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JOHN RAWLS

TEORÍA .
DE LA JUSTICIA
Primera edición en inglés, 1971
Primera edición en español, 1979
Segunda edición en español, 1995
Sexta reimpresión, 2006

Rawls, John
Teoría de la justicia / John Rawls ; trad. de María
Dolores González.

Título original:
A Theory of Justice
© 1971, The Presiden! and Fellows of Harvard College
Publicado por The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Mass.
ISBN 674-88014-5
398 LOS FINES

67. EL RESPETO PROPIO, EXCELENCIAS Y VERGÜENZA

En varias ocasiones he señalado que tal vez el bien primario más importan-
te sea el del respeto propio. Debemos cerciorarnos de que la concepción de la
bondad como racionalidad explique por qué esto ha de ser así. Podemos de-
finir el respeto propio (o la autoestimación), en dos aspectos. En primer lugar,
como antes lo hemos indicado (§ 29), incluye el sentimiento en una persona
de su propio valor, su firme convicción de que su concepción de su bien, su
proyecto de vida, vale la pena de ser llevado a cabo. Y, en segundo lugar, el
respeto propio implica una confianza en la propia capacidad, en la medida
en que ello depende del propio poder, de realizar las propias intenciones.
Cuando creemos que nuestros proyectos son de poco valor no podemos pro-
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seguirlos con placer ni disfrutar con su ejecución. Atormentados por el fra-


caso y por la falta de confianza en nosotros mismos, tampoco podemos
llevar adelante nuestros esfuerzos. Está claro, pues, por qué el respeto pro-
pio es un bien primario. Sin él, nada puede parecer digno de realizarse o, si
algunas cosas tienen valor para nosotros, carecemos de la voluntad de es-
forzarnos por conseguirlas. Todo deseo y toda actividad se tornan vacíos y
vanos, y nos hundimos en la apatía y en el cinismo. Por consiguiente, los in-
dividuos en la situación original desearían evitar, casi a cualquier precio,
las condiciones sociales que socavan el respeto propio. El hecho de que la
justicia como imparcialidad preste más apoyo a la autoestimación que a otros
principios es una buena razón para que la adopten.
La concepción de la bondad como racionalidad nos permite caracterizar
mas plenamente las circunstancias que apoyen el primer aspecto de la auto-
estimación, el sentido de nuestro propio valor. Son, esencialmente, dos:
l) tener un proyecto racional de vida y, en especial, uno que satisfaga el
principio aristotélico; y 2) ver que nuestra persona y nuestros actos son apre-
ciados y confirmados por otros, que son, a su vez, estimados y de cuya com-
pañía gozamos. Supongo, además, que el proyecto de vida de un individuo
carecerá para él de un cierto atractivo si no consigue estimular sus facul-
tades naturales hasta un punto interesante. Cuando las actividades no lo-
gran satisfacer el principio aristotélico, probablemente parecerán estúpidas
e insulsas, y no nos darán ningún sentimiento de aptitud, ni la convicción
de que valen la pena de ser realizadas. Una persona tiende a confiar más en su
valor cuando sus facultades se realizan plenamente y se organizan con una
complejidad y un refinamiento adecuados.
Pero el efecto que acompaña al principio aristotélico interviene también
en el hecho de que otros confirmen y disfruten de lo que nosotros hacemos.
Porque, si bien es cierto que, a menos que nuestros esfuerzos sean apreciados
por nuestros compañeros, es imposible para nosotros mantener la convic-
ción de que valen la pena, también es cierto que los otros tienden a valorarlos
únicamente cuando lo que nosotros hacemos despierta su admiración o les
produce placer. Así, las actividades que despliegan talentos intrincados y su-
tiles y manifiestan perspicacia y refinamiento, son valoradas tanto por el pro-
pio individuo como por quienes le rodean. Por otra parte, cuanto más consi-
dere una persona que su proyecto de vida merece la pena de realizarse, más
probable es que celebre nuestros logros. El que tiene confianza en sí mismo
no escatima a la hora de apreciar a los demás Teniendo en cuenta todas estas
observaciones, parece que las condiciones para que las personas se respeten a
sí mismas, y unas a las otras, exigirían que sus proyectos comunes fuesen ra-
cionales y complementarios: que estimulen sus facultades educadas y que des-
pierten en cada uno un sentimiento de dominio, y que se inserten, en conjun-
to, en un solo esquema de actividad que todos puedan apreciar y disfrutar.
400 LOS FINES

Ahora bien: puede pensarse que estas condiciones, generalmente, no pue-


den cumplirse. Podría suponerse que sólo en una asociación limitada de in-
dividuos muy bien dotados, unidos en la consecución de objetivos artísticos,
científicos o sociales comunes, resulta posible algo de este género. Parecería
que no hay modo alguno de establecer una base duradera de respeto propio
en toda la sociedad. Pero esta suposición es errónea. La aplicación del prin-
cipio aristotélico se relaciona siempre con el individuo y, por consiguiente,
con sus valores personales y con su situación particular. Normalmente, basta
que para cada persona haya alguna asociación (una o más) a la que perte-
nezca, y dentro de la cual sean públicamente afirmadas por los otros las ac-
tividades que son razonables para él. De este modo, adquirimos la convic-
ción de que lo que hacemos en la vida cotidiana merece la pena. Además, los
lazos asociativos fortalecen el segundo aspecto de la autoestimación, pues
tienden a reducir la probabilidad del fracaso y proporcionan un apoyo con-
tra el sentimiento de desconfianza de sí mismo cuando surgen contratiem-
pos. Naturalmente, los hombres tienen capacidades y facultades variables, y
lo que parece interesante y atractivo para unos no se lo parecerá a otros.
Pero en una sociedad bien ordenada, hay una gran variedad de comunida-
des y asociaciones, y los miembros de cada una tienen sus propios ideales
adecuadamente proporcionales a sus aspiraciones y facultades. Si se juzgan
por la doctrina perfeccionista, las actividades de muchos grupos acaso no
desplieguen un alto grado de excelencia. Pero no importa. Lo que cuenta es
que la vida interna de esas asociaciones se ajuste convenientemente a las fa-
cultades y necesidades de los que pertenecen a ellas, y que proporcione una
base segura al sentimiento del propio valor de sus miembros. El nivel absolu-
to de realización, aunque pudiera definirse, será improcedente. Pero, en todo
caso, como ciudadanos, tenemos que rechazar la norma de perfección como
principio político, y evitar, respecto a los objetivos de la justicia, toda aprecia-
ción del valor relativo de los distintos modos de vida (§ 50). Así, pues, lo ne-
cesario es que haya para cada persona una comunidad, por lo menos, de in-
tereses compartidos, a la cual pertenezca y en la que encuentre sus esfuerzos
confirmados por sus compañeros. Y, en general, esta comunidad es suficien-
te, siempre que en la vida pública los ciudadanos respeten entre sí sus corres-
pondientes objetivos y ejerzan sus derechos políticos de modo que también
apoyen su autoestimación. Es precisamente esta condición fundamental la
que los principios de la justicia sostienen. Los individuos en la situación ori-
ginal no adoptan el principio de perfección porque rechazar este criterio alla-
na el camino al reconocimiento de lo bueno que hay en todas las actividades
que cumplen el principio aristotélico (y que son compatibles con los princi-
pios de la justicia). Esta democracia con que unos juzgan los objetivos de los
otros es el fundamento del respeto propio en una sociedad bien ordenada.
Más adelante relacionaré estos problemas con la idea de unión social y con
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el lugar que ocupan los principios de justicia en el bien humano (§§ 79-82).
Aquí deseo analizar las conexiones entre el bien primario del respeto propio,
las excelencias y la vergüenza, y considerar cuándo la vergüenza es una
emoción moral en cuanto opuesta a una emoción natural. Ahora podemos
caracterizar la vergüenza como el sentimiento que alguien experimenta cuan-
do sufre una ofensa a su respeto propio o un ataque a su autoestima. La ver-
güenza es dolorosa, porque es la pérdida de un bien preciado. Pero hay una
distinción entre vergüenza y pesar, que debe ser señalada. El segundo es un
sentimiento originado por la pérdida de casi todos los tipos de bienes, como
cuando lamentamos haber hecho algo, de un modo imprudente o descuida-
do, cuyo resultado nos perjudica. Para explicar el pesar, nos centramos, por
así decirlo, en las oportunidades perdidas o en los medios desperdiciados.
Pero también podemos lamentar el haber hecho algo que nos expone a la
vergüenza, o incluso el haber dejado de seguir un proyecto de vida que sen-
taba una base para nuestra autoestimación. Así, podemos lamentar la ca-
rencia de un sentimiento de nuestro propio valor. El pesar es el sentimiento
general suscitado por la pérdida o la ausencia de lo que consideramos bueno
para nosotros, mientras la vergüenza es la emoción evocada por los golpes
inferidos a nuestro respeto propio, que es una forma especial de bien.
Sin embargo, tanto el pesar como la vergüenza se refieren a nosotros mis-
mos, pero la vergüenza implica una conexión especialmente íntima con
nuestra persona y con aquellas de quienes dependemos para confirmar el
sentimiento de nuestro propio valor. 26 Además, la vergüenza es, a veces,
un sentimiento moral, citándose un principio del bien para explicarla. Debe-
mos alcanzar un esclarecimiento de estos hechos. Distingamos entre cosas
que son buenas primordialmente para nosotros (para el que las posee), y atri-
butos de nuestra persona que son buenas para nosotros y también para los
demás. Estas dos clases no son exhaustivas, pero ponen de manifiesto el
contraste adecuado. Así, mercancías y artículos de propiedad (bienes exclu-
sivos) son buenos, principalmente, para quienes los poseen y hacen uso de
ellos, y sólo indirectamente para los demás. Además, la imaginación y el ta-
lento, la belleza y la gracia, y otros valores y facultades naturales de la per-
sona son buenos también para los demás: son disfrutados por nuestros
compañeros, al igual que por nosotros mismos cuando se despliegan ade-

26
Mi definición de la vergüenza se acerca a la de Willíam McDougall, An ¡ntroduction to
Social Psychology (Londres, Methuen, 1908), pp. 124-128. Respecto a la conexión entre autoesti-
mulación y lo que he llamado el principio aristotélico, he seguido a White, "Ego and Reality in
Psychoanalytic Theory", cap. 7. Respecto a la relación de vergüenza y culpa, estoy en deuda
con Gerhart Piers y con Milton Singer, Shame and Guilt (Springfield, 111. Charles C. Thomas,
1953), aunque el planteamiento de mi discusión es totalmente distinto. Véase también Erik
Erikson, "Identity and the Life Cycle", Psychological Issues, vol. 1 (1959), pp. 39-41, 65-70. Para la
intimidad de la vergüenza, véase Stanley Cavell, "The Avoidance of Love", en Must We Mean
Wliat We Say? (Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1969), pp. 278, 286 ss.
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402 LOS FINES

diadamente y se ejercen de manera razonable. Constituyen los medios hu-


manos para la realización de actividades complementarias, en que las per-
sonas se unen y disfrutan de sus propias realizaciones y de las ajenas de su
naturaleza. Esta clase de bienes constituye las excelencias: son las caracterís-
ticas v las facultades de la persona que todos (incluidos nosotros) conside-
ramos racional que se desee tener. Desde nuestro punto de vista, las excelen-
cias son bienes porque nos permiten llevar a cabo un proyecto de vida más
satisfactorio, incrementando nuestro sentimiento de dominio. Al propio tiem-
po, estos atributos son apreciados por aquellos con quienes convivimos, y el
placer que ellos experimentan en nuestra persona y en lo que hacemos apo-
ya nuestra autoestimación. Así, las excelencias son una condición del flore-
cimiento humano; son bienes desde los puntos de vista de todos. Estos hechos
las relacionan con las condiciones del respeto propio, y explican su cone-
xión con nuestra confianza en nuestro propio valor.
Si consideramos, en primer término, la vergüenza natural, veremos que no
surge de una pérdida o de una ausencia de bienes exclusivos o, por lo me-
nos, no surge directamente, sino de la ofensa inferida a nuestra autoestima-
ción, debida a nuestra falta de determinadas excelencias o a nuestra incapa-
cidad para ejercitarlas. La carencia de cosas primordialmente buenas para
nosotros sería un motivo de pesar, pero no de vergüenza. Así, puede uno
avergonzarse del propio aspecto o torpeza. Normalmente estos atributos no
son voluntarios y por ello no nos hacen sentirnos culpables; pero, dada la
relación entre vergüenza y respeto propio, la razón de que nos sintamos de-
primidos por causa de ellos es justa. Con esos defectos, nuestra forma de vida
es menos plena, y los demás nos prestan un apoyo de menor estimación. La
vergüenza natural, pues, surge de los defectos de nuestra persona, o de actos
y atributos que los revelan, que ponen de manifiesto la pérdida o la caren-
cia de propiedades que los demás encontrarían tan racional como nosotros
mismos que las tuviéramos. Sin embargo, es necesaria una condición. Es nues-
tro proyecto de vida el que determina aquello de lo que nos avergonzamos,
y por ello los sentimientos de vergüenza están en relación con nuestras aspi-
raciones, con lo que intentamos hacer y con aquellos con quienes deseamos
asociarnos. 27 Los que no tienen facultades musicales no se esfuerzan por ser
músicos ni sienten vergüenza alguna por tal carencia. En realidad, no es
una carencia, en absoluto, o no lo es, por lo menos, si pueden formarse aso-
ciaciones satisfactorias haciendo otras cosas. En consecuencia, diríamos que,
dado nuestro proyecto de vida, tendemos a avergonzarnos de aquellos de-
fectos de nuestra persona o de aquellos fracasos en nuestras acciones que
indican una pérdida o una falta de las excelencias esenciales para la realiza-
ción de nuestros más importantes propósitos asociativos.
27
Véase William James, The Principies o/ Psychology, vol. i (Nueva York, 1890), pp- 309 ss-
[Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 13 ss.J
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 403

Volviendo ahora a la vergüenza moral, sólo tenemos que reunir la descrip-


ción de la noción de una persona buena (en la sección anterior) y las obser-
vaciones acerca de la naturaleza de la vergüenza. Así, cualquiera puede ha-
llarse expuesto a la vergüenza moral, cuando estima como excelencias de su
persona aquellas virtudes que su proyecto de vida requiere y que, dada
su estructura, debe estimular. Considera las virtudes o, en todo caso algunas
de ellas, como propiedades que sus compañeros desean en él y que él desea
en sí mismo. La posesión de estas excelencias y la expresión de las mismas en
sus acciones figuran entre sus propósitos reguladores y constituyen una
condición necesaria para su valoración y estimación por aquellos con quie-
nes él tiene interés en asociarse. Las acciones y los rasgos que manifiestan o
descubren la ausencia de esos atributos en su persona son, pues, probable-
mente, motivo de vergüenza, así como la conciencia o el recuerdo de estos de-
fectos. Como la vergüenza brota de un sentimiento de disminución de sí mis-
mo debemos explicar cómo puede considerarse así la vergüenza moral. En
primer lugar, la interpretación kantiana de la situación original significa que
el deseo de hacer lo que es legítimo y justo es la principal forma de que dis-
ponen las personas para expresar su naturaleza como seres racionales libres
e iguales. Y del principio aristotélico se sigue que esta expresión de su natu-
raleza es un elemento fundamental de su bien. Combinadas con la informa-
ción del valor moral tenemos, pues, que las virtudes son excelencias. Son
buenas desde el punto de vista de nosotros mismos, así como desde el de
los demás. La carencia de ellas tenderá a socavar tanto nuestra propia estima
como la estimación que nuestros compañeros tienen por nosotros. Por tan-
to, las manifestaciones de estas faltas herirán el propio respeto con sentimien-
tos asociados de vergüenza.
Es instructivo observar las diferencias entre los sentimientos de vergüenza
moral y de culpa. Aunque ambos pueden ser originados por la misma acción,
no tienen la misma explicación (§ 73). Imaginemos, por ejemplo, que alguien
roba o se conduce cobardemente y luego se siente culpable y avergonzado.
Se siente culpable porque ha actuado en contra de su sentido de la rectitud
y de la justicia. Pero, al favorecer injustamente sus intereses ha transgredido
los derechos de los demás, y sus sentimientos de culpa serán más intensos
si tiene lazos de amistad o de compañerismo con los perjudicados. Supone
que los otros estarán ofendidos e indignados por su conducta, y teme su jus-
ta ira y la posibilidad de represalias. Sin embargo, se siente avergonzado
también porque su conducta revela que él no ha alcanzado el bien del domi-
nio propio, y ha visto que era indigno de sus compañeros, de quienes depen-
de para confirmar su sentimiento de su propio valor. Teme que lo rechacen
y lo encuentren despreciable, como un objeto ridículo. Con su comporta-
miento, ha puesto de manifiesto una carencia de las excelencias morales
que él mismo aprecia y a las que aspira.
404 LOS FINES

Vemos, pues, que siendo las excelencias de nuestra persona lo que apor-
tamos a los asuntos de la vida social, deben procurarse todas las virtudes, y
su ausencia puede exponernos a la vergüenza. Pero algunas virtudes se ha-
llan unidas a la vergüenza, de un modo especial porque son especialmente
reveladoras de la incapacidad de conseguir un dominio propio con sus corres-
pondientes excelencias de fuerza, valor y autocontrol. Los errores que pon-
gan de manifiesto la ausencia de estas cualidades pueden someternos fácil-
mente a penosos sentimientos de vergüenza. Así, aunque los principios del
bien y de la justicia se utilizan para describir las acciones que nos disponen
a sentir vergüenza moral y culpabilidad, la perspectiva es diferente en cada
caso. En uno, prestamos especial atención a la infracción de las justas pre-
tensiones de los otros y al daño que les hemos causado, y a sus probables
enfado e indignación si descubrieran nuestros actos. Mientras que, en el otro,
nos sentimos heridos por la pérdida de nuestra propia estima y por nuestra
incapacidad para realizar nuestros propósitos: percibimos la disminución
del yo, por nuestra angustia a causa del menos respeto que los demás pueden
tener por nosotros y por nuestra decepción acerca de nosotros mismos, al no
poder vivir según nuestros ideales. Está claro que tanto la vergüenza moral
como la culpabilidad implican nuestras relaciones con los demás, y cada una
de ellas es una expresión de nuestra aceptación de los primeros principios
del bien y de la justicia. De todos modos, estas emociones se presentan den-
tro de diferentes puntos de vista, al ser consideradas de modo contrastante
nuestras circunstancias.

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