revolución freudiana, Proust y el susurro de la intimidad”, en En la era de la intimidad seguido de El espacio autobiográfico, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2007, págs. 71 a 82.
El chisme como saber literario: la revolución freudiana y
el susurro de la intimidad
No es arbitrario empezar una reflexión acerca de las diversas imágenes
de escritor de nuestro siglo invocando la figura de Freud. Primero, por lo variado de su recepción, ya que Freud concitó objeciones y elogios encendidos y, desde el inicio, inteligentes. La historia del rechazo de su obra --que se nutre con nombres tan ilustres como los de Karl Kraus, Virginia Woolf, Vladimir Nabokov, T.S. Eliot, Jorge Luis Borges o James Joyce, además de no ser desdeñable, es tan reveladora como la de las exultantes aceptaciones de Thomas Mann, Herman Broch, H.D. (Hilda Doolitle), Gustav Mahler, o los surrealistas. En segundo término, porque esto permite comentar algunas de las aristas de su obra en un sentido amplio: como ensayista, como narrador y como retórico en el más elevado significado de la palabra --que es también, puesto que en la retórica lo más elevado coincide siempre con lo más bajo-- el más sospechoso: como mecanismo de persuasión. Por último, no es arbitrario empezar por Freud porque al interrogarnos sobre él lo hacemos sobre nosotros mismos, lectores cualesquiera de la modernidad. Y esta interrogación parte de algo tan simple y obvio como la calificación de Freud como escritor. ¿Escritor desde cuándo, y por qué? ¿Qué queremos decir con “escritor”? Qué relaciones tiene esta palabra que nos surge tan naturalmente con otras similares, como artista, genio, creador, pensador? ¿A qué alude? En principio, Freud pertenece a una serie de moralistas laicos que se inicia en el siglo XVI con Michel de Montaigne -- otro judío, aunque sólo por parte de madre, una española conversa que los franceses conocen como Antoinette Louppes, pero que en realidad se llamaba Antonia López--. En el Renacimiento tardío se sitúa el comienzo de esta secuencia de hombres de letras y escritores profanos, no ligados a instituciones religiosas o monárquicas. Como dice Eric Auerbach, serán esos profanos quienes asuman la tarea de la escritura como laicos y burgueses, representantes en suma de una clase que surge dentro del Ancien Regime, hasta formar, primero en Francia y luego en Occidente, una profesión. Estos profanos que se convirtieron en profesionales serán los nuevos sacerdotes, representantes y guías de la vida espiritual de ese Occidente que se constituye a lo largo del XVII, encuentra su cristalización en el XVIII, su auge en el XIX y su crisis a mediados del XX. Tan grande e incuestionable llegó a ser el predicamento de escritores y poetas (a partir sobre todo de Goethe) que Ernst R. Curtius o el mismo Eric Auerbach lo calificaron de hegemonía espiritual. Hay que recordar que todavía en el siglo XX uno de los libros más influyentes en la Europa de entreguerras, La trahison des clercs de Julien Benda, calificaba a los intelectuales como clérigos en pleno siglo XX, con lo cual no hacìa más que refrendar, irónicamente, el hecho de que en la modernidad los escritores eran aún los clérigos, es decir, los guías de la vida espiritual y los depositarios de la tradición. El libro de Benda, con otros muchos ensayos similares publicados en esa época, supuso la completa admisión de que la hegemonía espiritual en la Europa moderna, hegemonía en continua ascención desde Montaigne hasta Émile Zola o Thomas Mann --pasando por Voltaire en el siglo XVIII o en la inglesa George Eliot en el XIX-- estaba en manos de los escritores. Su posición se había reforzado, además, durante el siglo XIX, a raíz de la influencia cada vez más amplia del periodismo: en el siglo XX afirmarán, desde diversas posiciones -- y prosopopeyas-- su función como portavoces del mundo y guías laicos de la vida de Occidente. La palabra escritor aquí en danza --que recubre otros campos, porque también llamamos escritor al especialista e investigador, y no sólo al creador de mundos de ficción o pensamiento—posee así el sentido estrecho de clérigo profano. Se opone por ello a los ribetes enfáticos de una palabra más “elevada”, poeta --en la acepción alemana de Dichter-- como aquél en relación con la palabra verdadera y con la elocución de un sentido auténtico, paradójicamente inefable. Desde el punto de vista aquí elegido, escritor es alguien que desea alcanzar la destreza literaria para convertirse --como dijera Montaigne, el primero de esta secuencia-- en un hombre entre los hombres. Desde luego, tanto la idea de poeta o Dichter como la de escritor son parte de un capital simbólico que nos sirven para articular, a través de la lectura, nuestra relación con el mundo. Se atribuyen diversas funciones a tales modelos y a través de esas funciones se exige del arte y del pensamiento los cometidos que siglos antes se hubiesen atribuido a la religión, o a la monarquía designada por la divinidad y sus representantes. Entre mediados y finales del siglo XIX se erigieron diversas figuras de escritor que poseen alcance universal por su influencia: el santo laico que se sacrifica en aras del arte, Gustave Flaubert; el héroe intelectual, Emile Zola, y el maldito, Charles Baudelaire. Estas figuras cumplen papeles distintos como organizadores de nuestra percepción de la relación entre pensamiento y mundo. En 1857 se publican Madame Bovary y Les fleur du mal. Flaubert proclamó después la frase más comentada de la literatura moderna, Madame Bovary c’est moi. Una frase que desafía cualquier voluntad hermeneútica e invita al decorado alegórico: ¿se refiere a la novela, o al personaje, o al género, o a la mujer; o a que su ser auténtico es un ser no auténtico, novelesco, inexistente; o al estilo; o a que es nada; o a que es un ser envilecido, o a que, como si fuese un ejemplo de Marx, él también es fetiche, mercancía, puro trabajo incorporado? Cuando Baudelaure, escribiendo precisamente sobre Madame Bovary, postula --de modo todavía más enigmático que el de Flaubert para su época-- que la lógica de una obra literaria sustituye cualquier postulado moral, no hace más que expresar el modo en que los clérigos laicos del siglo XIX, huyendo de la otra teología, desarrollan e hipostasian la teología del arte. De las muchas causas que se vinculan con el desarrollo de esta teología novísima, aquí interesa una en particular. Aquella que vincula la absolutización del arte con una reacción ante algo que empieza a percibirse con fuerza: el surgimiento histórico de la muchedumbre, la multitud, la masa, formada por los habitantes de las metrópolis, y entre ellos, por las mujeres. No es casual que las cortesanas y las prostitutas, mujeres de la vía pública, sean convertidas en emblemas de esa presencia. Masa y mujeres son extremos odiados, despreciados y temidos por casi todos los grandes artistas del XIX. Satanizadas o ligadas a lo banal, a lo frívolo, a la vida de la apariencia, las mujeres aparecen en la vida social como un conjunto que exige, reinvidica y consume. Esto ultimo es lo nuevo; la voluntad afirmativa del consumo. Así Baudelaire en Mon couer mis à nu: “Cuando las mujeres son lo contrario del dandy producen horror. Tiene hambre y quieren comer; tiene sed y quieren beber; están en celo y quieren joder. ¡Qué mérito! Las mujeres son naturales, o sea, abominables”. Un dilema de hierro para las mujeres. O son como los dandys --escaparate, apariencia, pura imagen-- o son, aún peor, naturales. Esta observación acerca de esos otros (dandies) que son otras (mujeres) es característica del siglo XIX, y está presente en las dos figuras de escritor tratadas hasta ahora: rechazo de la masa y del mundo; rechazo de la mujer. El santo laico se abismará en el rechazo del mundo para crear, mientras que el maldito cifrará su ser en el rechazo de la mujer. Hay una tercera figura, enormemente influyente, que encarnó Émile Zola, representante y cristalizador de un término que aún hoy muchos detestan pero del cual es casi imposible escaparse: intelectual Como sustantivo, la palabra empezó a usarse alrededor de 1898, en torno a a la posición tomada por Zola en el caso Dreyfus, inicio europeo de las oleadas de antisemitismo en su forma estrictamente moderna, que culminó en el Holocausto. El caso, en el que el oficial judío francés Dreyfuss fue acusado de espionaje a favor de los alemanes y condenado a prisión, dividió a los pensadores y creadores franceses. Y abrió un época nueva con nuevas funciones sociales. Que los protagonistas advirtieron la novedad de la situación se ve en una carta del eminente Brunetiére, antidreyfussiano notorio, publicada dos días después de que Zola diera a conocer su famosísima Yo acuso (carta al presidente de la República francesa en la que denunciaba que las arbitrariedades del juicio contra Dreyfuss, al tiempo que reclamaba una revisión del proceso):
“En cuanto a M. Zola, ¿porqué no se ocupa de sus propios asuntos? La
carta Yo acuso es un monumento de estupidez, presunción e incongruencia. La interferencia de este novelista en un asunto de justicia militar no me parece menos impertinente de lo que me parecería la intervención de una capitán de policía en un problema de sintaxis o de versificación. Y en cuanto a su petición (de la revisión del juicio) que está circulando entre los Intelectuales, el mero hecho de que se haya creado una nueva palabra, intelectuales, para designar, como si se tratase de una aristocracia, a individuos que viven en laboratorios y bibliotecas, constituye una de las más ridículas excentricidades de nuestro tiempo: la pretensión de elevar a escritores, científicos, profesores y filólogos al rango de superhombres.” 1
Zola, ese intelectual recién nacido que Brunetiére escarnece, se
considera singular e inédito y se percibe como miembro de una aristocracia del pensamiento: es la tercera de las figuras de escritor que atraviesa el fin de siglo, y junto con las del maldito y del santo del arte, una de las más poderosas: lo ha sido, al menos, hasta los años sesenta de nuestro siglo. Es el complemento del santo laico de la literatura, Flaubert y del misógino maldito, Baudelaire. Después surge otro, que es emblema de algunas de estas nuevas funciones de escritor, aunque su perfil sea más difícil de definir que los anteriores. Entre los dreyfussistas convencidos circulaba un joven mitad judío mitad gentil, que visitó a Anatole France en la Academia para pedirle su adhesión al manifiesto de Zola, y que luego, cuando Zola fue juzgado por difamación de los militares que habían absuelto a Esterhazy, culpable de la acusación de Dreyfuss, asistió todos los días al juicio, provisto de un termo de café y muchos sandwiches. Era Marcel Proust, un muchachito mundano que tras las muertes sucesivas de su padre y de su madre (1903, 1905) se encerró a escribir. Es verdad que Proust se aísló como Flaubert, en aras de la literatura, pero el resultado fue muy distinto al flaubertiano. Se 1 citado por Víctor Brombert en The Intellectual Heroe- Studies in the French Novel-1880-1955, J.B.Lippincot Company, Filadelfia-Nueva York, 1961, pág. 23. puede contar el argumento de Madame Bovary, el de “Un coeur simple”, incluso el de Bouvard y Pecuchet, pero nadie podría resumir el de A la recherche du temps perdu, porque carece de él. Las razones son formales. En realidad, Proust sustituyó la historia, e incluso la trama, por un modo conocido pero hasta ese momento solo subalterno de representación de la vida social en la intimidad, un modo despreciado y ancestral: el chisme. término que hay que analizar con toda la seriedad del caso y sin ningún matiz de desprecio. Y, por azares de contemporaneidad, junto a estos modelos aparecieron los modelos de Freud. Recordemos que sus escritos sobre la histeria son contemporáneos de Yo acuso. Desde la perspectiva aquí utillizada, puede decirse que, como Proust, Freud también puso, en el centro del pensamiento de su época, lo que Proust colocó en el de la literature: el chisme.
Un saber del fragmento
En castellano hay dos etimologías para el término “chisme” y el cruce de ambas da un resultado muy interesante. Por un lado viene de “chisma” (del latín pero derivado del griego, schisma, división, cisma); por otro, viene del árabe (yizm, parte de un todo que se ha roto o rajado, cosa muy pequeña y sin importancia)2. Además, la familia semántica en la que se inscribe (Historia, anales, biografía, crónica, cronicón, cuento, enredo, epopeya, fastos, gesta, habladuría, hablilla, hagiografía, historieta, patraña, leyenda, murmuración, relato, semblanza, tradición) le reserva 2 En el castellano peninsular se utiliza todavía, además de la raíz griega, compartida con el castellano americano, la raíz árabe. Por ejemplo: “¿cómo funciona este chisme?” (cosa). un matiz de peculiar beligerancia, ya que por chisme se entiende la noticia verdadera o falsa que se repite hasta indisponer a unas personas con otras o para murmurar de algunas. Supone así una intención divisoria, con lo cual remite fantasmagóricamente al yizm árabe, aquella parte ínfima, pequeña, sin importancia, de un todo que se ha rajado: el chisme sería no sólo la pieza rota sino el proceso que llevó a la fragmentación. El chisme, dice Eve Kosofsksy Sedgwick 3, es una anti-taxonomía, una acumulación de informaciones no clasificables, el intento inacabable de descubrir las categorías sexuales y sociales en que se agrupan los humanos, sus géneros y sus alianzas. Pero no constituye únicamente una antitaxonomía, es decir, un saber caótico e incompleto, sino, históricamente, un arte precioso y devaluado, inmemorialmente asociado, en el pensamiento occidental, a sirvientes, homosexuales y mujeres. Esta definición permite evocar, al menos en castellano, el schisma griego y latino --la división, el cisma: aquel fragmento de información que puede dividir a quienes constituyen una amenaza para otros más débiles—y también el yizm árabe: ese trozo sin importancia de algo roto. Se trata de una información que no tiene que ver con la trasmisión de las noticias (“ha muerto el rey”, “la batalla se ha perdido” o “se ha ganado”) sino con la adquisición de infinitesimales pedacitos de saber sobre otros, de recursos y trucos necesarios para formular hipótesis provisionales acerca de las distintas clases de personas e identidades (sexuales) que podemos encontrarnos en el mundo y de las 3 en Epistemology of the Closet, University of California Press, Berkeley, Los Angeles, 1990, pág. 23. que, si se es un sirviente, un homosexual o una mujer, hay que estar preparado para defenderse. En la historia de la literatura este saber se alojaba en la comedia, la fábula, los géneros no serios. A principios del siglo XX el saber de los subalternos –como se diría en los estudios culturales- se desplaza hacia el centro. Se debe precisamente a Freud y a Proust (y después a Joyce, entre otros) el despliegue de este saber hacia la centralidad del sistema literario. Mejor dicho: el traslado de este saber oscuro de cocinas y retretes a los salones y a las consultas médicas. Podríamos decir que el nuevo siglo en el que Freud va ocupar su lugar empieza así desplazando al santo del arte (Flaubert y también Mallarmé) y poniendo en su lugar al artista chismoso: se pasa de Madame Bovary c´est moi a una proposición de criado o portera, que se puede resumir en la fórmula casual e intercambiable del chisme: yo sé una cosa. Todo, en esta proposición, es mínimo y aleatorio: se sabe una cosa, no la cosa ni todas las cosas. Recordemos que en la estructura verbal del chisme no se dice tampoco yo sé a secas (lo cual elevaría la proposición a otro plano ontológico) sino que ese yo sé está únicamente referido a una cosa. Muchas novelas de las primeras décadas del siglo XX se apoyan en esa acumulación de datos ínfimos, siempre parcial y despedazada aunque inextingible. Dentro de esa línea es por ello central el papel de Proust, que hace de ese saber fragmentario la materia misma de su creación. Y ¿cómo encaja Freud en la estirpe literaria? Es escritor a la manera de Montaigne, como un hombre entre los hombres; pero no tiene nada de maldito a la Baudelaire ni de santo del trabajo estético a la Flaubert. En cambio, es tentador proponerlo como una figura que mezcle al chismoso Proust con, insólitamente, una suerte de preceptor germánico. De algún modo se puede situar aquí a Thomas Mann, figura que parece ajena a la serie aqui propuesta aunque que no lo sea del todo, ya que los preceptores vigilan la intimidad para que no se desborde. Freud resultaría de mezclar a Proust con cierto talante a la manera de Mann, a quien no se le escaparon nunca las consecuencias públicas de las conductas privadas y por eso las admnistró con tanta eficacia en su obra narrativa y en sus diarios, ¿cómo, en suma, definir a Freud? Como Proust, presta su escucha a los relatos de la vida familiar, como Proust, presta la mirada. Cuenta y recoge, como Proust, versiones de versiones de versiones y no duda en “armar” con eso sus casos. Así como el narrador Marcel espía a Charlus y a Jupien, así el narrador Freud recoge, en sus casos de finales del siglo XIX, como una portera, los chismorreos de Dora, del padre de Dora, de la amante del padre de Dora, para elaborar, a la manera de Proust, antitaxonomías. Antitaxnomías: formas de saber sobre los otros que se resistan a la clasificación médica o psiquiátrica corriente, que borren, como hacen los chismes, las fronteras claras entre lo sano y lo enfermo, entre lo bueno y lo malo, entre lo elevado y lo abyecto. Este borramiento es una de esas características suyas que lo vuelven más complejo y rico que cualquiera de sus oponentes; Freud está aquí más cerca de los sirvientes, los homosexuales y las mujeres que de los hombres. Porque instaló en el centro prestigioso de la cultura occidental algo que era marginal, destinado genéricamente a la farsa y a la comedia: la escucha espiona, la escucha tras la puerta de bufones, idiotas, cocineras. Esa escucha que, como la mirada de Proust o como la advertencia torturada de Mann en sus diarios respecto de sus propias apetencias, cristaliza en un discurso. Como Marcel en el burdel de hombres en el que sorprende al barón de Charlus, Freud no es protagonista sino cronista. Su figura no es la de un marginal, ni un maldito, ni un santo. Es un cronista que además se apropia al vuelo del tono de Thomas Mann. el tono del preceptor que conoce el chisme (el saber despreciable y maledicente) y es capaz de articularlo dentro de un proceso educativo destinado a la sociedad: la esfera privada y la pública se cruzan en una centralidad inédita de la dimensión íntima. Por eso en el psicoanálisis el preceptor y el chismoso se unen. Con el chisme convertido en el centro del saber literario ligado a la exploración de la intimidad se incorpora la serie femenina, homosexual y sometida, a la gran tradición de Occidente. Los grandes géneros y los estilos elevados se funden, finalmente, con el discurso de aquel saber ínfimo y fragmentario que Proust convirtiera en mirada, Thomas Mann en problema moral y Freud en escucha.
Nora Catelli Ponencia presentada en Barcelona, en 1995, en Espai Obert.