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La imagen global
Los años ochenta estuvieron marcados por la desregulación del mercado televisivo en
un mundo convertido en pantalla mundial donde las imágenes, en su versión
mercantilizada, ocuparon el lugar de lo real. La sobreproducción de imágenes se
convirtió en el ecosistema cultural imperante, singularidad que se acusó aún más en la
década de los noventa con los nuevos equipos de grabación, edición, reproducción y
almacenaje digital de imágenes. Esta pantalla mundial es lo que Jean Baudrillard
llamó hiperrealidad, que nace de las simulaciones donde las imágenes, el espectáculo
y los juegos de signos substituyen los conceptos de producción y los conflictos de
clase, donde esta hiperrealidad deviene más real que la propia realidad, “una
suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de
disuasión de todo proceso real por su doble operativo” (Baudrillard, 1993: 7). Más
adelante, Umberto Eco dirá que la filosofía del Palacio ya no es, “te damos la
reproducción y así querrás el original”, sino “te damos la reproducción de tal modo
que nunca más necesitarás el original” (Eco, 1990: 19). Según Baudrillard, el
paradigma de la hiperrealidad lo constituye la sociedad norteamericana donde sus
habitantes viven obsesionados con la perfección para evitar el paso del tiempo y
donde la simulación se presenta como el modus vivendi ideal para eludirlo:
“Disimular es fingir no tener lo que se tiene, en cambio simular es fingir tener lo que
no se tiene” (Baudrillard, 1981: 12). Lo primero remite a una presencia que se
esconde, lo segundo remite a una ausencia, una mascarada, una “farsa total” (Eco,
1990: 43). Es el desierto de lo real de Baudrillard donde las imágenes han dejado de
ser referenciales y se repliegan sobre sí mismas bajo la forma del zapping, donde la
imagen digital es “simulacro legal, una imagen de Estado que no quiere representar
nada, sino ser un motor para el conocimiento y la experimentación, un modelo”
(Bourges, 1986: 42-44).
Los artistas de la década de los ochenta usaron la televisión como fuente de materia
prima o como inspiración básica de una generación que se había formado con ella;
Abigail Child por ejemplo, se autodenomina una TV Kid, mientras que Keith Sanborn
usa el término hijo de la generación TV. Muchos de ellos eran “oportunistas,
apolíticos, amorales, y entendían la supervivencia como su máxima prioridad”
(Welsch, 1986: 4), pero muchos otros sin embargo comprendían la peligrosa relación
existente entre medios y capitalismo que se concretaba en el declive del socialismo,
en el auge de la política de derechas y en una Guerra Fría que, según Jan Verwoert,
supuso la muerte del modernismo y del tiempo histórico (Verwoert, 2007). Es en este
contexto donde nació el movimiento del scratch-video para deshelar las imágenes con
las que el poder intentaba simular una época de paz y progreso en nombre del
liberalismo que, a efectos prácticos, estaba desmoronando el Estado del Bienestar.
Estas nuevas prácticas apropiacionistas en el terreno del vídeo pretendían ofrecer una
“lectura materialista marxista” (Verwoert, 2007) del momento histórico
deshistorizante que se estaba viviendo. Los vídeo-activistas se dedicaban a la sátira
política a través de la remezcla y el montaje de material apropiado de los propios
medios de comunicación en una subcultura pretendidamente anti-artística (Wooley,
1985). Channel 4 y algunos clubs nocturnos vinculados con la música industrial
dieron visibilidad a estas obras abriendo sus espacios a un nutrido número de artistas
(Duvet Brothers, Gorilla Tapes, Emergency Broadcasting System...) que re-filmaban
con cámaras domésticas el tubo de la televisión registrándolas en equipos VHS. ¿El
riesgo? Como apunta Jeremy Welsch, existía el peligro de caer en una remezcla
meramente estética que acabó por encarnar la hiperrealidad anunciada por
Baudrillard. (Welsch, 1986:4). El scratch superó su recorrido underground pasando a
ser una práctica popular dentro del circuito del mainstream en cuestión de media
década. A partir de los años noventa las deconstrucciones fueron más televisivas que
la propia televisión, ya que “el scratch, la forma más de moda en deconstrucción
televisiva, propone el exceso como nueva estética del vídeo” (Elwes, 1993:51). Este
exceso reintrodujo viejos clichés así como la subordinación de la sustancia al estilo;
un cazador cazado a manos de la televisión. Entonces, ¿cuál es la función de las
imágenes cuando todo el mundo puede crearlas desde casa y cuando el propio medio
televisivo, como indica Elwes, las acaba re-asimilando y mimetizando para
convertirlas en moda y tendenciaiii?
El tiempo televisivo
- Un tiempo actual: la noción de actualidad hace que los medios compitan entre
ellos para conseguir la primicia, lo que, según Bourdieu, genera un fast-
thinking que convierte la televisión en el museo de los accidentes que concebía
Virilio.
Pero hace falta diferenciar los productos culturales que alimentan el “sistema total”
del capitalismo tardío que cuestiona Hal Foster (Foster, 1982: 11) de los productos
culturales que pretenden crear fisuras (políticas, estéticas o conceptuales) dentro del
sistema. Ante la deshistorización y la despolitización de los discursos, ante la
indistinción entre lo cultural y lo económico, aparecen la apropiación, la cita, el
bricolaje cultural o la relectura; prácticas que, como señalaba Barthes (Barthes, 1980:
11-12), rompen con los hábitos comerciales e ideológicos de la sociedad de consumo.
Una parte muy importante de la práctica apropiacionista cultural que surge a partir de
los años ochenta tiene una función pedagógica, crítica e irónica respecto la cultura
hegemónica; y es a través de la ironía, según Martha Rosler, que la cita (quotation)
gana una fuerza crítica como si uno hablara con dos voces (Rosler, 1982). Estas
segundas lecturas o prácticas intertextuales basadas en el bricolaje cultural que salen
del consumo forman parte de ese juego que es “el retorno de lo diferente” (Barthes,
1980: 11-12). Esta otra cultura apropiacionista no intenta asimilar una estética
anterior para dirigirla a los nuevos nichos de mercado, sino que busca interrumpir la
cultura hegemónica apropiándose de las herramientas de producción de imágenes,
transformando su significado y originando una realidad que llevaría el valor de
cambio propio de la imagen-mercancía al valor de uso de la imagen-dialéctica:
Toda obra found footage intenta buscar esta segunda oportunidadv de las imágenes
que ya fueron, su free-replayvi en el sentido de buscar una lectura no constreñida a las
ideas dominantes de la época. Hay que volver a empezar, pero sobre lo dado, y desde
la distancia. La imagen-dialéctica establece una distancia historizante (el objeto del
efecto distanciador es la propia historización) respecto al material apropiado, un
extrañamientovii que también se da en el teatro de Brecht, lo que convierte a la imagen
en una cuestión de conocimiento y no de ilusión. Este distanciamiento o historización
es un trabajo de interrupción, una interrupción que para Benjamin es revolucionaria;
es el origen de la cita, del desmontaje de lo real y del remontaje:
William C. Wees argumenta que el collage es la forma artística más adecuada para
articular la discontinuidad, y por lo tanto, “impacta a la gente al hacer que se percaten
de cuán sospechosa es cualquier unidad” (Wees, 1993: 38) dentro del continuum
cultural. Esta falta de continuidad, según Wees, es el medio con el que se quiebra la
inmanencia artística para marcar un camino en la praxis vital del que lo recibe. A la
vez, la discontinuidad permite someter a crítica el valor de todas las imágenes, más
allá del estatus económico o ideológico de su creador o beneficiario, una auténtica
“dialéctica del ver” (Susan Buck-Morss, 1991:73).
Enrico Ghezzi rompió con la rigidez de la parrilla televisiva con las maratones
cinematográficas de La Magnifica Ossessione (1985, 1986, 1995), creando un
contenedor anárquico de imágenes para hablar de cine con Fuori Orario. Cose (mai)
viste (1988). Jean-Luc Godard, a pesar de no creer en la televisión como un medio de
expresión sino de transmisión (al igual que tal Rossellini), realizó Histoire(s) du
Cinéma (1988-1998), serie de 8 capítulos sobre la historia del cine y la cultura del
siglo XX. Godard “querría volver a contar la historia del cine no sólo de una manera
cronológica, sino, más bien, un poco...arqueológica o biológica” (Aidelman, 2010:
115-116). El cine registra duraciones, pero también disoluciones, de ahí que las
Histoire(s) du Cinéma sean un poema lírico, a veces épico, pero también fúnebre y
litúrgico; una oda que comprende un siglo de imágenes posibilitado con el uso del
vídeo; imagen video-gráfica que le permitía manipular, analizar y remontar desde la
sala de edición. El principio dialéctico que Godard establece entre las imágenes
responde a la sentencia de Bergson de que la memoria pertenece al orden del espíritu,
pero también de la imaginación creadora. No hay por lo tanto una sola Historia, sino
todas las historia(s). Como todo palimpsesto, cada plano es el resultado de una
acumulación de capas, y su desciframiento depende tanto de la arqueología como de
la imaginación poética.
También Mark Cousins desarrolló su otra historia del cine a partir de material de
archivo con The Story of Film: An Odissey (2004). Cousins se sirve de técnicas como
el reencuadre y la voz en off para subrayar aquello que está pasando en pantalla y que
normalmente pasamos por alto; cuestiones relativas a la composición, el ritmo, los
gestos, los diálogos… aspectos que son fruto de un complejo sistema de relaciones
culturales. También Slavoj Zizek hizo su particular historia del cine en The Pervert’s
Guide to Cinema (2004) aplicando las teorías freudianas y lacanianas para
desencriptar clásicos del cine a través de material de archivo. Para Zizek, las
imágenes y las ficciones son la última realidad, una gran matriz que estructura nuestra
realidad: si desaparece la imagen, desaparece la propia realidad. De lo que se trata, no
es de ver la realidad que subyace detrás de la ilusión, sino la realidad que contiene la
propia ilusión.
En 1979, el cineasta Raúl Ruiz, inspirado por Victor Hugo, Alexandre Dumas y Jules
Michelet, dirigió Petit manuel d’histoire de France. El proyecto fue comisionado por
el Institut National de l’Audiovisuel como parte de una serie en la que Ruiz usaba
material de archivo para explicar, desde el fotomontaje, la historia de Francia. De
igual manera, Stefaan Decostere también hurgó en los archivos y en el inconsciente
colectivo usando el medio televisivo como un modo de llegar a él. En manos de
Decostere, el vídeo deviene en una herramienta capaz de explorar todos los campos
posibles de la imagen en movimiento, siendo a la vez, el discurso que permite la
interrogación y lo que establece las condiciones de la interrogación. Así se procede en
Charbon-Velours (1987), serie de cinco capítulos donde Decostere nos remite a las
películas silentes y la restauración del material reflexionando sobre el horror de las
imágenes y las imágenes de horror, investigando la irrupción de nuevas formas
artísticas entregadas por las nuevas tecnologías (cabe destacar el capítulo en el que
dialoga con El Libro de los pasajes de Benjamin) para finalmente cuestionar la
representación del cuerpo. Decostere no distingue las imágenes en función de su
origen material, sino en cómo nos hablan de la complejidad de la vida, en cómo se
significan. En Travelogue (1992), Decostere exploró los paralelismos entre diferentes
formas de exposición culturales como el museo, la feria internacional, la ciudad, el
cine, la televisión, el centro comercial o los espacios turísticos.
En los años 1973 y 1974 Alexander Kluge fue determinante para romper con la Ley
de Promoción Cinematográfica de Alemania ayudando a construir un nuevo modelo
de ley que obligara al cine y a la televisión a trabajar conjuntamente en
coproducciones. Esta nueva ley también obligaba a los canales de televisión privados
a ceder parte de su espectro a la emisión de programas culturales. Beneficiándose de
este nuevo marco legal, Kluge inició en los ochenta una intensa producción televisiva
con la creación de programas culturales desde su propia productora. Muchos se
basaban en entrevistas en profundidad, pero también descubrimos en estos trabajos
numerosos ensayos político-históricos realizados con la técnica del found footage. El
proyecto de Kluge, como indica Ángel Quintana, era una continuación natural de los
“sueños enciclopédicos creados por Roberto Rossellini en los años sesenta”
(Quintana, 1982), una prolongación de su televisión didáctica. Su foco de atención era
el montaje, una “morfología de las relaciones” (Quintana, 1982) que favorece las
asociaciones que ya están contenidas en el corte. El corte tiene que operar como una
auténtica interrupción en el sentido benjaminiano, alejándose diametralmente del
montaje invisible de Hollywood. El montaje es por lo tanto, disruptivo —también con
relación a la historia—, un montaje que evidencia las divergencias y las
incongruencias del mundo. Kluge hablaba de Phantasie (Benjamin lo hubiera llamado
alegoría) para nombrar el proceso a través del cual un producto audiovisual es capaz
de estimular la imaginación de los espectadores desde la combinación y yuxtaposición
de material heterogéneo como fotografías, material de archivo, ilustraciones de libros,
intertítulos, pinturas... Kluge hizo innumerables cortometrajes y largometrajes para
televisión para hablar de la historia del trabajo y del poder, de la filosofía y del cine
como un ámbito de producción simbólica en constante interrelación con formas de
pensamiento procedentes de otras disciplinas.
También están aquellos teleastas y cineastas que han trabajado con encargos
televisivos concretos utilizando archivos específicos. Es el caso de Angela Richi
Lucchi y Yervant Gianikian, que con su obra para la televisión francesa Giacomelli:
Contacts (1993) se sumergieron en el archivo fotográfico de Mario Giacomelli. El de
María Ruido, que tuvo acceso al archivo de la televisión autonómica vasca (EiTB)
para llevar a cabo con ElectroClass (2011) un estudio de la relación entre los medios
de comunicación y el poder, entre la televisión y la memoria histórica. O el de Vicki
Bennett (People Like Us, 1996), que en 2006 fue invitada por la BBC para trabajar
con su archivo y cuyo resultado fue Trying Things Out. Quien también trabaja con el
archivo de la BBC desde los años ochenta, es Adam Curtis. Su obsesión pasa por
conocer cómo se gestiona el poder en el siglo XX así como el auge de las teorías
racionalistas de gestión de la sociedad, esto es: cómo las finanzas y las nuevas
tecnologías moldean nuestras vidas. Curtis nada en el caos de esta gigantesca máquina
que es la BBC revertiéndolo a su favor, reprogramando fragmentos de imágenes ya
existentes —lo que denomina como trash pop (residuos, basura del imaginario
popular)— reubicándolos en la dialéctica de una nueva obra-archivo. Algunos de sus
trabajos más aplaudidos y controvertidos son The Century of the Self (2002), The
Power of Nightmares (2004), The Trap (2007), All Watched Over by Machines of
Loving Grace (2011) y la reciente Bitter Lake (2015).
Harun Farocki dedicó toda su vida a hacer un completo análisis de las sociedades
disciplinarias y de control promovidas desde las máquinas de visión y de simulación,
puesto que “todas las imágenes del mundo son el resultado de una manipulación”
(Farocki, 2013: 13). Por eso hace falta desconfiar de las imágenes y poner luz sobre
las imágenes del pasado, elevando “el propio pensamiento hasta el nivel del enojo (...)
Elevar el propio enojo hasta el nivel de una tarea (la tarea de denunciar esa violencia
con toda la calma y la inteligencia que sean posibles)” (Farocki, 2013: 14). Para
Farocki, la sala de montaje no son sino islas dónde se aprende la dificultad de
producir imágenes, espacio en el que un simple balbuceo puede devenir en retórica,
punto de encuentro del trabajo y el sistema imperante. Su montaje, como en Kluge,
hereda la Teoría del Intervalo de Vertov; gracias al intervalo y el evidenciado de la
estructura del montaje, es posible adentrarse en la fábrica de ensueños, pararse en la
imagen y ver qué hay detrás de su “dialéctica de la razón destructiva” (Farocki, 2013:
28), una dialéctica donde las imágenes participan de la destrucción de la humanidad.
Por eso Farocki defiende la idea de construir un archivo de conceptos visuales, en
parte inspirándose en el Kriegsfibel (Abecedario de la guerra) de Bertolt Brecht como
obra didáctica y creativa a partir de un elenco de imágenes preexistentes. Farocki,
junto a Wolfgang Ernst, describió las bases para este archivo en el que las imágenes
podrían ser leídas verticalmente y horizontalmente, paradigmáticamente y
sintagmáticamente (Elsaesser, 2004: 268). Para Farocki, los archivos tienen que ir
más allá de su función de almacenaje y conservación. En esta línea de pensamiento,
las imágenes tendrían que ser concebidas como un “data format” (Elsaesser, 2004:
262), de tal modo que las imágenes puestas en un conjunto/contexto importen más
que las imágenes aisladas, siguiendo así el Pathos Formulas de Warburg.
iii
Catherine Elwes indica que el collage se filtra en el scratch y que éste acaba
funcionando como una escuela de tendencias para la televisión. Citado en ELWEES,
C.; entrevista a Jeremy Welsch en la revista Independent Media, mayo de 1989, p.5.
iv
En relación a la obra de Aby Warburg Atlas Mnemosyne.
v
De hecho, Christa Blümlinger en su última obra llama al found footage, “cine de
segunda mano”.
vi
Esta noción de “re-play” fue desarrollada por Chris Marker a finales del siglo XX
con el CD-ROM interactivo Immemory (1997) y apuntado en el artículo del propio
Marker Free Replay: Notes on Vertigo (1994).
vii
El ruso Victor Shklovski llamó ostranénie a este proceso de singularización, de
desfamiliarización de las imágenes, un proceso por el cual un material adquiere
significación a través de la forma, de su visión, liberando los objetos del automatismo
perceptivo.