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La política: ¿monopolio de la

derecha?
Cristina de la Torre
Columnista

Lo sabido: al pronunciamiento
de las mayorías contra el
hambre y la exclusión responde
este Gobierno con un baño de
sangre. Lo revelador: en su
afirmación como autocracia con
todas las letras, les niega el
derecho a la política, a la
disputa del poder. Lo niega,
primero, reduciendo a
vandalismo un estallido de
entidad histórica y, a
gremialismo asexuado, la justa
de los trabajadores
organizados. En segundo lugar,
boicotea, deslegitima o ilegaliza
diálogos y acuerdos alcanzados
entre mandatarios locales y el
movimiento popular, que se ha
dado sobre la marcha formas
novedosas de organización.
Comenzando por la Primera
Línea, generosa en entrega de
vidas a la brutalidad
sincronizada entre policías y
paramilitares. En Cali, en
Bogotá, en municipios
apartados, la contraparte en la
mesa los reconoce como
actores políticos cuya condición
ganaron por pelearse derechos
ciudadanos y reclamar justicia.
Entre otros, el derecho de elegir
sin miedo y el de ser elegidos
para decidir en favor de la
comunidad, del barrio, de la
vereda, por sí mismos o por el
partido que los represente.
A este emplazamiento
multitudinario por educación,
empleo, democracia y dignidad
contrapone el establecimiento
uribista militarización y
homicidio. Hace invivible la
república esperando reverdecer
la estrategia electorera del
redentor que, bajado del cielo
para conjurar el caos, repetiría
presidencia en 2022. Y
magnifica las minucias que
concede: una manito de pintura
en la fachada, cuando el
reclamo apunta a los cimientos
de la casa. En andanada pública
contra el sindicalista que le
señala al movimiento las
elecciones para ganar voz y
capacidad de decisión —para
ganar poder político—, el
presidente lo insulta en público,
mancilla la dignidad del cargo
y, haciéndose eco de Álvaro
Uribe para quien el Comité del
Paro “ha sido un propulsor de la
violencia”, nos recuerda que
también el ejercicio de la
política es monopolio de las
élites. Que no les basta a ellas
su control de bancos, tierras, el
erario, la verdad revelada y la
distinción social, de gente de
bien, tantas veces conquistada
en asocio del delito.
En experimento feliz que se
replica con frecuencia creciente
en el país, cuando el
movimiento vira hacia la
discusión de sus anhelos, los
depura y empieza a traducirlos
en agendas de negociación,
Jorge Iván Ospina, alcalde de
Cali, ha logrado lo impensable:
le reconoció calidad de
interlocutor político a la Red de
Resistencias de Cali —
organización horizontal, no
jerárquica— para escuchar sus
demandas y acordar soluciones
con mediación de la Iglesia y de
la ONU. Primer resultado, se
levantaron los bloqueos, previa
expedición de un decreto de
garantías a la protesta pacífica.
Un juez suspendió el decreto
porque, argumentó, el manejo
de la protesta correspondía al
presidente, no al alcalde. Mas el
proceso sigue: pierde aval
jurídico, pero gana dimensión
política. Y proyección nacional.
“En Puerto Resistencia he
encontrado liderazgos que
enorgullecen por su valentía, por
su capacidad política”, declara
Ospina. Fiscalía y Policía,
agrega, tendrán que habérselas
con grupos de delincuentes que
quieren afectar la
institucionalidad creada
sembrando caos. Plan de
choque de empleo, tan urgente
como el servicio público de
salud y apoyo financiero a la
comunidad serían un primer
paso hacia la canalización
institucional de la crisis.
Para desdicha de los
mandamases en política, en la
irrelevancia y la corrupción de
partidos al servicio de una
dirigencia negligente y sin
hígados, la explosión de
poderes en la base bien podrá
expresarse en elecciones.
Entonces el nuevo pacto social,
que hoy naufraga en un mar de
rencor y de miedo, será una
posibilidad. Manes del poder
popular que se exprese en las
calles y como fuerza
parlamentaria. La política
dejaría de ser monopolio de la
derecha.

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