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Dos años después…

De dolobres y dolobreros
A mi hermano (en breve) sacerdote.
A los sacerdotes, mis hermanos;
y de entre ellos, a los que me han sido “Padres”.

Cuando seminarista pocas cosas encendían el alma como leer las crónicas y reflexiones de
los recién ordenados. Todo era fresco. Todo era nuevo. Todo era sobrenatural, y por eso también
vivo, soberanamente vivo. Y a veces me imaginaba en visión futurista también intentando
conceptualizar y expresar bellamente lo inexpresable, cuando llegara el momento, para devolver
en bienes lo recibido. Sabía que sentiría cosas inefables, que serían momentos únicos, dignos de
ser fijados. Y lo fueron. Quién sabe porqué, escribirlo quedó en el tintero.

Dos años después (¡sólo dos años!), y ante la inminente ordenación sacerdotal de mi
hermano, podría ser el momento de revivir la luna de miel. El seminarista mira, esperando,
hacia el día futuro de la ordenación. El sacerdote debe mirarlo, recordando. El hecho de que sea
pasado no le quita nada de su absoluta singularidad. Los sentimientos del primer momento no se
han borrado, pero han sedimentado, y quizás hasta madurado.

La vocación no es el entusiasmo del primer día de noviciado, no es la paz de la decisión


tomada en los preludios de la entrega formal, no es el éxtasis del primer encuentro, no es el
vértigo de tener fuertemente aferrado entre las manos un ideal para no dejarlo ir más. Incluye a
veces todo o algo de eso, pero es mucho más. Sin embargo estas cosas por algo están, por algo
nos son dadas. Creo que así lo vería San Ignacio. El sacerdocio no es la luna de miel. Pero por
algo ella está. Es como si fuera una ventana “de bolsillo” con vista al cielo mientras nuestras
manos, en la oscuridad, hieren la dura piedra con el dolobre, como dijo el poeta.

Los sacramentos son signos sensibles. La liturgia es sensible, y en su conjunto expresa y


produce también sensaciones y sentimientos, en orden a hacernos conocer y amar. La realidad
misma es sacramental. Jamás como en la ceremonia de ordenación y en los primeros meses de
sacerdocio se siente lo sobrenatural de la liturgia y de los sacramentos. Hay que vivirlo para
entender. Entramos en honduras, decir más sería complicar sin llegar.

De rodillas ante el Obispo, sentí sus manos sobre mi cabeza. No hubo ninguna descarga
eléctrica, ni temblor. Sólo hubo una certeza. Pero de ésas que bastan para lanzarse a construir
sobre ellas un castillo, o mejor aún, toda una existencia. La misericordia de Dios nos la conserve.

Desde niños oímos hablar de unciones y óleos en el Antiguo y Nuevo Testamento. Jamás
lo había entendido del todo hasta que un Obispo ungió mis manos. Desde ese momento
innumerables veces cambiaron su piel, pero son manos ungidas, eternamente ungidas. En ese
momento el dulce aroma del crisma, que todo lo llenaba y penetraba, hablaba del buen olor de
Cristo, pero sobre todo de la frescura del sacerdocio. No tengo otras palabras. Mientras concluía
el rito, sólo imploraba con todas mis fuerzas la gracia de que mis manos sacerdotales jamás
perdieran la frescura que el crisma les había conferido en ese momento, frescura que se
mantendría mientras no se negaran jamás a bendecir, a consagrar, a perdonar. Y lo pedía
también para mis hermanos sacerdotes.

Con la catedral a pleno y con la multitud de concelebrantes, el ofertorio, la epíclesis, la


consagración y la plegaria por vez primera en nuestros labios tomaron un sentido especial,
único. Mediadores… con Jesucristo y por Jesucristo. La voz de cascadas de la asamblea subía por
los aires hasta la última voluta de la catedral gótica, y la plegaria de los corazones subía hasta
Dios por los sacerdotes, hacedores del sacrificio in Persona Christi. Uníamos al sacrificio de
Cristo las oraciones de cada uno de los presentes. Poco después, celebrando solo en una iglesita
de Roma, entró una persona a rezar y a escuchar la Misa. Se veía profundamente acongojada.
Rezaba con devoción, y sufría visiblemente. Sólo estaba allí, no respondía a todas las oraciones,
ni se acercó a comulgar. Pero por esa persona, por sus intenciones y dolores, estaba yo
ofreciendo. “…por todos los hombres…”. Y me vino a la conciencia la necesidad de la
perduración en el tiempo del sacerdocio y de la Misa. Hasta que Él vuelva. Por esa persona. Y
por todos los hombres, también los ausentes y lejanos. Todo lo que de algún modo puede llegar a
ser acepto a Dios de los hombres de nuestro tiempo pasa por nuestras manos.

Recuerdo algunas de las veces en los primeros tiempos en que me senté en un


confesionario: me sentía salir con diez años más sobre las espaldas. Ésa era la sensación.
Estudiando los casos de confesión en Audiendas, los pecados eran de todos los tipos, pero les
faltaba realidad, aún cuando no realismo. Éstos en cambio eran reales. Y pesan sobre el alma del
sacerdote, caen sobre sus espaldas, y más cuando el penitente los descarga como si fueran un
saco de plumas. Deben pesar. Si no, pregúntenle al santo Padre Pío. Y también enseña esto sobre
la realidad y peso de los pecados propios. Pobre el sacerdote al que no pesan los pecados. Que
pesen no quiere decir que nos asombren, o que deba quitarse un gramo a la misericordia. Quiere
decir no minimizarlos. Quiere decir tener, como Cristo, un corazón tan grande que sea más
grande que la suma de todos los pecados y ame hasta la sangre al pecador, y no tan pequeño que
los pecados ni siquiera pasen por él.

También llegaba el momento de rejuvenecer, que es lo que permite a los sacerdotes no


sucumbir, y era la Misa. Después de confesar uno sentía la necesidad de ofrecer el Sacrificio, por
los pecados propios, ahora redimensionados, y por los pecados absueltos. Son dos ministerios,
dos realidades, el uno para el otro. Creo que uno no podría pasar horas escuchando pecados sin
la posibilidad de actualizar y revivir la redención, y ofrecer el Sacrificio actualmente en sufragio
por estos pecados y pidiendo por estos pecadores: …sangre derramada… por todos los hombres,
para el perdón de los pecados… Y el ministerio de la confesión nos recuerda a qué subimos cada
día a la cruz, digo… al altar, digo… a la Misa. Hace vivencial, viva y concreta nuestra pobre
opera operantis, y nos urge a subir con Él.

En los primeros tiempos, durante la luna de miel, se sienten estas realidades. El resto de
la vida vivimos de ellas, y esto sí es el sacerdocio. Y a ellas debemos tornar, una y otra vez, hasta
que el dolobre caiga de nuestras manos ante la visión del cielo abierto que nos inunde
definitivamente de luz.
Querido hermano sacerdote: no importa cuán llagadas estén tus manos, o cuán cansados
tus ojos. Sigue con el dolobre tallando la roca del calvario, haciendo brotar las aguas de la
salvación. El cielo es, porque Dios es. Y a veces lo vemos, o un reflejo de él. Detrás de un alma,
o en un cáliz y una patena elevados.

P. Miguel Soler, VE
24 de septiembre de 2004.

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