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EDUCAR PARA UNA CIUDADANÍA COSMOPOLITA

Adela Cortina⃰

Los dos Foros Mundiales, el Económico reunido en Davos y el Social en Bombay, a


pesar de la escasez de nuevas propuestas a que parecen haber llegado, ponen otra vez
sobre el tapete la urgencia de orientar el proceso globalizador hacia metas
voluntariamente queridas, la urgencia de no dejarlo en manos del azar. Y, en este
sentido, las palabras de Kofi Annan exigiendo acabar con el hambre y las
desigualdades no vienen sino a recordar que esas metas ya fueron elegidas hace
tiempo, que hace tiempo están "globalizadas".

En realidad, la pregunta "¿hacia dónde debería encaminarse la globalización?" está


más que respondida, incluso en los manuales escolares. Y la respuesta, dos siglos tras
la muerte de Kant, puede resumirse en una frase: hacia el ideal de una ciudadanía
cosmopolita, hacia un mundo en que todas las personas se sepan y sientan tratadas
como ciudadanas. Para llegar a él es preciso reformar las instituciones internacionales,
crear otras nuevas y asegurar comunidades transnacionales que se unan mediante
acuerdos. Pero ante todo es indispensable -recordando a Kant- educar en el
cosmopolitismo.

En efecto, en sus lecciones de Pedagogía, que prolongan la línea de La paz perpetua,


decía Kant que la educación es el problema mayor y más difícil al que los hombres se
enfrentan. Es el mayor porque "sólo por la educación el hombre puede llegar a ser
hombre. No es sino lo que la educación le hace ser". Es el más difícil porque importa
averiguar si hemos de educar a los jóvenes de acuerdo con la situación presente, o de
acuerdo con un futuro mejor, ya en germen, pero todavía no realizado. Ese futuro
sería el de una ciudadanía cosmpolita, presente en el corazón de todo hombre, que es
necesario cultivar. ¿Cuáles serían los ejes de esa propuesta educativa, que deberían
articular las reformas, los libros de texto, los proyectos docentes y las innumerables
reuniones en los centros escolares?

Tres serían centrales: el "conocimiento", la transmisión de habilidades y conocimientos


para perseguir cualesquiera metas; la "prudencia" necesaria para llevar adelante una
vida de calidad, si no una vida feliz; y la sabiduría moral, en el pleno sentido de la
palabra, que cuenta con dos lados esenciales, justicia y solidaridad.

En principio, y a pesar de las protestas de algunos grupos de que en nuestra


sociedades "educar" se reduce a "formar en habilidades y conocimientos", educar en
ambas cosas resulta imprescindible. Y no sólo porque las personas que cuentan con
conocimientos tienen más posibilidades de abrirse un buen camino en la vida, cosa que
no siempre ocurre, sino porque una sociedad bien informada tiene mayor capacidad de
aprovechar sus recursos materiales, es menos permeable al engaño que una sociedad
ignorante, y puede ofrecer alternativas al actual proceso de globalización.

Como bien dice Sen, la mayor riqueza de un pueblo reside en las capacidades de sus
habitantes, empoderadas por la cultura. Y, por otra parte, acostumbrarse a contar con
información fiable es imprescindible para llegar a juicios morales justos en cuestiones
biotecnológicas y económicas, en la valoración de la informática, en problemas
ecológicos y en tantas otras cuestiones extremadamente complejas. En caso contrario,
funcionan sólo los prejuicios, las etiquetas, las consignas, y no la reflexión.
Pero también resultan imprescindibles los profesionales y los expertos para orientar la
globalización de otra manera, proponiendo alternativas moralmente deseables y
técnicamente viables. No es desde la ignorancia desde donde se diseña y pone en
marcha el microcrédito, una tasa para la circulación de capitales financieros, una renta
básica de ciudadanía, instituciones internacionales de justicia, mecanismos de
comercio justo, fondos éticos de inversión, fondos solidarios, investigación con células
madre, la responsabilidad de las empresas, el control de la investigación
biotecnológica. No es desde la falta de conocimiento y habilidades desde donde es
posible hacer un mundo más humano, sino todo lo contrario.

Necesitamos por eso mismo expertos en los distintos campos que estén dispuestos a
tres cosas: a diseñar en cada uno de ellos alternativas humanizadoras y viables, y a
intentar ponerlas por obra; a presentar sus propuestas a los poderosos, de tal modo
que si se niegan a llevarlas a cabo, hayan rechazado una opción viable, y no
pronunciamientos abstractos; y a llevar sus conocimientos a la esfera de la opinión
pública, donde los ciudadanos deberían deliberar sobre lo justo y lo injusto.

Pero, y aquí vendrá el segundo de nuestros ejes, la cantidad de conocimientos no nos


convierte en sabios, porque las cantidades son siempre acumulaciones de cosas, que
necesitan darse en una forma para resultar planificantes desde el punto de vista
humano. Y "darse en una forma" significa aquí "darse una buena meta", "perseguir un
buen fin". Como bien decía Aristóteles, con tanta destreza sabe fabricar venenos el que
los utiliza para matar como el que los utiliza para sanar; lo que hace buena la técnica,
lo que hace bueno el conocimiento, es la bondad del fin que se persigue. Y aconsejaba
a la hora de determinar la bondad de la relación entre los medios y los fines el uso de
la prudencia. Es preciso educar para ser técnicamente habilidosos, pero también para
ser prudentes y saber buscar una vida de calidad.

Buscar una vida de calidad exige aprender a ejercitar el arte de conformarse con lo
suficiente, entre el exceso y el defecto, el arte de optar por la moderación. El
prudente, el que "sabe lo que le conviene en el conjunto de la vida", trata de conservar
las riendas de su existencia, no se deja deslumbrar por lo que esclaviza, prefiere
tiempo libre para emplearlo en las relaciones humanas, en actividades solidarias y
culturales, apuesta por ciudades con dimensiones abarcables, elige al amigo leal frente
al conocido ambicioso, entra en el camino de la cooperación antes que en el del
conflicto, apuesta por la sostenibilidad de los recursos naturales. Contar con
ciudadanos y gobernantes prudentes es indispensable para organizar cada sociedad y
también la república de todos los seres humanos.

Ahora bien, aunque preferir la vida apacible, la áurea mediocritas, el mundo sostenible
al progreso indefinido es síntoma de inteligencia bien educada, de prudencia; lo que ya
es dudosoes que puedan identificarse calidad de vida y felicidad. Porque quien
prudentemente persigue una vida de calidad para sí mismo y para los suyos, no
siempre está dispuesto a atender a las demandas de justicia, ni está tampoco
dispuesto a arriesgarse a ser feliz, como exige la sabiduría moral.

En cuanto a las demandas de justicia, las tiene en cuenta mientras no perjudiquen su


bienestar o mientras lo refuercen. Pero si entran en colisión la calidad de su vida y la
satisfacción de las necesidades de otros, incluso las necesidades básicas, la prudencia
puede aconsejar excluirlos sin más consideraciones. Sobrada experiencia de este modo
de actuar hemos tenido a lo largo de la historia y la estamos teniendo en cuestiones
flagrantes como la inmigración. Quien está educado sólo para buscar la calidad de su
vida es inevitablemente "excluyente": excluye a cuantos no entran en el cálculo
prudencial de su bien.

Por eso, no basta con enseñar a resolver conflictos, es preciso enseñar a resolverlos de
una forma justa, teniendo en cuenta las necesidades e intereses de todos los afectados
por las decisiones, sobre todo de los más débiles. No basta con el egoísmo inteligente,
es necesaria la justicia lúcida.

Sólo que el mundo humano no es únicamente el de la exigencia y lo exigible, los


derechos y los deberes; no digamos el del cálculo y la prudencia. Más allá del derecho
y el deber se abre el amplio campo de la solidaridad, el prodigioso descubrimiento del
vínculo (ligatio) que une a los seres humanos y es, por lo mismo, fuente de ob-ligatio,
fuente de obligación, no impuesta, sino sentida y querida.Educar para el
cosmopolitismo es formar ciudadanos bien informados, con buenos conocimientos, y
también prudentes en la elección de una vida buena. Pero es también en gran medida,
en enorme medida, educar con un profundo sentido de la justicia y la solidaridad.

*Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y


directora de la Fundación ÉTNOR.

Fuente: El País 11/2/04

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