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San Francisco de Asís y La Eucaristía 2
San Francisco de Asís y La Eucaristía 2
LA EUCARISTÍA EN EL PENSAMIENTO
DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
por Constantino Koser, o.f.m.
. .
Esta misma fe y esta misma caridad hacían que San Francisco se dirigiese con especial
cariño al sacramento del altar, ya que en él se concreta una presencia especialísima de
su Rey. Es principalmente una presencia de la santa humanidad de Cristo, unida
inseparablemente a la segunda persona de la Santísima Trinidad. De acuerdo con las
verdades que había descubierto en los planes divinos, San Francisco consagraba al
Hombre-Cristo todo el ardor de su alma. No habría sido coherente si no hubiese tenido
una devoción especialísima a la Eucaristía. Y no le faltó esa coherencia en su fe, en su
amor, en su devoción, en su consagración.
Para San Francisco -como para todo hombre que quiera considerar objetivamente la
Eucaristía-, estaba en primer plano y con preeminencia absoluta el dogma de la
presencia real. A la fe vivísima en esta presencia unía un recuerdo intensísimo e
ininterrumpido, y de esta fe, unida a este recuerdo, es de donde brotan las actitudes
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que tomó. La fe no era solamente vivísima sino también muy esclarecida, como se ve
por este pasaje en donde explica la insignificancia de los velos que esconden a las
miradas corporales el Cristo Eucarístico: «Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy
el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí,
ciertamente conoceríais también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis
visto. Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto
tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a
mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9). El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios
es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Por eso no puede ser visto sino
en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn
6,64). Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de otra manera
que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. De donde todos los que vieron al
Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el espíritu y la
divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. Así también ahora,
todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el
altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el
espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de
nuestro Señor Jesucristo, se condenan, como lo atestigua el mismo Altísimo, que dice:
Esto es mi cuerpo y mi sangre del nuevo testamento, [que será derramada por muchos]
(cf. Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn
6,55)» (Adm 1,11). Los velos del misterio eucarístico no son una barrera para los ojos
penetrantes de la fe y del amor del Serafín de Asís: como ve espiritualmente el
sacramento, de la misma manera ve realmente el cuerpo y la sangre de nuestro Señor
Jesucristo, ve al Rey a quien juró fidelidad caballeresca.
Esta viveza de la fe fue una de las características más evidentes del espíritu de San
Francisco. Fruto de ella fue el dedicarse en cuerpo y alma, todo por entero, al servicio
de la Eucaristía. Aún en el Testamento renueva la profesión de esta misma fe viva e
intensa, hablando de la honra y veneración tributada a los sacerdotes: «Y lo hago por
esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios,
sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos
administran a los otros» (Test 10). En su fe veía "corporalmente" a su Rey, Cristo-
Hombre y Cristo-Dios, presente en los tabernáculos, y como caballero consagrado le
presentaba las más altas honras. En la Eucaristía concentraba los más altos arrobos de
su amor, haciendo verdaderamente de ella un centro de toda su vida, de todo su
apostolado y de toda santidad. Mandó que de manera semejante fuese el centro de la
Orden que dejaba en el mundo.
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en el año, no contentándose con el mínimo de comuniones que fueron disminuyendo
siempre más en la época en que él vivió, hasta el punto de que la Iglesia se vio
obligada a señalar como ley explícita la Comunión Pascual (Denz. 437). Con tan poco
no se podía satisfacer el amor caballeresco de San Francisco, por lo cual prescribió
tres comuniones por lo menos a los hermanos y hermanas de la Tercera Orden. Para
los hermanos de la Primera Orden no señaló el número de comuniones, pero quiso que
fuese grande (1 R 20).
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de los misterios. En esta forma la teología eucarística de la Orden Franciscana, tal
como se encuentra, por ejemplo, en Duns Escoto, significa un avance notable en la
penetración del misterio. Percíbese también así la caballerosidad seráfica, que, sin
temor a las dificultades, entra resueltamente en el terreno difícil y laborioso de estos
misterios y consigue conquistar trofeos maravillosos, que son otros tantos incendios
para el amor seráfico.
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anticipación pasajera del cielo, que es uno de los más estupendos milagros del amor de
Cristo, debe conducir a los afectos más fervorosos. Hay que meditar en estos
misterios, para que así se desvanezcan más y más los velos de la fe. Cuanto más se
medite y contemple, más se conseguirá en la imitación de San Francisco por lo que
hace a su fe viva y a su encendida caridad.
Tan profunda y viva teología no podía dejar de producir, tanto en San Francisco como
en la Orden Franciscana, una piedad eucarística muy intensa. Y realmente sucedió así.
El santo Patriarca vio que la forma de piedad eucarística más conforme con los
designios de Cristo era la asistencia piadosa y activa a la misa mediante la comunión.
Por eso no dejaba pasar un solo día sin asistir a una o varias misas, comulgando
siempre que podía. Así lo atestiguan las antiguas crónicas franciscanas. Quería que no
pasase ningún día en los conventos sin que se celebrara el santo sacrificio, aunque se
atuvo a la costumbre entonces vigente en la Iglesia de celebrar diariamente una sola
misa en comunidad, comulgando los demás sacerdotes more laicorum: «Amonesto por
eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre
solamente una misa por día, según la forma de la santa Iglesia. Y si en un lugar
hubiera muchos sacerdotes, que el uno se contente, por amor de la caridad, con oír la
celebración del otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los
ausentes que son dignos de él» (CtaO 30-32).
Si por una parte recomendaba la comunión frecuente, por otra no dejaba de encarecer
la necesidad de la comunión digna. Esto, por lo demás, no es sino una consecuencia de
su amor caballeresco a Cristo. Porque, ¿cómo podía un caballero de Cristo presentarse
a la comunión, a recibir al Rey y Señor Jesús, teniendo en su alma la infidelidad de la
traición y de la deserción? ¡Y cuánto no deberá esmerarse en tener un amor ardiente
quien siendo caballero se acerca a la sagrada mesa! San Francisco sabía muy bien que
el amor reside en la voluntad y que los sentimientos de por sí no valen nada. Por eso,
cuando exigía un amor ardiente en los corazones, pensaba en un amor de consagración
y de fidelidad comprobada con hechos, o sea, el amor que depende de la voluntad.
San Francisco insistía más que todo en la celebración digna del santo sacrificio de la
misa. A los sacerdotes de su Orden les escribió estas maravillosas palabras: «Ruego
también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser
sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente
hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro
Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por
temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres (cf. Ef 6,6); sino
que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al
solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 14-
15).
A todo esto San Francisco unía además el culto eucarístico que pudiera llamarse
"secundario": la adoración del Santísimo fuera de la misa y con ocasión de la
comunión. Con toda el alma y con todo el ardor se postraba delante de los
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tabernáculos y rendía su homenaje de fidelísimo y devotísimo vasallo al altísimo
Señor del cielo y de la tierra. Y para que esta su devoción eucarística fuese tanto más
fervorosa y tanto más constante, procuraba conocer bien los misterios de la Eucaristía
y recomendaba insistentemente a los frailes y a todos los hombres la frecuente
meditación y contemplación de los mismos. Su devoción se manifestaba de modo
particularmente caballeresco y delicado en cuanto emprendía para conservar y guardar
bien los vasos sagrados y todo lo que estuviese en relación con el Santísimo. En sus
jornadas apostólicas, por ejemplo, yendo de aldea en aldea, visitaba las iglesias y
capillas abandonadas, barriéndolas y embelleciéndolas (EP 56). Él, el pobre de los
pobres y que a la pobreza la había hecho su esposa, adquiría y enviaba copones
preciosos y ornamentados a las iglesias pobres, e instrumentos bien construidos y
bellos trazados para confeccionar hostias bellas y blancas (EP 65). Recomendaba que
se conservasen escrupulosamente limpios los manteles de los altares, y de esto hablaba
discreta pero insistentemente a los sacerdotes. No predicaba al pueblo sin antes haber
tenido cuidado, según sus fuerzas y los bienes de que disponía y que le habían sido
dados para este fin, acerca de la morada del altísimo Señor en la Eucaristía. Todo
cuidado le parecía poco y toda riqueza le parecía pobre por demás para alojar
decentemente en palacio precioso y artístico al Rey de Reyes. Que los vasos
empleados en la misa fueran buenos y preciosos, lo mismo que aquellos en los cuales
se hacía la reserva. Lloraba amargamente el desprecio de los cristianos, y mucho más
el de tantos sacerdotes, para con el adorable sacramento, y cuando veía a su Señor
abandonado y en la miseria de capillas en ruinas, de tabernáculos inmundos, de vasos
indignos, de lugares impropios, entonces permanecía inconsolable en su presencia.
Hacía cuanto podía, en todas partes y con el máximo empeño, no sin ingentes
sacrificios, para que el Santísimo fuese dignamente conservado, recibido con ardor y
adorado con profunda humildad.
En todas las iglesias y donde quiera que encontraba la Eucaristía, este juglar
caballeresco de Cristo se detenía a adorar y a cantar con el corazón inflamado las
alabanzas y las glorias, la magnificencia, la humildad y la cortesía de su Rey y Señor.
Escogía con preferencia las iglesias pobres y abandonadas, en donde la Eucaristía era
menos adorada, a fin de pagar de este modo a Cristo el amor que le negaban los
hombres. Con el ardiente celo de su corazón pretendía abarcar todos los tabernáculos
de una vez, rezando esta oración, que directamente se dirige a la santa cruz: «Te
adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero,
y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5).
Así desarrolló San Francisco un enorme apostolado eucarístico. Casi todas las cartas
que quedan de él se refieren a este tema, y con ternura e insistencia delicadas y
corteses aconseja que se ame, se alabe, y se reciba dignamente a Cristo en la
Eucaristía. Estas cartas fueron escritas cuando ya el santo no podía viajar y predicar a
los hombres y a sus frailes. Quería entonces hablarles al menos mediante la palabra
escrita. De estas cartas puede deducirse que tampoco en sus predicaciones faltaron
estos puntos: la insistencia de recibir dignamente el Sacramento del Altar, de que se
respetaran y adornaran los tabernáculos, de que se pusiese todo cuidado a todo lo que
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hacía referencia al Santísimo.
De esto nos convencen sus palabras: «Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis de
pesado corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de
Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero
de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente
desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote. Y como se
mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a
nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la
carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así
también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos
firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de este modo
siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Ved que yo estoy con
vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)» (Adm 1,14-22).