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que él había oído llamar a esa técnica «corbata de Beverly Hills».

El sargento añadió que


probablemente era la única manera en que el pobre chico conseguía correrse, con esa cara de
pizza que tenía. Mi padre coincidió con él, triste pero cierto. Luego añadió que lo que le
preocupaba era el pelo. Dijo que al forense también le preocupaba.
—¿Qué pasaba con el pelo? —pregunté—. ¿Y qué es eso de la corbata de Beverly Hills?
—Lo consulté en mi teléfono. Es como se llama en argot a la asfixia autoerótica. —Pronunció
esas palabras con cuidado. Con orgullo, casi—. Te cuelgas del cuello y te la pelas mientras estás
perdiendo el conocimiento. —Vio mi expresión y se encogió de hombros—. Yo no hago las
noticias, doctor Einstein, solo las repito. Debe de ser un subidón, pero creo que paso.
Yo también pasaba, pensé.
—¿Y lo del pelo?
—Le pregunté a mi padre por eso. No quería contármelo, pero como yo había oído todo lo
demás, al final cedió. Dijo que la mitad del pelo se le había vuelto blanco.

Pensé mucho en eso. Por un lado, si alguna vez había concebido la idea de que el señor Harrigan
saliese de la tumba para vengarse en mi nombre (y a veces por la noche, cuando no podía
conciliar el sueño, la idea, por ridícula que pareciera, penetraba subrepticiamente en mi cabeza),
la revelación de Submarino echaba por tierra esa posibilidad. Imaginando a Kenny Yanko en su
armario, con el pantalón en torno a los tobillos y una cuerda alrededor del cuello, con el rostro
cada vez más amoratado mientras practicaba el consabido estrangu-meneo, en realidad sentía
lástima por él. Vaya una manera absurda e indigna de morir. «Como resultado de un trágico
accidente», decía la necrológica del Sun, y esa información era más precisa de lo que ninguno de
nosotros, los demás chicos, podíamos haber sabido.
Por otro lado, sin embargo, estaba el comentario del padre de Submarino sobre el pelo de
Kenny. Yo no podía evitar preguntarme a qué se debía eso. Qué podía haber visto Kenny en ese
armario, a su lado, mientras, sumiéndose en la inconsciencia, se la pelaba con toda su alma.
Finalmente acudí a mi mejor asesor, internet. Allí encontré divergencia de opiniones. Unos
científicos afirmaban que no existía prueba alguna de que el cabello de una persona pudiera
emblanquecerse a causa de un shock; otros sostenían que sí, que ciertamente podía ocurrir. Que
los melanocitos que determinan el color del cabello podían morir como consecuencia de un shock.
En un artículo que leí se decía que, de hecho, les ocurrió a Tomás Moro y María Antonieta antes
de ser ejecutados. Otro artículo lo ponía en tela de juicio, aseguraba que era solo una leyenda. Al
final, aquello era como una frase que decía a veces el señor Harrigan sobre la compra de
acciones: pagas tu dinero y asumes el riesgo.
Poco a poco, estas dudas y preocupaciones se disiparon, pero mentiría si dijera que Kenny
Yanko desapareció por completo de mi cabeza, entonces o ahora. Kenny Yanko, en su armario con
una cuerda alrededor del cuello. Quizá no perdió el conocimiento antes de poder aflojar el nudo.
Quizá Kenny Yanko —solo quizá— vio algo que lo asustó de tal modo que se desmayó. Que
realmente murió de miedo. A la luz del día, resultaba bastante absurdo. Por la noche, sobre todo si
el viento soplaba con fuerza y producía leves gemidos en torno a los aleros, no tanto.

Ante la casa del señor Harrigan apareció el cartel de EN VENTA de una agencia inmobiliaria de
Portland, y fueron a verla unas cuantas personas. La mayoría eran de esos que llegaban en avión

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