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algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible

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© John Berger

© Árdora Ediciones,
Madrid, 1997
Apartado de Correos
3038 - 28080 Madrid
3' edición: mayo 2000

© de la traducción
Pilar Vázquez /Sobre
una bailarina... ; Algunos
pasos ... ; Poema/ y
Nacho Fernández
(Ser un pintor; Color; Es­
pacio; Dibujar. .. /

Diseño de cubierta:
ZAC Diseño Gráfico
Diseño de interiores:
ZAC con la colaboración
deM.A.MS.
Impreso en EFCA. S.A.
D. l.: M-17 .840-2000
ISBN: 84-88020-08-2
j o h n
berger

algunos pasos
hacia una pequeña

teoría de lo visible

Traducción: PilarVázquez y Nacho Fernández

Madnd. 2000 Ar�"' .d�r·a


ID1111111 U
para Yves
índice

I
11 Sobre una bailarina de bronce de Degas
13 Ser un pintor
21 Color
27 Espacio (de una carta a Sven Blomberg)

TI
33 Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible

TTI
51 Dibujar un hombre
61 Poema
sobre una
bailarina
de bronce
de Degas

Dices que la pierna sostiene el cuerpo


pero foo has visto nunca
la semilla en el tobillo
desde donde el cuerpo crece?

Dices (si eres el constructor de puentes


que creo que eres) que cada pose
debe guardar su equilibrio natural
pero foo has visto nunca
los tercos músculos de las bailarinas
mantener el suyo tan poco natural?

Dices (si eres tan racional


como yo espero que seas) que la evolución del bípedo
hace ya tiempo que concluyó
pero foo has visto nunca
ligeramente metido en la cadera
el signo milagroso aún
que predice la bifurcación di? los cuerpos
veinte centímetros más abajo?
Contemplemos, pues, juntos
(los dos sabemos que
la luz es la mensajera
del espacio y el tiempo)
contemplemos esta figura
para verificar
yo mi diosa
y tú el esfuerzo.

Pensemos en términos de puentes.


Mira: la carretera de la pierna y la espalda
articulada a la cadera y al hombro
se sostiene firme de la palma al talón
como pilar una sola pierna
el muslo sobre la rodilla
un miembro en voladizo.

12 Pensemos en términos de puentes


en lo que antaño los hombres llamaron Leteo.
Mira: el cuerpo común que atravesamos
vulnerable, habitado, cálido
también aguanta.
Peso muerto, peso vivo
y resistencia aerodinámica lateral.

Dejemos así que el puente que esta bailarina nos tiende


soporte el peso de todos nuestros viejos prejuicios
verifiquemos pues de nuevo,
Tú mi diosa
y yo el esfuerzo.

1960
ser u n
pinto r

13
E
STÁS tumbado al sol en la hierba. Sobre ti hay
un haya. U na ligera brisa mece las ramas más fi­
nas y agita las hojas. Desde lejos, este movimien­
to constante de las hojas parece nieve verde cayendo
delante de la superficie verde del árbol, igual que en
tiempos parecía caer nieve plateada delante de las pan­
15
tallas grises de los cines.

Con los ojos semicerrados miras hacia arriba. Los tie­


nes semicerrados porque estás mirando fijamente. Una
rama se prolonga más que las otras. Es imposible con­
tar las hojas que tiene. El cielo azul que ves a través y
alrededor de estas hojas es como el papel blanco entre
las letras y las palabras. Parece que su distribución con­
tra el cielo no es arbitraria. Te preguntas de pronto si
no será posible explicar su secuencia como uno puede
explicar la secuencia de las letras y de las palabras en un
libro. Entonces descubres una imagen, que, como un
buen profesor, da dirección a tus confusos pensamien­
tos. Para poder llegar a existir, te dices a ti mismo, todo
debe traspasar el centro mismo de una diana. Todo lo
que no logra dar en el centro sencillamente no existe.
Pero a menudo las palabras de un profesor se tornan
decepcionantes cuando desaparece. Así que vuelves a
intentar comprender por qué puede decirse que esa
rama representa la totalidad de la primavera... Pensan­
do así es posible que seas un filósofo, pero no creo que
seas un pmtor.

Estás tumbado con la cabeza apoyada en la chaqueta,


cuidadosamente doblada. Calculas que el árbol tendrá
sus buenos dieciocho metros. ¿Puedes descubrir algún
brote? Entornas los ojos. Ya no queda ninguno. Aquí
todo va por lo menos un par de semanas más adelanta­
16
do que en el pueblo. Desde luego, esto está más bajo, y
protegido por las Downs. Entonces intentas distinguir
unas flores apenas visibles. La rama está muy alta y hay
demasiada luz. Recuerdas que durante las hambrunas
la gente comía frutos de haya. No es de extrañar, pues
el haya pertenece a la misma familia que el castaño; y a
los cerdos se les suelta en los hayedos durante el oto­
ño. Claro, que los cerdos comen de todo. Sigues la rama
con la mirada. Parece el contorno de la pata trasera de
un caballo vista de lado. Te está entrando sueño, pero
cuando miras hacia arriba te imaginas lanzando una
cuerda sobre la rama. Ahora ya no piensas, te dejas lle­
var, y tienes los ojos casi cerrados. Aun así, las palmas
de las manos y las corvas se tensan al recordar cómo
trepabas por ramas retorcidas parecidas a éstas cuando
eras niño. Para ti, las partes del árbol están ahí a fin de
ser sometidas de una u otra manera... pero no a través
de la pintura.

Cierras los ojos distraídamente de vez en cuando. La


imagen del entramado de hojas se mantiene un mo­
mento impresa en tu retina antes de desaparecer, pero
ahora es de un rojo intenso, del color de un rododen­
dro muy oscuro. Cuando vuelves a abrir los ojos, la luz
es tan radiante que tienes la sensación de que rompe
contra ti como las olas, recordándote que no eres más
que una pequeña isla en la hierba. Te das cuenta de que
hay niños jugando a tu alrededor, y por alguna asocia­
ción demasiado rápida como para que aciertes a cons­
tatarla -aunque la recordar.\s más adelante- te mara­ 17
villas ante los muchos pájaros que puede esconder un
árbol. Al atardecer, cuando alguien se acerca, una ban­
dada de cuarenta o cincuenta estorninos puede disper­
sarse desde un solo espino y describir un círculo en el
cielo, como pájaros pintados en un abanico abierto de
golpe y después cerrado lentamente. El árbol está lleno
de sucesos, imaginados y recordados. Pero para ti, ante
todo, el árbol existe en el tiempo; su tamaño, su ver­
dor, y las razones del hombre que originariamente lo
plantó, no menos que las razones del hombre que po­
dría ordenar que lo talaran, te recuerdan este hecho.
De pronto te das cuenta de que el cielo no es de un
azul uniforme. Sobre el árbol hay un trazo vertical de
un azul más pálido, ramificándose desde su extremo
superior en varias direcciones. De hecho, es como si
fuese un árbol, te dices. Ahora lo observas convertirse
en la cabeza de un león... Estás usando los ojos, como
un poeta, quizás, pero no como un pintor.

Sigues ahí tumbado. Puedes oler la hierba. Eres más


consciente que de costumbre del calor del sol. Tienes
la sensación de estar estirado sobre el mundo, sintien­
do la redondez de la tierra. Nada del árbol te sorpren­
de. Lo miras como un actor podría mirar al auditorio.
¿cuál es tu drama? Tu brazo está alrededor de otra cin­
tura; una mano te acaricia el pelo. Podrías ser cualquie­
ra, pero de momento ves el árbol como sólo lo ve un
amante. El árbol es una X que señala un lugar para vo­
18 sotros dos.

No miras. ¿Qué sentido tiene tumbarse si también tie­


nes que usar los ojos? A ratos escuchas el viento. Las
hojas suenan como arena que cae. Cuando despiertas,
miras hacia arriba con mucha cautela. Ves verde, azul,
verde mezclado con suciedad, blanco. El verde ha eli­
minado cualquier trazo de amarillo del azul. Sobre esto
no hay duda, pero todo lo demás es confusión. Sin con­
centrarte demasiado, y como si estuvieras usando las
manos, comienzas a poner orden entre lo que puedes
ver. Imitando la habilidad de las vendedoras de flores,
que saben exactamente qué vara poner con otra, apren­
des a distinguir las guirnaldas de follaje, adjudicando a
cada una su rama y su correcta posición en el espacio.
Comienzas a revisar los ángulos de las ramas, no como
un matemático, sino como lo haría un mecánico. Ha­
ces lo que puedes por empequeñecer el árbol, por re­
ducirlo a un tamaño y a una sencillez accesibles. Vuel­
ves a cerrar los ojos, pero ahora te estás concentrando.
Estás pensando en tu propio cuadro. ¿Cómo debe con­
formarse para admitir semejante árbol? ¿Cómo puede
colocar semejante árbol en el lugar que le correspon­
de? Poco a poco empiezas a imaginarlo apareciendo en
tu cuadro. Y aun así, por el momento no es más que un
trazo salido de tus dedos, como el campanario de la
iglesia y el párroco. Pero tú no eres un leñador. No
puedes mover ni transportar árboles. Tampoco puedes
plantar sus semillas en tierra propia. Cuando abres los
ojos para mirar al verdadero árbol, intentas con todas 19
tus fuerzas verlo como imaginaste tu árbol pintado.
Pero no puedes. Se mantiene ahí, alzándose contra el
cielo. Vuelves a hacerlo pequeño. Cierra otra vez los
ojos. Revisa el árbol que pertenece a tu cuadro. Abre y
compara. Está más cerca, pero el haya todavía se eleva
y resplandece sobre ti. Una vez y otra. Y así puede que
permanezcas tumbado hasta que llegue la noche... y seas
un pmtor.

1960
e o I o r

21
P
ARA el ojo humano, todo lo visible tiene un co­
lor. Es probable que incluso los ciegos de naci­
miento sueñen en color. El color es un fenómeno
óptico, y también tiene un lugar, construido para él, en
la imaginación humana. Sin ninguna duda, los colores
existen en la naturaleza para poder ser vistos. Pero si
eres pintor, los colores son tus enemigos. iNo porque
23
pretendas controlarlos, sino porque tienes que alejarte
de ellos!

Cuando los colocas al borde de tu paleta, calculas las


proporciones y te mantienes distante. Los colores son
superficiales, artificiales e inertes. Puede incluso que
empieces a odiarlos por su repulsiva inocencia. Pare­
cen camisas recién compradas, todavía con la tirilla de
cartón bajo el cuello y las mangas perfectamente do­
bladas y prendidas con alfileres. Si tienes que coger una
y estás sudando, lo haces con las yemas de los dedos.

Como pintor, luchas por hacerlos desaparecer, para que


su lugar lo ocupen los cuerpos. Cuando digo cuerpo
quiero decir cualquier cosa que tenga sustancia. Cuan­
do un color adquiere sustancia y se convierte en una
cosa, deja de ser un color. Pierde su inocencia, y des­
cribirlo ya no es tan sencillo; adquiere el peso de lo
irremediable, aunque sea el llamado azul cielo. Descu­
brir lo irremediable es el sueño de un pintor. El «azul»
deja de ser un color que has elegido y se convierte en
una fatalidad. Una fatalidad de la que no hay manera
de zafarse. Esta fatalidad está presente en T iziano,
Turner o Rothko. Y ésa es la alegría. Por conveniencia,
llamaremos «tono» a aquello en lo que se convierten
los colores. Un tono que nunca se prestará a convertir­
se en un adjetivo como «rojo», «amarillo» o «azul».

¿Sólo los pintores entienden esto? No lo sé.


24

En cuanto empiezas a mezclar pintura en la paleta o d


cuadro, los colores van tomando un poco de sustancia,
pero con frecuencia, no es la sustancia que esperabas.
A menudo, la sustancia no va más allá de la mierda. Si
se alarga demasiado el proceso, la mezcla acaba irreme­
diablemente convirtiéndose en mierda. Por eso come­
tes muchos errores, porque el proceso de manejar los
colores y encontrar el tono justo es muy complejo y
sus variables infinitas.

Matisse señaló una vez que un centímetro cuadrado


de azul no es lo mismo que un metro cuadrado del mis­
mo azul. El tamaño de la superficie cambia el tono. De
la misma manera, un círculo azul no es lo mismo que
ese mismo azul cuadrado. El contorno también cambia
el tono. Y esto es sólo el principio. Cualquier tono está
modificado por su textura, por todos los tonos que le
rodean, por el espacio que la imagen está creando, por
la luz en el cuadro y sobre el cuadro, y por el curioso
fenómeno que es el campo de gravedad de la imagen
-aquello que determina el ritmo al que las cosas se
vencen y retroceden dentro del marco del silencioso
arte que nunca se mueve.

Estas infinitas variables se combinan incesantemente y


por eso complican hasta la extenuación la tarea de eli­
minar colores y crear cuerpos. Te detienes, te retiras
unos pasos, te fijas y tratas de prever cómo reaccionará 25
la multitud de variables cuando añadas este tono o mo­
difiques aquél. Sabes también que si titubeas demasia­
do y actúas con indecisión, estás en peligro de caer de
nuevo en la mierda. Incluso Morandi, prudente y ex­
traordinario como era, lo reconocía.

Puede que en un momento determinado intentes co­


ger por sorpresa a la multitud con un gesto repentino
o un tono audaz. A veces aceptan, pero sólo pasivamen­
te. A menudo se niegan, y su negativa es inmisericorde.
«iAsí que has añadido otro color!», te dicen.

El momento de gracia, si llega, es cuando te asombra


descubrir que aquello que tu pincel acaba de añadir no
es un color, no es ni siquiera un tono, sino una cosa,
algo a lo que la multitud, no ya una multitud sino una
comunidad, acoge y da un lugar. No puedes creer lo
que ven tus ojos, o más bien, por primera vezsílo crees:
una cosa inexplicable hecha de colores que las palabras
no pueden describir.

1995

26
espacio
(de una carta
a S v e n
Blomberg)

27
L
A hermana de David Hockney, según dice el pro­
pio Hockney, cree que Dios es el aire, el espacio
entre las cosas. De este modo, todo está enraizado
o moviéndose en Dios. Es una idea muy cercana a la
percepción de los pintores, foo te parece? No porque
los pintores sean necesariamente creyentes, sino por­
29
que el espacio invisible es el que siempre están inten­
tando pintar. Sólo el espacio (sea el tipo de espacio que
sea, de Tintoretto a Morandi y de Morandi a Matta)
puede dar unidad a sus trazos y manchas.

No se puede definir un cuadro haciendo una lista de lo


que hay en él, ni siquiera enumerando todas las pince­
ladas: un cuadro se convierte en lo que es de acuerdo a
cómo mantiene unidas las cosas, o a cómo no consigue
mantenerlas unidas. Esto es lo que en las escuelas sue­
len llamar «composición» iEn su sentido académico, la
composición es rigor mortis! No, es el espacio el que
lo mantiene todo junto, cada vez de una manera �'ogu­
lar. De igual modo, el fracaso de los cuadros es si�mpre
el resultado de un espacio mentiroso. El espacio juega
con nosotros, los pintores, todo el tiempo. Así que re­
zamos al Espacio.

Parece que en la isla tu plegaria fue escuchada. iEl es­


pacio estaba allí antes de que utilizaras la pintura! Esti­
raste el brazo, pincel en mano, y el espacio lo sostuvo
mientras tocaba el lienzo. El primer habitante del es­
pacio tuvo que ser la luz. En estos cuadros de la isla, la
luz no es la del sol, sino la del propio espacio.

iCada uno de los rincones que encontraste en la isla se


ha convertido en un animal! No sé decirlo de otra ma­
nera. Roca, mar, arena, espuma, hierba, colina, sende­
30
ro, horizonte, hechos uno por el espacio, se tornan en
cada lienzo una sola criatura viva, con su propia volun­
tad, sus propios impulsos, hábitos y latidos.

Todo es cuerpo. No porque la «naturaleza» esté viva,


sino porque cada uno de tus parajes, cada lugar, ha sido
afrontado, arrullado y escuchado, y después persegui­
do por ti, el pintor. Perseguido a través del espacio,
como antes los nómadas perseguían a través de los bos­
ques a los animales de los que dependían sus vidas. Aquí
no hay metáfora, es algo que expresan los gestos con
!.os que pintas. iExtraña anatomía! Creo que toda tu
vida has visto el universo como el primero y más mis­
terif fo de los animales.
' '
Vuelvo a mirar los cuadros -retratos, paisajes, natura­
lezas muertas, abstracciones- que has pintado a lo lar­
go de cuarenta años, e intuyo en todos y cada uno a esa
criatura que tratabas de encontrar y de enseñarnos. Es
una percepción retrospectiva. No lo pensé en su mo­
mento. La iluminación ha venido con tus nuevos pai­
sajes, que están llenos de movimientos y de murmullos
que uno sólo puede oír con la oreja pegada contra el
vientre de la criatura. La criatura-espacio que todos los
pintores quieren atrapar...

1995

31
algu nos
p as os
hacia una
pequena
teoría de
l o visible

33
e UAN DO recito el Padre Nuestro -"Padre nues­
tro que estás en los cielos... "-, me imagino ese
cielo como algo invisible, inaccesible, pero ínti­
mo y cercano. No tiene nada de barroco: ni espacios
espirales infinitos, ni escorzos apabullantes. Para en­
contrarlo -si a uno le fuera concedida la gracia- bas­
35
taría con levantar de la mesa algo tan pequeño, tan co­
tidiano, como una piedrecita o un salero. Tal vez, Cellini
lo sabía.

"Venga a nosotros tu reino... ": la diferencia entre cielo


y tierra es infinita, pero la distancia es mínima. Simone
Weil escribió algo sobre esto: "Nuestro deseo cruza
aquí el tiempo para encontrar tras él la eternidad, y esto
ocurre siempre que sabemos convertir lo que sucede,
sea lo que fuere, en un objeto de deseo".

Estas palabras se podrían aplicar también al arte de pintar.


Hoy abundan las imágenes. Nunca se habían represen­
tado y mirado tantas cosas. Continuamente estamos
entreviendo el otro lado del planeta, o el otro lado de la
luna. Las apariencias son registradas y transmitidas, rá­
pidas como el rayo.

Pero esto ha venido a cambiar algo, inocentemente. Se


las solía llamar apariencias físicas porque pertenecían a
cuerpos sólidos. Hoy las apariencias son volátiles. La
innovación tecnológica permite separar fácilmente lo
aparente de lo existente. Y esto es precisamente lo que
necesita explotar de continuo la mitología del sistema
actual. Convierte las apariencias en refracciones, como
si fueran espejismos; pero no son refracciones de la luz,
36 sino del apetito, de un único apetito, el apetito de más.

En consecuencia, lo existente, el cuerpo, desaparece (lo


que no deja de ser extraño, considerando las implica­
ciones físicas de la noción de apetito). Vivimos en un
espectáculo de ropas y máscaras vacías.

Pensemos en cualquier locutor de cualquier canal de


televisión de cualquier país. Estos locutores o presen­
tadores de los noticiarios son el epítome mecánico de
lo incorpóreo. Muchos años le llevó al sistema inven­
tarlos y enseñarles esa forma de hablar.

Ni cuerpos ni Necesidad, pues la Necesidad es la con­


dición de lo existente. Es lo que hace real a la realidad.
Y la mitología del sistema sólo requiere lo que todavía
no es real, lo virtual, la próxima compra. Esto no pro­
duce en el espectador, como se afirma, una sensación
de libertad (la llamada libertad de elección) , sino un
profundo aislamiento.

Hasta hace poco, la historia, todas las memorias per­


sonales, todos los refranes, las fábulas, las parábolas,
planteaban lo mismo: la lucha, perenne, atroz y oca­
sionalmente hermosa, de vivir con la Necesidad. La
Necesidad que es el enigma de la existencia y que, tras
la Creación, no ha dejado de agudizar el espíritu hu­
mano. La Necesidad produce la tragedia y también la
comedia. Es aquello que besas y aquello contra lo que
te golpeas de cabeza. 37

Hoy ha dejado de existir en el espectáculo del sistema.


Y, por consiguiente, ya no se comunica ninguna expe­
riencia. Lo único que se comparte es el espectáculo,
ese juego en el que nadie juega y todos miran. Ahora
cada cual tiene que intentar situar por sí solo su propia
existencia, sus propios sufrimientos, en la inmensa are­
na del tiempo y del universo.

Soñé que era un extraño marchante: era un marchante


de aspectos y apariencias. Los coleccionaba y los distri­
buía. En el sueño acababa de descubrir un secreto. Lo
había descubierto solo, sin ayuda ni consejo de nadie.
El secreto era entrar en lo que estuviera mirando en
ese momento -un cubo de agua, una vaca, una ciudad
(como Toledo) vista desde arriba, un roble- y, una
vez dentro, disponer del mejor modo posible su apa­
riencia. Mejor, no quería decir hacerlo más bonito o más
armonioso, ni tampoco más típico, a fin de que el roble
representara todos los robles. Sencillamente quería de­
cir hacerlo más suyo, de modo que la vaca o la ciudad o
el cubo de agua se convirtieran en algo claramente
único.

Hacer esto me agradaba, y tenía la impresión de que


los pequeños cambios que realicé desde dentro agrada­
ban a los otros.
38
El secreto para introducirse en el objeto y reordenar su
apariencia era tan sencillo como abrir la puerta de un
armario. Tal vez, simplemente se trataba de estar allí
cuando la puerta se abriera sola. Pero cuando me des­
perté, no pude recordar cómo se hacía y me quedé sin
saber cómo se entra en las cosas.

La historia de la pintura se suele presentar como una


sucesión de estilos. En nuestros días, los marchantes y
promotores de arte utilizan esta batalla de estilos para
crear marcas que ponen en el mercado. Muchos colec­
cionistas -y también museos- compran nombres,
marcas, en lugar de obras.
Quizá ha llegado el momento de preguntarse alg0 que
suena bastante ingenuo: ¿qué tiene en común toda la
pintura desde el paleolítico hasta nuestros días? Toda
imagen pintada anuncia algo. Lo que anuncia es: Yo he
visto esto, o, cuando la creación de la imagen estaba in­
corporada a un rito tribal: Nosotros hemos visto esto. El
esto se refiere a lo que está representado. El arte no­
figurativo no es una excepción. Un lienzo tardío de
Rothko representa una iluminación o un brillo colo­
reado que se deriva de la experiencia de lo visible que
tiene el pintor. Mientras lo pintaba, iba juzgando el lien­
zo conforme a otra cosa que él hab ía visto.

La pintura es, en primer lugar, una afirmación de lo


visible que nos rodea y que está continuamente apare­ 39
ciendo y desapareciendo. Posiblemente, sin la desapa­
rición no existiría el impulso de pintar, pues entonces
lo visible poseería la seguridad (la permanenda) que la
pintura lucha por encontrar. La pintura es, más direc­
tamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo
existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la
humanidad.

Los animales fueron el primer tema de la pintura. Y ya


desde el principio, la descripción de esos animales fue
extraordinariamente verdadera, como lo continuaría
siendo posteriormente en el arte sumerio, en el asirio,
en el egipcio y en las primeras muestras del griego. Ten­
drían que pasar muchos si�los hasta que se consiguiera
una "verosimilitud" equivalente en la descripción del
cuerpo humano. En el pri ncipio, lo existente era aque­
llo a lo que el hombre se enfrentaba.

Los primeros pintores eran cazadores cuyas vidas, como


las del resto de la tribu, dependían de su conocimiento
de los animales. Sin embargo, el acto de pintar no era
igual que el acto de cazar; la relación entre ambos era
mágica.

En bastantes pinturas rupestres hay representaciones


de la mano humana al lado de los animales. No sabe­
mos cuál era su función ritual. Sabemos que la pintura
servía para confirmar una "camaradería" mágica entre
40 la presa y el cazador o, para decirlo de una forma más
abstracta, entre lo existente y el ingenio humano. La
pintura era la manera de hacer explícita, y así se espera­
ba que permanente, esa camaradería.

Puede que siga mereciendo la pena pensar en esto, aun


mucho después de que la pintura haya perdido sus re­
baños de animales y su función ritual. Creo que nos
aclara algo sobre la naturaleza del acto.

El impulso de pintar no procede de la observación ni


tampoco del alma (que probablemente es ciega) , sino
de un encuentro: el encuentro entre el pintor y el mo­
delo, aunque éste sea una montaña o un estante de me-
dicinas. El Mont Saint Victoire visto desde Aix (desde
otros lugares tiene una forma muy diferente) era el
compañero de Cézanne.

Cuando una pintura carece de vida se debe a que el


pintor no ha tenido el coraje de acercarse lo suficiente
para iniciar una colaboración. Se queda a una distancia
"de copia". O, como sucede en periodos manieristas
como el actual, se queda a una distancia histórico-ar­
tística, haciendo unos trucos estilísticos de los que nada
sabe el modelo.

Acercarse significa olvidar la convención, la fama, la


razón, las jerarquías y el propio yo. También significa
arriesgarse a la incoherencia, a la locura incluso. Pues
41
puede suceder que uno se acerque demasiado y enton­
ces se rompa la colaboración y el pintor se disuelva en
el modelo. O el animal devora o pisotea al pintor.

Toda pintura auténtica demuestra una colaboración.


Pensemos en el retrato de una joven pintado por Petrus
Christus (Staatliche Museum de Berlín) o en un tor­
mentoso paisaje de Courbet (Museo del Louvre) o en
el ratón con una berenjena pintado por Tchou-Ta en el
siglo XVI I, y nos resultará imposible negar la participa­
ción del modelo. En realidad, el tema de estas pinturas
no es el retrato de una joven o un mar encrespado o un
ratón con una verdura: lo que representan fundamen­
talmente es esta participación. "El pincel", decía Shitao,
el gran paisajista chino del siglo XVI I, "sirve para salvar
las cosas del caos".

Estamos caminando sin rumbo fijo por un paraje des­


conocido y yo estoy utilizando las palabras de una for­
ma extraña. Un mar encrespado un día de otoño de
1 8 70 en la costa del norte de Francia, que participa en el
hecho de ser visto por un barbudo que al año siguiente
será encarcelado. Y, sin embargo, no hay otra forma de
aproximarse a la práctica real de este silencioso arte que
detiene todo lo que se mueve.

La razón de ser de lo visible es el ojo; el ojo evolucionó


y se desarrolló donde había luz suficiente para que las
42 formas de vida visibles se hicieran cada vez más com­
plejas y variadas. Las flores silvestres, por ejemplo, tie­
nen los colores que tienen a fin de ser vistas. El que un
cielo despejado parezca azul se debe a la estructura de
nuestros ojos y a la naturaleza del sistema solar. Existe
cierta base ontológica para la colaboración entre el pin­
tor y el modelo. Silesius, un médico que ejerció en
Wrockalu en el siglo XVII, escribió sobre la interdepen­
dencia de lo visto y quien lo ve de una forma mística:

"La rose qui contemple ton oeil de chair


A fleuri de la sorte en Dieu dans l'eternel"
¿Cómo llegaste a ser lo que vi s iblemente eres? ,
pregunta el pintor.
Soy como soy. Estoy esperando, responde la
montaña, o el ratón o el niño.
¿A qué?
A ti, si abandonas todo lo demás.
¿Por cuánto tiempo?
Lo que se tarde.
Hay otras cosas en la vida.
Búscalas y dedícate a otra cosa.
¿y si no lo hago?
Te daré lo que no he dado a nadie, pero no vale
nada; sólo es la respuesta a tu inútil pregunta.
Hnútil?
Soy como soy.
43
¿No prometes nada más?
Nada. Puedo esperar para s iempre.
Me gustaría tener una vida normal.
Vívela y no cuentes conmigo.
¿y si contara contigo?
Olvida todo lo demás y en mí encontrarás i a mí!

La colaboración que a veces s igue, raramente está ba­


sada en la buena voluntad; más frecuentemente lo está
en el deseo, la rabia, el miedo, la compasión o el anhe­
lo. La ilus ión moderna en relación al arte (una ilusión
que la Posmodernidad no ha hecho nada por corregir)
es que el artista es un creador. Más bien es un receptor.
Lo que parece una creación no es sino el acto de dar
forma a lo que se ha recibido.

Bogena y Robert y su hermano Witek vinieron a cenar


porque era el Año Nuevo ruso. Sentados a la mesa,
mientras ellos hablaban en ruso, intenté dibujar a
Bogena. No era la primera vez que lo intentaba. Nunca
lo consi go, porque su cara es muy cambiante y yo no
puedo olvidar su belleza. Y para pintar bien tienes que
olvidar eso. Se fueron mucho después de medianoche.
Cuando estaba haciendo un último intento, Robert dijo:
Esta es tu última oportunidad esta noche, ivenga, J ohn,
dibújala, demuestra que eres hombre, y dibújala!
44
Cuando se fueron, cogí el menos malo de todos los dibu­
jos y empecé a trabajar en él con colores -acrílicos-.
De pronto, como una veleta que gira al cambiar el vien­
to, el retrato empezó a parecerse a algo. Tenía ahora su
"parecido" en la cabeza: ya no tenía que buscarlo, bas­
taba con sacarlo fuera, dibujándolo. El papel se rasgó.
Aplicaba a veces la pintura espesa como un ungüento.
Hacia las cuatro de la mañana, la cara empezó a pres­
tarse, a sonreír a su propia representación.

Al día siguiente, aquel frágil trozo de papel cargado de


pintura me seguía gustando. A la luz del día, había que
retocar algunos matices de color. Los colores aplica­
dos por la noche son a veces demasiado desesperados,
como alguien que se quita los zapatos sin desatar los
cordones. Ahora estaba acabado.

Durante ese día me acerqué varias veces a mirarlo; es­


taba eufórico. ¿Sólo porque había hecho un dibujito
del que me sentía satisfecho? No. La euforia era el re­
sultado de otra cosa. Era el resultado de la aparición de
la cara, como si saliera de las tinieblas. Era el resultado
del hecho de que la cara de Bogena me había regalado
lo que podía dejar atrás de sí misma.

¿Qué es un parecido? Las personas, al morir, dejan atrás,


para quienes las conocieron, un vacío, un espacio; ese
espacio tiene contornos y es diferente en cada muerte. 45
Dicho espacio, con sus contornos, es el parecido de la
persona y es lo que busca el artista cuando retrata a una
persona viva. Un parecido es algo que se deja atrás sin
ser visto.

Soutine se encuentra entre los grandes pintores del si­


glo xx. Ha llevado cincuenta años que se reconociera
así, porque su arte era tradicional y vulgar, y esta mez­
cla ofendía a todos los gustos. Era como si su pintura
tuviera un fuerte acento y por eso se la considerara
inarticulada: exótica, en el mejor de los casos; bárbara,
en el peor. Hoy su devoción por lo existente se va ha­
ciendo cada vez más ejemplar. Ningún otro pintor ha
revelado más gráficamente que él la colaboración im­
plícita en el acto de pintar entre el modelo y el pintor.
En los lienzos de Soutine, los álamos, los cuerpos de
animales muertos, los rostros de los niños se aferraban
a sus pinceles.

Shitao, a quien vuelvo a citar, escribió lo siguiente: "Pin­


tar es el resultado de la receptividad de la tinta; la tinta
se abre al pincel; el pincel se abre a la mano; la mano se
abre al corazón. Y todos ellos de la misma forma en
que el cielo engendra lo que la tierra produce: todo es
el resultado de la receptividad".

Se suele decir que en la obra tardía de Ticiano, de


46 Rembrandt o de Turner la forma de manipular la pin­
tura es más libre. Aunque en cierto sentido es cierta,
esta afirmación puede dar una falsa impresión de inten­
cionalidad. En realidad, estos pintores se hicieron más
receptivos al llegar a viejos, más abiertos al atractivo
del "modelo" y de su extraña energía. Como si se hu­
bieran desprendido de sus cuerpos.

Cuando se ha entendido el principio de colaboración,


éste se convierte en un criterio a la hora de juzgar cual­
quier obra, al margen de su estilo, al margen de la liber­
tad con la que esté tratada. O, mejor dicho ( dado que
el juicio tiene muy poco que ver con el arte) , nos ofre-
ce la oportunidad de ver con mayor claridad por qué
nos conmueve la pintura.

Rubens pintó muchas veces a su amada Hélene Fou r­


ment. U nas veces ella colaboró, otras no. Cuando no
lo hizo, no pasa de ser un ideal pintado; cuando sí lo
hizo, el espectador también la espera. Hay una pintura
de Morandi, fechada en 1 949, que representa un j arrón
con rosas, en la cual las flores esperan, como si fueran
gatos, a que el pintor las deje entrar en su visión. (Es
éste un caso especial, pues la mayoría de las pinturas de
flores se limitan a ser puro espectáculo) . Hay un retra­
to de un hombre pintado sobre madera hace dos si­
glos, cuya participación seguimos sintiendo. En los ena­
nos de Velázquez, en los perros de Ticiano, en las casas
47
de Vermeer, reconocemos, como una forma de ener­
gía, la voluntad de ser vistas .

La gente va cada vez más a los museos y no sale decep­


cionada. ¿ Qué es lo que les fascina? A modo de res­
puesta: el arte o la historia del arte o la crítica de arte
ignora, creo yo, lo esencial.

En los museos de pintura nos encontramos con lo visi­


ble de otras épocas y esto nos acompaña. Nos senti­
mos menos solos frente aquello que nosotros m ismos
vemos aparecer y desaparecer todos los días. Hay tan-
tas cosas que siguen siendo iguales: los dientes, las
manos, el sol, las piernas de las mujeres, el pescado... ;
en el reino de lo visible, todas las épocas coexisten fra­
ternalmente, aunque estén separadas por siglos o
milenios. Y cuando la imagen pintada no es una copia,
sino el resultado de un diálogo, la cosa pintada habla, si
nos paramos a escuchar.

En cuestión de ver, J oseph Beuys fue el gran profeta de


la segunda mitad de nuestro siglo, y su obra fue una
demostración de ese tipo de colaboración del que es­
toy hablando, o tal vez un llamamiento a la colabora­
ción. Convencido de que todos somos potencialmente
48 artistas, tomaba los objetos y los disponía de tal forma
que éstos suplican al espectador que colabore con ellos,
no pintándolos, sino escuchando lo que a sus ojos les
decían y recordando.

No conozco nada más triste (triste, no trágico) que un


animal que se ha quedado ciego. A diferencia de los
humanos, al animal no le queda otro lenguaje que le
describa el mundo. En terreno conocido, el animal cie­
go se las apaña para moverse con el olfato. Pero ha que­
dado privado de lo existente " con esta privación em­
pieza a decaer hasta que no hace mucho más que dor­
mir, y en el sueño tal vez intenta cazar una visión de lo
que existió para él antes de quedarse ciego.
La Marquesa de Sorcy de Thélusson, pintada en 1 790
por David, me observa. ¿Q uién hubiera podido prede­
cir en su época la soledad en la que vive hoy la gente?
Una soledad confirmada día a día por las redes de imá­
genes del mundo incorpóreas y falsas. Pero su falsedad
no es un error. Cuando se considera que la búsqueda
de beneficios es el único medio de salvación de la hu­
manidad, el volumen de ventas pasa a ser la prioridad
absoluta, y, por lo tanto, lo existente ha de ser ignora­
do o suprimido o anulado.

Pintar hoy es un acto de resistencia que satisface una


necesidad generalizada y puede crear esperanzas.

49

1995
d i b uj ar un
ho m b r e

51
A
L mirar la página en blanco de mi cuaderno de
dibujo, era más consciente de su altura que de
su ancho. Los extremos superior e inferior eran
los críticos, ya que entre ellos tenía que reconstruir la
manera en que se alzaba sobre el suelo, o visto de otro
modo, la manera en que estaba sujeto al suelo. La ener­
53
gía de la pose era principalmente vertical. Todos los
pequeños movimientos laterales de los brazos, el cue­
llo girado, la pierna sobre la que no descansaba su peso,
tenían relación con esa fuerza vertical, como las ramas
que cuelgan y sobresalen de un árbol están en relación
con la dimensión vertical del tronco. Mis primeros tra­
zos debían expresar esa percepción; debían mantener­
lo de pie como un bolo, pero al mismo tiempo sugerir
que, al contrario de un bolo, tenía capacidad de movi­
miento, capacidad para recuperar el equilibrio si el sue­
lo basculara, capacidad de elevarse en el aire durante
unos pocos segundos desafiando la fuerza vertical de
la gravedad. Esta capacidad de movimiento, esta ten­
sión de su cuerpo, discontinua y transitoria más que
regular y permanente, tendría que ser expresada en re­
lación a los extremos laterales del papel, a los cambios
en cualquiera de los lados de la línea recta entre la de­
presión de su cuello y el talón de su pierna de apoyo.

Empecé a buscar las diferencias. L, pierna izquierda


soportaba su peso, y por esta razón el lado izquierdo,
el más distante de su cuerpo, estaba tenso, ya fuera recto
o anguloso; el más cercano, el lado derecho, parecía en
comparación relajado y fluido. Unas líneas laterales que
comenzaban en curva para acabar en violentos ángulos
delimitaban su cuerpo, como regatos que fluyen de las
montañas hacia afiladas y abruptas torrenteras en las
paredes de los riscos. Pero no todo era así de sencillo.
54 En su lado más cercano y relajado el puño estaba cerra­
do, y la dureza de los nudillos recordaba la severa línea
de sus costillas en el lado opuesto, como un túmulo de
piedras en las colinas recuerda los riscos.

Comenzaba a ver de manera diferente la superficie blanca


del papel en la que iba a dibujar. De una hoja en blanco
pasó a convertirse en un espacio vacío. Su blancura se
convirtió en un área ilimitada de luz opaca, sobre la
que era posible moverse, pero no ver a través de ella.
Sabía que cuando dibujara una línea en ella -o a través
de ella- no debería controlarla como el conductor de
un coche, en un solo plano, sino como un piloto en el
aire, moviéndome en las tres direcciones.
Aun así, cuando hice un trazo, aproximadamente de­
bajo de las costillas más cercanas, la esencia de la pági­
na volvió a cambiar. El área de luz opaca dejó súbita­
mente de ser ilimitado. La página entera cambió en res­
puesta a lo que había pintado, al igual que cambia el
agua de un acuario en el momento en que metes un
pez. A partir de ahí, sólo ves al pez. El agua pasa a ser
únicamente la condición de su vida y el espacio en el
que puede nadar.

Cuando atravesé el cuerpo para dibujar el perfil del


hombro más distante, sobrevino un nuevo cambio. No
fue tan fácil como meter otro pez en el acuario. La se­
gunda línea alteró la naturaleza de la primera. Mientras
que antes carecía de propósito, su significación estaba 55
ahora fijada y confirmada por la segunda línea. Juntas
sujetaban los extremos del espacio que existía entre
ellas, y ese espacio, pugnando bajo la fuerza que antes
daba a toda la página su potencial de profundidad, se
alzó convirtiéndose en sugerencia de volumen. El di­
bujo había comenzado.

La tercera dimensión, el volumen de la silla, del cuer­


po, del árbol, es, al menos en lo que concierne a nues­
tros sentidos, la prueba misma de nuestra existencia.
Constituye la diferencia entre el mundo y la palabra.
Al mirar al modelo, me maravillaba el simple hecho de
que fuera sólido, de que ocupara espacio, de que fuera
más que la suma total de diez mil perspectivas desde
diez mil puntos de vista diferentes. En mi dibujo, que
era inevitablemente una visión desde un solo punto de
vista, confiaba en llegar a sugerir este número ilimita­
do de perspectivas. Pero por ahora era sólo cuestión de
trazar y refinar formas hasta que sus tensiones comen­
zaran a ser como aquellas que veía en el modelo. Desde
luego corría el riesgo de que un énfasis sobreacentuado
y erróneo lo hiciera estallar todo como un globo, o
podría desmoronarse como arcilla demasiado fina en
el torno de un alfarero, o deformarse fatalmente y per­
der su centro de gravedad. Aun así, allí había algo. Las
infinitas y opacas posibilidades de la página en blanco
habían sido definidas y precisadas. Mi tarea consistía
56
ahora en coordinar y medir: pero no medir en pulga­
das, como uno puede pesar una onza de pasas contán­
dolas, sino medir por el ritmo, la masa y el desplaza­
miento: calcular distancias y ángulos como un ave vo­
lando entre las ramas, visualizar la planta como un ar­
quitecto, sentir la presión de mis líneas y manchas ha­
cia la superficie más remota del papel, como un marino
siente la flacidez o tensión de su vela para así virar apro­
vechando o desechando la superficie del viento.

Calculé la altura de la oreja en relación a los ojos, el


ángulo del sinuoso triángulo entre los dos pezones y el
ombligo, las líneas laterales de los hombros y de la ca­
dera -inclinándose la una hacia la otra hasta finalmente
encontrarse-, la posición relativa de los nudillos de la
mano más alejada que caían sobre los dedos del pie en
segundo plano. Sin embargo, buscaba no sólo propor­
ciones lineales, ángulos y distancias de esos trozos de
hilo imaginario extendidos de un punto a otro, sino
también la relación entre los planos, entre las superfi­
cies que avanzan y retroceden.

Al igual que cuando miras sobre los desordenados te­


jados de una ciudad sin planificar, percibes planos
retranqueados idénticos en buhardillas de casas muy
diferentes -de manera que si extiendes un plano cual­
quiera entre todas las de altura intermedia, en algún
momento coincidirá exactamente con otro- así tam­
bién encuentras tensiones de idéntico plano en dife­
rentes partes del cuerpo. El plano que desciende desde 57
lo alto del estómago a la ingle, coincidía con aquel que
retrocede desde la rodilla más adelantada hasta el bor­
de exterior y afilado de la pantorrilla. Uno de los ama­
bles planos interiores, en lo alto del muslo de la misma
pierna, coincidía con un pequeño plano que rodeaba el
perfil del músculo pectoral más alejado.

Y así, a medida que tomaba forma un indicio de unidad


y las líneas se acumulaban en el papel, me di cuenta de
nuevo de las verdaderas tensiones de la pose. Pero esta
vez más sutilmente. Ya no se trataba sólo de considerar
la postura principal, vertical. Me había comprometido
íntimamente con la figura. Incluso los detalles más pe­
queños demandaban carácter de urgencia, y tenía que
resistir la tentación de sobreenfatizar todas las líneas.
Me introduje entre los espacios que retrocedían y cedí
ante las formas que iban apareciendo. También corre­
gía: dibujaba sobre y a través de lineas anteriores para
reestablecer proporciones o encontrar maneras de ex­
presar hallazgos menos obvios. Me di cuenta de cómo
en el pie de la robusta y rígida pierna de apoyo, había un
claro espacio bajo el arco del empeine. Advertí con qué
sutileza la lisa pared del estómago se desvanecía entre
los atenuados planos contiguos de muslo y cadera. Per­
cibí el contraste entre la dureza del codo y la vulnerable
suavidad del interior del brazo a la misma altura.

Llegado este punto y en cuestión de poco tiempo, el


58
dibujo alcanzó su «punto de crisis», que es como decir
que lo que había dibujado comenzó a interesarme tan­
to como lo que todavía estaba por descubrir. En todo
dibujo hay un momento en el que sucede esto. Lo lla­
mo punto de crisis porque a partir de entonces su éxito
o fracaso ya está determinado. Se empieza entonces a
dibujar de acuerdo a sus exigencias y necesidades. Si el
dibujo es de algún modo verdadero, estas exigencias
probablemente corresponderán a lo que todavía puede
descubrirse buscando. Si es esencialmente falso, acen­
tuarán su error.

Observé mi dibujo tratando de descubrir dónde había


distorsión, qué líneas o manchas de tono habían perdi­
do su primer y necesario énfasis, al haber sido rodea-
das por otras. Qué gestos espontáneos habían esquiva­
do un problema, y cuáles habían sido intuitivamente
correctos. Aun así, incluso este proceso era sólo par­
cialmente consciente. Había sitios en los que podía ver
con claridad que un fragmento era torpe y necesitaba
revisión; en otros, dejaba el lápiz suspendido en el aire,
un poco como la vara de un zahorí. Una forma lo atraía,
forzando al lápiz a hacer una mancha para acentuar su
recesión; otra, obligaba al lápiz a remarcar una línea
que la adelantaba aún más.

Ahora, al mirar al modelo para verificar una forma, lo


observaba de otra manera. Miraba, por así decirlo, con
más connivencia: para encontrar sólo lo que quería en­
contrar.
59

Al llegar al final, ambición y desilusión al mismo tiem­


po. Aunque en mi imaginación veía coincidir mi dibu­
jo con el hombre mismo, de modo que, por un mo­
mento, no era ya un hombre posando, sino un mora­
dor de un mundo creado a medias por mí, una expre­
sión única de mi experiencia, aun cuando veía esto con
mi imaginación, reconocía sin embargo qué deficiente,
fragmentario y torpe era mi pequeño dibujo.

Pasé la página y empecé otro dibujo, comenzando por


el punto de partida del primero. Un hombre de pie,
cargando su peso sobre una de las piernas...
1960
p o e ma

Tal vez en el principio


el tiempo y lo visible,
inseparables hacedores de la distancia,
llegaron juntos
61
borrachos
golpeando la puerta
justo antes de amanecer.

Con las primeras luces pasó su embriaguez,


y tras contemplar el día,
hablaron
de la lejanía, del pasado, de lo invisible.
Hablaron de los horizontes
que rodean todo
lo que todavía no ha desaparecido.

1 984
es1a
tercera
edición de
algunos pasos
hacia una pequeña
reorla de lo visible
se terminó
de imprimir
el dla lO
demayo
de
2000

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