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HABLEMOS DE ECOTURISMO

Una tras otra, se asoman en el debate público discusiones viciadas por la tergiversación, que,
redes sociales mediante, se ha convertido en norma. El caso más reciente fue la ruidosa polémica
que generó el proyecto de decreto del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo que busca fijar
un rumbo para el desarrollo del sector turístico en el país e incluye el ecoturismo en los parques
nacionales. Estamos todavía ante una buena oportunidad para acercar las distintas posturas sobre
cómo armonizar turismo y riqueza ambiental.
Es una controversia que, como mínimo, debe partir de hechos como el de que desde hace cuatro
años, gracias a una resolución del Ministerio de Ambiente, Colombia le apostó a blindar sus
parques naturales de la gran infraestructura hotelera. Eso está claro, y debe mantenerse. También
debe estar claro que asumir que el ecoturismo es contrario a la conservación es desconocer la
misma función de una actividad que busca motivar a los ciudadanos a preservar el capital natural
que tienen los ecosistemas.

La discusión debe girar en torno a cómo y dónde permitirla. En parques como Chiribiquete,
digamos, no hay cabida para esta. Pero hay otros lugares en los que bien se puede aprovechar el
creciente interés de personas en todo el planeta por venir al país, motivadas muchas por el fin del
conflicto. Por ejemplo: aquellas reservas que particulares han promovido, y las áreas de
amortiguación de los parques.

En estos dos casos, lograr convenios público-privados es una gran alternativa para impulsar una
actividad turística que no le pase factura al ambiente y además rompa los círculos de pobreza de
quienes las habitan. Hay ejemplos para tener como referentes. Como el de Ruanda, donde se le
dieron alternativas económicas a la población a través de rutas ecoturísticas, lo cual permitió
triplicar la población de gorilas, que estuvo en peligro de extinción.

El reto es concentrar los esfuerzos en estos territorios aptos para el turismo y que los parques más
frágiles se puedan igualmente visitar, pero teniendo en cuenta el límite entre el goce de su
maravillosa biodiversidad y el respeto por ella. Lo que hay que hacer es afinar el modelo, no
desecharlo. Tener claro qué tipo de turismo se pretende atraer: si aquel que causa daños
irreversibles en los ecosistemas o aquel de visitantes que se maravillan con tan solo avistar una
especie de ave única.

Se necesita una hoja de ruta para avanzar. El peor escenario es que una agresiva confrontación
entre sordos, como la vista hasta ahora, nos deje en el pantano de la falta de normas, que urgen
tanto como un norte concertado. Este es, no sobra recordarlo, un paraíso para la muy dañina
informalidad. Tampoco es recomendable regresar a un dilema que ya se dio en años anteriores y
que va a impedir que esta industria llegue a lugares donde es la mejor opción para las
comunidades locales.

Por último, conviene mencionar que áreas protegidas son también seguro de vida para soportar los
embates que se vienen con el cambio climático. Nos blindan de vivir sequías e inundaciones
extremas. Prevenir a través de la conservación es una inversión incalculable para las nuevas
generaciones.

editorial@eltiempo.com
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