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El capítulo treinta y dos del libro de Kawabata

Llegué hasta el capítulo treinta y dos del libro de Kawabata. Lo primero que leo es que en
la sala a la que entraron habían cambiado los tatamis la noche anterior y que el lugar
estaba impregnado (esta palabra no es de Kawabata) con el aroma de los nuevos.
Inmediatamente dejé el libro y comencé a caminar. Fui hasta el equipo de música y
coloqué un disco. Ahora me levanto, voy al baño, levanto el libro que quedó sobre el
bidet, busco el último lugar en donde el ángulo de la página ha sido doblado (de izquierda
a derecha, no a la manera oriental) y leo hasta llegar a “el aroma de los nuevos”.
Cuando salgo del baño camino hasta el equipo de música. Lo enciendo y aparece la
trompeta de Miles Davis en su modo más filoso. “Mood”, habría dicho mi hermana.
Camino por el comedor, dando círculos alrededor de la mesa. Trato de imaginar algo
parecido al aroma del vinílico. Inmediatamente me doy cuenta de que mi mente está
encerrada en una jaula occidental y moderna. Imagino cómo sería en el Japón de la
década del treinta. Antes de la bomba. Pienso en algo parecido al bambú, a la rafia.
Entnces traté de percibir una mezcla de pasto húmedo, cañaverales, hojarascas, forrajes,
paja. Recordé un viaje al Tigre, a los siete años. Trato de recapturar el olor de los
muebles de mimbre. Es dificil forzar a la mente a recordar un aroma.
Me dieron ganas de tomar un café, pero en el piso de la cocina estaba desplegado el
tablero. Podría haber entrado con cuidado, intentando que mis pies no toquen ninguna de
las nueces pecan que hacían de fichas negras. Estaban dispuestas en las líneas de los
mosaicos. Vi el conjunto desde la puerta. Pensé en qué página había sido aquello que allí
estaba representado. Debería haberlo anotado en algún lado, en la agenda, en el
almanaque, o en un papel cualquiera y sostenerlo a la puerta de la heladera con un imán.
Levanto el teléfono. Disco un número de memoria, casi sin pensarlo. Suena una vez, dos.
En lugar del tercer timbre aparece la voz de mi cuñado que habla desde una caverna.
—Hola
Miro el reloj. Son las nueve menos cuarto.
—Disculpame, pensé que ya estabas levantado
—No…es que ayer me acosté tarde…¿qué pasa?
—¿Te acostaste tarde? ¿por qué?
—Porque le hicimos la despedida a un pibe del laburo y terminamos todos hechos percha
en un boliche de Palermo…Llegué hace un rato. ¿Qué necesitás?
—No, dejá, una boludez, después te llamo
—No. Ya me levanté. Decime.
—¿Cada cuanto cambian los tatamis ahí donde hacés Tae-kwon-do?
—Qué sé yo…¿por qué?
—No por un trabajo que tengo que hacer…¿y no sabés qué olor tienen cuando son
nuevos?
—No, no sé. ¿Qué trabajo?
—Un estudio de seguridad sobre los lugares en donde se practican artes marciales en
capital
—¿Vos lo estás haciendo?
—La oficina…¿no me hacés un favor?
—¿qué favor?
—¿No me avisás cuando cambien el próximo?, o mejor, ¿cuándo es la próxima vez que
vas a practicar?
—el jueves
—¿no les preguntás cuándo lo van a cambiar?
—Si, (bostezo) les pregunto
—Bueno…te dejo dormir
—Chau
—Gracias
—Chau
—No te olvides
—No, no. Chau
—Chau

Camino hasta la cama.


Levanto el libro de Kawabata. Lo llevo a la biblioteca. Lo dejo en su lugar: entre "El loro
de Flaubert" y un cuaderno de tapas duras al que llamo "Diálogos de ayer y mañana con
Bill Pilgrim". Repaso los lomos con los dedos hacia la derecha, Glosa, Lolita, Ubik.
Siempre ha sido un problema elegir un libro. Cierro los ojos. Busco a tientas en el estante
de más arriba y tomo un volumen al azar: “La Clepsidra”, de un tal Nicholas Cabin.
Vuelvo al baño, dejo correr el agua de la bañadera y me siento a leer.

Claudio Ramos

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