Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Lovelace Delos W - King Kong
Lovelace Delos W - King Kong
Délos W. Lovelace
Weston le gritó:
—¿Denham?
—No la conseguí.
—En tus películas nunca figuró una mujer. ¿Por qué quieres
ahora una?
—¿Por qué?
—¡ Mon-monzones!
—¿Qué dices?
—Siempre hay alguien que roba. ¡Ja! Estoy harto. ¡Eh! ¡Señor
poli!
—¡Cierre el pico! —ordenó Denham—. La chica dice la verdad.
Retiró la mano de su podrida manzana antes de que usted saliera.
No iba a robar nada.
—No iba a hacerlo. De verdad que no.
—¿Tienes parientes?
—Tú no, Jack. Me refiero a Ignatz. Mira qué quieto está. Nunca
estuvo así, ni siquiera en los brazos del viejo Lumpy.
Había encontrado las cajas con los trajes. Ahora llevaba algo
atractivo, muy distinto al vestido mediocre de su primera aparición.
Algo extraño y primitivo confeccionado con suaves y crujientes
hebras y cintas de seda iridiscente aún más suaves. La carne al
descubierto de sus brazos y de sus piernas resplandecía en
marmóreo contraste con el color pardo de las hebras y la brillantez
de la tela.
Driscoll asintió.
—A mí no me dice nada.
—Docenas de veces.
—¡Qué agradable!
—¿A quién le interesa? ¡Yo la creo! ¿Por qué no? ¿Piensa que
una descripción tan detallada podría haber surgido totalmente de la
imaginación?
—¿No sabes por qué estoy preocupado, Ann? ¿No sabes que
es por ti? Denham es un insensato ante los riesgos. ¿Qué quiere
que hagas?
—¡Ann! ¡Mírame!
—¡Seis!
—¡Rompientes!
—¡Exactamente delante!
—¡Desde luego!
Driscoll, abrumado, abandonó rápidamente la tarea.
—Eché una mirada desde proa y creo que hay más y mayores
casas junto al monte más espeso.
—Es la primera isla nativa a la que llego en donde toda la tribu
no baja a la playa para echar un vistazo.
—No hay duda de que la tribu anda por algún lado. ¿Oye los
tambores?
—Ya está.
—Bala.
—¡Tasko! —gritó.
—¡ Tasko!
Englehorn explicó:
Driscoll, con una ligera sonrisa de alivio, soltó la pequeña mano que
había apretado protectoramente durante la marcha,
—Créase o no —dijo echando una última mirada hacia atrás—,
nadie nos sigue. Y que nadie me diga que no es una sorpresa tan
inesperada como agradable.
Denham asintió.
—¿La muchacha?
—¡Ndeze!
Era una señal para otros, además del novio que aguardaba en
la soledad, fuera de la muralla. El canto cesó con el golpe de
tambor. Se rompieron las filas de ambos lados del estrado. Los
hombres de la tribu, además de las mujeres y los niños, corrieron
hacia la muralla, y prorrumpieron en gritos de excitación y
aprensión. Treparon hasta la parte superior por frágiles escaleras.
Denham asintió.
Lanzó la bomba.
—¿Está muerta?
Los hombres se miraron entre sí. Por último Jimmy hizo una
pregunta.
Driscoll asintió.
—No voy a caminar por el tronco con esas cosas ahí debajo —
declaró un marinero.
—¡Aquiiií! ¡Denham!
—Me apunto.
—Estoy de acuerdo.
—¿Dónde está?
—¡Jack! — gritó.
Driscoll la besó por tercera vez pero luego se alejó hasta que
sólo la tocó con la mano que sujetaba su cabeza. A la luz de la luna
su figura parecía una flecha oscura apartada de la sombra blanca de
la muchacha.
—¿Cómo?
—¡Valiente dama!
—En realidad, no lo soy. Pero no te apartes, Jack.
—Estaré a tu lado.
Delante del altar, lo bastante cerca para que los rayos más
largos de las antorchas elevadas alcanzaran su doblada figura
empapada, caminaba Driscoll. En sus brazos estaba Ann, cuyo
cuerpo blanco e inmóvil hizo que los marineros abrieran aún más la
boca.
—¿Qué?
—¡ Está loco!
—¡ Kong! ¡ Kong!
—¡ La ha seguido!
—¿Está herido?
—¡ Mirad!
Luchó hasta el fin. Con las últimas fuerzas saltó hacia el avión
que cerraba el grupo mientras éste se alejaba. Erró, pero su
poderoso salto lo llevó más allá de las terrazas de abajo, hasta la
calle. Durante un instante, en lo alto de la civilización que lo había
destruido, pendió con la misma soledad real que le había
acompañado en la Isla de la Montaña de la Calavera. Luego cayó
aniquilado a los pies de sus conquistadores.
Driscoll rodeó a Ann con los brazos.
—¿Cómo?