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LA FORMA EN QUE EL VIDRIO ESPERA POR LOS DESASTRES

Becka Mara Mckay, 2002-2004


Mckay nació en 1966, en Clinton, Iowa. Es profesora del Programa de Traductores
de la Universidad de Iowa, donde imparte clases y está realizando su Ph.D. Hizo un
Master in Fine Arts en la Universidad de Washington. Sus textos han aparecido en
diversas revistas como American Letters & Commentary, Columbia, eXchanges,
Controlled Burn, Third Coast y Florida Review.

Traducción de Cristián Gómez O.

DESPUÉS DE LAS TUMBAS


(Tarquinia, 1997)

Como si estuvieras exhumando la distancia que


une tus ojos a una hoja blanca y de composición. Se
han desplegado todos los símbolos de la abundancia

aunque estén secos al tacto. Más o menos entre el segundo


y el séptimo de los golpes deberías levantarte e ir a abrir la
puerta como un pájaro que se detiene en el polvo que lo baña.

Pero no todos sucumben a la imaginación. Cada


vez que, sin embargo, tú lo haces, el damasco
deja caer una rama rebosante de sus frutos.

En millas alrededor no hay nada más que sea líquido. La grava


trepando por la escalera de tus piernas tiene el sabor del
arroz y de la miel. Sólo tus hombros parecen buscar

refugio ante la amenaza del tiempo que se avecina. ¿Y qué


de bueno tiene esperar como si nada de esto estuviera
ocurriendo, al igual que el vidrio espera por el desastre?
EL DICCIONARIO NO PUEDE
REEMPLAZAR LA DIRECCIÓN DEL SOL

Debido a la búsqueda de ese lugar en que Dios


abandonó el camino, terminaste por pasarte
la vida entera sin quitarle los ojos hacia el oeste,
como si hubieras previsto que al final del horizonte
Los Ángeles te estaban esperando. Embarcado desde un lugar como
el epicentro, incapaz de soportar ni el más mínimo de los sonidos
y semejante al álgebra en su consistencia (tan simple como
querer agua, tan simple como tener sed) todavía estás mirando
hacia el oeste, rezando para que nada pase, para que nada
deje de pasar. Los que oran –amontonados en algún
lugar entre la muñeca y la clavícula– van en contra de los
deseos de la infancia y su anhelo de que ocurra por lo
menos un desastre, algo revestido con ropajes
sospechosos (como si fueran una amenaza para la
adolescencia). Tú, un contratiempo geográfico
como todos, ni eres un sinónimo del paisaje
ni tampoco te has dejado avasallar por él. Tu
mirada la fijaste en el cuello estirado del
horizonte, la sangre haciendo ruido hasta la estación
de Burlington, testigo de la violencia del sol
como si estuviera cortando a pedazos el
camino a todo lo largo de este día. Cuando la
luz finalmente te dio alcance, ya te habías
arreglado con la oscuridad, pero no como lo
harían los murciélagos: más bien como una
de esas criaturas que sólo espera despertarse
para dirigirse sin demora hacia el océano.
CARTAS PARA UN PROFETA MENOR

De nuevo en Oregón. Aquí


las urracas son igual de estridentes. Una

bandada de juncos acentúa el jardín pero se dispersa


si yo hablo, como dientes de león perdidos en un
suspiro.

&

Tu boca es tanto el río como cruzarlo.


Oímos la luz del día diciendo alcance, pero demasiadas

cumbres se han levantado y han caído entre nosotros y


las tierras del interior se detienen para mantener su aliento-

Estoy en Utah. Una gaviota, con el agua hasta las rodillas


tira de un blanco calcetín mojado. Un par de avocetas

van en su ayuda chillando –platos delgados que cortan el aire


pero sin hacerlo tira. El calcetín es un pájaro y no un

calcetín, ahogado y desollado. Las avocetas están rezando,


si orar por los pájaros del agua quiere decir arrojar el cuerpo

una y otra vez contra el peligro sin estrellarse contra el suelo.

&

Temo el castigo de haber cuestionado a Dios.


Cómo pudo ocurrir: tus vides recogidas con limpieza,

campos enteros perdidos ante las langostas. Preferiría que nos


hubiéramos conocido antes del miedo, antes de que mi nombre

fuera el cuesco de una cereza en la boca del ángel.

Pero también debo haber estado loca en ese entonces.


A la espera siempre de las rosas.

&

Estoy en Oregon. El mundo está demasiado húmedo


como para salir a cuidar el jardín. Quiero mandarte una foto,

un insecto de una sola ala. ¿O es que yo quiero ser uno, con


mis manos extendiéndose como si fueran ramas para poder volar?

Aquí me siento limpia, así como el vidrio se siente limpio,


como respirar puede sentirse limpio y

helicoidal, un patíbulo que se levanta


entre mí, el eclipse y su inminencia.

Esta no es la primera vez que trato de escribirte.


BUENAS EXCUSAS EN MEDIO DEL MAL TIEMPO

Ago(s)taste el abono de tu antiguo vocabulario. El defecto de lo absurdo terminó por ser


para ti la distancia que lo separaba de la meta, como la carpa de un circo cuya entrada fue
amarrada con un cordón antes de que la fábula termine. Por otro lado entendiste que el
problema con lo abstracto es su incapacidad para impedir que las ardillas se roben el
alimento de los pájaros. Cuando descubriste que la enología era una ciencia difícil,
decidiste que beber vino probablemente tendría más para enseñarte que lo que antes
habías creído. Toda la mañana tuviste problemas juntando sencillo, ofreciéndole a cada
uno de los empleados tu palma de monedas mientras buscabas una segunda opinión. Dos
cartas llegaron desde la costa del sueño. Una estaba firmada sin aliento. Una estaba
firmada pronto. Como si hubiera gente en este mundo que no pudiera esperar para
alcanzarte. La carta que nunca llegó terminaba así: si alguna vez llegas a hacer algo así
de estúpido, te voy a venir a atrapar cuando esté muerto y voy a matarte. La carta que
nunca llegó terminaba así: voy a sepultar tu nombre entre las piedras. La carta que
nunca llegó terminaba así: espérame ahí.
CONTRA EL SUEÑO

El sueño tenía espacios en sus murallas, el concreto trizado para hacer algunos
arreglos. El sueño tenía un vestido de noche de franela y dejó una luz prendida cuando
me quise dormir. El sueño tenía reservaciones de hotel y el niño de alguna otra persona.
El sueño tenía brazos de acero debajo del plástico y aunque podía respirar como cualquier
otro, aun así se negaba a hacerlo. El sueño comía carnes rojas y creció y creció y creció.
El sueño podía volar una milla sin tener que agitar sus alas. El sueño había sacado sus
órganos fuera de su piel. El sueño era unas hojas muertas puestas encima de la mierda.
El sueño eran aguas verdes, ahogando su propia sonrisa. Rompimos el sueño en pedazos
y lo pasamos alrededor de la mesa. Después de la cuarentena, quemamos las ropas que se
había puesto el sueño. Con el fin de hacerle una broma le amarré los cordones de sus
zapatos entre sí, pero nunca se puso de pie. El sueño era una cucharada de jarabe contra
la tos dos veces al día. Una hamaca pudriéndose en la lluvia. En el entretiempo, en el
patio, el sueño y yo jugamos al pillarse. El sueño dijo “dinero constante y sonante”
cuando quiso decir “madre”. El sueño creía que la tele se fue por la colina cuesta abajo
después de haber visto Chico y el hombre.
ELOGIO DE LOS DESPRECIADOS

1.-
(no las manos sino)

tres venas, serpientes en tránsito


hacia el hueso de la muñeca, como si fueran
letras del alfabeto hebreo, aquellas que hacen recodar
el aliento entrecortado de los que escapan, las advertencias
preceden ese vapor que exhala la paciente-

(idiomas donde los diptongos resultan imprescindibles, imitando la ruta de la sangre y)

haciendo la mímica de los mapas del metro, la forma


en que las líneas se dividen, enmarcando
el parque, las mentiras que un lado le contó al otro-

2.-
(la mordedura y la muerde dura y la muerte dura, tratando de pinchar la vena y
perforando en su lugar el tendón, mi(s))

doctor en la sala de emergencias


dijo que los tendones no eran muy vistosos.
A veces se me escapa
la terminología médica como
si fueran suspiros, o dientes de animal, o
los años a partir de estas venas, a partir de
la forma que toman los feriados en una semana
de nieve tardía, a partir del reflejo
iracundo de un adjetivo que en
lo sustantivo aguarda fuera de
estación en la estación

equivocada

a otro sustantivo (también)


equivocado

como-
3.-
(mis manos que al rezarle a la luna o bajo la luz de luna
se juntan para formar ese canasto que no recibe otra cosa
sino la luna, ni)

estos treinta y seis años de edad


a la espera de los números de Dios, cumplir dieciocho
es buena nueva para nosotros los judíos, luego la promesa
de una suerte renovada. En lugar de eso,
la fe requiere del bisturí de la medicina,
sujetándome en lugar de-

camino a la mesa me dijeron


cuales eran las burbujas que de hecho
podían matarme. Cuánto aire
el cuerpo absorbe de los tubos-

(alas. no alas)
METEOROLOGÍA DE LA TIERRA PROMETIDA

La lingüística de las nubes cambia de


país en país. Lo que en algunas partes
se entiende como una tormenta en casa
no es más que la gris mejilla de un niño
contrastada con el telón de fondo de una
nueva atmósfera. Todo clima me
convierte en una analfabeta. Lo que
me imaginé como un alivio terminó
convirtiéndose en una quemadura del
sol. Como la voz del hombre que
vive en la puerta de al lado, suave en
el cielo de la garganta y aun así
traicionera. A veces me sorprende
la palidez del arco de sus uñas
contra la punta morena de sus
dedos, contra el enrojecido error
de mi piel. Pienso en los visitantes,
cien lenguas astillándose en otros
cien mil errores, cada uno de ellos
a partir del más simple de los
pedidos: ¿Hacia dónde está el oeste?
¿Cuánto sale un café? Al malinterpretar
el aire me sorprendo a mí misma y sin
paraguas, el shibboleth manchando mis
zapatos con barro, abluciéndome con
el agua de la lluvia. Este país conoce
las infinitas gramáticas de la traición,
comenzando con las sílabas de las sombras
que aparecen debajo de mis manos, mal pronunciadas
del mismo modo en que la neblina va, poco a
poco, consumiéndose.
Good Excuses in Lousy Weather
for Dan

You exhausted the compost of your old vocabulary. You found that the flaw in the absurd
was its distance from the finish line, like a circus tent laced shut before the fable’s end.
On the other hand, you understood the problem with the abstract to be its inability to stop
squirrels from raiding the feeder. When you discovered that oenology was a hard science,
you decided that drinking wine might have more to teach than previously believed. All
morning you had trouble adding up change, offering each cashier your palm of coins as
you searched for a second opinion. Two letters arrived from the coast of sleep. One was
signed breathless. One was signed soon. As if there are people in this world who cannot
wait to reach you. The letter that never arrived ended like this: If you ever do anything
that stupid, I’ll hunt you down in the afterlife and kill you. The letter that never arrived
ended like this: I’ll sink your name with stones. The letter that never arrived ended like
this: Wait there.
The Thesaurus Fails to Replace the Direction of the Sun

You have faced west all your life,


seeking the spot where God
left the road, conjuring the onset
of Los Angeles. You embarked
from the epicenter, a place approaching
algebra in its consistency,
where fields couldn’t carry sound.
(How simple, the wish for water.)
You still face west, praying now
for nothing to happen, for nothing
to keep happening. These prayers—
squeezed between wrist
and collarbone—reverse your childhood
requests for event and disaster,
for something clad in dangerous clothing
to lay siege to adolescence.
A geographic mishap, like anyone,
you didn’t reflect or reject
the landscape. You stared across
the horizon’s outstretched neck,
blood thrumming to the Burlington Northern,
attending to the sun’s violence
as it hacked trails along the day.
By the time the light reached
you, you were managing the dark—
not as a bat might,
but like a creature who waits to wake
and head straight to the sea.
After the Tombs (Tarquinia, 1997)

You are exhuming the distance that connects


your eyes to a lined sheet of paper.
All the symbols of abundance are displayed,

but dry to the touch. You might answer the door


somewhere between the third and seventh knock,
like a bird stopping to bathe in the dust.

Not everyone succumbs to imagination.


When you do, the apricot tree lets down
a single branch distended with fruit.

Nothing else is liquid for miles. The grit


climbing the staircase of your legs tastes of rice
and honey. Only your shoulders think to seek

shelter from the oncoming weather. What good


does it do to wait in stillness, the way
glass waits for disaster?
Letters to the Minor Prophet

I’m in Oregon again. The jays


are just as strident here. A flock of juncos

punctuates the garden, dispersing if I speak,


like dandelions spent in a mouthful of air—

*
Your mouth is always part river, part crossing.
We hear the morning light say reach,

but too many elevations fall and lift between us,


the country stopping to catch its breath—

*
I’m in Utah. A gull, knee-deep in the canal,
tugs at a sodden, white sock. A pair of avocets

aims for him, screaming—thin plates that slit the air


without shattering. The sock is not a sock,

but another bird, drowned and flayed.


The avocets are praying, if prayer for water birds

means to fling the body at danger again


and again without hitting the ground—

I fear punishment for questioning God.


What was it like, your vines picked clean,

fields lost to locusts? I wish we’d met before the fears,


before my name was a cherry pit in the angel’s mouth.

But I was a fool, then, too:


always expecting roses—

*
I’m in Oregon now. The world’s too wet
for gardening. I want to send you a picture,

a single winged insect. Or do I want to be one,


my hands branching into things that fly?

I feel clean here, the way glass walls feel clean,


the way breathing feels clean

and helical, a scaffolding erected


between me and the impending eclipse.

This is not the first letter I’ve tried to write you—


In Praise of the Overlooked

1.
(not hands but)

three veins, serpents in transit


to the wrist bone, resembling
Hebrew letters—ones that echo
breath’s escape, and warnings
preceding the expired vapor of the patient—

(languages with built-in diphthongs, mimicking blood route and)

mimicking subway maps, the way


lines part, framing
the park, the trick of east to west—

2.
(the arrival bite, vicious, missing the vein to pierce the tendon, my)

doctor of emergencies said


tendons aren’t too flamboyant.
Medical terminology
escapes me sometimes,
like sighs, and an animal’s tooth,
and years from these veins, and holidays,
the shape they take inside a week
of late snow, mirroring
something unseasonably angry—

3.
(hands weak baskets in the moon’s matchlight, not)

thirty-six years old


and I wanted God’s numbers,
the promise of doubled luck. Instead,
faith requires medicine’s stiletto,
pinning me in place—

on my way to the table I was told


which bubbles in the veins
could kill me. How much air
in the tubing the body absorbs—

(wings. not wings.)


Against Sleep

The dream had spaces in its walls, concrete torn to make improvements. The dream had a
flannel nightgown and left a light on when I wanted to sleep. The dream had hotel
reservations and someone else’s baby. The dream had arms of iron under rubber, the
dream could breathe like any person, but refused. The dream ate red meat and grew and
grew. The dream could fly a mile without flapping its wings. The dream carried its
organs outside its skin. The dream was dead leaves over shit. The dream was green water,
drowning in its own laughter. We broke the dream in pieces and passed it around the
table. We burned the dream’s clothes after the quarantine. I tied the dream’s shoes
together as a practical joke, but it never stood up. The dream was an ounce of cough
syrup taken twice a day. The dream was a rope hammock rotted in the rain. At halftime,
the dream and I played tag in the yard. The dream said “money” when it meant to say
“mother.” The dream believed television went downhill after Chico and the Man.
Meteorology for the Promised Land

The linguistics of clouds change from country


to country. What connotes a storm at home
is only a child’s gray cheek
pressed against a different atmosphere.
All weather renders me
illiterate. What I thought was relief turned to sunburn,
like the voice of the man next door,
soft in the sky’s throat, but treacherous.
Sometimes I’m struck by the paleness
of his nailbeds against his brown fingertips,
against the reddened error of my skin.
I think of all the visitors, a hundred
tongues splintering into ten thousand
mistakes, each born of the simplest request:
Which way is west? How much for this
cup of coffee? Misreading the air,
I’m caught without an umbrella,
the shibboleth staining my shoes with mud,
rinsing me clean with rainwater.
This country knows infinite grammars of betrayal,
beginning with the syllables of shadow
appearing beneath my hands, mispronounced
as the fog burns away.

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