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La Constitución

pintada
Pedro González-Trevijano

Conmemoración del XL aniversario de la Constitución

Boletín Oficial del Estado


Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España
La Constitución
pintada
La Constitución
pintada

PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

         
Boletín Oficial del Estado
Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
de España
Madrid, 2018
Primera edición: octubre de 2018

En portada: Promulgación de la Constitución de 1812, por Salvador Viniegra.

En contraportada: Jura de la Constitución de 1876 por S.M. la Reina Regente Doña


María Cristina, por Francisco Jover y Joaquín Sorolla.

Director de publicaciones
de la Real Academia de Jurisprudencia
y Legislación de España: Antonio Fernández de Buján

Los coeditores quieren expresar su agradecimiento por la colaboración prestada


por el Museo Nacional del Prado, Congreso de los Diputados, Senado, Excmo.
Ayuntamiento de Cádiz, Patrimonio Nacional, Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía y Museo Nacional de Estocolmo.

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y Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
©  Pedro González-Trevijano

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IMPRENTA NACIONAL DE LA AGENCIA ESTATAL


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A Feliciano Barrios, distinguido académico, excelente jurista
y renombrado historiador
«Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada
de realidad por todas partes.»
( J. Ortega y Gasset, Meditación del marco)

«Sed constantemente los cantores de vuestro siglo;


sed, si es que sois artistas, sus profetas (…)
Es sólo el artista el que sabe reproducir su vida interior,
esa vida interior que es la vida de la sociedad
a la que pertenecemos, la vida del mundo en que habitamos».
(F. Pi y Margall, Historia de la pintura en España)

«No basta con conocer las obras de un artista. También hay que
saber cuándo las hacía, por qué, cómo, en qué circunstancias.»
(Picasso)
Índice
Índice

Agradecimientos................................................................................. 17

I) OBJETO .................................................................................................. 19

II) LA CONSTITUCIÓN TIENE QUIEN LA PINTE  .... 23


A) A modo de introito  ........................................................ 23
B) Una construcción tan apasionante como compleja  ........ 25
1) La interesada y distorsionada imagen del poder  ...... 25
2) La pintura como instrumento de explicitación de la
emotividad constitucional. La reinvención de la rea-
lidad política-constitucional  ...................................... 31
C) Constitución y pintura. Una interrelación fecunda. Algu-
nos ejemplos de una feliz convivencia politizada  ............ 36
D) Funciones de la pintura de historia. La recreación de la
realidad política-constitucional  ....................................... 54

III) EL
 EPÍLOGO DEL ANTIGUO RÉGIMEN. EL ESTA-
TUTO DE BAYONA DE 1808  ......................................... 59
A) Una crisis constitucional sin precedentes. 1808. Un annus
horribilis. La desvertebración del Estado  ....................... 59
B) La familia de Carlos IV, de Francisco de Goya  ............. 66
C) El dos y el tres de mayo, de Francisco de Goya  .............. 73
1) El 2 de mayo  .............................................................. 73
2) El 3 de mayo  .............................................................. 77
D) El Estatuto de Bayona. Una Carta otorgada  ................ 81
E) La batalla de Bailén, de José Casado del Alisal  ............. 94

IV ) LA
 CONSTITUCIÓN DE 1812. EL SURGIMIENTO
DE LA NACIÓN ESPAÑOLA  .......................................... 103
A) 1812. Un anuus mirabilis. El surgimiento de una nación .... 103

13
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

B) La Constitución de 1812. El verdadero comienzo del


constitucionalismo español  ............................................. 105
1) Contexto histórico y social. La aparición en escena
de los actores políticos gaditanos y, por tanto, nacio-
nales  .......................................................................... 105
2) La irrupción de un revolucionario sujeto político-cons-
titucional: la Nación española  .................................. 110
3) Una mágica triada constitucional bien avenida: la
Nación, las Cortes Generales y la soberanía nacio-
nal  ............................................................................. 111
C) Los pintores de la Pepa  ................................................. 119
1) El juramento de los primeros diputados a Cortes en 1808,
de José Casado del Alisal: una visión conservadora
del momento constituyente  ...................................... 119
2) El esqueleto de una novedosa ordenación constitu-
cional: Nación, Cortes Generales, soberanía nacional
y representación política  ........................................... 124
3) Proclamación de la Constitución de Cádiz, de Salvador
Viniegra y Lasso de la Vega: una visión progresista
del momento constitucional  ..................................... 133
D) La supresión del Antiguo régimen, una monarquía cons-
titucional y una enunciación axiológica de perfiles ius-
naturalistas  ...................................................................... 137
E) La imperdonable traición de un rey felón. Fusilamiento
de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de
Antonio Gisbert Pérez  ................................................... 142
F) Francisco de Goya: una problemática convivencia. Entre
José I y Fernando VII  ................................................... 148
G) La mejor cara del ideario político goyesco. La alegoría de
la Constitución de 1812  ................................................... 150

V) LA CONSTITUCIÓN DE 1876. UN MODERADO EQUI-


LIBRIO ENTRE LA MONARQUÍA Y LAS CORTES  .... 155
A) El mesurado tiempo de la Restauración  ........................ 155
B) Cánovas y su obra más preciada: la Constitución de 1876. 158
1) Elaboración y significado político  ............................ 158
2) Sus principios y rasgos definitorios. La idea canovista
de la «Constitución interna»  .................................... 161
3) Jura de la Constitución por S. M. la Reina Regente Doña
María Cristina, de Joaquín Sorolla y Bastida  .......... 166

14
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

VI) LA CONSTITUCIÓN DE 1978. LA ESPAÑA CONSTI-


TUCIONAL  .......................................................................... 173
A) De la Transición Política a la Constitución de 1978  .... 173
B) La ejemplar labor de la Corona. Don Juan Carlos I, un
activo rey constitucional  ................................................. 174
1) De la potestas a la auctoritas. Una monarquía parla-
mentaria  .................................................................... 174
2) La semblanza de un Rey referencial. S. M. El Rey
Don Juan Carlos, de Pablo Serrano  .......................... 177
3) La imagen gráfica de un Rey constitucional. El
Rey Don Juan Carlos cumple 70 años, de Antonio
Mingote  .................................................................... 179
4) La representación moderna de la primera Familia de
España. La Familia de Don Juan Carlos, de Antonio
López  ........................................................................ 182
C) Los primigenios valores de la Transición Política  ......... 184
D) El consenso como elemento vertebral de la convivencia
política y del orden constitucional  ................................. 186
1) El élan vital del consenso  ........................................ 186
2) Consenso político-parlamentario  .............................. 193
a) Alcance y significado. De la Ley para la Reforma
Política de 1977 a la Constitución de 1978  ....... 193
b) Políptico de los Ponentes constitucionales, de Hernán
Cortés  .................................................................. 202
c) Alegoría de la Paz. Homenaje al vigésimo quinto
aniversario de la Constitución de 1978, de Guiller-
mo Pérez Villalta  ................................................. 207
d) Sin título (de la serie «Te hablo de lo cotidiano»),
de Javier Garcerá  ................................................. 211
3) Consenso nacional  .................................................... 218
a) Vox populi, vox Dei  .............................................. 218
b) El abrazo, de Juan Genovés  ................................ 219
c) Homenaje del pueblo de Madrid a la Constitución de
1978, de Miguel Ángel Ruiz-Larrea  .................. 223
4) Los principales contenidos materiales del consenso .... 226
5) El lenguaje propio del consenso  ............................... 230
6) La preservación del consenso. El diario refrendo
ciudadano a la Constitución de 1978  ...................... 232
E) La España constitucional de Felipe VI. Retrato de Felipe
VI, de Hernán Cortés  .................................................... 234

VII) LISTADO DE OBRAS REPRODUCIDAS  .................. 237

15
AGRADECIMIENTOS

La presente publicación encuentra su origen en el Discurso de


ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de
España, leído el 18 de junio de 2018. Ninguna modificación
sustancial se ha introducido desde entonces, salvo algunas re-
ferencias bibliográficas, eso sí, que completan y mejoran algu-
nos de sus contenidos y reflexiones.

Deseo testimoniar explícitamente mi agradecimiento a la Real


Academia de Jurisprudencia y Legislación de España, en la figura
de su Presidente, el profesor José Antonio Escudero, y a todos
y cada uno de sus miembros. Con una especial referencia a
quienes en su día tuvieron la amabilidad de avalar mi candi-
datura: los académicos Tomás-Ramón Fernández, Alfredo
Montoya Melgar y Luis María Cazorla Prieto. A este último
he de manifestarle mi gratitud de manera especial por su ge-
nerosidad y por la gentileza de haber dado contestación a mi
discurso de entrada.

Asimismo quiero dejar constancia de mi consideración al pro-


fesor Enrique Arnaldo Alcubilla, a la doctora María Paz Ma-
tesanz, al profesor Antonio Gómez Arellano, y a los letrados
del Tribunal Constitucional, Isabel Benzo Sainz y Carlos Díez
Lirio, que tuvieron la gentileza de leer el presente texto. Y,
como siempre, a Paloma Schuller, en las no menos importantes
labores de intendencia que la publicación de todo libro siempre
implica.

También agradecer al director del BOE, Manuel Tuero Secades,


y al académico Antonio Fernández de Buján, todas las facili-
dades brindadas para la edición de esta obra.
I
OBJETO

H
e escrito las presentes páginas con pasión. Siempre he
creído que esta engrandece al hombre, al tiempo que
como expresaba La Rochefoucauld, «la pasión es el
único orador que persuade». Y a tal efecto, confieso dos pasio-
nes: el Derecho y el Arte, y en particular, la pintura. Pues bien,
el presente estudio trata de anudar ambas.

Examinaremos cómo la pintura, y de manera especial la pin-


tura de historia, se muestra como un medio eficaz de explici-
tación del contexto social y político de los avatares constitu-
cionales, así como de los principios y valores, ¡hasta de la
mismísima ideología!, de las Constituciones de nuestro Dere-
cho histórico. Un instrumento, útil como pocos, para mostrar
en su momento, pero también para predeterminar pro futuro,
la imagen, hasta recreándola, de la poliédrica realidad políti-
co-constitucional. «La riqueza de la realidad —reseña Marías—
es ilimitada; las trayectorias, aunque haya una central y dura-
dera, como la de un cohete, son necesariamente varias» 1. La
pintura es, de esta suerte, una herramienta dotada de inten-

  J. Marías, Tratado de lo mejor. La moral y las formas de la vida, Alianza


1

Editorial, Madrid, 4.ª reimpresión, Madrid, 1996, pág. 166.

19
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

cionados rasgos taumatúrgicos, y hasta, por qué no, tramposos,


que nos brinda una cara no pocas veces interesada, y por lo
tanto no precisamente auténtica, del ejercicio del Poder y de
la aplicación del Derecho. Hasta me atrevería a ir más allá:
«el arte es necesario para que el hombre pueda conocer y
cambiar el mundo. Pero también es necesario por la magia
inherente a él» 2.

Desde estos presupuestos, Derecho Público y Arte, Consti-


tución y Pintura, entran en escena, nunca mejor dicho, como
un maridaje, que diría Oscar Wilde, de conveniencia 3, mien-
tras cada uno disfruta, sin renunciar a sus rasgos gnoseoló-
gicos diferenciadores y a sus preocupaciones, de vida propia.
Ambas se encuadran en el ámbito de las ciencias del espíri-
tu, es verdad, pero pocas concomitancias teóricas y epistemo-
lógicas comparten más allá de un lejano origen común. El
de su artífice material: el hombre. Nada le sonaría así más
extraño a la coqueta Pintura que le habláramos de una forá-
nea ciencia del deber ser, de una alejada ciencia prescriptiva,
de un extraño concepto de Norma normarum desarrollado
sobre las ajenas nociones de Constitución en sentido formal
y material.

2
  E. Fischer, La necesidad del arte, prólogo de J. F. Ivars, Península, 1.ª ed.,
Barcelona, septiembre de 2011, pág. 31.
3
 O. Wilde, «Un marido ideal», en Obras completas, traducción de Julio
Gómez de la Serna, Aguilar, 10.ª ed., Madrid, 1967, pág. 507: «Nuestros
maridos no aprecian nunca nada en nosotras. Tenemos que recurrir para eso
a otros hombres. Sí; tenemos que recurrir siempre a otros, ¿verdad?»;
pág. 538: «Pero las mujeres modernas lo comprenden todo, según he oído
decir. Excepto a sus maridos. Es la única cosa que la mujer moderna no
comprende jamás»; y pág. 557: «No me preocupan los malos maridos; he
tenido ya dos y me han divertido enormemente». Aunque la expresión más
conocida, a estos efectos artísticos, del escritor irlandés, es la de que «La
teoría es realmente muy curiosa; pero para completarla necesita usted
demostrar que la Naturaleza es como la Vida: una imitación del Arte», en
«La decadencia de la mentira (Observaciones)», op. cit., pág. 984. Son
también dignas de reseña sus reflexiones en «El crítico artista (Diálogo)»,
op. cit., págs. 913-966.

20
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

No hay entre ambas confusión ontológica de conocimientos, ni


metodológica en la manera de abordarlos, ni pluriforme coexis-
tencia de fórmulas contradictorias, sino, eso sí, facilitación y
enriquecimiento, de una mejor aprehensión de la vitalidad po-
lítico-constitucional, cierta o reinventada, pues la pintura exte-
rioriza todavía hoy de forma imbatible los principales sucesos
políticos y constitucionales. Junto a ello, y no es una circuns-
tancia menor, nos brinda una novedosa dimensión crítica y
valorativa del acervo constitucional. Eso sí, como apuntaba
Stravinsky, la facultad de creación nunca se produce de forma
adanista y aislada; va de la mano de la bendita observación de
los hechos y de los fenómenos: «El verdadero creador —aquí
nuestro pintor— se reconoce en que encuentra siempre a su
derredor, en las cosas más comunes y humildes, elementos dig-
nos de ser anotados (…) Le basta echar una mirada alrededor» 4.
Sin olvidar, ¡no se puede preterir!, pues de arte estamos argu-
mentando, la satisfacción más elevada y espiritual: la estética.
Una estética que no renuncia, pues ni puede ni debe, al aspec-
to lúdico. No importa que, a diferencia de la música, donde la
realización se consuma en su ejecución instantánea, «su creación
sea dura y permanentemente visible» y que «una vez acabada la
obra de arte, inmóvil y muda, ejerza su acción mientras haya
hombres que dirijan su mirada hacía ellos». Nosotros, aplicados
observadores de hoy, somos testigos activos del deleite 5.

4
  I. Stravinsky, Poética musical en forma de seis lecciones, traducción de
Eduardo Grau, Acantilado, Barcelona, 2006, págs. 57-59, donde el insigne
músico sigue realizando la siguiente lúcida reflexión sobre el proceso creativo,
ya sea en la música como en la pintura: «La facultad de observar y de sacar
partido de sus observaciones no pertenece sino a aquel que posee, al menos
en el orden de su actividad, una cultura adquirida y un gusto innato. El
marchante, el coleccionista que compra, el primero, las telas de un pintor
desconocido que será célebre veinte años más tarde con el nombre de
Cézanne, ¿no nos proporciona un ejemplo manifiesto de aquel gusto innato?
¿Qué es, pues, lo que guía su elección? Un olfato, un instinto del que procede
ese gusto, facultad completamente espontánea, anterior a la reflexión».
5
  J. Huizinga, Homo ludens, traducción de Eugenio Imaz, Alianza
Editorial, 5.ª reimpresión, Madrid, 2005, págs. 210-211.

21
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Tras un capítulo introductorio, denominado la Constitución


tiene quien la pinte, donde conjugamos algunas nociones de la
Teoría de la Constitución —Constitución en sentido racional
normativo, histórico o sociológico—, con el examen de ciertas
composiciones pictóricas, estudiamos acto seguido, de forma
hermanada y hasta integrada, la feliz y lograda convivencia y
connivencia de las grandes creaciones artísticas nacionales, des-
de Francisco de Goya hasta Antonio López, con la en dema-
siadas ocasiones azarada y sobresaltada historia constitucional.

22
II
LA CONSTITUCIÓN TIENE QUIEN
LA PINTE

A)  A MODO DE INTROITO

C
orría el año de 1981 cuando Pedro Cruz Villalón, ca-
tedrático de Derecho constitucional, y después Presi-
dente del Tribunal Constitucional, publicaba un suges-
tivo artículo sobre nuestro modelo de distribución territorial
del poder político —el denominado Estado de las Autono-
mías— con un más que atrayente título: La estructura del Es-
tado o la curiosidad del jurista persa 6. Hoy, algo más de veinti-
cinco años después, sin pretensiones de emulación, ni de
semejanza dogmática, con el excelente hacer del jurista sevilla-
no, se propone otra reflexión con confesable vocación innova-

6
  Recogido hoy en P. Cruz Villalón, La curiosidad del jurista persa, y otros
estudios sobre la Constitución, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
2.ª ed., Madrid, 2006, págs. 377-440, en cuyas primeras líneas se podía leer:
«Supongamos por un momento que en un rincón de Persia habita un jurista
que carece de cualquier tipo de información acerca de este país, pero que,
por una misteriosa razón desea conocer cuál es la estructura de nuestro
Estado, para lo cual —no olvidemos que, aunque oriental, es, al cabo,
jurista— no se le ocurre cosa mejor que procurarse un ejemplar de nuestra
Constitución vigente y entregarse concienzudamente a su lectura».

23
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

dora 7. En este caso, más allá —aunque sin renunciar a ellas, al


hallarnos entre juristas— de las consideraciones teoréticas del
orden constitucional (poder constituyente, concepto de Cons-
titución, derechos fundamentales, organización institucional del
Estado y sistema de articulación territorial del poder), para
adentrarnos en una búsqueda tan apasionante como transjurí-
dica también. La de encontrar, definir, caracterizar y explicitar
el papel del artista que nos retrotraiga al contexto histórico y
político en que aparecen, se desarrollan, triunfan y fracasan,
quizás en nuestro caso demasiadas veces, nuestras azaradas y
convulsas andaduras constitucionales. A esta finalidad responde
la presente intitulación: La Constitución pintada. No pedimos,
desde luego, como narra Plinio el Viejo, que aquí nos suceda
algo semejante al pintor Zeuxis quien, rivalizando con Parrasio,
pintó unas uvas con tanta naturalidad, que los pájaros del cie-
lo se acercaron para comérselas. Las Constituciones son jugo-
sas para un jurista, pero no despiertan, aunque en ocasiones se
echan en falta, tantas pasiones. Me conformaría con que las
excursiones artísticas ayudaran a avivar el añorado sentimiento
constitucional hacia nuestra Ley de leyes.

¿Es posible hallar en el inquieto trazo del lápiz del artista el


sentido último de nuestras Constituciones? ¿Puede auxiliarnos
el revoltoso pincel del pintor a desentrañar los verdaderos ar-
tífices y los actores destacados de nuestros diversos procesos
constituyentes? ¿Cabe encontrar en algunas de sus telas el
pathos que inspiran nuestros pretéritos textos constitucionales,
y la hoy Carta Magna de 1978? ¿Está pertrechado el arte para
sumergirnos y hacernos copartícipes, como ninguna otra acción
humana, en el proceloso trasfondo de tanto cambio político y
constitucional? Hasta, por qué no, ¿puede el arte, al que no
tenemos que negar un poder taumatúrgico, actuar como bálsa-
7
 Aunque hay alguna obra, en esta línea, excelente e innovadora entre
nosotros. Es el caso del excelente ensayo de A. Montoya Melgar, El trabajo
en la literatura y el arte, Civitas, Madrid, 1995, con sus agudas observaciones
sobre algunas obras emblemáticas de la mejor pintura: las de Le Nain,
Vermeer, Degas, Metsys, Velázquez, Goya, Léger, Millet…

24
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

mo curativo de nuestras experiencias más desafortunadas? O,


expresado en otras palabras y con nombres propios, ¿no son los
lienzos de Goya, Casado del Alisal, Viniegra, Gisbert, Sorolla,
Genovés o Hernán Cortés, aptos para transmitirnos, y hasta
para completar cada instante constituyente, cada momento
constitucional, cada hito político, cada reforma política? Estas
y otras consideraciones son las que nos han movido a escribir,
y en este caso a dar imagen y colorido, a estas reflexiones.

Estamos convencidos de que así es; de que no solo es factible,


sino que se nos brinda la oportunidad de reseñar una faceta,
la de la exteriorización de lo político constitucional, con una
completitud, dinamismo y riqueza que el irrenunciable y prio-
ritario examen de los textos y preceptos normativos, por muy
riguroso y exhaustivo que sea, no puede brindarnos. La certi-
dumbre de que es posible acercarse al mundo jurídico, y en
particular al constitucional, desde una posición normativa,
positiva y formal, pero que no nos impone, salvo que abracemos
un empobrecedor discurso, una impermeable, agotada y cerrada
concepción normativista, positivista y formalista del Derecho.
Prescindiríamos, de otro modo, de no pocas lecturas, de no
menores perspectivas y de la pertinente dimensión crítica. Si
me permiten hacer un juego de palabras, traigamos de nuevo
la admonición de Goethe poco antes de fallecer en Weimar un
lúgubre 22 de marzo de 1832: «Licht! mehre licht». «Luz, más
luz». El color, tanto el más cromático, como el más atempera-
do, nos ilumina las prescripciones jurídicas, transcritas invete-
radamente en blanco y negro.

B) UNA CONSTRUCCIÓN TAN APASIONANTE


COMO COMPLEJA

1)  La interesada y distorsionada imagen del poder

Aunque nos hallamos impelidos a hacer una obligada aclaración.


Tales confluencias entre Derecho y Arte alcanzan su correlación

25
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

más intensa cuando entra en juego otra realidad. Quizás, además,


la más emblemática e incontrolable de todas ellas. Nos referimos
a la aparición en escena de un sujeto subyacente que arrolla y
desborda casi todo: el poder, dueño y señor de la realidad po-
lítica. El poder se ha servido desde hace siglos, de forma des-
carada y sin rubor, del arte, especialmente a través de los retra-
tos de Estado, dando cobertura a los omnímodos poderes desde
los tiempos del Renacimiento y después del Antiguo Régimen
por parte de príncipes y reyes. Estos constataron sin esfuerzo el
papel susceptible de desplegar por parte del arte en el fortale-
cimiento del poder político. El princeps toma enseguida concien-
cia, en una época caracterizada por la fuerte personalización del
poder, de que la pintura de Estado era un formidable medio de
exaltación y propaganda. La Historia del arte está preñada de
ejemplos. Algunos de ellos verdaderamente significativos, pues
llegan a reconstruir la idea que hoy tenemos de los personajes.

Los pintores se alzan de este modo en unos impagables colabo-


radores de la política expansionista de unos y otros. El caballe-
ro (el poder) goza así del mejor de sus escuderos (el arte). Sin
hacer la lista interminable recordemos los emblemáticos casos
del Emperador Maximiliano I de Alemania y Alberto Durero
(Retrato de Maximiliano I, 1518, Kunsthistorisches Museum,
Viena); de Carlos V y Tiziano (Carlos V con armadura, 1532-
1533, hoy perdido; Carlos V con un perro, 1532, Museo del Pra-
do, Madrid; Carlos V a caballo en Mühlberg, 1548, Museo del
Prado; y Carlos V sentado, 1548, Althe Pinakothek, Munich); de
Napoleón y Jacques-Louis David (Napoleón cruzando los Alpes por
el Gran San Bernardo, 1801, Museo Nacional del Castillo de la
Malmaison; La coronación de Napoleón, 1805-1807, Museo del
Louvre, París; La distribución de los estandartes del Águila, 1810,
Museo de Versalles; y Napoleón en su gabinete, 1812, National
Gallery, Washington); o de Richelieu y Philippe de Champaig-
ne (Retrato del cardenal Richelieu sentado, 1636, Museo Condé,
Chantilly; los dos Retratos de pie, Museo del Louvre (1639),
París y National Gallery (1637), Londres; y el Triple Retrato de
Richelieu, 1642, National Gallery, Londres). Las razones de la

26
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

trascendencia de tales referencias visuales las explica Carmen


Iglesias: «El proceso narrativo que caracteriza el arte occidental
se ha apoyado casi siempre en el hecho de contar una historia
mediante imágenes (…) en la historia de Europa (y por tanto
en los españoles en tanto que europeos por historia y por voca-
ción) ha predominado el «hombre visual» —el gusto por las
líneas, el color, la composición y el espacio para contar historias—,
los mensajes que nos llegan a través de la pintura y de la escul-
tura de otras épocas se convierten en material histórico decisivo,
susceptible por lo demás de diferentes lecturas e interpretacio-
nes» 8. Siendo así, las más logradas metáforas literarias habrán
perdido parte de su razón de ser: ya no necesitamos, al menos
tan perentoriamente, del auxilio de las «imágenes verbales»; las
pinturas son «voces de colores y nos hablan con más fuerza que
los discursos de Cicerón y Demóstenes» 9.

La función social del arte beneficia no solo a los gobernantes,


que rentabilizan el conocimiento y la propagación del poder
visualizado, como a la comunidad nacional, pues favorece la
cohesión e integración de sus individuos y los grupos en que
se estructura. De esta suerte, el arte auxilia, institucionaliza y
refuerza el poder político gracias a la impagable virtualidad
brindada por las imágenes. Y hay más. El arte coadyuva asi-
mismo a asentar la simbología; no hay más que fijarse en los
retratos de Estado, particularmente en el Antiguo Régimen de
las Monarquías absolutas, a través de los cuales el poder suele
exteriorizarse a lo largo del tiempo de forma paralela. Si el arte
es compañero casi perenne del poder político, no menos po-
dríamos afirmar de un tripartito forjado sobre el poder, el arte
y el símbolo 10. Y es que el proceso de integración de toda
8
  C. Iglesias, «Prólogo», en P. J. González-Trevijano, La mirada del poder,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pág. XIII.
9
  J. M. González García, Metáforas del poder, Alianza Editorial, Madrid,
1998, págs. 27 y 53 y ss.
10
  Sobre la idea y las funciones del símbolo político, ver M. García
Pelayo, «Mitos y símbolos políticos», en Obras Completas, t. I, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1991, págs. 987 y ss.

27
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

unidad política se realiza, a juicio de García Pelayo, al hilo de


dos vías. La primera, la racional, propia de «métodos racional-
mente calculados o racionalmente utilizados para producir
integración, como son la representación jurídico-pública, la
organización, el Derecho legal. La segunda, la irracional, cons-
tituida por formas o métodos e instrumentos predominante-
mente derivados de fuentes irracionales, tales como las emo-
ciones, sentimientos, resentimientos e impulsos capaces de
provocar, de fortalecer o de actualizar el proceso integrador, o,
eventualmente, de tener los mismos efectos en sentido desin-
tegrador, si se trata de una unidad en curso de escisión» 11.

La causa última de tales concordancias encuentra explicación,


esgrime Díez del Corral, en la mismísima historia de Occiden-
te que ha utilizado con originalidad «el lenguaje pictórico para
confesar sus íntimas preferencias vitales, para plasmar su an-
helo de divinidad, su ambición poseedora del mundo, su sen-
tido de las agrupaciones sociales, sus análisis penetrantes del
alma humana (…) El europeo es fundamentalmente un hom-
bre visual, pero no de volúmenes como el griego, sino de líneas,
de color, de composición, de espacio. Por eso tantos europeos
han dicho sus mensajes por medio de la pintura. Dicho de otro
modo, el arte y los regímenes políticos, particularmente en los
tiempos de las Monarquías absolutas en Europa, se encuentran
indisolublemente vinculados a lo largo de la historia» 12. No
perdamos de vista que la pintura es el arte «más politizable de
la época moderna. Politizable no solo hacia afuera, por la re-
presentación que incumbe de la persona del Rey en sus fun-
ciones oficiales, sino politizable también ad intra —aspectos
ambos difícilmente diferenciables en la época del Absolutis-
mo— por la realización entre el artista y el príncipe» 13.
11
  Op. cit, pág. 989.
12
  L. Díez del Corral, «Ensayo sobre arte y sociedad», en Obras Completas,
t. I, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, pág. 989.
13
  Díez del Corral, «Velázquez, Felipe IV y la Monarquía», en Obras
completas, op. cit., t. III, págs. 2507-2509.

28
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Sea como fuere, el comprensible desasosiego que toda innovación


puede traer consigo en el por antonomasia conservador ámbito
de lo jurídico, ya que de ciencias sociales y ciencias del espíritu
hablamos, no existe sin embargo en las relaciones, sin duda las
más conocidas, entre historia y arte 14. El arte se ha reivindica-
do como un instrumento eficacísimo para visibilizar el conoci-
miento de los hechos históricos. Así lo atestiguan recientemen-
te entre nosotros, por ejemplo, las atractivas monografías de Fusi
y Calvo Serraller, y de García de Cortázar. En la primera, con
el nombre de El espejo del tiempo, Fusi, haciendo suyas las opi-
niones clásicas de Carlyle y Francis Haskell, afirma la conve-
niente simbiosis metodológica, a pesar de la diferenciación
gnoseológica, entre ambas disciplinas en pos de una convenien-
te complementariedad: «historiadores e historiadores del arte
tienen la obligación de trabajar juntos (…) Historia e historia
del arte son dos formas de conocimiento histórico que por su
origen y naturaleza se complementan y se necesitan. Creemos
en el extraordinario poder que las artes visuales tienen para dar
vida a la narración histórica, y en la capacidad que el arte tiene
para, a su manera, aprehender la realidad» 15. En la segunda,
Historia de España desde el arte, García de Cortázar formula con
semejante firmeza lo antes reseñado: «el autor de este libro ha
pensado que una selección de arquitecturas, pinturas y escultu-
ras puede estimular a recorrer la Historia (…) Para evocar lo
que fue, para leer como es debida la Historia, para asomarnos
a lo que se hizo en un tiempo remoto, es necesario ver. Y nada
14
 Ver, por ejemplo, el reciente libro de H. Kamen, Reyes de España.
Historia ilustrada de la monarquía, La Esfera de los libros, Madrid, 2017.
15
  J. P. Fusi, en J. P. Fusi y F. Calvo Serraller, El espejo del tiempo,
Santillana Ediciones, Madrid, 2009, Prólogo, aunque el autor matiza
asimismo lo siguiente: «pero son también disciplinas con entidad propia y
distinta, a las que la especialización exigió en su momento desarrollar y
perfeccionar sus propias lógicas de explicación, sus propios lenguajes y
debates, y sus particulares técnicas de análisis y estudio. El espejo del tiempo
es por tanto, como decíamos, un diálogo entre la historia y la pintura; pero
es ante todo un libro que quiere ser, al tiempo, verdadera historia y verdadera
historia del arte, y ello con todas sus consecuencias, que creemos son
especialmente positivas, y, por ello sin concesiones banales».

29
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

más adecuado a este fin que las obras de arte, porque los medios
del arquitecto, del pintor, del escultor son visuales» 16.

Aunque, en cuanto entramos en materia, las cosas adquieren un


elevado grado de complejidad, y no pocas dificultades. El histo-
riador del arte Calvo Serraller las ha desgranado en dos grupos.

Primero. «El arte —se apunta de modo acertado— no sigue


literalmente la secuencia de los acontecimientos en medio de
los que se ha producido, brillando con un especial fulgor y
densidad precisamente en periodos de miseria material y des-
gracia». Una realidad desajustada, por tanto, que cercena «la
armonía cronológica y conceptual de un relato histórico orde-
nado» 17. De una parte, porque los lienzos históricos no expresan
siempre los instantes estelares del genio y talento creativo de
un país, especialmente además tras el advenimiento de la mo-
dernidad y de la pintura abstracta; un devenir en que el arte se
encierra no poco sobre sí mismo, y por ende se muestra lejano
a satisfacer el reproductor papel de narrador gráfico de los
eventos públicos y oficiales. Sirvan de ejemplo algunas de las
series emblemáticas de Antoni Tapies (Series de carteles políticos,
1966-1979) y Antonio Saura (las dieciocho imágenes de Sueño
y mentira de Franco, 1937). De otra, porque, aun sin adentrarnos
en el informalismo, los relatos pictóricos no pocas veces se
construyen en momentos posteriores al suceso retratado, al que
terminan no pocas veces por superar y reescribir. Tiempo his-
tórico y tiempo artístico no tienen por qué coincidir.

Segundo. A la problemática descrita, se aúna una nueva, y no


de una menor contrariedad. Nos referimos a la determinación
singularizada, en el caso de que sea factible, de una historia
artística de perfiles nacionales. Pensemos, a título ejemplificati-
vo, en el Guernica de Picasso (Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, 1937): una obra que expresa, prima facie, el horror
16
  F. García de Cortázar, Historia de España desde el arte, Planeta, Barce-
lona, 2007, págs. VII y ss.
17
  Calvo Serraller, en op. cit., «Prólogo», págs. 13 y ss.

30
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de nuestra Guerra Civil al hilo del bombardeo por la aviación


alemana de la ciudad vasca, realizada por un artista español
afincado en Francia durante la mayoría de su vida, a solicitud
del entonces gobierno de la II República. Pero una composición
que con el transcurso del tiempo va más allá de la narración
trágica de la pequeña localidad vascuence, para conformarse en
un alegato internacionalizado de repulsión contra toda expresión
de violencia. Lo que volvería a hacer el Minotauro malagueño
casi quince años más tarde con ocasión de otro de sus lienzos
antibelicistas: (Masacre en Corea, 1951, Museo Picasso, París).
También, El osario (1945, Museo de Arte Moderno, Nueva York).

2) La pintura como instrumento de explicitación


de la emotividad constitucional. La reinvención
de la realidad política-constitucional

Es relevante recordar que la mayoría, cuando no la totalidad


de las obras pictóricas, que reflejan los acontecimientos políti-
co-constitucionales más sobresalientes, se ejecutan en un tiem-
po posterior por los pinceles más contenidos o innovadores del
pintor, obligado a «recrear» los hechos narrados, en no pocas
ocasiones los exageran, y hasta los falsean a conveniencia.

El caso más llamativo es quizás el épico lienzo de Jacques-Louis


David, Napoleón cruzando los Alpes por el Gran San Bernardo (1801,
Musée National del Castillo de la Malmaison), que compara la
gesta de Bonaparte con la de Aníbal atravesando la cordillera
alpina. David sitúa los nombres de ambos militares en las piedras
por las que discurre el camino justo en la parte izquierda de la
composición. Toda una declaración expresa de principios. El cor-
so se nos muestra así como «el último de una serie de guerreros
a caballo» 18. La pintura del artista revolucionario transforma la
vida y la atmósfera circundante, como había hecho antes por

  Díez del Corral, «El rapto de Europa», op. cit., págs. 764-765. La obra,
18

presentada en enero de 1800, satisfizo a Napoleón: «Bien, muy bien, David.


Ha comprendido mis pensamientos, me ha armado caballero francés».

31
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

ejemplo Antoine-Jean Gros con el lienzo Napoleón en Arcole (1796,


Museo del Louvre, París), reafirmando que una cosa es la realidad
fáctica y otra la artística. El paso de los Alpes por Napoleón no
se realizó bajo una fuerte tormenta, recordando la proeza del
general cartaginés, no había nieve ni hielo en el suelo, sino que
hacía buen tiempo; mientras tanto, el Emperador no montaba
tampoco un impresionante alazán blanco encabritado, con los ojos
llenos de fuego, la cabeza al frente y casi desbocada, que se su-
jeta difícilmente sobre sus dos patas traseras, y al que solo la
férrea mano izquierda del militar logra dominar, ¡sino en una
mula!; un animal más adecuado para transitar por el pedregal
montañés entre afilados acantilados y desafiantes picos. Y también,
en cierto modo, otra obra del pintor francés, La Coronación del
Emperador y la Emperatriz (1805-1807, Museo del Louvre, París),
no plasma el momento en que Bonaparte se corona en presencia
del Papa Pío VII, sino que se elige el instante ceremonial de la
investidura de Josefina por el propio Bonaparte.

Algo semejante podemos decir, ya entre nosotros, de Francisco


de Goya, al ejecutar sus dos conocidos lienzos El 2 de mayo de 1808
en Madrid o La lucha con los mamelucos y El 3 de mayo de 1808
en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío
(1814, Museo del Prado, Madrid), pintados seis años después de
los trágicos sucesos de la capital de España, durante la regencia
del infante Don Luis de Borbón y Villabriga. En ellos se revela
la asunción por el pueblo español de su condición de agente
político principal, aunque todavía no lo sabe, ni es consciente
de su hacer, de su sentimiento patriótico, de su defensa de la
libertad e independencia. Así que por qué no, nuestra toma de
La Bastilla, nuestro 14 de julio de 1789, es el 2 de mayo de 1808.
¡Qué casualidad, ironías de la historia, que fuera precisamente
ante los franceses! No sabemos a ciencia cierta si Goya presenció
personalmente alguno de los dos momentos del enfrentamiento
popular con las tropas francesas, pero sí parece que el pintor
aragonés fue prudente a la hora de su elaboración. El momento
político era complejo, se esperaba la llegada del Rey, y había que
ser comedido. Había sobradas razones para la desconfianza. No

32
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

era ocasión para adhesiones claras e inquebrantables 19. Salvo la


del enérgico rechazo al prepotente invasor.

Lo mejor, por tanto —debió de pensar el artista—, no entrar


en excesivos detalles, no recrear la escenografía 20, ni singularizar
los personajes que se erigen en iconos de la fuerza destructiva
de la violencia y de los horrores no solo de la Guerra de la
Independencia nacional, sino de cualquier guerra. Los que se
amotinan, los que son fusilados representan, sin más, a un in-
diferenciado y sufriente pueblo llano que no tiene nombres y
apellidos. Algo parecido, aunque aquí sí dotado de una innega-
ble carga intencional, a lo que haría más de cien años después
Picasso con el Guernica (1937, Museo Nacional de Arte Reina
Sofía, Madrid), expreso manifiesto antibelicista de caracteres
universales y predicables de cualquier lugar y tiempo. Otras dos
obras del aragonés, Saturno devorando a sus hijos (1821-1822,
Museo del Prado, Madrid) y Perro semihundido (1820-1823, Mu-
seo del Prado), en uno valiéndose de la alegoría clásica, y otro
simbólico y rabiosamente moderno, explicitan la aniquilación y
la desolación a que puede llevarnos la barbarie con rostro hu-
mano. Acierta pues Ridau, al entender que «es la forma de
contemplar la realidad, tras la que se identifican unas ideas, un
pensamiento, lo que convierte a Goya en un pintor intemporal
que, clamando contra la violencia de la que fue testigo, parece
clamar, al mismo tiempo, contra la violencia que vino después
y contra la que, por desgracia, seguirá viniendo en el futuro» 21.
19
  Rose-Marie y Rainer Hagen, Francisco de Goya, Taschen, Colonia, 2005,
pág. 56: «Se trata de imágenes sin una estricta toma de partido, ni en favor
de los ideales de la Revolución Francesa ni de la fama del propio país. Tanto
franceses como españoles son víctimas de la crueldad y en muchas ocasiones
ni siquiera resulta fácil observar en qué bando mata o muere cada uno. Todo
esto resulta nuevo en el arte occidental. (…) No hay vencedores. A Goya
solo le interesa reflejar cómo tratan los hombres a los hombres, cómo el caos
y la lucha hacen de los ciudadanos bestias».
20
  Resaltar, en este sentido, la instalación organizada por el Museo del Prado
en 2012, con el sugerente título El pensamiento constitucional en la obra de Goya.
21
 J. M. Ridao, Prólogo al libro de T. Todorov, Goya. A la sombra de las
luces, traducción de Noemí Sobregués, Galaxia Gutenberg. Círculo de

33
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Es más. Incluso los lienzos que pudieran semejarnos hoy más


inocuos, y hasta menos comprometidos, no son tan sencillos
ideológica y compositivamente como pudieran parecernos en
una primera aproximación. El juramento de los primeros Dipu-
tados a Cortes en 1810 en la iglesia de san Pedro y san Pablo en
san Fernando, Cádiz (1863, Congreso de los Diputados, Ma-
drid), de José Casado del Alisal, rememora un ambiente que
se nos antoja enclaustrado y sofocante, con una no casual
exaltación del poder del clero y de la Iglesia católica. En
cuanto al también cuadro del pintor palentino, La rendición
de Bailén (1864, Museo del Prado, Madrid), no puede ocultar
la gigantesca deuda contraída con La rendición de Breda o Las
Lanzas de Velázquez (1634-1635, Museo del Prado, Madrid).
Un acto de capitulación más propio, no tanto de avezados
guerreros, como de refinados caballeros que no pierden nun-
ca, hayan vencido o no, la compostura, el sentido de la di-
plomacia y la generosidad en los trances más difíciles de la
cruenta contienda. Y otros detalles tampoco nimios. La ren-
dición del general Dupont ante Castaños no se produjo en
Bailén, sino en la cercana localidad de Andújar unos días
después, mientras el artista daba entrada a personajes que no
se encontraban presentes, recreando una atmósfera cordial y
apacible que nada tenía que ver con las extremas condiciones
en que se fraguó la batalla.

Algo que puede afirmarse, pero ahora en sentido inverso, en la


obra del pintor gaditano Salvador Viniegra y Lasso de la Vega,
Proclamación de la Constitución de Cádiz (1912, Museo de las

Lectores, Barcelona, 2011, págs. 13 y 14. Y afirma en este sentido: «Goya


entiende que lo que la guerra de España reclama en primera instancia no es
una opción entre las ideas ilustradas y las del oscurantismo, que él resuelve
en favor de las primeras, sino una condena de los medios con los que están
tratando de servirlas sus respectivos partidarios. Al adoptar este punto de
vista, Goya accede a una forma de contemplar la realidad que, en último
extremo, explica el hecho de que numerosas de sus creaciones se hayan
convertido en iconos, en imágenes cuya concreción local remite, no obstante,
a una abstracción universal en la que los espectadores a mucha distancia
temporal y geográfica puedan proyectar sin dificultad su propia experiencia».

34
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Cortes, Cádiz), encargada para conmemorar, habían pasado cien


años, el primer centenario de la Constitución de Cádiz, un 19
de marzo de 1812, en la plaza de san Felipe, a la puerta misma
del Oratorio, lugar de las sesiones constituyentes tras el traslado
de las Cortes a la capital en febrero de 1811. Está claro: nuestro
artista comulgaba con el ideario del movimiento liberal y refor-
mista nacido en Cádiz. Y también debemos decir algo en tér-
minos similares del cuadro de Sorolla, Jura de la Constitución por
la Reina Regente María Cristina (1897, Senado, Madrid), que nos
retrotrae suntuosamente a tan relevante, a la par que complicado,
momento de nuestra historia de la segunda mitad del siglo xix.

Pero aún hemos de apuntar algo más. La pintura, y de mane-


ra particular, la pintura de historia del siglo xix, ha contribui-
do a poner rostro, a construir una imagen nacional del país.
Centrada no en las anteriores representaciones de escenas sa-
gradas o grecorromanas, sino en hechos nacionales que se
desean enaltecer. La significación política de los eventos des-
critos y el correlativo contenido patriótico de la historia narra-
da aparecen así como preocupaciones principalísimas de los
Casado del Alisal, Viniegra, Gisbert o Sorolla. Las obras des-
plegaban pues, señala Álvarez Junco, una función pedagógi-
ca-política, pues la diferencia entre «la literatura o la historia
y la pintura histórica-nacional es que ésta tuvo un origen
abrumadoramente oficial; además de los concursos convocados
por la Real Academia, las dos cámaras parlamentarias, Con-
greso y Senado, la propia Corona e incluso instituciones loca-
les como las Diputaciones provinciales, hacían encargos y ex-
hibían los lienzos en las paredes de sus palacios». Eran por
tanto encomiendas abonadas con fondos públicos, y reveladoras
de la visión, en tanto que esfuerzo por nacionalizar la cultura,
de la idea que tenían las instituciones de la nación española 22.
22
  J. Álvarez Junco, Mater Dolorosa, Taurus, Madrid, 2001, págs. 249
y ss.: «Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros
antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible.
Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado. Y, al hacerlo, los orientó de
forma no aséptica: primero, convirtiéndolos en antecedentes del Estado-

35
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

C) CONSTITUCIÓN Y PINTURA. UNA


INTERRELACIÓN FECUNDA. ALGUNOS
EJEMPLOS DE UNA FELIZ CONVIVENCIA
POLITIZADA

Retornemos ahora a nuestras preocupaciones más constitucio-


nalistas, al examen del Derecho público, que es tanto como
decir, del poder constituyente, creador de cualquier orden cons-
titucional 23, y de su más depurada síntesis política y jurídica:
la Constitución. Hoy nadie pone en entredicho en la literatu-
ra constitucional la naturaleza jurídica de nuestra disciplina, el
predominio de la metodología nacida de las geniales formula-
ciones de la dogmática jurídica alemana del siglo xix (Albrecht,
Gerber, Laband, Jellinek…), su concretización en la kelseniana

nación contemporáneo; segundo, ennobleciendo los rasgos de los personajes,


de forma, por cierto, impersonal y previsible (…) y tercero, y quizás lo más
importante, revistiendo el ente ideal en que se basaba la legitimidad de ese
Estado de una carga valorativa que se presentaba como generalmente
aceptada, pero que lo representaba precisamente como religioso, monárquico
y bélico».
23
  P. de Vega, La reforma constitucional y la problemática del poder
constituyente, Tecnos, Madrid, 1991, págs. 28 y 29 expresa su caracterización
de este modo: «Respecto a la naturaleza del poder constituyente, no
admite duda alguna que se trata de un poder absoluto e ilimitado (…) al
producirse su definición como poder soberano, lo que se hace en realidad
es trasladar e incorporar a la organización democrática moderna la
doctrina de la soberanía, tal y como había sido teorizada por Bodino, y
conservada en la tradición de la monarquía absoluta (…) De la calificación
del poder constituyente como poder soberano e ilimitado, derivan dos
consecuencias importantes. En primer lugar, que mientras los poderes
constituidos tienen su fundamento en la Constitución, y desde ella se
explican sus peculiaridades de actuación, el poder constituyente se justifica
por sí mismo (…) En segundo término, hay que advertir, igualmente, que,
a diferencia de los poderes constituidos que, en cuanto poderes jurídicos,
tienen establecidos sus modos de actuación en la Constitución, el poder
constituyente, en cuanto poder pre-jurídico, como res facti, non juris, no
solo es ilimitado en los contenidos de su voluntad, sino en las propias
formas de su ejercicio».

36
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Norma normarum 24 y las consabidas categorías de Constitución


en sentido formal y material.

Por la primera, en tanto que la Constitución exterioriza, como


explica García de Enterría, un conjunto normativo dotado de
supremacía, con pretensiones de permanencia, de valor norma-
tivo inmediato y directo, vinculando a todos los tribunales y a
los sujetos tanto públicos como privados, y limitadora del poder
a la que el poder constituyente le atribuyó la máxima jerarquía
normativa entre los medios de producción normativos. Como
refería la STC 16/1982, de 28 de abril, del Tribunal Constitu-
cional, «la Constitución, lejos de ser un mero catálogo de prin-
cipios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumpli-
miento hasta que sean objeto de desarrollo por vía legal, es una
norma jurídica, la norma suprema de nuestro ordenamiento, y
en cuanto tal, tanto los ciudadanos como todos los poderes
públicos y por consiguiente también los jueces y magistrados
integrantes del poder judicial, están sujetos a ella (arts. 9.1
y 117.1 CE)».

La Constitución entendida como norma jurídica implica hoy,


por lo demás, la presencia corolaria y casi prescriptiva de la
justicia constitucional. Constitución y Tribunal Constitucional
son categorías indefectiblemente interdependientes. La Consti-
tución vive y transpira a través de la justicia constitucional. En
palabras de la STC 4/18981, de 2 de febrero, —«El Tribunal
garantiza la primacía de la Constitución y enjuicia la conformidad
o disconformidad de ella con las Leyes, disposiciones o actos
impugnados» (artículo 27 de su Ley Orgánica)—… no puede

24
  En conocidas palabras de H. Kelsen, Teoría pura del Derecho, traducción
de Moisés Nilve, Eudeba, 16.ª ed., Buenos Aires, 1979, pág. 147: «Un orden
jurídico no es un sistema de normas yuxtapuestas y coordinadas. Hay una
estructura jerárquica y sus normas se distribuyen en diversos estratos
superpuestos. La unidad del orden reside en el hecho de que la creación de
una norma —y por consecuencia la validez de una norma— está determinada
por otra norma, cuya creación, a su vez, ha sido determinada por una tercera
norma. Podemos de este modo remontarnos hasta la norma fundamental de
la cual depende la validez del orden jurídico en su conjunto».

37
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

negarse que el Tribunal, es el intérprete supremo de la


Constitución». Este es quien, de modo prevalente, la va inter-
pretando y acomodando a las realidades sociales y políticas,
asegurando su imperativa efectividad 25. Lo que no comporta
que el control de constitucionalidad sea un control de oportu-
nidad (STC 11/1981, de 8 de abril), que pueda ser instrumen-
to de declaraciones preventivas (STC 31/2010, de 28 de junio),
o revestir aspectos de un enjuiciamiento de mera técnica legis-
lativa (STC 341/1993, de 18 de noviembre).

Y, por la segunda, la Constitución en sentido sustancial disci-


plina la estructura y las funciones de los diferentes poderes del
Estado 26, en un sistema colaborador y compensado de checks
and balances (en sus relaciones tanto institucionales como con
los ciudadanos), característico de un Estado democrático de
Derecho. Un Estado de Derecho que consagra simultáneamen-
te como contenido axiológico inviolable la protección de los
derechos fundamentales de la persona. Dice la STC 25/1981,
de 14 de julio: «Los derechos fundamentales son derechos
subjetivos, derechos de los individuos no solo en cuanto derechos
de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan
un “status” jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia.
Pero, al propio tiempo, son elementos esenciales del ordena-
miento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se
configura como marco de una convivencia humana justa y
pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y,
más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social

25
 Un examen sobre la significación actual de la justicia constitucional,
por ejemplo, P. J. González-Trevijano, El Tribunal Constitucional, Aranzadi,
Navarra, 2000, págs. 42-44.
26
 No hay en la jurisprudencia del Tribunal constitucional una sentencia
donde de forma explícita y elaborada se afirme una teoría moderna del principio
de separación de poderes. Quizás, porque sea tan incontrovertible en nuestro
vigente régimen constitucional, que el máximo intérprete de la Constitución no
ha sentido la necesidad dogmática de reseñarla. La más, la STC 166/1986, de
19 de diciembre (Caso Rumasa), que lo que hace es asumir de forma natural
el referido principio y su evolución histórica (FJ. 11).

38
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Cons-


titución (artículo 1.1)».

No podemos ni debemos quedarnos pues en una caracterización


meramente formal, y por tanto asustancial, de la Constitución.
Hay que resaltar, sin ambigüedad, que solo son Constitucio-
nes de verdad, Constituciones con mayúsculas, las Constituciones
que consagran el principio de separación de poderes y la tute-
la de los derechos fundamentales. Algo que ya apuntaba ma-
ravillosamente el artículo 16 de la Declaración francesa de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto
de 1789: «Toda sociedad en la que no está asegurada la garan-
tía de los derechos fundamentales ni determinada la separación
de poderes carece de Constitución» 27. «La Constitución —afir-
ma Rubio Llorente— toda Constitución que pueda ser así
llamada, es fuente del Derecho en el sentido pleno de la ex-
presión, es decir, origen mediato e inmediato de derechos y de
27
  E. García de Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal
Constitucional, Civitas, Madrid, reimpresión de 1994, págs. 49, 62, 64 y 68,
resume lo dicho del siguiente modo: «La Constitución, por una parte,
configura y ordena los poderes del Estado por ella construidos; por otra,
establece los límites del ejercicio del poder y el ámbito de libertades y
derechos fundamentales, así como los objetivos positivos y las pretensiones
que el poder debe de cumplir en beneficio de la comunidad. En todos esos
contenidos la Constitución se presenta como un sistema preceptivo que
emana del pueblo como titular de la soberanía, en su función constituyente,
preceptos dirigidos tanto a los diversos órganos del poder por la propia
Constitución establecidos como a los ciudadanos (…) Pero la Constitución
no es solo una norma, sino precisamente la primera de las normas del
ordenamiento entero, la norma fundamental, la lex superior (…) Lo primero
que hay que establecer con absoluta explicitud es que toda la Constitución
tiene valor normativo inmediato y directo (…) Pero hay más: del texto del
artículo 9. 1 no se deduce solo el carácter vinculante general de la
Constitución, sino algo más, el carácter de esta vinculación como “vinculación
más fuerte” (…) no todos los artículos de la Constitución tienen un mismo
alcance y significación normativas, pero todos, rotundamente, enuncian
efectivas normas jurídicas…» Y sobre la justicia constitucional dirá
recapitulando en la pág. 186: «Una Constitución sin un Tribunal Constitucional
que imponga su interpretación y la efectividad de la misma en los casos
cuestionados es una Constitución herida de muerte…»

39
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

obligaciones, y no solo fuente de las fuentes» 28. Las Constitu-


ciones carentes de semejante contenido material, podrán deno-
minarse pomposamente Constituciones, pero no pasan de ser,
como describió Loewenstein, una ordenación jurídica iuspubli-
cista de carácter nominalista o semántica, más semejante a un
falsario disfraz que a un auténtico traje 29. El Estado constitu-
cional se cimenta de forma irrenunciable en el principio de-
mocrático, de suerte que corresponde al pueblo la atribución
de la titularidad de la soberanía. Ni más, ni menos: el Estado
de Derecho como Estado democrático.

Todo lo cual nos lleva al rechazo de todas aquellas concepciones,


califiquémoslas en sentido amplio de sociológicas, que diluyen la
noción conformadora de la Constitución: su juridicidad. La efi-
cacia se impone, en tales casos, a la validez. La juridicidad se ve
suplantada, con independencia de los rasgos particulares de unas
y otras, por el puro decisionismo, por la mera sociabilidad, por el
poder material de lo fáctico, por los procesos varios de integra-
ción, por el examen de la operatividad de las fuerzas y grupos
políticos preponderantes, por los inequívocos poderes normados,
pero también de otros no normados… La Constitución no es
una forma de deber ser, sino de ser. La Constitución no es el
fruto del pasado, «sino inmanencia de las situaciones y estructu-
ras sociales del presente»; esto es, la Constitución no se asienta
en una norma trascendente, sino que la sociedad disfruta de su
28
  F. Rubio Llorente, La forma del poder. Estudios sobre la Constitución,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, t. I, 3.ª ed,
Madrid, 2012, pág. 91.
29
  K. Loewenstein, Teoría de la Constitución, traducción de Alfredo
Gallego Anabitarte, Ariel, 2.ª ed, Barcelona, 1976, págs. 218 y 219, dice de
estas: «Finalmente hay casos (…) en los cuales, si bien la Constitución sería
plenamente aplicada, su realidad ontológica no es sino la formulación de la
existente situación del poder político en beneficio exclusivo de los detentadores
del poder fácticos, que disponen del aparato coactivo del Estado (…) En
lugar de servir a la limitación del poder, la Constitución es aquí el instrumento
para estabilizar y eternizar la intervención de los dominadores fácticos de la
localización del poder político. Y para continuar con el símil anterior: el traje
no es en absoluto un traje, sino un disfraz».

40
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

propia «legalidad, rebelde a la pura normatividad e imposible de


ser domeñada por ella». La Constitución sociológica gira, en fin,
no sobre la idea de validez, como la racional normativa, ni sobre
la de legitimidad, de la Constitución histórica, sino sobre la de
eficacia 30. Aragón Reyes lo resume impecablemente: «La Cons-
titución es, ante todo, norma jurídica y la teoría de la Constitución
no puede ser, en consecuencia, más que teoría jurídica» 31.

Ahora bien, tales corrientes sociológicas parecen tomarse, cuan-


do de Constitución y Arte hablamos, su vendetta. Las mencio-
nadas categorizaciones se nos muestran extremadamente útiles,
resistiéndose afanosamente a abdicar, para erigir visualmente
sobre ellas una taxonomía de nuestros momentos histórico-po-
líticos, de las más logradas manifestaciones de lo jurídico-público
y de su más satisfactoria representación artística: la de las
Constituciones de nuestro Derecho histórico. Centrémonos,
para su mejor comprensión, en algunos casos que nos sirven
para explicar lo argumentado.

Primero. El decisionismo schimittiano tiene el mejor aliado en la


imagen artística de los monarcas durante el Antiguo Régimen,
titulares prácticamente omnímodos de los diferentes poderes del
Estado, especialmente del Ejecutivo, ajenos a toda limitación del
poder político, y sujetos portadores de la noción de soberanía.
Es la encarnación del principio monárquico, del princeps legibus
solutus est, en tanto que centro máximo de imputación política
y jurídica. Es el monarca quién adopta perfiles absolutos sin
restricciones relevantes, pues su actividad no se encuentra so-
30
  M. García Pelayo, Derecho constitucional comparado, Revista de
Occidente, 6.ª ed., Madrid, 1961, págs. 46-53.
31
  M. Aragón Reyes, Estudios de Derecho constitucional, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 3.ª ed., Madrid, 2013, pág. 171 realiza, no
obstante, la siguiente justa advertencia: «De ahí que el jurista no pueda
olvidar el sentido político de la Constitución, pero sin que ello le lleve a
abdicar del método jurídico o a mixtificarlo, camino que le conduciría, lisa
y llanamente, por mor de la comprensión del objeto de su conocimiento, a
la real ignorancia del mismo».

41
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

metida mayoritariamente al derecho, y establece las decisiones


fundamentales configuradoras del régimen político. Este se alza,
de forma unívoca, como el real y auténtico soberano en el An-
cien Régime. En este contexto, dirá Schmitt, «la Constitución en
sentido positivo contiene solo la determinación consciente de la
concreta forma de conjunto por la que se pronuncia o decide
la unidad política (…) Pero siempre hay en el acto constituyen-
te un sujeto capaz de obrar, que lo realiza con la voluntad de
dar una Constitución. Tal Constitución es una decisión cons-
ciente que la unidad política, a través del titular del poder
constituyente, adopta por sí misma y se da a sí misma» 32.

Unas ideas políticas que se traslucen en los frecuentes y variados


retratos de Estado de los monarcas del siglo xix durante la vi-
gencia de los Textos constitucionales que incardinan la soberanía
en la figura del Rey (Constituciones de 1808 y 1834), y en
menor medida en las que ésta se comparte con las Cortes (Cons-
tituciones de 1845 y 1876) 33. Así lo atestiguaba, por ejemplo, de
forma expresa e intencionada, la Constitución de 1808: «Ha-
biendo oído a la Junta Nacional, congregada en Bayona de orden
de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Empe-
rador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confede-
ración del Rhin, etc. Hemos decretado y decretamos la presente
Constitución…». Valgan, como ejemplo del visual poder regio,
algunos de los diferentes retratos de Estado de José Bonaparte,
monarca en tiempos del Estatuto de Bayona de 1808, situado
en el trono por decisión personalísima de su hermano el Em-
perador 34. Entre ellos destacan tres conocidos retratos.
32
  C. Schmitt, Teoría de la Constitución, traducción de Francisco de Ayala,
Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1934, págs. 24 y 25.
33
  Sobre las notas definitorias de nuestras Constituciones históricas, y en
particular acerca de los sujetos de la soberanía, ver F. J. García Fernández y
E. Espín Templado, director J. de Esteban, Esquemas del Constitucionalismo
Español, Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Univer-
sidad Complutense, Madrid, 1976, pág. 29.
34
  Ver sobre el pensamiento político de Napoleón la obra, entre nosotros, de
J. Pabón, Las ideas y el sistema napoleónicos, Urgoiti Editores, 2003, págs. 33 y ss.

42
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

El primero, de Joseph Bernard Flaugier (c. 1807, Museo de


Arte Moderno de Barcelona), vestido de medio cuerpo, con una
casaca y un manto donde aparecen las abejas de la dinastía
napoleónica, mientras porta un pañuelo blanco y la cruz de la
Legión de Honor. En su mano derecha agarra un libro en tan-
to que expresión de su carácter ilustrado. El segundo, de Jean
Baptista Wicar (1807, Museo Nacional de Versalles), también
de medio cuerpo, con uniforme y aparato que recuerda el re-
trato de su hermano el Emperador realizado por Jacques-Louis
David (1812, National Galllery, Washington). Y, el tercero, el
pomposo retrato de pie y cuerpo entero, propio del gusto del
Primer Imperio, de François Gérard (1810, Musée National du
Chateau de Fontainebleau), con el manto ceremonial en color
azulado y recubierto de armiño, y con presencia de las recurren-
tes imperiales abejas, mientras le cuelga el Toisón de Oro y la
Orden Real de España con su estrella de cinco puntas. La es-
cena está muy abigarrada y es ornamentadamente barroca.

Segundo. La espiritualidad smendiana, forjada sobre una con-


vivencia igualitaria del individuo y de la comunidad, donde el
Estado se muestra como un retal de la vida espiritual integra-
da e integral de los individuos y sus grupos —a través de una
simultánea fusión personal, funcional y real—, se puede vis-
lumbrar en la Alegoría de la Constitución de Cádiz de Francis-
co de Goya (1812-1814, National Museum, Estocolmo). «La
Constitución —dice Smend— en tanto que derecho positivo
no es solamente norma, sino también realidad; como Consti-
tución es realidad integradora» 35. Una anhelada integración, a
cuya particularizada aspiración real responden los procesos
representativos que otorgan un papel destacado a la simbología
con sus varias ceremonias, banderas, escudos y emblemas. Ta-
les preocupaciones se reflejan compositivamente en el lienzo
del pintor aragonés. También conocido como La Verdad, el
Tiempo y la Historia o España, el Tiempo y la Historia disfruta
de una elaboración curiosa. Hasta podríamos decir, dadas las

  R. Smend, Verfassung und Verfassungsrecht, Duncker & Humbolt,


35

München- Leipzig, 1928, pág. 80.

43
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

dudas sobre su significado, que la pintura ha sido literalmente


reinventada. Ejecutada junto con su pareja, la Alegoría de la
Poesía, para decorar las estancias del todopoderoso Manuel
Godoy, reflejaba el gusto francés de la Francia revolucionaria.

Según la interpretación nacional 36, España aparece, aunque otros


entienden que se trata sin más de una mujer sencilla, con una
indumentaria blanca, que lleva en su mano derecha un ejemplar
de nuestra Pepa, mientras la izquierda porta un cetro de per-
files modestos, que quizás se refiera bien al disminuido poder
monárquico, bien a la novedosa idea de la soberanía nacional.
La apelación a la Constitución de Cádiz revelaría de este modo
la supremacía de la Constitución sobre los principios casi sa-
crosantos del Antiguo Régimen. Estos se exteriorizan en forma
de monstruos domésticos, simbolizados en el trasfondo negro
de un árbol derribado. Al su lado se ubica la Historia, repre-
sentada desnuda, testimonio de la grandeza de su superioridad
y veracidad, que da fe con una pluma en la mano del momen-
to mágico. Ambas figuras están acompañadas por el Tiempo,
un anciano desnudo, y con unas grandes alas blancas, protec-
toras de la figura de pie erguida, con un reloj de arena en su
mano izquierda que anuncia la llegada de un tiempo nuevo y
glorioso: el de Cádiz y su Constitución de 1812. La época que
abre las puertas a la España constitucional y despide la Espa-
ña absolutista.

Tercero. También el concepto de Constitución en sentido ma-


terial elaborado por Mortati parece hallar aposento en algunas
de nuestras composiciones históricas. La Constitución invoca
la existencia de una previa comunidad social que se estructura
en función de una pléyade de factores organizadores que po-
sibilitan la actuación en un cierto sentido. La prueba fehacien-
te de su operatividad se institucionaliza cuando se forja en el
seno de la comunidad una fuerza política suficiente y habili-
tante, que consagra una Constitución que determina el status
36
  Así lo defiende últimamente A. González Troyano en La reinvención
de un cuadro de Goya, Abada Editores, Madrid, 2012.

44
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de quienes gobiernan y de quienes obedecen. Una Constitución


material en donde se enraíza y sustenta, dada la interrelación
entre lo jurídico y la relación social, la Constitución formal del
Estado. Para el jurista italiano es irrenunciable, simultánea-
mente, que «la Constitución considere, junto a las fuerzas
sociales capaces de la acción de impulso y de coacción, que
necesita para surgir y desarrollarse, el principio directivo de
esta acción; principio ni tan rígido como para impedir las
adaptaciones necesarias al cambio de las situaciones de hecho,
ni tan elástico como para prejuzgar el reconocimiento de su
identidad en el mudar de las fases de sus desarrollo» 37. A es-
tas preocupaciones, podría responder, por ejemplo, el lienzo
sobre el juramento de la Constitución gaditana de Casado del
Alisal, por más que el futuro de la Constitución sería a la
postre trágico. Traicionada pronto por Fernando VII, dispondrá
de un corto periodo de tiempo de vigencia, aunque su influen-
cia y relevancia se asentarán para siempre en el imaginario
colectivo español.

El cuadro del palentino José Casado del Alisal, pintor histori-


cista de rasgos románticos, El juramento de los primeros Dipu-
tados a Cortes en 1810 en la iglesia de san Pedro y san Pablo en
san Fernando, Cádiz, en 1810 (1863, Congreso de los Diputados,
Madrid), representa el momento solemne de la jura de la los
parlamentarios en la iglesia mayor parroquial de san Pedro y
san Pablo en la Isla de León, San Fernando, Cádiz. En él se
visualiza la síntesis jurídica de una fuerza nacional indepen-
diente, que se opone a la invasión del territorio nacional por
las tropas de Napoleón —nuestro artista realizaba asimismo La
rendición de Bailén (1864, Museo del Prado, Madrid)—, y que
dará luz a una Constitución con pretensiones modernizadoras,
limitadoras del poder y en parte democratizadoras. La comu-
nidad social nacional española había sido capaz de vertebrar
una fuerza política habilitadora de un nuevo régimen consti-

  C. Mortati, La Constitución en sentido material, traducción de Almudena


37

Bergareche Gros, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,


Madrid, 2000, págs. 220-221.

45
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tucional basado en el principio de la soberanía nacional. Decía


abiertamente el artículo 3 de la Constitución: «La soberanía
reside exclusivamente en la Nación, y por lo mismo pertenece
a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes funda-
mentales». Toda una radical y comprometida manifestación de
voluntad. Una energía política, como retratan los pinceles del
pintor, que acoge, a pesar de sus desavenencias, a integrantes
de los diferentes estados: representantes de la Iglesia, miembros
de la nobleza, ciudadanos de lo que sería el denominado Ter-
cer Estado, y políticos de la más distinta condición y diverso
origen, incluidos los españoles de ultramar.

Se nos retrotrae oficialmente y de forma inmovilista al instan-


te preciso del juramento de los diputados en la Misa del Es-
píritu Santo un 24 de septiembre de 1810 en la entonces Isla
de León. En el lienzo aparecen retratados, entre otros, el car-
denal Luis María de Borbón y Vallabriga, que preside la misa,
y el entonces Secretario de despacho, Nicolás Martínez Sierra,
que toma juramento a los diputados, pero que queda reducido
a un papel secundario. ¿Habían cambiado sinceramente tanto
las cosas entre el humo del incienso y la música del tedéum?
Por la factura del cuadro, desde luego, no lo parece, en un
ambiente donde lo conservador prima sobre lo más moderno.
Entre los mencionados diputados aparecen personajes célebres:
el conde de Toreno, Mejía Lequerica, Argüelles, Diego Muñoz
Torrero y Antonio Capmany. La Regencia estaba presidida por
el obispo de Orense, Pedro de Quintana y Quevedo, mientras
una lámpara dorada en el techo de la estancia sirve de cesura
entre los miembros del estado llano, con trajes de calle, y los
más vestidos y distantes dignatarios eclesiásticos. Pero, a pesar
de ello, el lienzo «supone una glosa al cuerpo legislativo y al
poder constitucional, que es la representación del pueblo espa-
ñol: es la unión de la Corona con las Cortes como símbolo de
gobierno» 38.
38
  Ver A. Silva, Colecciones artísticas del Congreso de los Diputados,
Fundación Argentaria. Congreso de los Diputados, Madrid, 1997, págs. 75
y 76.

46
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Cuarto. La referencia a los poderes normados y no normados,


a la normatividad y a la normalidad, en tanto que relación
dialéctica entre lo estático y lo dinámico en búsqueda de una
difícil unidad —dada la singular autonomía de sus distintas
partes integrantes— se expresa como nadie en la obra de Her-
man Heller: «En cuanto normas constitucionales, tienen la
función de procurar vigencia a una normalidad a la que se
reconoce valor positivamente, o sea a la conducta que realiza
la Constitución, no obstante el cambio de los tiempos y de las
personas». De esta suerte, «todas las normas constitucionales
vigentes valen en cuanto reglas empíricas de la situación real
de la organización estatal; poseen una normatividad normativa».
En resumidas cuentas, «la Constitución jurídica representa el
plan normativo de esta cooperación continuada» 39.

A tales presupuestos puede adscribirse ideológica y plástica-


mente la obra del gaditano Salvador Viniegra y Lasso de la
Vega, otro sobresaliente pintor historicista, con el título de
Proclamación de la Constitución de Cádiz (1912, Museo de las
Cortes, Cádiz). El cuadro recoge la proclamación de la Pepa,
un 19 de marzo de 1812, en la plaza de san Felipe, a la puer-
ta misma del Oratorio, lugar de celebración de las sesiones
constituyentes tras el traslado de las Cortes a la capital en el
mes de febrero de 1811. La composición es premeditadamen-
te diferente a la del juramento de la Constitución de Casado
del Alisal. Viniegra debía de ver con buenos ojos el ideario
político y jurídico de la Constituyente gaditana. Hasta podría-
mos inferir que era un militante convencido de sus presupues-
tos y postulados liberales.

La escena se produce ahora no en el interior del templo, como


la de Casado del Alisal, sino al aire libre, la fachada de la
Iglesia de san Felipe, engalanada para la ocasión con las con-
sabidas alegorías e inscripciones solemnes y ricas, con llama-
tivas guirnaldas, y la reproducción de dos medallones con sus
39
  H. Heller, Teoría del Estado, traducción de Luis Tobío, Fondo de
Cultura Económica, séptima reimpresión, México, 1974, págs. 280 y ss.

47
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

orlas de laurel, que rememoran dos fechas emblemáticas: las


de 1808 —comienzo de la Guerra de la Independencia—
y 1812 —la de la aprobación de la Constitución gaditana—.
El pueblo se había echado, nos apunta el artista, literalmen-
te a la calle una lluviosa tarde del 19 de marzo de 1812. ¡La
ocasión, desde luego, lo justificaba! El ambiente respira rego-
cijo y alegría por parte de una multitud variopinta y de unos
ciudadanos vestidos con multicolores ropajes, que alzan sus
brazos al cielo o sostienen sus sombreros en alto en señal de
incontrolado entusiasmo. En su parte superior aparecen los
diputados distinguidos (nobles, militares y clérigos). Mientras,
a ras del suelo, a la izquierda, lo hace el otro pueblo titular
de la proclamada soberanía nacional: miembros del Tercer
Estado, el pueblo llano... Ataviados con ropas de rica poli-
cromía, capas, redecillas para el pelo, sombreros, peinetas y
mantillas. La atmósfera irradia armonía y cohesión, aunque
esta era, como se vería trágicamente pronto, menos real de lo
pensado. Todos ellos escuchan atentos, ensimismados y en-
fervorecidos la que sería la lectura pública del anhelado Tex-
to constitucional. Finalmente, y haciendo de cesura entre
ambos grupos, el pintor testimonia en un muro un pendón
con los escudos de los diferentes territorios de España, acom-
pañados de los de Portugal y Gran Bretaña, que se habían
opuesto a Napoleón, con un lema: «Patria y Libertad». Asi-
mismo se acompaña la bandera de España, la referencia tra-
dicional al «Plus Ultra» y el escudo de la capital gaditana y
la Isla de León, con la inscripción de la efeméride: ¡19 de
marzo de 1812!

Una obra, en fin, que rezuma cordialidad y satisfacción entre


sus acalorados y exultantes protagonistas. Que emana simpatía
y sencillez por parte de unos españoles que son y se sienten
orgullosos ciudadanos, y no meros súbditos. Que parecen haber
asumido el alma más propia del Tercer Estado que unos años
antes formulaba en tierras francesas el abate Sieyès: «El Tercer
Estado, abraza, pues, todo lo que pertenece a la Nación; y todo
lo que no es en el Tercero, no puede ser mirado como de la

48
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Nación (…) ¿Qué es el tercer Estado?: Todo lo que es privi-


legiado por ley, de cualquier manera que sea, sale del orden
común y, por consiguiente, no pertenece al Tercer Estado» 40.
Una composición viva y viviente donde normatividad y nor-
malidad se dan la mano y estrechan afectos, deseos y aspira-
ciones. Aunque la fatalidad acechaba oculta tras el telón, a
pesar de que entonces, ni los actores principales del momento,
ni los activos espectadores ciudadanos, encandilados por las
ansias de libertad, podían sospechar la cercana ignominia: Fer-
nando VII derogaba, tras su regreso a España y la presentación
del Manifiesto de los Persas, la Constitución gaditana un infaus-
to 4 de mayo de 1814, restableciendo la Monarquía absoluta:
«Mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha
Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes (…) sino el de
declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de
ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no
hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio
del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de
cualquier clase y condición y cumplirlos ni guardarlos».

Al tiempo Fernando VII decretaba la inmediata disolución de


las Cortes y detenía a los diputados liberales más significados.
Nuestra mejor página constitucional se había cerrado de forma
abrupta y triste. Su breve reaparición, con el advenimiento del
Trienio Liberal (1820-1823), no fue más que el corto canto de
un cisne con la entrada en escena de los Cien Mil Hijos de San
Luis. La excelente pintura de Antonio Gisbert, El fusilamiento
del general Torrijos y sus compañeros de Málaga en las playas de
Málaga (1888, Museo del Prado, Madrid), encargada por el
gobierno de Mateo Sagasta durante la regencia de la reina
María Cristina, nos brinda el testimonio visual de un drama
tanto individual como político. El general Torrijos, exiliado en
Inglaterra y protegido de Wellington, tras el final del Trienio
Liberal, desembarca en las costas de Málaga la madrugada
del 30 de noviembre al 1 de diciembre de 1831, acompañado
40
  E. L. Sieyès, ¿Qué es el Tercer Estado?, traducción de Francisco de
Ayala, Aguilar, 1.ª ed., Madrid, 1973, págs. 14, 15 y 18.

49
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

por sesenta de sus más allegados hombres, pero fracasa en su


intento de luchar contra el absolutismo y en favor del añorado
régimen constitucional. La traición del gobernador Vicente
González Moreno pondrá terminó a la aventura personal y
constitucional de reintroducción, otra vez abortada, de la Pepa.
Los conspiradores constitucionalistas eran detenidos y fusilados
un 11 de diciembre de 1831.

Pero no solo de manifestaciones de las concepciones sociológi-


cas de la Constitución podemos hablar en un repaso, aunque
sea a caballo y galope, de nuestra teoría constitucional y de
nuestra pintura de historia. También, quién lo diría, el concep-
to de Constitución en sentido histórico tradicional entra repen-
tinamente en escena, en tanto que ideología de lo conservador
frente al modernismo liberal. Si, como recuerda García Pelayo,
«la Historia excluye por esencia toda consideración generaliza-
da, pues es el reino de lo individual (…) dentro de la concep-
ción histórica no cabe, en principio, una despersonalización de
la soberanía. Esta reside en una persona o en unos órganos
concretos. Tal poder puede personificarse en el rey» 41, los retra-
tos regios, los retratos dinásticos, se erigen en su mejor testi-
monio gráfico. El historicismo, reseña Tomás y Valiente en la
misma línea, «sacraliza la historia, pero que paradójicamente
convierte el pasado en foto fija que solo admite retoques, y
exige lealtades conservadoras de una Constitución concebida
como tradición» 42. Los retratos de monarcas y príncipes son el
testimonio vivo de la adscripción a tales valores sagrados e
inmutables.

De todos ellos, podemos traer a colación, en tiempos del Re-


nacimiento, el caracterizador Retrato de familia de Maximiliano I
del pintor Bernhard Striegel (1515, Kunsthistorisches Museum,
Viena). Y, entre nosotros, aunque respondiendo a otra época,

  García Pelayo, Derecho Constitucional Comparado, op. cit., págs. 41 y 45.


41

  F. Tomás y Valiente, «Constitución: estudios de introducción histórica»,


42

en Obras Completas, t. III, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,


Madrid, 1997, pág. 2490.

50
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

y otra manera de pintar, el soberbio Retrato de La Familia de


Carlos IV (1800, Museo del Prado, Madrid) de Francisco de
Goya. La Familia Real había sido retratada antes por Mengs,
en un deteriorado cuadro hoy arrinconado en los sótanos del
Museo del Prado. Aunque sobre él volveremos al analizar el
Antiguo Régimen y el Estatuto de Bayona, no queremos dejar
de reseñar algunas consideraciones.

De entrada, es un retrato de familia, o como expresaba el


Monarca, «de todos juntos». Miembros «humanizados», ligados
por el parentesco de sangre, pero singularizados físicamente
en sus rasgos y hasta en su ánimo. Deudor de Las Meninas de
Velázquez (1656, Museo del Prado, Madrid) existen sin em-
bargo disimilitudes llamativas entre ambas obras. Como rese-
ña Manuela Mena, «Goya tenía el encargo de representar a
toda la familia al completo, en la que entraban por razones de
peso dinástico desde quienes ya habían muerto, como la in-
fanta María Amalia, hasta quienes aún no estaban presentes,
como la futura esposa del heredero, aún sin decidir entre las
princesas europeas». Además, «el espacio es ahora muy redu-
cido, las figuras se despliegan en un friso riguroso, como los
ejemplos de los sarcófagos romanos tan admirados en ese
periodo neoclásico, pero Goya ha utilizado también la desnu-
dez y la austeridad del ámbito velazqueño, del Alcázar de la
antigua dinastía, estableciendo con ello un vínculo visual y de
significado alegórico entre el viejo edificio destruido por el
incendio de 1734 y el Palacio Nuevo, de la reciente casa de
Borbón, cuyos interiores y decoración eran en realidad muy
diferentes» 43.

En lo que sí coinciden los dos lienzos es en la inclusión de


los dos pintores, siendo posible que fuera el infante don Luis
o el propio Carlos IV quienes la decidieran. Como en el Re-
trato del infante don Luis (1783, Fondazione Magnani-Rocca,
Mamiano di Traversetolo, Parma), señala Glendinning, «le
43
 M. Mena, «Goya, discípulo de Velázquez», en El retrato español. Del
Greco a Picasso, Museo Nacional del Prado, Madrid, 2004, pág. 221.

51
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

honraba la invitación a autorretratarse y el artista supo man-


tener las debidas distancias, agachándose en el retrato de fa-
milia del infante, y colocándose con su lienzo en el fondo y
a la sombra en el de la familia real» 44.

Por otra parte, no tiene el mismo aparataje ni goza de la


grandiosidad, por ejemplo, del cuadro de Louis-Michel Van
Loo (La Familia de Felipe V, 1743, Museo del Prado, Madrid),
pero atestigua, como retrato oficial, aunque no haya vestigio
de adulación en él 45, la exaltación de la Familia Real españo-
la. No importa que Manet, al visitar nuestra pinacoteca, ex-
clamara: «El rey parece un tabernero, y la reina parece una
mesonera… o algo peor, ¡pero qué diamantes les pintó Goya!».
La reproducción, en los hombres, de la Orden de Carlos III,
del Toisón de Oro y de la Orden napolitana de san Jenaro, en
el rey, la presa conjunta de las órdenes portuguesas, y entre las
mujeres, de la Orden de las Damas Nobles de la Reina María
Luisa, no es una casualidad, ni está improvisada. Es un retra-
to de familia, pero de la primera Familia de España, y por
ende con los perfiles distintivos y superiores en dignidad de
las composiciones de Estado de las dinastías regias. Aunque,
se ha matizado, «si bien muestra condecoraciones y caros ves-
tidos, no aparece ni trono ni escudo de armas; no hace nada
para subrayar el rango ilustre de esta Familia Real por la
gracia de Dios. Más bien parece aproximarla a una familia
burguesa, que se ha reunido casualmente» 46.

44
  A. Glendinning, «Goya y el retrato español del siglo xviii», en El
retrato español, Del Greco a Picasso, op. cit., pág. 232.
45
 F. Licht, «Familia de Carlos IV», en Enciclopedia del Prado, Madrid,
2008 págs. 1033 y 1034: «Todo retrato de la familia real anterior a la Familia
de Carlos IV es esencialmente una epifanía donde la realeza se revela a sus
fieles súbditos en su aspecto humano, pero también “divino” por la gracia de
Dios (…) Goya ha suprimido uno por uno todos los elementos esenciales de
la retratística regia. Hasta en la Francia republicana igualitaria una insistencia
tan despiadada en la verdad descriptiva habría sido impensable. Uno de los
aspectos de la obra de Goya que hacen época es que, hasta él, los pintores
daban respuestas, y Goya es el primer artista que plantea preguntas».
46
  Rose-Marie y Rainer Hagen, op. cit, pág. 29.

52
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Finalmente, Goya humaniza los retratos de los reyes e infantes,


si bien estos no se ven despojados, a pesar de su veracidad e
introspección, de su constatable e irrenunciable condición real.
Carlos IV es el depositario de la dinastía histórica, y por ende
titular de la soberanía recibida por la gracia de Dios. De ahí
que el artista le acompañe, como a los demás miembros de su
Familia, con un encuadre majestuoso, con ricas colgaduras y el
consabido respeto. Un monarca, reseña Enciso, que se «mostró
siempre como un decidido impulsor de las artes (…) dio mues-
tras de su complicidad con la pintura al interesarse por los
frescos de Bayeu e intentar ayudar —con poca fortuna— al
artista, y, sobre todo, al apostar por Goya como Pintor de Cá-
mara y posar ante el aragonés para una larga serie de retratos,
destinados con el paso del tiempo a inmortalizarle y establecer
una afectuosa pero compleja relación». Entre sus muchos acier-
tos, se hace hincapié en los tres siguientes: primero, la compo-
sición está llena de «magia», aunque sea distinta de la velaz-
queña, y alejada de los modelos cortesanos a la francesa;
segundo, el logrado tratamiento de las luces y el color; y, por
último, la magistral captación de la personalidad de los perso-
najes principales y secundarios 47.

Pero también podríamos apuntar, dentro de los perfiles de la


concepción histórica de Constitución —aunque desde una
perspectiva ontológica nos encontremos ante una Constitución
en sentido racional normativo—, la Constitución de 1978. Nos
referimos a los retratos individuales de los siete Ponentes cons-
titucionales, nuestros founding fathers, en un políptico general
y compartido en su espacio visual, pero cada uno de ellos
dotado de singularidad propia, obra del excelente retratista
Hernán Cortés (2009, Congreso de los Diputados, Madrid):
Gabriel Cisneros, aunque ya había fallecido, Manuel Fraga,
47
  L. M. Enciso Recio, Compases finales de la cultura ilustrada en la época
de Carlos IV, Real Academia de la Historia, Madrid, 2013, págs. 125-126. El
insigne académico hace un repaso excelente y completo del ambiente cultural
bajo el reinado de Carlos IV, deteniéndose, en lo que aquí nos importa
especialmente, en la pintura (págs. 103-121).

53
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces-Barba, José Pedro


Pérez Llorca, Miguel Roca Junyent y Jordi Solé Tura.

Unos ponentes que personalizan los anhelos de reconciliación,


consenso y compromiso que inspira nuestra Carta Magna
de 1978. Así lo ha descrito García de Enterría: «Esta Consti-
tución ha resultado ser, milagrosamente, el fruto de un verda-
dero pacto social básico, en el que los ciudadanos han renun-
ciado a continuar con ese panorama de enfrentamiento y de
guerras civiles que, a lo más que conducen es al triunfo de una
facción sobre otra y a la exclusión sistemática del grupo ven-
cido, al que se niegan en adelante todo derecho y cualquier
protagonismo político» 48 Unas imágenes, las de nuestro pintor,
y unas palabras, las de nuestro profesor, que rezuman las ideas
de avenencia y acuerdo generoso de unos y de otros 49.

D) FUNCIONES DE LA PINTURA DE HISTORIA.


LA RECREACIÓN DE LA REALIDAD
POLÍTICA-CONSTITUCIONAL

Hasta aquí estas reflexiones introductorias que pretenden


hermanar, al menos a efectos descriptivos, el ámbito de lo
jurídico público y el espacio de lo artístico, el valor de la
Constitución y el significado del Arte como inigualable ins-
trumento para expresar, desarrollar y propagar las ideas polí-
ticas de cada momento y ocasión. También de las constitu-
cionales que se condensan, de forma especial, en los Textos
constitucionales. Una Historia del arte que actúa como medio
48
  E. García de Enterría, «La Constitución española como pacto social»,
en AAVV, Impresiones sobre la Constitución de 1978, director Sabino Fernández
Campo, Fundación ICO, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2004,
pág. 222.
49
 Hay una relevante obra colectiva, Guía de la palabra y la imagen. 25
años de Constitución, Fundación Pablo Iglesias, Madrid, 2003, que recoge las
opiniones y obras de algunos de nuestros pensadores y artistas más relevantes
con ocasión de la conmemoración constitucional.

54
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

impagable de conocimiento y difusión de los valores y prin-


cipios plasmados en las Constituciones. Más que ante un
«pintura libre» nos hallamos, no podemos negarlo, ante un
«pintura predicadora», ya sea optimista o pesimista  50. Dos
ciencias sociales, el Derecho y el Arte, o si prefieren, la His-
toria del arte, con una gnoseología y naturaleza eminente-
mente dispar, pero que se complementan para facilitar la
aprehensión de la realidad constitucional y su más lograda
manifestación: el constitucionalismo, ya sea el periclitado del
Antiguo Régimen, o el democrático de los modernos regíme-
nes constitucionales. Tenía pues toda la razón Ortega y Gas-
set cuando en un pequeño trabajo aparecido en 1921, y titu-
lado «Meditación del marco», afirmaba su siguiente convicción:
«Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de
realidad por todas partes» 51.

Una visión artística que trasluce, en no pocas ocasiones, los


importantes cometidos desplegados por las Constituciones
modernas, que desde una perspectiva ahora no estática, sino
dinámica, reflejan sus diferentes funciones, más allá de la pri-
migenia y nuclear idea de limitación del poder político y de
tutela de los derechos fundamentales: función legitimadora,
50
  Un papel que es no obstante frontalmente rechazado, entre nosotros,
por M. de Unamuno, En torno a las artes (Del teatro, el cine, las bellas artes,
la política y las letras), Espasa-Calpe, Madrid, 1976, pág. 51: «A ningún pintor
se le debe ni se le puede exigir que escoja estos o los otros asuntos, el que
pinte hombres ricos y satisfechos o bien sanos o que pinte pobres y tristes
y enfermos, el que nos dé escenas de alegría o de tristeza, invitaciones al
amor de la vida o exhortaciones al temor de la muerte. Y esto que es el
abecé de la crítica pictórica, lo olvidan esos señores que pretenden hacer de
la pintura lo que no es ni debe ser: una predicación. Y lo mismo da que sea
una predicación de optimismo que de pesimismo, lo mismo que sea pagana
que cristiana».
51
  J. Ortega y Gasset, «Meditación del marco», en Obras Completas,
Alianza Editorial, Madrid, 1983, pág. 294. Hay dos obras que no podemos
ignorar relativas al proceso de creación en la pintura moderna y actual: las
novelas de Balzac, Le chef-d’oeuvre inconnu, sobre la imposibilidad de alcanzar
la perfección, y la de T. Bernhard, Alte Meister, una crítica contra el uso
contemporáneo del arte histórico.

55
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

función política, función organizativa, función jurídica, función


ideológica y función transformadora 52. El pintor Hernández
Pijuan parecería entenderlo también en tales términos en su
Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes: «Aún
así, con demasiada frecuencia pensamos que todo puede decir-
se con la palabra (nosotros diríamos con los preceptos jurídicos).
Hay, sin embargo, respuestas que nos dicta la emoción que no
tienen traducción. Esas respuestas emocionales son, con fre-
cuencia, las representadas en el cuadro» 53.

Desde tales presupuestos nos atrevemos a apuntar los princi-


pales cometidos que pueden desarrollar el arte, la pintura en
particular, y más en concreto, la pintura de historia en relación
con el Derecho público y la Constitución:

—— La pintura suplementa de forma visual y gráfica las pres-


cripciones constitucionales, que por naturaleza, como no
puede ser de otro modo, son rígidas, secas y frías. Les
otorga así una vitalidad desconocida en la hierática y dis-
tante formulación imperativa de las normas y las leyes.
Hasta les asigna una tonalidad cromática que brinda a los
enunciados jurídicos calor y color.
—— La pintura es un medio extraordinariamente útil para
interiorizar y asumir por parte de la ciudadanía los prin-
cipios y valores constitucionales, menos sometidos a los
dictados de la aséptica juridicidad normativista, y más
cercanos, por tanto, a una creativa y abierta expresión
artística.
—— La pintura despliega un lugar protagonista en tanto que
manifestación sin igual para exteriorizar los elementos sim-
bólicos y emblemáticos de cualquier régimen político, y por
ende, de la Constitución.

  J. de Esteban, Constituciones españolas y extranjeras, t. I, Taurus, 2.ª ed.,


52

Madrid, 1979, págs. 19-41.


53
  J. Hernández Pijuan, «La mirada del cuadro», Discurso de ingreso en la
Real Academia de Bellas Artes, Madrid, 2000, pág. 12.

56
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

—— La pintura desempeña un sobresaliente papel como instru-


mento de entendimiento, extensión, propagación y propa-
ganda de las ideas y los valores constitucionales.
—— La pintura ejerce un actitud crítica, toda vez que muchas
de ellas se realizaron años después del evento constitucional
reproducido, a favor o en contra, de unos u otros Textos
constitucionales.
—— La pintura completa, desde una metodología y una natu-
raleza propias, la asunción más integral y perfeccionada de
la realidad política y constitucional.

Para concluir nos quedan dos consideraciones metodológicas


tan necesarias como pertinentes.

Primera: el presente trabajo está muy lejos de la pretensión de


estudiar de manera prolija las diferentes Constituciones de nues-
tro Derecho histórico, desde el lejano Estatuto de Bayona de
1808 hasta la vigente Constitución de 1978. Nos centraremos,
no más, en su contexto histórico y político, y en sus caracterís-
ticas y rasgos generales que nos sirvan para contextualizar las
principales manifestaciones pictóricas que las exteriorizan y ex-
plican; otra cosa desbordaría, cuando no haría imposible por su
extensión, estas páginas, dados los cientos de monografías sobre
la historia del constitucionalismo español.

Segunda: con excepción de las Constituciones de 1812, 1876


y 1978, el resto carece de pinturas específicas de calidad que
plasmen los mejores momentos de nuestro constitucionalismo,
lo que nos obligará, en el caso del Estatuto de Bayona de 1808,
a acudir a otras fuentes indirectas; esto es, las representaciones
artísticas de hechos y sucesos próximos: retratos de Estado,
crisis sociales, hechos políticos destacados y batallas decisivas.
Sobre todo si tenemos la fortuna de contar con la inapreciable
ayuda del mejor de los reporteros gráficos posibles: el genial
pincel de Francisco de Goya. Responsable principal de dar
entrada en estas consideraciones, eso sí, de forma heterodoxa,
a la Constitución de Bayona. Nuestros demás Textos constitu-

57
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

cionales, los de 1834, 1837, 1845, 1869, 1931 y con todas las
reservas, las Leyes Fundamentales, ejemplo de constitucionalismo
semántico 54, no tienen cabida en estas reflexiones. No tuvieron
la fortuna, que también es precisa en el ámbito de lo jurídico,
de disfrutar en su día de puesta de largo, o más tarde como
exaltación del momento constituyente, de un artista que las
retratase para su futura inmortalización 55.

Al tiempo, la importancia de cada Constitución en el Derecho


histórico español no va siempre acompañada de semejante
relevancia por parte de las paralelas pinturas conmemorativas
del instante constitucional fundacional. Sirva de prueba de lo
dicho, la escasa significación del Estatuto de Bayona de 1808,
que algunos hasta no reconocen como un texto nacional propio,
y las destacadas pinturas que enmarcan y recrean, en cambio,
aquellos años. Algo en lo que la presencia del pintor aragonés
tiene, como incomparable narrador de la época, mucho, nunca
mejor dicho, que ver. Por el contrario, dos Textos constitucio-
nales de referencia e influencia, las Constituciones de 1812
y 1978, aparte de su incuestionable trascendencia en nuestro
Derecho histórico y presente, sí gozan de una solvente y va-
riada representación artística.

54
 Loewenstein, op. cit., págs. 218-219: «Mientras la tarea original de la
Constitución escrita fue limitar la concentración del poder, dando posibilidad
a un libre juego de las fuerzas sociales de la comunidad dentro del cuadro
constitucionalista, la dinámica social, bajo el tipo constitucional aquí analizada,
tendrá restringida su libertad de acción y será encauzada en la forma deseada
por los detentadores fácticos del poder, independientemente de que estos
sean una persona individual (dictador), una junta, un comité, una asamblea
o un partido (…) para continuar con el símil anterior: el traje no es en
absoluto un traje, sino un disfraz».
55
 Son los casos, por ejemplo, de la Monarquía de Amadeo de Saboya,
de la que es cierto hay un cuadro de José Casado del Alisal, La jura de la
Constitución ante las Cortes españolas por el rey Amadeo I de Saboya, pero no
tiene la calidad ni el interés para justificar su estudio pormenorizado, lo
mismo que cabe decir de la obra, tampoco representativa, de Isabel jurando
la Constitución de 1837 en 1845 (Museo de Historia de Madrid) del pintor
José Castelaro y Perea.

58
III
EL EPÍLOGO DEL ANTIGUO RÉGIMEN.
EL ESTATUTO DE BAYONA DE 1808

A) UNA CRISIS INSTITUCIONAL SIN


PRECEDENTES. 1808. UN ANNUS HORRIBILIS.
LA DESVERTEBRACIÓN DEL ESTADO

L
a ordenación del Derecho público de España a comien-
zos del siglo xix se definía por los rasgos caracterizado-
res de los principios que determinan la estructura y el
funcionamiento de los poderes del Estado en el Antiguo Ré-
gimen 56. Una regulación que se construía sobre la preeminen-
cia del poder monárquico, de rasgos absolutos y casi divinos,
dentro de una organización política y administrativa centrali-
zada, al que se supeditaban las decisiones que pudieran animar
o impulsar las competencias, en su caso, de los diferentes
Consejos: el Consejo de Estado, el principal, pues tenía asig-
nado el examen de los asuntos más trascendentales (por ejem-
56
 Para un conocimiento de la estructura y ejercicio del poder político
en España durante el Antiguo Régimen hasta comienzos del siglo xviii, ver
el excelente libro de F. Barrios Pintado, La gobernación de la Monarquía de
España: Consejos, Juntas y Secretarios de la Administración de la Corte, BOE,
Madrid, 2015. También su Discurso de ingreso en la Real Academia de la
Historia, España 1808. El gobierno de la Monarquía, Madrid, 2009.

59
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

plo, declarar la guerra o firmar la paz), presidido por el mo-


narca y con la presencia de los consejeros más sobresalientes
de Carlos IV; el Consejo Real y Supremo de Castilla; el Con-
sejo de Indias; el Consejo de Hacienda; el Consejo de Guerra;
el Consejo de Órdenes; el Consejo Real; y el Consejo de la
Suprema Inquisición. España era teóricamente considerada, dice
Sanz Cid, «una monarquía de derecho divino, absoluta y cen-
tralizada, en la que el Rey era el único resorte de todo el
sistema. Él era la única fuente del Imperio, y a su último co-
nocimiento retornaban las cuestiones graves que de su ejercicio
nacían». Junto al Rey, los Consejos, que compartían la gober-
nanza del Estado, se configuraban como «altos cuerpos cole-
giados, que habiendo recogido la labor de gobierno, que exce-
día a la capacidad del Monarca, representaban la mayor
cortapisa, que dentro del régimen, tenía la voluntad real».
Y finalizaba señalando: «Desconocida, y sobre todo impracti-
cada, la división de funciones, los Consejos tenían verdaderas
atribuciones legislativas, ejecutivas y judiciales» 57.

Lo que nadie podía presagiar, cuando Carlos IV accede al


trono en 1788, son los terribles sucesos y las trágicas conse-
cuencias que conocerían sus años de conmocionado y quebran-
tado reinado. Pero el triunfo más allá de los Pirineos de las
ideas revolucionarias a partir de 1789, la descarada política
imperialista del hijo más prominente de la Revolución, Bona-
parte, y la esclerosis y la incapacidad del bondadoso rey y de
sus arrogantes ministros para dirigir los asuntos nacionales,
acabarían llevándose por delante la política reformista y prag-
mática de Carlos III, que presentaba como continuista La
Instrucción reservada de 1787 elaborada un año antes por Flo-
ridablanca, retratado por Goya (1783, El conde de Floridablan-
ca, colección del Banco de España, Madrid); en 1795 aparecía
asimismo el Informe en el Expediente de la ley agraria de Jove-
llanos (también retratado por el pintor, 1784-1785, colección
particular, y 1798, Museo del Prado, Madrid). Y lo que era más
57
  C. Sanz Cid, La Constitución de Bayona, Reus, Madrid, 1922, págs. 6
y ss.

60
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

grave, la caída en una desenfrenada deriva de desestructuración


social y política que marcará no solo el siglo xviii, sino gran
parte de los primeros años del siglo xx 58. Ni obscurantismo
ideológico, ni pesimismo sociológico, ni desvertebración nacio-
nal, ni ensimismamiento interior… Los peores fantasmas de la
moderna historia de España no habían hecho aun acto de
presencia, y para decir la verdad, nadie los esperaba tampoco.
Como expone Fusi, «la proyección oficial de España no era ya
la pétrea mole de El Escorial, sino las fuentes y jardines de los
Reales Sitios de La Granja y de Aranjuez (este último, un
palacio remodelado bajo Carlos III, con salones deslumbrantes
y jardines espléndidos, árboles centenarios, fuentes, surtidores,
esculturas, río artificial…) y el colosal Palacio Real de Madrid,
el mayor de Europa, un enorme bloque de piedra berroqueña
sobre zócalo almohadillado, con pilastras y columnas adosadas
en las fachadas y gran balaustrada superior, y espléndidos in-
teriores, con frescos de Gianquinto, Mengs y Tiépolo, y mobi-
liario y decoración exquisitos» 59.

Aunque debemos atemperar el juicio descalificador. La fecha


de inicio del reinado de Carlos IV y el estallido de la Revo-
lución francesa fueron prácticamente simultáneos. Esta lo cam-
bio todo, poniendo término abruptamente a los hasta entonces
58
  J. P. Fusi, en J. P. Fusi y F. Calvo Serraller, El espejo del tiempo,
Santillana Ediciones, Madrid, 2009, págs. 203 y ss., hace las siguientes
consideraciones previas también sobre la herencia recibida por Carlos IV:
«La España que en 1788 heredó Carlos IV y que entre 1792 y 1808
gobernaría Manuel Godoy (1767-1851), salvo por una breve interrupción
en 1798-1800 (gobiernos de Saavedra y Urquijo), era un reino ilustrado y
católico, un gran imperio colonial, una nación comparativamente estable, un
país no dramático, como podían reflejar, por citar fácilmente identificables,
toda la primera obra de Goya, su obra de los años 1775-1808 —cartones
para tapices y cuadros de escenas amables, de fiestas y diversiones populares;
retratos de la Corte, de la aristocracia y de la Ilustración (La marquesa de la
Solana, la duquesa de Alba, La condesa de Chinchón, Floridablanca, Meléndez
Valdés, Jovellanos, Moratín…)—, la poesía de Meléndez Valdés y el teatro de
Moratín (El sí de las niñas, 1806)».
59
  Ibidem.

61
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

inmutables y sagrados principios en que descansaba el Antiguo


Régimen. Como matizan bien Suárez y Comellas, «aunque
Carlos IV hubiese sido tan inteligente y capaz como su padre,
Carlos III, las cosas, a partir de aquel momento, ya no hubie-
ran podido seguir el mismo rumbo» 60. Sus postulados serán
literalmente dinamitados: la monarquía absoluta, la organización
estamental en tres estados o estamentos (nobleza, clero y esta-
do llano) y la impermeabilidad de la ordenación económica. Y
así, ya en 1790, pretendiendo impedir la llegada de las subver-
sivas ideas foráneas, se pone fin a las reformas ilustradas, y se
entra en una espiral de retroceso y aislacionismo: se clausura
la frontera con Francia, se cierran periódicos, se limitan las
Sociedades de Amigos del País, se reactiva la Inquisición, y en
su celo «no solo se prohíben las obras de Rousseau y Montes-
quieu, sino también las de Cervantes» 61.

De esta suerte, la radicalización de los sectores más conserva-


dores, especialmente la alta nobleza y la influyente Iglesia
Católica —las admoniciones apocalípticas de Fray Diego de
Cádiz, del jesuita Lorenzo de Hervás y Pandoro, del padre
Rafael de Vélez y del padre Alvarado—, acabaron por arrumbar
unos actores políticos que parecían firmemente asentados en el
tablero de la política nacional e internacional. Se produce, a
partir de entonces, una ardiente y excluyente defensa de la fe
católica frente a los imperdonables pecados de un régimen
revolucionario francés, que había puesto en entredicho las no-
ciones en que hasta entonces se cimentaban las ideas filosóficas,
religiosas y principios políticos, de Europa y España, hasta los
últimos años del siglo xviii. En particular, el sacrosanto poder
monárquico, característico del moribundo Antiguo Régimen 62,
a quien se atribuye la soberanía nacional, recibido, en última
60
  L. Suárez y J. L. Comellas, Breve Historia de España, Ariel, Barcelona,
2.ª reimpresión, 2003, pág. 279.
61
  J. Solé Tura y E. Aja, Constituciones y periodos constituyentes en España
(1808-1936), Siglo xxi, Madrid, 7.ª ed, 1980, pág. 9.
62
 Ver sobre los principios y la organización del Antiguo Régimen en
España, con especial incidencia en el papel del rey y la organización judicial,

62
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

instancia, de las mismísimas manos de Dios, y refrendado por


la doctrina canónica de la Iglesia. Propugnador, por tanto, de
«la vieja fórmula absolutista de acuerdo con la cual L´État c´est
le Roi» 63. Un poder político escasamente sometido a límites y
controles, pero que convivía de manera natural con los poderes
eclesiásticos, que ven en Napoleón el mayor de los peligros, el
más feroz de sus enemigos.

Los preceptos de la Constitución francesa de 1791, en la es-


tela de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 de dos años antes —«Ningún hombre debe
ser molestado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas
religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos
del orden público establecido por la ley» (artículo X); «Puesto
que la libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno
de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano pue-
de hablar, escribir y publicar libremente excepto cuando tenga
que responder del abuso de esta libertad en los casos determi-
nados por la ley» (artículo XI)— se compadecían mal con las
concepciones políticas y religiosas nacionales. Vean, si no, la
naturaleza y sentido de algunas de sus prescripciones: «La ley
ya no reconoce ni los votos religiosos, ni ningún otro compro-
miso que sea contrario a los derechos fundamentales (Preám-
bulo); «Del mismo modo, la Constitución garantiza como
derechos naturales y civiles: la libertad de todos de hablar, de
escribir, de imprimir y publicar sus pensamientos sin que los
escritos puedan ser sometidos a censura o inspección alguna
antes de su publicación, y de ejercer el culto religioso al cual
esté adherido; los bienes destinados al culto y a los servicios
de utilidad pública pertenecen a la Nación y están en todo
momento a su disposición; y «se creará una Instrucción públi-
ca, común a todos los ciudadanos, gratuita en relación con las
enseñanzas indispensables para todos los hombres». (Título

por ejemplo, S. M. Coronas González, Estudios de Historia de Derecho Público,


Tiranto lo Blanch, Valencia, 1998.
63
  Ver el libro de M. Herrero de Miñón, El principio monárquico,
Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1972, pág. 17.

63
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Primero) 64. Por otra parte, la deriva de los primeros años re-


volucionarios, con la confiscación y embargo de los bienes
religiosos, cuando no el asalto de iglesias, la violación de ce-
menterios y nichos, la suplantación de Dios por la diosa Razón,
la secularización del Estado, la supresión de la enseñanza reli-
giosa en escuelas e institutos, eran vistos con indisimulado
temor por la jerarquía eclesiástica.

Por otra parte, la firma años antes de los Pactos de Familia


(1733) con la Monarquía francesa, ligando fatídicamente nues-
tra suerte a la suya, terminaría por echar abajo los cimientos
de un edificio público que no padecía, más que los del entor-
no europeo, mayores problemas de solidez y solvencia. Incre-
mento de procesos y causas sancionadoras, aperturas de expe-
dientes criminales, endurecimiento de la censura, persecuciones
indiscriminadas, procesamientos generalizados (por ejemplo,
Cabarrús, a quien Goya retrataría en 1788, colección del Ban-
co de España, Madrid) y destierros de hombres ilustrados, son
las primeras nubes de un cielo que se cubre paulatinamente de
negras y tormentosas nubes. Aunque el contexto internacional,
basta con fijarse en lo que acontece en los demás países del
continente europeo, era asimismo extraordinariamente comple-
jo. Salvo el caso de Inglaterra, y no sin grandes sobresaltos y
enormes costes, el revolucionario ideario francés, la conmoción
que recorrió las cancillerías europeas por la ejecución de
Luis XVI y la acción cada vez más expansionista de Napoleón,
pondrán en entredicho las políticas y hasta los pilares en los
que se fundaban los diferentes Estados (Prusia, Portugal, Po-
lonia, Austria, Holanda y, en parte, Rusia).

Hubo distintas fases en este iter creciente e imparable de au-


todestrucción nacional, que saltaría por los aires con la vergon-
zosa renuncia de los derechos dinásticos por parte de Carlos IV
y Fernando VII en beneficio de Bonaparte, la subrepticia in-
64
  Sobre las Constituciones de Francia y su influencia en la historia del
constitucionalismo español, J. M. Vera Santos, Las Constituciones de Francia,
Tirant lo Blanch, Valencia, 2005.

64
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

vasión de las tropas francesas del territorio nacional y el inicio


de una cruenta Guerra de la Independencia. La primera, bajo
el todavía gobierno de Floridablanca, de cierto distanciamien-
to y espera, aguardando el resultado de los acontecimientos;
era, quizás, lo más prudente, y lo único que se podía hacer.
Aunque la ejecución de Luis XVI llevaría a España a formar
parte de la Primera Coalición contra Francia (1793-1795).

El resultado de la contienda fue adverso, con la entrada de los


soldados franceses comandados por Moncey en las tres provincias
vascas, acampando en los límites de la ciudad de Miranda del
Ebro. El gobierno de Carlos IV suscribe enseguida un acuerdo
de paz, el Tratado de Basilea (1795), demasiado precipitado y
sin contar con las otras potencias europeas inmersas en el con-
flicto, al que seguirán los Tratados de San Ildefonso (1796 y
1800) y de Aranjuez (1801), que a la postre retrotraen nueva-
mente a la Monarquía de Carlos IV a una situación de cercanía
y complicidad semejante a la de los antedichos Pactos de Familia
(1733). El desafortunado desenlace es de sobra conocido. Fran-
cia arrastrará al gobierno de España a la guerra con Portugal
(1801) e Inglaterra (1796-1802 y 1804-1808), con la aniquila-
dora derrota en la batalla de Trafalgar. Solo quedaba por asistir,
por tanto, al final de la ignominia. Y esta llegó cuando Godoy
(1801, Goya, Godoy, duque de Alcudia, Príncipe de la Paz, Museo
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid),
tras la firma del humillante Tratado de Fontainebleau (1807), da
su visto bueno a la presencia, esgrimiendo la confrontación con
Portugal, de las tropas napoleónicas en territorio español. Fin de
la partida. El jaque mate a la Monarquía española se materiali-
zará, de forma inmediata, en la atropellada y vertiginosa serie de
acontecimientos que nos traerá el siguiente annus horribilis de
1808: el motín de Aranjuez y la caída del valido Manuel Godoy;
la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón;
la algarada del pueblo de Madrid que se irá extendiendo paula-
tinamente por las diferentes tierras de España; la llegada de una
nueva monarquía, la de la familia Bonaparte con José, el herma-
no mayor del Emperador; y la aprobación de un foráneo marco

65
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

político constitucional: el Estatuto de Bayona un 6 de julio


de 1808 65.

El año de 1808 se mostrará enseguida como el más grave de


los hasta entonces conocidos, más allá de las dificultades suce-
sorias sufridas en su día con el agotamiento de la Monarquía
de los Austrias y la entronización de la dinastía borbónica
(1701-1714), con una crisis de orden social, económica y po-
lítica desconocida y de efectos devastadores. A todo ello se
añadieron otros hechos que echarán más leña a un fuego ya
imposible de apagar: el deseo de Bonaparte de hacer de Espa-
ña un satélite de Francia y de su política expansionista; el
sublevamiento popular de los españoles y el inicio de una
Guerra de la Independencia cruenta y larga 66, cuyo mejor tes-
tigo será, de nuevo, Goya con su serie de ochenta y cinco
grabados de Los desastres de la Guerra realizados entre 1810
y 1815; la emancipación de los territorios americanos; y una
intensa depresión económica que condicionará los tiempos
venideros 67.

B) 
L A FAMILIA DE CARLOS IV, DE FRANCISCO
DE GOYA

La mejor representación de la agonizante monarquía corres-


ponde, como es sabido, a la genialidad de Francisco de Goya 68.
Pintor de Corte, próximo a Carlos IV y a los demás miembros
65
 Fusi, op. cit.
66
  Al respecto, es bien expresivo el catálogo de la Exposición Miradas sobre
la Guerra de la Independencia, Biblioteca Nacional de España, Madrid, en 2008.
67
  Suárez y Comellas, op. cit., pág. 279.
68
 J. Gudiol, Goya, Ediciones Polígrafa, Barcelona, 1984, págs. 19 y 20:
«Consiguió en esta obra, una de las esenciales de la pintura española, no
solamente plasmar unos personajes y una época, sino crear un documento
humano de primer orden. Goya se atuvo a la realidad e incluso exageró
acertadamente lo mordaz. Tal vez sea esta gran humanidad de la obra, en su
totalidad y en cada una de las efigies que la componen, el secreto de su valor.
Aparte, claro está, de los hallazgos de técnica y de los acordes cromáticos de

66
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de la Familia Real 69, de quienes elaboró multitud de composi-


ciones, bocetos y retratos. Aunque el más destacado es, con
mucho, el retrato de La Familia de Carlos IV (1800, Museo del
Prado, Madrid)  70, encargado a instancia de la reina María
Luisa, y ejecutado 71 —se hicieron diez estudios, de los que nos
han llegado cinco— durante la primavera y el verano del men-
cionado año, aprovechando la estancia de los Reyes en Aran-
juez 72. Un ambiente cortesano que expone también magistral-
mente la mano, ahora con la pluma, de Pérez Galdós (La
Corte de Carlos IV  73). La Familia de Carlos  IV viene a ser, dice
Bozal, «el resumen y compendio de la intensa labor de retra-
tista que Goya ha realizado. Si su maestría formal alcanza lí-
mites insospechados, su penetración psicológica saca a la luz

una rara belleza, basados en castaños. Oros pálidos, blancos y amarillentos,


sostenidos por vivos toques rojos».
69
  Es sugerente el estudio de V. I. Stoichita y A. M. Coderch, El último
carnaval, versión española de Anna María Coderch, Ediciones Siruela,
Madrid, 1992, págs. 266-284, centrado en las relaciones entre dos obras
separadas por tres lustros: La Familia de Carlos IV y La familia del infante
Don Luis. Sobre las dudas y las certezas que rodean al pintor aragonés, es
digno de mención recientemente el artículo de F. Arrabal, Goya, ese coloso,
en ABC, de 10 de agosto de 2018.
70
  Sobre el cuadro ver el excelente estudio colectivo, AAVV, directora
Manuela Mena, La Familia de Carlos IV. Goya, Museo del Prado, Madrid, 2002,
especialmente los artículos de G. Anes, «La familia y el reinado de Carlos IV»
(págs. 51-65) y M. Mena, «1808. Goya y La Familia de Carlos IV»
(págs. 67-194).
71
  Sobre los detalles de su gestación, por ejemplo, P. Gassier y J. Wilson,
Vida y obra de Francisco de Goya, traducción de Dolores Sánchez de Aleu,
Ediciones Juventud, Barcelona, 1974, págs. 148-152. Ver también J. L. Morales
y Marín, Goya. Catálogo de pintura, Real Academia de Bellas Artes de San
Luis, Zaragoza, 1994, págs. 270-271.
72
  J. Camón Aznar, Goya, t. III, Instituto Camón Aznar, Caja de Ahorros
de Zaragoza, Zaragoza, 1980, pág. 123, donde recoge brevemente la historia
de la elaboración de la obra.
73
 B. Pérez Galdós, «La Corte de Carlos IV», en Obras completas, t. I.,
Aguilar, Madrid, 1950, págs. 319 y ss., donde se relatan las conspiraciones
palaciegas y las diferencias entre Carlos IV y Fernando VII.

67
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

la verdadera fisonomía de todos los personajes» 74. Digamos,


nuevamente, algunas otras cosas sobre el mismo.

Primera. El retrato 75 es heredero, lo que no le resta sin embar-


go a Goya un ápice de magisterio, de Las Meninas de Velázquez
(1656, Museo del Prado, Madrid) 76, con la que comparte su
deseo de autorretratarse con los reyes e infantes, y de La Fa-
milia de Felipe V de Louis-Michel van Loo (1743, Museo del
Prado) 77. Si bien las tres pinturas, explica Calvo Serraller, son
diferentes: «la velazqueña está dividida entre un eje longitudi-
nal y transversal; la de van Loo organiza el cortejo de perso-
najes en un esquema ondoyant, ondulante; mientras que la de
Goya es de una claustrofóbica frontalidad, aunque sutilmente
compensada». Y sigue manifestando: «Desde el punto de vista
heráldico, es cierto que Velázquez y Goya se saltan, cada uno
a su manera, el afectado protocolo habitual de un cuadro regio
de aparato, introduciendo cierta «naturalidad»; sin embargo,
sería injusto no percibir que el más convencional retrato de van
Loo también da muestras de, por lo menos, dotar con cierto
encanto espontáneo a la familia de Felipe V, sobre todo a tra-
vés de las figuras infantiles y los animalillos, algo muy propio
de la sensibilidad dieciochesca» 78. Por otra parte, no hay en el
lienzo juegos de perspectiva, ni sensación de profundidad, como
en la escenografía velazqueña, en una ambiente fagocitado por
la presencia acumulada, como si fueran un sujeto colectivo
único, de los retratados. Una obra que sigue cronológicamente
los retratos individuales de la Familia Real iniciados por el
74
  V. Bozal, Historia del arte en España, Desde Goya a nuestros días,
Ediciones Istmo, Madrid, 1994, pág. 18.
75
  Un examen global del retrato en el pintor aragonés, en V. Bozal, Goya,
t. I, T.F. Editores, Madrid, 2005, págs. 124-177.
76
 Dentro de la inabordable bibliografía sobre la obra del pintor, ver, a
título de ejemplo, el catálogo de Velázquez, Ministerio de Cultura, Madrid, 1990.
77
  Sobre la pintura en tiempos de Felipe V, y entre la extensa bibliografía,
ver, por ejemplo, AAVV, El arte en la corte de Felipe V, Palacio Real. Museo
del Prado. Caja Madrid, Madrid, 2002.
78
  F. Calvo Serraller, en Fusi y Calvo Serraller, op. cit., pág. 208.

68
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

pintor en septiembre de 1799: la Reina María Luisa con man-


tilla y Carlos IV en traje de caza (Palacio Real, Madrid), los dos
Retratos a caballo de los Reyes (Museo del Prado, Madrid), y los
dos asimismo emparejados —Carlos  IV vistiendo traje de corte
(Museo del Prado) y la Reina María Luisa en traje de corte
(Palacio Real).

Segunda. Las interpretaciones que, partiendo de una concepción


romántica del artista aragonés, de su firme rechazo al Antiguo
Régimen y de su adscripción a las nuevas ideas políticas que
se plasmaran en la Constitución de 1812, entendían que el
pintor habría casi caricaturizado a la primera Familia españo-
la, han ido perdiendo seguidores en los últimos tiempos 79. A tal
efecto, el reciente trabajo de Enciso sobre el ambiente cultural
durante el reinado de Carlos IV es un estudio impagable para
conocer el contexto cultural y el sentido de la pintura de nues-
tro hombre. El académico recoge, de forma pormenorizada, las
idas y venidas del Rey y su pintor de Cámara, tomando nota
de las diferencias de juicio entre estudiosos e historiadores. De
una parte, la opinión, entre otros, de Perera quien, reconocien-
do que el trato con el Infante Don Luis resultó más fácil que
con el propio Monarca, afirma, a pesar de todo, que Carlos IV
79
  Calvo Serraller, op. cit., págs. 207 y ss., criticando tales argumentaciones,
nos recuerda que desde hace años «todo lo que sabemos sobre la vida, la
personalidad y el arte de Goya la desmienten con rotundidad. De manera
que si bien no ha desaparecido por completo, quienes de alguna manera la
siguen sosteniendo se han visto obligados a pulir la argumentación de una
forma mucho más laxa y empleando razones mucho más alambicadas. Sea
como sea, lo único cierto en relación con el cuadro es que el pintor tomó
un giro mucho más naturalista en todos y cada uno de los retratos que
ejecutó a partir de entonces. Esta tesis de comprobación palmaria, se ha
impuesto por su propia evidencia visual, pero también ha sido adecuadamente
razonada, entre otros, por Nigel Glendinning y Janis Tomlinson, quienes han
establecido las correspondientes comparaciones diferenciadoras entre los
retratos familiares de grupos de la década de 1780, como el que Goya hizo
de Los duques de Osuna y sus hijos (1787-1788), y este de La Familia de
Carlos IV, que el pintor aragonés aborda justo cuando está en trance de
terminar el escalofriante retrato de La condesa de Chinchón (1800), la
desdichada esposa de Godoy».

69
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

vino a ser «el mejor protector del pintor, y aunque no hubiese


ostentado otra manifestación de sus aficiones artísticas, el de-
cidido apoyo, la amistad y la protección de toda índole a Goya
hubieran bastado para calificarle como experto conocedor y
munificiente mecenas». Y, la otra, la esgrimida críticamente,
por ejemplo por Junquera, que refiere las complejas relaciones
personales entre ambos, no siempre sencillas, por alguien que
no terminó de valorar, como se merecía, todos los matices de
su novedosa estética; aunque no ponía en entredicho la apre-
ciación real en conjunto de la obra del artista, ni la sensibilidad
de Carlos IV 80.

Tercera. Estamos, inequívocamente, ante un retrato de familia:


la Familia, en este caso, del Rey de España 81. Goya reproduce
y escruta inquisitivamente a todos y cada uno de sus miembros,
en número de catorce, a los que iría realizando pacientemente
retratos individualizados, aunque no todos coincidieran, como
sucede muchas veces en composiciones de aparato semejantes,
en el preciso momento de su elaboración. Es un «retrato de
todos juntos», a cuyos integrantes trata con respeto y dignidad,
más allá, también es cierto, de su verismo y cercanía, de su
80
  L. M. Enciso Recio, Compases finales de la cultura ilustrada en la época
de Carlos IV, Real Academia de la Historia, Madrid, 2013, págs. 126-127,
realiza un ejemplar y pormenorizado examen del contexto y la vida cultural
bajo el reinado de Carlos IV.
81
  A. M. Arias de Cossío, «La pintura en la época de las Cortes de
Cádiz», en AAVV, Cortes y Constitución de Cádiz, t. I, director José Antonio
Escudero, Espasa Calpe, Madrid, 2011, p. 597, dice así de los tres personajes
reales principales de la composición: «El Rey de semblante inexpresivo, débil
y un tanto desplazado; la Reina, verdadero eje compositivo del cuadro, firme
y afilando su mirada, nunca directa. Delante y a la izquierda Fernando,
Príncipe de Asturias, heredero del trono que, asimismo, muestra su
desconfianza en la mirada en dirección opuesta a la de su madre y también
sesgada, y es que el príncipe abrigaba ya cuando Goya lo pintó aquella
suspicacia y resentimiento que lo llevaría cuatro años más tarde a la frustrada
conspiración contra sus padres en el llamado proceso de El Escorial. Todo
ello expresado de manera magistral y atrevida que chocaba con la estética y
los hábitos de su tiempo».

70
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

carácter intimista e introspectivo 82. Por ello se ha afirmado su


aire, en este sentido, más aburguesado que regio.

El centro de la escena, construido en forma de friso, y con un


juego de perspectivas menos complejo que el de las Meninas
velazqueñas, lo preside la altiva reina María Luisa, con un
vestido de inspiración francés, que toma de la mano al infante
Francisco de Paula, que dirige su vista hacia donde está su
padre; mientras, tras el monarca, se distinguen los rostros de
sus hermanos, Antonio Pascual y María Josefa, y la infanta
Carlota Joaquina (entonces, reina de Portugal, vivía en el país
vecino). Con la otra mano, la Reina abraza a la infanta María
Isabel. Carlos IV y el Príncipe de Asturias, cada uno situado
de acuerdo con el orden jerárquico de que disfrutan, se ade-
lantan, se nos echan literalmente encima. En el lado derecha
de la obra, poniendo término a la escenografía, aparecen los
príncipes de Parma, María Luisa con el infante Carlos Luis,
en sus brazos, y Luis de Parma (que alcanzaría el trono de
Etruria). En el extremo opuesto, el futuro Fernando VII pare-
ce haber dado un paso al frente, mientras a su espalda se halla
el infante Carlos María Isidro 83. No había duda sobre el men-
saje político subyacente: la sucesión estaba, con tres hijos va-
rones, sobradamente asegurada. Goya retrata finalmente a una
82
  Muy crítica es hoy, por ejemplo, la posición de B. Losada, Goya, Verón
Editor, Barcelona, 1.ª ed., 1970, págs. 157-158: «Goya hubiera soñado ser el
pintor de un rey glorioso, de un emperador invencible, de un héroe joven y
titánico, en vez de retratar una y otra vez la faz sin brillo de un Rey abúlico,
el rostro soberbio de una Reina envilecida, de festejar los mezquinos triunfos
de Godoy, aupado al poder ante el escándalo de una Corte rastrera y
conformista». Aunque no duda en apuntar al tiempo el excelente hacer del
artista aragonés, y además de forma tajante: «Es por encima de todo un
pintor veraz, un hombre íntegro, cabal, incapaz de baja adulación, de
servilismo cortesano» (págs. 131 y ss).
83
  Sobre la vestimenta y las distinciones de los personajes ver J. M. Alia
Plana, «Trajes, vestidos y condecoraciones en La Familia de Carlos IV»,
en AAVV, La Familia de Carlos IV. Goya, op. cit., págs. 271 y ss. Es interesante
también el estudio de C. Garrido, «Cómo se pintó el retrato de la familia»,
La Familia de Carlos IV, op. cit., págs. 287 y ss.

71
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

joven sin ligazón con la Familia Real (quizá, la princesa Car-


lina de Sajonia-Weimar, candidata a contraer matrimonio con
el Príncipe de Asturias).

El estilo es suelto, dinámico y colorista 84, un precursor del mo-


vimiento impresionista, prestando atención a los ricos vestidos,
tocados y trajes. Basta con fijarse, dice Eugenio D´Ors, en el
rostro de la infanta María Isabel, confeccionado con «trazo
suelto y desenfadado; no parece que la perfección en el dibujo
le importara mucho (…) la pureza del dibujo no le importaba
una higa» 85. El ambiente está, por el contrario, poco iluminado,
trasluce una sensación de hermetismo. Por otro lado, Goya
rehúsa realizar un encuadre cargado con los habituales símbolos
y emblemas del poder monárquico, que brillan aquí por su au-
sencia. Estamos ante un lienzo adusto, austero y contenido. Sin
artificios, ni exageraciones. A lo que no renunció, fue, en la
estela de Velázquez, a retratarse, ¡faltaría más!, y a reproducir,
al fondo, dos cuadros de controvertido motivo (quizás, uno,
representando a Hércules y Onfale).

Pero regresemos al año de 1808 que conocerá una de las crisis


más graves de nuestra historia, con secuelas desafortunadas asi-
mismo para los demás países europeos, deviniendo en una pro-
blemática de perfiles internacionales. Las piezas del puzzle co-
mienzan paulatina pero inexorablemente a desplomarse una tras
otra. Veamos sus fechas más dramáticas: el 17 de marzo el mo-
tín de Aranjuez pone abruptamente fin al gobierno del valido
Manuel Godoy después de más de quince años; el 19 de marzo
Fernando VII sube al trono de España tras la primera abdicación
de su padre Carlos IV; el 23 de marzo entra en Madrid el ge-
neral Murat amparado por los acuerdos del Tratado de Fontai-
84
  E. Lafuente Ferrari, Historia de la pintura española, Salvat, Barcelona,
1971, pág. 112, sintetiza, en los siguientes escuetos términos, la plástica
goyesca: «La rica paleta de Goya esplende en los rojos, azules, ocres, grises,
oros y negros, en acorde limitado y suntuoso».
85
  E. D´Ors, Tres horas en el Museo del Prado, Anaya, Madrid, 1993,
págs. 188-189.

72
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

nebleau; el 2 de mayo se produce el levantamiento popular en


las calles de Madrid; el 5 de mayo Napoleón impele a Fernando
VII a devolver la corona de España a su padre, quien a su vez
la cedería acto seguido, el día 6, al propio Emperador. Paralela-
mente se desencadenan las incesantes revueltas populares, narra-
das como nadie por el pintor aragonés en los lienzos del 2 y 3
de mayo y en su serie de Los desastres de la Guerra; el 6 de junio
Napoleón pone fin a la Monarquía borbónica e instaura como
Rey de España a su hermano José, que entra en la capital a fi-
nales del mes de julio. En todo este vendaval huracanado está
presente la pintura del artista. Tiene razón Glendinning, cuando
subraya que «la política tiene más importancia en la obra de Goya
que en el trabajo de muchos pintores, en parte porque era un
artista de la Corte y en parte porque vivió una época de cambios
radicales. Durante la vida de Goya, España pasó por el Despo-
tismo Ilustrado de Carlos III y del despotismo más turbio de
Carlos IV y de su valido, Godoy, a un periodo regido por la
Constitución liberal, de 1812 a 1814, que dio supremacía al pue-
blo español durante la Guerra de la Independencia española,
antes de volver a la monarquía absoluta de Fernando VII» 86.

C) 
EL DOS Y EL TRES DE MAYO, DE FRANCISCO
DE GOYA

1)  El 2 de mayo

Volvamos ya a los lienzos del 2 y 3 de mayo 87. El primero, El


dos de mayo de 1808, también conocido como La carga de los
mamelucos en la Puerta del Sol o La lucha con los mamelucos, fue
realizado, compositivamente a través de triangulaciones, seis
86
  N. Glendinning, Arte, ideología y originalidad en la obra de Goya,
traducción de Marta García Gato, Ediciones Universidad de Salamanca,
Salamanca, 2008, págs. 17-18.
87
  Sobre el contexto político en el que se realizan las obras, ver, por
ejemplo, Gassier y Wilson, op. cit., págs. 205 y ss. y Morales y Marín, op. cit.,
págs. 326-327.

73
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

años más tarde del suceso (1814, Museo del Prado, Madrid).
Tiene su origen, parece ser, en el deseo de Goya expuesto en
carta remitida a la Regencia, presidida por Luis María de
Borbón y Vallabriga, un 24 de febrero de 1814, de «perpetuar
por medio del pincel las más notables y heroicas escenas de
nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa». Se-
guramente fueron iniciados a partir del mes de mayo, y con-
cluidos a finales del mes de noviembre. El 13 de mayo entra-
ba en Madrid Fernando VII, pero ya dos días antes, la situación
política auguraba represalias, como se vio enseguida con la
destitución y destierro de Luis María de Borbón. Lo hemos
adelantado: nuestro artista actuó, como lo hubiera hecho cual-
quiera, de manera prudente. Fue, las circunstancias mandaban,
cauteloso 88. El pintor saldría finalmente indemne del proceso
de purificación política ordenado el 21 de mayo de 1814 por
el duque de San Carlos, a quien retrataría un año más tarde
(1815, El Duque de San Carlos, Museo de Zaragoza. Hay otras
versiones del mismo año en las colecciones del Conde de Vi-
llagonzalo y de los Marqueses de Santa Cruz). Las sospechas
acechaban: fue pintor de corte de José Bonaparte, al que había
retratado, y había sido condecorado por él. No es por tanto
una casualidad el Retrato ecuestre de Palafox (1814, Museo del
Prado, Madrid; hay otro Retrato de medio cuerpo, hacia 1810,
una versión preparatoria, en una colección inglesa), si bien
antes ya había ejecutado el de El Empecinado (1809, Museo de
Bellas Artes Occidentales, Tokio), símbolo de la resistencia fren-
te a Napoleón. Representar tales obras era una buena manera
de alejar suspicacias y proclamar su «patriotismo» 89.
88
 Losada, op. cit., pág. 158 manifiesta: «Cabeza y corazón en lucha. Goya
asiste al Dos de Mayo como habrá de asistir a la guerra toda, impresionado
por la grandeza de aquella lucha desigual, pero con una clara visión de lo
que la victoria iba a suponer: la vuelta a los antiguos vicios, el encadenamiento
del pueblo bajo un absolutismo sin límites. La victoria iba a impedir aquel
ideal de cultura y prosperidad, de armonía y justicia que Goya y sus amigos
«ilustrados» soñaban para España».
89
 Bozal, op. cit., pág. 76.

74
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Estamos, como sucede con el lienzo del 3 de mayo de 1808,


pues los dos conforman una especie de hermanado díptico 90,
ante un cuadro de contrastables perfiles políticos. Una inten-
cionalidad que tiene semejanza con otras obras posteriores a
cargo de algunos pintores franceses del xix: Thèodore Géricault
(1818-1819, La balsa de Medusa, Museo del Louvre, París) y
Eugène Delacroix (1830, La libertad guiando al pueblo, Museo
del Louvre). La revolución pictórica que pone de manifiesto
Goya, apunta Todorov, «forma parte de un movimiento que
incluye la importante consolidación de la mentalidad ilustrada,
la progresiva secularización de los países europeos, la Revolu-
ción francesa y la creciente popularidad de los valores demo-
cráticos y liberales». Y sigue reseñando el filósofo búlgaro
asentado en Francia: «Esta convergencia nada tiene de fortui-
to. La pintura nunca ha sido un simple juego, un puro diver-
timento, un elemento decorativo arbitrario. La imagen es
pensamiento, tanto como el que se expresa mediante palabras.
Siempre es reflexión sobre el mundo y los hombres. Tanto si
es consciente de ello como si no, un gran artista es un pensa-
dor de primera magnitud» 91.
90
  Un estudio conjunto, dentro del contexto político de la época, de
ambos lienzos, también en Bozal, op. cit., págs. 75-88.
91
  T. Todorov, Goya. A la sombra de las luces, traducción de Noemí
Sobregués, Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores, Madrid, 2011, págs. 18
y 108-109. Y sigue diciendo: «Ni en 1808 ni en 1828 Goya caerá en la
tentación de juzgar desde el punto de vista estético la manera de hacer la
guerra y de ganar las batallas. Jamás separará su juicio sobre los fines
desastrosos de una acción del asco que le inspiran los medios utilizados para
alcanzarlos. Jamás juzgará a los políticos como si fueran artistas. Los
ideólogos justifican los medios atroces para fines sublimes. Es cierto que
matar y torturar es deplorable, pero al menos instauremos en este país salvaje
la democracia y los derechos del hombre (…) Los estetas están dispuestos
a admirar la belleza de una acción incluso cuando está al servicio de un
objetivo lamentable. Así, mucho tiempo después de Nerón ante una Roma
en llamas, y Napoleón evocando los incendios de Moscú, Albert Speer,
ministro de Armamento de Hitler, no podía evitar admirar el bello espectáculo
de las bombas incendiarias cayendo sobre la ciudad en la que estaba, Berlín.
A Goya, el trágico destino de la guerra solo le inspirará un sentimiento: el
horror».

75
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

El lienzo expresa la resistencia armada y violenta del pueblo


de Madrid, con sus ojos hinchados de rabia y cólera contra las
tropas invasoras que tratan desesperadamente de huir, y el
paralelo horror que transmite la terrible confrontación: el del
desgarrador cuerpo a cuerpo. De esta suerte, como también
pasa con el 3 de mayo, Goya nos muestra que un pueblo antes
«jaranero, pendenciero, y danzarín de los tapices se había tro-
cado, como en mutación de magia, en el ferocísimo y justicie-
ro que dio origen y fuerza a las partidas guerrilleras. Los bo-
leros y los fandangos, seguidillas y tiranas del rococó de la
pradera, con sus pasos y cadencias jacarandosas, traían ahora
aires de ira sanguinaria» 92. Goya se convierte, de esta manera,
«en el genial poeta épico de estos sucesos» 93.

Toda una cruda exteriorización de brutalidad primitiva sin


reglas, ni restricción. Lo propio de un combate callejero donde
la caballería francesa sufre la sangría de las navajas montada
en sus altaneros caballos. Los caballos, amontonados y enca-
britados, rezuman temor ante tanto torbellino de sangre, al
tiempo que dotan plásticamente de dinamismo y ligereza al
cuadro; caballos que son también objeto directo —el paisano
que de espaldas ataca con un cuchillo en la mano a uno de
ellos— de la lucha encarnizada. En el suelo yace bien visible
el cuerpo de un soldado francés, mientras otro oficial, aún en
su cabalgadura, intenta inútilmente escapar. Como se ha dicho
bien, Goya reproduce una situación que refleja quizás más el
patetismo y el drama del momento, que la exaltadora heroici-
dad del pueblo madrileño. Los escorzos intensifican la sensación
de crueldad de la lucha con la élite del ejército napoleónico.
La pincelada vibrante y viva, como requería el motivo, que es
92
 Losada, op. cit., pág. 159. Y dice también: «El héroe es solo uno: el
pueblo todo, sin nadie que lo represente individualizándolo. Hombres
oscuros, gentes de Madrid, vagabundos y menestrales, mujeres de los barrios
bajos, labriegos llegados de los pueblos de los alrededores, burlando el cordón
de protección que los franceses tendieron en torno de la ciudad».
93
  R. Hughes, Goya, traducción de Caspar Hodgkinson, Galaxia
Gutenberg. Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, pág. 299.

76
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

el pathos que define la escenografía, es rápida, directa y ligera.


La pavorosa pugna no se puede narrar mejor.

2)  El 3 de mayo

La segunda de las obras, El 3 de mayo de 1808 en Madrid, Los


fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío o Los Fusilamientos
del 3 de mayo (1814, Museo del Prado), refiere la represalia de
las tropas francesas al día siguiente, con el descarnado fusila-
miento de ciudadanos del pueblo de Madrid. Un cuadro que
tendrá una gran influencia, por ejemplo, en El fusilamiento del
Emperador Maximiliano de Édouard Manet (1867-1869, Na-
tional Gallery, Londres), y más tarde, en el Guernica (1937,
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid) y en
Masacre en Corea, ambos de Pablo Picasso (1951, Museo Pi-
casso, París). Toda una réplica, se ha apuntado, al lienzo de
Gros (1810, La rendición de Madrid, Versalles), donde el artis-
ta francés, resaltando la magnanimidad del Emperador, había
realizado una visualización generosa y edulcorada de la toma
de la capital por el militar corso.

La pintura es incluso de calidad superior a la del 2 de mayo,


habiéndose considerado como una de los primeros trabajos que
caracterizan el arte contemporáneo. Una obra cargada, nueva-
mente, de sentido y contenido político. Estamos asistiendo,
gracias a los pinceles de Goya, a la mejor crónica visual de una
insurgente revolución popular. Los actores principales, los úni-
cos que se nos muestran abiertamente, son los indiscriminados
ciudadanos que van a ser fusilados de forma inmediata. Pero
en estos ciudadanos sacrificados inmisericordemente, no hay
contradicción en ello, «subsiste su aspecto humano y los indi-
viduos conservan sus rasgos distintivos» 94. Los rostros disfrutan
de singularidad propia, tienen nombre. Otros héroes aparecen,
aumentando la sensación de tragedia, muertos en el suelo. Sus

  R. Berger, El conocimiento de la pintura. El arte de apreciarla, traducción


94

de Luis Monreal y Tejada, Noguer, Barcelona, 1976, pág. 153.

77
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

autómatas verdugos, con sus grandes morriones y sus concate-


nados fusiles apuntando al frente, y calzados, por si fuera ne-
cesario rematar al moribundo, se muestran sin expresividad
alguna, casi en la oscuridad; carecen, ¡es el horror y la sinrazón
de la guerra!, de personalidad. No tienen cara; lo más, una
amorfa y mecanicista mancha desasosegante. No disponen de
alma. Parecen juguetes dotados de una exclusiva precisión para
matar. Los fusilados son, por contra, hombres concretos, con
familia e hijos, pero podían haber sido perfectamente otros.
Cualquiera —nos diría Goya— de nosotros.

Sus rostros traslucen, mientras a sus pies yacen desordenados


los cuerpos de los fusilados, los más varios sentimientos hu-
manos ante la muerte: miedo, horror, resignación, rabia, valor
o desesperanza: unos se tapan los ojos; otros, esconden asusta-
damente la cara; mientras un religioso aparece en posición de
orar. No quieren presenciar, se resisten, la cierta llegada de su
muerte. «En medio de charcos de sangre vimos —reseñaba el
relato de Trucha— una porción de cadáveres, unos boca abajo,
otros boca arriba, éste en postura del que estando arrodillados
besa la tierra, aquél con las manos levantadas al cielo, pidiendo
venganza o misericordia». Al fondo de la escena, se reproduce,
en consonancia con el drama, una montaña seca, lúgubre y
yerma. La paleta de Goya es, como la escenografía, parca: co-
lores ocres, grises y blancos. Está en lo cierto Muñoz Molina,
cuando afirma que «en la Historia del Arte, el primer viaje
riguroso al fin de la noche de los tiempos (y también al Juicio
Final) es el viaje de Francisco de Goya (…) El corazón de las
tinieblas es la negrura mineral del fondo de las estampas de
Goya y del cielo de Los Fusilamientos y la oscuridad del terror
y la desesperación a los que pueden descender o ser arrojados
los seres humanos» 95. El artista ha explicitado la peor de las
pesadillas, la de la muerte específica, y la de la guerra, la ani-
quilación colectiva; pero también ha sido capaz de exorcizarlas
y permitirnos verlas con otros ojos, gracias a la épica y al

 A. Muñoz Molina, «Los Fusilamientos de la Moncloa. Francisco de


95

Goya», en Obras maestras del Museo del Prado, Electa, Madrid, 1996, pág. 203.

78
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

compadecimiento con las víctimas. Eso sí, «su dramatismo va


unido a una visión original, contraria a todo heroísmo, de la
muerte, que se manifiesta en su visión de los cadáveres como
peleles, expresada con el acortamiento de los brazos y en su
expresión carente de dignidad» 96.

El sujeto activísimo del lienzo es el pueblo de Madrid, que bien


podía haber representado el pueblo de cualquier otra localidad
de España. Un pueblo anónimo, sin nombre y apellidos, desca-
misado y con vestimentas toscas. Goya no retrata las caras his-
tóricas más conocidas de las batallas y las contiendas del mo-
mento. No hay referencias a políticos, ni a héroes. Ni tampoco
a prebostes, ni excelencias: «lo que le interesa es la imagen de
la multitud, el desorden producido por la acción de los patriotas,
la violencia que lo llena todo. En el cuadro no hay uno o varios
protagonistas individualizados; el protagonista es la masa»  97.
Vemos un crispado pueblo-ciudadano, que se alza, reivindicando
su condición de hombre libre, en un país, el suyo, que anhela
seguir siéndolo, contra las tropas de ocupación 98. El desencade-
nante de la revuelta popular fue la salida de Palacio del menor
de los infantes, don Francisco de Paula, destino a Burdeos. El
hombre de pie, con las dos brazos en alto, con pantalón amari-
llo y vestido con una desabrochada camisa blanca 99, ¡es inocen-
96
  J. Barón, «Pintura y escultura españolas del siglo xix en las colecciones
del Prado», en El siglo xix en el Prado, director José Luis Díez y Javier Barón,
Museo del Prado, Madrid, 2007, pág. 25.
97
 Bozal, op. cit., pág. 26.
98
 Lafuente Ferrari, op. cit. pág. 113, señala el drama que visualizamos
con las siguientes palabras: «En horribles charcos de sangre agonizan los
caídos; un nuevo grupo, entre ellos, un fraile —lo parece por el cerquillo de
la cabeza—, va a hacer frente a las balas. Exasperado o desesperado, el
hombre de la camisa blanca y los pantalones amarillos —nota clara avivada
por la luz del farol puesto al suelo— simboliza, con sus manos alzadas y su
gesto de último desafío, la indomable protesta contra la injusticia y la
barbarie».
99
 El coleccionista, no todo van a ser opiniones académicas y eruditas,
A. Ródenas García-Nieto, Pintores y pintura. Reflexiones sobre Arte, Fundación
Antonio Ródenas García-Nieto, Madrid, 2003, pág. 46, hace una exaltación

79
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

te!, nos recuerda al sacrificio de Jesucristo en la cruz. Tanto la


luz resplandeciente procedente del interior del sujeto, y que va
más allá de la refulgencia reflectante de la lámpara asentada en
el suelo, como porque en sus manos son discernibles las llagas
en las palmas de sus manos, nos retrotrae a un ciudadano injus-
tamente ajusticiado que rememora en sus ademanes la muerte
del Hijo de Dios 100. Todo es emotividad descontrolada en la
imagen anónima del hombre de a pie de la España de principios
del siglo xix. Ya lo reseñaba Adolf Huxley: «El dramatismo y
la intensidad son la mejor manera de reflejar una escena tan
cruda».

Siempre he pensado que este poder ciudadano anónimo, de


perfiles populares, es el mismo que, en otra ocasión próxima
en el tiempo, en la ciudad de Cádiz, aprueba y respalda cuatro
años después la Constitución de 1812. Aunque, evidentemente,
aún no tuviera conciencia de lo que quedaba por venir y por
hacer. Aquí el héroe es el pueblo mismo que, ante la desidia,
la connivencia y la cobardía de sus gobernantes, se ve impelido
a actuar directamente en la defensa activa de la patria. La luz
de la linterna, que Goya sitúa en el suelo, es el instrumento
pictórico utilizado para brindar de luminosidad a la tragedia
ciudadana. Pero, a pesar de todo, el artista, lo hemos reiterado,
es prudente en la simbología y exteriorización del instante. Su
pensamiento político, ha afirmado Manuela Mena, «su actitud
crítica ante la sociedad de su época, así como su vinculación a
los acontecimientos históricos de su tiempo, debió de pertene-
cer, sin embargo, a lo más íntimo de su vida privada, de sus
familiares y de sus amigos, y no debió de ser fácil llegar a

de la camisa blanca del hombre de pie que preside la escena: «¡Qué lástima
— exclamó— ¡Qué lastima que todo el cuadro no mantenga el valor pictórico
que posee ese extraordinario blanco de la camisa del rebelde central! ¡Qué
maravillosas cualidades posee! Constituye por sí solo, colocado ahí, un
enorme valor plástico. No veo la camisa, veo los valores plásticos de esa masa
de blanco».
100
 L. F. Földenyi, Goya y el abismo del alma, traducción de Mária Szijj,
Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores, Barcelona, 2008, pág. 174.

80
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

disfrutar de la confianza del pintor» 101. La siniestra sombra de


Fernando VII no tardará además mucho en aparecer.

D) EL ESTATUTO DE BAYONA. UNA CARTA


OTORGADA

El ropaje jurídico escogido personalmente por el omnipresen-


te Bonaparte 102 para presentar y justificar el cambio político y
dinástico será el Estatuto de Bayona de 1808. Texto que «no
ha gozado de muy buena prensa al menos entre nosotros» 103,
y que continúa huérfano de «una justificación que, sin embar-
go, no parece precisa respecto de otras experiencias, sobre cuyo
carácter constitucional, o sobre su contribución a una historia
de una construcción del Estado español, se duda» 104.

101
  M. Mena Marqués, «Goya, al margen de los acontecimientos políticos
de su tiempo», en Historia del Arte de España, director X. Barrai i Altet,
Lunwerg, Barcelona, 1996, pág. 367.
102
  L. Díez del Corral, «La función del mito clásico en la literatura
contemporánea», en Obras Completas, t. II, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 1998, pág. 1225, dice de nuestro personaje: «Res-
ponde al esquema mediterráneo de isleño aventurero, y a sus condiciones
nativas une una ferviente admiración por la gloriosa Antigüedad (…) Na-
poleón se presenta como un Emperador al estilo romano, rodeado de laure-
les y águilas, como los que glorificaba el teatro francés. Las tragedias fran-
cesas, con su pathos y ethos, son para Napoleón, una escuela de reyes,
confirmación, enaltecimiento y sanción de su esfuerzo». Y completa también
en «La desmitificación de la Antigüedad clásica por los pensadores liberales,
con especial referencia a Tocqueville», op. cit., pág. 1839: «reencarnaría su
figura, llevando al extremo las posibilidades de imitación dinámica del mun-
do antiguo en símbolos, en títulos y ceremonias, en hazañas y en persona-
lismo autoritario».
103
  M. Martínez Sospedra, «El Estatuto de Bayona: originalidad e
imitación en la primera Constitución española», en Cuadernos Constitucionales
de la Cátedra Furió Ceriol, n.º 58/59, pág. 95.
104
  F. Martínez, «La Constitución de Bayona y la experiencia
constitucional josefina», en Historia y Política, n.º 19, enero-junio, 2008,
pág. 151.

81
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Denominado así por haberse gestado en la mentada ciudad


francesa 105, con asistencia también de los españoles de ultra-
mar 106, es considerado por algunos como la primera de nues-
tras Constituciones 107. Aunque, para muchos otros, no pasa de
ser un remedo jurídico al que no cabe calificar como tal. Su
origen e influencia extranjera, con apenas aplicación a causa
de la extensión de la Guerra por la práctica totalidad del te-
rritorio nacional y la inmediata derrota de las tropas francesas
en Bailén, impiden calificarlo como la primigenia de nuestras
Constituciones históricas 108, reservando ese honor, cuatro años
105
 Sobre el contexto social y político del momento y sobre su proceso
de elaboración, la mejor obra para su conocimiento sigue siendo la de C.
Sanz Cid, La Constitución de Bayona, op. cit.
106
  Sobre ellos y su papel en la elaboración del Estatuto, ver E. Martiré,
La Constitución de Bayona entre España y América, Centro de Estudios Polí-
ticos y Constitucionales, BOE/Madrid, 2000, págs. 37 y ss.
107
  Por ejemplo, D. Sevilla Andrés, Constituciones y otras Leyes y Proyectos
políticos de España, Editora Nacional, Madrid, 1969, págs. 9 y ss. También
lo estudian como primer Texto constitucional, aunque con importantes
matizaciones por su origen extranjero y su ausencia de aplicación, por
ejemplo, M. Fraile Clivilles, Introducción al Derecho constitucional español,
Suc. de Rivadeneyra, Madrid, 1975, págs. 211 y ss.; J. F. Merino Merchán,
Regímenes históricos españoles, Tecnos, Madrid, 1988, págs. 25 y ss.; A. Torres
del Moral, Constitucionalismo histórico español, Servicio de Publicaciones de
la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 2004,
págs. 28 y ss.; J. J. Arcenegui, Síntesis histórica del constitucionalismo español,
Beramar, 1988, págs. 17 y ss.; C. Núñez Rivero y R. Martínez Segarra,
Historia constitucional española, Universitas, Madrid, 1997, pág. 35; E.
González Hernández, Breve Historia del constitucionalismo común (1787-
1931), Editorial Ramón Areces. Universidad Rey Juan Carlos, Madrid,
2006, págs. 126 y ss.; J. Varela-Suanzes Carpegna, Política y Constituciones
de España (1808-1978), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 2007, pág. 190; J. M. Vera Santos, Las Constituciones de España,
Thomson. Civitas, Madrid, 2008, págs. 37 y ss.; o J. A. González-Ares, Las
Constituciones españolas (1808-1978), Tórculo Ediciones, Madrid, 1999,
pág. 13.
108
  Es el caso, entre otros, de L. Sánchez Agesta, Historia del
Constitucionalismo español, Centro de Estudios Constitucionales, 4.ª ed.,
Madrid, 1984, págs. 71, pues inicia su recorrido histórico constitucional con
la Constitución de Cádiz; o B. Clavero, Evolución histórica del constitucionalismo

82
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

más tarde, para la Constitución de 1812. A lo que hay que


añadir la escasa conciencia constitucional que despertó en su
día, y su casi inexistente influjo en el posterior constituciona-
lismo español e iberoamericano 109. Desde la doctrina consti-
tucional, Tomás Villarroya lo denuncia de forma clara: «Su
origen afrancesado, por la huella prácticamente nula que ha
dejado en nuestro constitucionalismo, y porque su vigencia
resultó dudosísima —a causa de la Guerra de la Independen-
cia— y, en todo caso, muy limitada en el tiempo y el espa-
cio» 110. Criterio reiterado también, desde la Historia del De-
recho, por Tomás y Valiente: «El Estatuto de Bayona, carta
otorgada por José Bonaparte con el apoyo de los afrancesados
españoles (…) promulgada el 6 de julio de 1808, tuvo en
España, como consecuencia del levantamiento antifrancés del 2
de mayo, una vigencia muy dudosa y siempre combatida» 111.
Si bien, argumentan Solé Tura y Aja, su aprobación animó a
los patriotas nacionales opositores a elaborar una Constitución
real de la España de principios del siglo xix: la Constitución

español, Tecnos, Madrid, 1984, pág. 32. Más particular es la posición de J. de


Esteban, Las Constituciones de España, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2000, pág. 26, pues, tras no exponer en el estudio
preliminar de nuestras Constituciones el Estatuto de Bayona —«Dejando,
pues, de lado, la Carta de Bayona, nuestra primera Constitución, redactada
en Cádiz de 1810 a 1812…», sin embargo sí recoge después su texto y
articulado.
109
  Aunque J. M. García Laguardia y E. Martínez Edmundo, Constitución
y orden democrático, USAC, Guatemala, 1988, pág. 5, no desconocen del todo
su influencia: «es el antecedente más antiguo de nuestra organización
constitucional, y fue por ese texto, que los americanos se enteraron de la
posibilidad de una forma de convivencia sobre bases modernas». Ver también
M. Núñez Martínez, Los orígenes del constitucionalismo hispanoamericano,
Universitas, Madrid, 2008, págs. 98 y ss., con un repaso detallado de la
presencia de los representantes americanos en Bayona y su poca influencia
en la América española.
110
  J. Tomás Villarroya, Breve Historia del Constitucionalismo Español,
Planeta, Barcelona, 1976, pág. 6.
111
 F. Tomás y Valiente, «Manual de Historia del Derecho Español, en
Obras Completas, t. II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid,
1997, pág. 1370.

83
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

de Cádiz 112. Sea como fuere, del Estatuto otorgado y extran-


jerizante 113 debemos decir lo siguiente.

En primer lugar, no nos hallamos ante una Constitución en


sentido moderno, pues ni hay reconocimiento, siguiendo la
caracterización de la Declaración francesa de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789, del principio de separación
de poderes, ni se tutelan los derechos fundamentales y las li-
bertades. Nos encontramos, sin más, ante la expresión jurídica
personal de un autócrata que reviste la forma de Carta otor-
gada  114. Una Carta impulsada especialmente por el propio
Bonaparte 115 —aunque su autor material fuera el ciudadano
francés Jean-Bautista Esmenard, siendo revisada después por
Marat 116— quien se dirigirá directamente a la Nación españo-
la en pos de su aprobación y refrendo 117: «Españoles: he hecho
112
  Solé Tura y Aja, op. cit., pág. 12.
113
  La falta popular de adhesión al Estatuto de 1808 contrasta con la
chanza y el rechazo con que es recogido en los cantos populares de la época:
«De Bayona, pues, envía/el corso Napoleón/muy limpia de polvo y paja/la
nueva Constitución./¡Al jaleo, jaleo españoles!/Esta gran carta admiremos/sin
saber quién la ha forjado/porque eso no importa un bledo/¡Ay, ay!/Les leen la
carta/y firman como en barbecho/¡Ay, ay!.».. Esta y otras canciones populares
aparecen recogidas en C. Cambronero, José I Bonaparte. El rey intruso,
Alderabán, Madrid, 1997, págs. 45-60.
114
  Sobre la caracterización clásica de las Constituciones del absolutismo,
por ejemplo, H. Kelsen, Teoría General del Derecho y del Estado, traducción
de Eduardo García Maynez, UNAM, 2.ª reimpresión, México, 1979, pág. 337:
«Los súbditos se encuentran excluidos de la creación del ordenamiento ju-
rídico, por lo que en ninguna forma se garantiza la armonía entre dicho
ordenamiento y la voluntad de los particulares».
115
  Sobre la suerte de sus proyectos, ver A. Sánchez Marín, Constitucionalismo
español 1808-1978, Zaquizami, Madrid, 1994, págs. 17 y ss.
116
  Así lo señala la obra en la literatura iuspublicista francesa de P.
Conard, La Constitution de Bayonne, Édouard Cornély et Cia, París, 1910,
pág. 40; y, entre nosotros, Solé Tura y Aja, op. cit., pág. 10.
117
  «Españoles, después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer.
He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro
poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus
derechos a la Corona de España. Yo no quiero reinar en vuestras provincias,

84
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

convocar una Asamblea General de las Diputaciones de las


provincias y ciudades. Quiero asegurarme por mí mismo de
vuestros deseos y necesidades. Entonces depondré todos mis
derechos y colocaré vuestra gloriosa corona española en las
sienes de otro Yo, garantizando al mismo tiempo una Consti-
tución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano
con las libertades y privilegios del pueblo». Para finalizar con
una admonición laudatoria a su persona: «Españoles: recordad
lo que han sido vuestros padres y contemplad vuestro Estado.
No es vuestra culpa, sino del mal gobierno que os ha regido;
tened confianza en las circunstancias actuales, pues yo quiero
que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos y excla-
men: es el regenerador de nuestra Patria».

En suma, ejemplo de Carta constitucional otorgada y no de


auténtica Constitución, concesión magnánima del monarca y no
decisión coparticipada del pueblo soberano, poder autoritario del
rey y no poder representativo. Texto influenciado, primeramente,
por la Constitución francesa de Frimario del año VIII (13 de
diciembre de 1799) —que establecía el Consulado, si bien esta
se basaba en la legitimidad popular característica del cesarismo
napoleónico—, inspirada en el principio monárquico y con una
mezcla de representación política y representación estamental; y
con posterioridad por el Senatus-consulto del 16 Thermidor del
año  X (4 de agosto de 1802) —Bonaparte es ya cónsul vitali-
cio— y por el Senatus-consulto del 28 Floral del año XII (18
de mayo de 1804), por el que se instituye el Imperio 118. El
Estatuto supone pues el comedido paso de una monarquía ab-
soluta a una monarquía autoritaria 119. Como más tarde en la
Constitución francesa de 1814, y después entre nosotros el
Estatuto Real de 1834, el Estatuto de Bayona responde a los

pero quiero adquirir derechos eternos al amor y reconocimiento de vuestra


prosperidad. Vuestra monarquía es vieja; mi misión es renovarla; mejoraré
vuestras instituciones y os haré gozar, si me ayudáis, de los beneficios de una
reforma, sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones…».
118
  Sanz Cid, op. cit., págs. 173 y 174.
119
  Varela-Suanzes Carpegna, op. cit., pág. 187.

85
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

perfiles clásicos de las Cartas otorgadas. Bayona es, dice también


Artola, «un cruce entre las instituciones de la monarquía espa-
ñola y el senatus consultus de 18 de mayo de 1804 que dio a
Napoleón el título imperial» 120. En las Cartas otorgadas, seña-
laba Pérez Serrano, el monarca «se presenta como poder cons-
tituyente, voluntariamente (en apariencia al menos) y con la
espontaneidad del donante generoso, concede una Carta, que
reduce sus omnímodas facultades anteriores, y que viene a re-
partir las competencias, incorporando a elementos nacionales en
la función de regir el país». Y sigue manifestando de la natura-
leza y alcance de las mismas: «Del absolutismo, en que no hay
poder compartido, ni derechos ciudadanos garantizados, se pasa
a un régimen en que, con mayor o menor liberalidad, se reco-
nocen libertades y se crea una representación popular cosobera-
na, llamada a la colaboración decisiva en los futuros destinos del
Estado» 121.

Aunque se impone una aclaración: Bayona, a diferencia de otras


Cartas otorgadas del entorno europeo, da entrada a propuestas
españolas en la tarea reformista propuesta. La finalidad de
Napoleón era, incluso antes de convocar a la Junta General,
conocer el parecer de los políticos patrios, preparando y facili-
tando de esta suerte la adhesión a la nueva Constitución 122. La
Asamblea, en la que participarán miembros de la nobleza, la
iglesia y del estado llano (estaban llamados en número de cien-
to cincuenta, aunque su presencia fue muy menor, lo que obli-
gó a nuevas designaciones), presidida por Azanza, iniciaba sus
discusiones el 15 de junio, cerrando sus sesiones el 7 de julio.

Bayona no responde, por tanto, a los perfiles de una Constitu-


ción en sentido propio, esto es, a la idea que aparece a finales
120
  M. Artola, La burguesía revolucionaria (1808-1874), Alfaguara,
Madrid, 1974, pág. 18.
121
  N. Pérez Serrano, Tratado de Derecho Político, Civitas, Madrid, 1976,
pág. 468.
122
  I. Fernández Sarasola, La Constitución de Bayona (1808), Iustel,
Madrid, 2007, págs. 44 y 45.

86
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de los siglos xviii en Norteamérica, y algo más tarde en Eu-


ropa con el advenimiento de la Revolución Francesa, vinculada
a un origen popular, a la teoría del pacto social, a la formula-
ción del principio de separación de poderes y al reconocimien-
to de los derechos fundamentales. Nuestro Estatuto se confor-
ma con ser, sin más, la norma definidora en un instrumento
jurídico único y codificado —Bonaparte es el gran artífice de
la Codificación— de la estructura política del Estado. Las
monarquías europeas que suceden al orden impuesto por Na-
poleón, y también la monarquía autoritaria instaurada entre
nosotros, van a recoger, esgrime García de Enterría, «la idea
constitucional únicamente en lo que contiene de codificación
formal del sistema político superior, así como, si acaso, alguno
de sus contenidos menos peligrosos, de los que pasan a hacer
simple retórica» 123.

La forma de promulgación del Estatuto es explícita sobre su


finalidad. No hay engaño constitucional, ni intencionalidad
política encubierta. La entronización de una nueva Casa Real,
la del nuevo dominador de Europa, tras la defenestración de
los Borbones, se enuncia de modo tajante: «En el nombre de
Dios Todopoderoso: Don José Napoleón, por la gracia de Dios,
rey de las Españas y de las Indias: Habiendo oído a la Junta
Nacional congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro
y amado hermano Napoleón (…) Hemos decretado y decreta-
mos la presente Constitución, para que se guarde como ley
fundamental de nuestros Estados y como base del pacto que
une a nuestros pueblos con Nos, y a Nos con nuestros pueblos».
Eso sí, el pueblo de Madrid, salvo un puñado de fieles, nunca
le quiso. Dos cartas a su hermano el Emperador testimonian
su constatable ausencia de apoyo popular. Una, el día 22 de
julio de 1808: «Mi posición es única; no tengo un solo parti-
dario». La otra, del día 24: «Estás equivocado; tu gloria fraca-
sará en España».
123
  E. García de Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal
Constitucional, Civitas, Madrid, reimpresión, 1994, pág. 41.

87
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Los problemas se veían venir: el 1 de agosto, a causa del des-


embarco de las tropas inglesas en la Coruña a finales del mes
de julio, José evacúa Madrid; el 8 de noviembre Napoleón,
obligado a ponerse al frente del ejército francés, entra en te-
rritorio español; y el 4 de diciembre de 1808 Madrid se rinde
al Emperador (Horace Vernet, Capitulación de Madrid, Museo
de Versalles), restableciendo a su hermano José como Rey de
España. Pero su reinado, muy convulso al socaire de la guerra,
durará pocos años: el 23 de marzo de 1813, el afrancesado rey
sale por tercera y última vez de Madrid, y el 11 de diciembre
el Tratado de Valençay entre Napoleón y Fernando VII pone
término a la dinastía bonapartista en España. El Emperador
había cometido tres errores insubsanables, dice Pabón, respec-
to de España: el error monárquico, ignorando el nudo gordia-
no que ligaba, a pesar de todo, a los españoles con su Corona;
el error nacional, despreciando, poco más que una revuelta
callejera y madrileña, el levantamiento del pueblo en armas; y
el error religioso, no sopesando el peso de la Iglesia católica
en la sociedad española de principios del siglo xix 124.

En segundo término, Bayona asume, desde «la vaguedad en


unas cosas y la minuciosidad en otras» 125, algunos elementos,
aunque difuminados y capitidisminuidos, de la noción de
Constitución como restricción del poder político y de protec-
ción de los derechos fundamentales. Por eso, estando ante un
texto jurídico de perfiles autoritarios, expresión de una decisión
esencialmente autócrata, no obstante introdujo en el régimen
político una serie de principios, valores y derechos novedosos.
Estos estaban vinculados, de un lado, al gigantesco e irrever-
124
  J. Pabón, Las ideas y el sistema napoleónico, Urgoiti Editores,
Pamplona, 2003, págs. 88-94.
125
 J. Bécker, La reforma constitucional en España. Estudio histórico-crítico
acerca del origen y vicisitudes de las Constituciones españolas, Analecta,
Madrid, 1923, pág. 17: «Así, por ejemplo, desciende a detalles propios de un
reglamento de cárceles o de una ley procesal a lo sumo, cuando se ocupa de
la libertad individual, y en cambio, ni fija claramente las atribuciones el Rey,
ni concreta las prerrogativas de las Cortes».

88
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

sible proceso codificador, de perfiles individualistas y centrali-


zadores 126 desplegado en Francia 127 por el hacer principalísimo
de Bonaparte 128: la Codificación 129; una obra de unificación y
homogeneización muy necesaria, en particular, respecto de
nuestras «Leyes civiles y criminales» (artículo 96); y, de otro,
a algunas de las proclamas revolucionarias que se plasman en
el reconocimiento de ciertos derechos y libertades. Por una
parte, las de carácter económico: igualdad de la metrópoli con
las colonias (artículo 87), libertad de industria y comercio
(artículos 88 y 89), supresión de los privilegios comerciales
(artículo 90), eliminación de las aduanas interiores (artículo 116).
Y, por otra, de los derechos individuales: la libertad de em-
presa (artículo 39), el habeas corpus (artículo 40), la inviolabi-
lidad del domicilio (artículo 126), la libertad personal (artícu-
los 127 y 128), la publicidad de los procesos (artículo 128) y
la abolición del tormento (artículo 133).
126
  A. Truyol Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, t. II,
Revista de Occidente, Madrid, 1975, pág. 283, señala sobre ella: «La
codificación napoleónica consagra ya plenamente, con la superación de las
estructuras feudales, la igualdad civil y la libertad individual en el marco de
un espíritu centralizado a la vez que individualista, que informarán dentro y
fuera de Francia una nueva sociedad surgida de la Revolución francesa».
127
  Como apunta G. Sabine, Historia de las ideas políticas, traducción de
Vicente Herrero, Fondo de Cultura Económica, 9.ª reimpresión, México, 1978,
pág. 404: «Tampoco había en Francia un cuerpo de ideas comunes, de
aplicación práctica comprobada, como el common law inglés. Antes del
Código de Napoleón, Francia tenía unos trescientos sesenta sistemas locales
de derecho privado, que la unificación meramente administrativa de la
monarquía había dejado subsistentes».
128
  F. Wieacker, Historia del Derecho Privado de la Edad Moderna,
traducción de F. Fernández Jardón, Comares, Granada, 1.ª ed., 2000,
págs. 323 y ss.: «La Codificación de Francia no es ya, como en Centroeuropa,
una acción del absolutismo ilustrado, sino, en sus comienzos, una obra de la
Nación misma, y luego de un gran tribuno popular democrático, el Primer
Cónsul Bonaparte».
129
  Ver, por todos, N. Pérez Serrano, «Constitucionalismo y Codificación»,
en Revista General de Legislación y Jurisprudencia, número extraordinario, 1953,
págs. 92 y ss.

89
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

El sistema político se fundamentaba, eso sí, sobre la figura del


monarca 130, piedra angular de la ordenación constitucional otor-
gada. La regulación de los poderes regios fue además una de las
materias que más atrajeron la atención de los diputados de Bayo-
na. En palabras de Fernández Sarasola, «el monarca no ostentaba
un poder meramente ejecutivo, sino que, muy a la contra, aparecía
como el primer órgano decisorio del Estado, con una voluntad
cuantitativa y cualitativamente superior a la del Parlamento (…)
en la Constitución de Bayona se maximizaba la voluntad guber-
nativa en detrimento de la voluntad parlamentaria» 131. La mayor
curiosidad consistía, y no era pequeña, en que José Bonaparte
había sido designado Rey por el Emperador el 6 de junio, antes
pues de la constitución de la Junta Nacional elaboradora del tex-
to constitucional 132. A pesar de lo cual, la nueva monarquía auto-
ritaria suponía un paso adelante, en tanto que monarquía limita-
da, con una cierta restricción del absolutismo precedente: el rey
tenía que conllevar su política con otros poderes de naturaleza
representativa, aunque de relevancia menor y dotados de compe-
tencias (Cortes, Senado y Consejo de Estado), al tiempo que
respetar los derechos y libertades consagrados en el Estatuto.

Las importantísimas potestades del monarca 133 se visualizaban


en los diferentes ámbitos legislativo, ejecutivo 134 y judicial del

130
  Sobre la figura del rey en la historia de España ver el excelente libro
AAVV, El Rey. Historia de la Monarquía, tres tomos, director José Antonio
Escudero, Planeta, Barcelona, 2008.
131
  Fernández Sarasola, op. cit., págs. 58 y 59.
132
  Sobre José Bonaparte ver el reciente estudio de M. Moreno Alonso,
José Bonaparte. Un rey republicano en España, La Esfera de los Libros,
Madrid, 2008, con un estudio sobre la Constitución de Bayona y el contex-
to personal y político del hermano del Emperador (págs. 216-223).
133
 Una exposición gráfica de los principales principios constitucionales
de Bayona y de las relaciones entre los distintos poderes del Estado, en F. J.
García Fernández y E. Espín Templado, Esquemas del constitucionalismo
español, director Jorge de Esteban, Servicio de Publicaciones de la Facultad
de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 1976, págs. 44 y 45.
134
  I. Cavero Lataillade y T. Zamora Rodríguez, Constitucionalismo
histórico de España, Universitas, Madrid, 1995, pág. 29, señalan: «Se hace

90
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Estado: amplia habilitación para dictar reglamentos y decretos;


iniciativa legislativa, correspondiéndole asimismo la sanción de
las leyes; la extraordinaria atribución, con el acuerdo del Conse-
jo de Estado y de manera temporal, de desplegar la acción le-
gislativa mientras se constituían las nuevas Cortes (artículo 60);
el tradicional ejercicio de la función ejecutiva; el nombramiento
y separación, más allá de que se afirmara la independencia judi-
cial, de los órganos jurisdiccionales; y hasta el mismísimo papel
de garante, al unísono con el Senado, de la Constitución. El
mayor enemigo de los poderes de José Bonaparte no terminó
sin embargo siendo el respeto al texto de Bayona, sino la gro-
sera intervención política de su hermano.

De José Bonaparte 135, popularmente ridiculizado con la deno-


minación de Pepe Botella y otras caricaturas más o menos
crueles 136, hay una variada iconografía a lo largo de sus breves
pero intensos años de reinado (1808-1813). Los retratos dis-
frutan de los elementos del boato y la pompa propios de las
monarquías autoritarias, la mayoría de ellos con el rey foráneo
con vestimenta militar. Hay así un total de cinco uniformes
castrenses diferentes, otro de ceremonial, y varias casacas de
paisano. Reseñémoslos.

El primer modelo es el uniforme de Coronel de Granaderos


de la Guardia Real de Nápoles-España (1806-1811) —inspi-

asistir por sus Secretarios de Despacho, que provienen de los antiguos


Secretarios del Rey del periodo de los Austrias, a los que progresivamente
se les encomendarán diversos asuntos y funciones tanto territoriales como
funcionales o materiales».
135
  Ver, por ejemplo, la biografía ilustrada del hermano de Napoleón, en
la obra de Cambronero, op. cit.
136
  Por ejemplo, es conocida la estampa satírica, depositada en el Museo
de Historia de Madrid, donde se le representa montado en un pepino, en
referencia a su diminutivo, y vestido con un traje de vasos de vino y de
naipes, en alusión a los vicios del monarca que se coreaban por las calles de
Madrid; otra, en la que figura de rodillas, en posición de oración, dentro de
una botella de vino medio llena; y, una más, también sobre un pepino,
cargado con botellas de vino.

91
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

rado en el de su hermano el Emperador—, cuyo 2.º batallón


le acompañaría a su llegada a España en 1808, y sobre el que
diseñará el uniforme nacional. Su mejor retrato es el de José
Bonaparte con uniforme de Coronel de Granaderos de su Guardia
(1807, Museo de Versalles) del pintor Jean-Baptiste Joseph
Wicar, con el rey todavía en Nápoles. Este luce en su bicornio
la escarapela tricolor francesa y la placa y la cruz de la Legión
de Honor —sustituida por la roja española a partir de noviem-
bre de 1808—, a la que en febrero de 1808 se incorporará la
Orden de las Dos Sicilias; y ya en territorio español, se aña-
dirá, primero, el Toisón colgado al cuello y, más tarde, en
septiembre de 1809, la placa y la banda de la nueva Orden
Real de España. El segundo prototipo es el vestido de Prínci-
pe francés (1804-1814), proyectado para la ceremonia de la
coronación imperial de Bonaparte por Jean Baptiste Isabey, y
compuesto «de casaca de terciopelo con faldones abiertos, faja,
calzón, medias y zapatos, todo blanco con bordados de oro,
capa blanca forrada de seda y sembrada de abejas de oro, cor-
bata de encaje y sombrero de terciopelo negro a lo Enrique IV
adornado de plumas blancas, completado de collar y la banda
roja de la Legión de Honor». Robert Lefèvre retrató al rey de
medio cuerpo con dicho atuendo, pero con la capa en una
tonalidad más oscura, siendo utilizado para una serie de gra-
bados con el nombre de «José Napoleón, Rey de Nápoles y de
Sicilia» y después de «José Bonaparte como rey de España y
de las Indias». Su retrato servirá de fundamento asimismo para
el del pintor Joseph Flaugier, residente en Barcelona (Museo
de Arte Moderno, Barcelona). En 1808 el escultor François
Nicolas Delaistre haría una escultura en mármol, a tamaño
natural, con José Bonaparte vestido de príncipe, hoy situada en
el Palacio de Versalles. También en 1810, François Gerard
realizó un grabado para el Gran retrato de aparato, José I Rey
de España y de las Indias (1810, Museo de Fontainebleau) «con
su traje de Príncipe francés, pero con un gran manto real azul
sembrado de castillos y leones, alusivo a la corona de España»;
del mismo hay una réplica en el Museo de Napoleón de Ajac-
cio y otra en el Museo Napoleónico en Roma, así como un

92
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

boceto en el Museo de Versalles, para ser, ya en 1813, objeto


de un grabado por Charles Simon Pradier. Al tiempo, existe
en los jardines de la Malmaison una escultura del rey en ta-
maño natural inspirada en dicha pintura.

El tercer arquetipo es en el que el rey posaba vestido de civil,


pero de tales reproducciones no hay testimonio gráfico. El cuar-
to patrón, quizás el más frecuente, es el del uniforme de diario
de Coronel de los Chevau-Legers de la Guardia (1811-1813),
pero solo queda una representación del mismo: la miniatura de
medio cuerpo obra de Joseph Marie Bouton, en el que se apre-
cia «su casaca verde oscura, su cuello amarillo con un fino vivo
verde, delantero sin solapas ni vivos y con solo una hilera cen-
tral de botones dorados, lo mismo que sus chatarreras de Co-
ronel, y únicamente luce la placa de la orden Real de España».
El quinto estereotipo es el uniforme de Coronel de Granaderos
de la Guardia Real (1811-1813), adoptado por los granaderos
en el verano de 1811, con una «nueva casaca azul con divisa
naranja, que inmediatamente pasaría a ocupar un lugar desta-
cado en el guardarropas del monarca». Es el modelo del retra-
to «oficial» de Gerard; del mismo conocemos varias copias: la
primera, del propio Gerard (Aphley House, Londres); la segun-
da, atribuida a François-Joseph Kinson (Bowles Museum); la
tercera, también se cree que de Gerard (Museo de Napoleón
en Roma), donde la divisa naranja es reemplazada por otra
verde; y, la cuarta, que ha servido de estructura para el retrato
de cuerpo entero de Kinson (Museo de Kassel). El sexto y
último prototipo es el Uniforme de Coronel de los Fusileros o
de los Voltigeurs de la Guardia Real (1811-1813), con divisa
amarilla, el cuerpo de fusileros, y verde, los voltigeurs. Con la
amarilla divisa es representado en el retrato de Lefèvre tomado
en Vitoria y hoy en el Aphley House, y en una copia, ejecuta-
da en la misma ciudad, y en la actualidad en Stratfield Saye
(colección del duque de Wellington). Además el Museo Napo-
leónico en Roma tiene una bella miniatura ovalada de Teriggi,
habiendo otra en el Museo del Ejército (Toledo) firmada por

93
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Roxas. Finalmente el Museo Napoleónico de Roma posee una


copia también del retrato de Gerard con la divisa verde 137.

Goya, lógicamente, no pudo ignorar ni escapar a los deseos de


retratarse de la nueva dinastía. Y así, como veremos, en su obra
La Alegoría de Madrid, José Bonaparte, rey de España (1810, Ayun-
tamiento de Madrid), reproducía la cara del rey foráneo en un
medallón ovalado, que luego fue objeto de una historia rocambo-
lesca de supresiones y adicciones posteriores al socaire de los
acontecimientos políticos. Fue nombrado el día 15 de junio de 1810
protector de la Real Academia de San Fernando. Y año y medio
más tarde recibió del monarca la Real Orden de España en el mes
de noviembre de 1811, máxima condecoración que suprimía, con
la salvedad del Toisón de Oro, el resto de distinciones civiles y
militares. Por último, y dentro de la retratística goyesca, se ha
discutido sobre un posible retrato del rey José oculto, vestido con
el uniforme de Coronel de Granaderos de la Guardia Real, tras el
de Don Ramón Satué (1809-1813, Rijksmuseum, Amsterdam),
rehecho en 1823. La explicación de que el lienzo fuera repintado
se encontraría en el temor del artista, tras el restablecimiento del
absolutismo por Fernando VII, hacia una tela que ensalzaba la
condición de gobernante del hermano del Emperador.

E) 
L A BATALLA DE BAILÉN, DE JOSÉ CASADO
DEL ALISAL

En resumidas cuentas, el Estatuto de Bayona parece estar mal-


dito. Maldito para gran parte de la doctrina constitucional 138
137
  Todas las referencias y citas del texto están recogidas en el pormenorizado
estudio de L. Sorando Muzás, «Iconografía del Rey José», en AAVV, El viaje
andaluz del Rey José I. Paz en la Guerra, Lunwerg-Ministero de Defensa,
págs.  155-173, Madrid, 2011. En el artículo se reseñan asimismo otras
pinturas, aguafuertes y bustos de menor interés del hermano de Napoleón.
138
 A pesar de todo, el Estatuto ha despertado en los últimos tiempos,
y tras un largo periodo de desinterés académico, la atención de la literatura
constitucional. Valgan, como ejemplo, la tesis doctoral de R. Domínguez

94
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

que no lo considera como una Constitución en sentido propio,


pues disfrutó de escasa vigencia a causa de la Guerra de la
Independencia 139 y que tampoco respondía a los presupuestos
políticos y constitucionales nacionales. Pero no queda aquí su
maldición. También está maldito pictóricamente, pues, podría-
mos decir, la Constitución de 1808 no tiene quien la pinte. Es
más, los mejores lienzos de la época, La Familia de Carlos IV,
resaltan la defenestrada dinastía borbónica y no la nueva na-
poleónica; el 2 y 3 de mayo de 1808 son expresión de la peor
cara de la invasión francesa y de los horrores de la Guerra de
la Independencia, al tiempo que del anhelo de libertad del
pueblo español que reclama su lugar como principal agente
político; y la más famosa imagen del conflicto bélico, La ren-
dición de Bailén, es un cuadro de Casado del Alisal, pintado
durante la estancia del artista en Francia y finalizado en abril
de 1864 (Museo del Prado, Madrid), que plasma, no sin ciertas
licencias, la derrota de las tropas francesas. Ejecutado en París,
sería expuesto en el Teatro Real de Madrid, para ser adquirido
por la reina Isabel II. El lienzo obtenía una Medalla de Pri-
mera Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864.
De la obra se conserva un colorista boceto preparatorio y dos
bosquejos parciales: uno, de un soldado español; y, otro, de dos
caballos. Casado realizaría asimismo una cuidada versión redu-
cida del lienzo para los herederos del comandante de las fuer-
zas españolas: el general Francisco Castaños.

El cuadro fue bien acogido por la crítica, con las salvedades de


Pedro Antonio de Alarcón, siempre volcado con el pintor An-

Agudo, El Estatuto de Bayona, Facultad de Derecho de la Universidad


Complutense (2006) y el número monográfico dedicado por el Instituto de
Derecho Público (URJC). La Ley, Estudios sobre la Constitución de Bayona,
dirigido por E. Álvarez Conde y J. M. Vera Santos, Madrid, 2008, con varias
interesantes colaboraciones.
139
  Para un examen exhaustivo y puntual de sus acontecimientos más
sobresalientes y de sus personajes destacados, por ejemplo, E. de Diego y J.
Sánchez-Arcilla, directores, Diccionario de la Guerra de la Independencia, dos
tomos, Editorial Actas, Madrid, 2001.

95
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tonio Gisbert, y de Gregorio Cruzada Villaamil quien, bajo el


seudónimo de Orbaneja, uno de sus más feroces enemigos,
denunció agriamente el trabajo «como una parodia de Las
Lanzas de Velázquez, por su falta de dignidad, composición,
dibujo, color, perspectiva aérea y entonación, aunque de perfec-
ta factura, amén de otras consideraciones también negativas
referentes a la cortés actitud del general Castaños» 140.

El lienzo del palentino José Casado del Alisal (1864, La rendi-


ción de Bailén, Museo del Prado, Madrid), evoca, dentro de la
pintura de historia, «convertido en uno de los iconos de la
Guerra de la Independencia» 141, el momento de la rendición del
general Pierr Antoine Dupont, el 19 de julio de 1808, coman-
dante en jefe del Cuerpo de Observación de la Gironda y uno
de los más célebres oficiales de Bonaparte, al frente de las tropas
francesas, al general Francisco Javier Castaños, capitán general
de Andalucía y al mando del ejército español. Unas compañías,
a diferencia de las francesas, de origen heterogéneo: soldados de
reclutamiento, guerrilleros, voluntarios… Estamos ante la prime-
ra gran victoria española contra Napoleón. La obra es deudora,
no hay duda, de La rendición de Breda o Las lanzas de Velázquez
(h. 1635, Museo del Prado, Madrid): primero, por la visión pa-
140
  Recogido en F. J. Portela, Casado del Alisal (1831-1886), Excma.
Diputación Provincial de Palencia, Palencia, 1986, pág. 90, donde se reproduce
asimismo la crítica más postrera y generosa: «Ya en nuestro tiempo, Gaya
Nuño se sorprendía de la durísima crítica de Cruzada Villaamil por cuanto,
si el “cuadro es capaz de gustar hoy, más debería haberlo placido hace un
siglo; de suerte que hay razones para creer que el mencionado crítico actuaba
por motivos puramente personales. Contra ellos, puede asegurarse que nos
hallamos ante un bravo y estudiadísimo alarde de la mejor Pintura de
Historia”. Poco antes, Lafuente Ferrari estimaba que La Rendición era “uno
de los mejores productos, si no es el mejor en absoluto, de ese tipo de
pintura ‘histórica’”. Y lo mismo Pantorba que, si bien no creía que fuese “el
más valioso y completo de todos los pintados en España en el siglo xix”, lo
consideraba como uno de los mejores de nuestro repertorio artístico».
141
  Calvo Serraller, op. cit., pág. 224. En idéntico sentido lo recoge
también F. García de Cortázar, Historia de España desde el arte, Planeta,
Barcelona, 2007, pág. 399.

96
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

norámica de la representación del evento castrense; segundo, por


la estructura binaria de ambos ejércitos, en forma de aspa, con
los soldados españoles a la izquierda, y los franceses a la derecha,
así como por la particular disposición de los mástiles de los
estandartes, banderines y enseñas de las caballerías; y, sobre todo,
porque la escenografía rezuma, esto es lo más llamativo, los
ideales caballerescos y de magnanimidad de los actos de capitu-
lación que tan novedosamente ideó, frente a anteriores compo-
siciones de subyugante vasallaje y sumisión, el genial pintor
sevillano 142. Pero también lo es por su alusión intencionada a lo
que podríamos denominar, a pesar de que no supera la imitación
formal, el «realismo velazqueño» 143. El lienzo se muestra, en fin,
«a pesar de sus resabios velazqueños, como el mejor producto de
la pintura de historia» 144. Una historia visual que podemos com-
pletar, desde el ámbito literario con el Episodio Nacional, con
dicho nombre, el cuarto de ellos, de Benito Pérez Galdós, que
narra las aventuras y sucesos del intrépido Gabriel 145.
142
  Sobre la revolucionaria composición del artista sevillano, ver L. Díez
del Corral, Velázquez, la Monarquía e Italia, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 1999, pág. 132: «… la figura de Spínola, fuera
cual fuese su concepto de la guerra que debía desarrollarse en Flandes,
implicaba una negociación de la tregua desde una postura de fuerza y sus
dotes como general habían quedado bien demostradas durante sus años de
mando y durante los de su ausencia por el peligroso vacío que ésta había
dejado hasta que llegara a Flandes el Infante don Fernando. Realzar a tan
prestigioso general implicaba proclamar la voluntad al mismo tiempo de
afirmación bélica y de paz. Por eso el cuadro de Las Lanzas podía figurar
en el Salón de Reinos como ejemplo de vencimiento y reconciliación».
143
  J. L Díez, «La rendición de Bailén», en AAVV, La pintura de historia
del siglo xix en España, Museo del Prado, Madrid, 1992, pág. 230. También
en «La rendición de Bailén», en El Siglo xix en el Prado, directores José Luis
Díez y Javier Barón, Museo del Prado, Madrid, 2007, ficha técnica,
págs. 227-231.
144
  A. Caballero, Catálogo de la Exposición Casado del Alisal y los pintores
palentinos del siglo xix, Excma. Diputación de Palencia, Palencia, 1986,
pág. 43.
145
  Pérez Galdós, «Bailén», en Obras completas, op. cit., págs. 528 y ss., se
relata la distribución de las fuerzas de ambos bandos, la contienda y la
rendición gala.

97
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Aunque no se pueden ocultar otras influencias —especialmen-


te por parte de la pintura de historia francesa (Gerard, Girodet
y Vernet)—. De ellos, subraya Díez, «el pintor palentino apren-
dió su técnica vaporosa y brillante que, sin descuidar un dibu-
jo extraordinariamente riguroso y firme, difumina los contornos
de las figuras, modeladas a través de la luz y el claroscuro, de
manera que queden perfectamente integradas en el espacio
abierto en que tiene lugar la escena, mostrando no obstante
una absoluta maestría pictórica en la ejecución de uniformes,
botas y entorchados, interpretados ya con un realismo conte-
nido e inmediato, que marca el gran avance de Casado en esta
obra respecto de su producción inmediatamente anterior» 146. El
cuadro revela así, se ha afirmado también, «que el artista tenía
«cocina», que era poseedor de una técnica depurada, con una
gran riqueza de color y una ejecución de espeso empaste en
este caso que logra obtener fragmentos verdaderamente extraor-
dinarios, y, sobre todo, una armonía plena entre las figuras del
primer plano y el paisaje del fondo, plasmando con perfecto
aire velazqueño la sensación de esta tórrida atmósfera» 147. A
Marcel Duchamp, el gran iconoclasta del arte del siglo xx, le
habría gustado la composición de Casado del Alisal, pues le
habría servido para apostillar humorísticamente, que «desde que
los generales ya no mueren a caballo, los pintores no están ya
en la obligación de morir ante el caballete» 148.

El artista recoge, en realidad, no tanto el instante de la rendi-


ción, como la entrevista que días más tarde mantuvieron ambos
generales, para fijar las particulares condiciones de la capitula-
ción. Todo expresa respeto y cordialidad entre los dos militares.
Especialmente, como no podía ser de otra manera, por el ge-
neral victorioso. Dupont, aparece, en cambio, con una pose más
distante y seria, no exenta de impostada arrogancia, en posición
146
 Díez, op. cit., pág. 233.
147
 Portela, op. cit., pág. 90.
148
  P. Cabanne, Conversaciones con Marcel Duchamp, traducción de María
Teresa Gallego Urrutia, Centro de Artes Visuales, Fundación Helga de
Alvear, Cáceres, 2003, pág. 150.

98
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

bien erguida, vestido para la ocasión con sus mejores galas, con
la mano derecha sujetando el sombrero y la izquierda en posi-
ción abierta y en actitud de entrega. Castaños, por su parte,
con una postura sencilla y afable, se muestra sonriente y rela-
jado, desprendido y generoso, sin rasgos de acritud, ni de pre-
potencia hacia el contrincante vencido, descubriéndose el bi-
cornio en el momento de hacer el correspondiente saludo.
Bailén ha tomado el testigo de Breda y Castaños el lugar de
Spínola 149.

Como suele acontecer en la rememoración de los momentos


estelares de un país, la pintura de historia recrea libremente,
siguiendo «la tradición de la historia», tanto el ambiente como
sus actores principales: la rendición no se firmó en Bailén, sino
en Andújar, una localidad cercana; y no el 19 de julio, sino el
día 22, en una casa de postas. Tampoco todos los oficiales espa-
ñoles al frente de sus cuatro regimientos participantes 150 (Reding,
149
  En idéntico sentido, C. Reyero, «Los temas históricos en la pintura
española del siglo xix», en La pintura de historia del siglo xix en España, op.
cit., págs. 63 y 64: «… no solo respondía perfectamente a los ideales
estéticos del verismo ecléctico, sino también porque perpetuaba de nuevo
la hidalguía española; en ningún momento de la guerra la nobleza de las
tropas se manifestaba mejor que en el retrato del vencedor al vencido.
Bailén se convirtió así en la Breda del siglo xix… y Castaños en el nuevo
Spínola!»
150
  Al respecto del general Castaños, plásticamente el personaje sorpren-
dentemente menos logrado, Díez, op. cit., pág. 234, apunta detalladamente
lo siguiente: «… Castaños es evidentemente la figura menos afortunada de
la composición ya que, precisamente por su máximo protagonismo, requirió
del pintor una mayor atención en la reproducción fiel de sus rasgos, lo que,
sumado al difícil condicionamiento de retratarlo de riguroso perfil en som-
bra, resulta una figura excesivamente insistida y repasada, como prueba la
mayor densidad de materia pictórica acumulada en este personaje. Su figu-
ra empequeñecida frente al enemigo derrotado y la posición forzada y poco
natural de su reverencia le restan la dignidad propia de su rango y de su
supremacía respecto de los enemigos». Por el contrario, nos sigue diciendo,
es «en el grupo de soldados españoles donde de forma más directa e inme-
diata puede apreciarse la nueva interpretación realista que Casado incorpo-
ra en esta obra a la pintura española de la época. En efecto, relajada la

99
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Coupigny, Jones y Lapeña), es el caso de los dos primeros, es-


tuvieron presentes, como no lo hizo asimismo el general francés
Gobert, el más logrado plásticamente de todos ellos, que había
fallecido poco antes en la contienda de Mengíbar. «La notoria
inexactitud de orden histórico —se ha manifestado— «lograba
sin embargo artísticamente un éxito rotundo» 151. Al fondo del

férrea disciplina militar, el grupo de guerrilleros que se mezcla con los


soldados supone una de las páginas más bellas de toda la pintura española
de historia. Así, personajes como el aguerrido mozo de largas patillas en pie
en primer término con el cabello recogido en una redecilla, esculpida su
gallarda figura con un hábil efecto de claroscuro y recortado el perfil de su
rostro en sombra ante un fondo de fuerte claridad —en un nuevo recuerdo
velazqueño—, el hombre sentado a su lado para curarse la herida de una
pierna o el grupo de cabezas que asoma tras él, demuestran la maestría
alcanzada por Casado del Alisal a sus 32 años, que queda igualmente pa-
tente en detalles de gran efecto plástico, como los haces de mies cortados
del primer término sobre los que aparecen arrojadas las armas, el polvo que
levantan en el suelo las pisadas de la caballería y soldadesca, la marcha de
las cabizbajas tropas derrotas o el despliegue plenamente atmosférico del
bello paisaje del fondo».
151
 Díez, op. cit, pág. 233, hace también la siguiente pormenorizada
descripción del ambiente y de los personajes. «Así, acompañan a Castaños
el general Manuel de Lapeña, de rostro magro, cabello cano y largas patillas,
el marques de Coupigny, el mariscal Félix Jones, el coronel Juan de la Cruz
Mourgeon (fallecido en 1822), el Conde Valdecañas y el general de origen
suizo Teodoro Reding (1755-1809) quien, envarado en su uniforme y
cubierto con el bicornio se lleva las manos a la espalda, contempla la escena
con gesto de visible desagrado ante la altivez de los franceses vencidos.
Detrás de ellos, un numeroso grupo de valientes voluntarios, acompañados
por otros oficiales a caballo, gritan por el entusiasmo de su victoria
agrupados junto a la cureña de un cañón, mostrando las banderas apresadas
al enemigo. Junto a Dupont se encuentra el arrogante general Gobert,
vestido con su llamativo uniforme de húsar, que lleva la cabeza vendada y
el brazo en cabestrillo, además de otros personajes entre los que han de
hallarse los oficiales Vedel, Charbert y Marescot. Situado delante de la
carroza en que ha llegado a la entrevista el mandatario francés escoltado
por coraceros, un oficial gabacho responde al saludo del general español,
viéndose por el extremo derecho la retirada del humillado ejército vencido
entre campos cuajados de mies. Al fondo se despliegan todavía ordenadas
las líneas de combate bajo el humo de la batalla, ante las montañas azuladas
de Sierra Morena».

100
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

cuadro, se ilustra, eso sí, como antes Velázquez, la escenografía


estructurada y visible del finalizado combate.

Nuestro pintor logra por tanto una obra de lograda factura,


con una pincelada cromática muy variada, que nos trasporta
visualmente, hasta parece que lo sintiéramos, al clima de
hidalguía y señorío de la capitulación, y a la atmósfera calu-
rosa y polvorienta del frente militar.

101
IV
LA CONSTITUCIÓN DE 1812.
EL SURGIMIENTO DE LA NACIÓN
ESPAÑOLA

A) 1812. UN ANNUS MIRABILIS. EL SURGIMIENTO


DE UNA NACIÓN

S
i 1808 fue un annus horribilis, con una gravísima, implacable
y degenerativa crisis social, económica, política, institucional,
y hasta de identidad nacional, 1812 aparece en la historia
moderna de España como un annus mirabilis. Una de esas fechas
gozosas que se graban para siempre, uno de nuestros momentos
estelares, con las mejores letras en el ideario colectivo de un
pueblo. Si unos siglos antes, durante la Monarquía de los
Austrias, 1625 se presentaba por el Conde duque de Olivares
como un annus mirabilis durante el reinado de Felipe IV 152, pues
asentaba la hegemonía española tanto en Europa como en Amé-
152
  En conmemoración de aquellos años de hegemonía española, la
pintura del momento nos dejaría dos expresivos lienzos realizados unos años
después: La rendición de San Salvador de Bahía o La recuperación de Bahía de
Todos los Santos, de Juan Bautista Maíno (1634, Museo del Prado, Madrid)
y La Rendición de Breda o Las Lanzas, de Diego Velázquez (1634-1635,
Museo del Prado). Ver, por ejemplo al respecto, J. Elliot, La Edad de oro de
la pintura española, traducción de Javier Sánchez García-Gutiérrez, Nerea,
Madrid, 1990, págs. 148 y 149.

103
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

rica, en 1812, casi doscientos años después, las más luminosas


luces parecían alumbrar nuevamente el mágico momento y las
expectativas futuras. Aunque, como sucede no pocas veces, el
curso de los acontecimientos se truncó trágicamente. La fatídica
sombra de Fernando VII, antes el Deseado 153, arruinó una opor-
tunidad histórica de modernización del país, y de entrar, por la
puerta grande, en la historia del constitucionalismo no solo es-
pañol, sino europeo.

Es inabordable un tratamiento pormenorizado del contexto


social y político en que la Constitución gaditana se elabora, de
las dificultades en plena Guerra de la Independencia, cercada
como estaba la ciudad por las tropas francesas, del proceso de
su gestación y ejecución, y de sus varios y prolijos contenidos,
pero no renunciamos a exponer sus principios inspiradores y
rasgos característicos. Unos postulados políticos y jurídicos
exteriorizados, como quizás nunca en la historia del arte espa-
ñol, por algunas pinturas auténticamente emblemáticas. Una de
ellas, de un cronista de excepción: Francisco de Goya y su
reconvertida, ¡ejemplo de las dificultades del momento y de la
complejidad política de entonces! Alegoría de la Constitución de
Cádiz (h. 1812-1814, Museo Nacional de Estocolmo). Las otras
dos, expresión de la más satisfactoria pintura de historia, rea-
lizadas unos cuantos años después: la primera, nuevamente de
Casado del Alisal (1863, El juramento de las Cortes de Cádiz,
Congreso de los Diputados); la segunda, de Salvador Viniegra
(1912, Proclamación de la Constitución de Cádiz, Museo de las
Cortes de Cádiz) con ocasión del centenario de la Pepa. Unas
obras, sobre todo las dos últimas, que incardinan la noción
renaniana de nación como una realidad de naturaleza espiritual,
que desborda los aislados perfiles de la raza, la lengua, la reli-
gión, la geografía o la comunidad de intereses. La nación es
«un plebiscito cotidiano», una declaración afirmativa e inequí-
153
 K. Marx, Revolución en España, traducción de Manuel Sacristán, Ariel,
Barcelona, 1970, pág. 80, decía lacónicamente del monarca: «Vive en la imagi-
nación del pueblo con el halo de un príncipe legendario, engañado y encade-
nado por un criminal gigante».

104
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

voca de vida en común: «Una nación es un alma, un principio


espiritual. Dos son las cosas que constituyen esa alma, ese
principio espiritual, y que a decir verdad son una sola. La pri-
mera está en el pasado, la segunda en el presente. Una es la
posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es
el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad
de mantener la herencia indivisa que se ha recibido» 154. Dos
realidades anímicas que los españoles de Cádiz, y sus represen-
tantes en las Cortes gaditanas 155, sintieron y racionalizaron como
un impulso colectivo que, desde un pasado coparticipado, les
impelía a seguir conviviendo, dándose a tal efecto el mejor
marco jurídico-político posible: la Constitución de 1812.

B) LA CONSTITUCIÓN DE 1812. EL VERDADERO


COMIENZO DEL CONSTITUCIONALISMO
ESPAÑOL

1) Contexto histórico y social. La aparición en escena de


los actores políticos gaditanos y, por tanto, nacionales

Cádiz es el bienaventurado arranque de nuestro constituciona-


lismo 156. En Cádiz se inicia la historia constitucional española,
154
  E. Renan, ¿Qué es una nación?, traducción de Francisco Ochoa de
Michelena, Ediciones Sequitor, Madrid, 2001, págs. 85 y 89: « …El hombre,
señores, no se improvisa. La nación, al igual que el individuo, es el resultado
de un extenso pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos (…) la
existencia de una nación (si se me permite la metáfora) es un plebiscito
cotidiano, al igual que la existencia del individuo es una afirmación perpetua
de la vida».
155
  Sobre la Constitución de Cádiz merece resaltarse la excelente y
completa obra, AAVV, Cortes y Constitución, director J. A. Escudero, en tres
tomos, Espasa Calpe, Madrid, 2011. Asimismo las obras de M. Artola, Los
orígenes de la España contemporánea, Instituto de Estudios Políticos, 2.ª ed.,
Madrid, 1957 y M. Artola y R. Flaquer, La Constitución de 1812, Iustel,
Madrid, 2011.
156
  Sobre su importancia para el constitucionalismo español ver, por ejemplo,
los recientes números monográficos, con destacadas colaboraciones, en tres

105
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

siendo «el primer texto con valor normativo y con vigencia


efectiva en nuestro país (…) Pero no solo merece atención por
su simbolismo, o por deseos conmemorativos. Las disposiciones
contenidas en su texto tuvieron influencia determinante en el
desarrollo del régimen constitucional español a lo largo de todo
el siglo xix, influencia que se mantuvo en el siglo siguiente y
que, en algunos aspectos, aún se hace patente hoy en día» 157.
Una Constitución con vocación además de conformación ra-
cional normativa de la realidad política. Esto es, de un Texto
constitucional que sigue los perfiles del concepto de Constitu-
ción en sentido racional normativo, que acuñaba García Pelayo:
«complejo normativo establecido de una sola vez y en el que
de una manera total, exhaustiva y sistemática se establecen las
funciones fundamentales del Estado y se regulan los órganos,
el ámbito de sus competencias y las relaciones entre ellos. La
Constitución es, pues, un sistema de normas» 158.

Una Constitución, hija, en su época, de los principios filosóficos


y políticos de la Codificación, y de la pertinencia de contar, en
lo relativo a la reglamentación de la Res publica, de un docu-
mento escrito en sentido formal e instrumental 159. Formal, toda
vez que la Constitución de 1812 integra un conjunto de normas
que se distinguen de los otros preceptos ordinarios por un más

tomos, dedicados por la Revista de Derecho Político, n.º 82, 83 y 84, UNED,
2012, por la Revista de las Cortes Generales, n.º 10, 1987, y en el Anuario de
Derecho Parlamentario, n.º 26, 2012, Corts Valencianes, con ocasión de su
bicentenario. Y también la obra colectiva Sobre un hito jurídico. La Constitución
de 1812, edición a cargo de M. A. Chamocho Cantudo y J. Lozano Miralles,
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Jaén, Jaén, 2012. Sobre su
relevancia en Iberoamérica, por ejemplo, La Constitución de Cádiz de 1812,
coordinador Asdrúbal Aguiar, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, 2004.
157
  L. López Guerra, La Constitución de 1812, Tecnos, Madrid, 2012,
pág. 9.
158
  M. García Pelayo, Derecho Constitucional Comparado, Revista de
Occidente, 6.ª ed., Madrid, 1961, pág. 34.
159
  Seguimos aquí las acepciones de Constitución señaladas en P. Biscaretti
de Ruffia, Derecho Constitucional, traducción de Pablo Lucas Verdú, Tecnos,
1.ª reimpresión, 1976, págs. 149 y ss.

106
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

arduo y complejo procedimiento de elaboración. El Decreto de


convocatoria de Cortes generales y extraordinarias de septiembre
de 1808 así lo atestigua, al tiempo que prescribe un pétreo pro-
ceso de reforma constitucional —prueba de su exagerada rigi-
dez— (artículos 376 y siguientes). E, instrumental, ya que nos
enfrentamos ante un acto público fundamental en el que han
sido acogidas, de manera solemne y jurídicamente formuladas
en tiempo y forma, la mayoría de las posibles materias consti-
tucionales 160. No es pues una casualidad que nos encontremos,
con mucho, ante la Constitución más extensa de la historia
nacional: trescientos ochenta y cuatro artículos.

1808 161 había sido, tras el levantamiento popular en Madrid y


demás ciudades españolas, el grito libertador, desgarrado y
hasta libertario de una Nación en armas. Una Nación que se
hace persona física y jurídica. Que reclama capacidad jurídica
y capacidad de obrar. Que asume la vocación, desde su procla-
mada capacidad política, de fijar, como Nación militante, y
hasta hecha carne, las reglas de convivencia y de la organización
estatal. Una Nación que, en plena sublevación ciudadana, sin-
tetiza sus aspiraciones de autogobierno, ordenando racional-
mente, en tanto que democrático poder constituyente, los di-
ferentes poderes del Estado.

Tras el alzamiento del pueblo de Madrid, los españoles co-


mienzan a organizar la irrupción popular al hilo de las Juntas
de Defensa Local y Provincial, y después, ya en septiembre
de 1808, con una Junta Central Suprema con facultades de
coordinación y planificación. Será la Junta Central Suprema la
que acordará, antes de proceder a su autodisolución en enero
de 1810, la creación de un Consejo de Regencia, a quien se
160
  J. M. Vera Santos, Las Constituciones de España. Constituciones y otras
leyes y proyectos políticos de España, Thomson-Civitas, Madrid, 2008, págs. 29
y 45 y ss.
161
  Es bien expresivo de lo afirmado, el libro Luz de tinieblas. Nación,
independencia y libertad en 1808, (editor Antonio Elorza), Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011.

107
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

encomendará la tarea de ejercer el gobierno de la Nación en


nombre de Fernando VII. Siendo precisamente este Consejo
el que asume la decisión de instar la convocatoria de Cortes
—que llevaban ya demasiado tiempo, a semejanza de lo suce-
dido años antes con los Estados Generales en Francia, sin
reunirse— con la tácita anuencia del monarca y la presencia
de los sectores sociales y políticos implicados. Otra cosa es que
su perfil estamental 162 —con asistencia de las autoridades y
dignidades, por una parte, y, de los representantes del estado
llano, por otra,— recordase todavía a las Cortes del Antiguo
Régimen, y que los distintos grupos y tendencias compartieran
idéntico criterio sobre su naturaleza y sus competencias.

Los miembros de las Cortes eran elegidos en un clima difícil


por causa de la guerra, en el verano de 1810, para reunirse por
primera vez en el mes de septiembre 163. Hay una conocida obra
del pintor Ramón Rodríguez Barcaza que reproduce el instante
en que el presidente de la Junta gaditana, Francisco Javier Be-
negas, con un papel y el brazo derecho en alto, señala al pueblo
el balcón del Ayuntamiento, dando así respuesta negativa a la
solicitud de rendición del general Soult (La Junta de Cádiz de
1810, Museo de Cádiz). Primero en la iglesia de san Pedro y
san Pablo en la Isla de León, desde el 24 de septiembre de 1810
hasta el 20 de febrero de 1811, momento en que se trasladan al
Oratorio de San Felipe Neri 164. Pero con una vocación desde el
162
  J. L. Comellas, «Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812», en
Revista de Estudios Políticos n.º 126, 1962, págs. 69 y ss. y M. Fernández
Almagro, «Del Antiguo Régimen a las Cortes de Cádiz», Revista de Estudios
Políticos, n.º 126, 1962, págs. 9-29.
163
  Sobre el estudio pormenorizado de la actividad parlamentaria
gaditana, ver S. Gandarias de Celis y E. Prieto Hernández, (coordinadoras),
Crónicas parlamentarias para la Constitución de 1812, Cortes Generales,
Congreso de los Diputados, Madrid, 2012.
164
  F. Tomás y Valiente, «Manual de Historia del Derecho español», en
Obras Completas, t. II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 1997, pág. 1371, explica bien las bondades de la ciudad gaditana
para auspiciar el proceso constituyente: «Cádiz era una ciudad dotada de una
nutrida burguesía mercantil y en ella residían además importantes colonias

108
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

principio firme e irrenunciable: «Los diputados que componen


este Congreso —se afirmará solemnemente— representan a la
Nación española, se declaran legítimamente constituidos en
Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la sobe-
ranía nacional». Desde sus inicios, los diputados se configuran
pues de acuerdo con una doble caracterización. De un lado, se
postulan como mandatarios del nuevo sujeto político constitu-
yente: la Nación española; y, de otro, refrendan la idea de sobe-
ranía nacional, que se incardina en las referenciadas Cortes ge-
nerales y extraordinarias. De este modo conviven en el
entramado constitucional gaditano dos nociones políticas, cons-
titucionalmente juridificadas, que se abrazan de forma indisolu-
ble. A saber, la Nación, en tanto que actor principal de su des-
tino, y la noción de soberanía nacional, residenciada
primariamente en las Cortes. Un paso gigantesco respecto de los
fundamentos del constitucionalismo precedente: el del Antiguo
Régimen asentado en el principio monárquico, que asignaba al
monarca el origen y fin último del sistema político y de la or-
denación de sus normas. Herrero de Miñón sintetiza sus postu-
lados pretéritos: «Dicho principio (…) consiste en que corres-
ponde exclusivamente al rey la potestad de expresar la voluntad
del Estado y de ejercer, en consecuencia, los poderes públicos» 165.

Entre los mandatos apuntados ya en el Decreto de constitución


de las Cortes figuran sus principios más esenciales: la legitimi-
dad de las Cortes generales y extraordinarias para constituirse
y reunirse, y la noción de soberanía nacional que se formula
finalmente, se quiera o no, más o menos conscientemente, en
contra/al margen del rey. Y algo más. Una minoría decidida y
liberal —integrada, entre otros, por Argüelles, Muñoz Torrero,

de comerciantes extranjeros. Por ello, por los barcos que anclaban en la bahía,
entraron en España hombres, libros e ideas liberales. Estaba, además, lo
bastante alejada de los campos de batalla como para servir de refugio a otros
muchos burgueses liberales venidos de distintas ciudades españolas.
El ambiente era en ella propicio para unas Cortes liberales constituyentes».
165
  M. Herrero de Miñón, El principio monárquico, Cuadernos para el
Diálogo, Madrid, 1972, pág. 17.

109
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Pérez de Castro, Nicasio Gallego, el Conde de Toreno, Isidoro


Antillón y Alcalá Galiano— logran imponer su adelantado
criterio rompedor con el rancio pasado: conformarse como una
Asamblea constituyente, aun sin tener un mandato previo y
expreso, y asignarse, como Cámara parlamentaria, la idea de la
soberanía nacional. En un momento de crisis total del Estado
y del gobierno, y en ausencia del rey, se da un golpe de mano
que arrumba los antiguos baluartes de la organización institu-
cional desde hacía siglos. La Nación se erige, por tanto, en el
concepto clave para desentrañar el constitucionalismo demo-
crático que arranca en el siglo xix.

2) La irrupción de un revolucionario sujeto


político-constitucional: la Nación española

Una Constitución que presenta y explicita a la Nación espa-


ñola por primera vez como sujeto titular del poder constitu-
yente y fundamento último de todos y cada uno de los demás
poderes constituidos más allá de las absolutas y omnímodas
potestades del monarca en el Antiguo Régimen. Esto es, el
poder pleno y supremo del Estado para organizarse política y
jurídicamente de forma libre pasa de la titularidad física del
rey a la titularidad de un nuevo sujeto moral: la Nación es-
pañola. Una Nación implantada y construida como realidad
superior y diferenciada de la mera suma de sus singulares
agregados, que reconoce la soberanía nacional, consagra el
principio de separación de poderes y la tutela de los derechos
fundamentales y libertades de los ciudadanos 166.
166
  J. de Esteban, Tratado de Derecho Constitucional, vol. I, Servicio de
Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense,
Madrid, 2001, pág. 56, resalta en esta línea lo siguiente: «Frente a la sobe-
ranía exclusiva del Rey que había prevalecido en el Antiguo Régimen, apa-
rece ahora la Nación considerada como órgano distinto y superior a los
ciudadanos que la integran y origen de todo el poder del Estado. La impor-
tancia de tal afirmación comportaría que la lucha dialéctica que caracteriza
nuestro constitucionalismo, se centrará siempre fundamentalmente en torno
a este concepto y su fundamento».

110
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

En Cádiz se forja la Nación como realidad política, sujeto


activo básico y referente insustituible, del modelo de ordenación
político-jurídico de la Constitución. Y, por ende, la soberanía
nacional, consecuencia inmediata de la trascendental configu-
ración de la Nación, representada en sus Cortes generales y
extraordinarias, es inequívocamente el elemento tratado de
forma más decidida en el texto de la Constitución, frente a
una posición menos ambiciosa en cambio en lo concerniente
al principio de separación de poderes y el amparo de los de-
rechos y libertades. El Texto de 1812 asume así las argumen-
taciones esgrimidas por Tocqueville, y que no nos resistimos a
dejar de reseñar: «¿De quién recibe el rey sus poderes? De la
Constitución. ¿De quién los pares? De la Constitución. ¿De
quién los diputados? De la Constitución… ¿En qué punto se
han de colocar para cambiar la Constitución? Una de dos: o
son impotentes sus esfuerzos contra la Carta constitucional,
que continúa estando depositada en sus manos, y entonces
continúan operando en su nombre, o ellos pueden cambiar la
Carta, y en este caso la ley, en virtud de la cual ellos existían
(como funcionarios), no existe ya, y ellos mismos se nulifican.
Al destruir la Carta se destruyen a sí mismos» 167.

3) Una mágica triada constitucional bien avenida:


la Nación, las Cortes Generales y la soberanía nacional

Una idea de Nación, y de correlativa aprehensión por las


Cortes de la noción de soberanía nacional, que aflora, en
suma, como el frontispicio y la explicación final de sus demás
rasgos definitorios 168. Fraile Clivillés desglosa sus bondades
en los siguientes términos: «incorpora el principio democrá-
167
  A. Tocqueville, La Democracia en América, traducción de C. R. Escobar,
Daniel Jorro Editor, Madrid, 1911, pág. 589.
168
 J. L. García Ruiz, «La Constitución de Cádiz y su influencia en el
Derecho constitucional español», en La Constitución de Cádiz de 1812, fuente
del Derecho europeo e iberoamericano, director Asdrúbal Aguiar, Ayuntamiento
de Cádiz/América latina, Cádiz, 2008, pág. 72.

111
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tico, la Nación es libre e independiente y no es patrimonio


de nadie; la soberanía reside esencialmente en ella, que por
esto tiene el derecho exclusivo de establecer sus leyes fun-
damentales» 169. Una Nación deseosa de residenciar un nove-
doso modelo de organización del Estado y de ordenación de
la vida política, «de arriba abajo, según planes de la razón,
toda la maquinaría del país» 170. Por más que aún quedaría la
ardua labor de extender el sufragio universal, más allá de las
restricciones censatarias, y de poner coto a las corruptelas
electorales, especialmente del caciquismo. Un proceso que
será lento y costoso, con no pocos avances y retrocesos. Pero
que tiene sus precedentes en el avanzado constitucionalismo
gaditano.

La Constitución de Cádiz es, de este modo, «nuestra Consti-


tución madre» 171. Un Código constitucional escrito, fundamen-
tal y jerárquico, al tiempo que estructurado y articulado, formal
y extremadamente rígido, y dotado de una activa pretensión de
regular, de forma completa y casi para siempre, la vida política
y constitucional. Nos hallamos, consecuentemente, ante el pri-
mer lenguaje constitucional español 172 y «origen del constitu-
cionalismo hispánico 173». En Cádiz nos situamos ante la pri-
mera manifestación de la historia constitucional nacional. Y,
además, de su más conseguido y exportable hacer político y
jurídico. En este contexto, García de Cortázar realiza la si-
guiente afirmación: «En 1812 surge la Nación española de la
hermandad jurídica de los reinos peninsulares sublevados con-
169
  M. Fraile Clivillés, Introducción al Derecho constitucional español,
Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1975, pág. 224.
170
 F. Fernández Segado, Las Constituciones históricas españolas, I.C.A.I.,
Madrid, 1982, pág. 82.
171
  J. M. Cuenca Toribio, Estudios de Historia Política Contemporánea,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, pág. 52.
172
 Ver el título bien expresivo de lo afirmado por M. C. Seoane, El
primer lenguaje constitucional español, en Moneda y Crédito, Madrid, 1968.
173
  J. Varela Suanzes, Textos básicos de la Historia Constitucional Comparada,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, pág. XX.

112
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

tra el imperialismo napoleónico, de la unción liberal de una


realidad histórica que se remontaba intelectualmente al me-
dioevo y formalmente al Estado moderno» 174. No es que la
Nación brote obviamente de la nada en 1812, pues esa relación
de origen común y de procedencia era rastreable desde al me-
nos los tiempos romanos, visigodos y durante la Reconquista;
pero sí es verdad, que en Cádiz emerge la Nación española en
sentido moderno y propio. Son dichos rasgos los que explican
su enorme influencia 175, como mejor espejo de la vida política
del futuro constitucionalismo español, pero también del europeo
e iberoamericano 176.

«Nace pues la Constitución —observaba Solís— como un


símbolo, como un arma en la lucha contra el invasor y, sobre
todo, y por encima de todo, como solución a los problemas de
España» 177. Aunque los tiempos venideros fueran, primero por
la Guerra contra las tropas de Napoleón, y después por la
traición de Fernando VII, muy difíciles para quienes decidieron
174
  F. García de Cortázar, «Presentación», en la «Nación española: historia
y presente», en Papeles de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales,
n.º 63, 2001, pág. 9.
175
  Dos estudios clásicos al respecto de la importancia de la Constitución
de 1812 en J. Ferrando Badía, «Vicisitudes e influencias de la Constitu-
ción de 1812», en Revista de Estudios Políticos, 1962, n.º 126 y La Constitución
española de 1812 en los comienzos del Risorgimiento, CSIC, Roma-Madrid, 1959.
También M. Martínez Sospedra, La Constitución española de 1812 (El cons-
titucionalismo liberal a principios del siglo xix), Facultad de Derecho de la
Universidad de Valencia, Valencia, 1978. Sobre su influencia en Iberoamé-
rica, recientemente, M. Núñez Martínez, Los Orígenes del Constitucionalismo
Hispanoamericano, Universitas Internacional, Madrid, 2008.
176
 F. Martínez Marina, Principios Naturales de la Moral, de la Política y
de la Legislación, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid, 1933,
pág. 299, afirmó tajantemente: «[La Constitución de 1812] llegó a aceptarse
en bloque como Constitución propia, por varios pueblos europeos y ameri-
canos». Incluidos, entre otros, por parte de los denominados «decembristas
rusos» de la Sociedad Secreta del Norte de San Petersburgo.
177
  R. Solís, «Cara y cruz. La primera Constitución española», en Revista
de Estudios Políticos, n.º 126, noviembre-diciembre, 1962, pág. 146.

113
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

asentarse en la Isla de León un 24 de septiembre de 1810 178.


A lo que se sumaría, en el transcurso de los siglos xix y el xx,
la pléyade de sobresaltos y frustraciones de un devenir consti-
tucional —como el de otros tantos países de nuestro entorno—
truncado en demasiadas ocasiones. Como recordaba Gautier, al
ver en muchas plazas mayores de ciudades españolas el rótulo
«Plaza de la Constitución», la Constitución habría sido «una
pella de yeso sobre granito», y ya sabemos cuán distinta es la
dureza de ambos materiales. Pero aún así, Cádiz formaba par-
te de una historia que había decidido manifestarse de forma
ejemplar. Y así pervivió, y pervive todavía, en el mejor ideario
político y constitucional nacional.

Además, Cádiz hacía factible, si bien las pretensiones expresas


de los constituyentes gaditanos eran menos ambiciosas, el man-
dato contenido en el artículo segundo de la Declaración Fran-
cesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789:
«El fin de toda asociación política es la conservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos
son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión». Aunque en el virulento devenir histórico constitu-
cional habrá que esperar hasta el último cuarto del siglo xx,
para hacer posible, al hilo de la vigente Constitución de 1978,
la materialización del fervoroso deseo de los parlamentarios
gaditanos: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación,
puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el
bienestar de los individuos que la componen» (artículo 13 de
la Constitución de 1812). Está pues justificado el juicio del
profesor Escudero, al decir que «la de Cádiz de 1812 consti-
tuye sin duda el hito más prestigioso de la historia del cons-
titucionalismo español, y hasta me atrevería a afirmar que ella
y el Código de Las Siete Partidas son los dos textos jurídicos
más importantes e influyentes que España ha legado a la his-
178
  R. Blanco Valdés, Introducción a la Constitución de 1978, Alianza
Editorial, Madrid, 2006, pág. 21.

114
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

toria de la cultura universal» 179. Las Siete Partidas en el De-


recho Intermedio. La Constitución gaditana al abrir las puertas
a la libertad.

Detrás de tan justo elogio, se halla la concepción moderna de


lo que debe ser una Constitución, con una invocación irrenun-
ciable y continuada al novedoso agente material, artífice y
sujeto principalísimo, de los tiempos políticos. A saber, la Na-
ción a través de sus Cortes generales y extraordinarias. No
importando, sino al contrario, confiriéndole añadida fortaleza
y convicción a su destino, que las sesiones y los debates sobre
el concepto de Nación, y la correlativa formulación de la noción
de la soberanía nacional, se discutieran mientras en el territo-
rio nacional se desplegaba una guerra sin cuartel frente a las
invasoras tropas de Napoleón 180. Bonaparte, el más afamado
hijo de la Revolución, no traía precisamente en sus alforjas las
ideas de libertad e igualdad que habían desmantelado el An-
tiguo Régimen y propugnado un nuevo régimen político.

Es en Cádiz, pues, donde se plasma la portentosa noción que


trasciende los trasnochados tiempos del Ancien Régime, las
caducas estructuras políticas del Absolutismo, y hace posible
una manera distinta de regular, aplicar y tutelar las normas de
organización de nuestra convivencia política. En tan formidable
construcción la argumentación central sobre la que cimentar la
titularidad constituyente, la piedra angular sobre la que basar
el sistema político, y la fuente de la soberanía, no es otra que
la Nación. En opinión de Mirkine Guetzévitch, «los autores
de la Constitución habían querido establecer la transición en-
tre la España del Antiguo Régimen y la España revoluciona-
179
 J. A. Escudero, «Sobre la Constitución: historia, textos y personas»,
en AAVV, Impresiones sobre la Constitución española de 1978, director Sabino
Fernández Campo, Fundación ICO/Universidad Rey Juan Carlos,
Madrid, 2004, pág. 206.
180
 Ver al respecto, por ejemplo, el libro, con el ilustrativo título de La
nación se hace carne, director Fernando García de Cortázar, Espasa Calpe,
Madrid, 2009.

115
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

ria» 181. Por más que las cosas no se entendieron así ni mucho


menos por todos sus autores. No fue, ni es pacífica, la com-
prensión de la labor encomendada a los diputados de 1812.

Por eso, no le falta razón a Sánchez Agesta 182, cuando declara


que Cádiz se asemeja no poco a una revolución de corte tra-
dicional. A favor de tal naturaleza, basta con reproducir algunas
alegaciones del mismísimo Discurso Preliminar de la Constitu-
ción en la presentación a las Cortes del Proyecto de Constitución
por la Comisión Constitucional: «Nada ofrece la Comisión en
su Proyecto —se puntualiza— que no se halle consignado del
modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la
legislación española (…) Las bases de este Proyecto han sido
para nuestros mayores verdaderas prácticas, axiomas reconocidos
y santificados por la costumbre de muchos siglos». Si bien, y
estas son las consideraciones progresistas de la Constitución,
también podamos leer: «Pero al mismo tiempo no ha podido
menos de adoptar (la Comisión) el método que le pareció más
análogo al estado presente de la nación, en que el adelanta-
miento de la ciencia del Gobierno ha introducido en Europa
un sistema desconocido en los tiempos en que se publicaron
los diferentes cuerpos de nuestra legislación, sistema del que
ya no es posible prescindir absolutamente, así como no lo hi-
cieron nuestros antiguos legisladores, que aplicaron a sus reinos
de otras partes lo que juzgaron útil y provechoso».

No queda aquí, no obstante, el carácter taumatúrgico y la as-


cendencia de Cádiz en el constitucionalismo venidero. Hoy no
podríamos comprender el Preámbulo de la Constitución de 1978
—«la Nación española, deseando establecer la justicia, la liber-
tad y la seguridad y promover el bien común de cuantos la
181
  B. Mirkine Guetzévitch, «La Constitucion espagnole de 1812 et les
debuts du liberalism european», en Introduction a l´Étude du Droit Comparé
(Recueil d´Études en l´honneur d´Edouard Lambert), vol. II, L.G.D.J., París,
1938, pág. 214.
182
  L. Sánchez Agesta, Historia del Constitucionalismo Español, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1987, pág. 37.

116
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

integran, en uso de sus soberanía, proclama su voluntad»—, sin


echar la vista atrás a las palabras recogidas en 1812: «Las Cor-
tes Generales de la Nación española (…) podrán llenar debi-
damente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad
y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución
política para el buen gobierno y recta administración del Es-
tado». Aunque, a diferencia de la reconciliación nacional aus-
piciada por la Transición Política y consagrada en la Consti-
tución de 1978, el constitucionalismo gaditano, a pesar de su
sentido racionalista, sus perfiles benefactores, su sentido liberal
y su progresista contenido axiológico, llevó al exilio a parte
destacada de las más notables cabezas del país: «(ésta) dio
ocasión a la creación de un moderno nacionalismo, del que se
nutrió la Constitución gaditana, al tiempo que estigmatizó a
doce mil familias exiliadas por afrancesamiento, entre las que
se encontraban acaso los españoles mejor preparados» 183. Un
drama que no se puede imputar directamente a la Constitución
de 1812, ni siquiera a algunas de las opiniones más radicales
de ciertos diputados, pero que sí fragmentó la sociedad e in-
trodujo el letal virus de la confrontación en nuestro constitu-
cionalismo posterior.

Pero hemos de ser rigurosos. Si observamos el discurrir histó-


rico de los acontecimientos, desde el 24 de septiembre de 1810
hasta el 19 de marzo de 1812, el plazo durante el que se ex-
tiende el iter constituyente, habremos de llegar a una conclusión:
«la única Nación visible, concreta, en definitiva, real, eran las
propias Cortes: la Nación (representada) ya estaba constituida
antes del 19 de marzo» 184. Esto es, la Nación es el resultado
de la representación, cuyos valores se asemejan a los propios
de esta última. ¡Las Cortes se habían adelantado! Las Cortes
generales y extraordinarias no eran el reflejo de un hacendado
183
  A. Torres del Moral, Constitucionalismo Histórico Español, Átomo,
Madrid, 1991, págs. 48 y 49.
184
 M. Llorente, «La Nación y las Españas: ¿cabe hablar de un constitu-
cionalismo hispánico?», en AAVV, en La Constitución de Cádiz de 1812, op. cit.

117
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

hacer de la Nación, sino la anterior y más depurada manifes-


tación de una Nación en ella representada.

La Nación se encumbra, no nos cansamos de reiterarlo, como


la categoría central del sistema político instaurado en 1812 185.
Por más que, como reseñaba Terrón, estamos ante «la Nación
que más se ha ilusionado durante el siglo xix en punto de
creer que resolvía el problema de su existencia y transforma-
ba radicalmente todos sus modos de vida con solo cambiar
los nombres de alguna cosa» 186. Máxime en un país que ca-
recía, al momento de la promulgación de la Constitución, de
una paralela revolución burguesa como la acaecida en Francia
años antes —que hizo posible, precisamente, la adopción de
la imitada Constitución de 1791— y de un Estado fuerte en
su sentido homogeneizante y racionalizador. La idea de la
soberanía nacional ya no dejará indiferentes nunca más a las
generaciones futuras: «el caballo de batalla de todo el consti-
tucionalismo español, desde la Constitución de Cádiz (…) va
a ser el tema de la soberanía. En efecto, los partidos progre-
sistas reivindicarán una y otra vez la soberanía para la Nación
y así se plasmará en la redacción de las Constituciones de este
signo» 187.
185
  Un examen detallado de la noción de Nación en Cádiz en J. Varela
Suanzes-Carpegna, La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo
hispánico (las Cortes de Cádiz), Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1983, págs. 175 y ss. y en Política y Constitución en España
(1808-1978), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007,
págs. 197 y ss. También es digna de reseña la obra de J. M. Portillo Valdés,
Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España
(1780-1812), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000,
págs. 364 y ss.
186
  E. Terrón, Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea,
Península, Barcelona, 1969, pág. 133.
187
  F. J. García Fernández y E. Espín Templado, Esquemas del
Constitucionalismo Español (1808-1976), director J. de Esteban, Servicio de
Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense,
Madrid, 1976, pág. 27.

118
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

C)  LOS PINTORES DE LA PEPA

1) 
El juramento de los primeros diputados a Cortes en 1808,
de José Casado del Alisal: una visión conservadora del
momento constituyente

Del fascinante momento debemos traer a colación dos de las


obras más apreciables, ambas de gran tamaño y de formato
rectangular, de nuestra pintura de historia: la primera 188, tanto
por haberse realizado cronológicamente antes, como por el
motivo representado, es el cuadro de Casado del Alisal, El
juramento de los primeros Diputados a Cortes en 1810 en la igle-
sia de san Pedro y san Pablo en san Fernando, Cádiz (1863,
Congreso de los Diputados, Madrid) 189; la segunda, de Salvador
Viniegra y Lasso de la Vega, Proclamación de la Constitución de
Cádiz (1912, Museo de las Cortes, Cádiz), ejecutada cincuen-
ta años después con ocasión del primer centenario de las Cor-
tes gaditanas. La primera es más institucional y oficializada,
pues reproduce el instante del juramento de los diputados, lo
que obliga al artista a una formalista y atemperada composición.
Estamos ante un trabajo contenido, conservador y comedido 190.
El lienzo nos retrotrae a una escenografía de Estado incues-
188
  Así lo recoge, por ejemplo, F. García de Cortázar, Historia de España
desde el arte, Planeta, Barcelona, 2007, pág. 403.
189
  A. Salvá, Colecciones artísticas del Congreso de los Diputados, Fundación
Argentaria. Congreso de los Diputados, Madrid, 1997, págs. 75 y 76.
190
 El Manual del pintor de historia reseñaba expresamente en el siglo xix
el cuidado que había que tener en el tratamiento y la manera de representar
los hechos históricos más destacados: «… debe medirse mucho sobre la
elección del asunto, para que tenga interés, y el pueblo ilustrado lo comprenda
en el acto, y sea una página de la historia, que recuerde un hecho notable
bajo cualquier concepto que sea: porque por bien ejecutado que esté, si el
asunto no tiene interés, rebaja infinito el mérito de la obra. Es menester que
sea así escogido el asunto, leerlo muchas veces hasta dominarlo bien y saberlo
de memoria, no concretándose solo al párrafo que lo describe, sino leyendo
toda la parte anterior y posterior por lo menos desde que el personaje o
personajes que constituyen el asunto elegido empezaron a figurar en la
historia de que se trata…» (recogido en Salvá, op. cit., pág. 76).

119
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tionablemente solemne: la jura de los parlamentarios en Cortes


que terminan por constituirse, de facto, en constituyentes. La
segunda es, en cambio, menos encorsetada, más libre y diná-
mica. Evoca el ambiente popular, sencillo y directo de un
pueblo que exalta con entusiasmo y alegría desbordante su
recién promulgada Constitución. Pareciera que la primera fue-
ra la obra de un jurista, mientras la segunda lo fuese de un
sociólogo. Mucho antes, diez años después de la promulgación
de la Constitución, el estampillador José María de Santiago
realizaba un homenaje a la Pepa, con la impresión de una do-
cena de grabados de pequeñas dimensiones. Pero no disfrutan,
desde luego, de su calidad y significación.

Casado del Alisal 191 era palentino (Villada) y había sido alum-


no destacado de Federico de Madrazo en la Real Academia de
San Fernando, con estancias en Roma y en París, los dos cen-
tros internacionales del arte de entonces. Será en la capital
francesa donde el pintor realice nuestro cuadro. Le había sido
encargado formalmente por la Comisión de Gobierno Interior
del Congreso el 2 de marzo de 1861, tras retirarle el ofreci-
miento a su maestro Madrazo, para ser finalizado en el mes de
mayo de 1862. Había de formar pareja en la decoración del
Salón de Sesiones con el de Antonio Gisbert (1863, Doña
María de Molina presentando a su hijo Fernando IV a las Cortes
de Valladolid, Congreso de los Diputados, Madrid). La compo-
sición de Casado es, en cualquier caso, tradicional en grado
sumo. Y lo es tanto por consideraciones político-constitucio-
nales, como pictóricas.

Políticamente, porque la imagen, dice con acierto Reyero, «re-


unía, de manera por lo demás harto conservadora, a represen-
tantes de varios estamentos que defendían la nación en peli-
191
  Un curioso examen del estudio del pintor en R. Becerro de Bengoa,
El estudio del gran pintor Casado, Tipografía de Manuel Ginés Hernández,
Madrid, 1886, págs. 5-32. Respecto de nuestra obra se limita a decir
(pág.  29), que se trata de «un lienzo tan celebrado».

120
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

gro» 192. La obra es, de un lado, más bien el reflejo frío de una


ceremonia religiosa —no en vano exterioriza el «juramento que
en la misa del Espíritu Santo prestaron los señores diputados
el día de la instalación»— donde los trajes y vestimentas para
la ocasión y la luz del momento tampoco daban cabida para
florituras mayores, que de una apasionada reunión de entusias-
tas patriotas liberales; y, de otro, visualiza la todavía ordenación
por estamentos de los diputados en Cortes, bien jerarquizados,
y ocupando cada uno un sitio diferente en el hemiciclo ecle-
siástico: los miembros de la nobleza, de la jerarquía religiosa y
del pueblo llano. El lugar escogido para la ocasión, la iglesia
de san Pedro y san Pablo y, sobre todo la presidencia religiosa,
que recae en el cardenal Luis de Borbón (inspirado en la fi-
gura sedente del papa Pío VII en la obra de Jacques-Louis
David, 1805-1808, La coronación de Napoleón, París, aunque hay
reminiscencias también de Jean-Auguste Dominique Ingres,
1814, Pío VII en la Capilla Sixtina, National Gallery, Londres),
lo testimonian. Nicolás Martínez Sierra, en su calidad de Se-
cretario de despacho, desempeña un papel secundario; es poco
más que un fehaciente notario del glorioso evento 193. Una
192
  C. Reyero, «Los temas históricos en la pintura española del siglo xix»,
en AAVV, La pintura de historia del siglo xix en España, director J. L. Díez,
Museo del Prado, Madrid, 1992, pág. 64.
193
  F. J. Portela Sandoval, Casado del Alisal (1831-1886), Excma.
Diputación Provincial de Palencia, Palencia, 1986, pág. 87, realiza la siguiente
descripción pormenorizada del cuadro de historia nacional: «Dispuestos los
numerosos personajes casi en círculo entorno a las gradas del altar, un macero
de suntuoso atavío rojo inicia la serie en contraste con la mancha blanca del
joven monaguillo arrodillado y con el incensario a su lado. Flanqueado por
sendos sacerdotes con capa pluvial, el arzobispo, con mitra y casulla de rica
decoración, sostiene en sus manos los Santos Evangelios, abiertos de pie
sobre sus rodillas, convergiendo hacia ellos la mano de un personaje en pie,
uniformado con rojo calzón y casaca de abundantes bordados que, con unos
papeles en la mano, parece tomar juramento a los diputados presentes. Siguen
luego en la parte central —¿el general Escaño?—, un eclesiástico y otros
caballeros, algunos de ellos con bandas y condecoraciones sobre sus pechos,
y levantando mucho las manos con las palmas extendidas. En el grupo de
la derecha otros personajes también elevan la mano, en contraste con el
rostro y además de sorpresa del prelado emplazado en primer plano,
seguramente, el obispo Quevedo y Quintano».

121
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Nación de estructura, por tanto, corporativa y católica 194. Unos


rasgos que revelan, por ejemplo, la tensión constitucional entre
sus contenidos más convencionales (el tratamiento de la reli-
gión) y los más progresistas (la Nación y la soberanía).

Plásticamente, estamos ante una pintura que continúa preser-


vando los perfiles compositivos precedentes. Un cuadro de
época, ha referido Arias de Cossío, que se desenvuelve «bajo
el signo de la Francia de Napoleón  III y de una Europa que
había configurado su desarrollo intelectual con las tres corrien-
tes que caracterizan la segunda mitad del siglo: el eclecticismo,
el positivismo y, ya en el plano de la estética, el realismo». Y
continúa señalando: «La que tiene mayor incidencia en Espa-
ña es el eclecticismo y es normal que así fuera, pues no hay
que olvidar que es un momento histórico en el que encontra-
mos un franco dominio de la burguesía en cuyo seno se han
formado dos grupos perfectamente diferenciados, los moderados
y los progresistas, cuyo permanente conflicto genera toda la
dialéctica política de este periodo y marca además las dos líneas
más relevantes de la actitud intelectual del país» 195.

El lienzo tuvo en su momento una general buena acogida por


parte de la crítica especializada: «… la obra es notable por su
composición, su dibujo generalmente correcto, su enérgica ma-
nera, su bien repartido claro-oscuro y su excelente colorido.
Cierto que adolece de defectos, no solo de dibujo sino hasta
de composición y colocación de algunas figuras (…) Alarde ha
hecho el señor Casado de que siente el color y sabe repartirlo
y combinarlo. En los trajes hemos notado alguna falta de ver-
dad…» ( Javier de Ramírez). Aunque no faltaron opiniones
adversas: «Comprendemos que hay una cierta dificultad en
presentar una buena composición de asunto tan especial y
desprovisto de clásica sencillez. Dificultad que comienza con

  J. M. Portillo, op. cit.


194

  A. M. Arias Cossío, «La pintura en la época de las Cortes de Cádiz»,


195

en AAVV, Cortes y Constitución de Cádiz, t. I, director José Antonio Escudero,


Espasa, Madrid, 2011, pág. 604.

122
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

la elección de los personajes principales y termina en la falta


de combinación artística posible en cuadro donde han de cam-
pear figuras de trajes ceñidos y oscuros, sin lujo de paños y de
talares. Pero también nos parece que el Sr. Casado pudo hacer
algo más de lo que nos ha presentado en su lienzo» (Ossorio
y Bernard). Incluso recibió juicios negativos por no exaltar la
debida importancia patriótica del evento: «Las Cortes de Cádiz,
uno de los episodios más grandiosos de nuestra historia, re-
quiere, para ser tratado con verdad, que alumbre la inspiración
del artista el sol de su patria. Necesita respirar las auras de
España, ver diariamente tipos españoles, leer una y mil veces
la relación de nuestras hazañas; y cuando empapado el artista,
por decirlo así, de entusiasmo se sienta fuerte y grande recor-
dando la venerada sombra de sus mayores, tome los pinceles y
verá su patria ir naciendo día por día un cuadro verdaderamen-
te español» (Cruzada Villaamil) 196.

Su estilo es de naturaleza ecléctica, mientras se preocupa por


alcanzar la mayor veracidad. Bebe de las fuentes clásicas, y
para ello no había mejor ejemplo que Jacques-Louis David 197
—el primigenio pintor de la Revolución francesa y después
del propio Napoleón—, con sus rasgos de grandiosidad, apa-
rato y verismo. En su factura hallamos «un correcto dibujo,
vehículo para una composición que tiene como punto de
referencia la composición daviniana de la época imperial,
aquella que en la  representación de los grandes fastos modu-
laba cuidadosamente la luz para no producir excesivos con-
trastes y cuidando el dibujo hasta en los más mínimos deta-
lles (…) a todo lo cual añade un realismo expresivo en los
retratos y en los elementos de bodegón del primer plano,
196
 Tales críticas del momento están recogidas en la obra de Portela
Sandoval, op. cit., págs. 85-86.
197
 Ver, por todos, la obrita de G. Faroult, David, Editions Jean-Paul
Gisserot, París, 2004. Y, con carácter más general, T. Crow, Emulación. La
formación de los artistas para la Francia revolucionaria, traducción de Luis Arenas
y Óscar Arenas, La Balsa de la Medusa, Madrid, 2002, págs. 229 y ss.

123
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

donde como buen pintor español sabe recrearse» 198. Aunque,


como se puede observar, hay diferencias notorias entre los dos
pintores. El artista francés es coetáneo de los hechos narrados,
en muchos participa además activamente, los conoce de pri-
mera mano, mientras el palentino recrea la escenografía varios
años después. Ya no es un observador directo de la realidad,
sino un concienzudo estudioso de lo sucedido. Las consecuen-
cias pictóricas son evidentes: la grandeza y la épica dan paso
a un tratamiento más frío y distante. La epopeya se diluye y
la emotividad se atempera. ¡Las gestas hay que vivirlas en
primera persona!

2) El esqueleto de una novedosa ordenación constitucional:


Nación, Cortes Generales, soberanía nacional
y representación política

Volvamos, de nuevo, a nuestro excursus político y constitucional,


y reseñemos ahora sus principales rasgos.

Primero. La Nación es, sin duda, el sujeto moral preeminente


del nuevo orden político-constitucional. Torres del Moral lo
formula de forma tajante: «El enfrentamiento armado de la
nación española, sin rey, a Napoleón, significó la asunción de
su propio destino, de su propio poder decisorio, de sus sobe-
ranía (…) Si la mayoría de los diputados estaban de antemano
dispuestos a proclamar la soberanía nacional, los hechos vinie-
ron a facilitarles la labor  199». Una Nación que se define de
forma omnicomprensiva, al incluir a los ciudadanos de la Amé-
rica española, en su artículo 1: «La Nación española es la re-
unión de los españoles de ambos hemisferios». La argumenta-
ción de Jovellanos a favor de la constitución de las Cortes,
aunque con un perfil premeditadamente bajo, no puede oscu-
recer el sentido de los tiempos: se requiere —en palabras del
198
  Arias Cossío, op. cit., págs. 605-606.
199
 Torres del Moral, op. cit., pág. 39.

124
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

político asturiano— de su consentimiento para acordar impues-


tos y fijar leyes y providencias. Ejercen así, como en el naci-
miento del Parlamento, las recurrentes funciones presupuestarias
y legislativas 200.

Segundo. La Nación gaditana irrumpe de forma sobrevenida,


no se decanta ab initio de manera deliberada y unánime por
todos los diputados. La Nación española comparece de un modo
poco reflexivo, de forma más accidental e imprevista de lo que
pudiera pensarse. Los liberales, sin que ello suponga un des-
doro, terminan imponiendo su criterio casi sobre la marcha.
Está en lo cierto Sánchez Agesta, cuando apunta que «la Na-
ción, este personaje que cierra la historia política del siglo xviii,
se ha colado de rondón en la política española  201». Si bien
existe una circunstancia que ayuda a comprender lo sucedido:
la Guerra de la Independencia impide, por el discurrir lógico
del enfrentamiento, el momento reposado de construcción
doctrinal, pero facilita la toma de conciencia, dadas las extraor-
dinarias circunstancias, y su inevitable aparición. La ausencia
de un sujeto político referencial, ante el cautiverio del rey,
simplifica la entrada en liza de la revolucionaria personificación.

Tercero. Nación y soberanía nacional, soberanía nacional y


Nación, se muestran de modo firmemente entrelazado. No
sorprende pues que la idea de Nación se incline por una
abierta formulación de la soberanía nacional. Una soberanía
nacional considerada como la potestad máxima y superior de
la comunidad política, que bebe, como la mayoría del cons-
titucionalismo europeo, en las fuentes revolucionarias france-
sas —Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789 y Constitución de 1791—, pero que se forma y ex-
pande de manera espontánea.
200
  Ver, por todos, L. Cazorla Prieto, Poder Tributario y Estado
contemporáneo, Instituto de Estudios Fiscales/Ministerio de Hacienda,
Madrid, 1981, págs. 70 y ss.
201
  Sánchez Agesta, op. cit., pág. 84.

125
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Una noción de soberanía/representación que no desconoce, no


obstante, el papel desplegado por las Juntas que, transidas de la
legitimidad popular por el modo de su elección, habían de facto
llenado el vacío de poder existente, asumiendo ciertos perfiles de
hasta cuasi soberanía (por ejemplo, celebraban tratados con otros
países), tras el secuestro en Bayona de Carlos IV y de la Familia
Real, y del paralelo repudio del Consejo de Castilla. Las Juntas
que se van extendiendo por el territorio nacional, y la Junta Cen-
tral, a partir de septiembre de 1808, no dejan de ser sino reflejo
de la Nación misma. Aunque las expectativas fueran distintas en
quienes, como Quintana, abogaban por la constitución de unas
Cortes en representación de la Nación soberana, y los que, como
Jovellanos, estaban lejos de creer en unas Cortes soberanas, cons-
tituyentes y nacionales. En lo que todos estaban de acuerdo era
en el respaldo a la idea luego prescrita en el artículo 2 de la
Constitución: «La Nación española es libre e independiente, y no
puede ser patrimonio de ninguna familia o persona». Los bienes
públicos, y qué vamos a decir del propio Estado, son indisponibles,
irrenunciables, intransmisibles e imprescriptibles. No cabe en
Cádiz la patrimonialización del Estado, de sus poderes y de sus
bienes. Si se me permite la licencia literaria, Cádiz está, en las
relaciones del rey con el territorio nacional, más cercano a las
consideraciones del Quijote de Cervantes, que a la visión medie-
valista de los reyes ingleses en Shakespeare.

Una regulación que adquiere su máxima potencialidad en lo


preceptuado en su artículo 3: «La soberanía reside esencial-
mente (un adverbio tomado de la Constitución francesa
de 1791) en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta
exclusivamente el derecho a establecer sus leyes fundamen-
tales». «Muy al estilo, por tanto —recuerda González Her-
nández— de la Declaración Francesa de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789, que, curiosamente, también
en su artículo 3 recogía idéntica declaración»  202. Solo a la

  E. González Hernández, Breve Historia del Constitucionalismo Común


202

(1787-1931). Exilio político y turismo constitucional, Editorial Ramón Areces-


Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2006, pág. 98.

126
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Nación corresponde, en consecuencia, la potestad de fijar las


leyes fundamentales y de perfilar su forma de gobierno. La
trascendencia de la enunciación gramatical es enorme, desa-
rrollando el adverbio «esencialmente» —que no se puede
confundir con el de «radicalmente»— una categoría defini-
toria de la comprensión de la soberanía gaditana que impli-
ca inalienabilidad, consecuencia del ente público del que
hablamos: la Nación. Y de la labor encomendada: ordenar la
Res publica.

Lo afirmado tiene consecuencias radicales respecto de la regla-


mentación y aplicación de los preceptos del Derecho anterior.
Implica que los poderes del monarca son, por comprensión
conceptual, siempre constituidos, nunca soberanos, y sometidos
de forma imperativa a los dictados de la Constitución y de las
leyes; todas ellas, obra de la Nación española, la única realidad
política dotada de tales rasgos soberanos. La presencia de un
finalmente desechado párrafo añadido —que recogía la potes-
tad de las Cortes de «adoptar el gobierno que más le conven-
ga»— respalda los contornos metajurídicos y supremos del
hacer constituyente de la Nación.

Así parecía advertirlo el Conde de Toreno: «La Nación esta-


blece sus leyes fundamentales y en la Constitución delega la
facultad de hacer las leyes a las Cortes ordinarias juntamente
con el rey; pero no les permite variar las leyes fundamentales,
porque para esto se requieren poderes especiales y amplios,
como tienen las actuales Cortes, que son generales o extraor-
dinarias, o determinar en la misma Constitución, cuándo, cómo
y de qué manera podrán examinarse las leyes fundamentales,
por si conviene hacer en ellas alguna variación». Y finaliza con
la siguiente distinción: «Diferencia hay de Cortes constituyen-
tes a unas ordinarias; éstas son árbitras de hacer variar el
Código Civil, el criminal, etc., y solo a aquéllas les es lícito
tocar las leyes fundamentales o la Constitución, que siendo la
base del edificio social debe tener una forma más permanente
y duradera». Una Constitución dotada, adelantábamos, de una

127
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

extraordinaria rigidez  203, de la que se ocupa un minucioso


Título X, que lleva por título el «De la observancia de la
Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en
ella» (artículos 372-384). Y no solo eso, sino que, como recor-
daba Ruiz del Castillo, «La Constitución española de 1812,
por ejemplo, no podía ser alterada ni reformada hasta pasados
ocho años de haberse puesto en práctica en todas sus partes» 204.

La soberanía es así una noción con reseñas frecuentes en


varios lugares de la Constitución de 1812. Aunque, lo anti-
cipábamos, las opiniones sobre su significado, alcance y com-
petencias por parte de los parlamentarios constituyentes no
son uniformes. Argüelles, sintiéndose respaldado por el va-
liente levantamiento del pueblo español contra las tropas
francesas, señalaba: «Las Cortes legitimaron su autoridad
derivándola del mismo origen y del mismo principio que la
noble resolución de resistir al usurpador de su independencia».
El Conde de Toreno, otra vez, y haciendo referencia a la
Guerra de la Independencia, afirmaba su negativa a respetar
los Decretos de Bayona: «Resoluciones que con heroicidad
desechó la nación toda, no por juzgar oprimidas a las auto-
ridades, pues libres y sin enemigos estaban las de provincias
que mandaban ejecutarlas, sino valiéndose del derecho de
soberanía». Gallego remachaba aún más la argumentación:
«Permítaseme suponer por un momento, que el rey Fernando
en un país libre de la influencia de su opresor, por ejemplo
en Inglaterra, hiciese de nuevo la renuncia de sus derechos
en el Emperador de los franceses. ¿Creen las Cortes que por
esta decisión se entregarían los españoles al yugo del hombre
que detestan?» Y no hay tampoco duda en el decir de Muñoz
203
  Sobre la idea de rigidez ver la obra clásica de J. Bryce, Constituciones
rígidas y flexibles, estudio preliminar de Pablo Lucas Verdú, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1988.
204
  C. Ruiz del Castillo, Derecho Político, Reus, 1.ª ed., Madrid, 1932,
pág. 396.

128
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Torrero: «… la nación española tiene el derecho a establecer


sus leyes fundamentales» 205.

Cuarto. La aparición de la categoría de representación política


era previsible, de modo semejante a lo acontecido en la Ley
francesa de 22 de diciembre de 1789, que abolió las instruc-
ciones y el derecho de poder revocar a los diputados elegidos,
y sobre todo, de la Constitución francesa de 1791, cuyo Títu-
lo III, Capítulo I, Sección 1.ª, artículo 17 proclamó «con toda
claridad el principio de que los diputados no representan a un
determinado distrito, sino a toda la Nación en su conjunto, no
pudiéndose sujetar a ningún mandato» 206. La Nación española
hace posible así una nueva forma de entender la naturaleza de
la representación política. «La representación nacional no pue-
de ser más que una —señalaban las Cortes en el iter constitu-
yente—, y ésta, refundida solamente en las Cortes, es la que
únicamente puede expresar la voluntad de los pueblos». Una
caracterización muy diferente a la de los anteriores procurado-
res del Reino. Desaparecía el limitativo cuaderno de instruc-
ciones del mandato civil y de la representación estamental
corporativa, de suerte que los diputados, desligados de las férreas
y cerradas encomiendas de sus electores, se expresan como
representantes libres de la Nación. Una voluntad general que
se conforma como total y única. Un cambio cualitativo en la
manera de entender y ejercer la condición de parlamentario.
El artículo 27 de la Constitución prescribía, sin ambages, que
«Las Cortes son la reunión de todos los diputados que repre-
sentan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma
que se dirá». Del mandato imperativo, propio de los Parlamen-
tos estamentales, se pasa a una concepción novedosa, que hace
que la representación no recaiga en los singularizados repre-
sentantes, sino que los diputados lo son de la Nación en su
conjunto.
205
  Opiniones recogidas en Sánchez Agesta, op. cit, págs. 53 y ss.
206
  O. G. Fischbach, Derecho Político General y Constitucional Comparado,
traducción de Wenceslao Roces, Labor, 2.ª ed., Barcelona, 1933, pág. 35.

129
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

El objetivo de las Cortes generales y extraordinarias era clara:


abortar cualquier intento de seguir construyendo la titularidad
de la Nación, no sobre ciudadanos libres, sino sobre la discri-
minatoria corporación municipal estamental: «… un diputado
puesto en el Congreso —se reitera con claridad en las Cortes—
no es diputado de Cataluña o Extremadura, sino un represen-
tante de la Nación». Como resume Tomás Villarroya, «La
Revolución francesa disolvió los estamentos en el seno de la
unidad de la Nación y cambió aquellos esquemas representa-
tivos: en lo sucesivo los elegidos no van a representar a elec-
tores o estamentos concretos, sino a la Nación en su totalidad;
no van a reflejar una voluntad preexistente ni a expresar deseos
o instrucciones consignadas en sus cuadernos, sino que van a
crear, por sí mismos, la voluntad nacional (…) En suma, los
Diputados representan a la Nación y no a las partes que la
componen ni a las circunscripciones que los eligen; las Cortes
quedan desligadas de todo mandato imperativo y se convierten
en voluntad y voz de la Nación» 207. La Nación representa al
todo, sus diputados no están ligados, como en el Derecho pri-
vado, por directrices previas e imperativas. La Nación denota
una voluntad independiente, completa, integrada y soberana.
Hablamos del máximo sujeto político dotado de la potestad de
forjar su destino.

Aunque para su materialización, la Nación requería de un auxi-


liar impagable. Según disponía el Decreto de Constitución de
Cortes de 24 de septiembre de 1810, «Los Diputados que com-
ponen este Congreso y representan la Nación española, se de-
claran legítimamente constituidos en Cortes Generales y extraor-
dinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional». Lo que se
reiteraba después en el Preámbulo de la Constitución: «… las
mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente Cons-
titución Política de la Monarquía Española». El modo de rea-
lización de la nueva representación se especifica en la detallada
prescripción del artículo 100: «Los poderes estarán concebidos
207
  J. Tomás Villarroya, Breve Historia del Constitucionalismo Español,
Planeta, Barcelona, 1976, pág. 12.

130
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

en estos términos: poderes amplios a todos juntos y cada uno


de por sí para cumplir y desempeñar las augustas funciones de
su encargo y para que con los demás diputados de Cortes, como
representantes de la Nación española, puedan acordar y resolver
cuanto entendieren conducente al bien general de ella en uso
de las facultades que la Constitución determina…»

En consecuencia, el ser y el papel encomendado a las corpora-


ciones municipales se diluye, mientras se entreabre la puerta a
otra concepción del sufragio que adopta, desde contornos radi-
cales, rasgos individuales; pero con una proyección todavía mo-
deradamente universal de base electoral indirecta (designación de
compromisarios de las Juntas parroquiales, de electores parro-
quiales, de electores de partido y de diputados (artículo 35 de la
Constitución)). Ya no existe el mandato imperativo entre electo-
res y representantes políticos, pues éstos superan la condición de
ser meros portavoces de las instrucciones de sus mandantes, para
alzarse en sujetos cualitativamente diferentes: son los liberados
representantes colectivos del innovador y artífice máximo de la
ordenación político-constitucional: la Nación española 208.

Esta idea de la representación proyecta su influencia también


en una forma diferente de entender las relaciones económicas,
y, en particular, de la libertad de comercio, de la libertad eco-
208
  Una realidad política, vinculada a la noción de soberanía nacional,
incardinada en las Cortes, que extenderá su influencia en las Constituciones
democráticas progresistas posteriores. Para llegar, por supuesto, a la
Constitución de 1978: «La soberanía nacional reside en el pueblo español
del que emanan los poderes del Estado». (artículo 1.2); «Las Cortes Generales
representan al pueblo español…» (artículo 66.1); y «Los miembros de las
Cortes Generales no están ligados por mandato imperativo» (artículo 67.2).
No podía ser de otro modo en una Constitución que acoge la única
modalidad de monarquía compatible con un régimen constitucional y un
sistema democrático de ordenación de los poderes del Estado: la Monarquía
parlamentaria. «La forma política del Estado español es —afirma el
artículo 1.3— la Monarquía parlamentaria». No caben pues tampoco
modalidades híbridas de cosoberanías o soberanías compartidas, como en el
liberalismo doctrinario, entre el Rey y la Nación.

131
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

nómica, de la libertad de industria, de la libertad de circulación,


de la libertad de venta, etc. 209. La liberalización hace de esta
suerte su aparición como un principio facilitador de las transac-
ciones económicas y de las relaciones de producción y consumo.

Quinto. El carácter popular de la Nación y de la soberanía


nacional es otra de las peculiaridades del constitucionalismo
gaditano. La Constitución de Cádiz, y por ende, los conceptos
de Nación y soberanía, disfrutan de un evidenciable sentimien-
to popular 210. El modelo revolucionario francés había puesto
término al orden corporativo tradicional del Antiguo Régimen
con el correlativo de las sociedades antes establecidas. Recuer-
da bien Santos Corona, que «el nuevo Estado nacido de la
Revolución había cercenado además la potestad del soberano
—por más que la Constitución de Cádiz, dejémoslo claro, no
se realiza directamente contra el Monarca—, borrando dos de
las tres órdenes del Estado, la nobleza y el clero —tampoco
este acontecía aquí de esta suerte—, y dejando la representación
pública, al tercer estado, creando el «nuevo sistema de igualda-
d» 211. O, expresado de una forma más sociológica, «los nuevos
órganos surgidos se legitimaban en virtud de que representaban
los intereses de la población, y como ocurrió con la convoca-
209
  Arranca pues un incipiente, pero decidido, liberalismo económico, en
el que los agentes propietarios, comerciantes e industriales, hacen de la
autonomía de las partes su principal referente constitutivo. El importante
Decreto de 8 de agosto de 1813 supone, por primera vez, la autorización a
todo propietario para disponer de su finca, ya sea por venta o arrendamiento,
de acuerdo con las cláusulas suscritas entre las partes. Los derechos de
preferencia y opción, característicos de los tiempos del intervencionismo del
Estado policía, entran en un retroceso imparable. Los nuevos principios de
liberalización son ya incompatibles con pretéritas y rígidas ordenaciones
estamentales. Ver, por ejemplo, el reciente estudio de F. J de Vicente Algueró,
¡Viva la Pepa! Los frutos del liberalismo español en el siglo xix, Gota a Gota,
Madrid, 2010.
210
  J. F. Merino Merchán, Regímenes Históricos Españoles, Tecnos,
Madrid, 1988, pág. 41.
211
  S. M. Coronas González, Estudios de Historia del Derecho Público,
Tirant lo blanch, Valencia, 1998, pág. 144.

132
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

toria a Cortes sustentándose en los principios de la democracia


representativa» 212. Tomás Villarroya lo ha reafirmado sin dudas:
Cádiz «es una Constitución de origen popular».

A ninguna otra consideración nos llevan las lecturas del Decre-


to de septiembre de 1810 y del Preámbulo de la Constitución.
«Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española…
—se prescribía en el mentado Decreto de 1810— decretan la
siguiente Constitución pública para el buen gobierno y recta
administración del Estado». El Preámbulo de la Constitución
subrayaba asimismo: «La Nación española, representada por las
Cortes Generales y extraordinarias, se da a sí misma la Consti-
tución, sin el concurso de ningún otro poder; la regencia del
reino, en nombre del rey ausente y cautivo, se limita a publicar-
la». Y una aclaración final adelantada, pero necesaria: la Cons-
titución se elaboró sin participación del rey; «pero no frente o
contra un Rey por cuya libertad combatía la nación: en su in-
tención inicial no era una Constitución que se pretendiese im-
poner al Monarca» 213. Por ello, siendo una Constitución de ca-
rácter popular, se ha afirmado, «no podemos hablar de que sea
una Constitución impuesta al Monarca, ya que se redactó y
aprobó sin su presencia pero no en su contra, sino al revés, para
encumbrar al Trono a un Fernando VII que la traicionará en
repetidas ocasiones» 214.

3) 
P roclamación de la Constitución de Cádiz, de Salvador
Viniegra y Lasso de la Vega: una visión progresista
del momento constitucional

La naturaleza popular de la Constitución gaditana no lo es solo


por su origen, con las matizaciones debidas, ni por la ausencia
212
  C. Núñez Rivero y R. Martínez Segarra, Historia Constitucional de
España, Universitas, Madrid, 1997, pág. 72.
213
 Tomás Villarroya, op. cit, pág. 8.
214
  Vera Santos, op. cit, pág. 49.

133
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

en su gestación de la intervención del rey, sino también por su


asunción entusiástica por parte del pueblo español. Un pueblo
aun no liberado del yugo de las tropas invasoras de Bonaparte,
que anhela la erradicación de los postulados del Antiguo Ré-
gimen y de las Monarquías autoritarias, y que se siente plena-
mente identificado con los nuevos principios y valores consti-
tucionales. A este sentido es al que responde la obra de
Salvador Viniegra y Lasso de la Vega, Proclamación de la Cons-
titución de Cádiz (1912, Museo de las Cortes de Cádiz). Pare-
ciera como si el pintor asumiera 215, en su propia persona, y de
forma vehemente, el sentido liberal y democratizador del cons-
tituyente gaditano. ¡Pudiera haber estado allí! ¡Lo que hubiera
dado por estar presente, por haber compartido tan extraordi-
nario momento con el bullanguero pueblo de Cádiz! Nadie
quizás mejor que nuestro hombre por tanto para conmemorar
pictóricamente, en 1912, el primer centenario de la Constitución
de 1812. Le hubiera gustado, por qué no, haber sido él, preci-
samente él, quién elevara al cielo el sombrero que porta en su
mano derecha el primer hombre 216.

En su escenografía sobresale el escenario, la plaza de san Fe-


lipe Neri, que «presta ortogonalidad a la composición: el en-
215
  G. Viniegra Guernica, Un pintor gaditano. Salvador Viniegra y Lasso
de la Vega, Ayuntamiento de Cádiz, Cádiz, 1989, pág. 14, recoge las propias
palabras del pintor sobre su obra en un homenaje celebrado por el Ateneo
de Cádiz: «… bullía la idea de la conmemoración del glorioso centenario de
la Constitución de Cádiz y mi corazón más que nada guió mi pincel para
trazar el primer boceto de ese cuadro que hoy vemos terminado y que superó
mis esperanzas. Pinté otro boceto y otro más, ya enamorado de la obra. Mis
paisanos divulgaron la idea; y ved cómo esa humilde producción de una
paleta va unida a mi alma por vínculos estrechos, tan hondos como pueden
ser para un hombre, el resurgimiento a la vida espiritual y aun material y
para un artista la aureola del éxito de su patria».
216
  El «monumento conmemorativo» es complejo, pues recoge las
alegorías a España y a Hércules, y un conjunto de columnas esculpidas con
figuras femeninas. Con dicha ocasión se erigía también en la ciudad gaditana
el Monumento a la Constitución de Cádiz, un proyecto de Modesto López
Otero, que tuvo como arquitecto a Aniceto Marinas.

134
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

losado nos conduce, rebasando la gente, al paredón de la igle-


sia frontera. El dosel, a la derecha, y un callejón a la izquierda,
cierran la pirámide visual que conduce nuestra vista al pendón
con los cuarteles de la nación. Por otro lado, el zócalo gris de
la iglesia delimita en horizontal dos zonas desproporcionadas
de arriba abajo: aire, luz, entorno o espacio vital, y calle, gentío,
anécdota o protagonismo» 217. El lienzo posee 218 los habituales
elementos de la pintura de historia: refleja con concreción el
instante que se rememora; lo hace de forma solemne y no
exento de épica, a pesar de su ambiente festivo y distendido;
reproduce pormenorizadamente el clima social y político don-
de el más antiguo de los «reyes de armas» procede a la cuarta
lectura de la Constitución una lluviosa tarde del día 19 de abril
de 1812; desglosa prolijamente detalles y pormenores que en-
riquecen, brazos y manos en alto, la alegre atmósfera: peinetas,
mantillas, sombreros, capas y redecillas, flores, guirnaldas y
ornamentaciones varias; e introduce toda una rica panoplia de
reseñas expresas y símbolos particulares que permiten captar el
profundo significado político del momento gozoso.

El cuadro sigue compositivamente la línea del El Compromiso


de Caspe (1891, Círculo de Bellas Artes, Madrid), aunque con
un número más amplio de figuras. Viniegra organiza así toda
una serie de numerosa y variopinta progenie «de fígaros, majos
y mujeres de rompe y rasga. Lo pintoresco, el tipismo, la pose
de sus modelos termina oponiéndose en conjunto a las indivi-
dualidades que presiden el acto. El rey de armas. Incluso, resul-
ta familiar de memorialistas, jueces y eminencias de pintura» 219.
El pueblo ciudadano, el pueblo en masa, es su protagonista
217
 F. Pérez Mulet, La pintura gaditana (1875-1931), Caja de Ahorros
de Córdoba y Ayuntamiento de Cádiz, Córdoba, 1983, pág. 124.
218
  En la voz dedicada al pintor, en la Enciclopedia Universal
Ilustrada, t. LXVIII, Espasa Calpe, Bilbao-Madrid-Barcelona, 1929, se hace
un examen de su biografía y de alguna de sus obras más representativas. La
aquí tratada no recibe sin embargo más que la mención, junto a otras, de
que estamos ante «una obra hermosa».
219
  Pérez Mulet, op. cit., pág. 124.

135
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

descarado: una gitanilla, un chiquillo, un fraile, un majo o dos


bizarros militares que son tratados con más interés que los altos
cargos y las engoladas autoridades. Y una curiosidad: la mujer
y el niño de la izquierda eran la segunda esposa y el hijo del
artista.

Asistimos a una fiesta cívica que rememora la aprobación de la


Constitución. Y a tales efectos responden algunas referencias en
el lienzo: la mención escrita de los años de 1808, en recuerdo
del alzamiento del pueblo de Madrid contra las fuerzas de Na-
poleón en la capital de España, y de la aún reciente victoria de
las tropas del general Castaño en la batalla de Bailén, y ahora,
la de 1812. El año de un prometedor tiempo por venir. También
se recoge una reseña a países como Inglaterra y Portugal —que
habían destacado por su lucha contra las ansias expansionistas
en Europa del Emperador Bonaparte— junto con la bandera de
España y los escudos de sus territorios, y la inscripción «Non
plus ultra».

Pero la obra acoge otros perfiles modernos y dinámicos. La


escena, a diferencia de lo que acontecía en el cuadro de Casa-
do del Alisal, se produce ahora en el exterior, al aire libre, y
no dentro de los encorsetados muros de la iglesia de san Pedro
y san Pablo. Aquí no hay tampoco una ordenación estratifica-
da y jerárquica, a pesar de la escalinata y la preeminente posi-
ción de alguno de los concurrentes; semejara que estamos
presenciando una revuelta popular, cuando no una revolución,
eso sí, pacífica. El actor principal es, sin duda, el pueblo gadi-
tano, y no sus dignos representantes y funcionarios, aunque
estos figuren en el lienzo y se hallen colocados en un lugar
preferente. No son estos, ni mucho menos, los destinatarios de
la buena nueva. Si la Constitución había sido elaborada por
diputados en Cortes, sus entonces sujetos directos e inmediatos
del acto constituyente, ahora, llegado el momento de su pro-
mulgación, el pueblo llano es el que reclama el centro de
atención. No en vano éste es simultáneamente, en tanto que
manifestación de la Nación en Cádiz, su viviente agente y su

136
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

receptor final. El pueblo se erige así en abanderado de su


Constitución. Si los dignatarios y políticos son la expresión
formalizada del inquieto sujeto constituyente, el pueblo de
Cádiz se exterioriza como el satisfecho beneficiario de la obra
constitucional gaditana 220.

La pincelada es minuciosa y más suelta, rica y cromática que


en Casado del Alisal, con tonalidades preponderantes en azul.
Los regustos impresionistas franceses se dejan notar, y mucho,
en la plástica de nuestra pintura. Habían pasado cincuenta años
desde la realización del cuadro de Casado. Mucho tiempo,
especialmente, en el mundo del arte. Ya habían hecho acto de
aparición los aires diluidos e instantáneos del movimiento im-
presionista.

D) LA SUPRESIÓN DEL ANTIGUO RÉGIMEN,


UNA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL Y UNA
ENUNCIACIÓN AXIOLÓGICA DE PERFILES
IUSNATURALISTAS

Aún hemos de reseñar, no obstante, otros dos aspectos del


Texto gaditano. En primer lugar, la Nación es, por todo ello,
220
  Viniegra Guernica, op. cit., págs. 15-16, hace la siguiente diferenciación
entre los dos grupos: «Pues bien: esa angustia, ese ansia local, esa impaciencia,
están retratadas en todos los rostros de las figuras que componen el fondo
y la parte izquierda del cuadro. Y en él veréis a la manola que grita pidiendo
silencio; y al golfillo que pugna por colocarse en primera fila, y al chispero
que se dirige suplicante a don Francisco Trapani para que no comience aún
la lectura y al fraile que espera con todo el interés puesto en la mirada, y al
militar que aparenta estar sereno porque el uniforme lo ciñe al tiempo carnes,
y en último término a la multitud abigarrada que chilla y clama y vitorea,
sin permitir que los demás escuchen. En cambio, sobre el estrado todo es
serenidad, reposo; sobre él se yerguen las personalidades encargadas de llevar
a cabo la promulgación y en sus rostros se advierte la salud moral de
personas conscientes del alto papel que están representando en la historia de
su país, de austeros ciudadanos, satisfechos al cumplir con tan graves
deberes».

137
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

la expresión intencionada del final del modelo absolutista del


Antiguo Régimen. 1812 liquida gran parte de la ordenación
política de los poderes del Ancien Régime. La Nación pone
término pues a la hasta entonces legitimidad histórico-divina
del poder político en la monárquica tradicional. Este es el
cambio cualitativo diferenciador respecto de los principios y
normas antiguas, y de las todavía previstas en la Constitución
de Bayona de 1808. O, expresado por Bartolomé Clavero, «nos
situamos ante la Nación como constituyente en Cortes: la cita
de Cádiz. Es el comienzo del fin del Antiguo Régimen y la
entrada en la constitucionalidad. El revolucionario principio
ordenador de la organización y funcionamiento de los poderes
del Estado es el de la mentada soberanía popular» 221. El prin-
cipio de la soberanía popular, reseña Blanco Valdés, «cumpli-
rá aquí su función fundamental: convertir el rey en un poder
constituido, que es poder solo porque así lo determina el
texto constitucional, un texto, a su vez, fruto del poder cons-
tituyente que reside en la nación soberana» 222. La transforma-
ción es verdaderamente digna de elogio: cambia la titularidad
del poder constituyente, el rey pasa a ser un poder constituido,
y la soberanía, voluntad política máxima, se encomienda, gra-
cias a las Cortes generales y extraordinarias, a la Nación.
Entramos en el tiempo de los sistemas políticos de los Esta-
dos modernos.

Finalmente, y no es secundario, la Nación tiene unos cometidos


y unas funciones que cumplir y satisfacer. Procede pues ahora
la exposición de su dimensión funcional, relevante pero algo
preterida, a diferencia de la perspectiva estructural, de las rea-
lidades políticas examinadas.

Una virtualidad que los constituyentes enunciaron, eso sí,


comprometidamente: «las Cortes Generales y extraordinarias
221
  B. Clavero, Evolución histórica del constitucionalismo español, Tecnos,
Madrid, 1984, págs. 33 y ss.
222
  R. Blanco Valdés, Rey, Cortes y Fuerzas Armadas en los orígenes de la
España liberal, 1808-1823, Siglo XXI, Madrid, 1988, pág. 123.

138
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de la Nación española (…) decretan la siguiente Constitución


política para el buen gobierno y recta administración del Es-
tado». En este sentido, el artículo 4, dentro del Título I bajo
el título «De la Nación española y de los españoles», prescri-
be: «La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes
sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás de-
rechos legítimos de todos los individuos que la componen».
Una declaración en línea, una vez más, con los principios
filosóficos y políticos del iusnaturalismo racionalista del cons-
titucionalismo norteamericano, de la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789 y de la Constitución
de 1791 de la Francia revolucionaria. La sombra de Rousseau
y Sieyès es, por ello, concluyente. No es cierto, a pesar de lo
que los constituyentes intentaran hacernos pensar, que había
una cierta prorrogatio en la Constitución que hundía sus raí-
ces en los postulados jurídicos de corte tradicional. No le
faltaba razón a la literatura constitucionalista de la primera
mitad del siglo pasado, cuando resaltaba la inspiración extran-
jera —tanto en las ideas como en el curso de los aconteci-
mientos— del Texto gaditano. Fernández Almagro señalaba
en este sentido, que «por debajo de las palabras (… ) el es-
píritu de la filosofía es (…) Rousseau» 223. Y Posada esgrimía
que «su planteamiento obedecía, sobre todo, al influjo de lo
ocurrido en Francia» 224.

Una influencia, la de la mentada Constitución francesa de 1791,


que ha sido considerada no obstante de forma dispar por par-
te de la doctrina. Un primer grupo de autores, como Suárez,
entienden que Cádiz reproduce casi perfectamente los rasgos
223
  M. Fernández Almagro, Orígenes del régimen constitucional en España,
Labor, Barcelona, 1928, pág. 84. Los componentes de las Cortes tenían, por
lo demás, la siguiente extracción social y profesional: 97 eclesiásticos, tanto
absolutistas como liberales, 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 16
catedráticos, 37 militares, 15 propietarios, 9 marinos, 8 títulos del reino, 5
comerciantes, 4 escritores y 2 médicos.
224
  A. Posada, Derecho Político, Librería General de Victoriano Suárez,
4.ª ed., Madrid, 1938, pág. 47.

139
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

políticos del constitucionalismo francés de 1791 225. Para otros,


como Sánchez Agesta, sin negar su innegable ascendencia, no
se desecha la relevancia de ciertos elementos internos; esto es,
un punto de equilibrio entre los planteamientos foráneos y los
propiamente autóctonos 226. Por último, algunos defienden, como
Tomás Villarroya, la singular idiosincrasia, a pesar de sus no-
torias deudas, del Texto de 1812 227.

Sea como fuere, lo que no hay que creer, y menos a pies jun-
tillas, es lo que declaraba la Comisión Constitucional ante el
Pleno el día 24 de diciembre de 1811, por boca de Argüelles:
«Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle con-
signado del modo más auténtico y solemne en los diferentes
cuerpos de la legislación española, sino que se mire como
nuevo el método con que ha distribuido las materias ordenán-
dolas y clasificándolas para que formasen un sistema de ley
fundamental y constitutiva, en que estuviese constituido con
enlace, armonía y concordancia cuanto tienen dispuesto las
leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla…».
Aunque en ese intento de contrapeso inestable no importase
recoger, de modo simultáneo, que «… al mismo tiempo no ha
podido menos de adoptar (la Comisión) el método que le
pareció más análogo al presente Estado de la Nación, en que
el adelantamiento de la Ciencia del Gobierno ha introducido
en Europa un sistema desconocido en los tiempos en que se
publicaron los diferentes cuerpos de nuestra legislación, sistema
del que ya no es posible prescindir absolutamente» 228. No se
estaba maquillando una ordenación política heredada del An-
tiguo Régimen. Se trataba, desde luego, de algo cualitativamen-
225
  F. Suárez, «Sobre las raíces de las reformas de las Cortes de Cádiz»,
en Revista de Estudios Políticos, n.º 126, 1962, págs. 31 y ss.
226
  Sánchez Agesta, op. cit., págs. 45 y ss.
227
 Tomás Villarroya, op cit., págs. 14 y ss.
228
  Un examen detallado de las distintas tendencias, entre absolutistas y
liberales, puede verse en R. Morodo y E. Díaz, «Tendencias y grupos
políticos en las Cortes de Cádiz y en las de 1820», en Cuadernos
Hispanoamericanos, n.º 201, septiembre, 1966.

140
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

te distinto, innovador, y en algunos supuestos, hasta revolucio-


nario, respecto de regulaciones anteriores.

Esta idea de la Nación se extenderá después en muchos de los


futuros Preámbulos de nuestra historia constitucional. Una
concepción que felizmente, aunque de modo intermitente, se
acogerá en otras Constituciones progresistas: la Constitución
de 1837, la Constitución non nata de 1856, el Proyecto de
Constitución federal de 1873, así como en las Constituciones
de 1869, 1931 y, por supuesto, en la Constitución de 1978 229.

Y una aclaración última. Aciertan Solé Tura y Aja, cuando


advierten que «las Cortes de Cádiz no formulan la soberanía

229
  Si echamos la vista atrás, por ejemplo, la Constitución de 1837 nacía
«siendo la voluntad de la Nación revisar, en uso de su soberanía, la
Constitución política promulgada en Cádiz…» La Constitución non nata
de 1856 preceptuaba que «Todos los poderes públicos emanan de la Nación,
en la que reside esencialmente la soberanía, y por lo mismo pertenece
exclusivamente a la Nación el derecho de establecer sus leyes fundamentales»
(artículo 1). En la Constitución de 1869 se disponía que «la Nación española
y en su nombre las Cortes Constituyentes decretan y sancionan la siguiente
Constitución», mientras su artículo 32 prescribía que «la soberanía reside
esencialmente en la Nación, de la cual emanan todos los poderes». Lo que
se reiteraba en el Proyecto de Constitución Federal de 1873, al subrayarse
que «La Nación española… decreta y sanciona el siguiente Código
fundamental». Y la Constitución de 1931 manifestaba que «España, en uso
de su soberanía, y representada por las Cortes Constituyentes, decreta y
sanciona la Constitución».
En lo atinente a la Constitución vigente de 1978, ya hemos adelantado
sus siguientes términos: «La Nación española, deseando establecer la justicia,
la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de
su soberanía, proclama…», mientras su importantísimo artículo 1. 2 explicita
de modo tajante: «La soberanía nacional reside en el pueblo español…». An-
tes, la propia Ley para la Reforma Política de 1977 arrancaba con una formu-
lación entonces prometedora, aunque evidentemente insatisfactoria, al hilo de
su sometimiento, tras su aprobación por las Cortes franquistas, a referéndum
de un pueblo español que aspiraba a recuperar, de una vez por todas, su an-
helada soberanía —«Remitido a consulta de la Nación…»—, mientras en su
artículo 1.1 se apuntaba que «La democracia en el Estado español se basa en
la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo».

141
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

como un principio abstracto de origen extranjero, sino como


consecuencia de la coyuntura que atraviesa España —si no
habría que reconocer la transmisión de la soberanía monárqui-
ca a José I— y en consonancia —insisten— con la tradición
nacional que, antes de ser desnaturalizada por Austrias y Bor-
bones, situaba las Cortes como representantes del pueblo jun-
to al rey» 230. Nos retrotraemos, claro que sí, al papel desplega-
do ya, desde el lejano Derecho medieval, de los principios de
«quod omnes tangit debet ab omnibus approbari» y «e pues a todos
atañe, todos sean llamados» 231. El pueblo español ya no necesi-
taba seguir, como en la obra de los Seis personajes en busca de
autor, del dramaturgo italiano Luigi Pirandello, buscando una
autoría propia. Ya la había encontrado, a través de sus Cortes
generales y extraordinarias, en la Nación, la gran creación de
la Constitución de 1812, y el más destacado de sus legados: la
soberanía nacional.

E) LA IMPERDONABLE TRAICIÓN DE UN REY


FELÓN. FUSILAMIENTO DE TORRIJOS Y SUS
COMPAÑEROS EN LAS PLAYAS DE MÁLAGA,
DE ANTONIO GISBERT PÉREZ

Sin embargo, su herencia fue prontamente traicionada y su apli-


cación muy fragmentaria y discontinua. El triste grito del pueblo,
«¡Abajo la Constitución!», a la entrada de Fernando VII en
Valencia, un odioso 16 de abril de 1814, lo testifica. Una Cons-
titución que solo disfrutó de vigencia por seis años y medio, y
además durante tres periodos distintos: del 19 de marzo de 1812
al 4 de mayo de 1814; del 10 de marzo de 1820 al 1 de octubre
de 1823 durante el Trienio Liberal tras el pronunciamiento de
Riego; y del 13 de agosto de 1836 (Motín de la Granja) al 18
de junio de 1837. Su suerte no fue, por tanto, buena: en primer
230
  J. Solé Tura y E. Aja, Constituciones y periodos constituyentes en España
(1808-1936), Siglo XXI, 7.ª ed., Madrid, 1980, pág. 15.
231
 Ver, por todos, L. García de Valdeavellano, Curso de Historia de las
Instituciones Españolas, Revista de Occidente, 5.ª ed, Madrid, 1967, págs. 463 y ss.

142
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

lugar, el Decreto de 4 de mayo de 1814 dictado por Fernan-


do VII derogaba la Constitución; y, más tarde, su supresión, con
la llegada de los «Cien mil Hijos de san Luis» comandados por
el Duque de Angulema, que daba lugar a la «Década ominosa».

De la cara política más abyecta de Fernando VII 232 traemos


a colación, por su extraordinaria calidad, una de las obras
cumbres de la pintura de historia, del alicantino Antonio
Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las
playas de Málaga (1888, Museo del Prado, Madrid). Estamos
ante una 233 de nuestras más aleccionadoras proclamas artísti-
cas en favor de la libertad, y contra la tiranía y el despotis-
mo 234. «El arte no puede florecer nunca a la sombra —decía
ingenuamente Pi y Margall— de la tiranía (…) necesita res-
pirar el aire de los pueblos en que (…) los triunfos de la li-
bertad y la justicia enardecen el alma sin cesar» 235. El lienzo
constituye «uno de los grandes manifiestos políticos de toda
la historia de la pintura española en defensa del hombre
aplastado por el autoritarismo, siendo uno de los contados
casos en que su claro mensaje propagandístico fue inspirado
directamente por la oficialidad gubernamental» 236. Y es que el
232
  Entre las muchas obras y estudios biográficos sobre Fernando VII,
ver la reciente de E. la Parra López, Fernando VII. Un rey deseado y detestado,
Tusquets, Barcelona, 2018, con una interesante selección de representaciones
pictóricas sobre su persona.
233
 En la pintura de historia hay una conocida obra en recuerdo de la
granadina Mariana Pineda, de perfiles bien diferentes, pero que exalta
también el compromiso de quienes estaban dispuestos a dar la vida por la
libertad, de Juan Antonio Vera Calvo Mariana Pineda en capilla (1862,
Congreso de los Diputados, Madrid), que rechaza el perdón —su delito
haber bordado una bandera de dos metros en la que se leían las palabras de
«igualdad, libertad y ley»— a cambio de denunciar a sus compañeros.
234
 También resaltado por García de Cortázar, op. cit., pág. 415.
235
  F. Pi y Margall, Historia de la pintura en España, Imprenta a cargo de
Manini Hermanos, Madrid, 1851, pág. 19.
236
  «El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de
Málaga», ficha técnica, en El siglo xix en el Prado, directores J. L. Díez y
J. Barón, Museo del Prado, Madrid, 2007, pág. 266.

143
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

denominado arte político ha «tomado casi siempre partido


durante los siglos xix y xx por los débiles y contra los pode-
rosos»  237. Una manifestación política en toda regla y con
palmaria intencionalidad: el cuadro fue un encargo del Mi-
nistro de Fomento Eugenio Montero Ríos —por Decreto
de 21 de enero de 1886—, miembro del Ejecutivo liberal de
Práxedes Sagasta, durante la Regencia de la reina María Cris-
tina de Habsburgo. El lienzo fue realizado en su estudio de
París, ciudad en la que vivía nuestro pintor, a lo largo de casi
dos años de trabajo. Como antes sucedía con el liberal Sal-
vador Viniegra, y su representación de la promulgación de la
Constitución de 1812, Gisbert tampoco ocultaba sus prefe-
rencias con la causa de la libertad 238. Quizás se sentía, como
antes Delacroix (La libertad guiando al pueblo, 1830, Museo
del Louvre, París), como un abanderado del tiempo que abría
las puertas a la anhelada liberación.

La escena —que asemeja por su veracidad a una fotografía—


reproduce el trágico instante anterior al fusilamiento del gene-
ral Torrijos, destacado militar y político del Trienio Liberal
(capitán general de Valencia, mariscal de campo y Ministro de
Gobernación), que ya había estado condenado por el levanta-
miento de Luis Lacy en Cataluña y preso en Murcia. Torrijos
se había negado asimismo a luchar contra los independentistas
americanos. Exiliado en Marsella e Inglaterra —fue ayudado
económicamente por Wellington—, conspiró a través de la
Alianza para el Alzamiento Nacional contra Fernando VII. El
237
  A. de Botton y J. Armstrong, El arte como terapia, revisión de la
edición española por Capucine Coninx, Phaidon, 1.ª ed., Hong Kong, 2014,
pág. 190.
238
 El poeta José de Espronceda le dedicaría la siguiente oda al militar
español: «Helos allí; junto a la mar bravía/cadáveres están ¡ay! los que fueron/
honra del libre, y con su muerte dieron/almas al cielo, a España nombradía/
Ansía de patria y libertad henchía/sus nobles pechos que jamás temieron/y
las costas de Málaga/cual sol de gloria en desdichado día./Españoles, llorad;
mas vuestro llanto/lágrimas de dolor y sangre sean,/sangre que ahogue a
siervos y opresores./y los viles tiranos con espanto,/siempre delante
amenazando van/alzarse espectros vengadores».

144
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

preboste embarcaba en Gibraltar en dos naves —Santo Cristo


del Grao y Purísima Concepción, que tenían que haber sido au-
xiliadas por el bergantín Neptuno, pero que a la postre los
atacó—, y desembarcaba en las playas de Fuengirola (Málaga)
la madrugada del 30 de noviembre al 1 de diciembre de 1831,
siendo traicionado por el gobernador Vicente González Mo-
reno. El político liberal, en compañía de unos sesenta fieles,
sería detenido, no sin antes esconderse en Alhaurín de la Torre,
y fusilado, tras estar preso en el Convento de los Carmelitas,
en la citada playa diez días después, un 11 de diciembre, bajo
la acusación de un «delito de traición y conspiración contra los
sagrados derechos de S. M el Rey Fernando VII». Ante la
petición de indulto, el agrio comunicado real fue: «¡Que los
fusilen a todos. Yo, el Rey». Sus cuerpos eran paseados en un
carromato para escarnio público y enterrados en el cementerio
de San Miguel.

La pintura representa el momento previo al fusilamiento de


Torrijos y sus seguidores, a algunos de los cuales, dos frailes 239,
fríos e indiferentes cómplices del opresor absolutismo, colocan
una venda en sus ojos. Todos aparecen alineados de pie y
maniatados cerca de la orilla. Sus nombres eran, recordémos-
los justamente para la posteridad, Francisco Fernández Gol-
fín, Manuel Flores Calderón, Juan López-Pinto y Berizo,
Robert Boyd y Francisco de Borja Pardio. Fusilados en la
playa de san Andrés (Málaga), cuya iglesia de la Virgen del
Carmen se vislumbra al fondo. Como en el caso de Goya 240,
los sacrificados retratan las más varias expresiones humanas
ante su inmediato encuentro con la muerte: estremecimiento,
239
  L. A. Pérez Velarde, El Autorretrato e interior de estudio de Antonio
Gisbert en la colección del Museo de Bellas Artes de Bilbao, Bilbao, 2016,
págs. 4 y 5, señala cómo el pintor se autorretrata con extraordinario
verismo en uno de los frailes que tapa los ojos a Francisco Fernández
Golfín.
240
  M. de Blas Ortega, «Los cuadros de fusilamiento en el siglo xix. Una
discusión de intereses», en Revista de Bellas Artes, n.º 11, abril, 2013, hace
una comparación entre las obras de Goya, Gisbert y Manet.

145
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

desafío, pena, resignación, orgullo, conformismo… En ella, se


ha afirmado, «la presentación frontal y en primer plano de
los acusados (…) es auténticamente desoladora, lo que se
realza con el paisaje, el cielo gris, la silueta indiferenciada de
los verdugos y el perfil casi irreconocible de la ciudad» 241.
Pero todos los ajusticiados rezuman integridad, honestidad y
dignidad.

El centro de la escena la ocupa el militar liberal, algo adelan-


tado a los demás, que se agarra a las manos de dos de sus
partidarios (el anciano Fernández Golfín y Flores Calderón,
vestido con una levita en tonos claros) en la desdichada aven-
tura. Delante de los condenados, se ven, dotando de un fuerte
pietismo al dramático trance, los cuerpos desparramados de
algunos compañeros fusilados, que yacen muertos en la arena.
Detrás de quienes van a ser próximamente ajusticiados, se
recoge el pelotón de fusilamiento, jerarquizado, ordenado y
compuesto para la ocasión. Toda una máquina de matar indi-
ferenciada y grosera.

La obra es soberbia. Gisbert dota a la misma de una atem-


perada pero inigualable carga expresiva, sirviéndose de una
logradísima simplificación plástica y de un dominio ejemplar
del dibujo. Los gestos personalísimos de las caras de los már-
tires de la libertad son de una maestría incontrovertible.
Nuestro hombre, además de ser un consagrado pintor acadé-
mico, y por tanto avezado en la técnica pictórica de perfiles
eclécticos y de verosimilitud —recuerden el sensacional cuadro
de unos años antes, Los Comuneros (1860, Congreso de los
Diputados, Madrid)—, se había formado en la Escuela de
Bellas Artes de San Fernando, en Roma y sobre todo en
París bajo el magisterio de Paul Delaroche, y era pues buen
conocedor de las innovaciones artísticas modernas. No en vano
residía, cuando ejecuta el lienzo, en su estudio de la calle de
la Bruyère. En la capital de la entonces vanguardia estudiará
241
 Reyero, op. cit., pág. 64.

146
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

las tendencias postimpresionistas y simbolistas. Lo que ates-


tigua la fragmentación de la escena y la representación parcial
de algunos de los fusilados, de quiénes no vemos íntegramen-
te sus cuerpos y extremidades. Eso sí, presta detallada atención,
de acuerdo con el gusto romántico, a los refinados vestidos
de algunos apologetas de la libertad. Del alemán Friedrich
tomaría asimismo su preferencia por los ambientes tétricos y
las atmósferas vaporosas. Aunque bebe, sobre todo, en las
fuentes goyescas. Como explica Calvo Serraller, «no es que a
estas alturas de su trayectoria Gisbert necesitase estar, como
quien dice, “a la última”, pero bien asentado en una tendencia
realista, pudo asistir a la consagración internacional de Veláz-
quez y, sobre todo, para el caso, gozar de una perspectiva
suficiente para mirar sin complejos el legado de Goya, pues
hay que afirmar que el Fusilamiento de Torrijos tuvo muy en
cuenta el precedente de Los fusilamientos del 3 de mayo, aunque
interpretado de manera muy personal» 242.

Gisbert despuntaba por algunas cualidades especiales: el trata-


miento de las representaciones en masa, el buen hacer de los
retratos, la verosimilitud de los retratados. Aunque también se
le reprochan facetas no tan positivas: la frialdad, la falta de
color, la escasa iluminación, su isocefalia compositiva, la estra-
tificación de los planos y la ausencia de expresividad y emo-
ción 243. En este caso, su paleta es sobria, y sus azules y grises
fríos. En lo que no hay discusión, como señala Muñoz Molina,
es que nos hallamos «ante una de las más grandes maquinas
de la pintura de historia de todos los tiempos (...) Un friso de
la libertad y la dignidad» 244.

  F. Calvo Serraller, en J.P. Fusi y F. Calvo Serraller, El espejo del tiempo,


242

Taurus, Madrid, 2012, pág. 234.


243
  J. Viñuales González, «La pintura de historia en España-Tipología y
clasificación», en Revista de la Facultad de Geografía e Historia, UNED,
n.º 2, 1988, págs. 248 y ss.
244
  A. Muñoz Molina, «Las regiones del Prado», en Mercurio, febrero
de 2012.

147
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

F) FRANCISCO DE GOYA: UNA PROBLEMÁTICA


CONVIVENCIA. ENTRE JOSÉ I Y FERNANDO VII

No queremos finalizar este repaso político-constitucional y pic-


tórico, pues no solo no es cierto, sino tampoco justo, con una
remembranza de la traición y la felonía. Nos resistimos a poner
término a estas consideraciones sobre la labor de Cádiz y su
ejemplar Constitución con un triste epílogo de desesperación,
temor y muerte. Deseamos traer de este modo a colación nue-
vamente la obra de Francisco de Goya, Alegoría de la Constitución
de 1812 (1812-1814, Museo Nacional, Estocolmo), ejecutada
siguiendo el gusto francés, junto a La Alegoría de la Poesía, para
servir de decoración a alguna de las salas y estancias del palacio
de Godoy. El artista aragonés realizaba un boceto previo de
nuestro lienzo, La vida rescatada por el Tiempo (Boston). Una
pintura resignificada, cuando no prácticamente reinventada, toda
vez que la había elaborado casi dos años antes. Conocida asimis-
mo como La Verdad, el Tiempo y la Historia o España, el Tiempo
y la Historia, es y ha sido objeto de muy diferentes interpreta-
ciones 245. Bozal explica bien cómo «la evolución del pintor y la
evolución de la sociedad española recorren caminos similares. En
ambos se produce una crisis radical que transforma el modo de
pintar y la estructura social, respectivamente; en ambos una mis-
ma y penosa situación; en ambos una crítica de lo establecido» 246.

Pero hagamos algo de historia. Había que ser precavido con


Fernando VII, dadas sus veleidades ilustradas, y su pasado como
pintor de José Bonaparte  247. En efecto, el 23 de diciembre
245
  Ver R. López Torrijos, «Goya, el lenguaje alegórico y el mundo
clásico. La etapa de madurez», en Archivo Español de Arte, LXIX, 273, enero-
marzo, 1996, págs. 14 y ss.
246
 V. Bozal, Historia del arte en España. Desde Goya hasta nuestros días,
Ediciones Istmo, Madrid, 1994, pág. 17.
247
  Aunque, como reseña Calvo Serraller, op. cit., pág. 232, «(Fernando VII)
respetó a los artistas, muchos de los cuales habían colaborado con el régimen
del rey José fueran o no «afrancesados», o, cuando no, habían profesado
simpatías liberales, no está claro que les aplicase la misma severa vara de

148
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de 1809, durante la Guerra de la Independencia, Tadeo Bravo


de Rivero, amigo del artista, le formalizaba el encargo, en
nombre del Ayuntamiento de Madrid, de una obra en home-
naje a la capital de España (1810, Alegoría de Madrid, José
Bonaparte, rey de España, Ayuntamiento de Madrid). En la
figura alegórica de la ciudad se exhibía un medallón ovalado
donde se reproducirá la cara del hermano de Napoleón. Aun-
que los posteriores cambios 248 que el cuadro sufrió reflejan el
complejo y sobresaltado contexto político español en los trein-
ta años siguientes: en 1812 (agosto), desalojados los franceses
después de la batalla de Salamanca, la efigie de Bonaparte fue
cubierta con la palabra Constitución, pero regresó pronto el rey
José (noviembre), y volvió a pintarse la cabeza, que meses más
tarde desapareció con su marcha definitiva, inscribiéndose de
nuevo la palabra Constitución; sustituida a su vez (1813) por
los rasgos de Fernando  VII, aunque el pintor la ejecutó con
desgana, a la que se sobrepuso en 1823 un retrato del monar-
ca más cuidado por Vicente López; retrato que duró veinte
años más, para ser reemplazado por la inscripción «El libro de
la Constitución». Finalmente, en 1872 se intentó recuperar el
retrato de Goya, pero no fue posible, y entonces el pintor Pal-
maroli colocó la leyenda actual: «DOS/DE/MAYO» 249.

medir que a otros estamentos, como se demuestra, por ejemplo, en el subsidio


personal que concedió al depurado y ya anciano Maella, o la «transigencia»
que manifestó con Goya, aun cuando este manifiestamente se exiliara en
Burdeos». Del monarca se pueden citar asimismo los dos conocidos retratos
de cuerpo entero de Vicente López, 1808, Palacio de Cervelló, Valencia (con
los símbolos tradicionales de la monarquía —león, corona y cetro—) y 1831,
Embajada de España ante Suecia (en el que resalta el hábito de la Órden
del Toisón de Oro). También el retrato a caballo de José de Madrazo (1821,
Museo del Prado, Madrid) y un dibujo de Fernando VII al final de sus días
de Federico de Madrazo (1832, Museo del Prado).
248
 Ver J. Camón Aznar, Francisco de Goya, t. III, Caja de Ahorros de
Zaragoza, Zaragoza, 1980, págs. 179-180, recoge con detalle los pormenores
de los cambios de imágenes y palabras. También en J. L. Morales y Marín,
Goya, Catálogo de pintura, Real Academia de Bellas Artes de San Luis,
Zaragoza, 1994, pág. 301.
249
  Arias de Cossío, op. cit., págs. 599-600.

149
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

A Fernando  VII Goya lo había pintado ya en 1808, Fernan-


do  VII, Retrato ecuestre (1808, Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando, Madrid), durante su brevísimo reinado tras
la abdicación de Carlos  IV. Parecido al también Fernando VII,
Retrato ecuestre (1808, Museo de Agen). Después vendrían otros
retratos más del aciago monarca: Fernando  VII (1814, Museo
de Bellas Artes, Santander), donde aparece de cuerpo entero
con el uniforme de Coronel de Guardia de Corps; Fernando VII
con manto real (1814-1815, Museo del Prado, Madrid), el me-
jor de todos ellos, revestido con los símbolos propios de la
realeza; Fernando VII (1814-1815, Museo Thyssen-Bornemisza,
Madrid), de medio cuerpo; Fernando  VII (1815, Museo de
Bellas Artes, Zaragoza), vestido de etiqueta, con calzón corto,
casaca y medias blancas. Un poco más tardío es el de Fernan-
do  VII en un campamento (después de 1815, Museo del Prado,
Madrid), uniformado de capitán general, con casaca negra,
calzón amarillo y botas de montar.

G) LA MEJOR CARA DEL IDEARIO POLÍTICO


GOYESCO. LA ALEGORÍA DE LA CONSTITUCIÓN
DE 1812

Volvamos, otra vez, a nuestra pintura alegórica, de la que existe


un boceto, de la Constitución de Cádiz. «La mayor obra que
dedicó —entiende Hughes— al surgimiento de la libertad en
España» 250. Una composición que, como ninguna otra de Goya,
«está sin embargo abierta a tal variedad de fechas y significa-
dos» 251. Para algunos, como Glendinning, debe ser titulada, sin
más, con el nombre por la que fue conocida: La España, el Tiem-
po y la Historia. O, simplemente, con el de La Historia. Su fac-
250
  R. Hughes, Goya, traducción de Caspar Hodgkinson, Galaxia
Gutenberg. Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, pág. 304.
251
  J. A. Tomlinson, Goya en el crepúsculo del Siglo de las Luces, traducción
de Eugenia Martín, Cátedra, Madrid, 1993, págs. 133-134, donde el autor
trata nuestra pintura, por lo demás criticada por su escasa calidad y mal
estado de conservación, con las demás Alegorías ejecutadas por el artista.

150
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

tura sería además diferente a la de los lienzos del tiempo de la


Guerra de la Independencia, y mucho más próxima al retrato de
La condesa de Chinchón (1800, Museo del Prado, Madrid), lo que
debería hacernos desechar que pueda tener relación con las Cor-
tes de Cádiz 252. Si hacemos caso, por el contrario, a alguna de
nuestras interpretaciones 253, no tendríamos que refutar la referen-
cia a las Cortes y a la Constitución de 1812. España, aunque
algunos estiman que se trata de una sencilla mujer, se muestra
vestida con una indumentaria blanca, portando en su mano de-
recha un ejemplar de nuestra Constitución; en la mano izquierda
lleva un cetro de perfiles modestos, que ha sido objeto de distin-
tas explicaciones: para unos, es una reseña expresa al debilitado
poder del rey, antes casi omnipotente durante el Antiguo Régimen;
para otros, la alusión es más compleja, pues esconde una nueva
realidad con plena capacidad jurídica y de obrar: la soberanía
nacional. Los novedosos principios gaditanos, de perfiles liberales
y democratizadores, han arrumbado los rancios postulados de la
antes Monarquía autoritaria. Unos poderes, caídos en definitiva
desgracia, en forma de monstruos domésticos, con la reproducción
en el negro trasfondo de un árbol derribado 254.
252
  N. Glendinning, Goya, Arlanza Ediciones, Madrid, 2005, págs. 94 y 95.
253
  A. González Troyano, La reinvención de un cuadro. Goya y «La Alegoría
de la Constitución de 1812», Abada Editores, Madrid, 2012, especialmente su
sugerente capítulo V, págs. 83-101, donde se recogen las principales
interpretaciones de la obra por parte de la crítica. Ver también F. Calvo
Serraller, La invención del arte español, Galaxia Gutenberg. Círculo de
Lectores, Barcelona, 2013, págs. 21 y ss.
254
  Sobre la significación del árbol, ver M. Mena, «1808. Goya y la
Familia de Carlos IV», en AAVV, La Familia de Carlos IV. Goya, Museo
Nacional del Prado, Madrid, 2002, págs. 100-101: «Al revés que el árbol del
retrato ecuestre (de Carlos IV), él árbol de la alegoría del palacio de Godoy
está caído, constituyendo una imagen sorprendente para una escena que ha
sido entendida, en todas las explicaciones que se han dado hasta la fecha,
como de esperanzadora y renovación (…) La idea del árbol en la compleja
y alambicada Alegoría de la Historia y el Tiempo, no pudo inventarla Goya
solo, sino que debió seguir las instrucciones eruditas de uno de los consejeros
del Príncipe de la Paz. Es posible que, como se ha sugerido más arriba, fuera
Moratín, tan cercano a Godoy, el encargado de proporcionarle las claves
alegóricas de todas estas obras».

151
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Al lado de la imagen de España, de esta ilusionada España


constitucional, y orgullosa de su laureada coronación, Goya
incorpora otras dos figuras acompañantes, siguiendo los mo-
delos de Ripa. La primera, la Historia y la Verdad, que vemos
sentada y desnuda, deseando insistir en su superioridad y
veracidad. La Ilustración es el mejor remedio, no hay duda,
contra la ignorancia, pero no podemos olvidarnos, específica-
mente, del papel docente de la Historia. Esta toma con la
mano derecha una pluma con la que transcribir para los ana-
les el momento gozoso en una página abierta que se apoya en
su brazo: el de Cádiz y su Constitución de 1812. En el suelo
aparecen pisoteadas las normas, ya periclitadas, del Ancien
Régime. La segunda silueta es la de un anciano, asimismo
desnudo, y que simboliza el Tiempo, dotado con unas enormes
y protectoras alas blancas en su espalda, y con un reloj lleno
de arena en su mano izquierda, que afirma la llegada de la
esperanzadora era. Así entendida, «se trataría de un alegoría
de la Constitución española en la que se resalta su bondad,
luz, verdad y libertad, y la importancia del momento histórico
de su adopción» 255.

El estilo de la obra huye de una pincelada perfilada y de


detalle. Los ropajes, de unas figuraciones y otras, vistos de
cerca, no pasan de ser expresivas, sí, pero al tiempo, amorfas
manchas de color. Una pintura, en suma, brava y vibrante.
Mientras, el llamativo blanco de la vestimenta de la efigie de
España contrasta con los negros, ocres, verdes, oscuros y ma-
rrones de las ropas, del suelo y del fondo de la composición,
con los que convive en equilibrada armonía. La representación
goyesca entra así, de bruces, en el poético ámbito de la alego-
ría y hasta de la poesía.

Es una imagen que trasciende pues los nombres y los sujetos


participantes en aquellos años de «reconstrucción nacional».
No estamos ante un retrato físico, con personas con nombre
255
  López Torrijos, op. cit., pág. 16. Ver también sobre las diferentes
interpretaciones, Morales y Marín, op. cit., pág. 250.

152
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

y apellidos, ya sean públicas o privadas, sino ante un ejercicio


espiritual en pos de la verdad. Una verdad que «se viste e
inviste de Constitución» 256. De la verdad pictórica que habita,
gracias al genial pincel del artista, con la verdad jurídica. La
verdad poliédrica que consagra la Constitución de 1812.

256
  S. Amón, «Goya y La Pepa», en Diario 16, 24 de marzo de 1987.

153
V
LA CONSTITUCIÓN DE 1876.
UN MODERADO EQUILIBRIO
ENTRE LA MONARQUÍA Y LAS CORTES

A) EL MESURADO TIEMPO DE LA


RESTAURACIÓN

E
l conmocionado discurrir de nuestra historia constitu-
cional decimonónica, que arranca con el afligido devenir
de la Constitución de Cádiz —con sus derogaciones,
pronunciamientos y restablecimientos—, continúa su crispado
curso en los años venideros, con su pléyade de sobresaltos po-
líticos, y como no podía ser menos, asimismo constitucionales.
Las Constituciones venideras, el Estatuto Real de 1834 y las
Constituciones de 1845 y 1869, se conforman además como
textos de bandería y facción, Constituciones de partido y frac-
ción, ya fueran de perfil conservador o de sesgo liberal, exclu-
yendo, y nunca incluyendo, las diferentes opciones y sensibili-
dades políticas 257; solo la Constitución de 1837 era, en cierta

  En este sentido J. de Esteban, Tratado de Derecho Constitucional, t. I,


257

Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 1994, pág. 35,


describe el excesivo valor ideológico de las Constituciones en nuestra historia
constitucional: «A lo largo del siglo xix español las Constituciones no van
a ser sino Constituciones de partidos o fracciones. La razón inmediata de
tal peculiaridad se debía a que no solo comportaban diferencias en cuanto a

155
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

manera, un intento de síntesis conciliadora. Todas ellas disfru-


tan de no irrelevantes contenidos y de cierta significativa in-
fluencia en el constitucionalismo postrero, pero ni lograron
estabilizar una ordenación política coparticipada, ni tampoco
gozaron de una representación artística descollante. Hay, claro
que sí, variadísimos retratos de Estado, escenas sociales y po-
líticas de sus momentos más destacados, estampas y grabados
de sus principales prebostes 258, pero no tuvieron la fortuna de
haber contado con quién las inmortalizara. Sí la tiene, en cam-
bio, la Constitución de 1876. Se trata de La Jura de la Consti-
tución por S.M. la Reina Regente Doña María Cristina (1897,
Palacio del Senado, Madrid), de Joaquín Sorolla y Bastida.
Aunque no reproduce ni el momento de su elaboración, ni el
de su promulgación, ni tampoco el del juramento del entonces
rey, el joven Alfonso XII, sino un hecho posterior: el del jura-
mento de la Reina regente María Cristina de Habsburgo-Lo-
rena durante la minoría de edad de Alfonso XIII.

El pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagun-


to con dos batallones de infantería, un 29 de diciembre
de 1874, proclamando rey de España a Alfonso XII 259, hijo
de la exiliada Isabel II —que había abdicado en favor de su

las metas de gobierno, sino también divergencias en lo que se refiere a


materias estrictamente constitucionales».
  Véase, como ejemplo de lo señalado, el excelente conjunto de retratos
258

de que disponen el Congreso de los Diputados y el Senado, recogidos en


A. Salvá, Colecciones artísticas del Congreso de los Diputados, Madrid, 1997,
págs. 95 y ss. y AAVV, El arte en el Senado, Madrid, 1999, págs. 97 y ss.
  J. Tomás Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español,
259

Planeta, Barcelona, 1976, pág. 111, explica las razones de la fácil asunción
de la propuesta de restauración de Cánovas del Castillo: «La proclamación
consiguió aceptación inmediata y generalizada; prácticamente solo se
opusieron a ella los carlistas y los republicanos recalcitrantes. Tal aceptación
se explica por varias razones ligadas entre sí: la extenuación del país después
de tantos cambios y anarquía; el deseo de acabar con el continuo y progresivo
desorden desencadenado a raíz de la revolución del 68; la necesidad de poner
fin a una situación —la del General Serrano al frente del Estado— que se

156
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

hijo en junio de 1870—, ponía término a una compleja si-


tuación, tras la liquidación de las Cortes republicanas por el
general Pavía en los primeros días de 1874  260. Ya dos días
antes, el 27 de diciembre, el militar gaditano había remitido
una carta a Cánovas, donde le manifestaba haber iniciado los
trámites para el regreso del futuro Alfonso XII. Aunque el
político malagueño hubiese preferido desde luego una restau-
ración tranquila, sin tener que sufrir un abrupto pronuncia-
miento. Cánovas pasaría directamente, sin solución de conti-
nuidad, del Gobierno Civil de Madrid, a donde había sido
enviado, al ser considerado el ideólogo del alzamiento, al
Ejecutivo. La designación en su día del general Serrano como
Presidente del Ejecutivo y la extraña situación creada —al
tiempo que se restablecía la Constitución de 1869, se dejaba
en suspenso—, no dejaba lugar a la duda: se trataba, sin más,
de una medida transitoria. El desenlace final vendría pues de
la mano de la Restauración, superado el ritmo vertiginoso del
sexenio de 1868-1874, que todavía «hoy nos produce una
sensación de absoluta normalidad, de placidez en la sucesión
de acontecimientos, de estabilidad en la política, en la socie-
dad, en las instituciones, como no se había operado en ningún
otro momento de la centuria» 261.

juzgaba interina e inestable; la simpatía suscitada por la figura lejana, pero


juvenil y atrayente del nuevo rey…»
260
  J. Solé Tura y E. Aja, Constituciones y periodos constituyentes en
España (1808-1936), Siglo XXI Editores, 7.ª ed., Madrid, 1980, pág. 68,
señala cómo el pronunciamiento de Pavía «traduce manu militari, el re-
chazo de las clases dominantes hacía la I República, manifestado ya por
el retraimiento. El cantonalismo, las guerras cubanas y carlistas, los pro-
blemas económico-sociales y, en general, la debilidad política del régimen
republicano, que en la etapa de Castelar había subsistido gracias a la
suspensión de garantías, muestran las contradicciones de las fuerzas que
iniciaron la revolución en 1868, y su incapacidad para consolidar un sis-
tema democrático».
261
  L. Suárez y J. L. Comellas, Breve Historia de los españoles, Ariel,
Barcelona, 2006, pág. 320.

157
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

B) CÁNOVAS Y SU OBRA MAS PRECIADA:


LA CONSTITUCIÓN DE 1876

1)  Elaboración y significado político

En este contexto político y constitucional emerge la gigantesca


figura del malagueño, artífice material de la Restauración 262, y por
ende, impulsor decidido de su síntesis jurídica: la Constitución
de 1876. Cánovas fue, sin duda, «su motor y cerebro» 263. Nuestro
hombre había practicado, señala Tomás Villarroya, «una política
hábil, paciente y pragmática que había preparado los caminos de
la Restauración conciliando voluntades, apagando recelos y di-
fundiendo en amplios estratos del país la esperanza de que una
monarquía renovada y conciliadora podría traer consigo la paz y
el descanso que tanto necesitaba España» 264. Eso sí, su año y
medio de gobierno, como Ministro-Regencia (de diciembre
de 1874 hasta la llegada del nuevo rey), estuvo marcado por
incuestionables luces, como su destreza para poner las bases de
una futura ordenación política consensuada, con la salvedad de
las fuerzas obreras y republicanas, pero también no pocas sombras:
la suspensión de los derechos políticos, la anulación del juicio por
jurado, la supresión de la libertad de cátedra, la derogación del
matrimonio civil y la vuelta a una dura censura 265.

La Constitución tuvo un proceso de gestación bastante particu­


lar 266. En cuanto la situación social y política lo hizo posible,
262
  El proceso político será explicado por el propio Cánovas en los
siguientes términos: «La Revolución de 1868 fue ocasionada por la división
del partido monárquico; los unos se quedaron del lado de acá de Alcolea,
los otros se pasaron del lado de allá. Por eso, todos los esfuerzos se dirigieron
a conciliar a todos lo monárquicos, y cuando lo conseguí, no llamé
Restauración a la Contrarrevolución, sino Conciliación».
263
  F. Tomás y Valiente, «Manual de Historia del Derecho», en Obras
Completas, t. II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997,
pág. 1388.
264
 Tomás Villlaroya, op. cit., pág. 111.
265
  Por todos, Solé Turá y Aja, op. cit., pág. 69.
266
  Un examen detallado del particular modo de su elaboración, en
J. Becker, La reforma constitucional en España, Madrid, 1923, capítulo X,

158
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

todo alzamiento provoca siempre un tiempo de lógica incerti-


dumbre, Cánovas asumió el desafío de iniciar el proceso de
elaboración de una futura Norma fundamental que regulase los
poderes del Estado y los derechos y libertades de los ciudada-
nos. Ahora bien, el entorno político era problemático. Los
antiguos moderados anhelaban el restablecimiento de la Cons-
titución de 1845, mientras los nuevos constitucionales añoraban
la vuelta a la democrática Constitución de 1869. Ante esta
tesitura Cánovas interiorizó en seguida dos exigencias: prime-
ra, que dadas las antagónicas posiciones existentes, la solución
más conveniente, en pos de la conciliación y concordia 267, era
la redacción de un nuevo texto constitucional; y, segunda, que
la Constitución, a causa de las posiciones enfrentadas y las
desconfianzas latentes, debía de ser obra del más nutrido y
representativo elenco de políticos, de toda ideología y condición,
interesados —según su criterio moderado— en la normación
pacífica y libre de la vida nacional. Y a tal efecto se constituyó
un grupo de notables, en número de 579, formado por dipu-
tados y senadores que habían desarrollado su actividad pública
en los últimos treinta años de la historia española, y que acep-
taban las conservadoras ideas canovistas 268. Pronto se designa-
ba en su seno una más operativa Comisión, formada por 39
miembros (Comisión de Notables), presidida por Alonso Mar-
tínez, y después una Subcomisión, aún más reducida e integra-
da por 9 personas.

págs. 257 y ss. y J. M. Vallés i Casevall, «Un proceso constituyente especial:


la génesis de la Constitución española de 1876», en Revista Jurídica de
Cataluña, n.º 1, Barcelona, 1977, págs. 27 y ss.
267
  J. Arcenegui, Síntesis histórica del constitucionalismo español, Ediciones
Beramar, Madrid, 1988, pág. 85.
268
  El discurso de apertura del Presidente de la Comisión lo enuncia con
toda claridad: «El objeto de la reunión no es ni puede ser discutir la
monarquía y la dinastía de Alfonso XII; estos son objetos que están fuera
de la discusión siempre, y que todos nosotros tenemos reconocidos sincera
y lealmente. Nos reunimos aquí, pues, según la convocatoria, para tratar de
establecer las bases de una legalidad común, afianzar el trono y la dinastía
de Alfonso XII y restablecer el régimen tradicional…»

159
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Tras acordarse por unanimidad las líneas que habían de


definir la futura Ley fundamental —el refrendo de la posición
institucional del rey Alfonso XII, la preservación simultánea
del orden público y de la libertad, el respaldo expreso al
funcionamiento de las instituciones parlamentarias y la fija-
ción de una ineludible legalidad constitucional común—, la
Comisión de Notables formuló pronto los principios básicos
de la Constitución. Aunque, no hay duda: es el propio Cá-
novas del Castillo quien no solamente animó ininterrumpi-
damente el hacer de los parlamentarios, sino el principalísi-
mo ideólogo de sus postulados y valores básicos. Lo que
facilitó a la postre la asunción por el gobierno, desde un
primer instante y sin dificultades, del texto redactado y su
inmediata remisión para su estudio y aprobación a las Cortes.
Era el «momento —dirá irónicamente Varela Ortega—, de
los amigos políticos». La Constitución de 1876 será de este
modo una Constitución de pacto, «pero ¡cuidado con esa
expresión!, porque hay pactos y pactos, está el pacto de Faus-
to con el diablo, y hay pactos entre amigos (…) es un pacto
establecido con una minúscula clase política, residente en
Madrid (…) y la Monarquía; pacto que reviste la fórmula
jurídica propia de los doctrinarios, de los moderados, esto es,
que el Rey junto con las Cortes (…) elaboran y promulgan
la Constitución» 269.

Las elecciones a Cortes constituyentes acabaron celebrándose,


ante las reticencias del malagueño a la universalización del
sufragio establecido por la Constitución de 1869, y, en parti-
cular, en la Ley electoral de 20 de agosto de 1871. El Decre-
to de 31 de diciembre de 1875 convocaba los comicios gene-
rales, que se celebraban tres semanas después, entre el 20 de
enero y el 15 de febrero. Unas elecciones que no despertaron
especial interés y que contaron con una baja participación. Pero
lo importante se había logrado: la legalidad constitucional se
había resguardado, al tiempo que asegurado la involucración de

  F. Tomás y Valiente, «Un siglo de apertura constitucional de España:


269

1878-1978», en Obras Completas, t. V, op. cit., págs. 3921-3922.

160
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

al menos parte de la ciudadanía en el venidero proceso cons-


tituyente. El 15 de febrero Alfonso XII pronunciaba el discur-
so, escrito por el mismo Cánovas, de apertura de las Cortes:
«en la obra de pacificación y reconstitución, que Dios nos
tiene a todos encomendada, nadie debería renunciar «a sus
aspiraciones doctrinales». Antes, el rey se había ya dirigido a
los españoles desde Sandhurst (Inglaterra), manifestando su
firme voluntad de servicio a España y su disposición, si era
requerido, para gobernar de forma liberal y con el acuerdo de
las Cortes. El anhelado momento, debió pensar el joven mo-
narca, se había hecho realidad. Nada más constituirse las Cá-
maras constituyentes, se formó 270 una Comisión en el Congre-
so constituida por siete miembros para determinar el proyecto,
presidida otra vez por Alonso Martínez, que se aprobaría el 24
de mayo. El día 22 de junio, un mes después, lo hacía el Se-
nado. El 30 de junio se promulgaba la Constitución, siendo
publicada el 2 de julio 271.

2) Sus principios y rasgos definitorios. La idea canovista


de la «Constitución interna»

Aquí nos vamos a centrar en aquellas características generales


de la Constitución 272, por lo demás muy diversamente valorada
270
  Un examen detallado más reciente del iter constitucional en J. Varela
Suanzes-Carpegna, La Constitución de 1876, Iustel, Madrid, 2009, págs. 39
y ss.
271
  Puede decirse que, con la salvedad del artículo 11, que regulaba la
confesionalidad el Estado —«La religión Católica, Apostólica y Romana, es
la del Estado. La Nación obliga a mantener el culto y sus ministros», al
tiempo que permitía una situación de libertad de cultos —«Nadie será mo-
lestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio
de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana—», los
demás preceptos no fueron objeto de controvertida discusión.
272
 Ver, por ejemplo, el estudio de E. Álvarez Conde, «La Constitución
española de 30 de junio de 1876: cuestiones previas», en Revista de Estudios
Políticos, mayo de 1978, págs. 79-99, con un examen detallado de su génesis,
sus caracteres básicos y los partidos políticos del momento. Sobre la

161
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

por la doctrina 273, y en los aspectos que se vislumbran en el


excelente cuadro de Sorolla, pues un examen pormenorizado
desborda obviamente estas reflexiones. Y a tal efecto, hemos de
remarcar dos realidades. La primera, de naturaleza fundacional:
la Constitución de 1876 «supone ya, finalmente, la implantación
del sistema constitucional» 274. Este se definía, fundamentalmen-
te, sobre tres principios: una monarquía de perfiles constitucio-
nales encarnada en los postulados históricos de la dinastía
tradicional, la consagración de un gobierno constitucional de
corte europeo y un sistema legal que trataba de conciliar la
libertad y la seguridad 275. La segunda, de orden más concreto:
la naturaleza pactada, entre el Rey y las Cortes, de la soberanía.

Restauración y la Constitución de 1876, ver J. J. Rodríguez González y


E. Álvarez Conde, «Repertorio bibliográfico sobre la Restauración», en
Revista de Derecho Político, n.º 8, invierno de 1981, págs. 266-295.
273
  Prueba del interés despertado por la Constitución de 1876 son, por
ejemplo, los números monográficos dedicados en los Anales de la Real Aca-
demia de Jurisprudencia y Legislación, n.º 4, extraordinario, 1976, y un poco
más tarde, el de la Revista de Derecho Político, UNED, invierno, 1982. Aun-
que la valoración de la Constitución es bien diversa. Algunos, como
M. Fraga, «Cánovas o el compromiso de la reconciliación», en Anales, op. cit.,
pág. 97, la ensalzan abiertamente: «De aquí su gran mensaje, válido para
todos los tiempos, y por supuesto para la España de hoy: buscar un consen-
so básico en lo fundamental, y a la vez un aplazamiento de las cuestiones
de programa; todo ello basado en una razonable credibilidad de las institu-
ciones y en una sólida autoridad en la conducción del tránsito». Por el
contrario, J. Varela Suanzes-Carpegna, Política y Constitución en España
(1808-1978), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007,
pág. 520, realiza una dura crítica de la misma: «A diferencia de la Consti-
tución británica, tan admirada por el político malagueño, la española
de 1876 no sirvió para regular los poderes del Estado ni para asegurar los
derechos de los españoles. Y no solo por carecer de eficacia normativa (…),
sino porque al margen de ella se desarrollaron a lo largo de casi medio
siglo de vigencia unas convenciones o prácticas políticas (como el «turno»
de los partidos y la manipulación de las elecciones) que en buena medida
la desvirtuaban».
274
  B. Clavero, Evolución histórica del constitucionalismo español, Tecnos,
Madrid, 1994, pág. 97.
275
  C. Núñez Rivero y R. M. Martínez Segarra, Historia constitucional
española, Universitas, Madrid, 1997, pág. 175.

162
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Aparece así la noción canovista de la «Constitución interna»,


que consiste, en esencia, en «asumir una soberanía compartida
entre el principio monárquico, como algo preexistente, y la
institución secular de las Cortes» 276. La fórmula escogida para
enunciar su promulgación, en la línea de la Constitución
de 1845, lo testimonia con claridad: «Don Alfonso XII, por la
gracia de Dios, Rey constitucional de España; a todos los que
las presentes vieran y entendieran, sabed: Que en unión y de
acuerdo con las Cortes del Reino actualmente, hemos venido
a decretar y sancionar la siguiente: Constitución de la Monar-
quía española». Nos hallamos por tanto, recapitula de Esteban,
ante la «verdadera cuestión interna de España» 277.

De esta suerte, se regresaba a la concepción tradicional de la


soberanía compartida, recogida en Estatuto Real de 1834 y en
la Constitución de 1845, olvidando las regulaciones progresis-
tas de las Constituciones de 1812 (artículo 3) y 1869 (artícu-
lo 32), que la incardinaban «esencialmente en la Nación». La
jugada política de Cánovas era habilidosa, pues aseguraba, por
un lado, la intangibilidad de la figura del rey, y por otro, aun-
que reconocía una soberanía coparticipada entre éste y las
Cortes, le quitaba a esta «toda su carga renovadora o revolu-
cionaria al definir la nación como algo que se define en función
del pasado, de manera que resulta ser el elemento estabilizador
del pasado» 278. El malagueño era por tanto flexible —como la
Constitución británica que tanto admiraba— y posibilista, pues
«decía no oponerse a la soberanía nacional, pero la matizaba
diciendo que la legitimidad monárquica era histórica y no
dependía de la Constitución» 279.
276
  J. F. Merino Merchán, Regímenes históricos españoles, Tecnos,
Madrid, 1988, págs. 156-157.
277
  J. de Esteban, Las Constituciones de España, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 3.ª ed., Madrid, 2012, pág. 38.
278
 M. Fraile Clivillés, Introducción al Derecho constitucional español, Suc.
De Rivadeneyra, Madrid, 1975, pág. 299.
279
 A. Torres del Moral, Constitucionalismo histórico español, Facultad de
Derecho de la Universidad Complutense, 5.ª ed., Madrid, 2004, pág. 142.

163
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

La razón se encontraba, como señala nuevamente Tomás Vi-


llarroya, en la especialísima configuración de la monarquía que,
de acuerdo con el parecer de Cánovas del Castillo 280, y dentro
del ideario del liberalismo doctrinario  281, no «era una mera
forma de gobierno, sino la médula misma del Estado español
(…) una instancia prefigurada por la historia nacional». La
Corona representaba «una legitimidad situada por encima de
las determinaciones legislativas, tanto de carácter ordinario como
constitucional»  282. Por ello, dirá Sánchez Agesta, «Cánovas
exige que los poderes y la existencia de la institución monár-
quica queden al margen de la deliberación constituyente». De
este modo, mientras que la Constitución interna define una
monarquía hereditaria representativa, y el articulado de la
Constitución, una monarquía constitucional, hay una Consti-
tución consuetudinaria que se asienta en una variedad del
convencional régimen parlamentario británico 283. Pero no de
una monarquía cualquiera 284, sino de una monarquía sustanti-
280
  La mejor obra sobre el político malagueño sigue siendo quizás la de M.
Fernández Almagro, Cánovas, su vida y su política, Madrid, Tebas, 1972. Más
recientemente, C. Dardé, Cánovas y el liberalismo conservador, Faes, Madrid, 2013.
281
  Ver el capítulo dedicado a Cánovas y su obra en L. Díez del Corral,
«El liberalismo doctrinario», en Obras Completas, t. I, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2013, págs. 446 y ss.
282
 Tomás Villarroya, op. cit., pág. 122.
283
 L. Sánchez Agesta, Historia del constitucionalismo español, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, pág. 309. En palabras que se
recogen del político malagueño, «La Monarquía constitucional definitivamente
establecida en España desde hace tiempo, no necesita, no depende ni puede
depender, directa ni indirectamente, del voto de estas Cortes, sino que estas
Cortes dependen en su existencia del uso de su prerrogativa constitucional,
porque el interés de la patria está unido de tal manera por la historia pasada
y por la historia contemporánea a la suerte de la actual dinastía, al principio
hereditario, que no hay, que es imposible que tengamos ya patria sin nuestra
dinastía».
284
  De la caracterización tradicional de la institución monárquica, la
Constitución recogía la configuración y las atribuciones clásicas asentadas en
nuestro derecho histórico: «la inviolabilidad del Rey; la potestad compartida
con las Cortes de legislar; la de sancionar y promulgar las leyes; la de
hacerlas ejecutar en todo el Reino; el mando supremo de las fuerzas armadas;
la designación de los ministros responsables; el nombramiento de los

164
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

vamente adjetivada: la ya incipiente monarquía constitucional


y parlamentaria, donde serán los ministros los que profesan de
facto las competencias regias, presentándose además como res-
ponsables políticos ante las Cortes 285.

Se fue perfilando así un sistema de doble confianza fundada


en la pertinencia de contar con la simultánea fiducia del Mo-
narca y de las Cortes  286, aunque la prematura muerte de
Alfonso XII, y la necesidad de apuntalar la institución mo-
nárquica, llevó a la formalización entre Cánovas —hay dos
retratos, entre otros muchos, de 1896, de Ricardo de Madra-
zo y Garreta, Congreso de los Diputados y Senado, Madrid)—
y Sagasta —por ejemplo, los de Ignacio Suárez Llanos (1878)
y Casado del Alisal (1884), también en el Congreso; asimis-
mo existe en la Cámara baja un buen busto de Mariano
Benlliure (1902)— del denominado Pacto del Pardo. Con él
se asentaba el principio de turno de partidos o de relevo en
el poder.

De la época podemos traer a colación seis obras, si bien me-


nores, que reseñan la actividad parlamentaria de entonces: Sala
de Conferencias del Senado en 1904 (1904, Senado), El acta de
la sesión anterior: Salón de sesiones del Senado en 1906 (1906,
Senado), Salón de la presidencia del Senado (1905, Senado),
Apertura de las Cortes en el año de 1919 (1919, Senado) y Lec-
tura de un proyecto de ley en el Salón de Sesiones (1908) del
pintor Asterio Mañanós y Martínez, y Escena parlamentaria en

funcionarios públicos; la concesión de honores, dignidades y distinciones y


recompensas; las declaraciones de guerra; los tratados de paz; la acuñación
de moneda y todos aquellas inherentes a la autoridad real» (Tomás Villarroya,
op. cit., págs. 125-126).
285
  Ver, por ejemplo, P. González-Trevijano, El refrendo, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, págs. 85-86.
286
  Un examen funcional de los distintos poderes en F. J. García
Fernández y E. Espín Templado, Esquemas del constitucionalismo español
«1808-1976», dirección y estudio preliminar de Jorge de Esteban, Facultad
de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 1976, págs. 84 y 85.

165
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

el hemiciclo de Eugenio Lucas Velázquez (las dos últimas en el


Congreso de los Diputados).

Ahora bien, mientras que durante el breve reinado de Alfon-


so XII y el de la ejemplar regencia de la Reina María Cristi-
na, ambos fueron escrupulosos en la preservación de la «neu-
tralidad política», las cada vez más frecuentes y desafortunadas
intromisiones de Alfonso  XIII minaron irreversiblemente el
prestigio y el futuro de la Corona.

3) 
Jura de la Constitución por S. M. la Reina Regente
Doña María Cristina, de Joaquín Sorolla y Bastida

Pues bien, la mejor obra de la Constitución de 1876 es la de


Joaquín Sorolla 287, Jura de la Constitución por S. M. la Reina
Regente Doña María Cristina (1897, Senado, Madrid), que se
ha convertido, tanto en los estudios propiamente constitucio-
nales 288, como en los específicos de historia 289, y más concreta-
mente en los de historia del arte 290, en un referente visual
impagable sobre la Restauración, y en particular sobre la Cons-
titución canovista. Además, y como afirma Calvo Serraller, «la
vida del célebre pintor valenciano parece haberse troquelado
cronológicamente casi con las fechas de origen y final de la
época de la Restauración, pues, si bien su nacimiento se ade-
lantó unos pocos años a la restauración de la dinastía borbó-
nica en el trono español con Alfonso XII, toda su trayectoria
287
  El pintor había realizado antes tres lienzos encuadrables dentro de la
pintura de historia: El 2 de mayo de 1808, El grito del Palleter y El padre
Jofré protegiendo a un loco. Ver al respecto F. Garín y F. Tomás, Joaquín So-
rolla (1863-1923), Tf Editores, Madrid, 2006, págs. 74-78.
288
 Tomás Villarroya, op. cit., pág. 124.
289
  F. García de Cortázar, Historia del arte desde España, Planeta,
Barcelona, 2007, pág. 454. Antes, sobre la pintura en tiempos de Isabel II,
ver J. L. Díez García, «La pintura isabelina. Arte y Política», Discurso de
ingeso en la Real Academia de la Historia, 2010.
290
  F. Calvo Serraller, en J. P. Fusi y F. Calvo Serraller, El espejo del tiempo.
La historia y el arte en España, Taurus, Madrid, 2012, págs. 292-294.

166
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

histórica discurrió durante ese largo periodo de concordia


política, muy excepcional en la historia política de España del
siglo xix» 291.

El cuadro tuvo no obstante una gestación no exenta de singu-


laridades y bandazos. El lienzo fue inicialmente encargado
en 1886 al ya varias veces pintor reseñado en estas páginas, José
Casado del Alisal, uno de los indiscutibles maestros de nuestra
pintura de historia. Su inesperado fallecimiento a los pocos
meses (octubre de 1886) hizo que la encomienda pasara a ma-
nos de su discípulo Francisco Jover y Casanova —quién cobra-
ría 10.000 pesetas de adelanto—, pero que moriría también
antes de finalizarlo (19 de febrero de 1890). Ello obligó a que
la Comisión de Gobierno Interior del Senado tuviera, en reunión
celebrada el 8 de marzo, que escoger otra vez «la persona que
debería encargarse de la terminación del cuadro» 292. Por unani-
midad, la Comisión acordó conceder el trabajo a nuestro artis-
ta. Aunque este tardó mucho tiempo, como atestigua un reque-
rimiento de la Cámara, el 21 de diciembre de 1893, para que
procediera a su finalización en el plazo de seis meses. Sorolla
pediría, en el mes de mayo del año siguiente, una prórroga de
otros seis meses, pero no fue entregado hasta 1898, tres años
más tarde. En cuanto al hacer de Francisco Jover, no pasó de
ser un boceto, del que el pintor valenciano aprovechó el fondo
arquitectónico y la ordenación de algunas de las figuras. Lo que
le llevó a Sorolla a calificar exageradamente la obra de «remien-
291
  Ibidem.
292
 Para un conocimiento detallado de la historia y avatares del cuadro,
ver la completa y excelente ficha de P. Miguel Egea, que aquí seguimos en
el texto, en El Arte en el Senado, op. cit., págs. 338-340. Se presentaron, se
nos recuerda, tres propuestas: «1. Del Sr. D. Enrique Serrano Fatigat, her-
mano político del Sr. D. Francisco Jover, participando el fallecimiento de este
señor y que en sus últimos momentos designó a su antiguo discípulo D.
Joaquín Sorolla como el artista que mejor puede acabar la obra indicada. 2.
Del pintor de historia D. Luis Herreros de Tejada ofreciéndose a terminar
el cuadro por las 15. 000 pesetas que le restan por recibir al difunto Sr.
Jover. 3. Del Sr. D. Emilio Nieto recomendando al pintor D. Serafín Mar-
tínez Rincón para la ejecución del cuadro La jura de la Reina Regente».

167
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

do enojoso». La presentación fue, sin embargo, todo un éxito


de público y crítica, recomendando el Senado al Gobierno que
concediera al artista una merecida distinción honorífica 293.

El lienzo irradia todos los rasgos genuinos del pintor medite-


rráneo que le hacen fácilmente reconocible. A pesar de no ser
un cuadro plenairista, sino interiorista, pues reproduce el am-
biente cerrado del Salón de Plenos del Congreso de los Dipu-
tados, «Sorolla se palpa en todas partes, en el impresionismo
desbordado de las tribunas del público, en ese instantismo refle-
jado en los dorados y en los destellos». Y una protagonista in-
veterada de sus obras: la luz. Aunque, en la presente ocasión,
«no es la luz del sol del iluminismo sorollesco, sino una luz
interior que se recibe y se rebota en un solo instante en objetos
y personas que a la vez iluminan y son iluminados. Es la luz de
la pintura, nacida de la pintura misma, que consigue plasmar
una escena, quizá no como fue, sino como será para siempre» 294.
¿Será esta la razón por la que pintó todos los candelabros de las
paredes del hemiciclo apagados? Quizás debió pensar: ¡la luz la
engendro yo! No necesito de otras ayudas artificiales y externas.

Los rasgos y elementos político-constitucionales que explicita


magistralmente Sorolla 295 son fundamentalmente tres.

Primero. La pintura expresa la representación de un sobresa-


liente acto de Estado: el juramento por la Reina regente de la
Constitución, al tiempo que es un pormenorizado retrato oficial

293
  Una de las obras más conocidas y exhaustivas sobre el pintor es la B.
Pons-Sorolla, Joaquín Sorolla. Vida y obra, Fundación de Apoyo a la Historia
del Arte Hispánico, Madrid, 2001, aunque curiosamente no se detiene par-
ticularizadamente en nuestra pintura.
294
 F. Gabriel Elorriaga, Arte y Política. Artistas Valencianos en el Senado,
Diseñarte, Valencia, 2005, pág. 82.
295
  B. de Pantorba, «Sorolla y la Familia real española», en Blanco y Negro,
n.º 2658, 13 de abril de 1963, pág. 21, fecha el presente encargo como el
punto de conexión del pintor con la Corona y, en concreto, con el futuro
Alfonso XIII.

168
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

de los asistentes y participantes principales. El cuadro recoge


el ambiente solemne de la jura de la Constitución, por la pre-
matura muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885, por
parte de la Reina María Cristina de Habsburgo —embarazada
del futuro Alfonso XIII—, de acuerdo con lo dispuesto en su
artícu­lo 67 (Título VIII. De la menor edad del Rey y de la Re-
gencia) 296. Se daba de esta forma cumplimiento a la prescripción
prevista en el artículo 69: «El Regente prestará ante las Cortes
el juramento de ser fiel al Rey menor y de guardar la Consti-
tución y las leyes». Antes de la ceremonia, la reina María
Cristina ya había jurado no obstante fidelidad ante el Gobier-
no el 27 de noviembre. El juramento ante las Cortes se pro-
duce pues unos días después: el 30 de noviembre a las dos de
la tarde.

El acto goza, dada su trascendencia institucional, y como im-


ponía la ocasión, de la máxima pompa y etiqueta. Cánovas
pronunciaba las siguientes palabras: «Señora, dígnese V.M.
reiterar ante las Cortes el juramento que, ante el Consejo de
Ministros, ha prestado ya con arreglo al artículo 69 de la Cons-
titución». La contestación de la Reina fue por su parte: «Juro
por Dios y por los Santos Evangelios ser fiel al Heredero de
la Corona en la minoría de edad, y guardar la Constitución y
las Leyes. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no, me
lo demande». Concluido el testimonio, Cánovas enunciaba unas
palabras al público asistente: «Las Cortes han presenciado y
oído el juramento que S. M. la Reina regente acaba de reiterar,
de ser fiel al legítimo sucesor de D. Alfonso XII (Q.D.H.) y
de guardar la Constitución y las leyes».

El juramento de lealtad se produce en el Salón de Plenos del


Congreso, con la presencia de diputados, senadores y miembros
del Consejo de Ministros, a cuya cabeza se encuentra Práxedes
Mateo Sagasta, resaltándose el papel, en su condición de Pre-
296
  Del acto hay una pormenorizada obrita, con alguna diferencia en la
reproducción al natural, de Juan Comba García, discípulo de Eduardo
Rosales, dibujante, ilustrador, pintor y fotógrafo.

169
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

sidente del Congreso, de Cánovas del Castillo, que sujeta con


sus dos manos firmemente las Sagradas Escrituras. A Cánovas
acompañan los dos Secretarios de las Cortes más antiguos. La
Reina, erguida, llena de dolor pero con dignidad, y de riguro-
so negro, elevada sobre un escalón, apoya su mano derecha
abierta en el Libro Sagrado. La Regente aparece con sus dos
hijas menores: la Infanta María de las Mercedes, la entonces
Princesa de Asturias a su derecha, y María Teresa, a la izquier-
da, que también van de negro. Detrás de ella, figuran sus damas
de compañía, los jefes de Palacio y dos maceros, que según la
tradición protocolaria, escoltaron su entrada y salida en el Pa-
lacio de las Cortes. Asimismo están retratadas, intensificando
el carácter emotivo de la escena, las dos hermanas del fallecido
Alfonso XII: Doña Isabel y Doña Eulalia, a cuyo lado se halla
el Infante Don Antonio de Orleáns.

Junto a los mencionados actores, Sorolla reproduce también al


general Martínez Campos, en compañía de otros distinguidos
miembros de la carrera militar. El público se encuentra, como
es regla en tales acontecimientos, de pie. Los retratados, se ha
dicho, «empezando por la figura de la Reina, es una brillante
demostración de la aptitud de Sorolla en este género, en el que
consiguió aunar la observación precisa del modelo, que estu-
diaba del natural, con el sentido escénico del conjunto, vivaz y
animado aunque todos lo personajes estuvieran quietos» 297.

La Constitución de 1876 disfrutó así, en un escaso periodo de


tiempo, de tres juramentos sucesivos: el juramento del joven
Alfonso XII en el momento inicial de la Restauración; el que
297
 Calvo Serraller, op. cit., pág. 294. Y sigue manifestando: «Un toque
de espontaneidad y de frescura vence el estereotipo y la impostada solemni-
dad que solían estropear este tipo de representaciones históricas, haciéndolas
parecer antiguas todas ellas aunque tratasen de un hecho reciente. Sabe sacar
también Sorolla mucho provecho de la luz, que culebrea por las armaduras
y los vistosos uniformes de gala a la vez que enciende el alfombrado suelo,
contrastando eficazmente con la patética dignidad enlutada de la Reina y las
pequeñas infantas que la flanquean».

170
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

aquí se resalta, el juramento de la Reina Regente durante la


minoría de edad de Alfonso XIII; y, por último, el postrero
juramento de Alfonso XIII, el 17 de mayo de 1902, al alcanzar
la edad de dieciséis años. De este último hay un cuadro de
factura clásica, con el joven monarca de pie, prestando jura-
mento con su mano derecha, y con la asistencia de la Familia
Real y de los más significados políticos del momento, del
pintor Manuel Fernández Carpio (El rey Alfonso XIII jura la
Constitución de 1876). Pero no merece estéticamente una con-
sideración especial.

Segundo. La obra transpira un ambiente de distendida sintonía


entre las Cortes y la Corona. Ésta encarnada, tras el falleci-
miento de Alfonso XII, por la Reina Regente. De alguna
manera se reitera en su discurso narrativo visual el sentido
coparticipado de la soberanía regia y parlamentaria, elemento
nuclear del pensamiento canovista, que había reseñado en su
día la citada fórmula de la promulgación de la Constitución
de 1876: «Don Alfonso XII (…) en unión y de acuerdo con
las Cortes del Reino actualmente, hemos venido a decretar y
sancionar …». La Restauración, parece querer decirse, es una
época de conciliación nacional y de estabilidad política. La
lograda armonía entre la Corona y las Cortes augura una eta-
pa de tranquilidad institucional. El sistema político funciona,
¡qué más podía haber soñado Cánovas!, de forma natural y
engrasada. No existe mejor maridaje político-constitucional que
el de las Cortes con el Rey.

Tercero. El lienzo refleja una imagen ideológica y compositi-


vamente convencional de la forma y de la materialización del
instante del juramento. El pintor valenciano no realiza una
innovación arriesgada de los cánones clásicos en tales actos de
Estado, sino que sigue la estela de representaciones históricas
tanto nacionales como foráneas. La pintura no reproduce, sin
embargo, la presencia del crucifijo en una mesa auxiliar, mien-
tras en otra reposaban los atributos reales (corona y cetro).
Aunque, eso sí, el crucifijo ocupaba en lugar preferente en la

171
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

ceremonia, mientras las Sagradas Escrituras refrendan una de


las ideas definitorias de la Constitución de 1876: el papel pro-
tagónico de la religión católica en el régimen canovista. La
redacción del artículo 11 del Texto constitucional era tajante:
«La religión Católica, Apostólica y Romana, es la del Estado».
Un testimonio indubitado de declarada confesionalidad del
Estado.

Todos los componentes basilares de la Restauración se hacen,


en suma, refinada y entusiásticamente visibles: «La Reina Re-
gente embarazada y sus hijas. La Constitución. Cánovas y
Sagasta, protagonistas operativos del bipartidismo. La continui-
dad biológica. La supremacía jurídica. La alternancia política.
El símbolo, la norma y la práctica de una estabilidad históri-
ca» 298. A Sorolla se lo debemos.

298
  Gabriel Elorriaga, op. cit., pág. 86.

172
VI
LA CONSTITUCIÓN DE 1978.
LA ESPAÑA CONSTITUCIONAL

A) DE LA TRANSICIÓN POLÍTICA


A LA CONSTITUCIÓN DE 1978

L
a Constitución de 1978 es, sin género de dudas, y con
mucho, la más sobresaliente de nuestra historia consti-
tucional. Una Constitución de la que se pueden y deben
decir muchas cosas, y además razonadamente dignas de elogio.
Nuestra Carta Magna nos ha adentrado por la puerta grande,
y además con letras mayúsculas, en la mejor expresión del
Derecho constitucional contemporáneo, al satisfacer los irre-
nunciables presupuestos de cualquier ordenación político-cons-
titucional de verdad: disfruta de los perfiles definidores del
concepto racional normativo de Constitución; goza de natura-
leza jurídica y directamente vinculante para los diferentes
poderes públicos y los ciudadanos; reúne las exigencias de la
Constitución en sentido formal, diferenciador conjunto norma-
tivo al que el poder constituyente atribuyó en su día el lugar
preferente en la estructura de los fuentes del Derecho; y cum-
ple con unos contenidos materiales intangibles: el principio de
separación de poderes y la protección de los derechos funda-
mentales y de las libertades públicas —testimonio de un ám-
bito axiológico irrenunciable, una especie de Derecho natural

173
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

secularizado— en su dimensión sustantiva. Una Constitución,


la de 1978, formulación jurídica y manifestación más depurada
de la Transición Política 299.

B) LA EJEMPLAR LABOR DE LA CORONA.


DON JUAN CARLOS, UN ACTIVO REY
CONSTITUCIONAL

1) De la potestas a la auctoritas. Una monarquía parlamentaria

Una labor constituyente gigantesca frente al carácter semántico


de las Leyes Fundamentales 300, exteriorización normativa de un
régimen autoritario. La Corona, encarnada en la figura de Don
Juan Carlos 301, aparece como decidida impulsora de las ansias
de reconciliación y de modernización de la sociedad española 302,
299
  Sobre ella, por ejemplo, los estudios de R. Carr y J. P. Fusi, España:
de la dictadura a la democracia, Planeta, Barcelona, 1979; J. L. Meilán Gil,
Escritos sobre la Transición política española, Ed. Mayler, Madrid, 1979; J. M.
Maravall, La política de la Transición, 1975-1980, Taurus, Madrid, 1982;
AAVV, La transición española a la democracia, Sistema, n.º 68-69,
noviembre, 1985; R. Morodo, La Transición Política, Tecnos, Madrid, 1984;
R. Montero Romero, El discurso político de la transición española, Ed. C.I.S.,
Madrid, 1984; J. F. Tezanos, R. Cotarelo y A. de Blas, La transición española,
Editorial Sistema, Madrid, 1989; A. Rodríguez Díaz, Transición política y
consolidación constitucional de los partidos políticos, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1989; R. Cotarelo (compilador), Transición política
y consolidación democrática en España (1975-1986), C.I.S., Madrid, 1992; y,
recientemente, con la perspectiva que da el transcurso del tiempo, la excelente
obra de S. Juliá, Transición. Historia de una política española (1978-2017),
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017, págs. 365 y ss.
300
  Sobre las Leyes Fundamentales ver el completo estudio de A. Sánchez
de la Torre, Comentario al Fuero de los Españoles, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 1975.
301
  Para conocer las impresiones del monarca de primera mano en
aquellos años, ver el libro de J. L. Vilallonga, El Rey. Conversaciones con Don
Juan Carlos I de España, Plaza y Janés, Barcelona, 1.ª, 1993, págs. 123 y ss.
302
  En un importante discurso de Don Juan Carlos, el 3 de junio
de 1976, ante el Congreso de los Estados Unidos, afirmó ya su compromiso
de configurar para España una moderna Monarquía parlamentaria: «La

174
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

sabiendo despojarse inteligente y generosamente de las amplí-


simas potestades recibidas 303. Un rey constitucional llamado,
con toda justicia, «el motor del cambio», «el piloto del cam-
bio» 304, «el gran impulsor del establecimiento de la democracia
en España» 305. Un rey que personalizó una Monarquía necesa-
ria 306, actuó como «la bisagra entre el aparato del Estado y las

Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en


España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso
ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos
del pueblo libremente expresados».
303
  Sobre el tema ver A. Menéndez Rexach, La Jefatura del Estado en el
Derecho público español, Instituto Nacional de Administración Pública,
Madrid, 1.ª ed., 1979, págs. 330 y ss.
304
 C. Powell, El piloto del cambio, El rey, la Monarquía y la transición a
la democracia, Planeta, Barcelona, 1991, págs. 19-20, donde afirma: «La
transición a la democracia se llevó a cabo con éxito, entre otros motivos,
porque el rey don Juan Carlos pudo actuar a modo de bisagra entre el pasado
franquista y el futuro democrático (…) Ha hecho fortuna entre nosotros la
definición del rey como «motor del cambio», expresión que fue popularizada
por José María de Areilza en la primavera de 1976. Dadas las dificultades
que por entonces atravesaba el intento de impulsar una reforma en
profundidad «desde arriba», no es extraño que el entonces Ministro de
Asuntos Exteriores viese en el rey la única persona capaz de hacer avanzar
el proceso. Don Juan Carlos actuó sin duda como «motor del cambio» a la
hora de eliminar las resistencias existentes en el seno de lo que quedaba del
régimen franquista. Sin embargo, el rey también tuvo que encauzar, y en
ocasiones resistir, las presiones a favor del cambio que surgían «desde abajo»,
incluidas, no lo olvidemos, las de quienes creían necesario derribarle para
poder iniciar el proceso democratizador. Dada la habilidad con la que sorteó
los icebergs que suponían tanto el inmovilismo de los continuistas como la
impaciencia de los «rupturistas», quizás sea más apropiado referirse al rey
como «el piloto del cambio». Un estudio destacando también el papel del
Rey, en V. Palacio Attard, Juan Carlos I y el advenimiento de la democracia,
Austral, Madrid, 1989.
305
  R. López Vilas y J. M. Nebreda Pérez, La dinastía Borbón. Antecedentes
y protagonismo en la Historia de España. La Familia real española, Veleció
Editores, Madrid, 1.ª ed, 2004, pág. 195.
306
  Este es el título, precisamente, de la obra de T. Burns Marañón,
La Monarquía necesaria. Pasado, presente y futuro de la Corona en España,
Planeta, Barcelona, 2007 (especialmente, en cuanto a su papel durante la
Transición y la elaboración de la Constitución, ver las págs. 150 y ss.)

175
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

auténticas aspiraciones democráticas de la sociedad civil» 307, y


funcionó en la práctica como «un arma de negociación de
todos» 308. Quedaba así probada «la fuerza integradora que un
monarca de la personalidad de don Juan Carlos puede desa-
rrollar en una democracia de partidos pluralista» 309. Una mo-
narquía parlamentaria 310 que, en tanto que símbolo de la uni-
dad y permanencia del Estado, ar bitra y modera el
funcionamiento regular de los poderes públicos 311. Una Corona,
de acuerdo con las palabras de Bagehot 312, que anima, consul-

307
  Expresión de Santiago Carrillo tomada en P. Preston, Juan Carlos el
rey de un pueblo, t. II, Ediciones Folio, Madrid, 2005, págs. 434-435: «Mien-
tras la monarquía respete la Constitución y la soberanía popular, nosotros
respetaremos la monarquía». Posteriormente en «En el xxv aniversario de la
Constitución», en AAVV, Impresiones sobre la Constitución de 1978, director
Sabino Fernández Campo, ICO. Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2005,
pág. 154, señalaría: «Es cierto que al Rey no lo elegimos en las urnas. Pero
la conducta del Rey, devolviendo la soberanía al pueblo y salvando la Cons-
titución el 23 F ha conseguido que un país que no es monárquico pueda
decirse que sea juan carlista».
308
  S. Fernández Campo, «Introducción: la monarquía y el consenso en la
transición política española», en AAVV, Impresiones sobre la Constitución de 1978,
op. cit., pág. 16: «Una de las labores más importantes de aquellos tiempos de
la transición fue la de convencer a las fuerzas políticas entonces surgidas de la
vida pública para que se legalizaran sin cuestionar a la Monarquía en la cual
podía apoyarse la democracia. A su vez, aquellas fuerzas negociaron el obtener
su reconocimiento oficial aportando la admisión de la Corona».
309
  H. Schambeck, «Significación de la Constitución española de 1978»,
en Revista de Estudios Políticos, n.º 14, 1982, pág. 258.
310
  Sobre la configuración constitucional de la Monarquía en España
ver M. Fernández-Fontecha Torres y A. Pérez de Armiñan y de la Serna,
La Monarquía y la Constitución, Civitas, Madrid, 1987, págs. 245 y ss.
También es de reseñar AAVV, Monarquía y Constitución, director Antonio
Torres del Moral, Colex, Madrid, 2000, especialmente los capítulos de I.
Cavero «La Monarquía en el debate constituyente» (págs. 139-150) y A
Fernández-Miranda, «Monarquía y Transición» (págs. 151-158). Es intere-
sante asimismo, desde una perspectiva sin embargo diferente, la obra de G.
Ariño Ortiz, La Corona. Reflexiones en voz baja, Iustel, Madrid, 1.ª ed., 2013.
311
 Ver al respecto, G. Rollnert Liern, El arbitraje y la moderación regios
en la Constitución española, Uiversitat de Valencia, Valencia, 2005.
312
  W. Bagehot, The English Constitution, Oxford University Press,
Londres, 1968, pág. 67.

176
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

ta y previene, sin intromisiones indeseables y proscritas, el buen


uso de los demás poderes del Estado. Un poder neutral que
procede escrupulosamente, fuera de la refriega política, au-des-
sus de la mêlée, y que posee, en consecuencia, auctoritas pero no
potestas. Una magistratura simbólica, integradora y animadora
de las instituciones del Estado, que «reina», en virtud de sus
dignified parts, pero que no «gobierna» 313.

2) La semblanza de un Rey referencial. S. M. El Rey


Don Juan Carlos I, de Pablo Serrano

De entre las muchas representaciones de Don Juan Carlos, con


excelentes retratos de toda la más amplia panoplia de artistas
y estilos (Revello del Toro, Macarrón, Hernán Cortés… hasta
el lienzo de Antonio López (La Familia de Don Juan Carlos, 2014,
Palacio Real, Madrid), queremos reseñar no obstante en primer
lugar la escultura en bronce de Pablo Serrano 314, S. M. El Rey
Don Juan Carlos I (1984, Congreso de los Diputados, Madrid),
perteneciente en su día al grupo El Paso 315, y a su época de-
313
  M. Jiménez de Parga, «El Estatuto del Rey en España y en las
Monarquías europeas», en AAVV, La Corona y la Monarquía parlamentaria
en la Constitución de 1978, (compilación de Pablo Lucas Verdú), Facultad de
Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 1983, pág. 117.
314
  Sobre el artista, por ejemplo, la monografía de E. Westerdahl, La
escultura de Pablo Serrano, Ediciones Polígrafa, Barcelona, 1977, pág. 14: «No
es necesario advertir que Pablo Serrano no ha hecho cuestión principal, a lo
largo de toda su obra, de la tendencias que separan la figuración de la no
figuración. Su posición ha estado siempre fuera de toda convención, de todo
pacto con una tendencia determinada. Esto viene a acusar su gran libertad
que, repetimos, nos es dado ver a lo largo de toda su producción y de sus
más audaces experimentos».
315
  V. Bozal, Summa Artis, Arte del siglo xx en España, Pintura y escultura
1939-1990, t. II, Espasa, Madrid, 1995, pág. 273, recoge la clásica opinión
de Manuel Conde sobre nuestro artista: «Pablo Serrano, el único escultor del
grupo, nos ha demostrado que la línea iniciada por Julio González y
continuada por Chillida, el otro gran escultor español contemporáneo, puede
ser desarrollada con una personalidad, una fuerza expresiva verdaderamente
importantes».

177
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

nominada «el hombre bóveda», la última que realizó el artista


turolense 316. En cierta manera inacabada, por su repentino
fallecimiento, Serrano no tuvo ocasión de conocer la opinión,
como estaba previsto, del propio Don Juan Carlos.

El monarca se reproduce de pie y a tamaño natural, de cuerpo


entero y en posición casi erguida, no exenta de un cierto aspec-
to filiforme, firmando el texto abierto de la Constitución sobre
una mesa, y en actitud de respeto a los cuatro máximos valores
de nuestro Estado social y democrático de Derecho: la libertad,
la igualdad, la justicia y el pluralismo político (artículo 1.1 CE).
Hay un tránsito de recogimiento interior por parte del rey, de
serenidad institucional ante la trascendencia del momento cons-
tituyente. Asistimos, y el monarca lo sabe y valora, a un instan-
te único e irrepetible. No todos los días se sanciona, podríamos
decir, una Constitución. La promulgación de la Carta Magna
de 1978 es un hito indubitado de la más brillante historia mo-
derna de España. Y así debe quedar testimoniado para conoci-
miento de las generaciones posteriores. La ocasión lo merece, y
se toma pues constancia material de ella. Unos valores labrados,
para que perdure la mejor acreditación, en los cuatro extremos
del referenciado pupitre. Don Juan Carlos se asemeja pues a un
Gutenberg moderno, que acoge con manos cariñosas, como un
delicado orfebre, la Carta Magna de la reconciliación y el com-
promiso recíproco de los españoles de convivir en paz y en li-
bertad. En este contexto se ha enfatizado el carácter humanista
del escultor 317 y la tendencia natural del artista al expresionismo,
invistiendo a sus creaciones, como es este caso, de una signifi-
cación emblemática de naturaleza iniciática y moral 318.

316
 Ver su reproducción y comentario en A. Salvá, Colecciones artísticas
del Congreso de los Diputados, Fundación Argentaria, Congreso de los
Diputados, Madrid, 1997, págs. 269-270.
317
  Así, por ejemplo, D. Durán Úcar, «Pablo Serrano: trayectoria
humanista», en AAVV, Pablo Serrano, Arte Español para el Exterior,
Madrid, 2003, págs. 25 y ss.
318
 F. Calvo Serraller, «El lenguaje de las formas puras», en El País, 27
de noviembre de 1985.

178
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

3) La imagen gráfica de un Rey constitucional. El Rey


Don Juan Carlos cumple 70 años, de Antonio Mingote

Aunque la más lograda imagen de don Juan Carlos, como


artífice y animador del cambio político, es un soberbio dibu-
jo del genial humorista gráfico Antonio Mingote, recogido en
la portada del diario ABC, el 6 de diciembre de 2003, con
ocasión de la conmemoración del vigésimo quinto aniversario
de la Carta Magna. El dibujo, a colores —fundamentalmente
grises, amarillos y marrones—, se erige sobre un eje central,
perpendicular y dominante, con la figura coronada de la Es-
tatua de la Libertad, tan característica de la bahía de Nueva
York, que abraza cálida y protectoramente con su brazo iz-
quierdo a Don Juan Carlos, que toma en sus manos un ejem-
plar encuadernado en rojo de la Constitución de 1978. El
humorista aúna, al tiempo, la idea de libertad, cuyo expresivo
testimonio es la emblemática antorcha libertaria, y la propia
Constitución, como su mejor garantía —«España se consti-
tuye en un Estado social y democrático de Derecho que
propugna como valores superiores de su ordenamiento jurí-
dico, la libertad…» (artículo 1.1 CE)— en una monarquía
moderna —«El Rey es el Jefe del Estado símbolo de su unidad
y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de
las instituciones…» (artículo 56.1)—. Parafraseando a Bentham,
Don Juan Carlos participó en el proceso constituyente, y aún
antes, como una eficaz partera, asistiendo al alumbramiento de
la Constitución, pero sin forzarla, ni predeterminar sus conte-
nidos y preceptos 319. Eso sí, siempre solícito a atemperar de
forma discreta las discrepancias más enconadas entre las dife-
rentes formaciones políticas 320.
319
  Sobre las funciones y modo de actuar del Presidente de las Cámaras
(speaker), ver J. Bentham, Tácticas parlamentarias, Estudio preliminar de
Benigno Pendás, Congreso de los Diputados, Madrid, 1991, págs. 115 y ss.
320
  F. Silva Muñoz, Memorias Políticas, Planeta, Barcelona, 1993, págs. 387
y ss., y S. Gallego-Díaz y B. de la Cuadra, Guía secreta de la Constitución,
Tecnos, Madrid, 1989, págs. 90 y ss., han resaltado también el buen hacer
del monarca: «Para cualquier observador atento, la actitud de don Juan Car-

179
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Don Juan Carlos había renunciado a las casi omnímodas


competencias heredadas 321 de la legislación franquista 322, mien-
tras abogaba por una monarquía parlamentaria, la única com-
patible con los regímenes constitucionales 323. El Estado de-

los a lo largo de los quince meses de parto constitucional fue la de un discre-


to apoyo para todo cuanto supusiera la incorporación del mayor número
posible de fuerzas políticas al proceso constituyente». Sobre el importante
papel desplegado asimismo por el entonces Jefe de la Casa del Rey, Sabino
Fernández Campo, en tanto que correa de transmisión del rey con los acto-
res políticos, ver, por ejemplo, J. Fernández López, Sabino Fernández Campo,
Planeta, 1.ª ed., Barcelona, 2000, págs. 119 y ss y 127-128, donde se señala,
en concreto, la satisfacción de Don Juan Carlos por la redacción final, aun-
que fuera más simbólica que real, del artículo 62 h) de la Constitución,
referido al mando supremo de las Fuerzas Armadas.
321
  Acerca del proceso de despojamiento de las relevantes potestades regias
recibidas, ver, entre otros, M. Fraga, En busca del tiempo servido, Planeta,
Barcelona, 1987, págs. 112-113; M. Herrero de Miñón, Memorias de estío,
Temas de hoy, Madrid, 1993, págs. 127-128; y L. López Rodó, Memorias. IV:
Claves de la transición, Plaza y Janés, Barcelona, 1993, págs. 366-369.
322
 Ver las propias palabras de Don Juan Carlos en J. Oneto, Anatomía
de un cambio de régimen, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, págs 188-189: «Creo
—me dijo nada más empezar la larga conversación— que tal y como están
desarrollándose las cosas voy a tener menos poderes que el rey de Suecia,
pero si eso sirve para que todos los partidos políticos acepten la forma
monárquica del Estado, estoy dispuesto a aceptarlo».
323
  La producción gráfica, de muy diferente sentido, ha estado presente
en la exaltación de los principios y valores de concordia de la Constitución
de 1978. Sirvan de ejemplo, entre muchísimos, la de Máximo, que en plena
elaboración del Texto constitucional, recogía una imagen del Palacio del
Congreso de los Diputados con la cara del filósofo Julián Marías, haciendo
frente a algunas inexactitudes linguísticas durante su gestación; ya más
tarde, las de Gallego y Rey, donde España aparece representada con una
mujer sentada y una urna en su mano derecha, que cuida un canastillo de
un recién nacido, que recoge un mapa de España con un chupete, la repro-
ducción de un carrito con siete niños adultos dedicado al Estado de las
Autonomías, y el de Don Juan Carlos, con una señora con la banda mul-
ticolor de España, que recuerda los goyescos dibujos de la Pradera de San
Isidro; también el dibujo de José Ramón Sánchez, con un león que porta
en su zarpa izquierda un ejemplar de la Constitución, con el lema: «1978:
una Constitución para el pueblo»; o los cuatro fascículos sobre la Consti-
tución y la caricatura, ambos de Forges, que personifica la Constitución
como una mujer oronda y feliz, que hace el signo de la victoria con los
dedos de la mano derecha, mientras lleva una urna con la izquierda.

180
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

mocrático que implanta la Constitución es un Estado


monista, en el que todo el poder político nace de una misma
y exclusiva fuente: el pueblo español. Por esto, todas sus atri-
buciones lo son por obra de la Constitución. La Jefatura del
Estado es un órgano constituido y no constituyente o cocons-
tituyente, ni constituyente constituido  324. Don Juan Carlos
ligaba así indisolublemente el comienzo de su reinado a la
Carta Magna de 1978: «Al ser una Constitución de todos y
para todos, es también la Constitución del Rey de todos los
españoles» 325.

España, la España constitucional, había pasado página, transi-


tando un irreversible itinerario hacia la libertad, donde se su-
peraba para siempre la peor cara de lo «tribal y lo trivial». No
más de un Guernica, ni Sueños ni Mentiras de Franco, de Picas-
so; ni Fugitivos, de Ángeles Ortiz; ni Aviones negros, de Ho-
racio Ferrer; ni Espanto. Bombardeos en Almería, de Ramón
Gaya; ni Casas ni Policías, de Agustín Ibarrola; ni El Caído,
homenaje a Grimau, de Luis Seoane; ni El preso, de Juan Ge-
novés; ni El coloso del miedo, del Equipo Crónica; ni Ángel
Ganivet se arroja al Dvina, de Eduardo Arroyo… Hemos en-
trado en una época constitucional, presidida por una Consti-
tución democrática, en la que todos los españoles, los de aquí
y los de allí, tienen acogida, y como tal es recreada por los
artistas más destacados. El Grito desgarrador de Munch ha sido
sustituido por el abrazo fraternal de unos españoles que quie-
ren vivir juntos en paz, armonía y libertad. Su garante: la rei-
terada Constitución de 1978 326.

324
  J. J. Solozábal Echevarría, La sanción y promulgación de la ley en la
Monarquía parlamentaria, Tecnos, Madrid, 1987, pág. 72.
325
  Recogido en El País, de 28 de diciembre de 1978. Posteriormente es
elevadísimo el número de ocasiones en que Don Juan Carlos ha afirmado la
vigencia de la Constitución de 1978. Entre otras, en los importantes mensajes
de Navidad (ver la excelente obra de M. Ventero, Los mensajes de navidad del
Rey, La Ley, Madrid, 2010).
326
  P. González-Trevijano, «Del grito de Munch al abrazo de Genovés»,
en ABC, 8 de julio de 2012.

181
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

4) La representación moderna de la primera Familia de


España. La Familia de Don Juan Carlos, de Antonio
López

La prueba del profundo cambio político experimentado en


España se refleja en la luminosa obra de Antonio López, La
Familia de Don Juan Carlos (2014, Palacio Real, Madrid), que
el pintor manchego tardó veinte años en realizar —pareciera
que era como escribir Guerra y Paz— tras el encargo recibido
a finales de la tercera Legislatura en el año 1994. Tanto tiem-
po 327 se ha dejado por lo demás sentir lógicamente en la cons-
trucción del cuadro. Primero, en su nombre. Producida la ab-
dicación de Don Juan Carlos en el actual monarca, Don
Felipe VI, el retrato ya no podía denominarse La Familia Real.
Don Felipe era entonces todavía Príncipe de Asturias, y no se
encontraba casado, lo que explica la no presencia de Doña
Leticia y de las Infantas Doña Leonor y Doña Sofía. Y no
menor alteración ha sufrido la composición. Con una salvedad:
el papel protagónico de Don Juan Carlos en el centro del
lienzo, como en la pintura bizantina, que toma por el brazo a
la Reina Sofía. Aquí el artista no albergó a lo largo de su di-
latada y premiosa ejecución ninguna duda.

Otra cosa diferente son sus demás integrantes. Así, la Infanta


Cristina —se cambiaron sus zapatillas inicialmente abiertas por
otras cerradas— pasó de estar situada al lado de su hermano
a un lugar más distante, más a la izquierda de la escenografía.
Don Felipe también se desplaza, con las manos entrelazadas,
hacia Doña Sofía, más próxima al Rey, mientras que la Infan-
ta Elena es cogida por el brazo derecho de su padre. Ambas,
Doña Sofía y Doña Elena, llevan en sus manos un abanico,
mientras que Doña Cristina agarra un ramo de flores. En lo
327
  «Pensé en pedir auxilio para acabar el cuadro (…) a Isabel Quintanilla
(…) Yo tengo una forma de caminar que es la mía. Los elefantes tienen una;
las lagartijas, otra; las hormigas la suya, y yo, la mía. Voy a mi paso». Palabras
recogidas en Pedro González-Trevijano, «Un Retrato real a ritmo de tango»,
A.B.C., 31 de enero de 2015.

182
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

atinente al vestuario, los varones lo hacen de riguroso oscuro,


y las mujeres —se modificó la chaqueta de Doña Sofía— lle-
van trajes en tonalidades claras y neutras.

Más allá de las particulares vicisitudes familiares de estos úl-


timos veinte años, lo que el cuadro evidencia es la sustancial
transformación si se compara con los pretéritos retratos reales
de las lejanas monarquías absolutas y de las monarquías auto-
ritarias. ¿Qué tiene en común, por ejemplo, con el examinado
lienzo de Goya de La Familia de Carlos IV? Nada. No pueden
ser más disímiles 328. Las razones son muchas y variadas. Para
empezar, han transcurrido entre ambos doscientos años. La
España de los siglos xix y xxi es bien diferente. Pero además,
la obra es reflejo de la secularizada e igualitaria sociedad espa-
ñola actual. No caben en ella las parafernalias, el aparato y el
boato de tiempos pasados, con sus consabidos cetros, coronas,
armiños y condecoraciones de antaño 329. La Familia de Don
Juan Carlos es, por tanto, todo menos una pintura de Estado.
No estamos ante el retrato oficial de la entonces Familia Real,
a pesar de las también deudas espaciales velazqueñas de sus
referenciales Meninas, sino ante una representación intenciona-
damente modernizada y, si me permiten la licencia, hasta de-
mocratizada. Visualizamos la imagen familiar de una monarquía
parlamentaria, que es tanto como decir, de una monarquía de
hoy. Pareciera que asistiéramos a la puesta de largo de una
familia corriente, o en el mejor de los casos, ante la fotografía
de la familia de un rey ciudadano. La naturalidad, la cercanía
328
  Un exhaustivo repaso a la simbología tradicional de la monarquía
española, por ejemplo, en F. Barrios Pintado, «Símbolos y ceremonias reales
en la monarquía de España», en El Rey. Historia de la Monarquía, vol. II, op.
cit., págs. 239 y ss.
329
  M. Viribay, «La Familia de Don Juan Carlos», en Diario de Jaén,
25 de marzo de 2018, apunta en esta línea: «… debido a su sencillez,
quiebra el discurso retórico del retrato de aparato y cuantas servidumbres
lleva aparejadas… En fin, un cuadro asentado en el discurso de un universo
plástico ajeno a cualquier retórica y, sobre todo, a la retórica de una pintura
pomposa oficial y, claro es, también a la oficialista que, vestida de modo
más geométricamente ordenado, sigue cosechando adeptos».

183
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

y la sencillez se han apoderado del espacio, y han hecho añicos


los perfiles de distancia, oficialidad y deferencia. Ni un vestigio
de barroquismo podemos rastrear. O, en expresión de Don Juan
Carlos, los espectadores fijamos nuestros ojos ante «una fami-
lia española más». Y, por cierto, los reyes y sus hijos no posa-
ron, como antaño, pues el pintor se valió de dos sesiones fo-
tográficas —una suya y otra de Chema Conesa—, ni tampoco
se acercaron a ver el discurrir del lienzo, como sí hicieron, en
su día, Carlos V con Tiziano y Felipe IV con Velázquez. Tam-
poco el artista se desplazó a palacio, como Goya en época de
Carlos IV. Como tampoco nuestro artista decidió retratarse,
como el sevillano y el aragonés, para la posteridad 330.

C) LOS PRIMIGENIOS VALORES


DE LA TRANSICIÓN POLÍTICA

Pero dejemos momentáneamente el ámbito de lo artístico.


Como hemos hecho hasta ahora, nos vamos a circunscribir a
examinar los que son, más allá de las concretas consideracio-
nes jurídicas, los principios y valores que consagra el vigente
régimen constitucional. Unos rasgos delimitadores que han
acuñado una denominación: la España constitucional 331. Y, de
entre todos ellos, de la Constitución de 1978, y antes de la
ejemplar Transición Política, hemos de reseñar los tres siguien-
tes. El primero, la firme voluntad de poner término, de una
vez y para siempre, superando la perversa dialéctica de ven-
cedores y vencidos, a las heridas de un cainita y fratricida
Guerra Civil. El segundo, consecuencia de lo afirmado, la
suscripción de una irreversible y generosa reconciliación na-
cional. Y, el tercero, la convicción de cerrar definitivamente,
330
  F. Calvo Serraller, ficha de la obra, en AAVV, en Arte contemporáneo
en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones regias, edición a cargo de
Cristina Mur de Viu, Patrimonio Nacional. Fundación Banco de Santander,
Madrid, 2015, págs. 105-107.
331
  Véase en este sentido apuntado, por ejemplo, P. J. González-Trevijano,
La España Constitucional, Tirant lo Blanch, Valencia, 2006.

184
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

echando un candado, a las páginas crispadas de un sobresal-


tado constitucionalismo, demasiado inestable y con unos per-
files taumatúrgicos ciertamente exagerados 332. Un constitucio-
nalismo histórico de enfrentamiento y revancha fundido en la
naturaleza de unas Constituciones casi nunca coparticipadas
y comunes por las diferentes fuerzas políticas, y siempre su-
peditadas al gobierno o al capricho de unos o de otros. Como
dijera el Presidente Calvo Sotelo, «la imagen del Rubicón no
es arbitraria ni gratuita. La Transición fue un proceso continuo,
sin ruptura, y en esta continuidad hay que ver los méritos
mayores de quienes la condujeron» 333. Si bien, el pueblo espa-
ñol ya había desplegado algunos hábitos de convivencia y
diálogo «asumidos con progresiva normalidad por el cuerpo
social antes de que la Transición política les sancionara con
una nueva legalidad, y les prestara el marco institucional ade-
cuado para su expresión» 334.
332
  M. Pizarro: «La Ley de todos», en Impresiones sobre la Constitución
española de 1978, op. cit., pág. 410, dice en este sentido: «… (la Constitución)
es fruto de un acuerdo que contribuyó de manera decisiva a que la transi-
ción democrática, «la mayor hazaña del siglo xx», en palabras de Adam
Michnik, eliminara definitivamente el riesgo de regreso a las viejas confron-
taciones civiles que condujeron al poeta Gil de Biedma a lamentarse, en
otros tiempos, de que la historia de España era una historia que siempre
acababa mal».
333
  L. Calvo Sotelo, Pláticas de familia (1878-2003), La Esfera de los
Libros, Madrid, 2003, pág. 185. También en «La Constitución de 1978», en
Impresiones sobre la Constitución española, op. cit., pág. 27, donde afirma. «… la
Transición ha creado su propia tradición, con sus propios padres fundadores
y una cultura política basada en la moderación, el consenso y el respeto al
pluralismo. Por eso la Constitución de 1978, que recoge y condensa el
espíritu y los valores de la Transición, es ya un auténtico clásico español
contemporáneo».
334
  C. Pita Broncano, «La Constitución española de 1978: el consenso»,
en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Extremadura, n.º 21,
2003, pág. 457: «La transición española fue exactamente eso: un formidable
ejercicio social de madurez colectiva para modificar de forma drástica el
rumbo de la historia sin dejar de continuarla. Y los agentes políticos llama-
dos a pilotar la maniobra, supieron responder con sabiduría y generosidad a
las abrumadores indicaciones del país».

185
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

D) EL CONSENSO COMO ELEMENTO


VERTEBRAL DE LA CONVIVENCIA POLÍTICA
Y DEL ORDEN CONSTITUCIONAL

1) El élan vital del consenso

Un consenso que se hallaba de alguna manera insito, aún sin ra-


cionalizarlo, en parte importante de la ciudadanía. A ello habían
favorecido muy diferentes factores: la ausencia de una robusta
ideología oficial estructurada en el régimen franquista; la existencia
de una nueva clase media con una fuerte presencia en la sociedad
civil; la aparición de una derecha moderna, alejada de los antiguos
privilegios del franquismo, que advirtió pronto la conveniencia de
«ir preparando el cambio político»; la extendida influencia del
Concilio Vaticano II; la cada vez mayor afluencia de turistas a
nuestro territorio; y la solución, «y después de Franco ¿qué?», al
complejo problema sucesorio. En este contexto, los partidos polí-
ticos desarrollaron relevantes labores: primera, la sensibilización y
movilización de amplios sectores de la población a la que «había
que despertar» de su modorra apartidista; segunda, la articulación
y agregación de intereses entre la variada amalgama que hallamos
en la etapa final del sistema anterior; y, tercera, los partidos, a
través de los pactos y acuerdos de la Transición, sacrificaron final-
mente muchas de sus demandas iniciales y más propias 335.

La Constitución de 1978 anhelaba conformarse, por primera vez


en nuestro Derecho público, superando la nefasta Ley del Pén-
dulo 336, en una Constitución de todos y para todos los españo-
les, de entonces y de ahora, deseosos de convivir en paz en una
España más libre y más justa 337. Alzaga lo formulaba en los
335
  M. Ramírez, «Consenso, Constitución y partidos políticos. Una
reflexión crítica 25 años después», en Institut de Ciències Politiques i Socials
(ICPS), Barcelona, 2006, págs. 4-13.
336
  J. Ferrando Badía, La Primera República Española, Edicusa,
Madrid, 1973, págs. 19 y 20.
337
  C. Flores Juberías, «La Constitución del consenso. Una visión valorativa,
25 años después», en Cuadernos de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, n.º 40, 2002,

186
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

siguientes términos: «La verdad constitucional solo podía ser la


que se buscase y encontrase en un esfuerzo común, no ya por
las dos Españas, sino por todas las Españas» 338. El pueblo espa-
ñol ambicionaba la construcción de un régimen democrático, y
cumplía ya en aquellos años de 1977 y 1978 con los tres requi-
sitos previos que Stuart Mill consideraba imprescindibles para
su instauración: estaba dispuesto a aceptar el sistema, tenía la
voluntad y la capacidad de hacer lo necesario para preservarlo,
y se hallaba preparado para satisfacer sus deberes y cumplir las
funciones impuestas 339. Así que la Constitución no «vino, pues,
a consagrar en la ley la moralidad política de la sociedad de la
década de los años setenta: una moralidad autoritaria, zafia,
intolerante, etc. La Constitución no era el espejo de la sociedad
española; era, en un primer momento, su motor de cambio» 340.

pág. 12: «Si la Constitución fue hija del consenso, fue principalmente porque
su gestación se produjo en el marco de un proceso de cambio político —la
transición— en la que la reconciliación y la superación de las «dos Españas»
había sido ya elevado a la categoría de valor superior, su objetivo final. De
hecho los debates constituyentes se desarrollaron al tiempo que se ponían en
marcha otras iniciativas de distinta naturaleza destinadas a cerrar viejas heridas
—como la Ley de Amnistía o la restauración de la Generalitat de Cataluña—,
bien a ampliar el apoyo popular de las nuevas instituciones —con los llamados
Pactos de la Moncloa, de octubre de 1977».
338
  O. Alzaga Villaamil, Comentario sistemático a la Constitución españo-
la de 1978, Ediciones El Foro, Madrid, 1978, pág. 46. En este sentido, el
académico y político recuerda las palabras pronunciadas por el profesor
Maurice Duverger un año después de la muerte del general Franco, en
noviembre de 1977, con motivo de unas jornadas organizadas por la CITEP
sobre la Ley electoral: «La mejor Constitución para un país es aquella que
no satisface plenamente a todos los grupos políticos, pero que tampoco les
disgusta a todos». Asimismo nos describe las posiciones críticas en la lite-
ratura constitucional clásica de Ferdinand Lassalle, ¿Qué es una Constitu-
ción?, Ariel, 2.ª ed., Barcelona, págs. 143-144 —«¡Nada de Pactos!», en lo
que denomina «la bancarrota total del Derecho público»— y Karl Loewens-
tein, Teoría de la Constitución, traducción de Alfredo Gallego Anabitarte,
Ariel, Barcelona, 1964, págs, 218 y ss. —con las advertencias sobre «las
Constituciones semánticas y el constitucionalismo de mentirijillas»—.
339
  J. Stuart Mill, Del Gobierno representativo, traducción de Marta C. C.
de Iturbe, Tecnos, 2.ª ed., Madrid, 1994, págs. 44 y ss.
340
  V. Zapatero, Conferencia titulada La democracia como proceso, impar-
tida en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, el 13

187
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

El Texto constitucional de 1978 venía por ello a transformar la


sociedad postfranquista, y por ende su ordenamiento jurídico,
siendo el consenso la locución de un estilo de hacer política, y
hasta un símbolo referencial. Una ordenación político-jurídica
que, de aquí su éxito y novedad frente al pasado, nadie pudiera
patrimonializar como exclusiva, pero tampoco verla como ajena 341.

Más allá de la noción funcionalista del consenso, que hace del


mismo un paradigma de la identificación del ciudadano con su
sistema político, éste se presentó en los años de la Transición 342
como el espíritu de gestación y aprobación de la Constitución,
«pasando del lenguaje de los sociólogos al lenguaje de los po-
líticos y con un nuevo salto se introdujo en el lenguaje ordi-
nario para definir una forma nueva de entender las relaciones
(tanto políticas como sociales) de los españoles» 343. Los retos
políticos eran enormes y requerían de soluciones inteligentes,
sí, pero también asociadas a nuestros demonios domésticos: la
definición de la forma de Estado/gobierno (monarquía o repú-

de diciembre de 2005, donde señalaba en este sentido: «Yo creo que la


Constitución —con su desarrollo legislativo— ha ido por delante de la pro-
pia sociedad, deshaciendo prejuicios, combatiendo valores propios de una
sociedad autoritaria, eliminando auténticos disvalores y generando nuevos
modelos de comportamiento general (…) Creo que hasta cierto punto (y si
tenemos en cuenta las grandes polémicas que suscitaron entonces y la nula
o escasa conflictividad que hoy generan), podríamos decir que estas leyes
fueron por delante de la propia sociedad. Y hoy, felizmente, los valores
subyacentes a las mismas están tan arraigados en España que las leyes
permanecen en el tiempo más allá de los cambios en el signo político o
ideológico del Gobierno de España».
341
  Así se resalta, por ejemplo en J. M. Colomer, La transición a la
democracia. El modelo español, Anagrama, Barcelona, 1998, págs. 114-116.
342
  Ver al respecto, P. Oñate Rubalcaba, Consenso e ideología en la transición
política española, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1989,
págs. 177-272.
343
 Zapatero, op. cit., sigue diciendo: «Por consenso había no solo que
elaborar el texto constitucional o los Estatutos sino también resolver todos los
conflictos en cualquier sede; desde el Parlamento hasta la comunidad de
vecinos. Así es como el término consenso, al introducirse en los usos lingüísticos
de los españoles, terminó por ser el mejor símbolo de toda una época; un estilo
de hacer política. E incluso de entender la convivencia ciudadana».

188
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

blica), la cuestión religiosa, el modelo de distribución territorial


del poder político, la consolidación de un Estado de Derecho,
el reconocimiento de un régimen de libertades y la incorpora-
ción al proyecto de construcción europeo. El tan traído con-
senso se convirtió en «la palabra que simbolizó toda una épo-
ca; que dio el tono de un momento histórico; la que mejor
explica lo que pasó en España en aquellos años. Es el término
fundamental de la España constitucional» 344.

La idea de compromiso y pacto es, por tanto, la línea vertebral


que explica la Transición, «el capítulo más prestigioso de la
Historia política española del siglo xx» 345, y la elaboración de la
Constitución. Asentimiento y consentimiento son, por tanto, los
elementos inspiradores de nuestro armazón constitucional que
requiere de los valores del pluralismo —«Dime que no —seña-
laba Montaigne— para que seamos dos»—, la tolerancia y el
respeto. El desprendido acuerdo, la pragmática renuncia y el
sincero concierto son los rasgos caracterizadores del instante
constituyente. La Constitución tenía que hacerse «sin afán algu-
no de represalia. No podía ser la Constitución de la mujer de
Lot, que miró en exceso hacia atrás» 346. A juicio de García de
Enterría, nos situamos ante «la expresión de un pacto social
básico de la Nación y de la inmensa mayoría de los hombres
que la componen y articulan (pacto social existencial, de abrir
una época nueva de paz interna y de articulación democrática
efectiva y abierta, a la que queda remitida cualquier discrepancia
de ideología política)» 347. Desde tales premisas se construye un
344
  También en Virgilio Zapatero, Conferencia intitulada La Constitución
como consenso, Universidad de Alcalá-Nueva York, abril de 2010.
345
  O. Alzaga Villaamil, Derecho Político español, Constitución y fuentes, t. I,
Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1997, pág. 143.
Además, se dice bien, «el consenso facilitaría la elasticidad de la Constitución
y, de modo natural, marginaría las fórmulas que la pudieran hacer inelástica,
lo que posibilitará su vigencia duradera en el tiempo, pese al cambio de las
circunstancias» (pág. 171).
346
 Zapatero, La Constitución como consenso, op. cit., pág. 47.
347
  E. García de Enterría, «La Constitución española como pacto social»,
en Impresiones sobre la Constitución de 1978, op. cit., pág. 231.

189
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

edificio constitucional, en el que señalaba Hernández-Gil, se


pasaba de un «régimen autoritario, con las libertades reprimidas,
a un régimen basado en la libertad; de una democracia orgánica
a la democracia asentada en el sufragio universal, en el que la
unidad política es la persona; del monismo político al pluralismo
de los partidos; de la unidad sindical a la libertad sindical; de la
refundación personalista y de distribución funcional de un poder
único a la separación de poderes con recíprocas limitaciones; de
un Estado centralista a un Estado de las autonomías; de una
Monarquía con legitimación en el 18 de julio a la Monarquía
histórica, constitucional y parlamentaria» 348.

Como ha advertido Herrero de Miñón, uno de nuestros po-


nentes constitucionales, la mayor gloria predicable de la Cons-
titución de 1978 es, precisamente, haber sido una Constitución
consensuada. O, lo que es lo mismo, una Constitución pactada.
Esto es, «la Constitución, por consensuada, fue pactada». Un
pacto transversal y amplio que tiene tres elementos estructura-
les: la monarquía, el régimen de derechos y libertades públicas,
y las nacionalidades históricas. Dicho en otros términos, «se
pacta, no mediante el enfrentamiento de intereses encontrados,
que se compensan en un do ut des o en do ut facias, sino por
la promoción conjunta de un interés común. Es decir, la Cons-
titución es un pacto, pero no un contrato». Pero hay más. El
consenso y el pacto no pueden quedar circunscritos al momen-
to constituyente, sino que también deben mirar al futuro. Lo
348
  A. Hernández-Gil, El cambio político y la Constitución, Planeta,
Barcelona, 1981, pág. 248. En una conferencia dictada en el Club Siglo xxi,
el día 4 de julio de 1978, el que fuera Presidente de las Cortes realizaba
asimismo una defensa de una noción amplia del contenido del consenso:
«Constante presencia en cada uno del otro, de los otros, de todos. Sentido
colectivo de la convivencia. El otro es partícipe y rival no enemigo. Voluntad
de aproximación, encuentro y entendimiento. Tolerancia, transigencia. Crisis
y superación del dogmatismo de las verdades absolutas. Repulsa de cualquier
forma de imperialismo político. Abandono de la estructura de dominación
para adentrarse en la estructura de la integración. Comprender que el destino
político de un pueblo no puede ser objeto de expropiación por un grupo, una
clase o una persona porque es obra y patrimonio de todos los ciudadanos…».

190
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

que es tanto como afirmar la satisfacción hoy de tres realidades:


la inderogabilidad unilateral de la Constitución, la necesidad
del acuerdo para su desarrollo y la proscripción de una exclu-
siva interpretación unilateral 349.

Al tiempo, hemos de advertir no obstante del peligro de las


espurias vías de un consenso mal entendido, reprobando ciertas
actuaciones nocivas de una inadecuada materialización: prime-
ra, la sustitución del precepto constitucional por una norma
que manda al legislador simplemente mandar en el futuro. La
proliferación de nuestras leyes orgánicas, como el desarrollo del
Título VIII, son un ejemplo de ello; segunda, lo que se deno-
mina, dentro de la teoría de la Constitución, un «compromiso
apócrifo», es decir, «una fórmula que satisfaga todas las exigen-
cias contradictorias y deje indecisa en una expresión anfiboló-
gica la cuestión litigiosa en sí misma». La falta de precisión en
la utilización del lenguaje es una manifestación de lo reseñado;
y, tercera, «los falsos universales concretos», cuyo prototipo son
las atribuciones a determinados colectivos —jóvenes, niños,
ancianos— de derechos y obligaciones reconocidos, cuando
éstos son predicables, en realidad, de cualquier ciudadano 350.

La idea basilar que transpira nuestra Ley de leyes se forja, por


tanto, en el presupuesto de un pacto real, en el valor del acuer-
do firme, en la virtualidad de un consenso verdadero. La tensión
cainita entre güelfos y gibelinos, tan frecuente en nuestra historia
decimonónica, ha sido clausurada definitivamente 351. Landelino
Lavilla, activísimo político y Ministro de Justicia en ese mo-
mento, ha escrito acertadamente cómo la teoría del consenso
349
  M. Herrero de Miñón, «La Constitución como pacto», en Revista de
Derecho Político, n.º 44, 1998, págs. 20, 21, 23 y 26-30.
350
  M. Herrero de Miñón, «Falsas y verdaderas vías del consenso
constitucional», en Revista de Estudios Políticos, n.º 9, 1979, págs. 73-97.
351
  Ver, por ejemplo, P. González-Trevijano, Entre güelfos y gibelinos.
Crónica de un tiempo convulsionado, Trotta, Madrid, 2007. O, en aquella época,
las reflexiones de M. Primo de Rivera, Memorias políticas. No a las dos
Españas, Plaza y Janés, Barcelona, 2002.

191
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

—en tanto que técnica legislativa concreta y de gestión políti-


ca— recoge los caracteres de los que la doctrina norteamerica-
na ha llamado «principio de seguridad mutua»; es decir, «el
principio que propugna que el establecimiento de un nuevo
sistema es más viable —y el sistema establecido más estable—
si la oposición participa activamente en el proceso decisorio».
Un concierto que hizo posible, más allá de los puntuales defec-
tos formales del Texto constitucional, la resolución de tres de
las enquistadas problemáticas de la convivencia española desde
principios del siglo xix. A saber: la fórmula política del Estado,
el modelo territorial y el reconocimiento de determinados con-
tenidos esenciales de nuestras libertades individuales y colecti-
vas 352. Su naturaleza pactista y de avenencia se presenta así,
parafraseando a Henri Bergson, como el «élean vital», o lo que
el filósofo norteamericano Ralph Waldo Emerson ha llamado
la «vital force». El Presidente Suárez lo resumió al hilo del vi-
gésimo quinto aniversario de la Carta Magna: «Nuestra Cons-
titución es la primera de entre las españolas, que ha sido apro-
bada por las dos Cámaras de las Cortes Generales y por todo
el pueblo español, en su conjunto, por referéndum nacional. Es
la única Constitución española que no se basa en la imposición
de unos españoles sobre otros, sino en el diálogo y el consenso
entre todas las fuerzas políticas» Y seguía argumentando: «Ese
consenso es el fundamento de un gran Pacto Nacional que no
se puede entender como mera transacción, sino como una unión
de voluntades que, como tal Pacto, no puede ser unilateral-
mente revisado, aunque puede ser reformado y desarrollado
«consensualmente (…) El pacto que fundamenta la Constitu-
ción, es un pacto para la paz y la libertad» 353. Los españoles
352
  L. Lavilla, Una historia por compartir. Al cambio por la reforma
(1976-1977), Galaxia Gutenberg, Madrid, 2017, pág. 66.
353
  A. Suárez, «La vida de la Constitución de 1978», en Impresiones sobre
la Constitución española de 1978, op. cit., pág. 16: «Con él y con la Constitución
que en él se funda, los españoles hemos abierto una nueva etapa de nuestra
propia Historia y hemos clausurado —pienso que para siempre— el ciclo
dramático de las guerras civiles, el mito trágico de las dos Españas (…)
Nuestra Constitución no nace del miedo, aunque sí de la prevención a que

192
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

asumíamos así los adelantados versos de Antonio Machado:


«Tu verdad no, la verdad./Vamos juntos a buscarla./La tuya
guárdatela».

Pero tampoco todos han santificado la palabra. El consenso,


esgrimirá Rubio Llorente, era, sin más, un método «destina-
do a conjugar la realidad y el poder, que está en manos del
Gobierno, y del partido que lo apoya, con la legitimidad
democrática, que pese a los resultados electorales, sigue sien-
do monopolizada por el viejo franquismo»  354. Un consenso,
el término por excelencia del proceso constituyente, que se
explaya en diferentes instantes y ámbitos materiales, que
podemos clasificar en cuatro grandes manifestaciones: con-
senso político-parlamentario, consenso nacional, consenso
material y consenso en el lenguaje jurídico. Veámoslos con
algún detalle.

2)  Consenso político-parlamentario:

a) Alcance y significado. De la Ley para la Reforma Política


de 1977 a la Constitución de 1978

Tras la inutilidad del esquema continuista 355 —a pesar de las


expresiones «después de Franco, las instituciones» y «dejar todo
atado y bien atado»—, y la incapacidad del Gobierno de Arias

se repita nuestra más dramática Historia. Nace para conseguir el respeto y


la realización de los Derechos Humanos, las libertades ciudadanas, la
autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España, la Patria
común. Nace para garantizar la esencia de nuestras libertades».
354
 F. Rubio Llorente, La forma del poder (estudios sobre la Constitución),
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1993, pág. 58.
355
 Ver la obra de J. de Esteban y L. López Guerra, La crisis del Estado
franquista, Labor, Barcelona, 1977. Y la también obra de ambos autores, De
la dictadura a la democracia (Diario político de un periodo constituyente), Facultad
de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 1979, págs. 227-231
y 381-387. Ideas adelantadas en J. de Esteban, «Las bases de una Constitución
para España», en Revista Sistema, n.º 19, 1977, págs. 103-117.

193
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Navarro para iniciar un auténtico proceso de reforma en pro-


fundidad del régimen franquista 356, el Rey nombraba Presiden-
te de Gobierno a Adolfo Suárez el 3 de julio de 1976. Su
primer paso fue la concesión de un amplio indulto y, sobre
todo, la ideación de la genial formulación de la Ley para la
Reforma Política de 4 de enero de 1977 357, donde Torcuato
Fernández Miranda 358 desempeñó, como autor material de la
misma, un papel esencial tanto política como jurídicamente 359.
El texto, presentado a las Cortes franquistas en forma de pro-
yecto en septiembre de 1976, fue aprobado por estas y por el
356
  L. Sánchez Agesta, Sistema político de la Constitución española de 1978,
Editora Nacional, Madrid, págs. 25 y ss., habló de «una reforma desde el
poder», con la presentación de dos proyectos de nuevas Leyes Fundamentales
y de otras dos leyes de carácter ordinario: reforma de la Ley Orgánica del
Estado, de la Ley Constitutiva de las Cortes, del Código Penal y de las
Leyes de los derechos de reunión y asociación.
357
 Ver, por ejemplo, el estudio histórico y político de P. Fernández-
Miranda, La reforma política, Tesis doctoral, Facultad de Derecho de la
Universidad Complutense, Madrid, 1994, después publicada con el título, con
la colaboración de A. Fernández Miranda Campoamor, Lo que el Rey me ha
pedido. Torcuato Fernández-Miranda y la Reforma Política, Plaza y Janés,
Barcelona, 1995; y, asimismo, P. Lucas Verdú, La Octava Ley Fundamental:
crítica jurídico-política de la reforma Suárez, Tecnos, Madrid, 1977; L. Sánchez
Agesta, «La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política», en Revista
de Derecho Público, n.º 66, 1977, págs. 5-12; F. González Navarro, La nueva
Ley Fundamental para la Reforma Política, Presidencia del Gobierno,
Madrid, 1977; J. M. Martín Oviedo, «De la Octava Ley Fundamental del
Reino a la nueva ordenación constitucional española», en Revista de Derecho
Público, n.º 68-69, 1977, págs. 643-666; y P. Pérez Tremps, «La Ley para la
Reforma Política», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense, n.º 54, 1978, págs. 125-177.
358
 T. Fernández-Miranda, Estado y Constitución, Espasa Calpe,
Madrid, 1975, págs. 270 y ss.
359
 Morodo, op. cit., pág. 101, diría del entonces profesor y político: «al
margen de la intencionalidad no rupturista de alguno de sus promotores
como, por ejemplo, de Torcuato Fernández Miranda que, sin duda, en esta
primera etapa tendría un papel relevante y mediador. Suele ocurrir, en efecto,
en todo proceso de cambio, que su dinámica política no es controlable
plenamente y así, Fernández-Miranda, pieza institucional clave como
Presidente de las Cortes franquistas, no podrá reducir el cambio que se ha
puesto en marcha y quedará, muy pronto, superado».

194
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Consejo Nacional el 18 de noviembre, haciéndose lo que se


calificó un harakiri político en toda regla 360. La Ley fue acto
seguido refrendada en referéndum 361, de acuerdo con lo dis-
puesto en su artícu­lo 3.3, por el pueblo español el 15 de di-
ciembre. Participaba un 77,4% del electorado con un respaldo
del 92,4%. Vox populi, vox Dei. O, como recogía el eslogan
central de la campaña, «Habla, pueblo, habla». Se desmantela-
ba así desde la legalidad, «de la ley a la ley», expresión de una
reforma política 362 y no de una ruptura, parte vertebral de la
legislación franquista. El siguiente reto fue, una vez que su
artículo 1.1 declaraba el principio de la soberanía popular 363,
el de la convocatoria de elecciones políticas libres (disposicio-
nes transitorias primera y segunda), tras cuarenta años de
dictadura, un 15 de junio de 1977 364. El año de 1977 traería,
por lo demás, significativas nuevas: la supresión del Tribunal
de Orden Público y la derogación de la legislación antiterro-
rista, la aprobación del Real Decreto-ley Electoral, la ampliación
360
  Votaron a favor 425 procuradores, 13 se abstendrían y 15 lo hicieron
en contra. Una exposición histórica y política del proceso de gestación y
aprobación de la Ley, desde su intrahistoria, en A. Ossorio, Trayectoria política
de un ministro de la Corona, Planeta, Barcelona, 1980, págs. 169-182.
361
 Ver sobre el mismo, J. de Esteban y L. López Guerra, «Entre la Ley
para la Reforma Política y la Ley Electoral: análisis del referéndum de 1976»,
en J. de Esteban y otros, El proceso electoral, Labor, Madrid, 1977, págs. 349-376.
362
  El proceso de desmantelamiento de las estructuras franquistas no se
pude entender entonces sin la referencia doctrinal a dos obras en su momento
claves: las de M. Herrero de Miñón, El principio monárquico, Cuadernos para
el Diálogo, Madrid, 1972, y la de J. de Esteban y otros, Desarrollo político y
Constitución española, Ariel, Barcelona, 1973. Aunque ya antes, R. Fernández
Carvajal, La Constitución española, Editora Nacional, Madrid, 1969, había
planteado, pero desde otra visión, la posibilidad de una transformación de
las Leyes Fundamentales en favor de la institucionalización en su día de una
Monarquía limitada.
363
  El artículo 1.1 de la Ley para la Reforma Política prescribía: «La
democracia en el Estado español se basa en la supremacía de la Ley,
expresión de la voluntad soberana del pueblo».
364
  Un examen en su día de los resultados electorales, por ejemplo, en I.
Cases Mendes, «Elecciones de 15 de junio de 1977. Resultados electorales»,
en Revista de Estudios Políticos, n.º 1, enero-febrero de 1978, págs. 257-275.

195
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

de la Amnistía, la regulación de la Ley de Elecciones Sindica-


les, la legalización del Partido Comunista y la renuncia de Don
Juan de sus derechos dinásticos 365.

Con la victoria de UCD, Suárez es designado el 17 de junio


Presidente del Gobierno. Unos días después, el 22 de julio, el
Rey inaugura las Cortes, que serán no solo ordinarias, sino,
sobre todo, constituyentes: «La democracia ha comenzado. Ello
es innegable. Pero saben perfectamente que queda mucho por
hacer (…) Sé perfectamente que estas Cortes van a dar ejem-
plo al país de austeridad, de entrega y de eficacia en su labor
(…) En esta ilusionante tarea no les faltará el estímulo y el
impulso de la Corona». Estas conseguirían, a pesar de las di-
ficultades, todavía vigente gran parte del entramado normativo
del régimen anterior, llevar a buen puerto la titánica labor. Lo
que fue posible gracias, fundamentalmente, a tres motivos:
primero, la pronta concienciación por parte de los operadores
políticos de que las Cortes debían ser, como apuntaba el dis-
curso de apertura de la legislatura de Don Juan Carlos, unas
Cortes constituyentes, y no solo reformistas del orden fran-
quista; segundo, la no beligerancia durante el proceso del
ejército y la pragmática reconversión de la clase política pro-
veniente del franquismo; y, tercero, por la moderación que
demostró la oposición. Lo que atestiguó la pronta simbólica
asunción por el PSOE y el PCE de la forma de gobierno
monárquica 366.

La idea de iniciar la elaboración de una futura Constitución apa-


rece en el denominado «Gobierno de penenes» y en la Declaración
programática de 16 de julio de 1976. Como se ha referido por
un testigo de excepción, «en esa declaración se evocaban ya los
principios democráticos, se aludía al diálogo con la oposición, se
afirmaba que la soberanía reside en el pueblo, y se formulaban
unas propuestas concretas bien significativas de la reforma que se
365
 Un examen actual y sugerente sobre la Transición política y la Ley
para la Reforma Política en Lavilla, op. cit., págs. 197-287 y 373-379.
366
  De Esteban, Curso de Derecho Constitucional, op. cit, pág. 93.

196
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

pretendía hacer» 367. Eran tiempos, dice Santos Juliá, «democráti-


camente coordinados para negociar», y que llevaban consigo un
lenguaje nuevo (soberanía del pueblo, reconciliación y amnistía) 368.
Aunque ya días antes, el 2 de julio, un escrito encabezado por el
profesor Carlos Ollero, y suscrito por treinta y dos firmantes,
animaba un «incontenible proceso de democratización», mientras
denunciaba la reforma propuesta por el dimisionario gobierno de
Arias Navarro. A este seguiría otro testimonio, el 21 de julio,
impulsado otra vez por Carlos Ollero, y ahora también con Ramón
Tamames y Joaquín Satrústegui, con cuarenta y seis firmas.

A pesar de no haber dudas sobre la pertinencia de emprender


el proceso de gestación de una Constitución, se pusieron en-
cima de la mesa tres posibilidades de articulación, recuerda de
Esteban, donde la solución elegida explicita el carácter consen-
suado del modelo finalmente adoptado: «En primer término,
la iniciativa de la reforma podía llevarla a cabo el Gobierno
mediante la presentación de un proyecto de ley de carácter
constitucional para su diligencia parlamentaria. A continuación,
la iniciativa podía provenir del Congreso de los Diputados
tramitándose entonces la elaboración de la Constitución como
una proposición de ley. Y, por último, existía una tercera posi-
bilidad, reconocida por el artículo 5 de la ley (Ley para la
Reforma Política), que permitía al Rey, bajo el impulso del
Gobierno, someter directamente al pueblo una opción política
de interés nacional fuere o no de carácter constitucional» 369. La
decisión definitiva fue su asunción por el Congreso como una
proposición de ley, dada la abierta oposición de las fuerzas
367
  A. Menéndez, «Notas a propósito de la Constitución», en Impresiones
sobre la Constitución española de 1978, op. cit., pág. 350, donde dice el insigne
jurista: «Unos días antes, el día 7 del mismo mes de julio, Adolfo Suárez en
su domicilio en la calle de San Martín de Porres, me habló de todo ello, en
una larga conversación en la que estaba presente la idea de una futura
Constitución democrática; una conversación llena de convicción y buen
sentido político…»
368
 Juliá, op. cit., pág. 367.
369
  De Esteban, Curso de Derecho Constitucional, op. cit., pág. 94.

197
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

políticas de izquierda frente al deseo del Ejecutivo de Suárez


de escoger la primera de las vías. Ello acabó provocando un
proceso constituyente largo y fatigoso 370 —dieciséis meses—,
pero a la par, mucho más acordado y pactado entre las distin-
tas formaciones políticas. Por otra parte, la ciudadanía tuvo
ocasión de conocer las diferentes propuestas que se filtraban y
debatían en las Cámaras.

Adoptada la decisión, se producía el nombramiento de la Co-


misión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas,
compuesta por treinta y siete miembros 371. La Comisión de-
signaba a su vez una Ponencia constitucional, integrada por
siete personas, los que luego pasarían a denominarse, a seme-
janza del constitucionalismo americano, nuestros foundig fathers,
a los que se encomendaba, preservando la cláusula de confi-
dencialidad, la elaboración de un Anteproyecto de Constitución
para su discusión en Comisión 372. Sus nombres, que han pa-
sado a las mejores páginas de la historia moderna de España 373,
370
  La duración del proceso constituyente fue criticado por la doctrina. Así,
por ejemplo, J. de Esteban, «Las bases para una Constitución para España»,
op. cit., pág. 103, señalaba que España no podía permitirse «una prolongación
excesiva o indefinida en la redacción», y F. Rubio Llorente, en AAVV,
Constitución y Economía, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1977, pág. 101,
apuntó la idea de aprobar, de entrada, una serie de leyes constitucionales, y
dejar la elaboración de la Constitución para un segundo momento.
371
  La Comisión, presidida por Emilio Atard, tenía la siguiente
composición: diecisiete miembros de UCD, trece del PSOE, dos de AP, dos
del PCE y dos de la Minoría vasco-catalana.
372
 La Ponencia constitucional daba por terminados sus trabajos, en su
primera redacción, un 17 de noviembre de 1977, hasta entonces secreto, pero
terminó filtrándose en la Revista Cuadernos para el Diálogo. Ello permitió sin
embargo, además de conocer las futuras líneas básicas de la nueva
Constitución, detectar sus defectos e insatisfacciones, abriendo un fructífero
tiempo de debate político y académico. Lo que favoreció en las lecturas
posteriores su mejora técnica y jurídica.
373
  Los Ponentes fueron objeto, dentro del mejor humor gráfico, de una
lograda viñeta de Gallego y Rey, parodiando la composición de Las Meninas
de Velázquez, con la cara de Don Juan Carlos reflejada en el espejo del
fondo del escenario.

198
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

eran los siguientes: Gabriel Cisneros Laborda 374, Miguel He-


rrero y Rodríguez de Miñón 375 y José Pedro Pérez Llorca 376
(UCD), Gregorio Peces-Barba  377 (PSOE), Jordi Solé Tura
(PCE) 378, Manuel Fraga Iribarne  379 (AP) y Miquel Roca y

374
 «El debate ruptura-reforma pasó a tener mucho de artificial, desde
el momento (…) en que quedó bien de manifiesto (…) la sincera voluntad
de restituir al pueblo español, por medio de un auténtico proceso constitu-
yente, la soberanía sobre sus propios destinos». (Acto de investidura como
doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia
en diciembre de 1991).
375
 «La Constitución fue un pacto entre todos los españoles. Un pacto
del pueblo con doble identidad, de fuerzas políticas diferentes y de
instituciones. Y como todo gran pacto no puede ni debe ser interpretado
unilateralmente». (Acto de investidura como doctor honoris causa por la
Universidad de Cádiz el 30 de octubre de 2012)
376
  «Intentamos hacer una operación de reestructuración nacional,
intentamos darle a España una institucionalidad democrática, intentamos
instituir un Estado social y democrático de Derecho asentado sobre una
economía social del Estado (…) La Constitución es una obra humana y
tiene errores, pero su gran virtud fue el consenso. «(Acto de investidura
como doctor honoris causa por la Universidad de Cádiz el 30 de octubre
de 2012).
377
  «Estamos ante un texto pacificador, eficaz, justo y dinámico, por
primera vez en nuestra historia; un texto que concita muchas adhesiones y
pocos rechazos radicales (…) Los ciudadanos creen en su Constitución
(…), por eso todos debemos contribuir a su difusión, a su explicación, y a
que sea cada vez más respetada y cumplida (…) Si contribuye a formar
como ciudadanos libres, responsables, solidarios y participativos estará
cumpliendo su objetivo principal». (Acto de investidura como doctor honoris
causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia en diciembre
de 1991).
378
 «Era menester que esa posibilidad del consenso se mantuviese hasta
el final, ya que el peligro era la ruptura en dos bloques, que entonces nos
podían situar en el riesgo que todos queríamos evitar: la Constitución de
unos contra la Constitución de otros». (Acto de investidura como doctor
honoris causa en la Universidad Nacional de Educación a Distancia en
diciembre de 1991).
379
  «La institución monárquica (…) acompañó favorablemente el proceso,
actuando a la vez como motor y moderador del cambio, de estabilizador de
las Fuerzas Armadas y de catalizador de la opinión pública». (Acto de inves-
tidura como doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Educación a
Distancia en diciembre de 1991).

199
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Junyent 380 (Minoría Catalana). Con historias políticas perso-


nales muy diferentes e ideologías no menos disímiles, fueron
sin embargo capaces, en la mejor expresión del acuerdo cons-
titucional, de formular una Constitución que pudiera ser acep-
tada por todas y cada una de las fuerzas políticas, y que pu-
diera reflejar al unísono las plurales sensibilidades de la
ciudadanía española. La generosidad, la inteligencia y la flexi-
bilidad, más allá de desencuentros puntuales como la retirada
momentánea de Peces-Barba de la Ponencia, terminó haciendo
posible lo que se antojaba en un primer momento un empeño
avocado al fracaso: la presentación de un texto común. Aunque
no podemos olvidar el protagonismo desempeñado por Fernan-
do Abril Martorell (UCD) y Alfonso Guerra 381 (PSOE) —en
su momento había cedido en aras del consenso su puesto en
la Ponencia; sí se quedó sin representación el Partido Socialis-
ta Popular (PSP) de Tierno Galván, y a la postre el Partido
Nacionalista Vasco (PNV) 382—, que fueron cerrando los acuer-
dos sobre las materias más espinosas y controvertidas. Mientras,
no pocas transacciones se ultimaron en reuniones informales y
extraparlamentarias, no pocas de ellas nocturnas.
380
 M. Roca y Junyent, «Nada más importante», en Impresiones sobre la
Constitución española de 1978, op. cit., págs. 457 y 458, afirmaba con ocasión
del vigésimo quinto aniversario de la Constitución: «Consensuar es aceptar
que la libertad es sobre todo respetar, que aceptar el pluralismo es la base
de la convivencia; que la dignidad del adversario debe ser en todo caso res-
petada. Para un país como España hecho de la intolerancia y en la persecu-
ción de la discrepancia, el consenso ha sido y debe seguir siendo la garantía
de nuestro futuro en paz. Cuando nos referimos a la Constitución no lo
hacemos a su contenido, lo hacemos a sus valores, a sus principios funda-
mentales e inspiradores. La Constitución es, en suma, una forma de convivir».
381
  A. Guerra, Cuando el tiempo nos alcanza. Memorias (1940-1982), Plaza
y Janés, Barcelona, 2004, pág. 225: «Nunca se había hecho el intento de
elaborar una Constitución para todos los españoles. Han sido Constituciones
impuestas por media España a la otra media, Constitución de unos partidos
contra otros. En verdad no eran verdaderas Constituciones porque no
cumplían con el elemento fundamental de una Constitución: ser un pacto
social, un contrato que hace la sociedad consigo misma, con todas sus partes».
382
  Ver, al respecto, Morodo, op. cit., págs. 74 y ss.

200
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

La discusión en el Congreso de los Diputados —se presentaron


más de un millar de enmiendas— y en el Senado, con posi-
ciones contradictorias en temas importantes, abrieron una fase
de conciliación parlamentaria entre las dos Cámaras, a través
de la constitución de una Comisión Mixta 383 que superara las
discrepancias y aprobara un texto conjunto. Lo que se alcanzó
bajo la Presidencia de las Cortes, de Antonio Hernández Gil
(retrato de Eduardo Naranjo, Congreso de los Diputados), y
de Fernando Álvarez de Miranda (retrato de Álvaro Delgado,
Congreso de los Diputados) y Antonio Fontán (retrato de
Joaquín Torrents Lladó, Senado), Presidentes del Congreso y
del Senado, respectivamente. Las discusiones empezaron el 16
de octubre y finalizaban el 25 del mismo mes, siendo el texto
avalado simultáneamente por los Plenos de ambas Cámaras el
día 31 de octubre de 1978. Un iter constituyente que se desa-
rrolló bajo un clima de distensión y cordialidad parlamentaria,
que contrastaba con la tensión social circundante.

Se había logrado, por primera vez en nuestra historia consti-


tucional, un texto concertado entre los distintos agentes po-
líticos. Tomás y Valiente lo explica bien: «Los autores de la
Constitución vinieron a decir algo parecido a esto: «Vamos a
jugar políticamente con arreglo a unas determinadas reglas
que nosotros, los representantes del pueblo elegidos democrá-
ticamente, pactamos y elaboramos. Y eso es el consenso» 384.
Realismo, compromiso y liberalidad: he aquí la tríada de las
renombradas virtudes políticas del poder constituyente de 1978.
383
  Junto a ellos estaban, en el ánimo de lograr el anhelado acuerdo, Alfonso
Guerra (PSOE), José Pedro Pérez Llorca (UCD), Miquel Roca (PDC),
Fernando Abril Martorell (UCD), Antonio Jiménez Blanco (UCD), Francisco
Ramos y José Vida Soria (PSOE).
384
  F. Tomás y Valiente, «Un siglo de historia constitucional
española: 1876-1978», en Obras Completas, t. V, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 1997, págs. 3928-3929: «… era necesario hacer un
texto constitucional “consensuado”, aunque la palabra sea fea, que lo es, pactado,
diría yo, precisamente para que a partir del momento de la aprobación del
texto constitucional, cada fuerza política no tenga que pactar con nadie cuando
gobierne, a no ser que tenga la mayoría suficiente para gobernar, ni se vea
tentada a cambiar el texto constitucional para hacerlo más a su gusto».

201
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Este consenso parlamentario, asentado en una noción compar-


tida de los principios básicos y de los contenidos sustanciales de
la Constitución, se puede entender, con la perspectiva que da el
tiempo, por distintas pero complementarias razones 385. En primer
lugar, una causa política inmediata: UCD, el partido ganador de
las elecciones de junio de 1977, no obtuvo sin embargo la ma-
yoría absoluta en el Congreso de los Diputados, lo que le im-
pelió a tener que realizar una política de acuerdos para poder
aprobar el futuro texto de la Constitución. En segundo término,
la convicción, ya reiterada, de poner fin a una perniciosa políti-
ca constituyente de bandería y de fuerte contenido ideológico,
que excluía a las minorías del proceso de gestación de nuestras
Constituciones decimonónicas y, por ende también, de la activi-
dad política; se requería, de una vez por todas, una Ley de leyes
común para regular un futuro común. En tercer lugar, porque,
aunque la oposición de izquierdas no había conseguido la vic-
toria en los comicios de 1977, el Ejecutivo de Suárez necesitaba
imperiosamente de su participación activa en la nueva construc-
ción jurídica; solo de esta forma, la Constitución aunaría el
principio de legalidad con el de legitimidad. Y, por último,
existía una motivación pragmática. Se requería de un mayorita-
rio asentimiento para cerrar los aspectos más conflictivos de la
Norma fundamental: la cuestión religiosa, el modelo económico,
el sistema de distribución territorial del poder, la manera de
elección del Presidente del Gobierno…

b) Políptico de los Ponentes constitucionales


de Hernán Cortés

De los siete ponentes constitucionales, el pintor Hernán Cor-


tés realizaba, cumpliendo el encargo del Congreso de los Di-
putados, un políptico de gran tamaño, pero construido sobre
siete retratos autónomos y dotados de singularidad (2009,
Congreso de los Diputados, Madrid). A cada uno de ellos los
385
  De Esteban, Curso de Derecho Constitucional Español, op. cit.,
págs. 101-103.

202
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

retrata de manera independiente, aunque no aislado de los


demás, tras seguir una labor de fina introspección sobre los
perfiles y caracteres de cada uno de ellos: Gabriel Cisneros (el
único que había fallecido antes del encargo, «era una persona
muy práctica y muy activa, y tiene tendencia al apasionamien-
to»), Manuel Fraga («es carácter, venía de ser embajador en
Londres, y eso se notaba en su manera de comportarse y de
vestirse»), Miguel Herrero de Miñón («aparece como un hom-
bre preciso y muy agudo»), Gregorio Peces-Barba («el aire
profesoral me ha pesado a la hora de representarlo»), José
Pedro Pérez Llorca («su sentido de la ironía es más que nota-
ble»), Miguel Roca Junyent («es cordial, pero a la vez distante
en el buen sentido de la palabra») y Jordi Solé Tura («es pon-
derado, equilibrado, y atesora la precisión en la mirada de un
hombre inteligente. En él hay una manera de haber vivido en
París»).

La única condición impuesta por la Mesa del Congreso al


formalizar la encomienda, con motivo del treinta aniversario
de la Constitución en enero de 2008, fue que los constituyen-
tes tuvieran el aspecto físico del momento. Los ponentes se
erigen plásticamente, nos aclara el artista, desde «el distancia-
miento y la ligereza», lo que permite el forjamiento de las fi-
guras «con líneas, de suerte que las cabezas estén más cons-
truidas, y los personajes se identifiquen mejor, restándoles
pesadez y grandilocuencia». Siguiendo sus propias palabras, «los
siete retratos aspiran a una unidad narrativa, coincidentes en
la necesidad del espíritu de construcción y de consenso que
había, pese a los escollos que tuvieron que superar».

De esta suerte, Miguel Roca se nos presenta de frente, situa-


do en el centro, tanto por azar, como por una razón pictóri-
ca, con Peces-Barba de perfil, y Fraga, de medio perfil, clau-
surando la composición: «Para guardar la unidad tienes que
cerrar el políptico con cierta contundencia para que no sea
monótono. Y jugar con perfiles, frentes, medios perfiles hacia
afuera, medios perfiles para dentro. Cisneros y Pérez Llorca

203
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

son los que tienen más movilidad, y el resto está más estáti-
co. Forman un equilibrio dentro de un conjunto» 386. Así es-
tructurados, se ha resaltado, «el tratamiento del rostro, y de
la mirada en las figuras retratadas, la orientación cambiante
del torso y su inserción en un fondo abstracto, que se con-
funde con una silueta solo insinuada; todos estos elementos
se benefician del estudio demorado de la tradición pictórica
española y extranjera sobre el género al mismo tiempo que
cualquier observador convendrá que componen un conjunto
de hechura moderna, que se enriquece de las aportaciones de
la experimentación de las vanguardias, prudentemente admi-
nistrada y asimilada» 387.

Algo más tarde, Cortés finalizaba, entre los años de 2007


y 2011, los retratos individuales, en esta ocasión por encargo
del Senado, en número de treinta y cuatro, de aquellos perso-
najes que jugaron un papel sobresaliente en los años de la
Transición Política y de la elaboración de la Constitución
de 1978. Unos dirigentes que, como los antes reseñados, algu-
nos se reiteran (como, por ejemplo, Fraga Iribarne o Peces-Bar-
ba), son la mejor exteriorización de las virtudes políticas de la
época constituyente. A saber, moderación, equilibrio, generosi-
dad, honestidad y ejemplaridad. Todos ellos, tanto los del
386
  H. Cortés, «Una conversación sobre el retrato», en Cortés, retratos para
una Constitución, Cádiz 2012, págs. 126-129, desgrana, con más detalle, la
manera de realización de las obras.
387
  J. Gomá Lanzón, «Notas sobre el retrato», en Cortés, op. cit., pág. 17.
Y continúa señalando, pág. 18: «En esa vera ef igies de ponentes
constitucionales y senadores de la galería comparece, sin duda, una
individualidad moderna con una mirada en la que brilla la consciencia de
su dignificada pero estremecida mortalidad. Pero aparece despejada del
aparato alegórico que en el retrato renacentista o barroco lo encumbra a las
altas esferas de su superior estatus, separado del resto por un abismo
infranqueable, como si fuera de otra naturaleza. Un encargo oficial propone
siempre una ejemplaridad. Ahora bien, esta galería, ejecutada en una época
igualitaria de la cultura, no persigue la obediencia respetuosa y admirada
del súbdito como en los tiempos de la ejemplaridad aristocrática sino la
identificación empática del ciudadano».

204
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Congreso de los Diputados como los del Senado, se enmarcan


dentro de la galería tradicional de los retratos de notables,
antiguamente cercanos a los de los héroes y semidioses. Pero
que hoy «ya no son héroes de linaje, de sangre, de alta cuna,
de laureles ganados en el campo de batalla. Les ha correspon-
dido vivir una época ni estamental ni bélica. Vivimos una era
de democracia, de igualdad de oportunidades y, por tanto, de
meritocracia (…) Los que vemos aquí son ejemplos de ciuda-
danía. Al homenajearlos a ellos nos lo estamos haciendo a
nosotros mismos, al conjunto de la sociedad, a nuestros valores
colectivos» 388.

La obra de nuestro, si me permiten la licencia, pintor constitu-


cionalista— nacido en la tierra liberal de la Constitución de 1812,
artífice de las obras institucionales más emblemáticas de esta
España constitucional 389 y ciudadano comprometido con nuestro
vigente régimen político— es tan moderna como la de sus dig-
nos representantes públicos: «Su medio de expresión es una
pintura actualizada por su rotundidad, su realismo, su limpieza,
su carencia de adornos». Y se continua diciendo: «Y añade a
todo esto un toque personal, de cercanía, de identidad. A Her-
nán Cortés le importa sobre todo la psicología del retratado.
Trata su modelo como un ser humano; en este caso, como seres
humanos reflexivos, preocupados y sensatos» 390. Su estilo es, ya
388
 J. Álvarez Junco, «La larga marcha de la democracia», en Cortés, op.
cit., pág. 11. Y sigue diciendo: «Los aquí representados reflejan el cambio de
la sociedad española, y de la imagen internacional del país, que ocurrió
justamente en la época de la Transición. Son dirigentes demócratas y respiran
democracia por todos sus poros. Son gentes del común, representan a la
generalidad de los españoles del momento. No a la España profunda,
estancada, la “España negra” de Zuloaga, taurina, fumadora, machista,
vociferante y cazallera, sino a la España profesional, urbana, trabajadora y
viajera a la vez que respetuosa y dialogante. A esa España que se proclamó
“europea”, en el mejor sentido de este término».
389
 En este sentido cabe citar también la autoría de las obras ¡Viva La
Pepa!, Cartel conmemorativo de la Constitución española de 1812 (Colección de
la Diputación de Cádiz) y Monumento de las Cortes de Cádiz (2008, Asociación
de la Prensa, Madrid).
390
  Álvarez Junco, «La larga marcha», en Cortés, op. cit., pág. 11.

205
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

se ha referido, «sobrio y austero —o mejor: porque su estilo es


sobrio y austero— el proceso que subyace a sus retratos es de
sutileza intrincada. Es difícil definirlo. En cada retrato laborio-
samente elaborado, se introduce en un laberinto de las formas
para, a continuación, sin que el Minotauro lo atrape, encontrar
su salida conveniente» 391. A causa de su compromiso estético,
pero ético también, «ha pintado a hombres de poder como si no
fueran hombres de poder; es decir, como hombres a los que no
se denigra pero tampoco se les concede reverencia» 392.

Pero echemos el freno a estas disquisiciones artísticas y regre-


semos a las más jurídicas. Y en ellas, ya en el recinto parla-
mentario, se escucharon sin embargo en su día intervenciones
muy críticas con el método constituyente adoptado y el papel
del consenso, no pocas veces tejido fuera de los órganos de las
Cámaras. Fue el caso del señor Barrera Costa: «… la demo-
cracia parlamentaria falla por su base cuando las discusiones
en el hemiciclo son sustituidas por lo que los franceses llaman
maquignonnage, las transacciones propias de comerciantes de
ganado hechas en un lugar cerrado. Es, sobre todo, por medio
de transacciones de este tipo como se ha llegado a fórmulas de
compromiso durante el periodo de discusión en Comisión del
proyecto constitucional a cuyas transacciones se ha querido dar
el nombre de consenso». También por el señor Gómez de las
Roces: «Afirmo, por tanto, que esto, más que un debate general,
es un consuelo de afligidos, una especie de plaza de gracia que
recibimos los que no fuimos ni siquiera invitados a más altos y
391
  R. Argullol, «Una pregunta para el pintor Hernán Cortés», en
Cortés, op. cit., pág. 21. A lo que añade: «A los espectadores sus pinturas
nos parecen elegantes, pulcras, con la expresión emocional a punto de
estallar pero siempre contenida en el momento justo; sin embargo, si
pudiéramos ir más allá nos encontraríamos con un caos previo hecho de
tentativas y potencialidades que se han ido depurando hasta que se filtra
la forma idónea (…) En la obra de Hernán Cortés tampoco hay
serialización. Ni siquiera en sus grandes polípticos anteriores, frente a los
cuales otro pintor de menor envergadura artística hubiese, seguramente,
sucumbido a la tentación de la autocopia. Aquel, por el contrario, aplica a
su fascinante mosaico coral el mismo principio creativo que ha regido en
sus retratos individuales, con la añadidura de una arquitectura compositiva
excelentemente resuelta».
392
  Ibidem.

206
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

sobre todo más eficaces manteles (…) parte de esta Constitución


(no sé por qué digo parte) no se elaboró entre estas paredes; que
naturalmente ello es un procedimiento reprobable porque burló
el obligado conducto parlamentario y la publicidad que pide el
pueblo». Como asimismo por parte del señor Letamendía, que
se lamentaba de la retirada de importantes enmiendas por los
partidos políticos de izquierda «en aras del consenso». Incluidas
ciertas objeciones por el mismo Fraga: «… el consenso es el
resultado final no el comienzo del gran debate constitucional. Y
no consiste por lo mismo, en eludir las cuestiones, en remitirla
a reuniones privadas; no consiste en disimularlas detrás de las
palabras abstractas porque no las comprendemos» 393.

c) Alegoría de la Paz. Homenaje al vigésimo quinto aniversario


de la Constitución de 1978, de Guillermo Pérez Villalta

Los ponentes constitucionales volverían a reunirse, con la ex-


cepción de Solé Tura, que ya estaba enfermo, en el Parador
Nacional de Gredos el 7 de octubre de 2003 —donde se habían
celebrado en su momento algunas reuniones de trabajo— con
ocasión del vigésimo quinto aniversario de la Constitución.
Desde la ciudad abulense hicieron pública una nota que resal-
taba la actualidad de la Constitución, haciendo hincapié en la
trascendencia del pacto constitucional y del acuerdo político.
En la Declaración se podían leer alusiones directas y porme-
norizadas al consenso constituyente: «El mérito de la Ponencia,
si lo hubiere, fue acertar a interpretar los anhelos de paz y de
libertad que alentaban en lo más profundo del pueblo español.
Solo al cumplimiento fiel de aquel mandato cabe atribuir la
perduración de nuestro Texto constitucional, frente a la efíme-
ra vigencia de tantos precedentes, expresión de la circunstancial
hegemonía de una parte y no del pacto entre todos». Para
asimismo reafirmar la perdurabilidad de esta filosofía: «… per-
manecen incólumes el espíritu de reconciliación nacional, el
393
  Opiniones recogidas en G. Peces-Barba, La Constitución española
de 1978. Un estudio de Derecho y Política, Fernando Torres Editor, Madrid,
1981, págs. 13 y 14.

207
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

afán de cancelar las tragedias históricas de nuestro dramático


pasado, la voluntad de concordia, el propósito de transacción
entre las posiciones encontradas y la búsqueda de espacios de
encuentro señoreados por la tolerancia que constituyen la con-
ciencia moral profunda de nuestro Texto Constitucional». Algo
que los tres ponentes todavía vivos, Herrero de Miñón, Pérez
Llorca y Roca Junyent, han ratificado recientemente con oca-
sión de su comparecencia en la Comisión para la evaluación y
la modernización del Estado Autonómico en el Congreso de
los Diputados, ante la eventualidad de una reforma de la
Constitución: «Si no hay consenso, no empecemos a hacer
nada».

Del año de 2003 hay una curiosa obra de Guillermo Pérez


Villalta, Alegoría de la Paz. Homenaje al XXV aniversario de la
Constitución de 1978 (2003, Patrimonio Nacional, Madrid),
sobre la que en 2005-2006 la Real Fábrica de Tapices ejecutó
un bello tapiz. El origen del motivo se encuentra en un con-
curso abierto de cartones convocado por Patrimonio Nacional
en 2003, que fue sin embargo declarado desierto. Tras consul-
tar a diversos especialistas de la citada institución, se decidía
realizar la encomienda del cartón preparatorio a Guillermo
Pérez Villalta, que disfrutaba de experiencia en tales trabajos
para alfombras (La fábula de Aracne, Penélope, El Minotauro y
Los emblemas del amor). Del primero de los bocetos el propio
pintor haría tres años más tarde la siguiente descripción de la
pintura y su simbología: «Hay un personaje femenino que re-
presenta la paz sentada en un sillón, también como idea del
bienestar, situada bajo un árbol que es el del conocimiento. La
fuente que mana agua de la que vamos a beber todos se supo-
ne que es la de la propia Constitución. Enfrente se sitúa otro
personaje, masculino, que encarna la sabiduría, con el farol,
dando idea de su búsqueda del conocimiento, y la escalera para
ascender gracias a él, llegando al final a la altura de los frutos
del árbol de la sabiduría que recogerá». Y continuaba explican-
do: «Por lo demás, desarrollé toda una serie de alegorías, como
los niños llevando a la arquitectura o la ingeniería; o esos otros

208
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

que tienen la ayuda de la abundancia, las artes. Al final, en el


cartón definitivo se plasmó todo un alarde de invención deco-
rativo a base de flores, de elementos ornamentales, de estrellas…
Era una apoteosis de la exuberancia» 394.

Recibida la obra, Patrimonio Nacional la consideró satisfac-


toria, aunque hizo las siguientes cuatro observaciones: faltaba
una referencia a la monarquía; incrementar el tamaño de la
cenefa; una modificación de la leyenda, pues daba la sensación
de que la vigencia de la Carta Magna se circunscribía al pe-
riodo comprendido entre 1978 y 2003; y la presencia de un
número excesivo de putti con sus exageradas «carnes» y «car-
naciones». Las tres primeras sugerencias fueron satisfechas por
el artista. En lo que nos importa, se reprodujo el símbolo de
la monarquía parlamentaria a través de «la Corona real sobre
el escudo de España, interpretado con alguna licencia y des-
plazadas más abajo las columnas de Hércules con la divisa de
Carlos V («Plus Ultra»). También introdujo el Toisón de Oro,
insignia de la orden vinculada, por excelencia a la monarquía
española» 395.

Realizada al temple sobre lienzo, es una simbolista recreación


del instante constituyente con los elementos tradicionales de
su inconfundible estilo: la metáfora, el clasicismo, las ganas de
vivir y el panteísmo generalizado. La composición, de una gran
complejidad narrativa, y de la que hay constancia de los cam-
bios sufridos en sus cuadernos de apuntes, muestra una colo-
rista escenografía, con un hombre portando en cada una de sus
manos una escalera y una linterna, un florido jardín, el Jardín
de las Hespérides, con un naranjo entroncado 396 en una refres-
cante fuente, y una mujer, asentada en una silla de madera, en
posición reflexiva, con su mano izquierda extendida sobre un
libro abierto —¿la Constitución?—, mientras su codo derecho
394
  J. Barón, ficha de la obra, en Arte contemporáneo en Palacio…, op. cit.,
pág. 131.
395
  Ibidem.
396
  Recuerda en su factura del naranjo el grabado conmemorativo
elaborado para la Universidad Rey Juan Carlos en el año de 2005.

209
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

descansa en un globo azulado. A su alrededor juguetean alegres


y confiados un grupo de angelotes con una rueda, un pájaro y
una cesta con frutas diversas, procediendo uno de ellos a comer
unas apetitosas uvas.

Javier Barón ha resaltado perspicazmente las siguientes por-


menorizadas consideraciones: «Se trata, en todo caso, de un
locus amoenus, de un huerto no cerrado, sino con su cancela
abierta al fondo. Las vallas, más que un obstáculo, suponen,
con sus perfectos rectángulos, circundados por setos de la
misma altura, una delimitación racional del espacio de modo
que todo el ámbito sugiere al fin una idea del jardín de Es-
paña, ordenado por la Constitución». Y sigue diciendo: «La
fuente que ocupa el centro hace pensar en las representacio-
nes de la fuente de la vida, de la gracia o de la juventud (…)
De la fuente surge el tronco del árbol del Conocimiento (…)
A la derecha se halla la representación de la Paz sentada, con
la cabeza, coronada con hojas de olivo, apoyada en su mano,
al modo de las imágenes de la Melancolía (…) A la izquier-
da, el personaje masculino con la escalera y el farol que, como
el artista indica, camina hacia el árbol de la ciencia para
coger sus frutos, viste una camisa bordada con representacio-
nes de espirales, símbolo de reflexión introspectiva, que ter-
minan en llamas, que representan la pasión por el conoci-
miento, así como gotas de sangre expresivas del sacrificio (...)
aquí el farol lleva representaciones de ojos alusivas a la cla-
rividencia. La escalera es en sí misma un símbolo de ascenso
a una sabiduría que, por su color azul, revela un carácter
espiritual» 397.
397
 Barón, op. cit., págs. 132-133; sigue manifestando, en lo relativo a
los putti, que «… representan las artes, con símbolos, a la derecha,
relacionados con la invención (el aeroplano con forma de ave), la arquitectura
(el juego de construcción) y la ingeniería mecánica (la rueda). A la
izquierda cabalga una cornucopia dorada alusiva a la prosperidad y sujeta
un racimo de uvas con expresión dionisiaca y la ambivalente significación
relacionada con la fecundidad, el goce y el sacrificio. Sigue otro putto,
relacionado con el juego y el movimiento, que sujeta en sus manos un
molinillo de viento y un tropo…»

210
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

d) Sin título (de la serie «Te hablo de lo cotidiano»), de Javier


Garcerá

También al hilo de la conmemoración de los veinticinco años


de la Constitución, el Senado concedía el premio de pintura
convocado al efecto al artista valenciano Javier Garcerá por una
obra, sin título, de su serie «Te hablo de lo cotidiano» (2003).
Se trata de una recreación del lienzo de «La muerte de Marat»
(1793, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas), del
neoclasicista Jacques-Louis David 398, el pintor regicida de la
Francia revolucionaria, y después de Napoleón Bonaparte, don-
de el radical jacobino, uno de los responsables del llamado
Régimen del Terror, aparece muerto en la bañera tras ser ase-
sinado por la girondista Charlotte Corday 399.

El cuadro parece hacer suyas las palabras que Santiago Ca-


rrillo rememoraba en el año 1978 sobre las gigantescas dife-
rencias entre los periodos constituyentes de 1931 y 1978. Unos
tiempos republicanos presididos por la agresiva exclusión del
diferente, por la fratricida pugna de unos españoles contra
otros y por el desafortunado espíritu de bandería de sus nor-
mas y leyes: «Una de las características de aquellas Cortes
republicanas es que una parte de los diputados soñaban que
estaban haciendo la Revolución Francesa». Una época supe-
rada con la promulgación de la Constitución de 1978, expre-
sión de una voluntad popular y generalizada, configuradora
de una Nación integrada, que se da, en tanto que fundamen-
tal decisión de un pacto constituyente inclusivo, su copartici-
pada Norma fundamental de convivencia en paz y en libertad.

Si el lienzo de Pérez Villalta exterioriza una joie de vivre, la


obra de Garcerá es, podríamos considerar, compartida su in-
tencionalidad política, su revés, hasta su antítesis, tanto sim-
bólica como plástica. Ejecutado en blanco y negro, con colo-
398
  Ver, por ejemplo, P. González-Trevijano, La mirada del poder, Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pág. 393.
399
 Sobre el asesinato del revolucionario francés, P. González-Trevijano,
Magnicidios de la historia, Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores, Barcelona,
2012, págs. 45-68.

211
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

res fríos, apagados y metálicos, revela el lado más siniestro de


los momentos políticos, como en la Francia de 1793, asenta-
dos en la persecución, la brutalidad y la segregación. La de-
solación es la protagonista de un angustiado ambiente sobre-
cogedor. Todo aquello, precisamente, que anhela dejar atrás
para siempre la Transición Política y la Carta Magna de 1978:
«El drama de un proceso constituyente sin consenso, de la
imposición revolucionaria frente a la tradición conservadora.
El drama de la violencia sustituyendo al diálogo. La elimina-
ción del adversario frente a la concordia. La tragedia de la
confrontación política transformada en contienda civil. La
muerte jugando sus cartas para resolver los conflictos fuera
de toda ética y abriendo heridas de lenta cicatrización con
sus secuelas de rencores e inestabilidades. Así fueron aquellos
años de convulsión en que los fanáticos jugaban al todo o
nada, para acabar en nada» 400.

Nuestro pintor nos recuerda que la realidad política no siem-


pre es ejemplar, y que por tanto hay que ser cuidadosos con
la gestión y llevanza de los asuntos públicos. De no ser así,
las consecuencias terminan siendo, como en la Francia revo-
lucionaria del fanático médico francés, funestas. Sus efectos
saltan a la vista: un páramo de aflicción individual y colecti-
va. Un paisaje urbano de pesadumbre y desconsuelo. Dan
ganas, literalmente, de escapar ante tanto ahogo y sinsabor,
de abrir las puertas de par en par, de dejar paso a la bene-
factora luz. Es difícil hasta respirar. El aire está viciado, casi
nos falta. La malhadada relación dialéctica amigo-enemigo no
puede predeterminar las relaciones de poder, las reglas polí-
ticas y jurídicas no pueden aprobarse a sangre y fuego, la paz
social no puede erigirse sobre la feroz imposición. La presen-
cia, en el lado izquierdo de la composición, de un difumina-
do ventanal medio derruido, con sus ventanas desvencijadas
y con sus cristales hechos añicos, y el aspecto abandonado y
mugriento del entorno en el que se sitúa la lúgubre esceno-
grafía, son el testimonio gráfico de lo que no hemos de vol-

 F. Gabriel Elorriaga, Arte y Política. Artistas Valencianos en el Senado,


400

Diseñarte, Valencia, 2005, pág. 135.

212
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

ver a repetir nunca más. La España constitucional habría echa-


do para siempre un tupido telón a los peores espectros de una
Nación antes en armas, y hoy hermanada en sus aspiraciones
y deseos.

Hemos de ser, no obstante, justos. La política del consenso


tuvo un fructífero ensayo con los denominados Pactos de la
Moncloa (Acuerdos sobre el programa de saneamiento y reforma
de la economía y sobre el programa de actuación jurídica y polí-
tica), suscritos en el Palacio de la Moncloa el 25 de octubre
de 1977, simultáneamente, pues, al debate constituyente, y un
año antes de la promulgación de la Constitución. Una pro-
gramación económica y política impulsada por el Ejecutivo
de UCD y las principales fuerzas políticas, a la que se suma-
rían, no sin dificultades, los dos sindicatos mayoritarios: Co-
misiones Obreras (CCOO) y la Unión General de Trabaja-
dores (UGT). Dejando al margen las medidas económicas,
adoptadas en una coyuntura extremadamente difícil, con una
elevada tasa de desempleo, una pérdida de divisas insostenible
y una galopante inflación, se aprobaban, como marco previo
de democratización, la regulación de ciertas materias de con-
tenido político y jurídico innegable: se consagró el derecho
de asistencia al detenido; se despenalizó el delito de adulterio
y el amancebamiento; se reconocía la libertad de prensa po-
niendo punto final a la censura previa y se dejaba al Poder
judicial el secuestro de las publicaciones; se reglaron los de-
rechos de reunión, asociación política y de asociación sindical;
se protegió activamente la libertad de expresión; se tipificó el
delito de tortura; se acordó la restricción de la jurisdicción
militar; y se derogó la estructura del Movimiento Nacional.
Los Pactos de la Moncloa fueron, según un actor destacado
de la época, «el programa básico de la transición democrática
dado por las fuerzas políticas para asegurarlo (…) De hecho
eran el acuerdo más progresista realizado en nuestro país
desde los años treinta, entre fuerzas obreras y burgueses (…)
en ellos se sientan las bases de la sociedad civil de derecho,

213
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

democrática, que luego se plasmarían en diversas leyes y en


la Constitución» 401.

Los mencionados compromisos políticos y económicos fueron


posteriormente avalados por el Pleno del Congreso de los
Diputados. Una concertación que, además de allanar el cami-
no de la Constitución, puso los mimbres para la entrada años
después en la Comunidad Económica Europea 402. La idea que
latía en el trasfondo de los Pactos, como subrayó un partíci-
pe de entonces, fue «un ajuste general para luego abordar una
Constitución para todos y no que estuviera partida; ese era
el sentido profundo de aquellos pactos». Por ello desde el
mundo sindical se defendió prontamente la bondad del pro-
ceso constituyente asentado en una política de conciliación
que habilitara una Constitución «abierta y no partidaria, una
Constitución de todos los españoles sin excepción»  403. Los
Acuerdos de la Moncloa constituyeron, sin género de dudas,
«una cobertura política, social y económica a ese período
constituyente» 404.

Pero hay más. Durante el procedimiento de elaboración de la


Constitución el consenso entre el Gobierno y las demás fuer-
401
  S. Carrillo, Memorias, Planeta, Barcelona, 2006, págs. 745-746.
402
  E. Fuentes Quintana, «De los Pactos de la Moncloa a la entrada en
la Comunidad Económica Europea (1977-1986)», en Revista I.C.I.,
noviembre de 2005, págs. 40-41, apuntaba, en un contexto económico tan
difícil, la necesidad ineludible de consensuar una política económica común:
«Era esa realidad la que obligaba a las fuerzas políticas que habían obtenido
representación parlamentaria a buscar un diagnóstico compartido de la crisis
económica que permitiera hallar las medidas con las que evitar que un caos
económico obstaculizase la llegada de la Constitución». Sobre el papel del
empresariado ver también las reflexiones de J. M. Cuevas, «La decisiva
aportación empresarial a los 25 años más prósperos de España», en Impresiones
sobre la Constitución española de 1978, op. cit., págs. 189 y ss.
403
  N. Redondo, Escritos y Documentos, 1976-1994, Publicaciones Unión
S.L., Madrid, 2002, págs. 32 y 33.
404
  M. Camacho, Conf ieso que he luchado, CC.OO., Madrid, 1988,
pág. 102.

214
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

zas parlamentarias de oposición permitió la aprobación, por


muy amplia mayoría, de alguna legislación verdaderamente
relevante. Es el caso, en primer lugar, de la normativa
electoral 405. Tras cuarenta años de dictadura se iban a celebrar
las primeras elecciones democráticas el 15 de junio de 1977,
lo que obligaba al Ejecutivo a diseñar un nuevo régimen jurídico
que las dotase, a pesar de algunas insuficiencias técnicas, de las
garantías requeridas en unos comicios libres 406. A cuyo efecto
se dictaba el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo,
acordado con las distintas fuerzas políticas. Una regulación que
se mantuvo, ni más ni menos, que hasta la actual Ley Orgá-
nica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General,
extendiendo sus efectos a las elecciones de 1 de marzo de 1979
y 28 de octubre de 1982 407. Y algo semejante aconteció en
materia local, con la promulgación, seis meses antes de la
Constitución, de la Ley 39/1978, de 17 de julio, de Elecciones
Locales.

Existen asimismo otros dos ejemplos reveladores. El primero,


la aprobación, unos días antes que la Constitución, de la
Ley 54/1978, de 4 de diciembre, de Partidos Políticos 408, que
405
 Sobre la necesidad de gozar con un régimen jurídico que garantice
la naturaleza libre e igualitaria de las elecciones, ver por todos, la clásica obra
de W. J. M. Mackenzie, Elecciones libres, traducción de F. Condomines Pereña,
Tecnos, Madrid, 1962, págs. 21 y ss.
406
  Un examen, por ejemplo, de la normativa electoral, en A. López Pina,
«En torno a la Ley Electoral», Revista Sistema, n.º 16, 1977, págs. 95-111.
407
  Una reflexión sobre el Decreto-ley de 1977 y la Ley de Régimen
Electoral General de 1985, extraordinariamente influenciada por la normativa
preconstitucional, en E. Arnaldo, El régimen electoral en España, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, págs. 17 y ss. y El
carácter dinámico del régimen electoral español. Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2002.
408
 Ver, por ejemplo, entonces, J. J. Campo, «Sobre el régimen jurídico-
constitucional de los partidos políticos», en Revista de Derecho Político,
n.º 26, 1988, págs. 9-26; y M. Satrústegui, «La reforma legal de los partidos
políticos», en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 46, 1996,
págs. 81-105.

215
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

ha estado vigente veinte años hasta la Ley Orgánica 6/2002,


de 27 de junio, de Partidos Políticos. El segundo, la Ley 62/1978,
de 26 de diciembre, de Protección Jurisdiccional de los Dere-
chos Fundamentales de la Persona, que desarrollaba el proce-
dimiento preferente y sumario del artículo 53. 2 de la Consti-
tución, promulgada casi simultáneamente que nuestra Carta
Magna 409.

No obstante, la noción del consenso fue, como hemos visto, y


lo es todavía hoy, objeto de afiladas críticas por ciertos sectores
de la clase política, como también por alguna doctrina iuspu-
blicista. Recuerden, sin ánimo exhaustivo, las siguientes peyo-
rativas expresiones: «la barrera del consenso», «la muralla del
consenso», «el muro de Berlín», «acuerdo como los de Yalta o
Postdam», «la dictadura de la mayoría», «la pastelería del con-
senso», «fórmula culinaria», «pared de cristal rosado, frágil y
delicado», «consuelo de afligidos» 410… Alzaga se sentiría obli-
gado a hacer del mismo, en el primero de los comentarios
aparecidos sobre la Constitución, la siguiente defensa: «esa
palabreja que se ha convertido en manos de algunos políticos
y periodistas no caracterizados precisamente por su pensamien-
to profundo, en un auténtico latiguillo, era, a poco que se
409
  Sobre la Ley 62/1978, de 26 de diciembre, ver, entre otros, A. Cano
Mata, Comentarios a la Ley 62/1978, de 26 de diciembre, sobre Protección
Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona (Doctrina del Tribunal
Constitucional), Edersa, Madrid, 1985; M. Carrillo López, La tutela de los
derechos fundamentales por los tribunales ordinarios, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1995; V. Fairén Guillen, «El procedimiento
preferente y sumario y el recurso de amparo en el artículo 53. 2 de la
Constitución», en Revista de Administración Pública, n.º 89, 1979,
págs. 207-250; J. García Morillo, El amparo judicial de los derechos
fundamentales, Ministerio de Justicia, Madrid, 1985; y J. Salas y J. Tornos,
«Comentarios a la Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos
Fundamentales de la Persona», en Revista de Administración Pública,
n.º 93, 1980, págs. 29-66.
 Ver un examen detallado de las opiniones y juicios vertidos durante el
410

periodo constituyente, en J. M. García Escudero y M. A. García Martínez, La


Constitución día a día, Congreso de los Diputados, Madrid, 1998, págs. 24 y ss.

216
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

paren mientes, el espíritu que debía inspirar la elaboración de


la Constitución» 411. Algunos años más tarde, uno de nuestros
ponentes constitucionales, Peces-Barba, reivindicaba sin com-
plejos la fórmula transaccional, más allá de tratamientos ligeros
y superficiales, como «un concepto enraizado en la historia de
la cultura jurídica y política del mundo moderno y clave para
entender el sentido de la sociedad democrática». Una manera
de actuar que encuentra aposento último en el contrato social,
vinculado al liberalismo político, al socialismo democrático y a
la solidaridad, que explica la formación y el mantenimiento de
las sociedades modernas, con la correlativa toma de conciencia
del relativismo histórico inspirador de la fundamentación de la
sociedad, el Estado y del Derecho.

Así comprendido, el consenso es mucho más que un simple


procedimiento en pos del mero compromiso, pues nos sitúa
ante un «acuerdo en lo fundamental, es un pacto para la paz
y para la convivencia con profundas raíces éticas y culturales
que pretende superar una tradición de enfrentamientos y
buscar la coincidencia en lo fundamental». Una avenencia que
se especifica prioritariamente, en el caso de nuestra Carta
Magna de 1978, en los valores superiores del ordenamiento
jurídico, que prescribe expresamente su artículo 1.1: «España
se constituye en un Estado social y democrático de Derecho,
que propugna como valores superiores del ordenamiento ju-
rídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo polí-
tico». Un entendimiento esencial, en fin, acerca de las reglas
de juego y de las materias fundamentales con la finalidad de
evitar, como en el pasado, «Constituciones de medio país
contra otro» 412.

 Alzaga, Comentarios…, op, cit., pág. 47.


411

 Peces-Barba, op. cit., págs. 13-20. Y dice asimismo: «En otras palabras,
412

el consenso son las reglas del juego, de la convivencia, donde solo uno no
puede cambiar y es precisamente la posibilidad del cambio, porque si ésta
desapareciese se obstruiría totalmente el progreso social y la única salida sería
el caos. Pero también el consenso tiene un contenido material, que hoy es
mixto-liberal y socialista democrático, y supone los grandes rasgos de un

217
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

3)  Consenso nacional

a)  Vox populi, vox Dei

Regresemos, no obstante, otra vez al proceso constituyente.


Tocaba ahora, de conformidad con las previsiones establecidas,
someter el Texto constitucional aprobado por las Cortes a re-
feréndum nacional para su refrendo por parte de la ciudadanía.
La campaña se iniciaba el día 20 de noviembre de 1978 con
la mayoritaria solicitud del «sí» por los partidos políticos. El 6
de diciembre el pueblo español respaldaba, con una participación
del 67,11% 413, y con el apoyo afirmativo del 87,16% de las
papeletas, la anhelada Constitución. Segunda expresión, por
tanto, del consenso: el consenso directo e inmediato del pueblo
español.

modelo de sociedad que ya no es la liberal representativa, pero que tampoco


es todavía la alternativa sociedad socialista». Un sentido vertebrador y amplio
del consenso que nuestro ponente constitucional pone en relación con las
formulaciones en Francia de M. Duverger, en Pouvoirs, Presses Universitaires
de France, París, 1975, p. 27 —«ninguna sociedad política puede vivir sin
consenso, es decir sin un acuerdo previo relativo a la forma de gobierno, a
sus relaciones con los ciudadanos y a sus relaciones entre sí…»— y en H.
Hart, The Concept of Law, Oxford University Press, 1961, pág. 239 —el
consenso «es el contenido mínimo del Derecho natural»—.
413
 Esteban, Curso de Derecho Constitucional Español, op. cit., pag. 99,
explica las razones de la inesperada abstención: «Evidentemente nadie
podía negar que el electorado español dio muestras en su conjunto de
cierta atonía: la falta de entrenamiento democrático durante cuarenta años,
el desencanto de que con la democracia no se arreglaban de forma auto-
mática las cosas en el país, la poca imaginación de la clase política y la
práctica del consenso fueron algunas de las causas que pueden explicar la
pasividad ciudadana. Además, la campaña a favor del referéndum resultó
monótona y tediosa, produciéndose el efecto boomerang que es posible ver
con respecto a los medios de comunicación de masas, cuando no se utilizan
apropiadamente, y que comportó el distanciamiento del elector en un tema
del que dependía su vida futura. Es más: concretamente en el País Vasco
y Navarra a estas razones se añadían otras, como las presiones que ejercie-
ron los partidos nacionalistas, fomentando el miedo o el escepticismo, a fin
de lograr, como así fue, un alto grado de abstencionismo muy superior a
la media nacional».

218
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

b)  El abrazo, de Juan Genovés

La obra pictórica 414 que explicita mejor que ninguna otra el


deseo de reconciliación nacional 415, cimentado en el pacto, la
transacción y el acuerdo, es el El abrazo de Juan Genovés (1976,
primero se ubicó en el Museo Español de Arte Contemporá-
neo, donde acabó guardado en una caja 416; después fue a parar

414
  Evidentemente no quedan aquí las representaciones de la Constitución
de 1978. Un gran número de instituciones públicas y de ciudades y pueblos
de España, de norte a sur, y de oeste a este, han ido paulatinamente erigiendo
monumentos de lo más variado de nuestra Carta Magna de 1978. Entre ellas
podemos resaltar, sin ánimo exhaustivo, algunas de ellas. En la pintura, por
ejemplo, la obra del gallego Alfonso Costa Beiro, Los españoles y la Constitución,
(1983, Congreso de los Diputados), con la presencia de una alta mujer en el
centro de la escena, vestida con una blanca toga, y con una delgada bandera
de España que cruza delante de sus ojos, y enmarcada entre dos columnas, a
cuyo alrededor se encuentran rodeándola una serie de indefinidos ciudadanos;
la de Agustín de Celis Gutiérrez, Homenaje a la Constitución española de 1978
(1983, Congreso de los Diputados), con un tríptico que apunta la figura hu-
mana y su protección por la Constitución. Y, dentro de la escultura, entre otras,
la de González «Lalín», Homenaje a la Constitución (Rivadavía, Orense), donde
el libro abierto de la Constitución se apoya en un mapa de España; la de
Gustavo Torner, Monumento a la Constitución (1986, Cuenca), con una leyen-
da aleccionadora: «Estructura plural y unitaria en equilibrio por tensiones
contradictorias sobre una base de gran firmeza»; Homenaje a la Constitución
(Facultad de Letras de la Universidad de Murcia), consistente en dos tubos en
codo y paralelos con unos travesaños colocados aleatoriamente; Homenaje a la
Constitución (Plaza de las Tres Culturas, Toledo), realizado por los alumnos de
la Escuela Taller de la ciudad; Homenaje a la Constitución, de Florencio de
Pedro Herrera (Paseo de la Constitución, Zaragoza), con tres pirámides agu-
zadas metálicas al aire; Monumento a la Constitución de 1978 (Plaza de la
Constitución, Cádiz); Homenaje a la Constitución (Torre-Pacheco, Murcia), de
Maite Defruc, con tres escaleras que representan, a través de sus peldaños, a
los artículos del Texto constitucional; Homenaje a la Constitución (Vilagarcía de
Arousa, Pontevedra), de José Manuel García «Grangel»; Plaza y fuente de la
Constitución (Linares, Jaén), con una mujer que encarna la Constitución, suje-
tando una paloma en su mano en símbolo de paz; o Homenaje a la Constitución,
de Nacho Felgueras (Medina-Sidonia, Cádiz), etc.
415
  P. González-Trevijano, «La Constitución tiene quien la pinte»,
en ABC, 28 de agosto de 2015.
416
  El pintor recuerda sus avatares: «En fin, que durante mucho tiempo
El Abrazo ha permanecido en los almacenes de los museos. Periodistas de

219
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

al sótano del Museo Centro Nacional de Arte Reina Sofía, y


hoy colgado en el Congreso de los Diputados), convertido en
un icono de la Transición Política 417. «El Congreso es —dice
el pintor— el lugar perfecto. Es el lugar en el que debe estar,
la casa de la democracia española. No debe salir ya del Con-
greso» 418. El cuadro fue sin embargo vendido inicialmente a un
coleccionista norteamericano, aunque una eficaz gestión por
parte de la Dirección General de Bellas Artes consiguió su
recompra. Se trata del trabajo más conocido del artista valen-
ciano, reproducido en el cartel para Amnistía Internacional en
tiempos de la Transición, que se transformará más tarde en una
escultura con el mismo título en homenaje a los abogados
laboralistas asesinados en Atocha en 1977 (2003, Plaza de
Antón Martín, Madrid). El lienzo, afirma Bozal, es el resulta-
do de una evolución que «avanza hacia una crónica que pre-
tende también un realismo fotográfico fuertemente expresivo» 419.
La composición disfruta de un sujeto, de naturaleza colectiva,
que se muestra estático y fijo, prescindiendo de cualquier otra
representación accesoria o complementaria. Lo más caracterís-
tico, explica el autor, «es el juego espacial, ese moverse sin
moverse, ese moverse quieto, ese misterio tan maravilloso que
permite que le des movimiento a algo estático».

todo el mundo venían a hacer reportajes sobre la Transición española y me


preguntaban por qué ya entrada la democracia ese cuadro tan emblemático
seguía oculto. Y yo les contestaba entre risas que El Abrazo había nacido en
la clandestinidad y que le gustaba vivir así. Muchas delegaciones extranjeras
querían ver la obra que se había convertido en un símbolo internacional.
Iban al Reina Sofía, sacábamos la obra del almacén, la colgábamos y luego
de vuelta al depósito del Reina».
417
  En este sentido, por ejemplo, F. García de Cortázar, Historia de
España desde el arte, Planeta, Barcelona, 2007, pág. 564. También en J. Álvarez
Junco y A. Shubert, Nueva historia de la España contemporánea, Galaxia
Gutenberg, Madrid, 2018.
418
  El País, 22 de octubre de 2015.
419
  V. Bozal, Arte del siglo XX en España, t. II, Espasa Calpe, Madrid, 1995,
págs. 485-486.

220
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Sus actores principales y únicos son una fundida amalgama de


ciudadanos que de forma emotiva exteriorizan, en un gran
abrazo transindividual, las ideas de fraternidad y solidaridad. La
práctica totalidad de los ciudadanos, que aspiraban a vivir bajo
un régimen constitucional presidido por las ideas de libertad y
justicia, se exhiben de espaldas. No importan sus caras, ni sus
rasgos. Los individuos se confunden con la multitud arrastrada
literalmente hacia el objetivo común que les trasciende: la re-
conciliación. De sus dieciséis componentes, casi todos nos dan
la espalda, algunos casi ni se ven, y de otros, no apreciamos más
que sus cabezas, brazos o manos. Unos brazos y unas manos
que se aúnan en un aleccionador y generalizado abrazo. La
única excepción, que compensa plásticamente y hace más evi-
dente la finalidad deseada, es la segunda figura por la derecha,
que se abraza, enseñándonos la mitad de su cara, con otro
entusiasmado compañero. Una mujer se cuela asimismo, por la
derecha de la escena, mirando hacia el futuro venidero. Quedan
ya pues muy lejanos otros trabajos en los que se denunciaba la
dictadura franquista: El preso (1965), Desconcierto (1970), Seis
jóvenes (1975), Gente corriendo (1975), Ojos vendados (1977), Hoy
como ayer (1976) o Tribunal de Orden Público (1976). En aque-
llos casos aparecían visibles las sensaciones de frustración y
temor: «El motor de mi obra ha sido el miedo. Mis personajes
huyen hacia cualquier espacio donde haya un poco de armonía,
donde haya un ideal de justicia». A ellos les era pues aplicable
la aguda observación de Rafael Alberti: «Los cuadros de Ge-
novés son una mirilla de teleobjetivo dirigida contra una anó-
nima masa humana, sujeta a un orden coercitivo de terror».

Genovés entiende, como antes Picasso, que el arte no está


ideado para ensalzar habitaciones y estancias: «La pintura no
está hecha para decorar las paredes. Está hecha para la reflexión,
para el pensamiento, para convivir con la sociedad, para dialo-
gar junto con las otras artes, con los problemas sociales, para
ver lo que no imaginamos, ¡para tantas cosas! También para la
lucha por cambiar y para la sociedad en sentido de progreso,
para acompañar ese cambio». Esto es lo que visualizamos: un

221
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

abrazo vigoroso y determinado, y no de mero protocolo y cor-


tesía. Sea como fuere, la obra, como acontece siempre, se ha
independizado de su autor, disfruta de vida propia: «este cuadro
ya no me pertenece, su imagen pertenece ahora a todo el mun-
do. Lo que está claro es que la pintura en cuestión se convier-
te en un símbolo para toda España».

Nuestro creador se adscribe, dentro de las vanguardias, a un


movimiento calificado con razón de «realismo crítico», que
toma elementos del pop art norteamericano y europeo 420. El
lienzo se construye, con el uso de tintas planas y sin relieve,
sobre un fondo blanquísimo del que emergen con nitidez las
marrones representaciones de sus hermanados miembros 421. El
artista aclara en los siguientes términos «la cocina» de la pin-
tura empezada en 1973 422: «Los que vivíamos activamente la
resistencia a la dictadura teníamos un solo tema: la reconcilia-
ción de los españoles. En aquel tiempo andaba detrás y per-
seguía un símbolo plástico que encarnaba ese deseo. Cerca de
mi casa se encuentra un colegio. Cierto día vi a los chavales
abrazados llenos de alegría. Algo les había salido bien en sus
420
 V. Bozal, Historia del arte en España. Desde Goya hasta nuestros días,
Editorial Istmo, Madrid, 1994, págs. 219 y ss.
421
  El artista, siempre crítico con la realidad política circundante, ha
expresado sin embargo en los últimos tiempos la utilización partidista de la
obra: «Sí, creo que sí, ¡qué le vamos a hacer! También, y sobre todo, la
pintura es subjetiva. Ella estaba ahí, muda. Al final ella estará ahí quieta, nos
sobrevivirá y su imagen no cambiará. Al ritmo que llevamos estos días a lo
mejor se pone de moda y cuando se case la gente puede hacerse debajo del
cuadro la foto de novios. Todo es posible». (Declaraciones a Europa
Press, 23, de marzo de 2016).
422
  Nuestro pintor nos recuerda su gestación: «El cuadro lo hice durante
la dictadura franquista. Por aquel entonces se reunía la Junta Democrática
de España en la clandestinidad. Yo no formaba parte de ella, pero me
pidieron si podía pintar un cartel pidiendo la libertad, la amnistía de los
presos políticos. Eran los últimos coletazos de la dictadura, recién muerto
Franco y con el gobierno de Arias Navarro vigente. Celebramos una reunión
en mi estudio y les dije que miraran los cuadros que ya estaban pintados,
para ver si les servía alguno».

222
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

juegos. ¡Un abrazo! Estaba ahí el tema» 423. Aunque inicialmen-


te había pensado inspirarse «en un cuadro del museo de Mé-
xico en el que aparece la gente agarrada a unos barrotes, pero
no lo veía (…) la dificultad era introducir a la mujer y al final,
a la derecha del cuadro, puse una figura de mujer que está
como abrazando el futuro» 424.

c) Homenaje del pueblo de Madrid a la Constitución de 1978,


de Miguel Ángel Ruiz-Larrea

La segunda obra más conocida quizás de la Constitución es la


escultura de Miguel Ángel Ruiz-Larrea, Homenaje del pueblo de
Madrid a la Constitución de 1978, (1982), situada sobre la pen-
diente de los jardines del Museo de Ciencias Naturales en la
capital de España. Esta obtuvo el primer premio del concurso
convocado por la Diputación Provincial de Madrid para con-
memorar nuestra Constitución, fallado por un jurado integrado
por los escultores Eduardo Chillida y Pablo Serrano, el pintor
Lucio Muñoz y el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza.
Fue inaugurada en el año 1982 siendo alcalde Enrique Tierno
Galván. Se trata de un cubo en forma geométrica en mármol
de Macael (Alicante) que, según el autor, muestra «un cubo
—piedra fundamental— de hormigón blanco de 7, 75 metros
de lado, cuyo núcleo está constituido por otro cubo vacío a la
medida de este. Este cubo se expande —faro, crucero— en
todas las direcciones a través del primero, y en él se cruzan las
escalinatas que elevan al cielo los caminos horizontales» 425.

Una construcción, se ha descrito, de «contundente forma geomé-


trica —un cubo atravesado por cuatro tramos de escaleras que
ascienden indefinidamente con una inclinación de 45 grados y
que, en su desarrollo, se cruzan en medio de otro cubo vacío,
situado en el interior del primero— que quiere simbolizar,
423
  Declaraciones a Europa Press, 23 de marzo de 2016.
424
  Declaraciones a El Español, 23 de abril de 2007.
425
  Declaraciones al El País, 30 de abril de 1982.

223
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

parafraseando a su creador, algo originario y fundamental (el


cubo macizo definido por aristas exteriores), así como la pre-
sencia del espíritu humano (el cubo vacío es a escala humana)
y la dignificación del camino de hombres y mujeres en el
marco de la Constitución (la escalera ascendente)» 426 El cubo
abierto actúa como un especie de claustro materno constitu-
cional, palpable e integrador, donde caben y hallan amparo
todos los españoles de cualquier condición e ideología. La
Constitución carece de brazos físicos, pero en tanto que per-
sonalización jurídica del hacer jurídico colectivo del pueblo
español, extiende su manto protector sobre una confiada ciu-
dadanía. Desde tales parámetros, está cercana a las composi-
ciones, por ejemplo, de Eduardo Chillida (La casa del padre,
Parque de los Pueblos, Guernica) y Pablo Serrano (Encuentro,
Figueruelas, Zaragoza).

Aunque fue, casi desde el principio, fuertemente cuestionada:


primero, por su reducido tamaño, a juicio de algunos, a quienes
le hubiera gustado una mayor grandiosidad; segundo, por el
específico lugar escogido para su ubicación, en una zona ca-
rente de otras referencias culturales que pudieran acompañarla
y contextualizarla; y, finalmente, por la agria polémica con el
también arquitecto Miguel Fisac, que denunció al autor de
plagio, al entender que era poco más que una redefinición de
la obra del suizo Max Bill, Monumento al prisionero desconocido
(1956, Londres). A lo que se añadió después otra controversia,
pues se cubrieron, sin autorización del escultor, sus peldaños
superiores, dificultando la idea de ascenso del ciudadano, a
través de su Constitución, en pos de los valores y principios
de concordia y vida en común.

Sea como fuere, nos encontramos ante una escultura austera,


carente de cualquier signo figurativo, pero que permite la co-
participación del espectador, que puede sentarse o subir algunos
de sus peldaños interiores. No sé si el blanco purísimo de

  Recogido en la ficha descriptiva de la obra por parte de la página


426

web del Congreso de los Diputados.

224
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

Macael disfruta de una explicación específica, pero bien podría


suponer la exaltación de las nuevas ideas, puras y elevadas, que
consagra la Constitución de 1978, dando entrada a una inno-
vadora forma de entender la ordenación de nuestra Res publi-
ca y, en concreto, de los derechos fundamentales y las libertades
de sus ciudadanos. Si se sitúan enfrente de ella, o si deciden
enclaustrarse en la misma, tomen el Texto constitucional, y
procedan a leer el comienzo de su emotivo Preámbulo: «La
Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y
la seguridad y promover el bien de cuantos la integran. (…)
Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución
y de las leyes como expresión de la voluntad popular (…) Co-
laborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de
eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra». No
quedarán, les aseguro, defraudados.

Por último, queremos hacer referencia a otras dos obras. La


primera, a caballo entre el pensamiento, la literatura y el arte,
con el sugerente título de Con la palabra y la imagen. 25 años
de Constitución (2003), donde se recogen textos y trabajos de
algunos de los actores intelectuales de esta España constitucional
(novelistas, filósofos, pensadores, historiadores y artistas) 427. En
unas doscientas cincuenta páginas, bajo la dirección de Alfon-
so Guerra y Gregorio Peces-Barba, cincuenta personalidades
de la cultura conjugan fértilmente, al hilo del examen de algu-
nos de los artículos de la Constitución, textos e imágenes
(Alfonso Albacete, Frederic Amat, José Manuel Broto, José
Caballero Bonald, Elías Díaz, Joan Hernández Pijoan, Cristina
Iglesias, Santos Juliá, Eva Lootz, Miquel Navarro, Álvaro Pom-
bo, Fernando Savater, Soledad Sevilla…) Y, la segunda, una
edición bibliófila de la Constitución española de 1978 ilustrada con
cuarenta y un grabados de artistas de los más diferentes estilos
y tendencias (Manuel Alcorlo, Juan Barjola, Modest Cuixart,
Francisco Echauz, Álvaro Delgado, Equipo Crónica, Juan Ge-
novés, José Guinovart, Joan Miró, Eduardo Naranjo, Dimitri
427
 AAVV., Con la palabra y la imagen. 25 años de Constitución, Fundación
Pablo Iglesias, Madrid, 2003.

225
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

Papageorgiu, Antonio Saura, Eusebio Sempere, Cristóbal Toral,


José Luis Verdes, José Viera, Antonio Zarco…). Ya antes, José
Luis Alexanco, ¡a los artistas les importa la Constitución!, se
había ocupado del alfabeto, la tipografía, la marca de agua, la
maquetación y la dirección artística de la entonces Edición
príncipe de la Constitución (Editora Nacional, Madrid, 1978).

4) Los principales contenidos materiales del consenso

Pero hay, adelantábamos, una multiplicidad de manifestaciones


del consenso en distintas regulaciones de la Constitución. Aho-
ra bien, el consenso concretizado requería, para ser operativo,
de la satisfacción de una serie de condiciones. Unos mecanismos
político-constitucionales que encauzaran el diálogo y el acuer-
do. A saber: la supralegalidad de las leyes orgánicas; la desig-
nación y elección de los principales órganos constitucionales y
de relevancia constitucional (Corona, Congreso de los Diputa-
dos, Senado, Gobierno, Tribunal Constitucional, Consejo Ge-
neral del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas o Defensor del
Pueblo); la implantación de un sistema de control de la cons-
titucionalidad de las leyes; y la regulación del procedimiento
de reforma de la Constitución.

Expresiones, la mayoría de ellas, consecuencia de la reiterada


transacción parlamentaria y de la coexistencia de tres ideolo-
gías 428 fácilmente detectables en el Texto constitucional: la li-
428
  A. Pérez de Armiñán, «El consenso constitucional y el Estado auto-
nómico», en Nueva Revista n.º 56, 1988, pág. 9: «… Bueno es recordar que
el verdadero consenso constitucional surgió precisamente de esa misma vo-
luntad, sobre la base de la conciliación, en el marco del Estado de Derecho,
de las ideas democrático-liberales y de muchos objetivos de la socialdemo-
cracia, a la vez que se garantizaba la continuidad histórica de la nación es-
pañola y se reconocía la intrínseca pluralidad histórica y cultural. Los prin-
cipios constitucionales de soberanía nacional, primacía del interés general,
solidaridad interterritorial y organización autonómica del Estado son expre-
sión de todo ello».

226
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

beral, la demócrata-cristiana y la socialdemócrata 429. El Tribu-


nal Constitucional lo reconocía implícitamente de alguna
manera en la STC 11/1981, de 8 de abril, cuando afirmó, que
«La Constitución es un marco de coincidencias suficientemen-
te amplio como para que dentro de él quepan opciones polí-
ticas de muy diferente signo». Consenso que no implica, por
tanto, una homogeneidad ideológica entre las diferentes fuerzas
políticas. El consenso constitucional refleja de esta suerte «una
desigual presencia de elementos ideológicos, en equilibrio ines-
table, en razón de que el proceso constituyente se ha movido
por la dinámica del consenso de intereses, y no del consenso
ideológico» 430. Un consenso que goza de una pluralidad de
exteriorizaciones: el consenso como valor, propio de los sistemas
democráticos; el consenso como elemento necesario, ejemplo
de «realpolitik», dada la plural configuración política de las
Cortes; el consenso como procedimiento, tal y como hemos
reseñado; y el consenso como realidad en sus contenidos más
relevantes 431.

Señalemos algunos ejemplos del tan traído consenso constitu-


cional.

Primero. La aceptación de la forma de gobierno monárquica


(artículo 1.3) por parte de las fuerzas políticas de izquierda
(PSOE y PCE); eso sí, no de una monarquía cualquiera, sino
de la única compatible con los regímenes constitucionales: la
monarquía democrática, es decir, la monarquía parlamentaria.
Ambas formaciones mantuvieron de entrada su tradicional
opción por la forma republicana, pero no hicieron de la cues-
tión un asunto de Estado. Una vez rechazada la testimonial
429
  De Esteban, Curso de Derecho Constitucional, t. I, op. cit., pág. 106.
430
  F. Fernández Segado, «Consenso e ideología en la Constitución
española de 1978», en Ius et Veritas, n.º 6, 1993, pág. 8.
431
 J. M. Vera Santos, Las Constituciones de España, Thomson Aranzadi,
Madrid, 2008, págs. 669-670.

227
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

enmienda presentada por el Sr. Gómez Llorente (PSOE) 432,


el PCE dejó de votar contra la monarquía representada por
Don Juan Carlos 433.

Segundo. En materia de derechos fundamentales y libertades


públicas. A saber: en primer lugar, mientras se declara que
ninguna confesión tendrá carácter estatal, se afirma paralela-
mente que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguien-
tes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones» (artículo 16.3); en segundo término, al tiempo que
se ampara el derecho a la educación, un derecho prestacional
irrenunciable por parte de un Estado moderno, se protege la
libertad de enseñanza y la libertad de creación de centros do-
centes (artículo 27.1 y 6); y, finalmente, se tutela el derecho de
propiedad privada, pero se somete su ejercicio a la satisfacción
de su función social (artículo 33), la subordinación de la rique-
432
 Terminaba Gómez Llorente su alocución: «Finalmente, señoras y
señores diputados, una afirmación que es un serio compromiso. Nosotros
aceptamos como válido lo que resulte en este punto del Parlamento
constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto.
Acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se
establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideramos
compatibles con ella:» Ver, por ejemplo asimismo, los testimonios directos
en su día sobre el proceso constituyente, en E. Attard, La Constitución por
dentro. Evocaciones del proceso constituyente. Valores, derechos y libertades, Argos,
Barcelona, 1983, págs. 23 y ss. y 77 y ss., donde relata las intervenciones,
entre otros, de Landelino Lavilla, Herrero de Miñón y Jiménez de Parga.
433
  Decía Santiago Carrillo en la Comisión Constitucional: «Pero
después, en el proceso de cambio, hemos ido viendo que el Jefe del Estado
ha sabido hacerse eco de la aspiraciones democráticas y ha asumido la
concepción de una Monarquía democrática y parlamentaria. La realidad es
que el Jefe del Estado ha sido una pieza decisiva en el difícil equilibrio
político establecido en este país y lo sigue siendo (…) Esa es la realidad. A
veces la realidad puede criticarse desde posiciones sedicentemente éticas y
elitistas. La realidad no corresponde siempre al ideal imaginado (…) Si en
las condiciones concretas de España pusiéramos sobre el tapete la cuestión
de la República correríamos hacia un aventura catastrófica en la que, seguro,
no obtendríamos la República, pero perderíamos la democracia».

228
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

za al interés general (artículo 128.1), la participación de los


trabajadores en la empresa (artículo 129.2) y la planificación
de la actividad económica (artículo 131.1).

Tercero. No sin pocos problemas terminó consensuándose un


régimen bicameral parlamentario, que había sido el sistema
mayoritario de nuestra historia constitucional, y el que adopta-
ba la Ley para la Reforma Política. Pero un bicameralismo
imperfecto, con un acusado predominio del Congreso de los
Diputados, donde el Senado no se articuló a la postre como
una verdadera Cámara Alta representativa de las Comunidades
Autónomas. Simultáneamente se acordó, de un lado, el estable-
cimiento del principio de la proporcionalidad para las elecciones
a la Cámara Baja (PSOE), y, en cambio, la aceptación de la
provincia como circunscripción territorial, a la que se asignaban
dos diputados iniciales, con la consiguiente reducción de las
demarcaciones electorales (UCD y AP). Esto suponía unas
circunscripciones pequeñas y una sobrerrepresentación de las
zonas rurales y conservadoras frente a las grandes ciudades.

Cuarto. No menos complejo, seguramente el más, fue el mode-


lo de distribución territorial del poder, el denominado Estado
de las Autonomías 434, a pesar de todas sus insatisfacciones, y su
carácter abierto e impreciso 435. El consenso giró al hilo del re-
conocimiento, en el artículo 2 de la Constitución, de los térmi-
nos «nacionalidades y regiones», y de una regulación que acogía
opciones políticas de unos y de otros: la estructura provincial,
tesis sustentada por UCD; se permitía que todos los territorios,
de acuerdo con una concepción federal (PSOE), pudieran acce-
der a la autonomía; y se preveían unas vías de llegada privile-
giadas a las nacionalidades históricas (CiU y PNV) 436. La cues-
434
  Ver Juliá, op. cit., págs. 453-496.
435
  Pérez de Armiñán, op. cit., págs. 8 y ss.
436
  Flores Juberías, op. cit., págs. 20 y ss.

229
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tión todavía no está, desde luego, resuelta 437. Por el contrario,


tenemos encima de la mesa la imperiosa necesidad de redefinir
un marco menos ambiguo y más eficaz, al tiempo que el desa-
fío secesionista ha abierto un frente nuevo y grave. En el ca-
mino nos hemos dejado atrás tristemente el consenso que, con
la salvedad de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cata-
luña de 2006 y la Sentencia 31/2010, de 28 de junio, del Tri-
bunal Constitucional, había presidido las relaciones en la ma-
teria entre los principales partidos políticos.

5)  El lenguaje propio del consenso

Pero no queremos dejar de hacer la última de las considera-


ciones sobre los diversos aspectos del consenso. La España
constitucional, como exteriorización de una cultura de la tran-
sacción y del pacto, posee un lenguaje propio. El lenguaje es-
pecífico, como hemos adelantado, de la Transición y de la
Constitución: el del consenso. Un consenso que disfrutó en su
día de una fuerte carga emotiva, pues invocarlo implicaba, ni
más ni menos, que poner fin a una historia común cargada de
animadversiones, enfrentamientos e imposiciones. Los navegan-
tes griegos, se ha dicho en una bella metáfora, siempre llevaban
en sus viajes un ancla especial para los casos de tormenta. Se
denominaba el ancla sagrada. Pues bien, el «consenso fue el
ancla sagrada de nuestra Transición» 438.

De esta suerte, igual que los regímenes autoritarios y totalita-


rios tienen un lenguaje propio —como estudió Víctor Klem-

437
  J. A. Escudero «Sobre la Constitución: historia, textos y personas», en
Impresiones sobre la Constitución española de 1978, op. cit., págs. 208-209: «Así
pues, al margen de las beaterías constitucionales al uso, si efectivamente España
armoniza en el futuro su unidad con el pluralismo de las nacionalidades y
regiones, la Constitución habrá sido un éxito. Si, por el contrario, las fuerzas
políticas centrífugas e insolidarias, hoy en auge, triunfan y se procede a
cualquier partición o segregación, habrá que reconocer que la Constitución
española de 1978 ha fracasado».
438
 Zapatero, La Constitución del consenso, op. cit.

230
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

pere en su obra La lengua del Tercer Reich 439—, los sistemas


democráticos y constitucionales, como el nuestro de 1978,
también poseen el suyo. Era imprescindible que «se enviara a
la lavandería una buena cesta de palabras y expresiones usadas
y manipuladas por el franquismo. Incluso el término España,
a la que también nosotros habíamos visto siempre de uniforme,
fue sustituido por el de Estado español, a la espera de poder
usar de nuevo España sin adjetivos. La democracia tuvo que
limpiar el lenguaje». Nos referimos a palabras como Constitu-
ción, Estado de Derecho, Europa, autonomías, solidaridad,
partidos políticos, libertades, tolerancia, respeto, democracia,
igualdad, derechos, diálogo, pacto, compromiso… Todo un
diccionario político. Y como el poder de la lengua es formida-
ble, «resultó que el uso habitual de aquellas, su socialización,
sirvió para interiorizar y afianzar los valores que designaban.
Es así como las palabras se pusieron a trabajar a favor de la
democracia y al generalizarse transformaron en cultura los
valores proclamados en el texto constitucional» 440.

Eso sí, habrá que ser cuidadoso y no dejarse arrastrar por los
excesos. El consenso tiene, como todo, sus límites. De un par-
te, no hay que incurrir, por una mal entendida noción omni-
comprensiva e inconexa, en un elenco de «ambigüedades, de
antinomias técnico-jurídicas y de conflictos implícitos», con el
efecto de un indeseable indeterminismo e indefinición, cuando
no de una burda y grosera imprecisión 441; y, de otra, tampoco
el consenso es «una medicina milagrosa», susceptible de apli-
carse, de manera indiferenciada en todo tiempo y lugar, pues
un uso inadecuado puede incidir desgraciadamente en la salud
democrática de un país 442.
439
  V. Klempere, La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un f ilólogo,
traducción de Adán Kovacsics, Minúscula, Barcelona, 2001.
440
 V. Zapatero, en la conferencia titulada El lenguaje de la democracia,
Alcalá de Henares.
441
  De Esteban, Curso de Derecho Constitucional, op. cit., pág. 106.
442
 Alzaga, op. cit., págs. 47 y 48. Se recoge, en esta línea también, la
intervención de Ortega y Gasset en las Cortes Constituyentes, el 30 de octubre
de 1931, al denunciar ante la Cámara lo que el denominaba una «Constitución
epícena… una máquina monstruosa, inconexa, que no podrá funcionar».

231
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

6) La preservación del consenso. El diario refrendo


ciudadano a la Constitución de 1978

En cualquier caso, hay que cuidar, y hasta mimar, los valores


que la Constitución enuncia. Nada es gratuito, y nada deja de
requerir atención y afecto. Rafael Canogar, contemporáneo y
compañero de vicisitudes de Genovés, con un lienzo también
revelador, El encuentro (1935, colección particular), con dos
manos que se acercan, señalaba con preocupación: «Soñé con
una democracia que ahora tiene muchas cosas que no me gus-
tan nada, como el destrozo de la convivencia» 443. Y en el ám-
bito más académico sirva de muestra el revelador título de un
trabajo reciente: Del consenso constituyente al conflicto permanen-
te  444. En esta tarea aún tenemos pendiente una asignatura
importante: la forja de un espíritu común de patriotismo cons-
titucional. Un déficit que se explica por varias razones: la so-
bresaltada historia constitucional española; la minusvaloración
de los elementos comunes y compartidos frente a las peculia-
ridades diferenciadoras y distintas; la hipertrofia de los rasgos
centrífugos sobre los centrípetos; la ausencia de un asentada
tradición participativa de la sociedad civil, consecuencia de una
larga dictadura; el diletantismo y retirada de la vida pública de
parte significativa de la mejor intelectualidad; y la falta del poso
constitucional que solo concede el transcurso del tiempo. Un
déficit subsanable a través del impulso ciudadano de un senti-
miento constitucional propio (Verfassungsgefühl). Una exigencia
que ya era invocada por los constituyentes franceses de 1791,
al propugnar «los afectos a la Constitución», como harían des-
pués los de 1793, al asegurar «la guardia de todas las virtudes
de la República». Una adhesión que la Constitución de Cádiz
enfatizó hace más de doscientos años entre nosotros: «El amor
a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los
españoles, y, asimismo, el ser justos y benéficos» (artículo 6).

  Declaraciones recogidas en ABC cultural, n.º 1569, noviembre de 2017.


443

  O. Alzaga Villaamil, Del consenso constituyente al conflicto permanente,


444

Trotta, Madrid, 2011.

232
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

En este contexto, nos atrevemos a desgranar, a pesar de las


dificultades actuales, las siguientes medidas en favor de la re-
afirmación de nuestra Constitución de 1978 y de sus principios
básicos: en primer lugar, un conocimiento íntegro y pormeno-
rizado de sus preceptos. Ya lo decía, otra vez, la Constitución
de 1812: «El plan general de enseñanza será uniforme en todo
el reino, debiéndose explicar la Constitución política de la
Monarquía en todas las universidades y establecimientos lite-
rarios…» (artículo 368); en segundo término, fidelidad a su
espíritu y un leal cumplimiento de sus mandatos. Nuevamente
apuntado por la Constitución gaditana: «Todo español está
obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y res-
petar las autoridades establecidas» (artículo 7); en tercer lugar,
su consideración y respeto por parte de los poderes públicos,
específicamente compelidos a observarla; en cuarto término, un
activismo sereno y sin complejos en favor de su propagación
entre la ciudadanía y en todos los territorios de España; y, por
último, un desvelo esmerado y un celo preferente por parte de
los ciudadanos y sus representantes políticos. Alcalá Galiano
ya había diagnosticado con ojo certero la enfermedad y su
remedio: «No hay nada más conveniente que inspirar a un
pueblo la idea de que su Constitución es buena y libre».

Hoy, en la España de 2018, en una situación política muy dife-


rente a la de 1978, y escuchándose voces autorizadas en favor
de un proceso explícito de reforma constitucional, creo que, a
pesar de las humanas insuficiencias y de los problemas existen-
tes, hemos de responder afirmativamente a las interpelaciones
que un tratadista del momento hacía del consenso constituyen-
te: «La gran cuestión que queda abierta es si la transacción
constitucional llevada a cabo, que es el reflejo de una coyuntura
parlamentaria pasajera, de una situación política que se ha de
esfumar con el transcurso del tiempo, se tiene en pie por sí
misma, posee la suficiente lógica interna, merece un juicio po-
sitivo desde la óptica de la ciencia jurídico-política, va a permi-
tir que el país sea gobernado con progreso, paz, justicia y liber-

233
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tad, y, en suma, va a obtener el respeto profundo de la totalidad


de nuestro pueblo e incluso el de las próximas generaciones» 445.

E)  L
 A ESPAÑA CONSTITUCIONAL DE FELIPE VI.
RETRATO DE FELIPE VI, DE HERNÁN CORTÉS

No quiero finalizar estas reflexiones sin una referencia a la


monarquía de Felipe VI y al retrato de Hernán Cortés 446 del
actual Rey de España (2015) que hoy preside —como antes lo
hacía el de Don Juan Carlos por Macarrón— el Salón de
Plenos del Tribunal Constitucional. Resultado de un encargo
oficial, como otros simultáneos realizados entonces, por el Tri-
bunal Supremo y el Consejo de Estado. Don Felipe aparece
sentado en silla tapizada en beige, con gesto reflexivo pero
distendido y cercano, vestido de civil —con un traje gris, ca-
misa blanca y corbata en tonos morados— y al fondo un
ejemplar cerrado sobre una ligera repisa marmórea de la Cons-
titución de 1978. No cabe mejor escenario para el edificio de
Domenico Scarlatti, de acuerdo con la competencia atribuida
al Tribunal Constitucional en el artículo 1.1 de su Ley Orgá-
nica, en tanto que «intérprete supremo de la Constitución». A
su lado cuelgan dos retratos. Los de dos insignes juristas: los
de los Presidentes García Pelayo y Tomás y Valiente, de Ri-
cardo Macarrón e Isabel Quintanilla, respectivamente.

Estamos ante una composición actual, de configuración equili-


brada y austera, característica del sobrio y buen oficio del pin-
tor gaditano, y también predicable política y jurídicamente de
445
 Alzaga, Comentario sistemático, op. cit., pág. 48. Ver también recientemente
sus reflexiones en Sociedad democrática y Constitución (Estudios y cabos sueltos),
Fundación Concordia y Cultura. Marcial Pons, Madrid, 2018, págs. 233-244.
446
  Sobre el pintor, su obra y estilo, ver el libro Cortés. El retrato como opción
estética, Cajasol. IberCaja, 2009, con dos interesantes artículos de Antonio
Bonet Correa («Idea de la pintura y galería de retratos») y John Elliot («La
visión del retratado»). Ver, recientemente, la Exposición Cortes. Retrato y
estructura, Fundación Telefónica, Madrid, 2018.

234
LA CONSTITUCIÓN PINTADA

una monarquía parlamentaria. No hay en ella el más mínimo


atisbo de las antiguas escenografías regias de aparato, ceremonial,
pompa y boato 447. No hallarán en el mismo artificios, excesos,
barroquismos, ni juegos malabares. No son ni necesarios ni
pertinentes. Ya no proceden, ni tampoco se entenderían. Resul-
tarían incomprensibles tanto sociológica como plásticamente. La
pintura y los retratados son hijos de su tiempo y como tal han
de construirse y representarse. La única licencia tradicional y
solemne es el ligero dorado del enmarcado en madera de la
silla. Nos enfrentamos por tanto a un lienzo limpio, al tiempo
que atemperado en sus formas y colores, donde el volumen del
retratado y el espacio abierto, con un fondo en tonalidades
marrones diluidas y claras, conforman y dan aire a la escena.
Los magistrados que integran el Pleno pueden afirmar que
pareciera que los vivaces ojos del monarca les interpelan direc-
tamente en el ejercicio de su función jurisdiccional. No tenía
pues razón Pablo Picasso, pensando en otros contextos históri-
cos superados, cuando afirmaba la imposibilidad de retratar a
un rey, «si se le tiene que retratar tal y como es» 448.

Evidentemente, el Jefe del Estado es un poder constituido más


en nuestro régimen constitucional, y no tiene encomendada,
desde luego, la defensa de la Constitución, que es primordial
potestad del Tribunal Constitucional. «La Monarquía no sabría
ser democrática —dice Subra de Bieusses— más que siendo
parlamentaria y de un parlamentarismo moderno, a fin de que
todo poder efectivo no proceda más que del pueblo» 449. Don
Felipe, a diferencia de su padre, ya no desplegó históricamen-
te el papel activo de don Juan Carlos en tanto que impulsor
del proceso constituyente de 1978, sino que accede a la Jefa-

447
 Un examen pormenorizado de los rasgos de identidad históricos de la
Monarquía española, en J. de Salazar y Acha, Las señas de identidad del rey en
España a través de los siglos, Real Academia de la Historia, Madrid 2017.
448
  Recogido en J. Sabartés, Picasso, Retratos y recuerdos, Afrodisio Aguado,
1.ª ed., Madrid, 1953, pág. 228.
449
  P. Subra de Bieusses, «Ambigüités et contradictions du statut
constitutionnel de la Couronne», en Pouvoirs, n.º 8, 1978, pág. 111.

235
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

tura del Estado de conformidad con las previsiones sucesorias


prescritas en la Constitución (artículos 57.1). Felipe VI es ya,
ab initio, un rey constitucional, un monarca parlamentario. Pero,
en tanto que superior magistratura, y máximo símbolo del
Estado, incardina la unidad y la integración institucional de los
diferentes poderes del Estado, arbitrando y moderando su fun-
cionamiento. Eso sí, asistamos, como sucede en las Jefaturas
del Estado, monárquicas o republicanas, ante un órgano cons-
titucional que, al asentarse en el vértice de la organización
jurídico-política del Estado, disfruta de una superior dignidad
formal. Un rey que, como antes su padre, no se ha cansado de
reiterar y de dar sobradas muestras de su compromiso con
nuestra Carta Magna de 1978.

Así lo testimoniaba recientemente con ocasión del discurso


de Navidad (2017): «Respetar y preservar los principios y los
valores de nuestro Estado social y democrático de Derecho
es imprescindible para garantizar una convivencia que asegu-
re la “libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político”,
tal y como señala nuestra Constitución (...) Porque cuando
estos principios básicos se quiebran, la convivencia primero
se deteriora y luego se hace inviable». Y así lo reseñaba a su
hija doña Leonor, de forma pedagógica y hasta conminativa,
al hilo de la entrega del Toisón de Oro a la Princesa de As-
turias (2018): «Te guiarás permanentemente por la Constitu-
ción, cumpliéndola y observándola». Antes, don Felipe, sien-
do Príncipe de Asturias, adoptó prontamente una intangible
máxima de su hacer: «Cuando tengo una duda, me agarro al
cuello de la Constitución y no la suelto». No cabe, desde
luego, mejor apoyatura para una monarquía parlamentaria y
para un rey constitucional.

236
VII
LISTADO DE OBRAS REPRODUCIDAS

—— Francisco de Goya, La familia de Carlos IV, 1800, Museo


del Prado, Madrid.
—— Francisco de Goya, El Dos de mayo o La Carga de los ma-
melucos, 1814, Museo del Prado, Madrid.
—— Francisco de Goya, Los Fusilamientos del 3 de mayo o Los
Fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, 1814, Museo
del Prado, Madrid.
—— José Casado del Alisal, La rendición de Bailén, 1864, Museo
del Prado, Madrid.
—— José Casado del Alisal, El juramento de los primeros Dipu-
tados a Cortes en 1810 en la iglesia de san Pedro y san Pablo
en san Fernando, Cádiz, 1863, Congreso de los Diputados,
Madrid.
—— Salvador Viniegra y Lasso de la Vega, Proclamación de la
Constitución de Cádiz, 1912, Museo de las Cortes, Cádiz.
—— Antonio Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus com-
pañeros en las playas de Málaga, 1888, Museo del Prado,
Madrid.
—— Francisco de Goya, Alegoría de la Constitución de Cádiz,
1812-1814, Museo Nacional de Estocolmo.
—— Joaquín Sorolla y Bastida, Jura de la Constitución por S. M. la
Reina Regente Doña María Cristina, 1897, fotografía Oronoz,
Senado, Madrid.

237
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

—— Pablo Serrano, S. M. El Rey Don Juan Carlos I, 1984, Con-


greso de los Diputados, Madrid.
—— Antonio Mingote, El Rey Don Juan Carlos cumple 70 años,
2003, ABC.
—— Antonio López, La familia de Don Juan Carlos, 2014, Pala-
cio Real, Madrid.
—— Hernán Cortés, Políptico de los Ponentes constitucionales, 2009,
Congreso de los Diputados, Madrid.
—— Guillermo Pérez Villalta, Alegoría de la Paz. Homenaje
al XXV aniversario de la Constitución española de 1978, 2003,
Patrimonio Nacional, Madrid.
—— Javier Garcerá, Sin título (de la serie «Te hablo de lo cotidia-
no»), 2003, fotografía Povedano, Senado, Madrid.
—— Juan Genovés, El abrazo, 1976, Congreso de los Diputados,
Madrid.
—— Miguel Ángel Ruiz-Larrea, Homenaje del pueblo de Madrid
a la Constitución de 1978, 1982, Jardines del Museo de
Ciencias Naturales, Madrid.
—— Hernán Cortés, Retrato de Felipe VI, 2015, Tribunal Cons-
titucional, Madrid.

238
Francisco de Goya, Alegoría de la Constitución de Cádiz, 1812-1814
(Museo Nacional de Estocolmo).
Pablo Serrano, S. M. El Rey Don Juan Carlos I, 1984
(Congreso de los Diputados, Madrid).
Antonio Mingote, El Rey Don Juan Carlos cumple setenta años, 2003 (ABC).
Hernán Cortés, Retrato de Felipe VI, 2015 (Tribunal Constitucional, Madrid).
Francisco de Goya, La familia de Carlos IV, 1800 (Museo del Prado, Madrid).
Francisco de Goya, El Dos de mayo o La carga de los mamelucos, 1814
(Museo del Prado, Madrid).
Francisco de Goya, Los Fusilamientos del 3 de mayo o Los Fusilamientos
de la montaña del Príncipe Pío, 1814 (Museo del Prado, Madrid).
José Casado del Alisal, La rendición de Bailén, 1864
(Museo del Prado, Madrid).
José Casado del Alisal, El juramento de los primeros Diputados a Cortes en
1810 en la iglesia de san Pedro y san Pablo en San Fernando, Cádiz, 1863
(Congreso de los Diputados, Madrid).
Salvador Viniegra y Lasso de la Vega, Proclamación de la Constitución
de Cádiz, 1912 (Museo de las Cortes, Cádiz).
Antonio Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas
de Málaga, 1888 (Museo del Prado, Madrid).
Joaquín Sorolla y Bastida, Jura de la Constitución por S.M. la Reina Regente
Doña María Cristina, 1897. Fotografía Oronoz (Senado, Madrid).
Antonio López, La familia de Don Juan Carlos, 2014 (Palacio Real, Madrid).
Hernán Cortés, Políptico de los Ponentes constitucionales, 2009
(Congreso de los Diputados, Madrid).
Guillermo Pérez Villalta, Alegoría de la Paz. Homenaje al XXV Aniversario
de la Constitución española de 1978, 2003 (Patrimonio Nacional, Madrid).
Javier Garcerá, Sin título (de la serie «Te hablo de lo cotidiano»), 2003.
Fotografía Povedano (Senado, Madrid).
Juan Genovés, El abrazo, 1976 (Congreso de los Diputados, Madrid).
Miguel Ángel Ruiz-Larrea, Homenaje del pueblo de Madrid a la Constitución
de 1978, 1982 ( Jardines del Museo de Ciencias Naturales, Madrid).

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