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El mar nuestro

El connotado escritor chileno fue recientemente invitado por la Armada de Chile, junto a un
grupo de personas de distintos ámbitos del quehacer nacional, a un viaje por la zona sur del
país. En esta crónica relata en forma muy emotiva el significado que para él tuvo esta travesía a
bordo del Aquiles, la cual le permitió reencontrarse no sólo con esas hermosas aguas australes
sino que, principalmente, reconciliarse con el pasado.

“Paz sobre la constelación cantante de las aguas…”


(Vicente Huidobro)

Vivimos en un país torrencialmente bello. Un país que frente al océano más grande del mundo
es en sí un milagro, una cortesía de la naturaleza pues habría bastado que la cordillera cayese
apenas un poco más al oeste o que el mar tuviese una cota insignificantemente más alta para
que esta estrecha cornisa no existiera. Sin embargo, alguien o algo quiso que nosotros
existiéramos para que fuésemos un pueblo más entre los otros pueblos, un territorio más entre
los otros territorios y aportáramos así a la pluralidad de la vida, de los otros seres humanos y
del universo.
Es lo que sentí en un viaje para mí sorprendente y desde hoy entrañable a la zona sur, invitado
por la Armada de Chile en el buque Aquiles. Los que estábamos allí éramos un grupo de
personas provenientes de diferentes ámbitos, de posiciones y pasados distintos, de historias
contrapuestas. Pero no es sólo la belleza del mar que recorrimos, del glaciar de la laguna San
Rafael, de los canales o la entrada a Puyuhuapi en la región de Aysén, es una majestuosidad
que más allá de todo nos lleva a percibir, casi como si fuera un sueño, la locura de los
conflictos que nos hicieron, del daño que una vez nos hicimos.
Como digo, no todas las historias de los que allí estábamos eran coincidentes, sin embargo me
pareció intuir algo semejante a un destino, a un horizonte que excedía el tiempo de nuestras
vidas, porque quizás la única misión que tenemos desde siempre el conjunto de los hombres es
llegar a ser dignos del universo que habitamos. En nuestro caso, reemprender los hilos una vez
cortados de nuestra historia aunque sea sólo para elevar desde allí un sueño de paz y de vida,
porque eso, ese sólo sueño, es el final testimonio de amor más grande que un ser humano puede
dar a aquello que llamamos patria.
Descubrí entonces otro mar: los oficiales y suboficiales volvieron a mostrarme un mundo del
que una vez me sentí radicalmente apartado. Son pocas las ocasiones en que he podido sentir
como esta vez, y sentirlo en el estómago, físicamente, un espíritu similar, de amistad y cariño.
Ellos nos mostraban su vida, sus proyectos, el papel que se sentían llamados a cumplir y me di
cuenta, sorprendida y emocionadamente, que eran también mis proyectos y mi vida. En ese
momento volví a hacer mía una historia de la que también llegué a sentirme ajeno y me alegró
que así fuese. Me alegró mucho más de lo que yo mismo pude haber imaginado.
Son miradas, son gestos que no se pueden fingir y que estaban en los ojos de cada uno de ellos,
escuché cantar a dos oficiales jóvenes, eran dos jóvenes como otros jóvenes de mi país y en esa
simple constatación vi la hermandad profunda que implica ser un pueblo. Comprendí el anhelo
de compartir nuestras vidas, vi en sus gestos, en sus miradas, ese impulso que desde el
comienzo de los tiempos ha querido que fuésemos hermanos en esta casa de todos que es la
tierra y donde a nosotros nos correspondieron estos territorios y estas costas increíbles, la
inmensidad del océano más grande del mundo y las estrellas vistas desde el océano. En este
viaje percibí que nunca más íbamos a permitirnos el extravío suicida de sentirnos enemigos,
entre otras cosas, porque nuestros paisajes, la belleza inenarrable de lo que vimos, no puede
permitir la locura de que lo seamos.
Desde la inmortal gesta de Prat entonces hasta la gesta poética de Neruda, desde el corneta niño
Gaspar Cabrales, muerto a los 10 años mientras tocaba a la carga del 21 de mayo en la cubierta
de la Esmeralda, hasta el poema al mar de Vicente Huidobro, estamos compelidos al heroísmo
de ser cada vez más humanos y de continuar siéndolo. No es una tarea fácil y sin embargo
como comunidad, como pueblo, como país, debemos imperiosamente erigirla día a día,
levantarla y reconstruirla, porque es al final una tarea de paz y de amor que son las únicas
tareas que nos impone el ser parte de este cosmos.
Porque compartimos el milagro de estar vivos en una tierra que nos ama, en un mar y en una

cordillera que quisieron estar allí para ser el escenario de una vida que al final no puede
entender otra lengua que la lengua del amor. El amor a lo que somos, a los otros hombres, a los
otros pueblos, a los símbolos que erigimos para sabernos hermanos en la hermandad general de
todas las cosas. Ese es el mar que vi en los ojos de quienes nos recibieron y entendí
radicalmente que los proyectos y sueños de la Armada volvían, como cuando era niño y
adolescente, a ser los míos porque yo también estaba en esos sueños, que la patria que amaban
era la mía porque también estaba en esa patria, que su océano era el mío porque cada ser
humano es al final un océano y un pueblo es un océano lleno de océanos.
Es eso, hace 27 años buques de la Armada fueron usados como prisiones y quien escribe fue,
junto a miles, prisionero en condiciones mucho menos que humanas en las bodegas del Maipo.
Ahora en el Aquiles, al mirar los ojos de los marinos que nos recibieron, al ver su dignidad, su
sencillez, su cariño y amor, supe, y lo supe con la misma certeza con que con que sé que estoy
vivo, que respiro, que escribo poemas, que habíamos sellado una reconciliación y amistad para
siempre y que nunca lo que nos sucedió volvería ocurrir en nuestro país. Que el milenio que
comenzábamos, que este día, que estos nuevos tiempos de Chile eran nuevos tiempos para la
paz. Era mi emoción privada y al mismo tiempo sentí que era la emoción de muchos. Le
agradezco a la Armada, a la Armada de mi pueblo, la oportunidad que me dieron de esta paz, de
recuperar este amor entrañable, de sentir las olas de un mar que se parece cada vez más a la
palabra nosotros.

LORENZO MOSCIA Y EL DURO SUEÑO DE LA FOTOGRAFÍA

Es como si las fotografías de la Isla de Pascua de Lorenzo Moscia contuviesen un antes y un


después, un pasado y un devenir. Lo que el retrata es un momento de inflexión, un segundo que
no puede dejar de presentarse sino corno la culminación de algo que ya estaba marcado. Es un
instante doble: los Moais se levantan corno la única referencia de algo en cierto sentido eterno
-como un sueño eterno- y que lo seguirá siendo. Las mesas con botellas de plástico nos
muestran la borradura de esa eternidad, la presencia de una precariedad conocida: la pobreza
latinoamericana. Esa pobreza que mezcla rasgos ancestrales, rostros increíblemente bellos,
fuertes, abiertos, y, al mismo tiempo, las botellas de plástico, los vasos desechables, los envases
omnipresentes de las gaseosas.
Haber retratado esa hibridez es lo que hace que estas fotografías parezcan la señal de un sueño.
Ellas nos dejan entrever un pasado, como decía, un antes, e inmediatamente después la imagen
de un devenir que se intuye como se puede intuir la presencia de los desiertos. Solo la belleza
resiste, solo esas caras que ríen, los niños -tal vez más bellos que los de otras partes-, el mar, la
presencia del mar que otorga la sensación aliviante de que hay viento. Se ha hablado mucho de
que la convulsionada historia de Isla de Pascua se asemeja a la historia de la Tierra en el
cosmos: el abandono de los antiguos ritos, el olvido de la escritura, la sobrepoblación y el
colapso, y sin embargo estas fotografías nos muestran que ese colapso se perpetua en el
presente. Hablaba recién de los desiertos, es eso: lo que se deja entrever detrás de estas
imágenes es la aridez demencial de un desierto que se está formando.
Vemos entonces lo que nosotros, latinoamericanos, no podíamos mirar porque está siempre
presente: la precariedad sobre la cual se ha construido un modo de ver, una manera de fijar los
ojos donde las cosas usualmente desaparecen como desaparecen de tanto verlos los que piden
limosna, los jóvenes drogadictos con pasta base, los limpiavidrios. Las fotografías de Moscia
tienen ese trasfondo doloroso y arrasador. Es la Isla de Pascua, pero es sobre todo una
contaminación: esa sensación angustiosa de que un lugar lejano, en el que estamos sin por qué
tener que estar, está siendo también impregnado con la tragedia de lo que vemos. Solamente los
rasgos de los rostros, una franqueza abierta y fuerte, una salud que nosotros creo que
definitivamente hemos perdido, que ha perdido nuestra vida, es lo que diferencia estas
imágenes de la común hibridez latinoamericana, de la típica hibridez de la pobreza
latinoamericana.
Es entonces la inminencia de algo profundamente perturbador lo que primero conmueve de
estas fotografías. Los Moais -al contrario de lo que sucede perpetuamente en las típicas
fotografías de la Isla de Pascua- no tienen aquí otro protagonismo que el de ser los únicos
dueños de su olvido, como si fuesen solo otras piedras más, o mejor dicho, como si fuesen la
versión esculturizada de un instante de la lepra. Es algo que las restauraciones ni las tomas
turísticas no pueden evitar, sino solo, y en el mejor de los casos, añadirle un tinte más de
estridencia y melancolía a un naufragio generalizado. En este caso, al naufragio de lo que está
al frente, al naufragio de Chile.
Los Moais de Moscia, cada una de sus fotografías, nos muestran así su alrededor, su aura. En
ellas podemos ver lo que somos, lo que somos quienes no aparecemos allí. El retrato es el
retrato de Chile, de la infección chilena sobre una isla árida y hermosa, situada en el medio del
Pacifico, a la que le hemos adherido todos los signos de nuestro desfallecimiento. Lo
impresionante es que se necesitaba de esta mirada, de estas fotografías, de estos golpes de luz,
para que nosotros pudiésemos ver los presagios que nos entrega un presente ciego y
enmudecedor.
Moscia fotografía de esa manera una forma de ser nuestra e imagino que es también un modo
de retratarse. Estas fotografías nos ponen frente al sueño de un pasado, frente a la obsesión de
poseer monumentos. Hay una profunda ironía en el hecho de que haya sido un romano quien
haya captado esa necesidad ingenua y devastadora, la del Estado de Chile, que también
precisaba de una columnata inmemorial, de una ruina etrusca, de un arco de Trajano. Por eso
llegó a la Isla de Pascua y por eso, probablemente, nunca se desprenderá de ella. Lo que estas
fotografías delatan es que esas ruinas que queríamos, ese Macchu Picchu propio, son solo
nuestras ruinas.
De allí creo proviene en parte la grandeza desolada de estas fotografías. Ellas nos enseñan una
de las infinitas formas con que nuestro tiempo ha ejercido el despojamiento. La Isla de Pascua
vista por Moscia es sobre todo el escenario de un amor que nosotros nunca tuvimos pero que,
ahora, al mirar sus fotografías, igualmente perdemos. Se trata entonces, por parte nuestra, de un
amor sin redención, encontrado sobre la superficie de un encuadre y que en ese mismo
momento se extravía para siempre porque de el -en el mejor de los casos- no nos quedarán más
datos que los que pueden quedar de una relación tortuosa, oscura, y que posiblemente nos
avergüenza. Si entre muchas otras cosas las fotografías de Moscia son extraordinarias es porque
tienen un cierto efecto chamanístico: al mirarlas nos miramos. Mejor dicho: al mirarlas
miramos la cara de una culpa.
Latinoamérica, en este caso Chile, llegó a Pascua únicamente para romper y reiterar así la
misma violencia de la que nosotros fuimos objeto en la Conquista. Llegamos para estampar
nuestra deslavada mediocridad y dejar los restos de los restos del primer mundo: la moda de la
ropa usada, los desperdicios, unas patéticas construcciones para funcionarios. Lorenzo Moscia
nos muestra ese deterioro al mismo tiempo que nos deja adivinar el porqué, con todo, del amor
y contra que ese amor se yergue. No podía ser de otra manera porque sus fotos son, antes que
nada, un testimonio de amor.
El testimonio mudo de un encuentro cuyas únicas palabras están allí, frente a nosotros; en la
develatura íntima del rostro de un leproso, en los pianos familiares, en las sonrisas, en las
imágenes de los isleños en el borde del mar, en las rocas con geoglifos, en suma, en ese
amontonamiento de grises y blancos, de tonalidades, de encuadres, que solo en un gran
fotógrafo pueden tomar las tesituras del abrazo, de la pérdida y de su desvelo. Como dice Juan
Domingo Marinello, en cada una de estas fotografías está el lugar, pero también lo “universal
de lo humano”. Solo que nosotros no podemos sino entender que allí, en esa universalidad, está
expuesta la cara particular y única de nuestro extravío, de todos los pasos perdidos.
La alegría entonces que se capta en los retratos de algunos niños, en el corte de unos isleños
contra el mar, en los surcos de una cara fuerte y estragada, se levanta como las fortificaciones
de una resistencia y de un amor extremo que se ejerce a pesar de todo casi como si fuese un
exorcismo. Son el Paradiso de esta obra. Esa felicidad persiste y es allí donde la imagen del
lugar, los ojos del fotógrafo y nuestros propios rostros se funden. La isla que Lorenzo Moscia
nos muestra es, en su sentido más absoluto, el retrato de un abrazo que no ha sido de las
consecuencias de ello.
Es eso. Estas fotografías nos van develando un silencio y sobre todo la infinidad de veces que
el recorrido de la Divina Comedia se repite. En ellas he visto otra imagen del lnfierno en la que
jamás había pensado y agradezco a este extraordinario artista por ello: el lnfierno que nos tocó
a nosotros es el de la ausencia absoluta de la desesperación. Simplemente borramos, vamos
borrando.
diciembre, 2001
CULTURA Y OBRAS PÚBLICAS

Chile, ese nombre de un territorio al sur del continente americano, es también el nombre de un
enigma, de un misterio que de ser asumido en toda su oscuridad y su luz, puede hacernos
mejores.
Así, al amanecer, sobrevolando a baja altura la costa del norte de nuestro país, hacia el sur de
Arica, casi podemos imaginarnos su nacimiento emergiendo de las aguas. El sol comienza a
surgir desde los farellones y pronto el muro gris pardo se decantará en el océano recordándonos
que somos una cortesía de la naturaleza, una suerte de milagro que quiso que existiese este
angostísimo territorio, apenas una cornisa colgada del borde de los Andes, para que pudiésemos
levantar una vida y ser un pueblo más sumado a los otros pueblos, un detalle más en la variedad
infinita de las otras existencias.
El espectáculo es inabarcable e implica la dimensión que debemos asumir cuando hablamos de
obras públicas. Los inmensos acantilados caen durante 312 km a pique sobre el océano y dudo
que existan demasiados lugares en el mundo donde el mar pueda enseñarle más a lo humano,
mostrarle su propia libertad como si él mismo fuese la imagen de un destino infinitamente más
vasto, más amplio y generoso que aquel en que hemos comprendido nuestra vida.
El azul del Pacífico en el norte de Chile es en sí un inmenso Santuario donde pareciera que las
olas, que el cielo y el desierto repiten por nosotros las frases de una oración infinita y eterna.
Un día, cuando ese tramo de la ruta costera entre Arica e Iquique esté terminado, muchos más
hombres podrán contemplar ese borde y luego el horizonte curvando las aguas, la inmensa
curva del cielo azul más profundo del planeta.
Ese sólo ejemplo basta para mostrarnos en nuestro país la relación inseparable entre las obras
civiles y la cultura, entre la obra pública y la poesía. Porque Chile fue poetizado de norte a sur y
su territorio fue primero recogido en poemas: sus cordilleras, su desierto, el océano, sus
glaciares. Antes que las taladradoras y las máquinas, fue la poesía quien primero se abrió paso
por esos solitarios parajes delineando una senda sobre la dureza virgen de las rocas, sobre los
acantilados del mar, sobre los contrafuertes de las montañas.
Fuese esa nuestra particular forma de relacionarnos con los contornos de una geografía
imponente y dura en la cual también el itinerario del sufrimiento humano, de sus íntimas
alegrías, de su soledad y esperanzas, están marcados en cada lugar que miramos. Comprenderlo
es comprender que las grandes obras públicas, junto con las proyecciones económicas,
comerciales, turísticas, estratégicas que tienen, son sobre todo la continuación de una épica que
une la vida con la visión y el sueño.
Es por eso que los libros de Pablo Neruda, de Gabriela Mistral, constituyen los trabajos de
ingeniería más vastas que se han emprendido en América Latina. Porque las obras públicas son
antes que nada grandes construcciones culturales. Una carretera, un aeropuerto, una mina,
representan, como un poema o una sinfonía, mundos concretos, edificios donde el sueño
humano y su entorno se hacen uno. Asumirlo desde el Estado y las empresas privadas,
colectivamente, como uno solo, es volver a mirar nuestro territorio, verlo en su belleza y su
sacralidad, en su deseo de futuro.
Chile emergió de un poema y olvidarlo es grave. Nuestro país antes de ser una nación fue ya
una gesta. Eso es exactamente lo que nos muestra La Araucana escrita hace 450 años por
Alonso de Ercilla. Reunir entonces la cultura (es decir, el sueño, la visión de un destino, la
poesía) con la construcción de una carretera, de una obra de regadío, de un aeropuerto, es sólo
volver a unir aquello que siempre debió ser uno. Un pueblo es su arte y sus caminos, sus cantos
y sus puentes, sus pinturas y sus estaciones de metro. Integrar entonces el arte, los poemas, en
suma, el sueño, haciéndolos uno con las obras públicas, con sus edificios institucionales, con
sus plantas mineras y colegios, significa, en su sentido más concreto y pleno, dignificar la vida
y es en definitiva lo que marca para siempre la diferencia entre levantar un país con estrechez o
hacer con amor, aliento y belleza.

POR ESO EL NOBEL SE MERECE A PARRA

La obra de Nicanor Parra: la Antipoesía, los Artefactos, Lear/ Rey & Mendigo, apelan como
jamás se había hecho antes, a la democracia irrefutable del habla, a su propiedad comunitaria y
compartida. La eliminación de las jerarquías del habla junto con liberar toda la potencia
creativa del lenguaje, todo su poder desacralizador y a la vez nos hace ver un terreno común
donde los seres humanos, al igual que sus palabras, carecen de jerarquías y por ende son
profundamente iguales. Las desautorizaciones que suelen hacérsele a los artefactos, por
ejemplo, han tenido siempre en común la idea de una jerarquía del lenguaje el que se
proyectaría a su vez como un reflejo de la división “natural” de los hombres en clases. Pero
precisamente ese es el papel subversivo que cumplen los artefactos y la antipoesía: liberar a las
palabras obreras, aquellas que cotidianamente fundan la vida de los seres humanos, de la
sumisión que les imponen las palabras sagradas.
El habla absorbe las llamadas “grandes” obras y estas a su vez no son sino modulaciones
particulares, meros acentos permanentemente absorbidos, reelaborados, regurgitados, de los
lenguajes de las tribus desde donde nacen y en los que se hunden. Dante, Platón, Joyce, Pound,
son destellos en ese mar del habla sin más ni menos derechos que el diálogo de dos lavanderas
a las orillas del río o de dos estudiantes en un bar. Es lo que la escritura parriana ha mostrado.
Su revolución no es más ni menos que eso.
No hay nada de lo humano de hoy que la obra de Parra no haya tocado. Sus poemas nacen
desde los fragmentos de la oralidad de los hombres, de esa oralidad diaria donde cada palabra
convive al lado de la otra como los pastos en las praderas. La antipoesía extrae fragmentos de
esa oralidad mostrándonos que en cada partícula de ese idioma vivo, concreto, real, hablado,
está contenido entero Shakespeare, que en un chiste está completa la Divina Comedia. Nos
muestra algo que hasta ahora no habíamos entendido: una dignidad que siempre ha estado allí y
que no habíamos visto, una revolución total que está a mano, que abarca todo y que es mucho
más profunda y más viva que todo lo que habíamos llamado “arte”, “poesía”, y “literatura”.
Por eso el Nobel se merece a Parra.

Universidad Diego Portales, septiembre, 2004.

Variaciones ornamentales de Ronald Kay

1
Versos que emergen de estratificaciones de tiempos, de escenarios, de imágenes, que se revelan
absolutamente, que no guardan para sí nada, ningún misterio, ninguna sombra, expuestos en su
total desnudez, y por eso mismo infinita, inagotable, permanentemente los mismos y
permanentemente otros como nuestros propios rostros, como nuestros ojos posándose sobre sus
letras. Una escritura que se muestra absolutamente porque su trama es nuestra propia mirada,
no hay nada que debamos interpretar porque esta escritura es ya una interpretación: nosotros no
la interpretamos, ella nos interpreta. Al leerla nos leemos. En la más desolada de las épocas, la
nuestra (¿hay, en toda la historia humana, un arte más desolado que el de Antonioni, que el de
Bergman, que el de Camus, que el de la Mistral, que el de “Maldigo del alto cielo” de Violeta
Parra?), leer los poemas de Variaciones Ornamentales es leer también los datos inmisericordes
sobre los cuales se ha levantado aquello que a duras penas denominamos un presente.

2
Los poemas de Variaciones Ornamentales de Ronald Kay, nos develan parte de los artificios
sobre los cuales se yerguen los grandes equívocos. De allí también parte de su terca grandeza.
Escritos en 1972, la edición presente contiene exactamente los mismos poemas y las mismas
imágenes que la publicada en 1979, y sin embargo son radicalmente otros poemas, otras
variaciones, otro libro. Me atrevo a insinuar una de esas diferencias. Más allá de la obviedad de
que toda nueva lectura transforma el objeto leído -no es lo mismo leer Madame Bovary antes
de Freud que después de Freud- las Variaciones alcanzan una literalidad arrasante y a la vez
iluminadora que era posiblemente difícil advertir en esos años. La diferencia, ya más cerca del
fin, es que hoy podemos al menos saber que hay algo que inevitablemente está condenado a
escapársenos, algo que no comprendemos y que atraviesa tanto una dictadura como los intentos
felices o no de recuperación democrática, algo, en suma, que jamás podremos entender. Esa
incomprensión es la única forma de eternidad que nos fue dada. Esa incomprensión medular
hace de cada uno de estos textos un objeto infinito o, dicho de otra manera, hace de cada
partícula de lo real una variación sin fin, un ornamento de sí mismo. El primer poema de la
serie, Alta Visibilidad, es ilustrador de esto. La palabra clave es “distracción”: Acontecimientos
que demuestran irrefutablemente / el propósito deliberado de distraer.

3
Una época más que por sus construcciones, evidencias o certezas, puede definirse por aquello
que le está del todo vedado concebir, no por lo que aún no sabe, sino por lo que le es
inconcebible, por aquella innombrable oscuridad frente a la cual no existe la posibilidad de
interrogación. Los poemas de Ronald Kay exponen lo absolutamente expuesto, lo que esta allí
sin sombras, y que estamos condenados a malinterpretar porque su luz nos ciega. La luz nos
impide ver la sombra. Por eso mal interpretar estos poemas significa aquí paradójicamente
entrar en la verdad. Entrar en la muerte que ellos contienen. No se trata de imágenes, no es la
“muerte vestida de almirante” de Pablo Neruda, ni de la “vieja lacha” de Nicanor Parra. Se trata
de lo inexpresable, esto es, de lo más altamente expuesto, de aquello que no requiere de
metáforas porque está totalmente a la vista, es más visible que la visible invisibilidad de Dios.

4
Es precisamente el exceso de cercanía. El articulador de estas secuencias de paisajes, de frases,
de panoramas nos pone, decía, frente al abismo de algunos equívocos. Quisiera referirme a uno
de ellos. No existe un Lenguaje que informe de algo que está afuera de él. Todo lenguaje es
siempre amenazante. Lo que leemos al leer no es otra cosa que las cifras de nuestro propio
miedo. Encontrados en ese mar común del habla, el lenguaje es el primer dialecto del terror, no
estamos protegidos, el líquido de nuestra madre no nos envuelve, aterrados asistimos a los
primeros síntomas, la palabra pa-pa, la palabra ma-ma de un holocausto que inevitablemente
nos alcanzará. Hemos hablado de Auschwitz, hemos hablado de Hiroshima, pero no hemos
hablado de esa inconmensurable cámara de gases que es la lengua. Este libro sí lo hace.

5
Y puede hablarnos de esa muerte general porque ha recuperado el gesto más arcaico de la
poesía. Estos poemas bajan a la región de los muertos para rescatar el amor perdido.
Inevitablemente Orfeo girará la cabeza e inevitablemente Eurídice se pierde para siempre. Estos
poemas bajan a la región de los lenguajes muertos para rescatar un nombre, un amor, un
cuerpo, pero tampoco podrán traerlo a la luz. Estos poemas lo exponen todo a costa de un
sacrificio inconmensurable, el sacrificio de quien los escribe. Las Variaciones Ornamentales
existen porque el que los escribe es lo único no visible, lo único que permanece y permanecerá
para siempre en la región de las sombras. La portada del libro: ¿es la imagen de alguien que
grita? ¿de alguien que canta? ¿Qué escuchamos con los ojos?

6
El título de este libro: Variaciones Ornamentales, parecieran decirnos que hay variaciones que
no son ornamentales. Estos poemas nos liberan, al menos por el momento, de caer en consuelos
semejantes. Metáforas de más o menos lo mismo, nuestras pasiones, certezas, espejismos y
pesadillas, no difieren mayormente. Leemos estos poemas con exactamente la misma
intensidad con que estos poemas nos leen a nosotros o se leen a sí mismos. Estábamos aquí
contemplados. Nosotros los lectores no somos sino variaciones de textos escritos desde
siempre, para siempre, por siempre. En el mar general del habla todo ha sido escrito, dicho,
todo ha sucedido. El pequeño relave de la muerte nos aterra exactamente porque es un
acontecimiento del todo insignificante. Después de tres mil años de escrituras volvemos a las
fuentes: leer es aprender a morir. Creo que este es otro nudo de las Variaciones Ornamentales.

7
Je suis un mensonge qui dit toujours la vérité.
Jean Cocteau
El libro se cierra y se abre con fotografías de la pantalla de un televisor el año 1979 que está
exhibiendo una película norteamericana de clase B de finales de los 40, Saigón. Esas imágenes
nos revelan una frontera y un tránsito: el del afuera del libro a su interior: escenas de una
película pasada en un canal de televisión 30 años después en un país bajo dictadura,
fotografiadas y luego impresas en las copias de un libro. Mediaciones sobre mediaciones. El
afuera de Variaciones Ornamentales: ese espectáculo donde ficción y realidad han cancelado
definitivamente sus fronteras.

8
Esa borradura es otro de los nudos del trabajo de Ronald Kay. En sí no es algo complejo: desde
los tiempos más remotos todas las culturas fundamentalmente son una manera de integrar con
el habla cotidiana de los seres humanos aquello que por definición está fuera del lenguaje: la
muerte. La sociedad actual, regida por la globalización del capitalismo, no es sino un rostro
más de ese tratamiento con el hecho ineludible de nuestro propio fin. No podía ser de otra
manera, lo inédito es que para el capitalismo, y valga el juego de palabras, la relaci6n con la
muerte ha devenido precisamente en un asunto de vida o muerte. Ella debe ser retirada del
horizonte humano o el sistema perece.
Es algo que se ha venido gestando desde el nacimiento de la sociedad burguesa y su resolución,
aunque fuese momentánea, requería para desplegarse en toda su magnitud del impulso
formidable de la modernidad y especialmente de dos de sus creaciones. La primera: la
invención de los sistemas públicos de salud apoyada por la masificación de los hospitales. Esta
enorme conquista social modificó radicalmente la noción de enfermedad, eximiendo a la vida
humana de la omnipresencia de la muerte, retirándola de las casas y de la calle, para confinarla
en el territorio normado de los recintos hospitalarios y posteriormente de las clínicas. La
segunda, es la aparición de los medios de comunicación masivos, que, al contrario de lo
anterior, sobreexponen la muerte pero para transformarla en espectáculo. Se trata de mostrarla
hasta la extenuación de modo que deje de ser muerte para ser entretiempo, distracción. Como
no se la puede finalmente eludir, las personas de hecho a nuestro alrededor se mueren, se la
exhibirá hasta el hartazgo para paradójicamente enmascararla, para que no se la vea. La alta
visibilidad de estos poemas nos está mostrando allí, delante de nuestras narices esa operación:
Ambas estrategias, relegar a la muerte de tal modo que desaparezca de la vida, y al mismo
tiempo espectacularizarla, confluyen y su objetivo es uno sóIo: alejar la muerte, mostrarla como
algo ajeno.

9
La extrañeza de estos poemas es la misma profunda, anormal, monstruosa extrañeza, de
pertenecer al más agónico de los tiempos, el tiempo de la agonía de las lenguas y,
simultáneamente, el que sanciona el fin de la muerte. Billones de mensajes de Nike, de la Coca
Cola, transmitidos por segundo, nos relatan esa inédita experiencia.

10
Decía al comienzo que estos poemas fueron escritos antes del golpe de estado de Chile y a
muchos podría asombrarles cómo los sucesos trágicos de nuestra historia a partir del golpe de
Pinochet, están anticipados en las Variaciones Ornamentales. Lo sorprendente hubiese sido lo
contrario, que esos sucesos no hubiesen estado registrados. El mar del habla es el gran recuerdo
de todo lo que no ha sucedido aún. En ese mar las historias avanzan de su fin a su nacimiento.
El lenguaje es el fin, nuestras vidas vienen desde ese final, ya hemos sucumbido. La publicidad
es la invención de un nacimiento sin muertes para que solo exista el consumo. La poesía,
último refugio de la muerte, es la narración de una muerte que ya ha acaecido y que por eso
mismo nos permite una y otra vez inventarle, contra todo, los nuevos significados a la palabra
vida.

11
Ronald Kay ha escrito el único texto que cuenta respecto a nuestra visualidad: “Del espacio de
acá”. Hoy podemos ver que las Variaciones Ornamentales son el fundamento de “Del espacio
de acá” y de lo que hoy podemos entender por escritura.

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