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“Leyenda Mortal” (2003)

Marcelo Cohen

Esta muchacha se llama Lina y trabaja en la heladería de un aeropuerto. Una mañana al notar
que está agotándose el sabor pistacho, decide abrir una cubeta nueva y en la cubeta encuentra,
en el sintético verde tropical, incrustada, una extremidad humana.

En las cubetas de helado son imposibles las alucinaciones; no así los sueños. Los dedos, estos
que sobresalen del helado verde, son fibrosos y elegantes; recio el codo. De modo que Lina se
lleva el hallazgo a casa. Son una hora y diecisiete minutos de tren hasta el suburbio donde vive,
pesadilla habitacional cubista. Y como su coinquilina se ha ausentado por unos días, en el
cuarto de la otra chica Lina deja, cerrando la puerta, la viscosa extremidad —sin lavarla.

Lina es emprendedora pero retraída. Los sábados intenta recrearse en una gran discoteca
periférica; se cree (ella lo cree, e induce a creerlo) que, a la fuerza, forma parte de una secta o
banda acaudillada por un mocetón de cabeza rasurada, un primitivo urbano despótico y
violento. Dominada por los protocolos de la política bruta, ahí Lina está más sola que nunca,
bailando los ritmos de la tecnología. Incidentes juveniles. Espumarajos de cerveza, manotazos
dislocados, sampler, mix de gritos y saliva. Pero ahora, en la intimidad del nicho cubista en
donde Lina duerme, hay en un arma- rio un fragmento de cuerpo, símbolo tal vez o alegoría
de otro mundo, descongelándose, ¿esperándola?

Así que cuando en los días siguientes sigue encontrando miembros u órganos (un estómago
en la cubeta del sabayón, un cerebro en la frambuesa, con el añadido de un ojo cerrado que
por respeto no intenta abrir, pero también cartílagos, pulgares, varios y aun despojos no
necesariamente humanos, como una molleja de vaca, un monedero viejo; y qué ensueño de
firmeza, los coágulos, en la precoz fundición del helado), Lina, industriosa, los lleva uno por
uno al dormitorio de su compañera de vivienda para ir acumulándolos. Está claro que los
fragmentos no hieden, no susurran; no obstante, exudan una como agitación incitante. Puede
que sea una voluntad.

Días de negada expectativa, tras el mostrador de la heladería del aeropuerto y en las humillantes
escaramuzas de la discoteca. Nada que pueda constituirse con esos cachos de carne,
comprende Lina, resolverá un enigma ni estará bien acabado. Pero Lina sueña, y en sus sueños
las vísceras, los miembros que ella encontró en las cubetas, son manchas en una tela, o flora y
fauna marina en luz primaveral, o son deseo de ser: una figura inventada, inatacable: un ícono
de significado vario, un monstruo, un cuento: la salvación de cualquier criatura humana que
una vez más afirme que entre la imaginación y el mundo hay una continuidad deliciosa,
peligrosa, alarmante. (Lina de esto no se da cuenta. Lina sueña con siluetas coherentes, si bien
mutables, como si captara la aspiración que anima a los despojos.)
En días sucesivos se concretan nuevas adquisiciones. Un húmero bastante limpio. Ligamentos
(¡y una camisa de pana no muy sucia!). Glúteos, ganglios. Lina los reúne, y en vez de ordenarlos
los deja a su albedrío amontonados en el armario.

Una nariz que parece de caucho.


Una lengua como una almeja. Botones.
Ya no más. ¿Qué falta hace?

Y una tarde, poco después de haberse sentado en su cama con su pintalabios y un espejito
(frente a la cama, al otro lado del vano, está la cocina), Lina oye que la puerta de la habitación
cerrada se abre, y en la media luz verdosa ve plantarse un hombre.

Un hombre. Como arañando el aire con las aristas de la jeta, cuajado de líneas duras, no del
todo simétrico, ¡vestido!, grande el torso para el espíritu incipiente; parietales sesgados; pies
(Lina teme mirarlos) parece que... Uf, es difícil describirlo. Pero bueno: ese hombre rechina
un poco al moverse, codos y cadera, incluso los párpados cuando se le entornan. Una virilidad
rústica con algo cuadrado en el mirar, huraño y sentimental, él. En resumen: agradece y dice
que el anhelo de Lina, y también los escrúpulos con que Lina trató las partes de su fisis, le han
dado la vida. Mejor dicho, dice ese monstruo, ella le ha devuelto la vida.

Extasiada, Lina le adelanta sin embargo que ella no puede tenerlo en casa; ahora no; su
compañera está al volver.

No pensaba quedarme, replica él: soy un capricho de usted o de ti. Hay una larga
contemplación mutua, ardua de comentar. Y después el hombre se va, inconexo, fuerte de
aceptación. Pasos toscos que retumban, con volumen menguante, hacia abajo por el hueco de
la escalera (esta noche el monobloc huele a brécol hervido). Los ojos anegados de Lina, con el
pintalabios todavía en la mano. ¿Se arrepiente de haber sido tan tajante?

En la continuación indefectible de esta historia se ve al hombre (llamémoslo rehecho, o mejor


ensamblado) merodeando el arrabal cubista, silueta desencajada pero magnética en la pátina
aérea de la contaminación. Se trata, empieza a hacerse evidente, de que protege a Lina; o bien
sólo es evidente para ella. El rapado joven jefe de la secta discotequera, ignorante, entretanto
distribuye deberes. En la discoteca hay poco más que sumisiones y confusa conspiración,
además de baile y manoseo; los emparejamientos se debaten, los noviazgos poco menos que
se decretan; esa banda juvenil se ha impuesto un orden para enfrentarse con la decadencia de
Occidente. Lina se niega a lo que parece tocarle como pareja (un fisicoculturista no muy
aventajado), la insubordinación suscita una pelea y el jefe la maltrata.

Y entonces, como de las luces cambiantes de los focos, como una volátil mancha que se
aglutina sola, surge el hombre ensambla- do, aporrea fácilmente al jefe de la banda (que no era
perverso, sólo estaba loco de ignorancia) y, salvando a Lina, la lleva a su casa. Como un
caballero la escolta y la acompaña.
Lina lo invita a subir, él acepta y ya en la vivienda beben algo, lo que hay, y todo apunta a cierta
forma de consumación, cuál forma es cosa que está por verse.

A la luz insuficiente de una bombita de setenta y cinco vatios, el hombre ensamblado centellea
de rugosidad. Pero sus manos enormes (diferentes entre sí) parecen suaves guantes naturales.
Lina, besándolo, mejor dicho echándose atrás después de dar- le un beso, señala la cama con
un mohín. Considera que es de recibo, y no le falta un ardor.

Pero entonces, el hombre ensamblado se sienta en una silla y se permite turbarse, a su manera
desarticulada, en una explicación.

Es que yo cobro, dice. De eso (señala a su vez la cama) yo vivo. Es una profesión. No me
felicito, pero cuando salgo del desmembramiento es para ganarme unos billetes. Mi obligación
es sobrevivir.

Bueno, yo no puedo pagarte..., dice Lina.

Esto no significa, la interrumpe él, que no te quiera; ni que no siga agradecido.

Lo sé, dice Lina.

De todos modos, dice él, si un día me olvidaras yo volvería a desmembrarme, pero esta vez
con pocas posibilidades de ensamblarme otra vez... Sería para mí, no tanto triste, como
decepcionante e incómodo.

Y en estos términos, o en este tono, la charla se prolonga hasta el amanecer, con una irritante
tensión sexual de por medio, que no se resuelve salvo... Salvo en la fogosidad de la luz (como
si la bombita ganara resistencia), en las digresiones del pensamiento de Lina, tráqueas,
émbolos, riñones como húmedas habas, manchas que adornan el deseo y lo vuelven sólido,
utilizable como un mueble. También los sueños tienen una utilidad inmediata.

Pero el hombre ensamblado tiene que ganar cierta cantidad de dinero antes de volver a
repartirse por algún tiempo en cubetas de helado u otros depósitos, a resguardo de la letal
descompostura, y está procurando partir rumbo a una relación donde el sentimiento amoroso
no ahonde las cicatrices; una relación breve y contante, sonante, alimenticia. Es un oficio
antiguo el suyo. Muertos que el deseo mantiene en modo límbico. El hombre ensamblado sabe
que las jóvenes que lo ensamblan esporádicamente no son garantía de subsistencia. Una
imaginación que rara vez se detiene las lleva a captar carencias, inexactitudes en la virilidad del
hombre que su deseo dio a la vida. Y no les gusta pagar, y esto él prefiere no juzgarlo.

De modo que es el final.


En el amanecer de azafrán el hombre ensamblado se levanta, rechinante, le estrecha la mano
a Lina, enseguida le da un beso (las aristas de su boca, los dientes ríspidos) y sin otra palabra
parte.

Lina no lo retiene.

Pronto, piensa Lina más o menos, este hombre será en la realidad un borrón protector
rondando los callejones, y en mis sueños un bailoteo de partes cada vez más simbólicas.

Para no llorar cuando al fin, con la distancia, vea clara la verdad de lo que ha ocurrido, se
impide mirar por la ventana.

Sin desvestirse enseguida se duerme.

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