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Capitalismo y socialismo

ALAIN TOURAINE

4 MAR 1992

Hace tiempo que no se sabe bien lo que designa la palabra socialismo, casi siempre
acompañada de adjetivos como real o democrático, destinados a señalar oposiciones tan
profundas en el interior del mundo socialista que éste ha dejado de tener unidad, pues, ¿qué
había de común entre el Gobierno de Felipe González y el de Leonid Bréznev, o incluso el
de Mijaíl Gorbachov? Pero hoy nos damos cuenta de que la palabra capitalismo tampoco es
clara. Para ver claro hay que partir de una distinción sencilla, pero fundamental, entre los
tipos de sociedad y las formas de modernización. Se puede hablar de una sociedad
industrial o mercantil, o incluso de una sociedad centralizada o federal; pero cuando se trata
de saber si la modernización voluntaria de una sociedad está dirigida por grupos
económicos privados o por el Estado hay que hablar de capitalismo o de socialismo. Esas
palabras no designan, pues, tipos de sociedad, sino formas sociales de modernización. Esto
es más claro en el siglo XX que en el XIX, pues en nuestro siglo hemos conocido muchos
regímenes nacionalistas que se hacían llamar socialistas o que apelaban al socialismo para
indicar que era el Estado, y no los capitalistas, sobre todo extranjeros, los que dirigían la
economía del país. El régimen hitleriano mismo tenía derecho de apelarse nacional-
socialista, puesto que daba al Estado el papel central en toda la vida de Alemania,
comprendida su actividad económica, aunque las empresas capitalistas continuaron
funcionando. El sentido habitual de la palabra socialista supone, ciertamente, que el Estado
reemplaza al poder capitalista apoyándose en las reivindicaciones, e incluso en la acción
revolucionaria, de la clase obrera. Es verdad, pero, es aquí donde el análisis debe mostrarse
más exigente, de acuerdo, por otra parte, con el pensamiento marxista mismo que no ha
confundido jamás la expresión obrera de las contradicciones del capitalismo con el poder
socialista que se apoya ante todo en el conocimiento objetivo de las leyes de la historia. De
hecho, es esa identificación del movimiento obrero con el Estado socialista la que no es
aceptable hoy en día. Sabemos que los bolcheviques no conquistaron el control del
sindicalismo ruso (hasta ese momento, menchevique) hasta la víspera de la I Guerra
Mundial y que la toma de poder de Petrogrado no fue la obra de un movimiento obrero de
masas, sino la de una vanguardia revolucionaria y de marinos sublevados. Y, sobre todo,
sabemos que el movimiento obrero, allí donde era más fuerte, en los grandes países
industriales, no condujo a un régimen socialista sino al welfare state o a la
socialdemocracia, que están muy lejos del sockillismo real.
La oposición de capitalismo y socialismo es, pues, ante todo la de dos formas de desarrollo,
endógena y exógena. El capitalismo corresponde a un desarrollo endógeno puesto que la
clase dirigente (concepto que se refiere a la estructura social) es al mismo tiempo la élite
que dirige el desarrollo al controlar el Estado. El desarrollo es endógeno allí donde la
libertad económica, el desarrollo científico y técnico, la Administración pública, el estado
de las costumbres y de las creencias, facilitan la racionalización y la secularización,
principales componentes de la modernidad económica. Por el contrario, el desarrollo debe
ser exógeno cuando la sociedad se ve trabada en su modernización y debe ser empujada
hacia adelante desde el exterior, sea por un Estado extranjero (en el caso de la
colonización), sea por el Estado nacional (en el caso del despotismo ilustrado, antepasado
directo del socialismo). Allí donde el desarrollo es endógeno, los movimientos sociales son
fuertes; allí donde es exógeno, los agentes sociales son débiles y subordinados a agentes
políticos.

En muchos países, la sociedad civil y sus agentes sociales eran fuertes, pero habían entrado
en crisis, a menudo tras una guerra exterior o una crisis interna revolucionaria,
desencadenada por la descomposición de una sociedad todavía en gran parte tradicional. En
estas situaciones, el Estado modernizador no sólo ha tenido que reemplazar a la sociedad;
ha debido hablar en su nombre, devorándola, y ese lenguaje ventrílocuo se ha convertido en
el del totalitarismo, tanto fascista como comunista o neocomunitarista como el de Jomeini.
Se está en el contrario absoluto del Estado socialista, tal y como él mismo se define, ya que
el Estado modernizador ha destruido aquí a la sociedad en nombre de la cual habla.

El uso que yo propongo de los conceptos socialismo y capitalismo obliga a separar estas
palabras de otros conceptos con los que generalmente se las confunde. He indicado ya que,
el movimiento obrero es más fuerte allí donde la posibilidad de un poder socialista es más
débil. Es necesario ahora separar de forma igualmente clara capitalismo y economía de
mercado. Ésta no designa ni un tipo de sociedad ni un modo de desarrollo. La economía de
mercado no es otra cosa que la separación de la economía y la política, según los análisis
clásicos de Max Weber y, sobre todo, de Karl Polanyl. El nacimiento del individualismo
económico y de la independencia de la sociedad económica que Fergusson, en Escocia en
el siglo XVIII, fue el primero en llamar sociedad civil, y que los alemanes llaman sociedad
burguesa, han definido la modernidad occidental y han asegurado el triunfo de las
sociedades abiertas, como dice Popper, sobre los imperios en los que el poder político tiene
el control global de la sociedad y, en particular, de la vida económica. Pero lo que es una
condición, un aspecto esencial de la modernización endógena, no constituye por sí mismo
ni un tipo de sociedad ni un modo de desarrollo. El desarrollo es capitalista, lo que es
mucho más que la economía de mercado, puesto que hace intervenir los intereses y la
capacidad de acción de una clase social. Paralelamente, una sociedad capitalista no se
define solamente por la ausencia de intervención del Estado. En Occidente, el puritanismo
religioso, la defensa de la familia, el servicio al rey, el gusto por la aventura y el espíritu
científico han contribuido a la modernización tanto como la economía de mercado, que es
más una condición negativa que positiva para la creación de una sociedad moderna.

Hoy, los regímenes socialistas y nacionalistas caen a lo largo y ancho del mundo y la
economía de mercado se impone. Pero sería un dramático error creer que ésta puede
identificarse con la modernización o con la modernidad misma. El Gobierno ruso es
clarividente cuando plantea la siguiente pregunta a los sociólogos internacionales: "¿Cómo
crear una burguesía para evitar que la economía de mercado se convierta en un caos?".
Deberían añadir: "¿Y cómo crear sindicatos, un welfare state, universidades creativas,
etcétera?". El mercado no arregla nada, y en todo caso, no más que el poder absoluto de un
Estado. Lo que es indispensable es la presencia de agentes sociales, animados por valores,
que se sientan responsables respecto a una sociedad y capaces de gestionar sus relaciones
con otros agentes sociales.

Nosotros hemos conocido las crisis del capitalismo que trajeron consigo la subida de los
fascismos y las revueltas obreras; después, la ola de socialismos de uno u otro tipo, es decir,
Estados modernizadores autoritarios. ¿No podemos finalmente descubrir, tras esos maestros
de la historia, a los actores de la sociedad, asistir al renacimiento de las sociedades civiles?
La ventaja del capitalismo es que está asociado a una sociedad capaz de un desarrollo
endógeno que permite, por tanto, la formación de agentes sociales. Es la razón por la que a
fin de cuentas ha sido el socialismo el que ha muerto asfixiado, y el capitalismo, el que ha
dado pruebas de mayor flexibilidad y espíritu de reforma. Pero sería dar marcha atrás
reducir una sociedad capitalista al juego del mercado. Sería abrir la puerta a todas las crisis
que el welfare state y el keinesianismo de la posguerra consiguieron erradicar de una parte
del mundo.

Traducción: María Teresa Vallejo.

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