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Oki

Tripulante de terremotos

JUANCMUOS
QUEZADAS

Premio Norma de Literatura


Infantil y Juvenil 2014

~orma
www.librerianorma.com 1 www.literaturajuvenilnorma.com
Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima,
México, Panamá, Quito, San José, San Juan, Santiago de Chile
Quezadas, Juan Carlos, 1970-
0ki. Tripulante de terremotos /Juan Carlos Quezadas;
ilustradora María Abásolo. -- Bogotá : Carvajal Soluciones
Educativas, 2014.
224 p. : il. ; 21 cm. - (Zona libre)
ISBN 978-958-45-4854-2
l. Cuentos infantiles mexicanos 2. Lugares imaginarios -
Cuentos Infantiles 3. Viajes - Cuentos infantiles 4. Historias
de aventuras I. Abásolo, María, il. II. Tít. III. Serie.
1863.6 cd 21 ed.
Al436465

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Juan Carlos Quezadas


© Carvajal Soluciones Educativas, 2014
Av. El Dorado 90-10, Bogotá, Colombia

Reservados todos los derechos.


Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.

Impreso por Editora Geminis Ltda.


Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Marzo, 2015.

Primera edición: abril de 2014

Dirección editorial global: Hinde Pomeraniec


Diseño de cubierta: Daniela Coduto
Diagramación: Nohora E. Betancourt V.
Imagen de cubierta: María Abásolo
Corrección: Roxana Cortázar

ce 29008159
ISBN 978-958-45-4854-2
Para Ana y el Oso, m todas las tardes.
Invéntate una carta astral,
un falso horóscopo y no descanses
hasta cumplirlo al pie de la letra.
Contenido

-1 9
=2 79
3 131
12.9 4 167
Ji 5 191
-A.6 215

No creo en la astrología. Siempre me ha


parecido una práctica de charlatanes. ¿Qué
influencia pueden tener las estrellas en nues-
tra vida? ¿Por qué voy a preocuparme por
una colección de piedras encendidas que
brillan a millones de años luz? Me parecen,
por ejemplo, más trascendentales para deter-
minar la vida de una persona, los libros que
habrá de leer e incluso el orden en el que
estos serán leídos. Ahora mismo en mi me-
sita de noche tengo apilados cuatro libros:
Cuentos de la periferia de Shaun Tan, Morbo de
Juan Carlos Quezadas

Phil Ball, Amphigorey de Edward Gorey y El libro del


desasosiego de Fernando Pessoa.
Siempre tengo cuatro libros sobre mi mesita de
noche. Los tres primeros van cambiando; el cuarto, el
de Pessoa, permanece siempre allí como un viejo an-
fitrión, como el posadero malhumorado que ha de
recibir a los libros de paso. No me cabe duda de que
el orden en el que vaya abriendo los libros determi-
nará muchas circunstancias de mi futuro inmediato
y por consiguiente de mi futuro verdadero (aunque
en el fondo ambos futuros sean el mismo y en reali-
dad el futuro no exista).
Si comienzo por el libro de Tan es probable que
hasta mí se filtren, como si de radiación se tra-
tara, algunas partículas del espíritu que envuel-
ve sus ilustraciones. No sería lo mismo terminar
el día con el hermoso desbarajuste de corcholatas
y flores que el estudiante extranjero de los Cuentos
de la periferia organizó en las páginas 19 y 20, que
con la muerte vía ginebra Bombay que el destino
le reservó a la triste Zillah en la página 209 del li-
bro de Gorey.
Los libros de mi mesita son los mismos cuatro li-
bros pero no lo son. En realidad tal vez solo exista
un único libro que todos vamos leyendo a lo largo
de nuestras vidas. Un único libro que de algún modo
va marcando nuestro destino. Por lo menos de una
manera mucho más definitiva de lo que puede ha-
cerlo una piedra de hidrógeno y helio que flota allá
en la lejanía.
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Oki. Tripulante de terremotos

AJohn Lennonlo mató un fanático llamado Mark


David Chapman, quien estaba leyendo El guardián
mtre el centmo. Testigos aseguran que una vez con-
sumado el crimen el asesino sacó un ejemplar del
libro y comenzó a leerlo mientras esperaba la lle-
gada de la policía. Nunca sabremos a ciencia cier-
ta si la novela influyó en el triste final de Lennon,
pero si me lo preguntas directamente te responde-
ré que sí: desde mi punto de vista, El guardián mtre
el cmtmo indujo de algún modo a Chapman a co-
meter el crimen. Aunque lo mismo te respondería
si en lugar de aquel libro el asesino hubiera estado
leyendo Winnie the Pooh. No sabemos el orden del
"único libro" que Chapman venía leyendo a lo lar-
go de su vida. Únicamente conocemos el final de la
historia. El horóscopo a la inversa.

No creo en la astrología y sin embargo creo en la


existencia de los fantasmas. Supongo que también es
herencia de los libros que he ido leyendo a lo largo
de mi vida. Incluso, ya lo he dicho, es precisamente
un texto fantasma el que vela todos mis sueños. En
realidad, El libro del desasosiego es una colección ar-
bitraria de escritos encontrados en un baúl. Hojas
sueltas que han sido ordenadas según caprichosos
criterios para formar un libro. El baúl en el que fue-
ron hallados los escritos perteneció a Fernando Pes-
soa, pero los textos son atribuidos a Bernardo Soares,
un heterónimo creado por el poeta.
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Juan Carlos Quezadas

Resumiendo: nadie escribió un libro que no


existe y que sin embargo descansa en mi mesita
de noche.

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Me llamo Oki Torno y nací el 19 de sep-
tiembre de 1985 en Nahara, un pequeño
pueblo de la prefectura de Fukushirna, al
norte de Japón.
Desde el principio de los tiempos mi fa-
milia se dedicó al campo. Mis abuelos eran
campesinos y los abuelos de mis abuelos,
también. Mi padre fue el primero en aban-
donar la tradición cuando entró a trabajar
en la planta nuclear Fukushirna 11. No voy
a relatar a continuación una historia de re-
chazo y súplicas por el camino que él tornó;
al contrario, la familia mostró su apoyo por
Juan Carlos Quezadas

la decisión. Yo estaba por nacer y el gesto de mi pa-


dre fue tomado por todos como un acto de madu-
rez. Después de años y años con un ojo puesto en
la tierra y otro en el cielo, ya era hora de que al-
guien de la familia se subiera al tren de la moderni-
dad, aunque en realidad aquel tren, esa locomotora
llamada Fukushima II, se mantuviera inmóvil fren-
te al mar guardando en su interior un corazón de
plutonio.
De algún modo mi padre continuó con el ojo
avizor del campesino. Ya no le preocupaban cúmu-
los y estratos, sino los cientos de agujas multicolo-
res que revisaba a diario. Presiones y temperaturas,
niveles y recargas ... y cada seis meses, en junio y
en diciembre, el análisis que le aseguraba que la ra-
diación no le había afectado. Ya se sabe: el cáncer
es una de las contraprestaciones de los trabajadores
de las plantas nucleares.
Los días previos a la entrega de los análisis se res-
piraba intranquilidad en la casa. Se hablaba poco
durante la cena y mi madre se olvidaba de son-
reír. La tensión iba creciendo y, entonces, cuando la
zozobra alcanzaba su punto más alto, aparecía mi
padre con una sonrisa y un sobre abierto que so-
bresalía del bolsillo de su saco. No había necesidad
de palabras porque sus ojos anunciaban que por
esta vez todo estaba en orden. Claro que al prin-
cipio yo no entendía muy bien el ritual de los días
grises que se iluminaban de nuevo con la sonrisa
de mi padre. Con el tiempo fui comprendiendo que
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Oki. Tripulante de terremotos

aquel sobrecito era una especie de margarita que él,


en la soledad de la parada del autobús o en la bu-
taca de un parque, acababa de deshojar hacía unos
minutos: positivo, negativo, positivo, negativo, po-
sitivo, negativo ...

-Ninguno de nosotros llegará a cumplir los quince


años -recuerdo que me dijo un día un niño gordo
que estudiaba dos o tres grados delante de mí.
Era una tarde de octubre en la que el viento sopla-
ba sorprendentemente fuerte. Precisamente una tarde
fabricada para repartir malos presagios. El maestro
de Educación física estaba armando un equipo de
béisbol y nos había citado a los interesados para
una serie de pruebas. Al final el viento impidió que
pudiéramos practicar y los niños regresábamos a la
escuela, donde nos recogerían nuestras madres, atra-
vesando el parque Ito.
-Los reactores de las dos plantas están mal cons-
truidos y todos estamos contaminados.
-Mi padre trabaja allí y no está enfermo.
-Tendrá mucha suerte -respondió el gordo, pero
dejó colgando su frase de un hilo. Como si fuera el
poseedor de una verdad tan grande que no le cupie-
ra en el cuerpo y que estuviera a punto de despeñar-
se hacia el vacío.
En silencio seguimos avanzando por el sendero,
pero yo no podía dejar de pensar que probablemen-
te aquel niño tenía razón. De algún modo quería que
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Juan Carlos Quezadas

continuara con sus palabras. Debía enterarme de una


vez por todas de los peligros que nos acechaban.
-Si la radiación fuera tan fuerte ya no habría
pájaros en el parque -dije para provocar una ex-
plicación mientras señalaba a una bandada que, lu-
chando contra el viento, regresaba a sus nidos.
-Mi abuelo me ha contado que hace años esos
pájaros eran del tamaño de un pelícano. La radiación
los ha ido haciendo cada vez más chicos.
- Tal vez nos hagamos pequeños pero vivamos
muchos años.
-Puede ser. Con la radiación nunca se sabe. Dicen
que en Soma hay una señora que tiene tres hijos: el
primero nació con la cara en el vientre, el segundo
nació con una joroba y un cuerno, y el tercero ... -y
entonces el gordo detuvo de golpe sus palabras.
-¿Qué pasó con el tercero? -pregunté, muerto de
curiosidad.
-No importa.
-Dime qué le sucedió al tercer hijo de la señora
de Soma.
-De verdad no importa. Olvídalo.
-¿Murió antes de los quince años?
-Ojalá.
-¿Entonces?
-No te lo voy a decir. Es algo muy fuerte que no
debe ser escuchado por un niño como tú. De verdad,
es mejor que te olvides del asunto.
Por más que protesté no pude sacar al gordo de
su mutismo. Era apenas dos o tres años más grande
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Oki. Tripulante de terremotos

que yo, pero a esa edad la diferencia era aún muy


marcada. Yo tendría nueve años y él estaba a punto
de entrar en la adolescencia. Atravesamos el parque
lto en medio de "una polvareda". El profesor nos pidió
que apretáramos el paso porque había riesgo de que
alguna rama se desgajara, pero yo no pude hacer caso
ni del viento ni del crujir de los árboles. Todo el cami-
no fui imaginando la desgracia que había caído sobre
el pobre niño de Soma. Cada una de las visiones que
me asaltaban era más espantosa que la anterior.

De aquella época recuerdo las preguntas que salían


a mi paso de madrugada. El sudor frío que me pro-
vocaban sus respuestas. Niños con los ojos en las
manos. Brazos en lugar de piernas. Bocas que mira-
ban. Y allá al fondo, el año 2000 como una meta a la
que no habríamos de llegar jamás los habitantes de
la región de Fukushima.
Muchas veces aquellos insomnios continuaban
hasta la madrugada y entonces, desde mi cama, po-
día escuchar a mi padre preparándose para ir a la
planta. Lo imaginaba bebiendo su taza de café frente
al ventanal. Mirando los primeros rayos de luz que
surgían del otro lado de las montañas. La imagen de
aquella luz naranja del amanecer me conducía, por
una macabra asociación de ideas, a la radiación que
escapaba del reactor nuclear.
Imaginaba que esa radiación sería verde. Del mis-
mo verde encendido de un grillo muerto que un vez
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Juan Carlos Quezadas

descubrí en el jardín. Decenas de hormigas comenza-


ban a invadirlo pero el grillo seguía brillando como
si su batería aún no se hubiera agotado.
A esas horas mi padre se movía con cautela, pero
a pesar de sus precauciones yo podía intuir en qué
parte de la casa estaba. Ahora, antes de terminar su
café, estaría sentado en el comedor distrayéndose
frente a una revista de acertijos. Devanándose los se-
sos al intentar encontrar las ocho diferencias que se
ocultaban entre dos fotografías en apariencia idénti-
cas. Entonces yo empezaba a sudar frío al imaginar
que hoy sería el día en que una concatenación de
hechos haría que sus células comenzaran a recibir
las alocadas órdenes de la radiación.
No sabía cómo funcionaba el cáncer (y en realidad
aún no lo sé: aunque muchos hipocondríacos suelen
investigar las enfermedades y sus síntomas, yo, por el
contrario, prefiero vivir en la ignorancia) pero enten-
día que algo tenía que ver con células desquiciadas,
con células que hoy eran amigas y que mañana, sin
declaración de guerra, te jugaban a traición.
Las ocho diferencias de la revista estaban salda-
das y ahora mi padre abría el ropero para tomar su
abrigo y salir de casa. Entonces, me quitaba los co-
bertores que me cubrían y quedaba sentado sobre la
cama pensando que, tal vez si yo fingiera una gra-
ve enfermedad, mi padre faltaría al trabajo y así sal-
varía su vida. Y cuando estaba a punto de llamarlo
para que viniera a tomarme la temperatura, pensaba
que a lo mejor el día señalado por la radiación para
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Oki. Tripulante de terremotos

atacar a mi padre sería mañana. Entraba en un ho-


rrible estado de indecisión: hoy o mañana, o acaso el
próximo viernes.
Imaginaba el caminar de mi padre por el pasillo
mientras mi brote de sudor frío llegaba al máximo.
Escuchaba el tintineo de las llaves frente al picaporte
y el sonido de la puerta que se cerraba en dos movi-
mientos. Siempre dos movimientos. No de un tirón
fuerte corno se hacía de día. Aún era de madrugada,
todos dormíamos y el par de leves jalones que mi
padre le daba a la puerta hinchada por la humedad
era un último gesto de ternura para quienes, él lo su-
ponía, dormíamos tranquilamente.

El día en que cumplí diez años me enteré de que el


hijo tercero de la señora de Sorna había nacido infor-
me corno la gelatina. Salía muy poco de casa (además
tenía una enfermedad pulmonar) y cuando lo hacía
era trepado en una carretilla. No tenía boca. Absorbía
el alimento corno una esponja y sin embargo poseía
una inteligencia privilegiada. Se decía que podía ver
el futuro y predecir catástrofes. Todo esto me lo con-
fesó el niño gordo corno obsequio de cumpleaños.
Además me dio un dato extra: el único beneficio
que otorgaba la radiación a quienes habían caído en
su red era el de desarrollar una inteligencia fuera de
lo normal.

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Juan Carlos Quezadas

En la imagen se veía a unas personas ante el mostra-


dor de una tienda. Latas, cajas y botellas se apila-
ban en los anaqueles detrás de la barra. Un bigotón
de lentes y con delantal se disponía a atender a los
clientes. Afuera de la tienda lo que podría ser un gato
atigrado, o el cachorro de un tigre, estaba por darle
un zarpazo a un pequeño costal.
En realidad eran dos imágenes casi idénticas: un
sombrero de más, una raya extra sobre alguno de los
felinos, sombra en lugar de luz.
-¿Cuánto tardas en encontrar las diferencias? -le
pregunté a mi padre disimuladamente.
-Nunca he medido el tiempo.
-¿Siempre las encuentras?
-Antes no pero ahora sí.
Aquella respuesta me puso la piel de gallina. Que-
daba claro que si antes tardaba era porque su in-
teligencia era normal; sin embargo, ahora que la
radiación lo había atrapado, el cerebro de mi padre
trabajaba a mayor velocidad.
-dugamos?
-¿A qué? -pregunté desconcertado, aturdido por
el descubrimiento que acababa de hacer.
-A encontrar las diferencias. El que termine pri-
mero le da un jalón de cabellos al que pierda.
En otras circunstancias aquella apuesta me habría
ilusionado mucho porque cuando mi padre ganaba
me perdonaba, mientras que cuando era yo quien
triunfaba podía darle un buen tirón a su cabellera.
Sin embargo esta vez la apuesta no significó nada
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Oki. Tripulante de terremotos

para mí. Yo seguía lamentándome por la nueva su-


perinteligencia que mi padre había desarrollado.
-Qué dices, Oki, ¿juegas o no?
-Está bien.
-Quien encuentre más diferencias gana.
No tenía ganas de jugar, pero me di cuenta de que
el juego serviría como un análisis para conocer cuán
avanzada estaba la enfermedad de mi padre. Asen-
tí ligeramente con la cabeza. Entonces él contó hasta
tres y comenzó la búsqueda.
-iLos ojos del tigre! -exclamó cuando yo apenas
estaba familiarizándome con el par de imágenes.
En lugar de buscar nuevas diferencias perdí va-
liosos segundos comprobando que efectivamente no
eran iguales los ojos de ambos felinos.
-iLa boina del señor pequeñito! Aquí la tiene y
aquí no -explicó de nuevo mi padre mientras seña-
laba alternativamente hacia los dibujos.
Debía darme prisa. Encontrar diferencias significa-
ba que mi padre todavía no tenía superinteligencia, y
por lo tanto su cáncer no había avanzado tanto. No
podía permitir que mi padre siguiera encontrando
diferencias. Cada una de ellas podría representar un
mes menos de vida para él. Por eso, contaba bote-
llas, comparaba las marcas en las maderas del barril,
los vidrios rotos de la ventana, pero todo era idénti-
co en una y otra imagen. Empezaba a desesperarme
cuando descubrí mi primera diferencia.
-iEl cinturón del tendero! Aquí no tiene hebilla y
en esta imagen sí.
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Juan Carlos Quezadas

-Sigo ganando, Oki. Vamos dos a uno -anunció mi


padre con voz burlona, sin saber que mientras más
clara fuera su victoria más cerca estaría su muerte.
-iEl abanico! -grité sin pensar.
-¿Qué tiene?
-Esta señora lo tiene abierto y acá está cerrado
-dije prácticamente en el mismo instante en el que en
realidad descubría la diferencia. Como si mi mente
se hubiera dividido en dos y una parte, la que había
mencionado el abanico, se hubiera adelantado unos
segundos y ahora la otra mitad, la que apenas com-
prendía la diferencia, la estuviera alcanzando.
-Dos a dos. Esto se pone ... ihay un billete de más
en la caja! -exclamó emocionado mi padre.
Ahora se volvía a poner arriba en el marcador.
Quedaban por descubrir tres diferencias. No sabía
muy bien lo que significarían en cuestión de salud
pero debía darme prisa. Debía lograr que mi mente
se dividiera de nuevo en dos, en cuatro, en dieciséis
partes. Debía lograr insertar mi conciencia en el fu-
turo. En esos tres o cuatro segundos que significa-
ban la ventaja.
-iLas garras del tigre!
-¿Qué tienen? -protesté enérgicamente porque
acababa de contarlas y, para mí, eran las mismas en
uno y en otro dibujo.
-Aquí son tres y acá son ...
-Son tres también.
-Es que cuando fuerzo la vista ... -iba a iniciar una
explicación mi padre.
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Oki. Tripulante de terremotos

-iEso es trampa! -protesté. Aunque rápidamente


me arrepentí al darme cuenta de que probablemente
el problema de la vista de mi padre tendría que ver
con el cáncer que lo invadía.
Los dos, apenados por distintos motivos, conti-
nuarnos con la búsqueda de diferencias. Todo pa-
recía igual en los estúpidos dibujos que tenía frente
a mis ojos. Entonces comenzaba a divagar imagi-
nando que tal vez ya habíamos encontrado las di-
ferencias evidentes y que ahora debíamos buscar en
el interior de los personajes. Tal vez la señora de la
izquierda venía a la tienda a regresar un kilo de ja-
món que había salido rancio, mientras que la mujer
de la derecha había entrado a la tienda con la in-
tención de pagar una antigua deuda. Allí había una
diferencia (o dos) y habría otras tantas en el ánimo
del tendero, que vería con distintos ojos una u otra
intención.
-iLos lentes de la señora! -anunció mi padre, de-
jando en claro que el juego no era tan complicado
corno yo lo quería ver.
Los lentes de la señora, claros en una imagen y en
la otra oscuros, pusieron fin al juego. Se convirtieron
para mí en un diagnóstico definitivo. No había ne-
cesidad de seguir buscando.
-Tienes cáncer, ¿verdad? -pregunté a quemarropa.
Por unos instantes mi padre me miró con sor-
presa. No había más en el fondo de sus ojos. Ni
miedo ni disgusto. Únicamente sorpresa. Después,
corno si de ese modo pudiera borrar mis últimas
23
Juan Carlos Quezadas

palabras, lanzó una ojeada a los dibujos. Yo estuve a


punto de hacer lo mismo. Tal vez si me concentraba
como cuando descubrí el abanico, pero de forma in-
versa, podría regresar el tiempo unos segundos y no
decir nunca lo que en realidad había dicho. Pero era
demasiado tarde, porque ahora los ojos de mi padre
me miraban de nuevo.
-No, no tengo cáncer.
-Tanaka dijo que los que tienen cáncer se vuelven
más listos.
_¿y eso qué tiene que ver conmigo?
-Descubriste las diferencias más rápido que yo.
Seguro es por la radiación.
Mis palabras sirvieron como una válvula de es-
cape y lo que hasta hacía unos segundos era una
escena cargada de tensión se convirtió, gracias a las
carcajadas de mi padre, en una comedia. O casi, por-
que mientras él reía yo no pude resistir la salida de
algunas lagrimillas.
Cuando mi padre se recuperó de la risa y de la
sorpresa me dio un fuerte tirón hacia él y, mientras
me abrazaba, me dijo:
-Te prometo que nunca me voy a morir de cáncer,
Oki. Tal vez me caiga un rayo en la cabeza, tal vez
me coma a mordidas un dragón, pero te juro que el
cáncer nunca me atrapará.
No hay verdad más grande que la palabra de un
padre a su hijo de diez años. Aquella tarde me podría
haber dicho que en lugar de hombres éramos man-
zanas verdes y yo no habría tenido ninguna duda
24
Oki. Tripulante de terremotos

sobre sus palabras: mi padre jamás moriría de cán-


cer, una promesa es una promesa. En unos cuantos
segundos se había borrado de mi alma el desasosie-
go que arrastraba desde hacía mucho tiempo.
No sabía que, por desgracia, aquello no era en
realidad un final sino el inicio de una permanente
colección de angustias.

25
La hipocondría es un estado de guerra
contra ti mismo. La mía es una hipocon-
dría que rebasa cuestiones de salud y se ins-
tala sobre los asuntos más variados. Estoy
convencido de que todo acabará resultando
de la peor manera: el avión se estrellará, la
varita de incienso saldrá defectuosa, sobre
la computadora caerá el virus más letal de la
historia ...
Así es ahora, a mis veintitantos años,
y así ha sido desde que tengo memoria:
la muerte, el fracaso, la enfermedad, han
acompañado todos mis proyectos. Salvada
Juan Carlos Qwzadas

una desgracia aparece otra aún más grande. Corno


les sucede a esos caminantes que al conquistar la
que creen que es la última loma de su recorrido,
se encuentran en la cima con una nueva serie de
elevaciones.
Seguro que después de resuelto el asunto del
cáncer de mi padre, un nuevo temor a largo plazo
se instaló sobre mí. Han pasado muchos años y no
puedo recordar qué fue lo que llenó de sombras
mis madrugadas. Quizá la inminencia de una tra-
gedia global o la posibilidad de que una enferme-
dad, más dolorosa y oscura que un cáncer, cayera
sobre mí.
Y al final del día no importa que haya logrado
sortear las desgracias, porque mi hipocondría es tan
miserable que cuando todo marcha bien disfruta al
recordarme que esos peligros salvados no dejan de
ser afluentes de la muerte, un río voraz e irrevocable.
Así que no importa que yo y los míos nos libremos
de diez mil cánceres; no importa ni el sonido ni el si-
lencio; no importa que llegara a dominar el poder de
concentrarme tanto que en lugar de regresar el tiem-
po unos segundos pudiera volver hasta el vientre de
mi madre y esperar allí nueve y otros nueve y otros
nueve meses en la paz de la humedad. Al final ten-
dría que salir y la muerte estaría allí, acechando con
su garra de gato atigrado o de cachorro de tigre, es-
perando por mí.

28
Oki. Tripulante de terremotos

Mi primera enfermedad grave surgió en 1996.


Exactamente el día en que la FIFA designó a Japón
como sede del Mundial de Fútbol del 2002. Faltaban
seis años, una eternidad, y sin embargo el proble-
ma a sortear para ser testigo de ese evento no era
el tiempo, sino el tumor que se empezó a desarro-
llar en mi cerebro nada más darse a conocer la no-
ticia. Sentía mareos constantes, dolores de cabeza y
una profunda pena por mí mismo debido a la gran
injusticia que el destino estaba cometiendo: contra
todos los pronósticos, el Mundial de Fútbol se juga-
ría en mi país y yo, para esas fechas, llevaría ya un
tiempo muerto.
Es larga la lista de enfermedades que he creí-
do padecer en diversos instantes de mi vida. Para
muchas de ellas no hay la menor justificación para
creerme enfermo porque, como ya lo dije, nunca
he querido estudiar los síntomas. Simplemente me
sentí (me imaginé) mal y entonces bauticé la moles-
tia con algún nombre que me pareció adecuado. En
otras ocasiones he presentado síntomas extremos
como "estar muy rojo" o sentir toques eléctricos en
la rodilla izquierda que no encajan en ningún pa-
decimiento que yo conozca. En esos casos imagino
que sufro una nueva dolencia y mi único consuelo
es que me haré famoso porque la bautizarán con
mi nombre: el síndrome de Oki Tomo o el mal del
lector desordenado.

29
Juan Carlos Quezadas

Aquí la lista de mis enfermedades:


Tumor cerebral (ya se explicó fecha y deto-
nante).
• Tuberculosis .
• Leucemia .
Cirrosis.
• Hepatitis .
Cánceres diversos (piel, pulmón, estómago,
colon, ojo, lengua, pantorrilla).
Sida.
Mal de Parkinson.
Alzheimer.
• Síndrome de Lou Gehrig.
Gripe en todas sus mutaciones traicioneras.
• Ébola.

Muchas de estas enfermedades vienen y van de


manera cíclica. Otras, las crónicas, se mantienen la-
tentes. No se incluyen aquí las mentales: esquizofre-
nia, bipolaridad o ciclotimia, porque forman parte
de una locura permanente que se cocina a fuego len-
to dentro de las circunvoluciones de mi cerebro (tal
vez la única de mis enfermedades que en realidad no
es imaginaria).

30
Lo imaginario no es lo mismo que lo inexis-
tente. Lo inexistente es la nada mientras que
lo imaginario está allí, en algún lugar.
Si te pido que imagines un perro, de inme-
diato surge en tu mente la figura de un perro.
Antes habitaba la nada, era la nada. Ahora es
un perro imaginario pero existente.
No creo en la astrología (me parece que con
esta frase inauguré estas confesiones) pero creo
que ronda por allí, por los mismos territorios
por los que se mueve nuestro perro imagina-
rio, una fuerza invisible que puede influir so-
bre el destino de las cosas y las personas.
Juan Carlos Quezadas

La radiación de Fukushima no afectó las células


de mi padre (ni de nadie de mi familia), sin embargo
creo que de la planta nuclear surgieron otras ener-
gías que influyeron de algún modo en quienes es-
tuvimos expuestos a ellas. Un cielo siempre oscuro,
un par de enormes chimeneas, hombres vestidos de
astronautas, habrían de generar algún tipo de fuer-
za oscura.
No se pueden medir el miedo, la incertidumbre, el
insomnio y la angustia. No existe algo como un con-
tador Geiger de las preocupaciones, pero es seguro
que todos esos sentimientos y sensaciones afectan el
destino de las personas, de las familias, de una ciu-
dad entera.
En Nahara, mi pueblo, muy cercano a Fukushima,
había doscientas cuarenta sonrisas por habitante al
año, mientras que los pobladores de Hibara, a orillas
del lago, sonreían más de mil quinientas veces en el
mismo lapso. iMás de cuatro sonrisas por día!
Y todo esto habría de afectar de algún modo el
destino de las personas. No es lo mismo que te le-
vantes sonriendo a que lo hagas serio o con alguna
preocupación. No es lo mismo que abras la venta-
na y tus ojos se pierdan entre los pliegues del lago a
que tu mirada se tope de frente con los restos de una
sospechosa lluvia de ceniza. No solo de radiación
muere el hombre.

32
l Cómo imaginaste al perro que mencio-
né líneas arriba? Yo lo imaginé en medio de
una ilustración. Era un perro azul sobre un
prado verde. Se encontraba de perfil. Inmó-
vil. Pero por la tensión de sus músculos de
caricatura podría ser que estuviera a punto
de emprender la carrera. De algún modo mi
perro azul surgió de las páginas de Voces en el
parque, el libro de Anthony Browne que des-
de hace unas noches duerme en mi mesa de
noche sustituyendo a Morbo.
Todo habría cambiado si en lugar del li-
bro de Browne hubiera elegido El maestro
Juan Carlos Quezadas

y Margarita (estuve a punto). Todo habría cambiado


en mi imaginación y también en la tuya porque en
lugar de pedirte que pensaras en un perro te habría
pedido que imaginaras un gato, mascota del diablo,
que se pasea por Moscú.
Y por culpa de ese perro (o de ese gato, o de los
dos) el universo ya nunca podrá ser el mismo.

34
¿Cómo imaginaste al gato? Estuve a punto
de no hacerte la pregunta. A fin de cuentas ya
habíamos utilizado a un perro para ilustrar
la diferencia entre inexistente e imaginario,
pero al final no pude aguantar la curiosidad.
En realidad yo no tuve que imaginar ningún
gato (o casi) porque leí hace unos años el li-
bro de Bulgákov y recuerdo que Popota, así
se llamaba el minino, era un gato extraordi-
nariamente grande, de color negro y que ca-
minaba erguido en dos patas. Corno si fuera
una persona.
Juan Carlos Quezadas

Si tú también leíste El maestro y Margarita te habrá


sucedido algo parecido: ya habrás tenido un Popota
particular rondando los tejados de tu cabeza. Aun-
que estoy seguro de que si se pudiera representar la
imaginación en una pantalla, nuestros gatos enor-
mes, negros y mal parados serían, a pesar de todo,
muy diferentes. Las imaginaciones funcionan como
las huellas dactilares: no hay dos idénticas. En el caso
de que aún no hayas leído El maestro y Margarita tu
gato imaginario habrá sido más libre. El problema es
que te estarás perdiendo una de las más grandes no-
velas de la historia de la literatura. Así que te reco-
miendo que ahora mismo vayas por un separador,
lo coloques en la página 36 de ~ Okí, tripulante de terre-
motos, es decir, en la página que tienes ante tus ojos, y
corras a conseguir un ejemplar del libro de Bulgákov.
Ya después podrás regresar por aquí.
Coloco una seña si es que el asunto del separador
se te complica un poco:

36
No sé si estás leyendo esto inmediatamente
después de la página anterior o si en realidad
me hiciste caso y te enfrascaste en la lectura
de las 486 páginas que conforman El maestro y
Margarita. En cualquier caso siento una culpa
tremenda por haber intervenido en tu des-
tino. Ya sabes: el orden de los libros que lees
influye en el curso de tu vida.
Tal vez si hubieras continuado con la lec-
tura de este libro, tal y corno te lo habías
propuesto desde un inicio, al cerrar la últi-
ma página tus ojos se habrían encontrado
con los ojos del amor de tu vida. Estaría
Juan Carlos Quezadas

en la mesa contigua del café esperando desde hacía


un rato que acabaras este tonto libro para abordarte
con una sonrisa. Solo una sonrisa. Y a partir de allí
tu existencia sería una fiesta. Como París lo fue para
Hemingway, quien leyó muchos libros y acabó dis-
parándose con una escopeta. Maldito último libro
que Hemingway leyó y que no pudo salvarlo. Pero
me hiciste caso, te dejaste llevar por la recomenda-
ción y te enfrascaste en la lectura de Bulgákov, y en-
tonces tu destino se torció y nunca llegaste ni al café
ni a la sonrisa. Quizá tampoco a la escopeta.
En fin, tratemos de olvidarnos de todo y mejor
regresemos a las rutas de esta geografía que bien
podría llevar como subtítulo el nombre de aquella
enfermedad ... ¿cómo era que se llamaba? ¿El sín-
drome del lector equivocado?

38
- Es una crueldad que hagan el examen
en diciembre, tan cerca de las fiestas de fin
de año -recuerdo que alguna vez protestó
mi madre.
-Precisamente lo hacen por eso: para li-
berarnos de la carga y poder celebrar por
partida doble.
-Los que tengan algo que celebrar. .. -res-
pondió mi madre muy bajito y con ironía.
Con voz de verdad tan baja, que no estoy
seguro de si mi padre oyó sus palabras.
Yo sí las escuché y para mí sonaron con
el sutil clic con que cerraban las puertas de
Juan Carlos Quezadas

los vagones de los trenes de primera clase. No fue un


golpe seco, ninguna mano fue aplastada en la ma-
niobra, pero algo quedó encerrado del otro lado de
aquel vagón imaginario que de inmediato se marchó
a trescientos kilómetros por hora rumbo a Tokio,
Nagoya, Osaka, el fin del mundo.

Nunca sabremos si fue por culpa de los libros que


no leyeron o por las cenizas que caían sobre las flo-
res del jardín. El caso es que la relación de mis padres
comenzó a sufrir serias alteraciones.
A partir de aquellos días las palabras de mi ma-
dre comenzaron a convertirse en pasajeros de trenes
invisibles a punto de partir. Sus frases permanecían
unos segundos en la habitación y después se per-
dían hacia destinos misteriosos. Con el tiempo fui
notando cómo las palabras de los demás nacían con
un cordel que las sujetaba a la realidad, igual que
los globos con que pasean los niños en los jardines.
Las palabras de mi madre, sin embargo, habían na-
cido sin aquel hilo. Eran palabras mutantes, y por
eso nada más brotar a la superficie entraban al va-
gón, esperaban pacientes a que el maletero cerrara
la puerta y, después del clic, se perdían para siempre
en la nada.

Mis padres se fueron acostumbrando a la tensión pro-


pia de los análisis semestrales y entonces la ceremonia
40
Oki. Tripulante de terremotos

del sobrecito fue perdiendo importancia para ellos,


hasta que desapareció por completo.
Ni mi madre dejaba de sonreír en la víspera de
aquellos episodios (en realidad había dejado de son-
reír mucho tiempo atrás y por eso ya no se dis-
tinguía ningún cambio en su actitud), ni mi padre
aparecía con sobre alguno asomando por el bolsillo
de su camisa.
Comprendí entonces que el cáncer, aquella en-
fermedad que como una ruleta se repartía entre los
trabajadores de la planta nuclear, hacía tiempo que
había entrado en nuestra casa pero, por algún mis-
terioso designio, se había incrustado en las palabras
de mi madre. Mi diagnóstico era claro: mi madre
padecía un avanzado cáncer de palabras, las célu-
las de esas palabras habían enloquecido y por eso
no podían mantenerse mucho tiempo fijadas a la
realidad.
Mi padre me había prometido que nunca se enfer-
maría, pero mi madre no. De cualquier modo el mal
había entrado a la casa. El daño estaba hecho. Incluso
era inútil encarar a mi madre como lo había hecho
con mi padre el día en que buscábamos diferencias.
Nada de lo que ella pudiera prometerme tendría nin-
gún sentido: sería una colección de palabras enfer-
mas, un manojo de quistes mentirosos.

Con el tiempo, supongo que por la enfermedad, mis


padres comenzaron a hablarse cada vez menos. Él le
41
Juan Carlos Quezadas

hacía preguntas prácticas del tipo: "¿Dónde está mi


camisa?". Y ella le respondía con monosílabos y la-
mentos. Los monosílabos desaparecían de inmedia-
to una vez surgidos de los labios de mi madre; los
lamentos, por desgracia, retumbaban por horas en
la habitación. Era claro que aquellos sonidos nacían
sanos. No estaban contaminados con la enfermedad.
Incluso puede que fueran lamentaciones más salu-
dables que las del común de las personas, tal como
sucede con un sentido que se desarrolla más por
convivir junto a otro sentido atrofiado.

42
Nunca me gustaron los manga. Me costó
trabajo comprender que ese rechazo se de-
bía precisamente a las palabras visibles que
muchas veces estaban suspendidas dentro
de unos globos de texto sobre las cabezas de
los protagonistas. Me dolía pensar que inclu-
so aquellos personajes imaginarios lograban
fijar de algún modo sus palabras en la reali-
dad, mientras que mi madre, un ser de carne
y hueso, no contaba con esa suerte.
Imaginaba a mi madre como la heroí-
na de una historia sin sentido. Nada podría
comprenderse dentro de la trama en la que
Juan Carlos Quezadas

Sakami Otoko era la protagonista. Esa historia que


me proyectaba dentro de la cabeza me llenaba de te-
rror. Estaba construida por una serie de secuencias
en las que predominaba una luz muy blanca. Como
cuando en una mala película se quiere dar a enten-
der que la escena transcurre en el cielo o en medio
de un sueño. Una vez que las palabras de mi madre
brotaban de su boca se convertían en ceniza de so-
nido. Era una película muda y al mismo tiempo no
lo era. Y dentro de aquel absurdo mi madre era una
especie de fantasma en vida. Una fábrica de murmu-
llos desarticulados.
La odisea de Sakami Otoko, esa aburrida y an-
gustiante historia que me proyectaba cada noche
antes de dormir, se componía de escenas muy li-
mitadas: planchar un pantalón, regar las plantas,
preparar el desayuno, llorar frente a la Ventana. Sin
embargo noche a noche, antes de dormir, repasa-
ba las escenas de mi película particular. De algún
modo sentía que en mí recaía la responsabilidad de
salvar sus palabras y que esa era la única manera
de hacerlo.

El 20 de septiembre de 1997 dejé de proyectar esas


imágenes en mi mente y las comencé a escribir en
una libreta que me había regalado una tía por mi
cumpleaños. "Para que dibujes", me sugirió, pero yo
ya estaba cansado de imágenes superiluminadas y
preferí comenzar a escribir historias.
44
Oki. Tripulante de terremotos

Descubrí que era el mejor método para salvar las


palabras de mi madre.
Era una libreta más bien pequeña que en la tapa
mostraba el dibujo de cuatro gatos estilizados. Des-
de un principio me pareció que debía respetar esa
portada como si de un libro se tratara, y entonces
le inventé una personalidad a cada uno de los ga-
tos y comencé a combinar su realidad con la de mi
madre.
Con muy poca imaginación llamé a mi libro Sa-
kami Otoko y los cuatro gatos. Atrás fueron quedando
las imágenes blancas y monótonas de mi película
mental. Misteriosamente, el blanco y negro de los
ideogramas sobre el papel me permitía construir his-
torias mucho más vivas y coloridas que las que se
proyectaban en mi cabeza.
Una vez escritas las palabras de Sakami Otoko,
esa Sakami Otoko que yo me había inventado pero
que se parecía muchísimo a mi madre, se engancha-
ban a la realidad y permanecían allí para siempre.
Dentro de mis cuentos mi madre reía, gritaba y can-
taba. Y para escuchar aquello solo tenía que abrir mi
libreta y ponerme a leer lo que estaba escrito en ella.
Leerlo como si el autor de esas historias fuera otro.
Para sorprenderme como si fuera la primera vez que
tenía noticia de aquellas aventuras.
La libreta ya no existe y la lógica de un niño de
doce años es imposible de traducir a la distancia.
Han pasado casi catorce años, una eternidad, por
lo que ahora solo puedo rescatar de mi memoria
45
Juan Carlos Quezadas

pequeños trozos de la sensación que me provoca-


ron la escritura y sobre todo las relecturas que hice
de Sakami Otoko y los cuatro gatos.
Tanto en mi historia como en la realidad, mima-
dre se llamaba Sakami. Sin embargo el personaje
de su hijo, que era yo y al mismo tiempo no lo era,
iba mudando de nombre: Takayuki, Shinji, Daigo,
un joven inglés con el absurdo nombre de Agustín,
e incluso recuerdo que alguna vez protagonicé la
aventura de una niña llamada Mahoko.

Me gusta la sensación de libertad y melancolía que


dejan las historias que tal vez jamás se habrán de
contar.
Libertad, tal vez disfrazada de cobardía, por dejar
escapar impunemente esas historias. Como sucede
con aquellos cachorros, quizá perdidos, que fingi-
mos ignorar al entrar a casa y que sin embargo es
claro que nos vienen siguiendo desde hace rato. Me-
jor no hacerme de una responsabilidad que habrá
de pasarme factura, seguro vendrá alguien mejor que
yo para hacerse cargo.
Melancolía, esta sensación sin máscara alguna,
porque uno no es otra cosa que esa gran historia
que se va contando a sí mismo a lo largo de la vida.
Y al dejar escapar una historia puede ser que estés
dejando escapar lo mejor de ti.
Pero al final resulta que la sensación es agridul-
ce. No necesariamente de signo negativo. Un buen
46
Oki. Tripulante de terremotos

cóctel: melancolía y libertad, con un rizo de lima y


mucho hielo. Me tomaría uno ahora mismo que no
experimento ninguna de las dos sensaciones porque
he decidido, contra todo pronóstico, aprisionar una
historia, no dejarla ir (de nuevo).
Quiero contar, reescribir aquí, uno de los cuentos
de la libreta de los gatos. El que involucraba a Saka-
mi con un felino mitad verde, mitad azul, propiedad
de Agustín, el niño inglés del nombre imposible.

En Yaizu, un ratón caminaba por los callejones que de-


sembocan muy cerca del muelle. Detrás de e1 iba un gato
azul que aprovechaba cualquier lugar para ocultarse del
roedor. Sus precauciones eran innecesarias porque el ra-
tón iba distraído. Seguramente pensando en sus cosas.
Sumideros entreabiertos, contenedores de basura, pos-
tes de luz. No había recoveco por insignificante que pu-
diera parecer que no fuera aprovechado por el gato para
ocultarse por unos segundos.
Tanta prudencia era inútil, ya se dijo, pero el gato
era tan tacaño que le parecía un desperdicio intolerable
no utilizar aquellos escondrijos. Ignoraba que esconder-
se cuando nadie te busca es, de algún modo, permanecer
a la vista.
Detrás del gato azul iba un niño inglés que veranea-
ba aquel año en Yaizu junto a su familia. Vivían en
Inglaterra, pero como la madre era japonesa habían
escogido aquella playa para sus vacaciones. ·
El ratón no tenía nombre.
47
Juan Carlos Quezadas

El gato sí que lo tenía pero lo guardaba en secreto.


Los gatos son en realidad una colección de secretos. Den-
tro de ellos se ocultan verdades inexorables, es por eso que
son tan serios y circunspectos. El nombre de ese gato era
uno de aquellos secretos insondables.
El niño tenía un nombre verdadero y veintitrés "casi"
nombres. Todos tenemos nuestros "casi" nombres. Nom-
bres con los que estuvimos a punto de cargar durante
toda la vida y que fueron descartados por nuestros pa-
dres en el último momento. Miedo da pensar en ellos. Si
no fuera por esos cuantos signos que confarman nues-
tro nombre, seríamos otro. Uno distinto del que somos.
Tal vez nuestro nombre es el primer cuento que lee-
mos, y confarme sea esa lectura, será la existencia que
habremos de vivir.
No es lo mismo llamarse Lucas que Washington,
Ivana que Silvia. Uno es su nombre y unas cuantas co-
sas más.
El caso es que los padres del niño tardaron meses
para ponerse de acuerdo en el apelativo con que bautiza-
rían a su hijo. La madre, buscando un contraste, quería
un nombre indiscutiblemente inglés mientras que el pa-
dre, nacido en Inglaterra, soñaba con que el pequeño tu-
viera un nombre nipón.
-Se llamará Jan.
-Prefiero Hiroshi.
-¿No te gusta Nigel?
-Me parece mejor Kazuo, como tu padre.
-¿Por qué no Cedric? Tu abuelo estaría orgulloso.
-Yuki.
48
Oki. Tripulante de terremotos

-Bren t.
-Eso suena como el nombre de un río: el río Brent, que
nace en Caden y desemboca cerca del puerto de Sly -dijo
la madre como si leyera aquella información en una en-
ciclopedia. Después se quedó pensativa, mientras el soni-
do del cauce del Brent inundaba la habitación-. ¿y si le
ponemos Agustín?
'-¿Agustín?
-Sí, Agustín. Es un nombre lindo. Parece sacado del
rasgueo de un arpa -y entonces el correr del agua se es-
fumó y en su lugar apareció el tintineo de un arpa in-
visible.
La búsqueda había llegado a su fin. Hipnotizado
por la música, al padre no le quedó más remedio que
aceptar que Agustín era un bello nombre. Tan hermoso
como el de la madre, que se llamaba Sakami Otoko y te-
nía la gracia de contagiar de vida a las palabras.

49
Sabía desde un principio que sería imposi-
ble reescribir la historia del gato mitad verde,
mitad azul. Originariamente la escribió un
niño, que recién acababa de cumplir doce
años, y que muy poco tiene que ver con este
hombre en el que me he convertido.
Descubro ahora que reescribir es dialogar
con el otro que fuiste alguna vez.
Algo queda, supongo, de la historia origi-
nal que apunté en la libreta. Pero será muy
poco: el escenario, los personajes, los soni-
dos que Sakami Otoko hacía surgir a vo-
luntad. Lo demás son los tímidos añadidos
Juan Carlos Quezadas

de un adulto que ni siquiera se atrevió a terminar el


experimento. Recuerdo entre sombras que el cuen-
to original acababa con el ratón, el gato y Agustín a
punto de ahogarse en el mar. Eran salvados por Sa-
kami, quien desde la orilla los iba guiando de regre-
so por medio de su voz. Palabras que iluminaban la
oscuridad del mar. Palabras que vencían todas las
corrientes. Al cabo de un rato los tres protagonis-
tas del cuento estaban a salvo en la orilla; sin embargo
del mar seguían surgiendo personajes atraídos por
la voz de Sakami: un esturión, cuatro caracoles, dos
orcas y hasta un galeón español que había naufra-
gado en su camino hacia Filipinas con todo y los
dieciocho esqueletos de sus tripulantes. Y el mar se
habría vaciado entero si no hubiera sido porque el
gato de nombre oculto se dio cuenta del truco e,
imitando a una bufanda, se enroscó amoroso ante
la boca de Sakami.
Si descontamos el asunto de los esqueletos, en el
muelle de Yaizu volvió a reinar la calma.

52
La costumbre de la libreta solo duró unos
cuantos meses pero sirvió para que me diera
cuenta de que, de algún modo, las cosas po-
dían ser de otra manera. Escribir era como
derretir la realidad para poder darle una nue-
va forma a esa masilla viscosa. Tal vez los
elementos eran los mismos, pero su nueva y
siempre diferente colocación hacía que los re-
sultados fueran distintos.
Las páginas blancas de la libreta se con-
vertían en un universo alterno al que vivía a
diario. Nada de palabras enfermas, nada de
plantas nucleares, nada de niños con la cara
Juan Carlos Quezadas

en el vientre. El cielo gris de Nahara, de la prefectura


de Fukushima entera, se tornaba claro. Los caminos
allí no eran aburridos sino empedrados y misterio-
sos. Bellamente misteriosos. Y conducían hacia un
castillo consagrado a un hombre que en vida había
tenido toda la suerte a la que se puede aspirar.

Otra de las historias de Sakami Otoko y los cuatro gatos


surgió de un partido de béisbol frustrado. Aquella
vez el responsable no fue el viento, sino una sor-
presiva nevada de mediados de octubre que nos
obligó a refugiarnos dentro de la biblioteca del
parque Ito.
"Tomen un libro para pasar el rato", recomendó el
entrenador. Como en ese momento no se encontra-
ba la señorita M., la bibliotecaria, los niños tuvimos
que arreglárnosla por nuestra cuenta para escoger el
libro. No sé por qué a mis manos llegó Una breve his-
toria de Portugal. Yo no sabía que Portugal era un país
verdadero, así que comencé a leer aquel libro como
si de una ficción se tratara (a decir verdad, aún no
sé si Portugal existe en realidad o es una fantasía
que nos hemos ido inventando entre todos). Desde
un principio me pareció que el autor de aquella no-
vela había acertado con los nombres geográficos que
se había inventado: Portugal, Sintra, Alfama. Pero
sin duda el más hermoso era el de Lisboa, capital de
aquel reino minúsculo y que sin embargo alguna vez
había dominado el mundo.
54
Oki. Tripulante de terremotos

Abría páginas al azar y en cada una de ellas encon-


traba sorpresas. Estaba comenzando a leer el capítu-
lo en el que se contaban las aventuras de Manuel 1,
el Afortunado, cuando el profesor nos ordenó que
regresáramos los libros a los estantes porque la ne-
vada había cedido. Yo quería seguir leyendo pero se
hacía tarde y había que volver a casa.
A mí, que la suerte siempre me había dado la es-
palda, me interesaba mucho conocer la historia del
rey afortunado. Sin embargo no pude esperar al fin
de semana para regresar a la biblioteca del parque
lto y esa misma noche me senté a escribir en la libre-
ta la aventura de Manuel 1, el hombre con la mayor
suerte que haya existido jamás. Había un gato rojo
en la portada, y como recordaba que la bandera de
Portugal tenía ese color, inmediatamente designé a
aquel felino como compañero del afortunado mo-
narca. Faltaba saber qué podría estar haciendo Sa-
kami Otoko en aquella tierra de fantasía, pero para
eso tenía una larga noche frente a mí y un insom-
nio que por desgracia no provenía de la excitación
natural del momento sino del tumor que ya estaba
haciendo estragos en mi cabeza. Era hora de poner-
me a escribir.

La semana se me hizo eterna porque quería saber si


había coincidencias entre los dos afortunados reyes:
el que me había inventado yo y el que había descrito
Stanley G. Payne: aún recuerdo el nombre de aquel
55
Juan Carlos Quezadas

autor, hay cosas que no se pueden olvidar jamás. El


sábado muy temprano me presenté en la biblioteca.
-Quiero La breve historia de Portugal -le exigí a la se-
ñorita M. aún sin recobrar el aliento por culpa de la
carrera que me había llevado hasta allí.
_¿y a ti qué se te perdió en Portugal? ¿No prefieres
un álbum ilustrado?
-El libro que le estoy pidiendo también tiene imá-
genes -protesté.
-¿No te parece un libro un tanto serio?
-No es tan serio, cuenta la historia de un rey afor-
tunado.
-A decir verdad Portugal es un lindo lugar, tengo una
tía que pasó unas vacaciones allí -dijo la señorita M.
a punto de lanzar un suspiro, seguramente rememo-
rando todo lo que su pariente le había contado.
-Eso no puede ser.
-¿Por qué no puede ser?
-Porque Portugal no existe.
-¿Cómo no va a existir? Te aseguro que mi tía S.
estuvo allí. Vivió una hermosa historia de amor con
un panadero. iSi lo sabré yo! Que si me voy a Portu-
gal. .. que si Rui se viene a vivir a Japón ...
-¿Rui?
-Así se llamaba el panadero.
-Es un nombre casi japonés.
La bibliotecaria me miró extrañada. Sin com-
prender exactamente lo que yo quería decir. Sin em-
bargo después de unos segundos comenzó a asentir
con la cabeza y al final, convencida, pronunció por
56
Oki. Tripulante de terremotos

lo bajito aquel nombre. Rui. Paladeándolo. Sabo-


reándolo. Como si en lugar de una palabra fuera
una copa de aporto.
-Tienes razón, parece un nombre japonés.
-¿Entonces Portugal existe? -y mi pregunta sir-
vió para que la señorita M. dejara atrás sus enso-
ñaciones.
-Claro que existe. Comparte península con España.
De España sí que había oído hablar, pero Portu-
gal continuaba pareciéndome un reino de fantasía,
o casi, porque en ese instante la bibliotecaria acercó
hasta mí un globo terráqueo, se colocó sus gafas y
después de unos segundos de búsqueda me señaló
con el índice un rectangulito verde que decía, efec-
tivamente, "Portugal".
-Ya lo ves, sí existe.
- Y queda del otro lado del mundo.
-En las antípodas.
-¿Qué es eso?
-Pues precisamente eso: el otro lado del mundo.
La antípoda es el lugar más alejado que un sitio pue-
de tener sobre la superficie del planeta.
Y entonces, ayudada por el globo, la señorita M.
comenzó a realizar algunos cálculos al tanteo. Deter-
minó que en realidad la antípoda de Japón quedaba
en un punto muy al sur del Océano Atlántico. La de
Portugal quedaría cerca de Australia. La de China co-
rrespondería con una porción de Sudamérica.
También se les llama "antípodas" a las personas
que viven del otro lado del mundo, me explicó
57
Juan Carlos Quezadas

la bibliotecaria cuando se aburrió de estar buscan-


do correspondencias geográficas. La leyenda dice que
allá, del otro lado, hay un antípoda idéntico a noso-
tros. Después, para ilustrar sus palabras, la señorita M.
colocó el dedo índice sobre el mar, en un sitio relati-
vamente cercano a Uruguay.
-Por aquí vivirá un niño muy parecido a ti.
-Pero sí allí no vive nadie, es mar abierto -señalé,
preocupado.
-Alguna isla habrá o quizá viva en una ciudad
submarina. Con los antípodas nunca se sabe.
No pude dejar de imaginar que del otro lado del
mundo un niño y una bibliotecaria estarían sos-
teniendo una conversación parecida. Sentí lástima
por aquel niño y también por mí: nuestros mutuos
tumores cerebrales impedirían que nos conociéra-
mos algún día.
-dodavía quieres el libro? -preguntó la señorita M.,
sacándome de la cabeza los pensamientos hipocon-
dríacos.
-Sí.
-Déjame ver -dijo la mujer acercando un fichero-.
La breve historia de ...
-Estante H, anaquel 2, es un libro verde -le indiqué,
sin darle tiempo siquiera a terminar de nombrar el
título.
-De verdad te interesa mucho.
La emoción solo me permitió asentir con la cabe-
za. Ahora que sabía que en verdad existía Portugal,
aquel país diminuto se había convertido en mi lugar
58
Oki. Tripulante de terremotos

favorito del mundo. Nunca podría ir allí, ya se sabe:


la enfermedad, pero al menos podía exigir en mi tes-
tamento que mis cenizas fueran esparcidas sobre la
tumba de Manuel 1, alguien que, eso era seguro, ha-
bía tenido mucha más suerte que yo.

Lo sé, cuando uno tiene doce años se aficiona a los


deportes, a los juegos electrónicos o a la música. No
le pasa por la cabeza convertirse en seguidor incon-
dicional de un diminuto país cuya mayor gracia es
la exquisitez de sus pescados fritos.
Uno cuelga en la pared de su cuarto el póster de
una mujer semidesnuda o el del goleador del Barce-
lona, y no un mapa detalladísimo de una feliz na-
ción diminuta. Pero yo era un niño extraño que se
sentía más seguro caminando, castillo arriba, por las
imaginarias callejuelas de Alfama, que por las indis-
cutiblemente reales calles de mi barrio.

Cuando llegué al punto final del libro lo abrí de nue-


vo por el principio y de inmediato comencé su re-
lectura. Como si La breve historia de Portugal fuera un
libro redondo que nunca acabara. Y cuando lo termi-
né por segunda vez emprendí una tercera excursión
por entre sus páginas.
Con el paso de los días la señorita M. se dio cuen-
ta de que me encontraba atrapado en aquel libro sin
final y me propuso nuevas lecturas.
59
Juan Carlos Quezadas

-Veo que te ha gustado mucho La breve historia de


Portugal pero no es el único libro que tenemos. En
esta biblioteca hay más de cinco mil volúmenes. Se-
guro hay muchos más que puedan interesarte.
-¿Tan buenos como este?
-Seguro que mejores.
-¿Como cuál?
-Mmm ... no sé, déjame ver ... -respondió pensa-
tiva la señorita M.-. ¿Qué temas te atraen? ¿Te gustan
las aventuras?
-Me gusta Portugal.
Muy poco convencida, la bibliotecaria escribió
la palabra "Portugal" en el buscador de la pantalla.
Aparecieron cinco títulos además del que ya había
leído hasta el cansancio. De inmediato la joven des-
cartó los primeros cuatro.
-Son de economía y tratan sobre las fluctua-
ciones que puede tener el kilogramo de sardina
portuguesa en las bolsas de valores del mundo.
Me rehúso a prestarte esos libros. Te alejarían para
siempre de la lectura y yo no quiero cargar con esa
culpa.
_¿y el otro?
-Es una antología de poemas de Fernando Pessoa
y se llama El niño eterno me acompaña siempre.
-iQuiero ese libro! -exigí con vehemencia, aun-
que evidentemente yo no tenía la más mínima idea
de quién era aquel escritor.
-Tenemos un problema -dijo la señorita M. sin
dejar de mirar hacia la pantalla-. Ese libro está
60
Oki. Tripulante de terremotos

prestado desde hace ... déjame ver. .. icinco años!


iEsto es inaudito! Debe tratarse de un error.
-¿Quién lo tiene?
La bibliotecaria tardó un poco en encontrar al res-
ponsable de aquel abuso. Había pasado tanto tiem-
po, que el registro no estaba en la computadora sino
en un fichero muy antiguo. Por fin, después de un
rato de maniobrar con las tarjetitas, la señorita M.
encontró los datos de la persona que se había lleva-
do el libro.
-Aquí lo tengo, El niño eterno me acompaña siempre
está en poder de ... ¿Maria Bento? -leyó la bibliote-
caria sin poder esconder las dudas que le generaba
aquel último dato.
-Ese nombre también parece portugués.
-No parece portugués, es portugués -señaló la se-
ñorita M. poniendo gran énfasis en la segunda parte
de su frase.
_¿y qué haría una portuguesa pidiendo prestado
un libro en Nah ara?
-Es un gran misterio. Seguramente yo la recor-
daría, pero ese préstamo es anterior a mi llegada a la
biblioteca.
Yo iba de sorpresa en sorpresa. Hacía tan solo un
tiempo, Portugal era para mí un reino de fantasía y
ahora una portuguesa de carne y hueso aparecía in-
terponiéndose entre un libro y yo. Me era imposible
imaginar que por las calles de mi pequeño pueblo ha-
bía caminado alguna vez alguien nacido en aquel lu-
gar. No sé por qué me dio por pensar en los antípodas.
61
Juan Carlos Quezadas

-Tengo una dirección -señaló la bibliotecaria-.


Calle V, portal 18. Le mandaré un telegrama recor-
dándole que aún no ha regresado el libro.
-Yo puedo ir para allá y avisarle. No es muy lejos.
-Lo siento, Oki. Debemos seguir el protocolo. Se-
guro que con el telegrama tendremos de vuelta el
libro en dos o tres días. Los lectores de nuestra bi-
blioteca son muy cumplidos. En veinticinco años no
hemos perdido un solo libro.
-Sí han perdido uno: El niño eterno me acompaña
siempre -le recordé sin poder ocultar mi molestia.
-No te preocupes, ese libro también lo recupera-
remos. La señorita Bento nos lo devolverá. De eso no
me cabe duda.

El telegrama fue enviado pero en los siguientes días


no aparecieron por la biblioteca ni el libro ni la se-
ñorita Bento dando una explicación de su descuido.
-Creo que tendré que ir a su casa -propuse a la
bibliotecaria.
-Nada de eso, Oki, el protocolo indica que se debe
mandar otro telegrama y entonces sí, en caso de no
obtener respuesta, se programaría una visita al do-
micilio.
_¿y quién haría la visita?
-Yo, soy la encargada.
-¿La puedo acompañar?
La señorita M. comenzó a consultarlo con su con-
ciencia. Quería saber si era correcto que alguien aje-
no a la biblioteca tuviera que ver con el rescate de
62
Oki. Tripulante de terremotos

un libro. Después de un rato apareció una levísima


señal de asentimiento. Un ligero movimiento de ca-
beza que dejaba claro que había encontrado una
respuesta.
-Con una condición.
-La que sea -respondí, entusiasmado.
-Antes debes leer este otro libro, te ayudará a cal-
mar tus ansias -y entonces la bibliotecaria me exten-
dió un ejemplar de El Principito. Era claro que lo tenía
preparado especialmente para mí.
-¿Quién lo escribió? -pregunté tornando el libro
entre mis manos con muy poco convencimiento,
corno si se tratara de una alimaña.
-Antaine de Saint-Exupéry.
-No suena muy portugués.
-Es lógico, Saint-Exupéry era francés.
-Pero usted sabe que mi terna favorito es Portugal.
· -El personaje de un príncipe es universal. Pue-
de ser de cualquier sitio. Léelo corno si tratara de un
príncipe portugués, el pequeño príncipe de Sintra.
La idea de conocer las aventuras de un príncipe
de Sintra me entusiasmó mucho. Gracias a mi obs-
tinada lectura de la historia portuguesa ya conocía
muchas imágenes del castillo de aquella población,
así que no sería difícil ir llenando los espacios.
Lo descubrí años más tarde, pero la propuesta
que aquella tarde me hizo la señorita M. cambió mi
vida por completo. A partir de ese momento los li-
bros dejaron de ser solo de los autores que los escri-
bían para convertirse en míos también. Las palabras
63
Juan Carlos Quezadas

impresas se transformaban en detonantes de nuevas


palabras que surgían de mi imaginación. Un libro
escondía otro libro, miles de libros.
Yo era el Principito y el cordero y el aviador.
Yo era Antaine de Saint-Exupéry, muerto de ma-
nera trágica en medio de la Segunda Guerra Mundial,
y también era el piloto alemán que le había dispara-
do y, ahora mismo, el escritor de aquella triste historia.
Gracias a la señorita M. aprendí que basta abrir
un libro para convertirte de inmediato en el perso-
naje más importante de aquella historia.

Leí El Principito de corrido. Me gustó mucho. Enten-


dí muchas cosas y otras me generaron profundas
dudas. Cumplido el trato, regresé a la biblioteca espe-
rando tener buenas noticias.
-Nada -dijo la señorita M. nada más verme llegar-.
La señorita Maria Bento no ha dado señales de vida.
-¿Cuándo haremos la visita? -pregunté, emocio-
nado.
-¿Leíste el libro?
-Sí, de una sentada.
-Me gusta la gente que sabe cumplir los tratos.
Iremos esta misma tarde, cuando acabe mi turno.
Muy pronto la biblioteca de Nahara volverá a estar
completa -anunció orgullosa la señorita M.

Mi hipocondría no era tan intensa como para hacer-


me pensar que la enfermedad y la muerte podrían
64
Oki. Tripulante de terremotos

alcanzarme en un breve lapso, como el que va de


una mañana hasta el final de una tarde. Todavía no
percibía en mi horizonte la posibilidad de un infar-
to fulminante. Sin embargo pasé las horas previas
al rescate del libro cuidándome de no sufrir algún
accidente inoportuno: una fractura, una caída, una
muela que estallara en dos al toparse con un hueso
de ciruela. No quería que nada me impidiera ir a re-
cuperar el libro.
Regresé a casa caminando en lugar de tomar el
autobús; comí solo lo necesario y poniendo un ex-
cesivo cuidado al masticar; cambié con mi hermana
el lavado de los trastes (ya se sabe: un vaso roto que
te corta los tendones) por toda una semana de ba-
rrer la acera.
Cuando terminé de comer me retiré a mi cama
para tomar una siesta, pero fue imposible. Nada más
cerrar los ojos aparecían en mi imaginación las pá-
ginas del libro. Unas sobre otras pero sin estorbarse.
En un desorden armónico como sucede en los sue-
ños. Con la diferencia de que lo mío no era un sueño
sino más bien una ilusión, un deseo. El niño eterno me
acompaña siempre era para mí un libro profusamente
ilustrado. Lleno de poemas luminosos que hablaban
de soles verdes o atigrados, uñas de luna llena y tre-
nes que desembocaban en la estación de Santa Jus-
ta, en Lisboa.
No sabía nada de Fernando Pessoa, el autor, pero
por la fotografía que de él aparecía en La breve historia
de Portugal lo imaginaba un hombre enfermo y triste
65
Juan Carlos Quezadas

que a pesar de todo había decidido iluminar su vida


por medio de la poesía.
De algún modo ligaba a aquel escritor con mi ma-
dre. Sus enfermedades tenían como síntoma común
a la palabra. Se relacionaban de igual forma que una
joven anoréxica de treinta y seis kilos está ligada con
un paciente con obesidad mórbida de doscientos
diez. Mientras que las palabras de mi madre de-
saparecían nada más surgir de su boca, las palabras
del poeta se convertían en pesados trozos de mate-
ria aunque en realidad los objetos que nombraba no
hubieran existido jamás. Hasta ese momento yo solo
conocía seis palabras salidas de la pluma de Pessoa,
las que le daban título al libro que tanto deseaba leer,
y sin embargo de algún modo comenzaba a trastor-
nar mi vida, como aún lo sigue haciendo su poesía
después de tantos años.
¿Quién habrá sido ese niño fiel que no se aparta-
ba del poeta? ¿cuántos años tendría? ¿seis? ¿sesenta?
¿sesenta mil? Tenía la necesidad de dar respuesta a
esas y otras preguntas. Lo dicho: hay veces en las que
es imposible conciliar el sueño: la comida, la palabra,
la enfermedad, se transforman en minutos que no
quieren acelerar sus pasos. En ojos pelones, también.

-Voy a rescatar un libro -le dije a mi madre cuando


por fin llegó la hora de salir de casa.
Algo me respondió, pero sus palabras se fugaron de
inmediato hacia la nada. Nunca podremos conocerlas.
66
Oki. Tripulante de terremotos

Sin embargo, fue claro que dio alguna muestra de tran-


quilidad al saber que en la aventura estaban involu-
cradas la señorita M. y la biblioteca de Nahara.
Es extraño que las bibliotecas amansen a las
madres y tranquilicen a las fieras cuando son sitios
diseñados para dar voz a los locos de atar.

A pesar de que un viento helado revoloteaba sobre


el pueblo, la señorita M. me esperaba en una de las
bancas del jardincillo exterior de la biblioteca. Había
cerrado unos minutos antes que de costumbre. Era
claro que también a ella le urgía desentrañar el mis-
terio del libro. Lanzaba vaho sobre sus manos uni-
das para transmitirse calor. A un lado, tirada sobre la
hierba, había una bicicleta roja.
Todo esto lo reconstruyo sobre la distancia del
tiempo. Puede que no hiciera tanto frío y que la seño-
rita M. ni siquiera estuviera sentada sobre la banca. La
bicicleta, en cambio, era irremediablemente roja.
-¿Viniste caminando? -preguntó mientras levan-
taba el vehículo del suelo.
Asentí, apenado. Como si la bibliotecaria estuvie-
ra al tanto de las hipocondríacas razones por las que
yo había decidido tomar aquella precaución. Algo en
sus ojos, que me miraban a través de unas gafas de
mica amarilla, me revelaba que la señorita M. era ca-
paz de conocer todos los secretos.
-Por suerte tiene diablos, súbete -me ordenó.
Coloqué mis pies sobre los pequeños tubos de
metal y solo me atreví a prenderme de uno de los
67
Juan Carlos Quezadas

hombros de la joven. Levemente. Casi con la yema de


los dedos. Ahora, en aquella posición, las posibilida-
des de sufrir un percance eran elevadísimas, pero en
mí no había sitio para pensamientos catastróficos ni
hipocondríacos. Algo nublaba mi espíritu, aunque era
una sensación ambigua. Mezcla de bienestar y dolor.
Como si algo muy bueno no fuera a ocurrirme jamás.
Como si únicamente estuviera reservado para mí lo
pesado del abrigo, pero no el calor que provocaba.
-Sujétate bien, con las dos manos. Podemos caer-
nos -me indicó casi con descuido la señorita M. una
vez que comenzó a pedalear.
Obedecí la orden pero sin presionar demasiado.
Como quien toma la moneda de diez yenes sobre la
tabla que revela el destino de los muertos en el juego
del Kokkuri. Viajando, yo también, por un camino
cargado de misterios.
Sobre la bicicleta, la señorita M. dejó de ser la seria
bibliotecaria para convertirse en una joven común
y corriente que paseaba por las calles de Nahara al
caer una tarde de otoño. Hasta ese momento no ha-
bía podido verla como lo que era en realidad: una
muchacha sencilla que combinaba sus estudios en
la universidad con un trabajo de medio tiempo. Una
muchacha, casi niña, que vivía con sus padres y que
si quería permiso para ir al cine los domingos por la
tarde, tenía unas responsabilidades que cumplir en
casa. Mi mirada cambió de un momento a otro.
Algo se rompió para siempre durante mi viaje en
aquella bicicleta roja.
68
Oki. Tripulante de terremotos

Subí siendo un niño y bajé convertido en otra


cosa.
Antes de subir, la clasificación de las personas era
muy sencilla: hombres y mujeres, niños y adultos.
La primera distinción, la del sexo, era muy fácil de
apreciar: los hombres éramos rudos, de pelo corto,
nos gustaban el béisbol y el lodo en los zapatos. Las
mujeres detestaban lo que a nosotros nos gustaba y
algunas llevaban el pelo largo.
La segunda distinción, la que tenía que ver con la
edad, era más intangible: los niños no podían morir
(excepto yo), mientras que los adultos eran aquellos
a los que la muerte podía sorprender en cualquier
momento (mi padre, por ejemplo). Sin importar que
tuvieran veintitrés años o noventa y dos.
Pero todo esto había cambiado nada más avan-
zar unos metros en aquella bicicleta. Comprendí que
la bibliotecaria y yo teníamos un objetivo común, la
recuperación del libro, y eso nos unía de alguna ma-
nera, echando por tierra la premisa de que ellas odia-
ban todo lo que nosotros amábamos. Y en segundo
lugar era absurdo pensar que la dueña de aquellos
hombros podía morir en cualquier momento. Aquel
sencillo rodar de la bicicleta sobre las calles de Na-
hara era parte de un movimiento eterno. Como el
desplazamiento de las nubes o el de los planetas. Iba
más allá del tiempo. Merecía la inmortalidad.
De algún modo era un movimiento inmortal.

69
Juan Carlos Quezadas

Llegamos a la dirección señalada. Era una casa pe-


queña con un jardincito al frente. Estaba rodeada
por una cerca de madera que tenía la puerta abier-
ta. Un camino de grava conducía a la casa. La hier-
ba estaba muy crecida. No tanto para creer que la
casa estaba abandonada, pero tan alta que hacía que
lo único que se veía de un par de enanos de jardín
que franqueaban el caminito fuera la punta de sus
gorros verdes.
Recargamos la bicicleta en la cerca y entramos en
la propiedad.
No había timbre, así que a la señorita M. no le
quedó más que tocar a la puerta. Cuatro o cinco gol-
pes firmes que no parecían salidos de aquellas deli-
cadas manos. Segundos más tarde un gato se asomó
por la ventana, nos observó de arriba abajo, como si
tuviera la orden de examinarnos a conciencia, y des-
pués desapareció.
-Seguro fue a avisarle a Maria Bento -me dijo la
bibliotecaria guiñándome un ojo.
Aquel ojo cerrándose detrás de esa mica amari-
lla es una de las imágenes más fascinantes que me
ha tocado presenciar jamás. El tumor podía haber
acabado con mi vida en ese momento y yo habría
muerto feliz.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y apareció
un anciano que en los brazos cargaba al gato vi-
gilante. El hombre llevaba un elegante kimono es-
carlata que desentonaba por completo con unas
pantuflas ya muy gastadas.
70
Oki. Tripulante de terremotos

-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarles?


-Venimos de la biblioteca a buscar a Maria Bento.
Hace un tiempo pidió un libro prestado y ha tarda-
do en devolverlo -explicó la señorita M.
El anciano frunció el ceño sin entender muy bien
aquellas palabras.
-Hace cinco años sacó un ejemplar de El niño eter-
no me acompaña siempre pero olvidó regresarlo -dijo la
bibliotecaria mientras le mostraba la tarjeta en la que
venía consignado el préstamo.
-iAh, Maria! -exclamó el viejo, y en ese momento
todo volvió a cuadrar dentro de sus pensamientos.
Depositó al gato sobre el suelo y nos pidió que en-
tráramos a la casa-. No se queden allí, hace mucho
frío. Pasen, por favor.
Una vez dentro hicimos las presentaciones. Casi
muero de la emoción cuando la señorita M. me
anunció como su ayudante. Nuestro anfitrión dijo
llamarse Keisuke Konno.
La casa estaba prácticamente vacía. El piso era de
madera. Había tres o cuatro cojines tirados, una mesa
pequeña, una mecedora y frente a ella una pecera gi-
gantesca que ocupaba prácticamente toda la pared.
Con una seña, el viejo nos dio a entender que nos
colocáramos sobre los cojines. Yo esperé hasta que
la señorita M. se hubiera acomodado sobre el suyo.
El viejo se sentó en la mecedora.
-Son doce peces naranjas y cuatro negros. Pue-
do pasar horas leyéndolos desde aquí -dijo mirando
hacia la pecera.
71
Juan Carlos Quezadas

-¿Leyéndolos? -preguntó la bibliotecaria.


-Sí, a los peces. Sus movimientos me cuentan his-
torias. Antes de que ustedes llegaran estaba leyendo
un cuento de vampiros.
-¿Allí? -pregunté, incrédulo, señalando hacia la
pecera.
-Sí, era una historia de vampiros en la ciudad de
Chicago durante la época de la prohibición del alco-
hol. Había vampiros alcohólicos que solo se sentían
contentos bebiendo sangre de gente que hubiera to-
mado algunas copas de whisky. Como cada vez era
más difícil encontrar víctimas propicias, los vampi-
ros estaban a punto de armar una revolución y jus-
to entonces fue que P. me avisó que ustedes habían
llegado -explicó el viejo señalando hacia el gato que
había tomado como almohada una de las horribles
pantuflas de su amo.
-Usted perdone la interrupción -dijo preocupada
la señorita M.
El anciano sacudió la mano a la altura de su
cabeza dando a entender que no tenía importan-
cia. Yo no podía dejar de mirar hacia la pecera.
Trataba de encontrar los elementos de la historia
que el viejo nos acababa de narrar. Sin embargo,
aquellos despreocupados peces que iban y venían
no me transmitían ningún relato. No podía com-
prender dónde estaban los vampiros o la ciudad
de Chicago.
_¿y qué está pasando ahora con los vampiros?
-pregunté, lleno de curiosidad.
72
Oki. Tripulante de terremotos

-Nunca podremos saberlo. Por desgracia los pe-


ces han pasado a otra cosa. Ahora describen una
fiesta de disfraces en la luna.
Ni la señorita M. ni yo pudimos dejar de buscar
en la pecera rastros de aquella escena. El recorrido
de los peces era el mismo de hacía unos segundos, el
mismo de siempre. Un aquí y allá perpetuo. Algunas
burbujitas y algunas cacas alargadas que de pronto
se desprendían hacia el fondo. Por más que lo inten-
tara, no encontraba vestigio alguno del carnaval se-
lenita que el viejo nos aseguraba estar leyendo.
-La señora Bento regresó a Portugal hará tres o
cuatro años -dijo el señor Konno recordándonos el
motivo de nuestra visita-. Vivió en esta casa durante
una breve temporada.
-¿Eran amigos? -no pude dejar de preguntar.
Mi indiscreción provocó que la señorita M. me
lanzara una mirada reprobatoria. Sin embargo el
viejo repitió su gesto condescendiente.
-Al principio solo éramos maestro y discípula,
pero con el tiempo creo que logramos construir una
amistad.
-¿Qué le enseñaba? -volví a preguntar.
- Le enseñaba a leer.
-án japonés? -ahora fue la señorita M. la que
preguntó.
-No, la señorita Bento no aprendió una sola
palabra en japonés y yo solo sé decir "gracias" en
portugués. Le enseñé a leer otras cosas.
-¿El movimiento de los peces?
73
Juan Carlos Quezadas

El señor Konno nada respondió o, para ser más


exactos, no respondió con palabras. Se levantó de
la mecedora, se acercó a la pecera y colocó su mano
sobre el vidrio. Los peces continuaron sus movi-
mientos ignorando por completo la cercana pre-
sencia del viejo. Unos cuantos segundos duró aquel
gesto sencillo pero al mismo tiempo cargado de
energía. Apartó su mano el señor Konno y sobre
el vidrio quedaron impresas sus huellas de vaho.
Una mano fantasma que poco a poco fue desapa-
reciendo. Detrás, los peces seguían su eterno vaivén
de siempre.
-No le enseñé nada nuevo. La instruí en el arte de
la mirada. Con un buen ojo se puede leer práctica-
mente cualquier cosa. Leer en las estrellas, en los ár-
boles, en las arrugas de la oreja de un elefante. ¿Qué
es lo que hace la gente que se recuesta en la playa
sino leer el océano? La señorita Bento vino a mí por-
que estaba interesada en leer un edificio de Lisboa,
su ciudad. El Convento do Carmo, una construcción
en rumas.
-Lo conozco -anuncié, emocionado, recordando
vagamente la imagen de aquel lugar.
-Oki es un experto en todo lo que tenga que ver
con Portugal -dijo la señorita M. mientras me des-
peinaba cariñosamente. Por un momento se me nu-
bló la razón y adiós convento, adiós Lisboa, adiós
pecera contadora de historias.
-iEl libro! -exclamó el señor Konno al recordar la
razón por la que le habíamos hecho la visita-. Debo
74
Oki. Tripulante de terremotos

estarlos aburriendo. Ustedes vinieron aquí por un li-


bro olvidado y yo los atormento con mis historias.
Ese es uno de los pecados de los viejos.
-Al contrario, señor Konno, escucharlo ha sido
un placer -respondió sincera la señorita M.
-De cualquier modo se está haciendo tarde.
Mañana revisaré la habitación que ocupó Maria.
Hay un mueble en el que creo pudo haber olvida-
do el libro -dijo el viejo mientras se levantaba de
la mecedora.
-No se preocupe, cuando usted nos diga ...
La bibliotecaria no pudo terminar su frase porque
se dio cuenta de que el viejo estaba teniendo pro-
blemas para levantarse, al punto que de no haberle
ofrecido su brazo como apoyo habría podido caer
al suelo. El gato que rondaba cerca de los pies de su
dueño se encaramó de un salto en la mesa y una vez
allí se erizó, asustado.
-Gracias, señorita M., me mareo con cierta fre-
cuencia.
Pero su traspié no era producto de un mareo. Si
el señor Konno estuvo a punto de caer fue por cul-
pa de un terremoto que en ese instante empezó a
dar muestras de su potencia. Toda la pequeña casa
entró en aquel vaivén. El piso de madera comenzó a
tronar bajo nuestros pies. Parecía que al levantarse
el viejo de la mecedora, esta había sido ocupada por
un espíritu invisible que gustaba del balanceo.
Yo miraba todo lo que acontecía a mi alrededor
a una velocidad distinta. Como si fuera el fantasma
75
Juan Carlos Quezadas

que acababa de sentarse en la mecedora y estuvie-


ra contemplando una escena que no tuviera mucho
que ver conmigo.
Pude ver cómo una lámpara, en la que no había
reparado al principio, se balanceaba en dos movi-
mientos distintos. Como si fuera una lámpara loca
que hubiera perdido el juicio por partida doble.
Pude ver la mirada de confusión de la señorita M.
detrás de las benditas micas amarillas de sus gafas.
Pude ver una pantufla del señor Konno abando-
nada junto a la mecedora. Seguro la había perdido
en el traspié.
Pude ver al gato esperando una señal de su amo.
Pude verme a mí mismo observando todos los
detalles e, incluso, también pude verme imaginar
estas mismas palabras que ahora escribo. Como si
de algún modo intuyera que todo lo que me ro-
deaba en aquel momento, en medio del temblor, no
eran muebles, cojines o peces, sino únicamente pa-
labras. Palabras. Palabras. Pequeños dibujitos sobre
el papel.
Pude ver cómo los peces, ajenos a lo que sucedía
a su alrededor, continuaban su lánguido recorri-
do. Aunque el agua se bamboleara peligrosamente,
como si una ola cautiva estuviera haciendo un es-
fuerzo por escapar de la pecera. Una cresta de agua
surgía hacia arriba y empapaba el piso de la estancia.
Una vez por la derecha, una vez por la izquierda.
Pude ver que el vidrio de la pecera tronaba peli-
grosamente.
76
Oki. Tripulante de terremotos

-Parece que el terremoto no quiere detenerse. Será


mejor que salgamos de casa -ordenó el viejo.
Al oír aquello, el gato se encaramó en los brazos
de su amo y todos salimos al jardín. Caminamos
unos cuantos pasos por el sendero de tierra. Reíamos
nerviosamente. Pude ver que la bicicleta continua-
ba donde la habíamos dejado. También ella, como
los peces, se mantenía ajena al desbarajuste que se
desataba a su alrededor. Temblaba la casita, tem-
blaba Nahara, temblaba Fukushima entera, y la bi-
cicleta permanecía recargada en la cerca. Inmóvil.
Como si el terremoto no pudiera alcanzarla.

Fue entonces que cedió el cristal de la pecera.

77

Llegué a Lisboa un domingo por la tar-


de. Nada más bajar del tren mis compañeros
de viaje se dispersaron. Alguien, un novio o
una madre, los esperaba en el andén o cono-
cían de memoria el camino a casa. Muy rápi-
do me quedé solo ante el vacío de la estación
de Santa Apolónia, porque yo no conocía a
nadie en la ciudad y no me sabía de memo-
ria camino alguno.
Llevaba conmigo un papel arrugado en
el que había dibujado un mapa con las in-
dicaciones para llegar a una posada. Salí de
la estación y traté de orientarme, pero fue
Juan Carlos Quezadas

imposible. Los edificios y avenidas que me presen-


taba la realidad no tenían nada que ver con los que
yo había imaginado con mis lecturas, con los que yo
había dibujado en el papel. Hice bolita el mapa y lo
lancé dentro de una papelera pensando que Nova
Goa, así se llamaba el lugar que buscaba, no debía
ser la única pensión de Lisboa. Tomé por donde me
aconsejó la intuición y después de un rato desem-
boqué en una placita oxidada de salitre. Una señora
gorda presidía uno de los balcones del edificio que
se levantaba frente a la plaza. No soy supersticioso,
pero de haber tenido a mano un puñadito de sal lo
habría lanzado sobre mi hombro. La violenta mirada
de la mujer me cubrió con su sombra, pero a pesar
de todo desaceleré el paso para dejar en claro quién
mandaba dentro de esta historia.

Hay ciudades infinitas. Eternas y sinuosas como raí-


ces. Ciudades levantadas sobre ruinas de ciudades.
Sobre piedras y carbón, sobre vigas y lágrimas de
monja. Ciudades cimentadas sobre huesos de cala-
vera que a pesar de la delgadez pueden cargar con
todo un pasado. Ciudades que fueron destruidas por
el fuego y el temblor. Una y otra vez.

Seguí caminando. Era claro que apenas hacía un rato


había estado lloviendo sobre Lisboa. Los charcos en
el suelo reflejaban la luz de los faroles, pero no de los
80
Oki. Tripulante de terremotos

faroles que alumbraban mis pasos. La luz que pro-


venía del reflejo era una luz vieja. Una luz caduca.
Una luz equivocada que, mirada con detenimiento,
se revelaba más bien como una oscuridad.
La canaleta de desagüe de un techo goteaba inter-
mitente sobre un contenedor de basura, originando
un sonido idéntico al de una máquina de escribir.
Quién sabe, tal vez pudiera ser que a través de ese
continuo gotear se estuviera escribiendo la historia
de Lisboa. Un repiqueteo, tic tac toe, que en algún si-
tio alguien sabría descifrar. Levanté la vista y descu-
brí que me encontraba frente al número 8 de la Rua
dos Douradores.
Había imaginado que Douradores sería mucho
más larga. De esas calles a las que uno entra por un
punto cualquiera y de cuyo inicio y final no se tie-
ne noticia. Calles que parecen infinitas. Pero Dou-
radores no era más que tres o cuatro cuadras que
podían ser abarcadas en un golpe de vista. Hay ave-
nidas que son novelas de seiscientas páginas, calles
que son cuentos; Douradores sería, acaso, un poema
de muy poquitos versos. En donde sí había acerta-
do mi imaginación había sido en la estrechez: Dou-
radores era una calle-baúl. Una calle que, al acabar
el día, muy bien podría ser cerrada con un candado
diminuto y buenas noches y a soñar.
Caminé calle arriba y no sé por qué, al cruzar Vi-
toria, me dio por imaginar que yo era un fantasma.
Era casi a la medianoche, domingo, y empezaba a llo-
ver de nuevo, por lo que Douradores estaba desierta.
81
Juan Carlos Quezadas

Yo era un fantasma japonés extraviado en un sitio


imposible. Estaba seguro de que al encontrarme con
alguien, esa persona primero dudaría de mi condi-
ción espectral, pero mi palidez y mi sombrero la aca-
barían por convencer de mi fantasmagoría.
Caminar por una ciudad desconocida y sin un
mapa que guíe tus pasos produce una incompara-
ble sensación de libertad. Si no sabes dónde estás ni
hacia dónde te diriges, no puedes estar perdido (y no
estar perdido siempre es una buena noticia). En eso
pensaba cuando un par de hombres salieron de una
de las calles que atraviesan Douradores. Caminaron a
mi encuentro y cuando estuvieron cerca me pregun-
taron cómo podían llegar a Santa Apolónia.
Aquella estación era, precisamente, el único lugar de
Lisboa del que en ese momento tenía clara su ubica-
ción. Les di indicaciones precisas e incluso les mencioné
a la vieja ojos de bruja que se encontrarían vigilándo-
los desde un balcón. "Se llama Anna y no es tan mala
como parece", les mentí. No sé por qué lo hice. Podría
haber respondido la verdad: "Yo no soy de aquí, ¿no
se dan cuenta de que soy un fantasma japonés?".
Supongo, por una parte, que quise ser de utili-
dad a ese par de caminantes nocturnos. Las calles,
ya lo he dicho, estaban vacías y hubiera sido difí-
cil que encontraran a alguien que los orientara. Por
otro lado, debo aceptar que el hecho de que creyeran
que yo era un habitante más de una ciudad que al-
guna vez yo había imaginado territorio de ficción me
provocó una sensación de placer. Como si estuviera
82
Oki. Tripulante de terremotos

caminando sobre las páginas de un libro o flotando


en medio de la ensoñación de alguien que aprovecha
un viaje en tren para dar una cabezada.
Es lo que tiene Lisboa: convierte a quienes por ella
caminan, en personajes de una historia que alguien
cuenta en las antípodas.
¿por qué decidí llamarle Anna (así, con doble n,
como en italiano) a la vieja del balcón? ¿por qué no
mejor Matilde, Lucinda o Jacinta? Nombres estos de
mujer portuguesa. Me hacía estas preguntas y otras
tantas que no tienen traducción con palabras cuan-
do pasé frente a un locutorio. Estaba cerrado pero
tomé nota mental de su ubicación, pensando que no
estaría mal volver mañana por aquí para hablar por
teléfono con mi madre.
Seguí caminando y desemboqué en Pra¡;a da Fi-
gueira. Aquí había un poco más de vida. Llamó mi
atención un hombre que vestía una vieja camiseta
del Sporting de Lisboa y que vendía gallitos de Bar-
celos de todos los tamaños. Estaba recostado sobre
unos cartones y, frente a él, sobre una manta y en
perfecta formación, se alineaban los gallitos como en
un puesto de vigilancia de avisadores del nuevo día.
Parecía que las figuras estaban a la espera del toda-
vía muy lejano primer rayo de sol, para ponerse a
cantar. Me acerqué al puesto y le pregunté dónde
podía encontrar una pensión. El vendedor me seña-
ló una calle que nacía de una de las esquinas de la
plaza y, con señas, siempre con señas, me indicó que
prosiguiera por allí.
83
Juan Carlos Quezadas

Mientras cruzaba la plaza me dio por pensar que


quizá ese hombre aparentemente tan portugués no
era más que otro fantasma japonés que acababa de
desembarcar del Rossio, la otra estación de Lisboa, y
que en realidad no tenía la menor idea de lo que me
encontraría al caminar por aquella calle. Sin embar-
go seguí sus instrucciones, mínimas pero precisas,
me interné en el callejón y al final, en efecto, hallé
una modesta pensión. Nova Goa, se llamaba. Era la
misma del fallido mapa que había dibujado.

84
-l Quiere una habitación? -me pre-
guntó un hombre hosco que se encontraba
del otro lado de la recepción.
-Sí, de preferencia ...
-Vence a las doce del día, incluye desa-
yuno, está en el tercer piso y cuesta cin-
cuenta euros -me anunció, interrumpiendo
mis palabras.
-¿No tendrá algo más barato?
-Mismas condiciones, está en el sexto
piso, cuesta la mitad y hay que compartirla
con un fantasma.
-¿un fantasma?
Juan Carlos Quezadas

-Sí, el fantasma del hijo de una mucama.


Aquellas palabras acabaron por completo con mi
fantasía de ser un fantasma japonés recién desem-
barcado en Lisboa. Era claro que aquel hombre me
veía como lo que en realidad era: un desorientado
turista. Por otro lado debo decir que me pareció muy
extraño que el precio de una habitación variara tan-
to por la supuesta presencia de un fantasma. Nuevas
dudas surgieron, y sin embargo no pude expresar
ninguna porque ya estaba otra vez el recepcionista
con sus gruñidos.
-Decida de una vez, es tarde: ¿con fantasma o sin
fantasma?
-Con fantasma.
-Si tiene suerte, tal vez ni siquiera note su pre-
sencia. El desayuno se sirve de siete a diez. Su cuar-
to está en el sexto piso, a mano izquierda -entonces,
para reforzar la indicación, levantó su brazo y pude
ver, en lugar de su mano, el resplandor de un ele-
gante garfio.
-Tenga cuidado con la rejilla del ascensor. Uno
nunca sabe ... -dijo al tiempo que con un fuerte ma-
notazo depositaba la llave 606 sobre el mostrador.
· Caminé por un oscuro pasillo y entonces me di
cuenta de que los consejos del recepcionista acerca
de las precauciones que debía tener en el elevador se
habían quedado cortos: la rejilla era lo de menos, lo
preocupante eran las poleas y cuerdas que sostenían
el aparato. Más que un ascensor parecía un apéndice
amputado de la mansión de los espantos, incrustado
86
Dki. Tripulante de terremotos

en medio de una pensión de Lisboa y que estaba allí


para medir la valentía de los viajeros.
Intenté encontrar unas escaleras, pero al regresar
sobre mis pasos pude ver que desde el fondo del pa-
sillo el recepcionista me miraba de forma retadora.
Di media vuelta y de un tirón abrí la puerta del ar-
matoste. Una vez dentro pulsé el botón número seis,
me encomendé a todas las deidades a las que alguna
vez les cantó Ricardo Reís, y entonces el aparato co-
menzó a funcionar.
No hubo ni temblores ni rechinidos sospecho-
sos. El elevador se comportó a la altura, valga la
expresión, y en unos segundos me depositó en el
sexto piso.
Abrí la reja y ante mí quedó un nuevo y largo
pasillo.

(Hasta 1980 todo el mundo podía caminar por los


pasillos de los hoteles sin mayor reparo. En su re-
corrido, los viajeros pensaban en lo que habrían de
pedir para la cena o aprovechaban sus pasos para
palparse los bolsillos del saco en busca de la llave
de la habitación. Todo eso sucedía, ya se dijo, an-
tes de 1980. Pero en ese año se estrenó la película
El resplandor, del director Stanley Kubrick, y entonces
recorrer el pasillo de un hotel se convirtió en una
experiencia escalofriante, porque el huésped sien-
te que en cualquier momento habrán de aparecer
frente a él un par de gemelitas vestidas de azul o una
87
Juan Carlos Quczadas

cascada de sangre que barrerá con todo. Si no has


visto la película, evítala; si ya la viste, entenderás de
qué te hablo.)

Por fortuna, y por más que las busqué, no hubo ni-


ñas azules ni borbotones de sangre. Con la piel eri-
zada llegué hasta la puerta del cuarto 606, que abrí
con el asunto del fantasma completamente olvida-
do. A veces los temores inventados nos atormentan
mucho más que los peligros reales. Eché una rápi-
da mirada al cuarto, me quité los zapatos, me lancé
sobre la cama y me quedé dormido pensando que
por fin mañana habría de caminar sobre una lumi-
nosa Lisboa.

88
Un oportuno doblez de la cortina dejó en-
trar un rayo de sol que acabó por desper-
tarme. El viaje hasta Lisboa había sido muy
pesado, así que fácilmente podría haberme
quedado dormido hasta pasado el medio-
día. El reloj de la mesa de noche marcaba las
diez y diez de la mañana. Agradecí al sol por
la invasión.
El cuarto era un rectángulo muy peque-
ño. Frente a la cama había un lavabo con un
espejo y a un lado la puerta del, también, di-
minuto baño. Era como el baño de un avión
pero con regadera integrada. Lo mejor del
Juan Carlos Quezadas

cuarto era una mancha de humedad que adornaba


buena parte del techo. Si se agregaba una penínsu-
la aquí y una isla más allá, se podría decir que te-
nía una forma muy parecida a la de Japón. Incluso
había un círculo negro, igual al que se dibuja en los
planos para señalar poblaciones de importancia, en
el sitio que correspondería a Tokio y, con algo de
imaginación, otra marca por donde estaría Fukushi-
ma. A partir de ese descubrimiento, durante los días
subsecuentes la mancha dejó de ser mancha para
convertirse en un mapa de Japón.
Me levanté de la cama para ir al baño. Pensé que
en definitiva, a pesar de la estrechez, aquella no era
una mala habitación. Entonces, por asociación de
ideas, recordé los veinticinco euros que me había
ahorrado por haber aceptado compartir el cuarto.
Mientras orinaba una sonrisita iluminó mi rostro,
porque era claro que ninguna presencia habitaba
aquel sitio. Los fantasmas gustan de espacios amplios
y oscuros. Ningún espectro en sus cabales escogería
vivir en este aburrido cuarto teniendo toda Lisboa a
su disposición.
Abrí la cortina esperando encontrarme con una
vista de la ciudad, pero mi ventana daba a un pa-
tio interior. Lo único que podía ver desde allí era la
espalda de un edificio que parecía deshabitado. Te-
nía varios vidrios rotos, la pintura cascada e in-
cluso matas de hierba crecían entre las grietas. No
me di cuenta la primera vez -lo descubrí días más
tarde- de que en el alféizar de una de las ventanas
90
Dki. Tripulante de terremotos

descansaba el esqueleto de una paloma que se había


ensartado en una de las púas que se colocan, preci-
samente, con la intención de alejar a esas aves de las
ventanas.
Me quedé un rato mirando hacia el edificio para
ver si lograba detectar alguna señal de vida, pero
nada sucedió. Ni sombras ni luz ni movimiento. Tra-
té de fijar en mi mente aquella imagen para ver si
la noche me traía alguna novedad. Decidí concen-
trarme en una ventana que se encontraba dos pisos
por debajo del ático; era la menos descuidada, esta-
ba entreabierta y de ella pendía una persiana recogi-
da hasta la mitad. Estaba seguro de que por la noche
una cálida luz se filtraría por aquella ventana. Una
luz de merienda y niños a punto de dormir. Aban-
doné mi puesto de vigilancia, me di un baño rápido
y bajé a desayunar.

Si nos olvidarnos de una pareja de jóvenes espa-


ñoles que tornaban café, el comedor estaba vacío.
Ella resolvía un crucigrama mientras que él leía la
sección de deportes de un periódico. El desayuno
no era muy abundante: pan con mermelada, rollos
de jamón y alguna fruta. Llené tres platos con lo
que pude y al dirigirme hacia mi mesa me encon-
tré con el hombre que la noche anterior me había
recibido en la pensión. Por lo visto ahora oficiaba
de mesero.
-lVa a tornar café? -me preguntó.
91
Juan Carlos Quezadas

-Sí, por favor -respondí con algo de temor recor-


dando su duro trato en la recepción.
-Se han acabado los huevos del buffet pero puedo
prepararle unos a su gusto.
-No se moleste. Con esto está muy bien -dije seña-
lando hacia los platos que se bamboleaban peligrosa-
mente entre mis manos (siempre he sido muy torpe).
-Enseguida le traigo su café -respondió, y enton-
ces se dirigió a la cocina.
Yo me senté en una mesa y rápidamente acabé con
el breve desayuno. Como el café tardaba más de la
cuenta, lamenté no haber llevado conmigo algo para
leer. Pensé en acercarme a la cocina para descubrir
la razón de la tardanza, pero deseché la idea porque
no quería volver a enfrentarme al carácter seco del
hombre.
Busqué nuevos mapas que recorrer sobre el techo
del comedor pero se notaba que la pintura había
sido renovada hacía muy poco tiempo.
Me aburría.
Al cabo de un rato regresó el mesero. En una mano
llevaba una jarra de café y en la otra sostenía, con
mucha delicadeza, una pequeña charola que destapó
nada más colocarla sobre mi mesa.
-Omelette a las finas hierbas -anunció con un to-
que de coquetería en la voz al tiempo que llenaba
mi taza-. En Nova Goa nos gusta hacer sentir bien a
nuestros amigos.
Le di las gracias por el gesto pero en realidad
me habría encantado atreverme a preguntar cómo
92
Oki. Tripulante de terremotos

es que en el transcurso de la noche le había brota-


do una mano izquierda y, ya entrado en confian-
za, cómo es que en tan pocas horas había mejorado
tanto su carácter. De inmediato deseché la segunda
pregunta por absurda, ya que era lógico imaginar
que alguien que se durmiera manco y despertara con
la sorpresa de contar de nuevo con su mano faltante
amanecería de muy buen humor. Tampoco me atre-
ví a formular la primera pregunta pensando que tal
vez me había confundido y en realidad aquel hom-
bre siempre había tenido un par de manos.
Ataqué el omelette y entonces fantaseé con la idea
de que quizá se tratara de una mano desmontable y
que ayer, cuando llegué al hotel, la mano había sali-
do para hacer un mandado. Sumido en esos pensa-
mientos terminé el desayuno, dejé un euro sobre la
mesa y salí del comedor con la idea de que mi cita
con Lisboa no podía demorarse más.

En la recepción me volví a encontrar con el hombre-


orquesta de la pensión.
-Voy a quedarme unas noches más, ¿quiere que
pague de una vez? -le pregunté antes de salir a la
calle.
-Para ser ... ¿chino? habla muy bien el portugués
-señaló, sonriente.
-Soy japonés, estudié letras españolas y después
me especialicé en la obra de Fernando Pessoa. El sal-
to entre idiomas fue sencillo.
93
Juan Carlos Quezadas

-iJaponés! Discúlpeme por la confusión.


-No se preocupe, ya estoy acostumbrado -le res-
pondí, sin dejar de mirar hacia su mano izquierda.
Mano de la que se servía para ordenar, distraída-
mente, unos planos turísticos en un exhibidor. Defi-
nitivamente aquella no era una mano desmontable.
-¿Quiere uno? -preguntó.
-¿Perdón?
-Que si quiere un mapa. No deja de mirarlos.
-Hace años que tengo memorizadas las calles de
Lisboa -respondí lo primero que me vino a la ca-
beza-. En Japón, desde muy pequeños, cursamos la
materia "Cartografía universal".

Salí de la pensión y tomé por la callejuela que me


había traído desde Prac;a da Figueira. Quería llegar
al locutorio que había visto por la noche y de paso
comprar un gallito de Barcelos que me hiciera com-
pañía. Ocultos detrás de un basurero estaban los
cartones. No había noticias ni del hombre ni de sus
figuras. Ya me daría una vuelta por la noche. Tomé
Douradores con algo de inquietud pensando que tal
vez el locutorio se habría marchado también, pero
allí estaba, abierto y con cabinas disponibles.
Marqué el número de mi madre, pero apenas
sonó el primer timbrazo corté la comunicación por-
que recordé que había nueve horas de diferencia en-
tre Tokio y Lisboa: si aquí eran cerca de las doce del
día, en Japón serían las tres de la mañana. Me quedé
94
Oki. Tripulante de terremotos

mirando hacia el auricular como si del aparato fue-


ra a surgir una señal que me avisara si aquel úni-
co timbrazo había despertado a mi madre. Colgué
el teléfono con precaución y me dirigí a la mesa del
encargado.
-¿A qué hora cierran? -pregunté.
-A las ocho de la noche.
Hice un rápido cálculo mental y descubrí que
aquella hora sería perfecta para llamar a mi madre:
en Tokio estarían disfrutando casi el mediodía.
Salí a la calle.

95
Vine a Lisboa a recuperar un libro solicita-
do a préstamo de la biblioteca de Nahara ha-
cía casi veinte años. El niño eterno me acompaña
siempre de Fernando Pessoa. Para encontrarlo
tenía un nombre, Maria Bento; una dirección
escrita en una postal del ascensor de Santa
Justa que la misma Maria le había mandado
al señor Konno, y el recuerdo de una tarde
de bicicleta roja y terremoto.
Con muy pocas esperanzas me encami-
né a la dirección de la postal: Garrett esqui-
na con Alecrim. No tardé mucho en llegar,
pero tuve que hacer un gran esfuerzo para
Juan Carlos Quezadas

no desviar mis pasos porque muy cerca de allí se


encuentran el Convento do Carmo y el café A Brasi-
leira, dos de los lugares de Lisboa que más deseaba
conocer. El sitio que buscaba era una construcción
vieja y amarilla. Algo descuidada pero de gran perso-
nalidad. Unos pequeñísimos balcones adornaban la
fachada e incluso de uno de ellos colgaba una cuerda
con una serie de calcetines al sol.
Hay un tipo de edificio que produce en mí la
impresión de ser infinito. No es un asunto que ten-
ga que ver con el volumen o la majestuosidad. Hay
chabolas que me provocan esa sensación mientras
que palacios majestuosos no me parecen inabar-
cables. El edificio de Garrett y Alecrim era una de
aquellas construcciones sin final. Cuando me en-
cuentro frente a alguno de estos sitios le creería, sin
dudar, a quien me asegurara que el departamen-
to 401 comienza al franquear la puerta y termina,
por ejemplo, frente a un acantilado del Gran Cañón
del Colorado.
Después de un rato de contemplación me acerqué
a la puerta, releí la dirección en la postal y oprimí el
timbre del segundo exterior derecho.
-¿Diga? -preguntó una voz de mujer desde la
bocina del aparato.
-Busco a Maria Bento.
-Soy yo, ¿qué desea?
No supe qué contestar. No me había preparado
para encontrar tan rápido a aquella mujer, ni mu-
cho menos tenía pensada una frase que, en unas
98
Oki. Tripulante de terremotos

cuantas palabras, pudiera explicar la razón por la


que quería hablar con ella.
-¿Sí, qué desea? -repitió Maria sin esconder su
. . .
impaciencia.
-Es una historia difícil... -comencé con una ex-
plicación que dejé en suspenso nada más pronun-
ciar aquellas palabras. Es una historia difícil. iVaya
sinrazón!
-¿Viene por el libro? -preguntó, sin dudar, la mujer.
Su seguridad me desconcertó por completo. No
podía entender cómo había adivinado que yo ve-
nía precisamente por un libro que ella había sus-
traído años atrás de una biblioteca. Ni siquiera dije
mi nombre, el cual le habría dado una pista signifi-
cativa. Parecía como si desde siempre Maria Bento
hubiera estado esperando la llegada de este mo-
mento.
-¿Sí o no? -preguntó con fastidio.
-Sí -respondí, apenas con un hilillo de voz.
-Empuje y jale al mismo tiempo -ordenó, y en-
tonces una vibración metálica sacudió la puerta.
Subí los dos tramos de escalera y al llegar al se-
gundo piso hallé abierto el departamento. Nada más
entrar, sin mediar saludo ni presentación, me estalló
en la cara el reclamo de la mujer:
-Me parece una falta de respeto que hayan tar-
dado tanto en venir por el libro.
-Diecinueve años -dije con media sonrisa, imagi-
nando que podía tratarse de una broma.
-No fue tanto tiempo pero casi.
99
Juan Carlos Quezadas

-No tenemos perdón.


-Allí tiene su libro -bufó Maria Bento, y seña-
ló hacia una mesa en la que descansaba un pesado
ejemplar de tapas rojas.
Empecé a sospechar que no se trataba de una
broma. La joven estaba genuinamente molesta por
algo, aunque era claro que si alguien había cometido
una descortesía había sido precisamente ella. Debo
decir, sin embargo, que su actitud no me sorprendió
tanto como su aspecto: Maria Bento parecía apenas
sobrepasar los veinte años y era una mujer bellísi-
ma. Llevaba una bata de andar por casa, con una
mano aprisionaba una cigarrera contra su muñeca y
de una de las bolsas de la bata sobresalía el mango
de lo que debía ser un peine muy fino.
-Revíselo. Está en perfecto estado.
Me acerqué a la mesa, tomé el libro y me sorpren-
dió que en la portada dijera Una historia difícil en lugar
del título de Pessoa.
-Supongo que traerá el dinero con usted -pre-
guntó.
-lDinero?
-dmagina que mi trabajo fue gratis?
No quedaba duda: Maria Bento tenía muy malas
maneras. Una cosa era que por un descuido se hu-
biera olvidado de regresar el libro y otra muy dis-
tinta que considerara como un trabajo el haberlo
guardado todo este tiempo.
-Disculpe pero me parece una grosería lo que
acaba de proponerme.
100
Oki. Tripulante de terremotos

-Lo sabía, nunca debí aceptar el trato -dijo para sí,


y dejó escapar otro bufido. De un golpe pasó de tener
veintitantos años a convertirse en una niñita de siete.
Abrí el libro con la intención de hallar en alguna
parte aquello de El niño eterno me acompaña siempre o
por lo menos una mención que aludiera a Fernando
Pessoa, pero solo encontré dibujos y planos de algo
que parecía la estatua de un pájaro y textos escritos
en una minúscula caligrafía occidental. Se suponía
que yo estaba buscando una traducción al japonés
de un texto de Pessoa. Incluso, por un momento,
imaginé que todo aquello era uno más de los juegos
del poeta. Sin embargo no podía pasar por alto que
aquel libro parecía muy antiguo, nada que ver con
las ediciones baratas que se pueden encontrar en las
bibliotecas públicas.
Maria Bento se acercó a la ventana y encendió un
cigarrillo. La niña de siete años desapareció. La mujer
de veintitantos tosió dos o tres veces, pero el ciga-
rrillo culpable se mantuvo entre sus dedos. Cándido.
Tal y como si la cosa no fuera con él. La luz que en-
traba desde la calle, la bata cayendo sobre el cuerpo
de la joven e incluso su expresión, mitad de tristeza
mitad de cansancio, parecían sacadas de una pelícu-
la en blanco y negro. Lo único que no cuadraba en
aquella hermosa escena era la cara de sorpresa del
pobre japonés que yo mismo contemplaba a través
de un espejo.
-El libro no saldrá de mi casa si no me entrega el
dinero -anunció resuelta Maria Bento.
101
Juan Carlos Quezadas

-iMucho hacemos en no cobrarle una multa por


la tardanza!
-iEstuve esperando quince días a que dieran se-
ñales de vida y ahora resulta que fue mi culpa!
-iEsto es un asunto de años, no de días! -exclamé,
dejando el libro sobre la mesa para poder sacar de la
bolsa trasera de mi pantalón la tarjeta del préstamo.
Mi gesto debió parecerle muy agresivo a la joven.
Con un brazo tomó el libro contra su pecho mien-
tras sacaba de la bolsa de su bata lo que yo había
imaginado un peine, pero que en realidad era un
cuchillo.
-Si no me paga comenzaré a arrancarle las pági-
nas. Una a una. Hasta convertir su librito en confeti.
-Cálmese, no es para tanto.
-Un trato es un trato -repitió al tiempo que pre-
sionaba ligeramente la punta de su cuchillo sobre la
portada del libro, como hacen los criminales sobre
las gargantas de sus víctimas.
-Eso mismo digo yo. Tranquilícese, el libro no es
culpable de nada.
-iMi dinero! -exigió de nuevo, ejerciendo un poco
más de presión.
-¿De cuánto estamos hablando? -pregunté cuan-
do me di cuenta de que aquella mujer estaba dis-
puesta a todo.
-Doscientos trece mil cuatrocientos euros, ni un
céntimo menos.
· -Está usted loca: con ese dinero podríamos abrir
varias bibliotecas.
102
Oki. Tripulante de terremotos

-Quiero mi dinero.
-iPero si el libro nos pertenece! Se lo prestamos
por buena voluntad.
-Ustedes no me prestaron nada, yo cometí un de-
lito para poder recuperar el ejemplar.
- Tampoco es para tanto: no devolver un libro no
puede ser considerado un delito.
-Fue un error aceptar este trabajo -dijo la joven
mientras regresaba el cuchillo a la bolsa de su bata. La
escena, por fortuna, comenzaba a perder intensidad.
-El único error es que olvidó regresar el libro.
Mire, aquí está su firma -dije, extendiéndole la tarjeta
del préstamo-. Usted sacó El niño eterno me acompaña
siempre de la biblioteca pública de Nahara, en Japón,
el 22 de octubre de 1992.
-En 1992 yo tenía dos años y no tenía firma ...
Bueno, a decir verdad aún no tengo una firma defi-
nitiva y además nunca he estado en Japón.
-¿Cómo se llama ese libro? -pregunté, señalan-
do hacia el ejemplar que continuaba en poder de la
muier.
-Una historia difícil. Es un libro impreso en el si-
glo XVIII. Una rareza.
-Creo que aquí ha habido una terrible confusión.
-Así me lo parece -aceptó la joven, dando una
nueva calada a su cigarrillo.
-¿Usted es Maria Bento?
-Yo soy Maria Bento.
-¿Estamos en Garrett 140, segundo exterior derecho?
-Así es.
103
Juan Carlos Quezadas

-lTiene alguna noticia del ejemplar de Pessoa que


estoy buscando?
-lTé o café?
-lDisculpe?
-Creo que nos debemos muchas explicaciones y
más vale que nos las demos con una bebida calien-
te a mano.

Pedí un espresso doble.

104
Me senté en la barra que daba a la pe-
queña cocina viendo cómo mi anfitriona
preparaba las bebidas. Ponía una gran dedi-
cación en cada uno de los movimientos que
realizaba. Olfateó el interior de tres o cuatro
frasquitos que guardaban tés de diferentes
sabores; cuando encontró el adecuado, colo-
có las hojas en un infusor con forma de co-
razón y lo introdujo en una jarra que me hizo
acordar a la escafandra de un buzo antiguo.
Mi espresso doble también llegó después
de una linda ceremonia de vapor, pesos y
medidas.
Juan Carlos Quezadas

-Creo que mi historia es mucho más truculen-


ta: viajes, delitos, conexiones con gente misteriosa,
libros prohibidos. Así que tendrá que iniciar usted,
para que mi turno llegue cuando esto -dijo señalan-
do hacia las tazas- se nos haya subido a la cabeza.
Me pareció un trato razonable, así que después de
darle un sorbo a mi café comencé a contar lo que ya
todos han leído.

106
¿ Qué tanto conoce un personaje acerca
de la historia que está habitando?
La historia de Maria Bento nadie la ha leído
(hasta ahora) y sin embargo es mucho más
emocionante que mi triste historia de pala-
bras enfermas, terremotos y cielos grises y
contaminados. Para comenzar diré que na-
ció en medio del mar, en el camarote de un
barco, y que, sin embargo, es posible que el
primer sonido que escuchó haya sido el ru-
gido de un león o el barritar de un elefante
mareado. Su padre era el dueño de aquella
embarcación, y su madre, la mujer araña del
circo de los hermanos Da Gama. A diferen-
cia de los circos tradicionales, que se van
Juan Carlos Quezadas

desplazando por remolques en los que se enganchan


las jaulas y los carromatos, el de los Da Gama era un
circo marítimo que iba bordeando la costa oeste de
la península ibérica. La temporada iniciaba a media-
dos de abril en Foz, al norte de Galicia, y así la em-
barcación iba bajando por toda la costa hasta llegar
a Faro, al sur de Portugal, donde el día de Reyes mar-
caba el final de las actuaciones.
Era un circo pequeño, apenas diez o doce anima-
les convivían con un número semejante de artistas,
sin embargo el espectáculo gozaba de cierto recono-
cimiento a lo largo de la costa. La madre de Maria
era una mujer que por culpa de una maldición se
había convertido en una sabandija de seis patas. Su
acto estaba dividido en dos partes: en la primera su
flexibilidad le permitía ejecutar complicados ejerci-
cios de contorsión, mientras que la segunda era una
danza elevada que se desarrollaba entre el trapecio y
una red y representaba a una araña en el momento
de tejer su tela.
A partir de los cinco años, la pequeña Maria co-
menzó a participar en las funciones de manera cons-
tante. Casi al final del acto, una especie de capullo,
que había permanecido sujeto al techo de la car-
pa, descendía hasta quedar prendido de la telara-
ña. De allí surgía Maria, pequeña arañita morada, y
entonces, como si lo tuvieran ensayado, el público
prorrumpía en una común voz de ternura. Después,
madre e hija trepaban por la red hasta una cunita en
la que era introducida la pequeña para ser mecida a
110
Oki. Tripulante de terremotos

más de diez metros de altura. Muchas veces Maria se


dormía, de verdad, por los arrullos maternos.
Con el tiempo el protagonismo de la pequeña fue
creciendo al grado que, al cumplir diez años, se con-
virtió en la araña reina del circo. El número era cada
vez más elaborado e iba cambiando de temporada
en temporada. La estructura era más o menos la mis-
ma: su madre encarnaba a un antagonista que po-
nía en predicamentos a la pequeña araña. Mantenían
durante un rato una persecución aérea entre trape-
cios, redes y redobles de tambor.
Arañita contra el avispón intergaláctico.
Arañita contra el murciélago gigante de Borneo.
Arañita contra Quetzalcóatl, la serpiente emplu-
mada.
Los pueblos de la costa esperaban con ansia la
llegada del barco para ver en qué nueva aventura
se había metido la pequeña arañita. Circos de mayor
jerarquía ofrecieron jugosos contratos por la pare-
ja de arañas, pero el padre de la pequeña sabía que
aceptar alguna de aquellas proposiciones probable-
mente traería estabilidad a la familia, pero acabaría
por dejar en la calle (en la costa, en este caso) a los
otros miembros de la compañía. Además, la vida en
el barco era muy placentera. Era corno vivir dentro
de un libro en el que nada tenía que ver con la rea-
lidad: de vez en cuando los elefantes se metían a na-
dar en el mar, los tigres comían bacalao, el jardín de
la casa era un gigantesco manto azul y la vigía del
palo mayor, una mujer barbuda.
111
Juan Carlos Quezadas

- Y entonces un día, frente a la costa de Porto, se


incendió el barco. Una vela que alguien olvidó apa-
gar o un cortocircuito, nunca se sabrá. Nos salvamos
una cebra y yo -me dijo Maria antes de servirse una
nueva tacita de té.

-Se llama Jacinta.


-¿Quién?
-La cebra que se salvó conmigo. Vive en el zoo-
lógico de Porto. De vez en cuando la voy a ver. Hay
quien dice que llegué a la playa montada en el lomo
de Jacinta, que la cebra nadó por el mar como si en
realidad estuviera cabalgando por los pastos de la
sabana. Yo no me acuerdo de gran cosa.

Maria me contó también que vivió un tiempo con


unos parientes, en Fátima. Eran buenas personas que
la trataban como a una niña normal, dormía en la
cama de una niña normal y como una niña normal
tenía clases de ocho a dos. Todo eso para Maria re-
sultaba muy complicado porque ella no era, preci-
samente, una niña normal. No podía renunciar a su
condición de araña marítima.
Abandonó la casa de Fátima y decidió probar suer-
te en algunos de los circos que habían estado tras ella,
pero nunca acabó por sentirse a gusto. "Un circo es
como una gran familia", me aseguró, y la suya había
muerto en medio del mar y no había nada que hacer.
112
Oki. Tripulante de terremotos

-Mis dos únicas posesiones acabaron siendo una


tía-cebra que vivía encerrada en Porto y este tatuaje
-me dijo, lanzando una sonrisilla irónica, y entonces
se levantó la bata y me mostró una quemadura que
tenía a lo largo de la pantorrilla. Medía unos diez
centímetros de largo por tres de ancho.
-¿De qué le ves forma? -me preguntó.
-Me parece una isla -respondí, movido por la
manía de encontrar formas insulares en las manchas.
-Es un tiburón -me aseguró, convencida. Como si
aquella mancha ligeramente naranja y abultada fue-
ra en verdad un tatuaje diseñado por un profesional
y no una quemadura.
-Se parece más a Madagascar. A la aleta superior
le falta filo.
-Un tiburón-isla, entonces.

Cuando se dio cuenta de que no acababa de encajar


dentro de ningún otro circo, Maria decidió fundar su
propio espectáculo. Se imaginó a sí misma como una
pequeña semilla de circo. Si había suerte y las cosas
funcionaban bien, con el paso del tiempo su peque-
ño acto de plaza y sombrero podría transformarse
en un circo propio. Descendiente directo de aquel
circo marítimo en el que había sido tan feliz.
Tenía dieciséis años cuando todo comenzó. Su
primera función fue en Fátima, cerca del santuario de
la virgen; era un acto pequeño, apenas un ejercicio
de contorsión. La gente parecía disfrutar mucho con
113
Juan Carlos Quezadas

la breve función y, sin embargo, apenas dejaba mo-


nedas dentro del botecito de la joven. Apenas sacaba
para pagar la pensión y mal comer. A pesar de ello,
Maria sabía que debía aguantar si quería que su cir-
co creciera. Eran pocas las comodidades, pero de al-
gún modo era un comienzo. El par de bocadillos de
jamón (uno por la mañana y otro por la tarde) y los
botellines de agua y de vino le permitían ir tirando.
Al cabo de unas semanas y gracias al movimiento
constante de peregrinos pudo, incluso, comenzar a
ahorrar. Entonces se trazó una meta: cuando tuviera
el dinero suficiente para mantenerse por un mes, ini-
ciaría su primera temporada. Comenzaría en Fátima
y terminaría en Moscú.
-¿Por qué Moscú?
-Porque quedaba muy lejos y sabía que nunca
iba a poder llegar hasta allá. Era una manera de que-
mar las naves a la inversa.

Pero Maria pudo llegar a Moscú e incluso aún más


allá: a una ciudad que se llama Kazán y que está
en el fin del mundo. Hay quien dice que desde allí,
caminando siempre hacia el oeste, se llega a China,
pero todas son suposiciones. Para el universo de esta
historia, Kazán es el fin del mundo y más allá solo
hay desierto y nieve.
La temporada en realidad duró dos años. El tiem-
po y los kilómetros fueron agregándole elementos
al espectáculo de Maria y así la semilla de circo era
114
Oki. Tripulante de terremotos

ya una pequeña flor. Actuaba en plazas en las que


se encontraba con artistas parecidos a ella. Muchas
veces no entendía el idioma que hablaban pero ha-
bía algo en sus movimientos o en su sonrisa que los
hermanaba de algún modo. Como si todos provinie-
ran de una nación en la que el lenguaje no se expre-
sara por medio de palabras sino por algo más sutil.
A veces le daba por pensar que el circo era un
país invisible, sin territorio y sin bandera. Un país
que se movía a sus anchas por todos lados. Una na-
ción nómada que sobrevivía gracias a las risas y al
peligro que se desarrollaba en sus embajadas. Unas,
fastuosas y elegantes con tres pistas y lonas multi-
colores; y otras, diminutas, casi insignificantes, como
esos pasos fronterizos que apenas son una caseta
con una barrera de madera que se levanta cada mes
para dejar pasar a un viajero confundido. Maria se
sentía orgullosa de ser la vigía de una de esas gari-
tas imaginarias.

115
Conmigo comienza el circo. Más allá está la
nada de China y sus corbatas.
- Me daba por pensar que nuestro cir-
co había sido una islita movible en la geo-
grafía de aquel país imaginario. Fue entonces
cuando decidí que tendría que ponerlo a
funcionar de nuevo, y para comenzar nece-
sitaba dos cosas.
-¿cuáles?
-Un barco viejo y una cebra que v1v1a
en Porto. En total necesitaba doscientos trece
mil cuatrocientos euros.
-¿Exactamente?
-Ni un euro menos ni un céntimo más.
Juan Carlos Quezadas

Maria hizo cuentas y concluyó que tendría que que-


darse varios años sin comer ni habitar un sitio ni
tomarse una botella de vino para poder reunir esa
cantidad. Incluso si no moría en el intento (ni Jacinta
en el zoológico de Porto), lograría comprar el barco
a una edad en la que su cuerpo no le permitiría sal-
tos ni contorsiones.
-Y fue cuando apareció mi Mefistófeles particu-
lar -dijo Maria, y entonces hizo una pausa. Liberó la
cajetilla que tenía apresada en la manga y encendió
un cigarrillo.
Era una maestra en el arte del movimiento. Pro-
vocaba placer verla desplegarse por la habitación.
Era la una y siete de la tarde y todo su cuerpo lo
comprendía. Incluso sus parpadeos o su respira-
ción. Toda ella, Maria Bento, se movía al ritmo
que solo la luz de la una y siete de la tarde pue-
de reflejar.
-Creo que todos tenemos a alguien que está dis-
puesto a comprar nuestra alma a cualquier pre-
cio. Hay que estar siempre atentos, porque tarde o
temprano llegará una interesante oferta a nuestras
vidas -continuó la joven después de darle algunas
caladas al cigarrillo.
-Habrá buenos Mefistófeles -dije, más como pre-
gunta que como afirmación.
-Los habrá. Seguro los habrá. Sin embargo, mi
Mefistófeles era de los malos.

120
Oki. Tripulante de terremotos

Si viajas en el tren nocturno que une Praga con


Budapest descubrirás que durante el trayecto todo
puede suceder. No hay lugar para la sorpresa. Allí lo
extraño es que las cosas transcurran dentro de los
cauces de la normalidad.
No debe existir ruta más transitada por seres noc-
turnos. Praga y Budapest son ciudades que bien po-
drían estar en el Purgatorio. En la última frontera
antes de adentrarse en el infierno verdadero. Puertos
de fin de semana donde los habitantes del Averno en-
cuentran la calma. Vagones que se desplazan entre la
niebla. Asientos ocupados por vendedores de segu-
ros que por las noches cambian el saco y la corbata
por el cuero y un antifaz con plumas; doctores que
no curan; escritores que toman notas en idiomas que
no existen; veterinarios que barajan, desde hace siglos,
perturbadoras mutaciones. Praga y Budapest son ciu-
dades en las que el día no es más que un accidente
luminoso. Sale el sol porque tiene que salir, pero hay
semanas enteras en las que pasa desapercibido.
Viajaba Maria en ese tren cuando por el pasillo
vio venir a su Mefistófeles. Era un demonio perfecto.
De gabardina y maleta de piel. De esas maletas que
pueden contener cualquier cosa. De esas maletas que
son libros y ataúd y mansión embrujada. Se llamaba
Lajos Holosko. Nombre de demonio. Olía mal. A su-
dor agrio. A sudor viejo. A sudor que ha pasado de
generación en generación al grado de que su porta-
dor se siente orgulloso de él. Ya no es un aroma, es
un escudo heráldico.
121
Juan Carlos Quezadas

A Maria le gustó (el olor, y también la persona de


quien provenía).
-Te vi en la Torre de la Pólvora -dijo el demonio
mientras con un ademán la obligaba a correrse un
poco en su asiento-. Me gustó tu circo.
Maria agradeció el hecho de que aquel hombre
comprendiera que efectivamente lo suyo era un cir-
co y no un número aislado. Había una sutil diferen-
cia entre un concepto y otro. Comprenderla hablaba
muy bien del demonio.
-Lajos Holosko, corredor de arte -dijo, extendiendo
su mano hacia la joven.
Maria se la estrechó pero continuó callada. Tra-
taba de descifrar todo lo que aquella aparición po-
día significar. De leerlo corno se lee un rompecabezas
deshecho sobre la superficie de una mesa.
Lajos Holosko era un rompecabezas de cinco mil
piezas negras y sin patrón definido.
-Esa flexibilidad no se logra en un día, ¿desde
cuándo eres araña? -preguntó el hombre CC?n tran-
quilidad. Corno sabiendo que tarde o temprano la
joven tendría que proferir algunas palabras.
Maria quiso aguantar un poco, pero era muy
complicado guardar silencio ante una pregunta tan
directa.
-Desde antes de nacer, supongo. Mi madre se bajó
de la red al sentir los primeros dolores de parto. La
función tuvo que suspenderse.
Lajos lanzó una carcajada fuera de proporción,
evidentemente impostada, pero que sin embargo
122
Oki. Tripulante de terremotos

jugó a su favor. De algún modo fue la piedra inau-


gural de la conversación. El cuento había inicia-
do. Lajos Holosko y Maria Bento eran ahora un
par de personajes que tendrían una charla de tren
y madrugada. A veces la vida se convierte en la
página de un libro que alguien, allá arriba, escri-
be con titubeos. Entonces es imposible renunciar
al papel que se nos ha asignado. Suerte tendrás si
lo tuyo lo escribe un tal Baricco o una tal Banana
Yoshirnoto.

Malo será que te dibuje Edward Gorey.


El autor de nuestras páginas debe ser eso que
a veces se llama "destino".

Un tren nocturno es corno una novela al mo-


mento en que se va escribiendo. Los dos, máquina
e historia, se adentran en oscuridades. Rasgan el si-
lencio. Iluminan y avanzan. Y a cada instante mutan.
Cada durmiente rebasado es una palabra escrita so-
bre una vía que alguien, en alguna otra realidad, se-
guro sabe interpretar.
Los lectores de vía, los lectores de noches.
Lajos y Maria fueron al vagón comedor y pi-
dieron una botella de vino. Ella solo se mojó los
labios; él se acabó las cinco copas restantes e in-
cluso pidió algunas más. Al llegar a Brno, la mitad
del recorrido, la joven sentía un regocijante mareo
y la realidad brillaba y era puntiaguda. Corno si las
123
Juan Carlos Quezadas

cosas estuvieran cubiertas por una fina capa de hie-


lo. Holosko, por su parte, no daba muestras de que
el alcohol se le estuviera subiendo a la cabeza. Y
no pensemos en que había polvos misteriosos di-
solviéndose en la copa de la joven. Culpemos mejor
a ese morbo, a ese asco equivocado que a veces se
produce en las primeras etapas del amor.

-¿Te ha sucedido que hay cosas desagradables que


te atraen precisamente porque te parecen repugnan-
tes? -me preguntó Maria al tiempo que se levantaba
para prepararse, ahora, un espresso.
En lugar de responder comencé un recuento per-
sonal de asquerosidades que ejercían para mí cierto
hechizo. Desfilaron frente a mí perros muertos, foto-
grafías de accidentes de carretera, un gusano en una
nuez que nunca podré olvidar, los ojos abiertos de
algunos muertos.
No tuve que decir nada para que Maria se diera
cuenta de que yo también padecía aquel mal.
-Es lo que me pasó con Lajos. Me enamoré de ese
morbo. Inmediatamente. iClic, y ya! Cuando llega-
rnos a la estación ya tenía las instrucciones precisas
de lo que tenía que hacer. Budapest me pareció una
ciudad de luz, imagínate.

El trabajo era muy sencillo: había que meterse en


una mansión para sustraer un libro muy valioso. Se
124
Oki. Tripulante de terremotos

llamaba Una historia difícil y había sido publicado en


1748 por un científico húngaro.
-Aquí es cuando la historia se tuerce hacia los te-
rrenos de la magia y la alquimia -interrumpí a Maria
de forma irónica-. Seguro el libro contiene fórmulas
para regresarles la vida a los muertos o para mante-
nerse joven por toda la eternidad.
-No, nada de eso. Una historia difícil es un tratado
de aviación. Es la bitácora de Sándor Kiss, el inventor.
Estaba seguro de que se podía fabricar una máquina
voladora. Lo valioso del libro es la forma en la que
afronta su fracaso. Es un libro muy divertido. Nunca
se sabe dónde está la frontera entre ficción y realidad.
Me acerqué al libro y lo abrí por una página
cualquiera. Me encontré con la ilustración de un es-
queleto humano que tenía varias marcas en las ex-
tremidades, algunas en las costillas y una pequeña
en el cráneo.
-Es mi ilustración favorita -dijo Maria-. Es un
esquema de todas las fracturas que sufrió Kiss por
culpa de sus experimentos. Son cincuenta y siete
en total.
- Y todo para nada.
-No estoy segura de que su esfuerzo haya sido
inútil. Hay derrotas honrosas y triunfos que signifi-
can muy poco. Lo único que sé es que Sándor Kiss
fue un hombre que vivió. Trescientos años después
estamos hablando de sus fracturas.

125
Juan Carlos Quezadas

Holosko terminó de convencer a Maria con el ar-


gumento de que desde hacía años nadie abría aquel
libro. Una historia difícil era un libro olvidado en un
estante. Un ejemplar ciego que había dejado de leer
los ojos de su lector.
-Leer es corno mirarse al espejo: tú lees un libro
y, mientras, el libro te lee a ti -me explicó Maria-. Es
una comunicación de ida y vuelta. Comprendí que,
de algún modo, al robar Una historia difícil estaría re-
gresando aquel libro a la vida.

El trabajo fue relativamente sencillo. No hubo que


entrar de noche por ventanas complicadas. Ni sor-
tear habitaciones vigiladas por censores láser. El robo
se desarrolló en el transcurso de una cena íntima
que Ágata Szabó y su marido, los dueños del libro,
dieron para un reducido grupo de amigos entre
los que se encontraban Lajas Holosko y su joven
acompañante.
En un momento de la velada Maria se escabulló
hasta la biblioteca, se apoderó del libro, se descolgó
por la ventana que daba al jardín, salió a la calle
saltando un muro protegido por afiladas puntas
de lanza, depositó el ejemplar de Un día difícil en la
cajuela del auto y volvió sobre sus pasos, o tal vez
sería mejor decir sobre sus brincos y levitaciones,
hasta el comedor de la mansión. Todo el recorrido
lo realizó en tres minutos y dos segundos, superan-
do en casi dos minutos las expectativas de Lajas
126
Oki. Tripulante de terremotos

Holosko, quien al verla regresar, apenas sofocada,


improvisó un jactancioso brindis.
-iPor las páginas que habrán de alcanzarnos!
-exclamó el demonio.
Maria sintió una profunda rabia hacia aquel
hombre y, para descargar su rencor, apretó las llaves
del auto de Lajos Holosko que aún guardaba en la
bolsa de su horrendo saquito de noche mientras to-
dos los invitados de Ágota Szabó entrechocaban sus
ardientes copitas de pálinka.

127
- Lo que no entiendo es por qué Holosko
no se quedó esa misma noche con el libro,
por qué va a venir hasta Lisboa a recogerlo.
-Me pareció que podía ahorrarme el in-
termediario abusivo. Ahora no aguardo la
llegada de Lajos. A quien espero es al co-
leccionista que hizo el encargo original. Se-
ría muy extraño que Holosko apareciera por
aquí. Aquella noche fue asesinado. Su cuer-
po nunca pudo ser rescatado de las aguas del
Danubio.


Los cristales de la pecera cedieron por la


presión del agua agitada por el terremoto y
aquello pareció el estallido de una bomba de
vidrio. El estruendo no duró más de cinco
segundos. Tiempo suficiente para que hasta
nuestros pies llegara la oleada del tsunami en
miniatura cuyo epicentro había sido el salón
de la casa de Keisuke Konno. Los peces tam-
bién fueron arrastrados por la corriente y en
unos cuantos segundos el jardín se llenó de
desesperadas alimañas que luchaban por su
vida. La bicicleta roja permanecía impasible.
Ajena al desbarajuste que se desarrollaba a
Juan Carlos Quezadas

su alrededor, mientras peces naranjas y negros rebo-


taban de aquí para allá tratando de volver al agua.
El terremoto había terminado. Pero corno aún
continuaba balanceándose la lámpara que alumbra-
ba el porche, yo tenía la sensación de que aquel mo-
vimiento sería eterno, que nunca dejaría de temblar,
que poco a poco la tierra se resquebrajaría y cada
uno de nosotros quedaría atrapado en una pequeña
isla personal.
-iBusca una cubeta! -me ordenó la señorita M.,
sacándome de mis ensoñaciones.
Volteé hacia el señor Konno esperando encon-
trar orientación acerca de dónde podría encontrar
una cubeta, pero él, aún con el gato en brazos, con-
templaba la escena desde muy lejos. Corno si fue-
ra el espectador de una obra de teatro en la que no
tuviera asignado ningún papel. Corrí a la parte tra-
sera de la casa y encontré un balde que por fortu-
na tenía agua acumulada por las lluvias. Metimos
allí los peces que pudimos encontrar. Solamente lo-
grarnos salvar a diez: ocho naranjas y dos negros.
Los otros seis desaparecieron corno si se los hubie-
ra tragado la tierra.

Desde aquel día esos seis peces me han causado pro-


funda inquietud. Desaparecieron así, sin más. Corno
si hubieran sido abducidos por los extraterrestres.
Corno si al traspasar el plano material de la pecera
hubieran escapado a una realidad diferente. Buena
132
Oki. Tripulante de terremotos

parte de los días que siguieron al terremoto los pa-


samos la señorita M. y yo reordenando la casa del
anciano. Con mucho cuidado para no herirnos (y
también para encontrar los pequeños cuerpos), le-
vantamos los cientos de trozos de vidrio que se ha-
bían esparcido por la sala y el jardín. Tuvimos que
sacar de la casita los pocos muebles que tenía y nos
dedicamos a secar el piso de madera, que amenaza-
ba con levantarse. Pudimos salvarlo. Lo que jamás
hallamos fueron los cadáveres de aquellos seis peces.
Cuatro naranjas y dos negros.
Desde aquel día he perdido cientos de horas tra-
tando de imaginar qué sucedió con ellos. Descarto
al gato porque permaneció hipnotizado en los bra-
zos de su dueño; descarto a los alienígenas porque
no creo en ellos. Por la misma razón quedan fue-
ra de sospecha los duendes del jardín y la bicicleta
circunspecta y roja, siempre roja. Ni las bicicletas ni
los enanos son depredadores de los peces. Me gus-
ta1 pensar que se los tragó la tierra. Supongo que
en el mundo de los peces será una explicación más
que lógica, si tomamos en cuenta que para ellos es
común que de pronto surja de la tierra una cuer-
da que en la punta ofrece un manjar. Todos los pe-
ces tienen un amigo, un conocido, que fue abducido
por esas fuerzas misteriosas. "Se lo tragó la tierra",
darán como explicación por el compañero ausente,
al igual que algunos de nosotros, de forma menos
común que los peces, por fortuna, podemos decir:
"Se lo tragó la mar".
133
Juan Carlos Quezadas

A veces no está mal mirar al mundo desde la


óptica de un pez.
Los libros son artefactos que se especializan en
producir colecciones enteras de medias verdades.
Mientras más medias verdades puedan cosecharse
dentro de los surcos de sus páginas, más fuerza ten-
drá el libro.
La gran página, la que en verdad vale la pena, es
una cajita de rompecabezas que viene incompleta.
Solo una pieza viene dentro. La otra, la que completa
la imagen, está (o no está) dentro del lector.

Supongo que no lo pensé aquella misma noche del


terremoto. Imagino que habrán pasado días para
que la idea llegara a mi cabeza. Pero quizá no. Tal
vez fue de manera inmediata. Probablemente volvía
de la parte trasera de la casa, con el balde entre las
manos, y el pensamiento ya rondaba mi cabeza: "De
ahora en adelante, ¿cómo serán las lecturas del se-
ñor Konno?".
Hay recuerdos que nos rebasan. Momentos este-
lares de la memoria que nos apabullan. Son nues-
tra esencia, son lo que somos; ellos lo saben y por lo
mismo abusan. Inquilinos incómodos que viven en
las suites de honor de nuestra memoria. Oprimiendo
a remembranzas más humildes.
No sé lo que comí ayer, pero en mi recuerdo man-
tiene su firmeza de piedra la duda surgida en esa no-
che (o en alguna de las subsecuentes, ¿cómo saberlo?).
134
Oki. Tripulante de terremotos

De ahora en adelante, ¿cómo serán las lecturas del


señor Konno?

Aquel terremoto de otoño de 1996 no tuvo conse-


cuencias visibles en la provincia de Fukushima: dos
o tres muros caídos, colapsos nerviosos y la noti-
cia de un ingeniero inglés que decidió pernoctar a
la intemperie las siguientes noches hasta que el frío
que comenzó a invadir Japón lo persuadió de que
los techos pueden ser inestables, pero también ofre-
cen beneficios.
Nadie se enteró de que una enorme pecera se ha-
bía roto en la Calle V, portal 18. Nadie supo que en-
tre los vidrios, el agua y las piedrecillas del fondo se
habían pulverizado cientos de historias que jamás
serían. Nadie extrañó, con excepción de tres perso-
nas, a seis peces, cuatro naranjas y dos negros, que
desaparecieron sin dejar rastro.

En los días siguientes tuvimos tiempo de buscar el


ejemplar de El niño eterno me acompaña siempre, pero ja-
más dimos con él. No lo hallamos en ninguno de
los sitios sugeridos por el señor Konno. Era más que
probable que Maria Bento se lo hubiera llevado con
ella a su regreso a Portugal.
Frente a la mecedora del señor Konno quedó una
pared desnuda. Ligeramente manchada por la hume-
dad que por años se desprendió de la pecera. A pesar
135
Juan Carlos Quezadas

de mi inclinación para encontrar mapas en cualquier


lugar, aquellas manchas me parecían más represen-
taciones de fuego que cartas geográficas. Alegorías de
un Infierno en miniatura, corno si frente a ellas una
compañía de marionetas salvajes fuera a representar
una escena de las Fabulosas peripecias de Ragnarok.

Y si ahora escribo sobre Ragnarok, el monstruo que


alguien definió corno el No-Horizonte, no es por-
que lo haya pensado aquel día cuando la señorita M.
y yo terminarnos la limpieza de la casa del viejo y,
corno punto final, colocarnos la mecedora frente a
los bosquejos húmedos de aquel infierno. Si evoco
la imagen del monstruo es porque, desde hace unas
noches, me pierdo entre las páginas de Hasta los dioses
perecen de Anne Pomelo y muero de terror antes de
caer vencido por el sueño.
Los libros que uno lee, mezclados con los recuer-
dos precisos, pueden producir asombrosas combi-
naciones.

Atrapado entre las páginas de Hasta los dioses perecen,


vaga un pez naranja idéntico a los que desaparecie-
ron el día del terremoto. Es un pez en blanco y negro
que yo miro irrevocablemente naranja. En la pági-
na 11 se le observa de lejos. A la misma distancia,
aproximada, a la que el señor Konno leía sus histo-
rias. Poco a poco, mientras se avanza en los poemas
136
Oki. Tripulante de terremotos

del libro, el pez se acerca cada vez más al lector. Gi-


rando en círculos por entre las páginas. Subiendo:
Siempre subiendo. Hasta convertirse en un ojo o en
un espejo.

137
Sería absurdo pensar que ese pez que me
observa con la mirada perdida desde la pá-
gina final de un libro es alguno de los que
desaparecieron la noche del terremoto.
l Sería absurdo?
Hay inviernos en los que nieva sal. Las ca-
lles y los montecitos de los parques se ador-
nan del blanco habitual de la temporada,
pero todo es un engaño para la vista: no es
nieve ligera y divertida. Lo que cubre al uni-
verso es la sal.
No se pueden fabricar muñecos de sal. Y
si es de mala suerte derramarla, mucho más
lo es deslizarse por ella en un trineo. La gen-
te no dice nada. Mira para otra parte, cierra
las contraventanas de las casas con el pre-
texto del frío y cambia las diversiones al aire
libre por la chimenea y el ponche caliente.
Juan Carlos Quezadas

Son los inviernos de sal, y el de 1996, en Fukushi-


ma, fue uno de esos.

La señorita M. y yo acudimos algunas veces más a


la casa de Keisuke Konno, pero ya nada era igual.
Los dos libros habían desaparecido: el colosal que
adornaba la pared y en cuyo interior los peces
componían historias, y el misterioso ejemplar de El
niño eterno me acompaña siempre que ahora se encon-
traba en paradero desconocido. Igual que los pe-
ces, la nieve y las palabras que surgían de la boca
de mi madre.
En la penúltima de nuestras visitas fue cuando el
señor Konno nos regaló la postal que alguna vez le
había mandado Maria Bento desde Lisboa.
-Ayer las manchas de la pared no me dijeron mu-
cho y tuve que refugiarme en un libro -anunció el
VleJO.
_¿y los peces? ¿ya no los lee? -pregunté señalando
hacia el jardín, en cuyo diminuto estanque habita-
ban ahora los sobrevivientes de la catástrofe.
- Tal vez en primavera.
-¿Qué está leyendo? -preguntó la señorita M.
-Una novela en la que todos los personajes es-
tán muertos. Es un libro tan bueno que me devol-
vió algo que tenía perdido -en ese momento el señor
Konno sacó de la bolsa de su bata la postal del as-
censor de Santa Justa y se la entregó a la biblioteca-
ria-. Se las regalo. La tenía olvidada. Debe hacer dos
144
Oki. Tripulante de terremotos

o tres años que Maria la mandó. Desde esos días no


he vuelto a saber de ella. Se me ocurre que podrían
escribirle pidiéndole una explicación.
Era una postal muy bonita. Semejaba un pequeño
grabado. Al fondo se veía el ascensor de Santa Justa
y en primer plano aparecían unas mujeres que lleva-
ban unas canastas en la cabeza. En la parte de atrás
venía escrita la dirección de Garrett esquina con Ale-
crim y una invitación para que el señor Konno se
animara a visitar Lisboa. Claro que todo eso lo pude
leer tiempo después. En un primer momento la es-
critura de Maria Bento me pareció una colección de
garabatos indescifrables.
-Creo que más bien debemos dar ese libro por
perdido, son cosas que pasan -dijo la señorita M.
-Pero en la biblioteca de Fukushima nunca se ha
perdido un libro -protesté.
-Este tampoco se perdió -intervino el señor Kon-
no, siguiéndole la corriente a la bibliotecaria-. Diga-
mos que volvió a su lugar de origen. Es como sí un
león regresara de nuevo a la selva. Ese libro nació en
Lisboa y ahora está de vuelta allí.
-iYo lo recuperaré!
-¿Me permite? -le preguntó la joven al señor
Konno señalando hacía la postal, y dando a enten-
der con eso que me la quería legar en propiedad.
-Como usted disponga, señorita M. -dijo el viejo.
-Es toda tuya, Oki. Si algún día recuperas el
ejemplar de El niño eterno me acompaña siempre, pue-
des quedarte con él -entonces la bibliotecaria me
145
Juan Carlos Quezadas

entregó la postal y la tarjeta de préstamo a nombre


de la misteriosa Maria Bento.
Esa noche no pude dormir sabiendo que tenía
una importante misión que cumplir. Alumbrado por
la lámpara de la mesa de noche, contemplaba a in-
tervalos la tarjeta de préstamo con aquel complica-
do nombre occidental escrito en el frente y después
la postal y su extraño edificio. Sin saberlo, de algún
modo, estaba leyéndolas como recomendaba el se-
ñor Konno que había que leer la vida.
Entonces amaneció. Y pude escuchar a mi pa-
dre moviéndose por la casa. Seguro esa madrugada
también me debatí entre fingirme enfermo o esperar
hasta el día siguiente para no dejar ir a mi padre a la
planta nuclear.

En la última de nuestras visitas, Keisuke Konno nos


regaló una pareja de peces. Uno negro y uno naranja
tanto a la señorita M. como a mí. Cada pareja venía
dentro de una pequeña pecera redonda.
-Los demás murieron con la primera helada. Yo
pensaba leerlos en la primavera pero no soportaron
el frío. Nunca creí que estos peces fueran tan deli-
cados.
_¿y ahora, qué va a leer?
-Quiero experimentar con nubes. Esas no co-
men ni se mueren de frío, solo se deslizan por el cie-
lo -bromeó el señor Konno-. Sobre todo me llaman
la atención las nubes nocturnas.
146
Oki. Tripulante de terremotos

-¿Las podrá ver?


-No hay mucho problema. Si no las alcanzo
a distinguir, entonces las imaginaré. Lo importante
es saber que andan por allá arriba contando his-
torias. Ya tengo la trama para mi primer cuento.
Trata de un piloto de avión que quiere investigar
si también son blancas las nubes que aparecen por
las noches.
Instintivamente, miré al cielo para tratar de res-
ponder la pregunta que se plantearía el señor Konno
en su historia. Vi las nubes muy oscuras, de un azul
casi negro, pero en el fondo sabía que eran blan-
cas. Desde aquella noche, cada vez que miro hacia
el cielo nocturno recuerdo el (inexistente) cuento de
aquel curioso piloto e intento darle solución a esa
hermosa paradoja del color.

Sabiendo que sería imposible transportar las peceras


sobre la bicicleta, el señor Konno nos sugirió que la
dejáramos enganchada a la reja.
-Es una linda noche. Mañana pueden pasar por
ella.
Tenía razón el señor Konno: aquella era una her-
mosa noche de mediados de diciembre y sin embar-
go aún se podía disfrutar de una caminata bajo las
estrellas. Aunque, a decir verdad, yo habría preferi-
do viajar en la bicicleta para asirme de los ligeros
hombros de la señorita M. No quería ir a Lisboa;
poco me importaban Tokio y sus librerías. Aquel
147
Juan Carlos Quezadas

no-lugar que representa una bicicleta en movi-


miento se había convertido en mi sitio favorito en el
mundo. Mis pies sobre el acero, el viento congelán-
dome la cara y mis manos posadas sobre los hom-
bros más bellos de la historia.

-Esta noche el señor Konno nos ha regalado un abe-


cedario viviente -dijo la bibliotecaria.
Debíamos vernos muy graciosos caminando por
las calles con las peceras. Como si hubiéramos saca-
do a nuestros peces a tomar el fresco.
-Yo trato de leerlos pero aún no lo logro -confesé.
-Supongo que llevará tiempo -respondió la se-
ñorita M.-, cada lenguaje tiene sus reglas y sus pro-
pios ritmos. En cualquier caso se me hace más fácil
leer a estos pescaditos que las incomprensibles letras
de la postal.
-Algún día hablaré portugués y le traduciré lo
que escribió Maria Bento.
-Es un idioma muy hermoso, mi tía dice que se
enamoró de Rui por la forma en la que le hablaba.
Seguimos caminando por las calles de Nahara.
Cada uno con su pecera al frente. Pero yo ya no pen-
saba en los peces ni en las historias que me estarían
contando. Mi mente estaba puesta en un solo obje-
tivo: aprendería portugués para conquistar el cora-
zón de la señorita M. Le contaría la historia del rey
venturoso que nunca conoció la derrota, le decla-
maría los poemas del tal Pessoa y le diría que sus
148
Oki. Tripulante de terremotos

ojos detrás de la mica amarilla eran lo más hermoso


que había contemplado en mi vida.

Algo dijo mi madre al verme llegar con la pecera. Un


asunto acerca de una tradición de padres muertos
relacionada con los peces dentro de la casa. Pero sus
palabras se evaporaron antes de que pudieran signi-
ficar algo para mí.
-Son tonterías -dijo mi padre-. Yo siempre tuve
peces y nunca pasó nada.
-Son peces contadores de historias. Me los ha re-
galado el señor Konno -expliqué.
_¿y dónde piensas colocarlos?
-En la vitrina de la sala. Allí todos podrán verlos
y leer sus historias.
-Mañana iremos al acuario. Necesitas un filtro, un
termostato y algo de alimento.
-Padre, ¿sabes leer a los peces?
-No, pero seguro aprenderemos.

Al día siguiente, muy cerca de la hora de cierre, me


presenté en la biblioteca. Iba con el pretexto de con-
seguir un libro que hablara sobre cómo mantener
un acuario, pero en realidad quería acompañar a la
señorita M. a recoger la bicicleta que había dejado en
casa del señor Konno.
-Estante F, anaquel 3. Se llama Peces en casa. Manual
del buen piscicultor. Lo estuve hojeando en la mañana.
149
Juan Carlos Quezadas

Creo que nos servirá mucho -me dijo la señori-


ta M. con una sonrisa radiante. El halo amarillo
de las micas de sus gafas se extendía por todo su
cuerpo, corno si una luz la iluminara por dentro.
Corno si su corazón, en lugar de ser un múscu-
lo rojizo-casi-negro, fuera un potente foco fluo-
rescente.
Llené la tarjeta de préstamo, tardándome más de
la cuenta. Cuando vi que el reloj marcaba las seis en
punto, me acerqué al mostrador y se la entregué a la
bibliotecaria.
-iHora de salida! -exclamó, contenta. Selló la ficha
con un movimiento teatral. Corno si con aquel sello
estuviera inaugurando una era de felicidad. Después
se puso su abrigo y unos guantes.
Salirnos del edificio. Caminamos por una vereda
rumbo a la calle. Pude ver que ahora, a la señorita M.,
la sonrisa le cubría todo el cuerpo. Era una sonrisa
total. Un fenómeno que yo nunca antes había con-
templado, pero que me transmitía una felicidad física.
Mil hormigas de un watt de potencia, enloquecidas,
recorrían mi cuerpo.
-¿Quiere que la acompañe a casa del señor Kon-
no? -pregunté por simple formulismo, ya que siempre
habíamos ido juntos a casa del viejo.
-No es necesario, Oki. Vendrán por mí.
Yo ignoré su respuesta y seguí caminando junto
a la bibliotecaria con mi libro bajo el brazo. Corno
si las últimas palabras de la joven fueran de la mis-
ma familia que las de mi madre y ahora ya hubieran
150
Oki. Tripulante de terremotos

desaparecido. Como si viajaran sobre una vía invisi-


ble a trescientos kilómetros por hora.
Pero no era cierto.
Las palabras de la señorita M. eran poderosas, pe-
sadas. Palabras de plomo salidas de los labios más
dulces. Misterios que encierran (que se encierran) en
la palabra.
-Es una linda noche ... -ambicioné.
-De verdad no es necesario que te molestes. Hiro-
shi vino por mí.
Y entonces lo vi. Sobre una bicicleta negra (de qué
otro color podría haber sido). Cinco o seis años ma-
yor que la señorita M. De una edad más cercana a la
de mi padre que a la mía. Con una ridícula boina de
ladrón francés y un cigarro entre los labios.
-Es mi novio -me confesó por lo bajito la biblio-
tecaria mientras me plantaba un inútil beso en la
mejilla y me dejaba allí, en la acera, con mi libro de
piscicultura bajo el brazo.
Amo los libros, vivo para ellos, pero desde aquel
día un libro bajo el brazo me parece un signo de de-
rrota. Una muestra inequívoca del fracaso. El libro
se debe leer, apilar, quemar, abandonar en la banca
de un parque, subrayar, reescribir, torcer la puntita
de sus páginas. En fin, mil y un verbos lo amparan.
Todo puedes hacer con un libro, pero nunca cargar-
lo bajo el brazo mientras observas cómo el amor de
tu vida se aleja de ti sobre una bicicleta negra.

151
Juan Carlos Quezadas

Tampoco para la señorita M. aquella noche fue una


fiesta. Al llegar a la casa del señor Konno (ignoro si
sintiendo en el camino lo mismo que yo al rozar con
sus manos los poderosos hombros de Hiroshi) en-
contró una nota pegada al manubrio de su bicicleta.
Era la despedida de Keisuke Konno. En ella conta-
ba que no había podido reponerse de la pérdida de
la pecera. Sentía que su tiempo en Nahara se había
acabado, por lo que emprendería un viaje rumbo al
norte para buscar a un hermano gemelo a quien no
veía desde hacía más de sesenta años.
"Los gatos no son buenos compañeros de travesía,
pero me las arreglaré", eran las palabras finales de Kon-
no. De aquella lejana carta recuerdo el fondo y sus
sensaciones: el hermano gemelo, el abandono, el norte
como una puerta de hielo. El final, sin embargo, lo repi-
to a veces como un mantra: "Los gatos no son buenos
compañeros de travesía, pero me las arreglaré".

Ese invierno nevó sal, ya lo he dicho, pero quizá


no todos los días. Tal vez hubo noches, dos o tres,
en las que efectivamente fue nieve lo que cayó del
cielo, pero nadie en Nahara pudo aprovecharla por-
que pensaron que era sal lo que cubría las calles y
los jardines.
Una noche después de llegar del parque (mis vi-
sitas a la biblioteca eran cada vez más esporádicas)
encontré a mi madre absorta frente a la pecera. In-
cluso podría afirmar que una leve sonrisilla estaba
a punto de adornar su cara. Miraba los peces como
152
Oki. Tripulante de terremotos

si en verdad le estuvieran contando una historia.


Incluso tardó en darse cuenta de que yo había llega-
do a la casa. Apenas me saludó y después continuó
con su lectura.
Hoy puedo definir la escena como la de una Gio-
conda japonesa atrapada en un cuadro de Edward
Hooper. Aquel día únicamente me pareció la consta-
tación de que mi madre había acabado por aceptar
la presencia de los peces en la casa. Habían dejado
de ser considerados espíritus de mala suerte.
A veces quisiera ser pintor en lugar de escritor.
Siempre he sentido profunda envidia por quienes
pintan o dibujan y con unos cuantos trazos nos re-
velan un universo. Tal vez el mundo se habría aho-
rrado todas estas páginas repletas de desvaríos si se
me hubiera concedido el talento de la pintura. Tal
vez todas mis palabras tengan como único fin mos-
trar a mi madre al borde de una sonrisa, al borde de
una pecera apenas iluminada, al borde de una fra-
se que estaba a punto de pronunciar y que esta vez
no desaparecería, vía abajo, a trescientos kilómetros
por hora.
Mi madre junto a una ventana por la que se veían
caer copos de nieve. Nieve. Pura y alegre nieve.

153
La señorita M. y Keisuke Konno desapa-
recieron como tragados por la nieve, como
derretidos por la sal. Ella, sin moverse de
Nahara. El viejo, con un definitivo rumbo
norte.
Mi lado práctico asegura que Konno ja-
más halló a su hermano. Mi parte románti-
ca, más tonta e infinitamente débil, cree que
el par de ancianos se encontraron en algún
punto lejano del Japón y que para ambos
fue como toparse con un espejo viviente que
habían roto en la niñez. Si se miraban de
frente, el reflejo no era exacto. Alguna arruga
Juan Carlos Quezadas

de más, un tono diferente en el cabello. Sin embargo,


si se fijaban bien, había similitudes que no dejaban
ninguna duda.

Encuentre las semejanzas que confirman


que este par de ancianos son gemelos.

En el caso de la bibliotecaria no hubo lugar para la


interpretación. Su destino fue claro e irrevocable (por
lo menos en lo que concierne al universo de esta
historia). Las ochocientas páginas que continuaron
(que continúan) narrando la vida de Shinobu Sawa,
nuestra señorita M., quedan fuera de este libro. Los
interesados hagan el favor de buscarlas en otra no-
vela. Acérquense a una biblioteca y pídanle a la en-
cargada, de preferencia una joven con gafas de mica
amarilla, que les ayude a encontrar el libro. Seguro
sabrá darles la razón.
Lo que aquí se puede contar de cierto es que la se-
ñorita M. se enamoró de Hiroshi, abandonó su pues-
to en la biblioteca y se fue a vivir con él a los altos de
la estación de gasolina. Justo a la salida del pueblo.
Al inicio del camino que baja a Fukushima 11.

A final de cuentas todo acaba por convertirse en


palabra. Es lo único que nos va quedando del pa-
sado. Palabras que encierran en sus mínimos tra-
zos una muestra de lo que fue. Mi casa, mi perro,
156
Oki. Tripulante de terremotos

Keisuke Konno, la señorita M., la radiación asesina de


la planta nuclear, una bicicleta roja, cuatro peces ne-
gros, unos hombros leves, una pecera, una pecera en
el instante exacto en el que un terremoto acaba por
quebrarla, una pecera pequeña y redonda, otra pe-
cera pequeña y redonda que adornará la diminuta
sala de un departamentito en el segundo piso de una
estación de gasolina.

Pienso en la luz verde que entra por la ventana de la


casa de la señorita M. No es verde por la radiación.
No son los rayos explosivos que escapan de los ojos
de Godzilla. Es verde porque de ese color es el letrero
de Eneos, la gasolina favorita de los japoneses. Una
luz verde que se filtra por todos lados y hace que las
micas de las gafas de la señorita M. se tornen azules.
Micas azules que leen estas páginas y me recuerdan
con una sonrisilla que tampoco acaba por decidir-
se a romper.

157
-sobre la cabecera de mi cama, adheridas
con un par de tachuelas, coloqué la ficha
del préstamo de El niño eterno me acompaña
siempre y la postal del ascensor de Santa
Justa. Los agujeros donde entraban las ta-
chuelas acabaron haciéndose enormes de
las veces que las separé para "leerlas" antes
de dormir alumbrado por la luz de la mesa
de noche.
En muchas ocasiones desperté con los
papelillos sobre el pecho o aplastados por
los vaivenes de mi cuerpo a la hora de
Juan Carlos Quezadas

dormir. Supongo que mil veces, en sueños, me en-


caramé en el mirador y contemplé Lisboa desde las
alturas, pero es una afirmación temeraria porque
yo, en realidad, nunca he recordado mis sueños.
Jamás. Esa, sin duda, puede ser otra de las razo-
nes por las que escribo. Una especie de válvula de
escape de la mente que, al no poder desechar sus
desperdicios por la cloaca de los sueños, lo hace a
través de las palabras escritas en un papel.

Como ya no había muchas razones para visitar la


biblioteca, pasaba mucho tiempo contemplando la
pecera de la sala. No era la pequeña y redonda que
me había regalado el señor Konno sino una más
grande, que supondría una mansión para el par de
peces que se movían en ella.
Yo me había negado a que mi padre me compra-
ra peces n.uevos aunque fueran de la misma espe-
cie. Imaginaba que el poder de contar historias no
era algo común a la raza sino más bien una sabidu-
ría que se propagaba de generación en generación.
Una especie de secreto que los peces se transmitían
a través de sutiles movimientos. Señales tan miste-
riosas como las historias que contaban y que yo no
sabía interpretar. Miraba por horas la pecera tra-
tando de entender el mensaje, pero por más que me
esforzaba no podía comprender lo que me querían
transmitir. Llegué a pensar que al igual que estaba

160
Oki. Tripulante de terremotos

incapacitado para soñar, también lo estaba para leer


lo que los peces querían contarme.

Comencé a notar que también mi madre pasaba


cada vez más tiempo frente a la pecera.

161
Era un jueves por la tarde casi al comien-
zo de la primavera. Regresaba de un partido
de béisbol y el sol, como un cachorro que ha
perdido los temores, empezaba a conquis-
tar territorios antes prohibidos. Se alargaban
las tardes y la sal ya solo cubría las lejanas
montañas del norte.
-Luna sin cielo
que hasta la piedra mata:
reflejo en el agua -dijo mi madre, a ma-
nera de saludo, sin dejar de mirar hacia la
pecera.
Juan Carlos Quezadas

Con movimientos mecánicos, colgué mi gorra en


el perchero y coloqué el guante de béisbol sobre la
mesa. Seguía tratando de comprender las palabras
que acababa de pronunciar mi madre, palabras que
no habían salido disparadas de la habitación a tres-
cientos kilómetros por hora: "Luna sin cielo que has-
ta la piedra mata reflejo en el agua".
Era una construcción extraña, hay que aceptarlo,
pero las palabras continuaban allí muy cerca. Trata-
ban de significar algo. No se daban por vencidas. Se
agitaban tratando de respirar igual que lo habían he-
cho los peces expulsados de la pecera destruida por
el terremoto.
-Es un haiku -explicó mi madre-. Los peces que
te regaló el señor Konno son más bien poetas.
-¿Qué es un haiku? -pregunté, más por reflejo
que porque quisiera saber lo que aquello significa-
ba. Para mí, hablar con mi madre era tan novedoso
como mantener una conversación con un gato. Es-
cuchar aquella voz me daba algo de miedo.
-Es una forma de poesía.
-Es una forma de poesía -repetí por lo bajito para
comprobar que las palabras de mi madre permane-
cían dentro de la habitación ... y sí, allí seguían. Su
eco invisible se mantenía presente. Incluso intenté
asir las otras, las primeras:
-Luna sin cielo
que hasta la piedra mata ...
- ... reflejo en el agua -completó mi madre cuan-
do se dio cuenta de que me atoraba.
164
Dki. Tripulante de terremotos

-¿Qué significa eso?


-No sé. Me lo contaron los peces.
Instintivamente miré hacia la pecera y nada había
cambiado: un pez negro y uno naranja recorrían su
mansión de arriba abajo. A mí seguían sin decirme
nada, pero de algún modo mi madre había aprendi-
do a leerlos.

Esa noche cayó la última nevada del invierno. Y era


auténtica nieve, no sal. Nieve gris que al mediodía ya
había sido derretida por el sol.
Nieve.

165
- ¿ Mataste a La:jos Holosko?
-iNo, por Dios! ¿por quién me has toma-
do? Una cosa es que tenga la mala sangre de
robar un libro antiguo y otra muy distinta es
que sea una asesma.
-Por un momento creí. ..
-Fui testigo de una masacre -me inte-
rrumpió Maria-. Todos los invitados íbamos
saliendo de la casa de Ágota Szabó cuando
desde varios autos comenzaron a disparar-
nos. Yo alcancé a trepar por la barda y regre-
sé al jardín. No pude observar mucho, pero
Juan Carlos Quezadas

con lo que vi me bastó para no volver a dormir


tranquila desde aquella noche.
-¿Por qué los mataron?
-Hubo muertos de los dos lados. La versión oficial
habló de drogas, prostitución ... En fin, lo de siempre
-respondió Maria con un tono que traslucía el poco
crédito que daba a la explicación de las autoridades.
-¿Tú, qué piensas?
-Yo, por lo que pude ver, aseguro que se trató de
una batalla entre demonios.

Cuando terminaron los disparos y se escuchó el rui-


do de un automóvil que escapaba del lugar, Maria
saltó de nuevo la barda. Del otro lado de la calle se
extendía la masa negra del Danubio. En ese momen-
to no sentía ni frío ni temor. Veía todo como si se
tratara de la escena de una película. O mejor dicho:
como si la película hubiera continuado su derrotero
normal y los actores y espectadores se encontraran
sumergidos en una nueva secuencia que se desarro-
llaba a miles de kilómetros de allí. Pongamos que en
un lujoso departamento de una Nueva York apenas
atardecida, y no en la oscura madrugada de una ca-
llejuela que desembocaba en el Danubio.
Solo Maria (y algunos cadáveres) habían que-
dado atrapados en la antigua locación. Como ex-
pulsados del metraje de aquella mala película de
acción. Sobre la acera yacía el cadáver del esposo
de Ágota Szabó. En la calle había sangre y manchas
168
Oki. Tripulante de terremotos

de humedades que más valía ignorar. Maria se acer-


có al barandal que daba al río y pudo distinguir tres
bultos que se hundían con lentitud. Le pareció que
uno de ellos era el de su demonio. También, en un
auto aún encendido, pudo ver los cuerpos de dos de
los sicarios que habían desatado la batalla.
Lo absurdo de un auto encendido ocupado por
un par de cadáveres le trajo a la joven el recuerdo de
otro auto, el de Lajas Holosko, estacionado apenas
a unos metros de allí. Ocupado, este, no por un ca-
dáver sino por un libro que debía ser muy valioso.
Instintivamente .buscó las llaves dentro de su saco,
y allí estaban. Puede incluso que, en medio de aquel
desbarajuste, de los labios de Maria haya surgido
una pequeña sonrisa. Sin pensarlo mucho caminó
hasta el auto, abrió la cajuela y, con mucho cuidado,
como si el libro fuera capaz de experimentar frío o
temor, envolvió el ejemplar de Una historia difícil entre
sus brazos. Después regresó a la orilla del Danubio.
Los cuerpos habían desaparecido. Entonces tomó las
llaves del auto de Holosko y las lanzó con todas sus
fuerzas hacia las estrellas que se reflejaban allá abajo.

Pensó que un río, de noche,


es una puerta hacia· el Infierno.

169
- ¿por qué lanzaste las llaves del auto
al Danubio?
-Supongo que por imbécil. ¿Qué sería de
la literatura sin personajes como yo?

Maria esperó el amanecer agazapada tras los


arbustos de un parque. Cuando salió el sol
(es un decir, ya sabemos que en Budapest no
hay lugar para la luz) caminó hasta la esta-
ción de tren. Recuperó sus cosas en la con-
signa y se dirigió a la taquilla. Podía tomar
Juan Carlos Quezadas

alguno de los dos trenes que partirían pronto: 10:22


rumbo a Cracovia o 10:25 rumbo a Zagreb. Escogió
Zagreb porque el 22, por una serie de extraños me-
canismos supersticiosos, la remitió al número 666 y
ya no quería saber nada de demonios.
Viajó todo el día con la plena seguridad de que
en la próxima estación (hubo doce paradas) media
docena de policías entrarían a su vagón y el más
malencarado de ellos le preguntaría: "¿Es usted Ma-
ria Bento?". Pero nadie se interpuso en su recorrido
y llegó a Zagreb casi a medianoche. Encontró una
pensión en las callejuelas cercanas a la estación de
trenes. Además, le gustó el nombre: Casa Luna, así,
en español.
-Nada más entrar en la cama comenzó el frío.
No había sentido frío ni en la madrugada que va-
gué por Budapest ni en el tren. Me cubrí con los
dos edredones que me dieron y comencé a tem-
blar como nunca en la vida. Parecía que de golpe
se me estaba cobrando todo el calor que me había
protegido por horas. El termómetro marcaba ocho
grados pero yo sentía que estábamos a setenta mil
bajo cero.

Maria bajaba a la recepción solo para avisar que se


quedaría una noche más en el hostal. Pagaba por
adelantado y de inmediato regresaba a su habitación
en el cuarto piso. A la salida del elevador había una
máquina de galletas y refrescos que le sirvieron de
172
Oki. Tripulante de terremotos

sustento durante la semana que pasó encerrada en


Casa Luna.
En la tercera noche por fin pudo conciliar un sue-
ño decente. Tres o cuatro horas sin despertarse por
culpa de los demonios que se desollaban frente a sus
ojos en medio del sueño.
Lo que nunca cesaba, ni dormida ni despierta,
era el frío.
Maria llegó a pensar que moriría en aquella
triste pensión. Que a la mañana siguiente la en-
contrarían muerta. Abrazada al libro. Con los ojos
abiertos. Inútiles ojos que ya no sabrían mirar.
Alguien, una mucama o el hombre de la recep-
ción, le arrancaría el libro de las manos, que co-
menzarían a endurecerse por culpa de la rigidez
mortuoria, y después trataría de cerrar sus párpa-
dos deslizando su palma sobre ellos. El libro, que
en realidad era en parte un barco viejo y en parte
una cebra llamada Jacinta, se quedaría un rato so-
bre la mesa de noche. Hasta que otro, o el mismo
alguien anterior, ante la inminente llegada de la_
policía, lo levantara fingiendo distracción o duda
y después, con ágil movimiento, lo escondiera de
la vista de los demás bajo la lógica de que los ojos
que sabían leer aquel libro ya estaban eternamen-
te cerrados y bien podría venderse, a unos nuevos
ojos, en el mercadillo de Ecseri por unos sesenta
mil florines.

173
Juan Carlos Quezadas

Después de una semana, Maria decidió que era


hora de comenzar a moverse de nuevo. Aún le que-
daba algo de dinero pero sabía que tarde o tempra-
no tendría que reanudar las funciones de su circo
mínimo.
Un día muy temprano salió del hostal y caminó
un rato por el barrio. Nadie le prestaba la más mí-
nima atención. La gente iba rumiando la desgracia
que suponía habitar la pesadez de un lunes por la
mañana.
Entró a un bar y pidió un café.
Le sorprendió que en el establecimiento estu-
vieran escuchando una ranchera. La canción ha-
blaba de una última botella que debía tornarse sin
testigos y de madrugada. Un croata de saco y rno-
ñito revisaba en un diario los resultados del fút-
bol mientras tarareaba distraído la melodía. Aquel
gesto absurdo puso de buen humor a Maria. Era la
primera vez en más de siete días que experimen-
taba algo parecido a la alegría. La situación inclu-
so mejoró cuando la joven le dio el primer sorbo
a su café. Le gustó, también, que sus lentes se em-
pañaran con el humo del espresso. El hombre del
rnoñito dejó el periódico, se olvidó de la canción
y colocó dos monedas sobre un platito que estaba
en la barra.
Algo dijo y salió a la calle.
Algo, también, le reclamó amistosamente el cama-
rero, pero el hombre feliz no pudo escucharlo por-
que la puerta del bar se cerró de golpe. Dos o tres
174
Oki. Tripulante de terremotos

parroquianos sonrieron con la escena. Maria no en-


tendía nada, pero ella también sonrió.

Nadie pudo saberlo, pero al cruzar por


el Jardín Botánico el hombre y su moñito
retomaron la canción ranchera.

Hay ciudades que adoptan al viajero y le conceden


la ciudadanía sin mediar ningún requisito. Será la
forma en que los pasos del visitante acarician las
aceras, serán las líneas que sobre un mapa invisible
trazan los recorridos del forastero. Quién lo sabrá.
Lo cierto es que hay ciudades que adoptan a quienes
por ella caminan.
Y Zagreb adoptó a Maria y la llevó de la mano. La
sentó en la banca de un parque y le contó la historia
de una guerra que separó familias y desató roman-
ces inquebrantables (que no se olvide que entre las
balas también florece el amor).
Maria caminó junto a paredes que aún mostra-
ban el efecto de las balas; cruzó por la sombra de
un campanario que se proyectaba sobre una plaza
y sufrió un escalofrío al entrar en la zona que los
rayos del sol no podían alcanzar. Poco a poco los
pasos de la joven se iban sincronizando con el rit-
mo de la ciudad. Dejaban de ser inciertos y vacilan-
tes para convertirse en pasos que llevaban a un sitio
concreto. Y Maria tuvo hambre y comió. Y cuando
tuvo sed siempre hubo una copa de vino a la mano.
175
Juan Carlos Quezadas

Y una tarde, mientras bordeaba el Jardín Botánico,


a Maria le dio por silbar y de sus labios surgió otra
ranchera: una que le gustaba a su padre y contaba
las andanzas de un caballo blanco. Y cuando me-
nos lo esperaba, Maria se había olvidado de Lajos
Holosko y de su cuerpo hundiéndose en las negras
aguas del Danubio.
Se había olvidado del demonio como se olvidan
las cosas que, por desgracia, han de recordarse por
siempre.
Con lo poquito que Maria había visto, le pareció
que Zagreb era un buen sitio para continuar su eter-
na gira sin rumbo. Ya habría tiempo para escoger el
nuevo destino. Tal vez al sur hasta llegar a Grecia, tal
vez hacia el norte. Cuando llegó a la pensión ocultó
el libro en el fondo de una maleta.

Al día siguiente Maria se encontró, en la plaza del


Mercado Dolac, con una joven que tenía un espejo
colgado de una farola. Se notaba que aquel espe-
jo se había quebrado alguna vez y que un paciente
trabajo de restauración le había devuelto la capaci-
dad de reflejar. La joven se llamaba Natasha e invita-
ba a todas las personas que pasaban por la plaza a
reflejarse en el espejo. Era una forma de conjurar la
maldición que se había desatado cuando el cristal se
había hecho trizas.
A Maria le pareció perfecto montar su circo junto
al que podría ser considerado el espejo más feliz de
176
Oki. Tripulante de terremotos

la Tierra. También a Natasha le gustó la idea. Y así,


por unos días, en el Mercado Dolac hubo circo y re-
flejos y manzanas verdes y pescado fresco.

177
Después de casi tres meses en Zagreb, Ma-
ria continuó su viaje hacia el sur: Bosnia, Al-
bania, Grecia. Se quedaba dos o tres días en
alguna población, presentaba su circo y des-
pués partía sin rumbo definido. Había sema-
nas enteras en las que se olvidaba de que en
el fondo de una de sus maletas viajaba es-
condido un libro muy valioso. Igual que se
guardan en la memoria los recuerdos que no
sabernos de qué lado de la tabla situar: en el
positivo o en el de los números en rojo;
Es curioso que los recuerdos muden de
signo. Lo que ayer nos hacía llorar hoy nos
Juan Carlos Quezadas

divierte, mientras que aquella tarde que imaginamos


que siempre sería luminosa y feliz hoy se recuerda
con melancolía. Los territorios de la memoria no es-
tán ajenos a las leyes de la astronomía: allí también
suele caer la noche.

Maria volvió a tener presente el ejemplar de Un día


dificil durante el viaje que hizo del puerto de Patras
a Brindisi en un destartalado transbordador. Debían
ser dieciséis horas de recorrido que se convirtieron,
por culpa del mal tiempo y las pesadillas, en casi dos
días de vómitos, mareos y un doloroso recuerdo por
las hermosas noches lejanas que Maria había pasa-
do en medio del mar a bordo del circo navegante.
Era la primera vez, desde el naufragio, que la jo-
ven se subía a una embarcación. Lo había hecho
pensando que era necesario exorcizar algunos mie-
dos. Todo funcionaba muy bien hasta que a las tres
horas de viaje el barco comenzó a tambalearse más
de la cuenta. Desde los altavoces de la nave dieron el
aviso de que no había de qué preocuparse, aquello
era algo normal. Probablemente normal para los de-
más pasajeros, en su mayoría inmigrantes turcos dis-
frazados de turistas que pensaban burlar la aduana
de Brindisi, pero no para alguien que lo había perdi-
do todo en el fondo del mar.
Maria compartía un minúsculo camarote, algo
más grande que un clóset, con una mujer que car-
gaba dos sacos repletos de marionetas con la cara de
180
Oki. Tripulante de terremotos

la rana René. Al entrar al camarote la mujer le diri-


gió un saludo seco, colgó los sacos en una percha y
se encaramó en la litera superior. A los tres minutos
comenzó a roncar.
En una hora incierta de la noche el movimiento
del barco llegó a su clímax. Maria supuso que es-
taban en medio de una tormenta. Parecía que todas
las malas sensaciones que alguien puede sentir: mie-
do, soledad, oscuridad, lejanía, hubieran hecho una
cita para una convención en medio del mar. Inclu-
so la mujer de las ranas roncaba con más fuerza y
un incipiente dolor se anunciaba en la garganta de
la joven.
Entonces fue que Maria recordó el ejemplar de Un
día difícil (y todo lo que aquel libro significaba) y con
mucho trabajo (ya se sabe: un cinturón que te ata
a la litera, la oscuridad, el bamboleo) logró rescatar-
lo del fondo de la maleta. Si había que abandonar el
barco lo haría abrazada a aquel libro.
Un barco que había sido suyo yacía en algu-
na parte frente a la costa de Porto y no quería que
un nuevo barco, disfrazado de libro, fuera a quedar
para siempre en el fondo del Mar Jónico. Se abrazó
pues a las páginas de Sándor Kiss y no, no se quedó
dormida. Maria pensó y pensó y pensó como solo
en las noches de insomnio se puede pensar, y cuan-
do amaneció había tomado dos determinaciones: en
primer lugar, y por las molestias causadas por los
ronquidos, sustraería de un saco una de las mario-
netas de la rana René, y en segundo lugar tomó una
181
Juan Carlos Quezadas

decisión ligeramente más importante: se establecería


en Lisboa, averiguaría cuánto costaban un barco y
una cebra, y cuando obtuviera una cifra trataría de
contactar al coleccionista que le había encargado el
libro a Holosko, y cuando lo encontrara le ofrecería
el ejemplar de Un día difícil a cambio de aquella cifra.
Ni un euro menos ni un céntimo más.

182
- Dos libros y dos Maria Bento acaba-
\
ron coincidiendo en un mismo edificio del
Chiado.
-Así es Lisboa, supongo que por eso de-
cidí venir a vivir aquí -me respondió Maria.
-Desde que llegué tengo la sensación de
que estoy viviendo entre las páginas de un
libro.
-Conque no se llame Una historia difícil. ..
-ironizó la joven.
-Me estoy empezando a sentir como un
discípulo de Sándor Kiss.
Juan Carlos Quezadas

-Ya te dije que eso no es tan malo: Sándor Kiss fue


un hombre que vivió. Lo mismo te está ocurriendo a
ti. No cualquiera viaja a las antípodas para rescatar
un libro. Debes sentirte orgulloso.
Como último recurso quise indagar con Maria so-
bre las personas que habían habitado en el aparta-
mento de Garrett y Alecrim, pero no obtuve mucha
información porque Maria había llegado a vivir al piso
hacía relativamente poco tiempo. Lo único que tenía
claro era que anteriormente había estado ocupado por
una pareja de ancianos y, antes que ellos, por un
maestro de música. A partir de allí Maria no tenía la
más mínima idea de quiénes habían habitado el lugar.
Pensé en buscar al dueño para que me ayuda-
ra, pero Maria me persuadió de no hacerlo: una in-
mobiliaria inglesa había comprado el edificio hacía
unos meses con la intención de transformar los pe-
queños pisos en departamentos de lujo, por lo que
los administradores únicamente esperaban el venci-
miento de los contratos de alquiler para echar a los
inquilinos. La comunicación entre unos y otros es-
taba rota.
Comprendí entonces que la postal del ascensor
de Santa Justa había dejado de funcionar como una
pista para acercarme al ejemplar de El niño eterno me
acompaña siempre. Para lograr mi objetivo únicamente
me quedaba el nombre de una mujer, muy común
por lo que podía verse, y dos o tres mínimos detalles.
-Me parece que hasta aquí he llegado. Nunca po-
dré recuperar el libro de Pessoa.
184
Oki. Tripulante de terremotos

-El problema es que te hace falta un buen som-


brero -me dijo Maria, sin que viniera a cuento.
-No te entiendo.
-Un buen sombrero es fundamental para conse-
guir pensamientos claros. Los sombreros funcionan
un poco como un buen par de gafas de aumento.
Yo seguía sin comprender lo que Maria trataba de
decirme. Pero ya empezaba a entender que con ella
las cosas funcionaban de esa manera, así que dejé
que la conversación fluyera.
-Me lo dijo en Fátima, cuando comencé mi
aventura, un inventor de palabras -continuó con
su explicación-. En aquellos días, una bruma me
impedía ver las cosas con claridad. Avanzaba por
un sendero muy poco iluminado. Ese hombre me
explicó que los sombreros que habrán de cambiar
tu vida llegan de pronto. Ellos son los que te esco-
gen a ti. Mira, allí está el mío -dijo, señalando hacia
el perchero.
Me levanté para ver de cerca el sombrero. Parecía
un barco con sus tres ojitos de buey en el costado.
Era verde.
-¿Dónde te encontró?
-En Castelo Branco, el segundo lugar donde pre-
senté mi circo mínimo. Un gordo lo había dejado
olvidado en una banca.
-Si sabes cómo era el antiguo dueño es que
pudiste ver toda la escena. ¿por qué no le gritas-
te: "Oiga, señor, se le ha olvidado algo sobre la
banca"?
185
Juan Carlos Quezadas

-Me lo impidió el sombrero -dijo Maria, sin po-


der esconder una risilla pícara-. Recuérdalo, Oki: son
ellos los que escogen la cabeza que quieren habitar.
Entonces me di cuenta de que un día tendría que
escribir un cuento que se llamaría La ladrona de som-
breros.

186
Rectifico: un día habré de habitar, de vivir,
entre las líneas de un cuento que se llame La
ladrona de sombreros.
- ¿Estarás bien? -le pregunté a Maria
antes de abandonar su casa. Me preocupa-
ba que tuviera que lidiar con el coleccio-
nista húngaro.
-Claro. Siempre he sabido cuidarme. Ya
verás que en unos años tendrás noticias
de un circo portugués que surca los mares.
Quién sabe, quizás un día lleguemos hasta las
costas de Fukushima.
-Iré a verte y te contaré que por fin el li-
bro de Pessoa descansa en el librero de la
biblioteca de Nahara.
Juan Carlos Quezadas

-Deseo que no descanse, que sea un libro vivo.


Con las páginas rotas de tanto leerse.
-¿un Sándor Kiss de papel?
-Exacto.
-iPor las fracturas que vendrán! -improvisé un
brindis con la taza vacía de mis varios espressos re-
cordando la ilustración que nos había dejado en cla-
ro que el señor Kiss había agotado hasta la última
gota de la vida.
-iPor nuestra flaca calavera atormentada!

190 '
Dejé el departamento de Garrett y Alecrim
ya entrada la tarde. Había sido un día inten-
so. Buscaba encontrar un lugar para comer
algo pero no me decidí a entrar en ningún
local. Ya era de noche cuando llegué al Nova
Goa. El recepcionista volvió a tener un gar-
fio en lugar de mano y además parecía que
su humor había empeorado. No me atreví a
preguntar por la posibilidad de cenar algo,
así que después de murmurar un tímido
"buenas noches" me retiré a mi cuarto. Nada
más entrar recordé que debía asomarme a
la ventana para ver qué había pasado en la
Juan Carlos Quezadas

construcción que había contemplado durante la ma-


ñana. Deslicé la cortina y descubrí que había tenido
razón al imaginar que aquel edificio estaría ocupa-
do, porque un niño me miraba desde la ventana del
apartamento que me había parecido más habitable.
Al darse cuenta de que yo también lo observaba le-
vantó la palma de su mano derecha a manera de
saludo. No la agitó ni hizo ningún otro gesto. Úni-
camente alzó la mano por unos segundos y después
volvió a quedarse inmóvil mirando hacia la nada de
aquel patio interior.
No contesté a su saludo pero me quedé miran-
do por la ventana. Parecía que la luz que surgía de-
trás del niño provenía de fuego y no de electricidad.
Recordé el título del libro de Pessoa que me había
traído hasta Lisboa. Tal vez el personaje que me sa-
ludaba desde aquel edificio en ruinas era el niño
eterno, el que habría de acompañarme por siempre.
Sentí un escalofrío y de inmediato cerré la cortina con
un fuerte tirón.
Me deslicé a la cama y rápidamente me quedé
dormido.

192
A la mañana siguiente perdí valiosos mi-
nutos asomado a la ventana, tratando de en-
contrar señales de vida en la construcción de
enfrente. Era extraño, pero daba la impre-
sión de que el edificio se marchitaba ante mis
ojos. Hoy se veía mucho más abandonado
que ayer. Corno una planta a la que por des-
cuido se ha dejado de regar.
En las paredes se dibujaban continentes
enteros de humedad; donde ayer me pare-
cía que había vidrios completos no queda-
ban más que unas cuantas astillas; arbustos
secos y espinosos crecían en los alféizares.
Juan Carlos Quezadas

Solo la ventana desde la que se había asomado el


niño desprendía cierta sensación de vida. Y enton-
ces comprendí que lo que se veía desde mi habita-
ción del Nova Goa no era más que el cadáver de
un edificio. Los restos en descomposición de lo que
alguna vez había sido un hogar. Todo había con-
cluido. Entonces fui yo quien alzó la mano en señal
de despedida.
Cuando bajé al comedor el buffet se había acaba-
do. Conseguí, apenas, una taza de café y un trozo de
pan. Iba de regreso a mi habitación cuando el encar-
gado del hotel, sonriente y de nuevo con un par de
manos, me ofreció prepararme un desayuno.
-¿otro omelette a la finas hierbas o prefiere una
tortilla?
-No se preocupe, de verdad no es necesario -men-
tí, ya que en realidad tenía mucha hambre.
-Siéntese, ahora le sirvo -dijo el atento posadero
ignorando mis palabras.
Escogí una mesa en la que alguien había olvidado
un periódico que me ayudó a matar la espera. Unos
minutos más tarde, mientras leía un artículo sobre
un cantante de fados que acababa de sacar un dis-
co titulado Treinta segundos tarde, el hombre regresó de
la cocina. Le costaba manejar el plato y los cubiertos
que me iba a dar. Noté que nuevamente había per-
dido la mano izquierda.
-iEstas no son horas de desayunar! -exclamó,
molesto, cuando por fin pudo colocar el servicio
sobre la mesa.
194
Oki. Tripulante de terremotos

-Usted fue quien se ofreció a prepararme algo de


comer -protesté.
-Yo no me ofrecí a nada. A mí me gusta respetar
las políticas del Nova Goa. El desayuno se sirve de
siete a diez, ni un minuto antes ni un minuto des-
pués -anunció mientras recogía una servilleta sucia
con el garfio.
-Insisto: fue usted quien prácticamente me obligó
a desayunar.
Mis palabras desesperadas hicieron que el hom-
bre cambiara de actitud. Incluso una sonrisilla se
dibujó en su rostro.
-Cuando le ofrecí la tortilla, ¿nevaba garfio o aún
tenía la mano izquierda?
-Aún tenía la mano izquierda -respondí, sin re-
parar en lo absurdo de nuestro diálogo.
-Por lo que veo, señor Tomo, usted supone que
mi mano brota o se esconde a voluntad, ¿no es
cierto?
Y entonces, por absurdo que pueda parecer, me
di cuenta de que yo había estado creyendo precisa-
mente eso: que aquella mano se regía por misteriosas
reglas que la hacían aparecer cuando el posadero es-
taba de buen humor y se convertía en garfio cuando
se encontraba molesto.
-Así es -respondí tímidamente-. Eso pensé.
-Pues acertó. Mi enfermedad se llama "amputa-
ción espontánea reversible". Uno de cada cien mi-
llones de personas acaba desarrollando el mal. En el
mundo no hay más de setenta casos documentados.
195
Juan Carlos Quezadas

Una rareza. En algunos momentos tengo mano y


en otros, corno ahora, sobre todo cuando estoy de
mal humor, debo conformarme con valerme de un
garfio.
-¿Pero dónde está su mano ahora?
-La dejé en la cocina batiendo mantequilla.
-¿sola?
-Libre corno un ave, ¿quiere que vaya por ella?
Sin esperar mi respuesta el hombre se dirigió a la
cocina. Yo no sabía qué pensar. Sentía una mezcla
de horror y fascinación, corno nos sucede en esos
sueños que rondan los territorios de la pesadilla
pero que acaban quedándose del lado soportable.
Me intrigaba saber la forma en la que me enseña-
ría la mano: ¿vendría pegada al antebrazo corno
cuando estaba de buen humor o la traería separa-
da, sujeta al garfio, corno si fuera la pata de un po-
llo? Entonces vi que el posadero salía de la cocina;
se le veía preocupado, casi molesto, pero a pesar de
eso su mano parecía una mano normal.
-Le ruego que nos disculpe, señor Torno. Me pa-
rece que ha sido una nueva víctima de las bromas
de mi hermano. Somos gemelos y él aprovecha esa
situación para divertirse a costa de los clientes.
-No se preocupe.
-iMe preocupo y mucho! -respondió el posadero
visiblemente contrariado-. Esto afecta la reputación
del Nova Goa. Seguro que también le habló del fan-
tasma, ¿verdad?
-Así es.
196
Oki. Tripulante de terremotos

-No existe fantasma alguno. Nuestras habitacio-


nes individuales cuestan veinticinco euros. No hay
ningún descuento por aceptar compartir la noche
con un espectro.
-Es una buena estrategia de venta. Habrá quien se
quede por la rebaja.
-Lo peor que le puede pasar a una pensión es que
se corra la voz de que está habitada por fantasmas.
El viajero puede perdonar ruidos a medianoche, toa-
llas sucias y hasta chinches chupasangre, pero nun-
ca la presencia de un fantasma.
-Por mí, está olvidado -respondí sincero-. Soy
escritor, y es probable que esta historia me sirva para
un cuento.
-Me alegro de que la irresponsabilidad de mi her-
mano pueda traerle un beneficio.
-Así será. Espero que un día todo esto aparezca
en un libro.
Al principio noté que la posibilidad de convertirse
en personaje de una historia había llenado de orgu-
llo al posadero. Sin embargo, con el paso de los se-
gundos su actitud comenzó a cambiar.
-¿Puedo pedirle un último favor, señor Tomo?
-Lo que desee.
-¿Podría cambiar el nombre de la pensión? Hay
viajeros muy impresionables, usted sabe.
-Se lo prometo. Nunca llamaré al Nova Goa por
su nombre, puede dormir tranquilo -dije, cruzando
los dedos por debajo de la mesa.

197
Juan Carlos Quezadas

Salí de la pensión. y después de un rato me perdí entre


las calles del Barrio Alto y, sin buscarlo, llegué al Alto
de Santa Catarina, un mirador que se abre a la espesu-
ra del Tajo. Hay cuatro o cinco bancas para sentarse a
leer el río y detrás, en un pequeño montículo, una es-
tatua de Adamastor que mira con odio hacia el Tajo.
Adamastor es el nombre que el poeta Luís de Ca-
m6es le dio a esa gigantesca ola que en el siglo XVI
se interponía ante las naves portuguesas cada vez
que intentaban remontar el Cabo de Buena Esperan-
za en su viaje rumbo a las Indias.
El monstruo de Santa Catarina era una enorme
ola blanca que amenazaba con destruir a un hom-
brecillo de cobre atrapado en su caudal, un tsunami
que arrasaba todo aquello que se atreviera a inter-
ponerse en su camino: sueños y muelles y barcas y
puentes y cartas de enamorados.
Perdí la mañana sentado en una de las bancas del
mirador. Solo y desconcertado. Imaginando que una
ola invisible pero igual de efectiva que Adamastor
era lo que me impedía lograr el propósito de recupe-
rar (y leer) el libro de Pessoa.
Detrás de mí la estatua miraba con furia hacia el
Tajo.
Cada loco con su tema: un fantasma japonés año-
rando un libro que probablemente ya no existía,
mientras a sus espaldas el delirio de un poeta fra-
guaba la desgracia.
¿cómo podría haber adivinado que el titán esta-
ba planeando una de sus más grandes fechorías? Yo
198
Oki. Tripulante de terremotos

solo era un hombre perdido entre las páginas de Lis-


boa, y Adamastor, un monstruo que guardaba en su
interior un rencor eterno.
Lamento no haber leído la furia que habitaba en
SUS OJOS.
De verdad, lo lamento.

199
También fui a Lisboa para tratar de leer el
Convento do Carmo derribado por un te-
rremoto en 1755. Supongo que lo hice por-
que de algún modo mi vida había cambiado
debido a que una mujer desconocida, llama-
da Maria Bento, había viajado hasta Japón
para que Keisuke Konno le enseñara cómo
leer aquel edificio. A partir de allí se habían
de-satado muchos acontecimientos. Tal vez
yo mismo formara parte de la lectura que
había hecho Maria Bento.
Incluso puede ser que cada uno de los que
leen estas líneas formen parte de esa historia
Juan Carlos Quezadas

y que también, de algún modo, Maria Bento sea la


autora verdadera de los nuevos libros inquilinos de
mi mesita de noche: Pízzería Kamikaze de Maria Bento,
El hombre de los círculos azules de Maria Bento y Nada
que temer de Maria Bento. Tal vez, en un arranque de
inspiración, Maria Bento se inventó a Etgar Keret,
Fred Vargas y Julian Barnes.

Desde aquel otoño de 1996 practiqué la filosofía de


Keisuke Konno, que aseguraba que cualquier cosa
podía ser leída. Desde la hoja de un pino negro has-
ta un atardecer. Todo había comenzado con los pe-
ces que me regaló el viejo y que ayudaron a curar
las palabras de mi madre. Con el tiempo se nos hizo
costumbre sentarnos cada tarde frente a la pecera
para leernos historias.
Un día ella me estaba contando el relato de un em-
perador chino que había emprendido una excursión
hasta la isla de los inmortales, cuando interrumpió
sus palabras para señalar unos puntitos que flota-
ban dentro del agua. Mi madre pensó que la pecera
estaba sucia, pero yo descubrí que eran ocho o diez
peces pequeñitos. La pareja que me había regalado el
señor Konno se había reproducido. Nuevas y com-
plejas historias estaban por llegar.
Pescamos a los recién nacidos y los colocamos
en una pecera-incubadora que los mantenía se-
parados de sus padres, porque según el libro que
me había recomendado la señorita M. algunos
202
Oki. Tripulante de terremotos

peces de acuario podían comerse a sus propias


crías. Pensé en historias que devoraban historias
y que guardaban dentro de ellas los despojos de
relatos que no llegaron a existir. Como una ma-
trioska que escondiera en su interior, en lugar de
una reproducción de sí misma, un pequeño libro
que en la tapa anunciara: La gran antología de los re-
latos que nunca fueron. Pero los pequeños peces que
nacieron en mi acuario no terminaron devorados.
Crecieron sanos y fuertes y muy pronto compar-
tieron espacio con sus padres. La pecera se fue lle-
nando de peces naranjas, negros, y de una nueva
categoría de peces bicolores que vinieron a agre-
garle un poco de desfachatez a las historias.
Mi madre se convirtió en una gran lectora. Sabía
encontrar el sentido exacto del vaivén de los pe-
ces, descubría giros nuevos y se aventuraba a pro-
poner audaces interpretaciones. Por un tiempo yo
también leí de la pecera, pero después terminé por
contentarme con las narraciones que hacía mi ma-
dre. Simplemente me sentaba a su lado y me de-
jaba llevar por su voz. Ahora era mi imaginación
la que abandonaba la habitación con la rapidez de
un tren bala tratando de alcanzar los escenarios
descritos por mi madre. Las palabras que ella pro-
nunciaba permanecían, sin embargo, vivas y po-
tentes dentro de las paredes de mi casa. Más sanas
que nunca.
A mí me dio por buscar nuevos horizontes para
mis lecturas. Al principio me costó trabajo pero al
203
Juan Carlos Quezadas

cabo de un tiempo comencé a leer, casi, en cualquier


sitio. Lo que más me gustaba era cazar historias es-
condidas. Hurgar en los lugares más inesperados.
Aprendí, por ejemplo, a leer los cabellos desperdiga-
dos sobre el piso del local de un peluquero, o entre
el montoncito de langostinos expuestos en el apara-
dor de una pescadería. Mi afición por la disciplina
de Keisuke Konno me costó mi puesto de jardinero
central, cuando por fin fui aceptado en el equipo de
béisbol, porque un día ignoré una pelota que pasó
muy cerca de mí por intentar descubrir lo que me
quería contar una parvada de patos que sobrevola-
ba el campo de juego.
De aquella primera época de lector r~cuerdo es-
pecialmente dos historias: la leyenda de una au-
tómata que vivía en un callejón y que descubrí en
el lomo de un perro viejo, y una adivinanza, en
forma de haiku, que descubrí en un caminito de
hormigas:

¿cuántos insomnes
le hacen falta a la noche
para poder ser?

La literatura es un constante intercambio de pregun-


tas y respuestas. Una enorme adivinanza que otras
hormigas inmóviles, letras o ideogramas, nos lanzan
desde las páginas de un libro o desde el sarcófago de
piedra de una construcción en ruinas en un barrio
de una ciudad de las antípodas.
204
Oki. Tripulante de terremotos

Lo repito: por eso vine a Lisboa, para leer, como


alguna vez lo debió hacer Maria Bento, el Convento
do Carmo destruido por un terremoto en 1755.

205
Por la tarde vagué por el barrio de A Baixa
sin acercarme siquiera al Convento do Carrno.
Sin embargo varias veces, casi por descuido,
me topé de reojo con su figura coronando la
pendiente en la que está montado. Corno un
falso suicida asomado al balcón por el que
nunca habrá de lanzarse.
El Convento do Carrno es una estructura
ósea que escapó del subsuelo. Una fractura
expuesta que nunca fue reducida. Corno si el
edificio hubiera sido construido debajo de la
tierra y por obra de caprichos telúricos fuera
emergiendo poco a poco hacia la superficie.
Juan Carlos Quezadas

El primero de noviembre de 1755 a Lisboa le brotó


una dentadura que lanzó dentelladas de fuego, se-
pultó monjas e hizo creer a algunos que el fin de los
tiempos había llegado.
Las ciudades tienen esqueleto, colmillos, uñas que
escarban la tierra del fondo hacia la superficie. Como
alguien enterrado por equivocación. Como el porta-
voz del inframundo que tuviera la consigna de re-
cordarnos que en los sótanos de las ciudades siempre
caben otras ciudades y otras calaveras y un enorme
sumidero al que van a parar las historias que en rea-
lidad vale la pena contar.

Me parecía que debía esperar para entrar en el


convento y leer la historia que estaba encerrada en
él. Los libros, como las botellas de vino, deben ser
descorchados en el momento justo, ni antes ni des-
pués. He abierto libros a destiempo y no me han
dicho nada; los he dejado respirar para que encon-
trasen su ritmo, y lo que antes me había parecido
una escala de grises se ha convertido en plena ilu-
minación.
Me sucedió, precisamente, con un libro que co-
mienza aquí en Lisboa, un libro que inicia con esta
sencilla frase: ''Aquí acaba el mar y empieza la tie-
rra". Es seguro que si me hubiera precipitado so-
bre esas páginas que en un principio me parecieron
huecas, en lugar de dejarlas reposar unos días sobre la
mesita de noche, jamás habría existido esta geografía,
208
Dki. Tripulante de terremotos

este recorrido sobre un mapa invisible. Incluso lle-


go a pensar que yo mismo, Oki Tomo, sería otro. El
año de la muerte de Ricardo Reís, así se llama aquel libro,
me abrió la puerta a la escritura. De algún modo me
convirtió en un pez negro que se mueve dentro de
una pecera. Alguien, del otro lado, me observa con
atención y mis movimientos lo conducen a Lisboa
y a Zagreb y ante las puertas de un convento en
ruinas.

Cuando sentí que había llegado la hora, caminé por


Santa Justa en dirección al ascensor. Frente a mí te-
nía la misma perspectiva retratada en la postal que
Maria Bento le había enviado al señor Konno: al
fondo se veía la torre de metal; faltaban las mujeres
con las canastas en la cabeza, es cierto, pero fue-
ron sustituidas por un hombre que paseaba con su
perro.
En un momento me pareció que el elevador
bien podría ser un cohete espacial patentado en el
siglo XIX, o la escenografía futurista de una película
filmada antes de la invención del cine. Hay objetos
que indiscutiblemente se adelantaron a su tiempo: el
ascensor de Santa Justa es uno de ellos.
Recorrí las dos callecitas que me separaban de la
torre. Compré mi boleto en la taquilla y, antes de su-
bir al armatoste, me acerqué a una de sus paredes y
coloqué mi mano sobre el metal. Fantaseé con la idea
de que aquella columna que ahora tocaba tenía su
209
Juan Carlos Quezadas

origen cientos de metros más abajo, en los sótanos


de una Lisboa oculta. Pisos y pisos de una ciudad
subterránea. Imaginé que A Baixa, Alfama, el Castelo
de Sao Jorge, todo lo que quedaba sobre la super-
ficie, era apenas una muestra de lo que se escondía
bajo nuestros pies.
Cuando entré a la cabina le dije al elevadorista,
evidentemente en broma, que yo no iba a la plan-
ta alta sino a los sótanos de la ciudad. De inmediato
me miró con los ojos de quien ha sido sorprendido
en flagrancia. Se quedó quieto sin saber qué hacer.
Tuvo que intervenir un turista italiano para infor-
marme que aquello no era posible. Al parecer ningu-
no de mis compañeros de ascenso entendió que yo
únicamente había querido ser ingenioso. Se cerraron
las puertas y la cabina comenzó a elevarse mientras
el elevadorísta no me quitaba los ojos de encima.
Cuando llegamos al piso superior todos comen-
zaron a disparar sus cámaras, situación que aprove-
ché para escabullirme lo más rápido posible hasta
un puente de metal que conecta el ascensor con la
plaza donde está asentado el convento. Una vez allí
dudé, pensando que tal vez lo mejor sería no entrar,
quedarme afuera, y desde una cómoda sombra in-
ventar mi propio convento, mí propia lectura.
Me quedé un rato frente a la taquilla. Indeciso. De
vez en cuando la boletera levantaba los ojos de su re-
vista para toparse conmigo, con ese loco japonés que
contemplaba la pesada puerta del convento como sí se
tratara de la entrada a los Infiernos. Después de un rato
210
Oki. Tripulante de tmemotos

de darle vueltas al asunto me decidí a visitar el edificio,


a leerlo, a caminar por sus párrafos imperfectos.

-Tengo una cita con Maria Bento -le dije a la mujer


de la taquilla, no sé muy bien por qué, jugando mi
última y absurda carta.
-¿Perdón?
-Quedé en verme con ella aquí, en el convento.
-No tengo la más mínima idea de quién es Maria
Bento -me respondió, confundida.
-Es una mujer que viene mucho a visitar el edifi-
cio. Le gusta leerlo.
-¿Leer en el convento?
-Leer el convento. Se sienta en una banca y se
pone a mirar las paredes. Luego se levanta y comien-
za a caminar por allí sin rumbo fijo -me aventuré a
describir el método que yo suponía utilizaba Maria
Bento para llevar a cabo sus lecturas.
-No hay nadie que haga lo que usted dice.
-A veces viene con un libro de Pessoa.
-Tenernos muchos visitantes que leen a Pessoa.
-Tendrá unos cincuenta años -insistí.
-¿Quién? ¿pessoa? Pessoa ya murió.
-Ya sé que Pessoa murió, hablo de la mujer que
busco.
-Al principio me pareció entender que tenía una
cita con ella, ¿por qué no le llama?
-En realidad no conozco a Maria Bento. Todas son
suposiciones. Debo decirle que tuve la corazonada
211
Juan Carlos Quezadas

de que usted era la persona a la que busco -le con-


fesé a la mujer.
-Yo soy Filipa Paneira.
-Me llamo Oki Tomo.
-Los domingos viene un señor que suele leer la
Biblia. Lo hace porque esto alguna vez fue un con-
vento. ¿Le sirve?
-No, gracias. Yo busco a una señora -respondí,
decepcionado.
-Dice que una de las monjas que murieron en el
derrumbe fue su novia y viene a rezar por su alma.
-Eso es absurdo -protesté-, el terremoto fue en 1755.
-Eso dígaselo a él. Yo solo trato de ayudarlo a en-
contrar a quien busca.
-Usted perdone, le agradezco la información, solo
que enamorarse de una mujer que vivió hace más de
doscientos años no me parece buen plan.
-Mire, señor Tomo, con todo respeto su búsque-
da también me parece un desatino.
No pude dejar de sonreír ante la franqueza de la
mUJer.
- Tiene razón, señorita Filipa, tanto el novio de la
monja como yo somos dignos candidatos al mani-
comio.
-No es para tanto -respondió la taquillera sin po-
der esconder una sonrisa. Era claro que todo aquel
asunto la estaba divirtiendo mucho.
-¿Cómo se le metió en la cabeza que aquí podía
encontrar a esa mujer?

212
Oki. Tripulante de terremotos

-Es una larga historia.


-Me gustan las historias largas, mi turno termina
en diez minutos y conozco un bar buenísimo en la
Rua da Atalaia.
_¿y mi visita al edificio?
-El convento no se va a mover de aquí. Lleva
más de quinientos años esperando por usted. No se
preocupe, señor Tomo, los conventos en ruinas son
maestros en el arte de esperar.

El bar era diminuto y se llamaba Café Nicola. Tenía


dos mesas adentro y dos en la terraza. Pedimos afue-
ra. Caía una linda tarde.
-Y bien, señor Tomo, lo escucho -me dijo la ta-
quillera cuando le trajeron su té de manzana con
canela.
-No creo en la astrología. Siempre me ha pareci-
do práctica de charlatanes. . . -y entonces comencé
mi historia, esta historia.

213
[

A pesar de que mi estancia en Lisboa esta-


ba llegando a su fin me negué a traspasar las
puertas del convento. Me contenté con mi-
rarlo desde diferentes puntos. Lo mismo hice
con el edificio amarillo de Garrett y Alecrim:
me sentaba en la contraesquina y me dedi-
caba a imaginar la eternidad de sus espacios.
Sin atreverme a tocar el timbre del segundo
exterior derecho.
Mis últimos días en Lisboa fueron un elo-
gio a la indecisión.
La tarde final de mi viaje la pasé caminan-
do varias horas sobre las cuatro calles que
Juan Carlos Quezadas

conforman Douradores. De ida y de vuelta. Una y otra


vez. Como si fuera un sereno que tuviera la labor de
ejercer vigilancia sobre ese pedazo de mundo. De ida y
de vuelta. Como si todos los predios de Douradores
me hubieran sido legados y ahora temiera que inqui-
linos indeseables, aprovechando un descuido, fueran a
introducirse para ocupar mis propiedades. Diez, quin-
ce, veinte veces pasé por los mismos sitios. Por la acera
poniente cuando iba rumbo al río; por la acera orien-
te cuando subía hacia Rossio. Pero yo no vigilaba ni a
malhechores ni a ocupantes abusivos porque en rea-
lidad iba tratando de encontrar nuevos territorios que
leer. Me había cansado de los muros y de las ventanas,
pero por más que recorría la calle no lograba encon-
trar un nuevo pretexto para mis lecturas.
De ida y de vuelta por Douradores.

Poco antes de las ocho, sin llegar a ningún lado (en


uno y otro sentido de la expresión), abandoné mi
rondín y entré al locutorio para hablar con mi ma-
dre. En la última hora había pasado mil veces ante las
puertas del local, por lo que el encargado me miró
con una mezcla de sorpresa y simpatía.
-Por fin se decidió a entrar -me dijo a manera de
saludo.
-No es que no me atreviera, andaba en busca de
una idea -le expliqué.
_¿y la encontró?
-No.
216
Dki. Tripulante de terremotos

-Usted la buscaba en Douradores y quizás ella


caminaba alegre por Fanqueiros.
Le sonreí al encargado por su ocurrencia pero, en
realidad, sus palabras produjeron dentro de mí una
profunda tristeza. Eran muy ciertas. Imaginé millo-
nes de ideas paseando por avenidas de todo el mun-
do. Magníficos pensamientos que jamás tendría por
ir caminando por las calles equivocadas.
-O tal vez me espera sentada en una banca del
parque Ito -respondí por lo bajo después de unos
momentos, en realidad más para mí que para mi in-
terlocutor.
-¿Perdón?
-No importa.
-Cuando yo busco una idea me pongo a jugar
buscaminas. Mientras más me concentro en liberar
cuadraditos, mejores ideas me llegan a la cabeza. De-
bería probar el buscaminas en lugar de ir pasando
frío por allí.
-Lo tendré en cuenta.
- Tengo un primo que se para de cabeza para que
la sangre le inunde el cerebro. Dice que así las neu-
. .
ronas se comunican meJor.
-Me parece que ese método no tiene sustento
científico -repliqué.
-La próxima vez que necesite una buena idea
me pararé de cabeza a jugar buscaminas, seguro me
convierto en sabio -dijo el hombre, ignorando mis
palabras anteriores y con un brillo en los ojos señal
de que había hecho un gran descubrimiento.
217
Juan Carlos Quezadas

-Quiero una cabina, por favor -anuncié, tratando


de dejar atrás los métodos para pensar mejor.
-Todas están libres. Primero marque cero y des-
pués el número al que desea llamar -dijo el encargado
del locutorio, aún con la mirada encendida.
Ingresé a la cabina número dos, seguí las instruc-
ciones del encargado y el teléfono comenzó a comuni-
car. Sonaron varios timbrazos. Nueve o diez. Cuando
estaba a punto de colgar pensando que había mar-
cado un número equivocado, escuché la voz de mi
madre del otro lado de la línea:
-Diga.
-Hola, madre. Soy yo, Oki.
-¿Sucedió algo? ¿Estás bien?
-Sí, perfectamente. ¿cómo estás tú?
-Dormida.
-¿A las once de la mañana?
-Son las 4:56 de la madrugada.
-No puede ser: entre Portugal y Japón hay una
diferencia de nueve horas.
-Así es.
-Si aquí son las ocho de la noche, allá serán las
once de la mañana.
-Te equivocas, Oki. Nosotros somos los que vamos
adelantados.
-¿De verdad?
-De verdad, hijo. Aquí ya es viernes, viernes 11 de
marzo del 2011 para ser más exacta.
-Duérmete, mamá. Te hablo más tarde. No quiero
molestarte.
218
Oki. Tripulante de terremotos

-No importa. Tu padre no tardará en despertar.


Hoy tiene el turno de la mañana en la planta: de
siete a tres.
-Seguro regresará a comer.
-¿Encontraste a la mujer que buscabas? ¿Pudiste
recuperar el libro?
-No, fue imposible. Maria Bento ya no vive en el
departamento de la postal.
-Qué lástima.
-Pero encontré a dos o tres personas maravillosas
llenas de historias. Ya te contaré.
-¿Por qué no me lo cuentas ahora? Tengo una
linda madrugada por delante.
-¿oe verdad?
-De verdad, Oki. Lo peor que me puede pasar es
que me quede dormida, y en un rato, cuando vuelva
a despertar, por un momento dudaré de si todo fue
un sueño o de si de verdad hablé contigo.
-¿Por dónde empiezo?
-Por la chica de la que te enamoraste.
-Mamá, por favor ...
- Te brilla la voz, hijo, y eso solo les sucede a los
enamorados.

-Bueno, entonces cuéntame del convento.


-Se llama Maria Bento, pero no es la que vine a
buscar. Es otra.
-¿Todas las mujeres de Portugal se llaman Maria
Bento?
-No, solo unas cuantas.
219
Juan Carlos Quezadas

-Sigue, Oki.
-Tiene un circo y un día llegará a la costa de
Fukushima. Aparecerá un barco en el horizonte, y
cuando ya esté cerca de la costa, lo primero que ve-
remos será una cebra y una mujer araña colgada del
mástil.. . Mejor te dejo dormir, madre ...
-Sigue, hijo. Cuéntame de qué color será el barco.
Yo lo imaginé oxidado pero, no sé, tal vez me haya
equivocado.
Iba a explicarle a mi madre que ella podía ima-
ginar el barco del color que quisiera, cuando noté
que el encargado del locutorio escuchaba por un te-
léfono y miraba fijamente hacia mi caseta. Era claro
que estaba muy entretenido con mi conversación. Al
verse descubierto, en lugar de disimular, sonrió hacia
mí y levantó el pulgar en señal de aprobación.
-Oki, ¿sigues allí?
-Sí, mamá ... espera un momento.
Yo no sabía si continuar o quedarme callado. Des-
de su escritorio el hombre, con señas, me animaba
a continuar. Para que mi madre no se enterara tapé
con la mano la bocina del auricular y le pregunté al
encargado del locutorio si tenía por costumbre es-
cuchar las conversaciones de sus clientes. El hombre
también cubrió su bocina y con una sonrisa emo-
cionada me respondió: "No todas, solo las que pre-
cisamente no son conversaciones: me gusta escuchar
las ficciones que saltan la frontera y se internan sin
vergüenza en la realidad".

220
Oki. Tripulante de terremotos

No sé por qué me sentí halagado por las palabras


del encargado del locutorio y continué contándole a
mi madre mi aventura en Lisboa. Cada vez interve-
nía menos y cuando lo hacía parecía a un paso del
sueño. Al cabo de un rato, por su respiración pausa-
da me di cuenta de que ya estaba dormida.
-Vuelva mañana temprano, su madre y un ser-
vidor estaremos ansiosos por saber que pasó con la
señorita araña -me pidió, feliz, el hombre desde su
escritorio.

Abandoné el locutorio y caminé otra vez por Doura-


dores. Un hombre salió de una tabaquería, llevaba un
sombrero que semejaba el espectro de un cuervo; en
la acera de enfrente una niña descabezó un conejito
de chocolate y entonces fue que la tierra -cualquier
tierra- comenzó a temblar.

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