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Zorrilla de San Martin, Juan


Detalles de la Historia
rioplatense
!:
Juan Zorrilla de San Martín

DETALLES
DE LA

I8T0RIA RIOPLATENSE

MONTEVIDEO
CLAUDIO GARCÍA — Editok
SARANDÍ, 441

1917
DETALLES
DE LA

HISTOEIA EIOPLATENSE
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University of Toronto

http://www.archive.org/details/detallesdelahistOOzorr
Juan Zorrilla de San Martín

DETALLES
DE LA

HISTORIA RIOPLATENSE

MONTEVIDEO
CLAUDIO GARCÍA — Editor
SARÁN DÍ, 441

1017
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I I

726705 I

UNIVERSITY OF TORONJO

peña Hnos. — Impresores


Montevideo, Mayo de 1917.

Señor doctor don Juan Zorrilla de San Martin.

Muy señor mío:


Mi casa editora desea publicar enun opúscu-
lo el artículo de Vd. que acaba de aparecer en
« La Nota » de Buenos Aires sobre La Argentini-

dad de don Ricardo Rojas, al que agregaría los


de la polémica que Vd. sostuvo con el señor
Rodríguez sobre la personalidad del general
Alvear, y el relativo al estudio sobre el Congreso
de Tucumán del señor Groussac.
Pido a Vd. la autorización necesaria para
ello, y saludo a Vd. con mi mayor consideración.

Claudio García.

Montevideo, Mayo de 1917.

Señor don Claudio García.

Muy señor mío:


Pues Vd. juzga que pueden tener nuevos lec-
tores esos mis tres artículos, hechos solo para la
prensa periódica, lo autorizo, con mucho gusto,
a formar con ellos un opúsculo. No es esto decir que
—6—
lo que escribo para la prensa no sea, como todo
lo que doy al público, lo mejor que yo se hacer;
pero la forma adaptable al diario no lo es tanto

a la página de libro. Debo advertirle además que


esos escritos que Vd. va a coleccionar compagi-
nados, no son sino una mínima parte de lo que
yo desarrollo en mi libro La Epopeya de Arti-
gas; en la segunda edición, sobre todo, que, am-
pliadísima y enriquecida de nuevos y preciosos
documentos, estoy esperando de mi editor don
Luis Gili, de Barcelona, y que estará aquí, Dios
mediante, dentro de dos o tres meses. Interesado
como estoy en que esa nueva edición, que será
copiosa y barata, circule lo más posible, me ale-
graré de la difusión de su opúsculo, como el me-
jor anuncio o reclamo de aquella. Se me ocurre
que contribuiría a Tiacerlo más eficaz todavía
la publicación del Prólogo o Prefacio que lleva-
rá mi segunda edición, y se lo remito, por si Vd.
cree que algún interés puede agregar a su propósito.
Yo creo que sí, lo mismo que las notas que lie

tenido necesidad de poner en los artículos que


Vd. Tía reunido, y que también le remito.
La vindicación de Artigas, que es el tema de
todo eso, es obra buena y oportuna, esté Vd. se-
guro. Artigas, el hermano de Washington, como
ha sido llamado, hermano pobre pero buen hijo
de la misma madre Democracia, no es, contra
lo que han dicho los mal informados, ni debe ser,

un motivo de enemistades. Como Washington


— —
7

para la familia inglesa, él Tía de levantarse, por


el contrario, como el símbolo de unión entre los
miembros de la ibérica: entre los pueblos platen-
ses en primer término; entre hispánicos y lusita-
tanos también. Los vindicadores de su memoria
solo deseamos ser oídos sobre esto en América;
y los que poco valemos hemos de recurrir para
ello a todos los medios, sin excluir el auto-reclamo.
Que salga, pues, cuanto su opúsculo;
antes,
véndalo lo más barato posible, y anuncíeme en
él la próxima llegada de mi segunda edición de
La Epopeya de Artigas, para que ésta pueda
tener muchos y buenos lectores.
Muy suyo atento amigo y S. S.

Juan Zorrilla de San Martin.


SOBRE ALVEAR Y ARTIGAS
A un Joven Historiador.

Hace algunos días, al estrechar la mano a


Hugo Barbagelata, que regresaba a Europa
después de pasar algunos meses en ésta su bue-
na tierra del Uruguay, prometí mi pública
despedida a ese joven escritor que, modesta-
mente, y como testimonio de su seriedad de
espíritu, nos había traído un libro, «Artigas y
la Bevolución Americana», escrito por él en
su ausencia. Cumplo ahora mi promesa, que
respondía al sentimiento del deber en que es-
tamos los más viejos de estimular a los jóvenes
que, con vocación y aptitudes, se consagran al
cultivo de la literatura histórica. Barbagelata
está en el número de los tales, y en primera
línea. Las condiciones que ha revelado en su
libro nos prometen un historiador, es decir, un
artista modelador de hombres reales, vivos,
presentados en el ambiente en que vivieron.
Modelar un hombre es ofrecernos un espíri-
tu hecho visible en un cuerpo; reproducir un
ambiente histórico es describir cosas y narrar
— 12 —
sucesos, descubriendo, uno entre mil, el hecho
fundamental de un período histórico; hallando,
una entre innumerables, la línea característi-
ca de la fisonomía de una época, más o menos
condensada en un varón memorable. Que, como
lo dice Emerson, una institución suele ser la
sombra prolongada de un héroe.
De ahí que el historiador no deba confundir-
se con benemérito investigador de sucesos
el

concretos, como no ha de identificarse el es-


cultor con el cantero. El investigador da todo
cuanto encuentra en los archivos, en las tra-
diciones, en los papeles; el historiador, como
todo artista, lo es tanto más cuanto menos
elementos documéntanos emplea y necesita
para producirnos la sensación perfecta de la
verdad histórica, y sugerirnos la expresión de
los hechos. El ingenioso hidalgo don Miguel
de Unamuno, profesor de Salamanca y amigo
mió, dice, y dice bien, que «cabe que un libro
de historia sea una gran mentira, siendo ver-
daderos todos sus datos».
En el libro «Artigas y la Eevolución Ameri-
cana» que nos trajo Barbagelata, el investi-
gador predomina, y será tema principal de mi
elogio; pero el artista apunta, y debe ser obje-
to de mi estímulo. El investigador aplicado
nos ha ofrecido en él algunos datos nuevos y
preciosos, hallados en los archivos de Madrid,
que reclaman grande atención; dos, sobre to-
— 13 —
do, serán objeto de mi examen: el que se refiere
a la personalidad de Otorgues, caudillo orien-
tal, y el que define la personalidad del general
Alvear, patricio bonaerense rival de Artigas.
Y no sin cierto parecido moral con Otorgues;
malgrado las apariencias.

II

La figura de Otorgues recibe en el libro de


Barbagelata el golpe de gracia, me parece.
No se ha equivocado el instinto nacional que
ha excluido del panteón de sus héroes a esa
nebulosa persona; pero tampoco se ha equivo-
cado al separarla de la iluminada de Artigas,
su jefe y su deudo, que nada tuvo de común
con aquel caudillo lleno de dobleces y ambi-
ciones, si ya no fué la necesidad en que se vio
de utilizar su brazo formidable.
En cuanto al significado histórico de la fi-
gura de Alvear, el documento nuevo, descono-
cido, concluyente, que el joven investigador
nos ha traido es tan estupendo como doloro-
so, aunque confirma plenamente nuestro cri-
terio anterior. Uno quisiera no haberlo cono-
cido, por que nada causa una sensación más
desolante que el ver humear una estrella. Yo no
quisiera (y bien sabe Dios con cuánta since-
ridad lo digo), yo no quisiera contribuir a
— 14 —
apagar la aun encendida del general que ven-
ció en Ituzaingó; pondría todo el óleo de mis
más generosas atenuaciones en esa lámpara
moribunda. Pero en éste, como en muchos
otros casos, la historia más corriente en Amé-
rica, la escrita «ad usum Delphini», nos ha
colocado a los Orientales en la más dura de las
alternativas: o Artigas o Al vear. Uno de esos
dos hombres tiene que ser sacrificado; uno de
ellos tieneque ser malo, para que el otro no lo
sea, según esos funestos escritores. Y es sabi-
do que, para ellos, el malo, el malvado ha sido
siempre y debe serlo para siempre Artigas, el
debelador de Alvear ... Oh, la dura alterna-
tiva !

Pero se nos ha puesto en otra más penosa


aun, si cabe: si sois amigos de vuestro Artigas,
dicen algunos, tenéis que ser enemigos de vues-
hermanos los occidentales del Uruguay
tenéis que debelar los grandes hom-
bres argentinos; dejar huérfano de gloria a
;tro hermano.
nada de eso es verdad, felizmen-
ís bien;
te. Los r
Jes podemos decir, y decimos a
'

nuestros hermanos que quieran oírnos: no po-


déis ni debéis continuar en vuestra injusta
depresión de Artigas, que nos hiere en el co-
razón; estudiemos juntos nuestra común his-
y os convenceréis de que es en Artigas
,

jámente, en el hombre de paz por exce-


— 16 —
lencia, donde hallaremos el eje de nuestras
glorias y el vínculo de nuestra
rioplatenses,
fraternidad histórica y sociológica.

III

El documento que ha traído Barbagelata


confirma la existencia de dos espíritus en pug-
na, encarnados el uno en Artigas y en Alvear
el otro, que son el alma de la platense historia.

Alvear fué la negación de Artigas, efectiva-


mente; luchó contra él por todos los medios,
por la doblez sobre todo; se apoderó, sin él y
contra él, de la plaza de Montevideo en 1814,
para entregarla a Buenos Aires como a la he-
redera de España; obligó al caudillo Oriental
a luchar contra él, bien a su pesar, y contra
la oligarquía que él acaudillaba; se elevó, por
fin, al puesto de Director Supremo, y cayó de

él, en 1815, derrocado por el pueblo de Buenos

Aires, que llamó a Artigas en su auxilio para ello.


Pues bien: es de este último momento el dato
nuevo que nos trae Barbagelata, y que re
cuáles eran los dos espíritus que, encarnados en
Alvear y Artigas, libraban en todo eso su comba-
te. El Director Supremo caído huyó, como

sabemos, a Eío Janeiro, en un barco inglés.


No bien llega a aquella corte, se presenta al
representante allí del rey Fernando VII, y le
— 16 —
dice que todo cuanto ha hecho en su tierra ame-
ricana, después de regresar de España en 1812,
aun sus manifestaciones de exaltado patrio-
tismo revolucionario, éstas especialmente, no
han tenido más objeto que el de mejor servir
a su rey, su solo señor, y devolverle la soberanía
de estos países, que son y deben ser suyos.
Como prueba de la sinceridad de su contrición,
con la que espera obtener la piedad y la
protección de su rey, el ex Director Supremo,
el enemigo de Artigas, pone en manos del
español un «Memorándum o Estado Demostra-
tivo», escrito de su puño y letra, y suscrito por
él, en que denuncia todas las fuerzas y recursos

con que cuentan los revoltosos platenses.


Y denuncia entre éstos, como el más temible,
a don José Artigas, jefe indiscutido de
los Orientales, los más fogosos insurrectos o
revolucionarios a su vez.
Eso fué, pues, lo que Artigas veía por intui-
ción genial; eso lo que combatió y venció, a
la cabeza de todos los pueblos argentinos
igualmente heroicos; de todos: lo mismo de los
Orientales que de los Occidentales, con excep-
ción de la oligarquía bonaerense, de que era
miembro conspicuo el general Alvear.
Digan, pues, las repúblicas del Bío de la
Plata, las dos hermanas dueñas de sus márge-
nes, vean y digan en dónde está el héroe co-
mún, el poseído del gran espíritu germinal que
-17-
hoy glorificamos en el alma republicana que
tenemos. Y sirva esto, pues se ha manifestado
alguna duda al respecto, para establecer el
significado del acto hermosísimo que, hoy ha-
ce ocho días, realizamos los Orientales, al cele-
brar el centenario de la «batalla del Guayabo »

En esa acción de guerra, con la derrota del


coronel Dorrego, valeroso agente de Alvear,
fué aniquilado el espíritu de éste: quedó pre-
dominante el otro grande espíritu, el argenti-
no o platense o americano, que animaba al
que, no sin causa, fué designado con el predi-
cado de «Protector de los Pueblos». Eso es lo
que hemos celebrado, para gloria de todos los
que de tal espíritu nacieron, al celebrar la
victoria del «Guayabo» y el nombre del buen
Eivera, que mandó la batalla como primer
capitán del padre Artigas.

IV

Grande que ha prestado Barba-


es el servicio
gelata a nuestra historia, conel nuevo docu-
mento que nos ha sabido encontrar original en
los archivos de Madrid. A su lado podría y
aun debería recordarse, el que acaba de sacar
el doctor Alberto Palomeque, benemérito tam-

bién en nuestra historia, de los archivos de


Buenos Aires, donde ha estado escondido, no
— 18 —
se cómo Me refiero al que nos reve-
ni porqué.
la la actitudde Dorrego, el jefe de Alvear ven-
cido en el «Guayabo» precisamente, cuando,
en su carácter de Director Supremo o Gober-
nador de Buenos Aires, pone término, en 1828,
con el «Tratado Preliminar de Paz», a nuestra
guerra, a la declarada por los orientales so-
los, antes de su alianza, con el imperio del
Brasil. Sabíamos que, como consecuencia de
Ituzaingó, y, sobre todo, de la conquista de
Misiones por Eivera, Dorrego, con acuerdo ex-
preso del Jefe de los Orientales, Lavalleja, el

glorioso conductor de los Treinta y Tres, envió


a Guido y Balcarce a negociar la paz a Eío
Janeiro, sobre la base de la independencia
Oriental. Eso hizo decir una vez a Juan
Carlos Gómez, superficial en historia general-
mente, que los héroes de nuestra Independen-
cia, más aun que Treinta y Tres y Eivera,
los
debían ser Don Pedro I. y Dorrego, el gober-
nador. Ahora, por el nuevo documento que
nos ofrece Palomeque, sabemos a ciencia cierta
lo que ya sabíamos por evidentes conjeturas:
el gobernador Dorrego, una vez iniciadas las
negociaciones con el imperio, envió a sus re-
presentantes Guido y Balcarce contra-orden
terminante: les ordenó que se abstuvieran
de pactar nada que tuviera por base la in-
dependencia oriental; ésta debía ser rechazada
en absoluto. Y los negociadores, intérpretes
:

— 19 —
entonces del pueblo argentino que acaudilló
y ante la evidencia que estaban pal-
Artigas,
pando y que invocaron, dijeron a Dorrego
sin vacilar Eso es imposible. Y dijeron más
:

Eso es indigno los Orientales han ganado por


:

sí mismos su independencia, que ha sido siem-

pre su anhelo, «el objeto de su idolatría».

Los que nos buscan y traen tales y tan pre-


ciosos papeles, reclaman y merecen nuestra
gratitud; son los de la inteligencia,
canteros
que ofrecen al de la his-
artista, al arquitecto
toria, la materia en que debe hacerse carne la
inspiración perdurable.
Barbagelata, como he dicho, es de esos
beneméritos; pero también está lleno de las
condiciones requeridas para ser de los otros, de
los capaces de percibir la línea y el color y la
armonía, y a ello debe consagrarse, con la segu-
ridad de llegar. El historiador es, ante todo, un.
artista, un poeta, como se ha dicho y repetido;
la imaginación interviene, tanto o más que las
otras facultades, en la composición histórica,
como interviene en ella el sentimiento y el
sentido de la forma escultural. «Vis superba
formae», decían los antiguos; la fuerza sober-
bia de la forma. Una composición histórica,
— 20 —
como toda obra de arte que aspire a la vida,
debe ser un organismo, una creación, la evoca-
ción de algo que no existía antes de ella apa-
recer. Los documentos existían.
Para esto, Barbagelata tiene además una
condición sin la cual no se concibe el historió-
grafo: la magnanimidad; es, aunque joven,
sereno y reposado; es, sobre todo, bueno, ge-
neroso; se alegra ante los nobles espectáculos,
y losbusca con predilección; es más dado a
absolver o a buscar generosas atenuaciones,
que a condenar o excomulgar. No tiene vene-
no en el alma transparente; no odia.
Los odios históricos, como la ojeriza contra
Dios, son una insensatez que combate contra
el infinito o contra la nada. Esa frase es de
Leopoldo Lugones.
Es frase hermosa. Y muy oportuna, me
parece, para poner un término, ya deseado
quizá por mis lectores, a estas líneas con las
que, al cumplir mi promesa al joven amigo
ausente, le envío mi modesta palabra de estí-
mulo. Alcance ella también a todos los jóve-
nes que, como Barbagelata, estudian, investi-
gan, piensan, aman, anhelan la estimación de
sus conciudadanos y la gratitud de la Patria.
La república cuenta con ellos, y los mira con
singular predilección.
Fantásticas Revelaciones.

ARTÍCULO DE GREGORIO F. EODRÍGUEZ.

Cuando apareció el libro «Artigas» del señor


Hugo cuyo trabajo habia sido
Barbagelata,
precedido de promesas divulgadas en los pe-
riódicos, asegurando liaría revelaciones sen-
sacionales, como resultado de investigaciones
en Archivo de Indias, a cuyo efecto anticipó,
el

como primicia histórica, una carta de Artigas


dirigida a Larrobla en 1814, que ya había apa-
recido publicada por nosotros en ]a «Historia
de Alvear», dímonos prisa con todo interés a
leer su producción, dado el deseo que en no-
sotros despierta el hallazgo de documentos
cuya importancia tienda no solo a establecer la
verdad histórica sino también a suavizar esas
fuertes rivalidades que aún nos dividen en am-
bas márgenes del Plata, respecto del valor
intrínseco de todos y cada uno de los hombres
de la independencia; y tanto más, siendo
como somos los primeros en reconocer la
inmodificable idiosincracia que presentan todos
los pueblos, al atribuir a sus ídolos la mayor
grandeza.
— 22 —
Confesamos con sinceridad que sufrimos
•ana desilusión completa ante bu lectura, y na-
da hallamos como novedad histórica, refle-

jando como siempre sus páginas el apocamien-


to que sufren los proceres argentinos, en el
paralelo con los que no están ligados a ellos
por lazos patrios.
Muéstrase el autor, además, ignorante de
un asunto histórico como el que nos ocupa,
muy generalizado entre los historiadores, bi-
bliófilosy aún personas de algún conocimiento
de la historia de estos países. Por otra parte,
fácil nos fué apercibirnos cómo el autor ha
utilizado gran parte de los documentos inéditos
publicados por nosotros en la (Historia de Ai-
rear», bien que pretendiendo ocultar esta fuen-
te valiéndose de citas mal disimuladas. Pero
la nota sensacional, mejor dicho, la perla de
la documentación que el señor Barbagelata
nos ofrece, objetivo principal de su trabajo, es
una Representación o Memorial de Alvear diri-
gida en 1815 al Eey de España, que el autor
declara ser inédita, cuando no solo hace ya ca-
si un siglo ha pasado a cosa juzgada y sabida,

sino que fué declarada apócrifa por el mismo


Alvear, cuando apareció impresa en 1819.
3o nos sorprendió el hecho teniendo en
cuenta que el joven historiador empezaba con
ese libro a ejercitar sus primeras armas en el
campo de la historia. Este antecedente sirvió
— 23 —
para conservar nuestro silencio, convencidos
de que la opinión y juicios de los hombres estu-
diosos coincidirían con nosotros, dando al
asunto el escaso valor histórico acordado en
•suépoca. Mas tórnase imposible el silencio,
una vez que el tema sale de los dominios del
libro, para exhibirse haciéndose guerra sin tre-
gua al vencedor de Montevideo e Ituzaingó, en-
tre elogios resonantes al autor, y con ese vuelo
magistral que sabe imprimir la pluma de don
Juan Zorrilla de San Martín «gran poeta», co-
mo lo define el ilustre Unamuno en carta que
nos dirigiera el año pasado, «y no menos gran-
de abogado», que dedicó aquel su bellísimo
alegato que deslumbra, pero no convence.
Callar, después de la lectura del artículo del
señor Zorrilla aparecido en «El Siglo» el 17
del actual, sería dar pábulo y patente de le-
gítima acusación, a la afirmación del párrafo
siguiente:
«En cuanto al significado histórico de la fi-
gura de Alvear, «el documento nuevo, desco-
nocido, concluyente», que el joven investiga-
dor nos ha traído, es tan estupendo como
doloroso, aunque completamente confirma
nuestro criterio anterior. Uno quisiera no
haberlo conocido, porque nada causa una
sensación más desolante que el ver humear una
estrella. Yo no quisiera contribuir a apagar la
aún encendida del general que venció en Itu-
.

— 24 —
zaingó; pondría todo el óleo de mis más gene-
rosas atenuaciones en esa lámpara moribunda.
Pero en este caso, como en muchos otros ca-
sos, la historia más corriente en América, la
escrita «ad usum delpMni, nos ha colocado a
los orientales en la más dura de las alternati-
vas: o Artigas o Alvear. Uno de esos dos hom-
bres tiene que ser sacrificado; uno de ellos tie-
ne que ser malo, para que el otro no lo sea,
según esos funestos escritores. Y es sabido
que, para ellos, el malvado ha sido siempre Ar-
tigas, debelador de Alvear».
el

¿Para qué seguir su comentario? El vendrá


con todos los antecedentes y amplitud necesarios
en el tomo tercero de la «Historia de Alvear»
Por ahora, apuntaremos ligeramente las refe-
rencias que dan luz sobre el tema en cuestión,
y desaxitorizan las inculpaciones injustas so-
bre un procer que puso en holocausto sus
riquezas, sus títulos, su autoridad en un
período culminante de la historia argentina y
uruguaya.
Helos aquí: Durante el ostracismo de Alvear,
soportado entre calamidades y agravios de to-
do género, hubo de ser víctima en Eío Janeiro
de la persecución de los españoles. Estos no
solo creían que había faltado a la capitulación
de Montevideo, sino que, despechados por
haber revelado Alvear a don Manuel José Gar-
cía, diputado de Buenos Aires en aquella cor-
— 25 —
te, el plan de una expedición militar que logró
descubrir con esos ardides tan comunes en él,

tramado por los españoles para sorprender


allí

la plaza de Montevideo, con los trasportes


necesarios para conducir 1.500 emigrados de-
fendidos por la fragata «Soledad» y corbeta
«Abascal», fué reclamado por Vigodet y ame-
nazado de muerte por algunos exaltados. Tan
acosado se vio, que tuvo necesidad de refu-
giarse en un buque inglés, hasta obtener del
Eey don Juan su palabra de que no sería mo-
lestado en sus dominios. Para mayores males,
vino a establecerse en Montevideo, cuyo acer-
camiento a Buenos Aires produjo entre sus
enemigos políticos verdadera alarma, siendo
como era Alvear un antagonista terrible. Ful-
minaron contra su honor terribles acusaciones,
increpándole grandes faltas en su conducta
pública y desplegando el tema de
favorito
aquellos tiempos: atacar las de
reputaciones
sus enemigos, suponiéndolos complicados con
los españoles; calumnia cuyo veneno no deja-
ba de producir sus efectos entre la crédula
opinión. Y como era necesario quebrar el pres-
tigio que su nombre conservaba a pesar de to-
do, apelóse a la maniobra mencionada, comen-
tando una real orden forjada, firmada por el
Ministro español Eguía y publicada en la «Ga-
ceta» con los comentarios del caso. En ella
hacíase mérito de los servicios que Alvear es-
— 26 —
taba pronto a prestar a la causa realista y re-
comendábase al Virrey Pezuela lo auxiliase
con tal intento.
No satisfechos con este paso, publicaron
una falsa representación impresa también en
Buenos Aires con otros documentos, dirigida al
Ministro español Villalba en Eío Janeiro en
1815, vale decir, la misma representación o
Memorial que el señor Barbagelata publica en
su obra, como una sensacional primicia his-
tórica.
Déjase ver, por lo que ahora preténdese re-
vivir, la brecha que abriría a la reputación de
Alvear tan funesta maniobra, cuyas incul-
paciones obligáronle a una valiente defensa
pública que apareció en 1819 en un folleto
impreso en Montevideo por la imprenta Fede-
ral de los Carreras declarando completamente
apócrifo el citado documento.
Esta defensa lleva el siguiente título: «Re-
futación de la calumnia intentada contra don
Carlos Alvear inserta en la extraordinaria del
28 de Diciembre de 1818». La segunda parte
titúlase «Otras calumnias refutadas. Monte- —
video 18 de Marzo de 1919».
Además en la correspondencia epistolar
inédita que poseemos, cambiada con García,
hace algunas consideraciones sobre el asunto,
según se verá en los párrafos siguientes: «Ha-
brá usted visto la terrible filípica que ha ful-
— 27 —
minado contra mi don Julián Alvarez, comen-
tando una real orden, que prueba todo lo con-
trario de lo que trata de probar. Este ataque
ha sido inesperado por mí, porque a la verdad,
no he dado ningún motivo para ello, y el Go-
bierno sin dato alguno ha querido compren-
derme en los ataques que hacen a Carreras.
Yo contesté a la filípica por el adjunto papel
aunque no quería hacerlo; pero todos han creí-
do debía yo dar este paso. Desearía mereciese
su aprobación o, a lo menos, la disculpase». Y
refiriéndose al sonadodocumento de Barbage-
lata, agrega: «También han impreso una repre-
sentación que suponen hice yo a Villalba y
dicen que usted también lo ha hecho. Yo voy
a contestarla porque el autor que ha preten-
dido atribuirnos este «papelote», parte del su-
puesto que usted tenía poderes míos para tra-
tar con Villalba, cosa que es falsa, como usted
sabe. Después de cuatro años de destierro y
haberme sacrificado por patriota, salir don
Julián con que uno es godo, es realmente una
cosa capaz de hacer perder los estribos al hom-
bre de más sangre fría». Luego, en otra envián-
dole la refutación anunciada, dícele: «El Go-
bierno ha hecho imprimir en Buenos Aires, la
representación que vilmente me atribuyen.
He creído de mi deber contestar a esta calum-
nia del modo que usted verá por el adjunto
impreso».
— 28 —
«Esta es la única vez que contesto a todas
las acusacionesque quieren hacerme de un
modo tan injusto e impropio del honor de todo
gobierno. He pensado mucho sobre el modo
en que debía hablar de usted teniendo presen-
te su calidad de diputado del Gobierno. Espero
merecerá su aprobación, visto que algo era
preciso decir con respecto a usted, en virtud
que en la fingida representación se habla de
la misión de usted».
En la exposición pública de 1819 comenta
Alvear los párrafos principales de la represen-
tación, transcribiendo unas veces y analizando
otras sus términos. Después de extensas con-
sideraciones y antecedentes históricos muy
interesantes, termina negando la legitimidad
del documento, expresándose en los términos
siguientes: «El gobierno de Buenos Aires ha
hecho imprimir un Memorial forjado por mis
enemigos, en el que se estampa mi firma, ( ) :

con objeto de hacerme aparecer ante la Nación


como un desertor de la causa, vendido pérfi-
damente a los intereses de la antigua metró-
poli; constituyéndome en la odiosa necesidad
de vindicarme del modo que mi situación me

( i ). El texto de este artículo es el del incorporado


por su autor a su libro «La Patria Vieja». En el que pu-
blicó «El Siglo» de Montevideo, y que dio origen a mi
contestación, se deslizó un error tipográfico: en vez de
decirse «en el que se estampa mi firma» se decía allí «en el
que se estampa «sin firma». De esto se hablará después.
— 29 —
lo permite». «Jamás habría roto el silencio de
cuatro años, si pudiera guardarlo cuando se
trata de quitarme el honor y una reputación
adquirida a costa de servicios dignos de otra
recompensa. Hay proyectos que un hombre
solo no puede realizarlos por elevado que sea
su carácter. Tal es por su naturaleza el plan
que se me atribuye en la representación im-
presa. Traicionar la causa de la Nación que
acaba de proclamarse independiente, vender
cien pueblos que pelean por ser libres, no es
obra de un solo hombre; es un proyecto que
demanda el concurso de tropas, la aprobación
de autoridades, el silencio de las almas grandes
y una indiferencia lastimosa por parte de los
pueblos. Así es que para salvar este inconve-
niente, no temieron asegurar los autores de
aquel papel que los jefes militares y políticos,
estaban comprendidos en el complot infame
de entregar el país a los españoles. Entonces,
dice el libelo, «creí necesario acej)tar el mando
supremo, concentrar todas las fuerzas en la
capital poniendo al frente de los regimientos
los jefes de mi confianza y más propios para
coadyuvar mis esfuerzos».
«Y se tolera por los pueblos, agrega, y se
publica por el gobierno un insulto tan atroz
contra los primeros hombres, contra los pa-
triotas más comprometidos, contra los princi-
— 30 —
pales autores de la grandiosa revolución de
Sud América?
Prosigue en su defensa Alvear trayendo a
luz un cargo semejante, con motivo de haber-
se divulgado entre los españoles residentes en
Eío Janeiro, que Pueyrredón y sus secretarios
habían dirigido al Eey de España un memorial
excusando su conducta y pidiendo volver a
su gracia. El gobierno desmintió la especie en
la «Gaceta», antecedente que sirve a Alvear
para reprocharle un proceder tan distinto,
observado para con él. «Los españoles, dice,
forjaron en otro tiempo papeles supuestos pa-
ra hacer sospechosa la administración actual
y en la necesidad de evitar sus efectos, publicó
su falsedad en una de las Gacetas. ISTo es ex-
traño, pues, que usando de las mismas armas
intenten otra vez sembrar la desconfianza,
aumentar la discordia y privar a la patria de
la unidad y servicios de hombres que tan bien
1
le sirvieron en otro tiempo». í ).

(
i ). En la Eefutación que aquí se cita, y que, efecti-
vamente, fué publicada por Alvear en 1819, y reprodu-
cida, en 1901, en la colección chilena, aquel se defiende
diciendo que los mismos cargos que contra él se hacían,
fueron lanzados contra otros.
Muy conveniente hubiera sido, y muy interesante,
que el señor Rodríguez hubiera hecho conocer a sus
lectores los términos en que Alvear se expresa. Y pues
él no lo hizo, lo haré yo, para dar toda la eficacia a su
cita.
— 31

«El Memorial no tiene un hecho cierto, ni


una conjetura probable. Nadie lo vio ni lo
oyó de tantos patriotas que se hallaban en

Las palabras de Alvear son las siguientes:


«¿Quién no sabe que el actual Director, don Juan Mar-
tín Pueyrredon, siendo general del ejército del Perú,
recibió insinuaciones repetidas del general Goyeneche
para una transacción amigable con la metrópoli? ¿No
fueron convidados para lo mismo casi todos los gobier-
nos, desde la primera Junta, por los jefes españoles de
Montevideo, bástala rendición de la plaza? El general
Artigas, que acaba de fusilar en su campo al oficial don
Isidro Moreno por baberle llevado cartas seductoras
del Embajador español, ¿no ba sido mil veces solicita-
do por Vigodet y otros jefes para una composición? En la
Guía de Forasteros ¿no está su nombre en la lista de los
brigadieres de los ejércitos de España? ¿Bolívar, More-
los, y los principales caudillos de la América Septentrio-
nal ¿no fueron invitados a convenios pacíficos por cuan-
tos gobernantes mandó España a sostener la guerra en
aquellas comarcas del nuevo mundo? Y, con todo, no
hubo hasta ahora una lengua maldiciente que se atreviese
a tratar de traidores a la faz de los pueblos a tan ilustres
ciudadanos». (Colección de Historiadores y de Documen-
tos relativos a la Independencia de Cbile, Tomo VII,
pág. 283).
Este triunvirato de Artigas, Bolívar y llórelos, ofre-
cido por Alvear como el substractum de ilustres ciuda-
danos de América inaccesibles al ataque de las lenguas
maldicientes, no puede menos de bacer meditar a los
que aun dudan del carácter de Artigas.
Este, como se ve, figuraba, sin su anuencia, en la lis-
ta de los brigadieres españoles, según la Guía de Foras-
teros. El dato es nuevo también, y no carece de interés
pintoresco. Adviértase asi mismo que el General Alvear
habla del «General Artigas». Incurre en error; nunca
fué tal cosa el vencedor de las Piedras; jamás tuvo des-
pachos de General. Los de Coronel le fueron enviados
por Buenos Aires con una espada de honor, después de
esa su victoria de las Piedras; pero esos mismos fueron
devueltos a Sarratea en 1812.
Artigas no fué nada más que Artigas; no tuvo carrera.
— 32 —
Eío Janeiro. Ataca la reputación de un gene-
ral americano, que destruyendo en Montevi-
deo el último baluarte de la tiranía, dio a la
nación días de gloria y a sus enemigos un mo-
tivo de eterna persecución. Compromete la
fidelidad de los mejores ciudadanos que el go-
bierno está obligado a defender por principio
de solidaridad y justicia. Esto habría pensa-
do un gobierno justiciero e imparcial, para no
permitir la impresión de un libelo que solo
puede servir al desahogo de viles pasiones y
descrédito de la causa de la revolución, olvi-
dando las repetidas solicitudes que le dirigen
desde Eío Janeiro, en los momentos en que los
autores de supuesto memorial figuraban mi
viaje a España «a presentarme con mi familia
a S. M.» y me proclaman como «pérfido vendi-
do a la España».
T para terminar, véase aquí este párrafo
cuyas frases van recias cual dardos sobre sus
acusadores: «Yo me abandono a la justicia de
los pueblos y dejo a su decisión, si es posible
que un ciudadano que ha sacrificado su for-
tuna, su subsistencia y sosiego a la causa de
la independencia de su patria; que le ha hecho
servicios importantes, podrá jamás unirse a
los enemigos, ni tomar partido contra los in-
tereses de la libertad.... ¡Continúen en sus
intrigas y calumnias! ¡Qué me persigan! Yo no
_ 33 —
me prostituiré jamásdeshonor, y un día lle-
al
gará en que triunfe la inocencia contra la per-
secución; y los calumniadores quedarán cubier-
tos de oprobio e ignominia».
Hasta aquí la refutación de Alvear. Eéstanos
tan solo agregar dos palabras: Sea cual fuera
la argumentación que en lo sucesivo empleen
sus antagonistas y que no rebatiremos, sobre
la verdadera procedencia del documento repu-
diado por Alvear, no conseguirán jamás levan-
tar el peso de las consideraciones siguientes:
Primero: Que los españoles dueños del tes-
timonio irrecusable, no osaron desmentir las
públicas afirmaciones de Alvear, lo cual fácil-
mente pudieron conseguir si tenían la seguri-
dad de su legítima procedencia.
Segundo: Que ninguno de los historiadores
del Eío de la Plata, conociendo el asunto,
tomó en serio ni como arma de combate,
para herir su honor, la publicación del famoso
memorial, cuyo supuesto autor habíalo decla-
rado apócrifo. Y nótese tuvo entre ellos impug-
nadores de talla como los Maeso, De María,
Bauza, Eamírez, Acevedo, etc.
Tercero: Que el novel historiador, señor
Barbagelata, ha hecho una plancha formida-
ble al afirmar fuese desconocido el documen-
to, y cuya ignorancia sobre la existencia del
folleto publicado por Alvear produce verda-
dero asombro, tanto más, cuanto éste ha sido
— 34 —
reproducido en la «Colección de historiadores»
y documentos relativos a la Independencia de
Chile. Tomo VII, pág. 271.»

Buenos Airea, Enero 23 de 1915.


Sobre Historia Plateóse.

No es mi ánimo, al escribir estas líneas con


motivo del artículo de don Gregorio F. Eodrí-
guez, no es mi ánimo, ni mucho menos, el de sos-
tener una polémica con ese amable cultor de la
historia, a quien mucho debe ya la del Eío de la
Plata, y mucho estimamos los vindicadores de
la gloria de Artigas. Y tanto más estoy en el
caso de rehuir tal controversia, cuanto que el se-
ñor Eodríguez declara que no rebatirá lo que
se le diga aprop osito de su artículo, y promete
nuevos y amplios antecedentes relativos al
asunto, en un tercer tomo de su Historia de
Alvear. El asunto no es otro, como se sabe,
que el relativo a la figura histórica de este
ilustre procer argentino, del General Don Carlos
de Alvear, contra quien el señor Eodríguez me
supone en guerra sin cuartel, incurriendo en un
sensible error. Yo no he empeñado semejante
guerra, que sería insensata.
Me doy cuenta, pues, del deber que me im-
ponen las declaraciones del distinguido bió-
— 36 —
grafo de aquel hombre
y a la corte-
histórico;
sía que le me debo
a mi mismo, tengo
debo y
que agregar una suspensión, ya que no recti-
ficación, de mi juicio deñnitivo sobre aquel
asunto, en espera de los nuevos elementos que
se nos anuncian. Es sensible que estos no
hayan sido presentados en alguno de los
dos
primeros tomos del interesantísimo libro del
señor Eodríguez; allí tenían, al parecer, su
oportunidad, y el punto es de tal importancia,
que el hecho de no haberlos visto en esos dos
primeros tomos pudo habernos hecho creer,
como yo lo creí, que no debíamos esperar
mayores esclarecimientos.
Y es eso doblemente sensible para mí, por
que también yo estudio, y tengo en prensa, de
largos meses atrás, una segunda edición, am-
pliada, y lo más completa posible, de mi mo-
desta composición «La Epopeya de Artigas»,
y no se si me será dado esperar mucho tiempo
los prometidos nuevos elementos de juicio,
que, viniendo de quien vienen, no pueden me-
nos de ser interesantísimos. (').

(
i Esperé todo cuanto me fué posible, (más de un
).

año), y me
resolví, por fin, a enviar a Europa mis origi-
nales; pero no lo luce sin antes recurrir directamente al
señor Rodríguez en demanda de los nuevos informes,
que mucho deseaba, o de la promesa de ellos. Ni la pa-
labra autorizada de mi distinguido contrincante ni el
tercer tomo de su Historia de Alvear han llegado hasta
mí; pero he recibido, en cambio, reproducciones foto
— 37 —
No es que yo pretenda, al hablar de mi
trabajo literario, dar a ese mi libro una im-
portancia que no tiene; pero creo oportuno,
pues el señor Eodríguez lo considera digno de

atención, hablar de él, y, más que de él, de

los libros de su especie, para justificar su ca-


rácter y hacerlo perdonar.

gráficas de los documentos tachados de apócrifos; las


pedí al señor Barbagelata, y éste tuvo la gentileza de
mandármelas, no sin protestar de que lo hacía solo por
complacerme, y no por que aceptase la duda sobre su se-
riedad de historiador.
Aunque los documentos son muy legibles en la placa
y en el primer positivo, no lo serían en una nueva repro»
ducción, y tengo que renunciar a m
ipropósito de darlos
a conocer aquí en fac-simile fotográfico. Son los siguien-
tes:
1.°Nota íntegra suscrita por Villalba, y dirigida por
éste a S. E.don Pedro de Ceballos. Esta anotada en el
Archivo de Madrid con la advertencia «Muy reservada»,
y con el N.° 175. Consta do tres páginas.
Documento que acompaña al anterior, que lo
2.°
anuncia y es su complemento: 'Relación de la fuerza efec-
tiva de línea que tienen las Provincias del Río de la Plata
que están en insurrección. Es copia, autorizada por Vi-
llalba, del original firmado por «Carlos de Alvear.» He re-
cibido la primera y última páginas.
3.° Original del Memorial, suscrito por «Carlos de
Alvear» cuya firma se lee con toda nitidez y claridad;
un calígrafo puede estudiarla. Consta de siete páginas
de esmeradísima caligrafía. Es el tachado de apócrifo,
y lo he recibido íntegro.
4.° Reproducción íntegra 1 ota de Villalba a
Ceballos, que figura en el archivo con el N". 207, con el
que aquél remite el Memorial autógrafo de Al.
Las fotografías están en mi archivo, a disposición de
los estudiosos.
— 38

II

Es el mío un de vulgari-
libro apologético,
zación, que, como mío, no puede valer gran
cosa; pero si algo valiera, su mérito estaría
precisamente, me parece, en lo que para otros
es defecto.
Hay libros de historia destinados solo a
«probar los hechos», y los hay que solo tratan
de «exponerlos» metódica y amablemente; de
estos últimos es el mío. Todos ellos caben, o
mucho me equivoco, en la filosofía de la
historia y en la metodología; la primera se
refiere, como dice Flint, al nexo causal de los
hechos; la segunda estudia los procedimientos
«racionales y necesarios» para llegar a la ver-
dad, marca los caracteres y establece los lími-
tes del conocimiento en historia. ambos Y
autorizan, y hasta imponen, la forma bella,
personal, que puede ser varia y múltiple.
En las composiciones del género de la mo-
destísima mía, la prueba de la verdad está
sobre todo en el autor, que solo trasmite el
reflejo de su verdad interna; es la estructura
ósea, que solo se revela en el músculo vivo que
la recubre; es la cimbra que se reconoce solo
en la nitidez del arco. Esas obras pretenden
ser, ante todo, obras de arte; y el arte es belleza;
— 39 —
y la belleza es el esplendor de lo verdadero, se-
gún se ha dicho.
El señor Bodríguez insinúa en su hermoso
artículo ese pecado original de mi libro, que
yo confieso ¡ay! confundido; él me llama, con
el ilustre español Unamuno, «gran poeta». Y
ese predicado, que en otras circunstancias me
confundiría por lo honroso e inmerecido, en las
presentes me desautoriza un poco, efectiva-
mente, a los ojos de muchos seres humanos.
No diré yo que esa sea la intención del señor
Bodríguez al proclamarme ahora gran poeta;
pero si tal fuera su intento, no sería de cen-
surarse; es ese un recurso como cualquier otro
para enervar la fuerza de expansión de una
verdad, y no hay porqué tomarlo a mal en
quien juzga que la que él combate es nociva.
Solo se ocurre que es ese un recurso opuesto a
otro recurso; una poesía, en resumidas cuentas,
opuesta a otra poesía.
No todos los hombres ven en lo bello el es-
plendor de lo verdadero, efectivamente; los
hay, por el contrario, para quienes verdad y
belleza son cosas esencialmente contrapuestas,
y que recíprocamente se excluyen; la verdad,
para ser tal, ha de ser fea, tiene que habitar
en almas que no resuenen, ha de tener los ojos
sin pupilas. El mismo señor Bodríguez, que
no piensa así seguramente, en general, no está
distante de pensarlo con respecto a mi libro
— 40 —
«que deslumhra pero no convence», según su
expresiva frase. No puedo menos de agrade-
cérsela, sin embargo. Que no hubiera hecho
yo poco, si, realmente, hubiera conseguido
deslumbrar en este asunto de Artigas. El solo
llamar la atención sobre él, provocando un
examen razonado, es ya bastante. «Hiere pero
escucha».

III

Por que el señor Eodríguez olvida, al atri-


buir a solo un espíritu de rivalidad o antago-
nismo incomprensible, nuestro juicio sobre los
émulos de Artigas, olvida que los historiadores
de este lado del Plata estamos empeñados en
la dura empresa de vindicar el héroe más de-
primido y más injustamente vilipendiado de
nuestra América. ¿Qué no se ha dicho contra
ese hombre Artigas, a quien los Orientales,
movidos de una fuerza superior a nosotros
mismos, no podemos menos de amar? Es el se
ñor Eodríguez precisamente quien en Buenos
Aires ha afirmado, y en interesantísima polé-
mica ratificado y probado, que los Orientales
tenemos razón al ver en Artigas el verda-
dero fundador de nuestra Patria.
Y no se olvide que, para denostar y aniquilar
a ese fundador de una Patria, también se ha
echado mano, y muy especialmente, de la poe-
— 41 —
sía, del arte de las bellas formas, es decir, del
medio mas poderoso de penetrar en el entendi-
miento humano, y que no es otro que el de
mover la sensibilidad. Yo no puedo olvidar,
entre mucho de su especie, un hermoso grabado
de un libro do Historia en Imágenes, historia
argentina, publicado con ocasión del centenario
de Mayo. En esa estampa se ofrece a los niños
argentinos el cuadro de la batalla de las Pie-
dras. Y dice al «Eondeau en la Batalla de
pié:
las Piedras». Y allí está Eondeau, efectiva-
mente, caballero en brioso corcel, llevando una
pujante carga de caballería. Artigas, el pobre
Artigas, andaría a la sazón entre sus matre-
ros o facinerosos, por que su nombre no fué
ni siquiera pronunciado en aquella hermosísi-
ma conmemoración rioplatense, a la que los
Orientales adherimos con amor sincero, abso-
lutamente sincero, como no podíamos menos,
pues estamos convencidos de que es Artigas el
héroe primero de la revolución de Mayo. No
fué Eondeau, sin embargo, como todo el mun-
do sabe, sino Artigas, quien mandó la batalla
de las Piedras. Eondeau estaba muy lejos de
allí, el buen Eondeau.

¿Cómo rectificar ese error y los análogos,


tan numerosos y difundidos? ¿Cómo neutra-
lizar un esplendor, si ya no es con otro esplen-
dor? ¿Cómo no perdonárseme el poner al
servicio del héroe que, con todos mis conciuda-
— 42 —
danos, juzgo, con el mismo señor Bodríguez,

digno de nuestro culto cívico, lo poco o mucho


que pueda tener de luz en mi palabra interior?
Yo bien se que don Miguel de Unamuno me
ha llamado «poeta», con motivo de mi «Epope-
ya de Artigas»; me ha llamado así, no solo en
la carta particular que el señor Bodríguez ha
recibido de aquel ilustre profesor, según nos
dice, sino que lo ha repetido en varios estudios
que han visto la luz pública; pero Unamuno
hace esa afirmación, no para debilitar la fuer-
za de convicción o de verdad o de método que
pueda tener ese mi librejo; no para restarle
prestigio o mérito, sino todo lo contrario. «El
modo de hacer Zorrilla de San Martín su Ar-
tigas, dice en uno de esos estudios, en nada
se parece al modo de hacer Taine su Napoleón.
Taine era un crítico y un filósofo sistemático,
muy grande en su campo, pero no, en rigor,
un historiador. Zorrilla es, ante todo y sobre
todo, un poeta. ¿Y un historiador? Pacéceme
que con poesía se mejor a la verdad
llega
verdadera de la historia, que no con filosofía.
Michelet es más verdadero que Taine; no
depende de la documentación».
Así piensa Unamuno, cuya opinión, verda-
dera o errónea, pero siempre benevolente para
conmigo, solo cito como complemento o inter-
pretación de la que conocía sobre mi libro el
señor Bodríguez. Pero nada me ha consolado
— 43 —
tanto, lo debo confesar, en la angustia que me
produce a veces ese bendito predicado de «gran
poeta» con que se me honra cuando se habla
de mi Artigas precisamente, nada me ha hecho
confiar tanto en el perdón de mí pecado, como
lo que me dijo Menéndez y Pelayo, hoy ya
inmortalizado por la muerte, y que también
se ha publicado.
«Eecibí en Santander, me escribía el gran
crítico poco
español antes de morir, recibí
en Santander «La Epopeya de Artigas», que
es, en efecto, una verdadera epopeya en prosa,

una evocación histórica realizada por un gran


poeta. No tengo suficientes datos para juzgar
de aquel período crítico de la América del Sud,
y confieso que la lectura de los escritores ar-
gentinos, apasionadamente hostiles a Artigas,
había creado en mí una disposición desfavo-
rable al caudillo oriental. Pero creo que usted
ha adivinado su pensamiento político, y ha
conseguido poner en clara luz su extraña y
vigorosa personalidad».
Un que consigue desvanecer en un
poeta
espíritu comoel de Menéndez y Pelayo una
disposición creada en esa alma fuerte y recta
y verídica por los escritores todos de una na-
ción inteligentísima como la argentina, no
tiene por qué renegar de la luz, chica o grande,
que tiene encendida en el corazón. Que no en
valde dijo Pascal aquello de que «les grandes
_ 44 —
pensées viennent du coeur». Es eso muy verdad,
sobre todo en historia; los grandes pensamien-
tos, lasgrandes verdades salen del corazón de
los pueblos, no de los documentos, así sean
más venerables que la barba de Júpiter.
¿Me permitirá, según esto, el señor Rodrí-
guez, que dude al menos de su afirmación, se-
gún la cual mi pobre libro de poeta solo des-
lumbra, pero sin convencer? ¿Me permitirá
que, animado por esa ilusión, siga trabajando
en él «con amore», según dicen los músicos, en
la esperanza de devolver con él a ésta, a mi pa-
tria de Artigas, algo siquiera de lo mucho que
le debo, sin que por eso se me imputen insen-

satas malquerencias históricas ?


1

Yo bien me se que no puede faltar quien


atribuya las citas que acabo de hacer a inmo-
desta vanagloria de mi parte; pero no es así.
«¡Modestia! dice la insigne Teresa de Jesús....
la humildad es la verdad». Yo tengo necesi
dad de las citas que he hecho, no para mí sino
para mi verdad, que es amiga, buena amiga
de todos.

IV

]STó; que vindicamos la gloria de Artigas


los
no somos, ni queremos, ni debemos ser enemi-
gos de sus émulos; pero, como decía yo en el
artículo que provocó la culta e interesante in-
— 45 —
tervención del señor Bodríguez, nos encon-
tramos algunas veces en una alternativa for-
zosa, que no hemos creado nosotros, por cierto:
o Artigas o el otro. Este es el caso del esclare-
cido general don Carlos de Alvear. El mismo
Bodríguez, con ser, según he dicho, el más
generoso de los detractores del vencedor de
las Piedras, nos ha colocado en esa penosa
alternativa en el notable libro que debemos
a su inteligente labor.
Estoy, por lo tanto, en el deber de tratar
ese punto concreto: los actos del general Alvear
a que se refiere Hugo Barbagelata en el libro
que reclamó el aplauso que hube de tributar
a ese joven lleno de mérito, y que confirmo,
apesar de las objecciones del señor Bodríguez.
Será ese el asunto de un próximo artículo, por
que el presente es ya largo por demás; lo tra-
taré con las consideraciones que me impone la
naturaleza del tema: con el cuidado con que
se vendan las heridas.
Los Documentos.

Y entraremos, pues, en el fondo de nuestro


asunto pendiente: del que se refiere a la nove-
dad, a la autenticidad y a la importancia para
la historia platense,de los documentos sobre
el general Alvear que don Hugo Barbagelata
nos ofreció en su libro «Artigas y la Bevolu-
ción Americana», que yo aplaudí, y que el se-
ñor don Gregorio F. Bodríguez menospreció.
Este distinguido autor de la «Historia de
Alvear», afirma que los tales documentos no
son nuevos, que son apócrifos, y que, por lo
tanto, la investigación histórica nada les debe.
Afirmo yo, y por eso aplaudí el libro de
Barbagelata, que los tales papeles son nuevos,
que no son apócrifos, y que, según la metodo-
logía histórica, sirven para llegar a la verdad,
no tanto de Alvear, que ahora es solo ocasión
de más profundos estudios, cuanto de la
historia del Eío de la Plata, y de Artigas, su
figura protagonista.
— 48 —
Y es que más me importa
esto último lo
subrayar una vez más: el espíritu que nos
guía a los pósteros de ese Artigas, al empe-
ñarnos en poner en claro, por el análisis del
propósito de sus enemigos, el que abrigó aquel
hombre extraordinario, tan injustamente de-
nigrado por los que no lo conocen.
Sobre eso se ha engañado y se sigue enga-
ñando, por mala fe unas veces, por ignorancia
las más, al pueblo rioplatense.
Y es obra de misericordia enseñar al que no
sabe.
Eecordaba yo en mi último artículo una «lá-
mina docente» hecha para los niños argentinos,
en que se presentaba a Bondeau en la Batalla
de las Piedras. Ahora, en estos momentos pre-
cisamente, cae en mis manos el Prospecto de
una nueva obra didáctica que está por salir
a luz en Buenos Aires. Es el de un «Año Ar-
gentino». «Efemérides patrias para todos los
días del año». Bien impresa, lindos grabados,
profusión de retratos marginales. Allí figura-
rán los de todos los proceres argentinos. Todos
son gloriosos, como es natural, desde San
Martín hasta Güemes. Sea en buena hora....
Pero he aquí que en el mes de Setiembre, en-
tre los demás héroes, Soler, Fraga, Eicardo
Gutiérrez, nos sale al encuentro un retrato de
Artigas. Y dice: «1850. Muere en el Paraguay,
donde se refugiara en 1820, el famoso anar-
— 49 —
quista José Artigas, cuya escuela hizo prosé-
litosen el Eio de la Plata, retardando sus
pueblos en el camino de la cultura y civiliza-
ción por más de medio siglo».
¡No hay más calificativo que el de «famo-
so anarquista» para el vencedor de las Piedras!
El señor Eodríguez, historiador sincero y
honesto, que, con Mitre, cuya última opinión
nos ha revelado, ha reconocido en Artigas el
fundador verdadero de la Patria Oriental, bien
podría atribuir, pues, a algo más elevado que
a una rivalidad irracional, que no podemos
abrigar, este nuestro empeño en demostrar
que, si en la historia platense existen famosos
anarquistas, Artigas, el vencedor de San José
y Piedras, el demócrata inquebrantable,
las
la víctima precisamente del anarquismo, tan-
to urbano como campesino, no debe figurar
entre los tales enemigos de la civilización en
la enseñanza de la historia rioplatense.

II

¿Deben entonces figurar otros en ese sinies-


tro número, Alvear especialmente, puesto que
de él tratamos?
No sucederá eso por obra de los vindicadores
de Artigas, ciertamente; no publicaremos ja-
50

más el retrato del vencedor de Ituzaingó con

semejante mote como único rasgo distintivo.


Para levantar a Artigas no nos es necesario
deprimir a ningún héroe que los otros pueblos
hermanos quieran consagrar. Artigas no es
negación: es una afirmación gloriosa. Es el
héroe «de todos los argentinos», puesto que lo
es de la «independencia republicana autócto-
na», de la sentida y anhelada instintivamente
por estos pueblos, de la que, buena o mala,
hoy tenemos y glorificamos los americanos todos.
— —
¿Y los otros ? ¿Y Alvear? Alvear tiene su
1

puesto: es el vencedor de Ituzaingó. Pero pre-


ciso es confesarlo: no es el demócrata; no es
el creyente inquebrantable en el pueblo ame-

ricano; no es el hombre de verdad, absoluta-


mente sincero; no es el genio, el héroe conduc-
tor de un mensaje.
Y por eso tiene que chocar con quien lo es;
por eso Alvear, en sus tristes momentos de
duda, que pudo llegar a la apostasía, puede y
debe ofrecerse como el contraste de Artigas,
no para depresión de lo humano que hay en
las debilidades de aquél, sino para demostra-
ción de lo más que humano que el historiador
sociólogo no puede menos de advertir en el
alma fortísima de éste.
Uno de esos tristes momentos de duda, no
quiero decir de apostasía, de Alvear, del más
51

encarnizado rival de Artigas, es éste en que


nos han colocado los documentos publicados
por Barbagelata y controvertidos por Bodrí-
guez.

III.

El teniente don Carlos de Alvear ha llegado


de Europa, donde se ha formado desde niño,
en 1812. Se ha incorporado a la revolución de
1810; tiene 22 años; funda la «Logia Lautaro»,
núcleo de un partido político enemigo del es-
píritu democrático que encarna Artigas, pues
sus deliberaciones son secretas y sus tenden-
cias monárquicas; predomina en ese partido,
después de hacer una revolución; nombrado
«brigadier» por el Primer Director Supremo,
va con 1.500 hombres al sitio de Montevideo,
pendiente hace largo tiempo, cuando está por
terminar, y le toca entrar vencedor a la plaza
en 1814; la toma, no sólo contra los españoles,
sino contra los orientales de Artigas, a quienes
combate como a enemigos dignos de muerte,
y a quienes llega a imputar, como el mayor
delito, connivencias con los españoles; vuelve
a Buenos Aires, y es allí nombrado «Segundo
Director Supremo». Como tal, combate con
Artigas, que lo vence en el «Guayabo» y recu-
pera para los orientales la ciudad de Monte-
video. Pero Alvear, que gobierna despótica-
— 52 —
mente, dura en su puesto solo tres meses; en
Abril de 1815, es derrocado por el pueblo de
Buenos Aires que ha llamado a Artigas en su
auxilio, y huye en un barco inglés, y se refugia
en Eío Janeiro.
Es entonces cuando aparecen los célebres
documentos publicados por Barbagelata. Se-
gún estos, el enemigo de Artigas va a buscar
en Eío al señor Villalba, agente diplomático
español ante el rey de Portugal; conferencia
largamente con él, y deja en sus manos dos
papeles: un larguísimo «Memorial» en que se
declara subdito sumiso y leal del rey de Espa-
ña, y jura que en todo cuanto ha hecho en su
tierra no ha tenido más propósito que el de
conservarle estos sus legítimos dominios, y
una «Belaeión» detalladísima de todas las fuer-
zas que tienen las Provincias del Eío de la
Plata en insurrección. ¡La entrega a discreción
de la causa revolucionaria de América!
Barbagelata publica también la nota con
que Villalba, el ministro español en Eío, re-
mite a España esos papeles, «que Alvear le
ha entregado personalmente»; da cuenta a su
superior, el Ministro de Estado, de sus confe-
rencias «con ese sujeto»; le expone las razones
de por qué no lo ha perseguido, apesar de ser
incitado a ello por el mismo Gobierno portu-
gués, y le reseña lo hablado con él en las
conferencias habidas.
— 53

IV.

Todos esos papeles fueron declarados apó-


crifos por Alvear, dice el señor Bodriguez, y
no son nuevos, pues se publicaron en 1819. Y
promete probarlo más largamente en un nue-
vo tomo de su interesantísima «Historia de
Alvear».
Que sea en buena hora. ¡Ojalá la prueba que
eldistinguido historiógrafo nos ofrece, y que se
echa de menos en los dos tomos que conoce-
mos, aparezca llena de luz de sol! Nada más
simpático ni más noble que esa briosa defensa
de un hombre famoso, cuya memoria corre un
grave peligro. Ay de ella ¿no es verdad? ay
de su memoria y de la de todos los enemigos
del «anarquista» Artigas, si esos papeles no son
apócrifos!
Pero los que no hemos visto en esos docu-
mentos otra cosa que la confirmación de la
«verdad de Artigas» revelada en «la verdad de
sus émulos más conspicuos»; los que los en-
contramos concordantes con el carácter y los
hechos del personaje ilustre que los suscribe,
debemos probar que no hemos procedido del
ligero, cuando menos, al darles fe, y al atri-
buirles su importancia.
Yo, por mi parte, espero que la defensa que
nos anuncia el señor Bodriguez será más vi-
— 54 —
gorosa que la que nos adelanta en su artículo,
porque ésta es débilísima. Nos dice en ella que
el general Alvear tachó de falsos esos papeles
fraguados por sus enemigos políticos de en-
tonces. «El Gobierno, de Buenos Aires, dice
Airear, ha hecho imprimir un «Memorial», for-
jado por mis enemigos, en el que se estampan
«sin firma» con objeto de hacerme aparecer co-
mo un desertor, etc., etc.».
Pues bien: el «Memorial» que Barbagelata
nos ofrece no es el 'publicado en la prensa perió-
dica de Buenos Aires por enemigos políticos;
está incorporado al Archivo Histórico Nacio-
nal de Madrid, Papeles de Estado, Legajo
5843. Y no aparece sin firma; tiene al pie la
de «Carlos de Alvear». Es, sin duda alguna, el
documento original enviado por Villalba a su
ministro, como lo es la «Eelación de la fuerza
efectiva de línea que tienen las Provincias del Bío
de la Plata, que están en insurección» hallada
también por Barbagelata en aquel archivo. Es
lo entregado «personalmente» por Alvear a
x
Villalba y remitido por éste a su gobierno. ( ).

(1). El señor Rodríguez, en un interesante libro que


ha dado a luz con el título «La Patria Vieja» ha inclui-
do ese su bello artículo y el primero de los míos. No ha
publicado este segundo que ahora leemos; pero da cuen-
ta de él en estos términos:
«El doctor Zorrilla de San Martín, cumpliendo su
promesa, escribió otro artículo, refutando el nuestro,
y, al profundizar el asunto, llegó a la conclusión de que
55 —

V.

El señor Bodrígnez afirma que todo eso era


muy conocido; que estaba muy generalizado;
que, sin embargo, ninguno de los historiadores
del Eío de la Plata, Maeso, Bamírez, De-Ma-
ría, Bauza, Acevedo entre ellos, ha hecho mé-

debíanse desestimar las aseveracones de Alvear, y dar


fé al documento publicado por el señor Barbagelata,
fundando sus nuevas apreciaciones sobre un error de
impresión con que apareció nuestro artículo en «El
Siglo». En un párrafo de la refutación de Alvear dice
«El gobierno ha hecho imprimir un Memorial forjado
por mis enemigos, en el que se estampa sin firma etc.
Sustituyóse el pronombre «mí» por la preposición «sin»
cambio que daba al documento un concepto distinto
pues aparecía sin la firma de Alvear».
«Salvando el error por nosotros, vino a destruir com
pletamente la argumentación del distinguido colega
sugerida, como se comprende, por la adulteración ti
pográfica involuntaria».
Los lectores de este artículo observarán que sus con
clusiones no se fundan solo en ese error de imprenta
eso es accidental. En la copia fotográfica que tengo del
documento de Barbagelata se lee, efectivamente, con
toda nitidez, la firma original «Carlos de Alvear», con
su rúbrica correspondiente, lo mismo que la de Villalba.
Una falsificación, allá, en el archivo de Madrid, entre
los Papeles de Estado, es moralmente imposible, debe-
mos reconocerlo. La novedad, pues, del documento que
nos trajo el joven historiador uruguayo no está en el
documento mismo, sino en su origen. No es el publicado
en Buenos Aires, que hubiera podido ser fraguado y
dio ocasión al desmentido de Alvear; es el archivado en
el Archivo secreto de Madrid, y que no colocaron allí
los enemigos de Alvear sino los altos funcionarios espa-
ñoles, que no tenían para qué forjarlo, y archivarlo
forjado para la posteridad.
56

rito de tal cosa; que los mismos españoles se


callaron ante las refutaciones de Alvear. Muy
aventurado es suponer, me parece, tanto el
conocimiento de aquellos historiadores cuanto
la confesión del triunfo de la refutación de
Alvear deducida del silencio de los españoles.
La presunción racional nos impone todo lo
contrario; ni aquellos historiadores conocían
el asunto, lo que basta para dar a la publica-

ción de Barbagelata su novedad, ni los espa-


ñoles, una vez pasado el momento oportuno,
tenían por qué ni para qué empeñar una
polémica con el general Alvear. Desenterrar
un documento de entre viejas publicaciones
olvidadas vale tanto, me parece, como desente-
rrarlo de los archivos. Tan puede
inédito
considerarse uno como el otro; pero no es
el

tampoco el caso. La novedad del documento de


Barbagelata no está tanto en el documento
mismo cuanto en su origen, en el sitio en que
se encuentra.
¿Se fraguaron todos esos papeles y se archi-
varon apócrifos en el Archivo Nacional de
Madrid, entre los papeles de estado, para de-
belar la personalidad de Alvear, ya debelado
por sus propios compatriotas?
No parece verosímil.
No dudo de que el señor Barbagelata nos
enviará un «facsimile» fotográfico del docu-
mento; pero en todo caso, el «onus probandi»,
— 57 —
como dicen los juristas, la obligación de pro-
bar incumbe en este caso a quien afirma que
toda esa documentación es apócrifa; que fué
archivada [en el archivo secreto de Madrid
para calumniar a Alvear en los futuros siglos.
Esa afirmación no tiene más apoyo hasta
ahora que la palabra del general Alvear, y yo
me inclinaría a respetarla, si esa palabra es-

tuviera muy acreditada en la platense histo-


ria. Pero desgraciadamente no es así, como
todos sabemos; el general Alvear no fué siem-
pre verídico, preciso es confesarlo, aunque con
pena. El señor Eodríguez nos dice que tam-
bién se ha imputado a ese ilustre enemigo de
Artigas el haber violado la capitulación de
Montevideo que celebró con Vigodet el espa-
ñol; pero que aquél levantó tal imputación.
No la levantó, desgraciadamente; no la levan-
tó, aunque el decirlo nos cueste grande esfuer-
zo. Para la historia rioplatense es ese un punto
muy estudiado y definitivamente resuelto. Hoy
nadie cree que Vigodet, «por no haberse rati-

ficado la capitulación acordada con Alvear»,


comunicada por éste a su gobierno, dejóque el
vencedor se apoderara de la plaza «a discre-
ción». Hoy nadie cree en eso, pese a las refu-
taciones del general Alvear, en las que solo
predomina el énfasis.
Y mucho menos podemos
"
creerlo los que
vindicamos la verdad de Artigas. En esos mis-
— 58 —
mos momentos, cuando Alvear va a entrar en
Montevideo, escribe a Otorgues, el capitán de
Artigas más próximo, aquella célebre carta
que ojalá fuera también apócrifa.
Es de 7 de Junio de 1814:
«Mi estimado paisano y amigo: Nada me
será más lisonjero y satisfactorio que ver la
plaza de Montevideo en poder de mis paisanos
y no de los godos, a quienes haré eternamente
la guerra».
«Mándeme dos diputados que vengan a tra-
tar con los de Montevideo. Yo, por mi parte,
me obligo solemnemente a su cumplimiento,
protestándole por lo más sagrado que hay en
el cielo y la tierra de la sinceridad de mis sen-
timientos. Crea que la franqueza de mi alma
y la delicadezade mi honor no me permiten
contraerme a nimiedades. Que vengan luego,
los diputados, para concluir esta obra».
Y vino Otorgues, como sabemos, y Alvear,
entreteniéndolo con parlamentos, cargó sobre
él y lo hizo pedazos una y dos veces. ¡Y en qué
condiciones!
Y sobre estos sucesos, en
escribía después
las «Memorias» que nos ha hecho conocer el
señor Eodríguez precisamente en su inestima-
ble libro: «Artigas no vino, lo cual fué un
suceso feliz, porque a él no hubiera sido tan
fácil alucinarlo».
— 59 —

VI.

El señor Eodríguez tiene razón cuando afir-


ma que los enemigos políticos de Alvear en
Buenos Aires lo llenaron de injurias y de des-
crédito cuando éste cayó; ellos publicaron,
efectivamente, en «La Gaceta de Buenos Ai-
res» de 28 de Diciembre de 1818, una «Eeal
Orden» del gobierno español, en que se presen-
ta a Alvear y a Carrera en connivencias con
España.
Que sea apócrifa esa Eeal Orden, aunque
cueste concederlo; que también sea fraguada
contra Alvear por sus enemigos, que, por lo
visto, no le iban a zaga, según eso, en materia
de veracidad.
Pero ocurren los sucesos de 1820, poco des-
pués de las refutaciones de Alvear en 1819.
Alvear, unido a Carrera y Sarratea, concita
desde Montevideo a los caudillos provinciales,
no solo contra el gobierno de Buenos Aires,
sino también contra Artigas, que, inquebran-
table en su propósito de orden y conciliación,
no lia querido alianzas con esos que considera
los verdaderos anarquistas. Cae el gobierno
de Buenos Aires, y cae Artigas con él, traicio-
nado por los mismos debeladores del gobier-
no; viene el toletole de 1820; aquello sí que es
anarquía, no originada, por cierto, por el «fa-
— Go-

moso anarquista» Artigas. Todos quieren ser


allígobernadores, todos los enemigos de Arti-
gas, Alvear entre ellos, como es sabido. Y
sube, por fin, el general Martín Eodríguez al
poder, y se afirma en él.
¿Qué es entonces de la vida del general Airear?
Lo tenemos de nuevo de conspirador; está
de nuevo en Montevideo a la sombra del por-
tugués, que, estimulado y ayudado por Bue-
nos Aires, ha destruido a Artigas en larga y
sangrienta y desigual campaña, y se ha queda-
do con la Banda Oriental, que va a transfor-
mar en «Provincia Cisplatina» del reino de
Portugal.
El general Eodríguez se da cuenta entonces de
que ese rey portugués concitado contra Artigas
es el verdadero enemigo de la Patria, el aliado
natural de España, la amenaza de toda la in-
dependencia. Y Eodríguez ve algo más: ve que
ese enemigo tiene aliados interiores. Entre estos
está Alvear.
Eodríguez se dirige a Lecor, jefe del ejército
portugués y go ernador de la plaza de Mon-
tevideo conquistada por su rey, en esta nota
que acaba de hacernos conocer el doctor Pa-
lomeque:
«Iltmo. y Exmo. Señor:
«V. E. no ha quedado satisfecho con haber
hecho a las Provincias del Eío de la Plata el
grande insulto de apoderarse de un territorio
— 61 —
el más fecundo y el más considerado de esta
América, sino que ha querido además exten-
der el influjo de su poder a la Banda Occiden-
tal del Uruguay, y, por ese orden, agrandar
el imperio, por otra parte en decadencia, de su
amo el rey de Portugal».

«V. E., no pudiendo encontrar en el poder


de sus armas el apoyo suficiente, lo busca «en-
tre los partidarios de la anarquia», entre ese
número de hombres que Buenos Aires ha des-
pedido de su seno ......
«Este gobierno, continúa Eodríguez, «sabe
la inteligencia en que se ha puesto V. E. con
don Francisco Eamírez (el caudillo entrerria-
no que traicionó a Artigas unido a Alvear y
Carrera y Sarratea) y don Carlos de Alvear;
y no ignora tampoco que el resultado de ella
ha sido un solemne compromiso de coadyuvar
V. E. a las miras de aquellos extraviados so-
bre esta provincia, a trueque de dar a las armas
de V. E. la posesión de aquel hermoso terri-
torio».
He aquí que nos hallamos con otra denun-
cia de connivencias de Alvear con el extranjero,
de la misma naturaleza, aunque de bien distin-
guido origen, de la documentada por Barba-
gelata.
¿Será también apócrifa? Puede ser; procede,
es verdad, de nuevos enemigos de Alvear, que
— 62 —
los turo en todas partes, como se Te, sobie todo
entre sus propios coterráneos; pero ella no es
publicada para engañar a los pueblos; esa
denuncia es hecha a Lecor, el portugués, el
cómplice. Y nadie mejor que este podía saber
si lo que afirmaba el Gobierno de Buenos Ai-

res era o no verdad.


Pueda el señor Bodríguez desvanecer plena-
mente toda sospecha, que para eso le ofrezco
algunos de sus fundamentos. Pero baste lo di-
cho, que podría extenderse mucho más, para
atenuar siquiera la gravedad del cargo de poe-
ta, gran poeta, excelso poeta, con el cual, aunque
sin mala intención, debo crerlo, se me suele
favorecer, cuando procuro proyectar la figura
inmune de Artigas sobre el fondo en que debe
proyectarse: sobre la oscuridad de los excepti-
cismos y negaciones, mas o menos disculpables
si se quiere, pero no por eso dignos de aplauso,

de los hombres famosos que fueron sus rivales,


y a quienes, si no la plena glorificación del
héroe, acordaremos siempre las atenuaciones
del caso, y aún la parte de gloria que corres-
ponde a los miembros activos de una genera-
ción gloriosa.
DENUESTOS CONTRA ARTIGAS
Se ha celebrado, pues, dignamente, en la
Bepública Argentina, el centenario del glorio-
so congreso de tuctjmán, que, el 9 de Julio
de 1816, declaró la independencia de las pro-
vincias UNIDAS DEL RIO DE LA PLATA; las
solemnidades han terminado; se han descolgado
las banderas, enfundado los instrumentos mu-
sicales, y retirado a sus casas los embajadores
extranjeros. Los que lo fueron nuestros, por-
tadores del más cordial y afectuoso de los
saludos, están ya de vuelta, y puedo, por fin,
sin perturbar las alegrías de la fiesta, cumplir
con el deber que me pareció imponérseme
desde el primer momento en que estalló un
brulote, o cosa así, lanzado a deshora, sin ton
ni son, en medio de aquellas alegrías, por un
semanario de Buenos Aires, que también se
vocea y se compra en Montevideo. La tal má-
quina infernal, que todavía da que hablar con
indignación entre nosotros, no es otra cosa
que la reimpresión de una monografía que,
en hora menguada, escribió mi ilustre amigo
don Pablo Groussac sobre el Congreso de Tu-
cumán, hermosísima de estilo, como todo lo
suyo, pero desgraciadísima de inspiración y
propósito.
— 66 —
El reputado director de la Biblioteca nacio-
nal de Buenos Aires describe allí, con muchos
«toques de realidad», según él dice, el ambiente
local de Tucumán en el momento en que se
realiza la memorable asamblea de las provin-
cias unidas, y.... ¡unidas! exclama con ese
motivo ¡las provincias «unidas»!
No hay tales provincias unidas, pese al tex-
to de la declaratoria que corre por esos mun-
dos en gloriosos fac-símiles.
«No mencionaremos, dice, a las que habla-
ban en aunará o guaraní, y, no debiendo su
incorporación más que la soldadura ficticia
del virreinato, tenían, ¡gracias a Dios¡ que
disgregarse solas. De
realmente hermanas
las
por la raza y la historia, habíanse retirado al
pronto las cuatro laterales, para agruparse
EN TORNO DE UN CAUDILLO DE CHIRIPÁ, GAU-
DERIO OBLÍCUO Y FELINO, A QUIEN UN PATRIO-
TISMO REZAGADO TRIBUTA A ESTAS HORAS UN
CULTO DEGRADANTE, SI BIEN DESTINADO A
DESAPARECER BAJO UNA PRÓXIMA OLEADA DE
civilización. Ál otro extremo del territorio,
Salta y Jujuy sufrían también la ley del cau-
dillaje, AUNQUE ENNOBLECIDO POR SU BANDE-
RA DE RESISTENCIA AL INVASOR. La EÍOJa y
Santiago se preparaban a inaugurar la era de
los sangrientos atropellos. Córdoba misma, la
de las borlas y cofradías, había cedido a la
atracción del desquicio artiguista; y, cuan-
— 67 —
do reaccionó en parte, enviando a Tucumán
sus diputados, fué para constituirlos en foco
de propaganda «federaticia» y agentes de
perturbación».
Eso era, pues, lo que no estaba, según el ilustre

historiógrafo, en aquel congreso. ¿Que era


entonces lo que estaba, para poder llamarlo
congreso de la nación argentina?
«Contra esas primeras tendencias refracta-
rias a la nacionalidad, continúa, hallábase
casi sola Buenos Aires, la capital histórica
del virreinato y cuna gloriosa de la emanci-
pación, con su preponderancia natural en
población, riquezas, iniciativas y actividades
múltiples».
Ella fué bastante, sin embargo. Aquel con-
greso sin ella no era nada, en resumidas cuen-
tas. «Como nave inmovilizada por las calmas
ecuatoriales, dice Groussac, pasaba las horas
y los meses en ergotismos o discusiones ocio-
sas, cuando, por fin, una nueva comunicación
de Buenos Aires sobre renuncia del director
supremo interino encareció la urgencia de
designar al titular... Y fué elegido, puede de-
cirse por unanimidad, el general don Juan
Martín de Pueyrredón, hermoso ejemplar de
la alta burguesía porteña, valiente, ponde-
rado, tan elegante en lo moral como en lo fí-
sico, caballero bajo todos los cuatro costados».
— 68 —
He ahí, pues, el contraste del gaucho de
chiripá, felino, en torno del cual seagrupaba
la masa popular.
«Esa acertadísima elección, continúa Grous-
sac,que era la única que podía salvar al país,
rescataba, en verdad, muchas de las sesiones
de modorra o plática insubstancial».
Solo entonces comenzó, pues, aquella asam-
blea a hacer algo de provecho; sus discusiones
eran contradictorias; pero a las palabras ab-
surdas solían corresponder actos sensatos, y
sus votaciones, que eran el promedio, resulta-
ban felices. «Ella se puso de manifiesto en las
tres resoluciones primordiales: el nombramien-
to de Director Supremo, la Declaratoria de
Independencia y el debate sobre forma de go-
bierno».
«Aquellos actos memorables fueron más o
menos resistidos por los grupos disidentes del
congreso. Llegado el momento de la votación,
LA FIRME Y PATRIÓTICA ACTITUD DE BUENOS
AIRES ARRASTRÓ UNA MAYORÍA QUE, EN LAS
DOS PRIMERAS CUESTIONES AL MENOS, EQUIVA-
LÍA A LA UNANIMIDAD».
En cuanto a la tercera, a la forma de gobier-
no, predominaba el pensamiento de Bel-
allí

grano, que quería la monarquía de un indio


americano; los más de los diputados provincia-
les se mostraban individualmente propicios
a semejante extravagancia, y el congreso en
— 69 —
general permanecía fluctuante; pero «de repen-
te SOLIDIFICÓSE UNA MAYORÍA DE PROTESTA
A LA VOZ CONMOVIDA DE FRAY JUSTO DE SANTA
MARÍA DE ORO, EL GRAN RECOLETO DOMÍNICO,
A QUIEN SU CIUDAD NATAL, GLORIFICANDO
MERECIDAMENTE LA SANTIDAD AL PAR DEL
GENIO, HA ERIGIDO UNA ESTATUA TAN ALTA
COMO LA DE SARMIENTO. No SOLO QUEDABA
ENTERRADA LA MONARQUÍA INDIANA, SINO
FUNDADO EL CONCEPTO INCONMOVIBLE DE LA
REPÚBLICA».
He ahí, pues, la estupenda monografía del
Director de la Biblioteca Nacional de Buenos
Aires, profesor de grande autoridad, que, no
sin causa, ha producido tan mala impresión
entre nosotros, los hijos de la patria de Arti-
gas.

II

En ese concepto sobre el Congreso de Tuc ti-


man el menos avisado verá surgir dos intere-
santes cuestiones, pues: la de saber si efecti-
vamente lo que de allí salió no fué la inspira-
ción o el triunfo de la nación argentina, sino
la de la alta burguesía de la Capital
colonial, y la de establecer si Artigas, que
efectivamente arrastraba aquella nación en su
inmensa mayoría, era realmente un caudillo
de chiripá, y su causa la de la barbarie y la
— 70 —
anarquía. A eso puede y debe agregarse una
tercera que repre-
incógnita: la de saber lo
sentaba ese Fray Justo de Santa María de Oro,
a cuya voz conmovida se solidificó la mayoría
fluctuante del Congreso.
La primera de esas soluciones parece corres-
ponder principalmente a nuestros hermanos
de allende el Plata; la segunda es la que nos
atañe a nosotros principalmente, a los orien-
tales, que,ante la durísima agresión, no pode-
mos menos de llevarnos la mano a la aleve
herida que recibimos en el pecho; a los que
hemos predicado, sobre todo, el culto a Arti-
gas, como el más puro de los cultos naciona-
les, y el más noble de los deberes del pueblo
uruguayo.
ÍTo es esto decir que, dada la comunidad de
la historia platense, no pudiéramos también
nosotros hablar algo sobre el primero de aque-
llospuntos; pero esa causa, la de demostrar
que no fué sólo Buenos Aires la que hizo la
patria republicana en Tucumán, ha tenido y
tiene sus sostenedores en los propios argenti-
nos; estos han demostrado, me parece, que no
fué de Buenos Aires de donde partió hacia las
provincias la riqueza y la fuerza, sino que, por
el contrario, fueron las provincias quienes
enriquecieron, no solo material, sino moral e
intelectualmente, la capital; que fueron ellas
EL VERDADERO FERMENTO DE LA NACTONALI-
— 71 —
dad y sobre todo federal; que
republicana,
Buenos Aires era y debía ser de todos, por
consiguiente, y no todos de buenos aires.
Pero conviene advertir aqui algo que salta
a la vista: los pensadores argentinos que tal
postulado sostengan caerán, insensible pero
fatalmente, en artiguismo, que así se lla-
el

mó esa causa, y la llama el mismo Groussac


al decir « anarquía artiguista ». Si reniegan de
Artigas; si consienten en que éste no baya sido
otra cosa que un gaucbo felino, y su causa una
barbarie, fatalmente, necesariamente, caerán en
la tesis de Groussac: la república argentina no
es obra del pueblo, sino casi exclusivamente
de la alta burguesía, no del pueblo tam-
poco, de la capital colonial. Sosteniendo, pues,
en el honor de Artigas, nuestro decoro y nuestra
misión histórica en el Plata, y aún en América,
tomamos la defensa del honor común de orien-
tales y occidentales del Uruguay injustamente
agredido.

III

Pues bien: el hombre que, según lo dice


Groussac, y es verdad, congregó en torno suyo
todo lo que no fué al Congreso de Tucumán
y gran mayoría de lo que fué, no era ni po-
la
día serun caudillo de chiriiDá. Llamar degra-
dante, nada menos que degradante, al culto
!

— 72 —
que le rinde un pueblo unánime, tras larga
gestación del sentimiento nacional, pasa la
raya de lo discreto; mi ilustre amigo me per-
mitirá de inconsiderado e irrespe-
calificarlo
tuoso, cuando menos. Esas palabras gruesas,
como dicen los franceses, son las que provocan
las represalias duras, los «más eres tú» de los
no preparados a la rectificación razonada, las
irracionales antipatías entre pueblos que de-
ben amarse. Y son los fuertes de la inteligen-
ligencia, y, sobre todo, de la palabra, los en-
cargados de atenuar, en vez de atizar, tales
instintivos movimientos en las naciones. Dice
Víctor Hugo que la paz y la felicidad sólo lle-
garán cuando llegue el momento «ou tous
CEUX QUI SONT FORTS AURONT PEUR DE LETJR
forcé ». Groussac es fuerte. ¡Cuidado con su
fuerza
Nó, no es una degeneración condenada a
desaparecer el culto que
pueblo oriental el

tributa a Artigas; lo que parece que tie-


sí me
ne algo del gesto de un aparecido es la actitud
de mi ilustre amigo; me parece verlo descen-
der de un lienzo del Greco o de Panto ja, con
golilla, talabarte de terciopelo y mangas acu-
chilladas, cuando lo veo denostar con los vie-
jos denuestos al héroe de Las Piedras. Nada
ha pasado para él, al parecer, desde que Mitre
y López, a quienes reproduce casi literalmente,
escribieron sus mentirosas historias.
— 73 —
Se lia estudiado mucho, sin embargo; se han.
alumbrado con lámparas los secretos de las
tinieblas. No
son solo los orientales los que,
tras serios estudios y controversias que Grous-
sac no puede ignorar, han cimentado sobre
palabras duras como granito el monumento a
Artigas que levantan para los hombres futu-
ros; la América entera ha iniciado ya la revi-
sión del proceso de iniquidad; el mismo Mitre
acabó borrando muchas de las páginas de su
historia, cuando, en 1881, escribía: «Artigas
es el fundador de la patria oriental; so habla
de él sin conocerlo; es un enigma que está
aún por descifrar».
Hoy el enigma está plenamente descifrado,
pues la calumnia de que un localismo ciego y
sin contradictores lo hizo objeto, está plena-
mente aniquilada. Artigas, no solo no es el
gaucho felino de la vieja leyenda proterva,
sino que, a la vista del sociólogo, aparece co-
mo el genio autóctono de la revolución de
América, como la quinta esencia de su noble
espíritu triunfante. No solo no hace sombra
a ninguno de sus héroes, sino que en él todos
se funden y engrandecen en una constelación
de gloria, todos: lo mismo los excelsos, como
San Martín y Bolívar y O' Higgins, que los
otros agentes, secundarios pero esenciales, de
la emancipación americana, de que es tipo el
— 74 —
amable y elegante caballero elegido Director
Supremo por el Congreso de Tnciimán.
En la somera forma consentida por esta rec-
tificación, sepamos, pues, algo de eso: lo que
era la persona de Artigas, y lo que era su
causa: la llamada «artiguismo», por la historia
del Plata.

IV

Siguiendo nomenclatura o clasificación


la
zoológica de Groussac, digamos que, si Puey-
rredon era «un hermoso ejemplar de la alta
burguesía porteña», Artigas lo fué de la mon-
tevideana, no sé si tan suntuosa, acaso no,
pero tan bien nacida como aquella, y tan

llena de carácter y de interés como la intere-


santísima tucumana.
«Y si vos sois caballero».... caballero también
era aquel nieto de uno de los hidalgos funda-
dores de Montevideo, hijo predilecto y alba-
cea de su padre, caballero también a carta
cabal. Si no en la Universidad de Charcas, co-
mo los togados que tantos dolores de cabeza
dieron a la revolución con sus resabios realis-
tas, Artigas recibió una regular educación en
su democrática ciudad fuerte, en que el con-
vento de los franciscanos patriotas era el úni-
co centro de ilustración felizmente. Escribía
bastante bien; (ahí están sus manuscritos a
.
75

disposición del señor Groussac) redactaba con


un estilo propio que nadie confunde; hablaba
noblemente, con un acento que, según dice
Vedia, «no tenía nada de gauchesco», y con
modales que, según afirma el inglés Eobert-
son, «eran los de un hombre realmente bien
educado». Era reposado, afectuoso; fué siem-
pre muy humano, muy humano sobre todo, el
más humano de los soldados de la indepen-
dencia americana.
¿Y elegante? Pues también elegante, ya que
así lo desea mi ilustre amigo; también elegan-
te, aunque quizá, lo confieso, no tanto como
Pueyrredón, que, efectivamente, no tenía rival
en ^elegancia. Artigas perteneció a la juventud
más culta de Montevideo; vestía de frac o de
chaquetilla de alamares en el pecho y de pino
en la espalda, que solo dejó, en la ciudad, para
llevar la azul de teniente de blandengues en
el ejército español, de que fué oficial distin-
guidísimo. Su foja de señalados servicios está
escrita, a disposición del señor Groussac, como
lo está la exposición de don Félix de Azara, el
sabio más ilustre del Plata colonial, en la que
pide al rey le designe al teniente Artigas, a
Artigas precisamente, como compañero y co-
laborado/ de sus trabajos científicos. También
está escrita la solicitud de los hacendados que
reclaman a Artigas como la sola garantía de
orden y seguridad para sus vidas y bienes, y
— 76 —
se cotizan para remunerar munífic amenté sus
servicios; lo está asimismo la exposición de
Mariano Moreno, que indica a Artigas y a Ron-
deau como los dos hombres distinguidos de la
Banda Oriental al estallar la revolución de
Mayo; y nadie ignora que el triunvirato regala
al primero una espada de honor como premio
de su triunfo en Las Piedras... Cuando digo
que todo eso, y muchísimo más, «está escrito»,
quiero decir que estoy dispuesto a probar, con
todos los documentos y pragmáticas, y en jui-
cio público contradictorio con quien quiera
desee sostenerlo, que el general Artigas, «nues-
tro general del Xorte» como le llamaba el triun-
virato bonaerense, (yo nunca le llamo «general»
porque no fué tal cosa), no era un caudillo de
chiripá.
Bien es cierto que él no podía decir, como
Pueyrredón, «soy de la patria de Enrique IV»,
el glorioso rey francés. Artigas era, efectiva-
mente, «un criollo», un nieto de españoles,
segunda generación de americanos...

Ah, es usted andaluz, decía a una perso-
na, que efectivamente lo era, una señora de
buena sociedad. Entonces debe usted tocar la
guitarra ....
— ¿Pero cree usted, señora, contestaba el

interpelado, que todos los andaluces somos


barberos?
— 77 —
ÍTó; ni todos los hombres son gau-
criollos
chos o gauderios, ni todas las mujeres sevi-
llanas gastan navaja en la liga, ni el héroe de
las Piedras vestía de chiripá. ISTo quepa duda
alguna al señor Groussac: Artigas no ves ía
chiripá.

Pero hagamos digno director de la biblio-


al
teca de Buenos Aires todo el favor posible:
no es un chiripá material, de bayeta colorada y
culero de cuero de carpincho, el que ha visto
en Artigas; lo que ha querido decir es que la
causa de éste, el artiguismo, era un espíritu
salvaje, indócil, disolvente, contrario al que
engendró la independencia democrática pro-
clamada en Tucumán.
Pues bien: eso, que se ha enseñado y se en-
seña a los niños argentinos, y que ellos repiten
cuando ya no son niños, no es la verdad; es
todo lo contario; es tan erróneo como ense-
ñarles que fué Eondeau quien dio la batalla
de las Piedras, por ejemplo, o que la bandera
tricolor de Artigas era enemiga de la bicolor
de Belgrano, u otras cosas de ese jaez que co-
rren todavía por allá.
Llega aquí, pues, el oportuno momento de
examinar el tercero de los puntos que indicamos
al principio: lo que represensaba, en el Congreso
— 78 —
de Tucumán, ese Fray Justo de Santa María
de Oro, que, según Groussac, fué, en aquella
gloriosa asamblea, el genio salvador de la in-
dependencia.
ÍTo es exacto, en primer lugar, que ese ilus-
tre frailehaya solidificado allí una mayo-
ría REPUBLICANA DE PROTESTA CONTRA LA
monarquía indiana; lo que hizo, y está escri-
to (en su nota al Cabildo de San Juan el 26 de
Agosto de 1816 sobre todo) fué oponerse a
LA ADOPCIÓN DE UNA RESOLUCIÓN SOBRE FOR-
MA de gobeerno, que él veía reñir, y que
Buenos Aires especialmente quería fuese la
monárquica; fray Justo de Santa María se
opuso a ello, sosteniendo que «sin la necesi-
RIA CONCURRENCIA DE TODAS LAS PROVINCIAS
SERÍA EXTEMPORÁNEA Y VICIOSA LA DISCUSIÓN
SOBRE FORMA DE GOBIERNO».
Esa fué su actitud, toda su actitud, osten-
sible cuando menos, que le valió la exclusión
de aquel congreso.
Pues bien: eso, la intervención de todas las
provincias en la resolución de los destinos de
la nación americana, contra la tendencia de
la alta burguesía porteña, que se atribuía
tal derecho, eso es lo que se llama artiguismo
en la historia del Eío de la Plata, y ese el solo
fundamento sociológico de la «nueva y glo-
riosa nación» que se levantaba entonces y hoy
— 79 —
existe: la nación hispano - americana demo-
crática.
Fray Justo fué el órgano honrado de ese
pensamiento en el Congreso de Tucumán; pero
nada hubiera sido la palabra de aquel inerme
fraile, que hubo de retirarse al fin del Congreso

y desaparecer de la escena, como hemos dicho,


si, detrás de él, no hubiera estado la entidad

plena, fuerte, permanente, pensamiento y ac-


ción, que, con aquella bandera, congregaba
y daba cohesión a los pueblos, y los apercibía
a la instintiva defensa de su persona colecti-
va. Esa entidad no puede confundirse con nin-
guna en la historia del Plata; era una sola. Eso
fué Artigas. Búsquese otro, y no se le encon-
trará.
Esa causa artiguista, que se viste de cogulla
dominica en Fray Justo de Santa María, el
sanjuanino, y de veste eclesiástica en su her-
mano gemelo don Dámaso Larrañaga, el orien-
tal, y de frac colonial, quizá, en Mariano Mo-

reno, el malogrado joven porteño, pudo tam-


bién vestirse de chiripá, en los héroes perso-
nales o anónimos, de que Güemes es el tipo
excelso, que lucharon y murieron por la patria,
y que, antes que de menosprecio, son dignos
de gloria; pero en el fondo de todas las apa-
riencias, de todos los «trajes», como diría Car-
lyle, el sociólogo distingue perfectamente la

realidad profunda, permanente, el núcleo vi-


— 80 —
yo, encarnado en un carácter, en un hombre
fuerte, inspirado, inmóvil como una estrella fija.
No que la causa
es exacto, adviértase bien,
monárquica haya muerto, y democrática
la
republicana triunfado, a la voz del gran fraile
artiguista en el Congreso de Tucumán; el
Congreso, lo mismo que la alta burguesía de
Buenos Aires, con Pueyrredón a la cabeza,
CONTINUARON TAN MONÁRQUICOS DESPUÉS DE
DESAPARECER FRAY JUSTO COMO ANTES DE
HABER ESTE APARECIDO Y HABLADO EN AQUELLA
asamblea; no la monarquía indiana de Bel-
grano, en que, pese a su extravagancia, se dis-
tingue al menos el ánimo de romper todo
vínculo con el dominio europeo, pero la di-

nastía de Orleans o de Braganza, y aun la¿


misma borbónica de España, fueron, como es
sabido, la sola solución anhelada honrada-
mente, es cierto, con plena buena fé, por aque-
llos hombres de bien, dignos de glorificación,
pero que solo veían las engañosas apariencias.
«El solo verdadero demócrata del Eío de la
Plata, se dijo en 1818, en el Congreso de Esta-
dos Unidos, es el bravo y caballeresco repu-
blicano general Artigas».
Esa frase del diputado Smith, de Maryland,
tan distinta de la de Groussac, tenía su funda-
mento. Artigas adhirió a la revolución de Ma-
yo, como jefe de los Orientales; se sometió con
ellos a la dirección de los iniciadores del gran
81

movimiento en Buenos Aires, en el concepto


de que este lo era de independencia y sobe-
ranía de los pueblos; dio a la revolución
la victoria de Las Piedras; fué reconocido
por el triunvirato bonaerense como «nuestro
general del y elogiado y condecora-
Norte»,
do... Pero llegó el momento en que, en 1813,
Artigas, unido a sus conciudadanos en un con-
greso memorable, dio forma al principio vital,
al mismo que, tres años después, había de pro-
clamar, en Tucumán, Fray Justo de Santa María
de Oro: el principio democrático republicano,
con exclusión de todo dominio monárquico
europeo; la declaratoria de independencia de
estas colonias. Y, desde ese momento, «nuestro
general del Norte» se transforma en un cau-
dillo de chiripá, en un gauderio felino digno
de muerte.
Los diputados que aquel congreso oriental qui-
so enviar al de Buenos Aires, hombres tan escla-
recidos como los que constituían el de Tucumán,
por cierto, fueron rechazados, como lo fué, en
resumidas cuentas, Fray Justo de Santa María.
Fué ese el triunfo de la alta burguesía.
¿Y sabe mi distinguido amigo por qué fue-
ron rechazados el ilustre Larrañaga y sus com-
pañeros del Congreso de Buenos Aires de 1813?
El señor Groussac habla con ironía del man-
dato que «el pueblo» confería a los diputados
de Tucumán; nos habla con ironía de «cómo se
— . 82 —
computarían por allá los sufragios » que se
dieron de palabra ....
Pues bien: los diputados orientales fueron
rechazados en Buenos Aires porque «el man-
dato del pueblo oriental que llevaban tenía
defectos en la forma de la elección».
Como al Congreso de Buenos Aires, Artigas
hubiera querido enviar al de Tucumán los
representantes del pueblo uruguayo que presi-
dia. El presbítero Larrañaga hubiera estado
en Tucumán , seguramente con todos sus
,

compañeros orientales, y de acuerdo con sus


instrucciones, al lado de Fray Justo de San-
ta María; hubiera reclamado, con el ilustre
fraile sanjuanino, su hermano, lo que éste re-
clamaba y fué su gloria: la representación de
las provincias todas en la resolución sobre
forma de gobierno.
Y eso no era aceptado; no lo fué, ni lo sería
nunca por la alta burguesía de la capital.
He ahí, pues, por qué Artigas, que no deseó
otra cosa que incorporar los representantes de
su pueblo a los congresos de las Provincias
Unidas, pero que no quiso hacerlo sin antes
obtener para todas ellas, para la Oriental es-
pecialmente, el reconocimiento de entidades
capaces de derechos, fué considerado por aque-
lla burguesía como un genio infernal, según
la frase de Pueyrredón. Artigas, suplicante
unas veces, amenazante otras, razonado siem-
— 83 —
pre, pedía lo que el criterio más elemental
aconsejaba: que se buscase la resultante ra-
zonable de todas aquellas fuerzas sociológi-
cas.El no negó jamás a la ciudad de Buenos
Aires puesto natural de centro de aquel
su
organismo en gestación; pero quería que el
predominio de su alta burguesía no fuera
absoluto, irritante; que no matase, sobre todo, en
la célula popular, aniquilada por su soberbio
absolutismo, el germen vital de aquella demo-
cracia en gestación laboriosa.
No pudo ser ... no podía ser. Sus insisten-
.

cias en esa propuesta sensata, cada vez que a


él se recurría, eran calificadas de actos de re-
belión, de indocilidad, de exigencias indignas
de ser atendidas, de antiporteñismo que él
nunca abrigó, de crimen, por fin, digno de
muerte.
Y Artigas aceptó la muerte, la inmolación
de todo su pueblo; pero no la apostasia del
dogma de que Fray Justo de Santa María de
Oro fué el órgano genial en Tucumán, y de que
aquel hombre iluminado, aquel hombre Ar-
tigas, fué profético depositario.
Con salvando la democracia,
esa bandera,
al decirde Juan Carlos Gómez, cayó el héroe,
inmolado con todo su pueblo a manos del
extranjero portugués, hermano y aliado del
español; cayó inmolado por salvaje, por
«anarquista».
84 —

VI

El señor Groussac afirma que «las provincias


de Salta y Jujuy sufrían también la ley del
caudillaje, aunque ennoblecido por su bandera
de resistencia al invasor». M
siquiera esa ate-
nuante alcanza, pues, al jefe de los orientales;
éste no resistió por lo visto
,
al invasor. ,

Nadie como él, sin embargo, nadie como él


la resistió basta el fin. ¡Y que invasor! ¿Ha
. .

pensado el señor Groussac, al llamar degradan-


te, nada menos que degradante, al culto que

los orientales rinden al fundador de la patria


republicana, en quién era y con quién venía
ese monarca portugués, contra quien Artigas,
¡solo Artigas en toda América! combatió basta
caer con todo su pueblo sacrificado?
No podemos hablar de eso cuando glorifi-
camos el Congreso de Tucumán, cuyo inmune
protagonista fué Fray Justo de Santa María
de Oro, el hermano de Larrañaga, el órgano
del artiguismo en aquel «Congreso de las Provin-
cias Unidas».
Dice Groussac que la ciudad natal del gran frai-
le, glorificando la santidad al par del genio, le ha
erigido una estatua tan alta como la de Sarmien-
to. También al lado de las de ambos se levanta
y está tranquila la de Güemes; nadie la insul-
ta. El resistió al invasor, efectivamente.
— 85 —
Déjenos, pues, a los orientales, levantar en
paz la nuestra la de Artigas a caballo. No la
:

habrá más alta ni más noble en todo el con-


tinente americano. Artigas es el hermano ma-
yor de todos los héroes de la independencia,
en la América que fué española; los mirará a
todos con amor fraterno desde su caballo de
bronce. Y ellos, todos ellos, lo reconocerán. Y
enseñarán a las generaciones futuras la glo-
riosa verdad que está brotando de la infra-
historia: que todo lo que de aquellos héroes
ha quedado, constituyendo el resplandor de
sus eternas formas, es sólo lo que ellos tu-
vieron de común con la plenitud de Artigas;
que todo lo que de éste los separó es, precisa-
mente, lo que en ellos se ha desvanecido, y lo
que la posteridad ha tenido que atenuarles y
perdonarles razonablemente, como correspondía,
para considerarlos héroes verdaderos de la
triunfante democracia republicana en el nue-
vo continente. Sólo así puede tributarles el culto
cívico que tributamos a Artigas, el gran caba-
llero, el buen caballero, el que hoy es amado con
supremo amor por los orientales, y mañana,
muy pronto, lo será por todos los pueblos de
América. Todos y cada uno de estos verán en
Artigas el héroe inmune de la democracia au-
tóctona, y el más alto símbolo de unión, y de
solidaridad, y de fraternidad continentales.

Montevideo, Julio de 1916.


LA ARGENINIDAD
DE

EICAEDO EOJAS.
Montevideo, Marzo de 1917.

Señor don Bicardo Eojas. —Buenos Aires.

Mi esclarecido colega:

Discúlpeme el retraso en acusarle recibo de


su última composición histórica «La Argentini-
dad», en que he debido hallar, según usted me
dice, «un testimonio de su independencia men-
tal, y de su sincero amor americano por mi y

por mi patria uruguaya». He leído su libro con


mucha lentitud; lo he dejado lleno de acota-
ciones marginales, como siempre que leo los
que valen y sugieren. Y mientras llega el
momento de que las leamos juntos confiden-
cialmente, déjeme adelantarle algunas, como
testimonio siquiera del grandísimo interés que
su nueva producción literaria me ha inspirado.
Hay en su robusto libro, efectivamente, mu-
cho que los uruguayos tenemos que agradecer
a usted; hay en él, sobre todo, la revelación de
un carácter. Que sólo teniéndolo, ha podido
Vd. emanciparse de las formidables autorida-
des que han escrito nuestra común historia
y la han desfigurado para mucho tiempo. La
forma en que Vd. rompe con ellas, para reco-
— 90 —
brar su libertad, es tan vigorosa que raya en la
dureza; otro que no fuera usted, argentino de
buena cepa y nobilísima, (yo, por ejemplo, pese
a mi notoria «argentinidad») hubiera sido ta-
chado de mala intención.
Oligarquía de intelectuales llama usted a los
primeros triunviros que surgieron de nuestra
revolución de Mayo; ellos, dice usted, «some-
tidos siempre a influencias exóticas, fueron
lógicos siempre: en la política internacional,
hasta rematar en el monarquismo; en la inte-
rior, hasta concluir en el unitarismo... Inca-
paces de comprender a su pueblo, su pueblo sí
los comprendió, y trató de alejar a tales men-
tores siempre que aparecieron. A esas rebelio-
nes democráticas se les llamó «anarquía»; y,
como sus víctimas escribieron la historia, ésta
ha llegado a la posteridad tal como ellos qui-
sieron contarla».
Tales han sido, efectivamente, nuestros maes-
tros de historia, y de toda América en lo
los
relativo al Eío de la Plata. Acaso pudiera ate-
nuarse su juicio sobre esos profesores, con la
consideración de que ellos quisieron satisfacer
la premiosa necesidad de ofrecer héroes pla-
tenses o americanos al mundo civilizado, y pro-
curaron hacerlos lo más parecidos posible a
los europeos, como quien adopta un cuño o
marca acreditada, con lo que se vieron obliga-
dos a olvidar, cuando no a repudiar y depri-
— 91 —
mir, a los héroes autóctonos; pero esa atenuan-
te no enerva la fuerza de su valiente juicio de
usted. El hecho es que la historia ha sido mal
contada, y la reacción que usted representa
tenía que venir; los héroes olvidados, cuando
no calumniados, tenían que salir del fondo de
las aguas,como las rocas cuando el mar recobra
su nivel.
«A
la luz de nuevos documentos, dice usted,

y desde una tercera posición, (la de la provin-


cia mediterránea, la intendencia virreinal, fren-
te a la sede del virreinato) me ha sido dado
contemplar, en una nueva perspectiva, los
acontecimientos de las provincias litorales ubi-
cadas en ambas riberas del río natal».
Es, esa nueva posición, y, sobre todo, el
si,

propósito mismo de buscar perspectivas, lo


que hace de su libro lo que es: una obra de
filosofíay de arte. Eso le ha permitido a usted
vivir la vida pasada, y darse cuenta de cómo
«nuestra soberanía y nuestro liberalismo se
salvaron por la acción conjunta de todos los
pueblos argentinos, y más por la intuición provi-
dencial de quienes sentían la patria propia que
no por el discurso claudicante de quienes teo-
rizaban la doctrina extranjera»; desde aquella
posición ha visto ustedcómo era «la dinámica
de la libertad la que creaba ciudadanos, mu-
nicipios, provincias y «también naciones», y
cómo es ese el origen del nacionalismo en Amé-
— 92 —
rica, que, según usted, y yo lo creo, no excluye
el futuro federalismo continental, a imagen
y semejanza del que la argentinidad realizó
en las provincias unidas».
Y es a todo eso a lo que usted llama «argen-
tinidad», es decir, «la cohesión de todosjiues-
tros pueblos en un ideal democrático».

*
* *

Pues bien, mi ilustre amigo; establecido ese


concepto, de tal manera coincidimos con us-
ted los orientales que usted llama «artiguistas
de 1813», que toda disidencia entre nosotros
no puede ser sino accidental o aparente; no
seremos nosotros, a buen seguro, quienes negue-
mos nuestro homenaje a esa granítica figura,
por ejemplo, del doctor don Juan Ignacio Go-
rriti, primer diputado de Jujuy y primer se-

cretario de la Junta de Diputados, que usted


revela, y restaura y ofrece como el héroe civil
de la argentinidad, frente a Eivadavia, primer
secretario del triunvirato, sucesor en el tiem-
po, pero no en el espíritu, del volcánico More-
no, que lo fué de la primera Junta. Esa her-
mosa figura de procer es tan nuestra, de los
artiguistas de 1813, como de ustedes nuestros
hermanos occidentales del Uruguay; Gorriti
hubiera sido el mentor de Artigas si hubiese
estado a su lado, como Larrañaga, o Monte-
93

rroso o Barreiro. Ese ilustre jujeño lia ofre-


cido a usted la ocasión de reflejar, en páginas
de insuperable belleza, el ambiente sociológi-
co y el aspecto físico de aquellas regiones del
Norte de su tierra, depositarías incontamina-
das del pujante espíritu creador de nuestra
nacionalidad. Esas páginas, las que nos des-
criben «la arenosa puna, desolada como una
tierra de la muerte, árida como los disecados
mares de la luna, sin animales, sin hierbas, sin
hombres», y, sobre todo, las que nos revelan
«el alma de aqiiella vieja Jujuy, mística y mi-
litar como una ciudad castellana», y las que nos
describen las fiestas mayas de 1812, son dignas
de Taine o de Macaulay; pero si ellas nos re-
cuerdan los grandes modelos, es sólo para que
incorporemos uno nuevo, usted, a la gloriosa
compañía.
En ese camino, y guiado por ese criterio,
por el de la verdad ambiente, usted no podía
menos de encontrarse con un personaje que le
ha salido al paso, y que no ha podido menos de
inspirarle amor americano; él, más que ningún
otro, ha puesto a prueba su independencia
mental, y, sobre todo, su entereza de carácter:
es claro que le estoy hablando de Artigas.
Efectivamente, mi buen amigo, nada puede
conmover tan hondamente el corazón oriental
como esas primeras ráfagas de justicia que en
su aliento nos llegan del otro lado del Plata
— 94 —
hacia nuestro procer vilipendiado. Felizmen-
te, ninguno como él, ninguno como Artigas
para que yo pueda corresponder, sin reticen-
cias, a sus protestas de amor hacia mi tierra,
con las cordialísimas hacia la suya gloriosa y
hermana. Que nadie en el mundo la amó más
que él; nadie la sirvió con mayor eficacia y
abnegación; nadie, por consiguiente, como él,
para servir de vínculo de afecto entre estos
dos pueblos gemelos.
Es en eso en lo que yo quiero detenerme,
porque es eso lo que acaso podría determinar
alguna discrepancia entre nosotros, si discre-
pancia puede llamarse a la disputa sobre cual
entre dos hermanos ha querido y quiere más
a la madre común, a que usted da el nombre
amable de «Argentinidad».

* *

Usted mira a Artigas con noble mirada y


respetuosa; ya no es, en su valiente libro, el
bandido o el anarquista con que nos han ofen-
dido tanto y tan injustamente los maestros
que usted repudia, y que lo son todavía de la
juventud argentina desgraciadamente; él es,
para usted, «un héroe magnífico», un protago-
nista de nuestra independencia, «que entrará
en la gloria de los héroes de América»; un her-
mano de Gorriti, de Justo de Santa María de
— 95 —
Oro, de los diputados provinciales expulsados
por Eivadavia.
«Yo admiro tanto como Zorrilla de San Mar-
tín, llega usted a decir, la figura de Artigas en
las selvas, bella como el poeta la presenta en
su libro; pero ese es un tema estético, no un
tema civil. La belleza que en él me atrae pro-
viene de su fuerte individualidad, de su ímpetu
bravio, de su ambiente primitivo, propicio al
Numen».
Me basta y me sobra con eso, amigo mío,
aunque Artigas no haya sido un impetuoso,
para que lo invite a que miremos juntos esa
noble figura y la analicemos. Nada está más
lejos de la exigencia oriental que el hacer de
Artigas lo que no ha sido héroe alguno en la
historia de los humanos: un indiscutible para
todo el mundo. Nada más distante de nuestro
el de empañar, con
anhelo, por otra parte, que
laproyección de su generosa sombra, la gloria
de otros héroes, sus hermanos. Nos basta, sí,
y nos sobra con eso que usted nos dice, para
que nos dispongamos a hablar fraternalmente;
lo demás se andará.
¿Y qué es lo demás?
Dos puntos principales se ofrecen a nuestra
conversación: el primero es el relativo al pen-

samiento de Artigas; el segundo, el más grave,


es el que se refiere a la «antiargentinidad» que
usted le atribuye. Sobre lo primero, coincidí-
- 96 —
remos a poco que hablemos; sobre lo segun-
do... ah sobre lo segundo, acabaremos por
¡ !

algo más que coincidir: espero que acabaremos


por confundirnos en un abrazo argentino.

No es propiamente el pensamiento, o mucho


me equivoco, lo que usted disputa a Artigas en
su bello libro; es la prioridad del pensamiento.
Antes de las «Instrucciones» de Artigas de
1813, dice usted, estaban las «Instrucciones
argentinas», es decir, las de las provincias
mediterráneas a los diputados que ellas en-
viaban a la capital en 1812; eran los ideales
de esas instrucciones, análogas a las de Arti-
tigas, los que animaban y daban su pujanza
a aquellos pueblos, desde la representación de
Gorriti y desde la bandera de Belgrano, y las
que contrarrestaban las tendencias, no del
pueblo, tampoco, de Buenos Aires, sino de la
oligarquía monárquica que allí funcionaba.
Pues bien, amigo mío: si es eso, la prioridad
en el tiempo, lo que ha de separarnos, pres-

cindamos de ello, porque es accidental. Des-


pués de las instrucciones de Jujuy que usted
comenta, han aparecido, como usted sabe,
pues las cita, las más concretas y acabadas de
los diputados de Potosí; mañana aparecerán
97

acaso otras nuevas. ¿Cuáles fueron las prime-


ras? Lo fueron todas, si usted quiere; todas
brotaron juntas del alma popular, por las cau-
sas que usted expone brillantemente; porque
fué el pueblo, y no los letrados, tiene usted

razón, quien realizó la independencia. El que


más sea caudillo de ese pueblo, ese será, pues,
el héroe de la argentinidad, el que lo sea más
genuino, más eficiente.
No he de controvertir, por lo tanto, con
usted la fecha del documento A o B; pero si
desearía hacerle notar una circunstancia indis-
cutible: ese espíritu de las Instrucciones, cual-
quiera sea su procedencia o precedencia, tuvo
y tiene un nombre genérico en nuestra historia
platense: se llamó y se llama «artiguismo», «ve-
neno artiguista» le llamaron y le llaman los
historiadores que usted fulmina; veneno arti-
guista inoculado en todo el organismo de las
provincias unidas; hasta en el Congreso de
Tucumán, como dice López.
íTo hay efecto sin causa, y ese la tiene muy
profunda. Lo que interesa a la historia, con
respecto a esas Instrucciones o principios que
fueron alma de nuestra independencia demo-
crática, no es tanto saber, me parece, cuáles
fueron los más «tempranos» sino cuáles fueron
los más «vivos», los más activos y germinales.
Los principios de los ilustres provincianos del
— 93 —
Norte podían ser los mismos que los de Arti-
gas; pero en aquellos eran sólo pensamiento o
instinto, mientras que en Artigas eran pensa-
miento y acción compenetrados, «acción cons-
tante y resistencia», que es lo que constituye
el carácter, como usted sabe; eran nervio
popular, cohesión, victoria. Uno piensa en lo
que hubiera sido de aquellos principios si no
hubieran tenido más baluarte contra las gestio-
nes monárquicas de la fuerte oligarquía que
la resistencia de proceres heroicos pero iner-
mes, como Gorriti y de Oro, o de caudillos
poco convencidos como Güemes, y se persua-
de de que, sin un caudillo que los escribiera
en una bandera «viva», de paz y de guerra,
aquellos principios no hubieran prevalecido
entonces.
Usted nos habla de gran caudillo del Norte,
por ejemplo, que acabo de recordar, del jus-
tamente glorificado Güemes, y nos dice que
éste, si bien estuvo de acuerdo con Artigas,
acabó por separarse de él. Si, pero se separó
de su influencia cuando obró sobre él la de
Belgrano, como usted sabe. Y por eso, a di-
ferencia de los caudillos artiguistas del litoral
que salvaron la república, el ilustre salteño
acabó por declararse partidario del inca coro-
nado, de la monarquía incásica, y por firmar,
con el mismo Belgrano, los manifiestos que
anunciaban ese rey al pueblo, como el reden-
tor. Fué entonces, adviértalo usted, cuando
dejó de ser artiguista, como era natural.
Y que decimos de Artigas, amigo mío,
lo
podemos decirlo de su Provincia o Gobierno
Oriental. No fué esta más autónoma, ni más
celosa de su libertad, ni más valiente que sus
gloriosas hermanas; pero sea por su situación
geográfica, sea por la importancia de su capi-
tal sobre el Plata frente a Buenos Aires, sea
por su reciente historia en la reconquista, sea...
por lo que sea, es imposible negar que ella es-
taba en mejores condiciones para ser el núcleo
de resistencia «eficaz» contra los planes liberti-
cidas de la oligarquía que usted presenta, y
no sin causa, como la enemiga de la «argenti-
nidad»,o «cohesión de todos nuestros pueblos
en un ideal democrático republicano».
La rivalidad entre las ciudades menores y
las intendencias podía corresponder o equiva-
ler, como usted lo afirma, a la de Montevideo

y Buenos Aires; pero hemos de convenir en que


ésta última dejó mayores vestigios en nuestra
común historia. Y he ahí por qué la causa de
esa rivalidad no tomó el nombre de ninguna
de aquellas ciudades ni de ninguno de sus pro-
ceres, con haberlos tenido de la talla de Gorriti
y Güemes, sino que se llama «artiguismo»,
veneno artiguista.
— 100 —

* *

Establecido, pues, ese carácter del héroe orien-


tal comocaudillo platense, o, mejor dicho, co-
mo condensación enérgica del federalismo o
de «la dinámica de la libertad» que, según usted,
«creaba ciudadanos, municipios, provincias y
también naciones», no puede menos de sorpren-
derme el verlo a usted poner en duda el ca-
rácter de nuestro Artigas como fundador de
la nacionalidad oriental, y, sobre todo, el ver
en ésta el producto de «una tendencia segre-
gatista o separatista argentina».
«Si es Artigas, dice usted, el fundador de la
nacionalidad uruguaya, ¿cómo podia ser el
sostenedor del federalismo?» Las Instrucciones
del año XIII son «el mensaje divino» según
Zorrilla de San Martín; pero en ellas se dice
que el Uruguay ha de ser una provincia de la
Confederación Argentina. Y si eso se dice en
las Instrucciones, como es indudable, Artigas
asignaba a su país un sitio dentro de nuestra
nacionalidad, y no en el concierto de las nacio-
nes libres».
Pero usted no confunde, ni mucho menos,
bien claro se ve, la idea de «nación» con la de
«estado»; usted sabe,mejor que yo, que es de
las nacionalidades de donde se desprenden los
estados soberanos; usted lo establece con toda
— 101 —
precisión cuando, después de recordar las dos
guerras desatadas por la revolución de Mayo,
la interior y la externa, da por objeto a la pri-
mera de «reorganizar el estado dentro de la
el

nación». Y quien dice «el estado» dice «los es-


tados» que en ella pueden formarse.
Existia, sí, «una nacionalidad platense o
argentina» en el Eío de la Plata, como existía,
y aun existe, en toda América, una gran «na-
cionalidad hispánica»; es bien notorio que era
esta, la «nación hispano-americana indepen-
diente», las «Provincias Unidas de América»,
la entidad entrevista y proclamada por nues-
tros proceres platenses: por el Congreso Argen-
tino del año XIII, por el de Tucumán, en que
siempre fueron esperados los diputados del
Perú, de Chile, de Colombia. Pero de eso no
puede deducirse que las naciones soberanas
del continente, desde Colombia hasta el Uru-
guay, dejen de estar en el concierto de las na-
ciones libres, o hayan sido producto de un
«antiamericanismo o antiargentinismo», sino
de la dinámica de la libertad a que usted se re-
fiere como creadora de provincias y naciones.
¿Dejará acaso de ser nación libre y sobera-
na la Banda Occidental del Plata, hoy Bepú-
blica Argentina, por haber buscado su unión
federal con la Banda Oriental, hoy Eepública
Uruguaya, o con las hoy repúblicas del Para-
guay y Bolivia, y aun con Chile y el Perú y
— 102 —
Colombia ? ¿Dejan de ser héroes de la Patria
1

Argentina los que lo fueron de la americana


confederada*?
Artigas, mi ilustre amigo, fué eso precisa-
mente, lo fué por excelencia: un oriental den-
tro de la nacionalidad platense; un platense
dentro de la hispano-americana, que usted
concibe confederada en el porvenir, sin me-
noscabo, como es natural, de las soberanías
nacionales. Así lo dijo siempre y en todos los
tonos; así lo puso por obra, sobre todo. No
sólo proclamó la unión federativa y pugnó por
ella, sino que rechazó expresamente la inde-

pendencia oriental fuera de aquella unión,


cuando la oligarquía, con avieso propósito,
se la propuso sin tenerla para sí misma; eso no
significaba rechazar la independencia del es-
tado, sino su de la confederación,
exclusión
necesaria a tal independencia como a la de
toda América. Artigas no dejó de ser el orien-
tal por ser el federal, el platense, el america-
no; su bandera tricolor (la de Belgrano atrave-
sada por una banda roja diagonal) enarbolada
en sus corsarios, consideraba expresamente
«pabellón enemigo» a todo aquel que lo fuera
de «cualquiera de los estados de América»; su
ley de aduanas, especie de «Zollverein» conti-
nental, protegía el intercambio entre todos los
estados de América, que consideraba miembros
de una nación; su atención anhelante estaba
— 103 —
fija en las campañas de todos los libertadores
como en las propias: en las de Bolívar; en las
de San Martín, su grande amigo, sobre todo.
Al recibir la noticia de la victoria de «Chaca-
buco», ordena, en Marzo de 1817, que en toda
la Provincia Oriental sea celebrada aquella
victoria con solemnidades extraordinarias, sus-
pendiéndose, para ello, hasta las operaciones
bélicas más premiosas. Artigas ha soñado has-
ta en llegar al Perú con sus orientales y con
sus occidentales protegidos, una vez desem-
barazado de su enemigo inmediato el portugués,
azuzado contra él por la misma oligarquía.

*
* *

Usted afirma, sin embargo, que el «alzamien-


to separatista» de Artigas trabó el desenvol-
vimiento del ideal argentino, y hasta coloca
aquél, no sólo al lado del centralismo reaccio-
nario de Eivadavia, sino al de la resistencia
monárquica de Liniers, la conspiración de Al-
zaga, la resistencia de Lima, y hasta la misma
acción de la corte del Brasil que ambicionaba
llegar al Plata con la destrucción de Artigas.
Se imaginará usted cuánto me apena y des-
orienta esa afirmación en usted. No sólo me
desorienta: me hace temer que yo, por ejem-
plo, pues soy el vindicador de Artigas a quien
usted honra con sus más frecuentes y siempre
— 104 —
amables alusiones, no he expresado bien mi
pensamiento, pues no puedo suponer que sea
usted quien lo ha entendido mal. ¿O estare-
mos todos inconscientemente bajo la influen-
cia de un espíritu de represalias que debemos
desechar? ¿O es mala y deficiente mi informa-
ción y la de los otros historiadores orientales,
mejores que yo ? Le anuncio la próxima apa-
rición de la segunda edición de «La Epopeya
de Artigas». Está muy ampliada.... ¿Conseguiré
llegar con ella, o acercarme algo más, cuando
menos, al sitio privilegiado en que reside su
noble pensamiento de usted?
El admirable estudio que hace usted de la
asamblea reunida en Buenos Aires en 1812
parece adolecer, efectivamente de alguna ,

deñciencia en la información. «Aun fué más


lejos, dice usted allí, aun fué más lejos esa
patriótica asamblea: gestionó la adhesión del
Paraguay y del Uruguay .pero en las selvas
. .
. ;

paraguayas anunciábase ya el funesto reinado


del tirano Francia; y en las cuchillas urugua-
yas agitábase «el dramático Numen de Arti-
gas». Confundió aquél la independencia con una
estéril soledad; este el federalismo con una
hostil segregación».
El gran error de Aitigas fué, para usted,
«el no haber comprendido su momento. Colo-
cado entre el inerte Paraguay de Yegros y el
Brasil agresivo de Lecor, entre el Montevideo
— 105 —
realista de Vigodet y el Buenos Aires oligár-
quico de Eivadavia, perdió verdadero sen-
el

t'do de la revoluc'ón cont'nental. Sólo tuvo


Un amor: el de su terruño; y un odio: el de la
capital de su intendencia, es decir, Buenos
Aires. Su voluntad de acero, imantada hacia
este punto de la antigua opresión, vibró sin
otro norte ......
«El pueblo que hoy lo glorifica, agrega us-
ted, responde a aquel amor y a este concepto
con un acto de gratitud que lo ennoblece. Pe-
ro convengamos en que Artigas, héroe mag-
nífico, pudo servir a su terruño mejor que con
aquel amor excluyente y este odio estéril».
Tendría usted razón que le sobrara, y hasta
se pasaría de benévolo hacia el pueblo de Ar-
tigas, si el hecho fuera cierto, o si lo fuera el
propósito que usted atribuye también a Arti-
gas, no de segregación uruguaya, sino de «una
agregación del Uruguay a las otras provin-
cias, con prescindencia de Buenos Aires; en
cuyo caso el Uruguay habría dado al interior
argentino una salida al mar, pero con la hege-
monía de Montevideo bajo la dictadura uni-
taria y militarista de Artigas». Pero confío en
que usted, con mayores informaciones, recti-
ficará ese concepto, porque es erróneo. Nada
estuvo más distante del pensamiento de Arti-
gas que tal propósito. M
se encerró en su terru-
ño como hemos visto, ni pretendió jamás ab-
— 106 —
sorber las autonomías provinciales, que pro-
tegió, vigorizó, respetó y amó tanto como la
oriental, a la que dio siempre como frontera
clara, precisa, inmutable, el río Uruguay y las
Misiones orientales; las orientales del Uruguay,
las arrebatadas a la argentinidad por el portu-
gués, con la complicidad de la oligarquía an-
tiargentina.
Por supuesto que incluyo, y en primer tér-
mino, entre esas provincias, la soberana de
Buenos Aires, tan amada y respetada por él
como la que más, y tan parte esencial de la
unión como cualquier otra. Con la protección
de Artigas derrocó el pueblo de Buenos Aires,
como usted sabe, el gobierno tiránico de Alvear
en 1815; Artigas fué entonces aclamado y semi-
divinizado en Buenos Aires. Pero bien se guar-
dó de pasar personalmente la frontera de la
provmcia, como la pasará Ur quiza después
de Caseros, ni de intervenir en lo más mínimo
en su reorganización política; expresamente
declaró, en esa como en todas las ocasiones
análogas, que debía ser «cada pueblo» quien se
diese libremente su propia organización inte-
rior, que era lo sólo que reclamaba para el
propio.
Yo estoy plenísimamente do acuerdo con
usted cuando dice que «es un grande equívoco
y una grande injusticia el acusar a Buenos
Aires por los errores de una minoría extravia-
— 107 —
da, como hay en acusar a la Argentina por los
lo
errores oficiales de Buenos Aires»; pero no lo
estoy tanto cuando afirma que «esa es la po-
sición en que persisten, como los historiadores
provinciales y venezolanos, los historiadores
orientales».
Lo que soy yo, cuando menos, mi amigo,
suscribo sin reserva alguna, lo que usted dice
cuando dice: «Si un gobierno como el triun-
virato, que no nació de la opinión nacional,
pudo contrariar la verdadera dirección de la
independencia americana, los elementos libe-
rales de Buenos Aires, que eran la mayoría,
y la voluntad de los cabildos provincianos,
salvaron en todo momento la integridad de
su credo revolucionario. Y son estos, sin duda
alguna, los genuinos representantes de la
argentinidad».
Eso es, pues, eso precisamente, lo que se
llamó «artiguismo»; fué Artigas quien, más vi-
siblemente, cuando menos, estuvo a la cabeza
de esos cabildos y de esos pueblos; fué él quien
los retempló en su anhelo de vida autónoma

y los protegió en su ejercicio; y por eso fué el


objeto preferido de las agresiones de la oligar-
quía centralista, y lo ha sido de las de sus his-
toriadores. Artigas fué el enemigo, no del pueblo
de Buenos Aires, no de la capital de su in-
tendencia, sino de esos triunviros «no nacidos
de la opinión nacional»; de esa «minoría extra-
— 108 —
viada» a que usted se refiere; de ese Eivadavia
en quien usted ve «el verdadero autor de la
anarquía». No, no pudo ser Artigas un enemi-
go del alma argentina, que era la propia; lo fué
de «los errores oficiales de Buenos Aires», y así
lo dijo cien veces, casi con las mismas palabras
de usted, amigo mío. «No es el pueblo de Bue-
nos Aires mi enemigo, sino su gobierno actual».
«Los déspotas, no por su nación, sólo por serlo
deben ser objeto de nuestro odio».

*
* *

Por eso, por ser amigo de aquellos pueblos,


tanto de los orientales como de los occidenta-
les, sin excluir el de Buenos Aires, por eso cayó

aniquilado, con su patria oriental, por obra del


enemigo común interior de tales pueblos y
cabildos.
«Para enaltecer a Bolívar, dice usted en al-

guna parte, han necesitado los de Caracas


empequeñecer a San Martín; para engrande-
cer a Artigas, han necesitado los de Montevi-
deo decir que la revolución argentina era mo-
nárquica».
No sé quién, si existe entre los montevidea-
nos, ha podido recurrir a tal error, y hacer a
Artigas tan ñaco servicio. No, no era monár-
quica la revolución argentina; lo fueron los
enemigos de ésta, es decir, los enemigos de
— 109 —
Artigas, «héroe magnífico» de esa revolución
gloriosa; lo fueron los enemigos de los diputa-
dos provinciales, depositarios, como aquél, del
y cuya gloria usted reivindica.
espíritu vital,
Se queja usted amargamente, y no sin causa,
de cómo fueron estos tratados por Bivadavia;
pero si usted recuerda cómo lo fué Artigas,
con qué dureza, con qué implacable saña, aun
en los momentos en que él pedía, por Dios,
«de rodillas», que se tratase con alguna con-
sideración a aquellos pueblos que sólo busca-
ban términos hábiles para entrar en la unión
de que él era caudillo fuerte; si usted aplica a
eso su nobilísimo criterio, no podrá menos de
atenuar siquiera, por ahora, su condenación.
Para Artigas, más aun que para los diputados
provinciales, no hubo cuartel; y, no pudiendo
expulsarlo como a aquellos, fué entregado al
portugués con su patria, no por la argentini-
dad ciertamente, sino por la antiargentinidad.
El fué la víctima inmolada a la argentinidad,
él y su pueblo.

Tiene usted en su magnífico libro una frase


que acaso se pronuncia por primera vez con
esa precisión en la historia argentina. «En 1810,
dice usted, encióndenso en nuestra América
dos grandes focos de emancipación: Buenos
Aires y Caracas, vale decir, el Sur y el Norte,
— 110 —
San Martín y Bolívar. Y
aparecen dos focos
de reacción europea: Lima con los realistas
españoles; Eío Janeiro con los realistas por-
tugueses».
Ese es el cuadro, efectivamente, todo el

cuadro. Y digo que es usted quien lo presenta


por primera vez, porque hasta ahora parecía
no existir más foco de reacción que el español;
el portugués, el del Este, el del Atlántico, con
ser tan vigoroso como el español del Pacíñco,
parecía no existir o ser cantidad menosprecia-
ble en la historia argentina.
Bolívar y San Martín lucharon, efectivamen-
te, contra el foco español, y lo apagaron glo-
riosamente. Pero ¿quién luchó, pues ellos no
lo fueron, quién luchó contra el pujante por-
tugués, para gloria también de la revolución
americana, y para asegurar su triunfo"? ¿Quién
fué el héroe magnífico de esa desesperada y
fecunda resistencia convergente a la del Norte,
y tan necesaria como ésta? Dice usted que
«si fué Buenos Aires quien inició la revolución,

y si fué Tucumán la fragua de Belgrano, y


Cuyo la del San Martín, «fué el litoral quien
contuvo al lusitano».
¡El litoral! ¿No es verdad, mi honrado amigo,
que al escribir esa palabra «el litoral» ha sen-
tido usted congojas, cuando menos, en su in-
dependencia mental?
— 111 —
El litoral no es nadie. Dice Víctor
¡El litoral!
Hugo que lamultitud tiene demasiados ojos
para tener una mirada y demasiadas cabezas
para tener un pensamiento. ¿Por qué no ha
dicho usted francamente « Artigas », como
noblemente dijo «Bolívar», para fijar los tres
vértices de nuestra gloria común?
Usted nombra en ese caso a Bamírez, el
animoso caudillo entrerriano; pero usted sabe,
como yo, que Bamírez no combatió contra los
portugueses. Y que Bamírez era un capitán
de Artigas.
La carátula, que usted publica, del «Pro-
ceso Original levantado con motivo del trata-
do de paz firmado por el gobierno de Buenos
Aires «con los jefes de las fuerzas federales de
Santa Fé y la Banda Oriental», lo dice todo.
Llama usted «alzamiento de Bamírez» a la
invasión que terminó en ese tratado con San
ta Fe y la Banda Oriental. Pero Bamírez
no era jefe de Santa Fé ni de la Banda
Oriental. Era sólo el representante «del Excmo.
Señor Gobernador de la Banda Oriental ge-
neral Artigas», cuya bandera enarbolaba,
cuyas recientes victorias contra el portugués
precisamente invocaba para probar la fuerza
que tenía detrás, y cuyas intimaciones escri-
tas presentaba como programa a la oligarquía
derrumbada por el pueblo. Como tal repre-
— 112 —
sentante de Artigas figura en el tratado, y por
ser tal aparece allí en primera línea.
¡El litoral! Sí, fué el litoral quien contuvo
al monarca lusitano en el Sur, como San Mar-
tín y Bolívar al español en el Norte; pero esos
pueblos de la costa, cuyo núcleo fué la Banda
Oriental, tuvieron también un héroe que no
puede confundirse con ninguno, una concien-
cia heroica que les dio bandera y los congregó
a su sombra, que los educó y los concitó a la
lucha contra la oligarquía unitaria, y los con-
dujo a la autonomía y a la gloria contra
el opresor antiguo. Esa lucha de Artigas a la
cabeza del pueblo, amigo mío, es gloria de la
argentinidad; no la tiene esta más grande, ni
más abnegada. Ustedes, los hermanos occiden-
tales, tanto como nosotros, deben reclamarla,
porque es de todos; porque entre los ocho mil
cadáveres sobre que, al decir de Abreu Lima,
sentó sus reales la conquista portuguesa en
la Banda Oriental, había muchos argentinos
occidentales del Uruguay, hijos también y
heroicos hijos de Artigas.
No permitan ustedes que, en odio a este, sea
restada de la gloria común aquella lucha con
el portugués sostenida por Artigas desde el
principio de la revolución, desde el «Éxodo»,
desde el «Ayui»; aquellos últimos cuatro años
de resistencia desesperada, sobre todo, que
presenciaron la inmolación de todo un pueblo
— 113 —

a la libertad de todos, y a la democracia triun-


fante: a la argentinidad, pues.
Enseñemos íntegra nuestra común historia,
maestro y amigo. Esa gloria lo es de la argen-
tinidad, de la gran familia hispánica demo-
crática. Esa lucha de los orientales con el
portugués fué paralela con la del glorioso San
Martín, que amaba a Artigas, tanto como este
lo amaba y admiraba; que buscó su mano, y la
hubiera encontrado siempre, a no interponerse
entre ambas la oligarquía descarriada, causa
principal, aunque disculpable, de la anarquía
con que hubimos de comprar la libertad de-
mocrática.
*
* *

¿Cómo puede, pues, afirmarse que la segre-


gación del Uruguay fué fruto «de absurdos
sentimientos antiargentinos?» Tanto valdría
afirmar que la segregación de Buenos Aires,
y aún de la Argentina, fué fruto de absurdos
sentimientos antiorientales.
Y no fué así: todo ello fué fruto de la «diná-
mica de la libertad creadora de provincias, y
también de estados soberanos», de que usted
nos habla en su hermosísimo libro.
Yo debo confesarle, mi amigo, que ese cargo
de antiargentino que usted, nada menos que
usted, insinúa contra Artigas, me contrista
más que el de bandolero y el de facineroso
— 114 —
gauderio con que lo han vilipendiado los malos
historiadores de la primera época, y que tan-
to nos ha costado desautorizar. ¡Qué diferen-
cia, embargo, en la intención! La suya es
sin
respetable, nobilísima. Y es un hondo senti-
miento de simpatía, y un gran deseo de poner-
me a su lado, lo que encuentro en mi espíritu
al volver la última página de su libro sano y
fuerte, y al escuchar su larga resonancia en mi
conciencia.
¡La argentinidad! Sea, pues; proclamemos la
argentinidad. Todos nos desprendimos, no los
unos de los otros como se ha dicho, sino de
esa argentinidad de que es usted el rapsoda
inspirado; de esa nacionalidad pl átense, madre
fecunda de varones, parte a su vez, de la nacio-
nalidad hispánica de América.
Clavadas las tres estrellas en los tres vérti-
ces de nuestro celeste hemisferio, Bolívar so-
bre el mar de las Antillas, San Martín sobre el
Pacífico y Artigas sobre el Atlántico, brillarán
con luz propia las luces todas de gloria en la
bóveda austral a que alzamos los ojos en nues-
tras noches. O'Higgins, Belgrano, G-orriti, Fer-
nando de la Mora.... ¿Cuál es el mejor? Lo son
todos, amigo mío. Las estrellas no se hacen
sombra.
El Divino Maestro contuvo la impaciencia
de sus discípulos, cuando disputaban sobre
quién de entie ellos sería el mayor en el reino
— 115 —
de los cielos. Los últimos serán los primeros.
Todos son primeros entre los héroes de
los
la argentinidad o de la democracia americana.
Y no será usted de los últimos, mi ilustre ami-
go, si conquista usted la gloria, que le auguro
y le deseo, de ser el más fuerte obrero en la
obra de amor entre estos dos hermanos geme-
los,nuestras patrias bien queridas, hijos pri-
mogénitos de la argentinidad. Que si la histo-
ria es la lactancia de los pueblos, la lactancia
materna es la continuación de la obra de la
generación. Los historiadores son héroes tam-
bién.
Eeciba, pues, abrazo argentino que le
el

prometía al comenzar, su actual compañero


de estudio y siempre amigo afectuoso.

Juan Zorrilla de San Martín.


PREFACIO
DE LA SEGUNDA EDICIÓN DE

LA EPOPEYA DE ARTIGAS
Un prólogo o prefacio en esta segunda edi-
ción de La Epopeya de Artigas es menos
inútil de lo que parece. No se trata de hacer
el elogio de la obra, cuyo autor es conocido;
trátase sólo de que sus nuevos lectores, los
extraños sobre todo, sepan, a ciencia cierta, si
van a leer o no un libro auténtico. Auténtico,
en este caso, vale tanto como decir épico u ob-
jetivo, es a saber, evocador del espíritu o vida
interior, no de un hombre, sino de un pueblo
o nación.
Que fué ese el propósito del autor, es fuera
de duda; él afirma que lo que quiso fué «reali-
zar una forma o símbolo, no sólo veraz, sino
imaginativo y pasional, de la fe cívica urugua-
ya»; la expresión, no tanto de lo que saben,
cuanto de lo que sienten y aman los orientales
del Uruguay en su historia; deseó llegar hasta
«hacer desaparecer su propio yo, en cuanto
ello escompatible con la sinceridad, a ñn de
que la patria toda pensara y sintiera en él, se
escuchara a sí misma y se reconociera en sus
palabras».
— 120 —
Conviene, pues, que los que esta edición le-
yeren sepan a qué atenerse, sobre si el autor
ha salido o no con su intento.
El Gobierno de la Bepública dice, en el
Mensaje incorporado a esta edición, que Zo-
rrilla de San Martín, para llenar el encargo que
le confirió, ha escrito una obra que la crítica
nacional y la extranjera han consagrado. Y,
juzgándola merecedora de recompensa, pide
a la Asamblea Legislativa la sanción de una
ley especial que la autorice, y conceda los re-
cursos. La Cámara dictó la ley, de acuerdo
con la Comisión respectiva, que, constituida
por los diputados Jaime Ferrer Oláis, José
Enrique Eodó, Tibaldo Eamón Guerra, Alber-
to Zorrilla y Joaquín de Salterain, se creyó
«en el deber de repetir, con el Poder Ejecutivo
y con la Comisión Informante del Honorable
Senado, que la indicada remuneración no era
más que una modesta recompensa al autor de
una obra de valor absoluto evidentemente su-
perior».
Dejar constancia, pues, de dónde y cuándo
ha recibido este libro la consagración extran-
jera, y ante todola nacional, a que gobierno y
legislatura se refieren, es el objeto del prefa-
cio que va a leerse.
A dos clases de crítica ha dado ocasión has-
ta ahora La Epopeya de Artigas: a la gene-
— 121 —
ral española, que ha juzgado como obra de
la
arte (la historia lo es ante todo), y a la ríopla-
tense, que la ha apreciado también como vin-
dicación del héroe. En esta úitima conviene
distinguir dos impresiones: la de los platenses
orientales, compatriotas del autor, y la de los
occidentales del Plata y del Uruguay, que han
conservado el nombre genérico de argentinos,
y que, si bien hermanos de aquellos en el ori-
gen y en los ideales patrios, tienen que sentirse
sorprendidos, cuando menos, ante esa correc-
ción de la que ellos, con general buena fe, han
tenido por veraz historia de ambos pueblos.
También es el caso de consignar la consa-
gración recibida por este libro de parte de los
que podríamos llamar septentrionales del Plata
y del Uruguay: de los paraguayos. La acogida
de éstos, entusiasta y unánime, es, en sí misma,
un dato histórico.
Falta todavía conocer la impresión que este
libro puede despertar en el resto de la América
española. Esta no lo conoce aún, pues la prime-
ra edición, provisional, puede decirse, y entor-
pecida por su alto precio, ha caminado poco;
la presente, más ágil y andariega, llevará a
esos pueblos la noticia de su existencia, y ellos
hablarán.
— 122 —

II

íío sería fácil encontrar un intérprete más


autorizado de la crítica española que el insig-
ne Marcelino Menéndez y Pelayo, hoy ya in-
mortal, porque ha muerto. Su juicio sobre La
Epopeya de Artigas es acaso el último vere-
dicto, sobre producción literaria, que nos ha
quedado de aquel clarísimo ingenio. Muy po-
co antes de morir, escribió desde Santander al
autor de esta composición histórica:
«Mi querido amigo:
«Eecibí, en Santander, a principios del año,
La Epopeya de Artigas, que es, en efecto,
una verdadera epopeya en prosa, una evoca-
ción histórica, realizada por un gran poeta.
No tengo suficientes datos para juzgar de
aquel período crítico de la América del Sud,
y confieso que la lectura de los escritores ar-
gentinos, apasionadamente hostiles a Artigas,
había creado en mí una disposición desfavo-
rable al caudillo oriental. Pero creo que usted
ha adivinado su pensamiento político, y ha con-
seguido poner en clara luz su extraña y vigorosa
personalidad».
Lo que, en boca de Menéndez y Pelayo, sig-
nifica este título de epopeya en prosa, o evo-
cación histórica, o adivinación de pensamien-
— 123 —
to, sólo puede por quien sepa lo
ser apreciado
que aquel maestro, tan avaro de sus consa-
graciones, generalmente definitivas, entiende
por inspiración épica, contrapuesta a la lírica
o subjetiva, o a la simple narración documen-
tada. El gran crítico español ha explicado ese
su concepto de la creación épica, en varias de
sus obras magistrales, y su veredicto sobre la
de este historiador de Artigas es una muy se-
ria ratificación de lo que la Asamblea y el
Gobierno uruguayos afirman, de la crítica ex-
tranjera,con relación a este libro.
También Miguel de Unamuno, que ha he-
cho de él un estudio muy recomendable, ha
puesto de relieve su carácter épico, coincidien-
do con Menéndez y Pelayo hasta en los tér-
minos. «Epopeya, dice, y así es: una epopeya
en prosa; pero en prosa poética».
«Se ha escrito esta obra, agrega, ante todo
para los artistas, para los escultores, si bien
sea ello un pretexto para haberla escrito. Y la
epopeya es ya un monumento, aere perennius,
más duradero que el bronce. Dudo mucho que
artista alguno del cincel pueda erigir, al culto
y a la memoria de Artigas, un monumento, en
mármol o en bronce, más sólido que éste. El
monumento que el presidente Wüliman decre-
taba está ya en pie, y canta como una estatua
no puede cantar».
— 124

«El modo de hacer Zorrilla su Artigas en


nada se parece al modo de hacer Taine su Na-
poleón. Taine era un crítico y un filósofo sis-
temático, muy grande en su campo, pero no,
en rigor, un historiador. Zorrilla es, ante todo
y sobre todo, un poeta. ¿Y un historiador ?
1

Paréceme que con poesía se llega mejor a la


entraña, a la verdad verdadera de la historia,
que no con filosofía sistemática. Michelet es
más verdadero que Taine; no depende de la
documentación».

«De frases Carlylescas está llena La Epope-


ya de mucho más de
Artigas; pero lo está
frases Sanmartinescas, de frases del mismo
Zorrilla de San Martín, de aquellas sonoras y
henchidas que vienen rodando por sus escritos
desde el Tabaré. Hay frases de esas que valen
un poema, y descripciones, digo, no, narracio-
nes, narraciones poéticas, que justifican am-
pliamente lo de epopeya. Aquella marcha de
Artigas con su pueblo; aquellos sus últimos
años en el Paraguay; aquel retrato poético, no
pictórico, de don Gaspar Eodríguez de Fran-
cia ».
— 125 —

III

Podemos pasar segundo aspecto crítico:


al

al efecto producido por este libro en la con-


ciencia argentina, que, malgrado el apasiona-
miento hostil a Artigas, advertido por Menén-
dez y Pelayo, no puede considerarse extranjera.
Los escritores argentinos han guardado si-
lencio hasta ahora ante La Epopeya de Ar-
tigas; pero todo autoriza a creer que es un si-
lencio respetuoso y respetable. Sin embargo,
una personalidad muy llena de carácter, el
doctor don Enrique B. Moreno, Ministro Ple-
nipotenciario de la Eepública Argentina en la
Oriental del Uruguay, ha roto aquel silencio,
en estos términos valientes y precursores:

Montevideo, Agosto 23 de 1912.

Señor doctor don Juan Zorrilla de San Martín.

Mi ilustre amigo:
Termino en este momento la lectura de su
libro monumental, y le escribo estas líneas
bajo la impresión profunda que deja en mi
espíritu.
Diríase que el recuerdo de Artigas flotaba
impalpable en la atmósfera de nuestra histo-
— 126 —
ria, esfumado después de su voluntario
casi
destierro, cuando usted emprendió la tarea
magna, patriótica, de levantar la lápida de su
sepulcro, y mostrar la extraña personalidad
de aquella figura colosal, a la luz de documen-
tos históricos desconocidos hasta hoy.
¿Vendrá la controversia ?
1

Tal vez.
Si así fuera, yo formulo un voto, que es al
mismo tiempo un augurio. Que el libro o los
libros que se escriban, comentando su Epope-
ya de Artigas, se inspiren en los altísimos
sentimientos de justicia que han dictado las
páginas de su monumento literario.
Mi mano en la suya, con la expresión de mi
admiración por su talento,
Enrique B. Moreno».

Esa serena que parece salir en una


carta,
sola pieza, como exclamación de
la instintiva
un espíritu sincero y honrado, da la nota ajus-
tada al diapasón de este libro. Ningún elogio
hubiera podido conmover más hondamente a
su autor, puede decirse sin reserva, que ese
rápido estrechen de manos del representante
de la patria más amada y más servida por
Artigas, después de la que lo proclama su pa-
dre y fundador. Y más querida, después de la
propia, por el mismo vindicador del héroe.
— 127 —

IV

En cuanto al juicio del Paraguay, éste se


expresó sin reservas, con ocasión de la visita
hecha por Zorrilla a ese país, en el que fué ob-
jeto, por parte del Gobierno y del pueblo, de
manifestaciones tales y tan unánimes, que
bien puede afirmarse, con el Gobierno oriental,
que este libro de historia uruguaya, tan
identificada con la del Paraguay, quedó allí
consagrado por la crítica. Los más reputados
intérpretes de su pensamiento, Moreno, O'Leary,
Báez, Pane, lo fueron de su impresión sobre
esta obra, como lo fueron la prensa periódica
y la juventud.
de San Martín, dice el doctor don
«Zorrilla
CecilioBáez, es el pensador más alto de la
América Latina; es el primer orador del Eío
de la Plata ......
«La Epopeya de Artigas, agrega en su
estudio El doctor Zorrilla historiador, es un
poema en prosa, en que vibran al unísono el
aliento poderoso del tribuno y la fuerza crea-
dora del poeta. Así como en el alma de Tabaré
palpita la leyenda indiana, el alma pura y fuer-
te,inspirada y cálida del adalid oriental res-
plandece en esa epopeya civil de sus proezas».
«Tal es la concepción histórica de Zorrilla
de San Martín: es el marco y el plan de la his-
— 128 —
toria del Uruguay. Bajo este punto de vista,
él confirma el aserto de Aristóteles, que dice:
el poeta es superior al simple narrador de su-

cesos, porque la poesia es la substancia y el


alma de la historia».
«Gracias a sus geniales creacione; conoce-
mos, pues, el alma de una raza extinta y la
complexión moral de la nación uruguaya».
«Es que los hombres superiores tienen una
visión más clara de la realidad que los demás
mortales; poseen, por decirlo así, la intuición
de las cosas ocultas; cierto instinto de adivina-
ción que les permite contemplar mejor que
otros los aspectos diversos de la verdad. Esa
es la cualidad de los espíritus sagaces y de los
genios. Los mejores historiadores son los que
nos hacen conocer el pasado de la humanidad
en toda su variedad y plenitud orgánica, y,
especialmente, el genio de cada pueblo. A ese
grupo selecto de historiadores pertenece el
bardo oriental, quien, por la índole de sus crea-
ciones, es un psicólogo y un soberbio evocador
del pasado».
El doctor Pane dice a Zorrilla: «Habéis com-
La Leyenda Patria, vuestra
pletado la trilogía:
oda por excelencia; el Tabaré, vuestra epope-
ya o alegoría epopóyica; La Epopeya de Ar-
tigas, vuestras nueve musas juntas».
«Seguid hablándonos de Amor y de Poesía,
esto es, de Tabaré y de Artigas. Porque así
— 129 —
como esos dos amores, sexual el uno y patrio
el otro, se confunden en el seno materno de la
misma inspiración, así ambos amores orienta-
les se hermanan con nuestro amor patrio: Ta-
baré es el amor del Paraguay; Artigas es el
amor al Paraguay».
Y el doctor don Fulgencio Moreno, por fin,

para no multiplicar las citas demasiado, decía


a su auditorio: »Este huésped uruguayo es
realmente un amigo nuestro; es un antiguo y
leal amigo, que ha vivido algo de nuestra vida,
a pesar de todas las distancias; porque dentro
de su corazón han resonado también los
acordes lejanos de nuestro pasado, que hemos
sentido vibrar, de un modo inconfundible, en
las estrofas de sus cantos y en los períodos
armoniosos de su prosa».
Con esas notas, extraídas entre muchas de
igual naturaleza, está llenado el objeto de este
Prefacio con relación a la república paraguaya.

Parece ahora innecesario decir que la au-


tenticidad de La Epopeya de Artigas ha
quedado popularmente ratificada por el pueblo
oriental; conviene, sin embargo, que quede
aquí la voz de algunos de sus intérpretes. La
más propicia de las ocasiones de hacerse oir se
— 130 —
ofreció al aparecer el libro. Este precedió de
cerca la solemne conmemoración, en mayo de
1911, de la batalla de Las Piedras. Gobierno y
pueblo celebraron entonces el centenario de
la patria; erigieron en el campo de la batalla
un bello obelisco, y, en los días de la fiesta, el
entusiasmo de las multitudes dijo sus verda-
des.
Ahora bien; en esos actos se vio cómo el au-
tor de este libro ha logrado su intento de rap-
soda; cómo aquel pueblo pensaba y sentía en
él, y se escuchaba y reconocía en las palabras
de su boca. Acaba de aparecer (diciembre
de 1912) un libro, El Centenario de la Batalla
de Las Piedras, publicado por la Dirección
General de Instrucción Primaria, y nada más
conducente al propósito de este Prefacio que
reproducir algo de lo que en aquél se dice, i
La forma, en primer lugar, en que el autor
de La Epopeya de Artigas hizo pasar su es-
píritu por sobre las cabezas de sus conciuda-
danos está descrita así: «Dictadas las leyes y
decretos que ordenaban la celebración de aquel
glorioso aniversario, faltaba que la palabra
humana despertase, por la evocación de los
grandes recuerdos, el sentimiento y entusiasmo
populares. Esa hermosa misión correspondió,
entre otros, al doctor Zorrilla de San Martín,
que pronunció la primera y la última confe-
rencias, siempre elocuente, sincero e inspirado.
— 131 —
El dio su palabra, sin limitación, cada vez
que le fué reclamada, y sin imponer plazos ni
condiciones. Bien es verdad que no necesitaba
para ello de preparación, y que no le era difícil
satisfacer su propio anhelo y el de sus compa-
triotas. El doctor Zorrilla acababa de escribir
el libro que le había sido encomendado por el

Gobierno; su espíritu, lleno de las ideas, de las


verdades, de los recuerdos, de las nobles pasio-
nes que animan esa su Epopeya de Artigas,
conservaba vibración inicial que la había
la
inspirado, y el verbo que sacude multitudes
brotaba de su boca, como el agua de la fuente,
con sólo abrirla. Su palabra fué, pues, la más
copiosa en las fiestas del Centenario de Las
Piedras) pronunció la primera, que fué la des-
pertadora del sentimiento nacional, en la con-
ferencia que, invitado por el magisterio, dio, en
el Ateneo de Montevideo, el 27 de abril. El
25 de mayo, en la inauguración del monumento
erigido en el mismo campo de la batalla,
pronunció, en representación de la comisión
oficial de que formaba parte,
del centenario,
el discurso que clausuró aquel acto; en la
manifestación organizada por la juventud
de Montevideo, fué encargado por ésta de diri-
gir al pueblo la palabra, y lo hizo en la plaza
de CagancJia, ante una multitud que lo acla-
maba. En la gran velada social que el Comité
de la Juventud organizó en el teatro de Solís,
— 132 —
el discurso en honor de los vencedores en el
concurso estaba encargado a un distinguido
orador; éste se inhabilitó la víspera del acto, y
la juventud organizadora recurrió, una vez
más, a Zorrilla de San Martín; era el único que,
en tales circunstancias, de la noche a la maña-
na, podía salvar la situación. Zorrilla la salvó,
pronunciando un resonante discurso... Ade-
más de eso, habló en distintas ocasiones, con
motivo del centenario: dio una elocuente lec-
ción de historia patria al profesorado y alum-
nos del colegio seminario de Montevideo; tomó
parte en el acto de apoteosis realizado en
el Club Solís de Las Piedras; habló varias ve-
ces, desde su domicilio particular, al pueblo
que lo acompañaba hasta él, después de sus
conferencias; prodigó, según se ha dicho, como
un fuerte obrero del pensamiento, su palabra
y su concurso, sin limitación ni condiciones,
siempre y cuando le fueron reclamados, para
honrar, y hacer conocer y sentir y amar las
tradiciones de la patria».
Numerosos fueron, en la prensa y en la tri-
buna, los órganos de esa consagración nacio-
nal de este libro. Debe consignarse, en primer
término, el testimonio mismo Inspector
del
Nacional de Instrucción Pública, doctor don
Abel J. Pérez. En el bello estudio con que pre-
cede la publicación antes recordada, el doctor
Pérez, después de rendir justo homenaje a los
— 133 —
obreros de tres décadas en la obra de la
vindicación de Artigas, Carlos María Eamírez,
Justo Maeso, Francisco Bauza, Clemente
Fregeiro, Isidoro de María, Eduardo Acevedo,
adjudica su puesto épico a esta composición
histórica, diciendo:
«Eealizada la obra reivindic adora con el
esfuerzo combinado de tantos ciudadanos emi-
nentes, el proceso histórico, con toda su precio-
sa e irrefutable documentación, estaba termi-
nado; pronto a pronunciarse el fallo triunfa-
dor. Pero si a la mirada de la ciencia todo se
había hecho; todo se había acumulado para
si

la solución sincera y amplia de un litigio siem-


pre latente, siempre en suspenso, faltaba, en
cambio, a esa obra, la suprema caricia de la
santa poesía, que da vida al mármol y al bron-
ce, que engrandece la acción humana, y que,
volando sobre las pasiones de un minuto, es la
única capaz de condensar, en su acción deslum-
bradora, el alma de cada pueblo, el espíritu de
cada patria; e'la alienta a la lucha, cuando la
defensa propia le impone el sacrificio; llora y
consuela en los dolores con el himno de tes
esperanzas; canta y perpetúa los triunfos in-
mortalizados en estrofas, y, tomando en sus
alas a los héroes que caen en la contienda, los
lleva,al través de las edades, reverdeciendo
perpetuamente sus laureles, engrandeciendo
sus nombres y sus acciones, poetizando su úl-
— 134 —
timo sueño, y atrayendo sobre sus tumbas,
con sus cantos, el holocausto de las generacio-
nes nuevas, que realizan y consagran las apo-
teosis».
«Esa ha debido ser, y esa ha sido, la noble
misión de Zorrilla de San Martín, el poeta
nacional por excelencia, el cantor inspirado,
cuya lira parece tener por misión mantener
el culto bendito de nuestros lares patrios, y
el fuego sagrado del alma nacional».
Oiremos ahora a los intérpretes de la nueva
generación. Pérez Sánchez, por ejemplo, dice
en su discurso:
«Para las almas que sienten; para los que
elejimos la vida en que vamos con sus risas y
llantos de placer o dolor, antes que la vida de
las regiones heladas en que hasta las lágrimas
para los que no dudamos de
se congelan al caer;
Artigas porque vimos en él al verdadero pa-
dre, que, abandonado en el antro de la selva,
esperó, hasta morir, la vuelta de sus hijos
pródigos; para todos, en fin, para la humani-
dad entera, ahí queda el Artigas de Zorrilla
de San Martín, la palabra cálida, el acento vi-
brante, la prédica generosa del más grande
orador del habla castellana».
Y dijo el doctor José Pedro Segundo a la
sociedad congregada en el teatro Solís:
«Sería curioso seguir la rehabilitación arti-
guista, desde la leyenda adversa hasta la glo-
— 135 —
ria de hoy... Le veríamos, por ejemplo, en Car-
los María Eamírez, héroe digno de laurel, pero
todavía contrabandista y antipatriota en el
abandono del segundo sitio de Montevideo; en
Francisco Bauza, personal e impulsivo en ex-
tremo, pero, sobre todo, inferior, puesto que
no supo morir...; en Lorenzo Barbagelata,
limpio de toda mancha en su juventud, que
era el período más tenebroso; en Eduardo Ace-
vedo, moral e históricamente superior a todos
los hombres de Mayo; en Héctor Miranda,
redactor personal de las famosas Instrucciones,
para llegar, por fin, a La Epopeya de Zorrilla
de San Martín, donde el guerrero alcanza las
alturas del «Héroe» de Carlyle, motor del mun-
do, y necesario en la historia para la revela-
ción del secreto destino de su pueblo».
Oigamos, para terminar, al doctor Héctor
Miranda, autor del estudio sobre las Instruc-
ciones del año 13 a que José Pedro Segundo se
refiere, y que, arrebatado prematuramente
por la muerte, es hoy objeto de apoteosis por
parte de la juventud americana:
«Artigas es el hombre completo, el tipo clá-

sico del hombre afirmativo y dinámico... El


concepto de Artigas pensador y fundador
(fundador de la patria y precursor de la inde-
pendencia absoluta), héroe provincial, nacio-
nal y continental, el de vistas más claras y vi-
siones más altas, se hace cada día más nítido,
— 136 —
más real, y, al mismo tiempo, más grande y
más bello.
«Hay una enorme distancia del Artigas de
los primeros cronistas y de las primeras con-
sagraciones, el temerario guerrillero indómito
en su leonera matinal, simple blandengue de
la patria, de melena al viento en el recio entre-
vero, al Artigas del presente, estadista y pa-
triarca,soñador y hombre, en que el cerebro
que piensa prima sobre la mano que batalla,
y en que el sable de Las Piedras cede su puesto
a la pluma de las Instrucciones.
«Hay una diferencia esencial entre ese con-
cepto nebuloso e instintivo y la admiración
ponderada y consciente de la hora que corre,
como hay un notable paso desde la masa do-
cumental inconexa de Justo Maeso, al orde-
namiento seriado de Eduardo Acevedo; desde
la improvisación vivaz y resonante de Carlos
María Eamírez, a la apología razonada y épi-
ca de Zorrilla de San Martín, libro terminal,
monumento que habla, historia viva, más
perenne que mármoles y bronces, poblada de
hombres que andan, de jaguares que aullan y
de muchedumbres que palpitan».
Después de las populares, una última con-
sagración oficial de este libro puede, y aun
debe, agregarse a las que primero lo recono-
cieron fiel intérprete de la fe cívica. El nuevo
Gobierno de la nación, en marzo de 1915, acor-
— 137 —
dó la conmemoración centenaria que
del día en
fué enarbolada, por primera vez, en Monte-
video, la bandera tricolor de Artigas. Con el
mensaje de práctica, envió un proyecto de ley
a la Asamblea Legislativa; y en aquel mensa-
je, como único y suñciente fundamento de la

ley que fué sancionada y llevada a ejecución


brillante, transcribe la página de este libro en
que se expresa lo que aquel pabellón significa
en la historia nacional y en la de América.

VI

Basta con lo dicho para que los lectores


de esta Epopeya de Artigas sepan, a ciencia
cierta, que leen una rapsodia recogida en un
ambiente vivo por quien lo ha vivido y respi-
rado. En esta segunda edición el autor no ha
rectificado en casi nada el relato de la prime-
ra; pero lo ha ampliado tanto, y tanto lo ha
enriquecido con nuevos hechos documenta-
dos; de tal manera ha cuidado su estilo y ajus-
tado las proporciones de su forma estética, que
la otra edición, apremiada por perentorio pla-
zo, pudiera ser considerada como el anuncio
o primera prueba de la presente, completa y
definitiva. Enésta figuran copiosos documen-
tos inéditos; nuevos retratos o semblanzas de
personajes, agregados a la ya larga galería an-
— 138 —
terior, y presentados en su ambiente, vivos,
con todo su color personal y su signiñcado
sociológico; nuevos elementos, por ñn, para
que los hombres del presente puedan ser tes-
tigos personales de los hechos pasados, y juz-
garlos por mismos.

Y si se tiene en cuenta que esta edición, por


su precio y número, llegará adonde la otra no
pudo llegar, podemos decir que es ahora cuan-
do este libro aparece.
No es probable que desaparezca sin dejar
huella, y será inútil ponerle trabas; es preciso
abrirle paso. Con ese solo objeto, y sólo para
esta edición, ha sido escrito este Prefacio.

Montevideo, 1915.
ÍNDICE
índice —
PÁGINAS

SOBRE ALVEAR Y ARTIGAS


A un Joven historiador 11

Fantásticas revelaciones 21

Sobre historia platense 35

Los documentos 47

DENUESTOS CONTRA ARTIGAS


SOBRE EL CONGRESO DE TUCUMAN 65

LA ARGENTINIDAD de Ricardo Rojas 87

PREFACIO de LA EPOPEYA DE ARTIGAS. 117


.

OBRAS EDITADAS
LA BOLSA DE LOS LIBROS, Calle Sarandí, 441

Salgado J. «De la posesión», 1 tomo S 1.20

Lagarmilla E. «Comentarios del Código de Proce-
dimientos», 1 tomo ,2.50
—«Las acciones en materia civil», 1 tomo (agotado) .

Lasplaces A. —
«Cinco meses de guerra», estudio de
la guerra europea 0.40

Agorio Adolfo, «Jacob». «La Fragua», apuntes de
,

la guerra europea 0.40


— »Fuerza y Derecho». Aspectos morales de la guerra
,

europea 0.50

Azaróla Enrique. «Proyecto de Constitución para
,

la República Oriental del Uruguay» 0.30



Cruz Alcides. «Incursión del G-eneral Fructuoso Ri-
,

vera a las Misiones» 0.40



,

Becquer Gustavo A. «Rimas», con una nota preli-


minar de Leoncio Lasso de la Vega y un canto por
G. del Busto 0.25
«Almafuerte» (Pedro Palacios). —«Apostrofe», poe-
,

0.10
—«Obras completas», con un estudio de A. Lasplaces
,

0.35
Acosta t Lara Federico E. —
«Lecciones de Derecho
,

Constitucional e Instrucción Cívica», 1 tomo .... 1.00



,

PalomeQue A. «El General Rivera y la campaña de


Misiones», 1 tomo ,1.00

Ramírez Gonzalo. «La tasa del impuesto en la Ar-
gentina y los pueblos de Europa» 0.50

Guaní A. «El Presupuesto en la República Oriental
,

del Uruguay». Estudio económico -financiero .... 0.40


Lagarmilla A. —«Estudios del Código de Procedi-
,

mientos», 2 tomos , 2.00


Zorrilla de San Martin Juan.— «Detalles de His-
Río Platense», 1 tomo
toria 0.50
Agorio Adolfo. —
«La Sombra de Europa», nuevos
,

conceptos de la Moral, 1 tomo 1.00



,

Sayagues Laso R. «Vistas fiscales», con las senten-


correspondientes, tomo 2.00
—cias
1 ,

«Nuevas Vistas fiscales», con las sentencias corres-


pondientes, 1 tomo 2.00
Maeterlinck Mauricio. —«La Muerte»
,

0.35
— Vida de
«La las Abejas»
,

0.35
—«La de las Flores»
,

0.35
— «Los Inteligencia
Dioses de la Guerra»
,

0.35
Rubén Darío. — «Prosas Profanas»
,

, 0.35

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G*- J D

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riop '.ate uie.

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