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Tripulante de terremotos
JUANCMUOS
QUEZADAS
~orma
www.librerianorma.com 1 www.literaturajuvenilnorma.com
Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima,
México, Panamá, Quito, San José, San Juan, Santiago de Chile
Quezadas, Juan Carlos, 1970-
0ki. Tripulante de terremotos /Juan Carlos Quezadas;
ilustradora María Abásolo. -- Bogotá : Carvajal Soluciones
Educativas, 2014.
224 p. : il. ; 21 cm. - (Zona libre)
ISBN 978-958-45-4854-2
l. Cuentos infantiles mexicanos 2. Lugares imaginarios -
Cuentos Infantiles 3. Viajes - Cuentos infantiles 4. Historias
de aventuras I. Abásolo, María, il. II. Tít. III. Serie.
1863.6 cd 21 ed.
Al436465
ce 29008159
ISBN 978-958-45-4854-2
Para Ana y el Oso, m todas las tardes.
Invéntate una carta astral,
un falso horóscopo y no descanses
hasta cumplirlo al pie de la letra.
Contenido
-1 9
=2 79
3 131
12.9 4 167
Ji 5 191
-A.6 215
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Me llamo Oki Torno y nací el 19 de sep-
tiembre de 1985 en Nahara, un pequeño
pueblo de la prefectura de Fukushirna, al
norte de Japón.
Desde el principio de los tiempos mi fa-
milia se dedicó al campo. Mis abuelos eran
campesinos y los abuelos de mis abuelos,
también. Mi padre fue el primero en aban-
donar la tradición cuando entró a trabajar
en la planta nuclear Fukushirna 11. No voy
a relatar a continuación una historia de re-
chazo y súplicas por el camino que él tornó;
al contrario, la familia mostró su apoyo por
Juan Carlos Quezadas
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Juan Carlos Quezadas
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La hipocondría es un estado de guerra
contra ti mismo. La mía es una hipocon-
dría que rebasa cuestiones de salud y se ins-
tala sobre los asuntos más variados. Estoy
convencido de que todo acabará resultando
de la peor manera: el avión se estrellará, la
varita de incienso saldrá defectuosa, sobre
la computadora caerá el virus más letal de la
historia ...
Así es ahora, a mis veintitantos años,
y así ha sido desde que tengo memoria:
la muerte, el fracaso, la enfermedad, han
acompañado todos mis proyectos. Salvada
Juan Carlos Qwzadas
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Oki. Tripulante de terremotos
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Juan Carlos Quezadas
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Lo imaginario no es lo mismo que lo inexis-
tente. Lo inexistente es la nada mientras que
lo imaginario está allí, en algún lugar.
Si te pido que imagines un perro, de inme-
diato surge en tu mente la figura de un perro.
Antes habitaba la nada, era la nada. Ahora es
un perro imaginario pero existente.
No creo en la astrología (me parece que con
esta frase inauguré estas confesiones) pero creo
que ronda por allí, por los mismos territorios
por los que se mueve nuestro perro imagina-
rio, una fuerza invisible que puede influir so-
bre el destino de las cosas y las personas.
Juan Carlos Quezadas
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l Cómo imaginaste al perro que mencio-
né líneas arriba? Yo lo imaginé en medio de
una ilustración. Era un perro azul sobre un
prado verde. Se encontraba de perfil. Inmó-
vil. Pero por la tensión de sus músculos de
caricatura podría ser que estuviera a punto
de emprender la carrera. De algún modo mi
perro azul surgió de las páginas de Voces en el
parque, el libro de Anthony Browne que des-
de hace unas noches duerme en mi mesa de
noche sustituyendo a Morbo.
Todo habría cambiado si en lugar del li-
bro de Browne hubiera elegido El maestro
Juan Carlos Quezadas
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¿Cómo imaginaste al gato? Estuve a punto
de no hacerte la pregunta. A fin de cuentas ya
habíamos utilizado a un perro para ilustrar
la diferencia entre inexistente e imaginario,
pero al final no pude aguantar la curiosidad.
En realidad yo no tuve que imaginar ningún
gato (o casi) porque leí hace unos años el li-
bro de Bulgákov y recuerdo que Popota, así
se llamaba el minino, era un gato extraordi-
nariamente grande, de color negro y que ca-
minaba erguido en dos patas. Corno si fuera
una persona.
Juan Carlos Quezadas
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No sé si estás leyendo esto inmediatamente
después de la página anterior o si en realidad
me hiciste caso y te enfrascaste en la lectura
de las 486 páginas que conforman El maestro y
Margarita. En cualquier caso siento una culpa
tremenda por haber intervenido en tu des-
tino. Ya sabes: el orden de los libros que lees
influye en el curso de tu vida.
Tal vez si hubieras continuado con la lec-
tura de este libro, tal y corno te lo habías
propuesto desde un inicio, al cerrar la últi-
ma página tus ojos se habrían encontrado
con los ojos del amor de tu vida. Estaría
Juan Carlos Quezadas
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- Es una crueldad que hagan el examen
en diciembre, tan cerca de las fiestas de fin
de año -recuerdo que alguna vez protestó
mi madre.
-Precisamente lo hacen por eso: para li-
berarnos de la carga y poder celebrar por
partida doble.
-Los que tengan algo que celebrar. .. -res-
pondió mi madre muy bajito y con ironía.
Con voz de verdad tan baja, que no estoy
seguro de si mi padre oyó sus palabras.
Yo sí las escuché y para mí sonaron con
el sutil clic con que cerraban las puertas de
Juan Carlos Quezadas
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Nunca me gustaron los manga. Me costó
trabajo comprender que ese rechazo se de-
bía precisamente a las palabras visibles que
muchas veces estaban suspendidas dentro
de unos globos de texto sobre las cabezas de
los protagonistas. Me dolía pensar que inclu-
so aquellos personajes imaginarios lograban
fijar de algún modo sus palabras en la reali-
dad, mientras que mi madre, un ser de carne
y hueso, no contaba con esa suerte.
Imaginaba a mi madre como la heroí-
na de una historia sin sentido. Nada podría
comprenderse dentro de la trama en la que
Juan Carlos Quezadas
-Bren t.
-Eso suena como el nombre de un río: el río Brent, que
nace en Caden y desemboca cerca del puerto de Sly -dijo
la madre como si leyera aquella información en una en-
ciclopedia. Después se quedó pensativa, mientras el soni-
do del cauce del Brent inundaba la habitación-. ¿y si le
ponemos Agustín?
'-¿Agustín?
-Sí, Agustín. Es un nombre lindo. Parece sacado del
rasgueo de un arpa -y entonces el correr del agua se es-
fumó y en su lugar apareció el tintineo de un arpa in-
visible.
La búsqueda había llegado a su fin. Hipnotizado
por la música, al padre no le quedó más remedio que
aceptar que Agustín era un bello nombre. Tan hermoso
como el de la madre, que se llamaba Sakami Otoko y te-
nía la gracia de contagiar de vida a las palabras.
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Sabía desde un principio que sería imposi-
ble reescribir la historia del gato mitad verde,
mitad azul. Originariamente la escribió un
niño, que recién acababa de cumplir doce
años, y que muy poco tiene que ver con este
hombre en el que me he convertido.
Descubro ahora que reescribir es dialogar
con el otro que fuiste alguna vez.
Algo queda, supongo, de la historia origi-
nal que apunté en la libreta. Pero será muy
poco: el escenario, los personajes, los soni-
dos que Sakami Otoko hacía surgir a vo-
luntad. Lo demás son los tímidos añadidos
Juan Carlos Quezadas
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La costumbre de la libreta solo duró unos
cuantos meses pero sirvió para que me diera
cuenta de que, de algún modo, las cosas po-
dían ser de otra manera. Escribir era como
derretir la realidad para poder darle una nue-
va forma a esa masilla viscosa. Tal vez los
elementos eran los mismos, pero su nueva y
siempre diferente colocación hacía que los re-
sultados fueran distintos.
Las páginas blancas de la libreta se con-
vertían en un universo alterno al que vivía a
diario. Nada de palabras enfermas, nada de
plantas nucleares, nada de niños con la cara
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-l Quiere una habitación? -me pre-
guntó un hombre hosco que se encontraba
del otro lado de la recepción.
-Sí, de preferencia ...
-Vence a las doce del día, incluye desa-
yuno, está en el tercer piso y cuesta cin-
cuenta euros -me anunció, interrumpiendo
mis palabras.
-¿No tendrá algo más barato?
-Mismas condiciones, está en el sexto
piso, cuesta la mitad y hay que compartirla
con un fantasma.
-¿un fantasma?
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Un oportuno doblez de la cortina dejó en-
trar un rayo de sol que acabó por desper-
tarme. El viaje hasta Lisboa había sido muy
pesado, así que fácilmente podría haberme
quedado dormido hasta pasado el medio-
día. El reloj de la mesa de noche marcaba las
diez y diez de la mañana. Agradecí al sol por
la invasión.
El cuarto era un rectángulo muy peque-
ño. Frente a la cama había un lavabo con un
espejo y a un lado la puerta del, también, di-
minuto baño. Era como el baño de un avión
pero con regadera integrada. Lo mejor del
Juan Carlos Quezadas
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Vine a Lisboa a recuperar un libro solicita-
do a préstamo de la biblioteca de Nahara ha-
cía casi veinte años. El niño eterno me acompaña
siempre de Fernando Pessoa. Para encontrarlo
tenía un nombre, Maria Bento; una dirección
escrita en una postal del ascensor de Santa
Justa que la misma Maria le había mandado
al señor Konno, y el recuerdo de una tarde
de bicicleta roja y terremoto.
Con muy pocas esperanzas me encami-
né a la dirección de la postal: Garrett esqui-
na con Alecrim. No tardé mucho en llegar,
pero tuve que hacer un gran esfuerzo para
Juan Carlos Quezadas
-Quiero mi dinero.
-iPero si el libro nos pertenece! Se lo prestamos
por buena voluntad.
-Ustedes no me prestaron nada, yo cometí un de-
lito para poder recuperar el ejemplar.
- Tampoco es para tanto: no devolver un libro no
puede ser considerado un delito.
-Fue un error aceptar este trabajo -dijo la joven
mientras regresaba el cuchillo a la bolsa de su bata. La
escena, por fortuna, comenzaba a perder intensidad.
-El único error es que olvidó regresar el libro.
Mire, aquí está su firma -dije, extendiéndole la tarjeta
del préstamo-. Usted sacó El niño eterno me acompaña
siempre de la biblioteca pública de Nahara, en Japón,
el 22 de octubre de 1992.
-En 1992 yo tenía dos años y no tenía firma ...
Bueno, a decir verdad aún no tengo una firma defi-
nitiva y además nunca he estado en Japón.
-¿Cómo se llama ese libro? -pregunté, señalan-
do hacia el ejemplar que continuaba en poder de la
muier.
-Una historia difícil. Es un libro impreso en el si-
glo XVIII. Una rareza.
-Creo que aquí ha habido una terrible confusión.
-Así me lo parece -aceptó la joven, dando una
nueva calada a su cigarrillo.
-¿Usted es Maria Bento?
-Yo soy Maria Bento.
-¿Estamos en Garrett 140, segundo exterior derecho?
-Así es.
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Me senté en la barra que daba a la pe-
queña cocina viendo cómo mi anfitriona
preparaba las bebidas. Ponía una gran dedi-
cación en cada uno de los movimientos que
realizaba. Olfateó el interior de tres o cuatro
frasquitos que guardaban tés de diferentes
sabores; cuando encontró el adecuado, colo-
có las hojas en un infusor con forma de co-
razón y lo introdujo en una jarra que me hizo
acordar a la escafandra de un buzo antiguo.
Mi espresso doble también llegó después
de una linda ceremonia de vapor, pesos y
medidas.
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¿ Qué tanto conoce un personaje acerca
de la historia que está habitando?
La historia de Maria Bento nadie la ha leído
(hasta ahora) y sin embargo es mucho más
emocionante que mi triste historia de pala-
bras enfermas, terremotos y cielos grises y
contaminados. Para comenzar diré que na-
ció en medio del mar, en el camarote de un
barco, y que, sin embargo, es posible que el
primer sonido que escuchó haya sido el ru-
gido de un león o el barritar de un elefante
mareado. Su padre era el dueño de aquella
embarcación, y su madre, la mujer araña del
circo de los hermanos Da Gama. A diferen-
cia de los circos tradicionales, que se van
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Conmigo comienza el circo. Más allá está la
nada de China y sus corbatas.
- Me daba por pensar que nuestro cir-
co había sido una islita movible en la geo-
grafía de aquel país imaginario. Fue entonces
cuando decidí que tendría que ponerlo a
funcionar de nuevo, y para comenzar nece-
sitaba dos cosas.
-¿cuáles?
-Un barco viejo y una cebra que v1v1a
en Porto. En total necesitaba doscientos trece
mil cuatrocientos euros.
-¿Exactamente?
-Ni un euro menos ni un céntimo más.
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- Lo que no entiendo es por qué Holosko
no se quedó esa misma noche con el libro,
por qué va a venir hasta Lisboa a recogerlo.
-Me pareció que podía ahorrarme el in-
termediario abusivo. Ahora no aguardo la
llegada de Lajos. A quien espero es al co-
leccionista que hizo el encargo original. Se-
ría muy extraño que Holosko apareciera por
aquí. Aquella noche fue asesinado. Su cuer-
po nunca pudo ser rescatado de las aguas del
Danubio.
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•
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Sería absurdo pensar que ese pez que me
observa con la mirada perdida desde la pá-
gina final de un libro es alguno de los que
desaparecieron la noche del terremoto.
l Sería absurdo?
Hay inviernos en los que nieva sal. Las ca-
lles y los montecitos de los parques se ador-
nan del blanco habitual de la temporada,
pero todo es un engaño para la vista: no es
nieve ligera y divertida. Lo que cubre al uni-
verso es la sal.
No se pueden fabricar muñecos de sal. Y
si es de mala suerte derramarla, mucho más
lo es deslizarse por ella en un trineo. La gen-
te no dice nada. Mira para otra parte, cierra
las contraventanas de las casas con el pre-
texto del frío y cambia las diversiones al aire
libre por la chimenea y el ponche caliente.
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La señorita M. y Keisuke Konno desapa-
recieron como tragados por la nieve, como
derretidos por la sal. Ella, sin moverse de
Nahara. El viejo, con un definitivo rumbo
norte.
Mi lado práctico asegura que Konno ja-
más halló a su hermano. Mi parte románti-
ca, más tonta e infinitamente débil, cree que
el par de ancianos se encontraron en algún
punto lejano del Japón y que para ambos
fue como toparse con un espejo viviente que
habían roto en la niñez. Si se miraban de
frente, el reflejo no era exacto. Alguna arruga
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-sobre la cabecera de mi cama, adheridas
con un par de tachuelas, coloqué la ficha
del préstamo de El niño eterno me acompaña
siempre y la postal del ascensor de Santa
Justa. Los agujeros donde entraban las ta-
chuelas acabaron haciéndose enormes de
las veces que las separé para "leerlas" antes
de dormir alumbrado por la luz de la mesa
de noche.
En muchas ocasiones desperté con los
papelillos sobre el pecho o aplastados por
los vaivenes de mi cuerpo a la hora de
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Oki. Tripulante de terremotos
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Era un jueves por la tarde casi al comien-
zo de la primavera. Regresaba de un partido
de béisbol y el sol, como un cachorro que ha
perdido los temores, empezaba a conquis-
tar territorios antes prohibidos. Se alargaban
las tardes y la sal ya solo cubría las lejanas
montañas del norte.
-Luna sin cielo
que hasta la piedra mata:
reflejo en el agua -dijo mi madre, a ma-
nera de saludo, sin dejar de mirar hacia la
pecera.
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- ¿ Mataste a La:jos Holosko?
-iNo, por Dios! ¿por quién me has toma-
do? Una cosa es que tenga la mala sangre de
robar un libro antiguo y otra muy distinta es
que sea una asesma.
-Por un momento creí. ..
-Fui testigo de una masacre -me inte-
rrumpió Maria-. Todos los invitados íbamos
saliendo de la casa de Ágota Szabó cuando
desde varios autos comenzaron a disparar-
nos. Yo alcancé a trepar por la barda y regre-
sé al jardín. No pude observar mucho, pero
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- ¿por qué lanzaste las llaves del auto
al Danubio?
-Supongo que por imbécil. ¿Qué sería de
la literatura sin personajes como yo?
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Después de casi tres meses en Zagreb, Ma-
ria continuó su viaje hacia el sur: Bosnia, Al-
bania, Grecia. Se quedaba dos o tres días en
alguna población, presentaba su circo y des-
pués partía sin rumbo definido. Había sema-
nas enteras en las que se olvidaba de que en
el fondo de una de sus maletas viajaba es-
condido un libro muy valioso. Igual que se
guardan en la memoria los recuerdos que no
sabernos de qué lado de la tabla situar: en el
positivo o en el de los números en rojo;
Es curioso que los recuerdos muden de
signo. Lo que ayer nos hacía llorar hoy nos
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- Dos libros y dos Maria Bento acaba-
\
ron coincidiendo en un mismo edificio del
Chiado.
-Así es Lisboa, supongo que por eso de-
cidí venir a vivir aquí -me respondió Maria.
-Desde que llegué tengo la sensación de
que estoy viviendo entre las páginas de un
libro.
-Conque no se llame Una historia difícil. ..
-ironizó la joven.
-Me estoy empezando a sentir como un
discípulo de Sándor Kiss.
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Rectifico: un día habré de habitar, de vivir,
entre las líneas de un cuento que se llame La
ladrona de sombreros.
- ¿Estarás bien? -le pregunté a Maria
antes de abandonar su casa. Me preocupa-
ba que tuviera que lidiar con el coleccio-
nista húngaro.
-Claro. Siempre he sabido cuidarme. Ya
verás que en unos años tendrás noticias
de un circo portugués que surca los mares.
Quién sabe, quizás un día lleguemos hasta las
costas de Fukushima.
-Iré a verte y te contaré que por fin el li-
bro de Pessoa descansa en el librero de la
biblioteca de Nahara.
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Dejé el departamento de Garrett y Alecrim
ya entrada la tarde. Había sido un día inten-
so. Buscaba encontrar un lugar para comer
algo pero no me decidí a entrar en ningún
local. Ya era de noche cuando llegué al Nova
Goa. El recepcionista volvió a tener un gar-
fio en lugar de mano y además parecía que
su humor había empeorado. No me atreví a
preguntar por la posibilidad de cenar algo,
así que después de murmurar un tímido
"buenas noches" me retiré a mi cuarto. Nada
más entrar recordé que debía asomarme a
la ventana para ver qué había pasado en la
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A la mañana siguiente perdí valiosos mi-
nutos asomado a la ventana, tratando de en-
contrar señales de vida en la construcción de
enfrente. Era extraño, pero daba la impre-
sión de que el edificio se marchitaba ante mis
ojos. Hoy se veía mucho más abandonado
que ayer. Corno una planta a la que por des-
cuido se ha dejado de regar.
En las paredes se dibujaban continentes
enteros de humedad; donde ayer me pare-
cía que había vidrios completos no queda-
ban más que unas cuantas astillas; arbustos
secos y espinosos crecían en los alféizares.
Juan Carlos Quezadas
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Juan Carlos Quezadas
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También fui a Lisboa para tratar de leer el
Convento do Carmo derribado por un te-
rremoto en 1755. Supongo que lo hice por-
que de algún modo mi vida había cambiado
debido a que una mujer desconocida, llama-
da Maria Bento, había viajado hasta Japón
para que Keisuke Konno le enseñara cómo
leer aquel edificio. A partir de allí se habían
de-satado muchos acontecimientos. Tal vez
yo mismo formara parte de la lectura que
había hecho Maria Bento.
Incluso puede ser que cada uno de los que
leen estas líneas formen parte de esa historia
Juan Carlos Quezadas
¿cuántos insomnes
le hacen falta a la noche
para poder ser?
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Por la tarde vagué por el barrio de A Baixa
sin acercarme siquiera al Convento do Carrno.
Sin embargo varias veces, casi por descuido,
me topé de reojo con su figura coronando la
pendiente en la que está montado. Corno un
falso suicida asomado al balcón por el que
nunca habrá de lanzarse.
El Convento do Carrno es una estructura
ósea que escapó del subsuelo. Una fractura
expuesta que nunca fue reducida. Corno si el
edificio hubiera sido construido debajo de la
tierra y por obra de caprichos telúricos fuera
emergiendo poco a poco hacia la superficie.
Juan Carlos Quezadas
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Oki. Tripulante de terremotos
213
[
•
-Sigue, Oki.
-Tiene un circo y un día llegará a la costa de
Fukushima. Aparecerá un barco en el horizonte, y
cuando ya esté cerca de la costa, lo primero que ve-
remos será una cebra y una mujer araña colgada del
mástil.. . Mejor te dejo dormir, madre ...
-Sigue, hijo. Cuéntame de qué color será el barco.
Yo lo imaginé oxidado pero, no sé, tal vez me haya
equivocado.
Iba a explicarle a mi madre que ella podía ima-
ginar el barco del color que quisiera, cuando noté
que el encargado del locutorio escuchaba por un te-
léfono y miraba fijamente hacia mi caseta. Era claro
que estaba muy entretenido con mi conversación. Al
verse descubierto, en lugar de disimular, sonrió hacia
mí y levantó el pulgar en señal de aprobación.
-Oki, ¿sigues allí?
-Sí, mamá ... espera un momento.
Yo no sabía si continuar o quedarme callado. Des-
de su escritorio el hombre, con señas, me animaba
a continuar. Para que mi madre no se enterara tapé
con la mano la bocina del auricular y le pregunté al
encargado del locutorio si tenía por costumbre es-
cuchar las conversaciones de sus clientes. El hombre
también cubrió su bocina y con una sonrisa emo-
cionada me respondió: "No todas, solo las que pre-
cisamente no son conversaciones: me gusta escuchar
las ficciones que saltan la frontera y se internan sin
vergüenza en la realidad".
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