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REDTOWER
Devlin Charles Penword admiró con tristeza los muros de Redtower que se
veían abandonados. Las piedras fortificadas estaban rodeadas por un amplio y
profundo foso. Desde su privilegiada altura se podía ver casi la totalidad del
puerto de Portsmouth. Por ese motivo las tierras que rodeaban la fortaleza habían
sido motivo de incursiones y conquistas por varios señores en la antigüedad.
Devlin le había hecho una oferta generosa a John Beresford, pero éste no
podía disponer de la torre porque los derechos sobre la misma pertenecerían en
exclusiva a la futura hija que tuviera su primogénito y heredero Christopher, y de
no tenerla, ese derecho recaería entonces en sus otros dos hijos menores. Los
antepasados de ambas familias habían acordado un matrimonio entre ambas,
acuerdo legal inextinguible e inexpugnable. Soltó un suspiro acerbo porque
Redtower no era simplemente un castillo, sino un bastión: un emblema de la
familia Penword.
2
Inglaterra, Rowland´s Castle, 1275
Sentía la tierra húmeda y rasposa bajo la espalda. Los dedos de los pies los
tenía ateridos a causa del frío que le penetraba hasta los huesos. Apenas notó el
áspero pelaje que la olía con insistencia. Las pequeñas patas con garras,
comenzaron a trepar por sus piernas desnudas, y cuando una garra afilada la hirió,
la mujer volvió de su inconsciencia de forma abrupta. El fuerte alarido que lanzó
desde el fondo de su garganta, quedó atrapado y nulo entre la basta tela que cubría
su boca.
Abrió los ojos de golpe mientras que el corazón se le encogía por el miedo.
La oscuridad que la rodeaba parecía una gruesa tela que la envolvía como
un sudario. Hizo amago de moverse, pero descubrió con verdadero terror que la
habían encadenado. Sacudió los pies con fuerza tratando de quitarse de encima
aquello que estaba trepando por sus pantorrillas. Quiso alzarse desde su posición
forzada, pero el pesado collar de hierro que tenía atado al cuello se lo impidió:
estaba trabado con unas cadenas a sus muñecas, y éstas a su espalda. Las cadenas
habían sido fijadas a la recia pared, y ella se sentía completamente confundida.
Con movimientos bruscos intentó golpear la tierra mojada para intentar apartar a
la alimaña que la acechaba. Aunque no podía verla, la presentía, pero la
impotencia de no poder hacer nada al respecto, hizo que comenzara a sollozar.
Inspiró profundamente para tratar de serenarse y no dejarse vencer por el
desánimo. Al inspirar fuerte sus fosas nasales se llenaron de un olor nauseabundo.
Su estómago comenzase a dar arcadas pues el olor del vómito y la orina
penetraron dentro de sus pulmones como un aire huracanado.
La celda debía tener unos tres metros de largo por dos de ancho, la escasa
luz que entraba por una rendija de la pared opuesta apenas le permitían hacer una
valoración real, si bien no le importó.
Pegó su espalda mojada al muro todo lo que pudo, y fue reptando hacia
atrás como una serpiente, el siseo de sus escarpines le recordó al sonido que hace
una hoja de acero que templan en una fragua. Cuando tocó la pared, comprobó
que estaba hecha de piedra, el musgo crecía entre las rocas que se alimentaba de la
humedad, por ese motivo sentía el vapor rancio que exudaba la roca desnuda. El
basto suelo de tierra estaba lleno de huesos y excrementos humanos, señal
inequívoca de las personas que habían perecido allí dentro. La mujer desvió la
vista con repulsión y fijó sus ojos en la parte derecha de la celda, la puerta de tosca
madera y goznes oxidados parecía que se burlaba de ella: le mostraba una libertad
que no podía alcanzar.
Una mano fuerte y grande le sujetó el cuello en una clara amenaza que ella
entendió a la perfección, la otra seguía sosteniendo el puñal afilado. De pronto
sintió que la zarandeaban con violencia. La boca del individuo se paseó por su
cuello con premeditada lentitud, su aliento cálido le pareció a ella el preludio de la
muerte.
Al fin decidió abrir los ojos con más precaución que espanto. Temblaba de
tal forma que pensó que sus huesos se iban a partir de un momento a otro.
—Sabed que voy a mataros por vuestra perfidia —las palabras susurradas
de forma lenta le causaron el efecto que él pretendía. Evelyn sabía que Khaled no
iba a ser indulgente con ella.
¡Dios del cielo! ¡No podía estar en Rowland´s Castle! ¡Había huido de allí!
¡Estaba perdida!
***
Evelyn tocó con sus dedos fríos la basta tela que la cubría, en algún
momento del regalo de su inconsciencia, le habían colocado un saco de arpillera. El
basto tejido de estopa le arañaba la piel, pero ese era el menor de sus problemas.
Las manos ya no las tenía atadas a la espalda. Habían soltado el candado que la
aprisionaba a la pared. Podía moverlas y tratar de restablecer la circulación en
ellas.
—¡Querida Madeline! —Tras varios intentos logró que su voz sonara algo
natural—. ¡Me alegro tanto de veros!
—Mi señora, estábamos muy preocupados por vos. —Evelyn sintió que los
ojos se le llenaban de lágrimas.
—En Rowland´s Castle —lo había sospechado desde el principio, pero aun
así la espalda se le tensó por el pánico—. Creímos que nunca os volveríamos a ver.
—Evelyn suspiró de forma entrecortada aunque agradecida.
—¡Suficiente!
La atronadora voz les hizo dar un brinco a ambas. Evelyn volvió sus ojos de
la criada hacia la puerta de la celda abierta, tras hacerlo, se encogió de miedo ante
la figura que entraba por ella.
—¡El nombre!
Khaled estaba tan cerca de ella que pudo asir un mechón de su cabello
enmarañado y mostrárselo.
—Pienso dejar su cuerpo sin un trozo de piel hasta que me diga el nombre
que deseo escuchar —las palabras no iban dirigidas a ella, pero sintió igualmente
un escalofrío de miedo.
—No, no lo haré.
—No repetiré mis palabras —pero Khaled la soltó al fin y se separó un paso
de ella.
—¿La palabra de una mujer? —la burla en sus palabras la llenó de furia.
Alzó la barbilla con arrogancia a pesar del miedo que sentía.
—Podéis matarme esposo mío, pero soy inocente —siguió un silencio a sus
palabras.
—Os marchasteis como una ladrona —Evelyn apretó los labios ante la
acusación directa—, vuestros actos delatan vuestra culpa.
Ambos hombres abandonaron la celda con paso firme sin volver la vista
hacia atrás, absolutamente convencidos de que actuaban con justicia y honor.
***
La tea había sido acercada a la leña reseca, las llamas comenzaron a danzar
delante de sus ojos como si fuesen furcias bailarinas de un harén musulmán.
Con sus actos había evitado que se derramase sangre amada, aunque saberlo
no le calmó el terror que las ávidas lenguas de fuego le producían. Se acercaban a
sus pies desnudos, ya podía sentir el calor hiriente lamerle la planta de los pies,
pero ella no podía gritar su espanto ni su arrepentimiento más profundo. Elevó
una plegaria a Dios para que redimiese su pecado. Sus actos habían sido
propiciados por la buena fe y el profundo amor que sentía hacia su familia.
¡Tenía que proteger a su hermano de la ira del demonio negro! Y lo haría con
el tributo de su sangre.
El calor se había vuelto asfixiante, el ruedo de su vestido comenzaba a
tiznarse de negro, Evelyn alzó sus ojos cuajados de lágrimas, y miró los rostros
vengativos que le devolvían las miradas llenas de satisfacción.
En el patio se armó un revuelo, pero ella no podía ver nada debido al humo
que desprendía la leña al quemarse.
Sabía que el joven Owain iba a salir de su escondite cuando llegara a sus
oídos que su hermana iba a ser ajusticiada como una bruja. Ya tenía en sus manos
al traidor. Ahora podría hacer lo correcto.
Por un momento se sintió aturdido. Fijó sus claros ojos azules en la persona
que acababa de cruzar el puente levadizo. Tenía frente a sí a la reina de Inglaterra:
Leonor de Castilla, casada con Eduardo I, rey de Inglaterra.
***
—Explicad entonces vuestra acción para que yo pueda sujetar la ira que me
consume en estos momentos.
Khaled apretó los labios con ofensa por las palabras de su soberana. Era
consciente que su esposa era la pupila preferida de la reina, pero él no podía
ignorar un acto de traición perpetrado por el hermano de ella.
—Eso es del todo imposible, conde —Khaled apretó aún más los labios con
enojo—. El asalto a Hampshiretower ha sido perpetrado por sir William de March,
vuestro primo. —Khaled apretó los puños a sus costados. La mentira real le había
producido un salto inesperado en el estómago—. Desde allí pretendía sitiar
Redtower.
Khaled tragó saliva de forma violenta. Había sido un estúpido, había creído
cada una de las palabras que su primo había tejido en torno a la traición del joven
Owain. William había tratado años atrás de hacerse con el control de Redtower
usando a la heredera Evelyn, y la intervención de la reina Leonor había evitado el
desenlace.
—Os recuerdo que Redtower era el hogar de vuestra esposa antes de llevarla
como dote a su matrimonio con vos.
—Creí que sir William había aceptado de buen grado vuestro matrimonio
con Evelin —Khaled apretó los labios con ofensa por el recuerdo—. Que os había
jurado vasallaje, ¿cómo podéis explicar esta deslealtad cometida hacia vuestra
casa? —pero Khaled no podía. Se había creído cada una de las palabras
traicioneras de su primo—. Con vuestras acciones habéis manchado la confianza
que os tenía mi esposo al confiaros una propiedad tan valiosa como Redtower.
—Tengo una decisión que informaros, conde —Khaled fijó sus pupilas
negras en el rostro de la soberana que le mantenía el pulso sin un titubeo.
***
Por primera vez en sus treinta años, Khaled había cedido ante el chantaje de
una mujer, y esa mujer era la reina de Inglaterra. Leonor había atado los asuntos
bien, pero a él no le importaba tanto la tierra como la certeza que sentía hacia la
traición de Evelyn. La había amado más que a ninguna otra mujer. Era el calor en
el refugio de su soledad. La miel tibia en la boca herida. Pero él la creía culpable, y
gracias a la intervención de Leonor no podría hacer justicia con respecto a ella.
Khaled se pasó los dedos por el alborotado pelo con cansancio.
—¡Es culpable! —Erwan negó con la cabeza al mismo tiempo que Khaled
asentía.
—Mi esposa pagará por esto —Erwan cerró los ojos ante la terquedad de su
hermano mayor.
Si Khaled seguía empecinado en sus sospechas. La ira real iba a caer sobre
los muros de Rowland´s Castle.
Khaled suspiró de forma profunda. Siempre estaba cegado por los celos que
lo devoraban. Sentía celos hasta del aire que respiraba, y esos mismo celos le
hacían ver cosas que la inculpaban.
—Controlad vuestros celos obsesivos, o la perderéis para siempre.
Khaled miró a su hermano menor con un brillo de temor en los ojos. Perder
a Evelyn le provocaba un estremecimiento de miedo.
—No son celos sino precaución —respondió el conde con semblante serio.
—Ahora que vais a ser padre —dijo el hermano pequeño—. Debéis aprender
a comportaros con ecuanimidad.
Los ojos del conde brillaron con desconcierto, y Erwan se percató que
desconocía la nueva.
—Espero por el bien de Evelin que me dé una hija —fue su único comentario
antes de abandonar la estancia y dejar a su hermano menor solo y preguntándose
el motivo para un comentario así cuando todo hombre ansiaba un heredero. Erwan
seguía haciendo cábalas sobre su hermano. Era consciente que amaba con locura a
su esposa, pero los celos lo cegaban.
Confió que Evelin fuese indulgente con él tras el injusto trato que había
recibido. El heredero que venía en camino podía suavizar las aristas del carácter de
su hermano. Si éste controlaba sus celos, todo podía mejorar.
DEVLIN CHARLES PENWORD
Crimson Hill 1805
Se sentía eufórico. Iba a ser padre de nuevo. Devlin sonrió con auténtico
regocijo. Miró el hermoso ramo de rosas blancas y aspiró su fragancia lleno de
dicha. Ansiaba que hubieran concebido una niña, pues tras dos hermosos varones,
Devlin ansiaba una niña. Una preciosa muchachita que retornaría a los Penword la
herencia De Clare. Su vida no podía transcurrir de forma más pacífica y feliz. Tenía
una esposa a la que amaba con locura. Un robusto heredero de ocho años, y otro
vástago que había cumplido recientemente los seis años. Justin y Jamie lo hacían el
hombre más completo y dichoso de Inglaterra. A medida que el faetón se acercaba
a la mansión, su pecho se llenaba de amor. El linaje de los Penword continuaría en
la línea de su primogénito Justin. Y por si el destino le tenía reservada alguna
desgracia al mayor, tenía al menor, Jamie, para que continuara el linaje. ¿Podía
existir un hombre tan orgulloso como él? Lo dudaba. Cuando llegó a la casa le
tendió las riendas del faetón al mozo de cuadra. La capa, los guantes y el sombrero
los puso en las manos del mayordomo que había salido a recibirlo con rostro
enjuto.
Devlin subió las escalinatas de dos en dos sin soltar el ramo de rosas. Se
dirigió directamente al despacho aunque fue alcanzado por su primogénito un
momento después.
El pequeño Jamie lo seguía de cerca. Devlin miró a sus dos hijos con ojos
risueños.
—Sé una cosa que vosotros no sabéis —les dijo a ambos en un tono jocoso.
Y viéndolos, Devlin se sintió todavía más afortunado. Justin era rubio como
él, aunque sus ojos eran del color del acero templado. Jamie tenía cabello negro y
los ojos del color de las violetas. No se parecía a ninguno de sus progenitores pues
su esposa era también rubia y de ojos azules.
—¿Dulces?
Los ojos de Justin brillaron con placer inusitado. Veía a su padre muy feliz, y
si esa noticia lo hacía tan feliz, debía de ser muy buena.
Devlin se preguntó dónde estaría la niñera que los cuidaba. Era inusual que
los niños estuviesen solos a esas horas de la tarde.
—Temía que esto volvería a pasar —le dijo el mayordomo al ama de llaves.
El mayordomo miró al heredero que tenía los ojos llenos de lágrimas. Era
inaudito que una madre provocara semejante dolor en sus propios hijos.
Devlin cerró los ojos durante un momento, el suficiente para que el estallido
de rabia menguase hasta el punto de no sentir la necesidad de lanzar nada más
contra la pared. Respiró hondo no una sino varias veces. Era tanta la rabia que
sentía. Era tal su impotencia que el único modo de darle salida al dolor que lo
atenazaba era destrozándolo todo a su alrededor. Se miró las manos que le
temblaban. Tenía algunos cortes por los cristales que había hecho añicos, como
cortes tenía en el corazón. Era una perra. Una mala madre que no aprendía de sus
errores, ni él tampoco. Ahora entendía por qué motivo no le había dado ella
personalmente la noticia del embarazo. Devlin lo había descubierto esa tarde en el
club al recibir la felicitación del doctor que había confirmado su estado de buena
esperanza. Comprendía por qué se había marchado. Lo sabía todo porque se lo
había dejado escrito en una maldita carta. Cuando los ojos del duque observaron lo
que había hecho en el despacho, le temblaron los hombros. Trataba de contener los
sollozos. ¡La amaba! Y lo había traicionado otra vez. Ya había perdido la cuenta de
las veces que lo había hecho. Tragó la saliva espesa. Se limpió las lágrimas amargas
que descendían anárquicas por sus mejillas. Sufría el abandono de una forma tan
dolorosa que cada respiración le suponía un suplicio. Tocaron a la puerta, y en esta
ocasión sí escuchó los golpes.
—Su Excelencia, la policía espera ser recibida pues trae nuevas sobre el
paradero de la duquesa.
Devlin seguía sentado con las manos sobre las rodillas, en la misma postura
de hacía varias horas. El niño caminó con paso vacilante, y se quedó parado frente
a él.
—Sé que madre ha muerto —le dijo en voz baja—. Escuché al policía cuando
le informó al mayordomo.
—Me gustaba la idea de tener una hermana porque pensaba que madre ya
no se marcharía.
—Lamento —le dijo su padre—, que pases por esto. Te merecías una
infancia feliz… —se le quebró la voz.
—Fue una esposa terrible para mí —confesó el padre—. Una mala madre
para vosotros —continuó—, pero la culpa no era de ella sino mía.
—¿Maldición?
Devlin no pudo evitar una sonrisa sardónica. Su hijo tenía apenas ocho años,
y ya se expresaba como un hombre.
Justin la miraba en el baño sin que ella se percatara de que estaba siendo
observada. Deseaba odiarla, pero no podía, no cuando sabía que ella siempre había
sido sincera con él y sus sentimientos. Dolía demasiado quererla y no sentirse
dueño de su cariño, por eso, había tomado una decisión y nada le haría cambiar de
opinión. Pensaba castigarla con lo que más amaba, y que le había dado única y
exclusivamente él. La boca se le curvó en una mueca amarga y decidió comenzar
su castigo de inmediato.
Los besos que le daba eran duros, y ella se los devolvía con la misma
intensidad. Un frenesí desmedido hizo presa de Aurora que comenzó a devorarlo
con las mismas ansias que él. Devolvió beso por beso, caricia por caricia, y el
castigo que Justin tenía previsto darle se convirtió en una necesidad de afecto que
no conocía límites.
¿Acaso se creían esos dos que estaba ciego? Jamie caviló con cólera
resabiada, había estado sordo y ciego hasta unos minutos antes, pero nunca más.
Miró a Isabel con un gran desilusión y con un brillo parecido a la aceptación
silenciosa. Soltó la pechera de Arthur sin creerse su arranque de ira. Había perdido
el control por completo. Los brutales sentimientos de posesión que le provocaba
Isabel lo descentraba. Inspiró profundamente antes de encararse con ella.
—Tu abuela te está buscando —el tono furioso le hizo dar un respingo
involuntario.
—¡Díselo de una vez! —Jamie creyó entender en esas palabras lo que más
temía.
Ella había elegido. Conocía sus sentimientos sobre Arthur pero no le iba a
dar la oportunidad de oírselo decir, no con esa boca que había besado hasta la
saciedad. Con esos labios turgentes que había hecho suyos con desesperación.
¡Antes preferiría estar muerto!
—Espera, Jamie…
Jamie entrecerró los ojos, y sus labios se curvaron en una mueca amarga, un
segundo después, despectiva.
Jamie entrecerró los ojos hasta reducirlos a una línea. Estaba mucho más que
enfadado con ella, estaba a punto de sujetarla por los hombros y zarandearla con
fuerza.
—Olvidas que del odio al amor solo hay un paso, y presumo que estás
deseando que lo de, ¿no es cierto, lady Penword?
Isabel había hecho mal, pero era por un buen motivo salvo que no podía
decírselo.
BRANDON KEITH MCGREGOR -ESCENA DE LA
NOVELA LA RENDICIÓN DEL HIGHLANDER-
Córdoba 1830
—Olvidas convenientemente que fuiste tú mismo quien inició todo esto —le
dijo Diego con voz tranquila—. Obviaste mis advertencias al respecto y actuaste al
margen de los sentimientos de ella. Tienes lo que te mereces.
—Sólo quiero saber que vas a ser bueno con ella. —Brandon estuvo a punto
de soltar un improperio, pero se contuvo al ver la expresión de su cuñado—. Como
yo lo he sido con tu hermana a pesar de sus actos.
Diego salió por la puerta con la espalda recta; tenía las manos apretadas en
puños. Brandon fue capaz de valorar sus palabras. Pero él, y sólo él, se iba a ocupar
de su mujer y de hacerle pagar su veleidad.
RODERICK CLAYTON PENWORD -ESCENA DE LA
NOVELA, LA ROSA DE ESCOCIA-
Crimson Hill 1848
—¿No tienes nada que decir? —le preguntó su padre con voz gélida.
Su preciado tesoro.
Que ella admitiera algo que habían hecho ellos los llenaba de cierto alivio,
también de honda preocupación. Mary era la mejor hermana del mundo,
ingeniosa, alegre, y no se merecía cargar con todas las culpas.
—Por supuesto que asumirás el castigo que te corresponde —le dijo Justin
sin un asomo de piedad—, y tus hermanos, el suyo.
Padre que adoraba con toda su alma, pero que estaba ciego a sus
sentimientos de muchacha que no deseaba un compromiso impuesto con el
hombres más aburrido e insulso de toda Escocia.
—Aceptaré mi destino sea cual fuere —admitió con voz vacilante, como si le
hubiese costado un esfuerzo sobrehumano pronunciar la admisión.
—No eres Juana de Arco para asumir esa postura de mártir. Eres una
muchacha comprometida que debe asumir su responsabilidad por mucho que te
cueste aceptarlo —la voz de su padre era afilada como el cuchillo de un carnicero.
Mary dio un paso hacia delante como para preparar su defensa, aunque lo
pensó mejor.
Sus hermanos habían sido testigos del mal rato que había pasado, y ahora
tenía que marcharse. Pero el orgullo le hizo levantar la barbilla y sostenerle la
mirada a su padre unos segundos más de lo acostumbrado. Finalmente, se dio
media vuelta y salió de la biblioteca tan tiesa como el palo de una lanza.
—Vuestro tío Jamie ha tenido que intervenir para suspender cuatro retos de
duelo propiciados por vosotros en las últimas dos semanas…
Justin pensó que sus hijos tenían parte de razón. Si sus sobrinas no fueran
tan guapas, esta situación no tendría lugar. Pero los crápulas y calaveras hacían
cola para captar la atención de las muchachas y tener con ellas algo más que
palabras. Jamie sabía cómo capear el temporal, pero desde que los dos muchachos
habían decidido declararse paladines de sus hijas, lo habían empeorado todo. Los
duelos estaban prohibidos en Inglaterra, pero esos dos tunantes parecían no darse
cuenta de ello.
—El tío os espera en el salón. Desea hablar con vosotros, y presumo que no
serán solo palabras de cortesía. —Los gemelos miraron a su padre con el horror
pintado en el rostro—. ¿Pensabais acaso que os iríais de rositas?
Justin se apoyó en el filo de la mesa del amplio escritorio. Cruzó los brazos
al pecho y miró a su hijo con atención.
—No puede ser, Roderick, debes aceptarlo. —El muchacho tragó con fuerza.
Seguía plantado frente a él con los hombros tenso y la espalda rígida—. Serena está
prometida a Ewan Alisdair Duncan.
—Se te pasará. —Con cada palabra que decía Justin, más se reafirmaba el
muchacho—. Cuando la veas paseando del brazo de otro, se te pasará.
—Le recuerdo, con todo el respeto del mundo, que mi madre estaba
enamorada de otro hombre. —Justin soltó el aire de forma abrupta—. Pero eso a
usted no le importó, como a mí no me importa que Serena esté prometida a otro.
—Es hija de un laird escocés y nieta de un conde español —le recordó su hijo
—. Su rango es incuestionable, padre.
Justin lamento esa vena en los Penword que los hacía sufrir de forma
desmesurada y sin necesidad. Su padre había sufrido por su madre hasta el mismo
día de su accidente. Su hermano Jamie había sufrido lo indecible por Isabel, su
primo Brandon por Marina. Y él, él había sufrido más que ninguno porque se
había enamorado como un loco de una mujer que no le correspondía. Había
penado por ella durante años porque no conseguía que lo amara, y no quería lo
mismo para su hijo y heredero. Serena no era para él porque tenía en su carácter el
mismo fuego salvaje que tanto daño le había causado en el pasado, y presumía que
Roderick no tenía su talante. Serena lo podría reducir a un guiñapo y el muy
estúpido no se daba cuenta de ello. Era arcilla en sus manos. Su hijo se merecía una
muchacha más sencilla. Menos fogosa, y más inglesa.