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De Dolobres y Dolobreros (Miguel Soler)
De Dolobres y Dolobreros (Miguel Soler)
De dolobres y dolobreros
A mi hermano (en breve) sacerdote.
A los sacerdotes, mis hermanos;
y de entre ellos, a los que me han sido “Padres”.
Cuando seminarista pocas cosas encendían el alma como leer las crónicas y reflexiones de
los recién ordenados. Todo era fresco. Todo era nuevo. Todo era sobrenatural, y por eso también
vivo, soberanamente vivo. Y a veces me imaginaba en visión futurista también intentando
conceptualizar y expresar bellamente lo inexpresable, cuando llegara el momento, para devolver
en bienes lo recibido. Sabía que sentiría cosas inefables, que serían momentos únicos, dignos de
ser fijados. Y lo fueron. Quién sabe porqué, escribirlo quedó en el tintero.
Dos años después (¡sólo dos años!), y ante la inminente ordenación sacerdotal de mi
hermano, podría ser el momento de revivir la luna de miel. El seminarista mira, esperando,
hacia el día futuro de la ordenación. El sacerdote debe mirarlo, recordando. El hecho de que sea
pasado no le quita nada de su absoluta singularidad. Los sentimientos del primer momento no se
han borrado, pero han sedimentado, y quizás hasta madurado.
De rodillas ante el Obispo, sentí sus manos sobre mi cabeza. No hubo ninguna descarga
eléctrica, ni temblor. Sólo hubo una certeza. Pero de ésas que bastan para lanzarse a construir
sobre ellas un castillo, o mejor aún, toda una existencia. La misericordia de Dios nos la conserve.
Desde niños oímos hablar de unciones y óleos en el Antiguo y Nuevo Testamento. Jamás
lo había entendido del todo hasta que un Obispo ungió mis manos. Desde ese momento
innumerables veces cambiaron su piel, pero son manos ungidas, eternamente ungidas. En ese
momento el dulce aroma del crisma, que todo lo llenaba y penetraba, hablaba del buen olor de
Cristo, pero sobre todo de la frescura del sacerdocio. No tengo otras palabras. Mientras concluía
el rito, sólo imploraba con todas mis fuerzas la gracia de que mis manos sacerdotales jamás
perdieran la frescura que el crisma les había conferido en ese momento, frescura que se
mantendría mientras no se negaran jamás a bendecir, a consagrar, a perdonar. Y lo pedía
también para mis hermanos sacerdotes.
En los primeros tiempos, durante la luna de miel, se sienten estas realidades. El resto de
la vida vivimos de ellas, y esto sí es el sacerdocio. Y a ellas debemos tornar, una y otra vez, hasta
que el dolobre caiga de nuestras manos ante la visión del cielo abierto que nos inunde
definitivamente de luz.
Querido hermano sacerdote: no importa cuán llagadas estén tus manos, o cuán cansados
tus ojos. Sigue con el dolobre tallando la roca del calvario, haciendo brotar las aguas de la
salvación. El cielo es, porque Dios es. Y a veces lo vemos, o un reflejo de él. Detrás de un alma,
o en un cáliz y una patena elevados.
P. Miguel Soler, VE
24 de septiembre de 2004.