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Durante unos meses, me he estado comunicando con un joven que está pensando profundamente
en la fe. En una ocasión escribió: «No somos más que diminutos e infinitesimales incidencias
pasajeras en el cronograma de la historia. ¿Le importamos a alguien?».
Moisés, el profeta de Israel, estaría de acuerdo: «Los días de nuestra edad […] pronto pasan, y
volamos» (Salmo 90:10). La brevedad de la vida puede preocuparnos y hacernos dudar de si le
interesamos a alguien.
Sí, positivamente. Importamos porque el Dios que nos hizo nos ama profunda y eternamente. En
su poema, Moisés ruega: «Sácianos de tu amor» (v. 14 nvi). Importamos porque Dios se interesa
por nosotros.
También importamos porque podemos mostrar a otros el amor de Dios. Aunque nuestra vida es
breve, es significativa si dejamos un legado del amor divino. No estamos en la tierra para hacer
dinero y jubilarnos bien, sino para «mostrar a Dios» exhibiendo su amor.
Por último, aunque la vida en la tierra sea transitoria, somos criaturas eternas. Puesto que Jesús
resucitó de los muertos, viviremos para siempre. A esto se refería Moisés al asegurarnos que Dios
nos saciará «por la mañana», cuando resucitemos, y amemos y seamos amados para siempre. Si
esto no da sentido a la vida, no sé qué otra cosa puede hacerlo.
En una de sus historias fantasiosas, el Dr. Seuss cuenta sobre «Zax-al-norte y Zax-al-sur» que se
cruzan en la pradera de Prax. Al enfrentarse cara a cara, ningún Zax se corre a un lado. Enojado,
uno de ellos jura que no se moverá… ni siquiera si eso hace que «el mundo entero se quede
quieto». Sin inmutarse, el mundo sigue moviéndose y construye una carretera alrededor de ellos.
Felizmente, Dios escogió ablandar con amor los corazones humanos. El apóstol Pablo lo sabía; por
eso, cuando dos mujeres de la iglesia de Filipos reñían, las retó (Filipenses 4:2). Luego, tras haber
instruido a los creyentes a sentir del mismo modo que lo hizo Cristo (2:5-8), les pidió que ayudaran
a esas mujeres, valiosas colaboradoras de él en la difusión del evangelio (4:3). Parece un llamado
a comprometerse pacífica y sabiamente a trabajar en equipo.
Hay muchas cosas en la vida por las que no vale la pena pelear. Podemos reñir por intereses
triviales hasta destruirnos (Gálatas 5:15) o tragarnos nuestro orgullo, aceptar consejos sabios y
buscar la unidad entre los creyentes.
Las palabras ásperas lastiman. Por eso, mi amigo —ganador de un premio como escritor
— luchaba sobre cómo reaccionar ante la crítica que recibió de un libro nuevo, al que
un respetado columnista de una revista había elogiado ambiguamente, diciendo que
estaba bien escrito pero haciendo una reseña sumamente dura. Dirigiéndose a sus
amigos, preguntó: «¿Cómo debo responder?».
Uno le dijo que lo pasara por alto, y yo le compartí consejos de revistas de escritura sobre
ignorar tales críticas o aprender de ellas sin dejar de trabajar y escribir.
Finalmente, decidí ver qué dice la Escritura —que tiene el mejor consejo— sobre cómo
reaccionar a las críticas duras. Santiago aconseja: «todo hombre sea pronto para oír,
tardo para hablar, tardo para airarse» (1:19). Y Pablo sugiere: «Vivan en armonía unos
con otros» (Romanos 12:16 nvi).
Asimismo, todo un capítulo de Proverbios brinda muchos consejos sabios respecto a
cómo reaccionar ante las disputas: «La blanda respuesta quita la ira» (15:1); «el que tarda
en airarse apacigua la rencilla» (v. 18); «el que escucha la corrección tiene
entendimiento» (v. 32). Que Dios nos ayude a controlar nuestra lengua, como hizo mi
amigo. Más aún, la sabiduría nos instruye temer al Señor, porque «a la honra precede la
humildad» (v. 33).
¿Alguna vez luchaste con un dragón? Si respondiste que no, el escritor Eugene Peterson
no concuerda contigo. En su libro Una larga obediencia en la misma dirección, escribió:
«Los dragones son proyecciones de nuestros miedos […]. Un campesino que se
confronta con un enorme dragón es totalmente superado». Su idea es que la vida está
llena de dragones: problemas graves de salud, pérdidas repentinas de trabajo,
matrimonios fracasados, hijos descarriados. Contra estos peligros y fragilidades enormes
de la vida no podemos luchar solos.
Pero en esas luchas, tenemos un Vencedor, el supremo Paladín que luchó a nuestro favor
y venció a los dragones que procuraban destruirnos. Sean estos fruto de nuestros propios
fracasos o ataques de nuestro enemigo espiritual, nuestro Vencedor, Jesucristo, es más
poderoso: «despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente,
triunfando sobre ellos en la cruz» (Colosenses 2:15). ¡Las fuerzas destructivas de este
mundo roto no pueden hacerle frente!
Cuando entendamos que los dragones de la vida son demasiado grandes para nosotros,
es el momento de comenzar a descansar en la ayuda de Cristo, y poder decir confiados:
«gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Corintios 15:57).