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El niño descubre la alegría al sentir su propia vitalidad y su propio cuerpo en perfecto

funcionamiento. Los sentidos que le abren a la vida le enseñan a descubrir las primeras
alegrías, marcadamente instintivas. De forma gozosa, la piel se alegra con los besos, y las
caricias de la madre; los ojos disfrutan y se alegran con la variedad y matices de formas y
colores: la boca se alegra con el placer que le produce la succión del pecho materno, y el oído
se complace alegremente con todos los sonidos armoniosos que va percibiendo.
Paulatinamente, el ser humano va evolucionando hacia una alegría menos sensitiva y corporal
y más interior, profunda y espiritual en la medida en que accede a la completa madurez
mental y psíquica. La paz interior, la armonía y entendimiento con nosotros mismos y la
aceptación de la realidad que nos ha tocado vivir preparan el camino hacia esa alegría sublime
que pone en paz al hombre consigo mismo y con los demás, y que sólo es posible encontrarla
engarzada y asociada a los más nobles sentimientos que anidan en el corazón humano.

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