se encontró con un par de ojos grandes y sorpren-
didos.
—Adonis —dijo.
—Perséfone. —Agarró una taza de café en una mano y se abrochó un
botón de su chaqueta lavanda. Se veía tan guapo como anoche, solo
que más profesional—. No tenía idea de que eras nuestra nueva in-
terna.
—No tenía idea de que trabajabas aquí —dijo.
—Soy un reportero senior, principalmente enfocado en el entreteni-
miento —dijo con bastante aire de su ciencia—. Te extrañamos cu-
ando te fuiste.
Dejó el club de Hades sin decir nada a Lexa y estaba casi en casa cu-
ando recibió la llamada de su preocupada amiga. Se sintió mal, pero
no pudo permanecer en esa torre oscura por más tiempo, y hubiera
sido injusto hacer que Lexa volviera a casa solo por su error.
—Oh, sí, lo siento. Quería prepararme para mi primer día.
—No te voy a culpar por eso. Bueno, bienvenida.
—Adonis —dijo Demetri mientras retrocedía hacia el marco de la
puerta de su o cina—. ¿Te importaría darle a Perséfone un recorrido
por nuestra planta?
—Para nada. —Le sonrió—. ¿Lista?
Perséfone siguió a Adonis. Estaba feliz de ver un rostro familiar, inc-
luso si lo acababa de conocer anoche. La hacía sentir más cómoda.
—A esto lo llamamos el cuarto de trabajo. Es donde todo el mundo
sigue las pistas e investiga —dijo. La gente levantó la vista de sus
escritorios y la saludó o sonrió al pasar. Adonis señaló a una pared
de habitaciones acristaladas—. Salas de entrevistas y conferencias.
Sala de descanso. Salón. —Señaló una habitación enorme con varias
salas de estar informales y una luz cálida y tenue. Era acogedor y ya
había varias personas por ahí—. Probablemente preferirás escribir
aquí cuando tengas la oportunidad.
Adonis le mostró el armario de suministros y ella lo registró en bus-
ca de bolígrafos, notas adhesivas y cuadernos. Mientras la ayudaba a
llevar sus suministros a su escritorio, le preguntó:
—Entonces, ¿qué tipo de periodismo te interesa?
—Me estoy inclinando hacia los reportajes de investigación —dijo.
—Oh, una detective, ¿eh?
—Me gustan los misterios —dijo.
—¿Algún tema en particular? —preguntó.
Hades.
El nombre del dios apareció en su cabeza sin previo aviso. Sabía que
era por la marca en su muñeca. Estaba ansiosa por llegar a Never-
night y averiguar qué era.
—No… yo solo… me gusta resolver misterios —respondió.
—Bueno, entonces, tal vez puedas ayudarnos a averiguar quién ha
estado robando los almuerzos del refrigerador en la sala de descan-
so.
Perséfone se rio.
Tenía la sensación de que le iba a gustar estar aquí
Capítulo IV - El contrato

Menos de una hora después de salir de la Acrópolis, Perséfone esta-


ba fuera de Nevernight, golpeando la puerta negra y prístina. Había
tomado el autobús aquí y casi la había vuelto loca. No podía quedar-
se quieta. Su mente había despertado todo tipo de miedos y ansieda-
des sobre lo que podría signi car la marca. ¿Era esta pulsera una es-
pecie de… reclamo? ¿Era algo que uniría su alma al Inframundo? ¿O
era uno de sus horribles contratos?
¡Estaba a punto de averiguarlo, si alguien abría esta maldita puerta!
—¡Hola! —llamó—. ¿Hay alguien ahí?
Continuó golpeando la puerta hasta que le dolieron los brazos. Justo
cuando pensaba en darse por vencida, el ogro que la había estado
atendiendo anoche abrió la puerta de un tirón. Perséfone tropezó
con él y rápidamente se apartó. A la luz del día, tenía un aspecto aún
más espantoso. Su piel gruesa se hundía alrededor de su cuello y la
miró con ojos pequeños y entrecerrados.
—¿Qué deseas? —Sus palabras fueron un gruñido y no pasó desa-
percibido para ella que él podría aplastar su cráneo solo con su ma-
no.
—Debo hablar con Hades —dijo.
El ogro la miró jamente y luego cerró la puerta de golpe.
Eso realmente la enojó.
Golpeó la puerta de nuevo.
—¡Bastardo! ¡Déjame entrar! —gritó.
Siempre supo que existían los ogros, y había aprendido algunas de
sus debilidades leyendo libros de la biblioteca de Artemis en la escu-
ela. ¿Una de ellas? Odiaban que los insultaran.
El ogro volvió a abrir la puerta y le gruñó, soplándole su apestoso
aliento a podrido en el rostro. Probablemente pensó que la asustaría,
y probablemente había funcionado en otros en el pasado, pero no en
Perséfone. La marca en su muñeca la impulsó. Su libertad estaba en
juego.
—¡Exijo que me dejes entrar! —Dio un pisotón con el pie y sus dedos
se curvaron en sus palmas. Consideró cuánto espacio quedaba en la
puerta. ¿Podría pasar a la enorme criatura? Si se movía lo su ciente-
mente rápido, su tamaño probablemente lo haría perder el equilib-
rio.
—¿Quién eres tú, mortal, para exigir una audiencia con el Dios de
los Muertos? —preguntó la criatura.
—Tu señor me ha marcado y hablaré con él.
La criatura se echó a reír, los ojos pequeños brillaban divertidos.
—¿Tú quieres hablar con él?
—Sí, yo. ¡Déjame entrar!
Con cada segundo que pasaba estaba más enojada.
—No estamos abiertos —respondió la criatura—. Tendrás que vol-
ver.
—¡No volveré, me dejarás entrar ahora, grande y feo ogro!
Perséfone se dio cuenta de su error tan pronto como las palabras sa-
lieron de su boca. El rostro de la criatura cambió. La agarró por el cu-
ello y la levantó del suelo.
—¿Qué eres? —demandó—. ¿Una pequeña ninfa tramposa?
Arañó la piel de acero del ogro, pero él solo presionó sus carnosos
dedos más profundamente en su piel. No podía respirar y le llora-
ban los ojos y lo único que pudo hacer fue dejar caer su glamour.
Cuando sus cuernos se hicieron visibles, la criatura la soltó como si
se quemara.
Perséfone se tambaleó e inhaló profundamente. Se llevó una mano a
la tierna garganta, pero logró mantenerse en pie y mirar al ogro en
su verdadera forma. Él bajó la mirada, incapaz de mirarla o encont-
rar sus brillantes y misteriosos ojos.
—Soy Perséfone, Diosa de la Primavera, y si quieres mantener tu mi-
serable vida, me obedecerás.
Su voz tembló. Todavía estaba nerviosa por ser maltratada por el og-
ro. Las palabras que había dicho eran las de su madre, utilizadas en
un momento en que había amenazado a una sirena que se negó a
ayudarla en la búsqueda de Perséfone cuando se alejó. En realidad,
Perséfone estaba a solo unos metros de distancia, escondida detrás
de un arbusto cercano. Escuchó las crudas palabras de su madre y
las archivó, sabiendo que, sin poderes, las palabras serían su única
arma.
La puerta se abrió detrás del ogro, y se hizo a un lado, poniéndose
de rodillas cuando Hades apareció a la vista. Perséfone no podía res-
pirar. Se había pasado todo el día recordando cómo era, recordando
sus rasgos elegantes pero oscuros y, sin embargo, su memoria no era
nada comparada con la realidad. Estaba bastante segura de que esta-
ba usando el traje de anoche, pero la corbata alrededor de su cuello
estaba suelta y los botones de su camisa estaban abiertos en el cuello,
exponiendo su pecho. Era como si lo hubieran interrumpido en me-
dio de desnudarse.
Entonces recordó a la mujer que había envuelto sus brazos alrededor
de su cintura: Menta. Quizás los había interrumpido. Se sintió muy
satisfecha con ese pensamiento, aunque sabía que no debería impor-
tarle.
—Lady Perséfone —dijo, su voz era pesada y seductora y ella se est-
remeció.
Obligó a sus ojos a nivelarse con los de él. Eran iguales, después de
todo, y quería que lo supiera porque estaba a punto de hacer deman-
das. Lo encontró estudiándola, con la cabeza inclinada hacia un lado.
Estar bajo su mirada en su verdadera forma se sentía extrañamente
íntimo y quería recuperar su glamour de nuevo. Había cometido un
error, estaba tan enojada y tan desesperada que se había expuesto.
—Lord Hades. —Logró decir con un breve asentimiento. Estaba or-
gullosa de que no le temblara la voz, aunque sí por dentro.
—Milord —dijo el ogro, bajando la cabeza—. No sabía que era una
diosa. Acepto el castigo por mis acciones.
—¿Castigo? —cuestionó Perséfone, sintiéndose cada vez más expu-
esta a la luz del día fuera del club. Hades tardó un momento en
apartar la mirada de Perséfone y mirar al ogro.
—Puse mis manos sobre una diosa —dijo el monstruo.
—Y una mujer, además —agregó Hades, con tristeza—. Me ocuparé
de ti más tarde.
Entonces se hizo a un lado.
—Lady Perséfone —dijo, y la dejó entrar a Nevernight. Se quedó en
la oscuridad cuando la puerta se cerró tras ella. El aire estaba pesa-
do, cargado con una intensidad que sentía profundamente en su vi-
entre, y espeso con su aroma. Quería inhalar y llenar sus pulmones
con eso. En cambio, contuvo la respiración.
Entonces, él habló en su oreja, sus labios rozaron la piel con la ligere-
za de una pluma.
—Estás llena de sorpresas, cariño.
Inhaló bruscamente y se giró para mirarlo, pero cuando lo hizo, Ha-
des ya no estaba cerca. Había abierto la puerta y estaba esperando
que ella entrara al club.
—Después de ti, diosa —dijo. La palabra no se usó de manera burlo-
na, pero estaba llena de curiosidad.
Pasó al dios y entró en el club. Se encontró en el balcón que daba al
piso vacío. El lugar estaba sorprendentemente inmaculado. Se volvió
y vio a Hades esperando. Cuando lo miró a los ojos, bajó las escale-
ras y lo siguió.
Cruzó la sala, dirigiéndose a las escaleras de caracol y a la segunda
planta. Ella vaciló.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
Hizo una pausa y se volvió hacia ella.
—Mi o cina —dijo—. Me imagino que cualquier cosa que tengas
que decirme exige privacidad.
Abrió y cerró la boca, mirando alrededor del club vacío.
—Esto parece bastante privado.
—No lo es —dijo, y subió las escaleras sin decir una palabra más. El-
la lo siguió. Cuando llegaron a lo alto de los escalones, giró a la de-
recha, alejándose de la habitación en la que habían estado la noche
anterior, hacia una pared negra elaboradamente adornada con oro.
No podía creer que no lo hubiera notado la noche anterior. Dos
grandes puertas mostraban imágenes de enredaderas y ores enros-
cadas alrededor del bidente de Hades, en relieve dorado. El resto de
la pared estaba decorada con diseños orales en oro.
Probablemente no debería sorprenderse tanto de que el Dios de los
Muertos eligiera decorar con ores, después de todo, el narciso era
su símbolo.
Sus ojos fueron atraídos hacia Hades cuando abrió una de las puer-
tas doradas. No estaba ansiosa por estar en un espacio cerrado con
él. No con aba en sus pensamientos ni en su cuerpo. Esta vez, la lla-
mó.
—¿Va a dudar a cada paso, lady Perséfone? —preguntó.
Lo fulminó con la mirada.
—Solo estaba admirando su decoración, lord Hades. No me di cuen-
ta de esto anoche.
—Las puertas de mis habitaciones a menudo están veladas durante
el horario comercial —respondió, y luego señaló la puerta abierta—.
¿Pasamos?
Una vez más, se armó de valor y se acercó. Él no dejó mucho espacio
para que pasara, y lo rozó mientras entraba en la habitación.
Se encontró en la o cina de Hades. Lo primero que notó fueron las
ventanas que daban al club. Podía ver todo desde aquí. No había
ventanas al exterior y, a pesar de ello, el espacio estaba iluminado
con calidez y era extrañamente acogedor, incluso con su suelo de
mármol negro. Quizás tuvo algo que ver con la chimenea contra la
pared. Un sofá y dos sillas creaban una hermosa sala de estar, y una
alfombra de piel solo se sumaba a la estética reconfortante. En el otro
extremo de la habitación, elevada como un trono, había una gran lo-
sa de obsidiana que actuaba como escritorio. Por lo que podía decir,
no había nada en él, ni papeles ni fotografías. Se preguntaba si lo usó
alguna vez o si era solo por espectáculo.
Inmediatamente frente a ella había una mesa sobre la que descansa-
ba un jarrón de ores rojo sangre.
Puso los ojos en blanco ante el arreglo oral.
Hades cerró la puerta y ella se puso rígida. Esto era peligroso. Debe-
ría haberse enfrentado a él en el piso de abajo, donde había más es-
pacio, donde podía pensar y respirar mejor sin inhalarlo. Sus botas
golpearon contra el suelo mientras se acercaba y su cuerpo se burló.
Se detuvo frente a ella. Sus ojos recorrieron su rostro, deteniéndose
en sus labios por una fracción de segundo antes de bajar a su cuello.
Cuando extendió la mano para tocarla, la mano de Perséfone lo suj-
etó por el brazo. No era que le temiera tanto a él como a su reacción
a su toque.
Sus ojos se encontraron.
—¿Estás herida? —preguntó.
—No —dijo, y él asintió, con cuidado liberando su brazo de su agar-
re. Cruzó la habitación para poner distancia entre ellos, asumió Per-
séfone.
Luego recordó que estaba en su verdadera forma y comenzó a
aumentar su glamour.
—Oh, es un poco tarde para ser modesta, ¿no crees? —dijo Hades,
atravesándola con esos hermosos ojos oscuros. Tiró de su corbata y
la vio deslizarse de su cuello antes de levantar los ojos hacia él. No
estaba sonriendo como esperaba. Se veía… primitivo. Como un ani-
mal hambriento que nalmente había acorralado a su presa. Tragó y
dijo apresuradamente:
—¿Interrumpí algo?
No estaba segura de querer una respuesta.
La comisura de su boca se levantó.
—Estaba a punto de irme a la cama cuando te escuché exigiendo la
entrada a mi club.
¿Cama? Pasaba del mediodía.
—Imagina mi sorpresa cuando encuentro a la diosa de anoche en mi
puerta.
—¿Te lo dijo la gorgona?
Dio un paso más en la habitación, enojada. Hades se estaba divirti-
endo.
—No. Euryale no lo hizo. Reconocí tu magia como la de Deméter,
pero no eres Deméter. —Luego inclinó la cabeza como había hecho
antes—. Cuando te fuiste, consulté algunos textos. Había olvidado
que Deméter tenía una hija. Supuse que eras Perséfone. La pregunta
es, ¿por qué no estás usando tu propia magia?
—¿Es por eso que hiciste esto? —preguntó, quitando el brazalete que
había usado para cubrir la marca en su piel y levantando su brazo.
Hades sonrió.
Realmente sonrió.
Perséfone quería atacarlo. Apretó las manos a los costados para evi-
tar saltar por la habitación.
—No —dijo—. Ese es el resultado de perder contra mí.
—Me estabas enseñando a jugar —argumentó.
—Semántica —dijo encogiéndose de hombros—. Las reglas de Ne-
vernight son muy claras, diosa.
—¡Son todo menos claras y tú eres un idiota!
Los ojos de Hades se oscurecieron. Aparentemente, no le gustaba
que lo insultaran más que al ogro. Se apartó del escritorio y se acercó
a ella. Perséfone dio un paso atrás.
—No me insultes, Perséfone —dijo, y luego tomó su muñeca. Trazó
el brazalete alrededor, haciéndola temblar—. Cuando me invitaste a
tu mesa, llegaste a un acuerdo. Si hubieras ganado, podrías haberte
ido de Nevernight sin exigencias de tiempo. Pero no lo hiciste y aho-
ra tenemos un contrato.
Tragó saliva, considerando cada cosa horrible que había oído sobre
los contratos de Hades y sus términos imposibles. ¿Qué oscuridad
sacaría de lo más profundo de ella?
—¿Y qué signi ca eso? —Su voz seguía siendo cortante.
—Signi ca que debo elegir los términos —dijo.
—No quiero tener un contrato contigo —dijo entre dientes—. ¡Quíta-
lo!
—No puedo.
—Si lo pones allí, lo puedes quitar. —Sus labios se curvaron—. ¿Cre-
es que es gracioso?
—Oh, cariño, no tienes ni idea.
La palabra cariño se deslizó por su piel y se estremeció de nuevo. Él
pareció darse cuenta porque sonrió un poco más.
—Soy una diosa. —Intentó de nuevo—. Somos iguales.
—¿Crees que nuestra sangre cambia el hecho de que voluntariamen-
te celebraste un contrato conmigo? Estas cosas son la ley, Perséfone.
—Ella lo fulminó con la mirada—. La marca se disolverá cuando se
haya cumplido el contrato —dijo como si así todo estuviera mejor.
—¿Y cuáles son tus condiciones? —El hecho de que estuviera pre-
guntando no signi caba que estuviera de acuerdo.
La mandíbula de Hades estaba tensa. Parecía estar reprimiéndose.
Tal vez no estaba acostumbrado a que le dieran órdenes. Cuando le-
vantó la cabeza y la miró, supo que estaba en problemas.
—Crea vida en el Inframundo —dijo al n.
—¿Qué? —No estaba preparada para eso, aunque probablemente
debería haberlo estado. ¿No era su mayor debilidad su falta de po-
der? Una ironía, considerando su Divinidad.
—Crea vida en el Inframundo —dijo de nuevo—. Tienes seis meses,
y si fallas o te niegas, te convertirás en una residente permanente del
Inframundo.
—¿Quieres que cultive un jardín en tu reino? —preguntó, sorprendi-
da.
Se encogió de hombros.
—Supongo que es una forma de crear vida.
Lo fulminó con la mirada.
—Si me llevas al Inframundo, te enfrentarás a la ira de mi madre.
—Oh, estoy seguro —re exionó—. Al igual que sentirás su ira cuan-
do descubra lo que has hecho tan imprudentemente.
Las mejillas de Perséfone se sonrojaron. Él estaba en lo correcto. La
diferencia entre ellos era que Hades no parecía en absoluto descon-
certado por la amenaza. ¿Por qué debería estarlo? Él era uno de los
tres, los dioses más poderosos que existen. Una amenaza de Deméter
era lanzar un guijarro.
Se enderezó, levantó la barbilla, y se encontró con su mirada ja.
—Bien.
Entonces sintió la presión de la mano de Hades en su muñeca como
un grillete y soltó su agarre.
—¿Cuándo empiezo?
Los ojos de Hades brillaron.
—Ven mañana. Te mostraré el camino al Inframundo.
—Tendrá que ser después de clases —dijo.
—¿Clases?
—Soy estudiante de la universidad de Nueva Atenas.
Hades la miró con curiosidad y asintió.
—Después… de clases, entonces.
Se miraron el uno al otro durante un largo rato. Por mucho que lo
odiara en ese momento, era difícil no disfrutar de verlo.
—¿Qué hay de tu portero?
—¿Qué hay de él?
—Preferiría que no me recuerde de esta forma —dijo, indicando a
sus cuernos. Luego convocó su glamour. La relajó un poco, estar en
su forma mortal. Hades observó la transformación como si estuviera
estudiando la forma de una escultura antigua.
—Borraré su recuerdo de ti… después de que sea castigado por el
trato que te ha dado.
Perséfone se estremeció.
—No sabía que era una diosa.
—Pero sabía que eras una mujer y dejó que su ira se apoderara de él
—dijo Hades—. Así que será castigado.
Hades lo dijo con total naturalidad y supo que no había discusión.
—¿Cuánto me costará? —preguntó, porque sabía con quién estaba
tratando y acababa de pedir un favor al Dios de los Muertos.
Sus labios se curvaron.
—Inteligente, cariño. Sabes cómo funciona esto. ¿El castigo? Nada.
¿Su recuerdo? Un favor.
—No me llames cariño —espetó—. ¿Qué tipo de favor?
—Lo que quiera —dijo—. Para ser utilizado en el futuro.
Consideró esto por un momento. ¿Qué querría Hades de ella? ¿Qué
podría tener para ofrecerle? Tal vez fue ese pensamiento lo que la hi-
zo estar de acuerdo, o el temor de que su madre descubriera que ha-
bía mostrado su verdadera forma. De cualquier manera, dijo:
—Trato.
Hades sonrió.
—Haré que mi chofer te lleve a casa —dijo.
—Eso no es necesario.
—Lo es.
Apretó los labios.
—Bien —dijo entre dientes. Realmente no tenía ganas de volver a to-
mar el autobús, pero la idea de que Hades supiera dónde vivía era
inquietante.
Entonces el dios la agarró por los hombros, se inclinó hacia delante y
presionó los labios contra su frente. El movimiento fue tan repentino
que perdió el equilibrio. Sus dedos se enredaron en su camisa para
estabilizarse, las uñas rozaron la piel de su pecho. Su cuerpo era du-
ro y cálido y sus labios suaves sobre su piel. Cuando se apartó, no
pudo recuperarse lo su ciente como para enojarse.
—¿Por qué fue eso? —preguntó, su voz un susurro tranquilo.
Hades mantuvo esa sonrisa exasperante, como si supiera que no po-
día pensar con claridad y pasó un dedo por su acalorada mejilla.
—Para tu bene cio. La próxima vez, la puerta se abrirá para ti. Pre -
ero que no enojes a Duncan. Si vuelve a hacerte daño tendré que ma-
tarlo, y es difícil encontrar un buen ogro.
Perséfone se lo podía imaginar.
—Lord Hades, Thanatos lo está buscando, oh…
Una mujer entró en su o cina por una puerta oculta detrás de su esc-
ritorio. Era hermosa. Su cabello estaba dividido en el centro y tan ro-
jo como una llama. Sus ojos eran agudos y las cejas arqueadas, labios
carnosos, exuberantes y rojos. Todos sus rasgos eran puntiagudos y
angulosos. Era una ninfa, y cuando miró a Perséfone, había odio en
sus ojos. Fue entonces que Perséfone se dio cuenta de que todavía es-
taba de pie cerca de Hades, con las manos enredadas en su camisa.
Cuando trató de alejarse, sus manos la apretaron.
—No sabía que tenía compañía —respondió con rmeza.
Hades no miró a la mujer. En cambio, sus ojos permanecieron en
Perséfone.
—Un minuto, Menta.
El primer pensamiento de Perséfone fue: entonces esta es Menta. Era
hermosa de una manera que Perséfone no lo era, de una manera que
prometía seducción y pecado y detestaba los celos que sintió.
Su segundo pensamiento fue: ¿por qué necesitaba un minuto? ¿Qué más
podría tener que decir? Perséfone no vio irse a Menta porque no podía
apartar la mirada de Hades.
—No has respondido a mi pregunta —dijo Hades—. ¿Por qué estás
usando la magia de tu madre?
Fue su turno de sonreír.
—Lord Hades —dijo, deslizando un dedo por su pecho. No estaba
segura de qué la hizo hacerlo, pero se sentía valiente—. La única for-
ma en que recibirás respuestas es si decido hacer otra apuesta conti-
go y, en este momento, no es probable.
Luego tomó las solapas de su chaqueta y la enderezó, sus ojos se po-
saron en la or roja de polianto en el bolsillo de su chaqueta. Lo miró
y susurró.
—Creo que te arrepentirás de esto, Hades.
Tocó la or y los ojos de Hades siguieron el movimiento. Cuando
sus dedos rozaron los pétalos, la or se marchitó.
Capítulo V - Intrusión

El chofer de Hades era un cíclope.


Trató de no parecer sorprendida cuando vio a la criatura parada
frente a un Lexus negro fuera de Nevernight. No era como el cíclope
descrito en la historia. Habían sido criaturas bestiales. Este hombre
era más alto que Hades y todo piernas, con hombros anchos y comp-
lexión delgada. Tenía los ojos entrecerrados pero amables, y sonrió
cuando vio a Perséfone.
Hades había insistido en escoltar a Perséfone al exterior. No estaba
ansiosa por ser vista en público con el dios, aunque no creía que ese
pensamiento hubiera cruzado por la mente de Hades. Probablemen-
te estaba más preocupado por sacarla de sus instalaciones lo antes
posible para poder descansar un poco… o lo que fuera que había es-
tado a punto de hacer antes de que interrumpiera.
—Lady Perséfone, este es Antoni —dijo Hades—. Él se asegurará de
que llegues a casa a salvo.
Perséfone arqueó una ceja ante el Dios del Inframundo.
—¿Estoy en peligro, mi lord?
—Solo una precaución. No quisiera que tu madre golpeara mi puerta
antes de que tuviera una razón para hacerlo.
Tiene una razón para hacerlo, pensó enojada, y la marca en su muñeca
se sintió caliente. Se encontró con su mirada, con la intención de mi-
rar y comunicar su enojo, pero le resultaba difícil pensar en absoluto.
El Dios de los Muertos tenía ojos como el universo: vibrantes, vivos,
vastos. Estaba perdida en ellos y en todo lo que prometían.
Estuvo agradecida cuando Antoni la distrajo de esos pensamientos
peligrosos. Nada bueno saldría de encontrar a Hades interesante.
¿No había aprendido eso ya?
—Miladi —dijo Antoni, abriendo la puerta trasera del auto.
—Milord. —Asintió hacia Hades mientras se apartaba de él y se des-
lizaba en el interior de cuero negro.
Antoni cerró la puerta con cuidado y luego se sentó en el asiento del
conductor del automóvil. Se pusieron en camino rápidamente, y tu-
vo que hacer todo lo posible para no mirar atrás. Se preguntó cuánto
tiempo estuvo Hades allí antes de regresar a su torre, y si se estaba
riendo de su audacia y su fracaso.
Se quedó mirando el llamativo brazalete de oro que cubría la marca
negra. A esta luz, el oro parecía bronceado y barato. Se lo quitó y
examinó las marcas en su piel. Lo único por lo que podía pensar es-
tar agradecida en este momento era que la marca era lo su ciente-
mente pequeña y en un lugar donde podía ocultarse fácilmente.
Crear vida en el Inframundo.
¿Acaso había vida en el Inframundo? Perséfone no sabía nada sobre
el reino de Hades, y en todos sus estudios, nunca había encontrado
descripciones de la tierra de los muertos, solo detalles de su geogra-
fía, e incluso esos parecían estar en con icto. Sin embargo, supuso
que lo averiguaría mañana, la idea de regresar a Nevernight para ha-
cer el descenso al Inframundo la llenaba de ansiedad.
Gimió. Justo cuando todo parecía estar funcionando para ella.
—¿Volverá a visitar a lord Hades? —preguntó Antoni, mirando por
el espejo retrovisor. El cíclope tenía una voz agradable. Era cálida y
penetrante.
—Me temo que lo haré —dijo Perséfone distraídamente.
—Espero que lo encuentre agradable. Nuestro señor a menudo está
solo.
Perséfone encontró extrañas esas palabras.
—No me parece tan solo.
Pensó en la celosa Menta.
—Tal es el caso del Divino, pero me temo que confía en muy pocos.
Si me pregunta, necesita una esposa.
Perséfone se sonrojó.
—Estoy segura de que lord Hades no está interesado en establecerse.
—Te sorprendería saber lo que le interesa al Dios de los Muertos —
respondió Antoni.
Perséfone no quería conocer los intereses de Hades. Ya sentía que co-
nocía demasiados, y ninguno de ellos era bueno.
Miró al cíclope desde su asiento en la parte de atrás. Se preguntó có-
mo el monstruo llegó a estar al servicio del Dios del Inframundo, así
que preguntó.
—Los tres de mi especie fueron liberados del Tártaro después de que
Cronos nos colocara allí —respondió—. Y por eso hemos devuelto el
favor sirviendo a Zeus, Poseidón y Hades de vez en cuando.
—¿Como chofer? —No pretendía sonar asqueada, pero esto parecía
una tarea servil.
Antoni se rio.
—Sí, pero los de nuestra especie son grandes constructores y herre-
ros también. Hemos elaborado regalos para los tres y continuare-
mos.
—Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Seguro que no les has pagado
ya su favor? —preguntó Perséfone.
—Cuando el Dios de los Muertos te da la vida, es un favor que nun-
ca se devolverá.
Perséfone frunció el ceño.
—No entiendo.
—Nunca ha estado en el Tártaro, así que no espero que lo haga. —
Hizo una pausa y agregó—: No me malinterprete. Mi servicio a Ha-
des es mi elección, y de todos los dioses, me alegra servirle. No es co-
mo el otro Divino.
Perséfone realmente quería saber qué signi caba eso, porque por lo
que sabía sobre Hades, él era lo peor de lo Divino.
Antoni llegó a su apartamento y salió del auto para abrirle la puerta.
—Oh, no tienes que hacerlo, puedo abrir mi propia puerta —dijo.
Sonrió.
—Es un placer, lady Perséfone.
Comenzó a pedirle que no la llamara así, pero luego se dio cuenta de
que estaba usando su título, como si supiera que era una diosa, pero
estaba usando su glamour…
—¿Cómo…?
—Lord Hades la llamó lady Perséfone —explicó—. Así que yo tam-
bién.
—Por favor… No es necesario.
Su sonrisa se ensanchó.
—Creo que debería acostumbrarse, lady Perséfone, especialmente si
nos visita con frecuencia, como espero que haga.
Cerró la puerta e inclinó la cabeza. Perséfone entró en su apartamen-
to aturdida. Este día había sido largo y extraño gracias al Dios de los
Muertos.
Tampoco hubo indulto, porque Lexa estaba en la cocina cuando ent-
ró y atacó.
—Eh, ¿de quién es el Lexus que te dejó frente a nuestro pobre apar-
tamento? —preguntó.
Quería mentir y a rmar que alguien de su pasantía la había dejado,
pero sabía que Lexa no lo creería, se suponía que debía estar en casa
hace dos horas, y su mejor amiga acababa de ver cómo, literalmente,
la llevaron con chofer a su casa.
—Bueno… nunca vas a creer esto, pero… Hades.
Si bien podía admitir eso, no estaba lista para contarle a Lexa sobre
el contrato o la marca en su muñeca.
Lexa dejó caer la taza que sostenía. Perséfone se estremeció cuando
golpeó el suelo y se hizo añicos.
—¿Estás bromeando?
Perséfone negó. Mientras se movía para agarrar una escoba, Lexa la
siguió.
—¿Como… el Hades? ¿Dios de los Muertos, Hades? ¿Propietario de
Nevernight, Hades?
—Sí, Lexa. ¿Quién más? —preguntó Perséfone, irritada.
—¿Cómo? —balbuceó—. ¿Por qué?
Perséfone empezó a barrer las piezas de cerámica.
—Fue por mi trabajo. —Técnicamente no era una mentira. Podría lla-
marlo investigación.
—¿Y conociste a Hades? ¿Lo viste en carne y hueso?
Perséfone se estremeció al escuchar la palabra carne, recordando la
apariencia desordenada de Hades.
—Sí.
—¿Qué aspecto tiene? —Perséfone se apartó de Lexa y agarró el re-
cogedor. También estaba tratando de ocultar el furioso rubor que
manchaba sus mejillas—. Detalles. ¡Escúpelo!
Perséfone le entregó a Lexa el recogedor y lo sostuvo mientras Persé-
fone barría la taza rota.
—Yo… no sé por dónde empezar —dijo al n.
Lexa sonrió.
—Empieza por sus ojos —dijo.
Perséfone suspiró. Se sentía íntimo describir a Hades, y parte de ella
quería mantenerlo para sí misma. Era muy consciente de que solo es-
taba describiendo una versión atenuada del dios porque aún no lo
había visto en su verdadera forma. Hubo una extraña anticipación
que seguía a ese pensamiento y se dio cuenta de que estaba ansiosa
por conocer al dios en su Divinidad. ¿Sus cuernos serían tan negros
como sus ojos y su cabello? ¿Se enroscarían a ambos lados de su ca-
beza como los carneros, o se estirarían en el aire, haciéndolo aún más
alto?
—Es guapo —dijo, aunque ni siquiera esa palabra le hacía justicia.
No era solo su apariencia, era su presencia—. Él es… poder.
—Alguien tiene un echazo. —La sonrisa de su ciencia en el rostro
de Lexa le recordó que estaba demasiado concentrada en cómo era el
dios y no lo su ciente en lo que hacía.
—¿Qué? No. No. Mira, Hades es guapo. No soy ciega, pero no pu-
edo tolerar lo que hace.
—¿Qué quieres decir?
Perséfone le recordó a Lexa lo que habían aprendido de Adonis en
Nevernight.
—Bueno, podrías preguntarle a Hades al respecto.
—No somos amigos, Lexa.
Nunca serían amigos.
Entonces Lexa se emocionó mucho.
—¡Oh! ¿Y si escribieras sobre él? ¡Podrías investigar sus tratos con
los mortales! ¡Qué escandaloso!
Era escandaloso, no solo por el contenido, sino porque Perséfone es-
taba considerando escribir un artículo sobre un dios, algo que muy
pocas personas hicieron por temor a represalias.
Pero Perséfone no temía las represalias porque no le importaba que
Hades fuera un dios.
—Parece que tienes otra razón para visitar a Hades —dijo Lexa.
Parecía que sí, ¿y no le había ofrecido Hades un acceso fácil? Cuando
presionó sus labios contra su frente, dijo que era para su bene cio.
No tendría que tocar la puerta para entrar de nuevo a Nevernight.
Sonrió.
El Dios del Inframundo de nitivamente se arrepentiría de haber co-
nocido a la Diosa de la Primavera, y esperaba con ansias ese día. Ella
también era una Divina. Aunque no tenía poder propio, podía escri-
bir, y tal vez eso la convertía en la persona perfecta para exponerlo.
Después de todo, si algo le sucediera, Hades sentiría la ira de Demé-
ter.

De camino a clases en la universidad de Nueva Atenas, Perséfone se


detuvo a comprar una variedad de brazaletes. Dado que tendría que
usar la marca de Hades hasta que cumpliera su contrato, quería per-
sonalizar sus atuendos en consecuencia. Hoy llevaba una pila de per-
las, un toque clásico para complementar su falda rosa brillante y su
blusa blanca.
Sus tacones chocaban contra la acera de cemento cuando la universi-
dad apareció a la vista. Cada paso signi caba que el tiempo pasaba,
lo que signi caba una hora, un minuto, un segundo más cerca de su
regreso a Nevernight.
Hoy Hades la llevaría al Inframundo. Se había quedado despierta
hasta la noche considerando cómo iba a cumplir con su contrato. Ella
le preguntó si quería que plantara un jardín, y él se encogió de
hombros, se encogió de hombros. Supongo que es una forma de crear vida,
dijo. ¿Qué se suponía que signi caba eso y de qué otras formas pod-
ría crear vida? ¿No es por eso que había elegido este desafío? ¿Por-
que no tenía poder para cumplir la tarea?
Dudaba que fuera porque lord Hades quería hermosos jardines en
su desolado reino. Él estaba interesado en el castigo, después de to-
do, y por lo que había escuchado y presenciado del dios, no tenía la
intención de que el Inframundo fuera un lugar de paz y ores boni-
tas.
A pesar de lo enojada que estaba consigo misma y con Hades, sus
emociones estaban en desacuerdo. Estaba intrigada y nerviosa por
descender al reino del dios.
Sobre todo, sin embargo, tenía miedo.
¿Y si fallaba?
No, cerró los ojos ante el pensamiento. No podía fallar. No lo haría.
Esta noche vería el Inframundo y haría un plan. El hecho de que no
pudiera sacar una or del suelo con magia no signi caba que no pu-
diera usar otros métodos. Métodos mortales. Solo tendría que tener
cuidado. Necesitaría guantes, era eso o mataría cada planta que toca-
ra, y mientras el jardín rumiaba, buscaría otras formas de cumplir el
contrato.
O romperlo.
No sabía mucho sobre Hades, excepto lo que su madre y los morta-
les creían sobre el dios. Era reservado, no le gustaban las intrusiones,
y no le gustaban los medios de comunicación.
Realmente iba a disgustarle lo que había planeado para hoy, y de re-
pente tuvo el pensamiento: ¿podría hacer que Hades se enojara lo su ci-
ente como para que la liberara de este contrato?
Perséfone pasó por la entrada de la universidad de Nueva Atenas. Se
trataba de un conjunto de seis columnas coronadas con un trozo de
piedra puntiaguda. Una vez dentro, se encontró en un patio. La Bib-
lioteca de Artemisa se alzaba frente a ella, un edi cio de estilo pante-
ón que había tenido el placer de explorar en su primer año.
El campus era fácil de recorrer, ya que estaba diseñado como una
estrella de siete puntas, siendo la biblioteca una de ellas.
Perséfone siempre atravesaba el centro de la estrella, que era el Jar-
dín de los Dioses, un acre de tierra lleno de las ores favoritas de los
Olímpicos y estatuas de mármol. Aunque había recorrido este cami-
no muchas veces para ir a clase, hoy se sentía diferente. El jardín era
como un opresor, las ores, enemigas, sus olores se mezclaban en el
aire; el denso aroma de madreselva mezclado con el dulce olor de la
rosa, asaltaban sus sentidos.
¿Hades esperaba que ella hiciera algo así de grandioso? ¿Realmente
la sentenciaría a cadena perpetua en el Inframundo si no cumplía
con su pedido en seis meses?
Conocía la respuesta. Hades era un dios estricto. Creía en las reglas y
los límites, y los había establecido ayer, sin siquiera temer la amena-
za de la ira de su madre.
Perséfone pasó junto al estanque de Poseidón y una imponente esta-
tua de un Ares muy desnudo con el yelmo en la cabeza y el escudo
en la mano. No era la única estatua de un dios desnudo en el jardín.
Normalmente lo pensaba poco, pero hoy su mirada se dirigió a los
grandes cuernos sobre la cabeza de Ares. Los suyos se sentían pesa-
dos bajo el glamour que llevaba. Había escuchado un rumor cuando
se mudó a Nueva Atenas de que los cuernos eran la fuente del poder
divino. Perséfone deseaba que eso fuera cierto. Ni siquiera se trataba
de tener poder ahora. Se trataba de libertad.
—Es solo que las Moiras han elegido un camino diferente para ti, mi or —
dijo Deméter cuando la magia de Perséfone nunca se manifestó.
—¿Qué camino? —preguntó Perséfone—. ¡No hay camino, solo las pare-
des de tu prisión de cristal! ¿Me mantienes escondida porque sientes vergü-
enza?
—Te mantengo a salvo porque no tienes poder, mi or. Hay una diferencia.
Perséfone aún no estaba segura de qué tipo de camino habían decidi-
do las Moiras para ella, pero sabía que podía estar a salvo sin ser en-
carcelada, y supuso que, en algún momento, Deméter había estado
de acuerdo, porque había dejado a Perséfone ir… aunque, en una
correa larga.
—Madre —dijo.
Deméter apareció junto a su hija. Llevaba un glamour humano. No
era algo que hiciera a menudo. No era que a Deméter le disgustaran
los mortales, era increíblemente protectora con sus seguidores, simp-
lemente conocía su condición de diosa. La máscara mortal de Demé-
ter no era tan diferente de su apariencia Divina. Mantenía el mismo
cabello liso, los mismos ojos verdes brillantes, la misma piel lumino-
sa, pero sus astas estaban veladas. Eligió un vestido esmeralda ajus-
tado y tacones dorados. Para los espectadores, tenía toda la aparien-
cia de una mujer de negocios inteligente.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Perséfone.
—¿Dónde estabas ayer? —La voz de Deméter fue seca.
—Parece que ya crees saber la respuesta —respondió—. Entonces,
¿por qué no me lo dices?
—No trates esto con sarcasmo, querida. Esto es muy serio, ¿por qué
estuviste en Nevernight?
Perséfone trató de evitar que su corazón se acelerara.
—¿Cómo sabes que estuve en Nevernight?
¿La vio una ninfa?
—No importa cómo lo supe. Te hice una pregunta.
—Fui a trabajar, madre. También debo regresar hoy.
—Absolutamente no —dijo—. Necesito recordarte que una condici-
ón de tu tiempo aquí fue que te mantengas alejada de los dioses. Es-
pecialmente Hades.
Dijo su nombre como una maldición y Perséfone se estremeció.
—Madre, tengo que hacer esto. Es mi trabajo.
—Entonces lo dejarás.
—No.
Deméter parecía aturdida, y Perséfone estaba segura de que en sus
veinticuatro años nunca le había dicho a su madre que no.
—¿Qué dijiste?
—Me gusta mi vida, madre. He trabajado duro para llegar a donde
estoy.
—Perséfone, no necesitas vivir esta vida mortal. Te está… cambian-
do.
—Bien. Eso es lo que quiero. Quiero ser yo, sea lo que sea y tendrás
que aceptarlo.
El rostro de Deméter estaba helado como una piedra, y Perséfone sa-
bía lo que estaba pensando: No tengo que aceptar nada más que lo que
quiero.
—He escuchado tus advertencias sobre los dioses, especialmente
sobre Hades. ¿A qué le temes? ¿Que permita que me seduzca? Ten
más fe en mí.
Deméter palideció y siseó:
—Esto es serio, Perséfone.
—Hablo en serio, madre. —Consultó su reloj—. Tengo que irme. Lle-
garé tarde a clase.
Perséfone esquivó a su madre y salió del jardín. Podía sentir la mira-
da de Deméter quemándole la espalda mientras avanzaba.
Se arrepentiría de defenderse, estaba segura.
La pregunta era, ¿qué castigo elegiría la Diosa de la Cosecha?

La clase pasó en un borrón de notas furiosas y disertaciones monóto-


nas. Normalmente estaba atenta, pero tenía muchas cosas en la cabe-
za. Su conversación con su madre estaba carcomiendo sus entrañas.
Aunque estaba orgullosa de defenderse, sabía que Deméter podría
llevársela de regreso al invernadero de cristal con un chasquido de
dedos. También estaba pensando en su conversación con Lexa y en
cómo podría comenzar a investigar para su artículo. Sabía que una
entrevista sería esencial, pero no estaba ansiosa por volver a estar en
un espacio cerrado con él.
Todavía se sentía mal durante el almuerzo y Lexa se dio cuenta.
—¿Qué pasa?
Consideró cómo decirle a su amiga que su madre la estaba espiando.
Finalmente, dijo:
—Me enteré de que mi madre me ha estado siguiendo —dijo—. El-
la… más o menos se enteró de Nevernight.
Lexa puso los ojos en blanco.
—¿No se da cuenta de que eres una adulta?
—No creo que mi madre me haya visto nunca como una adulta.
Y no creía que lo hiciera nunca si seguía llamándola Kore.
—No dejes que te haga sentir mal por divertirte, Perséfone. Y, de ni-
tivamente, no dejes que te impida hacer lo que quieres.
Pero era más difícil que eso. Obedecer signi caba que podía perma-
necer en el mundo de los mortales y eso es lo que quería, incluso si
no era tan divertido.
Después del almuerzo, llegaron a la Acrópolis. Lexa dijo que era pa-
ra ver dónde trabajaba, pero Perséfone sospechaba que quería echar
un vistazo a Adonis. Y lo consiguió, porque las interceptó cuando
pasaban por la recepción.
—Hola —dijo, sonriendo—. Lexa, ¿verdad? Es bueno verte otra vez.
Dioses. No podía culpar a Lexa ni un poco por caer bajo el hechizo
de Adonis. Este hombre era encantador y ayudaba que fuera notab-
lemente guapo.
Lexa sonrió.
—No podía creerlo cuando Perséfone me dijo que trabajaba contigo.
Qué casualidad.
Miró a Perséfone.
—De nitivamente fue una agradable sorpresa. Sabes lo que dicen,
mundo pequeño, ¿eh?
—Adonis, ¿vienes un momento? —llamó Demetri desde su puerta.
Todos miraron en su dirección.
—¡Voy! —dijo Adonis y miró a Lexa—. Ha sido bueno verte. Salga-
mos todos alguna vez.
—Cuidado, haremos que cumplas eso —advirtió.
—Espero que lo hagas.
Adonis se marchó y Lexa miró a Perséfone.
—Dime… ¿es tan guapo como Hades?
Perséfone no quiso burlarse, pero no había comparación. Tampoco
quiso ofrecer un rotundo “No”.
Pero lo hizo.
Lexa arqueó una ceja y sonrió. Se inclinó hacia delante y le dio un
beso en la mejilla.
—Te veré esta noche. Ah, y asegúrate de hablar con Adonis. Tiene
razón, deberíamos salir juntos.
Cuando Lexa se fue, Perséfone depositó sus pertenencias en el escri-
torio y fue a hacer café. Después del almuerzo, se sentía cansada y
necesitaba toda su energía para lo que estaba a punto de hacer.
Cuando regresó a su escritorio, Adonis salió de la o cina de Demet-
ri.
—Entonces, sobre este n de semana… —dijo.
—¿Este n de semana? —cuestionó.
—Pensé que podríamos ir a las Pruebas —dijo—. Ya sabes, con Lexa.
Invitaré a Aro, Xeres y Sybil.
Las Pruebas eran unas competiciones en las que quienes participa-
ban esperaban representar su territorio en el próximo Pentatlón. Per-
séfone nunca había estado, pero había visto y leído sobre ellas en el
pasado.
—Oh… Bueno, en realidad, antes de discutir eso, esperaba que me
ayudaras con algo.
Adonis se animó.
—Seguro, ¿qué pasa?
—¿Alguien aquí ha escrito alguna vez sobre el Dios de los Muertos?
Adonis se rio y luego se detuvo.
—Oh, ¿hablas en serio?
—Mucho.
—Quiero decir, es un poco difícil.
—¿Por qué?
—Porque no es como si Hades obligara a los humanos a jugar con él.
Lo hacen de buena gana y luego afrontan las consecuencias.
—Eso no signi ca que las consecuencias sean correctas o incluso jus-
tas —argumentó Perséfone.
—No, pero nadie quiere terminar en el Tártaro, Perséfone —dijo.
Eso parecía contradecir lo que Demetri le dijo en su primer día: que
Noticias Nueva Atenas siempre buscaba la verdad. Decir que estaba
decepcionada era quedarse corta, y Adonis debió notarlo.
—Mira… Si hablas en serio, puedo enviarte lo que tengo sobre él.
—¿Harías eso? —preguntó.
—Por supuesto —dijo con una sonrisa—. Con una condición: me dej-
as leer el artículo que escribas.
No tenía problemas para enviar su artículo a Adonis y agradecía los
comentarios, por lo que dijo:
—Trato.
Adonis cumplió.
Poco después de que regresara a su escritorio, recibió un correo
electrónico con notas y grabaciones de voz que detallaban los acuer-
dos que el dios había hecho con varios mortales. No todos los que
escribieron o llamaron fueron víctimas de Hades, algunos eran fami-
lias de víctimas cuyas vidas se habían truncado debido a una negoci-
ación perdida.
En total, contó setenta y siete casos diferentes. Mientras leía y escuc-
haba, surgió un hilo conductor de las entrevistas.
Todos los mortales que habían ido con Hades en busca de ayuda ne-
cesitaban desesperadamente algo: dinero, salud o amor. Hades esta-
ría de acuerdo en conceder cualquier cosa que el mortal pidiera si
ganaban contra él en un juego de su elección.
Pero si perdían, estaban a su merced.
Y Hades parecía deleitarse en ofrecer un desafío imposible.
Una hora después, Adonis pasó a ver cómo estaba.
—¿Encontraste algo útil?
—Quiero entrevistar a Hades —dijo—. Hoy, si es posible.
Se sentía impaciente: cuanto antes publicara este artículo, mejor.
Adonis palideció.
—¿Quieres… qué?
—Me gustaría darle a Hades la oportunidad de ofrecer su versión de
las cosas —explicó. Todo lo que Adonis tenía de Hades era desde la
perspectiva de los mortales, y tenía curiosidad por saber cómo veía
el dios las apuestas, los mortales y sus vicios—. Ya sabes, antes de
escribir mi artículo.
Adonis parpadeó un par de veces y nalmente encontró sus palab-
ras.
—No es así como funciona esto, Perséfone. No puedes simplemente
presentarte en el lugar de trabajo de un dios y exigir una audiencia.
Hay… hay reglas.
Ella arqueó una ceja y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Reglas?
—Sí, reglas. Tenemos que enviar una solicitud a su gerente de relaci-
ones públicas.
—¿Una solicitud que será denegada, supongo? —Adonis parecía in-
cómodo—. Mira, si vamos allí al menos podemos decir que intenta-
mos comunicarnos con él para hacer comentarios y se negó. No pu-
edo escribir este artículo sin intentarlo, y no quiero esperar.
No cuando puedo entrar a Nevernight a voluntad, pensó. Hades se arre-
pentiría de besarla cuando viera cómo planeaba usarlo su favor.
Después de un momento, Adonis suspiró.
—Bueno. Le haré saber a Demetri que nos vamos.
Empezó a girarse y Perséfone lo detuvo.
—No le has… contado a Demetri sobre esto, ¿verdad?
—No que planeas escribir este artículo.
—¿Podemos mantenerlo en secreto? ¿Por ahora?
Sonrió.
—Sí, seguro. Lo que quieras, Perséfone.
Adonis estacionó en la acera frente a Nevernight. Su Lexus rojo bril-
laba contra el fondo negro de la torre de obsidiana de Hades. Aun-
que Perséfone estaba decidida a seguir adelante con esta entrevista,
tuvo un momento de duda. ¿Estaba siendo demasiado audaz al asu-
mir que incluso podría usar el favor de Hades de esta manera?
Adonis se acercó a ella.
—Se ve diferente a la luz del día, ¿eh?
—Sí —dijo distraídamente. La torre se veía diferente, más dura. Un
corte irregular en una ciudad resplandeciente.
Adonis intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada, por lo que llamó
y no ofreció tiempo para que alguien respondiera antes de retirarse.
—Parece que no hay nadie en casa.
De nitivamente no quería estar aquí, y Perséfone se preguntó por
qué dudaba en confrontar al dios cuando venía a su club con tanta
frecuencia por la noche.
Cuando Adonis se apartó de la puerta, Perséfone lo intentó y se ab-
rió.
—¡Sí! —siseó para sí misma.
Adonis la miró perplejo.
—¿Cómo…? ¡Estaba cerrado!
Se encogió de hombros.
—Quizás no tiraste lo su cientemente fuerte. Vamos.
Cuando entró en Nevernight, escuchó a Adonis decir:
—Juro que estaba cerrado.
Bajó las escaleras y entró en el club ahora familiar. Sus tacones repi-
quetearon contra el piso negro brillante y miró hacia la oscuridad del
techo alto, sabiendo que este piso podía verse desde la o cina de Ha-
des.
—¿Hola? ¿Alguien en casa? —llamó Adonis.
Perséfone se encogió y resistió el impulso de decirle a Adonis que se
callara. Había tenido en la cabeza que subiría las escaleras a la o ci-
na de Hades y lo tomaría desprevenido. Sin embargo, no estaba tan
segura de que fuera una gran idea. Pensó en el día anterior, cuando
él abrió la puerta despeinado. Al menos si lo sorprendía, podría des-
cubrir la verdad sobre lo que fuera que estaba pasando entre él y
Menta.
Hablando de Menta, la ninfa pelirroja emergió de la oscuridad de la
habitación. Llevaba un vestido negro entallado y tacones. Era tan
hermosa como la recordaba. La Diosa de la Primavera había conoci-
do a muchas ninfas y se había hecho amiga de ellas, pero ninguna
parecía tan severa como Menta. Se preguntó si ese era el resultado
de servir al Dios del Inframundo.
—¿Puedo ayudarte? —Tenía una voz acogedora y etérea, pero no
ocultaba la agudeza de su tono.
—Hola. —Adonis pasó junto a Perséfone, de repente encontró su
con anza y extendió la mano. Perséfone se sorprendió y se sintió un
poco frustrada cuando Menta tomó su mano y le ofreció una sonrisa
—. Adonis.
—Menta.
—¿Trabajas aquí? —preguntó.
—Soy la asistente de lord Hades —respondió.
Perséfone miró hacia otro lado y puso los ojos en blanco. Asistente
parecía una palabra capciosa.
—¿De verdad? —Adonis parecía realmente sorprendido—. Pero eres
muy hermosa.
Realmente no era culpa de Adonis. Las ninfas tenían ese efecto en las
personas, pero Perséfone estaba en una misión y se estaba impacien-
tando.
Adonis sostuvo la mano de Menta más de lo necesario hasta que Per-
séfone se aclaró la garganta y él la soltó.
—Eh… Y esta es Perséfone. —Le hizo un gesto. Menta no dijo nada,
ni siquiera asintió—. Somos de Noticias Nueva Atenas.
—Entonces, ¿eres un reportero? —preguntó, sus ojos brillaron, y
Adonis probablemente lo tomó como interés en su ocupación, pero
Perséfone sabía que era lo contrario.
—De hecho, estamos aquí para hablar con Hades —dijo ella—. ¿Está
por aquí?
Los ojos de Menta la quemaron.
—¿Tienes una cita con lord Hades?
—No —dijo Perséfone.
—Entonces me temo que no puedes hablar con él.
—Oh, bueno, eso es una lástima —dijo Adonis—. Volveremos cuan-
do tengamos una cita. ¿Perséfone?
Ignoró a Adonis y miró a Menta.
—Informa a tu señor de que Perséfone está aquí y le gustaría hablar
con él. —Era una orden, pero Menta no se inmutó y sonrió, mirando
a Adonis.
—Tu compañera debe ser nueva y, por lo tanto, ignorar cómo funci-
ona esto. Mira, lord Hades no concede entrevistas.
—Por supuesto —dijo Adonis y envolvió sus dedos alrededor de las
muñecas de Perséfone—. Vamos, Perséfone. Te lo dije, hay un proto-
colo que debemos seguir.
Perséfone miró los dedos de Adonis envueltos alrededor de su mu-
ñeca y luego encontró sus ojos. No estaba segura de qué mirada le
dirigió, pero sus ojos ardían y la ira subía caliente en su sangre.
—Suéltame.
Sus ojos se abrieron y la soltó. Volvió su atención a Menta.
—No ignoro cómo funciona esto —dijo Perséfone—. Simplemente
exijo hablar con Hades.
—¿Exiges? —Menta cruzó los brazos sobre el pecho, las cejas se ele-
varon hasta la línea del cabello, luego sonrió y fue perverso—. Bien.
Le diré que exiges verlo, pero solo porque me complacerá mucho es-
cucharlo rechazarte.
Giró sobre sus talones y se fundió en la oscuridad. Perséfone se pre-
guntó por un momento si realmente se lo diría a Hades o si enviaría
a un ogro a echarlos.
—¿Por qué Hades sabría tu nombre? —preguntó Adonis.
No lo miró y respondió:
—Lo conocí la misma noche que a ti.
Podía sentir sus preguntas construyéndose en el aire entre ellos. Solo
esperaba que no las pronunciara.
Menta regresó luciendo enojada, y eso llenó a Perséfone de alegría,
especialmente porque la ninfa había estado muy segura de que Ha-
des los rechazaría.
Levantó la barbilla y dijo con fuerza:
—Síganme.
Perséfone pensó en decirle a Menta que no necesitaba un guía, pero
Adonis estaba allí y ya tenía curiosidad. No quería que supiera que
había estado aquí ayer, o sobre su contrato con el Dios de los Muer-
tos.
Ofreció una mirada a Adonis antes de seguir a Menta por el mismo
tramo de escaleras en caracol por las que había seguido a Hades has-
ta las ornamentadas puertas doradas y negras de su o cina. Adonis
lanzó un silbido bajo.
Hoy se centró en el oro en lugar de las ores, pensando que era ap-
ropiado que lo hubiera elegido. Era el Dios de los Metales Preciosos.
Menta no llamó antes de entrar en la o cina de Hades. Se adelantó,
sus caderas balanceándose. Quizás esperaba llamar la atención de
Hades, pero Perséfone sintió su mirada ja en ella en el momento en
que entró en la habitación. La siguió como una presa. Estaba cerca de
las ventanas y se preguntó cuánto tiempo había estado mirándolos
abajo.
A juzgar por lo rígido que estaba, supuso que el tiempo su ciente.
A diferencia de ayer, cuando había exigido la entrada a Nevernight,
la apariencia de Hades era impecable. Un elegante abismo de oscuri-
dad que la habría aterrorizado si no estuviera tan enojada con él.
Menta hizo una pausa y asintió.
—Perséfone, milord.
Su tono había vuelto a adquirir ese tono sensual. Perséfone imaginó
que lo usaba cuando quería doblegar a los hombres a su voluntad.
Quizás olvidó que Hades era un dios. Se giró, volviéndose hacia Per-
séfone de nuevo, parada justo detrás del dios.
—Y… su amigo, Adonis —agregó.
Fue ante la mención de Adonis, que los ojos de Hades nalmente de-
jaron a Perséfone y se sintió liberada de un hechizo. La mirada de
Hades se deslizó hacia su acompañante y se oscureció antes de asen-
tir con la cabeza a Menta.
—Puedes retirarte, Menta. Gracias.
Una vez se fue, Hades se movió para llenar un vaso con un líquido
marrón de una jarra de cristal. No les pidió que se sentaran o si qu-
erían hacerlo. No fue una buena señal. Tenía la intención de que esta
reunión fuera muy breve.
—¿A qué debo esta… intrusión? —preguntó.
Sus ojos se entrecerraron ante la palabra. Quería preguntarle lo mis-
mo, porque eso es lo que él había hecho, se había entrometido en su
vida.
—Lord Hades —dijo y sacó un cuaderno de su bolso. Había escrito
los nombres de todas las víctimas que habían llamado a Noticias Nu-
eva Atenas para presentar una denuncia—. Adonis y yo somos de No-
ticias Nueva Atenas. Hemos estado investigando varias quejas sobre
usted, y nos preguntamos si querría hacer algún comentario.
Se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo, pero no dijo nada. A su
lado, Adonis soltó una risa nerviosa.
—Perséfone está investigando —dijo—. Solo estoy aquí… por apoyo
moral.
Ella lo fulminó con la mirada. Cobarde.
—¿Es esa una lista de mis delitos? —preguntó. Sus ojos estaban os-
curos y sin emoción. Se preguntó si así era como daba la bienvenida
a las almas a su mundo.
Ignoró su pregunta y leyó algunos de los nombres en la lista, despu-
és de un momento, miró hacia arriba.
—¿Se acuerda de esta gente?
Tomó un lánguido sorbo de su licor.
—Recuerdo cada alma.
—¿Y todas las apuestas?
Entrecerró los ojos y la estudió un momento antes de preguntar:
—El punto, Perséfone. Ve al punto. No has tenido ningún problema
con eso en el pasado, ¿por qué ahora?
Sintió que Adonis la miraba y ella miró a Hades con el rostro enroj-
ecido por la ira. Hizo que pareciera que se conocían desde hacía más
de dos días.
—Aceptas ofrecer a los mortales lo que deseen si juegan contigo y
ganan.
—No todos son mortales y no todos los deseos —dijo.
—Oh, perdóname, eres selectivo en las vidas que destruyes.
Su rostro se endureció.
—Yo no destruyo vidas.
—¡Solo das a conocer los términos de tu contrato después de haber
ganado! Eso es un engaño.
—Los términos son claros, los detalles son míos para determinar. No
es un engaño, como lo llamas. Es una apuesta.
—Desafías su vicio. Dejas al descubierto sus secretos más oscuros…
—Desafío lo que está destruyendo su vida. Es su elección conquistar
o sucumbir.
Lo miró jamente. Hablaba con tanta naturalidad, como si hubiera
tenido esta conversación miles de veces.
—¿Y cómo conoce su vicio? —preguntó.
Era la respuesta que había estado esperando, y ante la pregunta, una
sonrisa maliciosa cruzó el rostro de Hades. Lo transformó e insinuó
al dios debajo del glamour.
—Veo el alma —dijo—. Lo que la agobia, lo que la corrompe, lo que
la destruye y la desafía.
Pero, ¿qué ves cuando me miras?
Odiaba pensar que conocía sus secretos y ella no sabía nada sobre él.
Y luego estalló.
—¡Eres el peor tipo de dios!
Hades se estremeció, pero se recuperó rápidamente de su conmoción
cuando se derritió en ira.
—Perséfone… —advirtió Adonis, pero el cálido barítono de Hades lo
ahogó rápidamente.
—Estoy ayudando a estos mortales —argumentó, dando un paso de-
liberado hacia ella.
—¿Cómo? ¿Ofreciendo un trato imposible? ¿Abstenerse de la adicci-
ón o perder la vida? Eso es absolutamente ridículo, Hades.
—He tenido éxito —argumentó.
—¿Oh? ¿Y cuál es tu éxito? Supongo que no te importa, ya que ganas
de cualquier manera, ¿verdad? Todas las almas vienen a ti en algún
momento.
Su mirada se volvió pétrea y se movió para acortar la distancia entre
ellos, pero antes de que pudiera, Adonis se interpuso entre el dios y
Perséfone. Los ojos de Hades se encendieron y, con un movimiento
de muñeca, Adonis se quedó ácido y se desplomó en el suelo.
—¿Qué haces? —exigió, y comenzó a alcanzarlo, pero Hades la agar-
ró por las muñecas, manteniéndola en pie y atrayéndola hacia él.
Contuvo la respiración, no queriendo estar tan cerca, donde pudiera
sentir su calor y oler su aroma. Su aliento acarició sus labios mient-
ras hablaba.
—Supongo que no quieres escuchar lo que tengo que decirte, no te
preocupes, no pediré un favor cuando borre su memoria.
—Oh, qué amable de tu parte —se burló ella, estirando el cuello para
encontrar su mirada. Estaba inclinado sobre ella, su agarre en sus
muñecas era lo único que evitaba que cayera de espaldas.
—Qué libertades se toma con mi favor, lady Perséfone. —Su voz era
baja, demasiado baja para este tipo de conversación. Era la voz de un
amante, cálida y apasionada.
—Nunca especi caste cómo tenía que usar tu favor.
Sus ojos se entrecerraron una fracción.
—No lo hice, aunque esperaba que supieras que no debes arrastrar a
este mortal a mi reino.
Fue su turno de entrecerrar los ojos.
—¿Lo conoces?
Hades ignoró la pregunta.
—¿Planeas escribir una historia sobre mí? Dime, lady Perséfone, ¿de-
tallará tu experiencia conmigo? ¿Cómo me invitaste imprudente-
mente a tu mesa, me rogaste que te enseñara a jugar a las cartas…?
—¡No rogué!
—Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los pies en
mi presencia, cómo te hago perder el aliento…
—¡Cállate!
Mientras hablaba, se inclinó más cerca.
—¿Hablarás del favor que te he hecho, o estás demasiado avergonza-
da?
—¡Detente!
Se apartó y la soltó, pero no había terminado.
—Puedes culparme por las decisiones que tomaste, pero eso no cam-
bia nada. Eres mía durante seis meses, y eso signi ca que, si escribes
sobre mí, me aseguraré de que haya consecuencias.
Trató con todas sus fuerzas de no temblar ante sus posesivas palab-
ras. Él parecía tranquilo mientras hablaba, y eso la puso nerviosa
porque tenía la clara impresión de que estaba cualquier cosa menos
tranquilo por dentro.
—Es cierto lo que dicen de ti —dijo, mientras su pecho subía y baj-
aba—. No escuchas ninguna oración. No ofreces piedad.
El rostro de Hades permaneció en blanco.
—Nadie reza al Dios de los Muertos, milady, y cuando lo hacen, ya
es demasiado tarde.
Hades agitó la mano y Adonis se despertó, inhalando con fuerza. Se
sentó rápidamente y miró a su alrededor, cuando sus ojos se posaron
en Hades y se puso de pie.
—L—lo siento —dijo. Miró al suelo y no se encontró con la mirada
de Hades.
—No responderé más a tus preguntas —dijo Hades—. Menta os
mostrará la salida.
Hades se volvió. Mientras lo hacía, Adonis se puso en pie. Menta
apareció instantáneamente, el cabello y los ojos en llamas, clavados
en Perséfone. Tuvo el pensamiento fugaz de que ella y Hades serían
una pareja bastante intimidante y no le gustó.
Adonis y Perséfone se dieron la vuelta para marcharse.
—Perséfone. —La voz de Hades llamó su atención. Se detuvo en la
puerta y miró hacia atrás—. Agregaré tu nombre a mi lista de invita-
dos esta noche.
¿Todavía la esperaba esta noche? Su corazón se hundió en su estómago.
¿Qué tipo de castigo agregaría a su sentencia por su indiscreción?
Tenía el contrato y ya le debía un favor.
Lo miró jamente por un momento y toda su oscuridad pareció des-
dibujarse, excepto por sus ojos, que ardían como un fuego en la noc-
he.
Se volvió para salir de la o cina, ignorando la expresión de asombro
de Adonis.
Una vez que estuvieron fuera de Nevernight, Adonis dijo:
—Bueno, eso fue interesante.
Perséfone no estaba escuchando. Estaba demasiado distraída por lo
que había ocurrido en la o cina de Hades. Estaba consternada por el
mal uso del poder de Hades y su creencia corrupta de que estaba
ayudando.
—¿Dijiste que solo conociste a Hades una vez antes? —preguntó
Adonis mientras subían a su auto.
—¿Eh? —preguntó.
—Hades, ¿lo has conocido una vez antes?
Lo miró un momento. Hades había dicho que borraría los recuerdos
de Adonis, pero ante esa pregunta, se preguntó si había funcionado.
—Sí —admitió vacilante—. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Parecía haber mucha tensión entre ustedes dos, como si… tuvieran
una historia.
¿Cómo fue que unas pocas horas de historia entre ellos se sintieron
como vidas? ¿Por qué invitó a Hades a la mesa? Sabía que lamenta-
ría esa decisión por el resto de su vida. Este tipo de trato tenía gar-
ras, y no había forma de que saliera de esto sin cicatrices. Había de-
masiado en juego, demasiado prohibido. La libertad de Perséfone es-
taba envuelta en esto, y la amenaza venía de todos lados.
—¿Perséfone? —preguntó Adonis. Ella tomó aliento.
—No —dijo después de un momento—. No tenemos historia.
Capítulo VI - El Estigia

¿Qué te pones para un tour por el Inframundo?


Era la pregunta que Perséfone se estuvo haciendo desde que salió de
la o cina de Hades ese mismo día. Debería haber hecho más pregun-
tas como: ¿estarían haciendo senderismo? ¿Qué clima hacía abajo?
Estaba tentada a usar pantalón de yoga solo para obtener una reacci-
ón de él, pero luego recordó que iría a Nevernight primero y que te-
nían un código de vestimenta.
Al nal, eligió un vestido corto plateado con un escote bajo y tacones
que brillaban a medida que caminaba.
Se bajó del autobús frente al club de Hades y se acercó a la entrada,
ignorando las miradas de celos de la increíblemente larga la. El gu-
ardia de seguridad no era Duncan, pero era un ogro. Perséfone se
preguntó cómo castigó Hades al monstruo por el trato que le dio. Te-
nía que admitir que se sorprendió con el Dios de los Muertos en ese
momento. No la defendió porque fuera una diosa, sino porque era
una mujer.
Y a pesar de sus muchos defectos, tenía que respetar eso.
—Mi nombre es… —empezó.
—No necesita presentarse, miladi —dijo el ogro.
Perséfone enrojeció y esperó que nadie en la la pudiera oír. El ogro
se acercó y abrió la puerta, inclinando la cabeza. ¿Cómo la conocía
esta criatura? ¿Era el favor que Hades le había concedido? ¿Era visib-
le de alguna manera?
Se encontró con la mirada del ogro.
—¿Cómo te llamas?
La criatura se sorprendió y dijo:
—Mekonnen, miladi.
—Mekonnen —repitió y sonrió—. Llámame Perséfone, por favor.
Sus ojos se agrandaron.
—Miladi… no podría. Lord Hades, él podría…
—Hablaré con lord Hades —dijo, y colocó su mano en el brazo del
ogro—. Llámame Perséfone.
Mekonnen ofreció una sonrisa torcida y luego extendió su mano de
forma dramática, inclinándose por la cintura.
—Perséfone.
Se rio y negó. Le hablaría más tarde sobre la reverencia, pero por
ahora, si nunca más la llamaba “miladi”, lo vería como una victoria.
Entró en el club y se dirigió a la pista, pero justo cuando llegó al nal
de los escalones, un sátiro se acercó a ella. Era guapo, y tenía cabello
grueso y oscuro, barba de chivo y cuernos oscuros que sobresalían
de su cabeza. Llevaba un traje negro.
—¿Lady Perséfone? —preguntó.
—Solo Perséfone —dijo—. Por favor.
—Disculpe, lady Perséfone, hablo como ordena lord Hades.
¿Iba a tener esta conversación con todos?
—Lord Hades no tiene nada que decir sobre cómo se debe dirigir a
mí —dijo y luego sonrió—. Será Perséfone.
Las comisuras de sus labios se curvaron.
—Ya me gustas. Soy Ilias. Lord Hades desea que me disculpe en su
nombre. Tiene otro compromiso y me ha sugerido que la acompañe
a su o cina. Promete que no tardará mucho.
Se preguntó qué lo retrasaba. Tal vez estaba sellando otro terrible
contrato con un mortal… o con Menta.
—Esperaré en el bar, entonces.
—Me temo que eso no servirá.
—¿Otra orden? —preguntó.
Ilias ofreció una sonrisa de disculpa.
—Me temo que esta debe ser obedecida, Perséfone.
Eso la molestó, pero no era culpa de Ilias. Sonrió al sátiro.
—Solo por ti, entonces. Lidera el camino.
Siguió al sátiro mientras caminaba entre la multitud y por el recorri-
do familiar hacia la o cina de Hades. Se sorprendió cuando la siguió
dentro y caminó hasta el bar donde Hades se había servido más
temprano ese día.
—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Vino, tal vez?
—Sí, por favor… un Cab, si tienes.
Si iba a pasar la noche con Hades y en el Inframundo, quería un tra-
go en su mano.
—¡Enseguida!
El sátiro era tan alegre que le costaba creer que trabajaba para Ha-
des. Por otra parte, Antoni parecía venerar al dios. Se preguntó si Ili-
as sentía lo mismo. Observó cómo seleccionaba una botella de vino y
comenzaba a descorcharla. Después de un momento, preguntó:
—¿Por qué sirves a Hades?
—No sirvo a lord Hades. Trabajo para él. Hay una diferencia.
Muy bien.
—¿Por qué trabajas para él, entonces?
—Lord Hades es muy generoso —explicó el sátiro—. No creas todo
lo que escuches sobre él. La mayor parte no es verdad.
Eso despertó su interés.
—Dime algo que no sea cierto.
El sátiro se rio mientras le servía el vino y deslizaba la copa por la
mesa.
—Gracias.
—Es un placer.
Él inclinó un poco su cabeza, colocando su mano contra su pecho.
Cuando la miró de nuevo, le sorprendió su seriedad.
—Dicen que Hades es protector de su reino, y aunque eso es cierto,
no se trata de poder. Se preocupa por su gente, la protege, y se toma
como algo personal si alguien resulta herido. Si le perteneces, destro-
zará el mundo para salvarte.
Se estremeció.
—Pero yo no le pertenezco.
Ilias sonrió.
—Sí, lo haces, o no te estaría sirviendo vino en su o cina —El sátiro
se inclinó—. Si necesitas algo, solo tienes que decir mi nombre.
Con eso, Ilias se marchó y Perséfone se quedó en el silencio. Había
tanto en la o cina de Hades que la chimenea ni siquiera crepitaba. Se
preguntó si esto era una forma de castigo en el Tártaro. De nitiva-
mente la habría vuelto loca.
Después de un momento, caminó hacia la pared de ventanas que da-
ba al piso principal del club. Tuvo la extraña sensación de que así se
sentían los Olímpicos cuando se encontraban en las nubes y miraban
a la tierra.
Estudió a los mortales abajo. A primera vista, vio grupos de amigos
y parejas, sus preocupaciones desterradas por la bebida en su mano.
Para ellos, esta era una noche de diversión y euforia. Una noche no
muy diferente a la que ella tuvo en su primera visita. Para otros, sin
embargo, su visita a Nevernight signi caba esperanza.
Los seleccionó uno a uno. Se delataban por la forma en que miraban
con nostalgia la escalera de caracol que llevaba al segundo piso don-
de Hades hacía sus tratos. Notó los hombros caídos de los estresa-
dos, el sudor reluciente en las cejas de los ansiosos, la postura rígida
de los desesperados.
La vista la entristeció, pero pronto serían advertidos para no caer en
los juegos de Hades. Se aseguraría de ello.
Se giró y sus ojos cayeron sobre el escritorio de Hades. Era un enor-
me trozo de obsidiana, y parecía como si hubiese sido arrancado de
la tierra y pulido. Se preguntó si venía del Inframundo. Pasó sus de-
dos a lo largo de su super cie lisa. A diferencia de su escritorio, que
estaba cubierto de notas adhesivas y personalizado con fotos, el suyo
estaba libre de desorden. Se decepcionó. Esperaba sacar algo útil del
contenido, pero este ni siquiera tenía cajones.
Suspiró y se dio la vuelta, recordando que Menta apareció por un
pasaje detrás del escritorio de Hades. Mirando ahora a la pared, no
había ninguna indicación de que existiera una puerta. Se acercó, inc-
linándose para inspeccionar la pared sin suras.
La puerta probablemente respondía a la magia de Hades, lo que sig-
ni caba que debía responder a su favor. Pasó su mano por la super -
cie lisa hasta que se hundió en la pared. Jadeó y se retiró rápidamen-
te, con el corazón latiendo fuerte en su pecho. Inspeccionó su mano
por delante y por detrás, pero descubrió que estaba bien.
La curiosidad la invadió entonces, y miró por encima del hombro an-
tes de volver a intentarlo. Esta vez, presionó más en la pared. Cedió
como un líquido, y cuando cruzó al otro lado, se encontró en un pa-
sillo lleno de arañas de cristal. La luz mantuvo sus pies en la sombra,
y cuando dio un paso adelante, cayó y aterrizó sobre algo a lado. El
impacto le quitó el aliento. En pánico, inhaló con di cultad hasta que
su respiración volvió a la normalidad. Fue entonces cuando se dio
cuenta de que había caído sobre un escalón. La luz sobre su cabeza
apenas llegaba al borde la escalera.
Luchó por ponerse de pie a pesar de un dolor agudo en su costado.
Se quitó los zapatos y los dejó atrás, bajando los empinados escalo-
nes. Mantuvo una mano presionada en su costado y la otra en la pa-
red, temiendo que si volvía a caer se rompería las costillas.
Cuando llegó abajo le dolían las piernas y el costado. Más adelante,
una luz cegadora pero borrosa se ltraba en una abertura parecida a
una cueva. Tropezó hacia ella, y caminó directamente hacia un cam-
po de hierba verde y alta moteada con ores blancas y orecientes. A
lo lejos, un palacio de obsidiana se elevaba, era hermoso pero siniest-
ro, como nubes llenas de relámpagos y truenos. Cuando miró detrás
de ella, descubrió que había bajado por una gran montaña de obsidi-
ana.
Entonces, esto es el Inframundo, pensó. Se veía normal, hermoso. Como
un mundo completamente diferente debajo del mundo. El cielo aquí
era inmenso y luminoso, pero no podía ver el sol, y el aire no era ni
caliente ni frío, aunque la brisa que movía la hierba y su cabello la
hizo estremecerse. También llevaba una mezcla de olores: ores dul-
ces, especias y ceniza. Así es como olía Hades también. Quería inha-
larlo, pero incluso las respiraciones super ciales le dolían después
de su caída.
Se alejó de la base de la montaña, manteniendo los brazos cruzados
sobre el pecho, dudando en tocar las delicadas ores blancas por mi-
edo a que se marchitaran. Cuanto más lejos caminó, más se enojó
con Hades. A su alrededor había una vegetación exuberante. Parte
de ella había deseado que el Inframundo estuviera lleno de cenizas,
humo y fuego, pero aquí encontró… vida.
¿Por qué le encargó tal tarea si ya se destacaba en crearla?
Siguió avanzando sin otro destino que el palacio. Era lo único que
podía ver más allá del enorme campo. Le sorprendía que nadie hubi-
era ido tras ella todavía. Había escuchado que Hades tenía un perro
de tres cabezas que vigilaba la entrada al Inframundo. Se preguntó si
era su favor lo que la ayudó a pasar a este lugar desconocido.
Excepto que deseaba que alguien viniera, porque cuanto más cami-
naba y cuanto más respiraba, más le dolía el costado.
Pronto encontró su camino bloqueado por un río. Era una inquietan-
te masa de agua, oscura y turbulenta, y tan ancha que no podía dis-
tinguir lo que había al otro lado.
Esto debe ser el Estigia, pensó. Marcaba los límites del Inframundo, y
se sabía que estaba custodiado por Caronte, un daimon, también co-
nocido como espíritu guía, que conducía almas al inframundo en su
ferry, pero Perséfone no vio ningún daimon y ni un ferry. Solo había
ores, una abundancia de narcisos derramados en la orilla del río.
¿Cómo se suponía que iba a cruzar esto? Miró hacia atrás, a la mon-
taña… Había llegado demasiado lejos para regresar ahora. Era una
gran nadadora, excepto que el dolor en su costado podía hacerla ir
más despacio. Aparte de lo extenso que era, se veía muy poco impo-
nente, solo agua oscura y profunda.
Se acercó a la orilla. Estaba mojada, resbaladiza y empinada. Las o-
res que crecían a lo largo de la pendiente creaban un mar de color
blanco, un extraño contraste con el agua que parecía aceite. La probó
con su pie antes de deslizarse por completo en el río. El agua estaba
fría y su respiración se volvió di cultosa, lo que empeoró el dolor en
su costado.
Justo cuando cruzaba el río a un ritmo decente, algo le agarró el to-
billo y tiró. Antes que pudiera gritar, fue arrastrada bajo el agua.
Perséfone pateó y arañó, pero cuanto más luchó, más fuerte fue el
agarre y más rápido se movía la cosa en lo profundo del río. Trató de
retorcerse para ver lo que la había agarrado, pero un espasmo de do-
lor la hizo gritar y el agua se ltró en su boca y bajó por su garganta.
Entonces algo se aferró a su muñeca, y fue sacudida bruscamente cu-
ando la cosa que tiraba de sus pies se detuvo. Cuando miró lo que
sostenía su muñeca, gritó. Era un cadáver. Dos ojos vacíos la miraron
jamente. Trozos de piel todavía se aferraban a partes de su esquele-
to facial.
Estaba atrapada entre ambos mientras la subían y bajaban, estirando
su cuerpo hasta el punto del dolor. Pronto se les unieron dos más
que se agarraron a sus miembros restantes.
Sus pulmones ardían y le dolía el pecho, y sintió que la presión se
acumulaba detrás de sus ojos.
Voy a morir en el Inframundo.
Pero entonces uno de los muertos se soltó para atacar al otro y el res-
to le siguió poco después. Perséfone aprovechó su oportunidad y na-
dó tan rápido como pudo. Estaba débil y cansada, pero podía ver el
extraño cielo iluminando la super cie del río, y la libertad y el aire
que prometía la motivaron.
Irrumpió en la super cie justo cuando uno de los muertos la alcanzó.
Algo a lado le mordió el hombro y la arrastró de nuevo. Esta vez, se
salvó cuando alguien desde la orilla del río se las arregló para agar-
rar su muñeca. Fue arrastrada del agua, la cosa muerta se liberó por
la fuerza. Un grito la atravesó y de repente no pudo tomar aire.
Sintió la tierra rme debajo de ella y una voz musical le ordenó que
respirara.
No pudo, era una combinación del dolor y agotamiento. Luego sin-
tió la presión de una boca contra la suya mientras el aire era empuj-
ado hacia sus pulmones. Se dio la vuelta y gimió mientras el agua se
derramaba en la hierba. Cuando terminó, rodó sobre su espalda, ex-
hausta.
Un rostro se asomó sobre el suyo. Era guapo y le recordaba al sol.
Tenía rizos dorados y la piel bronceada.
Pero eran sus ojos lo que más le gustó. Eran dorados y curiosos.
—Eres un dios —dijo, sorprendida.
Sonrió, mostrando un conjunto de hoyuelos a cada lado de su rostro.
—Lo soy.
—No eres Hades —dijo, confundida.
—No. —Parecía divertido—. Soy Hermes.
—Ah —dijo y apoyó su cabeza en el suelo.
—¿Ah?
—Sí, ah.
Sonrió.
—¿Así que has oído hablar de mí?
Ella puso los ojos en blanco.
—El Dios del Engaño y los Ladrones.
—Te ruego me disculpes, olvidaste mencionar el comercio, los mer-
caderes, los deportes de carretera, los viajeros, los atletas, la heráldi-
ca…
—¿Cómo pude haber olvidado la heráldica? —preguntó distraída-
mente, y luego tembló, mirando al cielo oscuro.
—¿Tienes frío? —preguntó él.
—Bueno, acabo de ser sacada de un río.
Se quitó la capa y la cubrió. La tela succionó su piel. Fue entonces cu-
ando recordó que llevaba un vestido corto y plateado para Never-
night y se sonrojó.
—Gracias.
—Es un placer —dijo él, todavía mirándola—. ¿Debo adivinar quién
eres?
—Oh, sí, entretente —dijo ella.
Hermes pareció serio por un momento y se dio un golpecito en los
labios con el dedo.
—Hmm. Creo que eres la Diosa de la Frustración Sexual.
Perséfone lanzó una carcajada.
—Creo que esa es Afrodita.
—¿Dije frustración sexual? Me refería a la frustración sexual de Ha-
des.
Justo cuando las palabras salieron de su boca, el dios fue arrojado
hacia atrás. Su cuerpo hizo temblar el suelo debajo de ella al aterri-
zar, arrojando tierra y rocas.
Perséfone se sentó a pesar del dolor y se giró para encontrar a Ha-
des. Estaba de pie, elevándose por encima de ella con su elegante
traje negro. Sus ojos eran oscuros y furiosos.
—¿Por qué hiciste eso? —exigió ella.
—Pones a prueba mi paciencia, diosa, y mi favor —dijo.
—¡Así que eres una diosa! —Hermes sonó triunfante y se levantó de
los escombros ileso.
Ella miró jamente a Hades.
—Guardará tu secreto o se encontrará en el Tártaro.
Hermes se quitó la suciedad y las rocas de sus brazos y su pecho.
—Sabes, Hades, no todo tiene que ser una amenaza. Podrías intentar
preguntar de vez en cuando, como me pudiste haber pedido que me
alejara de tu diosa en vez de arrojarme a través del Inframundo.
—¡No soy su diosa! Y tú… —Perséfone miró a Hades. Las cejas de
Hermes se levantaron y se veía muy divertido. Se puso de pie con di-
cultad, porque hasta ahora, había estado mirando a ambos desde el
suelo—. Podrías ser más amable con él. ¡Me salvó de tu río!
Una vez que se puso de pie, se arrepintió de haberse movido. Se sen-
tía mareada y con náuseas.
—¡No tendrías que haber sido salvada de mi río si me hubieras espe-
rado!
—Claro, porque estabas ocupado con otra cosa. —Puso los ojos en
blanco—. Me pregunto qué signi ca eso.
—¿Te traigo un diccionario?
Hermes se rio y Hades se giró hacia él.
—¿Por qué sigues aquí?
Perséfone se tambaleó. Hades se abalanzó, atrapándola antes de que
cayera al suelo. El impacto golpeó su costado y gimió.
—¿Qué pasa? —le exigió.
—Me caí en las escaleras. Creo que… —Tomó un respiro e hizo un
gesto de dolor—. Creo que me lastimé las costillas.
Cuando encontró su mirada, se sorprendió al ver que parecía pre-
ocupado. Recordó las palabras de Ilias de antes, se lo toma como algo
personal si alguien resulta herido en su reino.
—Está bien —susurró—. Estoy bien.
Entonces Hermes dijo:
—También tiene un corte bastante feo en el hombro. —Y la preocu-
pación que había visto desapareció con su ira. Su mandíbula se apre-
tó, y levantó a Perséfone en sus brazos, con cuidado de no sacudirla.
—¿Adónde vamos?
—A mi palacio —dijo, y se teletransportó
Capítulo VII - Un toque de favor

—¿Puedes sentarte? —preguntó Hades.


Abrió sus ojos para encontrar al Rey del Inframundo mirándola. Ha-
bía cerrado los ojos cuando se teletransportaron porque usualmente
la mareaba.
Asintió, y Hades la bajó al suelo y la ayudó a sentarse. Fue entonces
que se dio cuenta que estaba sobre una cama, una cama cubierta de
sábanas negras. Miró alrededor, descubriendo que la había traído a
una habitación. Le recordaba a Nevernight, con sus brillantes pare-
des y suelos obsidianas, y, a pesar de todo el negro, la habitación de
alguna manera parecía acogedora. Quizá tenía que ver con la chime-
nea al otro lado de la cama, la peluda alfombra a sus pies, o tal vez la
pared de puertas francesas que llevaban a un balcón con vista a un
bosque de árboles de un intenso verde.
Hades se arrodilló sobre el suelo frente a ella y sintió un poco de pá-
nico.
—¿Qué estás haciendo?
No dijo nada mientras quitaba la capa de Hermes de su cuerpo. No
había estado preparada o habría luchado, en cambio, se paralizó, ex-
puesta bajo la mirada de Hades. Se sentó sobre sus talones a medida
que sus ojos viajaban sobre su cuerpo. Permanecieron más tiempo
sobre su hombro herido, capturando todos los lugares a los que se
aferraba su vestido plateado. Llevó un brazo sobre su pecho, inten-
tando mantener un poco de modestia y entonces Hades se arrodilló,
colocando sus brazos a cada lado de ella. Desde este ángulo, su rost-
ro esta nivelado con el suyo. Sintió su aliento sobre sus labios cuan-
do habló. Olía a whisky.
—¿Qué lado? —preguntó.
Mantuvo su mirada por un momento antes de alcanzar su mano y
presionarla a su lado. Estaba sorprendida por su audacia, pero re-
compensada por su toque. Fue cálido y sanador. Gimió y se inclinó
hacia él. Si alguien entraba a su habitación en este punto, podrían
pensar que él estaba escuchando su corazón por la formar en la que
estaba posicionado, presionado entre sus piernas, la cabeza a un la-
do.
Tomó unas cuantas respiraciones profundas hasta que ya no sintió el
dolor de sus costillas maltratadas. Después de un momento, se giró
hacia ella, pero no se apartó.
—¿Mejor?
Su voz fue baja, un ronco susurro que rodó sobre su piel. Resistió la
urgencia de estremecerse.
—Sí.
—Tu hombro es el siguiente —dijo, poniéndose de pie.
Empezó a girar su cabeza para obtener un vistazo de la herida, pero
Hades la detuvo con una mano sobre su mejilla.
—No —dijo —. Es mejor si no miras.
Se apartó de ella y entró a la habitación adyacente. Escuchó el sonido
de agua corriendo. Mientras esperaba por él, se recostó sobre el cos-
tado, ansiosa por cerrar sus cansados ojos.
—Despierta, querida mía. —La voz de Hades era como su toque, cá-
lida, atrayente. Se arrodilló ante ella de nuevo, borroso al principio,
y luego aclarándose.
—Lo siento —susurró.
—No te disculpes —dijo, y empezó a limpiar la sangre de su homb-
ro.
—Puedo hacer esto —dijo, y empezó a levantarse, pero Hades la
mantuvo en su lugar y la miró a los ojos.
—Permíteme esto —dijo. Había algo… crudo y primitivo en sus ojos
con lo que supo que no podía discutir, así que asintió.
Su toque era gentil y cerró los ojos. Para que supiera que no estaba
dormida, hizo preguntas.
—¿Por qué hay gente muera en tu río?
—Son las almas que no fueron enterradas con monedas —dijo.
Abrió un ojo.
—¿Todavía haces eso?
Sonrió. Decidió que le gustaba cuando sonreía.
—No. Esas son almas antiguas.
—¿Y qué hacen? Aparte de ahogar a los vivos.
—Eso es todo lo que hacen —replicó, pragmático, y Perséfone pali-
deció. Entonces comprendió que ese era su propósito. Ningún alma
entra, ningún alma sale. Cualquiera que encontrara su forma de entrar
al Inframundo sin el conocimiento de Hades tendría que cruzar el
Estigia y no era probable que sobreviviera.
Hubo silencio después de eso. Hades terminó de limpiar su herida, y
una vez más, sintió su sanadora calidez irradiar a través de ella. Su
hombro tomó mucho más tiempo que sus costillas y se preguntó qué
tan mala había sido la herida.
Cuando terminó, colocó sus dedos debajo de su barbilla.
—Cámbiate —dijo.
—Yo… no tengo nada para cambiarme.
—Tengo algo —dijo, ayudándola a ponerse de pie. La llevó detrás de
una mampara y le tendió una bata de satén. Era corta y negra. Miró
a la pieza de tela y luego a él.
—¿Supongo que esto no es tuyo?
—El Inframundo está preparado para todo tipo de invitados.
—Gracias —dijo secamente—. Pero no creo que quiera usar algo que
una de tus amantes ha usado también.
Deseó que le hubiera dicho que no había amantes, pero en cambio
frunció el ceño y dijo:
—Es esto o nada en lo absoluto, Perséfone.
—No lo harías.
—¿Qué? ¿Desvestirte? Felizmente, y con mucho más entusiasmo del
que comprendes, miladi.
Pasó un momento fulminándolo con la mirada y entonces sus homb-
ros se hundieron. Estaba exhausta y frustrada, y no estaba interesada
en desa ar al dios. Le quitó la bata.
—Bien.
Le dio la privacidad que necesitaba para cambiarse. Salió de detrás
de la división en la bata e inmediatamente cayó bajo la mirada de
Hades. La contempló por un largo rato antes de aclararse la gargan-
ta, tomando su vestido mojado y colgándolo sobre la mampara.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—Descansas —dijo, y la levantó en sus brazos. Quiso protestar. La
había sanado y, a pesar de su cansancio, podía caminar, pero perma-
neció en silencio, incapaz de hablar. Hades estaba mirándola y car-
gándola a su cama. Sostuvo su mirada, incluso cuando la bajó y pasó
las sábanas sobre su cuerpo.
Sus ojos estaban pesados con sueño.
—Gracias —susurró y entonces notó el severo ceño de su rostro.
Frunciendo el ceño, dijo—. Estás enojado.
Se estiró para suavizar sus cejas fruncidas, trazando sus dedos a lo
largo del costado de su rostro, sobre su mejilla y a la comisura de sus
labios. No se relajó bajo su toque y lo retiró rápidamente. Cerró sus
ojos, sin querer ver su frustración.
—Perséfone —dijo.
—¿Qué? —preguntó, confundido.
—Deseo ser llamada solo Perséfone. No “lady”.
—Descansa —respondió —. Estaré aquí cuando despiertes.
No luchó contra el sueño que llegó.

Los ojos de Perséfone se sentían como lija cuando los abrió. Por un
momento, pensó que estaba en casa, en su cama, pero rápidamente
recordó que casi se había ahogado en un río en el Inframundo. Ha-
des la había traído a su palacio y ahora estaba en su cama.
Se sentó rápidamente, cerrando sus ojos contra el mareo. Cuando pa-
só, abrió los ojos de nuevo y encontró a Hades sentado en una silla,
observándola. En una mano sostenía una copa de whisky, aparente-
mente su bebida de preferencia. Se había quitado la chaqueta de su
traje y llevaba una camisa negra con las mangas enrolladas hacia ar-
riba y la mitad de los botones desabrochados. No pudo descifrar su
expresión, pero sintió que estaba enojado.
Hades tomó un trago del whisky y el fuego detrás de él crujió en el
silencio que se extendía entre ellos. En ese silencio, fue súper consci-
ente de la forma en la que su cuerpo estaba reaccionando a él. Ni si-
quiera estaba haciendo nada, pero en esta habitación cerrada, podía
olerlo, y eso encendió un fuego en el fondo de su estómago.
Se encontró deseando que hablara, di algo para poder estar furiosa con-
tigo de nuevo, pensó. No pasó mucho antes de que aceptara.
—¿Por cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó.
—Horas —respondió.
Sus ojos se ensancharon.
—¿Qué hora es?
Se encogió de hombros.
—Tarde.
—Tengo que irme —dijo, pero no se movió.
—Has venido hasta aquí. Permíteme ofrecerte un recorrido por mi
mundo.
Hades se puso de pie y su presencia pareció llenar la habitación. Se
tomó el resto de su whisky y luego caminó hacia donde estaba senta-
da sobre la cama. Agarró las sábanas y las apartó. Mientras dormía,
la bata que le había dado se soltó, exponiendo una porción de piel
blanca entre sus pechos. La cerró, sus mejillas sonrojadas.
Hades pretendió no notarlo y extendió su mano. Ella la tomó, y es-
peró a que se alejara cuando se puso de pie, pero permaneció cerca,
y mantuvo un agarre sobre sus dedos. Cuando nalmente lo miró, la
estaba observando.
—¿Estás bien? —Su voz era profunda y retumbó a través de ella.
Asintió.
—Mejor.
Entonces arrastró su dedo a lo largo de su mejilla, dejando un rastro
de calor.
—Confía en que estoy devastado porque hayas sido herida en mi re-
ino.
Tragó saliva y se las arregló para decir:
—Estoy bien.
Siguió mirándola y luego sus gentiles ojos se endurecieron.
—Nunca ocurrirá de nuevo. Ven.
La llevó al balcón de su habitación y la vista era magni ca. Los colo-
res del Inframundo eran discretos, y aunque no tan brillantes como
aquellos de arriba, todavía hermosos. El cielo era gris y proveía un
telón de fondo para las montañas negras, que se fusionaban con un
bosque de árboles profundamente verdes. A la derecha, los árboles
se disipaban y podía ver el agua negra del Estigia serpenteando a
través del alto césped.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es hermoso —respondió, y pensó que lucía complacido—. ¿Creas-
te todo esto?
Asintió solo una vez.
—El Inframundo evoluciona igual que el mundo de arriba.
Sus dedos seguían enlazados con los de él, y tiró, sacándola del bal-
cón, por una serie de escaleras que terminaban en uno de los jardines
más hermosos que había visto alguna vez. Glicinas de lavanda cre-
aban una bóveda sobre un camino de piedra oscura, y racimos de
ores moradas y rojas crecían salvajemente a cada lado del camino.
El jardín la impresionó y la enojó.
Se giró hacia Hades, apartando su mano de la de él.
—¡Bastardo!
—Apodos, Perséfone —advirtió.
—No te atrevas. Esto… ¡esto es hermoso!
Hizo que su corazón doliera y era algo que anhelaba crear. Miró más
tiempo, encontrando nuevas ores, rosas de un azul oscuro, peonías
rosadas, sauces y árboles con hojas morado oscuro.
—Lo es —concordó él.
—¿Por qué me pedirías crear vida aquí? —Intentó evitar que su voz
sonara deprimida, pero no pudo lograrlo, de pie en el centro de su
sueño manifestado fuera de su cabeza. La contempló por un momen-
to, y entonces, con un movimiento de su mano, las rosas, peonías y
sauces desaparecieron. En su lugar no había nada más que tierra de-
solada. Miró a Hades.
—Es ilusión —dijo él—. Si es un jardín lo que deseas crear, entonces
verdaderamente será la única vida aquí.
Miró jamente medio impresionada, medio disgustada a la tierra an-
te ella. Entonces, ¿toda esta hermosura era la magia de Hades? ¿Y la
mantenía sin esfuerzo? Era ciertamente un dios poderoso.
Llamó a la ilusión de regreso y continuaron caminando a través del
jardín. Mientras seguía a Hades, recordó el tiempo que pasaba en el
invernadero de vidrio donde las ores de su madre brotaban tan fá-
cilmente y la promesa que había hecho de nunca regresar. Ahora
comprendió que solo intercambiaría una prisión por otra si fallaba
en cumplir los términos de su contrato.
Finalmente, llegaron a una pared de piedra baja donde una parcela
de tierra permanecía estéril y el suelo a sus pies era del color de la
ceniza.
—Puedes trabajar aquí —dijo.
—Todavía no entiendo —dijo Perséfone, y Hades la miró—. Ilusión
o no, tienes toda esta belleza. ¿Por qué demandar esto de mí?
—Si no deseas completar los términos de nuestro contrato, solo ti-
enes que decirlo, lady Perséfone —dijo Hades—. Puedo tener una
habitación preparada para ti en menos de una hora.
—No nos llevamos lo su cientemente bien para ser compañeros de
piso, Hades. —Él lucía entretenido y levantó su barbilla—. ¿Qué tan
a menudo tengo permitido venir aquí y trabajar?
—Tan a menudo como quieras —dijo—. Sé que estás ansiosa por
completar tu misión.
Apartó la mirada y luego se inclinó para recoger un puñado de are-
na. Era sedosa y cayó a través de sus dedos como agua. Consideró
cómo plantaría el jardín. Su madre podría crear semillas y germinar-
las de la nada. Perséfone no podía tocar una planta sin que se marc-
hitara. Quizá podría convencer a Deméter para que le diera unas cu-
antas de sus propias semillas. La magia divina tendría una mejor
oportunidad en esta tierra que nada de lo que una mortal podría of-
recer.
Re exionó su plan, y cuando se puso de pie, encontró a Hades mi-
rándola de nuevo. Estaba acostumbrándose a esa mirada, pero toda-
vía la hacía sentir expuesta. No ayudaba que solo usara la bata neg-
ra.
—¿Y… cómo entraré al Inframundo? —preguntó—. Estoy asumien-
do que no deseas que regrese de la forma en la que llegué.
—Hmm —dijo, ladeando su cabeza a un lado, como considerando
algo. Solo lo había conocido por tres días, pero lo había visto hacer
esto antes, cuando estaba particularmente entretenido. Era un movi-
miento que hacía cuando ya sabía cómo iba a actuar.
Incluso con ese conocimiento, estaba sorprendida cuando la tomó
por los hombros y la tiró contra él. Sus brazos se dispararon, encaj-
ando contra su pecho. Cuando sus labios se encontraron con los de
ella, perdió su agarre sobre la realidad. Sus piernas cedieron, y los
brazos de Hades se deslizaron a su alrededor, sosteniéndola más fu-
erte. Su boca fue caliente y consumidora. La besó con todo, sus labi-
os, dientes y lengua, y le respondió con la misma pasión, y aunque
sabía que no debería alentarlo, su cuerpo tenía mente propia.
Cuando sus manos se movieron por su pecho y alrededor de su cuel-
lo, Hades hizo un profundo sonido en su garganta que la emocionó
y la asustó. Entonces se estaban moviendo y sintió la pared de pied-
ra a su espalda. Cuando la levantó del suelo, envolvió sus piernas al-
rededor de su cintura. Era mucho más alto que ella, y esta posición
le permitió trazar su mandíbula con sus labios, morder su oreja y be-
sar su cuello. La sensación la hizo jadear, y se arqueó contra él, meti-
endo sus dedos a través de su cabello, soltando el lazo que sostenía
sus oscuras hebras en su lugar, y cuando sus manos se movieron ba-
jo su vestido, rozando suave piel sensible, gritó, agarrando su cabello
en sus manos.
Ahí fue cuando Hades se alejó. Sus ojos estaban encendidos con una
necesidad que sintió en lo profundo de su núcleo, y lucharon por re-
cuperar su aliento. Por un largo momento, permanecieron quietos.
Las manos de Hades seguían debajo de su bata, agarrando sus mus-
los. Ninguno de los dos estaba seguro de qué hacer, no lo iba a dete-
ner si continuaba. Sus dedos estaban peligrosamente cerca de su
núcleo, y sabía que podía sentir su calor. Aun así, si cedía ante esta
necesidad, no podía decir cómo se podría sentir después, y por algu-
na razón, no quería arrepentirse de Hades.
Tal vez él también sintió eso, porque quitó sus dedos de su carne y la
bajó al suelo. Su oscuro cabello caía en ondas por sus hombros y creó
un halo oscuro alrededor de su rostro.
—Cuando entres a Nevernight, solo tienes que chasquear tus dedos
y serás traída aquí.
El color se drenó de su rostro y dejó de respirar por un momento.
Por supuesto, pensó. Estaba concediendo favor. En las secuelas de su be-
so, Perséfone se sintió avergonzada. ¿Por qué había permitido esto?
¿Por qué había permitido que las cosas se pusieran tan intensas? Sa-
bía que no debía con ar en el Dios del Inframundo, ni siquiera en su
pasión.
Intentó alejarse, pero él no cedió.
—¿No puedes ofrecer un favor de otra forma? —espetó.
Lucía entretenido.
—No pareció importarte.
Se sonrojó y tocó sus labios hormigueantes con dedos temblorosos.
Los ojos de Hades destellaron, y, por un momento, pensó que podría
retomarlo donde lo dejaron.
Y no podía dejar que eso ocurriera.
—Debería irme —dijo.
Hades asintió una vez, entonces envolvió su brazo alrededor de su
cintura.
—¿Qué estás haciendo? —demandó.
Hades chasqueó sus dedos. El mundo cambió, y estaban en la habi-
tación de ella. Seguía oscuro fuera, pero el reloj junto a su cama mar-
caba las cinco de la mañana. Tenía una hora antes de tener que le-
vantarse y prepararse para el trabajo.
—Perséfone. —La voz de Hades fue un gruñido bajo y lo miró a los
ojos—. Nunca traigas a un mortal a mi reino de nuevo, especialmen-
te a Adonis. Mantente alejada de él.
Entrecerró sus ojos.
—¿Cómo sabes sobre él?
—Eso no es relevante.
Intentó apartarse de él, pero la mantuvo donde estaba, presionada
en su contra.
—Trabajo con él, Hades —dijo—. Además, no puedes darme órde-
nes.
—No te estoy dando órdenes —dijo—. Estoy pidiendo.
—Pedir implica que hay una opción.
No estaba segura de que fuera posible, pero Hades la sostuvo más
fuerte. Su rostro estaba a centímetros del de ella, y encontró difícil
mirarlo a los ojos porque su mirada seguía cayendo a sus labios, el
recuerdo del beso que habían compartido en el jardín, un fantasma
sobre sus labios. Cerró sus ojos contra eso.
—Tienes una opción —dijo—. Pero si lo escoges, te tomaré y puede
que no te deje abandonar el Inframundo.
Sus ojos se abrieron y lo miró con desprecio.
—No lo harías —dijo entre dientes.
Hades se rio, inclinándose de forma que cuando habló, su aliento
acarició sus labios.
—Oh, querida. No sabes de lo que soy capaz.
Entonces se había ido.
Capítulo VIII - Un jardín en el
Inframundo

Lexa se sentó frente a Perséfone afuera de El Narciso Amarillo. Habí-


an caminado al bistró desde su apartamento para desayunar antes
de tomar caminos separados, Perséfone a la Biblioteca de Artemisa y
Lexa al Estadio Talaria para encontrarse con Adonis y sus amigos
para un día de las Pruebas.
Mantente alejada de él. La voz de Hades resonó en su cabeza, como si
su boca estuviera contra su oreja. Se estremeció. A pesar de la adver-
tencia de Hades, Perséfone habría ido con Lexa, pero tenía un dios
que investigar, un jardín que plantar, y un acuerdo que ganar. Aun
así, se preguntaba por qué Hades desaprobaba a Adonis. ¿El Dios
del Inframundo sabía que su advertencia solo la haría sentirse más
curiosa?
—Tus labios están magullados —dijo Lexa.
Perséfone cubrió su boca con sus dedos. Había intentado cubrir la
decoloración con base y labial.
—¿A quién besaste?
—¿Por qué piensas que besé a alguien? —preguntó Perséfone.
—No sé si besaste a alguien. Tal vez alguien te besó. —Perséfone se
sonrojó, alguien la había besado, pero no por la razón que Lexa esta-
ba pensando. Solo estaba concediéndome un favor, se recordó Perséfone.
Haría casi lo que fuera para asegurarse que no lo molestaras de nuevo. Eso
incluía ofrecerle un atajo a su reino.
No se permitiría romantizar al Dios de los Muertos.
Hades es el enemigo, se recordó. Es tu enemigo. Te engañó a un contrato.
Te desa ó a usar poderes que no tienes. Te aprisionará si fallas en crear vida
en el Inframundo.
—Solo estoy adivinando, ya que dejaste el apartamento a las diez
anoche y no regresaste a casa hasta como las cinco de esta mañana.
—¿C… cómo supiste eso?
Lexa sonrió, pero Perséfone pudo notar que su amiga estaba un poco
herida por su carácter furtivo.
—Supongo que ambas tenemos secretos —dijo y admitió—: Estaba
despierta hablando con Adonis. Te escuché entrar.
Lo que había escuchado era a Perséfone entrando de puntillas a la
cocina por agua después de que Hades la había teletransportado a su
habitación.
—Oh. ¿Adonis y tú están hablando?
Fue el turno de Lexa de sonrojarse y Perséfone estuvo feliz de poder
redirigir esta conversación, incluso si no estaba segura sobre cómo
sentirse sobre su mejor amiga saliendo con su colega. Además, toda-
vía tenía que averiguar por qué le disgustaba a Hades. ¿Era simple-
mente porque lo había llevado a Nevernight o algo más?
—No signi ca nada —dijo, y supo que Lexa solo estaba intentando
mantener sus expectativas bajas. Había pasado un largo tiempo des-
de que había estado interesada en alguien. Había caído duro y rápi-
do por su primer novio de escuela, un luchador llamado Alec. Había
sido increíblemente apuesto y encantador… hasta que no lo fue. Lo
que Lexa al principio pensó que era proteccionismo, pronto se volvió
controlador. Las cosas escalaron hasta que una noche le gritó por sa-
lir con Perséfone y la acusó de engañarlo. En ese punto, decidió que
las cosas tenían que terminar.
Después de eso, Lexa supo que Alec no le había sido el en absoluto.
Toda la cosa había roto su corazón y hubo un tiempo en que Perséfo-
ne dudaba que Lexa se recuperase alguna vez.
—Estábamos haciendo planes para hoy y solo… seguimos hablando
—continuó Lexa—. Es muy interesante.
Perséfone pensó que eso era curioso. Sentía que Lexa era la persona
más interesante que había conocido alguna vez. La chica era una re-
ina de belleza con una manga de tatuajes. También era una bruja y
una jugadora. Tenía una obsesión con el maquillaje, la moda, y los
dioses.
—¿Sabías que fue adoptado? Por eso se hizo periodista. Quiere en-
contrar a sus padres biológicos.
Perséfone negó. No sabía nada sobre Adonis, excepto que trabajaba
en Noticias Nueva Atenas, y tenía acceso regular a Nevernight, lo que
era irónico considerando que a Hades realmente parecía no gustarle
el mortal.
—No puedo imaginar cómo es —dijo Lexa distraídamente—. Existir
en el mundo sin saber realmente quién eres.
No podía saber lo dolorosas que eran esas palabras. El acuerdo que
Hades había forzado sobre ella le había recordado justo eso.
Tomó un café para llevar y luego se dirigió a la Biblioteca de Artemi-
sa. Había varias hermosas habitaciones de lectura nombradas por las
Nueve Musas Griegas. A Perséfone le gustaban todas, pero siempre
había estado atraída a la Habitación de Melpómene, a la que entró.
No estaba segura de por qué estaba nombrada con la Musa de la
Tragedia, excepto que una estatua de la diosa permanecía en el cent-
ro de la habitación oval. Luz se derramaba a través de un techo de
vidrio, vertiéndose sobre varias mesas largas y áreas de estudio.
Había venido aquí en busca de un libro, y mientras buscaba, pasó
sus dedos sobre la encuadernación de cuero y la inscripción de oro.
Finalmente, encontró lo que estaba buscando: Lo Divino: Poderes y
Símbolos.
Llevó el volumen a una de las mesas y se sentó, abriendo el polvori-
ento libro, volteando las páginas hasta que encontró su nombre en
llamativas letras sobre la cima de la página.
Hades, Dios del Inframundo.
Solo ver su nombre hizo que su corazón se acelerara. La entrada inc-
luía un boceto del per l del dios, que Perséfone trazó con las puntas
de sus dedos. Nadie lo reconocería en persona por esta foto porque
era demasiado oscura, pero podía ver facciones familiares, el arco de
su nariz, su mandíbula, las hebras de su largo cabello hasta sus
hombros.
Sus ojos cayeron a la información escrita sobre la página, la cual de-
tallaba cómo Hades se volvió el Dios del Inframundo. Luego de la
derrota de los Titanes, él y sus dos hermanos menores echaron a su-
ertes, a Hades le fue dado el Inframundo, a Poseidón el Océano, y a
Zeus los Cielos, lo que le daba igual acceso a la tierra.
A menudo olvidaba que los tres dioses tenían el mismo poder sobre
la tierra, mayormente porque Hades y Poseidón no se aventuraban a
menudo fuera de sus propios reinos. El descenso de Zeus al mundo
mortal había sido un recordatorio, y Hades y Poseidón no iban a
permanecer al margen mientras su hermano tomaba control de un
reino al que todos tenían acceso. Aun así, Perséfone no había consi-
derado lo que eso signi caba para los poderes de Hades. ¿Compartía
algunas de las habilidades de su madre?
Continuó leyendo y cuando llegó a la lista de los poderes de Hades,
sus ojos se ensancharon, y no pudo especi car si estaba más asusta-
da o impresionada por él.
Hades tenía muchos poderes, pero sus principales y más poderosas
habilidades eran la necromancia, incluyendo la reencarnación, resur-
rección, transmigración, sentir la muerte y remoción del alma. Debi-
do a su pertenencia en el reino terrenal, también podía manipular la
tierra y sus elementos, y tenía la habilidad de atraer metales preci-
osos y joyas del suelo.
Rico, sin duda.
Los poderes adicionales incluían encanto, la habilidad de in uenciar
a mortales y a dioses menores a su voluntad, así como invisibilidad.
¿Invisibilidad?
Eso puso a Perséfone bastante nerviosa. Iba a tener que sacarle una
promesa de que nunca usaría ese poder con ella.
Volteó la página y encontró información de los símbolos de Hades y
el Inframundo.
Los narcisos son sagrados para el Señor de los Muertos. La or, a menudo
de colores blanco, amarillo o anaranjado, tiene una pequeña corona en forma
de taza y crece en abundancia en el Inframundo. Son un símbolo de renaci-
miento. Se dice que Hades escogió la or para darle a las almas esperanza de
lo que viene cuando sean reencarnadas.
Perséfone se recostó en su silla. Este dios no parecía como el dios que
había conocido unos cuantos días atrás. Ese dios colgaba la esperan-
za ante los mortales en la forma de fortuna. Ese dios hacía del dolor
un juego. El descrito en este pasaje sonaba compasivo y bondadoso.
Se preguntó qué había pasado en el tiempo desde que Hades había
escogido su símbolo.
He tenido éxito, había dicho.
Pero, ¿qué signi caba eso?
Decidió que tenía más preguntas para Hades.
Cuando terminó de leer el pasaje sobre el Inframundo, hizo una lista
de las ores mencionadas en el texto, asfódelos, acónito, prímulas,
narcisos, y entonces encontró un libro sobre variedades de plantas
que usó para tomar cuidadosas notas, asegurándose de incluir cómo
cuidar de cada or y árbol, haciendo una mueca cuando las instruc-
ciones nombraban la luz del sol directa. ¿El opaco cielo de Hades se-
ría su ciente? Si fuera su madre, la luz no importaría. Podría hacer
crecer una rosa en una tormenta de nieve.
Por otra parte, si fuera su madre, un jardín ya estaría creciendo en el
Inframundo.
Cuando terminó, llevó su lista a una oristería y pidió semillas. Cu-
ando el empleado, un hombre mayor con salvaje cabello ralo y una
larga barba blanca llegó al narciso, levantó la mirada y dijo:
—No tenemos el símbolo de Hades aquí.
—¿Por qué no? —preguntó, más que nada curiosa.
—Mi niña, pocos invocan el nombre del rey de los Muertos, y cuan-
do lo hacen, giran sus cabezas.
—Suena como que no tiene ningún deseo de unirse a los muertos en
Asfódelos —dijo.
El empleado palideció, y Perséfone se fue con unas cuantas ores de
más, un par de guantes y una pequeña pala. Esperó que los guantes
evitaran que su toque matara a las semillas antes que las pusiera en
el suelo.
Después de dejar la tienda, se encontró en la de Nevernight por ter-
cer día consecutivo. Era lo su cientemente temprano para que nadie
estuviera esperando para entrar al club. Cuando se acercó, las puer-
tas se abrieron, y una vez que entró, respiró hondo y chasqueó sus
dedos como Hades le había mostrado. El mundo cambió a su alrede-
dor y se encontró en el Inframundo, en el mismo lugar donde Hades
la había besado.
Su cabeza giró por unos momentos. Nunca se había teletransportado
por su cuenta, siempre usaba magia prestada. Esta vez, era la magia
de Hades que se aferraba a su piel. Era desconocida pero no desagra-
dable, y permaneció en su lengua, suave y rica como su beso. Se son-
rojó ante el recuerdo, volvió rápidamente su atención a la tierra bal-
día a sus pies e hizo un plan de cómo plantaría.
Empezaría cerca de la pared y plantaría el acónito primero, la or
más alta que orecería morada. Entonces se movió hacia el asfódelo,
que orecería blanco. Las prímulas eran las siguientes y crecerían en
racimos de rojo. Cuando tuvo un plan, se puso de rodillas y empezó
a cavar. Colocó la primera semilla en el suelo y la cubrió con delgada
tierra.
Una menos.
Varias más restantes.
Perséfone trabajó hasta que sus brazos y rodillas dolieron. Sudor
cubría su frente y lo limpió con el dorso de la mano. Cuando termi-
nó, se sentó sobre sus talones y analizó su trabajo. No podía descri-
bir con exactitud cómo se sentía, contemplando el grisáceo terreno,
excepto que algo oscuro e inquietante bordeaba sus pensamientos.
¿Y si no podía hacer esto? ¿Y si fallaba en cumplir los términos de este
contrato? ¿Realmente estaría atrapada aquí, en el Inframundo, para siemp-
re? ¿Su madre, una poderosa diosa en su propio derecho, lucharía por su li-
bertad cuando descubriera lo que Perséfone había hecho?
Empujó esos pensamientos a un lado. Esto iba a funcionar. Podría no
ser capaz de cultivar un jardín con magia, pero nada iba a detenerla
de intentarlo de la forma mortal… excepto su toque letal. Tendría
que esperar unas cuantas semanas para descubrir si los guantes fun-
cionaban.
Recogió la regadera que había comprado en la oristería y miró alre-
dedor. Tenía que haber un lugar cerca para llenarla. Su mirada cayó
sobre la pared del jardín. Podría darle su ciente altura para localizar
una fuente o un río.
Cuidadosa de no perturbar sus recién plantadas semillas, se las ar-
regló para escalar la pared. Como todo lo demás que Hades poseía,
era obsidiana y casi parecía una viciosa erupción volcánica. Trepó
por los ásperos bordes cuidadosamente, solo cayendo una vez, pero
se recuperó a pesar del corte en su palma.
Siseó por la puñalada de dolor, cerrando sus dedos sobre la pegajosa
sangre y nalmente llegó a la cima.
—Oh.
Perséfone había vislumbrado el Inframundo ayer, y todavía se las ar-
reglaba para sorprenderla. Más allá de la pared había un campo de
alto césped verde. Se extendía por lo que parecía millas antes de ter-
minar en un bosque de árboles de ciprés. Cortando a través del pro-
longado césped había un río corriendo. Desde esta distancia, no po-
día ver con exactitud el color del agua, pero sabía que no era negra
como el Estigia. Era consciente de que había varios ríos en el Infra-
mundo, pero demasiado ignorante de su geografía para siquiera adi-
vinar cuál podría ser el del campo más allá.
Aun así, no importaba, agua era agua.
Bajó la pared y empezó a cruzar el campo, regadera en mano. El alto
césped arañaba sus brazos y piernas. Mezcladas con la hierba había
extrañas ores silvestres naranjas que nunca antes había visto. De
vez en cuando una brisa agitaba el aire. Olía a fuego, y aunque no
era desagradable, era un recordatorio de que, aunque estaba rode-
ada de belleza, seguía en el Inframundo.
Mientras caminaba a través del césped, se topó con una brillante pe-
lota roja.
Extraño, pensó. Era más grande que una pelota normal, casi del ta-
maño de su cabeza, y cuando se inclinó para recogerla, escuchó un
gruñido bajo. Cuando levantó la mirada, un par de ojos negros mira-
ron de regreso.
Gritó y tropezó hacia atrás, pelota en mano. Uno, no, tres dóberman
negros estaban de pie frente a ella. Entonces notó que sus miradas
estaban enfocadas sobre la pelota roja que sostenía en la mano. Sus
gruñidos se volvieron lloriqueos mientras más tiempo la sostenía.
—Oh —dijo, mirando a la pelota—. ¿Quieren jugar?
Los tres perros se sentaron, lenguas colgando fuera de sus bocas.
Eran animales aparentemente poderosos con brillante pelaje negro y
orejas recortadas.
Lanzó la pelota y los tres salieron disparados. Se rio mientras los ob-
servaba caer sobre el otro, corriendo para reclamarla. No pasó muc-
ho antes de que los tres regresaran, la pelota en la boca del de en me-
dio. El perro la dejó caer a sus pies y entonces los tres se volvieron a
sentar obedientemente, esperando que la lanzara de nuevo. Se pre-
guntó quién los había entrenado.
Lanzó la pelota de nuevo y continuó hasta que alcanzó el río. A dife-
rencia del Estigia, el agua en este río era clara y corría sobre rocas
que lucían como piedras lunares. Era hermosa, pero justo cuando se
movió para recoger agua, una mano se posó sobre su hombro y tiró
de ella hacia atrás.
—¡No!
Perséfone cayó y levantó la mirada hacia el rostro de una diosa.
—No recojas aguas del Lete —dijo. A pesar de la orden, su voz era
cálida. La diosa tenía largo cabello negro, la mitad echado hacia atrás
y el resto caía sobre sus hombros, más allá de su cintura. Vestía ropa
antigua, un peplo escarlata y una capa negra. En sus sienes, un par
de pequeños cuernos negros brotaban de su cabeza, y usaba una co-
rona dorada. Tenía un hermoso pero severo rostro, cejas arqueadas
acentuaban sus ojos almendrados en un rostro cuadrado.
Tras ella estaban los tres dóberman.
—Eres una diosa —dijo Perséfone, poniéndose de pie y la mujer son-
rió.
—Hécate —dijo, inclinando su cabeza.
Perséfone sabía un montón sobre Hécate por Lexa. Era la Diosa de la
Brujería y la Magia. También era una de las pocas diosas que Demé-
ter en realidad admiraba. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de
que no era una Olímpica. En cualquier caso, Hécate era conocida co-
mo una protectora de mujeres y los oprimidos, una cuidadora a su
propia manera, aunque prefería la soledad.
—Soy…
—Perséfone —dijo, sonriendo —. He estado esperando conocerte.
—¿Lo has hecho?
—Oh, sí. —Y entonces ofreció una risa, lo que pareció hacerla brillar
—. Desde que caíste en el Estigia y ocasionaste un alboroto a lord
Hades. —Perséfone se sonrojó—. Lamento asustarte, pero, como es-
toy segura que has aprendido, los ríos del Inframundo son peligro-
sos, incluso para una diosa —explicó Hécate—. El Lete te robará tus
recuerdos. Hades debió haberte dicho eso. Lo reprenderé más tarde.
Se rio ante la idea de Hécate reprendiendo a Hades.
—¿Puedo verlo?
—Oh, solo pensaría en reprenderlo frente a ti, querida mía.
Se sonrieron la una a la otra y entonces Perséfone dijo:
—Eh, ¿pero no sabes dónde puedo encontrar algo de agua? Acabo
de plantar un jardín.
—Ven —dijo, y cuando se giró, recogió la gran pelota roja y la lanzó.
Los tres perros corrieron a través del césped—. Veo que has conoci-
do a los perros de Hades.
—¿Son realmente suyos?
—Oh, sí. Ama a los animales. Tiene a los tres perros, Cerbero, Tifón
y Ortro y cuatro caballos, Orfeo, Aethon, Nicteo y Alastor.
Hécate llevó a Perséfone a una fuente enterrada en lo profundo de
los jardines de Hades.
Mientras llenaba el contenedor, preguntó:
—¿Vives aquí?
—Vivo en muchos lugares —dijo—. Pero este es mi favorito.
—¿En serio? —Perséfone estaba sorprendida por eso.
—Sí. —Hécate sonrió y miró hacia el paisaje—. Disfruto aquí. Las al-
mas y los perdidos, sor mis amores, y Hades es lo su cientemente
amable para haberme dado una cabaña.
—Es mucho más hermoso de lo que esperaba —dijo Perséfone.
—Lo es para todo el que viene aquí. —Hécate sonrió—. Vamos a re-
gar tu jardín, ¿de acuerdo?
Hécate y Perséfone regresaron al jardín y regaron las semillas. Héca-
te apuntó a varias de las marcas que Perséfone había usado para re-
cordar qué y dónde había plantado. La diosa quería saber los colores
y nombres. Cuando apuntó a la anémona y le preguntó a Perséfone
por qué había escogido esa or en ese color, había respondido:
—Hades llevaba uno en su traje la noche que lo conocí.
Luego se sonrojó por haber admitido algo tan… personal.
Perséfone recogió sus herramientas, y Hécate le mostró dónde guar-
dar los elementos, en una alcoba cerca del palacio.
Luego, Hécate llevó a Perséfone en un recorrido de las tierras más al-
lá del hogar obsidiana de Hades. Caminaron junto a un camino color
pizarra entre el alto césped.
—¡Asfódelos! —exclamó Perséfone, reconociendo las ores mezcla-
das entre el césped. Tenían largos tallos y una punta de ores blan-
cas. Perséfone las amaba, y mientras más caminaban, más abundan-
tes se volvían.
—Sí, estamos cerca de Asfódelo —dijo Hécate.
Hécate extendió su mano, como para detener a Perséfone de ir muy
lejos. Cuando bajó la mirada, estaba al borde de un empinado cañón.
El asfódelo crecía justo al borde de la pendiente, haciendo casi impo-
sible ver el abismo a medida que se acercaban.
Perséfone no estaba segura de qué esperaba de Asfódelo, pero supu-
so que siempre había pensado en la muerte como una clase de exis-
tencia sin sentido, un tiempo donde las almas ocupaban espacio, pe-
ro no tenían propósito. Al fondo del cañón, sin embargo, había vida.
Un campo de verde se extendía por millas, anqueado por colinas
inclinadas en la distancia. Esparcidos sobre el plano esmeralda había
varios hogares pequeños. Estaba sorprendida de observar que todos
parecían ser ligeramente diferentes, algunos estaban hechos de ma-
dera y otros de ladrillo obsidiana. Humo se elevaba de algunas chi-
meneas, ores orecían en algunas cajas de ventanas, y cálida luz
iluminaba las ventanas. Un amplio camino atravesaba el centro del
campo, y estaba lleno de almas y coloridas tiendas.
—¿Están… celebrando algo? —preguntó Perséfone.
Hécate sonrió.
—Es día de mercado —dijo—. ¿Te gustaría explorar?
—Mucho —dijo Perséfone.
Hécate tomó la mano de la joven diosa y se teletransportó, aterrizan-
do sobre el suelo dentro del valle.
Cuando la diosa miró, pudo ver el palacio de Hades levantándose
hacia su cielo opaco. Se dio cuenta que era similar a la forma en la
que Nevernight se cernía sobre los mortales en la super cie. Era tan
hermoso como siniestro, y Perséfone se preguntó qué sentimientos
inspiraba la torre de su rey.
El camino que siguieron a través de Asfódelo estaba bordeado con
linternas. Almas vagaban, luciendo tan sólidas como humanos vivos.
Ahora que Perséfone estaba al nivel del suelo, vio que las coloridas
tiendas estaban llenas con una variedad de bienes, manzanas y nara-
njas, higos y granadas. Otras contenían bufandas hermosamente bor-
dadas y sábanas tejidas.
—¿Estás confundida? —preguntó Hécate.
—Yo solo… ¿De dónde vienen todas estas cosas? —preguntó Persé-
fone.
—Están hechas por las almas.
—¿Por qué? —Perséfone estaba confundida. Los muertos no necesi-
taban nada de estas cosas.
—Creo que malinterpretas lo que signi ca estar muerto —dijo Héca-
te—. Las almas todavía tienen sensación y percepción. Les complace
vivir una existencia familiar.
—¡Lady Hécate! —gritó un alma.
Cuando un alma descubrió a la diosa, otras también lo hicieron y se
acercaron. Se inclinaron y agarraron sus manos. Hécate sonrió y tocó
a cada alma. Presentó a Perséfone como la Diosa de la Primavera.
Ante eso, las almas parecieron confundidas.
—No conocemos a la Diosa de la Primavera. —Por supuesto, no lo
hacían, nadie lo hacía.
Hasta ahora.
—Es la hija de la Diosa de la Cosecha —explicó Hécate—. Estará pa-
sando tiempo con nosotros en el Inframundo.
Perséfone se sonrojó. Se sentía obligada a ofrecer una explicación,
pero, ¿qué debía decir? ¿Entré en un juego con su señor y me obligó a un
contrato que debo cumplir? Decidió que permanecer en silencio era lo
mejor.
Ella y Hécate caminaron por un largo rato, explorando el mercado.
Almas les ofrecieron de todo: na seda y joyas, panes frescos y cho-
colate. Entonces una joven chica corrió hacia Perséfone con una pe-
queña or blanca. La ofreció en su pálida mano, con los ojos brillan-
tes, luciendo tan viva como nunca. Era una extraña visión e hizo que
el corazón de Perséfone se sintiera pesado.
La mirada de Perséfone cayó a la or. Vaciló porque si tocaba el pé-
talo, se marchitaría. En cambio, se arrodilló y le permitió al alma en-
rollarla en su cabello. Luego, varias almas más de todas las edades se
acercaron a ella a ofrecer ores.
Para el tiempo que ella y Hécate dejaron Asfódelo, una corona de
ores decoraba la cabeza de Perséfone y su rostro dolía de sonreír
tanto.
—La corona te queda —dijo.
—Son solo ores —dijo Perséfone.
—Aceptarlas de las almas signi ca mucho —dijo Hécate.
Perséfone y Hécate continuaron hacia el palacio, y a medida que su-
bían la colina, Perséfone se detuvo de golpe, encontrando a Hades en
el claro. Estaba sin camisa y esculpido, sudor resplandecía sobre su
espalda y brazos de nidos. Su brazo estaba atrás mientras se prepa-
raba para lanzar la pelota roja que sus tres perros le habían traído
más temprano.
Por un momento, se sintió aterrada, como si estuviera entrometién-
dose o viendo algo que no debía ver, este momento de abandono
donde estaba comprometido en algo tan… mortal.
Encendió algo bajo en su estómago, un aleteo que se extendió a su
pecho.
Hades lanzó la pelota, su fuerza y poder evidente en lo imposible-
mente lejos que fue.
Los perros salieron disparados y Hades se rio, profundo y ruidoso.
Ella se congeló. Era cálido como su piel y resonó en su pecho.
Entonces el dios se giró y sus ojos encontraron a Perséfone inmedi-
atamente, como si estuviera atraído hacia ella. Los ojos de ella se en-
sancharon cuando lo analizó. Su piel estaba bronceada y sus ojos re-
corrieron desde sus amplios hombros a la profunda V de sus abdo-
minales. Era hermoso, una obra de arte, cuidadosamente esculpida.
Cuando se las arregló para mirarlo a los ojos de nuevo, encontró a
Hades sonriendo con satisfacción, y rápidamente apartó los ojos,
sonrojándose.
Hécate marchó hacia delante, como si ni siquiera estuviera afectada
por el físico de Hades.
—Sabes que nunca se comportan para mí después que los malcrías
—dijo Hécate.
Hades sonrió.
—Se vuelven perezosos bajo tu cuidado, Hécate.
Luego sus ojos se deslizaron hacia Perséfone.
—Veo que has conocido a la Diosa de la Primavera.
—Sí y es bastante afortunada de que lo hiciera. ¡¿Cómo te atreves a
no advertirle de mantenerse alejada del Lete?!
Los ojos de Hades se ensancharon y Perséfone intentó no sonreír por
el tono de Hécate. Cuando la Diosa de la Brujería terminó de repren-
der a Hades, sus ojos cayeron sobre Perséfone. Se sintió acalorada
bajo su mirada.
—Parece que te debo una disculpa, lady Perséfone.
Perséfone quiso decirle que le debía mucho más, pero no pudo hacer
que su boca se moviera. La forma en la que Hades la miraba le quitó
el aliento. Tragó saliva y estuvo aliviada cuando un cuerno sonó en
la distancia. Perséfone observó a Hécate y Hades girarse en su direc-
ción.
—Estoy siendo invocada —dijo ella.
—¿Invocada?
Hécate sonrió.
—Los jueces están en necesidad de mi consejo.
Perséfone no entendió y Hécate no explicó.
—Querida mía, llama la próxima vez que estés en el Inframundo.
Regresaremos a Asfódelo.
—Me encantaría eso —dijo Perséfone.
Con eso, Hécate se desvaneció, dejándola sola con Hades.
—¿Por qué los jueces necesitarían el consejo de Hécate?
Hades ladeó la cabeza a un lado, como si estuviera intentando deci-
dir si debería decirle la verdad.
—Hécate es la Señora del Tártaro —explicó Hades—. Y particular-
mente buena en decidir castigos para los malvados.
Perséfone se estremeció.
—¿Dónde está el Tártaro?
—Te lo diría si pensara que usarías el conocimiento para evitarlo.
—¿Crees que quiero visitar tu cámara de tortura?
La miró jamente con su oscura mirada.
—Creo que eres curiosa —dijo—. Y ansiosa por probar que soy lo
que el mundo asume, una deidad para ser temida.
—Temes que escriba sobre lo que vea.
Hades se rio entre dientes.
—Temor no es la palabra, querida.
Ella puso los ojos en blanco.
—Por supuesto, no temes a nada.
Hades respondió estirándose para arrancar una or de su cabello.
—¿Disfrutaste Asfódelo?
—Lo hice —dijo sonriendo. No pudo evitarlo. Todos habían sido tan
amables—. Tus almas… parecen muy felices.
—¿Estás sorprendida?
—Bueno, no eres exactamente conocido por tu amabilidad —dijo
Perséfone y entonces se arrepintió de la dureza de sus palabras.
La mandíbula de Hades se apretó y entonces dijo:
—No soy conocido por mi amabilidad a los mortales. Hay una dife-
rencia.
—¿Es por eso que juegas con sus vidas? —preguntó.
Los ojos de Hades se estrecharon y pudo sentir la tensión elevarse
entre ellos, como las inquietas aguas del Estigia.
—Creo recordar que no respondería ninguna de tus preguntas.
La boca de Perséfone se abrió.
—No puedes hablar en serio.
—Completamente —dijo.
—Pero… ¿Cómo llegaré a conocerte?
Ladeó la cabeza, esa estúpida sonrisita sobre su rostro.
—¿Quieres llegar a conocerme?
Evitó su mirada y sus mejillas se sonrojaron.
—Estoy siendo forzada a pasar tiempo aquí, ¿correcto? ¿No debería
llegar a conocer mejor a mi carcelero?
—Qué dramática —dijo, pero estuvo en silencio por un momento,
considerando.
—Oh, no —dijo Perséfone.
Hades lucía sorprendido.
—¿Qué?
—Conozco esa mirada.
Levantó una curiosa ceja.
—¿Qué mirada?
—Tienes esa… mirada. Cuando sabes lo que quieres.
Se sintió ridícula de expresarlo en voz alta.
Sus ojos se oscurecieron y su voz bajó.
—¿Lo hago? —Se detuvo—. ¿Puedes adivinar lo que quiero?
—¡No soy una lectora de mentes!
—Lástima —dijo, y entonces—. Si quieres hacer preguntas, entonces
propongo un juego.
—No. No voy a caer de nuevo.
—Sin contrato —dijo—. Sin deber favores, solo preguntas respondi-
das, como tú quieras.
Levantó su barbilla y entrecerró sus ojos.
—Bien. Pero yo escojo el juego.
Él no había esperado eso y la sorpresa se mostró en su rostro. Enton-
ces sonrió.
—Muy bien, Diosa.
Capítulo IX - Piedra, papel, o tijera

—Este juego suena horrible —se quejó Hades de pie en medio de su


estudio, una hermosa habitación con ventanas del suelo al techo y
una gran chimenea de obsidiana. Había encontrado una camisa en el
momento que habían regresado al palacio, y Perséfone estaba feliz,
porque su desnudez habría probado ser una distracción durante su
juego.
—Solo estás enojado porque no has jugado.
—Suena demasiado simple: piedra vence tijeras, tijeras vence papel,
y papel vence piedra, ¿cómo exactamente el papel vence a la piedra?
—Papel cubre a la piedra —dijo Perséfone.
Hades no apreció su razonamiento y la diosa se encogió de hombros.
—¿Por qué el As es un comodín?
—Porque son las reglas.
—Bueno, es una regla que el papel cubra la piedra —dijo—. ¿Listo?
Levantaron sus manos y Perséfone no pudo evitar reírse. Ver al Dios
de los Muertos jugando piedra, papel o tijeras debería estar en la lis-
ta de deseos de cada mortal.
—¡Piedra, papel o tijeras! —dijeron al unísono.
—¡Sí! —chilló Perséfone—. ¡Piedra vence tijeras!
Simuló aplastar las tijeras de Hades con su puño. El dios lucía con-
fundido.
—Demonios. Pensé que escogerías el papel.
—¿Por qué?
—Porque acababas de cantar las alabanzas del papel.
—Solo porque preguntaste por qué el papel cubre la piedra. Esto no
es póker, Hades, no es sobre engaño.
Se encontró con su mirada, sus ojos ardiendo.
—¿No lo es?
Apartó la mirada, inhalando antes de preguntar:
—Dijiste que tuviste éxito antes con tus contratos. Dime sobre ellos.
Hades se movió a una barra al otro lado de la habitación. Sirvió su
bebida de preferencia, whisky, y tomó asiento sobre su sofá de cuero
negro.
—¿Qué hay que decir? He ofrecido a muchos mortales el mismo
contrato a lo largo de los años: a cambio de dinero, fama, amor, de-
ben renunciar a su vicio. Algunos mortales son más fuertes que otros
y conquistan sus hábitos.
—Conquistar una enfermedad no es sobre fuerza, Hades.
—Nadie dijo nada sobre enfermedad.
—La adicción es una enfermedad. No puede ser curada. Debe ser
manejada.
—Es manejada —discutió.
—¿Cómo? ¿Con más contratos?
—Esa es otra pregunta.
Levantó sus manos y jugaron otra ronda. Cuando sacó piedra y él tij-
eras, no lo celebró, demandó:
—¿Cómo, Hades?
—No les pido que renuncien a todo de una vez. Es un proceso lento.
Jugaron de nuevo, y esta vez, Hades ganó.
—¿Qué harías?
Parpadeó.
—¿Qué?
—¿Qué cambiarías? ¿Para ayudarlos?
Su boca se abrió un poco por su pregunta, y entonces dijo:
—Primero, no le permitiría a un mortal apostar su alma. Segundo, si
vas a solicitar un trato, desafíalos a ir a rehabilitación si son adictos,
y haz algo mejor, paga por ello. Si tuviera todas las riquezas en el
mundo como tú, lo gastaría ayudando personas.
La estudió por un momento.
—¿Y si recayeran?
—Entonces, ¿qué? —preguntó—. La vida es dura allí fuera, Hades, y
algunas veces vivirla es su ciente penitencia. Los mortales necesitan
esperanza, no amenazas y castigos.
El silencio se extendió entre ellos y entonces Hades levantó sus ma-
nos. Otro juego. Esta vez, cuando Hades ganó, tomó su muñeca y ti-
ró de ella hacia él. Aplanó su palma, sus dedos rozando el vendaje
que Hécate le había ayudado a atar.
—¿Qué ocurrió?
Ofreció una risa jadeante y dijo:
—No es nada comparado con costillas magulladas.
El rostro de Hades se endureció y no dijo nada. Después de un mo-
mento, presionó un beso sobre su palma y sintió la sanadora calidez
de sus labios sellar su piel. Ocurrió tan rápido que no tuvo tiempo
de alejarse.
—¿Por qué te molesta tanto? —No sabía por qué estaba susurrando.
Supuso que era porque todo esto se sentía íntimo, la forma en la que
se sentaron, enfrentándose el uno al otro sobre el mueble, inclinán-
dose tan cerca que podría besarlo.
En lugar de responder, colocó una mano sobre el costado de su rost-
ro y Perséfone tragó saliva. Si la besaba ahora, no sería responsable
por lo que pasara después.
Entonces la puerta del estudio de Hades se abrió y Menta entró a la
habitación. Llevaba un vestido azul eléctrico y abrazaba sus curvas
en formas que dejaba poco a la imaginación. Perséfone estaba sorp-
rendida por la descarga de celos que rebotó a través de ella, y tuvo
un pensamiento de que, si fuera la Señora del Inframundo, Menta si-
empre usaría cuello de tortuga y tocaría antes de entrar a cualquier
habitación.
La ninfa de cabello ameante se detuvo de golpe cuando vio a Persé-
fone sentada junto a Hades, su furia obvia. Una sonrisa curvó los la-
bios de Perséfone por la idea de que Menta podría estar celosa.
El dios retiró la mano de su rostro y preguntó con una voz irritada:
—¿Sí, Menta?
—Milord, Caronte ha requerido su presencia en el trono.
—¿Ha dicho por qué?
—Ha atrapado un intruso.
Perséfone lucía confundida.
—¿Un intruso? ¿Cómo? ¿No se ahogarían en el Estigia?
—Si Caronte atrapó un intruso, es probable que intentara escurrirse
en su ferri —dijo.
Hades se puso de pie y extendió su mano.
—Ven, te unirás a mí.
Perséfone tomó su mano, un movimiento que Menta observó con fu-
ego en sus ojos. Se giró sobre sus talones y dejó el estudio delante de
ellos. La siguieron por el pasillo y hacia sala de su trono. Era caver-
nosa, el techo alto. Redondas ventanas de cristal dejaban entrar luz
opaca. Banderas negras portando imágenes de narcisos dorados an-
queaban cada lado de la habitación. El trono de Hades se posaba
sobre un precipicio. Como él, estaba esculpido y lucía como si estu-
viera compuesto de miles de a ladas piezas de obsidiana quebrada.
Un hombre de piel moca estaba de pie cerca del precipicio. Estaba
cubierto de blanco y coronado con oro. Su cabello era largo, y dos
trenzas colgaban sobre sus hombros, sujetadas con oro. Sus ojos os-
curos cayeron primero sobre Hades y luego sobre ella.
Perséfone probó el agarre de Hades sobre su mano, pero el dios solo
la sostuvo más fuerte, llevándola más allá del barquero y hacia las
escaleras de su trono. Hades ondeó su mano y un trono más pequ-
eño se materializó junto al suyo. Perséfone vaciló.
—Eres una diosa. Te sentarás en un trono —dijo, guiándola a sentar-
se. Fue solo entonces que liberó su mano. Tomó su lugar sobre su
trono. Pensó por un momento que podría dejar caer su glamour, pe-
ro no lo hizo.
—Caronte, ¿a qué debo la interrupción? —preguntó Hades.
—¿Eres Caronte? —preguntó Perséfone, sorprendida.
No lucía para nada como los dibujos en su libro de Griego Antiguo.
Era, o un anciano, un esqueleto, o una gura encapuchada de negro.
Esta versión casi se parecía a un dios, hermoso y encantador.
Caronte sonrió y la mandíbula de Hades se apretó.
—En efecto, lo soy, miladi —dijo, inclinando su cabeza.
—Por favor, llámame Perséfone —dijo.
—Miladi servirá —dijo Hades mordazmente—. Me estoy impacien-
tando, Caronte.
El barquero inclinó la cabeza. Perséfone tuvo la sensación de que Ca-
ronte estaba entretenido por el humor de Hades.
—Milord, un hombre llamado Orfeo fue atrapado escurriéndose
dentro de mi ferri. Desea una audiencia con usted.
—Déjalo entrar. Estoy ansioso por regresar a mi conversación con
lady Perséfone.
Caronte chasqueó sus dedos, y un hombre apareció frente a ellos
sobre sus rodillas, manos atadas detrás de su espalda. Perséfone in-
haló, sorprendida por la forma en la que había sido restringido. El
cabello rizado del hombre estaba pegado a su frente, todavía gotean-
do con agua del río Estigia. Lucía derrotado.
—¿Es peligroso? —preguntó Perséfone.
Caronte miró a Hades y entonces Perséfone también lo hizo.
—Puedes ver su alma. ¿Es peligroso? —preguntó de nuevo.
Podía decir, por la forma en la que las venas en su cuello se elevaron,
que estaba apretando sus dientes. Finalmente, dijo:
—No.
—Entonces libéralo de esas ataduras.
Los ojos de Hades taladraron los suyos. Finalmente, si giró hacia el
hombre y ondeó su mano. Cuando las ataduras desaparecieron, cayó
hacia delante, golpeando el suelo. Cuando se puso de pie, miró a
Perséfone.
—Gracias, miladi.
—¿Por qué has venido al Inframundo? —preguntó Hades. Perséfone
estaba impresionada. El mortal sostuvo la mirada de Hades y no
mostró ningún signo de miedo.
—He venido por mi esposa —dijo. Hades no respondió, y el hombre
continuó—. Deseo proponer un trato, mi alma a cambio de la suya.
—No intercambio almas, mortal —respondió el dios.
—Milord, por favor…
Hades levantó su mano, y entonces el hombre giró su mirada hacia
Perséfone, suplicando.
—No la mires por ayuda, mortal. No puede ayudarte.
Perséfone se tomó eso como un desafío.
—Dime sobre tu esposa —dijo Perséfone. Sintió la mirada de Hades
quemar en su interior.
—Murió un día después de que nos casáramos.
—Lo siento. ¿Cómo murió?
—Solo fue a dormir y nunca despertó. —Su voz se rompió.
—La perdiste repentinamente. —Perséfone sintió empatía por el
hombre que estaba de pie ante ellos.
—Las Moiras cortaron su hilo de vida —dijo Hades—. No puedo
regresarla a los vivos y no negociaré intercambiando almas.
Los puños de Perséfone se apretaron. Quería discutir con el dios en
ese momento, ante Menta y Caronte, y este mortal. ¿No es eso lo que
había hecho durante la Gran Guerra? ¿Negociar con los dioses para
regresar a sus héroes?
—Lord Hades, por favor… —dijo Orfeo con voz ahogada—. La amo.
Algo duro se asentó en su estómago cuando escuchó a Hades reírse,
una sola carcajada cruel.
—Puede que la ames, mortal, pero no viniste aquí por ella. Viniste
por ti. —Hades se reclinó en su trono—. No concederé tu petición.
Caronte.
El nombre del daimon fue una orden, y con un chasquido de su mu-
ñeca, él y Orfeo se fueron. Perséfone gruñó. Estaba sorprendida cu-
ando Hades rompió el silencio.
—Deseas decirme que haga una excepción.
—Deseas decirme por qué no es posible —contraatacó.
Sus labios se curvaron.
—No puedo hacer una excepción por una persona, Perséfone. ¿Sabes
qué tan a menudo soy solicitado a regresar almas del Inframundo?
Imaginó que a menudo, pero, aun así.
—A penas le ofreciste una voz —dijo—. Solo estuvieron casados por
un día, Hades.
—Trágico —dijo.
Lo miró con desprecio.
—¿Eres un desalmado?
—No son los primeros en tener una trágica historia de amor, Persé-
fone, ni serán los últimos, imagino.
—Has traído mortales de regreso por menos —dijo.
Hades la miró.
—El amor es una razón egoísta para traer a los muertos de regreso.
—¿Y la guerra no?
Los ojos de Hades se oscurecieron.
—Hablas de lo que no sabes, diosa.
—Dime cómo escogiste lados, Hades —dijo.
—No lo hice.
—Justo como no le ofreciste a Orfeo otra opción. ¿Habría sido aban-
donar tu control ofrecerle incluso un destello de su esposa, a salvo y
feliz en el Inframundo?
—¿Cómo te atreves a hablarle a lord Hades…? —dijo Menta, pero
tropezó cuando Perséfone la fulminó con la mirada. Deseó tener po-
deres, porque habría convertido a Menta en una planta.
—Su ciente. —Hades se puso de pie—. Terminamos aquí.
—¿Debo mostrarle a Perséfone la salida? —preguntó Menta.
—Puedes llamarla lady Perséfone —dijo Hades—. Y no. No hemos
terminado.
Menta no tomó su despedida bien, pero se fue, sus tacones sonando
contra el mármol. Perséfone la observó irse hasta que sintió los de-
dos de Hades bajo su barbilla. Levantó sus ojos a los de él.
—Parece que tienes un montón de opiniones sobre cómo manejo mi
reino.
—No le mostraste compasión —dijo. La miró por un momento, pero
no dijo nada, y se preguntó qué estaba pensando—. Peor, te burlaste
del amor que tenía por su esposa.
—Cuestioné su amor, no me burlé.
—¿Quién eres para cuestionar el amor?
—Un dios, Perséfone.
Lo miró con desprecio.
—Todo tu poder y no haces nada con él más que herir. —Se estreme-
ció por eso y ella continuó—. ¿Cómo puedes ser tan apasionado y no
creer en el amor?
Hades ofreció una risa sin humor.
—Porque la pasión no necesita amor, querida.
Perséfone sabía tan bien como él que la lujuria avivaba la pasión que
compartían, y, sin embargo, se sorprendió y enfureció por su respu-
esta. ¿Por qué? No la había tratado con compasión y era una diosa.
Quizás había esperado verlo afectado por la súplica de Orfeo como
ella lo había estado. Tal vez había esperado ver a un dios diferente en
el momento, uno que probaría erróneas sus suposiciones.
Y, sin embargo, solo las había con rmado.
—Eres un dios despiadado —dijo, y chasqueó sus dedos, dejando a
Hades solo en su sala del trono.
Capítulo X -Tensión

Perséfone llegó a la Acrópolis temprano el lunes. Quería empezar su


artículo y Hades le había dado más que su ciente para trabajar du-
rante su visita al Inframundo. Todavía estaba enfadada por cómo ha-
bía tratado a Orfeo. Aún podía oír su amarga risa por la expresión
de amor del pobre hombre hacia su difunta esposa y le hacía sentir
frío.
Al menos había mostrado su verdadera naturaleza, y lo había hecho
en el preciso instante en que comenzó a pensar que poseía una conci-
encia.
Las Moiras deben estar de su lado, pensó.
Cuando bajó del ascensor en su piso, encontró a Adonis parado al
frente con Valerie. Estaba inclinado sobre su escritorio charlando. Pa-
recían sorprendidos cuando llegó, y sintió que se entrometía en un
momento privado.
—Perséfone, llegas temprano. —Adonis aclaró su garganta y se en-
derezó.
—Solo quería adelantar. Tengo mucho que hacer —dijo, y los pasó,
dirigiéndose directamente a su escritorio.
Adonis la siguió.
—¿Cómo te fue en Nevernight?
Se congeló por un momento.
—¿Qué quieres decir?
—Hades te invitó a Nevernight antes de que saliéramos de la entre-
vista. ¿Cómo te fue?
Oh, claro. Eres demasiado paranoica, Perséfone, pensó.
—Estuvo bien —respondió, guardando su bolso y abriendo su portá-
til.
—Pensé que podría haberte convencido para que no escribieras el ar-
tículo.
Perséfone tomó asiento. No había considerado que la intención de
Hades al invitarla a una gira por el Inframundo podría ser una tácti-
ca para evitar que escribiera sobre él.
Miró a Adonis y le contestó:
—En este momento, nada podría convencerme de no escribir sobre
él. Ni siquiera el mismo Hades.
Especialmente Hades. Cada vez que abría la boca, encontraba otra ra-
zón para que le disgustase, aunque esa boca la excitaba.
Adonis sonrió, ajeno a sus pensamientos traicioneros.
—Vas a ser una gran periodista, Perséfone. —Dio un paso atrás y la
señaló—. No te olvides de enviarme el artículo. Ya sabes, cuando ha-
yas terminado.
—Bien —dijo.
Cuando estuvo sola, intentó ordenar sus pensamientos sobre el Dios
de los Muertos. Hasta ahora, sentía que había visto dos lados de él.
Uno era un dios manipulador y poderoso que había estado exiliado
del mundo tanto tiempo, que parecía no entender a la gente. Ese
mismo dios la había atado a un contrato con las mismas manos que
había usado para curarla. Había sido cuidadoso y gentil hasta que
llegó el momento de los besos, y entonces su pasión apenas se repri-
mió.
Era como si estuviera hambriento de ella.
Pero eso no podía ser cierto, porque era un dios y había vivido du-
rante siglos, lo que signi caba siglos de experiencia, y ella se obsesi-
onaba con esto porque no tenía ninguna.
Dejó caer la cabeza en sus manos, frustrada consigo misma. Necesi-
taba reavivar la ira que sentía cuando Hades había admitido tan ar-
rogantemente que abusaba de su poder bajo la pretensión de que es-
taba ayudando a los mortales. Sus ojos se jaron en las notas que ha-
bía tomado después de entrevistar a Hades. Había escrito tan rápido
que las palabras eran apenas legibles, pero después de unas cuantas
lecturas cuidadosas, fue capaz de unirlas.
Si es la ayuda que Hades quiere ofrecer, debería desa ar al adicto a la reha-
bilitación. ¿Por qué no dar un paso más y pagar por ello?
Se sentó un poco más recta y escribió eso, sintiendo la chispa de la
ira en su torrente sanguíneo de nuevo. Era como una llama para el
combustible, y pronto sus dedos volaron a través de las teclas, añadi-
endo palabra tras palabra de ira.
Veo el alma. Lo que la agobia, lo que la corrompe y destruye, y la desafío.
Esas palabras atravesaron todas las partes equivocadas de ella. ¿Có-
mo era ser el Dios del Inframundo? ¿Solo ver la lucha, el dolor y los
vicios de los demás?
Sonaba miserable.
Debe de ser miserable, decidió. Cansado de ser el Dios de los Muertos,
se insertó en el destino de las vidas mortales para entretenerse. ¿Qué
tenía que perder?
Nada.
Dejó de escribir y se sentó, respirando profundamente.
Nunca antes había sentido tantas emociones por una sola persona.
Estaba enojada con él, y curiosa, atrapada entre la sorpresa y el asco
por las cosas que había creado y las cosas que dijo. En guerra con
ambos la extrema atracción que sintió cuando estuvo con él. ¿Cómo
podía quererlo? Representaba lo contrario de todo lo que había soña-
do en toda su vida. Era su carcelero cuando todo lo que quería era li-
bertad.
Excepto que había liberado algo dentro de ella.
Algo largamente reprimido y nunca explorado.
Pasión, lujuria y deseo, probablemente todas las cosas que Hades
buscaba en un alma agobiada.
Flexionó sus dedos sobre el teclado. Empezó a imaginarse cómo se-
ría besarlo con toda esa rabia en sus venas.
¡Alto! Se ordenó a sí misma, mordiéndose el labio con fuerza. Esto es
ridículo.
Hades es el enemigo.
Es tu enemigo.
Solo la besó para concederle un favor y que no le causara ningún ca-
os. Lo más probable es que su experiencia cercana a la muerte en el
Inframundo le haya alejado de cosas importantes.
Como Menta.
Puso los ojos en blanco y se concentró en la pantalla de nuevo, leyen-
do la última línea que había escrito.
Si este es el dios que se nos presenta en nuestra vida, ¿con qué dios nos en-
contraremos al morir? ¿Qué esperanzas podemos tener de una vida feliz
después de la muerte?
Esas palabras le dolieron y sabía que probablemente estaba siendo
un poco injusta. Después de recorrer parte del Inframundo, estaba
claro que Hades se preocupaba por su reino y los que lo ocupaban.
¿Por qué si no se tomaría la molestia de mantener una ilusión tan
grande?
Porque probablemente lo bene cia, se recordó. Es obvio que le gustan las
cosas bonitas, Perséfone. ¿Por qué no iba a cultivar un reino bonito?
La interrumpieron del trabajo cuando sonó el teléfono de su escrito-
rio. El sonido la asustó, y saltó, agarrando rápidamente el receptor
para silenciar el sonido.
—Habla Perséfone —dijo. Su corazón seguía acelerado, y respiró
profundamente para calmarse.
—Perséfone, soy Valerie. Creo que tu madre está aquí.
¿Su madre? Su corazón acelerado cayó a su estómago. ¿Qué hacía
Deméter aquí? Se mordió el labio por un momento. ¿Se enteró De-
méter de su visita al Inframundo el n de semana? Recordó sus pa-
labras en el Jardín de los Dioses… Te recuerdo que una condición de tu
tiempo aquí era que te mantuvieras alejada de los dioses. Especialmente Ha-
des. Aún no había descubierto cómo su madre sabía que estuvo en
Nevernight, pero asumió que la Diosa de la Cosecha probablemente
tenía un espía entre los del club de Hades.
—Subiré enseguida. —Perséfone se las arregló para mantener su voz
serena.
Fue fácil localizar a Deméter. Lucía lo más cerca posible de su forma
divina, manteniendo su brillo de sol y sus ojos brillantes. Hoy lleva-
ba un vestido rosa claro y tacones blancos.
—¡Mi or! —Deméter se acercó a ella con los brazos abiertos, llevan-
do a Perséfone en un abrazo.
—Madre. —Perséfone se alejó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Deméter parecía sorprendida.
—Es lunes.
Le tomó un momento darse cuenta de que era la respuesta de Demé-
ter y luego otro momento para recordar lo que signi caba el lunes.
Oh, no.
El color desapareció del rostro de Perséfone.
¿Cómo podría haberlo olvidado? Todos los lunes ella y su madre almor-
zaban, pero con todo lo que había pasado en los últimos días, se le
olvidó por completo.
—Hay un café encantador al nal de la calle —continuó Deméter,
pero Perséfone sintió la tensión en su voz. Sabía que se había olvida-
do y no le gustaba—. Pensé que podríamos intentarlo hoy. ¿Qué te
parece?
Perséfone pensó que no quería estar a solas con su madre. Sin menci-
onar que acababa de ganar el impulso necesario para escribir este ar-
tículo sobre Hades. Si se detuviera ahora, podría no terminar.
—Madre, lo… siento mucho. —Esas palabras se sintieron como un
vidrio saliendo de su boca. Eran una mentira, por supuesto. No se
arrepintió de lo que iba a decir—. Hoy estoy muy ocupada. ¿Pode-
mos reprogramarla?
Deméter parpadeó.
—¿Reprogramarla?
Dijo la palabra como si nunca la hubiera escuchado antes. Su madre
odiaba que las cosas no salieran como quería, y Perséfone nunca ha-
bía pedido una nueva cita. Siempre recordaba el almuerzo como si-
empre recordaba las reglas de su madre, dos cosas que había ignora-
do en la última semana.
Sabía que su madre estaba haciendo una lista de los delitos que ha-
bía cometido contra ella y era solo cuestión de tiempo que Deméter
le hiciera pagar.
—Lo siento mucho, madre —dijo otra vez.
Deméter nalmente encontró su mirada. La Diosa de la Cosecha es-
taba furiosa, y aun así se las arregló para decir en un tono perfecta-
mente indiferente:
—En otro momento, entonces.
Se dio vuelta sin despedirse y se fue.
Perséfone liberó la respiración que había estado reteniendo. Había
pasado todo este tiempo preparándose para luchar con su madre, y
ahora que la adrenalina se había ido, se sentía exhausta.
—Vaya, tu madre es hermosa. —El comentario de Valerie atrajo la
mirada de Perséfone. La chica tenía una mirada de ensueño en su
rostro—. Es una lástima que no pudieras ir a comer con ella.
—Sí —dijo Perséfone.
Regresó lentamente a su escritorio, agobiada por una nube de culpa
hasta que notó a Adonis parado detrás de su silla, mirando la pantal-
la de su portátil.
—Adonis —dijo, y cerró de golpe la tapa cuando se acercó—. ¿Qué
estás haciendo?
—Oh, hola, Perséfone. —Sonrió—. Solo estoy leyendo tu artículo.
—No está terminado. —Trató de mantener la calma, pero fue difícil.
Sentía que acababa de invadir su privacidad.
—Creo que es bueno —dijo—. Realmente tienes algo.
—Gracias, pero te agradecería mucho que no miraras mi ordenador,
Adonis —dijo.
Se rio un poco.
—No voy a robar tu trabajo si eso es lo que te preocupa.
—Te dije que enviaría el artículo cuando terminara.
Levantó las manos y se alejó de su escritorio.
—Oye, cálmate.
—No me digas que me calme —dijo entre dientes. Odiaba que la
gente le dijera que se calmara. Era despreciativo y solo la hacía enoj-
ar más.
—No quise decir nada con eso.
—No me importa lo que quisiste decir —dijo ella.
Adonis nalmente se quedó en silencio. Supuso que se dio cuenta de
que no iba a ser capaz de salir de esta.
—¿Todo bien por aquí? —Demetri apareció en su puerta. Perséfone
miró a Adonis.
—Sí, todo está bien —dijo Adonis.
—¿Perséfone? —preguntó Demetri, mirándola expectante.
Debería haberle dicho que no, que, de hecho, no todo estaba bien,
que estaba equilibrando un contrato imposible con el Dios del Infra-
mundo y escondiendo el hecho a su madre, quien se aseguraría de
que nunca volviera a ver los relucientes rascacielos de Nueva Atenas
si se enteraba. Además de eso, este mortal parecía pensar que era
perfectamente aceptable leer sus pensamientos personales, porque
eso es lo que era, un borrador de un artículo que estaba planeando.
Y tal vez por eso estaba tan enojada.
Porque las palabras que había escrito eran crudas, enojadas y apasi-
onadas. La hicieron vulnerable, y si abría la boca para contradecir a
Adonis, no estaba segura de lo que saldría.
Respiró hondo antes de forzar las palabras a salir de su boca:
—Sí, todo está bien.
Y cuando vio la expresión engreída en el rostro de Adonis, tuvo la
sensación de que se arrepentiría de haber mentido.

Unos días después, Perséfone llegó tarde a Nevernight. Su grupo de


estudio había terminado, y aunque estaba cansada, sabía que necesi-
taba revisar su jardín. La tierra del Inframundo retenía la humedad
como el desierto, lo que signi caba que tenía que regar su jardín to-
dos los días si quería que tuviera una oportunidad en el in erno de
sobrevivir.
Se bajó del autobús con su pantalón de yoga y una camiseta sin man-
gas. Se había recogido el cabello largo en un moño desordenado al
principio de su sesión de estudio y no se había molestado en ni siqu-
iera mirarse al espejo. Solo pensaba en ello ahora porque una la de
gente glamurosa esperaba para entrar al club de Hades y la miraban
como si tuviera garras y alas.
No estás aquí para impresionar a nadie, se recordó a sí misma. Solo entra
ahí y ve al Inframundo lo antes posible.
No había querido perder tiempo corriendo a casa para cambiarse so-
lo para regar un jardín, y la idea de meterse en un vestido y unos ta-
cones a estas alturas del día la hacía estremecer. Hades tendría que
lidiar con ello.
Se ajustó las correas de su pesada mochila, haciendo un gesto de do-
lor en los hombros y marchó hacia la puerta.
Mekonnen emergió de la oscuridad. Frunció el ceño hasta reconocer-
la y entonces una encantadora sonrisa amarilla se extendió por su
rostro.
—Miladi, quiero decir, Perséfone —dijo, alcanzando la puerta.
—Buenas noches, Mekonnen. —Sonrío al ogro al pasar al club.
Se detuvo en el vestíbulo oscuro. Pre rió no entrar en el club propi-
amente dicho, y decidió teletransportarse. Chasqueó los dedos y es-
peraba sentir el familiar cambio en el aire a su alrededor.
Pero no pasó nada.
Lo intentó de nuevo.
Todavía nada.
Frustrada, decidió que iría a la o cina de Hades y entraría al Infra-
mundo por allí. Mantuvo la cabeza baja mientras atravesaba el abar-
rotado club. Sabía que la gente estaba mirando. Podía sentir que su
rostro se ponía al rojo vivo con su juicio.
Una mano le apretó en el hombro. Se volvió, esperando encontrar un
ogro u otro empleado de Hades. Imaginó que la detenían por la for-
ma en que estaba vestida. Una discusión estaba en la punta de su
lengua, pero cuando se giró, miró a un par de ojos dorados famili-
ares.
—Hermes —dijo, aliviada. Incluso con glamour, era ridículamente
guapo. Su cabello dorado estaba perfectamente peinado, rapado a
los lados, con largos rizos en la parte superior. Llevaba una camisa
blanca y pantalón gris, una bebida ya en la mano.
—¡Se ! —exclamó—. ¿Qué llevas puesto?
Se miró, aunque no era necesario. Sabía perfectamente bien lo que
llevaba puesto.
—Acabo de venir de clase.
—College chic. —Levantó sus cejas doradas—. Sexy.
Ella puso los ojos en blanco y se apartó de él, dirigiéndose hacia los
escalones. El Dios del Engaño la siguió.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Perséfone.
—Bueno, soy el mensajero de los dioses —dijo.
—No, ¿qué estás haciendo aquí? ¿En el Nevernight? —aclaró.
—Los dioses también juegan, Se —respondió.
—No me llames así —dijo—. ¿Y por qué los dioses jugarían con Ha-
des?
—Por la emoción —dijo Hermes con una sonrisa maliciosa.
Perséfone subió las escaleras con Hermes a la cabeza.
—¿Adónde vamos, Se ?
Le pareció gracioso que se incluyera a sí mismo en esa declaración.
—Voy a la o cina de Hades —respondió.
—No estará allí —dijo, y se le ocurrió que tal vez Hermes no sabía
nada de ella y del trato de Hades.
Miró al dios, y aunque no estaba aquí para ver a Hades, todavía se
preguntó en voz alta:
—Entonces, ¿dónde está?
Hermes parecía divertido.
—Está revisando propuestas de contratos en el camino.
La mandíbula de Perséfone se apretó, frustrada. Por supuesto, lo está,
pensó ella.
—No estoy aquí por Hades —dijo, y se apresuró a ir a la o cina. Una
vez dentro, dejó caer su mochila en el sofá y rodó sus hombros, rest-
regándose por el dolor.
Buscó hasta encontrar a Hermes en el bar. Levantó varias botellas, le-
yendo las etiquetas. Lo que tenía en sus manos debió ser atractivo
porque lo desenroscó y lo vertió en un vaso vacío.
—¿Deberías estar haciendo eso? —preguntó.
El dios se encogió de hombros.
—Hades me debe, ¿verdad? Te salvé la vida.
Perséfone se sonrojó, mirando hacia otro lado.
—Te debo —dijo—. No Hades.
—Cuidado, diosa —dijo Hermes—. Un trato con un dios es su cien-
te, ¿no crees?
Se asustó.
—¿Lo sabes?
Hermes sonrió y dijo:
—Se , no nací ayer.
—Debes pensar que soy increíblemente estúpida —dijo.
—No —dijo—. Creo que te atrajeron los encantos de Hades.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en que Hades ha actuado mal conmi-
go?
—No —dijo—. Estoy diciendo que te atrae Hades.
Perséfone puso los ojos en blanco y se apartó del dios. Cruzó la o ci-
na de Hades y probó la puerta invisible detrás de su escritorio, pero
sus manos no se hundieron en la super cie como la última vez.
Su entrada al Inframundo estaba prohibida. ¿Le había revocado el favor
porque había llevado a Adonis a Nevernight? ¿O estaba enojado por cómo
ella lo había dejado en su salón del trono unos días antes? ¿No le había con-
cedido el favor para que no tuviera que molestarlo?
Las puertas de la o cina de Hades se agitaron. Hermes agarró a Per-
séfone y la arrastró hacia el espejo sobre la chimenea. Ella se resistió,
pero Hermes apretó sus labios contra su oreja y dijo:
—Confía en mí, querrás ver esto.
Chasqueó sus dedos y Perséfone sintió su piel tensarse a través de
sus huesos. Fue la sensación más extraña y no desapareció, incluso
cuando estaban dentro del espejo. La sensación fue como estar det-
rás de una cascada y mirar el mundo nebuloso.
Empezó a preguntar si podían ser vistos, pero Hermes se llevó un
dedo a los labios y dijo:
—Shh.
Hades apareció a la vista y Perséfone se quedó sin aliento, no impor-
taba cuán a menudo lo viera, no creía que pudiera acostumbrarse a
su belleza. Hoy se veía tenso y severo. Se preguntó qué había pasa-
do.
Pronto recibió su respuesta.
Menta lo siguió de cerca y Perséfone sintió una ráfaga de celos. Esta-
ban discutiendo.
—¡Estás perdiendo el tiempo! —Oyó decir a Menta.
—No es como si se me acabara —espetó Hades, claramente no dese-
ando escuchar a la ninfa que le daba un regaño. El rostro de Menta
se endureció.
—Esto es un club. Los mortales negocian sus deseos, no hacen petici-
ones al Dios del Inframundo.
—Este club es lo que yo digo que es.
Menta miró al dios.
—¿Crees que esto hará que la diosa piense mejor de ti?
¿La diosa? ¿Menta se refería a ella?
Los ojos de Hades se oscurecieron con el comentario de la ninfa.
—No me importa lo que los demás piensen de mí, y eso te incluye a
ti. —El rostro de la ninfa cayó y Hades continuó—: Escucharé su
oferta, Menta.
La ninfa no dijo nada, y se giró sobre sus talones, caminando fuera
de la vista. Después de un momento, una mujer entró en la o cina
de Hades. Llevaba una gabardina beige, un gran suéter y pantalón
vaquero. Su cabello estaba recogido en una cola de caballo. A pesar
de ser bastante joven, parecía exhausta, y Perséfone no necesitaba los
poderes de Hades para saber que cualquier carga que llevara en este
momento de su vida era pesada.
Cuando la mujer vio al dios, se congeló.
—No tienes nada que temer —dijo Hades, ese cálido tono de baríto-
no la calmó y la mortal pudo moverse de nuevo. Ofreció una pequ-
eña y nerviosa risa y cuando habló su voz fue áspera.
—Me dije que no dudaría —dijo—. No dejaría que el miedo se apo-
dere de mí.
Hades inclinó su cabeza hacia un lado. Perséfone sabía que ese as-
pecto era curioso.
—Pero has tenido miedo. Durante mucho tiempo.
La mujer asintió y las lágrimas se derramaron por su rostro. Las lim-
pió ferozmente, con las manos temblorosas. Volvió a ofrecer esa risa
nerviosa.
—También me dije que no lloraría.
—¿Por qué?
Perséfone se alegró de que Hades le preguntara, porque tenía la mis-
ma curiosidad. Cuando la mujer se encontró con la mirada del dios,
estaba seria, su rostro aún brillaba con lágrimas.
—Lo Divino no se conmueve con mi dolor.
Perséfone se estremeció… Hades no lo hizo.
—Supongo que no puedo culparte —continuó la mujer—. Soy una
entre un millón suplicando.
De nuevo, Hades inclinó su cabeza.
—Pero no estás suplicando por ti, ¿verdad?
La boca de la mujer tembló y respondió en un susurro:
—No.
—Dime —la convenció, fue como un hechizo, y la mujer obedeció.
—Mi hija. —Las palabras fueron un sollozo—. Está enferma. Pine-
aloblastoma. Es un cáncer agresivo. Apuesto mi vida por la de ella.
—¡No! —dijo Perséfone en voz alta, y Hermes rápidamente la silen-
ció, pero todo lo que pudo pensar fue… ¡Él no puede! ¡No lo hará!
Hades estudió a la mujer durante un largo momento.
—Mis apuestas no son para almas como tú —dijo.
Perséfone comenzó a avanzar. Saldría de este espejo y lucharía por
esa mujer, pero Hermes se agarró a su hombro con fuerza.
—Espera —ordenó.
Contuvo la respiración.
—Por favor —susurró la mujer—. Te daré lo que sea, lo que quieras.
Hades se atrevió a reír.
—No podrías darme lo que quiero.
La mujer lo miró jamente y el corazón de Perséfone se estremeció
ante la mirada en los ojos de la mujer. Estaba derrotada. Bajó su ca-
beza y sus hombros temblaron mientras sollozaba en sus manos.
—Tú eras mi última esperanza. Mi última esperanza.
Hades se acercó a ella, puso sus dedos bajo su barbilla y levantó su
cabeza. Después de limpiarle las lágrimas, le dijo:
—No rmaré un contrato contigo porque no quiero quitarte nada —
dijo—. Eso no signi ca que no te ayude.
La mujer estaba conmocionada… Perséfone estaba conmocionada, y
Hermes se rio en voz baja.
—Tu hija tiene mi favor. Estará bien y será tan valiente como su
madre, creo.
—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —La mujer arrojó sus brazos alrededor de
Hades, y el dios se puso rígido, claramente inseguro de qué hacer
con la mujer. Finalmente, cedió y la abrazó. Después de un momen-
to, la apartó y le dijo—: Ve. Ve a ver a tu hija.
La mujer dio unos pasos atrás y dijo:
—Eres el dios más generoso.
Hades parecía divertido.
—Modi caré mi declaración anterior. A cambio de mi favor, no le
dirás a nadie que te he ayudado.
La mujer parecía sorprendida.
—Pero…
Hades levantó la mano, no escuchó ningún argumento. Finalmente,
la mujer asintió.
—Gracias —dijo y luego se dio vuelta para irse, prácticamente sali-
endo corriendo de la o cina—. ¡Gracias!
Hades observó la puerta por un momento antes de cerrarla con un
chasquido de sus dedos. Antes de que se diera cuenta de lo que esta-
ba pasando, ella y Hermes se cayeron del espejo. Perséfone no estaba
preparada y golpeó el suelo con un fuerte golpe. Hermes aterrizó de
pie.
—Grosero —le dijo el Dios del Engaño a Hades.
—Podría decir lo mismo —respondió el Dios de los Muertos, sus oj-
os cayendo desfavorablemente hacia Perséfone cuando se puso de
pie—. ¿Escuchaste todo lo que querías?
—Quería ir al Inframundo, pero alguien me revocó el favor.
Era como si ni siquiera hubiera hablado. La mirada de Hades se vol-
vió hacia Hermes.
—Tengo un trabajo para ti, mensajero.
Hades chasqueó sus dedos, y, sin previo aviso, Perséfone fue arroj-
ada sobre su trasero en su desolado jardín. Un gruñido de frustraci-
ón brotó de su boca, y cuando se puso en pie, quitándose la suciedad
de su ropa, gritó al cielo.
—¡Imbécil!
Capítulo XI - Un toque de deseo

Perséfone regó su jardín maldiciendo a Hades mientras trabajó. Es-


peraba que pudiera escuchar cada palabra. Esperaba que le hiriera
profundamente. Esperaba que lo sintiera cada vez que se moviera.
La había ignorado.
La dejó en el Inframundo como si no fuera nada.
Tenía preguntas. Tenía demandas. Quería saber por qué había ayu-
dado a la mujer, por qué había exigido su silencio. ¿Cuál era la dife-
rencia entre la petición de esta mujer y el deseo de Orfeo de traer a
Eurídice de vuelta de la muerte?
Cuando terminó de regar su jardín, intentó teletransportarse a la o -
cina de Hades, pero se quedó atascada.
Luego intentó maldiciendo el nombre de Hades, y cuando no funci-
onó, pateó la pared del jardín.
¿Por qué la envió aquí? ¿Tenía planes para encontrarla después de terminar
con Hermes? ¿Le devolvería el favor o tendría que encontrarlo cada vez que
quisiera entrar en el Inframundo?
Eso sería molesto.
Debe haberlo hecho enojar mucho.
Decidió que exploraría su palacio en su ausencia. Solamente había
visto unas pocas habitaciones: el despacho de Hades, el dormitorio,
y el salón del trono. Tenía curiosidad por el resto, y estaba en su de-
recho de explorar. Si Hades se enojaba, podía argumentar que, a juz-
gar por el estado de su jardín, sería su casa en seis meses, de todos
modos.
Mientras investigaba, notó la atención de Hades a los detalles. Había
toques dorados, y varias texturas: alfombras de piel y sillas de terci-
opelo. Era un palacio lujoso, y admiraba la belleza del mismo, como
admiraba la belleza de Hades. Trató de discutir consigo misma, esta-
ba en su naturaleza admirar la belleza. No signi caba nada pensar
que el Dios de los Muertos y su palacio eran extraordinarios. Era un
dios, después de todo.
Su exploración del palacio terminó cuando encontró la biblioteca.
Era magní ca. Nunca había visto nada como esto; estanterías y más
estanterías de libros con preciosos y gruesos lomos y repujados en
oro. La habitación en sí, estaba bien amueblada. Una gran chimenea
ocupaba la pared del fondo, anqueada por oscuras estanterías. No
estaban llenas de libros, sino antiguos jarrones de arcilla con imáge-
nes de Hades y el Inframundo. Podía imaginarse instalarse en una
de las acogedoras sillas, enroscar los dedos de los pies en la suave al-
fombra y leer.
Este sería uno de sus lugares favoritos, decidió Perséfone, si viviera
aquí.
Pero no debería pensar en vivir en el Inframundo en absoluto. Tal
vez, después de que todo esto terminara, Hades extendería su favor
al uso de su biblioteca.
Entonces, se preguntó distraída, si había un beso para eso.
Bajó por las pilas, pasando sus dedos a lo largo de los lomos. Se las
arregló para sacar algunos libros de historia y luego buscó una mesa
para poder mirar a través de ellos. Pensó que había encontrado una
cuando descubrió lo que parecía una mesa redonda, pero cuando iba
a colocar los libros en esta, vio que era en realidad una cuenca llena
de agua oscura, similar a la del Estigia.
Dejó los libros en el suelo para ver mejor la cuenca. Mientras miraba,
un mapa apareció ante ella. Podía ver el río Estigia y el Lete, el pala-
cio y los jardines de Hades. Aunque el mapa parecía estar en el agua
negra, el color glorioso tan vibrante como los jardines pronto se de-
sangró en el paisaje. Le pareció gracioso que el Dios de los Muertos,
que vestía tanto de negro, disfrutara tanto del color.
—Hmm. —Perséfone estaba segura de que a este mapa le faltaban
partes vitales del Inframundo, como Elíseo y Tártaro—. Extraño —
susurró, alcanzando la cuenca.
—La curiosidad es una cualidad peligrosa, milady.
Jadeó y se volvió para encontrar a Hades detrás de ella. Su corazón
latía con fuerza en su pecho.
—Soy más que consciente —dijo. La marca en su muñeca le había
enseñado eso—. Y no me llames milady. —Hades la observó, y cuan-
do no dijo nada, Perséfone habló—: Este mapa de tu mundo no está
completo.
Hades miró al agua.
—¿Qué ves?
—Tu palacio, Asfódelos, el río Estigia y el Lete… eso es todo. —To-
dos los lugares en los que había estado antes—. ¿Dónde está el Elí-
seo? ¿Tártaro?
Las esquinas de la boca de Hades se arquearon.
—El mapa los revelará cuando te hayas ganado el derecho a saber.
—¿Qué quieres decir con ganado?
—Solo aquellos en los que más confío pueden ver este mapa en su
totalidad.
Se enderezó.
—¿Quién puede ver todo el mapa? —Él solo sonrió, así que exigió—.
¿Puede Menta ver todo?
Sus ojos se entrecerraron y preguntó:
—¿Te molestaría eso, lady Perséfone?
—No —mintió.
Los ojos de él se endurecieron y sus labios se apretaron. Entonces se
giró y desapareció entre las estanterías. Ella se apresuró a recoger los
libros que sacó del estante y lo siguió.
—¿Por qué revocaste mi favor? —exigió.
—Para darte una lección —respondió.
—¿No traer mortales a tu reino?
—Que no te vayas cuando estés enojada conmigo —dijo.
—¿Disculpa?
Se detuvo y dejó los libros en un estante cercano. No esperaba esa
respuesta. Hades también se detuvo y se enfrentó a ella. Estaban de
pie entre las estrechas estanterías, y el olor a polvo otaba en el aire
a su alrededor.
—Me pareces alguien que tiene muchas emociones y nunca se le ha
enseñado a lidiar con todo, pero te aseguro que huir no es la soluci-
ón.
—No tengo nada más que decirte.
—No se trata de palabras —dijo—. Pre ero ayudarte a entender mis
motivaciones que tenerte espiándome.
—No era mi intención espiar —dijo—. Hermes…
—Sé que fue Hermes quien te empujó a ese espejo —dijo—. No de-
seo que te vayas y te enfades conmigo.
Debió tomar su comentario como algo entrañable, pero no pudo evi-
tar parecer disgustada cuando preguntó:
—¿Por qué?
Realmente no era disgusto, era confusión. Hades era un dios, ¿qué le
importaba lo que pensaba de él?
—Porque —dijo, y luego pensó por un momento—. Es importante
para mí. Pre ero explorar tu ira. Escucharía tu consejo. Deseo enten-
der tu perspectiva.
Empezó a abrir la boca y preguntar por qué otra vez, cuando él res-
pondió:
—Porque has vivido entre mortales. Los entiendes mejor que yo.
Porque eres compasiva.
Ella tragó y luego se las arregló para decir:
—¿Por qué ayudaste a la madre esta noche?
—Porque quería.
—¿Y Orfeo?
Hades suspiró, frotándose los ojos con el índice y el pulgar.
—No es tan simple. Sí, tengo la capacidad de resucitar a los muertos,
pero no funciona con todo el mundo, especialmente cuando las Mo-
iras están involucradas —respondió Hades—. La vida de Eurídice
fue acortada por las Moiras por una razón. No puedo tocarla.
—¿Pero la niña?
—No estaba muerta, solo en el limbo. Puedo negociar con las Moiras
por vidas en el limbo.
—¿Qué quieres decir con negociar con las Moiras?
—Es una cosa frágil —dijo él—. Si le pido a las Moiras que perdonen
un alma, no puedo opinar sobre la vida de otra.
—¡Pero… tú eres el Dios del Inframundo!
—Y las Moiras son Divinas —dijo—. Debo respetar su existencia co-
mo respetan la mía.
—Eso no parece justo.
Hades levantó una ceja.
—¿No es así? ¿O es que no suena justo para los mortales?
Era exactamente eso.
—Entonces, ¿los mortales van a sufrir por el bien de tu juego?
La mandíbula de Hades se apretó.
—No es un juego, Perséfone. Al menos de los míos. —La voz de Ha-
des era severa, y le dio una pausa.
Lo miró jamente.
—Así que has ofrecido una explicación para parte de tu comportami-
ento, pero ¿qué pasa con las otras ofertas?
Los ojos de Hades se oscurecieron, y dio un paso hacia ella en el ya
restringido espacio.
—¿Estás preguntando por ti, o por los mortales que reclamas defen-
der?
—¿Reclamar? —Le enseñaría que sus trucos con los mortales no esta-
ban bien.
—Solo te interesaste en mis negocios después de rmar un contrato
conmigo.
—¿Negocios? ¿Así llamas a engañarme deliberadamente?
Las cejas de él se alzaron.
—Así que, esto es sobre ti.
—Lo que has hecho es injusto, no solo para mí, sino para todos los
mortales…
—No quiero hablar de los mortales. Me gustaría hablar de ti.
Hades se acercó a ella, y dio un paso al costado, la estantería de lib-
ros presionada en su espalda.
—¿Por qué me invitaste a tu mesa?
Perséfone lo miró con ira y luego miró hacia otro lado.
—Dijiste que me enseñarías.
—¿Enseñarte qué, diosa? —La miró jamente un momento, con ojos
seductores y oscuros. Luego su cabeza cayó en la curva de su cuello,
y sus labios rozaron ligeramente su piel—. ¿Qué es lo que realmente
deseabas aprender entonces?
—Cartas —susurró, pero apenas podía respirar, y sabía que estaba
mintiendo. Quería aprender sobre él, su sensación, su olor, su poder.
Susurró palabras contra su piel.
—¿Qué más?
Se atrevió a girar la cabeza entonces, y sus labios rozaron los de ella.
Su aliento se atascó en la garganta. No podía responder… no podía.
Su boca permaneció cerca de la de ella, pero no la besó, esperó.
—Dime.
Su voz era hipnótica y su calor la tenía bajo un hechizo perverso. Él
era la aventura que anhelaba. Era la tentación que quería satisfacer.
Un pecado que quería cometer.
Sus ojos se cerraron y sus labios se separaron. Pensó que podría rec-
lamarla entonces, pero cuando no lo hizo, respiró profundamente, su
pecho se elevó contra el suyo, y dijo:
—Solo cartas.
Se retiró, y Perséfone abrió los ojos. Creyó que había captado su
sorpresa, justo antes de que se fundiera en una máscara ilegible.
—Debes desear volver a casa —dijo, y comenzó a avanzar por las pi-
las. Si no estuviera hablando con el Dios de los Muertos, habría pen-
sado que estaba avergonzado—. Puedes llevar prestados esos libros,
si lo deseas.
Los reunió en sus brazos y rápidamente lo siguió.
—¿Cómo? —preguntó—. Me has retirado el favor.
Se volvió hacia ella, sus ojos oscuros y sin emociones.
—Confía en mí, lady Perséfone. Si te despojara de mi favor, lo sabrí-
as.
—Entonces, ¿soy lady Perséfone otra vez?
—Siempre has sido lady Perséfone, tanto si eliges abrazar tu sangre
como si no.
—¿Qué hay que abrazar? —preguntó—. Soy una diosa desconocida
en el mejor de los casos… y una menor en el otro.
Odiaba la mirada de decepción que ensombrecía su rostro.
—Si así es como piensas de ti misma, entonces nunca conocerás el
poder.
Se sorprendió por su comentario, y se encontró con su mirada. En-
tonces vio que su mano se movía… estaba a punto de echarla sin avi-
sar otra vez.
—No —ordenó, y Hades hizo una pausa—. Me pediste que no me
fuera cuando estoy enojada y te pido que no me eches cuando estás
enfadado.
—No estoy enojado —dijo, dejando caer su mano.
—¿Entonces por qué me dejaste en el Inframundo antes? —preguntó
—. ¿Por qué me enviaste lejos?
—Necesitaba hablar con Hermes —dijo.
—¿Y no pudiste decir eso?
Dudó.
—No me pidas cosas que no puedas entregar tú mismo, Hades.
La miró jamente. No estaba segura de lo que esperaba de él… ¿Que
sus demandas le hicieran enojar? ¿Que argumentase que esto era di-
ferente? ¿Que era un dios poderoso y que podía hacer lo que quisi-
era? En vez de eso, asintió.
—Te concederé esa cortesía.
Tomó un respiro, aliviada.
—Gracias.
Extendió su mano.
—Ven, podemos volver juntos a Nevernight. Tengo… asuntos pendi-
entes allí.
Aceptó la oferta y se teletransportaron a su o cina, apareciendo justo
delante del espejo en el que ella y Hermes se habían escondido.
Perséfone inclinó su cabeza hacia atrás para poder mirarle a los ojos.
—¿Cómo supiste que estábamos ahí? Hermes dijo que no nos podían
ver.
—Sabía que estabas aquí porque podía sentirte.
Sus palabras la hicieron estremecerse, y se retiró de su calor. Recogió
su mochila de donde la había dejado en el sofá, y la cargó sobre sus
hombros. Al salir por la puerta, hizo una pausa.
—Dijiste que el mapa solo es visible para aquellos en los que confías.
¿Qué se necesita para ganarse la con anza del Dios de los Muertos?
Él simplemente respondió:
—Tiempo.
Capítulo XII - Dios del Juego

—¡Perséfone!
Alguien la llamaba por su nombre. Se dio la vuelta y se cubrió la ca-
beza con su manta para amortiguar el sonido. Salió del Inframundo
anoche, y como estaba demasiado excitada para dormir, se quedó
despierta para trabajar en su artículo.
Le costó mucho elegir cómo proceder después de ver cómo Hades
ayudaba a la madre. Al nal decidió que tenía que centrarse en los
tratos que hizo con los mortales… en los que eligió ofrecer un trato
imposible. Mientras trabajaba en el artículo, se dio cuenta de que se-
guía frustrada, aunque no sabía si era por su trato con Hades o por
el tiempo que habían pasado en las estanterías, por la forma en que
le había preguntado qué quería y se negó a besarla.
Su piel se erizó con anticipación, aunque no estaba en ningún lugar
cerca de él.
Perséfone presionó guardar su artículo a las cuatro de la mañana y
decidió descansar unas horas antes de releerlo.
Cuando empezó a dormirse, Lexa irrumpió en la puerta de su dor-
mitorio.
—¡Perséfone! ¡Despierta!
Ella gruñó.
—¡Vete!
—Oh, no, vas a querer ver esto. ¡Adivina qué hay en las noticias de
hoy!
De repente, estaba completamente despierta. Perséfone se quitó las
mantas y se sentó. Su imaginación se detuvo. ¿Alguien le tomó una
foto en su forma de diosa en las afueras de Nevernight? ¿Alguien la
había atrapado dentro del club con Hades? Lexa empujó su tableta
en el rostro de Perséfone y sus ojos se enfocaron en algo mucho peor.
—Está en todos los medios sociales hoy en día —explicó Lexa.
—No, no, no. —Agarró la tableta con ambas manos. El título en la
parte superior de la página era negro y familiar:
Hades, Dios del Juego, por Perséfone Rosi.
Leyó la primera línea, “Nevernight, un club de élite de apuestas propi-
edad de Hades, Dios de los Muertos, puede ser visto desde cualquier lugar
de Nueva Atenas. El elegante pináculo imita expertamente la imponente na-
turaleza del propio dios y es un recordatorio para los mortales de que la vida
es corta, incluso más si aceptas jugar con el Señor del Inframundo”.
Este era su borrador. Su verdadero artículo permanecía a salvo en su
ordenador.
—¿Cómo se publicó esto?
Lexa parecía confundida.
—¿Qué quieres decir? ¿No lo enviaste?
—No. —Se desplazó por el artículo, con el estómago hecho un nudo.
Notó algunas adiciones, como una descripción de Hades que nunca
habría escrito. Sus ojos fueron descritos como abismos incoloros, su
rostro insensible, sus modales, fríos y groseros.
¿Grosero?
Ella nunca habría descrito a Hades de esa manera. Sus ojos eran de
tinta, pero expresivos y cada vez que se encontraba con su mirada,
sentía que podía ver los hilos de sus vidas allí. En realidad, su rostro
podía ser insensible, pero cuando la miraba, veía algo diferente, una
suavidad en su mandíbula, diversión en su rostro. Una curiosidad
que ardía, y sus modales eran todo menos fríos y groseros. Era apa-
sionado, encantador y re nado.
Solo había una persona que había ido con ella y vio a Hades en carne
y hueso, Adonis. También invadió su espacio de trabajo y leyó su ar-
tículo sin permiso. Supongo que había estado haciendo algo más que
leerlo. La ansiedad de Perséfone era ahora tan fuerte como su furia.
Echó la tableta a un lado y saltó de la cama. Las palabras que corrían
por su cabeza eran furiosas y vengativas y se sentían más como de
su madre que suyas.
Será castigado, pensó. Porque yo seré castigada.
Respiró profundamente para calmar su ira y conscientemente trabajó
para desenroscar sus dedos. Si no tenía cuidado, su glamour se des-
vanecería. Siempre parecía reaccionar a sus emociones, tal vez por-
que su magia era prestada.
En realidad, no quería que Adonis fuera castigado, al menos no por
Hades. Al Dios de los Muertos no le gustaban los mortales. Traerlo a
Nevernight había sido un error por varias razones, eso estaba claro
ahora. Quizás era parte de la razón por la que Hades había querido
que se alejara de él.
Una tercera emoción se elevó dentro de su miedo y la aplastó. No
permitiría que Hades sacara lo mejor de ella. Además, había plane-
ado escribir sobre el dios a pesar de su amenaza.
—¿A dónde vas? —preguntó Lexa.
—A trabajar. —Perséfone desapareció en su armario, cambiando su
camisa de dormir por un simple vestido verde. Tal vez podría conse-
guir que el artículo fuera sacado de la publicación antes de que Ha-
des lo viera.
—Pero… no trabajas hoy —señaló Lexa. Todavía sentada en la cama
de Perséfone.
—Tengo que ver si puedo adelantarme a esto. —Perséfone reapare-
ció, cojeando en un pie para abrochar sus sandalias.
—¿Anticiparte a qué?
—El artículo. Hades no puede verlo.
La risa de Lexa se escapó antes de que pudiera controlarla.
—Perséfone, odio tener que decírtelo, pero Hades ya ha visto el artí-
culo. Tiene gente que busca este tipo de cosas. —Perséfone se en-
contró con la mirada de Lexa—. Vaya —dijo.
—¿Qué? —Perséfone sintió que la histeria se elevaba dentro de ella.
—Tus ojos… son… raros.
Perséfone miró hacia otro lado rápidamente. Sus emociones estaban
dispersas. Evitó la mirada de Lexa mientras buscaba su bolso.
—No te preocupes por eso —dijo rápidamente—. Volveré más tarde.
Salió de su habitación y cerró la puerta de su apartamento mientras
Lexa la llamaba.
El autobús no funcionó durante quince minutos, así que decidió ir a
pie. Sacó la polvera de su bolso y aplicó más magia mientras camina-
ba. Sus ojos habían perdido todo su glamour y brillaban de color
verde botella. No era de extrañar que Lexa se asustara. Su cabello era
más brillante, su rostro más a lado. Se veía más divina que nunca en
público.
Cuando llegó a la Acrópolis, su apariencia mortal había sido resta-
urada. Cuando salió del ascensor, Valerie se puso de pie.
—Perséfone —dijo nerviosamente—. No pensé que estuvieras aquí
hoy.
—Hola, Valerie —dijo, tratando de mantenerse alegre y actuar como
si nada estuviera fuera de lo normal, que Adonis no había robado su
artículo y que Lexa no la había despertado para arrojarle la publica-
ción—. Solo vengo a ocuparme de algunas cosas.
—Oh, bueno, tienes varios mensajes. Los he transferido a tu buzón
de voz.
—Gracias.
Pero a Perséfone no le interesaban sus mensajes de voz. Estaba aquí
por Adonis. Dejó el bolso en su escritorio y acechó en la sala de tra-
bajo. Adonis se sentó con los auriculares puestos, enfocado intensa-
mente en su ordenador. Al principio, pensó que estaba trabajando en
algo, probablemente editando uno que había robado, pensó enojada, pero
cuando se acercó por detrás de él, descubrió que estaba viendo una
especie de programa de televisión, Titans After Dark.
Puso los ojos en blanco. Era una telenovela popular sobre cómo los
Olímpicos habían derrotado a los Titanes. Aunque solo había visto
partes de ella, había empezado a imaginar a la mayoría de los dioses
tal y como eran retratados en el programa.
Hades estaba todo mal, una pálida y ágil criatura con el rostro hu-
eco. Si Hades iba a buscar venganza por algo, debería ser por la for-
ma en que lo describieron en ese programa.
Le tocó el hombro y el mortal saltó.
—Perséfone —dijo, sacando un auricular—. Feli…
—Robaste mi artículo —lo interrumpió.
—Robar es un término duro para lo que hice, Perséfone —dijo, alej-
ándose de su escritorio—. Te di todo el crédito.
—¿Crees que eso importa? —dijo ella—. Era mi artículo, Adonis. No
solo me lo quitaste, sino que le añadiste. ¿Por qué? Te dije que te lo
enviaría una vez lo terminara.
Con toda honestidad, no estaba segura de lo que esperaba que dij-
era, pero no fue la respuesta que dio. Él apartó la vista de ella.
—Pensé que cambiarías de opinión.
Lo miró jamente un momento.
—Te dije que quería escribir sobre Hades.
—No sobre eso —dijo—. Pensé que podría convencerte de que esta-
ba justi cado en sus contratos con los mortales.
—Déjame ver si entiendo. ¿Decidiste que no podía pensar por mí
misma, así que robaste mi trabajo, lo alteraste y lo publicaste?
—No es así. Hades es un dios, Perséfone…
Soy una diosa, quiso gritar.
—Hades es un dios, y por esa misma razón, no quisiste escribir sobre
él. Le temías, Adonis. Yo no.
Se acobardó.
—No quise decir…
—Lo que quisiste decir no importa —dijo ella.
—¿Perséfone? —llamó Demetri desde su o cina. Ella y Adonis mira-
ron en dirección a la o cina de su supervisor—. ¿Un momento?
Sus ojos se deslizaron hacia Adonis, y lo inmovilizó con una última
mirada antes de entrar en la o cina de Demetri.
—¿Sí, Demetri? —Se paró en la puerta. Estaba sentado detrás de su
escritorio, una edición fresca del periódico en mano.
—Toma asiento —dijo.
Lo hizo, en el borde, porque no estaba segura de lo que Demetri pen-
saría del artículo, le costaba mucho llamarlo suyo. ¿Sus siguientes
palabras serían “estás despedida”? Una cosa era decir que quería la
verdad y otra publicarla.
Pensó en lo que haría cuando perdiera sus prácticas. Ahora le queda-
ban menos de seis meses para graduarse. Era poco probable que otro
periódico contratara a la chica que se atrevió a llamar al Dios del Inf-
ramundo el peor de los dioses. Sabía que mucha gente compartía el
miedo de Adonis al Tártaro.
Justo cuando Demetri empezó a hablar, Perséfone dijo:
—Puedo explicarlo.
—¿Qué hay que explicar? —preguntó—. En tu artículo queda claro
lo que intentabas hacer aquí.
—Estaba enojada —explicó.
—Querías exponer una injusticia —dijo.
—Sí, pero hay más. No es toda la historia —dijo. En realidad, solo
había mostrado el Hades con una luz y no había ninguna luz en ab-
soluto, solo oscuridad.
—Espero que no lo sea —dijo Demetri.
—¿Qué? —Perséfone estaba confundida.
—Te pido que escribas más —dijo Demetri.
La Diosa de la Primavera estaba tranquila y Demetri continuó:
—Quiero más. ¿Qué tan pronto puedes tener otro artículo?
—¿Sobre Hades?
—Oh, sí. Solo has arañado la super cie de este dios.
—Pero pensé… ¿no le tienes… miedo?
Demetri dejó el papel y niveló su mirada con la de ella.
—Perséfone, te lo dije desde el principio. Buscamos la verdad aquí
en las Noticias Nueva Atenas y nadie sabe la verdad del Rey del Infra-
mundo, puedes ayudar al mundo a entenderlo.
Demetri hizo que todo pareciera inocente, pero Perséfone sabía que
lo que provocaría en Hades con ese artículo publicado hoy era solo
odio.
—Los que temen a Hades también son curiosos. Ellos querrán más y
tú vas a cumplir.
Perséfone se enderezó ante su orden directa. Demetri se puso de pie
y caminó hacia la pared de ventanas, con las manos a la espalda.
—¿Qué tal un reportaje quincenal?
—Eso es mucho, Demetri. Todavía estoy en la escuela —le recordó.
—Mensual, entonces —dijo—. ¿Qué le dices a… cinco, seis artículos?
—¿Tengo elección? —murmuró, pero Demetri aun así la escuchó. La
comisura de su boca se curvó—. No te subestimes, Perséfone. Solo
piensa que si esto es tan exitoso como creo que será, habrá una la
de gente esperando para contratarte cuando te gradúes.
Excepto que no importaría porque sería una prisionera no solo del
Inframundo, sino del Tártaro. Se preguntó cómo elegiría torturarla
Hades.
Probablemente se negará a besarte, pensó y puso los ojos en blanco.
—Tu próximo artículo está previsto para el primero —dijo—. Tenga-
mos un poco de variedad, no solo hablemos de sus negocios, ¿qué
más hace? ¿Cuáles son sus hobbies? ¿Cómo es realmente el Infra-
mundo?
Perséfone se sentía incómoda con las preguntas de Demetri, y duda-
ba si estas preguntas eran para él y no para el público.
Con eso, fue despedida. Salió de la o cina de Demetri y se sentó en
su escritorio sintiéndose aturdida. ¿Un reportaje mensual siguiendo
al Dios de los Muertos?
¿En qué te has metido, Perséfone? Gruñó. Hades nunca iba a estar de
acuerdo.
No tiene que estar de acuerdo, se recordó.
Tal vez esto le dé la oportunidad de negociar con Hades. ¿Podría ap-
rovechar la amenaza de más artículos para convencerlo de que la de-
jara fuera del contrato?
¿Y su promesa de castigo resultaría ser cierta?

Perséfone fue a clase después de dejar la Acrópolis. Parecía que todo


el mundo tenía hoy una copia de las Noticias Nueva Atenas. Ese audaz
y negro titular la miró con fuerza en el autobús, en su caminata por
el campus, incluso en clase.
Alguien le dio un golpecito en el hombro y se giró para encontrar
dos chicas. No estaba segura de sus nombres, pero se sentaron detrás
de ella desde el principio del semestre y no dijeron nada hasta hoy.
La chica de la derecha tenía una copia del periódico.
—Eres Perséfone, ¿verdad? —preguntó una de ellas—. ¿Es cierto to-
do lo que escribiste?
Esa pregunta la hizo estremecerse. Su instinto fue decir que no. No
había escrito la historia, no en su totalidad, pero no podía. Decidió
decir:
—La historia está evolucionando.
Lo que no anticipó fue la emoción en los ojos de las chicas.
—Entonces, ¿habrá más?
Perséfone aclaró su garganta.
—Sí… sí.
La chica de la izquierda se inclinó más sobre la mesa.
—Entonces, ¿conoces a Hades?
—Es una pregunta estúpida —regañó la otra chica—. Lo que ella qu-
iere saber es cómo es Hades. ¿Tienes fotos?
Una extraña sensación surgió en el estómago de Perséfone, un giro
metálico que la hizo sentir celosa y protectora de Hades, irónico,
porque había prometido escribir sobre él. Aun así, ahora que se le
planteaban estas preguntas, no estaba segura de querer compartir su
íntimo conocimiento del dios. ¿Quería hablar de cómo lo había atra-
pado jugando a la pelota con sus perros en un bosquecillo del Infra-
mundo? ¿O cómo la había divertido jugando a piedra, papel o tijera?
Estos eran… aspectos humanos del dios, y, de repente, se sintió po-
sesiva de ellos. Eran suyos.
Ofreció una pequeña sonrisa sin miedo y dijo:
—Supongo que tendrás que esperar y ver.
Demetri tenía razón. El mundo tenía tanta curiosidad por el dios co-
mo miedo a él.
Las chicas de su clase no fueron las únicas que la detuvieron para
preguntarle sobre su artículo. En su camino a través del campus, va-
rios otros extraños la llamaron. Imaginó que estaban probando su
nombre, y una vez que descubrieron que era Perséfone, corrieron ha-
cia ella para hacerle las mismas preguntas: ¿Realmente conociste a Ha-
des? ¿Qué aspecto tiene? ¿Tienes una foto?
Puso excusas para escapar rápidamente. Si había algo que no había
previsto, era esto: la atención que recibiría. No podía decidir si le
gustaba o no.
Perséfone pasó por el Jardín de los Dioses, cuando sonó su teléfono.
Respondió:
—¿Hola?
—¡Adonis me contó las buenas noticias! ¡Una serie sobre Hades! ¡Fe-
licidades! ¿Cuándo lo entrevistarás la próxima vez y puedo ir? —Le-
xa se rio.
—G… Gracias, Lex —logró decir Perséfone. Después de robar su ar-
tículo, no le sorprendió que Adonis también aprovechara la oportu-
nidad para enviarle un mensaje a su amiga sobre su nuevo trabajo
antes de que tuviera la oportunidad de decírselo.
—¡Deberíamos celebrar! ¿La Rose este n de semana? —preguntó
Lexa.
Perséfone gimió. La Rose era un club nocturno de lujo propiedad de
Afrodita. Nunca había estado dentro, pero había visto fotos. Todo
era color crema y rosa y, como en el Nevernight de Hades, había una
lista de espera imposible.
—¿Cómo se supone que vamos a entrar en La Rose? —preguntó Per-
séfone.
—Tengo mis métodos —respondió Lexa, con picardía. Perséfone se
preguntaba si esas maneras incluían a Adonis y estaba a punto de
decir eso cuando vio un destello por el rabillo del ojo. Lo que sea que
Lexa estaba diciendo en la otra línea se perdió mientras su atención
se dirigía a su madre que ahora estaba de pie unos metros delante de
ella.
—Oye, Lex. Te llamo luego —dijo y colgó. Miró jamente a Deméter
y la saludó con un gesto brusco—: Madre. ¿Qué haces aquí?
—Tenía que asegurarme de que estuvieras a salvo después de ese ri-
dículo artículo que escribiste. ¿En qué estabas pensando?
Perséfone se sorprendió.
—Pensé… pensé que estarías orgullosa. Odias a Hades.
—¿Orgullosa? ¿Pensaste que estaría orgullosa? —se burló—. Escribis-
te un artículo crítico sobre un dios… ¡pero no cualquier dios, Hades!
Rompiste deliberadamente mi regla, no una, sino varias veces. —Cu-
ando parecía sorprendida, su madre dijo—: Oh, sí. Sé que has vuelto
a Nevernight en múltiples ocasiones.
Perséfone miró a su madre por un momento y luego preguntó:
—¿Cómo?
Los ojos de Deméter cayeron sobre el teléfono que tenía en la mano.
—Te he rastreado.
—¿Rastreaste mi teléfono? —Sabía que su madre no estaba por enci-
ma de violar su privacidad para vigilarla. Lo demostró haciendo que
sus ninfas la espiaran. Aun así, Deméter no había comprado su telé-
fono, ni pagó la cuenta. No tenía derecho a usarlo como un GPS—.
¿Hablas en serio?
—Tenía que hacer algo —dijo Deméter—. No estabas hablando con-
migo.
—¿Desde cuándo? —exigió—. ¡Te vi el lunes!
—Y cancelaste nuestro almuerzo —resopló la diosa—. Ya casi no pa-
samos tiempo juntas.
—¿Y crees que acosarme me animará a pasar más tiempo contigo? —
exigió Perséfone.
Deméter se rio.
—Oh, mi or, no puedo acecharte. Soy tu madre.
Perséfone la fulminó con la mirada.
—No tengo tiempo para esto. —Intentó esquivar a su madre e irse,
pero se dio cuenta de que no podía moverse, sus pies estaban solda-
dos al suelo. La histeria se elevó en su interior y se encontró con la
mirada oscura de su madre. Fue en ese momento que vio a su madre
como la diosa vengativa que era, la que azotaba a ninfas y mataba re-
yes.
—No te he despedido —dijo su madre—. Recuerda, Perséfone, solo
estás aquí por la gracia de mi magia.
Perséfone quería gritarle. Sigue recordándome que soy impotente. Pero
sabía que desa arla era el movimiento equivocado. Era lo que De-
méter quería para poder repartir su castigo, así que, en vez de eso in-
haló una respiración temblorosa y susurró sus disculpas.
—Lo siento, madre. —Hubo un momento de tensión mientras Persé-
fone esperaba para ver si Deméter la liberaría o la secuestraría. En-
tonces sintió que el agarre de su madre se a ojaba y sus piernas
temblaban.
—Si vuelves a Nevernight otra vez, si vuelves a ver a Hades de nu-
evo, te sacaré de este mundo —amenazó.
Perséfone no estaba segura de dónde había reunido su valor, pero se
las arregló para mirar a su madre a los ojos y le dijo:
—No pienses ni por un segundo que te perdonaré si me envías de
vuelta a esa prisión.
A Deméter le divirtió.
—Mi or, no requiero el perdón.
Luego desapareció.
Perséfone sabía que Deméter se refería a su advertencia. El problema
era que no había forma de evitar volver a Nevernight. Tenía un cont-
rato que cumplir y artículos que escribir.
El teléfono de Perséfone vibró en su mano y miró hacia abajo para
ver un mensaje de Lexa.
¿Sí a La Rose?
Le envió un mensaje de texto:
Suena genial.
Iba a necesitar mucho alcohol para olvidar este día.
Capítulo XIII - La Rose

Perséfone y Lexa tomaron un taxi a La Rose. No era su método pre-


ferido de viaje. Sentía que eran un juego de azar, nunca sabía lo que
iba a conseguir. Un taxi maloliente, un conductor parlanchín, o uno
espeluznante. Esta noche, consiguieron uno espeluznante. Siguió mi-
rándolas por el espejo retrovisor y se distrajo tanto que tuvo que dar
un volantazo por no ver el trá co que venía en dirección contraria.
Miró a Lexa, que había insistido en que no podían llegar a La Rose
en autobús.
Mejor eso que estar muerta, murmuró ahora.
—Cinco artículos sobre el Dios de los Muertos—dijo Lexa—. ¿Sobre
qué crees que escribirás a continuación?
Sinceramente, no lo sabía, y ahora mismo no quería pensar en Ha-
des, pero Lexa no iba a dejarlo pasar.
Jadeó, era el sonido que hacía cuando tenía una idea o pasaba algo
terrible. Perséfone estaba segura de que lo que estaba a punto de sa-
lir de su boca era probablemente ambas cosas.
—Deberías escribir sobre su vida amorosa.
—¿Qué? No. Absolutamente no.
Lexa hizo morritos.
—¿Por qué no?
—Uh, ¿qué te hace pensar que Hades compartiría esa información
conmigo?
—Perséfone, eres una periodista. ¡Investiga!
—No estoy realmente interesada en las amantes del pasado de Ha-
des —dijo Perséfone, mirando por la ventana.
—¿Amantes del pasado? —preguntó su mejor amiga—. Eso hace que
suene como si tuviera una amante actual… como si tú fueras la
amante actual.
—Uh, no. —Perséfone se sonrojó—. Estoy bastante segura de que el
lord del Inframundo se acuesta con su asistente.
—¡Escribe sobre eso! —animó Lexa.
—Preferiría no hacerlo, Lexa. Trabajo para Noticias Nueva Atenas, no
para el Delphi Divine. Me interesa la verdad.
Además, preferiría no saber si eso era verdad o no. Solo pensar en el-
lo la enfermaba.
—¡Estás segura de que Hades se está tirando a su asistente, solo ti-
enes que con rmarlo y es la verdad!
Suspiró, frustrada.
—No quiero escribir sobre cosas triviales. Quiero escribir sobre algo
que cambiará al mundo.
—¿Y destrozar las travesuras divinas de Hades cambiará el mundo?
—Podría —argumentó Perséfone y Lexa negó—. ¿Qué?
Su amiga suspiró.
—Es solo que… todo lo que hiciste al publicar ese artículo fue con r-
mar los pensamientos y temores de todos sobre el Dios de los Muer-
tos. Supongo que hay otras verdades sobre Hades que no estaban en
ese artículo.
—¿Cuál es tu punto?
—Si quieres que tus escritos cambien el mundo, escribe sobre el lado
de Hades que te hace sonrojar.
El rostro de Perséfone se calentó.
—Eres tan romántica, Lexa.
—Ahí vas de nuevo —dijo—. ¿Por qué no puedes admitir que encu-
entras a Hades atractivo…
—He admitido…
—¿Que te sientes atraída por él?
La boca de Perséfone se cerró, y cruzó sus brazos sobre su pecho, re-
tirando su mirada de Lexa a la ventana. No quería hablar de esto.
—¿De qué tienes miedo, Perséfone?
Perséfone cerró los ojos ante esa pregunta. Lexa no lo entendería. No
importaba si le gustaba Hades o no, si lo encontraba atractivo o no,
si lo quería o no. Él no era para ella. Estaba prohibido. Tal vez el
contrato era una bendición, era una forma de pensar en Hades como
algo temporal en su vida.
—¿Perséfone?
—No quiero hablar de ello, Lexa —dijo con rmeza, odiando la di-
rección que esta conversación había tomado.
No hablaron, incluso después de llegar a La Rose. Cuando Perséfone
salió del taxi, el olor distintivo de la lluvia golpeó su nariz, y cuando
levantó la vista, un rayo iluminó el cielo. Se estremeció, deseando
haber elegido un atuendo diferente. Llevaba un resbaladizo y bril-
lante vestido color cereza que llegaba hasta la mitad de su pierna.
Abrazaba la curva de sus pechos y caderas, y el profundo cuello en
V dejaba poco a la imaginación. Había elegido el vestido para moles-
tar a Hades, era una tontería. Quería verse como el poder, la tentaci-
ón, el pecado… todo para él.
Quería ponerse delante de él y luego retroceder en el último momen-
to cuando estuviera lo su cientemente cerca para probarla.
Quería que la quisiera.
Todo era inútil, por supuesto. La Rose era territorio de otro dios y
era poco probable que Hades la viera esta noche.
La Rose era un hermoso edi cio que parecía tener varios cristales
sobresaliendo de la tierra. Estaban hechos de cristal re ectante, de
modo que, por la noche, re ejaban la luz de la ciudad. Como en Ne-
vernight, había una enorme la para entrar.
Un repentino escalofrío de inquietud la recorrió y miró a su alrede-
dor, sin saber de dónde venía, cuando sus ojos se posaron en Ado-
nis.
Sonreía de oreja a oreja, caminando hacia ella y Lexa vestido con una
camisa negra y pantalón vaquero. Se veía cómodo, con ado y engre-
ído. Estaba a punto de preguntarle qué hacía aquí cuando Lexa lo
llamó.
—¡Adonis! —Lo abrazó por la cintura y él le devolvió el abrazo.
—Hola, nena.
—¿Nena? —preguntó Perséfone directamente—. Lexa… ¿qué está
pasando?
Ella se alejó de Adonis.
—Adonis quería festejarte, así que se acercó a mí. Pensamos que se-
ría divertido sorprenderte.
—Oh, estoy sorprendida —dijo Perséfone, mirando a Adonis.
—Vengan, tengo un reservado —dijo Adonis. Tomó la mano de Lexa
y la enlazó en su brazo, y cuando le ofreció lo mismo a Perséfone, lo
rechazó.
La sonrisa de Adonis vaciló por un momento, pero se recuperó rápi-
damente, mirando a Lexa con una sonrisa como si nada estuviera
mal.
La diosa consideró irse, pero había llegado con Lexa y realmente no
se sentía cómoda dejándola con Adonis. En algún momento de la
noche, iba a tener que contarle a su mejor amiga lo que su enamora-
miento había hecho.
Adonis las condujo a través de la la y dentro del club.
La música hizo vibrar el cuerpo de Perséfone al entrar, y había un
matiz brumoso y rosado en el aire por las luces láser. La planta baja
tenía espacio para bailar y lugares para sentarse que estaban cubier-
tos de cristales. Las gradas superiores del club eran reservados y da-
ban a un escenario y a la pista de baile.
Adonis las condujo por unas escaleras hasta una de las salas en el se-
gundo piso. Era lujosa. Una cortina de cristales creaba una barrera
del mundo exterior. Suaves sofás rosados se situaban a ambos lados
de una chimenea que ofrecía calor y un lugar para las bebidas.
—Este es mi reservado personal —dijo Adonis.
—Esto es increíble —dijo Lexa, caminando directamente al balcón
con vistas a la pista de baile.
—¿Te gusta? —preguntó Adonis, todavía de pie cerca de la entrada.
—Por supuesto —respondió Lexa—. Tendría que estar loca para no
hacerlo.
—¿Qué hay de ti, Perséfone? —Adonis la miró expectante. ¿Por qué
buscaba su elogio?
—Debes ser muy afortunado —dijo en vez de responderle—. Estás en
la lista VIP de dos clubs propiedad de los dioses.
Los ojos de Adonis se oscurecieron, pero no perdió la calma.
—Deberías saber que soy afortunado, Perséfone. Puse en movimien-
to tu carrera.
Lo miró con enfado, y él sonrió, y luego cruzó la habitación para pa-
rarse al lado de Lexa que no había escuchado su intercambio por la
música. Lexa se inclinó hacia él y Adonis puso su mano en la parte
baja de su espalda. Perséfone los miró jamente por un momento,
sintiendo con icto por su ira hacia Adonis y el encaprichamiento de
Lexa con el hombre. Se preguntó cómo hacía Adonis sentir a Lexa.
¿Su corazón se sentía como si quisiera salir de su pecho? ¿Hacía que todo
su cuerpo se sintiera eléctrico cuando la tocaba? ¿Sus pensamientos se dis-
persaban cuando él entraba en la habitación?
Una camarera se acercó para tomar su pedido. Era mortal, y estaba
usando un vestido apretado e iridiscente. Le recordaba el interior de
una concha.
—Un Cab, por favor —le dijo Perséfone a la chica.
Poco después de que llegaran sus bebidas, Sybil, Aro y Xeres llega-
ron. Sybil llevaba una falda corta de cuero negro y un top de encaje.
Los gemelos hacían juego esta noche, eligiendo pantalones oscuros,
camisas negras y chaquetas de cuero. Tomaron asiento frente a Per-
séfone, e hicieron sus pedidos a la camarera. Cuando se fue, Sybil se
paró y miró alrededor de la suite.
—Cielos, cielos, cielos, Adonis. Parece que tu favor tiene sus ventaj-
as.
El aire en la habitación cambió. Perséfone buscó la mirada de Lexa,
pero no la miraba a ella ni a nadie. Había dirigido su atención a la
pista de baile. Esto es lo que Perséfone temía. Si Adonis tenía el favor
de un dios, signi caba que cualquier mortal al que apuntara estaba
posiblemente en peligro. Lexa lo sabía y no iba a arriesgarse a la ira
de un dios.
—No creas todo lo que oyes, Sybil —dijo.
—¿Esperas que creamos que obtienes todos estos pases porque tra-
bajas para Noticias Nueva Atenas? —preguntó Xeres.
Adonis suspiró, poniendo los ojos en blanco.
—Perséfone —dijo Aro—. Trabajas para el noticiero, ¿consigues pa-
ses para los clubs populares?
Dudó.
—No…
—Perséfone fue invitada a Nevernight por el mismo Hades.
Miró con enojo a Adonis por abrir la boca. Sabía lo que estaba haci-
endo, tratando de quitar la atención de sí mismo. Por suerte, nadie
mordió el anzuelo.
—Sigue negándolo. Reconozco a un encantador cuando lo veo —dijo
Sybil.
—Y todos sabemos que eres del jodido Apolo, pero no decimos nada
—dijo Adonis.
—Vaya, eso estuvo fuera de lugar, hombre —dijo Aro, pero Sybil le-
vantó la mano para silenciar la defensa de su amigo.
—Al menos soy honesta sobre mi bene cio —dijo.
Cuanto más tiempo pasaba, más sabía Perséfone que tenía que sacar
a su amiga de esta suite. Lexa iba a necesitar aire y algo de tiempo
para superar la decepción de tener esperanzas sobre Adonis.
Perséfone se levantó y cruzó la habitación.
—Lexa, vamos a bailar. —Tomó su mano y la llevó fuera de la suite.
Una vez que estuvieron abajo, Perséfone se giró hacia Lexa.
—Estoy bien, Perséfone —dijo rápidamente.
—Lo siento, Lexa.
Estuvo callada un momento y se mordió el labio.
—¿Crees que Sybil tiene razón?
La chica era un oráculo, lo que signi caba que probablemente estaba
más en sintonía con la verdad que nadie en la esta, pero, aun así,
todo lo que pudo decir fue:
—¿Quizás?
—¿Quién crees que sea?
Podría ser cualquiera, pero había unas cuantas diosas y dioses que
eran famosos por tener amantes mortales, Afrodita, Hera y Apolo,
solo por nombrar algunos.
—No pienses en ello. Vinimos aquí a divertirnos, ¿recuerdas?
Una camarera se acercó a ellas y les dio dos bebidas.
—Oh, no ordenamos… —empezó a decir Perséfone, pero la camare-
ra interrumpió.
—A cuenta de la casa —dijo y sonrió.
Ella y Lexa tomaron una copa. El líquido que había dentro era rosa y
dulce, y bebieron rápidamente: Lexa para ahogar su tristeza, y Persé-
fone para tener el valor de bailar. Una vez que terminaron, tomó la
mano de Lexa y la arrastró hacia la multitud.
Bailaron juntas y la multitud se movió a su alrededor, meciéndolas
de un lado a otro. No pasó mucho tiempo antes de que Perséfone se
sintiera sonrojada y mareada. Dejó de bailar, pero el mundo siguió
girando, haciendo que su estómago se revolviera.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había separado de Le-
xa. Los rostros se desdibujaron a su alrededor mientras se abría paso
entre la multitud, mareándose con cada sacudida de su cuerpo. Pen-
só ver el vestido azul eléctrico de su amiga y la siguió, pero cuando
llegó al borde de la pista de baile, Lexa no estaba allí.
Tal vez regresó al reservado.
Comenzó a subir los escalones. Cada movimiento hacía que su cabe-
za se sintiera como si estuviera llena de agua. En un momento el ma-
reo fue demasiado y se detuvo para cerrar los ojos.
—¿Perséfone?
Abrió los ojos para encontrar a Sybil parada frente a ella.
—¿Estás bien?
—¿Has visto a Lexa? —preguntó. Su lengua se sentía pesada e hinc-
hada.
—No. ¿Has…?
—Tengo que encontrar a Lexa —dijo, y se alejó de ella, bajando las
escaleras. En ese momento, supo que algo le pasaba. Necesitaba reg-
resar a casa.
—Oye, oye, espera. —Sybil se puso delante de ella—. Perséfone, ¿cu-
ánto has bebido?
—Una copa —dijo.
La chica negó, pareciendo preocupada.
—No hay manera de que solo hayas tomado una copa.
Perséfone la empujó, no iba a discutir sobre cuánto alcohol había be-
bido esta noche. Tal vez Lexa estaba en el baño. Trató de mantenerse
contra la pared mientras buscaba a su amiga, pero se encontró in-
mersa en un mar de cuerpos en movimiento. Fue entonces cuando
alguien la agarró de la muñeca y la arrastró a su lado. Extendió sus
manos, y aterrizaron en un pecho duro, pero el cuerpo no era de Ha-
des.
En su lugar, miró el rostro de Adonis.
—Oye, ¿a dónde vas, nena?
—Suéltame, Adonis —respondió y trató de alejarse.
—Shh, está bien. Soy un amigo.
—Si fueras un amigo…
—Vas a tener que superar lo del pequeño artículo, nena.
—No me llames nena y no me digas qué hacer.
—¿Alguna vez alguien te ha dicho que eres problemática? —pregun-
tó, y entonces su agarre se apretó, forzando sus caderas a juntarse.
Quería vomitar y pensó que podría hacerlo—. Bailemos.
—Si quisiera bailar contigo, no te pediría que me dejaras ir.
—Solo quiero hablar —dijo.
—No.
El rostro de Adonis cambió en ese momento. Su sonrisa juguetona
desapareció y sus ojos brillantes se oscurecieron.
—Bien —dijo—. No tenemos que hablar.
Su mano serpenteó detrás de su cabeza, empuñando su cabello y
presionó sus labios contra los de ella con fuerza. Cerró la boca y lo
empujó con fuerza, pero él la sujetó, intentando abrirle la boca con la
lengua. Lo odió y lágrimas brotaron de sus ojos. Fue un beso horrib-
le, frío, sin vida y no deseado. Luego fue arrancado de ella y arrast-
rado por dos ogros.
Se giró, y el alivio inundó todo su cuerpo.
—Hades —susurró. Se acercó a él, envolviendo sus brazos alrededor
de su cintura. Una de las manos de Hades presionó su espalda, la ot-
ra se enroscó en su cabello. La sostuvo cerca por un momento antes
de retirarla. Tomó su barbilla y le levantó la cabeza para que sus ojos
se encontraran.
—¿Estás bien? —preguntó.
Sacudió su cabeza diciendo que no, tragando copiosamente. Había
tantas cosas malas con este día y noche.
—Vámonos.
La condujo hacia él, envolviendo un brazo protector alrededor de su
hombro y la guio a través de la multitud. Se separaban de él fácil-
mente. Estaba vagamente consciente de que la presencia de Hades
en el club había causado un tipo de caos silencioso. La música seguía
sonando de fondo, pero nadie estaba bailando. Todos se habían pa-
rado a ver cómo la sacaba de la pista de baile.
—Hades… —comenzó a advertirle, pero el dios parecía saber lo que
estaba pensando y respondió:
—No recordarán esto.
Eso la convenció y continuó con Hades hacia la salida, hasta que re-
cordó que necesitaba encontrar a su mejor amiga.
—¡Lexa!
Se dio la vuelta demasiado rápido y su visión se nubló. Se tambaleó,
y Hades la atrapó, tomándola en sus brazos.
—Me aseguraré de que llegue a casa a salvo —dijo Hades.
En cualquier otro momento habría protestado o discutido, pero el
mundo seguía girando, incluso con los ojos cerrados.
—¿Perséfone? —preguntó Hades. Su voz era baja y su aliento rozaba
sus labios.
—¿Hmm? —preguntó, sus cejas se juntaron y apretó los ojos con fu-
erza.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Mareada —susurró.
No volvió a hablar. Se dio cuenta cuando salieron porque el aire fres-
co tocó cada centímetro de su piel expuesta y el sonido de la lluvia
golpeó el toldo de la entrada de La Rose. Se estremeció, acurrucán-
dose más cerca del calor de Hades. Inhaló su ahora familiar a ceniza
y especias.
—Hueles bien —murmuró.
Agarró su chaqueta, acercándose a él lo más posible. Su cuerpo era
como una roca. Tuvo siglos para cincelar este físico.
Escuchó a Hades reírse y abrió los ojos para encontrarlo mirándola.
Antes de que pudiera preguntarle de qué se reía, se movió, abrazán-
dola rmemente mientras se acomodaba en el asiento trasero de una
limusina negra. Vio a Antoni mientras cerraba la puerta del auto.
La cabina en la que estaban era acogedora y privada. Hades la desli-
zó de su regazo al asiento de cuero que estaba a su lado. Vio cómo
sus dedos ágiles ajustaban los controles para que los ventiladores
apuntaran hacia ella y la calefacción estuviera a tope.
Después de que estuvieron en la carretera, ella preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No escuchas órdenes.
Se rio.
—No recibo órdenes de ti, Hades.
Él levantó una ceja.
—Confía en mí, querida. Soy consciente.
—No soy tuya y no soy tu querida.
—Ya hemos pasado por esto, ¿no? Tú eres mía. Creo que lo sabes tan
bien como yo.
Dobló los brazos sobre su pecho.
—¿Has pensado alguna vez que tal vez eres mío, en cambio?
Sus labios se curvaron y sus ojos cayeron en su muñeca.
—Es mi marca en tu piel.
Tal vez el alcohol la hizo valiente. Se movió, deslizando su pierna
sobre el regazo de Hades, de modo que se puso a horcajadas sobre
él. Su vestido se levantó, y pudo sentirlo contra ella, duro y excitado.
Sonrió y su mirada regresó a la suya al instante, esta vez, fue como
un fuego que quemó su piel.
—¿Debo dejar una marca? —preguntó.
—Cuidado, diosa. —Sus palabras fueron un duro gruñido.
—Otra orden. —Puso los ojos en blanco.
—Una advertencia —dijo Hades a través de dientes apretados, y lu-
ego sus manos agarraron sus piernas desnudas y ella inhaló brusca-
mente al sentir la piel de él contra la suya—. Pero ambos sabemos
que no escuchas, incluso cuando es bueno para ti.
—¿Crees que sabes lo que es bueno para mí? —preguntó, peligrosa-
mente cerca de sus labios—. ¿Crees que sabes lo que necesito?
Sus manos se movieron hacia arriba empujando su vestido más alto
y jadeó cuando sus dedos se acercaron al ápice de sus caderas. Ha-
des se rio.
—No lo creo, diosa, lo sé. Podría hacer que me adoraras.
Perséfone se mordió el labio, y los ojos de él cayeron allí y permane-
cieron. Entonces, cerró la distancia entre ellos, sellando sus labios
con los de él. Se abrió inmediatamente a ella, y lo probó profunda-
mente, tomando lo que era suyo para reclamar. Sus dedos se enreda-
ron en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás para besarlo más
profundamente. En esta posición, se sintió poderosa.
Cuando nalmente se apartó, fue para mordisquear su oreja.
—Me adorarás —dijo y giró sus caderas contra él. Sus manos se cla-
varon en su piel, y se movió, su mejilla rozando la suya mientras su-
surraba—: Y ni siquiera tendré que ordenártelo.
Pensó que sus manos no podrían agarrarla más fuerte, y, de repente,
la levantó sin esfuerzo, y la giró para acunarla fuerte contra él. Le ar-
regló el vestido y luego la cubrió con su propia chaqueta.
—No hagas promesas que no puedas cumplir, diosa.
Parpadeó, confundida por el repentino cambio en Hades. La había
rechazado.
—Solo tienes miedo —dijo ella.
Hades no habló, pero cuando lo miró, estaba observando por la ven-
tana, con la mandíbula apretada y las manos en alto, y tuvo la sensa-
ción de que podía tener razón.
No mucho tiempo después se quedó dormida en sus brazos.
Capítulo XIV - Un toque de celos

Cuando Perséfone se despertó, se dio cuenta de dos cosas: una, esta-


ba en la cama de un extraño, y dos, estaba desnuda. Se sentó, soste-
niendo las sábanas de seda negra en su pecho. Estaba en la habitaci-
ón de Hades. La reconoció del día que cayó en el Estigia y él la curó.
Encontró a Hades sentado ante su chimenea encendida. Era probab-
lemente lo más parecido a un dios que jamás había visto. Se veía per-
fectamente intacto, ni un cabello fuera de lugar, ni una arruga en su
chaqueta, ni un botón desabrochado. Sostenía su whisky en una ma-
no, y los dedos de la otra mano descansaban sobre sus labios. El halo
de fuego que rugía detrás de él también parecía apropiado, ya que
ardía como sus ojos.
Así supo que, aunque parecía estar recostado, se encontraba tenso.
Mantuvo su mirada, sin hablar, y tomó un sorbo de su bebida.
—¿Por qué estoy desnuda? —preguntó.
—Porque insististe en ello —respondió con la voz ausente del deseo
apenas reprimido que había exhibido en la limusina. No tenía muc-
hos recuerdos de anoche, pero estaba segura de que nunca olvidaría
la presión de los dedos de Hades en sus piernas, o la deliciosa fricci-
ón que enviaba ondas expansivas a través de su cuerpo—. Estabas
muy decidida a seducirme.
Perséfone se sonrojó ferozmente, avergonzada. Miró hacia otro lado
cuando preguntó.
—¿Nosotros…?
Hades rio sombríamente. Perséfone apretó sus dientes tan fuerte que
le dolió la mandíbula. ¿Por qué se reía?
—No, lady Perséfone. Confía en mí, cuando follemos, lo recordarás.
¿Cuándo?
—Tu arrogancia es alarmante.
Sus ojos brillaron.
—¿Es eso un desafío?
—¡Solo dime qué pasó, Hades! —exigió.
—Te drogaron en La Rose. Tienes suerte de ser inmortal. Tu cuerpo
quemó rápidamente el veneno.
No lo su cientemente rápido para evitar la vergüenza, aparentemen-
te.
Recordaba a una camarera que se acercó una vez que llegaron a la
pista de baile. Les llevó bebidas, dijo que eran a cuenta de la casa.
Poco después de que la consumiera y empezara a bailar, la música
sonó a lo lejos, las luces eran cegadoras, y cada movimiento que ha-
cía provocaba que su cabeza diera vueltas.
También recordó las manos sobre su cuerpo y los labios fríos que se
cerraron sobre los suyos.
—Adonis —dijo Perséfone. La mandíbula de Hades se apretó al oír
el nombre del mortal—. ¿Qué le hiciste?
Hades miró su vaso, agitando el whisky antes de beber el último tra-
go. Una vez que terminó, dejó el vaso a un lado, sin mirarla.
—Está vivo, pero eso es solamente porque estaba en el territorio de
su diosa —respondió.
—¡Lo sabías! —acusó Perséfone, se levantó de la cama y se puso de
pie. Las sábanas de seda de Hades se agitaron a su alrededor. Su pe-
netrante mirada se deslizó desde su rostro hacia abajo, trazando ca-
da línea de su cuerpo. Se sintió como si estuviera parada desnuda
ante él—. ¿Por eso me advertiste que me alejara de él?
—Te aseguro que hay más razones para alejarse de ese mortal que el
favor que Afrodita le ha otorgado.
—¿Cómo cuáles? No puedes esperar que lo entienda si no explicas
nada.
Había dado un paso hacia él, aunque una parte de ella sabía que era
peligroso. Lo que sea que Hades haya pensado durante la noche, aún
está recorriendo su mente.
—Espero que confíes en mí —dijo él, poniéndose de pie. La confesi-
ón la conmocionó. Luego añadió—: Y si no es en mí, entonces en mi
poder.
Ni siquiera había considerado sus poderes, la capacidad de ver el al-
ma como lo que era, desgarrada y abrumada. ¿Qué vio cuando miró
a Adonis?
Un ladrón, pensó. Un manipulador.
Hades puso distancia entre ellos, rellenando su vaso en el pequeño
bar de su habitación.
—¡Pensé que estabas celoso!
Hades estaba a punto de tomar un trago, pero se detuvo a reír. Ella
estaba enojada y herida por su rechazo.
—No njas que no sientes celos, Hades. Adonis me besó anoche.
Hades bajó de golpe el vaso.
—Sigue recordándomelo, diosa, y lo reduciré a cenizas.
—¡Así que estás celoso! —acusó.
—¿Celoso? —preguntó él, y la acechó—. Esa… sanguijuela… te tocó
después de que le dijeras que no. He enviado almas al Tártaro por
menos.
Recordó la ira de Hades hacia Duncan, el ogro que le había puesto
las manos encima, y se dio cuenta de que por eso estaba al borde.
Probablemente quería encontrar a Adonis e incinerarlo.
—Lo… siento.
No estaba segura de qué decir, pero su angustia parecía tan grande,
que pensó que podría aliviarla con una disculpa.
Solo lo empeoró.
—No te atrevas a disculparte. —Acunó su rostro entre sus manos—.
No por él. Nunca por él. —La estudió y luego susurró—: ¿Por qué
estás tan desesperada por odiarme?
Sus cejas se juntaron y cubrió sus manos con las suyas.
—No te odio —dijo en voz baja, y Hades se tensó, alejándose de ella.
La violencia con la que se movía la sorprendió, y la ira y la tensión
que había visto en él esta mañana regresó.
—¿No? ¿Debo recordártelo? Hades, Señor del Inframundo, Rico, y posib-
lemente el dios más odiado entre los mortales, exhibe un claro desprecio por
la vida mortal.
Citó su artículo palabra por palabra, y Perséfone se estremeció. ¿Cu-
ántas veces lo había leído? Cómo debió sentirse.
La mandíbula de Hades trabajó.
—¿Esto es lo que piensas de mí?
Abrió la boca y la cerró antes de decidir explicarse:
—Estaba enojada…
—Oh, eso es más que obvio. —La voz de Hades era a lada.
—¡No sabía que lo publicarían!
—¿Una carta mordaz que ilustra todos mis defectos? ¿No pensaste
que los medios de comunicación la publicarían?
Lo miró jamente.
—Te lo advertí.
Fue un error decir eso.
—¿Me lo advertiste? —Dirigió su mirada hacia ella, oscura y furiosa
—. ¿Me advertiste sobre qué, diosa?
—Te advertí que te arrepentirías de nuestro contrato.
—Y te advertí que no escribieras sobre mí.
Se acercó, y ella no retrocedió, inclinando la cabeza para mantener
su mirada.
—Tal vez en mi próximo artículo, escriba sobre lo mandón que eres
—dijo.
—¿Siguiente artículo?
—¿No lo sabías? Me han pedido que escriba una serie sobre ti.
—No —dijo.
—No puedes decir que no. No tienes el control aquí.
—¿Y tú crees que lo tienes?
—Escribiré los artículos, Hades, y la única manera de parar es si me
dejas salir de este maldito contrato.
Hades se tensó, y luego siseó:
—¿Crees que puedes negociar conmigo, diosa?
El calor que se desprendía de él era casi insoportable. Se acercó más,
aunque no era como si tuviera mucho espacio, ya estaba muy cerca
de ella. Ella extendió una mano, agarrando la sábana a su cuerpo con
la otra.
—Ha olvidado una cosa importante, lady Perséfone. Para negociar, ne-
cesita tener algo que yo quiera.
—¡Me preguntaste si creía lo que escribí! —discutió—. ¡Te importa!
—Se llama engaño, querida.
—Bastardo —siseó.
Hades extendió la mano, enterrándola en su cabello, la arrastró hacia
él y tiró de su cabeza hacia atrás para que su garganta experimentara
la burla. Era salvaje y posesivo. El aliento de ella quedó atrapado en
su garganta, y el espacio entre sus muslos se sintió empapado. Lo
deseaba.
—Déjame ser claro, tú negociaste y perdiste. No hay forma de salir
de nuestro contrato a menos que cumplas sus términos. De lo contra-
rio, te quedas aquí. Conmigo.
—Si me haces tu prisionera, pasaré el resto de mi vida odiándote.
—Ya lo haces.
Se estremeció de nuevo. No le gustaba que pensara eso y siguió dici-
éndolo.
—¿Realmente crees eso?
No respondió, solo le ofreció una risa burlona, y luego le dio un beso
ardiente antes de separarse con violencia.
—Borraré el recuerdo de él de tu piel.
Le sorprendió su ferocidad, pero la emocionó. Le arrancó la sábana
de seda y se quedó desnuda ante él. La levantó del suelo y envolvió
sus piernas alrededor de su cintura sin pensarlo dos veces. La agarró
con fuerza por el trasero y la besó. La fricción de sus ropas contra su
piel desnuda la llevó al borde, y el calor líquido se acumuló en su in-
terior. Perséfone arrastró sus manos por el cabello de Hades, rozan-
do su cuero cabelludo mientras liberaba sus largas hebras, agarrán-
dolas con fuerza en sus manos. Tiró de su cabeza hacia atrás y lo be-
só fuerte y profundamente. Un sonido gutural escapó de la boca de
Hades, y se movió, apoyándola en el poste de la cama, golpeándola
con fuerza. Sus dientes rozaron su piel, mordiendo y chupando. Le
impidió respirar, provocando jadeos en lo profundo de su garganta.
Juntos eran insensatos, y cuando se encontró tendida en la cama, sa-
bía que le daría cualquier cosa. Ni siquiera tendría que pedirlo.
Pero el Dios de los Muertos estaba sobre ella, respirando con fuerza.
Su cabello se derramaba sobre sus hombros. Sus ojos eran oscuros,
furiosos, excitados, y en vez de cerrar la distancia que había creado
entre ellos, sonrió.
Era inquietante, y Perséfone sabía que no le iba a gustar lo que vend-
ría después.
—Bueno, probablemente te gustaría follar conmigo, pero de nitiva-
mente no te gusto.
Luego se fue.

Perséfone encontró su vestido cuidadosamente doblado en una de


las dos sillas frente a la chimenea de Hades. Una capa negra estaba a
su lado. Mientras se ponía el vestido y la capa, pensó en cómo la ha-
bía mirado Hades cuando se despertó. ¿Cuánto tiempo estuvo sentado
viéndola dormir? ¿Cuánto tiempo se había cocinado a fuego lento en su ra-
bia? ¿Quién era ese dios que apareció de la nada para rescatarla de avances
indeseados, a rmando que no eran celos, y dobló su ropa? ¿Quien la acusó
de odiarlo, pero la besó como si nunca hubiera participado en algo tan dul-
ce?
Su cuerpo se sonrojó al pensar en cómo la había levantado y llevado
a la cama. No podía recordar lo que estaba pensando, pero sabía que
no le dijo que se detuviera, aun así, la dejó.
Ese arrebato embriagador se convirtió en ira.
Se había reído y la había dejado.
Porque esto es un juego para él, se recordó. No podía dejar que su ext-
raña y eléctrica atracción hacia él se impusiera a esa realidad. Tenía
un contrato que cumplir.
Perséfone dejó la habitación de Hades a través del balcón para ver su
jardín. A pesar de su resentimiento hacia el invernadero, Perséfone
seguía amando las ores, y el Dios del Inframundo consiguió crear
uno de los jardines más hermosos que jamás había visto. Se maravil-
ló de los colores y los olores: el dulce olor de la glicinia, el embriaga-
dor y sensual aroma de las gardenias y las rosas, el calmante aroma
de la lavanda.
Y todo era mágico.
Hades tuvo vidas para aprender sus poderes, para crear ilusiones
que engañaban a los sentidos. Perséfone nunca había conocido la
sensación de poder en su sangre. ¿Ardía caliente como la necesidad
que Hades encendía dentro de ella? ¿Se sentía como anoche, cuando
se atrevió a montarlo a horcajadas y le susurró desafíos mientras
probaba su piel?
Eso había sido poder.
Por un momento, lo había controlado.
Vio la lujuria nublar su mirada, escuchó su gruñido de pasión, sintió
su fuerte excitación.
Pero no fue lo su cientemente poderosa para mantenerlo bajo su
hechizo.
Comenzaba a pensar que nunca lo sería.
Por eso una vida mortal le venía tan bien, porque no podía dejar que
Hades ganara.
Excepto que no estaba segura de cómo se suponía que iba a ganar
cuando su jardín todavía parecía un pedazo de tierra quemada. Al
llegar al nal del camino, los exuberantes jardines dieron paso a un
pedazo de tierra baldía donde el suelo era más como la arena, y neg-
ro como la ceniza. Habían pasado unas pocas semanas desde que
plantó las semillas en la tierra. Ya deberían estar brotando, incluso
sin magia, los jardines mortales al menos producían esa cantidad de
vida. Si el jardín hubiera sido de su madre, ya estaría completamente
desarrollado. Perséfone había albergado una esperanza secreta de
que, a través de este proceso, descubriría algún poder latente que no
implicara robar vida, pero al estar de pie ante este árido parche de la
tierra se dio cuenta de lo ridícula que era esa esperanza.
No podía esperar a que el poder se manifestara o a que las semillas
mortales brotaran en el suelo imposible del Inframundo. Tenía que
hacer algo más.
Se enderezó y fue en busca de Hécate.
Perséfone encontró a la diosa en una arboleda cerca de su casa. Hé-
cate vestía túnicas púrpuras hoy, y su largo cabello estaba trenzado
y serpenteado sobre su hombro. Estaba sentada, con las piernas cru-
zadas, en la suave hierba acariciando una comadreja peluda. Perséfo-
ne chilló cuando la vio.
—¿Qué es eso? —exigió.
Hécate sonrió suavemente y rascó a la criatura detrás de su pequeña
oreja.
—Esta es Gale. Es un turón.
—Eso no es un gato —argumentó Perséfone.
—Turón —dijo Hécate, riéndose en voz baja—. Una vez fue una bru-
ja humana, pero era una idiota, así que la convertí en un turón.
Perséfone miró jamente a la diosa, pero Hécate no pareció notar su
aturdido silencio.
—Me gusta más así —agregó Hécate, luego miró a la Diosa de la Pri-
mavera y preguntó—: Pero basta de hablar de Gale. ¿En qué puedo
ayudarte, querida?
Esa pregunta fue lo único que hizo falta, Perséfone entró en erupci-
ón, explotando en una tangente furiosa sobre Hades, el contrato, y
su apuesta imposible, evitando los detalles sobre el desastre de esta
mañana. Incluso admitió su mayor secreto: que no podía cultivar ni
una sola cosa. Cuando terminó, Hécate parecía pensativa pero no
sorprendida.
—Si no puedes dar vida, ¿qué puedes hacer? —preguntó.
—Destruirla.
Las bonitas cejas de Hécate se arrugaron sobre sus ojos oscuros.
—¿Nunca hiciste crecer nada en absoluto? —preguntó Hécate.
Perséfone negó, y luego se encontró con la mirada de la diosa.
—Muéstrame.
—Hécate… no creo que eso…
—Me gustaría ver.
Perséfone suspiró, y giró sus manos. Miró jamente sus palmas du-
rante un largo momento antes de doblarlas y presionarlas contra la
hierba. Donde antes era verde, se puso amarillo y se marchitó bajo
su toque. Cuando miró a Hécate, la diosa se quedó mirando sus ma-
nos.
—Creo que es por eso que Hades me desa ó a crear vida, porque sa-
bía que era imposible.
Hécate no parecía tan segura.
—Hades no desafía a la gente con lo imposible. Los desafía a abrazar
su potencial.
—¿Y cuál es mi potencial? —preguntó.
—Ser la Diosa de la Primavera —respondió Hécate. El turón saltó de
su regazo cuando se puso de pie, limpiándose las faldas. Esperaba
que la diosa continuara haciendo preguntas sobre su magia, pero en
vez de eso, pensativamente dijo—: La jardinería no es la única forma
de crear vida.
Perséfone miró a la diosa.
—¿De qué otra forma debería crear vida?
Se dio cuenta por la mirada divertida de su rostro que no le iba a
gustar lo que Hécate tenía que decir.
—Podrías tener un bebé.
—¿Qué?
—Por supuesto, para cumplir el contrato, Hades tendría que ser el
padre —continuó como si no hubiera oído a Perséfone—. Se pondría
furioso si fuera cualquier otro.
Decidió que iba a ignorar ese comentario.
—No voy a tener un hijo de Hades, Hécate.
—Pediste sugerencias. Solo intentaba ser una buena amiga.
—Y lo eres, pero no estoy preparada para tener hijos, y Hades no es
un dios que quisiera como padre para mis hijos. —Se sintió un poco
culpable por decir esa última parte en voz alta—. ¿Qué voy a hacer?
Ugh. ¡Esto es imposible!
—No es tan imposible como parece, querida. Estás en el Inframun-
do, después de todo.
—Te das cuenta de que el Inframundo es el reino de los muertos, ¿no
es así Hécate?
—También es un lugar para nuevos comienzos —dijo—. A veces, la
existencia que un alma lleva aquí es la mejor vida que han tenido.
Estoy segura de que tú, entre todos los dioses, lo entiendes.
La comprensión se asentó pesadamente sobre los hombros de Persé-
fone. Lo entendía.
—Vivir aquí no es diferente a vivir arriba. Desa aste a Hades a ayu-
dar a los mortales a llevar una mejor existencia. Él simplemente te ha
encargado lo mismo aquí, en el Inframundo.
Capítulo XV - Oferta

Pasó otra semana muy ocupada, llena de artículos de lectura, trabaj-


os de escritura y exámenes. Perséfone pensó que, a estas alturas, el
alboroto por su artículo se habría calmado, pero no fue así. Aun así,
se detuvo en su camino a la Acrópolis y la Universidad. Unos extra-
ños le preguntaron cuándo saldría el próximo artículo sobre Hades,
y sobre qué planeaba escribir.
Estaba un poco cansada de las preguntas, y de repetirse, el artículo
saldrá en unas semanas, y tendrás que comprar el periódico. Comenzó a
ponerse los auriculares en sus paseos para poder decir que no podía
oír a la gente cuando la llamaban.
—¿Perséfone?
Lástima que no pueda hacer eso en el trabajo ahora mismo.
Demetri asomó la cabeza fuera de su o cina. Llevaba una camisa de
mezclilla y una corbata de lunares, y Perséfone pensó que, de alguna
manera, parecía más joven y más viejo al mismo tiempo con ese tra-
je. Tal vez porque el azul resaltaba el gris de su cabello, y la corbata
de lazo era divertida.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Tienes un momento?
—Claro —dijo.
Guardó lo que estaba trabajando y luego cerró su computadora, si-
guiendo a Demetri a su o cina y se sentó.
Su jefe se apoyó en su escritorio.
—¿Cómo va ese artículo? —preguntó.
—Bien. Está… bien.
Si él buscaba un resumen de lo que planeaba escribir, no lo tenía.
Pensó en escribir sobre la madre que llegó a Hades para pedir la vida
de su hija, y aunque no entendía por qué quería mantenerlo en secre-
to, quería honrar la petición que le hizo a la mujer.
Desde la mañana siguiente en La Rose, cuando Hades la confundió
con su pasión e ira, se concentró en evitarlo. Sabía que eso no era lo
mejor, especialmente si quería enviar este artículo en unas semanas,
pero aún tenía el n de semana, y con su historial y el de Hades, es-
taba obligado a hacer algo para enfadarla, lo que signi caba un ma-
terial de escritura ideal.
—Dios del Juego fue nuestra historia más popular hasta la fecha. Mil-
lones de visitas, miles de comentarios y artículos vendidos.
—Tenías razón —dijo ella—. La gente tiene curiosidad por Hades.
—Por eso te llamé —dijo. Perséfone se enderezó. Sus pensamientos
iban en todo tipo de direcciones. Estuvo esperando a que Demetri le
pidiera más. Hasta ahora, le había dejado tener un control creativo
sobre cómo cubría a Hades, y no quería perderlo—. Tengo una asig-
nación para ti.
—¿Una asignación? —repitió.
—He estado guardando esto. —Tomó un sobre en su escritorio y se
lo entregó—. No había decidido a quién enviar, pero no tenía dudas
después del éxito de tu artículo.
—¿Qué es?
Estaba demasiado nerviosa para abrir el sobre, pero su jefe solamen-
te sonrió.
—¿Por qué no lo abres?
Perséfone hizo lo que le pidió, y encontró dos entradas para la Gala
Olímpica del sábado. Eran unas hermosas invitaciones, negras con
letras de hojas de oro, y parecían tan caras como la misma gala.
Los ojos de Perséfone se abrieron. La Gala Olímpica era el mayor
evento del año. Era un gran des le de moda, una esta y un evento
de caridad. Cada año se elegía un tema, inspirado en un dios o di-
osa, y ese dios o diosa tenía que elegir qué proyecto de caridad se -
nanciaba con el dinero recaudado en la gala.
Las entradas eran codiciadas, y costaban cientos de dólares.
—Pero… ¿por qué yo? —No lo entendía—. Tú deberías ir a esto.
Eres el editor en jefe.
—Tengo otra obligación esa noche.
—¿Más grande que la Gala Olímpica?
Demetri sonrió con su ciencia.
—He asistido muchas veces, Perséfone.
—No lo entiendo. Hades ni siquiera va a la gala.
Había visto la cobertura en directo del evento con Lexa y nunca lo
vio entrar con los otros dioses, y nadie le tomó una foto.
—Lord Hades no permite que le fotografíen, pero siempre asiste —
respondió Demetri.
—No puedo ir —dijo después de un largo silencio.
Su jefe dirigió su mirada a la de ella.
—Perséfone, ¿de qué tienes tanto miedo?
—No tengo… miedo.
Aunque más o menos lo tenía. La última vez que vio a su madre,
amenazó con enviarla de vuelta al invernadero si iba a Nevernight o
veía de nuevo a Hades. No importaba dónde. Además, se suponía
que no debía estar cerca de los dioses, y no podía ocultar a su madre
el hecho de que estaba allí porque Deméter también estaría presente.
Pero eso era demasiado complicado para decírselo a Demetri.
—Considéralo una oportunidad para investigar y observar —dijo—.
Siempre escribimos sobre la Gala Olímpica, solo pondrás el foco en
Hades.
—No entiendes… —empezó.
—Toma los boletos, Perséfone. Piénsalo bien, pero no te tomes de-
masiado tiempo. No tienes mucho para decidirte.
No se sentía cómoda tomando las entradas porque estaba segura de
que no iba a ir a la gala. Aun así, Demetri la envió de vuelta a su me-
sa con ellas. Se sentó aturdida, mirando el sobre. Después de un mo-
mento, sacó las entradas.
Se leía:
Únete a nosotros para una noche en el Inframundo
No tenía ni idea de que el tema de este año era el Inframundo. Su cu-
riosidad aumentó, ¿cómo interpretarían los organizadores de este
evento el Inframundo? Apostó que nunca adivinarían que había tan-
ta vida abajo. También se preguntaba a qué caridad elegiría Hades
donar.
Dioses, realmente quería ir.
Pero había tantos inconvenientes, su madre, para empezar. También
faltaban unos días y no tenía un vestido de gala por ahí tirado.
Su mirada se dirigió de nuevo a los boletos donde el código de vesti-
menta estaba impreso más abajo en la página e indicaba que la gala
era un baile de máscaras.
No era probable que pudiera esconderse de su madre con una más-
cara, pero ahora se preguntaba si Hécate tenía algún hechizo bajo la
manga que la ayudara. Hizo una nota mental para preguntar cuando
visitara el Inframundo esta noche.
Sonó el teléfono de su escritorio y lo contestó.
—Esta es Perséfone.
—La asistente de Hades… ¿está aquí para verte? —dijo Valerie.
A Perséfone le tomó un momento responder, seguramente no, pen-
só.
—¿Menta?
¿Qué podría tener Menta que decirle?
—Oh, Adonis la está llevando —agregó Valerie.
Perséfone levantó la vista para ver a la ninfa que se dirigía hacia ella.
Estaba vestida de negro, y su cabello y ojos eran como el fuego. Ado-
nis caminó a su lado como un escolta, enamorado, y de repente el
desagrado de Perséfone por él se hizo más profundo.
—Oye, Perséfone —dijo Adonis, sin darse cuenta de su frustración
—. ¿Te acuerdas de Menta?
—¿Cómo podría olvidarla? —preguntó Perséfone, sin rodeos.
La ninfa sonrió.
—He venido a hablar contigo sobre el artículo que publicó sobre mi
empleador.
—Me temo que no tengo tiempo para reunirme contigo hoy. Tal vez
otro día.
—Me temo que debo exigir una audiencia.
—Si tiene quejas sobre el artículo, debe hablar con mi supervisor.
—Pre ero expresar mis preocupaciones contigo.
Los ojos de Menta brillaron, y Perséfone supo que se necesitaría una
fuerza de la naturaleza, probablemente de Hades, para sacar a esta
dama del edi cio.
Se miraron jamente durante un largo momento y Adonis aclaró su
garganta.
—Bueno, dejaré que ustedes dos resuelvan esto.
Ninguna de las mujeres reconoció a Adonis y él se escabulló, deján-
dolas solas. Después de un momento, Perséfone preguntó:
—¿Sabe Hades que estás aquí?
—Es mi trabajo aconsejar a Hades en asuntos que puedan dañar su
reputación, y cuando no atiende a razones, actuar.
—A Hades no le importa su reputación.
—Pero a mí sí. Y tú la estás amenazando.
—¿Por mi artículo?
—Porque existes —dijo.
Perséfone jó su mirada en ella.
—La reputación de Hades precedió a su conocimiento de mi existen-
cia. ¿No crees que es un poco absurdo culparme?
—No estoy hablando de sus tratos con los mortales. Estoy hablando
de su trato contigo. —Menta habló más fuerte, y aunque Perséfone
sabía lo que hacía, la táctica funcionó. Perséfone quería que se callara
—. Ahora, si eres tan amable de darme el tiempo que he pedido —
dijo Menta.
—Por aquí —dijo Perséfone con los dientes apretados.
Llevó a la ninfa a una sala de entrevistas, cerrando la puerta más fu-
erte de lo necesario. Se giró hacia Menta y esperó, cruzando los bra-
zos sobre su pecho. Ninguna de las dos se sentó, lo que indicó que
esto no duraría mucho.
—Parece que piensas que tienes a Hades completamente descifrado
—dijo Menta, con los ojos entrecerrados.
Perséfone se puso rígida.
—¿Y tú no estás de acuerdo?
Ella sonrió.
—Bueno, lo conozco desde hace siglos.
—No creo que necesite conocerlo durante siglos para entender que
no tiene ningún conocimiento de la situación humana. Ni tampoco
entiende cómo ayudar al mundo.
Aunque lo que hizo por esa madre fue más que generoso. Comenza-
ba a entender que había reglas que impedían incluso a Hades, un po-
deroso y antiguo dios, hacer lo que él quisiera.
—Hades no se arrodillará ante cada uno de tus caprichos —dijo
Menta.
—No espero que se arrodille —dijo Perséfone—. Aunque sería un
buen toque.
Menta dio un paso adelante, enfadada.
—¡Niña arrogante! —escupió Menta.
Perséfone se puso rígida y bajó los brazos.
—No soy una niña.
—¿Sabes qué? No sé lo que un dios tan poderoso ve en ti. Eres privi-
legiada y sin magia, y aun así continúa dejándote entrar en nuestro
reino…
—Confía en mí, ninfa. No es una elección.
—¿No lo es? ¿No es una elección cada vez que dejas que te ponga las
manos encima? ¿Cada vez que te besa? Conozco a lord Hades, y si le
pidieras que se detuviera, lo haría, pero no lo haces. Nunca lo haces.
El rubor de Perséfone era feroz, pero se las arregló para decir:
—No deseo discutir esto contigo.
—¿No? Entonces iré al grano. Estás cometiendo un error. A Hades
no le interesa el amor, y no es material para una relación. Sigue ca-
minando por este camino y saldrás lastimada.
—¿Me estás amenazando?
—No, es la promesa de enamorarse de un dios.
—No me estoy enamorando de Hades —argumentó Perséfone.
La ninfa ofreció una sonrisa cruel.
—Negación —dijo—. Es la primera etapa del amor renuente. No co-
metas este error, Perséfone.
Odiaba que su nombre estuviera en la lengua de la ninfa y no pudo
reprimir un escalofrío. Tragando, Perséfone sintió su glamour se agi-
taba.
—¿Es por esto que viniste a mi trabajo? —preguntó—. ¿Para adver-
tirme sobre Hades?
—Sí —dijo—. Y ahora tengo una oferta que hacerte.
—No quiero nada de ti —la voz de Perséfone tembló.
—Si realmente deseas ser libre de tu contrato, aceptarás mi oferta.
Perséfone miró con desagrado, aún descon ada, pero no podía ne-
gar que quería escuchar lo que la ninfa tenía que decir. Menta se rio.
—Hades te ha pedido que crees vida en el Inframundo. Hay un ma-
nantial en las montañas donde se encuentra el Pozo de la Reencarna-
ción. Le dará vida a cualquier cosa, incluso a tu desolado jardín.
Perséfone nunca oyó hablar de ese lugar en ninguna de sus lecturas
del Inframundo, aunque eso no decía mucho. Esos libros también
describían el Inframundo como muerto y desolado.
—¿Y por qué debería con ar en ti?
—No tiene nada que ver con la con anza. Tú quieres ser libre de tu
contrato con Hades, y yo quiero que Hades se libere de ti.
Miró jamente a Menta por un momento. No estaba segura de lo que
la impulsó a hacer la pregunta, pero encontró las palabras rodando
por su lengua.
—¿Lo amas?
—¿Crees que esto tiene que ver con el amor? —preguntó Menta—.
Qué dulce. Lo estoy protegiendo. Hades solo ama las buenas apues-
tas, y tú, mi joven diosa, eres la peor apuesta que ha hecho.
Entonces Menta se fue.
Capítulo XVI - Un toque de oscuridad

Eres la peor apuesta que ha hecho.


Las palabras de Menta giraron en la cabeza de Perséfone. De vez en
cuando golpeaban un cordón tan sensible que sentía un nuevo arre-
bato de rabia cuando se dirigía a Nevernight.
A pesar de darse cuenta de que su jardín podría no cumplir el cont-
rato entre ella y Hades, sintió que sería renunciar al ignorarlo por
completo, así que regresó, regó su jardín y luego buscó a sus nuevos
amigos en Asfódelos.
Perséfone se propuso pasar por Asfódelos cada vez que visitaba el
Inframundo. Allí, en el verde valle, encontraba a los muertos vivien-
tes, quienes plantaban jardines y cosechaban frutos. Hacían merme-
ladas, mantequilla y pan. Cosían, tejían y teñían, haciendo ropa, bu-
fandas y alfombras. Era la razón por la que tenían un extenso merca-
do que se extendía por los callejones entre las extrañas casas de cris-
tal volcánico.
Más que de costumbre, los muertos estaban fuera en grandes canti-
dades y el mercado estaba lleno de una energía que aún no había ex-
perimentado en el Inframundo, era emoción. Algunas almas colga-
ron linternas entre sus hogares, decorando el callejón que compartí-
an. Perséfone los observó por varios momentos hasta que escuchó
una voz familiar.
—¡Buenas noches, milady!
Perséfone se dio la vuelta para encontrar a Yuri, una joven hermosa
con gruesos rizos. Vestía túnicas rosas y llevaba una gran cesta de
granadas.
—Yuri.
Perséfone sonrió y abrazó a la chica. Las dos se conocieron un día en
que Yuri le ofreció una de sus mezclas de té. A Perséfone le encantó.
Cuando intentó comprar una lata, Yuri rechazó su dinero y se la of-
reció gratis, explicando “¿Qué haría yo con el dinero en el inframundo?”.
La siguiente vez que Perséfone la visitó, le llevó a Yuri un broche con
joyas para poder sujetarse su grueso cabello. La chica estaba tan ag-
radecida que abrazó a Perséfone y se alejó rápidamente, disculpán-
dose por ser tan atrevida. Perséfone solo se rio y dijo:
—Me gustan los abrazos.
Las dos eran buenas amigas desde entonces.
—¿Está… pasando algo hoy? —preguntó Perséfone.
Yuri sonrió.
—Estamos celebrando a lord Hades.
—¿Por qué? —No quería parecer tan sorprendida—. ¿Es su cumple-
años?
Yuri se rio de esa pregunta, y Perséfone se dio cuenta de lo tonto que
era preguntarle a Hades que probablemente no celebraba un cump-
leaños o ni siquiera recordaba cuándo nació.
—Porque es nuestro rey y queremos honrarlo —dijo. Existían varios
festivales que celebraban a los dioses de la super cie, pero ninguno
de ellos celebraba al Dios del Inframundo—. Tenemos la esperanza
de que pronto tenga una reina.
Perséfone palideció. Su primer pensamiento fue ¿quién? Y luego, ¿por
qué? ¿Qué les había dado la impresión de que podrían tener una reina?
—Una… ¿qué?
Yuri sonrió.
—Vamos, Perséfone. No estás tan ciega.
—Creo que lo estoy —respondió.
—Lord Hades nunca le ha dado a un dios tanta libertad sobre su re-
ino.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Yuri se refería a ella.
—¿Qué pasa con Hécate? ¿Hermes? —argumentó. Cada uno tenía
acceso al inframundo y entraba y salía a su antojo.
—Hécate es una criatura de este mundo y Hermes es solo una espe-
cie de mensajero. Tú… eres algo más.
Perséfone negó.
—No soy más que un juego, Yuri.
Podía decir que el alma estaba confundida por su declaración, pero
Perséfone no iba a discutir. Conocía la realidad de su situación. Las
almas del Inframundo podrían ver el tratamiento de Hades como al-
go especial, pero ella sabía cómo era.
Yuri metió la mano en su cesta y ofreció a la diosa una granada.
—Aun así, ¿no te quedarás? Esta celebración, es tanto para ti como
para Hades.
La conmoción por las palabras de Yuri fue profunda.
—Pero no soy… No puedes adorarme.
—¿Por qué no? Eres una diosa, te preocupas por nosotros, y te pre-
ocupas por nuestro rey.
—Yo… —Quería argumentar que no le importaba lord Hades, pero
las palabras no venían y entonces su atención fue atraída por un coro
de voces.
—¡Lady Perséfone! ¡Lady Perséfone!
Algo pequeño pero poderoso se estrelló contra sus piernas, y casi ca-
yó sobre Yuri y su cesta.
—¡Issac! Discúlpate con tu… —Yuri se detuvo, y tuvo la sensación
de que las almas de Asfódelos ya comenzaban a llamarla por un títu-
lo que no poseía—. Discúlpate con lady Perséfone.
El niño en cuestión retiró su abrazo de las piernas de Perséfone. Fue
seguido por un ejército de niños de diferentes edades. Perséfone los
conoció a todos antes, y jugó varios juegos con ellos. Se unieron a el-
los los perros de Hades, Cerbero, Tifón y Ortro. Cerbero agarraba su
gran pelota roja con su mandíbula.
—Lo siento, lady Perséfone. ¿Jugará con nosotros?
—Lady Perséfone no está vestida para jugar, Isaac —dijo Yuri, y el
niño frunció el ceño. Era cierto que Perséfone no estaba vestida para
jugar en el prado. Todavía llevaba su atuendo de trabajo, un vestido
blanco que se adaptaba a su forma.
—Está perfectamente bien, Yuri —dijo, y estiró la mano para levan-
tar a Isaac en sus brazos. Era el más joven del grupo, supuso que so-
lo tenía unos cuatro años. Le dolía pensar en por qué este niño esta-
ba aquí, en Asfódelos. ¿Qué le había ocurrido en el Mundo Superior?
¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Alguna de estas almas era su familia?
Alejó esos pensamientos tan pronto como llegaron. Podía pasar ho-
ras pensando en todas las razones por las que alguna de estas perso-
nas estaba aquí y no serviría de nada. Los muertos eran muertos y
ella estaba aprendiendo que su existencia aquí no era tan mala.
—Por supuesto que jugaré —dijo.
Un coro de vítores estalló mientras caminaba con los niños a una
parte despejada de la pradera fuera del camino de las almas que se
preparaban para la celebración para Hades.
Perséfone jugaba a la pelota con los perros y a atrapar, y a un millón
de otros juegos que los niños inventaban. El prado estaba mojado y
Perséfone se deslizó mucho. Cuando se alejó del campo, estaba cubi-
erta de barro, pero felizmente agotada.
Había oscurecido en el Inframundo, y los músicos comenzaron a to-
car notas dulces en sus instrumentos. Las almas llenaron las calles
para charlar y reír. El olor de la carne cocinándose y los postres hor-
neándose llenaba el aire. No pasó mucho tiempo antes de que Persé-
fone encontrara a Hécate entre la multitud, y la diosa sonrió, diverti-
da por la apariencia de Perséfone.
—Querida, eres un desastre.
La Diosa de la Primavera sonrió.
—Fue un intenso juego de persecución.
—Espero que hayas ganado.
—Fui un completo fracaso —dijo—. Los niños son mucho más hábi-
les.
Ambas se rieron, y otra alma se acercó. Perséfone reconoció al homb-
re como Ian. Era un herrero y mantenía su forja caliente, trabajando
el metal en hermosas cuchillas y escudos. Una vez le preguntó por
qué parecía estar preparándose para la batalla, y el hombre respon-
dió que por hábito.
Perséfone no pensó demasiado en ello, al igual que trató de no pen-
sar demasiado en Isaac.
—Milady —dijo Ian—. Asfódelos tiene un regalo para ti.
Perséfone esperó, curiosa, mientras el alma se arrodillaba y sacaba
una hermosa corona de oro de su espalda. Pero no era una corona
cualquiera. Era una serie de ores cuidadosamente elaboradas en un
círculo. Entre el ramo, observaba rosas y lirios y narcisos. Pequeñas
gemas de varios colores brillaban en el centro de cada or.
—¿Llevarás nuestra corona, lady Perséfone?
El alma no la miró, y se preguntó si temía su rechazo. Levantó la mi-
rada, y notó que todo el lugar se había quedado en silencio. Las al-
mas esperaban, expectantes. Pensó en los comentarios de Yuri antes.
Esta gente ha llegado a pensar en ella como una reina, y aceptar esta
corona solo animaría eso, pero no aceptarla les haría daño.
En contra de su buen juicio, puso una mano en el hombro de Ian y se
arrodilló ante él. Lo miró a los ojos y respondió.
—Con gusto usaré tu corona, Ian.
Permitió que el alma colocara la corona sobre su cabeza y todos rom-
pieron en vítores. Ian sonrió, ofreciendo su mano, la llevó a bailar en
el centro del camino de tierra, bajo las luces que las almas habían col-
gado en lo alto.
Perséfone se sintió ridícula con su vestido manchado y su corona de
oro, pero los muertos no parecieron darse cuenta ni preocuparse. Ba-
iló hasta que apenas pudo respirar y le dolían los pies. Cuando se di-
rigió hacia Hécate para descansar, la Diosa de la Brujería dijo:
—Creo que te vendría bien un poco de descanso. Y un baño.
Perséfone se rio.
—Creo que tienes razón.
—Lo celebrarán toda la noche —dijo—. Pero tú has hecho su noche.
Hades nunca ha visitado para celebrar con ellos.
El corazón de Perséfone cayó.
—¿Por qué no?
Hécate se encogió de hombros.
—No puedo hablar por él, pero es una pregunta que tú puedes ha-
cer.
Las dos regresaron al palacio. De camino a los baños, Perséfone exp-
licó que recibió dos entradas para la Gala Olímpica, y preguntó si
Hécate tenía algún hechizo que pudiera ayudar a que su madre no la
viera.
La diosa consideró su petición y luego preguntó:
—¿Tienes una máscara?
Perséfone frunció el ceño.
—Planeaba conseguir una mañana.
—Déjamelo a mí —dijo Hécate.
Los baños se encontraban en la parte trasera de la fortaleza y se acce-
día a ellos a través de un arco. Cuando entró, fue recibida por el olor
a lino fresco y lavanda. Una cálida niebla cubrió su piel y se hundió
en sus huesos. Se ruborizó con el calor del aire, y fue bienvenida des-
pués de su tarde en el prado fangoso.
Hécate la llevó por una red de escaleras, pasó por varias piscinas y
duchas más pequeñas.
—¿Este es un baño público? —preguntó.
En la antigüedad, los baños públicos eran muy comunes, pero perdi-
eron popularidad en los tiempos modernos. Se preguntó cuántos en
el palacio usaban esta casa, entre ellos, Menta y Hades.
Hécate se rio.
—Sí, aunque lord Hades tiene su propia piscina privada. Ahí es don-
de te bañarás.
No protestó. No le gustaba bañarse en público. Hécate se detuvo pa-
ra recoger suministros como jabón y toallas para Perséfone y un pep-
lo lavanda. Perséfone no había usado la antigua prenda en casi cuat-
ro años, desde que dejó Olimpia y el invernadero para ir a Nueva
Atenas.
Bajaron una última escalera y llegaron a la piscina de Hades. Era un
gran óvalo rodeado de columnas. En la parte superior, el techo esta-
ba expuesto al cielo.
—Llámame si necesitas algo —dijo Hécate, y dejó que Perséfone se
desnudara en privado—. Cuando termines, únete a nosotros en el
comedor.
Desnuda, dio un paso tentativo hacia el agua, sumergiendo su pie
para probar la temperatura, estaba caliente, pero no hirviendo. Entró
en la piscina y gimió de placer. El vapor se elevaba a su alrededor y
sacaba el sudor de su piel. El agua la limpiaba y sentía como si se es-
tuviera limpiando del día. Afortunadamente, la celebración en Asfó-
delos alivió el estrés de la visita anterior de Menta, pero, aun así, se
sentía enojada porque la asistente de Hades se atrevió a ir a su traba-
jo.
¿Cómo era ella la que amenazaba la reputación de Hades? El Dios de
los Muertos hizo su ciente daño por su cuenta. A pesar del hecho de
que Perséfone quería salir de su contrato, no estaba segura de con ar
en Menta lo su ciente como para escucharla.
Frotó su piel y cuero cabelludo hasta que quedó en carne viva y rosa-
da, sintiéndose renovada. No estaba segura de cuánto tiempo se qu-
edó sumergida en el agua después de eso. Se distrajo en los detalles
del baño, notando una línea de azulejos blancos con narcisos rojos
que sobresalían en el borde del agua alrededor de la piscina. Las co-
lumnas que pensó eran blancas, en realidad estaban pintadas de oro.
El cielo sobre su cabeza oscureció, y pequeñas estrellas brillaron.
Estaba asombrada por la magia de Hades. Cómo mezclaba los olores
y las texturas. Era un maestro con su pincel, alisando y moteando,
creando un reino que rivalizaba con la belleza de los destinos más
buscados del Mundo Superior.
Estaba tan perdida en sus pensamientos que casi no escuchó el soni-
do de las botas pisando los escalones de la bañera. Hades estaba al
borde de la piscina, y sus ojos se encontraron. Se alegró de que el
agua le hubiera enrojecido la piel y de que él no pudiera ver el calor
que había experimentado en su presencia.
No dijo nada durante un largo momento, solo la miró jamente en
su bañera. Luego sus ojos se jaron en la ropa que ella se había qu-
itado a sus pies. Entre ellas, la corona de oro.
Hades se inclinó y la recogió.
—Esto es hermoso —dijo.
Ella se aclaró la garganta.
—Lo es. Ian la hizo para mí.
No se molestó en preguntarle si conocía a Ian, Hades le dijo anterior-
mente que conocía a todas las almas del inframundo.
—Es un artesano talentoso. Es lo que le llevó a su muerte.
Perséfone frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Fue favorecido por Artemisa, y lo bendijo con la habilidad de cre-
ar armas que aseguraban que su portador no pudiera ser derrotado
en la batalla. Fue asesinado por ello.
Perséfone tragó… era solo otra forma en que el favor de un dios pod-
ría resultar en dolor y sufrimiento.
Hades pasó un momento más inspeccionando la corona antes de co-
locarla de nuevo en su sitio. Cuando se puso en pie, Perséfone siguió
mirándolo y no se había movido ni un centímetro.
—¿Por qué no fuiste? —preguntó ella—. A la celebración en Asfóde-
los. Era para ti.
—Y para ti —dijo. Le tomó un momento para entender lo que él qu-
ería decir—. Te celebraban a ti. Como deberían.
—No soy su reina.
—Y yo no soy digno de su celebración.
Se quedó mirándolo. ¿Cómo podría este con ado y poderoso dios
sentirse indigno de la celebración de su pueblo?
—Si ellos sienten que eres digno de ser celebrado, ¿no crees que eso
es su ciente?
No respondió. En su lugar, sus ojos se oscurecieron y una extraña
sensación invadió el aire… era pesada, ardiente y picante. Hizo que
su pecho se sintiera pesado, restringiendo su respiración.
—¿Puedo unirme a ti? —Su voz fue profunda y sensual.
El cerebro de Perséfone sufrió un cortocircuito. Se refería a la piscina.
Desnudo. Donde solo el agua proporcionaría una cubierta. Se en-
contró asintiendo, y se preguntó brevemente si se había vuelto loca
por haber estado en el agua demasiado tiempo, pero había una parte
de ella que ardía tan caliente para este dios que haría cualquier cosa
para saciar la llama, incluso si eso signi caba probarla.
Él no sonrió y no le quitó los ojos mientras se desnudaba. Sus ojos
descendieron lentamente de su rostro a sus brazos y pecho, a su tor-
so, y se mantuvieron en su excitación. No era la única que sentía esta
atracción eléctrica, y temía que cuando entraran juntos al agua, pod-
rían incinerarse.
Se metió en la piscina, sin decir nada. Se detuvo a unos pocos centí-
metros de ella.
—Creo que te debo una disculpa.
—¿Por qué, especí camente? —preguntó. Había varias cosas por las
que él podría disculparse en su mente; la visita no anunciada de
Menta (si él lo sabía), la forma en que la trató la mañana después de
La Rose, el contrato. Hades sonrió con su ciencia, pero el humor no
tocó sus ojos… no, su mirada ardió.
El Rey del Inframundo extendió la mano y tocó su rostro, pasando
un dedo por su mejilla.
—La última vez que nos vimos, fui injusto contigo.
La había desnudado y se había burlado de ella de la forma más cru-
el, y cuando la dejó, se sintió avergonzada, enfadada y abandonada.
No quería que él viera nada de eso en sus ojos, así que miró a otro la-
do y dijo:
—Fuimos injustos el uno con el otro.
Cuando se las arregló para mirarlo de nuevo, la estaba estudiando.
—¿Te gusta tu vida en el reino de los mortales?
—Sí. —Ante su pregunta, puso distancia entre ellos, nadando hacia
atrás, pero Hades la siguió, lento y calculador—. Me gusta mi vida.
Tengo un apartamento, amigos y una pasantía. Pronto me graduaré
en la universidad.
Y podría quedarse si mantenía en secreto a Hades y el contrato.
—Pero tú eres Divina.
—Nunca he vivido como tal y lo sabes.
De nuevo, la estudió, en silencio por un momento.
—¿No tienes ningún deseo de entender lo que es ser una diosa?
—No —mintió.
Las garras de ese sueño de hace mucho tiempo todavía la retenían, y
cuanto más visitaba el Inframundo, más le dolía el corazón por ello.
Pasó su infancia sintiéndose inadecuada, rodeada por la magia de su
madre. Cuando llegó a Nueva Atenas, nalmente encontró algo en lo
que era buena, la escuela, la escritura y la investigación, pero una
vez más se encontró en la misma situación que antes, un dios dife-
rente, un reino diferente.
—Creo que estás mintiendo —dijo.
—No me conoces —dejó de moverse y lo miró con ira, porque vio a
través de ella.
Hades estaba ahora pegado a ella, mirando hacia abajo, con los ojos
como carbones.
—Te conozco. —Pasó sus dedos por encima de su clavícula, y se mo-
vió de manera que estaba en su espalda—. Sé la forma en que tu ali-
ento se agita cuando te toco. Sé cómo tu piel se ruboriza cuando pi-
ensas en mí. Sé que hay algo debajo de esta bonita fachada.
Los dedos de Hades continuaron su caricia ligera como una pluma
sobre la piel de Perséfone. Sus palabras no se alejaron, susurrando a
lo largo del camino de calor que dejó. Besó su hombro.
—Hay rabia. Hay pasión. Hay oscuridad. —Se detuvo un momento,
y dejó que su lengua se arremolinara contra su cuello. Su aliento se
quedó atrapado en su garganta tan fuerte, que pensó que podría
ahogarse—. Y quiero probarlo.
Su brazo rodeó su cintura y su espalda se encontró con su pecho. El
arco de su cuerpo encajaba perfectamente con el suyo. Su excitación
la presionó, y se preguntó qué se sentiría al tener esa carne dentro de
ella.
—Hades —dijo sin aliento.
—Déjame mostrarte lo que es tener el poder en tus manos —dijo—.
Deja que te saque la oscuridad, te ayudaré a darle forma.
Sí, pensó. Sí.
La cabeza de Hades descansaba en su cuello mientras su mano re-
corría su estómago y descendía. Cuando ahuecó su sexo, jadeó, ar-
queándose contra él.
—Hades, yo nunca…
—Déjame ser el primero —dijo, rogó, y su voz retumbó en su pecho.
No podía hablar, pero respiró un poco y luego asintió.
Él respondió rozando sus dedos a través de sus rizos, y luego pasan-
do su pulgar contra ese sensible nudo en el ápice de su núcleo. Inha-
ló bruscamente y luego contuvo la respiración mientras él jugaba
con ella allí, acariciando y dando vueltas.
—Respira —dijo él.
Y lo hizo, tanto como pudo, de todos modos, hasta que sus dedos se
hundieron en su cuerpo. Perséfone echó la cabeza hacia atrás, gritan-
do mientras Hades gemía, sus dientes rozaban su hombro.
—Estás tan mojada.
Su boca estaba caliente contra su piel.
Se movió lentamente entrando y saliendo, y Perséfone se aferró a su
brazo, con las uñas clavadas en su piel. Luego sintió que la otra ma-
no de Hades guiaba la suya hacia abajo.
—Tócate a ti misma. Aquí —dijo.
La ayudó a rodear la carne sensible con la que había jugado durante
tanto tiempo antes de entrar en ella. El placer se enroscó en su estó-
mago. Se balanceó contra él, arqueando su espalda. Hades besó su
piel sin piedad y tomó su pecho, amasando sus pezones hasta que se
endurecieron y se burlaron. Pensó que iba a explotar.
Hades se movió más rápido y Perséfone frotó más fuerte y luego, de
repente, se retiró. La ausencia de él fue tan impactante que gritó.
Se giró hacia él con ira, y le agarró las muñecas. Tirando de ella hacia
él, su boca descendió sobre la suya. Su beso fue devastador. Sus len-
guas chocaron, desesperadas y buscando. Pensó que él podría estar
tratando de saborear su alma.
Se apartó, apoyando su frente contra la de ella.
—¿Confías en mí? —preguntó.
—Sí —dijo sin aliento y sintió la verdad de sus palabras en lo más
profundo de su alma. Era un conocimiento tan primario y tan puro
que pensó que podría llorar. En esto con aba en él, en esto siempre
con aría en él.
La besó de nuevo y la levantó hasta el borde de la bañera.
—Dime que nunca has estado desnuda ante un hombre —le dijo—.
Dime que soy el único.
Tomó su rostro, lo miró a los ojos y le contestó.
—Lo eres.
La besó antes de pasar los brazos por debajo de sus rodillas, movién-
dolos para que apenas descansara en el borde de la piscina. No po-
día respirar mientras la besaba por la parte interior de su pierna, de-
teniéndose cuando llegó a los moretones en su piel. Ella no los había
notado, pero al mirarlos ahora, sabía exactamente de donde provení-
an. La noche en la limusina cuando Hades la sujetó con fuerza. Fue
una señal de su necesidad y de su contención.
La miró.
—¿Fui yo?
—Está bien —susurró y le pasó los dedos por el cabello.
Pero Hades frunció el ceño y besó cada moretón, ocho en total. Per-
séfone contó.
Lentamente, se movió desde el exterior hacia el interior, más cerca
de su núcleo. Y entonces su boca estaba sobre ella y un grito escapó
de su boca. Se sintió derretida donde la tocó, y se extendió por todo
su cuerpo. Su lengua rodeó su sensible nudo y separó su humedad,
bebiéndola hasta que explotó.
Se levantó en toda su altura y la besó con fuerza en los labios. Se fun-
dió con él, envolviendo sus piernas alrededor de su cintura. Podía
sentir su polla presionando su entrada, y quería desesperadamente
sentirlo dentro de ella. Saber lo que era estar llena y completa.
Hades se alejó del beso, pidiendo sin palabras permiso, y lo habría
concedido si no hubiera oído una voz suave y femenina gritar.
—¿Lord Hades?
Hades la giró para que la mujer que se acercó solo pudiera ver su es-
palda. Estaban pecho contra pecho, y las piernas de Perséfone aún
enrolladas alrededor de la cintura de Hades. Dejó que su mano se
deslizara entre ellos y envolvió sus dedos alrededor de su dura car-
ne. Los ojos de Hades se clavaban en los suyos cuando lo tocó.
—Ha…
Perséfone reconoció la voz ahora, era Menta. No podía ver a la her-
mosa ninfa, pero sabía por su voz que estaba sorprendida de encont-
rarlos juntos. Probablemente esperaba que Perséfone prestara atenci-
ón a su advertencia anterior y se mantuviera alejada.
—¿Sí, Menta? —dijo Hades, su voz era rme.
Perséfone no estaba segura de si era porque estaba enojado por ha-
ber sido interrumpido o por el hecho de que acababa de acariciarlo
desde la basa hasta la punta. Era grueso, duro y suave.
—Te… echamos de menos en la cena —dijo—. Pero veo que estás
ocupado.
Otro movimiento.
—Mucho —gruñó él.
—Le haré saber al cocinero que has quedado completamente saci-
ado.
Otro.
—Bastante —dijo con dientes apretados.
El suave golpe de los tacones de Menta hizo eco y desapareció. Cu-
ando estuvo fuera del alcance para oírlos, Perséfone se alejó de Ha-
des. No podía creer que dejara que esto sucediera. Se volvió loca,
con palabras bonitas y un dios sorprendentemente atractivo. Debió
mantenerse alejada, no por la advertencia de Menta, sino por la pro-
pia Menta.
—¿A dónde vas? —demandó, siguiéndola.
—¿Con qué frecuencia viene Menta a tu baño? —preguntó, mientras
salía de la piscina.
—Perséfone.
No lo miró mientras tomaba una toalla para cubrirse. Alcanzó el
peplo y la corona que Ian había hecho para ella.
—Mírame, Perséfone.
Lo hizo.
No había salido de la piscina, pero se paró en los escalones, con los
pies y las piernas sumergidos. Era enorme, su cuerpo y erección.
—Menta es mi asistente.
—Entonces ella puede asistirte con tu necesidad —dijo, mirando di-
rectamente a su polla. Empezó a alejarse, pero Hades la alcanzó y la
llevó hacia él.
—No quiero a Menta —gruñó.
—Yo no te quiero a ti.
Hades inclinó su cabeza a un lado, y sus ojos brillaron.
—¿No… me quieres? —repitió.
—No —dijo, pero era como si tratara de convencerse a sí misma,
sobre todo porque los ojos de Hades habían caído sobre sus labios.
—¿Conoces todos mis poderes, Perséfone? —preguntó, nalmente
nivelando su mirada con la de suya.
Era muy difícil pensar cuando estaba tan cerca, y lo miró con recelo,
preguntándose a dónde quería llegar.
—Algunos de ellos —dijo.
—Ilumíname.
Recordó el pasaje que había leído sobre la magia del Señor de los
Muertos.
—Ilusión —dijo.
Y mientras hablaba, él se inclinó, besando ligeramente la columna de
su cuello.
—Sí —dijo.
—¿Invisibilidad?
Una opresión de su lengua en el hueco de su garganta.
—Muy valioso —murmuró.
—¿Encanto? —dijo ella.
—Hmm. —El murmullo de sus palabras vibró contra su piel, más
bajo esta vez, más cerca de su pecho—. Pero no funciona en ti…
¿verdad?
—No. —Tragó profundamente.
—Parece que no has oído hablar de uno de mis más valiosos talen-
tos. —Bajó la toalla, exponiendo sus pechos, y tomó un brote apreta-
do entre sus dientes, chupando hasta que un sonido gutural escapó
de su boca. Se retiró y niveló su mirada con la de ella—. Puedo sabo-
rear las mentiras, Perséfone. Y las tuyas son tan dulces como tu piel.
Lo empujó, y él dio un paso atrás.
—Esto fue un error.
Esa parte la creía. Vino aquí para cumplir con los términos de su
contrato. ¿Cómo había terminado desnuda en una piscina con el Di-
os de los Muertos? Perséfone agarró su ropa del suelo y subió las es-
caleras.
—Podrás creer que esto fue un error —dijo, y ella hizo una pausa,
pero no se giró para mirarlo—. Pero me quieres a mí. Estaba dentro
de ti. Te probé. Esa es una verdad de la que nunca escaparás.
Se estremeció y luego corrió.
Capítulo XVII - La Gala Olímpica

Perséfone no pudo dormir.


Se sentía agobiada por la energía no gastada que corría por sus ve-
nas, haciendo que su cuerpo se sintiera acalorado bajo las mantas.
Las empujó, pero encontró poco alivio. Su delgado camisón de algo-
dón era como un peso contra su piel, y cuando se movía, la tela roza-
ba sus sensibles pechos. Enroscó sus dedos en puños y juntó sus pi-
ernas en un intento de detener la presión que se acumulaba en su cu-
erpo.
Y no podía pensar en nadie más que en Hades, la presión de su cuer-
po contra el de ella, el calor de su beso, la sensación de su lengua sa-
boreando más que la piel de su clavícula.
Suspiró, se frustró y se movió en la cama, pero el pulso no se detuvo.
—Esto es ridículo —dijo en voz alta y se puso de pie.
Se paseó por su habitación. Debería concentrarse en cumplir los tér-
minos del contrato con Hades, no en besar al rey de los Muertos.
Estúpido favor, pensó.
Cada vez que Hades la besaba, las cosas iban más y más lejos. Ahora
estaba siendo llevada al límite de algo que no entendía, algo que no
había explorado y que no se podía quitar.
Miró a su cama, el edredón arrugado parecía como si la hubiera
compartido con alguien. Apretó y soltó las primeras veces. Tenía que
hacer que esta sensación desapareciera o no iba a dormir y tenía
mucho que hacer. Ella y Lexa tenían que ir de compras y prepararse
para la Gala Olímpica.
Tomó una decisión difícil y se bajó las bragas. El aire fresco alivió la
tensión en su núcleo, apenas. También la hizo hiper—consciente de
la humedad entre sus muslos. Acostada de nuevo, separó sus pier-
nas y deslizó sus dedos a lo largo de sus piernas hasta que llegaron a
su sexo. Estaba húmeda y caliente, y sus dedos se hundieron en una
parte de ella que nunca había tocado. Jadeó, arqueando su espalda
mientras se complacía a sí misma. Su pulgar encontró el brote sen-
sible en el ápice de sus muslos y lo manipuló como Hades le enseñó,
hasta que su cuerpo se sintió eléctrico y las ondas de placer la mare-
aron y la dejaron sensible.
Trabajó arduamente, imaginando que era la mano de Hades en lugar
de la suya, imaginando que podía penetrar su dura longitud dentro
de ella. Sabía que, si Menta no hubiera interrumpido, habría dejado
que Hades la tomara en la piscina. Ese pensamiento la estimuló. Su
aliento se hizo más difícil y se movió más rápido.
—Dime que estás pensando en mí. —Su voz surgió de las sombras,
una brisa fría contra una llama brillante.
Perséfone se congeló y giró, encontrando a Hades de pie al nal de
su cama. No podía saber lo que llevaba puesto en la oscuridad, pero
pudo ver sus ojos, y brillaban como brasas en la noche.
Cuando no contesto nada, él dijo:
—¿Y bien?
Sus pensamientos se dispersaron. Un pequeño rayo de luz cayó sob-
re un pómulo y sus labios llenos. Quería que esos labios estuvieran
en todos los lugares donde sintiera fuego. Se incorporó sobre sus ro-
dillas y mantuvo su mirada mientras se quitaba el camisón por
completo. Hades gruñó y se apoyó contra el pie de la cama.
—Sí —suspiró—. Estaba pensando en ti.
La tensión en el aire se hizo más espesa. Hades habló con un gruñido
que hizo que la piel de Perséfone punzara.
—No te detengas por mí.
Perséfone comenzó donde lo dejó. Hades respiró a través de sus di-
entes apretados mientras la observaba darse placer a sí misma. Al
principio, mantuvo el contacto visual, deleitándose con la sensación
de sus ojos recorriendo cada centímetro de su piel, deleitándose con
este pecado. Pronto el placer fue demasiado, y su cabeza se echó ha-
cia atrás, su cabello se derramó por su espalda, exponiendo sus pec-
hos para que Hades los viera.
—Córrete para mí —instó, y luego ordenó de nuevo—. Ahora, cari-
ño.
Y lo hizo con un grito estrangulado. La dulce liberación la atravesó y
se desplomó en la cama. Su cuerpo se sacudió, cayendo de lo alto.
Respiró hondo, inhalando el olor a pino y ceniza, y al recobrar sus
pensamientos dispersos, la realidad de su audacia descendió como la
ira de su madre.
Hades.
Hades estaba en su dormitorio.
Se sentó con un sobresalto, buscando su camisón para cubrir su piel
desnuda. Era un poco ridículo, dado lo que había pasado entre ellos.
Comenzó a sermonear a Hades sobre su abuso de poder y la violaci-
ón de su privacidad cuando descubrió que estaba sola.
Recorrió la habitación con su cabeza.
—¿Hades? —susurró su nombre, sintiéndose ridícula y nerviosa al
mismo tiempo. Se puso su camisón y se deslizó de la cama, revisan-
do cada rincón de su habitación, pero no lo encontró por ningún la-
do.
¿Su deseo era tan fuerte que alucinó?
Sintiéndose insegura, se subió a la cama, con los ojos pesados, y se
durmió con el recordatorio de que las alucinaciones no huelen a pino
y ceniza.

—Te ves como una diosa —dijo Lexa.


Perséfone se miró en el espejo. Llevaba un vestido de seda roja. Era
simple, pero le quedaba como un guante, acentuando la curva de sus
caderas donde la tela se juntaba y luego se dividía a mitad de muslo
para exponer una pierna cremosa. Un bonito aplique oral negro se
extendía sobre su hombro derecho, bajando por el lado derecho de la
espalda abierta.
Lexa le arregló el cabello, tirando de él en una cola de caballo alta y
rizada, y le maquilló, eligiendo unos ojos oscuros y ahumados. Per-
séfone llevaba unos sencillos pendientes de oro y el brazalete de oro
que usaba para cubrir la marca de Hades. En ese momento, sintió la
quemadura en su piel.
Perséfone se sonrojó.
—Gracias.
Pero Lexa no había terminado. Añadió:
—Como… la Diosa del Inframundo.
—No hay ninguna Diosa del Inframundo —respondió Perséfone. Re-
cordó las palabras de Yuri y la esperanza de las almas de que Hades
tuviera pronto una reina.
—El lugar está vacío —dijo Lexa.
Perséfone no quería hablar de Hades. Lo vería muy pronto, y nunca
se había sentido tan confundida por nada en su vida. Sabía que su
atracción por él solo la metería en problemas. A pesar de odiar las
palabras de Menta, las creía. Hades no era el tipo de dios que quería
una relación, y sabía que él no creía en el amor, y Perséfone quería
amor.
Desesperadamente.
Se le había negado tanto durante toda su vida. No se le negaría el
amor.
Perséfone sacudió su cabeza, aclarando esos pensamientos.
—¿Cómo está Jaison? —preguntó.
Lexa conoció a Jaison en La Rose. Intercambiaron números y estuvi-
eron hablando desde entonces. Él era un año mayor que ellas, y un
ingeniero en computación. Cuando Lexa hablaba de él, eran comple-
tamente opuestos, pero de alguna manera, funcionaba.
Lexa se sonrojó.
—Realmente me gusta.
Perséfone sonrió.
—Te lo mereces, Lex.
—Gracias.
Lexa volvió a su habitación para terminar de prepararse y Perséfone
fue a buscar su bolso cuando sonó el timbre.
—¡Yo atiendo! —dijo a Lexa.
Cuando abrió la puerta, no encontró a nadie, solo un paquete que
descansaba en su puerta. Era una caja blanca con una cinta roja atada
en un lazo. Lo recogió y lo llevó dentro, mirando para comprobar si
estaba dirigido a alguien.
Encontró una etiqueta que decía: Perséfone.
Dentro, descansando en terciopelo negro, había una nota y una más-
cara. Lleva esto con tu corona, decía.
Perséfone se sentó a un lado y sacó una máscara de oro bellamente
diseñada, a pesar de su detalle, era simple y no cubría mucho de su
rostro.
—¿Eso es de Hades? —preguntó Lexa, entrando en la cocina. La bo-
ca de Perséfone se abrió cuando vio a su mejor amiga. Lexa eligió un
vestido de tafetán azul real sin tirantes. Su máscara era blanca, ador-
nada con plata, y tenía un montón de plumas saliendo de la parte su-
perior derecha.
—¿Y bien? —preguntó cuando Perséfone no respondió.
—Oh. —Miró hacia abajo a la máscara—. No, no es de Hades.
Perséfone llevó la caja a su habitación. Se sintió un poco tonta al po-
nerse la corona que Ian le había dado en la cabeza, pero una vez que
se puso la máscara, entendió las instrucciones de Hécate. La combi-
nación era llamativa y realmente parecía una reina.
Perséfone y Lexa tomaron un taxi al Museo de Artes Antiguas. Sus
boletos indicaban un tiempo de llegada a las cinco y media, una hora
y media antes que los dioses. Nadie quería fotos de los mortales a
menos que envolvieran el brazo de uno de los Divinos.
Esperaron en la parte de atrás del sofocante taxi al nal de una larga
la de vehículos. Cuando nalmente las dejaron salir en una gran es-
calera cubierta de alfombra roja, Perséfone estaba agradecida por el
aire fresco, excepto que fue acosada inmediatamente por las luces de
las cámaras. Se sintió abrumada y claustrofóbica, su pecho se apretó
una vez más.
Los asistentes las condujeron por las escaleras para que subieran al
ominoso museo, cuya fachada era moderna, hecha de pilares de hor-
migón y vidrio. Una vez dentro, fueron llevadas por un pasillo bor-
deado de brillantes cristales. Colgaban de cuerdas como si fueran lu-
ces. Era hermoso y un elemento que Perséfone no esperaba.
La anticipación aumentó cuando se acercaron al nal del pasillo. Pa-
saron a través de una cortina de los mismos cristales y se encontra-
ron en una habitación ricamente decorada. Había varias mesas orga-
nizadas alrededor de un salón de baile, dejando espacio en el centro
para bailar. Las mesas eran redondas, cubiertas con telas negras y
llenas de porcelana na. Las verdaderas obras maestras eran los
centros de mesa, estatuas de mármol que rendían homenaje a los di-
oses de la antigua Grecia.
—Perséfone, mira. —Lexa le dio un codazo e inclinó la cabeza hacia
atrás para encontrar un hermoso candelabro en el centro de la habi-
tación. Hebras de los brillantes cristales cubrían el techo y brillaban
como las estrellas en el cielo del Inframundo.
Encontraron su mesa, tomaron una copa de vino y pasaron un tiem-
po mezclándose. Perséfone admiraba la habilidad de Lexa para ha-
cerse amiga de cualquiera. Empezó a charlar con una pareja en su
mesa y su grupo creció hasta incluir a varias personas más cuando
sonó una campana en la habitación. Todo el mundo intercambió mi-
radas, y Lexa jadeó.
—¡Perséfone, los dioses están llegando! ¡Vamos!
Lexa tomó la mano de Perséfone, arrastrándola por el suelo y por
unas escaleras que llevaban al segundo piso.
—Lexa, ¿a dónde vamos? —preguntó Perséfone mientras se dirigían
a las escaleras.
—¡A contemplar la llegada de los dioses! —dijo, como si eso fuera
obvio.
—Pero… ¿No los veremos dentro? —preguntó.
—¡No es el punto! He visto esta parte en la televisión durante años.
Quiero verla en persona esta noche.
Había varias exhibiciones en el segundo piso, pero Lexa quería ase-
gurarse un lugar en la terraza exterior que daba a la entrada del mu-
seo. Ya había varias personas apiñadas en el borde del balcón para
ver a los Divinos a medida que llegaban, pero Perséfone y Lexa se las
arreglaron para meterse en un pequeño espacio. Una masa de fanáti-
cos y periodistas gritando se amontonaban en las aceras y al otro la-
do de la calle. Las luces de las cámaras parpadeaban como un rayo
por todas partes.
—¡Mira! ¡Ahí está Ares! —chilló Lexa, pero el estómago de Perséfone
se revolvió.
No le gustaba Ares. Era un dios que tenía sed de sangre y violencia.
Fue una de las voces más fuertes antes del Gran Descenso, persuadi-
endo a Zeus para que descendiera a la tierra y declarara la guerra a
los mortales.
Y Zeus escuchó, ignorando el consejo y la sabiduría de la contraparte
de Ares, Atenea.
El Dios de la Guerra caminó por las escaleras. Llevaba un quitón do-
rado y parte de su pecho estaba descubierto, revelando los músculos
esculturales y la piel dorada. Una capa roja cubría un hombro. En lu-
gar de llevar una máscara, llevaba un yelmo dorado con un largo pe-
nacho de plumas rojas que caía por su espalda. Sus cuernos de cimi-
tarra eran largos, exibles y letales, inclinándose con sus plumas. Era
majestuoso, hermoso y aterrador.
Después de Ares vino Poseidón. Era enorme, sus hombros, pecho y
brazos sobresalían por debajo de la tela de su chaqueta de traje color
aguamarina. Llevaba un hermoso cabello rubio que le recordaba a
Perséfone las inquietas olas. Usaba una máscara minimalista que
brillaba como el interior de una concha. Tenía la idea de que Pose-
idón no quería ningún misterio en su presencia.
Siguiendo a Poseidón estaba Hermes. Estaba guapo con un llamativo
traje dorado. Dejó caer el glamour de sus alas, y las plumas crearon
una capa alrededor de su cuerpo. Sobre su cabeza, llevaba una coro-
na de hojas de oro. Perséfone podía decir que a Hermes le gustaba
caminar por la alfombra roja. Se regocijaba en la atención, sonriendo
ampliamente y posando. Pensó en llamarlo, pero no fue necesario, la
encontró rápidamente, guiñándole un ojo antes de desaparecer de la
vista.
Apolo llegó en un carruaje de oro tirado por caballos blancos. Era co-
nocido por sus rizos oscuros y ojos violetas. Su piel era marrón bron-
ceada e hizo que el quitón blanco que llevaba pareciera una ama.
En lugar de mostrar sus cuernos, llevaba una corona de oro que se
asemejaba a los rayos del sol.
Estaba acompañado por una mujer que Perséfone reconoció.
—¡Sybil! —Ella y Lexa llamaron alegremente, pero la hermosa rubia
no pudo escucharlas a través de los gritos de la multitud. Los peri-
odistas gritaban preguntas a Sybil, preguntando su nombre, exigien-
do saber quién era, de dónde era, y cuánto tiempo llevaba con Apo-
lo.
Perséfone admiró la forma en que Sybil manejó todo. Parecía disfru-
tar de la atención, sonriendo y saludando, y de hecho respondió a las
preguntas. Llevaba un hermoso vestido rojo que brillaba mientras
caminaba al lado de Apolo y entraba en el museo.
Perséfone reconoció el vehículo de Deméter, una larga limusina
blanca. Su madre optó por un estilo más moderno, eligiendo un ves-
tido lavanda que tenía pétalos rosas. Literalmente parecía como si un
jardín estuviera creciendo en su falda. Su cabello estaba recogido y
sus cuernos en exhibición.
Lexa se inclinó y susurró:
—Algo debe estar mal. Deméter siempre trabaja en la alfombra roja.
Lexa tenía razón. Su madre solía montar un espectáculo elegante y
extravagante, sonriendo y saludando a la multitud. Esta noche, frun-
ció el ceño, apenas mirando a los periodistas cuando la llamaron. To-
do lo que Perséfone podía pensar era que, por lo que su madre esta-
ba pasando, era todo culpa suya.
Negó.
Detente, se dijo. Ella no iba a dejar que Deméter le arruinara la diversión.
No esta noche.
La multitud aumentó su volumen a medida que otra limusina se
acercaba. Afrodita salió con un sorprendente vestido de noche de
buen gusto. Flores blancas y rosas decoraban el corpiño. El centro
era transparente, y las ores continuaban bajando por los pliegues
de tul. Llevaba un tocado de peonías y perlas rosas, y sus elegantes
cuernos de gacela brotaban de su cabeza detrás de éste. Era impresi-
onante, pero lo que tenía Afrodita, todas las diosas, en realidad, era
que también eran guerreras. Y la Diosa del Amor, por la razón que
sea, era particularmente despiadada.
Esperó fuera de su limusina, y tanto Perséfone como Lexa gimieron
cuando vieron a nada menos que Adonis saltar del asiento trasero.
Lexa se inclinó y susurró:
—Se rumorea que Hefesto no la quiere.
Perséfone resopló.
—No puedes creer todo lo que oyes, Lexa.
Hefesto no era un Olímpico, pero era el Dios del Fuego. Perséfone no
sabía mucho de él, excepto que era callado y un brillante inventor.
Escuchó muchos rumores sobre su matrimonio con Afrodita y nin-
guno de ellos era bueno.
Los últimos en llegar fueron Zeus y Hera.
Zeus, como sus hermanos, era enorme. Llevaba un quitón que expo-
nía parte de su pecho musculoso. Su cabello caía en ondas hasta sus
hombros y era de color marrón, enhebrado con toques de blanco pla-
teado. Su barba gruesa y bien cuidada. Sobre su cabeza, llevaba una
corona dorada que encajaba entre un par de cuernos de ciervo que se
enroscaban alrededor de su rostro. Le hacía parecer feroz y aterra-
dor.
A su lado, Hera caminaba con un aire de gracia y nobleza. Su cabel-
lo, largo y castaño, estaba sobre su hombro. Su vestido era bello pero
sencillo, negro, el corpiño bordado con coloridas plumas de pavo re-
al. Un círculo dorado descansaba sobre su cabeza, encajando perfec-
tamente alrededor de un par de cuernos de ciervo.
Aunque Demetri le dijo que Hades nunca llegaba junto a los otros di-
oses, Perséfone pensó que podría hacer una excepción esta vez, ya
que la noche era temática de su reino, pero cuando la multitud co-
menzó a dispersarse, se dio cuenta de que no llegaría, al menos no a
través de esta entrada.
Perséfone y Lexa se dirigieron al interior.
—¿No fueron todos magní cos? —preguntó Lexa mientras Perséfo-
ne se dirigía dentro.
Estaban todos y cada uno de ellos, y, sin embargo, a pesar de todo su
estilo y glamour, Perséfone todavía anhelaba ver un rostro entre la
multitud.
Comenzó a bajar las escaleras y se detuvo abruptamente.
Está aquí, pensó. La sensación la atravesó, tensando su columna ver-
tebral. Podía sentirlo, saborear su magia. Entonces sus ojos encontra-
ron lo que buscaban y la habitación se calentó de repente.
—¿Perséfone? —preguntó Lexa, confundida por el motivo por el cu-
al no se movía.
Entonces sus ojos siguieron la mirada de Perséfone, y no pasó mucho
tiempo antes de que toda la habitación se quedara en silencio.
Hades estaba de pie en la entrada, el fondo de cristales creaba un
hermoso y agudo contraste con su traje negro a medida. La chaqueta
era de terciopelo con una simple or roja en el bolsillo del pecho. Su
cabello era liso y atado en un moño en la parte de atrás de su cabeza,
y su barba recortada y de nida. Llevaba una simple máscara negra
que solo le cubría los ojos y el puente de la nariz.
Sus ojos se deslizaron desde sus brillantes zapatos negros hasta su
alta y poderosa gura y sobre sus anchos y musculosos hombros
hasta sus brillantes ojos carbón. Él también la había encontrado. El
calor de su mirada la siguió, recorriendo cada centímetro de su cuer-
po. Se sentía como una ama expuesta a un viento frío.
Podría haber pasado toda la noche mirándolo si no fuera por la ninfa
pelirroja que apareció a su lado. Menta era preciosa, vestida con un
vestido esmeralda y con un escote de corazón. Abrazaba sus caderas
y se abría, dejando un rastro de tela detrás de ella. Su cuello y orejas
estaban cubiertos de nas joyas que brillaban cuando la luz las al-
canzaba. Perséfone se preguntó si Hades se las había suministrado
cuando Menta enlazó su brazo con él.
Su ira ardía en llamas, y sabía que su glamour se estaba desvanecien-
do. Su mirada se dirigió hacia Hades, y lo miró jamente. Si pensaba
que podía tenerla a ella y a Menta también, estaba equivocado. Se
bebió el resto del vino y luego miró a Lexa.
—Busquemos otro trago —dijo.
Perséfone y Lexa caminaron entre la multitud, llamando a un cama-
rero para cambiar sus copas vacías por otras llenas.
—¿Puedes sostener esto? —preguntó Lexa—. Necesito el baño.
Perséfone agarró la copa de Lexa y comenzó a beber de la propia cu-
ando escuchó una voz familiar detrás de ella.
—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —Se giró para encontrar a
Hermes—. Una diosa del Tártaro.
Perséfone levantó una ceja en cuestión.
—¿Lo entiendes? ¿Tortura?
Lo miró jamente y él frunció el ceño, explicando.
—¿Porque estás torturando a Hades?
Le tocó a Perséfone poner los ojos en blanco.
—¡Oh, vamos! ¿Por qué si no te pondrías ese vestido?
—Por mí misma —respondió un poco a la defensiva.
No había elegido su vestido pensando en Hades. Quería verse her-
mosa y sexy y sentirse poderosa.
Este vestido hizo todas esas cosas.
El Dios del Engaño levantó una ceja, sonrió, y concedió:
—Justo. Aun así, toda la habitación se dio cuenta de que estabas fol-
lando con los ojos a Hades.
—No estaba… —Cerró la boca, sus mejillas sonrojándose.
—No te preocupes, todos notaron que él también te folló con los oj-
os.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—¿Notaron a Menta en su brazo?
La sonrisa de Hermes se volvió malvada.
—Alguien está celosa.
Comenzó a negarlo, pero decidió que era una tontería intentarlo. Es-
taba celosa, así que admitió.
—Lo estoy.
—Hades no está interesado en Menta.
—Seguro que no lo parece —murmuró.
—Confía en mí. Hades se preocupa por ella, pero si le interesara, la
habría hecho su reina hace mucho tiempo.
—¿Qué se supone que signi ca eso?
Hermes se encogió de hombros.
—Que, si la amara, se habría casado con ella.
Perséfone se burló.
—Eso no suena como Hades. No cree en el amor.
—Bueno, ¿quién soy yo para decirlo? Solo conozco a Hades desde
hace siglos, y a ti desde hace unos meses.
Perséfone frunció el ceño.
Era difícil para ella ver a Hades de otra manera que no fuera la que
su madre le proyectó, y era feo y poco favorecedor. Tenía que admi-
tir que cuanto más tiempo pasaba en el Inframundo y con él, más co-
menzaba a cuestionarse cuánta verdad había en lo que su madre di-
jo, y en los rumores difundidos por los mortales.
Hermes le dio un empujón con su hombro.
—No te preocupes, amor. Cuando estés celosa, haz algo para recor-
darle a Hades lo que se está perdiendo.
Lo miró y él le besó la mejilla. El movimiento la sorprendió, y Her-
mes se rio mientras se alejaba otando, con sus alas blancas arrast-
rándose por el suelo como una capa real.
—¡Reserva un baile para mí!
Cuando Lexa regresó, parecía desconcertada.
—¿Te acaba de besar Hermes en la mejilla?
Perséfone aclaró su garganta.
—Sí.
—¿Lo conoces?
—Lo conocí en Nevernight —dijo.
—¿Y no me lo dijiste?
Perséfone frunció el ceño.
—Lo siento. Simplemente no pensé en ello.
Los ojos de Lexa se suavizaron.
—Está bien. Sé que las cosas han sido una locura últimamente.
Había una razón por la que Lexa era su mejor amiga, y era en mo-
mentos como este cuando se sentía más agradecida por ella.
Atravesaron la multitud y regresaron a su mesa. Después de unos
anuncios rápidos, comenzó la cena. Se les sirvió una combinación de
alimentos antiguos y modernos. Sus aperitivos consistían en aceitu-
nas, uvas, higos, pan de trigo y queso. El plato principal era pescado,
verduras y arroz. El postre era un rico pastel de chocolate. A pesar
de la hermosa comida, Perséfone descubrió que no tenía tanta hamb-
re.
La conversación alrededor de la mesa no faltó. El grupo habló de va-
rios temas, incluyendo el Pentatlón y Titanes al Anochecer. Su con-
versación se interrumpió cuando comenzaron los aplausos, y Menta
cruzó el escenario y subió al podio.
—Lord Hades se honra en revelar la obra de caridad de este año, el
Proyecto Halcyon.
Las luces de la habitación se atenuaron, y una pantalla descendió pa-
ra reproducir un corto video sobre Halcyon, un nuevo centro de re-
habilitación especializado en el cuidado gratuito de los mortales. El
video detallaba las estadísticas sobre el gran número de muertes ac-
cidentales debido a sobredosis, tasas de suicidio y otros desafíos que
los mortales enfrentaban después de la Gran Guerra y cómo los
olímpicos tenían el deber de ayudar.
Eran palabras que Perséfone había pronunciado, presentadas de nu-
evo a su audiencia.
¿Qué es esto? Se preguntó. ¿Era esta la forma en que Hades se burlaba de
ella? Sus pensamientos alimentaron su ira.
Entonces el video terminó y las luces se encendieron. Perséfone se
sorprendió al ver a Hades de pie en el escenario. Su presencia provo-
có los vítores del público.
—Hace días, se publicó un artículo en el Noticias Nueva Atenas. Era
una crítica mordaz a mi actuación como dios. Entre esas palabras
enojadas había sugerencias sobre cómo podría ser mejor. No me
imagino que la mujer que lo escribió esperara que me tomara esas
ideas a pecho, pero al pasar tiempo con ella, comencé a ver cómo
podría ser mejor. —Se detuvo a reírse en voz baja, como si recordara
algo que habían compartido, y Perséfone se estremeció—. Nunca he
conocido a nadie que estuviera tan apasionado por mi equivocación,
así que seguí su consejo e inicié el Proyecto Halcyon. A medida que
avance la exhibición, es mi esperanza que Halcyon sirva como una
llama en la oscuridad para los perdidos.
La multitud estalló en aplausos, poniéndose de pie para honrar al di-
os, incluso algunos de los Divinos los siguieron, incluyendo a Her-
mes.
A Perséfone le llevó un momento ponerse de pie. Estaba sorprendida
por la caridad de Hades, pero también era cautelosa. ¿Estaba haciendo
esto solo para revertir el daño que ella había hecho a su reputación? ¿Estaba
tratando de probar que estaba equivocada?
Lexa le dio a Perséfone una mirada inquisitiva.
—Sé lo que estás pensando —dijo Perséfone.
Ella arqueó una ceja.
—¿Y qué estoy pensando?
—No hizo esto por mí. Lo hizo por su reputación.
—Sigue diciéndote eso —dijo Lexa, sonriendo—. Creo que está ena-
morado.
—¿Enamorado? Has estado leyendo demasiadas novelas románticas.
Lexa caminó hacia la exhibición con los demás en su mesa. Perséfone
se quedó atrás, temerosa de ver más de la creación inspirada por el-
la. No podía explicar su vacilación, tal vez porque sabía que estaba
en peligro de enamorarse de este dios que su madre odiaba y que la
había arrastrado a un contrato que no podía ganar. Tal vez era por-
que él la escuchaba. Tal vez fue porque nunca se sintió más atraída
por otra persona en su corta y protegida vida.
Se adentró en la exposición lentamente. El espacio se oscureció para
que el centro de atención se mostrara en las exhibiciones que ilustra-
ban los planes y la misión del Proyecto Halcyon. Perséfone se tomó
su tiempo, y se detuvo en el centro de la habitación para observar
una pequeña maqueta blanca del edi cio. La tarjeta que estaba a su
lado decía que era un diseño de Hades. No era un edi cio moderno
como ella esperaba. Parecía una mansión de campo, asentada en diez
acres de exuberante tierra.
Pasó mucho tiempo recorriendo la exposición, leyendo cada presen-
tación, aprendiendo sobre la tecnología que se incorporaría a la ins-
talación. Era realmente de última generación.
Para cuando se fue, la gente había comenzado a bailar. Vio a Lexa
con Hermes y a Afrodita con Adonis. Se alegró de que su compañero
no hubiera intentado hablar con ella y había estado manteniendo su
distancia en el trabajo.
Le llevó un momento, pero se dio cuenta de que estaba buscando a
Hades. No estaba entre los bailarines o los asistentes en las mesas.
Frunció el ceño y se giró para encontrar a Sybil acercándose.
—Perséfone. —Ella sonrió, y se abrazaron—. Te ves hermosa.
—Tú también.
—¿Qué piensas de la exhibición? Maravillosa, ¿no?
—Lo es —aceptó. No podía negar que era todo lo que había imagina-
do y más.
—Sabía que grandes cosas vendrían de su unión —dijo.
—¿Nuestra… unión? —preguntó Perséfone, confundida.
—Tú y Hades.
—Oh, no estamos juntos…
—Tal vez todavía no —dijo—. Pero sus colores, están todos enreda-
dos. Lo han estado desde la noche en que te conocí.
—¿Colores?
—Sus caminos —dijo Sybil—. Tú y Hades… fue el destino, tejido por
las Moiras.
Perséfone no estaba segura de qué decir. Sybil era un oráculo, así
que las palabras que salieron de su boca eran verdad, ¿pero podría
ser que estuviera destinada a casarse con el Dios de los Muertos? ¿El
hombre que su madre odiaba?
Sybil frunció el ceño.
—¿Estás bien? —Perséfone no estaba segura de qué decir—. Lo sien-
to. Yo… no debería habértelo dicho. Pensé que estarías feliz.
—No estoy… infeliz —le aseguró Perséfone—. Solo…
No pudo terminar su frase. Esta noche y los últimos días pesaban
sobre ella, las emociones variaban y eran intensas. Si estaba destina-
da a estar con Hades, eso explicaba su insaciable atracción por el di-
os y, sin embargo, complicaba muchas otras cosas en su vida.
—¿Me disculpas? —preguntó, y se dirigió al baño.
Respiró hondo, poniendo las manos a ambos lados del lavabo y se
miró en el espejo. Abrió el grifo, corriendo agua fría sobre sus manos
y salpicando ligeramente sus mejillas calientes, tratando de no estro-
pear su maquillaje. Se secó la cara con palmaditas y se preparó para
regresar cuando escuchó una voz desconocida.
—¿Así que eres la pequeña musa de Hades? —El tono era rico, se-
ductor. Era una voz que atraía a los hombres y hechizaba a los mor-
tales. Perséfone vio a Afrodita aparecer detrás de ella. No estaba se-
gura de dónde había salido la diosa, pero una vez que encontró su
mirada, le resultó difícil moverse.
Afrodita era hermosa, y Perséfone tenía la sensación de que había co-
nocido a esta diosa antes, aunque sabía que eso era imposible. Sus oj-
os eran del color de la espuma del mar, y estaban enmarcados por
gruesas pestañas. Su piel era como la crema y sus mejillas ligeramen-
te enrojecidas. Sus labios tenían una plenitud perfecta y mostraban
pucheros. A pesar de su belleza, había algo detrás de su expresión,
algo que hacía pensar a Perséfone que estaba sola y triste.
Tal vez lo que Lexa dijo era cierto y Hefesto no la quería.
—No sé de qué estás hablando —dijo Perséfone.
—Oh, no te hagas la tímida. Vi la forma en que lo mirabas. Siempre
ha sido apuesto. Solía decirle que todo lo que tenía que hacer era
mostrar su rostro y su reino se llenaría de voluntarios y eles.
Eso hizo que Perséfone se sintiera un poco mal. No quería discutir
esto con nadie, mucho menos con Afrodita.
—Disculpe.
Perséfone intentó rodear a Afrodita, pero la diosa la detuvo.
—Pero no he terminado de hablar.
—No lo entiendes —respondió Perséfone—. No quiero hablar conti-
go.
La Diosa de la Primavera pasó por delante de Afrodita y salió del ba-
ño. Tomó un vaso de champagne y descubrió un anuncio para ver a
los bailarines. Consideró la posibilidad de irse. Jaison ya había acep-
tado recoger a Lexa, pues planeaba pasar la noche en su casa.
Justo cuando decidió llamar al taxi, sintió que Hades se acercaba. Se
enderezó, preparándose para su cercanía, pero no se giró para mirar-
lo.
—¿Algo que criticar, lady Perséfone?
Su voz retumbó en su garganta como un hechizo embriagador.
—No —susurró, y miró a su derecha. Todavía no podía verlo, ni si-
quiera en su periferia—. ¿Cuánto tiempo has estado planeando el
Proyecto Halcyon?
—No mucho —respondió.
—Será hermoso.
Sintió que se acercaba más. Se sorprendió cuando sus dedos rozaron
su hombro, donde estaba cosido el aplique negro.
—Un toque de oscuridad —dijo. Trazó sus dedos por el brazo de ella
y luego enroscándolos en los suyos—. Baila conmigo.
No se apartó y, en su lugar, se giró para mirarle. Él nunca dejaba de
quitarle el aliento, pero había una dulzura en su rostro que hizo que
su corazón se estremeciera en su pecho.
—Muy bien.
Los ojos los siguieron, curiosos y sorprendidos, mientras Hades la
llevaba a la pista. Perséfone hizo todo lo posible por ignorar las mira-
das y se centró en el dios que estaba a su lado. Era mucho más alto,
mucho más grande, y cuando se giró para mirarla, recordó cómo la
había tocado en el agua.
Sus dedos permanecieron entrelazados con los de ella mientras la ot-
ra mano se posaba en su cadera. No apartó sus ojos de los suyos mi-
entras él la acercaba, gruñendo bajo mientras sus cuerpos se tocaban.
La guio, y cada roce de sus cuerpos la incendió. Durante un tiempo,
ninguno de ellos habló, y Perséfone se preguntó si a Hades le costa-
ba hablar por las mismas razones que a ella.
Probablemente por eso eligió llenar el silencio con su siguiente co-
mentario.
—Deberías estar bailando con Menta.
Los labios de Hades se apretaron.
—¿Preferirías que bailara con ella?
—Es tu cita.
—Ella no es mi cita, es mi asistente, como te he dicho.
—Tu asistente no llega de tu brazo a una gala.
Su agarre se apretó, y se preguntó si estaba frustrado.
—Estás celosa.
—No estoy celosa —dijo, y ya no lo estaba. Estaba enojada. Él se di-
virtió con su negación, y quiso golpearlo—. No seré usada, Hades.
Eso borró la sonrisa de su rostro.
—¿Cuándo te he usado?
No respondió.
—Responde, diosa.
—¿Te has acostado con ella?
Era la única pregunta que importaba.
Dejó de bailar, y los que compartían la pista con ellos también lo hi-
cieron, mirando con obvio interés.
—Suena como si estuvieras solicitando un juego, diosa.
—¿Deseas jugar un juego? —se burló ella, alejándose de él—. ¿Aho-
ra?
Él no respondió, y simplemente extendió su mano para que la toma-
ra. Hace unas semanas, habría dudado, pero esta noche había toma-
do unas copas de vino, su piel estaba caliente, y este vestido era incó-
modo.
Además, quería respuestas a sus preguntas.
Presionó sus dedos en la palma de la mano de Hades, y el dios son-
rió malvadamente. Sus dedos se cerraron sobre los de ella y se telet-
ransportaron al Inframundo.
Capítulo XVIII - Un toque de pasión

Hades apareció en su o cina. La última vez que estuvo aquí, ella y


Hades jugaron a piedra, papel y tijera. Un fuego crepitaba en la chi-
menea, pero el calor no era necesario. Ya era un in erno por su baile,
y esa sonrisa que él había ofrecido justo antes de teletransportarse no
había ayudado, sino que prometía algo pecaminoso.
Dioses. ¿Sería posible controlar la reacción de su cuerpo ante él? Era
terrible resistiéndose a él, y tal vez era porque la oscuridad en ella
respondía a la oscuridad en él.
Hades le ofreció vino, y aceptó una copa mientras él elegía su
whisky habitual.
Levantó la mirada y preguntó:
—¿Tienes hambre? Apenas comiste en la gala.
Perséfone entrecerró los ojos.
—¿Me estabas observando?
—Querida, no njas que tú no me estabas observando. Conozco tu
mirada sobre mí como conozco el peso de mis cuernos.
Apartó la mirada, con las mejillas enrojecidas.
—No, no tengo hambre.
No de comida, de todas formas, pero no lo dijo en voz alta.
Él aceptó esto y se dirigió a una mesa frente a la chimenea. Era como
la de Nevernight, y en vez de sentarse uno al lado del otro, Hades y
Perséfone ocuparon los extremos opuestos.
Una sola baraja de cartas esperaba. Nunca imaginó que unos pocos
pedazos de plástico pudieran tener tanto poder, estas cartas podían
tomar u otorgar riquezas, podían conceder la libertad o convertirse
en el carcelero. Podían responder preguntas y arrebatar la dignidad.
Hades tomó un sorbo de su vaso y luego lo dejó con un clic audible,
alcanzando las cartas.
—¿El juego? —preguntó Perséfone.
—Póquer —dijo, sacando las cartas de la caja. Empezó a barajarlas, el
sonido atrajo la atención de Perséfone, al igual que sus gráciles de-
dos. El aire en la habitación se hizo más denso y pesado, y tomó una
respiración antes de preguntar:
—¿La apuesta?
Hades sonrió.
—Mi parte favorita. Dime lo que quieres.
Le vinieron mil cosas a la vez y todas tenían que ver con volver a los
baños y terminar lo que habían empezado.
Finalmente, dijo:
—Si gano, tú respondes a mis preguntas.
—Reparto —dijo, continuando con el barajeo de las cartas. Cuando
terminó, dijo—: Si gano, quiero tu ropa.
—¿Quieres desvestirme? —preguntó.
Se rio entre dientes.
—Cariño, eso es solo el comienzo de lo que quiero hacerte.
Se aclaró la garganta.
—¿Una victoria es igual a una pieza de ropa?
—Sí. —Él miró su vestido, y realmente no era justo porque era todo
lo que llevaba puesto excepto sus joyas, así que tocó el collar entre
sus pechos y los ojos del Hades la siguieron. Pareció evaluar sus
joyas.
—Y… ¿qué pasa con las joyas? ¿Consideras que eso es desnudarse?
Tomó un sorbo de su bebida antes de responder.
—Depende.
—¿De qué?
—Podría decidir que quiero follarte con la corona puesta.
Sonrió con su ciencia.
—Nadie dijo nada sobre follar, lord Hades.
—¿No? Lástima.
Se inclinó sobre la mesa, y aunque se sentía temblorosa por dentro,
se las arregló para usar una voz lo más rme posible.
—Aceptaré tu trato.
Sus cejas se elevaron, sus ojos se iluminaron.
—¿Con ada en tu capacidad para ganar?
—No te tengo miedo, Hades.
Excepto que tenía miedo de no tener la fuerza para resistirse a él cu-
ando viniera por ella. Era muy consciente del revoloteo en su vientre
bajo, recordándole que los ágiles dedos de Hades habían estado
dentro de ella. Que había bebido su pasión y necesidad de su cuerpo
y que no había terminado.
Necesitaba que terminara.
Perséfone se estremeció.
—¿Frío? —preguntó mientras repartía la primera mano.
—Calor —dijo, y se aclaró la garganta.
El calor se acumuló en su interior y, de repente, no pudo ponerse có-
moda. Se movió, cruzando las piernas con más fuerza, sonriendo a
Hades, esperando que no pudiera notar lo terriblemente nerviosa
que estaba.
Hades dejó sus cartas, un par de reyes. Juntó sus labios apretada-
mente, antes de mostrar las suyas, sabiendo ya que había perdido.
Una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, y sus ojos brilla-
ron con lujuria. Él se recostó, evaluando. Después de un momento,
dijo:
—Supongo que tomaré el collar.
Ella intentó quitarlo, pero la detuvo.
—No, déjame.
Dudó, pero lentamente dejó caer sus manos en su regazo. Hades se
puso de pie y caminó hacia su costado, el chasquido de sus zapatos
hizo que su corazón se acelerara. Recogió su cabello y lo puso sobre
su hombro. Cuando sus dedos tocaron su piel, inhaló y contuvo la
respiración mientras desabrochaba el collar. Soltó un lado, y el metal
frío cayó entre sus pechos. Mientras lo sacaba, la cadena se deslizó a
lo largo de su clavícula, y pronto fue reemplazada por sus labios.
—¿Todavía caliente? —preguntó contra su piel.
—Un in erno —dijo ella sin aliento.
—Podría liberarte de este in erno —dijo. Sus labios subieron por la
columna de su cuello y tragó con fuerza.
—Acabamos de empezar —respondió.
Su risa entrecortada fue cálida contra su piel, y sintió frío cuando se
alejó y regresó a su asiento para repartir otra mano.
Perséfone sonrió cuando sus cartas estuvieron sobre la mesa y dijo:
—Yo gano.
Hades mantuvo su mirada ja en ella.
—Haz tu pregunta, diosa. Estoy ansioso por jugar otra mano.
Seguro que sí.
—¿Te has acostado con ella?
La mandíbula de Hades se apretó y después de lo que pareció una
eternidad, respondió. La palabra fue como una piedra, lanzada justo
en la boca de su estómago.
—Una vez —admitió.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Hace mucho tiempo, Perséfone.
Tenía otras preguntas, pero la forma en que dijo su nombre, suave y
gentil, como si se arrepintiera de haber estado con Menta, le impidió
decir algo más. No era realmente una opción de todos modos, él ya
le había dado dos respuestas, solo había ganado el derecho a una.
Tragó y miró hacia otro lado, sorprendida cuando él le hizo una pre-
gunta.
—¿Estás…enojada?
Se encontró con su mirada.
—Sí —admitió—. Pero… no sé por qué exactamente.
Pensó que podría tener algo que ver con el hecho de que ella no fue
su primera, pero eso era tonto e irracional. Hades llevaba en este
mundo mucho más tiempo que ella, y esperar que él se abstuviera
del placer era ridículo.
La miró jamente durante un momento antes de tenderle otra mano.
Cada tirada de las cartas la ponía más y más tensa. El aire en la habi-
tación era denso con el trato que habían hecho. Cuando ganó la se-
gunda ronda, pidió sus pendientes. Fue una tortura lenta, ya que los
sacó y le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Jadeó ante el rasguño de
sus dientes, apretando el borde de la mesa para evitar pasar sus ma-
nos por su cabello y forzar sus labios sobre los de ella.
Cuando se sentó de nuevo frente a ella, todavía estaba tratando de
recuperar el aliento. Si Hades ganaba el siguiente asalto, le pediría lo
único que le quedaba: su vestido. Estaría desnuda ante él, y no esta-
ba segura de poder soportarlo.
Se salvó de averiguarlo cuando ganó el siguiente asalto. Tenía otra
pregunta importante.
—Tu poder de invisibilidad —dijo—. ¿Lo has usado alguna vez…
para espiarme?
Hades pareció divertirse y sospechar de su pregunta, pero estaba
preguntando por una razón muy importante. Necesitaba saber si él
había estado en su dormitorio esa noche o si su deseo por él simple-
mente le provocó una fantasía.
—No —respondió.
Se sintió aliviada. Estaba completamente consumida por su propio
placer y no había pensado dos veces en la aparición de Hades al nal
de su cama… hasta después.
—¿Y prometes no usar nunca la invisibilidad para espiarme?
Hades la estudió, como si tratara de averiguar por qué le estaba pidi-
endo esto. Finalmente, respondió:
—Lo prometo.
Cuando empezó a repartir otra mano, ella hizo otra pregunta.
—¿Por qué dejas que la gente piense cosas tan horribles de ti?
Barajó las cartas, y, por un momento, pensó que no respondería, pe-
ro después dijo:
—No controlo lo que la gente piensa de mí.
—Pero no haces nada para contradecir lo que dicen —argumentó.
Levantó una ceja.
—¿Crees que las palabras tienen un propósito?
Lo miró jamente, confundida, y mientras seguía hablando, repartió
otra mano.
—Son solo eso, palabras. Las palabras se usan para tejer historias y
crear mentiras, y, ocasionalmente, se unen para decir la verdad.
—Si las palabras no tienen peso para ti, ¿qué lo tiene?
Sus ojos se cerraron, y algo cambió en el aire entre ellos, algo carga-
do y poderoso. Se acercó a ella, con las cartas en la mano, y las puso
sobre la mesa, una escalera real. Perséfone miró jamente las cartas.
Todavía tenía que alcanzar las suyas, pero no era necesario. No ha-
bía duda en su mente de que él había ganado esta ronda.
—Acción, lady Perséfone. La acción tiene peso para mí.
Se levantó para encontrarse con él y sus labios chocaron. La lengua
de Hades se entrelazó con la de ella, y sus manos sujetaron sus cade-
ras. Él se retorció, sentándose y arrastrándola a su regazo. Tiró de las
correas de su vestido y le tomó los pechos, apretándole los pezones
hasta conseguir provocarlos entre sus dedos.
Perséfone jadeó y mordió con fuerza su labio, provocando un gruñi-
do que la hizo temblar. Sus labios dejaron los de ella y descendieron
sobre sus pechos, lamiendo y chupando, rozando cada pezón con
sus dientes. Se aferró a él, con los dedos entrelazados en su cabello,
liberándolo de su sujeción, tirando con fuerza de las hebras cuanto
más trabajaba.
Luego sintió sus manos levantando su vestido, y la alzó, poniéndola
de nuevo sobre la dura mesa.
—He pensado en ti todas las noches desde que me dejaste en el baño
—dijo, y le separó las piernas, apretándose contra ella—. Me dejaste
desesperado, hinchado y necesitado solo de ti —dijo. Por un mo-
mento, pensó que la dejaría desesperada, pero luego dijo—: Pero se-
ré un amante generoso.
Bajó y besó la parte interna de su muslo, y siguió con su lengua arre-
molinada hasta llegar a su centro. Entonces sus manos la extendi-
eron más y lo sintió allí, una lengua experta, luego una exploración
más profunda, y se arqueó en la mesa gritando. Lo alcanzó, desean-
do enredar sus dedos en su oscuro cabello, pero le agarró las muñe-
cas y las sostuvo contra sus costados.
—Dije que sería un amante generoso, no uno amable.
Se retorció mientras trabajaba, presionando sus caderas contra él so-
lo para sentirlo más profundamente, y la liberó, soltándola para hun-
dir sus dedos en su centro húmedo. No pudo evitar que los gemidos
se le escaparan de la boca. La llevó al borde, y se resistió, queriendo
prolongar este éxtasis el mayor tiempo posible, pero él se volvió fe-
roz y malvado, y pronunció su nombre una y otra vez, un cántico
que coincidía con sus caricias hasta que se desmoronó.
No tuvo tiempo de recuperarse. Hades la agarró, arrastrándola a su
boca. Se probó a sí misma en sus labios y alcanzó los botones de su
camisa, pero Hades atrapó sus muñecas, deteniéndola. Estaba aún
más confundida cuando tiró de las correas de su vestido en su sitio.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
Él se atrevió a reírse.
—Paciencia, querida.
Era cualquier cosa menos paciente, el calor entre sus piernas solo ha-
bía sido acariciado, y estaba desesperada por ser satisfecha.
La tomó en sus brazos y salió de su estudio a los pasillos del palacio.
—¿Adónde vamos? —preguntó, con las manos apretando su camisa.
Estaba lista para arrancarla, para verlo desnudo ante ella, para cono-
cerlo tan íntimamente como él la conocía a ella.
—A mis aposentos —dijo.
—¿Y no puedes teletransportarte? —preguntó.
—Preferiría que todo el palacio supiera que no estamos destinados a
ser molestados.
Perséfone se sonrojó. Solo compartía la mitad de ese deseo, y era no
ser molestada.
La sostuvo cerca mientras caminaba, y la realidad de por qué iban a
su dormitorio la alcanzó. No había vuelta atrás de esto, lo supo des-
de el principio. La noche que compartieron en la piscina fue una de
las experiencias más estimulantes de su vida, pero esta noche sería
una de las más devastadoras.
Sus oscuridades se unirían. Después de esta noche, este dios siempre
sería parte de ella.
Una vez dentro de la habitación de Hades, pareció sentir el cambio
en sus pensamientos. La bajó al suelo, manteniéndola cerca. Encaj-
aba perfectamente contra su cuerpo, y tuvo el fugaz pensamiento de
que siempre estuvieron destinados a unirse de esta manera.
—No tenemos que hacer esto —dijo él.
Tomó las solapas de su chaqueta y lo ayudó a quitársela.
—Lo quiero —dijo—. Sé mi primero, sé mi todo.
Fue todo el estímulo que necesitó. Los labios de Hades se encontra-
ron con los suyos al principio, y luego se unieron con urgencia. La
apartó y le dio la vuelta, abriendo su vestido. La seda roja cayó, for-
mando un charco en el suelo a sus pies. Aún llevaba los tacones, pe-
ro estaba desnuda ante él.
Hades gimió y la rodeó para enfrentarla. Había presión en sus
hombros, estaba muy tenso.
—Eres hermosa, querida —dijo.
La besó de nuevo y Perséfone jugueteó con su camisa hasta que Ha-
des tomó el control, haciendo un rápido trabajo con los botones, lu-
ego la agarró, pero ella dio un paso atrás. Por un momento, Hades
estaba confundido, y entonces Perséfone dijo:
—Deja caer tu glamour.
La miró con curiosidad.
Ella se encogió de hombros.
—Tú deseas follarme con esta corona, yo deseo follarme a un dios.
Su sonrisa fue diabólica, y respondió:
—Como quieras.
El glamour de Hades se evaporó como el humo que se agita en el
aire. El negro de sus ojos se derritió en un azul eléctrico, y dos cuer-
nos de gacela negros salieron en espiral de su cabeza. Parecía más
grande que nunca, llenando todo el espacio con su oscura presencia.
No tuvo tiempo para disfrutar de su aspecto, porque tan pronto co-
mo su glamour cayó, la alcanzó y la levantó del suelo, depositándola
en la cama. La besó de nuevo en los labios, y luego en el cuello, pa-
sando la lengua por un pezón y otro. Se quedó allí un rato, trabajan-
do cada uno en un capullo apretado. Perséfone trató de alcanzar el
botón de su pantalón, pero se alejó, riéndose.
—¿Ansiosa por mí, diosa? —preguntó, besando su estómago y luego
sus piernas. Se arrodilló y Perséfone pensó que iba a presionar su bo-
ca una vez más contra su centro, pero en vez de eso se puso de pie,
quitándose cada uno de sus zapatos y luego el resto de su ropa.
Nunca se cansaría de verlo desnudo. Él era pecado y sexo, y su olor
la rodeaba, aferrándose a su cabello y piel. Sus ojos cayeron a su ex-
citación, grueso e hinchado. Lo alcanzó, sin miedo, sin pensar, y mi-
entras sus manos rodeaban su eje caliente, él siseó.
Le gustó el sonido. Lo trabajó de arriba a abajo, de la base a la punta
y con cada gemido que se escapaba de su boca, Perséfone se volvía
más con ada. Se inclinó y le dio un beso en la punta de la polla.
—Maldita sea.
Entonces lo tomó en su boca y Hades se apoyó en sus hombros. Ella
no sabía qué hacer, nunca había hecho esto antes, pero le gustó el sa-
bor salado de su piel. Sus dientes rozaron la parte superior de su ca-
beza mientras lo llevaba dentro y fuera, y pronto sus caderas se mo-
vieron, demasiado fuertes y rápidas hasta que la apartó.
Confundida, preguntó:
—¿Hice algo mal?
Su risa fue oscura, su voz ronca, sus ojos depredadores.
—No.
Su mano le agarró la nuca y la besó, con su lengua hundiéndose an-
tes de apartarla diciendo:
—Dime que me deseas.
—Te deseo. —Estaba sin aliento y desesperada.
La empujó, y trepó sobre ella, cubriendo su cuerpo, estirándose para
que sintiera la presión de su erección contra su estómago.
—Dime que mentiste —dijo.
—Pensé que las palabras no signi caban nada.
Le dio un beso contundente, y su toque alivió el calor de su piel, dej-
ando un rastro en todos los sitios donde estuvo.
—Tus palabras importan —dijo—. Solo las tuyas.
Le rodeó la cintura con las piernas y lo empujó contra su calor.
—¿Quieres que te folle? —preguntó.
Ella asintió.
—Dime —dijo—. Usaste palabras para decirme que no me querías,
ahora usa palabras para decir que sí.
—Quiero que me folles —dijo.
Gimió y la besó profundamente antes de provocarla moviendo su
polla de arriba a abajo en su húmeda entrada. Tiró de él contra sí,
instándole a entrar, y Hades se rio… ella gruñó, frustrada.
—Paciencia, querida. Tuve que esperarte.
—Lo siento —dijo, con la voz baja y sincera, y luego él la llenó comp-
letamente.
Gritó, su cabeza cayendo de nuevo en la almohada. Cubrió su boca
para guardar silencio, pero Hades apartó su mano, sosteniendo sus
muñecas por encima de su cabeza.
—No, déjame oír esto —dijo salvajemente.
La penetró una y otra vez. No había nada de lento o suave en sus
movimientos, y con cada embestida, él hablaba y ella lloraba en éxta-
sis.
—Me dejaste desesperado —dijo, retirándose hasta que apenas esta-
ba dentro de ella. Luego la penetró con fuerza—. He pensado en ti
todas las noches desde entonces.
Embestida.
—Y cada vez que dijiste que no me querías, probé tus mentiras.
Embestida.
—Tú eres mía.
Embestida.
—Mía.
Se movió más profundo y más rápido, embistiendo. Se perdió en él,
y la presión se acumuló en su estómago y explotó. Hades llegó poco
después. Sintió su pulso dentro de ella y luego se retiró, un chorro
de calor se extendió por sus piernas. Se desplomó contra ella, empa-
pado en sudor y sin aliento.
Después de un momento, se retiró, presionando besos en su rostro,
sus ojos, sus mejillas, sus labios.
—Eres una prueba, diosa —dijo—. Una prueba ofrecida por las Mo-
iras.
No podía pensar con claridad para responder. Sus piernas se sentían
temblorosas, y estaba gloriosamente agotada.
Cuando Hades se movió, lo alcanzó.
—No. No te vayas.
Se rio, besándola una vez más.
—Volveré, querida.
Se fue un momento y regresó con un paño húmedo. La limpió, y lu-
ego la movió, colocando su espalda contra su pecho, acercándola.
Envuelta en su calor, se quedó dormida.
Poco después, se despertó con Hades presionándola por detrás, con
su excitación dura y gruesa contra su trasero mientras sujetaba sus
caderas, dejando besos en su cuello. Su necesidad por él superó su
agotamiento, y giró la cabeza, encontrándose con sus suaves labios,
desesperada por probarlo de nuevo.
Hades la puso de espaldas y se colocó sobre ella, besándola hasta
que se quedó sin aliento. Intentó alcanzarlo, deseando enroscar sus
dedos en su suave cabello, pero la sujetó, colocando sus muñecas
sobre su cabeza. Él usó la posición a su favor, mordisqueando los ló-
bulos de sus orejas, besando su cuello y rozando sus pezones con sus
dientes. Cada sensación provocó un gemido de la garganta de Persé-
fone, y los sonidos parecían alimentar la lujuria de Hades. Se dirigió
a sus muslos y no perdió tiempo en separar sus piernas y lamer su
calor húmedo. Sus dedos se unieron, introduciéndose con fuerza y
rapidez, trabajándola hasta que sus gemidos se multiplicaron rápi-
damente, hasta que apenas pudo respirar, y cuando se corrió, fue
con su nombre en los labios, la única palabra que había dicho desde
que esto comenzó.
Hades no dijo nada, perdido en una neblina de necesidad, y se elevó
para cubrirla una vez más, posicionándose en su entrada. Se hundió
profundamente, sus embestidas fueron duras y salvajes.
En algún momento, la levantó como si no pesara nada, sentándose
sobre sus talones y sujetando sus caderas, la movió arriba y abajo de
su eje. La sensación de él dentro de ella era perfecta, y le dio hambre
para sentirlo más profundo y más rápido. Envolvió sus brazos alre-
dedor de su cuello y se movió contra él. Sus bocas se juntaron, los di-
entes rozando, las lenguas buscando. Juntos, cabalgaron ola tras ola
de sensaciones sin sentido y se unieron, colapsando en un montón
de extremidades y sudor y respiraciones fuertes.
Antes de volver a dormirse, tuvo el fugaz pensamiento de que, si es-
te era su destino, lo reclamaría con gusto.
Capítulo XIX - Un toque de poder

Perséfone se despertó y encontró a Hades dormido a su lado. Estaba


acostado de espaldas, con sábanas negras cubriendo la mitad inferior
de su cuerpo, dejando los contornos de su estómago expuestos. Su
cabello se esparcía sobre la almohada, su mandíbula cubierta de bar-
ba. Quería extender la mano y trazar sus cejas, nariz y labios perfec-
tos, pero no deseaba despertarlo, y el movimiento parecía demasi-
ado íntimo.
Se dio cuenta de que sonaba ridículo considerando lo que había
ocurrido entre ellos anoche. Aun así, tocarlo sin invitación o iniciaci-
ón parecía algo que un amante podría hacer, y Perséfone no se sentía
como la amante de Hades.
Ni siquiera estaba segura de querer ser una amante. Siempre imagi-
nó que enamorarse era algo embriagador, casi tímido, pero las cosas
con el Dios de los Muertos habían sido todo menos tímidas. Su atrac-
ción era carnal y codiciosa y ardiente. Le robaba el aliento, atestaba
su mente, invadía su cuerpo.
El calor comenzó a acumularse en la boca de su estómago, encendi-
endo el deseo que había sentido tan intensamente ayer. Respira, se
dijo, deseando que el calor se disipase.
Después de un momento, se levantó de la cama. Encontró la túnica
negra que Hades le prestó cuando llegó al Inframundo y se la puso.
Vagando por el balcón, respiró profundamente y, en la tranquilidad
del día, todo el peso de lo que había hecho con Hades cayó sobre el-
la. Nunca había estado tan confundida o asustada.
Confundida porque sus sentimientos por el dios estaban mezclados.
Estaba enojada con él, sobre todo por el contrato, pero también intri-
gada, y la forma en que la hizo sentir anoche… Bueno, nada se pu-
ede comparar. Él la había adorado. Se había desnudado a sí mismo,
admitiendo su deseo por ella. Juntos, fueron vulnerables, insensatos
y salvajes. No necesitaba mirarse al espejo para saber que su piel es-
taba marcada en todos los lugares que Hades había mordido, chupa-
do y sujetado. Exploró partes de ella que nadie más conocía.
Y ahí es donde entró el miedo.
Se estaba perdiendo en este dios, en este mundo debajo del suyo.
Antes, cuando todo lo que habían compartido era un momento de
debilidad en los baños, podría haber jurado mantenerse alejada y lo
diría en serio, pero ahora, sería solo una mentira.
Lo que fuera que había entre ellos, era poderoso. Lo sintió en el mo-
mento en que puso los ojos en el dios. Lo supo en lo profundo de su
alma. Cada interacción desde entonces fue un intento desesperado
de ignorar su verdad, que estaban destinados a unirse, y Sybil lo
con rmó anoche.
Era el destino, tejido por las Moiras.
Pero Perséfone sabía que había muchas alianzas de este tipo, y que
estar destinados el uno al otro no signi caba perfección o incluso fe-
licidad. A veces era el caos y la lucha, y dado lo tumultuosa que ha-
bía sido su vida desde que conoció a Hades, nada bueno saldría de
su amor.
¿Por qué estaba pensando en el amor?
Alejó esos pensamientos. No se trataba de amor. Se trataba de satis-
facer la atracción eléctrica que se había estado construyendo entre el-
los desde esa primera noche en Nevernight. Ahora ya estaba hecho.
No se permitiría arrepentirse. En vez de eso, lo abrazaría. Hades la
había hecho sentir poderosa. La hizo sentir como la diosa que se su-
ponía que debía ser, y disfrutó cada parte de ello.
Inhaló mientras el calor se elevaba desde el fondo de su estómago.
Al inhalar el aire fresco del Inframundo, sintió algo… diferente.
Era cálido. Tenía pulso. Era vida.
Se sentía distante como un recuerdo que sabía que existía pero que
no podía recordar, y cuando empezó a desvanecerse, intentó perse-
guirlo.
Bajó los escalones del jardín, se detuvo en la piedra negra. Su cora-
zón se aceleró y su respiración se volvió difícil. Trató de calmarse de
nuevo, conteniendo el aliento hasta que su pecho se apretó.
Justo cuando pensó que lo había perdido, sintió el pulso ligero de los
bordes de sus sentidos.
Magia.
Era magia. ¡Su magia!
Dejó el camino y se adentró en los jardines. Rodeada de rosas y pe-
onías, cerró los ojos y respiró hondo. Cuanto más calmada estaba,
más vida sentía a su alrededor. Calentó su piel, empapándola pro-
fundamente en sus venas. Era tan embriagadora como la lujuria que
sentía por Hades.
—¿Estás bien?
Los ojos de Perséfone se abrieron, y se giró para enfrentarse al Dios
de los Muertos. Estaba unos pasos detrás de ella. Se había parado
junto a él a menudo, pero esta mañana, en el jardín rodeado de ores
y llevando solo una túnica alrededor de su cintura y aún en su forma
divina, pareció engullir su visión. Sus ojos cayeron de su rostro a su
pecho y bajaron, trazando todos los planos de su cuerpo que había
tocado y probado anoche.
—¿Perséfone? —Su voz adquirió un tono lujurioso, y cuando encont-
ró su mirada de nuevo, supo que se estaba conteniendo. Consiguió
una sonrisa.
—Estoy bien —dijo.
Hades tomó una respiración, y luego se acercó, agarrando su barbilla
entre los dedos. Pensó que la besaría, pero en vez de eso, le pregun-
tó:
—¿No te arrepientes de nuestra noche juntos?
—¡No! —Sus ojos bajaron, y repitió en voz baja—. No.
El pulgar de Hades pasó sobre su labio inferior.
—No creo que pueda soportar tu arrepentimiento.
La besó, pasó sus dedos por su cabello, y le tomó su nuca, sostenién-
dola contra él. No pasó mucho tiempo antes de que su bata se sepa-
rara y su piel cremosa se expusiera a la mañana. Las manos de Ha-
des bajaron por su cuerpo, agarrando sus piernas. La levantó y la pe-
netró. Jadeó y lo sostuvo con fuerza, moviéndose contra él más y
más rápido, sintiendo que olas y olas de placer corrían por su cuerpo
mientras la vida revoloteaba a su alrededor.
Era intoxicante.
Enterró su rostro en el cuello de Hades, mordiendo con fuerza mi-
entras se rompía en sus brazos. Un gruñido atravesó su garganta, y
él bombeó con más fuerza hasta que sintió su pulso en su interior. La
sostuvo un momento mientras respiraban profundamente el uno
contra el otro antes de retirarse y ayudarla a bajar al suelo. Se aferró
a él, con las piernas temblorosas, por miedo a caerse. Hades pareció
darse cuenta y la levantó, acunándola contra él.
Cerró los ojos. No quería que él viera lo que había allí. Es cierto que
no se arrepentía de anoche o de ahora, pero tenía preguntas, no solo
para él, sino para ella misma. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué signi caba
esta noche para ellos? ¿Su futuro? ¿Su contrato? ¿Qué haría la próxima
vez que las cosas empezaran a ir demasiado lejos?
Regresaron a la habitación de Hades donde se ducharon, y cuando
Perséfone fue a recoger su vestido desechado, frunció el ceño. Era
demasiado elegante para usarlo en el Inframundo, y planeaba qu-
edarse un tiempo.
—¿Tienes… algo que pueda usar?
Hades le dio una mirada de evaluación.
—Lo que tienes puesto servirá.
Lo miró jamente.
—¿Pre eres que deambule por tu palacio desnuda? Frente a Hermes
y Caronte…
La mandíbula de Hades se apretó.
—Pensándolo bien…
Desapareció y regresó en un instante, llevando un trozo de tela. Era
de un hermoso tono verde.
—¿Me permitirás vestirte?
Tragó con fuerza. Se estaba acostumbrando a este tipo de palabras
que salían de su boca, pero, aun así, era extraño. Era antiguo, pode-
roso y hermoso. Era conocido por su despiadada apreciación de las
almas y sus tratos imposibles y, aun así, le pedía vestirla después de
una noche de sexo apasionado.
¿Nunca cesarían las maravillas?
Asintió y Hades se puso a trabajar, envolviendo la tela alrededor de
su cuerpo. Se tomó su tiempo, usando esto como excusa para tocarla,
besarla y provocarla, y cuando terminó, su cuerpo estaba al límite.
Hizo falta todo lo que estaba a su alcance para dejar que se alejara.
Quería exigirle que terminara lo que había empezado, pero entonces
nunca saldrían de esta habitación.
La besó antes de salir y la dirigió a un hermoso comedor. Casi sintió
que era un poco ridículo. Varios candelabros atravesaban el centro
del techo, y un escudo de oro colgaba en la pared sobre una silla or-
namentada parecida a un trono al nal de una mesa de banquete
ébano llena de sillas. Era una sala de banquetes para ellos dos.
—¿Realmente comes aquí? —preguntó Perséfone.
Hades pareció divertirse.
—Sí, pero no a menudo. Normalmente tomo mi desayuno para lle-
var.
Hades sacó una silla y ayudó a Perséfone a sentarse. Una vez que se
sentó, un par de ninfas entraron en el comedor con bandejas de fru-
ta, carne, queso y pan. Fueron seguidas por Menta. Las ninfas colo-
caron la comida en la mesa y Menta se interpuso entre ella y Hades.
—Mi lord —dijo Menta—. Hoy tienes la agenda llena.
—Despeja la mañana —dijo sin mirarla.
—Ya son las once, mi señor —dijo Menta con rmeza.
Hades llenó su plato y cuando terminó, miró a Perséfone.
—¿No tienes hambre, querida? —preguntó.
Sabía muy bien por qué la había llamado “querida”. Aunque lo había
hecho desde que se conocieron, nunca lo dijo delante de nadie. Una
mirada a Menta le dijo que la ninfa lo había oído y no le gustó.
—No —contestó—. Yo… normalmente solo tomo café para el desa-
yuno.
La miró jamente durante un momento, y luego, con un movimiento
de muñeca, una humeante taza de café apareció frente a ella.
—¿Crema? ¿Azúcar? —preguntó.
—Crema —dijo, sonriendo, y se la entregaron.
Colocó sus manos alrededor de la taza.
—Gracias.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó Hades.
A Perséfone le llevó un momento darse cuenta de que estaba hablan-
do con ella.
—Oh, necesito escribir…
Dejó de hablar abruptamente.
—¿Tu artículo? —preguntó Hades. No podía decir lo que estaba pen-
sando, pero lo sentía y no era bueno.
—Terminaré pronto, Menta —dijo Hades al nal, y el corazón de
Perséfone cayó—. Déjanos.
—Como desee, mi lord.
Había diversión en la voz de Menta que Perséfone odió.
Cuando estuvieron solos, Hades preguntó:
—Entonces, ¿continuarás escribiendo sobre mis defectos?
—No sé qué voy a escribir esta vez —dijo—. Yo…
—¿Tú qué?
—Esperaba poder entrevistar a algunas de tus almas.
—¿Las que están en tu lista?
—No quiero escribir sobre la Gala Olímpica o el Proyecto Halcyon
—explicó ella—. Todos los demás periódicos saltarían sobre esa his-
toria.
Hades la miró jamente durante un largo momento y luego se lim-
pió la boca con la servilleta. Después, se apartó de la mesa y se puso
de pie, caminando a zancadas hacia la salida. Perséfone le siguió.
—Creí que habíamos acordado que no nos apartaríamos el uno del
otro cuando estuviéramos enojados… ¿No pediste que lo solucioná-
ramos?
Hades se giró hacia ella.
—Simplemente no me emociona que mi amante siga escribiendo
sobre mi vida.
Se sonrojó al oírle llamarla su amante. Pensó en corregirlo, pero deci-
dió no hacerlo.
—Es mi asignación —argumentó Perséfone—. No puedo simple-
mente detenerme.
—No habría sido tu asignación si hubieras escuchado mi petición.
Perséfone cruzó los brazos sobre su pecho.
—Nunca pides nada, Hades. Todo es una orden. Me ordenaste que
no escribiera sobre ti. Dijiste que habría consecuencias.
Su rostro cambió entonces, y la mirada que le dio fue más cariñosa
que enojada. Hizo que su corazón se agitara.
—Y aun así lo hiciste de todas formas.
Abrió la boca para negarlo, porque la realidad era que ella no lo ha-
bía hecho, sino Adonis y, a pesar de que no le gustaba el asqueroso
mortal, no quería que Hades supiera que era el responsable. En reali-
dad, prefería tratar con Adonis ella misma.
—Debí haberlo esperado —dijo él, arrastrando su dedo a lo largo de
su mandíbula, inclinando su cabeza hacia atrás—. Eres desa ante y
estás enfadada conmigo.
—No estoy… —Empezó a decir, pero entonces las manos de Hades
ahuecaron su rostro.
—¿Te recuerdo que puedo saborear las mentiras, cariño? —Le rozó
el labio inferior con el pulgar—. Podría pasar todo el día besándote.
—Nadie te lo impide —dijo, sorprendida por las palabras que salían
de su boca. ¿De dónde venía esa audacia?
Pero Hades solo rio y presionó sus labios contra los de ella.
Capítulo XX - Eliseo

Fue una hora o algo así más tarde cuando Hades llevó a Perséfone
afuera. Sostuvo su mano, dedos entrelazados, y llamó un nombre al
aire.
—¡Tánatos!
Perséfone estaba sorprendida cuando un dios vestido de negro apa-
reció ante ellos. Era joven y su cabello era blanco, lo que causaba que
sus facciones resaltaran, sus ojos color za ro y labios rojo sangre.
Dos cuernos negros de gayal sobresalían al costado de su cabeza.
Eran pequeños, con una ligera curva, y terminaba en a ladas puntas.
Largas alas negras brotaban de su espalda. Lucían pesadas y omino-
sas.
—Milord, milady —dijo Tánatos, inclinándose ante ellos.
—Tánatos, lady Perséfone tiene una lista de almas a las que le gusta-
ría ver. ¿Te importaría escoltarla?
—Estaría honrado, milord.
Hades la miró entonces.
—Te dejaré al cuidado de Tánatos.
—¿Te veré después? —preguntó.
—Si lo deseas —dijo, y levantó su mano hacia sus labios. Se sonrojó
cuando besó sus nudillos, lo que parecía tonto considerando todos
los lugares en los que esos labios habían estado.
Hades debió haber pensado lo mismo, porque se rio suavemente y se
desvaneció.
Perséfone se giró para enfrentar a Tánatos, encontrándose con esos
impactantes ojos azules.
—Entonces, tú eres Tánatos.
El dios sonrió.
—El mismísimo.
Estaba impresionada por lo amable y confortante que sonaba su voz.
Se sintió instantáneamente cómoda con él y hubo una parte de su ce-
rebro que comprendió que debía ser uno de sus dones, reconfortar a
los mortales cuyas almas estaba a punto de recolectar.
—Con eso que he estado ansioso por conocerte. Las almas hablan
bien de ti.
Sonrió.
—Disfruto estando con ellas. Hasta que visité Asfódelos, no tenía
una visión muy pací ca del Inframundo.
Lucía comprensivo, como si entendiera.
—Me lo imagino. El Mundo Superior ha convertido a la muerte en
malvada, y supongo que no puedo culparlos.
—Eres bastante comprensivo —observó.
—Bueno, paso un montón de tiempo en la compañía de mortales, y
siempre en sus peores o más duros momentos.
Ella frunció el ceño. Parecía triste que esta fuera la existencia de Tá-
natos, la Muerte rápidamente apaciguó.
—No sufra por mí, milady. La sombra de la muerte es a menudo un
consuelo para el moribundo.
Decidió que realmente le gustaba Tánatos.
—¿Vamos a encontrar a estas almas con las que deseas hablar? —
preguntó rápidamente, cambiando el tema.
—Sí, por favor —dijo, tendiéndole la lista que había hecho en su pri-
mer día en Noticias Nueva Atenas cuando había empezado su búsqu-
eda sobre Hades—. ¿Puedes llevarme a alguna de estas?
Las cejas de Tánatos se unieron mientras leía la lista, e hizo una mu-
eca. No creyó que ese fuera un buen signo.
—Si se me permite, ¿por qué estas almas?
—Creo que todas tenían algo en común antes de morir —dijo Persé-
fone—. Un contrato con Hades.
—Lo tenían —concordó Tánatos. A Perséfone le sorprendió que lo
supiera—. Y deseas… ¿entrevistarlas? ¿Para tu artículo?
—Sí.
Perséfone se encontró respondiendo vacilantemente, repentinamente
insegura. ¿Tánatos compartía la opinión de Menta?
La Muerte dobló el trozo de papel y dijo:
—Te llevaré con ellos. Sin embargo, creo que estarás decepcionada.
No tuvo de preguntar por qué, cuando Tánatos estiró sus alas, las
dobló alrededor de ella y se teletransportaron.
Cuando fue liberada de su agarre emplumado, estaban en medio de
un campo. Lo primero que notó fue el silencio. Era diferente aquí,
una cosa tangible que tenía peso y presionaba contra sus oídos. El
césped debajo de sus pies era de color dorado, y los árboles altos y
frondosos, llenos de fruta. El lugar era hermoso y pací co.
—¿Dónde estamos?
—Estos son los Campos Elíseos —respondió Tánatos.
—Yo… no entiendo.
Los Campos Elíseos eran conocidos como la Isla de los Bendecidos,
reservados para los héroes y aquellos que tuvieron una vida pura y
honrada, dedicada a los dioses. Eso estaba lejos de la verdad de las
almas de la lista que le había dado a Tánatos. Estas eran personas
que habían luchado en vida, tomado malas decisiones, entre ellas ne-
gociar con Hades, que terminaron con sus vidas.
Tánatos le ofreció una pequeña sonrisa, como si entendiera su confu-
sión.
—Es un paraíso. Un santuario. Es donde el a igido viene a sanar en
paz y soledad. Es el lugar al que Hades envió a las almas en la lista
que diste cuando murieron.
Miró hacia las planicies donde permanecían varias almas. Eran her-
mosos fantasmas, vestidos de blanco y resplandeciendo, pero más
que eso, sabía que este lugar era sanador. Su corazón se sentía más
ligero, aliviado de la frustración e ira que sintió en el último par de
meses.
—¿Por qué? ¿Se sintió culpable? —Tánatos le dio una mirada con-
fundida—. Él es la razón por la que murieron —explicó—. Hizo un
trato con ellos, y cuando no pudieron cumplirlo, tomó sus almas.
—Ah —dijo Tánatos, como si entendiera ahora—. Lo malentiendes.
Hades no decide cuándo vienen las almas al Inframundo. Las Moiras
lo hacen.
—Pero es el Señor del Inframundo. ¡Él hace los contratos!
—Hades es el Señor del Inframundo, pero no es la muerte, ni el des-
tino. Puede que veas un trato con un mortal, pero Hades realmente
está negociando con las Moiras. Puede ver el hilo de vida de cada
humano, sabe cuándo está cargada su alma, y desea cambiar la tra-
yectoria. Algunas veces las Moiras tejen un nuevo futuro, algunas
veces cortan el hilo.
—Seguramente tiene in uencia.
Tánatos se encogió de hombros.
—Es un balance. Todos entendemos eso. Hades no puede salvar a to-
das las almas y no todas las almas quieren ser salvadas.
Estuvo en silencio por un largo rato. Comprendió que realmente no
había estado escuchando a Hades. Le había dicho antes que las Mo-
iras estaban envueltas en su toma de decisiones, y que era un balan-
ce, un dar y tomar. Sin embargo, no había pensado dos veces en sus
palabras.
No había pensado en un montón de cosas.
Pero eso no cambiaba el hecho de que podía ofrecerles a los mortales
un mejor camino para sobrellevar sus batallas. Lo que sí signi caba
era que las intenciones de Hades eran mucho más nobles de lo que
había dado crédito.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó, repentinamente enojada.
¿Por qué le dejó pensar esas horribles cosas sobre él? ¿Quería que lo odiara?
Tánatos siguió sonriendo.
—Lord Hades no tiene el hábito de intentar convencer al mundo de
que es un buen dios.
Eres la peor clase de dios, le había dicho.
Su pecho se apretó por el recuerdo de las palabras. No podía armo-
nizar sus sentimientos. Aunque estaba aliviada de que Hades no fu-
era tan monstruoso o insensible como había creído al principio, ¿por
qué le arrastró a un contrato? ¿Qué veía cuando la miraba?
Tánatos le ofreció su brazo y aceptó. Atravesaron el campo. A dife-
rencia de los asfódelos, las alamas aquí estaban en silencio y conten-
tas de estar solas. Ni siquiera parecían comprender que dos dioses
caminaban entre ellos.
—¿Hablan?
—Sí, pero las almas que residen en los Elíseos deben beber del Lete.
No pueden tener recuerdos de su tiempo en el Mundo Superior si
van a reencarnar.
—¿Cómo pueden sanar si no poseen recuerdos?
—Ningún alma ha sanado nunca ahondando el pasado —respondió
Tánatos.
—¿Cuándo reencarnarán?
—Cuando sanen.
—¿Y cuánto les toma sanar?
—Varía… Meses, años, décadas, pero no hay prisa —respondió Tá-
natos—. Todo lo que tenemos es tiempo.
Supuso que eso era cierto para todas las almas, vivas o muertas.
—Hay unas cuantas almas que reencarnarán en menos de una sema-
na —dijo Tánatos—. Creo que las almas del Asfódelos están plane-
ando una celebración. Deberías unirte a ellos.
—¿Qué hay de ti? —preguntó Perséfone.
Ofreció una pequeña risa.
—No creo que las almas deseen que su recolector se les una para una
celebración.
—¿Cómo lo sabes?
Tánatos abrió su boca, y entonces admitió:
—Supongo que no lo sé.
—Creo que deberías ir. Todos deberíamos, incluso Hades.
Tánatos lucía completamente entretenido.
—Puedes contar con mi presencia, milady, aunque no puedo hablar
por lord Hades.
Caminaron un rato en silencio, y entonces Perséfone dijo:
—Hades hace tanto por sus almas… excepto… vivir junto a ellas.
Tánatos no respondió inmediatamente, y Perséfone se detuvo, enf-
rentando a la Muerte.
—Cuando Asfódelos hizo una esta en su honor, me dijo que no iba
porque no era digno de su celebración. ¿Por qué?
—Lord Hades tiene muchas cargas, como todos. La más pesada de
ellas es el arrepentimiento.
—¿Arrepentimiento por qué?
—Porque no siempre fue tan generoso.
Perséfone dejó que ese comentario se hundiera. ¿Así que Hades se ar-
repentía de su pasado, y por eso se negaba a celebrar su presente? Eso era
ridículo y dañino. Tal vez la razón por la que nunca intentó cambiar
lo que otros pensaban de él era porque creía todo lo que la gente de-
cía.
Probablemente le creyó a ella, ya que dijo que sus palabras eran tan
importantes para él.
—Ven, milady —dijo Tánatos—. Te llevaré de regreso al palacio.
Mientras los dos caminaban, ella preguntó:
—¿Cuánto ha pasado desde que organizó una esta en el palacio?
Las cejas de Tánatos se elevaron.
—No creo que alguna vez lo haya hecho.
Eso estaba a punto de cambiar, así como la opinión de Hades sobre
sí mismo.
Antes de dejar el Inframundo, se detuvo para informar a Hécate sob-
re sus planes, y también para decirle de su recién descubierta habili-
dad para sentir la vida.
Los ojos de Hécate se ampliaron.
—¿Estás segura?
Asintió.
—¿Puedes ayudarme, Hécate?
Le alegraba sentir magia, pero no tenía idea de cómo emplearla. Si
pudiera aprender cómo usarla, y rápido, podría cumplir los térmi-
nos de su contrato con Hades.
—Querida mía —dijo Hécate—. Por supuesto que te ayudaré.
Capítulo XXI - Un toque de locura

Cuando Perséfone regresó a casa el domingo, se quedó despierta


hasta tarde y trabajó en su artículo, terminando alrededor de las cin-
co de la mañana. Decidió escribir sobre la gala y el Proyecto Halc-
yon, y empezó el artículo con una disculpa, escribiendo: Estaba equ-
ivocada sobre el Dios del Inframundo. Lo acusé de comprometer insensible-
mente a los mortales en tratos que llevaba a sus muertes. Lo que he aprendi-
do es que estos contratos son mucho más complicados y los motivos mucho
más puros.
Se mantuvo rme en su declaración original de que Hades debería
ofrecer ayuda de una forma distinta, pero reconoció que el Proyecto
Halcyon era, de hecho, un resultado directo de una conversación que
habían tenido, añadiendo:
Cuando otros dioses podrían vengarse por mi honesta opinión sobre sus ca-
racteres, lord Hades hizo preguntas, escuchó, y cambió. ¿Qué más podrí-
amos querer de nuestros dioses que eso?
Perséfone se rio de sí misma. Nunca en su vida habría pensado que
sugeriría que Hades era el estándar por el cual deberían ser medidos
todos los dioses, pero mientras más aprendía sobre él, más sentía
que ese podría ser el caso. No que Hades fuera perfecto, de hecho,
era su imperfección, y voluntad para reconocerla, lo que lo hacía un
dios como ningún otro.
Sigues en un contrato con él, se recordó antes de poner al Señor del Inf-
ramundo en un pedestal demasiado alto.
Luego de su visita a los Elíseos y su conversación con Tánatos, había
querido hacerle muchas preguntas a Hades. ¿Por qué yo? ¿Qué viste
cuando me miraste? ¿Qué debilidad deseas desa ar dentro de mí? ¿Qué
parte de mí estabas deseando salvar? ¿Qué destino tenían las Moiras forj-
ado para ella que Hades deseaba desa ar?
Pero no había tenido la oportunidad.
Cuando Hades había regresado al Inframundo, la había tomado en
sus brazos y la había llevado a la cama, destrozando todos los pensa-
mientos racionales.
Regresar a casa había sido exactamente lo que necesitaba, le había
dado la distancia para recordarse que, si quería que… lo que sea que
hubiera entre ella y Hades funcionara, el contrato debía terminar.
Tras un par de horas de sueño, Perséfone se preparó para el día. Te-
nía que emplear unas cuantas horas en su pasantía y luego irse a cla-
se. Mientras estaba en la cocina haciendo café, Lexa llegó.
Perséfone le sirvió una taza y la deslizó a través de la encimera.
—¿Cómo estuvo tu n de semana?
Lexa sonrió.
—Mágico.
Perséfone bufó, pero se pudo identi car, se preguntó si ella y su mej-
or amiga tuvieron experiencias similares.
—Estoy feliz por ti, Lex.
Lo había dicho antes, y lo diría muchas veces después.
—Gracias por el café —dijo Lexa, y empezó a dirigirse a su habitaci-
ón, pero se detuvo—. Oh, quería preguntarte… ¿Cómo estuvo el Inf-
ramundo?
Perséfone se congeló.
—¿A qué te re eres?
—Perséfone. Sé que te fuiste con Hades el sábado por la noche. Es to-
do de lo que el mundo habla, la chica de rojo, robada al Inframundo.
Palideció.
—¿Alguien…? Nadie sabe que soy yo, ¿verdad?
Lexa lucía un poco compasiva.
—Quiero decir, Hades acababa de anunciar el Proyecto Halcyon, el
cual fue inspirado por ti, así que la gente llegó a su propia conclusi-
ón.
Perséfone gimió. Eso era todo lo que necesitaba, más presión sobre
su supuesta relación con Hades.
Una muy oscura y muy ruidosa parte de ella se preguntó si el com-
portamiento de Hades en la gala había sido intencional. ¿Estaba bus-
cando una forma de desviar la atención de sus trucos al llevar el foco sobre
una relación? Y si ese fuera el caso, ¿ella era solo un peón?
—Sé que no quieres reconocer lo que sea que está pasando entre Ha-
des y tú… Pero soy tu mejor amiga. Me puedes decir lo que sea. Sa-
bes eso, ¿verdad?
—Lo sé, lo sé. Realmente no intentaba irme con él. Iba a llamar un ta-
xi y entonces… —Su voz se detuvo.
—¿Te levantó del suelo? —Lexa meneó sus cejas, y Perséfone no pu-
do evitar reírse—. Solo dime una cosa… ¿Te besó?
Perséfone se sonrojó y admitió:
—Sí.
Lexa chilló.
—¡Por los dioses, Perséfone! ¡Tienes que contarme todo!
Perséfone miró hacia el reloj.
—Tengo que irme, ¿almuerzo con Sybil?
—No me lo perdería por nada en el mundo —respondió.
A pesar de salir tarde de su apartamento, Perséfone se tomó su tiem-
po caminando al trabajo, deleitándose en la sensación de vida a su
alrededor. Seguía sin poder creerlo. Su magia había surgido, y había
despertado en el Inframundo. Todavía no tenía idea de qué hacer
con eso, no sabía cómo canalizar lo que sentía, o usarlo para crear
ilusiones, pero planeaba encontrarse con Hécate esta noche para lec-
ciones.
Cuando llegó a la Acrópolis, Demetri pidió verla. Ofreció unas cuan-
tas ediciones para su artículo y antes de sentarse a trabajar en ellas,
fue a la sala de descanso para tomar un poco de café.
—Hola, Perséfone —dijo Adonis cuando se unió a ella. Puso su son-
risa más encantadora, como si pudiera borrar el pasado y construir
un futuro completamente nuevo.
Le echó un vistazo.
—Realmente no quiero hablar contigo.
No necesitó mirarlo para saber que había dejado de sonreír. Probab-
lemente le sorprendía que su sonrisa no hubiera hecho su magia
usual.
—¿En serio vas a dejar de hablarme? Sabes que eso es imposible.
Trabajamos juntos.
—Todavía seré profesional —dijo ella.
—No estás siendo muy profesional justo ahora.
—De hecho, no tengo que conversar contigo para ser profesional —
debatió—. Solo tengo que hacer mi trabajo.
—O podrías perdonarme —dijo Adonis—. Estaba ebrio y apenas te
toqué.
¿Apenas tocó?
Había tirado de su cabello e intentó abrirle la boca a la fuerza. Apar-
te de eso, su toque, sin importar lo ligero o agresivo, fue completa-
mente indeseado.
Perséfone lo ignoró, dejando la sala de descanso.
La siguió.
—¿Esto es por Hades? —demandó—. ¿Estás durmiendo con él?
—Esa no es una pregunta apropiada, Adonis, y tampoco es de tu in-
cumbencia.
—Te dijo que te alejaras de mí, ¿no?
Perséfone se giró para enfrentarlo. Nunca había conocido a nadie
que fuera ignorante sobre sus propias malas acciones.
—Soy capaz de tomar mis propias decisiones, Adonis. Pensé que re-
cordarías eso después de robar mi artículo —espetó—. Pero solo pa-
ra que quede claro, no quiero hablar contigo porque eres un manipu-
lador, nunca tomas responsabilidad de tus errores, y me besaste cu-
ando especí camente te dije que no lo hicieras, lo que te hace un
depredador.
Hubo una pesada pausa a medida que las palabras de Perséfone gol-
peaban el blanco. A Adonis le tomó un momento, pero nalmente
pareció entender lo que estaba diciendo y entonces la llamó perra.
—Adonis. —La voz de Demetri atravesó su conversación como un
látigo. Perséfone estaba atónita, y se giró para ver a su jefe de pie fu-
era de su o cina. Nunca lo había imaginado capaz de la furia que vio
en su rostro—. Un momento.
Adonis lucía a igido, y fulminó a Perséfone como si ella fuera la cul-
pable.
Cuando el mortal desapareció en la o cina de Demetri, su jefe le dio
una mirada de disculpa antes de entrar y cerrar la puerta. Diez mi-
nutos después, un o cial de seguridad llegó al piso y entró a la o ci-
na de Demetri. Tras un momento, el o cial, Demetri y Adonis sali-
eron. Adonis estaba anqueado por los dos cuando pasó por su esc-
ritorio. Estaba rígido, sus manos empuñadas. Murmuró entre dien-
tes:
—Esto es ridículo. Ella es una soplona.
—Te delataste tú solo —dijo Demetri.
Desaparecieron en dirección a su escritorio, y reaparecieron después,
llevando a Adonis al elevador con una caja en mano.
Cuando Demtri regresó, se acercó al escritorio de Perséfone.
—¿Tienes un momento?
—Sí —dijo suavemente, y lo siguió a su o cina.
Una vez adentro, tomó asiento, y Demetri hizo lo mismo.
—¿Quieres decirme qué ocurrió?
Explicó solo la parte donde Adonis robó su artículo y lo entregó sin
su conocimiento porque esa era la única parte que realmente contaba
en el trabajo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Perséfone se encogió de hombros.
—Quería entregarlo de todas maneras. Solo ocurrió más rápido de lo
que anticipé.
Demetri hizo una mueca.
—En el futuro, quiero que vengas a mí cuando te sientas agraviada,
Perséfone. Tu satisfacción en este trabajo es importante para mí.
—Yo… aprecio eso.
—Y entenderé si quieres parar de escribir artículos sobre Hades.
Lo miró jamente, sorprendida.
—¿Lo harías? ¿Por qué?
—No voy a ngir que no he notado la frustración y estrés que te ha
causado —dijo, y tuvo que admitir que estaba un poco sorprendida
porque se hubiera dado cuenta—. Te volviste famosa de repente y ni
siquiera has terminado la universidad.
Llevó su mirada a sus manos y retorció sus dedos nerviosamente.
—Pero, ¿qué pasa con los lectores?
Demetri se encogió de hombros.
—Esa es la cosa con las noticias. Siempre hay algo nuevo.
Perséfone soltó una pequeña risa, y consideró las cosas. Si dejaba de
escribir ahora, no haría justicia a la historia de Hades. Había empe-
zado con una crítica muy dura sobre él, y, tal vez egoístamente, qu-
ería explorar otras facetas de su personaje. Comprendió que no tenía
que escribir un artículo para hacer eso, pero una parte de ella quería
mostrar a Hades en la luz. Quería que otros lo conocieran como ella
lo había llegado a hacer; como alguien amable y atento.
—No —le dijo a Demetri—. Está bien. Quiero continuar con la se-
rie… por ahora.
Demetri sonrió, pero dijo:
—De acuerdo, pero si deseas terminarlo, quiero que me informes.
Accedió y regresó a su escritorio.
Cuando terminó con su trabajo, se dirigió al campus. Durante la cla-
se, encontró difícil concentrarse. Su noche de insomnio estaba alcan-
zándola, y aunque tomó notas, al nal de la clase, cuando intentó le-
er lo que había escrito, eran solo garabatos.
Realmente necesitaba un descanso.
Un golpecito en el hombro la hizo saltar. Se giró y miró al rostro de
una chica con pequeñas facciones de hada y una sombra de lindas
pecas. Sus ojos eran grandes y redondos.
—Eres Perséfone Rosi, ¿verdad?
Estaba acostumbrándose a esa pregunta, y aprendiendo a temerle.
—Lo soy —dijo vacilantemente—. ¿Puedo… ayudarte?
La chica levantó una revista que descansaba en la cima de los libros
que acunaba contra su pecho. Era el Delphi Divine. La portada tenía
una foto de Hades. A Perséfone le impactó que Hades hubiera per-
mitido que le fotogra aran. El encabezado decía: Dios del Inframundo
le Atribuye a Periodista el Proyecto Halcyon.
Perséfone lo tomó, lo hojeó a máxima velocidad y empezó a leer, ro-
dando sus ojos.
Probablemente la peor parte, aparte del artículo sugiriendo que la
razón del proyecto era porque Hades había caído por la “hermosa y
rubia mortal”, era que habían obtenido una foto de ella. Era la que
habían tomado para sus pasantías en Noticias Nueva Atenas.
—¿Es cierto? —preguntó la chica—. ¿Realmente estás saliendo con
lord Hades?
Perséfone la miró y se puso de pie, colocándose su bolso. No creía
que hubiera una palabra para describir lo que estaba ocurriendo ent-
re ella y el Dios de los Muertos. Hades la había llamado amante, pero
todavía se describiría como una prisionera, y ese sería el caso hasta
que el contrato fuera removido.
En lugar de responder, Perséfone preguntó:
—¿Sabes que el Divine es una revista de cotilleos?
—Sí, pero… creó el Proyecto Halcyon solo por ti.
—No es por mí —dijo, empezando a caminar junto a la chica—. Es
por mortales que lo necesitan.
—Aun así, ¿no crees que es romántico?
Perséfone se detuvo y se giró para mirar a la chica.
—Simplemente escuchó. No hay nada romántico en eso.
La chica lucía confundida, pero Perséfone no estaba interesada en ro-
mantizar a Hades por hacer algo que todos los hombres deberían ha-
cer, y eso le dijo a la chica.
—¿Entonces no crees que le gustas? —preguntó.
—Preferiría que me respetara —respondió.
El respeto podía crear un imperio. La con anza podría hacerlo ir-
rompible. El amor podría hacerlo durar para siempre. Y ella sabría
que Hades la respetaba cuando quitase esta estúpida marca de su pi-
el.
—Discúlpame —dijo, y se fue. Era casi el almuerzo y tenía una cita
con Lexa y Sybil.
Dejó el Salón Hestia y cruzó el campus, atravesando el Jardín de los
Dioses, siguió el camino de piedra familiar, pasando por la estatua
de mármol de Apolo, cuando la esencia de la magia de Hades la gol-
peó. Fue la única advertencia que tuvo antes de ser teletransportada.
Apareció en una parte diferente del jardín donde los narcisos orecí-
an, de pie, frente a frente con Hades.
Él se estiró hacia delante, agarró su nuca, y llevó sus labios a los de
ella. Lo besó ansiosamente, pero estaba distraída por el artículo y sus
pensamientos sobre el contrato.
Cuando él se alejó, la miró jamente por un momento, y entonces
preguntó:
—¿Estás bien?
Su estómago se tambaleó. No estaba acostumbrada a esa pregunta, o
a la forma en la que la hizo, en un tono resonando sinceridad y pre-
ocupación.
—Sí —respondió jadeantemente. Dile, pregúntale sobre el contrato, se
ordenó. Demanda que te libere si desea seguir estando contigo. En cam-
bio, preguntó—: ¿Qué estás haciendo aquí?
Las esquinas de sus labios se elevaron, y frotó su pulgar sobre su la-
bio inferior.
—Vine a despedirme.
—¿Qué?
La pregunta salió más demandante de lo que quería. ¿A qué se refería
con despedirse?
Se rio entre dientes, y respondió:
—Debo ir a Olimpia para una Junta del Consejo.
La Junta para los dioses ocurría trimestralmente a menos que hubi-
era guerra. Si Hades iba, eso signi caba que Deméter también.
—Oh. —Se sonrojó—. ¿Por cuánto tiempo?
Se encogió de hombros.
—Si tengo un voto al respecto, un día y nada más.
—¿Por qué no tendrías un voto? —preguntó.
—Depende de lo mucho que discutan Zeus y Poseidón.
Quiso reírse, pero después de verlos enfrentarse en la gala, tuvo la
sensación de que su discusión no era simpática, sino brutal. Todavía
peor que Zeus o Poseidón, Perséfone se preguntó cómo trataría su
madre al Dios de los Muertos.
Se estremeció y entonces se encontró con la mirada de Hades, pero
sus ojos habían caído en la revista. La retiró de la cima de sus cosas y
frunció el ceño, lo frunció más profundamente cuando ella preguntó:
—¿Es por esto que anunciaste el Proyecto Halcyon en la gala? ¿Para
que la gente se enfocara en algo más que mi opinión sobre tu perso-
naje?
—¿Crees que creé el Proyecto Halcyon por mi reputación?
Se encogió de hombros.
—No querías que siguiera escribiendo sobre ti. Lo dijiste ayer.
La contempló por un momento, claramente frustrado.
—No empecé el Proyecto Halcyon con la esperanza de que el mundo
me admirase. Lo empecé por ti.
—¿Por qué?
—Porque vi la verdad en lo que dijiste. ¿Es realmente tan difícil de
creer?
No podía responder, y las cejas de Hades se unieron fuertemente.
—Mi ausencia no afectará tu habilidad para entrar al Inframundo.
Puedes ir y venir como te plazca.
No le gustó lo distante que se sintió repentinamente, y ni siquiera se
había ido todavía. Se acercó a él, y ladeó su cabeza hacia atrás para
poder mirarlo a los ojos.
—Antes de que te vayas, estaba pensando… —dijo, y alcanzó las so-
lapas de su chaqueta—. Me gustaría planear una esta en el Infra-
mundo… Para las almas.
Las manos de Hades se cerraron sobre sus muñecas. Sus ojos estaban
buscando. No estaba segura si la apartaría o la acercaría.
—¿Qué clase de esta?
—Tánatos dice que algunas almas se reencarnarán al nal de la se-
mana y que en los asfódelos ya están planeando una celebración.
Creo que deberíamos moverla al palacio.
—¿Deberíamos? —preguntó.
Perséfone se mordió el labio y se sonrojó.
—Te estoy preguntando si puedo planear una esta en el Inframun-
do.
Solo la observó, así que siguió hablando.
—Hécate ya ha accedido a ayudar.
Sus cejas se elevaron.
—¿Lo hizo?
—Sí. —Sus ojos cayeron a donde sus palmas descansaban ahora, pla-
nas sobre su pecho—. Está pensando que deberíamos hacer un baile.
Estuvo en silencio tanto tiempo que pensó que estaba enojado, así
que levantó la vista para mirarlo a los ojos.
—¿Estás intentando seducirme para que acceda a tu baile? —pre-
guntó.
—¿Está funcionando?
Se rio entre dientes y la acercó. Su miembro estaba duro contra su es-
tómago, y jadeó. Era la única respuesta que necesitaba, y aun así dijo
contra su oreja:
—Está funcionando.
La besó profundamente y la liberó.
—Planea tu baile, lady Perséfone.
—Ven a casa pronto, lord Hades.
Sonrió malvadamente antes de desvanecerse.
Comprendió en ese momento que tenía miedo a decir algo sobre el
contrato porque podría ser una decepción. Podría ser una prueba re-
al de que esto nunca funcionaría.
Y eso la rompería.

Perséfone se encontró con Lexa y Sybil para el almuerzo en La Man-


zana Dorada. Afortunadamente, con Sybil presente, Lexa no hizo
ninguna pregunta sobre el beso, aunque era posible que Sybil ya su-
piera los detalles. Las chicas hablaron sobre los nales, la graduaci-
ón, la gala, y Apolo.
Todo empezó porque Lexa le preguntó a Sybil:
—Entonces, ¿tú y Apolo están…?
—¿Saliendo? No —dijo Sybil—. Pero creo que espera que acceda a
ser su amante.
Perséfone y Lexa intercambiaron una mirada.
—Espera —dijo Lexa—. ¿Él pidió? Como… ¿permiso?
Sybil parecía entretenida, y Perséfone admiró cómo el oráculo podía
hablar de esto tan fácilmente.
—Lo hizo, y le dije que no.
—¿Le dijiste a Apolo, el Dios del Sol, perfección encarnada, que no?
—Lexa sonaba asombrada y lucía ligeramente consternada—. ¿Por
qué?
—¡Lexa, no puedes preguntar eso! —reprendió Perséfone, pero Sybil
solo sonrió y dijo:
—Apolo no amará a una sola persona y no deseo compartir.
Perséfone entendió por qué Sybil no querría verse envuelta con el di-
os. Apolo tenía una larga lista de amantes que abarcaban deidades,
semidioses y mortales y, como había probado la lista del Dios de la
Luz, nunca se quedaba con una persona demasiado tiempo.
La conversación terminó en hacer planes para el n de semana, y cu-
ando decidieron dónde se encontrarían para beber y bailar, Perséfo-
ne se fue al Inframundo.
Regó su jardín y encontró a Hécate en su cabaña. Era un pequeño
hogar situado en un prado oscuro y, aunque era encantador, había
algo… premonitorio sobre este. Quizás era por el conjunto, los costa-
dos eran gris oscuro, la puerta era de color morado oscuro, y la hied-
ra subía por la casa, cubriendo las ventanas y el techo.
Dentro, era como si hubiera entrado a un jardín lleno de ores que
orecen en la noche, tupidas visterias chinas colgaban como racimos
de estrellas en una noche oscura mientras que una alfombra de nico-
tianas cubría el suelo. Una mesa, sillas, y cama estaban elaborados
de suave madera negra que lucía como si hubiera crecido hasta con-
vertirse en cada pieza. Orbes se alzaban en el aire y le tomó un mo-
mento reconocer que realmente eran lámpades, como eran llamadas
en el Inframundo. Eran pequeñas y hermosas criaturas con aparien-
cia de hada con cabello como la noche, atado con ores blancas y pi-
el plateada.
Hécate no estaba sentada sobre la cama o en la mesa, sino en el her-
boso suelo. Sus piernas estaban dobladas debajo de ella, y sus ojos
estaban cerrados. Una vela negra encendida estaba frente a ella.
—¿Hécate? —preguntó, golpeando el marco de la puerta, pero la di-
osa no se movió. Dio un paso más dentro de la habitación—. ¿Héca-
te?
Sin respuesta todavía. Era como si estuviera dormida.
Perséfone se inclinó y apagó la vela. Ahí fue cuando los ojos de Hé-
cate se abrieron de golpe. Por un momento, lució completamente
malvada, y Perséfone comprendió repentinamente la clase de diosa
en la que Hécate podría convertirse si fuera presionada, la clase de
diosa que convirtió a Gale la bruja en Gale el turón.
Cuando reconoció a Perséfone, sonrió.
—Bienvenida de vuelta, milady —dijo Hécate.
—Perséfone —corrigió, y Hécate sonrió.
—Solo lo estoy ensayando —dijo—. Ya sabes, para cuando te vuelvas
la dueña del Inframundo.
Perséfone se sonrojó ferozmente.
—Te estás precipitando, Hécate.
La diosa levantó una ceja y Perséfone rodó los ojos.
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó Perséfone.
—Oh, solo maldiciendo a un mortal —respondió Hécate, casi anima-
damente.
La diosa alcanzó la vela y se puso de pie. La apartó, y se giró para
mirar a Perséfone.
—¿Ya regaste tu jardín, querida?
—Sí.
—¿Empezamos? —preguntó Hécate.
Fue rápida en ponerse manos a la obra. La diosa ordenó a Perséfone
sentarse en el suelo. Vaciló, pero tras los ánimos de Hécate para ver
si su toque todavía tomaba vida, se arrodilló en el suelo.
Cuando presionó sus manos en el césped, nada ocurrió.
—Asombroso —susurró Perséfone.
Hécate pasó la siguiente media hora guiándola a través de una medi-
tación que debía ayudarla a visualizar y usar su poder.
—Debes practicar el llamado de tu magia —dijo Hécate.
—¿Cómo hago eso?
—La magia es maleable —dijo—. Cuando la llames, piensa en ella
como arcilla, moldéala a tu deseo y luego… dale vida.
—Lo haces sonar muy fácil —dijo Perséfone, negando.
—Es fácil —dijo Hécate—. Todo lo que se necesita es convicción.
Perséfone no estaba segura de eso, pero intentó hacer lo que Hécate
ordenó. Imaginó la vida que sentía en la visteria sobre ella como algo
que podía moldear, y deseó que las plantas se hicieran más grandes
y vibrantes, pero cuando abrió sus ojos, nada había cambiado.
Hécate debió haber notado su decepción, porque colocó una mano
sobre su hombro.
—Tomará tiempo, pero dominarás esto.
Perséfone le sonrió, pero se sintió marchita en el interior. No tenía
más opción que dominar esto si quería cumplir su contrato con Ha-
des, porque, por más que le gustara el Rey del Inframundo, no tenía
deseos de ser una prisionera.
—¿Perséfone?
—¿Eh?
Parpadeó, mirando a Hécate quien sonreía.
—¿Pensando en nuestro rey?
Alejó su mirada.
—Todos lo saben, ¿no?
—Bueno, te cargó por el palacio hacia su habitación.
Contempló el césped. No había pretendido tener esta conversación.
Aunque le dolió, dijo:
—No estoy segura de que debiera haber ocurrido.
—¿Por qué no?
—Por muchas razones, Hécate.
La diosa esperó.
—El contrato, para empezar —explicó Perséfone—. Y mi madre nun-
ca me dejará fuera de su vista de nuevo si lo descubre. —Perséfone
se detuvo—. ¿Y si puede verlo cuando me mire? ¿Qué pasa si sabe
que no soy la diosa virginal que siempre ha querido?
Hécate se rio entre dientes.
—Ningún dios tiene el poder de determinar si eres virgen.
—No un dios, sino una madre.
Hécate frunció el ceño.
—¿Te arrepientes de dormir con Hades? Olvida a tu madre y el cont-
rato, ¿te arrepientes?
—No —respondió—. Nunca podría arrepentirme de él.
—Querida mía, estas en guerra contigo misma. Has creado oscuri-
dad dentro de ti.
—¿Oscuridad?
—Ira, miedo, resentimiento —dijo Hécate—. Si no te liberas primero,
nadie más podrá.
Perséfone sabía que la oscuridad siempre había existido dentro de el-
la, y se había profundizado en los últimos meses, elevándose a la su-
per cie cuando se sentía desa ada o enojada. Pensaba en cómo ha-
bía amenazado a esa ninfa en La Casa del Café, y cómo le había es-
petado a su madre, lo celosa que había estado de Menta.
Su madre podría a rmar que el mundo mortal le había hecho esto,
convertir la oscuridad en algo tangible, pero Perséfone pensaba de
otra manera. Siempre había estado allí, una semilla oscura, alimen-
tando sus sueños y pasiones, y Hades la había despertado, encanta-
do, alimentado.
Déjame extraer la oscuridad de ti, te ayudaré a moldearla.
Y lo había dejado.
—¿Cuándo sentiste vida por primera vez? —preguntó Hécate, curi-
osa.
—Después que Hades y yo…
No necesitó terminar la oración.
—Hmm. —La Diosa de la Magia golpeteó su barbilla—. Creo que,
quizás, el Dios de los Muertos ha creado vida dentro de ti.
Capítulo XXII - El Baile de Ascensión

Para el viernes, Hades no había regresado de Olimpia y Perséfone


estaba sorprendida por lo ansiosa que eso la ponía. Sabía que plane-
aba estar en el Baile de Ascensión esta noche porque cuando llegó al
Inframundo para ayudar a decorar, Hécate la condujo a otra parte
del palacio para prepararse.
—Lord Hades ha enviado tu vestido. Es hermoso —dijo.
Perséfone no tenía idea de que Hades planeaba enviarle un vestido.
—¿Puedo verlo?
—Luego, querida —dijo, abriendo una serie de puertas doradas. Al
otro lado había una suite. El espacio era diferente al resto del pala-
cio. En lugar de suelos y paredes oscuras, eran de color blanco már-
mol con incrustaciones de oro. La cama era lujosa y cubierta de su-
aves sábanas, el suelo en suaves pieles. Por encima, un gran cande-
labro caía de una cúpula.
—Estos aposentos, ¿para quién son? —preguntó cuando entró, desli-
zando sus dedos a lo largo del borde un tocador blanco.
—Para la Señora del Inframundo —respondió Hécate.
Perséfone dejó que eso se asentara un poco. Sabía que Hades había
creado todo en su reino, así que añadir una habitación para una es-
posa debió haber signi cado que había considerado tener una. Re-
cordaba lo que Hermes había dicho sobre Hades queriendo una es-
posa en la gala. ¿Esta habitación probaba que el dios había tenido esperan-
za de casarse?
—Pero… Hades nunca ha tenido una esposa —dijo Perséfone.
—No la ha tenido.
—Entonces… ¿Esta habitación nunca ha sido ocupada?
—No que estemos enterados. Ven, vamos a prepararte.
Hécate llamó a sus lámpades y se pusieron a trabajar. Perséfone se ba-
ñó, y mientras se reclinaba en la tina, las ninfas de Hécate pulieron
los dedos de sus pies y manos. Cuando estuvo seca, frotaron aceites
sobre su piel. Olían a lavanda y vainilla, sus esencias favoritas. Cu-
ando lo dijo, Hécate sonrió.
—Ah, lord Hades dijo que las amabas.
—No recuerdo decirle a Hades mis esencias favoritas.
—No creo que tuvieras que hacerlo —dijo distraídamente—. Puede
olerlas.
Dirigió a Perséfone al tocador con un espejo tan grande que podía
ver la pared entera al lado opuesto de la habitación. Las ninfas se to-
maron su tiempo arreglando su cabello, apilándolo sobre su cabeza.
Cuando terminaron, lindos rizos enmarcaban su rostro, y broches
dorados resplandecían en su cabello rubio.
—Es hermoso —dijo Perséfone a las lámpades—. Me encanta.
—Solo espera a ver tu vestido —dijo Hécate.
La Diosa de la Brujería desapareció en el vestidor y regresó con una
franja de resplandeciente tela dorada. Perséfone no podía decir cómo
quedaría hasta que se lo probó. La tela era fría contra su piel, y cuan-
do miró al espejo, difícilmente se reconoció. El vestido que Hades
había escogido para ella colgaba sobre su cuerpo como oro líquido.
Con un escote profundo, diseño sin espalda, y una división hasta el
muslo, era hermoso, atrevido y delicado.
—Eres una visión —dijo Hécate.
Perséfone sonrió.
—Gracias, Hécate.
La Diosa de la Brujería fue a prepararse para las festividades de la
noche, dejando sola a Perséfone.
—Esto es lo más cerca que he estado de parecer una diosa —dijo en
voz alta, pasando sus manos sobre su vestido.
La sensación de la magia de Hades la hizo detenerse. Era cálida, se-
gura y familiar. Se preparó para teletransportarse, ya que la última
vez que lo había sentido, eso es exactamente lo que había ocurrido.
Esta vez, sin embargo, Hades apareció tras ella. Se encontró con sus
oscuros ojos en el espejo, y empezó a girarse, pero la voz de Hades
resonó.
—No te muevas —dijo—. Déjame mirarte.
Sus instrucciones eran más una petición que una orden, y ella tragó,
apenas capaz de manejar el calor que su presencia encendía en su in-
terior. Irradiaba poder y oscuridad, y su cuerpo respondió; ansiaba
el poder, hambrienta por el calor, anhelaba la oscuridad. Ardía por
tocarlo, pero él sostuvo su mirada por un instante antes de empezar
a formar un lento circulo a su alrededor.
Cuando terminó, envolvió un brazo alrededor de su cintura, empuj-
ando contra su pecho, uniendo sus cuerpos.
—Deja caer tu glamour —dijo.
Vaciló. En realidad, su glamour humano era su protección, y la or-
den de Hades la hizo querer aferrarse fuertemente a ella.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque deseo verte —dijo. Fue como si su agarre se apretara sobre
su glamour, pero Hades persuadió en un tono que la hizo derretirse
—. Déjame verte.
Cerró los ojos y liberó el agarre. Su glamour se deslizó como agua
goteando por su piel, y supo cuándo se fue completamente porque
se sintió cargada y expuesta.
—Abre los ojos —animó Hades, y cuando lo hizo, estaba en su forma
Divina.
Todo sobre su presencia se había intensi cado, y brillaba contra la
oscuridad de Hades.
—Querida, eres una diosa —dijo Hades, y presionó los labios contra
su cuello y a lo largo de su hombro. Perséfone envolvió su mano al-
rededor de su cuello, acercándolo. Sus labios chocaron, y cuando
Hades gruñó, Perséfone se giró en sus brazos.
—Te he extrañado.
Él acunó su rostro, sus ojos buscando. Se preguntó qué quería en-
contrar.
—También te extrañé.
La admisión la hizo sonrojar, y Hades sonrió, acercándola para otro
beso. Sus labios rozaron los de ella, una, dos veces, burlándose, antes
de que Perséfone envolviera sus brazos alrededor de su cuello y sel-
lara sus labios. Estaba hambrienta y él sabía dulce y ahumado, como
el whisky que bebía. Sus manos bajaron por su pecho. Quería tocar-
lo, sentir su piel contra la de ella, pero Hades la detuvo con sus ma-
nos sobre sus muñecas, rompiendo el beso.
—Estoy igual de ansioso, cariño —dijo—. Pero si no nos vamos aho-
ra, creo que podríamos perdernos la esta.
Quiso hacer pucheros, pero también sabía que tenía razón.
—¿Vamos? —preguntó él, extendiendo su mano.
Cuando la tomó, Hades dejó caer su glamour. Podría observarlo to-
do el día, la forma en la que su magia se movía como una sombra,
despegándose de él como humo, revelando su impactante forma. Su
cabello caía sobre sus hombros, y una corona de plata hecha de bor-
des dentados decoraba la base de sus masivos cuernos. El traje que
había estado usando instantes atrás fue reemplazado por túnicas
negras, los bordes bordados en plata.
—Cuidado, diosa —advirtió Hades en un gruñido bajo—. O no dej-
aremos esta habitación.
Se estremeció y rápidamente apartó la mirada.
Con los dedos entrelazados, la llevó fuera de la suite y hacia el pasil-
lo. Llegaron a una serie de puertas doradas. Más allá de ellas, podía
escuchar el bajo rumor de una gran multitud. Su ansiedad se dispa-
ró, probablemente porque no tenía ningún glamour para protegerla.
Comprendió que era una tontería. Conocía a estas personas y ellas la
conocían. Aun así, se sintió como una impostora; una diosa imposto-
ra, una reina impostora, una amante impostora.
Cada uno de esos pensamientos dolió más que el otro, así que se los
tragó y entró al salón de baile junto a Hades.
Todo se quedó en silencio.
Quedaron de pie en la cima de una escalera que llevaba al repleto su-
elo del salón de baile. La habitación estaba abarrotada de pared a pa-
red, y reconoció a muchos de los presentes, dioses, almas, y criaturas
por igual. Vio a Euríale, Ilias y a Mekonnen. Les sonrió, su ansiedad
olvidada, y cuando se inclinaron, Hades la guio por las escaleras.
A medida que atravesaban la multitud, Perséfone sonrió y asintió, y
cuando sus ojos cayeron sobre Hécate, se apartó de Hades para to-
mar sus manos.
—¡Hécate! ¡Estás hermosa!
Se abrazaron. La Diosa de la Brujería estaba brillante, llevaba un re-
luciente vestido plateado que se ajustaba a su cuerpo y se ensancha-
ba. Su espeso cabello oscuro se derramaba sobre sus hombros, y bril-
lantes estrellas resplandecían en sus largos mechones.
—Me halagas, querida mía —dijo mientras se abrazaban.
De repente, Perséfone se encontró rodeada de almas. La abrazaron y
le agradecieron, le dijeron lo asombroso que lucía el palacio y lo her-
mosa que estaba. No supo cuánto tiempo estuvo allí, aceptando ab-
razos y hablando con la gente del Inframundo, pero fue la música la
que dispersó la multitud.
El primer baile de Perséfone fue con unos cuantos niños del Infra-
mundo. Se movieron en círculos y giraron, riendo con gozo. Cuando
ese baile terminó, Caronte se acercó. Estaba todo vestido de blanco,
su color típico, excepto que los bordes de su túnica estaban bordados
con hilo azul. Se inclinó, una mano cubriendo su corazón.
—Milady, ¿puedo tener el próximo baile?
Sonrió y tomó su mano.
—¡Por supuesto!
Perséfone se unió a una danza en línea, zigzagueado entre las almas.
Nunca se había reído o sonreído tanto en su vida. Dos bailes despu-
és, se giró para encontrar a Hermes inclinándose.
—Milady —dijo.
—Es Perséfone, Hermes —dijo, tomando su mano. La música era di-
ferente ahora, deslizándose a una encantadora melodía lenta.
—Luces casi tan encantadora como yo —dijo arrogantemente a me-
dida que se movían por la habitación.
—Qué cumplido tan considerado —bromeó.
El dios sonrió y entonces se inclinó.
—No puedo decir si es el vestido o todo el sexo que has estado teni-
endo con el dios de este reino.
Perséfone se sonrojó.
—¡No es gracioso, Hermes!
Parecía entretenido.
—¿No lo es?
—¿Cómo es que siquiera lo sabes?
—Bueno, se rumorea que te cargó por el palacio hasta su cama. —Se
sonrojó ferozmente. Nunca perdonaría a Hades por eso—. Veo que
es cierto.
Ella rodó los ojos.
—Entonces, dime, ¿cómo fue?
—No voy a hablar contigo al respecto, Hermes.
—Apuesto a que es rudo —musitó Hermes.
Perséfone apartó la mirada tanto para esconder su sonrojo como su
risa.
—Eres imposible.
Hermes se rio entre dientes.
—Pero en serio, el amor luce bien en ti.
—¿Amor? —Casi se ahogó.
—Oh, querida, no lo has comprendido aún, ¿verdad?
—¿Comprender qué?
—Que estás enamorada de Hades.
—¡No lo estoy!
—Lo estás, demasiado —dijo—. Y él te ama.
—Casi pre ero tus preguntas sobre mi vida sexual —farfulló.
Hermes se rio.
—Entraste a esta habitación como si fueras su reina. ¿Crees que dej-
aría hacer eso a cualquiera?
Honestamente, no lo sabía.
—Creo que el Señor del Inframundo ha encontrado a su coima.
Quiso debatir que Hades no la había encontrado, la había secuestra-
do, pero en lugar de decir eso, levantó sus cejas al Dios del Engaño y
dijo:
—Hermes, ¿estás ebrio?
—Un poco —admitió tímidamente, y aunque se rio, sus palabras qu-
edaron rondando en su mente. ¿Amaba a Hades? Solo se había permi-
tido pensar en ello brevemente después de su primera noche, juntos,
y luego aplastó completamente esos pensamientos.
Cuando la giró, echó un vistazo alrededor, buscando a Hades en la
multitud. No lo había visto desde que bajaron las escaleras juntos, y
había estado inmediatamente rodeada de almas. Lo localizó sentado
en un trono oscuro. Estaba reclinado, una mano elevada hacia sus la-
bios, y la estaba mirando jamente. Tánatos estaba de pie a un lado
del trono, vestido de negro, sus alas dobladas pulcramente como
una capa. Menta se cernía sobre el trono luciendo radiante en un
brillante negro. Eran como un ángel y un demonio sobre los homb-
ros del Dios de los Muertos.
Perséfone apartó la mirada rápidamente, pero Hermes pareció notar
que estaba distraída y dejó de bailar.
—Está bien, Sefy —dijo, liberándola—. Ve con él.
Perséfone vaciló.
—Está bien…
—Reclámalo, Perséfone.
Sonrió a Hermes, y la multitud se dividió a medida que recorría el
camino hacia Hades. Él la observaba, y no pudo ubicar con exactitud
la expresión en su rostro, pero algo en su interior estaba atraído ha-
cia él. Mientras se acercaba, su mano cayó, descansando sobre el bra-
zo de su trono. Se inclinó profundamente, y entonces se enderezó.
—Milord, ¿bailas?
Los ojos de Hades estaban encendidos y sus labios se estremecieron.
Se puso de pie, una imponente y dominante gura, y tomó su mano,
llevándola a la pista. Las almas se movieron, colocándose contra las
paredes para darles espacio y observar. Hades la pegó contra él, su
mano rme sobre su espalda, la otra entrelazada con sus dedos.
Había estado más cerca de él que esto, pero había algo sobre la for-
ma en la que la sostenía ahora, ante todos sus súbditos, que hizo que
su piel ardiera. El aire se espesó y se cargó entre ellos. No hablaron
por un largo rato, solo se miraron el uno al otro.
—¿Estás disgustado? —preguntó tras un rato.
—¿Me disgustaría que hayas bailado con Caronte y Hermes? —pre-
guntó.
¿Era eso lo que estaba preguntando? Lo miró y él se inclinó hacia delan-
te, presionando sus labios contra su oreja.
—Estoy disgustado por no estar en tu interior.
Intentó no sonreír.
—Milord, ¿por qué no lo dijo?
Sus ojos se oscurecieron.
—Cuidado, diosa, no tengo inconveniente en tomarte frente a todo
mi reino.
—No lo harías.
Su mirada decía “Rétame”.
No lo hizo.
Se deslizaron por toda la pista en silencio un poco más antes que Ha-
des la levantara del suelo y la llevara por las escaleras. Tras ellos, la
multitud aplaudió y silbó.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—A remediar mi disgusto —respondió.
Una vez fuera del salón de baile, la llevó a un balcón al nal del pa-
sillo. Era un gran espacio, y Perséfone se distrajo por la vista que of-
recía, un Inframundo envuelto en tinieblas, encendido por la luz de
las estrellas. Se maravilló del trabajo y la atención al detalle.
Esta era la magia de Hades.
Pero cuando empezó a caminar hacia delante, Hades la tiró de regre-
so hacia él. Sus ojos eran oscuros, comunicando su necesidad.
—¿Por qué me pediste que dejara caer mi glamour? —preguntó ella.
Hades metió un mechón de cabello extraviado detrás de su oreja.
—Te lo dije, no te esconderás aquí. Necesitabas entender lo que es
ser un dios.
—No soy como tú —dijo.
Sus manos subieron hacia sus brazos y sonrió.
—No, solo tenemos dos cosas en común.
Ella levantó una ceja.
—¿Y esas son?
—Ambos somos Divinos —dijo, acercándose un poco más—. Y el es-
pacio que compartimos.
La levantó en sus brazos. Su espalda conectó con la pared. Las ma-
nos de Hades eran casi desesperadas, subiendo el vestido y abriendo
la túnica, se hundió profundamente dentro de ella sin advertencia y
ambos gimieron. Su frente descansaba contra la de ella, tomó una
temblorosa respiración.
—¿Así es como es ser un dios? —preguntó.
Hades se apartó para encontrarse con su mirada.
—Así es como es tener mi favor —respondió, y se movió, deslizán-
dose dentro y fuera, invadiéndola de la más deliciosa manera. Sus
miradas se sostuvieron y sus respiraciones se hicieron más pesadas,
más rápidas. La cabeza de Perséfone cayó hacia atrás, la piedra ara-
ñaba su cabeza y espalda, pero no le importaba. Cada empuje tocaba
algo profundo en su interior, construyendo sensación tras sensación.
—Eres perfecta —dijo, sus dedos enrollándose en su cabello. Acunó
su nuca, sus empujes provocando mientras se ralentizaba, movién-
dose a un ritmo con el que se aseguraba que pudiera sentir cada par-
te de él.
—Eres hermosa. Nunca he querido como te quiero a ti.
Su admisión llegó con un beso, y entonces Hades bombeó más duro
que nunca y su cuerpo lo devoró. Se corrieron juntos, sus gritos
amortiguados por sus labios unidos.
Hades se retiró cuidadosamente, sosteniéndola hasta que sus piernas
dejaron de temblar. Entonces el cielo se incendió tras ellos, y Hades
la llevó al borde del balcón.
—Observa —dijo.
En el oscuro horizonte, el fuego se disparó en el cielo, desaparecien-
do en un sendero de resplandecientes chispas.
—Las almas están regresando al mundo mortal —dijo Hades—. Esto
es la reencarnación.
Perséfone observó con asombro mientras más y más almas se eleva-
ban al cielo, dejando rastros de fuego a su paso.
—Es hermoso —dijo.
Era mágico.
Abajo, los residentes del Inframundo se habían reunido en el patio
de piedra, y cuando las últimas almas se elevaron en el aire, estalla-
ron en aplausos, la música empezó de nuevo, y la celebración conti-
nuó. Perséfone se encontró sonriendo, y cuando miró a Hades, este
la estaba contemplando.
—¿Qué? —preguntó.
—Déjame adorarte —dijo.
Recordaba las palabras que le había susurrado en la parte trasera de
la limusina cuando salieron de La Rose. Me adorarás, y ni siquiera
tendré que ordenártelo. Su petición se sintió pecaminosa y perversa y
se deleitó en ella.
Respondió:
—Sí.
Capítulo XXIII - Un toque de
normalidad

Perséfone estaba ansiando una cita con Hades.


Habían pasado unas cuantas semanas desde el Baile de Ascensión, y
había pasado un montón de tiempo con él. Empezó a buscarla mi-
entras estaba en el Inframundo y a pedirle salir a dar paseos o jugar
un juego de su elección. Ella también había empezado a hacerle peti-
ciones. Como resultado, había jugado con los niños del Inframundo,
añadió una nueva área de juegos para ellos, y organizó unas cuantas
cenas para las almas y su personal.
Era durante estos momentos que su conexión con él crecía, y descub-
rió que sentía mucha más pasión por él que antes. Se manifestaba cu-
ando llegaban tarde en la noche, haciendo el amor como si nunca se
fueran a volver a ver. Todo se sentía desesperado, y Perséfone comp-
rendió que era porque ninguno de ellos estaba usando palabras para
comunicar cómo se sentían.
Y sentía como si estuviera cayendo.
Una noche, tras un increíblemente intenso juego de póquer de pren-
das, yacían en la cama. La cabeza de Perséfone descansaba sobre el
pecho de Hades, y este rozó sus dedos a través de su cabello distra-
ídamente.
—Permíteme llevarte a cenar.
—¿Cenar? ¿Como… salir en público?
Estaba, por supuesto, preocupada por la prensa. Desde que Hades
había anunciado el Proyecto Halcyon, más artículos sobre ella esta-
ban apareciendo en revistas de toda Nueva Grecia; el Crónicas Corin-
to, El Investigador de Ithaca. Las que más ansiosa la ponían eran esas
que intentaban investigar sus antecedentes. Hasta ahora, habían en-
contrado su ciente para satisfacerlos, escribiendo cosas como que
había sido educada en casa hasta los dieciocho, momento en el que
vino a la Universidad de Nueva Atenas desde Olimpia. Especializán-
dose en periodismo, consiguió una pasantía con Noticias Nueva Ate-
nas y empezó su relación con Hades tras una entrevista.
Era solo cuestión de tiempo que quisieran más. Debería saberlo, era
periodista.
—No en público, exactamente —dijo—. Pero sí quiero llevarte a un
restaurante público.
Vaciló, y Hades le dio una mirada signi cativa.
—Te mantendré a salvo.
Sabía que era cierto, y este dios se las había arreglado para evitar la
prensa por un largo tiempo, aunque sabía que tuvo un poco que ver
con su poder de invisibilidad y el miedo que infundía en los morta-
les.
—Está bien —accedió, sonriendo.
Pensó que era terriblemente romántico que Hades quisiera hacer algo
tan… simple, como llevarla a cenar.
Desde esa noche, todo había sido caótico. La universidad estaba li-
ada, el trabajo era estresante. Además, había sido acosada por extra-
ños en persona y vía correo electrónico. La gente se detenía y la in-
terrogaba sobre su relación con Hades en el autobús, durante cami-
natas, y mientras escribía en La Casa del Café. Los periodistas le esc-
ribían para preguntarle si podrían entrevistarla para sus periódicos,
otros ofrecían trabajo. Había tomado el hábito de revisar su bandeja
de entrada una vez al día y eliminar en masa la mayoría de los men-
sajes que recibía sin leerlos, pero esta vez, cuando ingresó, notó un
perturbador asunto:
Sé que te lo estás follando.
Los periodistas eran un poco más profesionales que eso.
Terror se acumuló en su estómago cuando abrió correo electrónico y
encontró una serie de fotos. Eran imágenes de ella con Hades, todas
tomadas en el Inframundo mientras estaban en el balcón durante el
Baile de Ascensión. Al nal del correo, se leía:
Quiero mi trabajo de regreso, o enviaré esto a la prensa.
El correo era de Adonis. Sacó su teléfono. Todavía no había borrado
su número, e imaginó que esta era la mejor manera de localizarlo.
Podía decir que respondió el teléfono, pero no ofreció ningún salu-
do, solo esperó a que hablara.
—¿Qué demonios, Adonis? —demandó—. ¿Dónde conseguiste las
fotos?
—Estoy seguro que te encantaría saber.
—Hades te destruirá —dijo.
—Puede intentarlo, pero probablemente no quiere enfrentar la furia
de Afrodita.
—Eres un bastardo.
—Tienes tres semanas —dijo.
—¿Cómo se supone que voy a conseguir que te readmitan? —espetó.
—Pensarás en algo. Hiciste que me despidieran.
—Tú mismo hiciste que te despidieran, Adonis —siseó—. No debiste
haber robado mi artículo.
—Te hice famosa —discutió.
—No me hiciste nada más que una víctima, y no estoy interesada en
continuar esa tendencia.
Hubo una larga pausa al otro lado antes de que Adonis hablara de
nuevo.
—El tiempo está acabándose, Perséfone.
Colgó, y ella bajó el teléfono. Re exionó por un momento. Lo más fá-
cil de hacer era preguntarle a Demetri si consideraría contratar a
Adonis de vuelta, así que se levantó de su asiento y tocó la puerta de
Demetri.
—¿Tienes un momento?
Su jefe levantó la mirada de su computadora. Hoy había escogido
usar una camisa azul y corbata amarilla. El color se re ejaba en sus
lentes, y hacía casi imposible hacer contacto visual con él.
—Sí, entra —respondió.
Perséfone solo dio unos cuantos pasos dentro de la habitación.
—¿Cuáles son las posibilidades de que Adonis pudiera… regresar?
—preguntó.
—Fue deshonesto, Perséfone. No tengo interés en contratarlo de nu-
evo.
Asintió, y él preguntó:
—¿Por qué?
—Solo me siento… un poco mal por él, es todo —mintió, aunque las
palabras eran completamente falsas y sabían a sangre en su boca.
Demetri se quitó las lentes. Ahora podía ver sus ojos, llenos de inqui-
etud y un poco de sospecha.
—¿Está todo bien? —preguntó.
Asintió.
—Sí. Sí. Discúlpame.
Dejó la o cina de Demetri, empacó sus cosas y se fue. Las fotos en su
correo eran condenatorias, y si se liberaban al público, probarían que
todo en las revistas de chismes era cierto.
Bueno, no todo.
Perséfone realmente no podía decir que ella y Hades estuvieran sali-
endo. Como antes, estaba dudando en asignar alguna etiqueta a su
estatus actual debido a su contrato. Sin mencionar el hecho de que, si
esas fotos eran publicadas, su madre las vería, y eso signi caría el -
nal de su tiempo en Nueva Atenas, ni siquiera tendría que preocu-
parse por la tormenta mediática que se produciría como resultado,
porque no estaría allí para eso. Deméter la encerraría para siempre.
Fue a casa a prepararse para su cita. Se tomó su tiempo, su mente en
la amenaza de Adonis. Consideró cómo manejar la situación. Se le
ocurrió que podría contárselo a Hades y todo terminaría tan rápido
como empezó, pero no quería al Dios de los Muertos peleando sus
batallas. Quería resolver este problema por su cuenta.
Decidió que Hades sería su último recurso, una carta que sacaría en
caso de no encontrar una solución.
Debió parecer preocupada cuando Hades llegó a recogerla, porque
el Dios del Inframundo preguntó cuando se acercó:
—¿Está todo bien?
—Sí. —Logró decir en el tono de voz más animado posible. Había
estado preguntando eso mucho y se preguntó si estaba paranoico—.
Solo fue un día ocupado.
Sonrió.
—Entonces vamos a relajarte.
La ayudó a entrar a la limusina y la siguió de cerca. Antoni estaba en
el asiento del conductor.
—Milady. —Inclinó su cabeza.
—Es bueno verte, Antoni.
El cíclope sonrió e instruyó:
—Solo presione el comunicador si necesita algo.
Entonces subió una ventana tintada que mantenía su cabina separa-
da de la de ellos.
Ella y Hades se sentaron lado a lado, lo su cientemente cerca para
que sus brazos y piernas se tocaran. La fricción encendió una calen-
tura bajo su piel. Repentinamente, no pudo ponerse cómoda, y se
movió, cruzando y descruzando sus piernas. Atrajo la atención de
Hades, y tras un momento, colocó una mano sobre su muslo.
No sabía qué la poseyó a decirlo; tal vez fue el estrés del día o la ten-
sión en el auto, pero justo ahora, todo lo que quería era perderse en
él.
—Deseo adorarte.
Las palabras fueron calmadas y casuales. Como si acabara de pre-
guntarle cómo fue su día o sobre el clima. Sintió sus ojos sobre ella, y
lentamente levantó la vista hacia él. Su mirada se había oscurecido.
—¿Y cómo me adorarías, diosa? —Su voz era profunda y controlada.
Intentó reprimir una sonrisa, y se arrodilló en el suelo frente a él,
acomodándose entre sus piernas.
—¿Te lo demuestro? —preguntó.
Su garganta se movió, y dijo en un tono ronco:
—Una demostración sería apreciada.
Sus manos se movieron al botón de su pantalón y liberó su sexo, lo
tomó en su mano; era suave, pero duro, y se encontró con la mirada
de Hades mientras lo acariciaba. Las manos de él se hicieron puños
sobre sus muslos, y cuando lo probó, gimió y echó su cabeza hacia
atrás.
Entonces el auto se detuvo.
—Mierda —dijo, y se estiró hacia el botón del intercomunicador.
Perséfone continuó tomándolo hasta el fondo de su garganta, lami-
éndolo y succionándolo. Cuando Hades habló, estaba sin aliento—.
Antoni. Conduce hasta que te diga lo contrario.
—Sí, señor.
Siseó, inhalando entre dientes. Sus dedos se hundieron en su cuero
cabelludo, soltando su trenza a medida que lo trabajaba con su mano
y movía su lengua y dientes sobre la cabeza de su pene. Sabía a sal y
oscuridad, y se hizo más duro y pesado en su boca.
Supo cuándo lo condujo a la inconsciencia porque gruñó su nombre
y empezó a empujarse dentro de su boca. Se aferró al asiento, inca-
paz de respirar, solo capaz de tomar. Golpeó el fondo de su garganta
una y otra vez hasta que se corrió con su nombre en los labios.
Perséfone tomó todo de él, lamiéndolo. Cuando terminó, Hades la
tomó, arrastrándola hacia arriba para un duro beso antes de apartar-
se para gruñir:
—Te quiero.
Sus ojos se oscurecieron, y ladeó la cabeza, preguntando:
—¿Cómo me quieres?
Respondió sin mucho más que un segundo de re exión.
—Para empezar, te tomaré desde atrás sobre tus manos y rodillas.
—¿Y entonces?
—Te pondré encima y te enseñaré a montarme hasta que te hagas
pedazos.
—Hmm, esa me gusta.
Se levantó y Hades la ayudó a ponerse sobre su eje. Gimió cuando la
llenó, y las manos de Hades se extendieron por su cintura, ayudán-
dola a establecer un ritmo hasta que se movió a su propia voluntad,
usándolo para su placer. Sus brazos fueron alrededor de su cuello, y
lo sostuvo cerca. Mordió su oreja, y cuando gimió, susurró:
—Dime cómo me siento.
—Como vida —respondió él.
Sus manos se movieron entre ellos, y la trabajó, construyendo la ten-
sión hasta que ya no lo pudo soportar, su trabajosa respiración dio
paso a un grito de éxtasis, y colapsó contra él, su rostro enterrado en
la curva de su cuello.
No supo cuánto tiempo la sostuvo así, pero en algún punto, se movi-
eron. Perséfone se deslizó de su regazo, y Hades restauró su aparien-
cia antes de informar a Antoni de que estaban listos para llegar a su
destino. Antoni entró a un garaje y aparcó cerca de un elevador, don-
de Hades ayudó a Perséfone a salir de la limusina. Una vez dentro,
sacó una tarjeta, y la escaneó presionando el botón para el piso cator-
ce.
—¿Dónde estamos? —preguntó, curiosamente.
—El Huerto —respondió Hades—. Mi restaurante.
—¿Posees El Huerto? —preguntó, sorprendida. Era un favorito entre
los mortales de Nueva Atenas por su decoración única y las acogedo-
ras mesas inspiradas en jardines—. ¿Cómo es que nadie sabe?
—Dejo que Ilias lo dirija —dijo—. Y pre ero que la gente piense que
es el dueño.
El elevador se abrió a la terraza y Perséfone jadeó por lo que vio. La
terraza de El Huerto lucía como un bosque en el Inframundo. Un ca-
mino de piedra serpenteaba entre camas de ores y árboles encade-
nados con luces.
Hades la llevó por el camino, que se ensanchaba a un espacio abierto
con una mesa y dos sillas acojinadas. Las luces que estaban en los ár-
boles del camino se entrecruzaban por arriba.
—Esto es hermoso, Hades.
Sonrió, complacido con su cumplido, y la llevó a la mesa. Una colec-
ción de panes y una botella de vino aguardaban. Hades sirvió una
copa a cada uno, y brindó por su noche.
Se encontró riendo más de lo que recordaba alguna vez, la carga de
su día ya olvidada mientras Hades le contaba historias de la Antigua
Grecia. Cuando terminaron de comer, caminaron por el bosque sob-
re la terraza y Perséfone preguntó:
—¿Qué haces para divertirte?
Parecía una pregunta tonta, pero tenía curiosidad. En el pasar de los
meses, descubrió que a Hades le gustaban las cartas, los paseos, y
jugar con sus animales, pero se preguntaba qué más.
—¿A qué te re eres?
Perséfone se rio.
—El hecho de que me preguntes eso lo dice todo. ¿Cuáles son tus pa-
satiempos?
—Cartas. Montar. —Giró sus manos en el aire, pensando—. Beber.
—¿Qué tal cosas no relacionadas con ser el Dios de los Muertos?
—Beber no está relacionado con ser el Dios de los Muertos.
—Tampoco es un pasatiempo. A menos que seas un alcohólico.
Hades levantó una ceja.
—Entonces, ¿cuáles son tus pasatiempos?
Perséfone sonrió, y aunque sabía que estaba evitando hablar sobre sí
mismo, respondió:
—Hornear.
—¿Hornear? Siento que debería haber sabido esto antes.
—Bueno, nunca preguntaste.
El silencio cayó entre ellos, y avanzaron un poco más antes de que
Hades se detuviera. Perséfone se giró para mirarlo cuando dijo:
—Enséñame.
Lo observó por un momento, atónita.
—¿Qué?
—Enséñame —dijo—. A hornear algo.
No pudo evitarlo, se rio, y él levantó una ceja, nada entretenido.
—Lo siento… solo te estoy imaginando en mi cocina.
—¿Y eso es difícil?
—Bueno… sí. Eres el Dios del Inframundo.
—Y tú eres la Diosa de la Primavera —dijo—. Te paras en tu cocina y
haces galletas. ¿Por qué yo no puedo?
No pudo apartar sus ojos de él. No fue hasta ahora que entendió que
algo había cambiado entre ellos. Había estado ocurriendo gradual-
mente, pero hoy, la golpeó duro.
Estaba enamorada de él.
No se había dado cuenta que estaba frunciendo el ceño hasta que le
tocó el rostro, rozando su mejilla con su dedo.
—¿Estás bien?
Ella sonrió.
—Muy bien. —Se levantó sobre la punta de sus pies y presionó un
beso en su boca, apartándose—. Te enseñaré.
Hades también sonrió.
—Bueno, entonces. Empecemos.
—Espera. ¿Quieres aprender ahora?
—Ahora es un momento tan bueno como cualquiera —dijo.
Abrió su boca para discutir que no tenía los artículos necesarios para
hacerlo en el Inframundo, cuando Hades dijo:
—Pensé que tal vez… podríamos pasar tiempo en tu apartamento.
—Lo miró jamente, y él se encogió de hombros—. Siempre estás en
el Inframundo.
—Tú… ¿quieres pasar tiempo en el Mundo Superior? ¿En mi aparta-
mento? —Solo la contempló, ya le había dicho exactamente qué qu-
ería hacer—. Yo… tengo que preparar a Lexa para tu llegada.
Asintió.
—Bastante justo. Haré que Antoni te lleve —dijo, y bajó la mirada
hacia su traje—. Necesito cambiarme.

Perséfone no tuvo di cultad en convencer a Lexa para llevar a Hades


a una noche de comer, hornear y ver películas. De hecho, gritó cuan-
do lo sacó a colación, lo que causó que Jaison corriera a su habitación
armado con una lámpara.
Sus ojos azul grisáceos estaban muy abiertos y sus rizos color mar-
rón oscuro, salvajes. Lucía listo para una pelea, y cuando las chicas
lo vieron, se rieron.
Jaison bajó la lámpara.
—Escuché gritar a alguien —explicó.
—¿E ibas a salvarme con una lámpara? —preguntó Lexa.
—Fue lo más pesado que pude encontrar —dijo a la defensiva.
Se rieron de nuevo y Perséfone explicó por qué Lexa estaba gritando.
Jaison se frotó la nuca.
—Vaya, Hades, ¿eh?
—¡Sí, Hades! —Lexa estaba extasiada, y entonces alcanzó la mano de
Jaison—. ¡Vamos! Tenemos que limpiar la sala. Va a pensar que so-
mos campesinos.
Perséfone sonrió cuando los dos desaparecieron en la habitación ad-
yacente. Jaison seguía en posesión de la lámpara.
Mientras limpiaban, se cambió y poco después, el timbre sonó. A pe-
sar de todo el tiempo que había pasado con Hades, su corazón toda-
vía martilleó en su pecho cuando fue a responder la puerta.
Hades llegó en una camiseta negra que realzaban sus músculos co-
mo un sueño, y pantalón deportivo. Perséfone estaba sorprendida
por su apariencia. El impecable dios podía vestirse informalmente y
aun así lucir magni co.
—¿Tenías eso antes de hoy? —preguntó, apuntando al pantalón.
Hades bajó la mirada, sonriendo.
—No.
Lo dejó entrar, y se sintió ligeramente avergonzada. Este apartamen-
to era demasiado pequeño para él, era casi tan amplio como la puer-
ta, y tuvo que agacharse para entrar. Perséfone frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada —dijo rápidamente, y lo rodeó. Lo llevó a la sala de estar
donde Lexa y Jaison habían terminado de limpiar y ahora estaban re-
costado sobre el sofá.
Se sintió incómoda al presentar a Hades.
—Um, Hades, esta es Lexa, mi mejor amiga y Jaison, su novio.
Jaison saludó desde el sofá, pero Lexa se puso de pie y abrazó a Ha-
des.
Las cejas de Perséfone se elevaron. Estaba impresionada con la auda-
cia de Lexa, y por la reacción de Hades; no parecía sorprendido en
absoluto, y regresó el abrazo de Lexa.
—Es un placer conocerte —dijo.
—Muy pocos han dicho esas palabras —le dijo él.
Lexa se apartó y sonrió.
—Mientras trates bien a mi mejor amiga, seguiré estando feliz de
verte.
Los labios de Hades se curvaron.
—Anotado, Lexa Sideris —dijo, y dio una pequeña reverencia—. Pu-
edo decir, es un placer conocerte.
Lexa se sonrojó.
Maldición, el Señor del Inframundo era encantador.
Perséfone llevó a Hades hacia la cocina. Era pequeña para ella y Le-
xa, mucho más diminuta para él. Su cabeza prácticamente tocaba el
techo, pero su altura resultó muy útil, ya que lo que Perséfone nece-
sitaba estaba en el estante más alto de sus gabinetes.
—¿Por qué pones todo tan alto? —preguntó mientras la ayudaba a
tomar sus artículos.
—Es el único lugar en el que caben. Por si no lo has notado, no vivo
en un palacio.
Le dio una mirada como para decir, yo podría cambiar eso.
Cuando todo estuvo sobre la encimera, Hades se giró para mirarla.
—¿Qué harías sin mí?
—Conseguirlos yo misma —dijo simplemente.
Hades bufó. Se giró para mirarlo, y descubrió que estaba inclinado
contra la encimera, los brazos cruzados sobre su pecho. Era absoluta-
mente impresionante, y quiso reírse porque estaba de pie en su fea
cocina haciendo galletas.
—Bueno, acércate. No puedes aprender desde allí.
Hades levantó una ceja, sonriendo, y se acercó. No había esperado
que se pusiera tan cerca, pero llegó desde atrás, acunando su cuerpo
con el suyo, sus manos apoyadas a cada lado de ella.
Su boca tocó su oreja, cálida y melosa.
—Por favor, instruye.
Tomó una respiración y se aclaró la garganta.
—Lo más importante que hay que recordar al hornear en que los
ingredientes tienen que ser medidos y bien mezclados, o podría ser
un desastre.
Sus labios barrieron a lo largo de su cuello y luego su hombro. Su
respiración se atascó en su garganta, y se la aclaró.
—Tacha eso. Lo más importante que hay que recordar es prestar
atención.
Lo fulminó con la mirada sobre su hombro mientras intentaba lucir
inocente. Se estiró por la taza medidora, y se la tendió.
—Primero, harina —dijo ella.
Hades tomó la taza y midió la cantidad requerida de harina. Mantu-
vo sus brazos alrededor de ella, trabajando casi como si no estuviera
allí. Excepto que sabía que lo hacía porque podía sentir su cuerpo
endureciéndose en su contra.
—¿Siguiente?
Concéntrate, se ordenó.
—Bicarbonato de sodio.
Él siguió así hasta que todos los ingredientes estuvieron el tazón y
mezclados. Perséfone tomó esa oportunidad para salir por debajo de
su brazo, alcanzando una bandeja para hornear y una cuchara. Orde-
nó a Hades formar la masa en bolas no más grandes que un par de
centímetros de diámetro y colocarlas sobre la bandeja.
Cuando las galletas estuvieron en el horno, Hades se giró hacia ella,
expectante, pero ya estaba preparada para él.
—Hacemos el glaseado.
Frotó sus manos. Esta era la mejor parte. Hades levantó una ceja, cla-
ramente entretenido.
Perséfone empezó a instruir de nuevo, y Hades escuchó, mezclando
ingredientes.
—¿Qué se supone que haré con esto?
—Integrarás los ingredientes —dijo ella, vertiendo el azúcar glas, va-
inilla, y jarabe de maíz en un tazón. Lo empujó hacia él—. Revuelve.
Él sonrió.
—Felizmente.
Cuando el glaseado estuvo hecho, lo dividieron en diferentes tazo-
nes y mezclaron colorante en ellos. Perséfone no era la panadera más
pulcra, y para cuando terminaron de incorporar todos los colores,
sus dedos estaban cubiertos de glaseado.
Hades lo notó y tomó su mano.
—¿Cómo sabe? —preguntó, y llevó sus dedos a su boca, lamiéndo-
los. Gimió—. Delicioso.
Ella se sonrojó, y apartó su mano.
Hubo una larga pausa, y Hades preguntó:
—¿Ahora qué?
Sus ojos se encontraron.
Hades dio dos pasos, plantó sus manos sobre su cintura y la levantó
sobre la encimera. Ella chilló y luego se rio, acercándolo cuando en-
volvió sus piernas alrededor de su cintura. La besó hambrientamen-
te, ladeando su cabeza hacia atrás para poder profundizar en su bo-
ca, pero fue efímero, porque Lexa entró a la cocina y se aclaró la gar-
ganta.
Perséfone rompió el beso mientras la cabeza de Hades caía en la cur-
vatura de su cuello.
—Lexa —dijo Perséfone, aclarándose la garganta—. ¿Qué ocurre?
—Me estaba preguntando si querían ver una película.
—Di que no —susurró Hades contra su oreja.
Perséfone se rio y preguntó:
—¿Qué película?
—¿Furia de Titanes?
Hades bufó y se apartó de ella, mirando hacia Lexa.
—¿La vieja o la nueva?
—La vieja.
Lo consideró, ladeando su cabeza.
—Bien. —Y entonces se aclaró la garganta, besando a Perséfone—.
Voy a necesitar un minuto.
Dejó la cocina y Perséfone se quedó sobre la encimera, balanceando
sus piernas. Cuando Hades salió de la vista, Lexa empezó.
—De acuerdo, primero. ¡No en la cocina! Segundo, está completa-
mente enamorado de ti.
Las mejillas de Perséfone ardieron.
—Detente, Lexa.
—Chica, te adora.
Perséfone ignoró a Lexa y empezó a limpiar. Cuando las galletas es-
tuvieron hechas, las dejó para que se enfriaran y los cuatro se acomo-
daron a ver la película. Perséfone se acurrucó junto a Hades. Fue allí,
ubicada contra él, que se dio cuenta de lo rara que se había vuelto su
vida desde que conoció al Dios del Inframundo, y, sin embargo, ha-
bía tenido algunos de sus momentos más felices con él. Había queri-
do hacer cosas que la hicieran feliz y aprenderlas. Se rio por el pen-
samiento de él en la cocina, con los guantes puestos, intentando reti-
rar la bandeja de galletas caliente del horno.
Los brazos de Hades se apretaron a su alrededor, y susurró:
—Sé lo que estás pensando.
—Es imposible que sepas.
—Después de lo que he atravesado esta noche, estoy seguro que hay
varias cosas de las que te estás riendo.
No pasó mucho antes de que se durmiera. En algún punto, Hades la
levantó en sus brazos y la llevó a su habitación.
—No te vayas —dijo, adormilada cuando la colocó sobre su cama.
—No lo haré. —Besó su frente—. Duerme.
Despertó con la boca de Hades sobre su piel y gimió, alcanzándolo.
La besó urgentemente, como si no la hubiera saboreado en semanas,
antes de arrastrar sus labios a lo largo de su mandíbula, su garganta,
su pecho. Entonces sus dedos encontraron el dobladillo de su blusa.
Ella arqueó su espalda y lo ayudó a sacarla por su cabeza. Lanzándo-
la a un lado, descendió, acariciando sus pechos con sus manos y su
lengua. No pasó mucho antes de que se quitara el pantalón y él abri-
era su centro, saboreándola con su boca. Su pulgar trabajó ese sen-
sible nudo de nervios, enviándola a una delirante dicha.
Cuando terminó, subió por su cuerpo antes de despojarse de su ropa
y acomodarse entre sus muslos. Extendió sus piernas para acomo-
darlo a medida que su pene se presionaba contra su entrada. Se hun-
dió en ella con facilidad y se arqueó con el placer de él llenándola,
tanto que nunca se había sentido tan completa.
Se inclinó para presionar su frente contra la de ella, respirando fuer-
te.
—Eres hermosa —dijo.
—Te sientes bien —dijo ella, siseando cuando inhaló entre dientes,
luchando con la presión construyéndose detrás de sus ojos. Mientras
más experimentada esta euforia, menos control tenía—. Te sientes…
como poder.
Se movió lentamente al principio y ella saboreó cada parte de él, pe-
ro este dios estaba famélico y su consideración cambió a algo mucho
más irracional y carnal.
Un feroz gruñido salió desde el fondo de su garganta, y se inclinó
hacia ella, besando y mordiendo sus labios, su cuello, bombeando
más y más duro, moviendo su cuerpo entero.
Perséfone se aferró a él, sus talones se presionaron en su contra, sus
uñas rasguñaron su piel, sus dedos se enredaron en su cabello, al-
canzó cualquier cosa que la aferrara a él, a este momento.
Hades presionó sus manos contra la cima de su cabeza para evitar
que golpeara el cabecero mientras se conducía dentro de ella, la ca-
ma entera se sacudió, y los únicos sonidos eran sus respiraciones de-
siguales, sus suaves gemidos y su desesperado intento de sentir más
del otro.
Su cuerpo entero estaba electrizado, avivado por su intoxicante ca-
lor, y él se empujó más y más hasta que ya no pudo aguantarlo. Su
grito nal de éxtasis dio paso al de él, y se deleitó en la sensación de
su pulso en su interior. Tomó todo de él, drenándolo.
Posteriormente, estuvieron en silencio. El resbaladizo cuerpo de Ha-
des descansaba contra el suyo, y lentamente bajó de su euforia, como
si su consciencia estuviera regresando a su cuerpo. Fue entonces que
se dio cuenta de que habían perdido el control, que había bombeado
en ella tan fuerte, que estaban contra el cabecero.
La estudió y se dio cuenta que estaba llorando.
—Perséfone. —Una nota de pánico coloreó su voz—. ¿Te herí?
—No —susurró ella, y se cubrió los ojos.
No la había herido, y no sabía por qué estaba llorando. Solo se sentía
extremadamente emocional. Tomó una temblorosa respiración.
—No, no me heriste.
Después de un momento, Hades la hizo apartar la mano de sus ojos.
Se encontró con su mirada cuando enjugó sus lágrimas.
Estuvo aliviada cuando no hizo ninguna pregunta más. Se hizo a un
lado, y la empujó en su contra, cubriéndolos con las sábanas. Besó su
cabello y susurró:
—Eres demasiado perfecta para mí.
Ella sintió como si apenas se hubiera dormido cuando Hades se sen-
tó junto a ella. Se sintió inmediatamente fría y se giró, medio dormi-
da, para alcanzarlo.
—Regresa a la cama —dijo ella.
—Aléjate de mi hija. —La voz de Deméter era letal.
Eso la despertó inmediatamente. Se sentó, apretando la sábana cont-
ra su pecho.
—¡Madre! ¡Fuera!
La escalofriante mirada de Deméter cayó sobre Perséfone y esta vio
la promesa de dolor, de destrucción, en sus ojos. Podía ver el titular:
Dioses Olímpicos Luchan, Destruyen Nueva Atenas.
—¿Cómo te atreves? —La voz de Deméter tembló, y Perséfone no es-
taba segura si estaba hablándole a ella o a Hades, tal vez a ambos.
Perséfone apartó la sábana y se puso su camiseta de dormir. Hades
permaneció sentado en la cama.
—¿Por cuánto tiempo? —cuestionó.
—Realmente no es asunto tuyo, madre —espetó Perséfone.
Los ojos de su madre se oscurecieron.
—Olvidas tu lugar, hija.
—Y tú olvidas mi edad —dijo Perséfone—. ¡No soy una niña!
—Eres mi niña y has traicionado mi con anza.
Perséfone supo lo que estaba a punto de pasar. Podía sentir la magia
de su madre construyéndose en el aire.
—¡No, madre! —Perséfone se puso frenética. Miró hacia Hades, de-
sesperada. Él regresó la mirada, tenso pero calmado, eso no hizo na-
da para aliviar su miedo.
—¡Ya no vivirás esta desgraciada vida mortal!
Perséfone cerró sus ojos, encogiéndose cuando Deméter chasqueó
sus dedos, pero en lugar de teletransportarse a la prisión de cristal
como esperaba, nada ocurrió. Lentamente, abrió sus ojos y se ende-
rezó, mirando a su madre, que también estaba confundida. Entonces
los ojos de Deméter se estrecharon sobre el brazalete de oro de Persé-
fone. La diosa se estiró, capturando su brazo, apretando muy duro,
arrancó el brazalete de su muñeca y reveló la oscuridad marcando su
pálida piel.
—¿Qué hiciste? —demandó Deméter.
Esta vez, miró a Hades.
—¡No me toques!
Perséfone intentó apartarse. Pero el agarre de Deméter se apretó, y
Perséfone gritó.
—Libérala, Deméter. —La voz de Hades era calmada, pero había al-
go mortal en sus ojos. Perséfone había visto esa mirada antes, furia
estaba construyéndose en su interior.
—¡No te atrevas a decirme qué hacer con mi hija!
Hades chasqueó sus dedos y repentinamente estaba vestido con la
misma ropa de la noche anterior. Se elevó a su máxima altura, y cu-
ando se acercó, Deméter liberó a Perséfone. Y puso distancia entre el-
la y su hija.
—Tu hija y yo tenemos un contrato, Deméter —explicó Hades—. Se
quedará hasta que lo cumpla.
—No. —Deméter se enfocó en la muñeca de Perséfone, y tuvo la sen-
sación de que su madre haría prácticamente lo que fuera para llevár-
sela de este lugar, incluyendo cortar su mano—. Quitarás tu marca.
¡Hazlo, Hades!
El dios no estaba perturbado por la creciente furia de Deméter.
—El contrato debe ser cumplido, Deméter. Las Moiras lo ordenan.
La Diosa de la Cosecha palideció, y cuando miró a Perséfone, pre-
guntó:
—¿Cómo pudiste?
—¿Cómo pude? —repitió Perséfone enojada—. ¡No es como que hu-
biera querido que ocurriera, madre!
Por el rabillo del ojo, notó que Hades se estremeció.
—¿No lo quisiste? ¡Te advertí sobre él! —Señaló a Hades—. ¡Te ad-
vertí que te alejaras de los dioses!
—Y al hacerlo, me dejaste a esta suerte.
Deméter levantó su barbilla.
—¿Entonces me culpas? ¿Cuando todo lo que hice fue intentar prote-
gerte? Bueno, verás la verdad muy pronto, hija.
La diosa extendió su mano y despojó a Perséfone de su magia. Se
sintió como si miles de diminutas agujas estuvieran pinchando su pi-
el al mismo tiempo a medida que el glamour que había construido
para ocultar su apariencia Divina era desmantelado. El dolor le sacó
el aire, y cayó al suelo, jadeando.
—Cuando el contrato sea cumplido, regresarás a casa conmigo —di-
jo Deméter, y Perséfone la fulminó con la mirada—. Nunca regresa-
rás a esta vida mortal y nunca verás a Hades de nuevo.
Entonces Deméter se fue.
Hades se acercó y la levantó del suelo. La mantuvo cerca, y estalló en
lágrimas. Todo lo que pudo decir fue:
—No me arrepiento de ti. No quise decir que me arrepentía de ti.
—Lo sé.
Hades apartó sus lágrimas a besos.
Hubo un golpe en la puerta y ambos levantaron la mirada para en-
contrar a Lexa de pie justo dentro de la habitación, con los ojos en-
sanchados.
—¿Qué demonios?
Perséfone se apartó de Hades.
—Lexa —dijo—. Tengo que contarte algo.
Capítulo XXIV - Un toque de engaño

Lexa tomó las noticias de que había estado viviendo con una diosa
por los últimos cuatro años con calma. Sus emociones oscilaban des-
de sentimientos de traición a la incredulidad. Perséfone comprendió.
Lexa valoraba la verdad, y había descubierto que la persona a la que
llamó su mejor amiga toda su vida había estado mintiendo sobre una
gran parte de su identidad.
—¿Por qué me lo ocultaste? —preguntó Lexa.
—Fue un acuerdo que hice con mi madre —dijo—. Además, quería
saber cómo era llevar una vida normal.
—Entiendo eso —dijo Lexa—. Amiga, tu madre es una perra —dijo,
y entonces se agachó como si esperara que un rayo la alcanzara—.
¿Me matará por decir eso?
—Está demasiado enojada conmigo y llena de odio por Hades para
siquiera pensar en ti —replicó Perséfone.
Lexa negó y solo contempló a su mejor amiga. Había invocado un
glamour humano con la ayuda de la magia de Hades y ahora esta-
ban sentados juntos en la sala. Se habría sentido como cualquier otro
día si no hubiera sido despojada de la magia de su madre y expuesta
como una diosa. Afortunadamente, Hades la ayudó.
—No puedo creer que seas la Diosa de la Primavera. ¿Qué puedes
hacer?
Perséfone se sonrojó.
—Bueno, esa es la cosa. Estoy aprendiendo a usar mis poderes.
Explicó que, hasta hace poco, no había sido capaz de sentir su magia
y que estaba trabajando en aprender a canalizarlo.
—Solía querer ser como los otros dioses —dijo—. Pero cuando mis
poderes nunca se desarrollaron, solo quise estar en alguna parte
donde fuera buena en algo.
Lexa colocó su mano sobre la de Perséfone.
—Eres buena en muchas cosas, Perséfone. Especialmente en ser una
diosa.
Se mofó.
—¿Cómo lo sabrías? Acabas de descubrir que lo soy.
—Lo sé porque eres bondadosa, compasiva, y luchas por tus creenci-
as, pero, principalmente, luchas por las personas. Eso es lo que se su-
pone que hacen los dioses, y alguien debería recordarles, porque un
montón de ellos lo han olvidado. —Se detuvo—. Tal vez por eso na-
ciste.
Perséfone apartó las lágrimas de sus ojos.
—Te amo, Lex.
—También te amo, Perséfone.

Perséfone tuvo di cultad para dormir en las semanas posteriores a


las amenazas de Deméter. Su ansiedad se disparó, y se sentía incluso
más atrapada que nunca antes. Si no completaba los términos de su
contrato con Hades, estaría atrapada en el Inframundo para siempre.
Si se las arreglaba para crear vida, entonces se volvería una prisione-
ra en el invernadero de su madre.
Era cierto que amaba a Hades, pero prefería ir y venir del Inframun-
do como le placiera. Quería seguir viviendo su vida mortal, graduar-
se, y empezar su carrera en el periodismo. Cuando le había dicho eso
a Lexa, su mejor amiga respondió:
—Solo habla con él. Es el Dios de los Muertos, ¿no puede ayudar?
Pero Perséfone sabía que hablar no haría ningún bien. Hades había
dicho una y otra vez que los términos del contrato no eran negociab-
les, incluso al enfrentar a Deméter. Era cumplir el contrato o no, li-
bertad o no.
Y esa realidad la estaba destrozando.
Peor, estaba usando magia de Hades, y aunque había unas cuantas
ventajas, era como tenerlo alrededor todo el tiempo. Era una cons-
tante presencia, un recordatorio de su predicamento, de cómo había
perdido el control y se encontró enamorada de él.
Fue a dos semanas de la graduación y del nal de su contrato con
Hades, cuando Perséfone llegó a la Acrópolis para trabajar. Valerie la
detuvo cuando salió del elevador, rodeando su escritorio para susur-
rar:
—Perséfone, hay una mujer aquí para verte. Dice que tiene una his-
toria de Hades.
Casi gimió.
—¿La investigaste?
Perséfone le había dado una lista de preguntas para hacerle a cual-
quiera que llamara a rmando que tenía una historia sobre Hades.
Algunas de las personas que habían llamado o ido en persona a ent-
revistarse solo habían sido mortales curiosos o periodistas encubier-
tos intentando conseguir una historia.
—Parece legítima, sin embargo, creo que está mintiendo sobre su
nombre.
Perséfone ladeó la cabeza.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Fue la forma en la que lo dijo. Como si fuera una ocur-
rencia tardía.
Eso no hizo que Perséfone se sintiera demasiado con ada.
—¿Qué nombre?
—Carol.
Raro. Entonces, Valerie ofreció:
—Si quieres que alguien vaya contigo a la entrevista, yo puedo.
—No —dijo Perséfone—. Está bien. Gracias, sin embargo.
Tomó sus cosas, agarró café, y se dirigió a la sala. No estaba prestan-
do mucha atención cuando entró, pensando que solo era otra perso-
na intentando conseguir una cita con ella, y dijo:
—¿Así que tienes una historia para mí?
—¿Una historia? Oh, no, lady Perséfone, tengo un trato.
Perséfone levantó la mirada inmediatamente y se congeló.
La mujer frente a ella era familiar, hermosa y letal.
—Afrodita.
A Perséfone se le escapó el aliento. ¿Por qué estaba la Diosa del Amor
aquí para verla?
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Pensé en hacerte una visita —dijo—. Dado que estás cerca de ter-
minar tu contrato con Hades.
Perséfone cubrió su muñeca inconscientemente, aunque la marca es-
taba oculta por un brazalete.
—¿Cómo sabes sobre eso?
Sonrió, pero había lástima en su mirada.
—Me temo que Hades te ha colocado en medio de nuestra apuesta.
Perséfone no estaba segura de entender lo que Afrodita estaba dici-
endo.
—¿Apuesta? —repitió.
La Diosa del Amor curvó sus labios.
—Veo que no te lo ha dicho.
—Puedes dejar la falsa preocupación, Afrodita, e ir al grano.
El rostro de la diosa cambió, y se hizo más severo y más hermoso
que antes. Cuando vio a Afrodita en la gala, había sentido su sole-
dad y su tristeza, pero ahora estaba claro en todo su rostro. La sorp-
rendió, Afrodita, la Diosa del Amor, la diosa que tenía aventuras con
dioses y mortales por igual, estaba sola.
—Vaya, vaya —dijo—. Eres terriblemente demandante. Quizás es
por eso que le gustas tanto a Hades. —Los puños de Perséfone se ap-
retaron, y la diosa ofreció una pequeña sonrisa—. Desa é a Hades a
un juego de cartas. Fue por pura diversión, pero perdió. Mi apuesta
era que debía hacer que alguien se enamorara de él en un plazo de
seis meses —dijo.
Le tomó un momento que lo que Afrodita dijo se asentara. Hades te-
nía un contrato con Afrodita, hacer que alguien se enamore de él.
Tragó duro.
—Debo admitir, estaba impresionada por lo rápido que se concentró
en ti. Ni una hora después de establecer mis términos, te atrajo a un
contrato y he estado observando su progreso desde entonces.
Quiso acusar a la diosa de mentir, pero sabía que cada palabra que
Afrodita había dicho era cierta.
Todo este tiempo había sido usada. El peso de la verdad se asentó
sobre ella, la rompió, la arruinó.
Nunca debió haber creído que Hades era capaz de cambiar. El juego
era la vida para él. No signi caba nada, y haría lo que fuera para ga-
nar.
Incluso si rompía su corazón.
—Lamento herirte —dijo Afrodita—. Pero ahora veo que realmente
he perdido. —Perséfone fulminó con la mirada a la Diosa del Amor a
través de ojos húmedos—. Sí lo amas.
—¿Por qué lo sentirías? —preguntó Perséfone entre dientes—. Esto
era lo que querías.
La diosa realmente lucía arrepentida y negó.
—Porque… hasta hoy, no creía en el amor.
Perséfone nunca había querido escoger entre la prisión de Deméter o
la de Hades. Había querido encontrar una manera de ser libre, pero
debido a descubrir que había sido usada, había tomado una decisi-
ón.
Cuando Afrodita se desvaneció de la sala de entrevistas, tomó una
explicita decisión, terminaría el trato con Hades de una vez por to-
das, y lidiaría con las consecuencias después.
Se encontró en el Inframundo, caminando por el campo, dirigiéndo-
se directamente hacia un oscuro muro de montañas, decidida a en-
contrar El Pozo de la Reencarnación.
Debió haber escuchado a Menta.
Dioses, nunca pensó que aquellas palabras saldrían de su boca.
Estaba tan enojada que no podía pensar correctamente y estaba feliz
de sentirse de esa manera ahora, porque sabía que cuando se calma-
ra, todo lo que sentiría sería aplastante tristeza.
Le había dado todo a Hades, su cuerpo, su corazón, sus sueños.
Había sido tan estúpida…
Encantador, racionalizó. Debió haberla hechizado.
Sus pensamientos rápidamente se salieron de control después de
eso, a medida que reproducía recuerdos de los últimos seis meses,
cada uno trajo más dolor que el anterior. No podía entender por qué
Hades había pasado por tantos problemas para orquestar este plan.
La había engañado. Había engañado a muchas personas.
¿Qué hay de Sybil?
El oráculo le había dicho que sus colores estaban entrelazados. Que
ella y Hades estaban destinados a estar juntos.
Quizás es solo un oráculo realmente malo.
Ahora, cerca de las lágrimas, casi no escuchó el crujido de césped a
su lado. Perséfone se giró para ver movimiento a una corta distancia.
Su corazón latió fuera de control, y se tambaleó hacia atrás, trope-
zándose con algo oculto en el césped. Cayó, y lo que fuera que esta-
ba en el suelo cargó hacia ella.
Cerró sus ojos y se cubrió el rostro solo para sentir una fría nariz hú-
meda presionada contra su mano.
Abrió sus ojos para encontrar a uno de los tres perros de Hades mi-
rándola jamente.
Se rio y se sentó, palmeando a Cerbero en la cabeza. Su lengua rodó
fuera de su boca y descubrió que con lo que se había tropezado ha-
bía sido su pelota roja.
—¿Dónde están tus hermanos? —preguntó, rascando la parte trasera
de su oreja.
El perro respondió lamiendo su rostro. Perséfone apartó al perro y se
puso de pie, recogiendo la pelota.
—¿Quieres esto?
Cerbero se sentó sobre sus cuartos traseros, pero apenas se podía qu-
edar quieto.
—¡Atrapa! —dijo Perséfone, lanzando la pelota.
El perro se fue, y lo observó por unos momentos antes de continuar
hacia la base de la montaña.
Mientras más se acercaba, el suelo se hacía más irregular, rocoso y
desnudo. Poco tiempo después, Cerbero se le unió de nuevo, la pelo-
ta en su boca. No la dejó caer a sus pies, sino que miró al frente, ha-
cia las montañas.
—¿Puedes llevarme al Pozo de la Reencarnación? —preguntó Persé-
fone.
El perro la miró y entonces se fue.
Lo siguió, por una pendiente inclinada y al corazón de las montañas.
Una cosa era ver estas formaciones de tierra desde una distancia, y
otra caminar entre ellas y bajo el halo de las negras nubes giratorias.
Un rayo resplandeció y el trueno sacudió la tierra. Continuó siguien-
do a Cerbero, temerosa de perder de vista al perro, o peor, que resul-
tara herido.
—¡Cerbero! —llamó cuando desapareció alrededor de otro giro en el
laberinto.
Perséfone pasó el dorso de su mano sobre su frente. Estaba húmeda
y sudada. Hacía calor en las montañas, y se estaba calentando más.
Girando la esquina, vaciló, notando un pequeño arroyo a sus pies,
pero este arroyo era fuego. Inquietud se arrastró por su columna. Es-
cuchó a Cerbero ladrando adelante, y saltó sobre el arroyo de fuego
solo para encontrar al perro al borde de un precipicio donde un río
de llama feroz se agitaba. Su calor era casi insoportable, y Perséfone
repentinamente comprendió a dónde había deambulado.
El Tártaro.
Este era el río Flegetonte.
—¡Cerbero, encuentra una forma de salir! —ordenó.
El perro ladró como aceptando su indicación y se apresuró hacia una
serie de escaleras talladas en las montañas. Eran resbaladizas y em-
pinadas, y desaparecían en los pliegues de arriba.
Pero la llevarían más arriba dentro de las montañas.
—¡Cerbero!
El perro continuó, así que lo siguió.
Las escaleras llevaban a una caverna abierta. Linternas cubrían el pa-
sadizo, pero apenas iluminaban sus pies. El túnel ofrecía un escape
del calor del Flegetonte. Quizá Cerbero estaba llevándola al Pozo de
la Reencarnación, como había solicitado.
Justo cuando tuvo esa idea, llegó al nal de la caverna, que llevaba a
una gruta. Era hermosa. El espacio estaba lleno de exuberante vege-
tación y árboles pesados con fruta dorada. La piscina a sus pies con-
tenía agua que brillaba como estrellas en un cielo oscuro.
Este debe ser el Pozo de Reencarnación, pensó.
En el cetro de la piscina, había un pilar de piedra. Un cáliz dorado se
posaba en la cima. Perséfone no desperdició tiempo cuando vadeó el
agua para alcanzar la copa, pero con el movimiento del agua, llegó
una voz.
—Ayuda —se quejó—. Agua.
Se congeló y miró alrededor, pero no vio nada.
—¿H—hola? —exclamó a la oscuridad.
—El pilar —dijo la voz.
El corazón de Perséfone se aceleró cuando giró el poste para encont-
rar a un hombre encadenado al otro lado de la columna. Estaba del-
gado, piel literalmente extendida sobre huesos. Su cabello y barba
estaban largos, blancos y enmarañados. Los grilletes alrededor de
sus muñecas eran lo su cientemente cortos para evitar que alcanzara
la copa en la cima del pilar, o la fruta colgando bajo dentro de su al-
cance.
Inhaló profundamente por la visión, y cuando el hombre la miró, sus
pupilas parecían estar nadando en sangre.
—Ayuda —dijo de nuevo—. Agua.
—Oh, mis dioses.
Perséfone escaló el pilar por el cáliz, lo llenó con agua de la piscina y
ayudó al hombre a beber.
—Cuidado —advirtió ella mientras él bebía más rápido—. Vomita-
rás.
Apartó el cáliz y el hombre tomó unas cuantas respiraciones, el pec-
ho agitado.
—Gracias —dijo.
—¿Quién eres? —preguntó, estudiando su rostro.
—Mi nombre —tomó una respiración profunda—, es Tántalo.
—¿Y por cuánto tiempo has estado aquí?
—No lo recuerdo. —Cada palabra que pronunciaba era lenta y pare-
cía tomar toda su energía—. Fui maldecido a ser eternamente priva-
do de alimento.
Se preguntó qué había hecho para ser condenado con tal castigo.
—He rogado diariamente por una audiencia con el señor de este re-
ino, para poder encontrar paz en Asfódelo, pero no escuchará mis
plegarias. He aprendido de mi tiempo aquí. No soy el mismo homb-
re que fui hace tantos años. Lo juro.
Consideró esto, y, a pesar de lo que había descubierto sobre Hades
hoy, creía en los poderes del dios. Hades conocía al alma. Si sentía
que este hombre había cambiado, le concedería su deseo de residir
en Asfódelo.
Perséfone dio un paso lejos de Tántalo, y vio a sus ojos cambiar. Ahí
está, comprendió, la oscuridad que vio Hades.
—No me crees —dijo, repentinamente capaz de hablar sin pausa.
—Me temo que no sé lo su ciente, de todas formas —dijo Perséfone,
intentando permanecer lo más neutral posible. Tuvo la inquietante
sensación de que la furia de este hombre era temible.
Ante sus palabras, el extraño destello enojado que había nublado sus
ojos desapareció, y asintió.
—Eres sabia —dijo.
—Creo que debo irme —dijo Perséfone.
—Espera —llamó, cuando se empezó a mover—. Un poco de fruta,
por favor.
Perséfone tragó. Algo le dijo que no lo hiciera, pero se encontró ar-
rancando una dorada fruta del árbol. Se acercó al hombre, estirando
sus brazos en un esfuerzo para mantener una buena distancia. Tán-
talo estiró su cuello para alcanzar la carnosa fruta.
Ahí fue cuando algo duro se estrelló en sus piernas desde el fondo
del agua. Perdió el equilibrio, y se sumergió. Antes de que pudiera
subir a la super cie, sintió el pie del hombre sobre su pecho. A pesar
de su sufrimiento, era fuerte, y la mantuvo debajo del agua mientras
se retorcía contra él, hasta que se debilitó demasiado para luchar. El
control que tenía sobre su glamour cayó, y regresó a su forma divi-
na.
Cuando dejó de luchar, Tántalo apartó su pie.
Ahí fue cuando Perséfone se movió.
Salió del agua a pesar de casi ser ahogada, y corrió.
—¡Una diosa! —Escuchó canturrear a Tántalo—. Regresa, pequeña
diosa, he estado hambriento por demasiado tiempo. ¡Necesito una
probada!
La orilla de la gruta estaba resbaladiza, y luchó por escalarla, raspán-
dose las rodillas sobre la roca dentada. No notó el dolor, desespera-
da por salir de ese lugar. Cuando llegó a la oscura salida, chocó cont-
ra un cuerpo, y manos la frenaron por los hombros.
—¡No! Por favor…
—Perséfone —dijo Hades, apartándola solo un poco.
Se congeló, encontrándose con su mirada. No pudo contener su ali-
vio.
—¡Hades! —Lanzó sus brazos alrededor de él, y sollozó. Era estable,
fuerte y cálido. Una de sus manos se curvó contra su cabeza y la otra
sobre su espalda.
—Shh —consoló. Sus labios se presionaron en su cabello, y lo escuc-
hó preguntar—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Entonces la horrible voz del hombre atravesó el aire.
—¿Dónde estás, pequeña perra?
Hades se puso rígido, y la empujó tras él, acercándose a la entrada
de la gruta. Cuando el dios chasqueó sus dedos, la columna giró, así
Tántalo los enfrentaba. No parecía tener miedo de que Hades hubi-
era llegado.
El dios extendió su mano y las rodillas de Tántalo cedieron, sus bra-
zos bien extendidos en sus cadenas.
—Mi diosa fue amable contigo. —La voz de Hades era fría y reso-
nante—. ¿Y así es como le pagas?
Tántalo empezó a sacudirse, y el agua que Perséfone le había dado
se derramó de su boca. Hades dio pasos deliberados hacia el prisi-
onero, dividiendo el agua, creando un camino seco al hombre. Tán-
talo luchó para encontrar un apoyo para aliviar el dolor en sus bra-
zos, tomando temblorosas respiraciones profundas que sacudieron
su pecho.
—Mereces sentirte como me he sentido, ¡desesperado y hambriento
y solo! —espetó Tántalo.
Hades observó a Tántalo por un momento, y en un destello, levantó
al hombre, sosteniéndolo por el cuello. Las piernas de Tántalo pate-
aron adelante y atrás. Hades se rio de su lucha.
—¿Cómo sabes que no me he sentido así por siglos, mortal? —pre-
guntó, y, mientras hablaba, el glamour de Hades se derritió, y per-
maneció vestido en oscuridad—. Eres un mortal ignorante. Antes,
era solamente tu carcelero, pero ahora seré tu castigador, y creo que
mis jueces fueron demasiado misericordiosos. Te maldeciré con
hambre y sed insaciables. Incluso te pondré al alcance de agua y co-
mida, pero todo lo que tomes será fuego en tu garganta.
Con eso, Hades dejó caer a Tántalo. Las cadenas tiraron más duro de
sus extremidades, y golpeó la piedra. Cuando fue capaz, levantó la
mirada a Hades y gruñó como un animal. Justo cuando empezó a
abalanzarse por el dios, Hades chasqueó sus dedos y Tántalo se ha-
bía ido.
En el silencio, se giró hacia Perséfone. Fue incapaz de controlar su re-
acción. Dio un paso atrás, deslizándose en la viscosa piedra. Hades
se abalanzó hacia delante y la atrapó, acunándola en sus brazos.
—Perséfone. —Su voz era cálida y baja, una súplica—. Por favor, no
me temas. No tú.
Lo miró jamente, incapaz de apartar la mirada. Era hermoso y feroz
y poderoso, y la había engañado.
Perséfone no pudo contener las lágrimas. Se rompió, y el agarre de
Hades se apretó. Enterró su rostro en la curvatura de su cuello. No
fue consciente de cuándo se teletransportaron, y no levantó la mira-
da para ver a dónde la había llevado. Solo supo que un fuego estaba
cerca. El calor hizo poco para expulsar el frío recorriendo su cuerpo,
y cuando no dejó de temblar, Hades la llevó a los baños.
Lo dejó desvestirla y la acunó en su contra cuando entraron al agua,
pero no lo iba a mirar. Dejó que el silencio transcurriera por un tiem-
po, hasta que, imaginó, no pudo soportarlo más.
—No estás bien —dijo —. ¿Te… te hirió?
Estuvo en silencio, y mantuvo sus ojos cerrados. Cuando se inclinó
hacia delante y besó su frente, los apretó más fuerte para mantener
las lágrimas a raya.
—Dime —rogó—. Por favor.
Fueron las palabras por favor las que hicieron que abriera sus ojos
aguados.
Finalmente, dijo:
—Sé sobre Afrodita, Hades. —Su rostro cambió. Nunca lo había vis-
to tan estupefacto y afectado—. No soy más que un juego para ti.
Ahora lucía enojado.
—Nunca te he considerado un juego, Perséfone.
—El contrato…
—Esto no tiene nada que ver con el contrato. —Prácticamente gruñó,
liberándola.
Perséfone luchó para obtener equilibrio en el agua, y le respondió.
—¡Esto tiene todo que ver con el contrato! ¡Dioses, fui tan estúpida!
Me dejé creer que eras bueno incluso con la posibilidad de ser tu pri-
sionera.
—¿Prisionera? ¿Te consideras una prisionera aquí? ¿Tan pobremente
te he tratado?
—Un carcelero bondadoso sigue siendo un carcelero —espetó Persé-
fone.
El rostro de Hades se oscureció.
—Si me considerabas tu carcelero, ¿por qué me follaste?
—Fuiste tú quien predijo esto —dijo, su voz temblando—. Y tenías
razón, lo disfruté, y ahora que terminó, podemos avanzar.
—¿Avanzar? —preguntó él, su voz tomó un borde letal—. ¿Es eso lo
que quieres?
—Ambos sabemos que es lo mejor.
—Estoy empezando a pensar que no sabes nada —dijo—. Estoy em-
pezando a entender que ni siquiera piensas por ti misma.
Esas palabras dolieron.
—¿Cómo te atreves…?
—¿Cómo me atrevo a qué, Perséfone? ¿A decirte la verdad? Actúas
tan impotente… Pero nunca has tomado una maldita decisión por ti
misma. ¿Dejarás que tu madre determine a quién follarás ahora?
—¡Cállate!
—Dime lo que quieres. —La arrinconó, inmovilizándola contra el
borde de la piscina. Ella apartó la mirada y apretó sus dientes tan
duro que su mandíbula dolió—. ¡Dime!
—¡Que te jodan! —gruñó, y saltó, envolviendo sus piernas alrededor
de su cintura, lo besó duro, sus labios y dientes chocaron dolorosa-
mente, pero ninguno se detuvo. Sus dedos se enredaron en el cabello
de este, y tiró fuerte, inclinando su cabeza hacia atrás, besando su
cuello. Se encontraron fuera de la piscina, sobre el camino de már-
mol. Perséfone empujó a Hades sobre su espalda y se empaló sobre
su eje, tomándolo profundo.
El brutal movimiento de sus cuerpos y respiraciones llenó el baño.
Era la cosa más erótica que había hecho alguna vez. Hades se movió
entre apretar sus pechos y agarrar sus muslos. Entonces se sentó, to-
mando sus pezones en su boca. La sensación arrancó un sonido gu-
tural de la boca de Perséfone, y presionó a Hades más fuerte en su
contra, moviéndose más duro y más rápido.
—Sí —dijo Hades entre dientes, y luego ordenó—. Úsame. Más du-
ro. Más rápido.
Era la única orden que siempre quería escuchar.
Se corrieron juntos y, posteriormente, Perséfone se apartó de Hades,
agarró su ropa, y dejó los baños.
—Perséfone —llamó.
Siguió caminando, colocándose la ropa en el camino.
Hades maldijo y nalmente la alcanzó, metiéndola en una habitación
cercana, era la sala del trono.
Se giró hacia él, apartándolo furiosamente. No se movió ni un centí-
metro, y en su lugar, la enjauló con sus brazos.
—Quiero saber por qué.
Perséfone podía sentir algo quemando en sus venas. Ardía en lo pro-
fundo de su vientre y corría por sus venas como veneno.
No habló.
—¿Fui un objetivo fácil? ¿Miraste mi alma y viste a alguien que esta-
ba desesperada por amor, por adoración? ¿Me escogiste porque sabí-
as que no podría cumplir los términos de tu trato?
—No fue así.
Estaba demasiado calmado.
—¡Entonces dime cómo fue! —gruñó.
—Sí, Afrodita y yo tenemos un contrato, pero el trato que hice conti-
go no tuvo nada que ver con eso. —Cruzó los brazos, preparada pa-
ra rechazar la declaración cuando dijo—: Te ofrecí términos basados
en lo que vi en tu alma, una mujer, enjaulada por su propia mente.
Perséfone lo fulminó con la mirada.
—Fuiste la que llamó imposible al contrato —dijo—. Pero eres pode-
rosa, Perséfone.
—No te burles de mí. —Su voz tembló.
—Nunca lo haría.
La sinceridad en su voz la enfermó.
—Mentiroso.
Sus ojos se oscurecieron.
—Puedo ser muchas cosas, pero no soy un mentiroso.
—Entonces un mentiroso no, sino un auto declarado impostor —di-
jo.
—Solo te he dado respuestas todo el tiempo —dijo él—. Te he ayuda-
do a reclamar tu poder y, sin embargo, no lo has usado. Te he dado
una forma para alejarte de tu madre, y aun así no lo reclamarás.
—¿Cómo? —demandó—. ¿Qué hiciste para ayudarme?
—¡Te adoré! —gritó—. Te di lo que tu madre retuvo, adoradores.
Perséfone permaneció por un momento en un aturdido silencio.
—¿Quieres decir que me forzaste a un contrato cuando pudiste solo
haberme dicho que necesitaba adoradores para ganar mis poderes?
—¡No es sobre poderes, Perséfone! Nunca ha sido sobre magia o ilu-
sión o glamour. Es sobre con anza. ¡Es sobre creer en ti misma!
—Eso es retorcido, Hades…
—¿Lo es? —espetó—. Dime, si hubieras sabido, ¿qué habrías hecho?
¿Anunciar tu Divinidad al mundo entero para poder ganar seguida
y consecuentemente tu poder?
Sabía la respuesta, y también Hades.
—¡No, porque nunca has sido capaz de decidir lo que quieres por-
que valoras la felicidad de tu madre sobre la tuya!
—Tenía libertad hasta que te conocí, Hades.
—¿Pensabas que eras libre antes de mí? —preguntó—. Solo inter-
cambiaste paredes de cristal por otra clase de prisión cuando viniste
a Nueva Atenas.
—¿Por qué no sigues diciéndome lo patética que soy? —escupió.
—Eso no es lo que…
—¿No lo es? —Lo cortó—. Déjame decirte que más me hace patética.
Me enamoré de ti. —Lágrimas pinchaban sus ojos. Hades se movió
para tocarla, pero ella extendió una mano—. ¡No!
Se detuvo, luciendo mucho más dolorido de lo que hubiera imagina-
do. Se tomó un momento, esperando para hablar hasta que estuvo
segura que su voz fuera estable.
—¿Qué habría obtenido Afrodita si hubieras fallado?
Hades tragó saliva y respondió con voz baja y áspera.
—Pidió que uno de sus héroes fuera regresado a la vida.
Perséfone presionó sus labios, y asintió. Debería haberlo sabido.
—Bueno, ganaste —dijo—. Te amo. ¿Valió la pena?
—¡No fue así, Perséfone!
Le dio la espalda, y este gritó:
—¿Creerás las palabras de Afrodita sobre las mías?
Se detuvo ante eso y se giró para mirarlo. Estaba tan enojada que su
cuerpo vibraba. Si estaba intentando decirle que la amaba, necesitaba
decirlo. Necesitaba escuchar las palabras.
En cambio, negó y dijo:
—Eres tu propia prisionera, Perséfone.
Algo en su interior se quebró. Fue doloroso, y se movió por sus ve-
nas como fuego. Bajo sus pies, el mármol se estremeció. Sus ojos se
encontraron, y entonces grandes vides negras brotaron del suelo, gi-
rando alrededor del Dios de los Muertos hasta que sus muñecas y to-
billos estuvieron atados. Por un momento, ambos estuvieron aturdi-
dos.
Había creado vida, sin embargo, lo que se levantó del suelo lucía
muy lejos de estar vivo. Era negro y marchito, no brillante y hermo-
so. Perséfone respiró pesadamente. A diferencia de antes, la magia
que sentía ahora era fuerte. Hizo que su cuerpo palpitara con un do-
lor sordo.
Hades examinó sus muñecas atadas, probando las ataduras. Cuando
miró a Perséfone, ofreció una risa sin humor, sus ojos de un apagado
negro sin vida.
—Bueno, lady Perséfone. Parece que ganaste.
Capítulo XXV - Un toque de vida

Perséfone no se quitó el brazalete dorado hasta que estuvo en la duc-


ha. Permaneció debajo del chorro de agua hasta que bajó fría como el
hielo y entonces se deslizó hacia el suelo de la tina. Cuando se quitó
el brazalete, la marca ya no estaba.
Siempre había imaginado este momento de forma distinta. En reali-
dad, se había imaginado obteniendo sus poderes y a Hades. Se Ha-
bía imaginado teniendo lo mejor de ambos mundos.
En cambio, no tenía nada.
Sabía que era solo cuestión de tiempo que su madre viniera a buscar-
la. Un sollozo se atoró en su garganta, pero lo retuvo y se arrastró fu-
era de la cama.
Era su propia prisionera.
Hades tenía razón, y el peso de sus palabras chocó contra ella en la
noche, provocando un nuevo torrente de lágrimas. En algún punto,
no supo cuándo, Lexa subió a la cama con ella, la atrajo a sus brazos
y la sostuvo. Así fue como Perséfone se quedó dormida.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, Lexa estaba despierta y
observándola. Su mejor amiga apartó el cabello de su rostro y pre-
guntó:
—¿Estás bien?
—Sí —dijo tranquilamente.
—¿Se… acabó?
Perséfone asintió, y forzó a las lágrimas a alejarse. Estaba cansada de
llorar. Sus ojos estaban hinchados y no podía respirar por su nariz.
—Lo siento, Perséfone —dijo Lexa, y se inclinó para abrazarla.
Se encogió de hombros. Temía decir algo, temía llorar de nuevo.
A pesar de esto, se sintió diferente. Tenía una renovada determinaci-
ón para tomar el control de su vida.
Como una señal, su teléfono vibró y cuando lo miró, encontró un
mensaje de Adonis. Decía:
Tic Toc.
Se había olvidado de la fecha límite del mortal. Se suponía que debía
devolverle el trabajo para mañana. Sabiendo que eso era imposible,
Perséfone no tenía más opciones.
Si solo pudiera conseguir esas fotos, pensó. No tendría nada con que
chantajearla.
—Lexa —dijo Perséfone—. ¿Jaison no es programador?
—Sí… ¿por qué?
—Tengo un trabajo para él.

Perséfone esperó en el Jardín de los Dioses del campus. Había esco-


gido el Jardín de Hades, mayormente porque ofrecía más privacidad
de ojos entrometidos y sgones.
Pasó la mañana diciéndole a Lexa todo lo que había pasado con
Adonis. Le preguntó a Jaison si podría hackear la computadora del
mortal y borrar las fotos que estaba usando para chantajearla. La
cantidad de alegría que había obtenido por la solicitud fue cómica.
Durante el hackeo, descubrió una gran cantidad de información, inc-
luyendo al informante de Adonis.
El teléfono de Perséfone vibró y mientras revisó, vio que Adonis le
había escrito.
Aquí.
Cuando levantó la mirada, divisó a Menta y a Adonis acercándose
de diferentes direcciones. Menta lucía enojada, Adonis, sorprendido.
Se detuvieron a unos cuantos pasos de ella.
—¿Qué está haciendo él aquí? —espetó Menta.
—¿Qué estás haciendo ella aquí? —preguntó Adonis.
—Es para no tener que repetirme —dijo Perséfone—. Sé que Menta
tomó las fotos con las que me estás chantajeando. —Su teléfono vib-
ró y lo revisó antes de añadir—: O más bien, debería decir, con las
que me estabas chantajeando. Ya que, en este segundo, sus dispositi-
vos han sido hackeados y las fotos eliminadas.
Adonis palideció, y Menta todavía lucía enojada.
—¡No puedes hacer eso… es… es ilegal! —discutió Adonis.
—¿Ilegal como el chantaje? —dijo Perséfone. Eso lo calló.
Perséfone giró su atención hacia Menta.
—¿Supongo que correrás a delatarme? —preguntó la ninfa.
—¿Por qué haría eso? —La pregunta de Perséfone era genuina, pero
solo pareció irritar más a Menta.
—No njamos, diosa —dijo Menta—. Venganza, por supuesto. Me
sorprende que no le dijeras a Hades que fui la que te envió al Tárta-
ro.
—¿La acabas de llamar diosa? —intervino Adonis, pero una mirada
de Menta y Perséfone hizo que se callara de nuevo.
—Pre ero luchar mis propias batallas —dijo Perséfone.
—¿Con qué? ¿Tus palabras?
Menta ofreció una risa sarcástica.
—Entiendo que estés celosa de mí —dijo Perséfone—. Pero tu ira es-
tá fuera de lugar.
Si acaso, debería estar enojada con Hades, o enojada consigo por per-
seguir a un hombre que no la amaba.
—¡No entiendes nada! —gruñó Menta—. ¡Todos estos años, perma-
necí junto a él, solo para marchitarme bajo tu sombra mientras te ex-
hibía en su reino entero como si ya fueras su reina!
Menta tenía razón, no entendía. No podía imaginar cómo se sentiría
dedicar tu vida entera, tu amor, a una persona que nunca te corres-
pondió.
Entonces Menta, en una voz temblorosa, añadió:
—Tú debías enamorarte de él, no al revés.
Perséfone se sobresaltó. Entonces, Menta había sido consciente sobre
los términos del acuerdo. Se preguntó si Hades se lo había dicho, o si
estuvo presente cuando Afrodita estableció los términos. La aver-
gonzó pensar que Menta la había observado enamorarse de Hades,
sabiendo su engaño.
—Hades no me ama —dijo Perséfone.
—Chica estúpida. —Menta negó—. Si no puedes verlo, entonces tal
vez no eres digna de él.
A Perséfone no le gustaba ser llamada estúpida. Furia se encendió en
sus venas, y sus dedos se curvaron en puños. Menta parecía entrete-
nida por su frustración.
—Hades me traicionó. —La voz de Perséfone se sacudió.
Menta resopló.
—¿Cómo? ¿Porque escogió no decirte sobre su contrato con Afrodi-
ta? Dado que escribiste un artículo despectivo sobre él a los pocos dí-
as de conocerlo, no me sorprende que no con ara en ti. Probable-
mente temía que, si lo descubrías, actuarías como la niña que eres.
Menta estaba pisando hielo delgado.
—Debiste haber estado más agradecida por tu tiempo en nuestro
mundo —agregó—. Es lo más poderosa que serás alguna vez.
Fue en ese momento que Perséfone supo cómo se sentía ser realmen-
te malvada. Una sonrisa curvó sus labios y Menta repentinamente se
espabiló, sintiendo que algo había cambiado.
—No —dijo Perséfone, y con un giro de su muñeca, una vid salió del
suelo y se curvó alrededor de los pies de Menta. Cuando la ninfa
empezó a gritar, otra vid se cerró sobre su boca, silenciándola—. Es-
to es lo más poderosa que alguna vez seré.
Chasqueó sus dedos, y Menta se encogió y mutó hasta que la curvilí-
nea ninfa no fue nada más que una frondosa planta de menta.
Los ojos de Adonis se ensancharon con incredulidad.
—¡Oh mis dioses! Tú—tú…
Perséfone se acercó a la planta y la arrancó del suelo, entonces se gi-
ró y le dio un rodillazo a Adonis en la entrepierna. El mortal colapsó,
y se retorció en el suelo. Perséfone lo observó un momento, contenta
de verlo sufrir.
—Ya no me amenazarás más o te maldeciré —dijo, una calma letal
cubriendo su voz.
Habló entre dientes:
—¡Tú… no… tengo… favor… Afrodita!
Perséfone sonrió, y ladeó su cabeza. No fue sino hasta que una del-
gada vid se estiró alrededor para acariciar su rostro que empezó a
gritar. Perséfone había convertido sus brazos en ramas, y le estaba
creciendo follaje rápidamente.
Con su dolor olvidado, le gritó que lo volviera a convertir.
Cuando vio que no estaba afectada por sus demandas, cambió a ro-
gar.
—Por favor. —Lágrimas se derramaban de sus ojos—. Por favor. Ha-
ré lo que sea. Lo que sea.
—¿Lo que sea? —preguntó Perséfone.
—¡Sí! ¡Solo conviérteme de vuelta!
—Un favor —exigió Perséfone—. Para ser colectado en un momento
futuro.
—¡Lo que sea que quieras! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Pero Perséfone no lo hizo, y cuando Adonis se dio cuenta que no es-
taba haciendo ningún movimiento para restaurar sus brazos, se cal-
ló.
—¿Sabes qué es la or cadáver, Adonis?
La fulminó con la mirada, pero no habló.
—No me hagas repetirme, mortal. ¿Sí o no?
Dejó caer su glamour, y dio un amenazador paso hacia adelante. Los
ojos de Adonis se ensancharon, y se retorció hacia atrás, lloriquean-
do.
—No.
—Lástima. Es una or parásita que huele a carne en descomposición.
Estoy segura que te estás preguntando qué tiene que ver esto conti-
go. Si tocas a cualquier mujer sin su consentimiento, te convertiré en
una.
Adonis palideció, pero se las arregló para fulminarla con la mirada.
—Una apuesta usualmente implica que yo consigo algo de regreso.
Sacudió la cabeza por su estupidez.
—Lo harás —dijo, inclinándose cerca—. Tu vida.
Para énfasis, sostuvo a Menta, la recién transformada planta de men-
ta, en lo alto, examinando sus hojas verdes.
—Será una buena adición a mi jardín.
Chasqueó sus dedos, y los brazos de Adonis se restauraron. Se tam-
baleó por un momento durante su transición, pero nuevamente esta-
ba de pie. Ella se giró sobre sus talones y se alejó.
—¿Quién demonios eres? —gritó tras ella.
Perséfone se detuvo, y entonces se giró para mirar a Adonis sobre su
hombro.
—Soy Perséfone, Diosa de la Primavera —respondió, y desapareció.

Perséfone se paró fuera del invernadero de su madre. Era justo como


lo recordaba. Una ornamentada estructura de metal cubierta de vid-
rio ubicada en los ricos bosques de Olimpia. Era de dos pisos, el tec-
ho era circular, y en este momento, el sol se manifestaba de una for-
ma que hacía todo luciera como oro.
Era una lástima que odiara estar aquí, porque era magni co.
Dentro, olía como su madre, dulce y amargo, como un ramo de o-
res. La esencia hizo que su corazón doliera. Había una parte de ella
que extrañaba a su madre, y sufría por cómo había cambiado su rela-
ción. Nunca había querido ser una decepción, pero más que eso, no
quería ser una prisionera.
Perséfone pasó tiempo paseando por los caminos, pasando coloridas
camas de lirios y violetas, rosas y orquídeas, y una variedad de árbo-
les con fruta rellena. El aleteo de vida estaba a su alrededor. La sen-
sación estaba fortaleciéndose y haciéndose más familiar.
Se detuvo junto al camino, recordando todos los sueños que había
tenido cuando estaba atrapada tras estos muros. Sueños de centel-
lantes ciudades y emocionantes aventuras y amor apasionado. Había
encontrado todo eso y había sido hermoso, malvado y desgarrador.
Y lo haría todo de nuevo solo para probar, sentir, vivir de nuevo.
—Kore.
Perséfone se encogió, como siempre hacía cuando su madre usaba su
nombre infantil. Se giró para encontrar a Deméter de pie a unos cu-
antos pasos de distancia. La diosa lucía orgullosa, su rostro frío e ile-
gible.
—Madre.
Perséfone asintió.
—Te he estado buscando —dijo Deméter, y sus ojos cayeron sobre su
muñeca—. Pero veo que has regresado a tus cabales y a mí por vo-
luntad propia.
—De hecho, madre, vine a decir que sé lo que hiciste —dijo.
La expresión de su madre permaneció fría y distante.
—No sé de qué hablas.
—Sé que me mantuviste oculta aquí para evitar que mis poderes se
manifestaran —dijo.
Deméter levantó su cabeza por una fracción.
—Fue por tu propio bien. Hice siempre lo que pensé que era mejor.
—Lo que pensabas que era mejor —repitió Perséfone—. ¿Nunca con-
sideraste cómo me podría sentir?
—¡Si me hubieras escuchado, nada de esto habría pasado! No cono-
cías nada diferente hasta que te fuiste. Ahí fue cuando cambiaste.
Lo dijo como si fuera una cosa horrible, como si resintiera en quién
se había convertido, y tal vez eso era cierto.
—Estás equivocada —discutió Perséfone—. Quería aventura. Quería
vivir fuera de estos muros. Sabías eso. Te rogué.
Deméter apartó la mirada.
—Nunca me diste una elección…
—¡No podía! —espetó, y entonces tomó una respiración profunda—.
Supongo que no importó al nal. Todo ocurrió como lo habían pre-
dicho las Moiras.
—¿Qué?
Su madre la miró con desprecio.
—Cuando naciste, fui a las Moiras para preguntar por tu futuro. Una
diosa no había nacido en generaciones y me preocupaba por ti. Me
dijeron que estabas destinada a ser una Reina de la Oscuridad, la
Novia de la Muerte. La esposa de Hades. No podía dejar que eso pa-
sara. Hice lo único que pude, te mantuve oculta y a salvo.
—No, no a salvo —dijo Perséfone—. Lo hiciste para que siempre te
necesitara, así nunca tendrías que estar sola.
Las dos se miraron jamente por un momento y entonces Perséfone
dijo:
—Sé que no crees en el amor, madre, pero no tenías derecho a ocul-
tarme del mío.
Deméter parpadeó, obviamente sorprendida por las palabras de Per-
séfone.
—¿Amor? No puedes… amar a Hades.
Deseaba no hacerlo, así no sentiría este dolor en su pecho.
—Ves, ese es el problema contigo intentando controlar mi vida. Estás
equivocada. Siempre has estado equivocada. Sé que no soy la hija
que querías, pero soy la hija que tienes, y si tienes algún deseo de es-
tar en mi vida, me dejarás vivirla.
Deméter la fulminó con la mirada.
—¿Así que esto es todo? ¿Has venido a decirme que has escogido a
Hades sobre mí?
—No, vine a decirte que te perdono… por todo.
La expresión de Deméter era de desprecio.
—¿Tú me perdonas a mí? Eres tú la que debería estar rogando por
mi perdón. ¡Hice todo por ti!
—No necesito tu perdón para tener una vida sin cargas, y ciertamen-
te no rogaré por eso.
Perséfone esperó. No estaba segura de qué esperaba que dijera su
madre, ¿tal vez que la amaba? ¿Qué quería una relación con ella, y
resolverían esta nueva normalidad?
Pero no dijo nada, y Perséfone sintió que sus hombros caían.
Estaba emocionalmente exhausta. Lo que quería ahora más que nada
era estar rodeada de personas que la quisieran por quien era.
Estaba cansada de luchar.
—Cuando sea que estés lista para reconciliarnos, dímelo.
Perséfone chasqueó sus dedos, intentó teletransportarse del inverna-
dero, excepto que permaneció donde estaba, atrapada.
El rostro de Deméter se oscureció con una perversa sonrisa.
—Lo siento, mi or, pero no puedo permitir que te vayas. No cuando
me las he arreglado para reclamarte una vez más.
—Te pedí que me dejaras vivir.
La voz de Perséfone tembló.
—Y lo harás. Aquí. Donde perteneces.
—No.
Los puños de Perséfone se apretaron.
—Con el tiempo lo entenderás, este momento de nuestras vidas será
olvidado en la vastedad de tu vida.
Vida. La palabra le arrebató el aliento. No podía imaginar una vida
entera encerrada en este lugar, una vida entera sin aventura, sin
amor, sin pasión.
No lo haría.
—Las cosas serán como antes.
Pero las cosas nunca podrían ser como eran antes, y Perséfone lo sa-
bía. Tuvo una probada, un toque de oscuridad, y lo anhelaría por el
resto de su vida.
Cuando empezó a temblar, también lo hizo el suelo, y Deméter recla-
mó:
—¿Qué signi ca esto, Kore?
Fue el turno de Perséfone de sonreír.
—Oh, madre. No lo entiendes, pero todo ha cambiado.
Y del suelo salieron disparados gruesos tallos negros. Se elevaron
hasta que destrozaron el vidrio encima del invernadero, rompiendo
el hechizo que Deméter había colocado sobre la prisión. De los tallos,
vides plateadas giraron, llenando el espacio, rompiendo la estructu-
ra, aplastando ores y destruyendo árboles.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Deméter sobre los sonidos del metal
doblándose y el vidrio rompiéndose.
—Liberándome —replicó Perséfone, y se desvaneció.
Capítulo XXVI - Un toque de hogar

La graduación llegó y se fue en una bruma de túnicas negras, azules,


borlas blancas y estas. Fue un nal agridulce. Perséfone nunca se
había sentido más orgullosa que cuando caminó por ese escenario…
o más sola.
Lexa había estado pasando más tiempo con Jaison, no había escucha-
do de su madre desde que destruyó el invernadero, y no había regre-
sado a Nevernight o al Inframundo desde que había dejado a Hades
enredado en sus vides.
Su única distracción era el trabajo. Había empezado a tiempo comp-
leto en Noticias Nueva Atenas como periodista de investigación la se-
mana después de la graduación. Llegaba temprano y se iba tarde, y
cuando no tenía nada más que hacer, pasaba la noche en lo profundo
del Jardín de los Dioses practicando su magia.
Estaba mejorando. El instinto de alcanzar su magia era más fuerte, se
las había arreglado para reclamar las habilidades que tuvo cuando
transformó a Menta en una planta, y los miembros de Adonis en vi-
des, y destruyó la casa de su madre. Las cosas que crecían ya no pa-
recían vides muertas. Estaba feliz con su progreso, y se encontró de-
seando poder compartirlo con Hécate.
Extrañaba a Hécate, las almas, al Inframundo.
Extrañaba a Hades.
De vez en cuando consideraba regresar al Inframundo de visita. Sa-
bía que Hades no había revocado su favor, pero estaba demasiado
asustada, demasiado avergonzada y demasiado abochornada. ¿Có-
mo se suponía que explicara su ausencia y que la perdonaran?
Mientras más días pasaban, menos esperanzas tenia de regresar, y
entonces continuó su rutina diaria; trabajo, comer con Lexa y Sybil, y
una caminata al atardecer por el parque.
Hoy, esa rutina fue interrumpida.
Se sentó en su mesa habitual en La Casa del Café. Estaba esperando
un mensaje de texto de Lexa. Era el n de semana de su cumpleaños,
e iban a ir a celebrar con Jaison, Sybil, Aro y Xares y, mientras Persé-
fone estaba emocionada por la distracción, necesitaba terminar su ar-
tículo nal del Dios de los Muertos.
Escribir ese artículo había sido más doloroso de lo que esperaba. Ha-
bía escrito entre lágrimas y dientes apretados. Enfocándose en su de-
seo de hacer del Inframundo un reino hermoso para su gente.
El Inframundo es una segunda oportunidad en la vida. Un lugar donde las
almas se unen, sin cargas, para sanar.
Como resultado, la publicación estaba atrasada.
No había esperado estar tan emocional, pero supuso que había pasa-
do por demasiado en los últimos seis meses. La preocupación y el
estrés por cumplir con los términos de su contrato con Hades habían
hecho mella de muchas formas. En contra de su mejor juicio, se ha-
bía enamorado del dios, y lentamente había estado intentando des-
cifrar cómo juntar de nuevo las piezas de su corazón.
El problema era que no encajaba de la misma forma.
Estaba cambiada.
Y era tanto hermoso como terrible. Había tomado el control de su vi-
da, rompiendo relaciones a su paso. La gente en la que con aba hace
seis meses no era la misma gente en la que con aba ahora.
La parte más dolorosa de todo era la traición de su madre y consecu-
ente silencio. Después de que destruyera el invernadero, Deméter
había mantenido su distancia. Perséfone ni siquiera sabía dónde ha-
bía ido, aunque sospechaba que estaba en Olimpia.
Aun así, había esperado algo de su madre, incluso un mensaje de
texto enojado.
Nada era una puñalada en el corazón.
Su teléfono sonó y encontró un mensaje de Lexa.
¿Lista para esta noche?
Escribió de regreso.
¡Lo sabes! ¿Has tomado una decisión?
Todavía no había decidido dónde celebrar. Ambas habían acordado
que Nevernight y La Rose estaban fuera de la cuestión.
Estoy pensando en Bakkheia o El Cuervo.
Bakkheia era un bar que le pertenecía a Dionisio y El Cuervo le per-
tenecía a Apolo.
¿Qué piensas?
Hmm. De nitivamente El Cuervo.
Pero odias la música de Apolo.
Era cierto. Perséfone temía cada álbum que el Dios del Sol lanzaba.
No estaba segura de por qué, algo sobre la forma en la que pronunci-
aba sus palabras la irritaba, y era la única música que sonaba en este
club.
Pero es tu cumpleaños.
Le recordó Perséfone.
Y, El Cuervo es más tu estilo.
Está arreglado. ¡El Cuervo será! ¡Gracias, Perséfone!
A pesar de ver menos a Lexa, Perséfone estaba feliz por ella. Estaba
progresando con Jaison y estaría eternamente en deuda con los dos
mortales por su servicio, especialmente Lexa, quien se había queda-
do con ella por una semana entera mientras se hundía por su ruptu-
ra con Hades, y se las había arreglado para mantener a Menta la
Planta de Menta viva cuando Perséfone olvidó inmediatamente su
existencia en la ventana de la cocina.
Había planeado regresar a la ninfa al Inframundo y ofrecérsela a Ha-
des, pero no tuvo coraje para enfrentarlo.
Le escribió a Lexa que estaba saliendo y empezó a empacar sus cosas
cuando una sombra cayó sobre ella. Levantó la mirada hacia un fa-
miliar par de gentiles ojos oscuros.
—¡Hécate! —Perséfone se puso de pie y lanzó sus brazos alrededor
del cuello de la diosa—. Te extrañé.
Hécate le regresó el abrazo, y escuchó a la mujer inhalar, como si es-
tuviera aliviada.
—También te extraño, querida mía. —Se alejó y estudió el rostro de
Perséfone, sus cejas unida sobre sus atentos ojos—. Todos lo hace-
mos.
La culpa se estrelló contra ella, y tragó saliva. Básicamente había es-
tado evitándolos a todos.
—¿Te sientas conmigo?
—Por supuesto.
La Diosa de la Brujería tomó asiento junto a Perséfone.
—Espero no estar interrumpiendo.
—No, solo… trabajando —dijo Perséfone.
La diosa asintió. Las dos estuvieron en silencio por un momento.
Odiaba la incomodidad entre las dos.
—¿Cómo están todos? —preguntó.
—Tristes —dijo Hécate, y el corazón de Perséfone dolió.
—Realmente no eres de las que se andan con rodeos, ¿verdad, Héca-
te?
—Regresa.
La Diosa de la Primavera no pudo mirar a Hécate. Sus ojos ardían.
—Sabes que no puedo —dijo calmadamente.
—¿Qué importa que ustedes dos se encontraran a través de ese cont-
rato? —preguntó Hécate.
Los ojos de Perséfone se ensancharon, y miró a la Diosa de la Bruj-
ería.
—¿Te dijo?
—Pregunté.
—Entonces sabes que me engañó.
—¿Lo hizo? Según recuerdo, te dijo que tu contrato no tenía nada
que ver con la apuesta de Afrodita.
—No me puedes decir que no consideró que podría ayudarlo a
completar su contrato con Afrodita.
—Estoy segura que lo consideró, pero solo porque ya estaba enamo-
rado de ti. ¿Estaba equivocado por tener esperanza?
Perséfone se sentó, divagando en silencio. ¿Hécate estaba solamente
aquí para intentar que regresara a Hades?
Sabía la respuesta, pero era más complicada que un sí.
Estaba aquí para convencerla de regresar al Inframundo, a un reino
de personas que la habían tratado como una reina, a sus amigos.
Sabía que Hécate tenía razón. ¿Realmente importaba que se hubieran
enamorado por un contrato? La gente encontraba el amor de toda clase
de formas.
Sin embargo, lo más difícil fue cuando le dijo a Hades que lo amaba
y él no lo había dicho de regreso. No había dicho nada en lo absolu-
to.
Sintió a Hécate observándola, y la diosa preguntó:
—¿Cómo crees que completaste los términos de tu contrato?
Perséfone la miró, confundida.
—Yo… cultivé algo.
No era hermoso. Ni siquiera pensaba que pudiera ser llamada plan-
ta, pero estaba vivo y eso era lo que importaba.
La diosa negó.
—No. Completaste el contrato porque creaste vida dentro de Hades.
Porque llevaste vida al Inframundo. —Perséfone apartó la mirada,
cerrando sus ojos contra las palabras. No podía escuchar esto. Enton-
ces Hécate susurró—: Está desolado sin ti. —Hécate tomó la mano
de Perséfone—. ¿Lo amas?
La pregunta llevó lágrimas a sus ojos, y las apartó furiosamente an-
tes de pronunciar un jadeante:
—Sí. —Sorbió—. Sí. Creo que lo he amado desde el principio. Por
eso duele.
Hades la había desa ado a mirar el panorama completo, a no ser ce-
gada por su pasión, excepto cuando se trataba de su pasión por él.
—Entonces, ve a él. Dile por qué te duele, dile cómo arreglarlo. ¿No
es eso en lo que eres buena?
Perséfone no pudo evitar reírse de eso y entonces gimió, frotando
sus ojos.
—Oh, Hécate. No quiere verme.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó.
—¿No crees que, si me quisiera, habría venido por mí?
—Quizá solo te estaba dando tiempo —dijo.
Hécate apartó la mirada, hacia la calle peatonal, y Perséfone siguió
su mirada. Su aliento se atascó, y su corazón martilleó en su pecho.
Hades estaba a unos cuantos pasos de distancia. Vestido de negro de
la cabeza a los pies, nunca había lucido más apuesto. Su mirada, os-
cura y penetrante, se posaba sobre ella, y era lo más vulnerable que
alguna vez lo había visto, estaba esperanzado pero asustado.
Perséfone se levantó de la silla. Le tomó un momento hacer que sus
piernas se movieran. Tropezó hacia delante, y entonces rompió a
correr. La atrapó cuando saltó a sus brazos, sus piernas enrollándose
alrededor de su cintura. La mantuvo cerca, enterrando su rostro en
la curvatura de su cuello.
—Te extrañé —susurró él.
—También te extrañé —dijo ella, y entonces se apartó. Estudió su
rostro, rozando la curva de su mejilla y el arco de sus labios—. Lo si-
ento.
—Yo también —dijo, y se dio cuenta que la estaba estudiando con
igual intensidad, como si estuviera intentando memorizar cada parte
de ella—. Te amo. Debí habértelo dicho antes. Debí habértelo dicho
esa noche en los baños. Lo sabía entonces.
Sonrió, sus dedos enrollándose en su cabello.
—También te amo.
Sus labios chocaron, y fue como si el mundo entero se derritiera,
aunque estaban rodeados por una legión de personas tomando fotos
y lmando. Hades rompió el beso, y Perséfone parecía tanto frustra-
da como aturdida.
—Deseo reclamar mi favor, diosa —dijo él, sus ojos oscurecidos. El
corazón de Perséfone martilleó en su pecho—. Ven al Inframundo
conmigo.
Empezó a protestar, pero la silenció con un beso.
—Vive entre mundos —dijo él—. Pero no nos dejes para siempre, a
mi gente, tu gente… a mí.
Parpadeó para alejar las lágrimas. Él comprendía. Tendría lo mejor
de ambos mundos. Lo tendría.
Su sonrisa se volvió traviesa, y acomodó su camisa.
—Estoy ansiosa por un juego de cartas.
Las esquinas de su boca se estremecieron y sus ojos se oscurecieron.
—¿Póquer? —preguntó él.
—Sí.
—¿La apuesta?
—Tu ropa —respondió.
Y entonces se desvanecieron.
Próximo libro

Game Of Fate (Hades&Persephone 1.5)


A Touch Of Darkness contado desde el POV de Hades.

Hades, Dios del Inframundo, es conocido por su gobierno in exible,


clubes nocturnos de lujo y apuestas imposibles. Acostumbrado al
control, no está preparado para descubrir que el destino ha elegido a
su futura esposa y reina: Perséfone, Diosa de la Primavera.
A pesar de su atracción por el dios, Perséfone, una ambiciosa estudi-
ante de periodismo, está decidida a exponer a Hades por sus formas
crueles y despiadadas.
Hades se enfrenta a lo imposible demostrando que su futura esposa
está equivocada.
A pesar de sus esfuerzos, hay fuerzas que desean mantenerlos sepa-
rados, y Hades se da cuenta de que hará cualquier cosa por su amor
prohibido, incluso desa ar al destino.
Scarlett St. Claire

Scarle St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene una maest-
ría en Bibliotecología y Estudios de la Información. Está obsesionada
con la mitología griega, los misterios de asesinatos, el amor y el más
allá. Si estás obsesionado con estas cosas, entonces te gustarán sus
libros.

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