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La psicoterapia como tarea hermenéutica

Publicado en la revista nº022


Autor: Ramos García, Javier
La conversación deja siempre huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho
de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos
encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. La conversación posee una fuerza transformadora.
Cuando se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros que nos transforma. Sólo en la conversación (y en
la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) puede crearse ese género de comunidad
en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos
en el otro.

H.G. Gadamer, 1971

Cuando el paciente siente que sus motivos, tal como han tomado sentido para él, son comprendidos a fondo
por el terapeuta, entonces es el mismo paciente quien puede espontáneamente ampliar su perspectiva y
considerar alternativas previamente descartadas o nunca tenidas en cuenta.

Lichtenberg y otros, 2002.

El presente trabajo parte de una mirada al psicoanálisis del cambio de milenio y pretende una reivindicación
de la hermenéutica más allá de la mera fuente de inspiración en el plano teórico. El psicoanálisis
contemporáneo, de inspiración constructivista, hermenéutica e intersubjetiva, presenta la cura por la palabra
como un desarrollo terapéutico que tiene lugar en encuentros que transcurren como una conversación. Y
pese a ello, la hermenéutica gadameriana, que deviene arte de dialogar, de salir de la posición propia para
alcanzar la del otro, ha sido sorprendentemente poco explotada a la hora de buscar herramientas concretas
de trabajo en la técnica. A partir de esta reflexión, se desarrolla una propuesta de trabajo en la construcción
de un diálogo no siempre sencillo de conseguir y se ilustra este proceso con la presentación de una historia
clínica.

Introducción y consideraciones teóricas

El psicoanálisis, superado ya el siglo de existencia, vive en el cambio de milenio un momento excitante.


Desdeñado durante décadas, calificado tantas veces de pseudociencia por las ciencias naturales,
tradicionalmente ignorado por las ciencias humanas, ajeno casi siempre al interés de la opinión pública, el
pensamiento psicoanalítico contemporáneo encuentra hoy el asombroso respaldo de una avalancha de
investigaciones psicológicas y neurobiológicas (la mayoría de las cuales son llevadas a cabo por
investigadores con poco o ningún interés en el psicoanálisis) que muestran que Freud estaba en lo cierto en
los aspectos centrales de su teoría (Westen, 1999). Y al mismo tiempo, al igual que desde fuera es observado
con una mirada más benévola de la acostumbrada, está experimentando dentro una interesante convulsión
investigadora en la que se intenta dar respuesta a las preguntas relativas a la complejidad del psiquismo y a
los procesamientos inconscientes, y en la que se buscan insistentemente los mecanismos que operan y que
hacen posible el cambio psíquico perseguido en la psicoterapia (Bleichmar, 2001).

En este sentido, en lo que se refiere a los aspectos relativos a la terapéutica, la teoría de la técnica ha sido
una de las vertientes que más se ha enriquecido gracias a la investigación procedente de múltiples y muy
diversos ámbitos científicos. La psicología del desarrollo, la ciencia cognitiva, las corrientes interpersonales y
relacionales, el intersubjetivismo, han contribuido de un modo decisivo en las dos últimas décadas al
desarrollo del estudio de la psicoterapia y de los elementos implicados en la cura.

El psicoanálisis parece salir de su no tan espléndido aislamiento y ha encontrado por el costado de las
ciencias empíricas el modo no sólo de expandirse y reivindicarse, sino también de progresar gracias a la
absorción e incorporación de conocimientos desarrollados actualmente en territorios pertenecientes a otras
disciplinas (Fonagy, 2003).

Más aún. Lejos está de ser infrecuente que actualmente, en su intento de avanzar y hallar solución a sus
interrogantes, la mirada de los psicoanalistas se dirija más hacia la investigación desplegada en las
neurociencias que a la que podría denominarse como teoría propiamente psicoanalítica. Así, autores como
Mitchell han llegado a cuestionar la necesidad de un modelo psicoanalítico del desarrollo, mientras que, por
ejemplo, Lyons-Ruth insiste en cómo las nuevas observaciones sobre desarrollo y organización de la mente,
el cerebro y la conducta, han sobrepasado el ritmo de cambio de la teoría psicoanalítica, socavando aún más
la credibilidad de los viejos modelos evolutivos. Es el desarrollo procedente del refinamiento de la
investigación tanto comportamental como neurocientífica el que está permitiendo avanzar en la
reformulación de una metateoría psicoanalítica que habría de buscar además la coherencia con las actuales
perspectivas, más intersubjetivas, relacionales y socio-constructivistas, del cambio perseguido
en  psicoterapia (Mitchell, 1988; Lyons-Ruth, 1999).

Ciertamente, muchos de los planteamientos terapéuticos ya apuntados por Winnicott desde la década de los
cincuenta (ver, por ejemplo, su memorable y delicioso decálogo de 1954 relativo al marco dentro del cual se
desarrolla el trabajo psicoterapéutico), y de los que son en cierto modo herederos autores como Kohut y,
desde luego, los intersubjetivistas, relacionalistas e interpersonalistas, han encontrado un sólido respaldo en
conceptos tales como el de “memoria procedimental” (Clyman, 1991) “inconsciente procedimental no
dinámico” (Lyons-Ruth 1999) u otros procedentes de ciencias que podríamos denominar “duras”.

La psicoterapia psicoanalítica busca, al menos desde finales del pasado siglo, una mayor especificidad en sus
intervenciones e, indiscutiblemente, viene marcada en las últimas décadas por una visión eminentemente
interactiva del proceso analítico, con la consecuente revisión crítica de conceptos tales como neutralidad,
abstinencia y anonimato (Bleichmar, 1997; Mitchell, 1997). Un nuevo paradigma, el intersubjetivo, parece
afianzarse en el panorama psicoanalítico contemporáneo con el apoyo abrumador de las ciencias naturales y
la influencia e inspiración del pensamiento filosófico propio de la posmodernidad.

El estallido de la II Guerra Mundial, al que sigue de inmediato la muerte de Freud en Londres, preludia el
derrumbamiento de la racionalidad moderna que el propio psicoanálisis contribuyó a minar con sus
revolucionarios descubrimientos. La posguerra traerá consigo el paradigma epistemológico posmoderno, de
la mano de las ciencias naturales (especialmente la física y la biología), cuya crisis se extenderá a las ciencias
sociales con el desarrollo de la teoría del conocimiento y del lenguaje en los sistemas filosóficos y sociales, en
las teorías económicas y políticas.

El principio de incertidumbre de Heisenberg pondrá en cuestión la objetividad siquiera como posibilidad, y la


determinación de la verdad pasará ya por un acuerdo intersubjetivo (Overbye, 2000). La realidad habrá de
ser construida socialmente y la sociología del conocimiento deberá analizar los procesos por los cuales esto
se produce (Berger y Luckman, 1967). Y la interpretación, ya no tanto en un sentido freudiano clásico, sino
como propuesta hermenéutica, gadameriana, cobrará nueva fuerza (Jáuregui, 2002). Tal y como plantea
Levenson, nada puede ser entendido fuera de su tiempo y lugar, de sus conexiones relacionales. Es una
falacia epistemológica pensar que podemos quedarnos fuera de lo que observamos u observar sin distorsión
lo que es ajeno a nuestra experiencia (Levenson, 1972). No es posible la comprensión si no es a través de la
fusión de horizontes, plantea con elocuencia Gadamer, del mismo modo que no hay interpretación que no
haya de someterse a la situación hermenéutica a la que pertenece (Gadamer, 1960, págs. 377 y 477; Stern,
D. B., 2003).

La hermenéutica, situada ya por Heidegger en el centro de la filosofía, desarrollada por Gadamer en los dos
volúmenes de su monumental obra “Verdad y método”, se presenta como versión paradigmática del
pensamiento propio de las ciencias del espíritu en la posmodernidad.

Tal y como plantea Althusser, Freud, como todo inventor, se vio obligado a pensar su descubrimiento con los
conceptos teóricos existentes, es decir, constituidos para otros fines. Conceptos tomados de la biología, la
física o la psicología clásica. Toda producción científica nueva empieza siempre en alguna parte, en un cierto
universo de conceptos y palabras existentes. Es en función de los conceptos y de los términos posibles, como
toda teoría nueva, incluso revolucionaria, ha de encontrar cómo pensar y expresar su novedad radical.
Incluso para pensarla contra el contenido del antiguo universo de pensamiento, toda teoría nueva está
condenada a pensar su nuevo contenido en ciertas formas del universo teórico existente, que dicha teoría
terminará por conmover (Althusser, 1977 y 1985). Así, Freud, como otros “niños no esperados” del siglo XIX,
en su profunda soledad teórica, no puede prescindir del anhelo positivista de hacer del psicoanálisis una
ciencia natural.

Pero los métodos de la ciencia natural no captan todo lo que vale la pena saber, ni siquiera lo que más vale la
pena: los últimos fines, que deben orientar todo dominio de los recursos de la naturaleza y del hombre. Tal
vez sea por eso mismo que se espera más de las ciencias del espíritu que de las ciencias naturales, visto que
el creciente dominio de la naturaleza, como producto de la ciencia, acrecienta el malestar en la cultura en
lugar de reducirlo (Gadamer, 1953, pág. 43).

De acuerdo con ello, de un modo que se diría inevitable, el psicoanálisis contemporáneo, de inspiración
constructivista, hermenéutica, intersubjetiva, se afirma más cercano a las ciencias del espíritu, desde una
perspectiva que va más allá de la tradición del psicoanálisis, de su determinismo intrapsíquico y biológico;
que intenta superar la antigua dicotomía sujeto/objeto con una propuesta metodológica y epistemológica
amplia que llama a una revisión radical de muchos de los aspectos del pensamiento psicoanalítico que podría
denominarse ortodoxo.

Gadamer alude a Lacan y a Ricoeur (dos enemigos irreconciliables que coinciden en este punto de encuentro)
al proponer que la cura por la palabra es una labor hermenéutica, siendo la hermenéutica una búsqueda de
la verdad a través de la dialéctica en un sentido platónico: arte de dialogar, de saber llevar la conversación
(Gadamer, 1977, pág. 116).

Tal asimilación supone toda una declaración acerca de lo que una y otra, psicoterapia y hermenéutica son, y
de los derroteros por los que han discurrido y discurren pensamiento filosófico y pensamiento psicoanalítico
durante el siglo XX.

Gadamer incide repetidamente en el hecho de que “el camino a la verdad es la conversación” (Gadamer,
1971, pág. 206). Ahora bien,  la conversación no es posible si uno de los interlocutores cree absolutamente
en una tesis superior a las otras, si afirma que posee un saber previo sobre los prejuicios que atenazan al
otro. El consenso dialogal es imposible en principio si uno de los interlocutores no se libera realmente para la
conversación (Gadamer, 1977, págs. 117-118). De este modo, se declaraba incompatible con la conversación
un cierto psicoanálisis positivista en el cual el clínico no asume una función de verdadero interlocutor, sino
de “experto que intenta abrir, frente a la resistencia del paciente, las zonas censuradas del inconsciente”
(Gadamer, 1971, pág. 209).

La hermenéutica deviene arte de dialogar, de salir de la posición propia para alcanzar la del otro,
generándose un cambio, una transformación en ambas perspectivas, fundiéndolas. Un planteamiento que se
da la mano con la idea, propia del enfoque interpersonal, de que el psicoanalista ideal ya no ha de ser un
observador neutral sino un colaborador del paciente comprometido en una continua negociación respecto a
la verdad y a la realidad, siendo la conversación con otra persona el único camino de escapar de lo
preconcebido (Fonagy, 2001, pág. 135).

Siguiendo a Gadamer, “experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto su pretensión y
dejarse hablar por él” requiere del interlocutor estar abierto. El que se hace decir algo está
fundamentalmente abierto, y si no existe esa apertura tampoco hay verdadero vínculo humano (Gadamer,
1960, pág. 438). Lo cual es coincidente con lo apuntado por el propio Freud en 1926 al definir la tarea del
analista: “El analista no hace más que entablar un diálogo con el paciente. No usa instrumento, ni siquiera
para reconocer ni recetar medicamento alguno, e incluso, si las circunstancias lo permiten, deja al paciente
dentro de su círculo y medio familiares mientras dura el tratamiento, sin que ello sea, desde luego, condición
precisa ni tampoco práctica en todos los casos. El analista recibe al paciente a una hora determinada, le deja
hablar, le escucha, le habla a su vez y le deja escucharle” (Freud, 1926, pág. 2913-4).

En su Política, Aristóteles definió al hombre como el ser dotado de lenguaje, y el lenguaje se da sólo en el
diálogo (Gadamer, 1971, pág. 203). Es en el encuentro conversacional donde se hace accesible la verdad. Y es
en ese espacio existente entre los interlocutores en donde se hace realidad la psicoterapia. Al igual que
Hanna Arendt situaba el origen de la política no en las personas, sino entre las personas, así  Winnicott
proponía en 1951 como uno de sus conceptos fuertes una zona intermedia de experiencia, en la que
transcurre una gran parte de la vida del ser humano, a la que contribuyen la realidad interior y la vida
exterior.  Esta zona intermedia, al igual que el diálogo, es eminentemente humana, e invoca poderosamente
a ese espacio que emerge en la relación entre las personas, entre  los mundos subjetivos de analista y
analizado, entre  el niño y sus cuidadores. Del mismo modo que la pretensión de corrección de la
interpretación no puede dejar de vincularse a la situación hermenéutica a la que aquella es inherente , así los
fenómenos psicológicos no pueden entenderse fuera del contexto intersubjetivo en el que se producen
(Gadamer, 1960, pág. 477; Atwood y Stolorow, 1984).

Apoyándose entre otros en Wittgenstein, Cavell afirma que de la intersubjetividad surge la subjetividad, y
según la afirmación de Mitchell, es en la relación humana donde se logra alcanzar la individualidad, lo que
hace que la experiencia personal sea única y llena de sentido (citado en Fonagy, 2001, pág. 135). El
psicoanálisis nació como una simple conversación y, desde luego, en las dos últimas décadas se propone,
quizás más que nunca, de ese modo (Lichtenberg y otros, 2002).

No resulta en absoluto extraño que el psicoanálisis contemporáneo, interpersonal, relacional, intersubjetivo,


tan influido por las tesis de la filosofía hermenéutica gadameriana en lo teórico, haya buscado después, en la
técnica, un modo de operar estructurado como una conversación (Ortiz Chinchilla, 2003; Bleichmar, 2001). 

Sin embargo, si bien el psicoanálisis de la segunda mitad del siglo XX y de los albores del siglo XXI se acerca a
las ciencias humanas y se pretende más psicológico en su más global presentación; si ha buscado el respaldo
de los hermeneutas para explicar sus avances hacia un nuevo paradigma; si ha pretendido el aval de toda
una corriente filosófica postestructuralista para presentar la cura por la palabra como un desarrollo
terapéutico que tiene lugar en encuentros que transcurren como una conversación; si todo esto es así, lo
cierto es que la hermenéutica ha sido después sorprendentemente poco explotada a la hora de buscar
herramientas concretas de trabajo en la técnica (Stern, D. B., 1991).

Los psicoanalistas contemporáneos, audaces para poner en tela de juicio conceptos durante mucho tiempo
incontrovertibles, han hecho gala de la prudencia necesaria como para presentarse acompañados de mucha
y muy variada evidencia experimental. Aquella concepción que denigraba al psicoanálisis cuando se convertía
en “burda conversación” ha dado paso a un explícito deseo de que la labor terapéutica tome la forma de un
diálogo en el que la experiencia relacional, más allá incluso de lo dicho, más allá de la interpretación, tome
especial relevancia (Lyons-Ruth, 1999; Stern y otros, 1998).

Y todo ello hace que resulte aún más extraña la facilidad con la que el tan citado Gadamer se deja a un lado a
la hora de construir los rudimentos técnicos para un diálogo colaborativo, para una conversación terapéutica,
para un preguntar que permita la apertura y el acceso a la problemática que aqueja al paciente.

El corpus de investigación empírica, neurocientífica, procedente de la psicología del desarrollo, se hace


irrenunciable para evitar el aislamiento y no constituir una ciencia en el vacío, para acumular evidencias que
permitan acceder a un estatus de sólida credibilidad. Pero ello no debería hacerse en detrimento del campo
de las ciencias del espíritu, del trabajo de los humanistas que no sólo han contribuido a hacer posible una
cierta epistemología, sino que, también, han elaborado un trabajo minucioso y de apabullante profundidad y
que puede ser asumido como una fuente de inspiración para el trabajo técnico en la clínica cotidiana. Que
puede ser una fuente nada despreciable de elementos para una reflexión de la terapéutica.

Vínculo, diálogo y vínculo a través del diálogo en psicoterapia

En 1954, Winnicott, con una mezcla de ironía, humor y tal vez amargura, decía que “sería agradable poder
aceptar en análisis solamente a aquellos pacientes cuyas madres, al comienzo y durante los primeros meses
de vida , hubiesen sido capaces de aportar condiciones suficientemente buenas. Pero esta era del
psicoanálisis se está acercando irremisiblemente a su fin”.

Y, del  mismo modo, parece haber concluido la época en la que el paciente joven, atractivo, inteligente,
verbal y exitoso era nuestro habitual visitante en consultas en las que la que el flujo de la palabra era
indiscutible, en la que se aludía con naturalidad a la resistencia cuando la asociación libre se detenía. El
diálogo tenía lugar entonces, el paciente hablaba y el analista interpretaba.

Nos encontramos hoy, sin embargo, cotidianamente, ante múltiples estructuras de personalidad, ante
diferentes condiciones psicopatológicas resultado de la articulación de múltiples procesos (Bleichmar, 1997)
y que, en el capitalismo de ficción, en la sociedad del personismo, que ha virado desde las convicciones
ideológicas y los densos y profundos discursos hacia la veloz y superficial cultura del consumo, tienden a
presentarse con una importante dificultad para el desarrollo de una narración y para entrar en diálogo
(Verdú, 2003 y 2005).

Tomo del texto de Gadamer titulado “La incapacidad para el diálogo” las siguientes líneas:

El problema que aquí se plantea salta a la vista, y también el hecho en que se funda. ¿Está desapareciendo el
arte de la conversación? ¿No observamos en la vida social de nuestro tiempo una creciente monologización
de la conducta humana? ¿Es un fenómeno general de nuestra civilización que se relaciona con el modo de
pensar científico técnico de la misma? ¿O son ciertas experiencias de autoenajenación y soledad del mundo
moderno las que cierran la boca a los más jóvenes? ¿O es un decidido rechazo de toda voluntad de consenso
y la rebelión contra el falso consenso reinante en la vida pública lo que otros llaman incapacidad para el
diálogo? Tales son las preguntas que se agolpan al abordar este tema (Gadamer, 1971, pág. 203).

El posmodernismo se presenta ante nuestros ojos marcado por ciertas señas de identidad, y los pacientes
que consultan hoy a psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas expresan en los caracteres de su sufrimiento
psíquico muchos de los rasgos culturales propios del mundo contemporáneo (Galende, 1997, pág. 265). El
trabajo del análisis, caracterizado originariamente por un paciente que verbalizaba sus emociones y asociaba
libremente en torno a la angustia y los conflictos demandaba a un analista que tratase de vencer las
resistencias opuestas al avance de ese trabajo de elaboración. Pero si el analista no tiene la vivencia de ese
compromiso ni de un trabajo psíquico propio de la representación y la elaboración, no se instituye el proceso
de análisis, y la asociación libre y la atención flotante pueden permanecer en la sola divagación (Galende,
1997, pág. 277). O ni tan siquiera tener lugar.

Ante pacientes con una emocionalidad tumultuosa, con intensos amores u odios en la transferencia, Freud
acuñó el ideal del analista neutro (Bleichmar, 1997, pág. 131). Pero, ¿cómo intervenir frente a estos
pacientes que no dan muestra de desplegar transferencia, ni positiva ni negativa, y cuyo rasgo principal
parece ser el apego a una palabra vacía de contenidos afectivos y emocionales? (Galende, 1997, pág. 285).

A cada tipo de paciente, en función de sus particulares necesidades de apego y formas de relación
corresponde una determinada modulación afectiva por parte del terapeuta (Fosshage, 2003; Bleichmar,
1997, pág. 131). Y el problema que se plantea con los muchos pacientes que demandan ayuda pero no
estrictamente un abordaje analítico, en los que la transferencia es resistida o simplemente no se produce,
que ponen sobre la mesa un malestar sin conexión con la palabra o la propia historia, que responden con
desoladora brevedad a las preguntas que el clínico efectúa, que hacen que el tiempo de la sesión sea
interminable -pues no hay nada que narrar- e insuficiente -pues no llega el momento en que la narración
comience-, que se escurren enojosamente cuando el terapeuta pretende entrar en diálogo... El problema
para todos esos pacientes, frecuentes hasta lo insólito en la sociedad contemporánea, es que el
establecimiento de la relación a través de la palabra que supone la condición de posibilidad de toda
psicoterapia se presenta ya como un primer escollo difícil de salvar.

Peter Fonagy plantea que “la psicoterapia, cualquiera que sea su forma, trata de la reactivación de la
mentalización.” “Tanto si miramos al protocolo de terapia dialéctica de comportamiento de Marcia Linehan,
a las recomendaciones de John Clarkin y Otto Kernberg para la psicoterapia psicoanalítica, o a la terapia
cognitivo-analítica de Anthony Ryle, todos: (1) intentan establecer una relación de apego con el paciente; (2)
intentan utilizarla para crear un contexto interpersonal donde la comprensión de los estados mentales se
convierta en un foco; (3) intentan (principalmente de forma implícita) recrear una situación donde se
reconoce al self como intencional y real para el terapeuta de modo que este reconocimiento sea claramente
percibido por el paciente” (Fonagy, 2000).

La cuestión es cómo cumplir con ese primer prerrequisito, cómo intentar establecer una relación de apego
que permita crear un contexto interpersonal donde la comprensión de los estados mentales se convierta en
un foco cuando dista mucho de ser evidente la posibilidad de establecer una conversación (no un
interrogatorio) que pueda llamarse así.

Una relación de apego es una relación en la que se pretende y se hace posible un acceso a lo íntimo, y la
intimidad, más que presentarse como una condición del lenguaje, aparece como un efecto suyo. Pero un
efecto tan necesario que su falta es suficiente para que el lenguaje deje de ser una lengua efectivamente
hablada por seres humanos. Porque ese doblez del lenguaje que es la intimidad es lo único que hace que
hablar con otros merezca la pena (Pardo, 1996, pág. 53).

Stern sostiene que la capacidad para establecer relaciones íntimas tiene su núcleo en los significados
compartidos establecidos en el juego del bebé con los padres, algo que tendría mucho que ver con ese
saludable ritmo del diálogo de arrullos que se establece entre madre y bebé al que Ogden hace referencia
(Stern, 1985; Ogden, 1989, pág. 50). Los estilos conversacionales de los adultos, fundamentalmente en la
forma de hablar, más que en el contenido, parecen tener sus orígenes en las precoces interacciones madre-
bebé. Los conceptos de “mundo representacional” o de “modelo-de-estar-con”, desarrollados a partir de la
perspectiva subjetiva del bebé en la interacción con el cuidador, vienen a corroborar y ampliar la idea original
propuesta por Edith Jacobson en los años cincuenta de que las representaciones mentales de las relaciones
del self y el objeto son determinantes para la conducta interpersonal (Stern, 1995; Fonagy, 2001, pág. 173).

La sinergia generada por la psicología del desarrollo y el psicoanálisis ha dado lugar a un intercambio
disciplinar de formidable relevancia (Beebe y Lachmann, 2003). Si conviene no dejar de tener presente la
relación terapeuta-paciente al estudiar las interacciones entre el niño y su entorno, si hemos de pensar
siempre en las condiciones de constitución del psiquismo como elementos de enorme valor orientativo de
cara a pensar en las fuerzas que en la terapia pueden contribuir a su reestructuración, si el cuidado materno
suficientemente bueno tiene una gran significación para el psicoanalista y el estudio de la relación
transferencial puede proporcionar una visión clara de lo que sucede en la infancia, si la terapia ha de ser esa
segunda oportunidad de la que Winnicott hablaba, no cabe duda entonces de que la interacción con el
paciente, el vínculo con él, la posibilidad de dialogar con él se constituyen en elementos clave para el trabajo
terapéutico (Bleichmar, 1997, pág. 117; Winnicott, 1960)

Pero, ¿cómo establecer una relación de apego en el encuentro terapéutico si no es a través del propio
lenguaje? ¿Cuál habrá de ser el vehículo de comunicación, de relación, de aproximación entre dos seres
humanos, paciente y terapeuta, sino la palabra misma? ¿Cómo “jugar”, cómo crear en la sesión
psicoterapéutica un espacio potencial que permita un verdadero diálogo psicoanalítico y transformador?
(Ogden, 1986). Porque si el psicoanálisis empezó como una simple conversación, ¿cómo empezar con el
paciente esa conversación que haga posible el análisis? (Lichtenberg y otros, 2002).

Con su habitual agudeza, Winnicott hace referencia a la etimología del término “infante” (infans es “el que
no habla”) para enfatizar que no sería inútil pensar en la infancia como la fase anterior a la aparición de la
palabra y al empleo de símbolos verbales. Durante un tiempo, la madre suficientemente buena, en un
ejercicio empático, comprende las necesidades del bebé de un modo casi mágico, sin que éste emita señales
que la orienten en un determinado sentido (Winnicott, 1960, pág. 51). ¿Cuál sería entonces el papel del
terapeuta suficientemente bueno en el encuentro con el paciente que dice o poco o nada de su malestar,
que mira expectante a su interlocutor en espera de que sea éste quien diga o haga algo?

El infante sin lenguaje en la interacción con la  madre, en el proceso de cuidado, acompañando a dicho
proceso y formando parte de él, es bañado con palabras que lo calman, lo tranquilizan, lo nutren y lo
sostienen; que le permiten, gracias fundamentalmente a todos los elementos prosódicos y musicales del
lenguaje, acceder a un mundo habitable (1). Y algo similar ha de producirse con muchos de nuestros
pacientes, toda vez que el lenguaje en la psicoterapia, con su capacidad para dar forma al material
consciente e inconsciente del paciente, puede concebirse como comparable al espacio transicional
winnicottiano (Favero y Ross, 2003).
Tal y como es planteado por Winnicott, el sostén que el bebé necesita en el estado real inicial de la relación
madre-niño supone una provisión ambiental que pasa por la satisfacción de sus necesidades fisiológicas, y la
fisiología y la psicología no son aún distintas en ese momento o están en proceso de diferenciación. La
posibilidad que el niño tiene de encontrar una madre confiable en la satisfacción de sus necesidades
presupone la presencia de una madre empática, que proporciona un sostén que protege de la agresión
fisiológica; que  toma en cuenta la sensibilidad dérmica del infante –el tacto, la temperatura, la sensibilidad
auditiva, la sensibilidad visual, la sensibilidad a la acción de la gravedad; incluye la totalidad de la rutina del
cuidado a lo largo del día y la noche, que no es la misma para dos infantes cualesquiera, porque forma parte
del infante y no hay dos infantes iguales; sigue los más minúsculos cambios cotidianos, tanto físicos como
psicológicos, propios del crecimiento y desarrollo del infante (Winnicott, 1960, págs. 62-63).

En el encuentro psicoterapéutico, aun cuando todos y cada uno de los elementos del encuadre son
fundamentales y proporcionan una rutina de cuidado implícito que evocan claramente el proceso de cuidado
proporcionado por la madre en la interacción con el niño, el lenguaje y el diálogo son el medio básico y
fundamental de comunicación, intercambio y cuidado. Son las palabras, con todos sus pliegues, arrugas y
dobleces, con sus vertientes denotativa y connotativa, con su musicalidad y su simbolismo, las que nos
permiten esencialmente establecer una relación y desarrollar una actuación que lleve a un cambio y a la
cura.

Paciente y terapeuta han de aprender a hablarse y escucharse, y el terapeuta debe intentar ser capaz de
escuchar el sonido, y sentir “la música de lo que está sucediendo” en el tratamiento (Ogden, 1999). El diálogo
aporta una estructura sobre la que descansa en gran medida todo aquello que de relacional hay en la
psicoterapia, y si en ese sentido el medio es el mensaje, es la conversación el medio que transporta el
mensaje de las palabras (Lyons-Ruth, 1999).

En ciertos momentos, con algunos pacientes, la posibilidad de establecer una cierta relación de intimidad,
una alianza terapéutica sólida, de llegar a ser una figura confiable para el paciente, es lo que prepara el
camino y hace posible la interpretación útil y transformadora que se constituye en el principio activo
fundamental de la cura. En otros momentos, con otros pacientes, lo realmente esencial es la posibilidad de
que el paciente viva el encuentro mágico e íntimo –y probablemente inédito hasta ese momento en su vida-
con esa figura confiable con la que se descubre un nuevo “modo de estar con”, un nuevo tipo de relación que
es en sí lo curativo. Entonces, el afecto inherente a la relación transferencial positiva se hallaría en el corazón
de la acción terapéutica (Andrade, 2005).

En cualquiera de los casos, la palabra, la voz, es siempre en el terreno de la psicoterapia el elemento clave de
la comunicación, aquello que no puede dejar de estar, aquello que, aun en el caso de no tener poder para
curar, incluso en el caso de no poder ser escuchada por el paciente en un sentido profundo, ha de
acompañar el proceso terapéutico del mismo modo que lo ha de acompañar el aire que se respira en el
interior de la consulta, como condición necesaria aunque tal vez no suficiente. No puede faltar, debe ser
respirable y no enrarecedora, no ha de alterar o dificultar el encuentro, o resultar llamativa su ausencia o su
exceso, ni su deficiencia en cantidad o calidad. Debe acompañar de un modo inevitable todo movimiento en
el vínculo, de tal forma que, si no fuese suyo el protagonismo en lo denotativo, no interfiera en el mensaje
connotativo y relacional que sobre ella descansa. Asentir, acompañar, animar, transmitir comprensión o
consuelo, invitar a proseguir en una u otra dirección, expresar sorpresa, extrañeza, curiosidad o
disconformidad; todo ello se materializa prácticamente siempre a través de una voz, en forma de un sonido
más o menos articulado que se emite y  modula desde el aparato fonador del terapeuta que, aun cuando no
pretenda que el paciente escuche la palabra exacta, la interpretación brillante, sí desea emitir la expresión
verbal acorde con la situación y con la escucha y la lectura que está haciendo de la experiencia de su
interlocutor; no disonante o extemporánea.

La conciencia de que el lenguaje presenta un doblez (denotación explícita / connotación implícita) es,
probablemente, tan antigua como la conciencia misma del lenguaje. Es casi imposible no notar que, además
de decir algo explícitamente, las palabras quieren decir algo más, algo que pasan como de contrabando, que
dicen (o intentan decir) sin decirlo explícitamente pero albergándolo en su interior. Además de una vida
pública (denotativa), las palabras tienen su vida íntima (connotativa), que se hace realidad cuando aquellas
son dichas (Pardo, 1996, págs. 56-57). Las palabras, su ir y venir, y también la música que las acompaña, la
entonación, el volumen, el ritmo, sostienen el encuentro terapéutico. En ellas está su carta de naturaleza, y
en ellas y a través de ellas se hace posible un cierto modo de relación, una serie de intercambios, que
modifican la forma de funcionar del paciente.

La conversación, de un modo similar a lo que es la tarea en los grupos operativos, es un punto de partida,
una excusa, y también la esencia de la que está hecho el tratamiento, que lo impregna, lo estructura y lo
hace posible. Sin ella, los restantes elementos del encuadre pierden por completo su sentido. Pues no hay
sentido en que terapeuta y paciente se citen en un cierto lugar, a una cierta hora, bajo unas ciertas normas
de trabajo si no es para hablar, para dialogar, para establecer una conversación que nos conducirá a alguna
parte.

El papel del terapeuta consiste en actuar como un arquitecto del diálogo, en abrir un espacio para la
conversación desde la curiosidad y el genuino interés por la realidad y la narración del paciente (Rodríguez
Vega, 2001). Esta propuesta relacional marcada por la autenticidad tiene un gran potencial de cara a generar
aquellos cambios en la memoria implícita que están en la base de los cambios terapéuticos duraderos (Stern
y otros, 1998). Es la que hace posible el desarrollo de la capacidad narrativa y la función reflexiva en el
paciente, de la reactivación los procesos de mentalización y la transmisión de un “espíritu de investigación”
acerca de sí (Holmes, 1997; Fonagy, 2000; Lichtenberg y otros, 2002) (2). Terapeuta y paciente se esfuerzan
juntos por explorar, comprender y comunicarse, de tal forma que crean un cierto “espíritu de interacción”
que constituye la piedra angular de la relación terapéutica y que posibilita y ha de armonizarse con el
“espíritu de investigación” (Fosshage, 2004).

Ahora bien, esa labor arquitectónica, ese desarrollo de la dialéctica tal y como la concibe Gadamer, como
“arte de saber llevar la conversación”, esa posibilidad de generar diálogo está lejos de resultar sencilla
cuando el interlocutor es renuente a abrirse al intercambio fluido en el lenguaje, y espera con obstinada
pasividad a que el terapeuta opere como un cirujano ante un enfermo con el que el anestesista ya ha
cumplido su función. Es entonces cuando se requiere un arte de hacer posible que el diálogo envuelva a los
interlocutores y haga emerger esa primera comunión ya irrompible entre ellos (Gadamer, 1971, pág. 204).
Porque la incapacidad para el diálogo es siempre, en última instancia, el diagnóstico que hace alguien que no
se presta al diálogo o no logra entrar en diálogo con el otro. La incapacidad del otro es a la vez la incapacidad
de uno mismo (ibid).

Si Freud solía recurrir a los casos extremos para explicarse la normalidad, pues aquellos tenían un gran poder
de amplificación y concreción, quizás sea interesante –y muy pertinente desde un punto de vista clínico-
acudir a las reflexiones que Gadamer desarrolla en relación a la posibilidad de construir una conversación
con alguien que no habla nuestro idioma (Freud, 1932, pág. 3132; Stern, D. B., 1991). Pues algo similar
parece ocurrirnos muchas veces con nuestros pacientes. En casos así, cuando parece que los interlocutores
sólo conocen algunas migajas del idioma del otro pero se sienten apremiados a decirse algo el uno al otro, el
hecho de que se pueda alcanzar la comprensión y hasta el acuerdo puede ser un símbolo de cómo, cuando
parece faltar el lenguaje, puede haber entendimiento mediante la paciencia, el tacto, la simpatía y la
tolerancia (Gadamer, 1971, pág. 210).

Una historia clínica

Una de nuestras principales tareas como terapeutas es ayudar a los pacientes a que cuenten sus historias y
las hagan suyas (Busch, 2003). Ello tiene como condición de posibilidad la construcción de un vínculo y el
establecimiento de un diálogo con el paciente, lo cual no es en muchas ocasiones una tarea sencilla. Este
ejemplo clínico, en el que presento a un nada locuaz adolescente, sirve de pretexto para pensar en algunas
de las dificultades -y en algunos intentos de solución- en este trabajo conversacional insoslayable en la
consecución de una mejoría en la capacidad narrativa del paciente.

La narración del derivante

Iván es un varón de 19 años que llega a mi consulta a través del psiquiatra que trata a su hermana, cinco
años mayor.

Ella, la hermana de mi paciente, es, por lo que me cuenta por teléfono su terapeuta, una paciente muy grave,
diagnosticada de trastorno de personalidad borderline, muy problemática desde los 12 ó 13 años. Con
múltiples y desconcertantes síntomas somáticos a los que finalmente se atribuye un origen psicógeno, ha
sido atendida en los servicios de oftalmología y traumatología, llegando a ser intervenida quirúrgicamente en
dos ocasiones de una rodilla. Durante años presenta una muy preocupante alteración del comportamiento
alimentario, un inquietante consumo de tóxicos… Clínicamente está estable en la actualidad, y el derivante
sugiere que es este momento de tranquilidad familiar el que permite que Iván encuentre un espacio para
hacer oír su queja.

El relato telefónico de la madre

Fijar una cita supone ya una primera conversación telefónica con la madre del paciente. Ésta, simpática,
habladora, tolerablemente invasiva, aparece encantada con la posibilidad de hablar un momento conmigo,
expresarme su preocupación por su hijo, dejarme clara su disponibilidad para cualquier cosa y manifestar su
esperanzada confianza en mi trabajo. Iván es presentado ya como “un chico estupendo, pero que es incapaz
de centrarse en el trabajo, que es que no le echan porque su jefe es su tío, que está muy cabreado siempre,
que no se le puede decir nada porque se pone que es que no hay forma, y que además bebe una barbaridad
los fines de semana, que a ella es que le preocupa mucho que luego coge el coche…” Propone una primera
entrevista en la que ella y su marido acompañen al paciente, “y luego ya que sea él el que cuente sus cosas”,
“que ella no se quiere meter”. 

El encuentro con el paciente y el escenario familiar

En nuestro primer encuentro, el paciente, flanqueado por sus padres, permanece inicialmente silencioso y
sumiso, mirando al suelo, y deja que sean ellos quienes lleven la iniciativa de insistir en que “lo ven muy
descentrado, muy despistado”, y, como apunta su padre, “muy agresivo, aunque su fondo sea fenomenal”.

Alto, fuerte, seductor, Iván asiente al relato de sus padres, y despliega una sonrisa enorme para admitir que
todo ello es cierto, que también es verdad que consume mucho alcohol los viernes y los sábados (por lo
menos diez whiskies con coca-cola cada noche), que no se le está dando bien el trabajo en el taller de chapa
a las órdenes del hermano de su madre, que se enfada mucho y muy fácilmente… Y que no sabe por qué.

Los padres dibujan un escenario familiar marcado por la enfermedad de la hermana de Iván que, ausente en
la reunión es sin embargo la más presente, dado que a ella se le concede el papel protagonista en la reciente
historia de la familia y se coloca en ella el origen de un drama que ha marcado a todos y en especial a mi
paciente. La enfermedad de esta chica ha originado lo que sus padres llaman “un resquebrajamiento del
núcleo familiar”. Durante años no ha existido otro problema que el de ella y su enfermedad, dadas las
situaciones que constantemente les hacía vivir. Retratan a una adolescente en constante “acting”, que arrolla
a todos en su onda expansiva, que desborda por completo a unos padres que penosamente sobrellevan lo
sucedido apoyándose en los psicofármacos, y que deja a Iván entre el desamparo y la necesidad de
convertirse en adulto a toda prisa.

El paciente

Sin embargo, recogiendo datos sobre la historia del paciente, lo cierto es que fue él quien primero precisó
asistencia de índole psicológica, dado que llegó a acudir a un centro psicopedagógico, al parecer poco antes
de que se iniciasen los problemas de su hermana. Tenía ocho años y presentaba algunas dificultades en el
colegio donde se distraía con facilidad, era muy revoltoso y le costaba terminar las tareas. No era
infrecuente, además, que pegase a otros niños y les quitase sus cosas. De una energía desbordante, muy
inquieto, su pobre rendimiento académico no era fácilmente explicable dado su potencial y se atribuyó a
dificultades de atención y concentración, enfatizándose el papel jugado por una superprotección materna,
que influía negativamente en su sentimiento de autoeficacia. La lectura detenida del informe que traen
permite hacerse una idea de la prolongada pegazón que caracteriza a la muy erotizada relación entre Iván y
su madre. Se explicita que “los dos son muy mimosos y cariñosos, y que además les gusta manifestar esta
conducta delante de los demás”. Se apunta dentro del apartado dedicado a las pautas familiares que habría
de aprovecharse la nueva habitación de que dispondrá el paciente en ese momento para ir “poco a poco
sacándolo de la cama de su madre” aunque se aclara que “eso no significa que los dos no puedan jugar un
rato antes de que Iván se vaya a dormir”. En cualquier caso, sí se insiste en que su padre “podrá irse a la
cama cuando tenga sueño”, y que “no tendrá que esperar a que Iván y su madre hayan terminado sus juegos
o a que Iván se haya quedado dormido”. El padre, “con el que el paciente se lleva muy bien y al que le gusta
parecerse” está llamativamente ausente, se inhibe a la hora de participar en los juegos y las actividades de
Iván y elude la función paterna de corte, separación, ley y orden.

El universo simbólico y el escenario edípico en el que tiene lugar el desarrollo del paciente y en el que se
despliega todo su juego de identificaciones está así constituido por una madre de fuerte presencia, que
sexualiza extraordinariamente el vínculo, que se funde con Iván en una ensoñación en la que no hay espacio
mental para un tercero paterno. La madre no da entrada al padre, y éste parece actuar de un modo
complementario, renunciando a reclamar su lugar con firmeza y a instaurar la ley. En la circulación del deseo,
la madre no mira hacia el padre sino a su propio hermano, hacia el que es conducido el paciente en su
filiación.

Durante dos años el paciente acudió dos veces por semana a este centro psicopedagógico y sus padres
recibían algunas pautas a seguir. Es por esta época cuando empiezan a despuntar los primeros problemas en
su hermana y, poco después, cuando se produce el estallido psicopatológico que marca los siguientes años
de la historia de la familia. A partir de ese momento, la imagen de Iván queda oscurecida y acallada por el
ruido circundante.

El paciente en el momento actual

Con 19 años, el paciente aparece de un modo que coincide con la presentación que de él se hace. Simpático,
bondadoso, despistado, perdido, deseoso de ser ayudado. Y con enormes dificultades para expresarse con
palabras.

Nació y vive con su familia en uno de los barrios tradicionalmente considerados, quizás hoy no tanto,
marginales dentro del municipio de Madrid. La ambivalencia marca la  relación con sus padres –procedentes
ambos de Andalucía- y su hermana. Con esta última se siente muy comprometido y la que cuida y protege
como si fuese la pequeña. Parece querer mucho a todos, y también estar harto de ellos, cansado de los
problemas de casa, de los que dice no querer saber ya nada al tiempo que se implica y se preocupa
enormemente. Por los problemas de su hermana; por su madre, que ha tenido una reciente mastectomía por
un cáncer del que sigue en tratamiento; por su padre, que ha tenido múltiples sinsabores profesionales; por
una de sus tías, hermana del padre, que vive sola tras enviudar en un pueblo de Galicia y que se traslada con
frecuencia a Madrid en busca de la compañía de la familia del paciente, en cuya casa pasa largas temporadas.
Pero no quiere que le cuenten nada, dice. Ni contar él nada tampoco. Quiere que le dejen en paz, y elude
muchas veces los espacios comunes, las comidas, por ejemplo, para evitar el contacto.
Trabaja como chapista en el taller de su tío y se aprovecha con frecuencia de su condición de sobrino
favorito. Habla de este hermano de su madre como de una importante figura de identificación, y expresa con
una mezcla de gusto y pesar lo mucho que se parecen. Ambos son explosivos hasta la violencia, con profundo
y sincero arrepentimiento posterior. Se siente muy exigido tanto por él como por su madre, por las
expectativas que en él se han depositado y que siente que no está pudiendo satisfacer. “No se le están dando
tan bien las cosas como su tío se esperaba”. “Él pensaba que le iba a poder hacer responsable del taller en
poco tiempo y está viendo ahora que no”. Tiene además muchos problemas relacionales allí, y son
frecuentes los encontronazos y las discusiones con los compañeros y los encargados.

Es excesivo en general, en el consumo de alcohol, y de cocaína y pastillas como poco a poco me irá
revelando. También en el gasto de dinero, que se le va sin darse cuenta. A este respecto, me sorprenden en
la primera entrevista al revelarme que recibe una asignación semanal de sus padres a pesar de que tiene un
sueldo fijo, lo que cuestiono al tiempo que propongo como un recomendable planteamiento de partida que
habría de ser él quién se hiciese cargo de mis honorarios; algo que él acepta de buen grado.

Trabaja mañana y tarde durante la semana. Llega a casa, cena y se acuesta temprano. Duerme mucho. Así
todos los días. Hasta el fin de semana, cuando sale y bebe a morir con sus compañeros de fatigas, amigos del
barrio de siempre, en un funcionamiento que pasa por intoxicarse para desconectarse y no pensar, en
actuar, en experimentar corriendo riesgos muchas veces, violando la ley o mostrándose agresivo
gratuitamente. O, en una vertiente más dulce, en explotar su lado caradura para acercarse a las chicas, con
las que tiene bastante éxito aunque elude sin tapujos establecer una relación como tal. Me da la impresión
muchas veces de anhelar un espacio de juego en el que no existan los problemas y en el que la expresión y la
puesta en escena de sus pulsiones no tengan consecuencias.

El vínculo, la narración, la conversación.

La iniciativa personal del paciente por iniciar una psicoterapia es lo primero que me asombra. En el caso de
que hubiese sido su entorno el que hubiese forzado una demanda de tratamiento, el paciente podría
haberse zafado con facilidad dada su habitual firmeza para eludir lo que no quiere encarar. Antes al
contrario, su motivación impresiona de propia, y en ese mismo sentido apunta su compromiso y su
constancia al cumplirse el primer año y medio de tratamiento. No deja de resultarme llamativo que un chico
de sus características, con su gran dificultad para pararse, más si es a pensar, demande una terapia privada y
cumpla con el encuadre con rigor. No falla casi nunca, avisa si va a faltar y paga espontáneamente las apenas
dos citas a las que no ha acudido sin advertirlo con anterioridad. Acude puntual, pero, desde luego, espera
que sea yo quien hable, y se molesta enormemente si mi propuesta conversacional va por donde a él no le
gusta. “No quiero hablar de eso”, se enfurruña, y su enojo y su nerviosismo crecen si permanezco en silencio
o si le cedo la iniciativa para que hablemos entonces de lo que quiera él. En ocasiones me asalta la fantasía
de que se levantará y se irá. No recupera el sosiego si yo no cambio el tono y la dirección de mis preguntas.

El vínculo que ha establecido conmigo parece haberse construido con cierta facilidad, sin excesivos roces ni
crispación, me gustaría pensar que porque ha podido percibir en mí una preocupación que es respuesta a su
malestar. Y una tolerancia a la enorme dificultad que tiene para, una vez en mi consulta, hablar, poner en
palabras sus sentimientos, construir un relato, conversar conmigo.

Tal y como plantea Holmes, la meta de la psicoterapia, tanto dinámica como cognitiva, es lograr hacer más
consciente la propia vida mental, y propone como equivalente psicológico de la capacidad inmunológica a la
“capacidad narrativa”. Así, la ayuda psicológica, que él considera muy relacionada con el apego seguro,
dependería de una dialéctica entre construir relatos y romper relatos, entre la capacidad de construir una
narrativa y descomponerla a la luz de una nueva experiencia. Habría de poder explicarse una historia
coherente y, al tiempo, permitir que la historia pueda contarse de una manera diferente, quizás más curativa
(Holmes, 1997).

El acceso al sentimiento de un self cohesivo supone asumir la paradoja de una sólida identidad biográfica que
se articula con el persistente flujo de la historia que nos contamos a nosotros mismos y a los demás acerca
de quiénes somos, fuimos y,  sobre todo, seremos. Una historia demasiado laxa nos deja sin objetivos y
desorientados, tendiendo a la disociación. Una historia demasiado fijada nos deja inflexibles e incapaces de
superar transiciones que son inevitables. Y desde una perspectiva clínica, la historia del self autobiográfico
(tal y como el paciente se la cuenta a sí mismo a través del monólogo-diálogo interno, y tal y como se la
cuenta al analista –que se la devuelve a su vez empáticamente-) debe estar abierta a la reformulación para
poder tener un resultado terapéutico (Lichtenberg y otros, 2002).

En el caso de Iván, el problema reside en cómo desarrollar verdaderamente este proceso dialéctico.

Gadamer alude a la dialéctica como el arte de saber llevar la conversación, y resulta incuestionable en el caso
de este paciente que conversar con él, acceder a su relato, construir con él una narrativa alternativa, no es en
absoluto sencillo.

Pues para que la palabra sea eficaz es necesario que se establezca una peculiar relación entre el que habla y
el que oye: éste debe haber hecho a aquél una suerte de presentación de su alma, y oírle ya como atado a él
por el vínculo de la atención (Laín Entralgo, 1958, pág. 227).

En el diálogo verdadero, propone Gadamer, dos personas, en una curiosa y estrecha unión, van tejiendo los
hilos de la conversación, y tiene lugar esa apertura de una a otra que permite que los hilos de la conversación
puedan ir y venir. Se precisa una disposición abierta para que pueda siquiera emprenderse, iniciarse una
conversación, toda vez que tal inicio supone un tantear y un aproximarse, un entrar paso a paso en diálogo
de modo que puedan verse envueltas finalmente en él, haciendo posible el surgimiento de esa “primera
comunión irrompible entre los interlocutores” (Gadamer, 1971).

En mi pretensión de convertirme en interlocutor de Iván, de abrirme y abrir una conversación con él, en mi
deseo de que el diálogo nos envolviese de un modo ya difícil de romper, he sentido siempre que se había de
prestar mucha atención a ese tanteo, a ese tiento espontáneo con el que yo debía de aproximarme a él y
dejar que él se aproximase a mí, a ese ir tejiendo los hilos del diálogo.

Si él, en la exhibición de sus excesos, busca mi complicidad a través de su narración, al tiempo que me
provoca y trata de impresionarme con el despliegue de una imagen de sí a su juicio deslumbrante; entonces
yo he de escuchar, acompañar y responder a su relato, de tal forma que, recogiendo el sentido y el anhelo de
sus palabras, sea posible incluir también elementos que favorezcan el cuestionamiento del mismo e
introduzcan una visión que contempla la necesidad de límites y de un mayor cuidado de sí y de los demás.

Si él, por ejemplo, en el desarrollo de la historia de lo que fue su última noche de fin de año me cuenta, con
creciente excitación y regocijo, que su fiesta empezó ya en la mañana del día 31 de diciembre tomando unas
cervezas que rápidamente se contaban por decenas, que de ahí pasaron a consumir cocaína en grandes
cantidades; si naturalmente él había olvidado para entonces que había salido de casa con el encargo de
comprar algunas cosas para la cena familiar, que cayó en la cuenta de lo tarde que era cuando, furiosa, su
madre le llamó por teléfono y que llegó a cenar en un estado deplorable y cuando ya, hartos, algunos de los
comensales habían empezado a cenar; si él se complace cuando yo interpreto benévolamente un exagerado
y teatral escándalo que mezclo con la risa del que prefiere no llorar ante el desastre al que asiste; y si él se
muestra por completo intolerante y se rebela iracundo elevando la voz cuando yo le reconvengo suavemente
aludiendo a lo desesperado que siento su modo de actuar o cuando indago acerca de la (muy deseable y
previsiblemente inexistente) presencia de alguna figura en su entorno que le ponga límites; si él, interrumpe
con brusquedad el diálogo, e incómodo pero decidido soporta el silencio que yo guardo tras su estallido;
entonces yo he de retroceder, volver sobre mis pasos, buscar otra vía de aproximación, reflexionar sobre los
posibles tonos de que dispongo, seleccionar con cuidado un nuevo hilo y lanzarlo en una dirección que
posibilite reanudar la conversación truncada.

Una sesión.

Intentaré ilustrar mejor estos planteamientos mediante la presentación de parte de una sesión que tiene
lugar tras unos días sin vernos como consecuencia de unas breves vacaciones y de un viaje que el paciente
hace a la costa.

Paciente. (Con una sonrisa inmensa, extravertido, casi expansivo). “¿Qué pasa, Javi?” (así me llama
habitualmente, casi desde el principio del tratamiento).

Terapeuta. “Eso digo yo, ¿qué me cuentas?”

Paciente. (Sonriente). “Muchas cosas me han pasado. Tengo mucho que contarte hoy”.

Terapeuta. (Aliviado ante las perspectiva de tener una sesión menos ominosa que en otras ocasiones,
animado ante la perspectiva de que sea el paciente quien asuma la iniciativa de la conversación hoy). “Pues
nada, fenomenal, ¡cuéntame!”

Paciente. (Manteniendo un tono alto). “A ver, por dónde quieres que empiece. Por las cosas buenas, por las
malas... Porque tengo de todo...”

Terapeuta. (Su tono lúdico me hace pensar que nada de lo malo ha de ser tan malo, mientras que, en lo que
se refiere a lo bueno, su sonrisa y la musicalidad de sus palabras me llevan a fantasear con alguna de sus
correrías, o en algún encuentro con una chica). “Pues, no sé que decirte. Podemos empezar por lo que
quieras”.

Paciente. “Es que mucho me ha pasado desde que no nos vemos... Bueno, de lo malo, que a mi madre le han
visto que tiene otra vez cáncer, en los huesos ahora... Ya ha empezado con la quimio el viernes pasado”.

Terapeuta. (Sus palabras me dejan consternado, y creo inevitable que el escalofrío que me recorre se
trasluzca en mi expresión. Siento que el golpe es muy duro, y la ligereza con la que habla, la falta de sintonía
entre el contenido de lo dicho y el modo en que lo expresa me hacen pensar en la minimización, en la
trivialización con que se defiende de sentimientos depresivos muy dolorosos y de un terror importantísimo.
Mi tono es grave cuando contesto). “No me digas...”

Paciente. (Manteniendo la sonrisa y el tono desenfadado, descriptivo. Habla con rapidez). “Ya ves. Tenía las
pruebas el otro día y se lo han visto. Y nada, que ya está con la quimio. Qué le vamos a hacer. Y, de lo bueno,
que he conocido a una chati, de 25 años...”

Terapeuta. (Da la impresión de dar por concluido el tema de la enfermedad de su madre y de lanzarse ya a
contarme algo que le resulta mucho más sencillo. Insto a parar y a volver sobre el primer asunto). “Vaya,
vaya... Oye, pero cuéntame un poco más lo de tu madre. Cómo ha sido todo esto...”

Paciente. (Me mira inquisitivo, molesto, poco deseoso de insistir con este tema).

Terapeuta. (Con suavidad y respondiendo a su silencio y a su mirada). “Sí, no sé... Cómo ha sido la cosa, cómo
es que le han visto esto de los huesos, qué es lo que le han dicho...”

Paciente. (Aceptando mi propuesta). “Pues eso. Que le han visto que tiene cuatro puntos de cáncer en los
huesos. Uno es en la columna, creo”. (Parece que no tiene demasiado claras las cosas, y habla más por lo que
ha oído a su alrededor que por una conversación concreta en la que alguien le haya explicado lo que está
sucediendo). “Y nada, ya está con la quimio, y mi tío (el jefe del paciente en el taller) llamó el otro día por
teléfono, que hay un sitio, un hospital, que se dedica sólo a esto de los huesos, y que vaya allí mi madre, a
ver qué le dicen, y que él se lo paga todo” (Suena como si describiese una solución segura para algo que se
claramente marcado por una enorme incertidumbre).

Terapeuta. (Hablo lentamente, en contraste con lo veloz de su discurso). “Bueno... Y ella, ¿cómo está?
¿Cómo lo estáis llevando en casa?”

Paciente. (Resuelto, gesticulando como para enfatizar las pocas dudas de la postura de todos en casa). “Pues
nada, que son cosas que vienen así, y que hay que ver qué pasa. Ella dice que va a luchar... Y que hay que
aprovechar y disfrutar lo que dure. Si es más, pues más. Si es menos, pues menos”.

Terapeuta. (Me asombra el contraste entre la expectativa de duelo que me inunda a mí y la serenidad –que,
por otro lado, tampoco impresiona de impostada- con la que él relata lo que está pasando a su alrededor y
en su interior. Yo trato de acercarme desde mi pesimismo y desde mis sentimientos de pena y congoja, pero
no dejo de asumir como legítima su visión tranquila y resignada). “Ya... Y lo de la quimio... Dices que ya ha
empezado... ¿Cómo ha ido con el primer ciclo?”

Paciente. (Con entereza, sin mostrar la más mínima aflicción). “Bueno… Fue el viernes pasado, y mira… Que
esas cosas te dejan hecho polvo, y está todo el día en la cama. Que se cansa mucho. Pero bien… Ahora, de la
casa lo tenemos que hacer todo nosotros” (Añade esto último con una gran sonrisa).

Terapeuta. (Trato de ver el modo en que pueda irle sugiriendo algunos de los elementos más penosos, más
dolorosos, más problemáticos, en los que yo no dejo de pensar y que parecen quedar fuera de su campo de
visión. Al mismo tiempo, su perspectiva, positiva hasta lo insólito, me hace pensar en un modo que no es
desdeñable de afrontar una situación muy angustiosa, generadora de miedo intenso. Intento aproximarme a
él, desde ahí, e indago acerca de emociones que puede estar tratando de ignorar). “Y ¿cómo estás tú? No sé
si estás con mucho miedo…” (Empleo un tono muy suave y cálido, lejano a la socarronería en la que él se
mueve fácilmente).

Paciente. (Más grave, tanto en lo gestual como el tono de su voz). “Bueno… No… Hay que ver qué pasa. A lo
mejor va también a un sitio que le ha dicho mi hermana, de masajes y cosas de ésas. Porque allí está un chico
que pilló una hepatitis por una transfusión y con cosas naturales se la ha quitado, comiendo verdura y así. No
sé… Lo único que, el otro día, que hablé con mi tío, y me decía que todo esto de mi madre que le recuerda a
su madre, mi abuela, que también era como mi madre, que le pasaban un montón de cosas, que siempre
estaba enferma con unas cosas y otras. Y, ya. Ya le decía yo que a mí también me lo estaba recordando…” (Su
abuela materna falleció apenas pasada la cincuentena). “Pero bueno, no sé”. (Parece ahora más en contacto
con la posibilidad de la pérdida, con el temor ante tal expectativa y con la pena que ello le suscita).

Terapeuta. (Al hablar de su tío, que es una figura paterna fundamental, pienso en su padre, en su delicada
situación, y me parece importante rescatarlo en la conversación, darle un lugar relevante como referente
masculino que ha de estar asumiendo en casa la responsabilidad básica como cuidador y como contenedor
emocional). “Y tu padre, ¿cómo está?”

Paciente. (Que no se extraña por la pregunta). “Bien, ahí va. Cuando alguna vez no puede acompañar a mi
madre, la acompaño yo”. (Reivindicándose también a sí mismo).

Terapeuta. (Sonrío y respaldo su actitud adecuadamente adulta). “Muy bien, muy bien”. (Lo siento cansado,
y acepto virar la conversación hacia la temática más liviana y despreocupada de la chica a la que ha
conocido…).

En este fragmento de diálogo, y al irrumpir en nuestro espacio conversacional la reaparición del cáncer de su
madre, mi paciente y yo partimos de dos horizontes tremendamente distantes. Poco a poco, sin embrago,
nos vamos aproximando, desde un respeto cuidadoso de su inicial punto de partida, y de los tiempos y del
ritmo preciso para poder ir tejiendo un diálogo consistente y sin desgarrones, en el que preguntas y
respuestas, mostrando visiones dispares, nos van acercando.

El verdadero diálogo precisa de unas determinadas condiciones, y su auténtico carisma sólo está presente en
la espontaneidad viva de la pregunta y la respuesta, del decir y dejarse decir (Gadamer, 1971).

Es ésta la razón por la que, en el caso de Iván, muchos de nuestros encuentros están presididos por un
preguntar y repreguntar con enorme curiosidad. Con el cuidado preciso para que no se genere una vivencia
de persecución. Con la energía necesaria para transmitir ese espíritu de indagación consustancial al
psicoanálisis (Riera, 2004). Con la espontaneidad requerida por y para el ir y venir del diálogo. Con el
entusiasmo imprescindible para animar al paciente a progresar en la conversación y a no desfallecer cuando
es presa del desaliento y de lo que parece un agotamiento insuperable. Con el más absoluto respeto hacia
sus enormes dificultades para dejarse llevar por el fantasear, el imaginar, el especular, el pensar en alta voz.

Mi paciente y yo concurrimos al encuentro terapéutico cada uno desde nuestra individualidad, cada uno
desde nuestro horizonte hermenéutico, y es mi tarea la búsqueda de esa fusión de horizontes y la
consecución, a través de la conversación, con sus objeciones o su aprobación, su comprensión y sus
malentendidos, de esa especie de ampliación de su individualidad, de esa profundización en el nivel de
conciencia de la propia vida mental, de esa construcción de una capacidad narrativa que permita al paciente
cuidarse más y vivir mejor, con menos ruido, si tanta necesidad de aturdirse para neutralizar la realidad y en
un mayor y mejor contacto con su deseo. De modo que también ese “me ven mejor” en casa o en el trabajo
del que habla últimamente pueda pasar a un verse él mismo mejor, y a un contarse él mismo mejor su propia
historia.

Agradecimientos. A la profesora Carmen Segura, por acercarme a Gadamer. A Ariel Liberman y Augusto
Abello, por acercarme a Winnicott. A los tres, y a Marian Fernández Galindo, por sus siempre cálidas acogidas
de mis gestos espontáneos.

NOTAS

(1) Tomo esta idea y esta forma de expresarla de mi ya larga experiencia de supervisión con Marian
Fernández Galindo.

(2) Posiblemente lo que sostiene el tratamiento psicoanalítico sea el espíritu de investigación del analista, y
cuando este espíritu es comunicado, el paciente comparte esta actitud indagadora, y ello le permite un
diálogo más amplio consigo mismo y con el mundo. Este espíritu de investigación que el analista transmite al
paciente es una característica central del psicoanálisis; quizás una de las pocas que ha permanecido
inmutable desde sus orígenes en Freud (Riera, 2004).

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