Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
para un psicoanálisis
contemporáneo
Desconocimiento y reconocimiento del
inconsciente
André Green
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Indice general
15 Deudas
19 Prolegómenos
21 Presentación
25 Breve historia subjetiva del psicoanálisis a partir de
la Segunda Guerra Mundial
La cura clásica
Si bien no es la única en reinar como dueña y señora en
la actividad del psicoanalista, es cierto que la cura clásica si
gue siendo para todo psicoanalista la referencia innegable
para evaluar el tipo de trabajo al que se dedica. Y si su técni
ca de referencia se ve relativizada, no es porque las necesi
dades de la práctica lo obliguen a considerar límites en su
aplicación. En realidad, la cura clásica sigue siendo la vara
con que se miden las demás formas terapéuticas. Ahora
bien, ¿cómo entender la evolución que llevó a los psicoana
listas a moderar sus pretensiones, renunciando a un puris
mo que terminaba convertido en obstinación un tanto mor
tífera? Por supuesto, puede seguirse la literatura en forma
cronológica hasta descubrir, paso a paso, hechos que ponían
de manifiesto una dolorosa revisión. Pero más interesante
me parece echar una mirada retrospectiva y preguntarse a
qué responde esa transformación.
Recordemos que desde el comienzo de su obra, Freud ex
cluyó a las neurosis actuales y a las neurosis narcisistas del
campo de aplicación del psicoanálisis. En su opinión, las pri
meras sufrían de una insuficiente elaboración de la libido,
que se descargaba en el soma sin que intervinieran los pro
cesos de simbolización. Las neurosis actuales ponían de ma
nifiesto la ausencia de una verdadera psicosexualidad. En
suma, se trataba de una libido que se descargaba en el so
ma, lo cual era muy distinto de una libido corporal en proce
so de conversión. Por su parte, a las neurosis narcisistas les
faltaba la capacidad de la libido para investir objetos que no
fueran los de la infancia, y cierta tendencia a retirarse al yo.
Pensamos, desde luego, en el apartamiento de la realidad
tantas veces observado en los psicóticos. Hoy, estas formu
laciones pueden parecemos anticuadas y hasta demasiado
dependientes del modelo «hidráulico» que se le reprochó a
Freud. En realidad, si lo miramos con detenimiento, corres
ponde señalar la preocupación de Freud de brindarle al tra
tamiento psíquico su máxima eficacia, casi como si estuvie
ra diciendo que es psíquicamente tratable sólo lo que ha si
do objeto de «psiquización». Esta psiquización se manifiesta
en dos formas: por un lado, con la adopción de una vía más
larga que Ja que lleva a la somatización, corta por excelen
cia, y por el otro, con una capacidad de movilización que per
mite al sujeto salir de sí y de sus fijaciones pasadas median
te una nueva investidura de objetos externos a él, inves
tidura libidinal que pone enjuego a la sexualidad y es capaz
de desplazarse a otra persona (se trata de la transferencia,
donde objetos primitivos de la infancia son reemplazados en
forma proyectiva por objetos actuales de la cura). Es muy
probable que Freud se haya interesado en las neurosis debi
do a que, por su estructura, estas seguían siendo lo que más
se asemejaba en el campo de la patología a las condiciones
de la vida común. En aquella época había mucho interés en
distinguir neurosis y normalidad, por más que Freud ya hu
biera concebido todos los intermediarios existentes entre es
tado normal y estado neurótico. Determinadas estructuras
psíquicas privilegiadas hacían de puente entre sujetos nor
males y neuróticos. Por eso, olvidos, lapsus y actos fallidos,
es decir, toda esa psicopatología de la vida cotidiana permi
tía abarcar tanto a normales como a neuróticos sin que los
distinguiera una separación tajante. Por su parte, Freud no
vacilaba en encontrar en él mismo abundantes rasgos neu
róticos. Determinadas formaciones del inconsciente eran
comunes, además, a neuróticos y normales: el sueño, el fan
tasma y hasta la transferencia, que no estaba únicamente
confinada en el psicoanálisis. Con la extensión de los intere
ses de este, más el hecho de que los pacientes que consulta
ban a los psicoanalistas desbordaban hasta cierto punto los
límites de laspsiconeurosis de transferencia, la disciplina se
vio confrontada con dificultades hasta ese momento desco
nocidas. Pasada la década de 1920, se manifestó gran acti
vidad entre los psicoanalistas interesados en mejorar resul
tados que dejaban bastante que desear. El movimiento se
prolongó largo tiempo, sin que nadie se percatara de que las
dificultades surgidas en la cura obedecían a que las catego
rías de pacientes que recurrían al psicoanálisis se salían del
estrecho marco definido por Freud- El mismo había corrido
con los gastos en el caso clínico sin duda más apasionante de
todos los que relató, y a su vez el mayor fiasco del psicoaná
lisis: el Hombre de los Lobos, que le interesó nada más que
desde el punto de vista de la neurosis infantil del paciente,
pero que hoy la mayoría de los autores consideran un caso
límite. En este punto debemos citar la inspirada obra de Fe
renczi, que mezcló en forma sorprendente aberraciones téc
nicas inaceptables con observaciones de gran profundidad
que demuestran su calidad de visionario y precursor de todo
el análisis contemporáneo. Como sea, y aunque «Anáfisis
terminable e interminable», escrito testamentario de Freud
sobre el estado del análisis en vísperas de su muerte, señale
con exactitud los problemas que enfrentaba la disciplina en
los años previos a la Segunda Guerra Mundial, me parece
que sólo alrededor de la década de 1950 se produce un cam
bio contundente. Desde luego, ya se habían desarrollado las
teorías de Melanie Klein en Inglaterra y las de Hartmann
en los Estados Unidos. Pero alrededor de esa fecha se em
piezan a proponer variaciones de la técnica.2 En términos
generales, con ese cuestionamiento se intentaba mejorar,
mediante la adopción de medidas apropiadas más o menos
temporarias, el resultado de la cura psicoanalítica sin por
ello modificar en profundidad los principios que la regían:
transferencia, resistencia e interpretación.
Puede decirse que los autores se dividían en dos fraccio
nes. En la primera, se conformaban con preconizar determi
2 Cf. A. Green, «Mythes et réalités sur le processus psychanalytique. Le
modéle de L’interprétation des reves», Revue Frangaise de Psychosoma-
tique, 19, 2001.
nadas variaciones que no modificaban en profundidad el
marco de referencia. En la segunda, se modificaba el marco
de referencia: por ejemplo, el análisis kleiniano proponía
una técnica harto singular basada en una teoría muy apar
tada de la de Freud. Más adelante, otros grandes autores
del psicoanálisis propondrían sus propias concepciones, que
muchas veces cuestionaban la teoría freudiana. Digamos
también que, mientras tanto, el cambio en la población de
analizantes había seguido acentuándose. En cierto período
se habló cada vez menos de psiconeurosis de transferencia y
cada vez más de esa recién llegada al campo psicoanalítico
que era la neurosis de carácter, conocida no obstante desde
tiempos de Reich. Se distinguió entre neurosis de carácter
y carácter neurótico y también se subrayó la importancia de
las fijaciones pregenitales (Bouvet). Se creyó proceder en
forma correcta haciendo recaer el acento en el estudio del
yo. La proliferación teórica siguió manifestándose y cada
cual esperó que su teoría resolviera los problemas prácticos
que habían hecho naufragar a las demás. Dejo de lado cierto
número de etapas y avatares que, gracias a las modas psico-
:analíticas, habían dado primacía a determinados conceptos
en desmedro de otros.
1. El encuadre
El encuadre fue introducido en psicoanálisis en for
ma independiente por dos autores que ofrecieron distintas
definiciones. En la Argentina, Bleger, por medio de un en
foque muy personal que no trascendió fuera del ámbito lati
noamericano, y que lo articuló con la simbiosis. En Inglate
rra, Winnicott, cuya concepción fue ampliamente adoptada,
al menos en Europa. Observemos que el término que em
plea es «setting», que tiene una significación mucho más ex
tensa y puede traducirse por «dispositivo». Por mi parte,
propuse un término que no figura en la entrada correspon
diente del diccionario bilingüe: montaje. Pero digamos que
encuadre es suficientemente bueno. Por encuadre se en
tiende el conjunto de condiciones de posibilidad requeridas
para el ejercicio del psicoanálisis, lo cual abarca las disposi
ciones materiales que rigen las relaciones entre analizante
y analista: pago de las sesiones a las que el paciente no con
currió, coordinación conjunta de las vacaciones, duración de
las sesiones, modo de pago, etc. Fijadas desde un primer
momento, estas condiciones pasan a ser objeto de un conve
nio entre las partes cuya finalidad es suprimir eventuales
discusiones en el futuro. Sin embargo, cabe distinguir entre
este encuadre material, que sirve de contrato analítico, y la
regla fundamental, con referencia a la cual las opiniones de
líos analistas están divididas. Algunos no la enuncian por
considerar que ya tendrán ocasión de hacerle notar al pa
ciente sus omisiones y silencios, mientras que otros —entre
los que me cuento— prefieren enunciarla como la única exi
gencia del analista acerca del trabajo del analizante. Este
la aceptará, aun cuando el uso demuestre que es imposible
respetarla. Pero además, la regla cumple otro cometido: el
de inscribirse como tercero, a manera de ley superior a am
ibas partes cuya observancia es necesaria para que haya
análisis. Conviene destacar que se trata de un mandato
complejo, ya que se le pide al paciente no sólo que diga todo
lo que se le ocurra —incluido lo que le parezca más absurdo
y contingente— sino además que no haga nada. El respeto
de la regla fundamental modifica ipso fado la tópica psíqui
ca, dado que invita a un modo de ensueño despierto en se
sión. Es el ejercicio de un soliloquio en voz alta dirigido a al
guien invisible, que está y no está. En 1973 describí al deta
lle las modalidades del diálogo analítico en mi libro Le dis
cours vivant1 (el paciente habla acostado a un destinatario
no visible y con aflojamiento de los lazos discursivos).
En épocas más recientes propuse distinguir, en el encua
dre, dos partes: una matriz activa compuesta por la asocia
ción libre del paciente y la atención y la escucha flotantes
del analista, impregnadas de neutralidad benévola, que for
man el par dialógico donde se arraiga el análisis. Y como se
gunda parte, el estuche, constituido por el número y la dura
ción de las sesiones, la periodicidad de los encuentros, las
modalidades de pago, etc. La matriz activa es la alhaja con
tenida en el estuche. Uno de los fenómenos más notables de
la palabra analítica es el funcionamiento del paciente en
asociación Ubre. Esta, relacionada con la escucha a su vez
en suspenso del analista, constituye el par dialógico que ca
racteriza al psicoanálisis. Ya en «La position phobique cen
trale»2 propuse un modelo de asociación libre que abre ho
2. El proceso
Es notable que una expresión tan en boga en nuestros
días como proceso psicoanalítico no figure en la obra de
Freud. Como muchas otras veces, cuando en la literatura
posfreudiana se impone una idea, se le buscan genealogías
y;ancestros por lo general más imaginarios que reales. De
ahí que, para inducir la certeza de que el proceso psicoana
lítico obedecería a un curso natural, se busquen en Freud
citas que lo comparen con el desarrollo de un embarazo. Lo
que así pretende decirse es que el análisis progresa a un rit
mo propio y que debe diferenciárselo de la evolución trans
ferencia!, tal como se distingue entre el fondo y la figura. En
realidad, donde sí aparece la noción de una «historia natu
ral del proceso psicoanalítico» es en la pluma de Meltzer. La
pregunta que nos creemos habilitados para formular es si el
proceso psicoanalítico será igual según se trate de un análi
sis freudiano, kleiniano, winnicottiano, kohutiano, lacania-
no y ahora renikiano. Lo que en todo caso puede afirmarse
és que la idea de una evolución natural comparable a la
marcha de un río que nace y sigue un curso inalterable has
ta su estuario, para terminar, como todo río, en el mar, no
puede sostenerse con validez, salvo respecto de indicaciones
de análisis perfectamente adecuadas y concomitantes con la
iclea de que el analista «acompaña» esta evolución y siempre
5 A. Green, «Le cadre psychanalytique, son intériorisation chez l’analys-
,te et son application dans la pratique», en A. Green et al., L’a venir d’une
désillusion, París: PUF, «Petite Bibliothéque de Psychanalyse», 2000.
con el principal afán de que su contratransferencia no im
portune la marcha del tratamiento. Inútil es decir que el
análisis de las formas vinculadas a estructuras no neuró
ticas está lejos de mantener esa velocidad de crucero. La
cuestión del proceso no es simple porque no tiene igual con
tenido según los autores, por ejemplo en Sauguet6 y Melt-
zer.7 En efecto, es concebible que el motor del tratamiento
sea una marcha subterránea. Y se puede oponer el proceso
neurótico, que sin demasiada dificultad se encamina hacia
su conclusión —rebus bene gestis, como dice Freud—, a for
mas caóticas estancadas y repetitivas o, cual el trabajo de
Penélope, a estructuras no neuróticas. Ahora bien, ¿esta
oposición no refleja la propia historia del psicoanálisis freu-
diano, que condujo a su creador a modificar en 1920 la teo
ría de las pulsiones y a cambiar la primera tópica en 1923?
Más adelante retomaremos en detalle estas cuestiones,
pero está claro que tanto la reacción terapéutica negativa
como la compulsión a la repetición fueron factores decisi
vos en lo que se dio en llamar «el giro de 1920». Sin embargo,
nada de ello le impidió recomendar a los psicoanalistas, en
el Esquema, que se interesaran por los enfermos psíquicos
«evidentemente muy próximos a los psicóticos a fin de ha
llar las vías por medio de las cuales “curarlos”».8 En conclu
sión, distinguiremos el proceso psicoanalítico como modelo
ejemplar del psicoanálisis, paradigmático en cada uno de
sus puntos y que debe ponerse en perspectiva con las varie
dades comprobadas en los procesos psicoterápicos, cuyas
características quedan aún por definir y que son objeto de
interés para los psicoanalistas.
Si queremos buscarle alguna coherencia al concepto de
proceso, tenemos que recordar que, según Freud, en su ori
gen el análisis descansa sobre un trípode: psiconeurosis de
transferencia, neurosis de transferencia, neurosis infantil.
Todo esto es fácilmente perceptible cuando se examinan los
comienzos de la obra freudiana. En la actualidad, yo pro
pondría otro trípode, constituido por la coherencia de las re
6 H. Sauguet, «Introduction á une discussion sur le processus psychana-
lytique», Revue Frangaise de Psychanalyse, 33, París: PUF, 1969.
7 D, Meltzer (1967) «Le processus psychanalytique», traducción al fran
cés de J. Bégoin, París: Payot, 1971.
8 S. Freud, Abrégé de psychanalyse, versión francesa de A. Berman, revi
sada y corregida por J. Laplanche, 9a edición, pág. 41.
liciones que unen encuadre, sueño e interpretabilidad. En
efecto, tal como ya mostré en otro lugar, si bien Freud no
teorizó el modelo del encuadre, es posible encontrar su
justificación en el capítulo VII de La interpretación de los
sueños . Vale decir que el encuadre reproduciría un análogo
délos procesos psíquicos que rigen el sueño. Y así como este
último puede interpretarse a través de las asociaciones que
revelan el trabajo del que es sede, lo mismo la relación ho
mogénea encuadre-sueño desemboca en una interpretabili
dad óptima. Quien finque su reflexión en ese trípode llegará
por eso mismo a considerar el proceso como efecto de dichas
relaciones. En los últimos años, la experiencia surgida de
anáfisis difíciles y de estructuras no neuróticas puso al des
cubierto la necesidad de referirse al funcionamiento mental
teorizado por Marty. Son las diferencias, y a veces las caren
cias del funcionamiento mental en los pacientes psicosomá-
ticos (irregularidades del preconsciente) las que al mismo
tiempo permiten entender los lazos entre las organizaciones
sintomáticas y su sensibilidad a la intervención analítica.
Como vemos, se introduce aquí la cuestión del tratamiento
psicoterápico, al tiempo que quedan expuestas las diferen
cias entre uno y otro. Quienes, en general de manera esque
mática, pretenden oponer psicoanálisis y psicoterapia,
sostienen que en esta última no habría proceso psicoanalí-
tico situable y teorizable. Me parece una opinión discutible,
no porque yo niegue las diferencias que separan al proceso
psicoanalítíco clásico de los diversos procesos de psicotera
pia, sino porque si el primero es identificable con un modelo,
los otros representan variaciones más o menos extensas que
pueden entenderse sólo con relación a ese modelo. En ver
dad, es difícil entender que una relación terapéutica, cual
quiera que sea, pueda no dar lugar a la consideración proce-
sual. Por otra parte, si consideramos la evolución que marcó
los pasos de Freud a partir del giro de 1920, con el que intro
dujo en la cura la compulsión a la repetición y la reacción te
rapéutica negativa, vemos que la marcha tranquila del pro
ceso psicoanalítíco quedó ipso fado relativizada. Baste pen
sar una vez más en el triste caso del Hombre de los Lobos
para comprobar los efectos intermitentes y alternados de la
resistencia, las regresiones reiteradas y la compulsión a la
repetición. Sin embargo, cuando cuenta del caso, Freud pa
rece no haber tomado conciencia de los problemas del pa-
cíente con relación al proceso. Desde luego, la negligencia
freudiana no justifica nada, pero no deja de ser cierto que,
viéndolo con ojos contemporáneos, el proceso psicoanalítico
del Hombre de los Lobos está lejos de seguir un curso natu
ral, y que, aunque no queramos, hay «proceso», es decir,
marcha o procesión. Enfocadas así las cosas, debemos con
cluir que lo que nos interesa en un ejercicio psicoanalítico
contemporáneo para evaluar cualquier relación terapéuti
ca, es la idea que tiene el analista de la marcha procesual
del tratamiento. Si esta no obedece ai curso considerado na
tural, el analista deberá preguntarse por la naturaleza de
las fijaciones, la posible afectación del yo y la estmctura no
neurótica del paciente, todo lo cual le exige una atenta, vigi
lancia del funcionamiento mental.
«Lo que llamamos proceso psicoanalítico es la creación
de una ‘‘realidad segunda” nacida de una mirada sobre los
intercambios producidos en el correr de las sesiones, y que
se pregunte cómo evaluar el desarrollo de las relaciones en
tre la conjetura —en perpetua modificación— sobre lo que
debería conocerse y sobre lo que, en cambio, pudiera hacer
de la interpretación un elemento capaz de desencadenar
efectos perturbadores que es preciso conjurar».9 Dicho de
modo trivial: ¿no es ese el significado de la expresión cami
nar pisando huevos? El proceso psicoanalítico descansa so
bre el modo en que el paciente respeta y se aplica a sí mismo
el pacto analítico, cuyo eje principal es la regla fundamen
tal. Las divagaciones procesuales pueden ser acreditadas
al análisis del trabajo de lo negativo y de la resistencia. Que
da claro que el verdadero peso del proceso jamás podrá
evaluarse si no se tiene en cuenta la red en que se inscribe.
La práctica de psicoterapias y las cuestiones que suscita
—abordadas a menudo en forma polémica—han dado lugar
a una reflexión que por ahora está lejos de agotarse.
La escucha analítica
«¿En qué estado mental me encuentro al comenzar una
sesión de análisis como para responder a lo que la situación
me exige? Creo estar en posición de analista cuando, ha
biéndome esforzado en mantener todo lo posible la atención
libremente flotante —ya veremos que no es fácil y choca a
veces con serias dificultades—, escucho las palabras del
analizante desde una doble perspectiva. Por un lado, in
tento percibir la conflictividad interna que habita en ellas y,
por el otro, la examino atendiendo al hecho de que se dirige,
implícita o explícitamente, a mí. La conflictividad a que me
refiero no involucra los conflictos dinámicos particulares
pasibles de ser despejados por la interpretación, sino la for
ma alternada en que el discurso se acerca y se aleja de un
núcleo o de un conjunto de núcleos significativos que tratan
de abrirse paso a lo consciente. No hace falta tener una idea
acabada de aquello que activa, o, por el contrario, frena o
desvía la comunicación, para percibir el movimiento que
tan pronto la lleva a una expresión más explícita o precisa,
como la aleja de la verbalización de aquello que está buscan
do transmitirse. E s t a s v a r ia c io n e s se pueden percibir por
intuición, sin conocerse la naturaleza exacta del foco alre
dedor del cual gravitan y que se presentará en forma más o
menos repentina —a veces con total claridad y otras de ma
nera accidental— durante el trayecto discursivo. En este úl
timo caso, la atención flotante cambia de estado para vol
verse agudeza investigativa hasta tanto se reorganice lo
que se deslizó bajo la fluidez de la recepción “en suspenso”
del discurso en asociación más o menos libre del analizante.
En esta descripción no se trata sólo de nombrar la resisten
cia tal como la encontramos ante la cercanía de momentos
transferenciales activados. Me refiero al estado de fondo
contra el que aparecen los movimientos del discurso que
espera ser escuchado, o a la oscilación básica de todo uso de
la palabra que haga el analizante, palabra insegura de su
aceptabilidad tanto para la conciencia del emisor como para
la de aquel a quien se dirige. Un movimiento convergente
—pero que aún está lejos de ser sincrónico— hace entonces
evolucionar el pensamiento del analista desde su identifica
ción de la posición transferencial del analizante en ese pre
ciso instante, hacia una imagen más global de su conflicti
vidad, tal como permite aprehenderla el flujo discursivo, o
bien hacia aquello que, en determinado momento, da tes
timonio, por un lado, de la activación de un conflicto singu
lar y, por el otro, de la forma en que este cobra momentáneo
relieve en una configuración de conjunto. Así se ponen en
perspectiva las condiciones generales de la verbaliz ación,
compartida entre lo que pretende satisfacerse a través de la
expresión y lo que traduce un temor a hacerlo sin trabas. En
otras palabras: estamos ante una doble relación. Por el lado
del analizante, un conflicto local singular remite a una con-
flictividad más general, apreciable en las relaciones que
mantienen entre sí las partes del discurso y en la manera
como la presencia del objeto excita o inhibe sus figuras. Par
el lado del analista, un examen del alcance significativo del
momento actual evaluado en función de la conflictividad ge
neral de la vida psíquica, tal como esta se traduce en la rela
ción analítica. Relación analítica tomada entre el ideal de
una comunicación libre de toda censura y las vicisitudes de
un deseo de decir contrarrestado por el miedo imaginario y
sus consecuencias, que dejan pensar que el decir ha perdido,
en parte, distancia con el hacer.
»Cuando, al cambiar de ángulo, oigo lo que es dicho en di
rección a mí, someto lo que acabo de oír a una iluminación
donde la conflictividad interna encuentre, en su tentativa
de externalización a través de la palabra, un retomo reflexi
vo al sujeto que la pronuncia, transformación producida por
esa publicación del pensamiento que, dirigiéndose a otro,
engendra retroactivamente el eco de sus palabras en aquel
que habla según un efecto favorecido por el encuadre. La
singular alteridad de la relación analítica engendra tam
bién, simétricamente, la idea de que la causalidad que go
bierna la palabra de quien habla modifica el estatuto del
destinatario del mensaje. Este, imputado como testigo o cp-
mo objeto de demanda, es cambiado en e] mundo interno y,
sin que el analizante lo sepa, se vuelve causa, del movimien
to que anima su palabra. Eso es precisamente lo que yace en
el fondo de toda transferencia. Invisible en la situación ana
lítica, el destinatario, replegado, por así decir, sobre el movi
miento de habla, se funde en ella para ser en adelante inter
pretado según un doble registro. Si bien en su origen se lo
definió conscientemente como aquel a quien se le dirige el
discurso —cuyo modo singular él mismo ha fijado— para
que intente acercarse al universo íntimo del paciente, in
conscientemente esa condición de receptor del mensaje
muta a la condición de inductor de este. De esa manera se
transforma en el provocador de ese mensaje por la presen
cia de movimientos internos surgidos tanto de lo que Je es
dirigido como de lo que movió al analizante a emitir esas pa
labras. Cae entonces para el inconsciente la separación en
tre los movimientos internos —afectivos— del sujeto y la ob
jetivación de estos a través del discurso dirigido a un terce
ro. Llegamos así a un punto en que los dos hacen uno: el ob
jeto al que se dirige ese discurso —es decir, aquello que la
demanda, la búsqueda y la esperanza del paciente esperan
del otro— y su fuente subjetiva inconsciente, pero también
pulsional, se vuelven más o menos intercambiables a espal
das de aquel que habla. En ese nivel, el destinatario de la
puesta en palabras de los movimientos internos está sepa
rado apenas por un hilo de la tendencia a verlo como agente
causal de estas. De esa causa se esperan consecuencias, y el
discurso se esfuerza por despertar una respuesta en aquel
a quien el discurso se dirige. Se espera, en forma tácita, no
sólo que su respuesta satisfaga la demanda a él enviada
—demanda inherente a la actitud misma de emprender un
análisis—, sino singularmente que esta revele a aquel a
quien se la formula un deseo que se corresponda con la bús
queda de la que es objeto».1
Escribí estas líneas al comienzo del informe que presen
té en el Congreso de la IPA de 1999, y me parece que ofrecen
una descripción bastante acertada de la atmósfera general
de la sesión y de los procesos de pensamiento que se desa-
1 A.Green, «Sur la discrimina ti on et rindiserimination affect-représen-
tation», Revue Frangaise de Psychanalyse, 1, 1999; retomado en La pensée
clinique, Odile Jacob, 2002.
rroH an en ella. Hasta aquí, me interesó sobre todo describir
el espectro de las situaciones en que prosigue el trabajo psi
coanalítico. Tras haber considerado la gama de posibilida
des (o al menos de las principales posibilidades) de que el
analista puede disponer, vuelvo ahora al paradigma que re
presenta la cura en psicoanálisis, donde se puede acceder a
la mejor legibilidad posible de los procesos psíquicos que ca
racterizan a este campo.
Es notable que, en pleno 2001, a más de cien años del na
cimiento del psicoanálisis y a más de sesenta de la muerte
de Freud, la IPA haya sentido la necesidad de poner como
tema general del Congreso de Niza (posterior al de Santia
go): «El psicoanálisis, método y aplicaciones». Es un hecho
revelador que demuestra cierta incomodidad ante la disper
sión de conceptos de referencia que permitan definir cuál es
hoy la esencia del psicoanálisis, como si se nos invitara a mi
rar restrospectivamente aquello en que se ha convertido,
tratando de despejar su esencia. Ese fue el hilo que siguió
J,-L. Donnet2 en su informe previo, y a él remito al lector.
Con su habitual precisión, el autor deconstruye el método
señalando los nudos y contradicciones que lo atraviesan. El
método postula un yo sujeto capaz de algún desdoblamien
to para dejar venir a su conciencia eso que, originado en el
inconsciente, llega a la superficie de su discurso. Mientras
que, con todas las dificultades del caso, otra parte de ese
mismo yo puede observar lo que ocurre en él. Ya en el pasa
do Donnet había consagrado penetrantes reflexiones a la
función de la regla fundamental3 obrante aquí. Y que el
autor prosigue apoyándose en la función tercerizante (A.
Green) que subyace en la dinámica de los procesos. Uno de
los puntos importantes de su contribución consiste en poner
en claro que el método se confunde con el objeto mismo del
análisis. En cierta forma, puede decirse que la meta de este
se alcanza cuando el analizante logra aplicar este método a
sus propias producciones psíquicas y el analista puede es
cuchar el material producido con una receptividad y sensi
bilidad que le hagan eco. Esto permite que salgan a la luz
acontecimientos psíquicos tan imprevistos como sorpren
2 J.-L. Donnet, «De la régle fondamentale á la situation analysante». In
forme previo al Congreso de 2001, Revue Frangaise de Psychanalyse,, 1,
2001, págs. 243-57.
3 J.-L. Donnet, ibid.
dentes y vinculados a la transferencia. Podemos también
agregar que la transferencia es el resultado de la aplicación
del método, o, en forma inversa, que una transferencia «lo
suficientemente buena.» es la condición inmediata de la
aplicación del método.
La transferencia
Más adelante veremos que un haz de argumentos, algu
nos de los cuales conciernen a la transferencia misma, con
vergen para explicar el famoso «giro de 1920». En efecto, so
metida durante mucho tiempo a un cuestionamiento que
llevó a puntos muertos y donde primero la transferencia fue
vista como resistencia, para luego convertirse en motor de
la cura, Freud le dio su calificación definitiva como resulta
do de la compulsión a la repetición. Cualquiera sea su forma
—positiva o negativa—, la transferencia proviene de un fac
tor compulsivo que tiende a repetir una constelación origi
nada en la infancia y que, a menos que sea analizado, tende
rá siempre a reproducirse en forma espontánea. Pero lo im
portante en esta mutación es la idea de que la repetición no
sólo se hace en nombre del principio de placer sino también,
en lo relativo a ciertas formas matriciales, para repetir un
displacer. Freud está entonces «más allá del principio de
placer». Y es interesante seguir ese recorrido que, partiendo
de las indicaciones electivas de la cura psicoanalítica, es de
cir, de las psiconeurosis de transferencia, las concibe como
psiconeurosis con transferencia, capaces de movilidad li-
bidinal (de lo somático a lo psíquico y de un objeto a otro), y
que desemboca finalmente en la compulsión a la repetición.
Esto quiere decir que algo que en un principio fue un movi
miento que hacía prevalecer un punto de vista dinámico
(¿acaso no se llama «Dinámica de la transferencia» uno de
los artículos de Freud?) se transforma poco menos que en un
automatismo. Durante mucho tiempo se dijo «automatismo
de repetición» por «compulsión a la repetición». Aquí la di
námica se vuelve coerción y el movimiento, en lugar de
abrir la posibilidad de extender el campo de las investidu
ras, muta a una restricción esterilizante de naturaleza com
pulsiva (com-pulsiva).
En su oportunidad dije que habíamos asistido al momen
to en que una transferencia de pensamiento daba lugar a un
pensamiento de transferencia. La gran modificación, a la
que tendremos ocasión de volver muchas veces, es el pasaje
de un movimiento deseante (primera tópica) a la descarga
de una pulsión en acto (agieren). Este cambio de referente
hace pasar lo observado en la cura de un modelo en cuyo
centro hay una forma de pensamiento (deseo, anhelo), a
otro modelo sostenido en el acto (pulsión como acción inter
na, automatismo, actuación). Se ve hasta dónde queda sub
vertido el perfil general de la cura analítica, en la medida en
que ahora el analista debe enfrentarse no sólo con el deseo
inconsciente sino con la pulsión misma, cuya fuerza (empu
je constante) es sin duda la principal característica capaz de
subvertir tanto el deseo como el pensamiento.
En la última parte de la obra freudiana, la concepción de
la transferencia ya se encuentra afectada por lo que acaba
mos de decir. Es notable que los escritos técnicos de Freud
se detengan en 1918, antes de la formulación de la última
teoría de las pulsiones y de la segunda tópica. Deberá pasar
un largo intervalo, durante el cual desempeñarán un rol
nada desdeñable los avatares del análisis del Hombre de los
Lobos, hasta que, con sus dos artículos de 1937 —«Análisis
terminable e interminable» y «Construcciones en el aná
lisis»— Freud vuelva a problemas de técnica analítica, esta
vez reinsertados en una puesta a punto generalizada. En
ese momento puede entenderse mejor el lugar que otorga a
la pulsión de muerte en la cura. Es sabido el desconcierto
provocado por la publicación de ese artículo, que sembró el
desaliento en las filas analíticas y dio lugar a reacciones ofi
ciosas con circulación interna de escritos que respondían al
pesimismo del maestro (no es otro el sentido del artículo de
Fenichel sobre el tema).4 Hoy no puede decirse que los he
chos hayan desmentido a Freud, pese a que se discuta el va
lor de su explicación de una pulsión de muerte que pone en
aprietos a más de uno y merece una profunda reflexión, la
cual tal vez implique modificar el concepto propuesto por
él.5 Me parece que podríamos interpretar la dispersión, si
4 O. Fenichel, «A review of Freud’s analysis Tbrminable and Intermi
nable», Int.. Rev. Psycho-Anal., 1974, págs. 109-16.
5 A. Green, «La mort dans la vie», en L’in vention de la pulsión de mort,
editado por J. Guillaumin, Dunod, 2000.
no la fragmentación, del pensamiento psicoanalítíco en tan
tas teorías opuestas (Ego-psychology, kleinismo, lacanismo,
pensamiento bioniano y winnicottiano, kohutiano, entre
otros) como ensayos encaminados a proponer una solución a
las limitaciones de los resultados de la cura clásica. Algunas
escuelas de pensamiento (que adhieren a la teoría de las re
laciones de objeto) han presentado una idea de considerable
importancia. Esta consistiría en demostrar que el análisis
sólo es eficaz cuando el analista restringe sus intervencio
nes a la formulación de interpretaciones de transferencia.
Pese al gran prestigio de que goza en Inglaterra, sobre todo
en los medios kleinianos, no me parece que esta concepción
carezca de riesgos. Dos inconvenientes se desprenden de
ella:
1. una limitación de la «respiración analítica», lo cual fa
vorece una atmósfera de confinamiento perjudicial
para la libertad y la espontaneidad discursivas;
2. un peligro de retorno subrepticio a la sugestión en for
mas disfrazadas.
A diferencia de la escuela inglesa, que sólo cree en las
virtudes de las interpretaciones de transferencia, la escuela
francesa sigue otra dirección. Hace una distinción entre las
interpretaciones en la transferencia y las interpretaciones
de transferencia. Sea como fuere, todas ellas se sitúan en el
marco de la transferencia, aun cuando no hagan alusión ex
presa a esta. Y sólo tienen sentido al ser reubicadas en ese
contexto, debido a lo cual algunos analistas son muy critica
dos por ceder a la facilidad de interpretaciones fuera de en
cuadre, es decir, fuera de las condiciones que rigen su prác
tica. En cambio, las interpretaciones de transferencia se co
rresponden con aquello a que alude la escuela inglesa. Debo
decir que, para mí, lo que está en debate es el reconocimien
to de la transferencia en su ligazón con el inconsciente. Esto
quiere decir que el discurso del analizante puede seguir un
recorrido quebrado o incurvarse en múltiples meandros an
tes de llegar a un momento fecundo en el que la transferen
cia se muestre en su plenitud. Cuando digo esto, no quiero
dar a entender necesariamente que deba ser ruidosa o pa
tente. Al contrario: puede ser muy discreta y sin embargo
hacerse identificable y reconocible como tal en su valor de
repetición, con una connotación específica que permita reco
nocerla.
Puede decirse que, desde esta perspectiva, el acento re
cae de manera predominante en la transferencia del pa
ciente, mientras que el examen de la contratransferencia se
limita al mínimo o, en otros casos, se traduce en manifesta
ciones deslumbrantes que no pueden ignorarse. Muchas ve
ces se reprochó a esta postura un defecto que todo el mundo
reconoce en el análisis de Freud: el de presentar una con
cepción en cierta forma solipsista que subestima los efectos
de una situación en la que están inmersos los dos términos
de la pareja. Todo lo anterior condujo a que se hablara de
una two-bodies psychology, o bien, y esa es la expresión que
prefiero, de una situación dialógica. Es cierto que esta si
tuación dialógica que pone frente a frente a un analista y
un analizante y que está presente en todas las modalidades
que hemos ido examinando, es identificable de diversas ma
neras. ¿Acaso no era esa la idea de Freud cuando negaba a
las neurosis narcisistas el beneficio de un tratamiento psi-
eoanalítico? Y aunque hoy sepamos que la transferencia no
está ausente en los pacientes psicóticos, siempre será nece
sario distinguir entre transferencia y transferencia. Porque
a nadie se le ocurriría confundir la transferencia de la cura
clásica de un neurótico —que sirve de base descriptiva para
estudiarla— con aquella otra, disimulada detrás de sus ma
nifestaciones más ruidosas, de un paciente esquizofrénico,
ni con la más' trabajosa de interpretar: la transferencia de
un paciente depresivo, perverso o psicosomático. La idea
que intentaré despejar a lo largo de esta obra corresponde a
conceptos enfocados en relación con un gradiente en el seno
de un espectro cuya estructura básica es preciso descompo
ner. Parafraseando el conocido aforismo según el cual todos
los pacientes presentan transferencias, pero algunas son
más transferenciales que otras, considero indispensable in
troducir estos matices. Lo esencial es, entonces, establecer
en cada caso el espectro relativo de los diversos componen
tes en el cuadro final. En esta oportunidad reaparecen algu
nas preguntas tradicionales.
¿En qué medida todo aquello que se desarrolla en la cura
proviene de la repetición de lo antiguo, y en qué medida con
cierne, no a lo que fue repetido sino, al contrario, a algo que
nunca se vivió? (Viderman).
¿En qué medida la oferta del analista 110 constituye una
invitación implícita a la transferencia, dado que las deman
das del analizante le son secundarias?
¿En qué medida el propio dispositivo analítico, o sea, el
encuadre, no participa en la producción de la transferencia?
Esta última pregunta es muy importante y se resuelve a
condición de saber a qué responden las exigencias del en
cuadre.
Y por último, tal vez, la pregunta más importante de to
das: ¿puede considerarse a la transferencia como la expre
sión espontánea y unipolar de una situación caracterizada
por un intercambio entre dos polos? En muchos aspectos,
esta pregunta puede ser una trampa. Por una parte, es ab
solutamente evidente que tanto la cura como el encuadre
ponen en relación dos polos, como en toda situación de co
municación o, para ser más precisos, como toda relación de
lenguaje. El punto de vista epistemológico moderno insiste
mucho en la dimensión de la relación, que debe prevalecer
sobre la concepción de la definición de un objeto considerado
en sí. Sin embargo, y ahí es donde conviene sortear la tram
pa, debe insistirse en la dimensión asimétrica de la rela
ción. En efecto, el objetivo del encuadre es favorecer una re
gresión tópica, como bien lo recordaron César y Sára Bote
lla. Esa regresión tópica pone en conexión el discurso del
analizante que se esfuerza por obedecer la regla fundamen
tal, con la regresión que se instala espontáneamente en el
sueño. Por nuestra parte, ya establecimos un paralelo deta
llado de las relaciones entre el funcionamiento mental en
sesión y las características del modelo del sueño tal como lo
construyó Freud6 en el capítulo VII de La interpretación de
los sueños (1900).7 Si ahora nos remitimos a la polaridad co
rrespondiente del lado del analista, es decir, a la atención
parejamente en suspenso, no es difícil advertir que la regre
sión es aquí mucho más limitada. Resumiendo: en el canal
de la comunicación analítica, el discurso está organizado en
una serie de nudos:
— en un extremo, el sueño en el marco de la regresión del
dormir;
6 A. Green, «Le silence du psychanalyste», en Topique, 1979, y La folie,
privée, GalEmard, 1990.
1 S. Freud (1900) Uinterprétation des reves, traducción de I. Meyerson y
D. Berger, PUF, 1967.
— la regresión tópica en el estado de vigilia en sesión;
— la atención parejamente en suspenso en la escucha del
analista;
— el pensamiento reflexivo, movilizado por la escucha, en el
analista.
Es visible cómo esta cadena que podríamos llamar cade
na de la relación discursiva\ está constituida no sólo por una
serie de rasgos organizados sino también por otros tantos
pares cuya distancia diferencial se observa a partir de lo
más inconsciente hasta lo más consciente (inconsciente del
sueño-regresión tópica en sesión por parte del analizante, y
escucha con atención parejamente en suspenso de parte del
analista, pensamiento reflexivo). De todo esto resulta que la
transferencia no puede ser tenida por un bloque uniforme,
ni tampoco examinarse a través de una definición que sub
raye la repetición del pasado en el presente, sino que debe
abordársela por medio de un análisis espectral.
En 1984, mientras reflexionaba sobre el lugar del len
guaje en el psicoanálisis,8 presenté la idea de una doble
transferencia. Según esta concepción, deben articularse:
— una transferencia sobre la palabra: es el fruto de la con
versión de todos los acontecimientos psíquicos en discur
so. Esto nos hace decir que, en el anáfisis, las cosas ocu
rren como si el aparato psíquico se hubiera transforma
do en aparato de lenguaje. Esta dimensión intrapsíqui-
ca, dado que permite elaborar elementos psíquicos no
pertenecientes ai lenguaje como elementos discursivos,
es también intersubjetiva, puesto que el lenguaje supone
un enunciador y un co-enunciador;
— una transferencia sobre el objeto: desde luego, el objeto
está necesariamente incluido en el acto de habla, pues
casi no hay palabra que no se dirija a alguien que su
puestamente la escucha. Sin embargo, la idea de una
transferencia sobre el objeto implica que la transferen
cia comporte dimensiones que el discurso no puede con
tener.
La contratransferencia
Para completar el cuadro debemos volver a la situación
analizante de Donnet.11 De manera muy general, puede de
cirse que hoy los analistas se muestran sensibles a la impor
tancia de la contratransferencia- Sin embargo, esa sensibili
dad no excluye una gran variedad de opiniones en cuanto a
la manera de teorizar el fenómeno. Como sabemos, la con
tratransferencia es una reacción a la transferencia debida a
10 A. Green, L’intrapsychique et l'intersubjectif en psychanalyse. Pul-
sions ettou relations d ’objet, Lanctót Ed., 1998. Incluido en La pensée cli
nique, Odile Jacob, 2002.
11 J.-L. Donnet, loe. cit.
los efectos de resonancia y rechazo que el discurso del anali
zante provoca en lo que fue poco o mal analizado en el ana
lista, y que lo lleva a entender en forma parcial y fragmen
taria —por no decir sesgada— lo que el analizante trata de
transmitir.
Con la contratransferencia se abre el capítulo —amplio y
persistente— de la patología del analista, con los efectos de
lo que quedó en él sin analizar y que es capaz de perturbar
un trabajo de análisis que exige sentido de la perspectiva y
sangre fría. Esta concepción de la contratransferencia si
gue siendo válida; es objeto de preferencia! atención en las
supervisiones que son parte de la formación del analista y
sigue afectándolo en su práctica hasta mucho después de
haber sido aceptado en la comunidad analítica. En líneas
generales, se presentan dos posibilidades. En una, los efec
tos puntuales de la comunicación del analizante terminan
por llamarle la atención y, tras recurrir a un autoanálisis,
empieza a darse cuenta de lo que se juega en determina
do momento de determinado análisis. Reconocer su propio
inconsciente puede ayudarlo a desanudar la situación y a
reactivar el proceso. Hubo un tiempo en que era de buen to
no imputar todos los atascos del proceso analítico a una con
tratransferencia difícil. La otra posibilidad es que la situa
ción no se desanude o, lo que es peor, tienda a agravarse
multiplicándose en otros analizantes, ya que muchos de
ellos le dan al analista oportunidad de precipitarse a fre
cuentes puntos muertos en las curas. Si es un caso aislado,
le queda siempre el recurso —el mejor al fin de cuentas— de
hablar con algún colega (jotra vez el tercero!). Muchas ve
ces, unas pocas entrevistas bastan para levantar la barrera.
Pero si la situación se repite con demasiada frecuencia, no
le quedará más que emprender un nuevo tramo de análisis,
isobre todo si la contratransferencia lo llevó a pasar al acto!
¿Acaso Freud no recomendaba la práctica periódica de tra
mos de análisis? Es cierto que les asignaba unas pocas se
manas de duración, como el servicio militar vigente aún hoy
en algunos países.
Fue Ferenczi quien tuvo un papel preponderante en el
cuestionamiento de la contratransferencia. La lectura de su
Diario clínico12 resulta instructiva por partida doble. Por
12 S. Ferenczi, Journal clinique (enero-octubre de 1932), traducción de
S. Achache-Winitzer et al., París: Payot, 1985.
un lado, muestra hasta qué punto un aspecto tan descuida
do cobra considerable importancia en la cura de pacientes
difíciles, de estructura no neurótica o neurótica grave. En
ese aspecto, Ferenczies sin lugar a dudas el precursor del
análisis moderno. Y por otro, también muestra que puede
producirse una verdadera alienación del analista en el pa
ciente cuando el deseo de reparación pasa a primer plano y
lo lleva a ponerse bajo el signo de una vocación sacrificial
que considero inapropiada e ineficaz. La lectura de algunos
conocidos pasajes de la correspondencia Freud-Ferenczi, así
como la célebre controversia surgida entre ellos a propósito
de la técnica ferencziana (todo el mundo conoce la famosa
carta del beso fechada el 13 de diciembre de 1931), resumen
muy mal la verdadera apuesta del debate. En cambio, el
Diario clínico da una imagen mucho más completa cuando
muestra a Ferenczi dándole un tiempo equivalente a su pro
pio análisis y al análisis del paciente. De más está decir que
este ejercicio escolar teóricamente concebible para un pa
ciente, se vuelve agotador y artificial cuando se lo practica.
Pero a su vez nos enseña que, lejos de brindar siempre los
resultados esperados, es decir, una mayor lucidez del pa
ciente, más bien excita su sadismo, permitiéndole desculpa-
bilizarse («Ya ve.. fue usted el que.. porque como usted
mismo confesó. . .») agarrado del cable que el analista le
tiende con su invitación a martirizarlo. Sin embargo, debe
reconocerse la .exactitud de algunas de las críticas de Fe
renczi, no tanto aquella que lo hizo célebre y que fue cuestio
nar la actitud fría y distante del analista, como algunos re
proches dirigidos a Freud y su teoría por preocuparse más
de la coherencia intelectual que de entender fielmente la
complejidad del cuadro que presentan los pacientes, donde
la racionalidad debe estar a la altura de esa complejidad.
En 1950 se produjo un giro notable gracias al célebre ar
tículo de Paula Heimann.13 Por primera vez se defendía la
idea de que la contratransferencia era consecuencia de un
deseo inconsciente del paciente de comunicarle al analista
afectos que sentiría pero no podía reconocer ni verbalizar y,
por lo tanto, sólo podía inducir en el otro. Al preguntarse por
sus propias reacciones, Paula Heimann tomaba conciencia
13 P. Heimann, «On countertransference», International Journal of
Psycho-Analysis, 31, 1950.
de esa comunicación por procuración. En cierta forma, es
como si el paciente alquilara el aparato psíquico del analista
para hacerle llegar mensajes que no puede autorizarse a
reconocer y descifrar por sí mismo. Más adelante, la esfera
contratransferencial se extendió al conjunto de los procesos
psíquicos que experimenta el analista, incluidas sus lectu
ras e intercambios con otros colegas. Y hasta se llegó a sos
tener la precedencia de la contratransferencia respecto de
la transferencia (M. Neyraut), posición lógica, ya que un
analizante empieza su análisis con un analista en un mo
mento dado y en el punto en que el analista está en relación
con su propio inconsciente, relación nunca del todo ajustada
y que continúa en él a través de constantes modificaciones.
En este caso se enfrentan dos posiciones: la de Freud, preci
sa, circunscripta y limitada, y la actual, difusa, englobante y
de límites bastante imprecisos.
En realidad, hay otra forma de concebir el problema si se
lo encara desde el punto de vista de una posición de princi
pio. En ella, y conforme a lo que propugna la epistemología
moderna, la relación entre dos términos es algo más que la
suma de los atributos de cada uno de los objetos que entran
en la composición de la relación. Algo más y algo distinto.
Esto es lo que caracteriza a la sesión en el transcurso del
proceso: estar impregnada de una cualidad indefinible que
escapa a cualquier descripción, no sólo porque nos referimos
a una cualidad afectiva indecible sobre la naturaleza íntima
del intercambio, sino también porque aquí, en cierta forma
—y como ocurre en la relación de incertidumbre de Hei-
senberg—, nos resulta imposible definir al mismo tiempo el
corpúsculo y la onda. Si focalizamos la atención en el cor
púsculo, perturbamos el movimiento de la onda y no pode
mos definirla, y si pensamos nada más que en la onda, sacri
ficamos la definición de los corpúsculos. Esa es la paradoja
del analista que puede lamentar en sesión la presencia del
paciente, pues si este no estuviera él podría volcar en el pa
pel los importantes y fecundos pensamientos que la situa
ción le prohíbe consignar. Y, cuando al fin está solo para dar
cuenta de lo sucedido inclusive en una sesión reciente, la
menta que el paciente no esté para estimular sus recuerdos
y darles esa viva calidad que su presencia les otorgaba.
En los Estados Unidos se expande hoy, como una epide
mia, un movimiento que sólo mencionaremos al pasar: el
intersubjetiv i s t a . Lo forman múltiples ramas
m o v im ie n to
distintas unas de las otras, que nacen unas de las otras y a
veces se oponen unas a las otras. Por eso es difícil dar al res
pecto una visión unívoca. Digamos, para clarificar las ideas,
que el movimiento intersubjetivista resulta de una reacción
contra la corriente que predominó en ese país: la Ego-psy-
chology, objeto de vivos reproches por sus actitudes autori
tarias y su falta de autocrítica, sumadas a cierta tendencia
al objetivismo demasiado ligada a la medicina y sus crite
rios. Ya Hartmann había atentado contra la coherencia de
las ideas de Freud cuando quiso agregar el Self a ese yo
freudiano que consideraba insuficiente para cumplir sus
funciones. Más adelante florecerían múltiples concepciones
del Self. Era ya un retomo subrepticio de la psicología del yo
académica y prefreudiana. Deseoso de acentuar su diferen
cia, tiempo después Kohut llevaría la teoría del Self hasta
los límites hoy conocidos. ¡Pero siempre habrá alguien que
doblará nuestra apuesta! Y así fue como después de Kohut
se desarrolló el movimiento centrado en la intersubjetivi-
dad. Pueden reconocérsele a esta tendencia otros ascen
dientes, menos directamente perceptibles, del lado de los
partidarios de la relación de objeto. Además, y me parece
que es un hecho confirmado, cuando en psicoanálisis se
desarrolla de manera excesiva la dimensión del objeto, en
un plazo más o menos largo nace algún otro movimiento que
se plantea como adversario del anterior esgrimiendo una
dimensión a la vez complementaria y antagónica. Me refie
ro a las concepciones centradas, entre otros, en el narcisis
mo, el Sí mismo, el sujeto, etc. Ese es el sentido de lo que lla
mé impugnación intersubjetiva. No es nuestra intención
hurgar en los detalles de un movimiento cuyo representan
te más renombrado es Owen Renik. Si quisiéramos exten
demos más largamente sobre las características teóricas de
las tesis que postula, chocaríamos de pleno con una mezcla
de ideas basadas en la fenomenología, elaboradas en fun
ción de modelos científicos en boga ajenos al psicoanálisis o
inspiradas en un pragmatismo indiferente a la coherencia
teórica y con los evidentes rasgos de esquematización utili-
zables por el psicoanalista lambda. Ante todo, subrayemos
que en todas ellas la consideración de la contratransferen
cia se ubica en primer plano. Sin embargo, se trata de un ti
po particular de contratransferencia que, centrada en la
enacción, sostiene sin mayores problemas que, del lado del
analista, la toma de conciencia va siempre precedida de al
guna manifestación de conducta. En esta concepción se ex
trema la simetría entre analista y analizante, dado que, se
gún se dice, «al fin de cuentas, ningún analista puede cono
cer el punto de vista del paciente; un analista sólo puede co
nocer el propio».14 Prevalece la idea de que el analizante sa
be tanto sobre sí mismo como el analista. Las actitudes téc
nicas resultantes desbordan la habitual e indispensable re
serva del análisis: no retroceden ante el análisis pragmático
del comportamiento de los pacientes ni tampoco ante las re
comendaciones activas, la intervención de otros terapeutas,
etc. Hay una marcada insistencia en la necesidad de que el
analista parezca «real». De hecho, estamos frente a un neo-
psicoanálisis. Una mirada retrospectiva permite descubrir
cierta lógica en esta deriva. Se empieza por negar o recusar
el concepto de pulsión, por considerárselo demasiado bioló
gico y además mítico. ¿No lo confesó el propio Freud? Por lo
tanto, volvamos a la teoría de las relaciones de objeto. Nue
vo movimiento. El objeto, sí, está bien, pero se olvida el nar
cisismo, el Self, el sujeto, y así sucesivamente. Vayamos em
pujando el objeto hacia la salida. Un sujeto es mejor que un
objeto, pero sería todavía mejor si le trajéramos un compa
ñero para que no se aburra. Entonces vamos a tener dos su
jetos unidos por una intersubjetividad. Ahí está la solución:
enterrar a la pulsión cada vez más hondo para que de una
vez por todas deje de salir a la superficie. ¡Y viva la psico
logía!
En el futuro se presentan tres posibilidades: o después
de algún tiempo el anáfisis intersubjetivista dejará de es
tar en boga, como tantas otras modas psicoanalíticas, o bien
irá conquistando terreno en el análisis norteamericano (en
Europa parece ser de bajo impacto) hasta eliminar a sus ri
vales. No es imposible, ya que los analistas de ese origen lo
ven como una posibilidad de recuperar el espacio perdido
atrayendo a los pacientes que ahora desertan de sus diva
nes. O que, como tercera y última posibilidad —y para mí la
más probable—, tras una etapa de entusiasmo el análisis
14 O. Renik, «Analytic interaction - Conceptualizing techniqué in light
of the analyst’s irreducible subjectivity», Psychoanalytic Quarterly, 72-4,
1993.
intersubjetivista recobre su lugar en el damero psicoanalíti-
cq , agregando un movimiento más a los ya existentes. ¡A la
larga, se verá!
En un trabajo anterior15 propuse una concepción de la
contratransferencia derivada de un modelo general fun
dado en el par pulsión-objeto según la visión de Winnicott.
Suponiendo una situación que hiciera las veces de modelo,
como por ejemplo en el niño la investidura del objeto por el
ello, deberemos concebir esa investidura salida de la moción
pulsional, como un movimiento en dirección al objeto, ani
mado por un empuje, es decir, por una fuerza. Sin embargo,
tenemos que evocar otras dos situaciones. En la primera, la
investidura desemboca en la satisfacción; la experiencia de
satisfacción crea una constelación psíquica que implicará el
deseo de reencontrar esa experiencia con el placer que le
está asociado cuando la investidura logra su fin. Pero este
modelo simplificado forma parte del espíritu solipsista que
ya se denunció: que el objeto tenga un rol inerte y pasivo y se
deje investir sin que se tome en consideración el aporte que
pueda hacerle —o no— al resultado, o sea, a la experiencia
de satisfacción. En una perspectiva winnicottiana, se man
tiene la investidura del pecho por parte del niño y el mo
vimiento que lo lleva hacia el objeto de satisfacción. Pero a
esa polaridad subjetiva el objeto va a responder anticipando
el deseo del niño, adelantándose en la búsqueda, a través
de su tolerancia a la agresividad y su disponibilidad, entre
otras cosas. «El sentido estaría ligado a la anticipación de su
reacción ante la cercanía del objeto y en el trayecto que lo
lleva a él, gracias al mantenimiento y la transformación
de la fuerza actuante creadora de lo que espera. En suma,
quiere decir que el fantasma de la respuesta del objeto en
sus proximidades precede y adelanta el paso sobre lo que se
rá su reacción objetiva o, más exactamente todavía, que la
relación entre la espera de la respuesta del objeto y esa mis
ma respuesta se transformará en modelo del par anticipa
ción-realización, creadora de acuerdo o desacuerdo».16 Co
rno es sabido, los casos en que la respuesta no coincide con la
espera son más frecuentes que los otros; vale decir que
15A. Green, «Démembrement du contre-transfert», «Post-face» á Inven-
íer en psychanalyse. Pulsions et/ou relations d ’objet, Lanctót Ed. Incluido
en La penseée clinique, op. cit.
16 A. Green, ibid., pág. 152.
la realización es muchas más veces inarmónica con la anti
cipación que lo contrario. A esta segunda situación aludía
mos antes. Pero todo depende entonces de saber si el suj eto
puede conjurar tal distancia (con el equilibrio) y suplirla
gracias al fantasma, o si al contrario, por razones que hacen
tanto al niño como a la madre, la distancia se transforma
en un abismo insalvable. Es por eso que Winnicott no habla
de madre buena sino de madre «suficientemente buena».
Según el caso, el niño (o el sujeto) puede echar mano a su
objeto psíquico interno para construir un polo subjetivo que
responda a su espera y constituya el núcleo de un yo-placer
purificado.
Con el propósito de colmar las omisiones de la teoría la
caniana en cuanto a los datos de base que presiden la orga
nización del significante, Julia Kristeva propone la idea de
una chora, receptáculo materno necesario para recoger im
presiones, sensaciones, afectos, a la manera de tantas otras
preformas concurrentes a la elaboración de la función sim
bólica: «espacio matricial, nutricio, innombrable, que, an
terior al Uno, a Dios, desafía por consiguiente a la meta
física».17
A través del ejemplo que acabamos de dar se ve hasta
qué punto este modelo es generalizable a una teoría funda
da en la búsqueda de satisfacción y que puede extenderse a
los diferentes registros de satisfacción libidinal, desde los
más elementales hasta los más evolucionados. También se
observa que salimos del solipsismo, ya que desde el inicio
hacemos intervenir el par pulsión-objeto. Del mismo modo,
nos damos cuenta de que seguimos concibiéndolo asimétrico
y de que su valor funcional reside en la capacidad del niño
para recuperar distancia con el equilibrio, propulsando la
actividad psíquica fantasmática a fin de compensar las de
cepciones de la experiencia. De esto depende la creación de
objetos transicionales. En cambio, en otros casos el modelo
permite aprehender reacciones de desborde, pánico e im
potencia, movilizando defensas cada vez más desesperadas
para hacer frente a la situación traumática. Me refiero a
reacciones capaces de llegar a la desorganización y disgre
gación de un yo desamparado (Hilflosigkeit) y sin recursos.
17 J. Kristeva, Les nouvelles maladies de Váme, París: Fayard, 1993,
pág. 302.
En esos casos, la contratransferencia del analista debe
despertarse y descubrir, a través de una receptividad hiper-
sensible, las huellas que tales experiencias dejaron en la in
fancia. Estas experiencias fueron después superadas y sólo
siguen siendo perceptibles sus cicatrices, que pueden rea
brirse en cualquier momento. Con su invitación a abando
nar los mecanismos de control, más la ayuda de la regre
sión, la situación analítica puede reavivar el trauma rea
briendo heridas que, si bien parecen cerradas, están bien a
flor de piel. Esas situaciones límite (R. Roussillon)18 que en
frentamos hacen que el analista deba tomar decisiones que
lo obliguen a renunciar al encuadre analítico para optar por
otro donde se mantenga la percepción del objeto. No se trata
sólo de que en el marco de la psicoterapia el analista encar
na en forma más directa la realidad, sino sobre todo de que
la percepción entraña una modificación de la economía psí
quica, ya que muchas veces estos pacientes presentan per
turbaciones en sus funciones de representación. En otros
términos, está afectada en su totalidad la función fantas
mática —y, por supuesto, la proyección—. Esta es con fre
cuencia masiva, no demuestra capacidad de perspectiva y
rectificación, y se insensibiliza a la interpretación. La pro
yección carece de ciertos rasgos para ser analizada; a veces
se percibe como una realidad indudable alternada con la
represión: se trata de la alucinación negativa, que golpea
con fuerza hasta afectar los procesos de pensamiento del pa
ciente. Más adelante volveremos a este punto con mayor de
talle.
Conclusión
El examen del par transferencia-contratransferencia
nos permitió diseñar nuevos modos de encarar la cura ana
lítica y de concebir la función del encuadre. No podríamos
terminar este capítulo sin hablar de una forma de transfe
rencia y contratransferencia a la que hoy se alude cada vez
más: la transferencia y la contratransferencia sobre el en
cuadre. En otros términos, se trata de analizar la forma en
18 R. Roussillon, Paradoxes et situations limites en psychanalyse, París:
1991.
P U F ,
que el analizante y el analista viven el encuadre y su fun
ción inconsciente. Desde luego, aquí vuelve a aparecer la
asimetría por el hecho de que el analista ya fue analizado.
Tenemos que preguntarnos si el análisis le permitió abordar
las condiciones de esta experiencia en lo que hace a su signi
ficación. Sabemos que Freud no se sintió motivado para teo
rizar ese encuadre que inventó con tanta genialidad. Como
dije, establecí un paralelo entre las condiciones del encua
dre y las del sueño, descriptas en el capítulo VII de su obra
maestra de 1900. Pero después tomaron la posta otras in
terpretaciones que no habían sido anticipadas en su mo
mento, en las que se comparaba la situación analítica con la
prohibición del incesto y del parricidio, e incluso con una
metáfora de los cuidados maternos. Seguimos pensando
que nos parece más pertinente el modelo del sueño. Pero
siempre y cuando recordemos que hoy se tiene al sueño por
un aspecto más de la vida psíquica del durmiente. Porque si
bien los sueños de angustia pueden ser vinculados a la fun
ción onírica general, ya no es ese el caso de la pesadilla. Hay
otras modalidades que merecen toda nuestra consideración
por ser paradigmáticas: la pesadilla, los terrores nocturnos,
los sueños de estadio IV, los sueños blancos, el sonambulis
mo, etc. En todos estos casos hay, a la vez, quiebre de la fun
ción onírica y, con gran frecuencia, imposibilidad del encua
dre para servir de experiencia facilitadora en beneficio mu
tuo del analizante y del analista.
5. Clínica: ejes organizadores de la
patología
1. De la sexualidad al deseo
Cuando se decidió que el tema principal del Congreso de
Barcelona (1997) fuera «La sexualidad en el psicoanálisis
contemporáneo», un colega del otro lado del Atlántico co
mentó la novedad expresando cierta sorpresa: «¡Yo creía que
ya habíamos superado todo eso!». Por extraño que pueda pa-
recerle a un psicoanalista francés, una observación de esa
índole es moneda corriente en determinados ambientes psi-
coanalíticos internacionales. En los Estados Unidos, no son
pocos los que consideran que la sexualidad viene muy por
detrás de una serie de trastornos de diversa índole. Se invo
ca el papel del yo (en la neurosis), del Self y muchos otros
datos que alejan el interés del psicoanalista de su objetivo
primero tal como Freud lo concibió. En Inglaterra, sobre
todo por influencia de Melanie Klein, el acento recae en la
destructividad, con lo cual el interés por la sexualidad que
da eclipsado. De ahí que la sexualidad deba entonces afron
tar los ataques combinados de la psicología del yo y del Self,
de la intersubjetividad y también la perspectiva de las re
laciones de objeto. El psicoanálisis francés puede enorgulle
cerse de que, más allá de sus divisiones (entre lacanianos y
no lacanianos), todas las corrientes concuerden en recono
cer un rol mayor a la sexualidad, aun cuando se lo interpre
te en diferentes formas. En lo que a mí respecta, ya antes
del Congreso de Barcelona atraje la atención acerca de la
desexualización en la teoría psicoanalítica.1Son muchas las
razones que impulsan a los psicoanalistas franceses a con
siderar que la sexualidad es un terreno fundamental del
psiquismo, no sólo patológico sino también normal. ¿Debe
remos evocar la tantas veces olvidada distinción freudiana
éntre genitalidad y sexualidad? El lazo que une sexuali
dad y placer es el fundamento de lo sexual en psicoanálisis.
La sexualidad es «el placer de los placeres», tanto como la
prohibición del incesto es «la regla de las reglas». A partir de
Fairbairn, se quiso reemplazar el teorema freudiano de la
actividad psíquica concebida como pleasure seeking (en bus
ca de placer), proponiendo en su lugar y en forma progresiva
2. El yo
El yo es un concepto que ha padecido incesantes avata
res en la teoría psicoanalítica. No retomaremos su estudio
detallado y complicado. En cambio, sólo insistiremos en al
gunos de sus aspectos particulares.4Los exégetas de la obra
freudiana reconocen en su autor la existencia de dos teorías
del yo. La primera es anterior a la formulación de la segun
da tópica y lo presenta como instancia global, no muy distin
ta de la concepción académica, salvo en lo que hace a la in
sistencia de Freud en señalar su papel antagónico respecto
de la sexualidad. Antes incluso de la teoría del narcisismo,
el yo es presentado como concepto relativo a la afirmación
de sí. Freud deja sobrentendido que un segmento de los
afectos de odio podría estar vinculado con el yo. Citemos su
aguda observación de que en la neurosis obsesiva el de
sarrollo del yo precedería a la sexualidad. Sin embargo, el
concepto de yo adquiere relieves novedosos en la segunda
tópica. El propio título de su obra de 1923, El yo y el ello (que
curiosamente omite al superyó), muestra claramente el lu
gar central que Freud le asigna. Pero antes de llegar ahí, la
gran mutación, decisiva y temporaria al mismo tiempo, es
la creación del concepto de narcisismo en 1914. El cambio se
debe a que ya no basta con la anterior oposición entre pul-
3 Las ideas presentadas en este capítulo retienen únicamente lo esen
cial de un desarrollo más completo que el lector interesado encontrará en
nuestra obra Les chames d ’Eros. Actualité du sexual, Odile Jacob, 1997.
4 Le vocabulaire de la psychanalyse, J. Laplanche y J.-B. Pontalis,
comps., propone un excelente resumen de la problemática del yo. PUF,
1967.
gion.es de autoconservación y pulsiones sexuales. Y si bien
üo se estila calificar de segunda teoría de las pulsiones al
período comprendido entre 1913 y 1920, antes de formular
la última, que opone pulsiones de vida y pulsiones de muer
te., creo que esa denominación estaría bien justificada. En
adelante, Freud opondrá pulsiones del yo y pulsiones objé
tales. Es el nacimiento del narcisismo, en nuestro criterio
uno de los más ricos conceptos freudiano?, presente en for
ma embrionaria ya desde el principio (sobre todo en la deno
minación de una categoría de neurosis: las neurosis narci-
sistas). Me parece de capital importancia esa etapa de 1914,
en la que Freud propone una oposición categorial, el yo-
objeto, que hoy corre por el campo de la neurobiología para
llegar con distintas acepciones a la filosofía, remitiendo a un
fondo axiomático constante. El escrito de Freud sobre el
narcisismo pertenece a esa categoría de trabajos que siem
pre resulta provechoso releer. El concepto de narcisismo
recubre los variados terrenos de la perversión, la psicosis
y la vida amorosa, para no salimos de los límites del psico
análisis. Pero lo más notable son los eclipses y los cambios
que sufrirá en el psicoanálisis posfreudiano. Como ya hici
mos notar, la propia formulación freudiana de la última teo
ría de las pulsiones relega el narcisismo a un segundo pla
no, o sea, al de investidura libidinal de las pulsiones de au
toconservación, sólo por recordar la definición de Freud. Por
ün lado, esta concepción restringida del narcisismo lo diluye
ein el seno de un Eros del que es apenas una parte y, por otro
lado, no dice nada del impacto que la teoría de las pulsio
nes de muerte ejerce sobre él. Uno no puede menos que im
presionarse ante lo que aparece en Freud como una asom
brosa negligencia, quizás atribuible a que estaba demasia
do ocupado en revisar fenómenos psíquicos que ya había
descripto en el marco de la última teoría de las pulsiones.
Después de Freud, la teoría de las relaciones de objeto,
promovida por Fairbairn y Melanie Klein, hizo práctica
mente desaparecer al narcisismo del mapa de la teoría psi
coanalítica. Habrá que esperar hasta 1971 para que un kJei-
liiano, Herbert Rosenfeld, le devuelva su importancia dan
do de él una versión centrada en la destructividad.5A su
5 H. Rosenfeld, «A clinical approach to the psychoanalytic theory of the
Ufe and death instincts: An investigation to the agressive aspects of nar-
pissism», Int. J. Psycho-Anal., 52, 1971, págs. 168-78.
vez, el psicoanálisis norteamericano puso enjuego en algu
na medida el narcisismo a través de Hartmann, quien, por
encontrar demasiado sucinta la noción freudiana del yo,
propuso adjuntarle el Self, que englobaba un campo teórico
más vasto donde se reconocía el lugar del narcisismo. Pero
ni siquiera así fue suficiente y se asistió a una nueva muta
ción psicoanalítica proveniente de Kohut. El Self kohutia-
no hacía estallar las teorías hartmanniana y freudiana
relegando una vez más a las pulsiones a un rol secundario.
Conocemos las intensas controversias que enfrentaron a
Kohut y Kernberg, quien, inspirándose en Edith Jacobson,
abogaba por una teoría de las relaciones de objeto que reco
nociera la incidencia de las pulsiones eróticas y agresivas
antagónicas al narcisismo- Semejante resurrección de este
último no dejó de sorprender a los psicoanalistas franceses,
que desde siempre conservaban un vivo interés por este
concepto. La obra de Lacan sería incomprensible si falta
ra la referencia al narcisismo, según lo demuestran y con
firman el estadio del espejo y la concepción lacaniana del
amor. Después de Lacan, Grunberger desarrolló una visión
personal que convertía al narcisismo en una instancia. Por
mi parte, propuse una concepción dual donde oponía un
narcisismo de vida vinculado al Eros, que aspiraba a la uni
dad del yo en detrimento del objetp, y un narcisismo de
muerte, que sigo llamando narcisismo negativo, como mani
festación de la pulsión destructiva, tendiente al nivel cero
de excitación y que apunta a la propia desaparición del yo.
Esta concepción fue bien recibida por dar cuenta de fenóme
nos clínicos difícilmente explicables.6 De todas maneras, y
a pesar de los avatares del narcisismo en su teoría, Freud
nunca abandonó la categoría de las neurosis narcisistas.
Sin embargo, y aun cuando en la fase inicial de su obra es
tas últimas englobaban a las psicosis, en 1924 debió reser
varle esta denominación a la melancolía (y a su doble inver
tido: la manía). Por entonces, Freud consideraba a las psico
sis, excepto la maníaco-depresiva, como expresión de un
predominio del accionar de las pulsiones destructivas. Con
sidero justificada esta última rectificación porque, inclusive
saliendo de los límites de la psicosis, el examen de la depre
sión en general invita a reconocer en ella el rol predominan-
6 A. Green, Narcissisme de vie, narcissisme de mort, Minuit, 1983.
del narcisismo. En forma más general aún, ya que esto
líos lleva al terreno de la normalidad, el propio fenómeno
del duelo permite hacer la misma comprobación. Por otra
parte, es sabido que muchas estructuras no neuróticas de
jan transparentar un duelo interminable, en la clínica con
temporánea, cuyo papel es más marcado que las angustias
que puedan observarse en ellas.
La clínica de los estados límite condujo a prestar mayor
atención al papel del yo y al concepto mismo de límite en las
afecciones epónimas. Describí dos formas de angustia que
hallamos con particular frecuencia en el estudio de los casos
límite: la angustia de separación, abundantemente tratada
en la literatura analítica, y su simétrico opuesto y comple
mentario, la angustia de intrusión, de cuya importancia el
primero en hablar fue Winnicott. Se entiende así que, blan
co de ambos peligros, el yo del borderline viva bajo la perma
nente amenaza de ser abandonado por sus objetos y/o por la
intrusión que estos hagan en su individuación subjetiva. En
esas condiciones, su dependencia del objeto y de la distancia
que mantiene con él reduce fuertemente su libertad de mo
vimientos. Propuse considerar ambas angustias como co
rrespondientes, en el nivel del yo, a lo que en el plano libi-
dinal son, respectivamente, la angustia de castración en el
hombre y de penetración en la mujer.
Por desgracia, la segunda tópica fue causa de grandes
malentendidos. Es sabido que, con la psicología del yo, dio
lugar a simplificaciones y esquematizaciones nocivas para
el pensamiento psicoanalítico. En los Estados Unidos es fre
cuente oír decir que Freud inventó la psicología del yo con
su segunda concepción topográfica del aparato psíquico, la
mal, por influencia de Hartmann, Kris y Loewenstein, se
transformó en la concepción estructural de dicho aparato.
Afirmaciones como estas dejan atónito al lector francés,
quien en general considera a la psicología del yo como una
alteración tan profunda del corpus freudiano que merece el
calificativo de interpretación abusiva del pensamiento de su
autor. Es cierto que una lectura superficial de Freud puede
prestarse, si no a dicha interpretación, al menos a un cam
bio de rumbo de su pensamiento. Y en efecto, Freud no es
del todo inocente de aquello que se le imputa. Pero no debe
mos llevar el paralelo más lejos. La idea de un yo de distinto
origen que el ello y de una energía libre de todo conflicto, de
nominada autónoma, está muy lejos de la inspiración freu
diana. En El yo y el ello hay una sola alusión a la idea de una
energía neutra, a propósito de la transformación del amor
en odio, en el capítulo sobre los estados de dependencia del
yo. En todo caso, nada que justifique introducir un nuevo
concepto que sin embargo fue muy bien recibido en los Esta
dos Unidos. La cuestión era minimizar la influencia de las
pulsiones, para lo cual se hizo costumbre afirmar que, como
el ello es incognoscible y el yo es el paso obligado para abor
darlo, más vale focalizar toda la atención en él. Me parece
que la reflexión sobre esta concepción topográfica del apara
to psíquico —que más adelante analizaremos desde el pun
to de vista teórico— desconoce la relevancia de aquella afir
mación freudiana según la cual una porción muy signifi
cativa del yo, cuyo alcance Freud está lejos de limitar, era
concebida como inconsciente. Esa nos parece ser la mayor
enseñanza y la justificación de la segunda tópica.
No cerraremos este capítulo sin antes indicar cuánto su
frió el estudio del yo después de Freud. Eso porque, o bien
los psicoanalistas buscaron retomar a la acepción anterior
al psicoanálisis, renunciando de ese modo a la originalidad
de sus propias concepciones con el fin de hacerse enten
der mejor por los defensores de concepciones académicas no
psicoanalíticas, o bien, al contrario, el estudio del yo carga
con una suerte de interdicto de pensar promulgado por La
can con el pretexto de no caer en los yerros anteriores. En
efecto, tras la publicación, en 1936, del trabajo de Anna
Freud —muy probablemente supervisado por el padre— so
bre el yo y los mecanismos de defensa, gran parte de los ana
listas se lanzó por la misma senda. En Inhibición, síntoma y
angustia (1926), el propio Freud se ocupó de los mecanismos
de defensa, distinguiendo los correspondientes a la histeria
y los correspondientes a la neurosis obsesiva. De todas ma
neras, debe destacarse que lo que a veces se describe en la
Metapsicología (1915) con el nombre de «destino de las pul
siones», es reformulado más tarde en el capítulo titulado
«Mecanismos de defensa». Los analistas, en particular los
norteamericanos, encontraron en esto material de gran
utilidad que no se privaron de desarrollar. El psicoanalista
norteamericano R. Greenson se transformó en el heraldo
del análisis de las resistencias.7A partir de ese momento,
7 R. Greenson, Technique et pratique de la psychanalyse, PUF, 1977.
pudo verse el riesgo que entraña desplazar el acento del
análisis de la transferencia al análisis de las resistencias,
con el inconveniente de hacer de la situación analítica una
relación de fuerzas que recuerda los problemas que acarreó
la sugestión durante el período hipnótico de los inicios del
análisis. Esa fue una de las razones del éxito de la moda in-
tersubjetivista, que defendía la opinión contraria. Pero te
ner a veces más razón que otros no significa tenerla siem
pre. Parece que toda esta evolución y los cambios a que dio
lugar desconocen la innovación freudiana según la cual el yo
es inconsciente de sus propias defensas. La verdadera pre
gunta es esta: ¿es similar la técnica para hacer al yo cons
ciente de sus propias defensas y resistencias que la técnica
de interpretación del contenido? Y si la técnica del análisis
de las resistencias puede ser criticada, ¿cuál es la alternati
va para promover este reconocimiento? Me parece que este
problema sigue estando a la orden del día. Tal vez lo hayan
aclarado mejor las últimas contribuciones de Bion y Winni
cott, quienes se abocaron a analizar los procesos de pensa
miento y a definir la función de la transicionalidad. Sin em
bargo, el anatema de Lacan no tan desacertadamente pro
nunciado en contra de la Ego-psychology de ningún modo
nos autoriza a desentendemos de examinar el concepto de
yo, cuyas perturbaciones clínicas son evidentes. Y nunca
agradeceremos a Lacan el haber desalentado todo estudio al
respecto. Como es sabido, para Lacan el yo es cautivo de las
identificaciones imaginarias del sujeto, teoría que casi no
admite críticas. Pero nos preguntamos si con eso basta para
dar cuenta de todas las manifestaciones comprobadas en el
campo clínico y que se vinculan con el yo. No olvidemos que
para el propio Freud la clínica de las psicosis ponía al yo di
rectamente sobre el tapete. No debe asombrarnos entonces
que los casos límite involucren lo que podemos llamar la pa
tología del yo. Me parece imposible seguir ocultando ese la
do flaco de la teoría lacaniana, a menos que neguemos la
pertinencia —muy generalmente admitida, sin embargo—
de la noción de estado límite. Pero la negación de la clínica
dura poco tiempo, y hoy ese tiempo ya se agotó.
3. El superyó
En estos ejes organizadores de la patología debemos es
tablecer la parte correspondiente al superyó. Sus efectos
son bien conocidos y van desde el sentimiento de culpa en
sus formas más generales, hasta la angustia de culpa o an
gustia del superyó. A su vez, todos ellos desembocan en el
misterioso sentimiento de culpa inconsciente, que es uno de
los argumentos señalados por Freud a propósito de la exis
tencia del afecto inconsciente. Por lo demás, él mismo con
fesó su preferencia por la fórmula «necesidad de autocasti-
go». El superyó puede manifestarse sólo en forma de tensión
interna o de un malestar más o menos impreciso. Freud le
consagró muchas reflexiones al final de su obra, y fue al es
tudiar el masoquismo originario cuando reconsideró su pa
pel. En esa oportunidad descubrió la coexcitación libidinal y
a partir de ese momento nunca dejó de estudiar las relacio
nes del placer con el dolor. Hubo un hecho que se le presen
tó con gran fuerza: el masoquismo no podría ser reducido a
una reversión del sadismo. Pero antes debemos dar cuenta
de otras distinciones. Sobre todo las concernientes a las re
laciones entre superyó e ideal del yo, definidas según la fór
mula: el superyó heredero del complejo de Edipo, el ideal del
yo heredero del narcisismo primario. La culpa es el signo
patognomónico del primero y la vergüenza el del segundo.
Una nueva distinción dice que el superyó es la forma ligada
de la pulsión destructiva, que encuentra una salida en la
culpa y debe ser separada de la destructividad difusa en el
conjunto del aparato psíquico («Análisis terminable e in
terminable»). La primera puede encontrarse en forma de
compulsión a la repetición, siempre descifrable y que deja
adivinar su sentido, mientras que la segunda parece estar
desprovista de intencionalidad. Una de las transformacio
nes más notables del pensamiento freudiano es el desliza
miento de la culpa, que en su origen se relaciona con el in
terdicto en relación con la sexualidad, hacia el rol prevalen-
te de la agresividad y de Ja pulsión destructiva. Es ese un
punto que ha sido raramente resaltado. Pero lo que no po
dría minimizarse es el rol antropológico de la culpa, funda
mento de todas las religiones y participante activa de la más
común constitución del superyó. Esto se debe a que la culpa
está fundada en la identificación. En el camino que va de
Freud a Klein, la culpa se transformó en reparación, conse
cuencia del acceso a la fase depresiva en que el niño expía el
mal que hizo sufrir a sus objetos durante la fase esquizopa-
ranoide e intenta repararlos. De todo lo anterior se despren
de un importante desafío referido a la resolución del com
plejo de Edipo. Para Freud, esta lleva la marca de la culpa y
el análisis permitirá al sujeto liberarse de su sexualización
excesiva en el masoquismo, dado que este resexualiza la
moral. Para los kleinianos, en cambio, el trabajo de repara
ción, jamás acabado, condena al sujeto a una expiación per
petua. Por mi parte, creo que el objetivo del análisis está
más del lado de la posición freudiana que de la teoría klei-
niana de la reparación.
De hecho, la sucesividad de las fases esquizoparanoide
y depresiva ha suscitado grandes discusiones en los círculos
kleinianos. Si bien para Melanie Klein ambas se suceden,
más tarde esta óptica fue criticada, como si se prefiriera ha
blar de una oscilación permanente entre las dos. En parte,
; esta modificación responde al hecho de que en algunos pa
cientes se observa una actividad psíquica propiamente per
secutoria de las funciones ligadas al superyó. Un superyó
que, más allá de los aspectos caricaturescos y hasta irriso-
: ríos que puede alcanzar en la neurosis obsesiva, está total
mente desprovisto de sentido e impide cualquier actividad
de pensamiento (Bion) y de desarrollo psíquico capaz de ser
elaborado.
Pero hay un dato teórico al que Freud dio gran impor-
=tanda y que, sin embargo, no encontramos tan claramente
expuesto en los demás autores. La génesis del superyó de
pende de un fenómeno de escisión (término que Freud no
; emplea) entre una parte del yo y otra, fuertemente ideali
zada, que desempeñará el papel de evaluador, de censor, de
crítico, de examinador, etc. Como es sabido, en un primer
momento Freud no distingue con nitidez entre ideal del yo y
superyó. Sea como fuere, el superyó embrionario se formará
a imagen y semejanza del superyó (y no del yo) paren tal.
Este es un importante avance de la teoría freudiana: la
identificación no se hace con una parte «concreta» de los ob
jetos parentales relativos a la persona real del padre y de
la madre, sino con una entidad abstracta y metafórica que
existe in absentía. Por lo tanto, es a partir de esta escisión
interna, y según la forma en que ambas partes logren co
existir, e inclusive vivir en buen entendimiento, como se
aprecia la función del superyó, función que evolucionará
hacia un total anonimato. Ya abordé las complicadas rela
ciones entre masoquismo y narcisismo en la relación tera
péutica negativa,8 Un último punto que señalar para con
cluir: el superyó es una absoluta novedad de la segunda tó
pica pues no tiene equivalente alguno en la primera.9 En
nuestros días, la cuestión se va extendiendo al terreno del
superyó cultural.
1. De los psicoanálisis
No pretendemos dar en este capítulo una descripción
detallada del procedimiento que, llamado en otro tiempo
cura tipo, recibe cada vez menos esta denominación. En
parte debido a que, por muy precisa que sea, ninguna des
cripción podría aspirar a resumir las características esen
ciales de una cura, tan variado es el polimorfismo de las ma
nifestaciones que se observan en ella, y en especial porque
lo que allí se expresa es, ante todo, la singularidad de la ex
periencia propia de un sujeto único. Por otra parte, y tal
como Freud lo hizo notar en su momento, con la cura psico-
analítica pasa como con el ajedrez: sólo pueden describirse
las aperturas y los finales de partida. Lo que sucede entre
unas y otros, es decir, lo esencial de los intercambios, no es
susceptible de ninguna generalización y ello en razón de la
complejidad y multiplicidad de las configuraciones posibles*
En la década de 1970, S. Viderman procedió a una meticulo
sa crítica de los postulados y axiomas de la cura, en la que
cuestionaba los principios teóricos básicos de la técnica
•freudiana. Y si bien las ideas de este autor hicieron mucho
ruido al publicarse su principal trabajo, titulado La cons
truction de l espace analytique,1es de lamentar que nos ha
ya abierto el apetito para después dejarnos con las ganas
cuando hubo que decidir con qué teoría debíamos reempla
zar aquella otra, tan pobre, de Freud. Me parece que Vider
man chocó con dificultades insuperables cuando quiso pro
poner como alternativa un cuerpo teórico lo más coherente y
completo posible.
Hoy pienso que hasta es dudoso que las aperturas y fina
les de cura puedan ser objeto de una generalización, por lo
cual nos conformaremos con bosquejar algunas observacio
nes. La idea de una doble transferencia, de la que hablé an
teriormente, puede ayudamos a avanzar. Al distinguir en
tre transferencia sobre la palabra y transferencia sobre el
objeto, intentábamos echar luz sobre una configuración que
se dejaba conocer mal a través de la idea de una transferen
cia indiferenciada o incluso diferenciada por sus particula
ridades nosográficas (transferencia de las estructuras geni
tales y pregenitales: Bouvet). Al precisar la transferencia
sobre la palabra, intentábamos dar cabida, a nuestra mane
ra, a las propuestas de Lacan, quien no sólo esgrimió la idea
de que el inconsciente estaba estructurado como un lengua
je, sino que también y sobre todo subrayó la importancia de
la relación del sujeto con el significante. De todas maneras,
tras haber puesto de relieve lo que nosotros llamamos hete
rogeneidad del significante —es decir, la idea de que el sig
nificante psicoanalítico, no idéntico al significante lingüís
tico, comporta géneros y tipos que van de la representación
de palabra a la pulsión (representante psíquico de la pul
sión, representación de cosa y de palabra, afectos, estados
del cuerpo propio, actuaciones, representaciones de la reali
dad, etc.)—, dedujimos que sólo es posible una evaluación
del análisis cuando se toma en cuenta la manera en que el
discurso del sujeto circula por los diferentes niveles, del
Cuerpo al pensamiento, y según la flexibilidad de comunica
ción entre los registros y el valor indexatorio del discurso.
Tal como otros autores lo han reconocido, es evidente que,
1S. Viderman, La construction de l’espace analytique, Denoél, «La psy-
.chanalyse dans le monde contemporain», 1970.
con su mayor o menor carga de afectos, el discurso adquie
re un valor distinto de aquel otro animado apenas por una
seudocoherencia intelectual racionalizante que excluye
toda relación con el cuerpo, como es el caso de algunas for
mas obsesivas y narcisistas caricaturescas. De modo opues
to, un discurso cargado de potenciales actuaciones por algu
na insuficiencia de los mecanismos de contención, y en con
secuencia de elaboración, tiende a hacer abortar los inten
tos de construir sentido y de esquematizar la complejidad
resultante del juego de los procesos psíquicos.
La otra vertiente es la transferencia sobre el objeto. Aquí
es útil retomar algo que la literatura psicoanalítica ha tra
tado y desarrollado en abundancia, la mayoría de las veces
en el sentido de la relación de objeto. La transferencia sobre
e] objeto consiste en la proyección sobre el analista durante
el transcurso de la sesión, dado que este parece presentar
una superficie relativamente neutra (se sabe que es una
meta irrealizable, pero esta no es una razón para recusarla)
de pulsiones, deseos, fantasmas, anhelos, angustias, temo
res y terrores que la experiencia transferencia! puede reac
tivar o inspirar. ¿Se trata de una repetición del pasado o de
una experiencia nueva? Es imposible dar una respuesta
unívoca. Si, al menos en parte, no estuviera ligada a una ex
periencia del pasado más o menos coercitiva con tendencia
a repetirse en el presente también en forma más o menos
masiva, la transferencia no tendría razón de ser. En cambio,
si el pasado tuviera la posibilidad de repetirse tal cual fue
sin que vinieran a mezclársele elementos pertenecientes
a diversos períodos, e incluso creados en tiempos recientes,
la transferencia sería un automatismo y 110 una experien
cia original. Por lo tanto, ya es posible ir concluyendo que,
cuanto más nos enírentemosi a formas de alta regresividad,
más indiferenciado será el rol de la compulsión a la repeti
ción, que a su vez impedirá el surgimiento de algo nuevo y
hará de pantalla al aporte de la interpretación. E 11 cambio,
cuanto más cerca estemos de una experiencia neurótica,
más flexible será la estructura y más se enriquecerá con da
tos del presente y del mundo externo, permitiendo de ese
modo interpretaciones matizadas y sutiles. Porque ese es el
malentendido. En sus discusiones analíticas, los analistas
se lanzan argumentos cuyo objeto parece ser la destrucción
de los argumentos del adversario, sin ver que no hablan de
loS mismos pacientes. Por otra parte, nada de esto impide
q u e , incluso a propósito de los mismos pacientes, semejante
diversidad de concepciones psicoanalíticas sesgue la escu
cha orientando la interpretación hacia campos semánticos
distintos. La experiencia reciente ha permitido advertirlo
ante la comprobación de mi estrechamiento cada vez mayor
del campo de la sexualidad. No sólo porque el lugar que esta
ocupa se redujo por la intervención de otros factores (narci
sismo, destructividad), sino porque, aun cuando el material
sexual estaba presente en forma perfectamente identifica
dle, el analista se negaba a atribuirle importancia con el
pretexto de que se trataba de una defensa. Escuché a uno de
mis propios pacientes calificar de artefacto a un sueño de
manifiesto contenido homosexual.
Ahora nos toca tratar de conjugar transferencia sobre la
palabra y transferencia sobre el objeto para ver si las reúne
algún factor común. Porque, en la práctica, no son nunca
otra cosa que el anverso y el reverso de una misma moneda.
Mi propia experiencia me enseñó que lo primero que el ana
lista tenía que escuchar en el discurso del analizante era el
movimiento que lo animaba. Esto no es más que una mane
ja de formular aquello a lo que estábamos aludiendo en la
descripción del funcionamiento en asociación libre. Porque
ahí está el movimiento que pasa de una asociación a otra y
progresa o retrocede —es decir, avanza en forma progre-
aíente o retrocede en forma regrediente—, define la marcha
del análisis y da, en sus avances y sus retrocesos, una idea
del proceso en función de los deseos que lo animan y de las
resistencias con que tropieza. Escuchar el movimiento es,
con frecuencia, lo más difícil de hacerle entender a un joven
analista en supervisión. Pero es también, cuando la idea ha
sido integrada, lo que abre las más bellas perspectivas y
permite esperar de estas las más bellas promesas, por ha
ber vuelto inteligible algo que en un principio parecía no
serlo.
Propusimos la idea de procesos terciarios para definir
aquellos cuya principal función consiste en ligar entre sí
procesos primarios y procesos secundarios, porque sólo el
juego de vaivenes entre unos y otros permite la fecundidad
del discurso psicoanalítico. Se entiende que dichos procesos
no tienen existencia material propia, sino que se circunscri
ben a las ligazones que pueden establecerse entre los prime
ros y los segundos para hacer surgir una mejor legibilidad
del deseo inconsciente. Por eso es fructífero añadir, a la liga'
zón y desligazón freudianas, la religazón.
Como lo señalaron todos los autores, el perfil zig
zagueante de la evolución de la cura posibilita encontrar
una célula trinitaria, ya señalada por Bouvet: resistencia -
transferencia - interpretación. El simple enunciado de esta
tríada pone en claro que su término medio —la transferen
cia— condiciona a los otros dos. Resumiendo: la resistencia
es sobre todo una resistencia a la transferencia, mientras
que la interpretación apunta a la transferencia porque esta
última reúne en forma actual los elementos del conflicto. De
todos modos, la exclusividad de las interpretaciones de la
transferencia no es tan simple. En este punto podríamos re
cordar las primeras distinciones que hace Freud en su aná
lisis del caso Dora, y que más tarde abandonará, tal vez
erróneamente. Es decir: oponer las transferencias y la
transferencia, sostener en suma que las transferencias sal
pican en forma permanente el discurso psicoanalítico y que
su figura principal, o sea, la transferencia, aparece en el tra
yecto de manera dominante, a la vez más significativa y
más condensada. Esta situación no es propia de la transfe
rencia y me parece que tenemos el derecho de deducir una
regla común, según la cual dentro de un contexto general
puede haber un elemento particular que ocupe el lugar de
representante del conjunto.
Voy a dar un ejemplo que trasciende las fronteras del
psicoanálisis. Los mitólogos de la Grecia antigua se asom
bran de la gran importancia que los psicoanalistas atribu
yen al mito de Edipo, cuando en realidad es uno más entre
muchos otros dentro de una abundante producción mítica.
Entonces discuten en términos de legitimidad esa relevan
cia que le asignan los psicoanalistas, acusándolos de usar la
mitología con fines partidistas ajenos a su espíritu. Al mar
gen de que el examen del mito de Edipo contenga singula
ridades que justifican el particular interés que le consagran
los psicoanalistas, es posible considerar también que viene
a ocupar un lugar de elemento representante de la dimen
sión antropológica de todos los otros mitos. Como si hubiera
sido necesaria una producción mítica abundante para que
un solo mito lograra decir lo esencial sobre la subjetividad
humana. Tal vez sea un razonamiento análogo el que nos
empuja a defender la distinción entre las transferencias y la
transferencia. Pero tampoco aquí hay uniformidad en cuan
to a la transferencia. La transferencia ideal es esa «rosa
ausente de todo ramo» de que hablaba Angelus Silesius. En
efecto, no hay transferencia ideal, y si a alguien se le ocu
rriera describir alguna, habría que empezar a sospechar en
él alguna obcecación. Toda transferencia es más o menos
impura y también incluye en su seno elementos que des
naturalizan su función. Sin embargo, es muy cierto que las
modalidades de la transferencia dependen de su adecuación
al marco de las estructuras psicopatológicas. Aquí llegamos
a esos límites de lo analizable que la clínica moderna no de
ja de intentar definir. Tal como señalaron los epistemólogos,
el límite es un concepto que permite describir, a partir de él,
lo que está de un lado y de otro (o, si se quiere, en un territo
rio definido como su interior desde adentro o su exterior des
de afuera). Pero cuando nos instalamos en su seno, es tam
bién lo que permite ver al mismo tiempo de un lado y otro de
la frontera que ese límite representa. Como indiqué en otro
lugar, observemos de paso hasta qué punto está presente en
Freud el concepto de límite,2 en razón de que afecta a las de
limitaciones entre las instancias. Freud precisa que no de
bemos esperar encontrarnos con figuras similares a las que
delimitan a los países en los mapas, sino, al contrario, con
zonas-tapón dotadas de un rol transicional. Incluso en los
fundamentos mismos de la teoría psicoanalítica el límite
está presente en la definición de la pulsión (concepto límite
entre lo psíquico y lo somático). Esto equivale a decir que la
decisión de optar a favor o en contra del inicio de una cura
psicoanalítica o de indicar una psicoterapia, es aleatoria
y queda sometida a la apreciación del analista. Además de
cualquier consideración de las denominadas objetivas, aquí
interviene la evaluación del analista acerca de las capacida
des del paciente para afrontar los riesgos previsibles de la
empresa. Sea como fuere, y para volver a la cura clásica, es
ta quedará marcada, sesión tras sesión, por la actualización
de los conflictos del paciente.
Es muy difícil dar indicaciones detalladas sobre el arte
de interpretar y sobre lo que justifica la interpretación. En
2 A. Green (1976) «Le concept de limite», en La folie privée, Gallimard,
1990.
épocas pasadas, era costumbre afirmar que la transferencia
debía interpretarse sólo si se transformaba en resistencia.
Hoy, ese tipo de afirmación puede ser cuestionada. Pienso
que la única indicación válida acerca de la interpretación es
sentir que llega en el momento óptimo, cuando la configu
ración dé los elementos del material es lo suficientemente
inteligible y exige la intervención del analista, como si esta
permitiera reapoderarse, en un momento significativo, de
elementos hasta ese momento dispersos que además reco
brarán su curso más o menos fragmentario después de pro
ducida. Desde luego, no debe esperarse que la interpre
tación genere efectos fulgurantes de tipo Eureka. Muchas
veces ocurre que incluso no reconociéndosela actúa en for
ma subterránea sobre el material, procediendo a una inte
gración silenciosa. Es frecuente que se elogien los méritos
de la interpretación mutativa (Strachey). Debo confesar que
pocas veces tuve ocasión de observarla. Pero lo que no se
recomienda es bombardear al paciente con interpretaciones
cuyo único resultado será solidificar y endurecer sus resis
tencias. A partir de Winnicott, parece esencial que la inter
pretación conserve su valor transicional, como si se la debie
ra formular en forma tal que sobrentienda lo que ella mis
ma no dice (indexación) con expresiones tales como: «Podría
ser que. . . o: Es posible que. .. o bien: Podría pensarse que».
Sé que algunos reprocharán a estas fórmulas no dirigir
se directamente al inconsciente del analizante. Pero la
necesidad que tiene el analista de un compromiso subjetivo,
sobre todo en las curas difíciles, nunca debe virar a afirma
ciones dogmáticas. Aunque dé la impresión de que el pa
ciente la acepta, una afirmación de ese orden sólo puede fa
vorecer la implementación de defensas masoquistas y de un
estado de dependencia a la palabra del analista. En el caso
opuesto, un silencio excesivo somete al paciente a un estado
de desamparo que, pese a todo, no sería lo peor que le pue
de ocurrir. Más grave sería que el paciente «se organizara»,
respondiendo a ese silencio con una indiferencia narcisís-
tica que lo pusiera fuera del alcance del analista. Pero repi
to: es inaceptable que el analista espere, por parte del pa
ciente, la respuesta que el intérprete quiere oír. Esa es la co
lusión transferencial que Winnicott denunció hace ya mu
cho tiempo. No obstante, el analista sabe que un análisis se
desenvuelve por largo tiempo progresando, aunque sea pa
so a paso y volviendo repetidas veces al casillero de partida,
sin que se logren abordar los conflictos más fundamentales.
Cuando las etapas del análisis de la transferencia están
bien avanzadas, se ve despuntar el momento en que el ana
lista encare la posibilidad del fin del análisis. Si bien esta
ocurrencia no es ni la más frecuente ni la más fácil, se trata
de una eventualidad que el analista no pierde de vista. En
todos los demás casos, deberá preguntarse:
si durante el desarrollo del análisis no se le habrá esca
pado algo que haya estado presente desde la indicación
misma;
2. si no habría sido preferible introducir alguna variación
y, en ese caso, de qué índole y por cuánto tiempo;
3. si no habría sido mejor plantear de entrada una psicote
rapia. En algunos casos, el analista propone la prosecu
ción y el fin del tratamiento frente a frente.
Si una vez terminado el análisis el analizante vuelve
porque reaparecieron algunos de sus antiguos síntomas o
debido a la aparición de otros nuevos, el analista deberá de
cidir: a) si conviene aceptar su demanda y proseguir el tra
bajo o si es mejor derivar al paciente a otro analista; 6) si co
rresponde seguir según el modo anterior (nuevo tramo de
análisis) o si convendría pasar a otra modalidad terapéuti
ca (frente a frente con él o con otro analista, u otra terapia
de tipo psicoanálisis de grupo o psicodrama).
El espacio analítico es ante todo un espacio de libertad.
jQué bueno!, pensarán algunos. Sí, cuando se considera el
hecho desde afuera y con relación al eventual beneficio re
sultante. Pero, en realidad, una libertad de este tipo angus
tia al analizante, que empieza a tener más miedo cuanto
menos seguro está de su estabilidad estructural. Cuanto
más descifrable es la neurosis en términos de configuración
edípica, mayor es la libertad y más enriquecedora la apues
ta del análisis, lo cual abre campo a una creatividad psíqui
ca de notables efectos. En cambio, cuanto más se aleja el su
jeto de la configuración edípica para acercarse a estructuras
pregenitales, a estructuras límite u organizaciones narcisís-
ticas —a grandes rasgos, estructuras no neuróticas— ma
yor es el peligro de regresión y más difícil vencer el control
defensivo. Esto, porque la amenaza no es ya sólo la regre
sión dinámica de la sexualidad, sino más bien una desorga
nización del yo por regresión. Cuando se abordan franca
mente los confines de la psicosis, la regresión puede cobrar
aspectos inquietantes, y a menudo más para el paciente que
para el analista. Es frecuente que el análisis choque contra
una roca debido a que el analizante no puede confiar en que
el analista mantenga un holding de la situación analítica
que le permita afrontar una regresión que anteriormente
no pudo llegar hasta el final (Winnicott: temor al derrum
be).3En momentos tan difíciles es cuando surge el problema
de adoptar o no alguna variación más o menos temporaria
(pasaje del diván al sillón, aumento del número y la dura
ción de las sesiones). Con respecto a las variaciones, concor
damos con Bouvet, C. Parat y Winnicott: el objetivo es favo
recer la expansión, la interpretación y la liquidación (a tér
mino) de la neurosis ele transferencia. Al igual que Winni
cott, consideramos que la variación debe estar en correspon
dencia con el nivel de regresión. Adelantándose a su tiempo,
ya en 1954 Winnicott se había ocupado de este fenómeno.4
En lo que a mí concierne, cuando considero necesario
proceder a una variación en el intento de salir del atollade
ro, no es seguramente con la perspectiva de orientar la rela
ción hacia una indicación psicoterápica. Por lo tanto, no se
trata ni de proponer la adopción de medidas tendientes a
lograr un reaseguro positivo o un apoyo, ni tampoco de pro
pugnar salidas de la neutralidad que le den al paciente la
sensación de ser querido o aceptado. Todas estas medidas se
justifican en la tentativa de implementar algo que contribu
ya a destrabar un proceso bloqueado. Y no porque tenga en
ráenos ese tipo de actitud, sino porque no creo que la «bon
dad» (Ñachi) del analista baste para superar realmente la
prueba- En cambio, una atención sostenida, el interés por el
paciente, el cuidado por sostenerse con firmeza ante las
pruebas, la actitud interpretativa matizada y, por sobre to
do, la disponibilidad sin fallas por parte del analista, me pa
recen los factores más propicios para que el analizante se
1. Las representaciones
Es difícil evitar reiteraciones en una obra como esta. El
recorte exige abordar varias veces el mismo problema en
función de las múltiples formas en que se presenta. Si de
biéramos caracterizar a toda costa el paradigma esencial
del psicoanálisis, lo ubicaríamos sin vacilar del lado de la re
presentación. En general, cuando se habla del mundo de la
representación en psicoanálisis, nos limitamos al par canó
nico formado por representación de cosa y representación
de palabra, indiscutible núcleo de la problemática freudia
na de la representación. Todo conocedor de la obra de Freud
recordará el apéndice C de la Standard Edition al artículo
sobre «Lo inconsciente» (Metapsicología), donde Strachey
hace remontar las ideas emitidas por Freud en 1915 al mo
mento, muy anterior, del libro sobre la afasia (1891).1 Esto
es frecuente cuando la obra freudiana deja aparecer una
idea fuerte; no es raro que se pueda describir su origen mu
cho tiempo atrás, en este caso veinticuatro años. En 1891, la
intuición, si bien nacida de una reflexión sobre la fisiología
cerebral, se anticipa al abordaje, todavía venidero, del psi
quismo. Ella conduce a la clara distinción entre el sistema
de las representaciones de palabra, formado por elementos
de lenguaje consistentes en unidades exclusivas y limitadas
(Proyecto) que conforman un conjunto cerrado, y el sistema
de las representaciones de cosa, descripto como un sistema
múltiple y abierto, formado por las huellas mnémicas perte
necientes a los diversos sentidos. Observemos que la repre
sentación de palabra no está ligada a la representación de
objeto en todos sus componentes, sino sólo por la imagen del
sonido de esta (las asociaciones visuales son al objeto lo que
1 S. Freud (1891) Contribution á la cotiception des aphasies, traducción
de Cl. Van Reeth, París: PUF, 1983.
la imagen sonora es a la palabra). Sea como fuere, la inven-
tividad de Freud al abordar este problema desde el punto de
vista neurológico seguirá enriqueciéndose cuando se vea
llevado a distinguir entre el sistema preconsciente-cons-
ciente, en el cual las representaciones de palabra se aso
cian a las representaciones de cosa, y el sistema inconscien
te, que está formado solamente por representaciones de co
sa o de objeto, calificadas por Freud de «únicas y verdaderas
investiduras de objeto».
En muchos de mis trabajos he insistido en la necesi
dad de pensar una teoría de la representación que cubra un
campo más vasto. Según mi criterio, debe distinguirse en
tre el representante-representación de la pulsión y lo que
Freud llama representante psíquico de la pulsión. Son mu
chas las diferencias que demuestran el interés de tal distin
ción. Cuando habla de representante-representación (Vors-
tellungs Reprasentanz o, en inglés, ideational representati-
ve), Freud tiene en vista la parte concerniente a la represen
tación en la represión, opuesta al afecto. Recordemos otra
distinción importante: las representaciones son huellas
mnémicas, y los afectos, procesos de descarga. Este elemen
tó psíquico está vinculado a un modelo en el cual la represe
ntación es la imagen que remite a un objeto situado fuera de
la psique, en lo real conocido, por medio de la percepción.
Aquí estamos en el marco del modelo óptico y en continui
dad con el aparato psíquico de La interpretación de los sue
ños, fuente de la primera tópica y concebido según el modelo
del telescopio. En cambio, cuando habla del representante
psíquico de la pulsión (psychische Reprasentanz), Freud ha-
:ce alusión a la manera en que la excitación pulsional, de ori
gen endosomático, llega a lo psíquico y se manifiesta en el
nivel del cuerpo. Por ejemplo, la sed que se traduce por una
picazón faríngea (Metapsicología). De paso, señalemos que
Freud casi no hace distinción entre necesidad y deseo, dis
tinción que fue hipostasiada por Lacan. Pero lo esencial es
entender que el representante psíquico de la pulsión es una
manifestación por delegación de las demandas del cuerpo al
psiquismo. Inclusive hay otro material de reflexión, ya que,
siguiendo la definición freudiana, la pulsión es el represen
tante psíquico de los estímulos nacidos en el organismo, y
que, además, Freud dice que la pulsión tiene representantes
psíquicos. La pulsión, como tal, es incognoscible. Sólo son
cognoscibles sus representantes, en cuya primera fila hay
que poner al representante psíquico de la pulsión. Teórica
mente, la pulsión es un fenómeno situado en el límite de lo
psíquico y lo somático, que hunde sus raíces en el soma y, en
esa forma, es poco cognoscible, mientras que su represen
tante psíquico sí puede serlo, dado que se manifiesta a tra
vés de una alteración del estado del cuerpo, como demanda
de satisfacción, sentida por el sujeto. Como demanda corpo
ral, la pulsión está en espera de satisfacción, pero esa satis
facción no siempre favorece la adaptación. El vaso de agua
calma la sed, pero la sed puede hacerse signo de una toxi
comanía alcohólica. Del igual modo, si alguien pasa mucho
tiempo en el desierto y bebe sin antes ingerir sal, puede au
mentar su deterioro somático y agravar su estado general.
Entendamos pues que el modelo óptico dejó de ser el apro
piado. No hay relación entre un ardor faríngeo que la psique
atribuye a la sed y una deshidratación orgánica que, entre
otras cosas, se traduce en términos biológicos por la hemo-
concentración. En este último caso, el modelo es la relación
somatopsíquica, donde lo psíquico se entiende como delega
ción de lo corporal. En el nivel del inconsciente podría conce
birse el llamado de una necesidad que pide ser satisfecha y
se manifiesta por emanación de un representante psíquico.
Este representante psíquico llamaría en su auxilio a los ves
tigios de otra experiencia de satisfacción anterior deposita
dos como huellas mnémicas de representante-representa
ción de la pulsión (sed + imaginación de la bebida calman
te). Así, ambos modelos se reclaman uno al otro para produ
cir la excitación pulsional elaborada, o sea, acompañada por
la representación del objeto de satisfacción (sed + pecho).
Sabemos que esta explicación presenta muchas dificul
tades. Freud dice que el fracaso de esta solución determina
la persistencia de la insatisfacción, e incluso su aumento,
por lo que el niño entra en un estado de agitación motriz que
expresa su malestar pero también sus expectativas de una
respuesta más eficaz, y que será la madre quien la compren
da, la descifre y brinde la satisfacción deseada. A esto se ob
jetó la dificultad de entender por qué el niño no se agotaba
en la realización alucinatoria del deseo (Laplanche), argu
mento no demasiado convincente ajuicio nuestro. En cam
bio, admitimos que el niño recurra a la alucinación esperan
do que un señuelo le aporte la misma tranquilidad que el
objeto, y que luego, viendo que todo sigue igual o peor, dé
mayores muestras de desamparo que serán percibidas, en
tendidas (quiere decir que se les ha dado un sentido y que
ha habido violencia interpretativa [Piera Aulagnier]) y cal
madas por la madre. En realidad, esta posición crítica seña
la el deseo de hacer intervenir muy tempranamente al ob
jeto en la relación de desamparo, reduciendo el margen de
maniobra de las transformaciones intrapsíquicas de origen
pulsional. Ahora bien, las concepciones del apuntalamiento
que Laplanche despejó tan acertadamente en el texto freu
diano me parecen muy útiles para subrayar la autonomía
del deseo respecto de la necesidad. Además, en mi criterio
la elaboración psíquica con punto de partida pulsional es de
capital importancia para el funcionamiento mental, pues
permite la realización alucinatoria del deseo, acentuando
fuertemente la omnipotencia del sujeto y el efecto engañoso
de la construcción psíquica personal. Y, a la vez, nos hace
entender el papel del narcisismo primitivo que construye
su mundo disponiendo del objeto (interno) a voluntad. Por
supuesto, tal como Freud ya lo había hecho notar, esto es po
sible siempre y cuando el sistema de cuidados matemos no
permita que el sujeto se degrade en la impotencia.
Ya definimos tres maneras de representante: el repre
sentante psíquico de la pulsión, junto al cuerpo; el represen
tante-representación, representación en forma de huella
mnémica de un objeto ubicado fuera de la psique, y la repre
sentación de palabra, sistema constituido de derivaciones
que, en forma concreta y abstracta, unen al mismo tiempo el
sujeto, el objeto y el referente. Este sistema nació de un tra
bajo sobre la representación de cosa. Pero eso no es todo. En
1924, en el primero de los dos artículos sobre las relaciones
de la neurosis y la psicosis, «La pérdida de la realidad en la
neurosis y la psicosis», Freud es llevado a precisar la índole
de la transformación de la realidad que tiene lugar en la psi
cosis a partir de las representaciones extraídas de relacio
nes anteriores con lo real. O sea, en sus propias palabras,
«las huellas mnémicas, las representaciones y los juicios
que se habían obtenido de ella hasta ese momento y por los
cuales era subrogada en el interior de la vida anímica».2 Es
2 S. Freud (1924) «La perte de réalité dans la névrose et la psychose», en
Névrose, psychose et perversión, traducción de P. Guérineau, PUF, Ia
edición, pág. 301, 1973.
to explica que la concepción de la realidad, en Freud, no sea
simple y que, pese a las apariencias, tampoco responda a al
go naturalmente dado. Si bien en la definición que hemos
tomado son recordadas las huellas mnémicas, la remisión a
ideas y juicios muestra que Freud tiene en mente las distin
ciones necesarias. Se trata aquí de la función del juicio, y
Freud escribe esa frase un año antes de abordar el problema
de la negación, que será tratado con toda originalidad, ha
ciendo jugar en forma sucesiva los resortes del juicio de atri
bución y del juicio de existencia. El golpe maestro al que
procede consistirá en poner (cronológicamente) en primer
lugar el juicio de atribución y en segundo lugar el juicio de
existencia. Esa es la coherencia del pensamiento psicoanalí
tico: ver en el trabajo del aparato psíquico, en primerísimo
plano, la distinción entre lo bueno (incorporable) y lo malo
(excorporable), según criterios puramente internos.3 Sólo
en un segundo tiempo será posible decidir si los objetos así
clasificados son mero producto de su funcionamiento o si
también existen en la realidad.
Ahora estamos en posesión de un dispositivo completo
que parte del representante psíquico de la pulsión estrecha
mente ligado al cuerpo, se expande en representaciones de
cosa o de objeto (inconscientes y conscientes), se asocia en lo
consciente a las representaciones de palabra y, por último,
se une a los representantes de la realidad en el yo, todo lo
cual implica una relación con el pensamiento. Nuestra teo
ría de gradientes se ve una vez más confirmada para una
interpretación fecunda de la teoría freudiana.
Creo que la razón por la cual inicié esta reflexión afir
mando que situaría sin vacilar el paradigma de la teoría
psicoanalítica del lado de las representaciones, se justifica
en que lo esencial de la experiencia surgida de la cura clá
sica, debido a la presencia-ausencia del analista (su invisi-
bilidad), es tributario de una actividad psíquica que induce
a la representación y excita las huellas mnémicas anterio
res del paciente, puestas aquí a prueba en la experiencia
transferencial. La gama de modalidades representativas
que hemos definido se corresponde con el abanico de mani
festaciones psíquicas vinculadas al cuerpo, por una parte, y
a lo real y al pensamiento, por otra. Para ir todavía más le-
3 Cabe precisar la anterioridad de unyo-reolidad inicial cuya función se
limita a localizar el origen externo o interno de las excitaciones.
jos, todo el psiquismo podría ser concebido [véase el diagra
ma de pág. 183] como una formación intermediaria entre el
soma y el pensamiento. La relación definida por la interac
ción entre un soma organísmico y su entorno en lo real es la
misma en virtud de la cual aprehendemos la vida animal la
mayoría de las veces. Así, la riqueza del hombre está dada
por la fuerte consistencia, la extensión y la complejidad de
los procesos correspondientes a esta formación intermedia
ria. Falta agregar que aquí, en una forma a la que, como sa
bemos, Freud no le dio la necesaria amplitud, interviene esa
parte de lo real donde está el otro, el otro semejante, en mi
criterio, y luego el Otro, categoría más general que se define
sólo con relación a un sujeto. Sólo hay sujeto para otro. De
este modo, salimos de las representaciones individuales an
tes mencionadas para añadirles aquellas que nos ofrece la
experiencia cultural. Pues, ¿podría haber [algún] Otro que
no sea una elaboración de dicha experiencia cultural? En
este punto habría que poner en perspectiva las respectivas
concepciones de Winnicott y de Lacan. Por mi parte, si bien
las considero complementarias, confesaré que mi recorrido
personal me llevó de Lacan a Winnicott, cuya obra me pare
ció menos marcada ideológicamente. Me siento más próxi
mo a la teoría de la simbolización resultante de esta última,
que de lo simbólico lacaniano.
Sonm Somatopaiqoico "VLos Real
Excitación QA'
endosomática " m»-Vfr 1— 1
Mg0^ .«
Teoría da Freud
Taorín de Jaa
relflciohftfl de objeto
Teoría da laa
w rú t cozoplamactarÍAB
3. El carácter
El psicoanálisis tropezó con un problema que muchas
veces tuvo a maltraer a los autores, quienes no siempre vie
ron dónde estaba el origen de las dificultades. Por empezar,
pienso en el propio Freud, y luego en algunos de sus suce
sores. Como vimos, también él debió elegir un modelo clíni
co de referencia, el de las psiconeurosis de transferencia.
Asimismo, íue llevado a definir a la neurosis como el negati
vo de la perversión. Me parece legítimo decir que, a lo largo
del camino, y sobre todo a partir de 1924, lo que Freud tenía
en mente para oponer a la neurosis ya no era tanto la per
versión como la psicosis, lo cual representa una deriva sig
nificativa. Después, el psicoanálisis vio afirmarse cada vez
con mayor énfasis la comparación entre neurosis y casos lí
mite (una entidad tan vaga como imprecisa), hecho que en
trañaba la necesidad de poner en perspectiva estructuras
neuróticas y estructuras no neuróticas. Mientras tanto, el
desarrollo de ciertas teorizaciones llevó a que se propusiera
otra base de comparación. Por ejemplo, los pacientes que
presentan desórdenes somáticos. Puesto que hoy la neu
rosis ya no puede seguir aspirando al papel de punto de re
ferencia de la práctica psicoanalítica, se percibe un gran
malestar; somos testigos de un pensamiento clínico deso
rientado, forzado a conformarse con yuxtaposiciones y sin
que sepamos todavía qué entidad clínica sirve de base des
criptiva. Podrán replicarme que no hace falta recurrir a una
entidad clínica central y que basta con referirse a mecanis
mos psíquicos lo suficientemente generales como para guiar
el pensamiento (inconsciente, represión, Edipo, etc.). Sin
embargo, mucho me temo que los hechos se resistan más de
lo pensado a una sugerencia de ese orden. Es suficiente con
tomar cada uno de los elementos retenidos en una configu
ración de ese tipo para ver que las transformaciones que su
fren en determinado tipo de pacientes casi no permiten con
siderarlos en calidad de referencias hasta cierto punto con
sensuadas. En el informe que presenté en 1975 al Congreso
de Londres con el título de «El analista, la simbolización y la
ausencia en el encuadre analítico»,14 propuse un modelo pa
ra los casos límite con el fin de distinguir la estructura res
pectiva de estos y de la neurosis. Pero, muy pronto, la esque-
matización cómoda de los dos modelos sería en cierta forma
cuestionada con la aparición de nuevas ideas elaboradas a
partir de otras estructuras clínicas. Pienso muy particular
mente en las teorizaciones referidas a pacientes que pre
sentan síntomas somáticos, terreno que en Francia fue do
minado por las ideas de Pierre Marty.15 Además, no con
formes con la simple oposición entre neurosis y psicosis, la
mayor parte de los teóricos agregaron la perversión o la de
presión. La comprobación de todas estas dificultades me lle
vó a emprender una importante revisión del tema y a propo
ner otra perspectiva.
Me parece que la idea de una revisión fue consecuencia
de las discusiones que tuvieron lugar en el seno del psico
análisis acerca de la necesidad de revisar el concepto de pul
sión, y que dieron lugar a distintas alternativas. Citemos en
primer término la importante corriente de las relaciones de
objeto, ilustrada en la forma más descollante por la escuela
kleiniana. Y luego, bajo otros cielos, la defensa de la psicolo
gía del Self realizada por Kohut. En capítulos anteriores
mostramos ese movimiento pendular que va y viene de un
polo al otro: en un extremo, el objeto; en el otro, el Self y
el narcisismo, que desembocan en la intersubjetividad. No
podemos sino asombramos de ese movimiento generalizado
a) Lo alucinatorio
Citamos en primer lugar lo alucinatorio porque, de estas
tres ocurrencias, es la que parece estar más inmediatamen
te relacionada con alguna forma de organización psíquica.
Como ya lo hicimos notar siguiendo a César y Sára Botella,
en 1937 Freud vuelve, en «Construcciones en el análisis»,
que cabe considerar como un posfacio a «Análisis termina-
ble e interminable», al problema de la necesaria construc
ción cuando no es posible resolver la amnesia infantil y
retoman las huellas de hechos anteriores a la fijación de re
cuerdos y a la adquisición del lenguaje. Freud se apoya en
aquellos casos donde el material cobra un giro que es posi
ble asignar a lo alucinatorio. Dada nuestra propia insisten
cia en la alucinación negativa,28 nos resulta fácil reconocer
el papel que Freud atribuye a la alucinación, jalonada por
diversas etapas en su obra. En forma sucesiva, Freud se
ocupa de las alucinaciones en la paranoia, incluida en las
psiconeurosis de defensa. Luego viene La interpretación de
los sueños y, quince años más tarde, «El complemento meta-
psicológico a la doctrina de los sueños», donde declara que,
salvo algunos detalles, sueño y alucinación son idénticos.
Llega entonces al Hombre de los Lobos y a la alucinación del
28 Véase A. Green, Le travail du négatif, capítulo sobre la alucinación
negativa, Minuit, 1993.
dedo cortado, seguido de «Una perturbación del recuerdo en
la Acrópolis». Y, por último, «Construcciones». Se nota que,
si bien a partir del descubrimiento del análisis y de la pro
moción del concepto de representación, Freud tendió a res
tringir la parte que le cabe a lo alucinatorio, la teoría corres
pondiente nunca dejó de preocuparlo porque, según dice,
esta remite a una función esencial del aparato psíquico. Es
to lo llevó a concluir que los procesos primarios tienden a lo
alucinatorio. César y Sára Botella presentaron múltiples
ejemplos de alucinaciones durante la sesión, cuya existen
cia puedo confirmar. En cuanto se recostaba en el diván, un
paciente me decía: «Aquí hay olor a mierda». De más está
decir que presentaba una estructura obsesiva. Otro pacien
te oía que su madre (residente a mil kilómetros de distan
cia) lo llamaba cuando venía a sesión. Estas parecen ser co
rroboraciones de algo que ya indiqué acerca de la propiedad
del aparato psíquico de hacer existir, creándola de punta a
punta, otra realidad que se da por tan real como la otra y
hasta pretende sustituirla, como es el caso del sueño. Quie
re decir que lo alucinatorio no está ni para ser corroborado
ni para ser negado por el analista sino, ante todo, para ser
aceptado, escuchado y, en lo posible, analizado. Antes era
usual considerar la alucinación como «un retoño del instin
to» (o más bien de la pulsión). La pulsión, el fantasma de de
seo, daban nacimiento a formas deseantes alucinatorias.
Hoy sabemos que se trata de un fenómeno mucho más com
plejo, asentado probablemente en una alucinación negativa
antes de que esta se vea recubierta por una alucinación po
sitiva. Sólo nos resta remitir al lector a nuestros trabajos (El
trabajo de lo negativo) para mostrar la importancia de un
concepto que estuvo presente desde los albores del psico
análisis, durante el período de la hipnosis, y que desapa
reció progresivamente con la invención del método psico-
analítico.
b) La actuación
En repetidas oportunidades mostré hasta qué punto el
problema de la actuación, que viene en lugar de la rememo
ración, llevó a Freud no sólo a un callejón sin salida, sino a
una revisión desgarradora. En mi criterio, ese es el princi
pal motivo de la mutación que condujo a la última teoría de
las pulsiones y a la creación de la última tópica. En efecto,
sostengo que la primera tópica está centrada por las repre
sentaciones (y el afecto) y se inspira en el modelo metapsi-
cológico del sueño (capítulo VII). La desaparición de la re
ferencia a la representación (consciente-preconsciente-in-
consciente) en las definiciones del ello, y su reemplazo por
las mociones pulsionales que lo componen y que tienden a la
descarga, constituyen modificaciones en cuyo centro pode
mos situar, casi automáticamente, a la actuación. Y si ya en
1914 Freud nos propone la fórmula emblemática: «El pa
ciente actúa en lugar de recordar», es porque, desde esa mis
ma época, entre seis y nueve años antes de los últimos cam
bios teóricos decisivos, la actuación se va imponiendo cada
vez más como referencia para comprender el funcionamien
to del paciente, que parece preferir esa vía de liquidación en
lugar de elaborar a través de la rememoración. Según ya
hice notar, la actuación como destino pulsional desborda el
marco de la acción, y el modelo que la caracteriza puede es
tar presente incluso donde no se perciba ninguna forma de
acción, como lo demostró Bion de modo elocuente. Efectiva
mente, es imposible olvidar que el vínculo de la rememora
ción con la actuación recubre al ya existente entre la elabo
ración de las frustraciones y su resolución. Por eso, el pro
blema del acting (llamado hoy de la enacción), tan impor
tante en el psicoanálisis contemporáneo, y el de la compul
sión a la repetición como forma coercitiva (en compulsión
hay pulsión, con su cortejo de empuje y obligación imperio
sa), llevan una vez más —por si fuera necesario— el balan
cín de la teoría a su polo freudiano axiomático. Para Freud,
la pulsión es el basamento del aparato psíquico, y toda re
gresión importante, lo mismo que toda desdiferenciación
del psiquismo, vuelve a ella. Sabemos que, desde distintos
lugares, hoy se insiste en la relación de objeto, en la inter-
subjetividad o en la primacía del otro, y se critica acerba
mente la teoría freudiana de la pulsión. Se le reprocha un
biologismo excesivo e inadaptado. Pero no es seguro que los
recientes descubrimientos de la biología contemporánea
no lleguen a brindarle un aval inesperado. En realidad, en
los procesos psíquicos deben oponerse dos vías, si no tres. La
primera y fundamental es la más corta (de hecho, es un cor
tocircuito). La última es la más larga en razón del desvío irn-
puesto a la psique para que mida en plenitud las consecuen
cias de sus elecciones o de sus orientaciones coercitivas. Én
tre ambas, una vía mediana, menos corta que la más corta y
menos larga que la más larga, correspondería a lo que yo
llamo formaciones intermedias, derivadas de los procesos
primarios. No sólo debe tomarse en consideración la lon
gitud del trayecto: todavía falta preguntarse por la natu
raleza de la actuación. Hay actuaciones cuya meta es la sa
tisfacción de las pulsiones eróticas. Por riesgosas que sean,
no tienen común medida con las actuaciones movilizadas
por conductas autopunitivas o autodestructivas. Aquí, cada
cual es dueño de interpretarlas a su leal saber y entender. Y
si bien algunos círculos siguen oponiéndose salvajemente
a la idea de un funcionamiento vinculado a la pulsión de
muerte, otros hallan en estas conductas casi suicidas con
qué alimentar la reflexión sobre un tema que no debería ce
rrarse en forma tan prematura.
c) Las somatizaciones
El psicoanálisis inauguró sus descubrimientos a partir
del estudio de la conversión histérica. Esto significaba plan
tear de entrada la importancia de las relaciones entre la psi
que y el cuerpo para llegar al conocimiento del inconsciente.
Una prolífica cosecha de las investigaciones de Freud sobre
la histeria acompañó los primeros pasos del pensamiento
psicoanalítico, aunque no sin el sostén de un enfoque com
parativo que, en Freud, nunca dejó de situar los mecanis
mos de las diversas neurosis de transferencia unos con res
pecto a otros.29 Más tarde, cuando el interés por la histeria
de conversión comenzó a declinar —tal como se ve en Inhi
bición, síntoma y angustia (1926), donde apenas se la men
ciona—, nació, en una fecha que no es fácil precisar, cierta
curiosidad por las denominadas enfermedades psicosomáti-
cas. Desde sus comienzos hasta nuestros días, la historia de
la medicina psicosomática se ha mostrado muchas veces os
cura y marcada por sucesivas oleadas de autores que rele
gan a sus predecesores a un plano secundario. Mientras que
29 Véase A. Green «Névrose obsessionnelle et hystérie, leur relation chez
Freud et depuis: étude clinique, critique et structurale», Revue Frangaise
de Psychanalyse, 28 (5/6), 1964, págs. 679-716.
el papel del psiquismo en el cuadro de ciertas afecciones mé
dicas era conocido desde siempre, la nueva vía de investi
gación no tardó en sistematizarse. Cobró vuelo sobre todo
en Norteamérica, al ampliarse el conocimiento de los
factores psicológicos que interfieren en el curso de una
enfermedad. Con diversos motivos, descollaron nombres de
la talla de Flanders Dunbar y Alexander, que fue director de
la Escuela de Chicago y durante mucho tiempo un psicoana
lista clásico muy respetado. En forma esquemática, diga
mos que el interés primordial de los primeros investigado
res fue poner en paralelo determinadas constelaciones psi
cológicas y caracteriales con cuadros clínicos donde, con
frecuencia, una imagen figurada (y, por otra parte, bastante
pobre) representaba supuestamente al correspondiente psí
quico de una patología de la medicina interna. Así, el ulcero
so «se carcomía», el hipertenso estaba «híper tenso», etc.
Tiempo después, el examen de estos perfiles caracterológi-
cos llevó a criticar el ansiado paralelismo entre las configu
raciones psíquicas y los síndromes fisiológicos. Distintas
corrientes de la medicina psicosomática se repartieron el
campo de la disciplina. Junto a una corriente psicopatológi-
ca más o menos bien definida (Brisset, Sapir, Held), nació la
Escuela Psicosomática de París, cuyo director, Pierre Marty
(asistido por Michel Fain, Michel de M’Uzan y Christian
David), profundizó una concepción original que, basándose
en el psicoanálisis, defendía ideas menos simplistas y can
dorosas que las anteriores. Pierre Marty consagró su vida a
la psicosomática, y esta cobró tal lugar en su pensamiento
que en sus últimos años, y pese a que prevalecía la opinión
contraria, llegó a decir que el psicoanálisis era una rama de
la psicosomática. No es nuestro propósito resumir en pocas
palabras la extensa obra de este autor. Nos limitaremos a
citar los encabezados de algunos capítulos que el lector inte
resado podrá consultar en los textos respectivos. Entre
otras, debemos a Pierre Marty las nociones de:
— mentalización y desmentalización;
— pensamiento operatorio, más tarde llamado vida opera
toria;
— irregularidad del funcionamiento mental;
— alteración del preconsciente (el preconsciente recibe pe
ro no emite);
depresión esencial;
desorganización progresiva.30
Es difícil ingresar en los sutiles engranajes de estos me
canismos. Pero, aun así, cabe señalar en la base de todos
ellos un trastorno de la función fantasmática, que no existi
ría o, si existiera, sería de escaso valor funcional. Todo se
presenta como si el paciente psicosomático no dejara desple
garse ni las investiduras que van hacia lo inconsciente ni
las que proceden de él. Es palpable la pobreza asociativa del
discurso, y cuando se pregunta a los consultantes qué pien
san de determinado tramo de su enunciación, tras unas po
cas palabras los sujetos interrogados responden, clásica
mente: «Eso es todo». Hay una manifiesta ausencia de liber
tad psíquica. Las neurosis de carácter y las llamadas neuro
sis de comportamiento ocupan un campo notablemente ex
tenso. Con la denominación de neurosis de comportamien
to, que Marty quiere distinguir de la anterior, este último
se transforma en la instancia que conjuga la angustia y el
deseo. El mismo lo dice a través de una fórmula lapidaria:
cuando en estos pacientes buscamos el deseo, encontramos
dinero, autos y mujeres (lista que, por mi parte, hoy comple
taría con yates y también aviones). Sin olvidar las compu
tadoras. Da la impresión de que la actividad fantasmática
fuera percibida por esos sujetos como tan «peligrosa» e irra
cional que pudiera arrastrarlos a la locura. Por eso, mejor
desconfiar, sacársela de encima, y en todo caso controlarla y
refrenarla. Muchas veces, cuando no es inmediatamente
tangible, hasta el placer es objeto de limitación. Los suceso
res de Marty describieron procedimientos autocalmantes
que desempeñarían el papel correspondiente al autoerotis-
mo en las neurosis «mentalizadas». En casos como estos se
observan actitudes de extenuación encaminadas a liquidar
tensiones, en lugar de darle al psiquismo una libertad que
pueda ser fuente de satisfacción libidinal.
Tal vez estas descripciones den cierta impresión de es
quematismo si caen en manos de espíritus simplificadores
que apliquen grillas de pensamiento reductoras. Pero, en
nuestra opinión, el mayor descubrimiento de Pierre Marty
es la desorganización esencial. En ocasiones, el analista
30 P. Marty, loe. cit.
asiste a desestructuraciones progresivas de la unidad psico
somática del paciente, cuyas funciones biológicas parecen
deteriorarse con una rapidez y gravedad que no parecen
explicarse del todo por la severidad de los síntomas y disfun
ciones biológicas que presenta. Tanto la depresión esencial
como las desorganizaciones progresivas evocan nuestra
descripción de la función desobjetalizante, concepto que por
otra parte fue retomado sin dificultad por autores psicoso-
matistas (C. Smadja,31 M. Aisenstein).
Terminaremos este capítulo con dos preguntas que tal
vez sea prematuro querer contestar. La primera remite a
la especificidad de las descripciones de los especialistas
en psicosomática. ¿Debe admitirse que la originalidad de
las descripciones que proponen es patrimonio exclusivo de
los pacientes psicosomáticos? En otro texto32 demostré que
pacientes que no presentan síntomas somáticos, pero que
indudablemente son casos límite, podían mostrar muchos
rasgos pertenecientes a aquellas descripciones. Parecería
tratarse de una modalidad del trabajo de lo negativo, trans
versalmente situable en diversas afecciones que comparten
en mayor o menor grado la misma estructura. La segunda
pregunta, tan difícil como la primera, atañe a las relaciones
entre la histeria (con conversión o sin ella) y la psicosomá
tica. Si bien la teoría de Marty intentaba diferenciar am
bos cuadros, rechazando las interpretaciones de contenido
cuando se trataba de pacientes somáticos (lo cual marcaba
una ruptura con la vía trazada por la Escuela de Chicago y
todavía hoy con algunos kleinianos), creo que esta oposición
debería ser revisada. No tanto porque histeria y psicosomá
tica tendrían similar organización estructural, sino porque
se comprobaron síntomas pertenecientes a las dos series,
histérica y psicosomática, en un mismo paciente, sea en dis
tintos períodos evolutivos de su enfermedad o de su trans
ferencia, sea durante un mismo período. Nos hallamos aquí
ante el misterio de ciertas evoluciones de pacientes en aná
fisis que vinieron a curarse una neurosis y que sin que nada
lo haga prever, para gran sorpresa del analista, desarrollan
31 C. Smadja, «L’évolution de la pratique psychanalytique avec les pa-
tiens somatiques», en A. de Mijolla (dir.), Evolution de la clinique p syc h a n
alytique, Bordeaux, «L'Esprit du Temps», 2001.
32A. Green, «Du sens en psychosomatique», en Interrogations psych oso-
matiques, bajo la dirección de A. Fine y J. Shaefer, PUF, 1988.
en la cura una enfermedad con todas las letras (cáncer o
afección sistémica). Aquí debería abrirse el tratamiento de
cuestiones muy poco estudiadas pero que son apasionantes
para futuras investigaciones: por ejemplo, el campo de las
enfermedades autoinmunes. No por casualidad citamos
afecciones que plantean, en psicoanálisis, el problema de los
efectos atribuibles a la hipotética pulsión de muerte.
De todas maneras, el interés suscitado en Francia por el
pensamiento y los desarrollos de Pierre Marty convierte a la
psicosomática en una disciplina de pleno derecho; disciplina
más valiosa aún por colaborar con los psicoanalistas en la
tarea de definir un campo original de problemas caracteri
zado por mecanismos singulares, diferentes de los que pre
sentan las neurosis.
Este es el momento de señalar una confusión surgida del
propio Pierre Marty. Analista de formación clásica, desde
sus tempranas épocas de clinicat* en Sainte-Anne se orien
tó hacia terrenos donde los médicos pedían información a
quienes conocían bien los mecanismos mentales. Pierre
Marty, que por entonces ignoraba las producciones de la
escuela inglesa, fue impactado por las diferencias entre lo
qae se conocía del funcionamiento de las neurosis y lo que se
ofrecía a la comprensión de la investigación psicosomática.
Es legítimo oponer lo que se comprueba en pacientes somá
ticos a lo que se sabe de las neurosis. Y también se justifica
poner en perspectiva las estructuras no neuróticas con las
¡que se desprenden de la psicosomática. Además, considero
que las estructuras psicosomáticas son una parte del terre
no agrupado bajo el título de estructuras no neuróticas.
Aquí nos esperan y merecen proseguirse las comparaciones
más fructíferas. Por ejemplo, cuando habla de estructuras
nial mentalizadas y hasta desmentalízadas, Marty no pare-
ce sospechar que estas últimas se asemejan mucho a lo que
describen quienes se interesan en los casos límite. Tal vez
sea oportuno recordar ciertos hechos sorprendentes hasta
para los propios psicosomatistas, como por ejemplo el pa
rentesco observable entre el mecanismo forclusivo de la psi
cosis y la mentalización más o menos deficitaria de la psico-
Se le llama clinicat, en Francia, a un contrato de duración determina
da por el que el médico presta servicios en un hospital universitario, tanto
de atención de pacientes como de enseñanza e investigación. (N. de la T.)
somatosis. No dudo de que un campo de investigaciones
fructífero nos llevará a comparar en forma cada vez más es-
trecha y precisa el funcionamiento psicótico y el funciona
miento psicosomático.
1. Espacio(s)
En 1970, Serge Viderman publicaba La construction de
l’espace analytique.1 El título hacía referencia a una fioción
poco usual en esa época, y por otra parte el contenido abor
daba sólo en forma sucinta lo que el título anunciaba. En
Venfant de Qa,2 libro que escribí en colaboración con Jean-
Luc Donnet en 1973, propuse una teoría de los espacios psí
quicos, queriendo significar que cada instancia era correla
tiva de un espacio propio. Si bien, en general, el concepto de
objeto tuvo un largo desarrollo en psicoanálisis, quizá no se
le prestó la necesaria atención al hecho de que las caracte
rísticas de un objeto deben ponerse en relación con el espa
cio del que este forma parte. De todas maneras, Freud no re
currió a ese tipo de expresión, que sólo será usada a gran es
cala por el pensamiento psicoanalítico contemporáneo. En
nuestros días, ya no es necesario explicarse demasiado para
decir a qué se está aludiendo. También tuve oportunidad de
hacer notar que la teoría psicoanalítica elaboró mucho el
concepto de espacio, mientras que su reflexión no exhibe
tanta riqueza cuando aborda la cuestión del tiempo. Para
Kant, espacio y tiempo son formas a priori del conocimiento
sensible, cuya legitimidad fue criticada por Freud. Por otra
parte, su objeto no estaba referido a la conciencia sino al in
consciente, que no posee la noción del tiempo. Ahora bien, si
tomamos en consideración, no la conciencia ni tampoco el
inconsciente, sino el aparato psíquico, nos damos cuenta de
que es necesario ocuparse del espacio y de la temporalidad,
que remiten a concepciones propias del psicoanálisis.
En un principio, el interés de Freud recayó sobre todo en
el espacio del sueño. Esta fue una opción deliberada. Preci-
1S. Viderman, La construction de l’espace analytique, Denoél, 1970.
2 J.-L. Donnet y A. Green, L’enfant de Qa. Pour intraduire la psychose
Manche, Minuit, 1973.
sámente porque quería traspasar el misterio de la neurosis
analizando los síntomas que ofrecía la clínica psicoana-
lítica, Freud, interesado en determinar lo que correspondía
respectivamente a la conciencia y al inconsciente, se encon
tró con que había interferencias entre ambos. Por esa razón
decidió encerrarse en su propio adormecimiento, de manera
de eliminar todo aporte del mundo externo y de la concien
cia, y dejarle el campo lo más libre posible al mundo interno
y al inconsciente. Todos los primeros pasos de Freud fueron
guiados por la oposición entre el mundo de las representa
ciones y el de las percepciones. Las primeras pueden ser o
bien conscientes o bien inconscientes, mientras que las se
gundas pertenecen únicamente a la conciencia. Una repre
sentación inconsciente puede ser puesta en relación con una
representación consciente, y hay un medio útil para compa
rar la índole de unas y otras. Es sabido que Freud opuso el
sistema de las representaciones de cosa en tanto asociadas
a las representaciones de palabra que les corresponden,
para definir la representación consciente, mientras que la
representación inconsciente estaba formada únicamente;
por representaciones de cosa. Unas y otras forman parte del
mundo interno. Este se divide en dos partes de desigual im
portancia: aquella, relativamente restringida, de la con
ciencia y aquella otra, mucho más considerable, del incons
ciente. El mundo externo es el que nos resulta accesible por
medio de las percepciones suministradas por los órganos
de los sentidos. Esta descripción elemental puede hacerse
todavía más inteligible a través del modelo que propusimos
del doble límite (1982).3 En dicho modelo, el adentro y el
afuera están separados por una división vertical, mientras
que el adentro se divide en espacio consciente y espacio in
consciente. Tal es la fórmula esquematizada que permite
ensamblar las partes constitutivas de una teoría de los es
pacios psíquicos en la primera tópica. Sin embargo, esta cé
lula elemental debe ser completada.
En lo concerniente al mundo externo, Freud omitió dis
tinguir la parte que les cabe a los objetos primarios. Estos,
cuyo estatuto externo de no-yo es innegable aun cuando no
sea el único, deben ser individualizados como tales entre la
3 A. Green, «La double limite», reproducido en La folie privée, Galli-
mard, 1990. [«El doble límite», en De locuras privadas, Amorrortu 1990.3
multitud de objetos del mundo externo. Tendrán así su co
rrespondiente bajo la forma de representación de los objetos
externos en la psique (en los niveles consciente e inconscien
te). En lo que concierne al mundo interno, aquí es necesario
completar el cuadro que hemos dado. El piso consciente y el
piso del inconsciente están separados por un límite horizon
tal. De hecho, se trata menos de un límite que de una zona
■tapón de considerable importancia, puesto que se trata del
preconsciente. La naturaleza de este último es tan proble
mática como interesante. Desde el punto de vista de su
estructura, el preconsciente está ligado a lo consciente (se
habla de sistema Cs-Pcs), pero también puede vinculárselo
al inconsciente: es la parte del inconsciente susceptible de
volverse consciente. Sea como fuere, es una zona de inter
cambios, activa, que hace circular las investiduras y las
huellas mnémicas de un lado y otro de esa zona fronteriza,
y que además da cabida a procesos de transformación don
de el lenguaje cumple un papel relevante. Observemos al
pasar que una importante fracción del yo pertenece al pre
consciente. Como dijimos tantas veces, la primera tópica,
que implica espacios psíquicos diferentemente estructu
rados, sigue estando organizada en torno de la referencia a
la conciencia (consciente-preco/iscie/ite-inconsciente). Esta
ya es una concepción implícita de la negatividad, dado que,
de estas tres instancias, una es positiva, la segunda es nega
tiva pero capaz ,de ser positivizada, y la tercera es negativa
sin. posibilidad de ser positivizada. Es que, haciendo girar
esas instancias en torno del eje de la conciencia, aun cuando
el inconsciente difiera de esta en virtud de su régimen de
funcionamiento, se observa cierta unidad que las vincula
entre sí. Esto está claro en lo que concierne a las representa
ciones. Ya hemos visto que las modalidades representativas
no se limitan al par representación de cosa-representación
de palabra. La controversia sobre si es legítimo hablar de
afectos inconscientes sigue en pie. Lo único seguro es que
cuando Freud siente necesidad de superar esa primera tópi
ca y proponer otra, modifica al mismo tiempo las relaciones
entre las instancias. Es ahí cuando introduce las pulsiones
en el aparato psíquico. En el momento de hablar del ello
abunda en metáforas para dar una idea del mundo que ha
bita en este. Se sabe de las célebres y un poco ingenuas com
paraciones con el caldero hirviente (¡el caldo de las brujas de
Macbeth!), siempre agitado por pulsiones en busca de des
carga. En otros términos: por pulsiones que no disponen de
un espacio de elaboración. Ahí es cuando Freud agrega que
todo cuanto sabemos del ello sólo podemos imaginarlo por
vía de una comparación que negativizaría todo lo que sabe
mos del yo, que es mucho más accesible a la investigación.
No es muy útil hacer un catálogo de las funciones del yo. Lo
que queremos subrayar sobre todo es que, a diferencia del
ello, el yo sí ofrece a las pulsiones un espacio de elaboración.
Tengamos presente que, para Freud, el yo es la parte del ello
que se diferenció después de haber tomado contacto con el
mundo externo. Y es también la posibilidad de diferir la des
carga, la actividad de ligazón, el trabajo sobre las represen
taciones lo que les da un acceso a la racionalidad por vía de
la relación causa-consecuencia, el control de la motricidad,
la posibilidad de postergar, etc. Aun así, nunca subrayare
mos como corresponde la insistencia de Freud, cuando for
mula la segunda tópica, en la importancia de la inconcien-
cia de gran parte del yo. Inconciencia que, como ya demos
tramos, es más del continente que de los contenidos.
Sin duda, la estructura más compleja en términos espa
ciales es la del superyó. Primero a causa de su doble natu
raleza, arraigada en el ello y producto de una división del
yo. Cualquier interesado en los efectos patológicos del su
peryó tiene claro que, en ocasiones, este revela tal crueldad
que se hace inevitable pensar sus fuentes muy vinculadas
al ello. Pero, además, el rol de la identificación nos remite a
una problemática surgida de la división del yo: una parte es
tá consagrada a la investidura de un objeto, mientras que la
otra sufre la alteración que implica la identificación. Tres
observaciones de Freud deben ser aquí recordadas. La pri
mera indica que el superyó del niño se construye por identi
ficación, no con el yo, sino con el superyó de los padres. La
segunda presta una atención particular a los procesos de
elaboración interna que darán lugar al establecimiento de
una instancia impersonal (por lo tanto, separada de los obje
tos parentales primarios) que remite a un sistema de valo
res éticos. La tercera, pero no la menos importante, es que el
superyó cumple el papel de una potencia protectora del des
tino. Cuando el individuo se siente abandonado por esa po
tencia protectora, cabe temer una amenaza de suicidio. Esto
va de la veleidad al intento y al pasaje al acto exitoso. Cuide-
monos de hablar demasiado pronto de chantaje. La estruc
tura compleja y ambigua del superyó puede hacer ver en él
una instancia casi persecutoria que exige siempre nuevos
sacrificios respecto de la satisfacción pulsional, pero, para
dójicamente, también protectora, que vela por la salvaguar
da de la vida. Se entiende entonces cuán difícil es imaginar
el régimen de los intercambios que podrían definir un espa
cio del superyó. Parece bien evidente que el superyó supera
los límites del individuo (ya es el, caso cuando se trata de la
identificación con el superyó de los padres); se prolonga al
espacio cultural, guardián de los valores de un grupo social
dado y, más allá, de una civilización. De ese modo, superyó
individual y valor cultural no están en relaciones estancas
que los aíslen a uno de otro; en realidad, se estimulan entre
sí y potencian las fuerzas que los animan. Cornelius Casto-
riadis extendió en forma útil las observaciones iniciales de
Freud sobre este punto.4Aquí, lo mismo que en lo referente
al yo, la cuestión de la ligazón entre las representaciones y
sus correlatos energéticos está en primer plano. La traición
de las normas culturales es un agobio, un duelo. Pero, mu
cho más que en el caso del yo, en este punto cabe agregar
que los procesos de ligazón ligan también la agresividad,
para metabolizar sus rebrotes y convertirlos en comporta
mientos socialmente aceptables, o incluso valorados por la
sociedad, estableciendo al mismo tiempo, en su sistema éti
co, lazos metafóricos mantenidos por la cultura. Desde lue
go, aquí se plantean las relaciones entre lo que es la reali
dad social y la forma en que esta desea aparecer a través
délas manifestaciones que ella valora, manifestaciones sos
tenidas por una ideología constantemente preservada y
tenida por representativa de las creencias que comparte la
colectividad.
Una de las elaboraciones más notables de las transfor
maciones del superyó atañe a la constitución de la alteri-
dad. En efecto, el Otro parece estar en la raíz de todo siste
ma ético. Es sabido que, en algunas teorizaciones psicoana-
líticas (Lacan, Laplanche), este concepto reviste una impor
tancia central, a punto tal de relegar a un rango secunda
rio los conceptos freudianos que no lo tienen demasiado en
cuenta.
4 C. Castoriadis, Figures du pensable, París: Le Seuil, 1999.
Se entiende que una teoría de los espacios lleve a articu
lar aquí diversos tipos de espacialidad, desde aquella cuyo
margen de maniobra —digamos, la «respiración» de las
fuerzas que la habitan— es el más reducido, hasta el campo
prácticamente ilimitado de la cultura, fijada por una tradi
ción que le permite enriquecerse y, sobre todo, interiorizarse
para formar parte de los elementos más fundamentales de
la vida psíquica de un individuo y de su relación con las ge
neraciones que lo preceden y con las que le seguirán.
2. Tiempo(s)
Es curiosa la historia del tratamiento que el psicoaná
lisis dispensó a la temporalidad. Se desenvuelve en dos pe
ríodos. El primero transcurre a ío largo de la obra de Freud
y, desde que empieza hasta que termina, se lo puede carac
terizar por un enriquecimiento y una complejización cre
cientes. El segundo comienza tras la muerte de Freud, aun
que en realidad ya había arrancado en 1924, antes de su
muerte, y se prolonga hasta nuestros días. Contrariamente
al anterior, donde Freud iba siempre en busca de mayor
complejidad, en este se tiene la sensación de que, cuanto
más pasa el tiempo, más se degrada la riqueza del pensa
miento freudiano y más se crea un consenso simplificador
que pretende reducir la temporalidad a un mínimo común
denominador marcado por la hegemonía del punto de vista
genético. Este último, aunque siempre estuvo presente en
la obra de Freud, nunca fue otra cosa que uno de los compo
nentes de un problema mucho más complicado, y que pone
en dificultades al analista a la hora de interpretar el mate
rial relativo al pasado y a la historia del paciente.5Antes de
entrar en detalles, podemos observar que el tratamiento de
la historia y del pasado fue objeto de decepciones y condujo a
los analistas a la práctica exclusiva de interpretaciones del
here and now (aquí y ahora), propias de la escuela inglesa, y
destinadas a darle importancia excluyente a la actualidad
de lo que sucede durante la sesión. Por mi parte, no creo que
5 Remitimos al lector a dos obras en las que hemos tratado este proble
ma: La diachronie en psychanalyse y Le temps éclaté, Minuit, 2001.
esa pérdida de confianza en las interpretaciones relativas al
pasado sea un ejemplo a seguir. Son varias las razones que
me parecen apoyar esta posición. Primero porque, al alter
nar las interpretaciones referidas a lo actual con las que re
miten al pasado, aunque sea hipotético y aleatorio, se le im
ponen al análisis vaivenes entre lo que ocurre hic et nunc y
eso otro que, supuestamente, pasó hace tiempo y alo lejos.
Además, es frecuente que las interpretaciones hic et nunc se
relacionen con una concepción de la cura en la cual un pa
sado muy lejano, que a menudo se remonta a los dos prime
ros años de vida, es vivido como un presente. En opinión de
los kleinianos, esto debe entenderse como una resurgencia
del primer período de la vida (véanse las memories in feeling
de Melanie Klein). A mi juicio, esta visión es utópica. Todo
material, cualquiera sea, comporta, como ya Freud lo había
mostrado a propósito de los recuerdos encubridores, ele-
■mentos pertenecientes a diferentes capas del pasado que
se entremezclan y son remodelados por una elaboración se
cundaria cuando salen a la superficie en el material. Del
mismo modo, no me parece legítimo interpretar un material
• en relación con períodos relativamente tardíos del desarro-
; lio (período del complejo de Edipo, e incluso adolescencia)
como una defensa relacionada con lo que pueda imaginarse
de fijaciones anteriores, a veces originarias. Esto nos lleva a
recordar la gran decepción que sufrió Freud en 1937 cuando
debió admitir que era utópico el total levantamiento de la
amnesia infantil. De ahí el interés que volcó en las reminis
cencias alucinatorias, interpretadas por él como la traduc
ción de manifestaciones del retorno de un pasado pertene
ciente al período en que era imposible registrar recuerdos,
dados el carácter precoz de los traumas y la ausencia de un
lenguaje que posibilitara fijarlos en forma de tales, durante
la época en que fueron vividos. Como vamos a ver, el punto
de vista de Freud sobre la temporalidad se formó por una
acumulación de mecanismos de distinto tipo. Sin embargo,
r con el interés de Melanie Klein por los mecanismos de la
primera infancia, se afirmó el predominio de lo que la auto
ra consideraba comprensible desde un punto de vista «ge
nético». Pero sus observaciones no fueron aceptadas por
l°s adversarios de su movimiento, y muy en particular por
la escuela norteamericana, que corrió en ayuda de Anna
.^reud. Por eso propusieron construir lo que ellos entendían
como una «verdadera» concepción genética, fundada en la
observación y encaminada a restringir la parte de especula
ción fantasmagórica de la que, según ellos, abusaba Mela-
nie Klein sin aportar pruebas de sus afirmaciones.
Por mi parte, defenderé la opinión de que las hipótesis
freudianas siguen siendo útiles, pero que algunas de ellas
deben entenderse con relación a distintas categorías de
pacientes y a diversos tipos de funcionamiento mental. Sin
duda, una vez más, la presencia creciente de estructuras no
neuróticas en el diván de los analistas fue lo que perturbó la
homogeneidad de antaño, reemplazándola por un polimor
fismo de expresiones abigarradas.
¡
jble. En el inconsciente, los anhelos no atañen a las cosas
ie deseamos ver llegar, sino a aquellas que, a través de sus
presentaciones, cobran la forma de anhelos ya cumplidos.
do esto necesita de una organización psíquica compleja
te ños haga aptos para ligar juntos anhelos por cumplir y
i ya cumplidos, según un sentido muy específico y que les
imita ser investidos, preservados y almacenados, estan-
a la vez siempre disponibles en el momento en que haga
Ita recurrir a ellos para sostener eso que está vivo en el in-
riduo, en su mundo interno, con el fin de ayudarlo a en-
jntar las dificultades de la vida. Nostalgia.
I
sta influencia que ejercía la ilusión en la vida psíquica,
^rayando en particular sus aspectos negativos e invitán-
njos a analizarlos. Es decir, invitándonos a disolverla para
mentar en su lugar la soberanía de la razón. Pero Winnicott
>smostró la importancia que reviste la ilusión para un sa-
>desarrollo del psiquismo. Aceptar la desilusión implica
ie en un principio nos hayamos ilusionado, y tener ilusio-
ís es una etapa necesaria de nuestro desarrollo. Cuando
en él falta ilusión, puede que un despertar demasiado pre
coz a la realidad le cause serios daños.
La compulsión a la repetición es de distinto género. Aquí
no sólo persisten en nuestro espíritu anhelos o fantasmas
infantiles que nunca desaparecieron, sino el poder de actúa-
lizar configuraciones más o menos completas que son libe
radas y repetidas sin fin, como para darles una realidad
tangible. La actualización cobra forma de acting out en el
psiquismo. Todo analista ha experimentado la desesperan
te esterilidad de esas interminables repeticiones en algunos
pacientes, pese a un trabajo analítico intenso.
¿Se trata de una forma de intemporalidad? En princi
pio, podría decirse que sí. Salvo que, en realidad, es todo lo
contrario. La intemporalidad supone que la esperanza de
realización de un anhelo o fantasma está siempre lista para
servir si las circunstancias lo reclaman. Por ejemplo, cuan
do sobrevienen frustraciones demasiado importantes. Esto
puede observarse en el nivel de las formaciones del incons
ciente, cuya función es sostenerlas. Se debería recordar que
la intemporalidad del inconsciente concierne a hechos posi
tivos, deseables, esperados. En cambio, la compulsión a la
repetición no es sólo una ignorancia del tiempo, o incluso
una negativa a admitir las limitaciones que la razón y la ex
periencia nos fuerzan a aceptar. No se trata de una rebelión
contra los límites de nuestra omnipotencia y contra las di- j
ficultades derivadas de la imposibilidad. Es, de hecho, una %
renegación del tiempo. En la intemporalidad del inconscien
te, el mundo sigue andando. Somos nosotros los que perma
necemos eternamente jóvenes y fijados a las ilusiones de
nuestra juventud. En la compulsión a la repetición, no sólo
nos negamos a crecer sino que tenemos el fantasma loco de
que podemos detener la marcha del tiempo. No se trata úni
camente de que nos aferremos a las ilusiones de nuestra in
fancia. Es como si, queriendo frenar su curso, procediéra
mos a un asesinato del tiempo. La idea de asesinato bien po
dría adelantarse a nuestras intuiciones sobre la pulsión de
muerte. Aun cuando no creamos en el concepto de Freud,
primero y ante todo debemos admitir la presencia de fuer
zas destructivas que atentan contra el psiquismo del sujeto y
también contra la representación que tenemos de los de
más. Pero aquí hay una paradoja: la destrucción destruye la
representación de los objetos que odiamos y también destru-
ye los procesos temporales vinculados a ellos. Así, procedien
do a la destrucción de los procesos temporales y realizando
jos anhelos de muerte dirigidos a los objetos que odiamos, el
tiempo coagulado, inmovilizado y petrificado que resulta de
todo eso coarta en el psiquismo la idea de la muerte de esos
objetos. El objeto es odiado, pero su amor y su presencia si
guen siendo de importancia vital. Es por eso que la muerte
del objeto debe ser buscada y al mismo tiempo conjurada.
La única manera de satisfacer exigencias tan contradicto
rias es congelar la experiencia del tiempo y negar los fantas
mas que le están ligados.
La diferencia entre la intemporalidad y la renegación del
tiempo parece coincidir con la prevalencia del Eros en el pri
mer caso y de las pulsiones destructivas en el segundo.
3. Ligazón y reconocimiento
Es posible que haya un concepto capaz de ayudamos a
superar las diferencias entre la experiencia del tiempo, la
intemporalidad y la compulsión a la repetición. Siguiendo
a Freud, propongo la hipótesis de una ligazón. Con la expe
riencia del tiempo (pasado, presente, futuro), la secuencia
Orientada implica sumisión a la flecha del tiempo: del pasa
do al futuro^ del nacimiento a la muerte. En el medio, nues
tro presente, es decir, nuestra presencia en el mundo. En la
intemporalidad falta esta secuencia, aunque se la requiera
hasta para constituir un simple anhelo. Ahora bien, aun
cuando la secuencia esté en el inconsciente, algunos ele-
■mentos deberán ser mínimamente reagrupados, reunidos y
organizados. Esto es verdad para las operaciones más sim
ples del psiquismo, así como para las reacciones más primi
tivas del sujeto. «Al principio» podemos suponer que no esté
disponible ninguna secuencia completa. Pero, incluso no
habiendo una secuencia completa, para formar un sentido
se establece una forma mínima de sucesión, en cuya ausen
cia no se percibe sentido alguno. Más tarde, el diálogo anu
dará dos o más secuencias. En esta perspectiva, sostengo
que, en vez de oponer la teoría de las pulsiones y la teoría de
las relaciones de objeto, debería admitirse una estructura
organizadora que combine en los dos sentidos los efectos re
cíprocos de las pulsiones y los objetos. Finalmente, en la
compulsión a la repetición podemos ver que la secuencia
siempre está en peligro, como si hubiera nacido muerta. El
conflicto parece situarse entre la posibilidad de mantener y
desarrollar los vínculos en una secuencia de secuencias que
enriquezca el sentido presentándolo, con todos sus matices,
detalles, correlaciones y contradicciones, y por otro lado la
posibilidad de salirles al paso a concatenaciones de todo tipo
(pulsiones, representaciones de cosa, afectos, representa
ciones de palabra, representación de la realidad, etc.), extin
guiéndose allí mismo la secuencia. En una estructura nor
malmente evolutiva, la tarea del psiquismo parece consistir
en diversificar las proposiciones centrales (incluyendo en
ellas hasta sus oposiciones internas), con el fin de reflejar su
propia complejidad al dar cuenta de una experiencia re
lacionada con el mundo externo, y, sobre todo, en el caso de
la experiencia psíquica misma. Entonces, ¿cuándo se hace
realmente efectiva la experiencia del tiempo? Propongo con
siderar el papel que cumplen los procesos de reconocimiento.
Con el reconocimiento, la experiencia del tiempo no sólo co-:
noce lo que debe conocerse, sino también la existencia de un
objeto o de un sentido, y se vuelve capaz de conocerse a sí
misma.
Redescubrir es re-encontrar. Freud dijo que, según el
principio de realidad, nosotros no encontramos un objeto: lo
reencontramos. Entonces, seguramente, con la existencia
de esta segunda visión, se ve implicada una visión anterior
y también debe intervenir una separación en el seno del
tiempo.
Para concluir, introduciré aquí la idea de causalidad. Di
ré así que construir una relación causal supone una secuen
cia bien conocida: «si. .. entonces». En este aspecto, el psico
análisis se encuentra en una posición particularmente fa
vorable, puesto que ninguna otra disciplina ha desarrollado
tanto el campo del «si», cuyas posibilidades son infinitas.
Del mismo modo, el entonces del psicoanálisis abrió nuevas
sendas a la causalidad psíquica, sendas que la ciencia había
dejado de lado pero que conocieron grandes desarrollos en el
dominio del arte. Tal vez la especificidad del psicoanálisis
esté en situarse entre ambos, pero con un estatuto original
que debemos preservar a cualquier precio.
5. Configuraciones de la terceridad
1. El tercero analítico
«La condición necesaria y suficiente para que se esta
blezca una relación es que haya dos términos. Esta simple
comprobación tiene muchas implicaciones. Instaura a la
pareja como mía referencia teórica más fecunda que todas
aquellas que toman por base la unidad. Si reflexionamos
más en profundidad sobre las implicaciones de esta duali
dad fundamental como condición de producción de un ter
cero, encontraremos aquí el fundamento de la actividad
simbólica».2 Al ir desarrollando este pensamiento, recorda
ba en ese mismo texto mi descripción de los procesos tercia
rios. 3
En 1975, en otro trabajo referido al objeto en el psicoaná
lisis, expresé: «El objeto analítico no es ni interno (al anali
zante o al analista) ni externo (a uno o a otro), sino que está
entre ellos».4 Frase de evidente inspiración winnicottiana.
En realidad, hice la hipótesis de una triangulación primiti
va que incluso existe en el propio núcleo de los denominados
intercambios duales entre madre e hijo. Con eso indicaba el
lugar del padre, aunque no como persona distinta, que to
davía no es en los primerísimos momentos de la vida. Sin
embargo, el padre existe según la forma que adquiera su
presencia en el espíritu de la madre.5 Esta concepción está
directamente relacionada con la simbolización. La defini
ción clásica de símbolo es la de «objeto cortado en dos que
constituye un signo de reconocimiento cuando los porta
dores pueden unir ambas partes» (diccionario Le Robert).
2A. Green, versión francesa de mi clase inaugural en la Freud Memorial
Chair (University College, Londres), 1979, retomado en La folie, príuée,
Gallimard, 1990, págs. 42-3.
3A. Green «Note sur les processus tertiaires», en Propédeutique, La mé-
tapsychologie revisitée (Annexe D), Champ Vallon, 1995 (Ia edición 1972).
4A. Green, «La psychanalyse, son objet, son avenir», ibid. (cap. VII), pág.
201.
5 A. Green «L’analyste, la symbolisation et l’absence dans le cadre
analytique», en La folie privée, Gallimard, 1990, cap. II (Ia edición 1975).
Hay, cabalmente, tres objetos: los dos trozos separados y
el objeto correspondiente a su reunión. En la sesión, el obje
to analítico es como ese tercer objeto, producto de la reunión
de aquellos constituidos por el analizante y el analista.
Fundándose en estas ideas, T. Ogden creó el concepto de
analytic third6 (el tercero analítico), utilizado por el autor
para comprender los fenómenos que tienen lugar durante la
sesión.
3. El Edipo
Cualquier conocedor de la obra freudiana habrá notado
que las primeras intuiciones de Freud acerca del Edipo da
tan de 1897. Podemos inclusive remontarnos al viaje que
realizó a París en 1885 y ver la impresión que le causó la
puesta de Edipo Rey por parte de la Comédie Frangaise, con
Mounet Sully en el rol protagónico. De ir aun más atrás, el
biógrafo observaría que, mientras cursaba el bachillerato,
Freud tuvo que traducir algunos versos de la obra para el
examen final. Estos apuntes anecdóticos tienen el único in
terés de reflejar que, en comparación con la cultura de su
tiempo (la cultura y no las costumbres), Freud ya estaba
sensibilizado para recibir lo que más tarde surgiría del ma
terial de sus pacientes, así como para atribuir especial im
portancia al complejo de Edipo. Ya he tenido ocasión de ha-
cer notar la desusada distancia que separa las primeras in
tuiciones de 1897 de su teorización completa (pero breve) en
1923. Sin embargo, el lector reconocerá igualmente que
entre 1897 y 1923, Freud tampoco hace silencio sobre el te
ma, desde La interpretación de los sueños hasta las descrip
ciones de sus cinco grandes historiales clínicos. Así lo prue
ban las observaciones que acompañan a cada uno de ellos.
Hay, pues, una larga latencia, interrumpida de tanto en
tanto por iluminaciones parciales que lo llevan a dar verda
dera forma a la teoría del Edipo sólo tras haber madurado
sus ideas. Siempre me pareció que, hasta sentirse listo para
formular una teoría sobre la cuestión, Freud necesitó argu
mentos que fueran más allá de lo que revelaban las observa
ciones, harto elocuentes, sin embargo, de las costumbres de
su época y de la patología. Quería disponer de una fuente de
reflexión, y la buscó en las culturas antiguas y aun mucho
más atrás. Y fue Grecia la encargada de brindarle la revela
ción decisiva. Tenemos poco espacio para señalar la impor
tancia de la cultura en Freud, y la marcada preeminencia
de la cultura griega, mayor aún que la judía, y tal vez en un
nivel equivalente a la cultura germánica. Es posible que la
simpatía que le despertaba Grecia se debiera a que no esta
ba marcada por el cristianismo (ni por el antisemitismo).:
Pero seguramente hay algo más: la religión griega no era
dogmática, había libertad para creer o no creer, lo cual para
él fue sin duda muy importante en el desarrollo de su curio
sidad intelectual.9 Sea como fuere, más allá de la civiliza
ción griega, Freud se interesó en el estudio de las denomi
nadas sociedades primitivas, porque, según pensaba, po
dían darnos, aun aproximadamente, una idea de etapas
muy remotas de la humanidad. Se sabe, porque él mismo lo
dice, que no es así. Es en Tótem y tabú donde el Edipo está
muy presente. Mucho más tarde, llegado ya al estudio de la
psicología de las masas y el análisis del yo, trata indirecta
mente la relación con el padre de la horda primitiva a través
de la figura del líder. Luego, el Urvater y el Vaterkomplex se
reunirían en Moisés y la religión monoteísta.
Será en 1923, con El yo y el ello, cuando Freud dará la
primera versión un poco detallada —y prácticamente la
9 A. Green, «Ofedipe, Freud et nous», en La déliaison, París: Les Bellas
Lettres, 1992.
única— de su concepción del Edipo. Vale la pena citar el pa
saje, que cabe en pocas líneas: «Uno tiene la impresión de
que el complejo de Edipo simple no es, en modo alguno, el
más frecuente, sino que corresponde a una simplificación o
esquematización que, por lo demás, a menudo se justifica
suficientemente en la práctica. Una indagación más a fondo
pone en descubierto, las más de las veces, el complejo de
, Edipo más completo, que es uno duplicado, positivo y nega
tivo, dependiente de la bisexualidad originaria del niño. Es
decir que el varoncito no posee sólo una actitud ambivalente
hacia el padre, y una elección tierna de objeto en favor de la
"madre, sino que se comporta también, simultáneamente,
como una niña: muestra la actitud femenina tierna hacia el
padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la
madre».10 No cabe más que sorprenderse de una formula
ción que parece nacida, antes de tiempo, de una pluma es-
tructuralista.
Más adelante, Freud habría de ampliar esta concepción
eon su hipótesis de que el Edipo podría englobar todo lo con
cerniente a la relación del niño con los padres. Esta am-
; pliación muestra a un Freud consciente de que el comple-
1jo de Edipo no podía quedar encerrado entre los límites de
■una fase de la sexualidad infantil, por importante que esta
fuera. Además, también se debe pensar en el Edipo después
del Edipo, es decir, en todo lo referido a la génesis del su
peryó por identificación y sus efectos en las relaciones intra
e intersistémicas. En un antiguo trabajo11 mostré que hoy
debemos mirar al Edipo desde otro ángulo. Si bien Lacan
peleó para hacer reconocer que el Edipo no se limitaba al
complejo de Edipo de la sexualidad infantil y, basándose
venios trabajos antropológicos de C. Lévi-Strauss, que debía
considerárselo una estructura, creo que no podemos que
darnos ahí. En efecto, pienso que el Edipo, histórico y estruc
tural, debe considerarse además un modelo del que sólo co
nocemos aproximaciones. De paso señalemos que ni la pa-
tología más aguda nos enfrenta nunca a situaciones tan
extremas como las que narra la tragedia. Me refiero a la
combinación de parricidio, incesto y procreación de hijos
i.- 10 S. Freud «Le moi et le ?a», en Essais de psychanalyse, «Petite Biblio-
théque Payot», 1985, pág. 245.
11 Véase A. Green, «Cfedipe, Freud et nous», en La déliaison, Les Belles
Lettres, 1992.
incestuosos. En el mejor de los casos —o en el peor— pode
mos presenciar algunos aspectos de este conjunto, pero no
conozco ejemplos donde la tragedia edípica se vea ilustrada
en lo real. Para mayores detalles, remitimos al lector a
nuestro trabajo12 sobre el tema.
Haremos notar solamente que este modelo está menos
representado por un triángulo cerrado que por un triángulo
abierto. En efecto, si bien hay una relación completa entre
los padres y una relación pulsional de meta inhibida entre
madre e hijo, esta relación no tiene equivalente entre el pa
dre y este. Y así llegamos a una observación capital: de los
tres polos de esta triangulación, la madre es la única en te
ner una relación carnal con los otros dos, padre e hijo, aun
cuando dicha relación difiera en su expresión. Pienso que
parte de las complicaciones de la sexualidad femenina tiene
su origen aquí. Freud puso las cosas perfectamente en su lu
gar en el capítulo VII de Psicología de las masas y análisis
del yo, donde escribe: «[El varoncito] muestra entonces dos
lazos psicológicamente diversos: con la madre, una directa
investidura sexual de objeto; con el padre, una identifica
ción que lo toma por modelo. Ambos coexisten un tiempo,
sin influirse ni perturbarse entre sí. Pero la unificación de
la vida anímica avanza sin cesar, y a consecuencia de ella
ambos lazos confluyen a la postre, y por esa confluencia na
ce el complejo de Edipo normad».
s
IY
4. Las instancias
No nos extenderemos sobre un tema ya ampliamente
analizado en capítulos anteriores. Sin embargo, ya se trate
del modelo de la primera como de la segunda tópica, la si
tuación se presenta en tres términos. Hicimos notar las di
ferencias entre la primera tópica, centrada en torno de la
conciencia, que es más homogénea y además no les da aún
cabida a las pulsiones, y la segunda, que en ese plano pone
las cosas en su sitio. De todas maneras, observemos que las
tres instancias de la primera tópica pueden reducirse a dos
grandes subsistemas, dado que Freud concluye reagrupan-
do el sistema consciente-preconsciente y oponiéndolo al in
consciente. Pero antes de seguir haremos algunas observa
ciones.
Son pocos los autores que, como Freud, consienten en re-
lativizar la importancia de la primera tópica luego de la
creación de la segunda. La gran mayoría usa ambas tópicas
en función de las circunstancias, debido a que cada una
demuestra su pertinencia ante un problema determinado.
Algunos de los que se atienen a la primera expresan mu
chas reservas ante la segunda, de la que quisieran prescin
dir. No hay razones particulares para una actitud así. Por
ejemplo, Lacan siguió siendo muy fiel a la lógica de la pri
mera tópica pero, cuando en los seminarios posteriores a
1965 se decidió a aplicar sus ideas a la segunda, el resultado
no fue muy convincente. En efecto, invocar la gramaticali-
dad para dar cuenta de lo que Freud decía del ello tenía mu
cho de desafío. Y por otra parte, pocos de sus alumnos lo
siguieron en ese terreno. La actitud de Lacan se emparenta
ba con su postura, siempre muy crítica, respecto de cual
quier visión biologizante de la teoría psicoanalítica. En ese
punto, la posición de Laplanche no está muy alejada de la
suya.
Ya di los motivos de mi adhesión al giro de 1920 y expli
qué las razones por las cuales debemos seguir a Freud cuan
do propone la segunda tópica. Ahora me gustaría volver al
lugar que asignó en 1923 a lo que había dicho en la primera.
Un capítulo del Esquema del psicoanális, «Cualidades psí
quicas», me parece hacer la luz sobre esta cuestión. En efec
to, si, como él mismo afirma, la teoría de las pulsiones obliga
a admitir la prevalencia de un punto de vista energético y a
reconocer las fuerzas que actúan en el seno del aparato psí
quico, se acentúa entonces el anhelo de construir mía teoría
que aúne fisiología y psicología. Porque, si el inconsciente
está esencialmente formado por representaciones —deje
mos de lado por el momento la cuestión de los afectos—, la
relación con la psicología me parece ser más extensa que el
fundamento fisiológico de las pulsiones. En suma, se trata
de reconocer que la actividad de representación, primero
muy marcada por su vínculo con lo somático por mediación
de las pulsiones, se vuelve en cierta forma más psicológica
con el par representación de cosa-representación de pala
bra. En la autocrítica a la que procede en el Esquema, Freud
toca el corazón del problema al centrar la discusión sobre la
conciencia. Por supuesto, lo hace para mostrar su importan
cia relativa y para abogar en favor de la extensión y el papel
determinante del inconsciente. A lo largo de toda su vida,
nunca dejó de repetir que la ecuación «psíquico = conscien
te» era falsa. A propósito del paralelismo psicofísico, Freud
atrae nuestra atención sobre el hecho de que muchos pro
cesos físicos o somáticos no tienen equivalentes psíquicos
conscientes. Y agrega: «Esto sugiere de una manera natu
ral poner el acento, en psicología, sobre estos procesos
somáticos, reconocer con ellos lo psíquico genuino y buscar
una apreciación diversa para los procesos conscientes».14
Freud recuerda que el psicoanálisis «declara que esos proce
sos concomitantes presuntamente somáticos son lo psíquico
genuino, y para hacerlo prescinde al comienzo de la cua
lidad de la conciencia».15 Señalo la expresión «presunta
mente somáticos». Esta reserva me parece indicar que no
siempre lo que lleva la etiqueta de somático es lo que se en
tiende por tal. Una vez más, encontramos la idea de un psi
quismo elemental o primitivo anclado en lo somático, pero
ya de orden psíquico en una forma que no llegamos a con
cebir. Se entiende entonces, efectivamente, que, desde esa
óptica, la referencia a la conciencia sólo haga alusión a una
cualidad psíquica. Eso mismo pasará con el inconsciente.
Por mi parte, admitiría gustoso, en efecto, la existencia de
procesos somáticos, inconscientes —en sentido biológico—,
en un extremo de la cadena. Se podría postular la existen
cia, en las vecindades de esta, de procesos que volveríamos a
encontrar en algunas afecciones del orden de la psicoso
mática donde se ponen en juego formas de psiquismo «mal
mentalizadas» y donde las interacciones entre lo somático
y lo psíquico se hacen en los dos sentidos: sea porque una
agravación somática se traduce en un empobrecimiento psí
quico, o bien porque un acrecentamiento del conflicto psí
quico se traduce en la aparición de la enfermedad. Puede
ocurrir que esta sea la que tenga la última palabra, como
sucede en el síndrome de desorganización esencial, estudia-
: do por Pierre Marty. Hay otra categoría, que es la de los in
tercambios económicos dinámicos y tópicos perturbados con
la realidad. Es la psicosis, definida por Freud en términos
de represión de la realidad y de despliegue de las pulsiones
destructivas. Ya hemos subrayado en varias oportunidades
el rol que le hacemos desempeñar a la alucinación negativa,
esté o no acompañada de alucinación positiva.
Tiene una especial riqueza el capítulo que se abre aquí.
Freud necesita tomar en consideración lo alucinatorio de la
psicosis y lo alucinatorio en general, en forma muy particu
lar en los estados neurótico-normales, en la regresión tópica
5. El lenguaje
La cuestión del lenguaje en psicoanálisis despierta pro
blemas particulares que justifican dedicarle un capítulo
aparte. Aunque, a primera vista, el tema no parece inte
grar los capítulos concernientes a las configuraciones de la
terceridad, esta posición me parece del todo legítima. Al
canza con dar una sola prueba, y esa prueba son las tres
personas de la lengua. La existencia de una tercera persona
(masculina o femenina, singular o plural) se vincula con el
tercero ausente. Pero los problemas de las relaciones del
lenguaje, la palabra y el discurso merecen un capítulo en
particular. Y es a ese capítulo que remitimos al lector.
6. La terceridad
Llegamos ahora al estudio de la terceridad propiamente
dicha. En nuestro recorrido psicoanalítico hemos tomado
conciencia un poco tarde de la importancia que reviste este
concepto (1989).17 Peirce permitió pensar la relación de la
lingüística con la semiología, ayudándonos así a salir del
encierro en el que nos había secuestrado Lacan y permitién
donos extender la reflexión, más allá del lenguaje como sis
tema de representaciones de palabra, a la semiología, dado
que esta última también incluye la representación de cosas.
La obra de Peirce es considerable y de una complejidad tal
que me obliga a reconocer que no domino la totalidad de sus
aspectos. Me reduciré entonces a consideraciones esenciales
para mí, y que expondré sólo para introducir al lector en su
filosofía y en la utilidad que puede extraer de ella un psico
analista. Primero es necesario precisar que Peirce propone
sus ideas con anterioridad a las principales tesis que fun
dan la teoría freudiana. Limitémonos por lo tanto a algunas
observaciones preliminares de importancia. Debe recono
cérsele al autor su lucidez en la adopción de ciertos axiomas.
Escribe: «Los instintos y los sentimientos constituyen la
sustancia del alma. La cognición es sólo su superficie, su
punto de contacto con lo que está fuera de ella».18 Peirce dis
tingue los modos de relación con la primeridad que testimo
nian la posición del sujeto, y se refiere a la cita que acaba
mos de hacer. Luego considera la relación diádica, relación
de pareja condenada a la circularidad. Encontramos aquí
las críticas que impugnan el interés de la denominada rela
ción dual. Llega después a relación triádica, que es aquella
que nos atañe. Peirce examina también la situación del su
jeto concreto, reuniendo, en la misma acepción, la materiali
dad del signo y su función de representación. Denomina re-
presentamen todo aquello a lo cual se aplica el análisis de la
inteligencia del signo, incluyendo en el citado análisis la re
presentación de aquel que analiza la representación. La re
25 Un ejemplo entre mil: «Esa pareja del hic et nunc, cuyo croar gemelo
no es irónico solamente por sacarle la lengua a nuestro latín perdido, sino
también por rozar un humanismo de ia mejor ley resucitando las musara
ñas ante las que aquí estamos otra vez boquiabiertos, sin tener ya para sa
car nuestros auspicios de la mueca del oblicuo revoloteo de las cornejas y
de sus burlones guiños de ojo otra cosa que la comezón de nuestra contra
transferencia» (Escritos 1, pág. 445).
7. El trabajo de lo negativo1
10 Quiero decir como institución. Cae de su peso que siempre habrá per
sonas que vayan a ver un analista para aclarar cosas que no entienden por
sí mismas. Durante el estalinismo hubo psicoanalistas que sobrevivieron
en las democracias populares de los países del Este.
que Freud, quien, luego de haber señalado los estragos de
la pulsión destructiva clamaba por la respuesta de Eros,
sólo puedo formular el anhelo de que, en el futuro, los ana
listas encuentren las vías por las cuales pueda pasar la re
conciliación con el espíritu. No tengo ninguna buena nueva
que anunciar ni tampoco ninguna solución que proponer;
únicamente un simple anhelo.
Llego ahora al término de mi recorrido. En los momentos
previos a esta obra, aun antes de haber escrito la primera
línea, manifesté mi intención de aceptar la sugerencia de
aquel amigo que esperaba de mí un Esquema. Ahora que
voy cerrando el trabajo, compruebo que esto no se parece en
nada a un esquema. Pongo entonces a cuenta de la longitud
del libro el hecho de que no merezca ese calificativo. Sin em
bargo, si se considera que, después de reagruparlas, trans
cribo lo esencial de las ideas que habitaron mis escritos
desde 1954 hasta 2002, es decir, alrededor de casi cincuenta
años, la extensión de este volumen representa el esquema
de esa masa de escritura que, según dicen algunos de mis
amigos que no se privaron de hacérmelo notar, podría ha
berse reducido a la mitad. ¿Pero podría haber hecho otra
cosa? Fui escribiendo con el correr de los años, según la ins
piración del momento y el problema a resolver, aquello que
a mi entender debía decir. Mi trabajo se dividió entre artícu
los más o menos largos, más o menos importantes, y libros
que —todos ellos— contaron para mí en el momento en que
los escribí y aún hoy siguen contando. Del conjunto de este
volumen, no puedo decir que se reduzca a lo esencial de las
ideas que he expuesto, pero también es cierto que en mu
chas oportunidades economicé los desarrollos que justifi
caban las nociones y los conceptos que presentaba. Quienes
se interesen en esos desarrollos, deberán remontarse a la
fuente.
Si echo una mirada retrospectiva sobre lo que me aportó
la redacción de esta obra, encuentro ocasión de reformula r,
articulándolos, algunos temas que creo importantes. En pri
mer lugar, y siguiendo fiel a mis ideas, vuelvo a encontrar el
valor axiomático de las relaciones estructura-historia, que
marcaron mi incipiente reflexión en épocas de un estructu-
ralismo que fue para mí una fuente de gran inspiración. Re
tuve de la estructura la fecundidad heurística de términos
heterogéneos unidos por relaciones, y de la historia, la idea
de una policroma también ella no homogénea. Podemos
concluir que el pensamiento plural (pluralidad de materia
les y pluralidad de los tiempos que lo organizan) se despren
de en forma convincente de todo esto y que debe preferírselo
a la idea de homogeneidad y unificación. Al ir haciendo ca
mino e interrogando las disciplinas anexas y conexas al psi
coanálisis, me pareció fundamental el concepto de valor. En
su obra, decisiva parala teoría psicoanalítica, Bion defendía
una idea cercana: los vértex. Pienso que los vértex son valo
res. No por casualidad el valor está presente en Saussure
tanto como en Edelman, en dos terrenos del saber aparente
mente alejados entre sí. Descubro después, también, mi fre
cuente recurso a una teoría de gradientes. Hablar en térmi
nos de gradientes en una serie nos demuestra que la serie es
más importante que cualquiera de los términos que la con
forman. No obstante, puede ocurrir que uno de ellos sea lle
vado a representarla, pero en definitiva la serie, frecuente
mente organizada en forma de retícula, es lo que debe inte
resarnos.
Mi trabajo puede entenderse de dos maneras. Como un
conjunto conclusivo que cierra una reflexión (por supuesto,
así lo entiendo yo), o como un conjunto de conceptos que sir
ven de introducción a un pensamiento futuro que dejo a car
go de otros criticar, evaluar, modificar o desarrollar. Es a
ellos a quienes les toca pronunciarse.
Adeuda
Para situar al psicoanálisis en los albores
del tercer milenio
Esta adenda es un intento de circunscribir el entorno cul
tural del psicoanálisis. Exhibe las relaciones de vecindad, a
menudo más inamistosas que amistosas, que mantienen
las disciplinas conexas con el pensamiento psicoanalítico. A
mi entender, muestran que, al contrario de lo que se preten
de, pasados más de cien años, el psicoanálisis no ha perdido
nada de su poder subversivo.
1. Referencias filosóficas
1. Antes de Freud
Aristóteles
El tratado Del alma, de Aristóteles,3 no deja de asombrar
al psicoanalista. Vamos a hacer una lectura selectiva en
función de nuestros intereses. Desde las primeras páginas,
se ve al Estagirita afirmar, más allá de la problemática tra
dicional retomada a lo largo de la historia de la filosofía: «Es
un hecho de observación: en la mayoría de los casos el alma
no sufre pasión alguna ni cumple acción alguna que no in
terese al cuerpo» (1,1). Y si bien el psicoanalista puede feli
citarse de una afirmación en la que ya ve asomar el germen
de la idea de pulsión, la continuación no podrá menos que
Kant6
A priori, y a pesar del uso que hizo de ella Bion, no hay
obra filosófica más alejada del psicoanálisis que la de Kant,
hecho que obligó a reinterpretarla en profundidad. Más
aún: hoy en día, es del kantismo de donde los adversarios
del psicoanálisis extraen sus argumentos en defensa de un
formalismo teñido con los colores del cognitivismo actual.
Sin embargo, en el corpus kantiano existe una obra con la
cual el psicoanalista puede hacer la experiencia de un feliz
6 El lector encontrará, al final del capítulo «Lenguaje, palabra y discurso
en psicoanálisis», un comentario de H. Meschonnic que se apoya en Spi-
noza.
encuentro, y es la Antropología en sentido pragmático.7 De
ninguna manera se trata de una obra secundaria, puesto
que su traductor, M. Foucault, nos informa que fue ense
ñada por espacio de unos treinta años, hasta que Kant se re
tiró de la cátedra de Koenisberg, razón por la cual recién fue
publicada en 1797. Vale la pena recordar las observaciones
de Kant acerca de las dificultades en llegar al fundamento
de una ciencia antropológica. Porque si el hombre se siente
observado y examinado, se muestra «molesto» y «se disimu
la. No quiere ser conocido tal cual es». Kant no dice por qué.
El hombre tiene otra posibilidad, que es examinarse a si
mismo: «Si hay móviles enjuego, el hombre no se observa; si
observa es porque los móviles ya están fuera de acción».
Porque tal es el objetivo pragmático, que se pretende conoci
miento del hombre como ciudadano del mundo.
Desde el libro I, requiere nuestra atención el capítulo ti
tulado «De las representaciones que tenemos sin ser cons
cientes de ellas». Pero Kant, aunque solía dar como ejemplo
el amor sexual,8 vincula el tema con la antropología fisioló
gica. El autor señala que sólo me conozco tal como aparezco
ante mí mismo. Esto equivale a decir que me conozco en for
ma errónea. Y sin embargo, después de examinar todas las
críticas que sufre la apariencia, Kant sale en su defensa.
Por fuerte que sea la tendencia de los hombres a engañar,
las virtudes, aun fingidas, terminan por despertarse. No
se entiende muy bien que esto pueda adquirir valor de ver
dad. Alo largo del escrito, y al contrario de lo que ocurre con
Aristóteles, un voluntarismo que privilegia la actividad y
la voluntad, y al que el autor no puede renunciar, sirve de
garante al esplritualismo kantiano (ese deleite espiritual en
comunicar los propios pensamientos).9 Ya va percibiéndose
que la psicología se ha puesto en marcha. Todo aquello que
—a la manera del sueño y del fantasma— escapa a la volun
tad es sospechoso de enfermedad, y será después de haber
los desterrado cuando se señale la posibilidad de que tam
bién sobrevengan en el hombre sano. No nos detendremos
ni en su discutible descripción de los atributos del psiquis
mo ni en las reflexiones de Kant sobre las enfermedades del
7 E. Kant, Anthropologie dupoint de vuepragmatique, traducido por M.
Foucault, Librairie Philosophique, Vrin, 1970.
8Loe. cit., pág. 24.
9Loe. cit, pág. 40.
espíritu. Si bien estas últimas son el reflejo del saber de la
época y, por lo tanto, no pasibles de crítica, sus explicaciones
por parte de Kant carecen de profundidad. Aun así, debe
mos rendirle homenaje por haber aceptado pensar la pato
logía mental cuando después pocos se aventuraron a ingre
sar en regiones tan misteriosas y oscuras.
Comparada con la de Aristóteles, esta lectura parecería
tediosa si en el libro II no nos esperaran —siempre en la
perspectiva de señalar convergencias con el pensamiento de
Freud— evocaciones que tienen su interés. Me refiero a las
relacionadas con el goce y con el dolor. El primero es una
«promoción de la vida»; el segundo, «una traba a la vida».10
En el parágrafo 62 encontramos el principio de placer,11 cu
yo origen es atribuido a Epicuro. En forma implícita se evo
ca el principio de constancia en el estado de humor parejo.
Después de algunas reflexiones un poco oscuras, todo pre
nuncia el libro III, que, entre otras cuestiones, trata acerca
de la facultad de desear. Y Kant dice: «El deseo es la otra
determinación del poder de un sujeto mediante la repre
sentación de un hecho futuro que sea el efecto de dicho po
der. El hecho de desear un objeto sin aplicar nuestras fuer
zas a producirlo es el anhelo». Muchas de las descripciones
posteriores a propósito de la vida afectiva son banales y des
tilan cierta moralina. Por fortuna., el capítulo sobre las pa
siones hace renacer nuestro interés. En el parágrafo 81 dice
el autor: «La posibilidad subjetiva de formar cierto deseo
que preceda a la representación de su objeto es la tendencia
(propensión), el impulso interior de la facultad de desear a
tomar posesión de ese objeto aun antes de que se lo reconoz
ca es el instinto»(como el instinto sexual o el instinto paren-
tai de los animales de proteger a sus crías, etc.). Pero la mo
ral recobra rápidamente el terreno. La pasión es una enfer
medad; las pasiones son una gangrena para la razón: son
malas sin excepción. Sólo que Kant no dice si es posible evi
tarlas. Decisión reveladora: la forma de bienestar que pare
ce concordar mejor con la humanidad es una buena comida
en compañía de amigos. Llama la atención que no incluya
en su reseña al amor; las líneas que siguen no tienen gran
cosa en común con El banquete de Platón.
10Loe. cit., pág. 94.
11 Loe. cit., pág. 97.
La obra se cierra con consideraciones, a decir verdad no
muy interesantes, sobre el carácter, los temperamentos y
la fisonomía, casi sin ninguna originalidad y muchas veces
acompañadas de recomendaciones biempensantes. Algunos
destellos de lucidez vienen en rescate de largas parrafadas
de elocuencia convencional: «La locura, más que la maldad,
es el rasgo saliente de nuestra especie».12 Si Kant abunda
en recomendaciones morales, se debe a su profundo pesi
mismo acerca de nuestra condición humana, punto en el
cual coincide con Freud. Le dejamos la palabra al filósofo ci
tando una de las variantes del texto: «El espíritu (animus)
del hombre —como concepto de todas las representacio
nes que tienen lugar en él— posee un ámbito (sphaera) que
abarca tres sectores: la facultad de conocer, la sensación de
placer y de displacer y la facultad de desear, cada uno de los
cuales se subdivide según el campo de la sensibilidad y el
campo de la intelectualidad (el del conocimiento sensible o
intelectual, el de placer o de displacer, el de deseo o de
aversión)».
La sensibilidad puede ser considerada una debilidad, pe
ro también una fuerza. ¿Cómo negar que Freud no está le
jos? Conociendo sus preocupaciones morales, ¿estaría más
del lado de Kant que de Aristóteles? Sin duda, él hubiera
preferido razonar con la libertad del primero y por eso le to
mó más de un concepto teórico, pero, al igual que Kant,
Freud estaba en busca de un ideal de equilibrio y desconfia
ba un poco de las pasiones, ya que podían poner en riesgo su
necesaria lucidez.
Schopenhauer
Freud aludió muchas veces, a lo largo de su obra, al
vínculo entre la concepción filosófica de Schopenhauer y su
propia teoría. Por lo tanto, no se trata de una fuente oculta.
Sin embargo, los puntos de encuentro están tan asombrosa
mente próximos que merecen ser señalados con precisión.
Tomemos la Metafísica del amor y veamos lo que dice: «Toda
inclinación amorosa, en efecto, por etéreas que sean sus mo
dalidades, tiene raíz únicamente en el instinto sexual y no
12 Loe. cit., pág. 169.
es otra cosa que un instinto sexual más nítidamente deter
minado, más especializado y, rigurosamente hablando, más
individualizado».13 Al igual que Freud, Schopenhauer ex
tiende en forma considerable el ámbito de lo sexual (fin últi
mo de toda aspiración humana), lo cual nos acerca a la pri
mera teoría de las pulsiones, donde Freud opone la especie
al individuo dentro de las diversas formas que adquiere el
querer vivir. Desde luego, esta conciencia, tan adelantada a
su tiempo, va con frecuencia acompañada de ingenuidades
desconcertantes cuando el autor se abandona a generali
zaciones donde se demuestra que la intuición fundamental
cede a las tentaciones visionarias. De todas maneras, Scho
penhauer tiene la libertad de reconocer la ambivalencia, es
decir, la coexistencia del amor y del odio. Al unir una meta
física de la muerte con una metafísica del amor, nos lleva a
la última teoría de las pulsiones de Freud, si bien la idea de
una pulsión de muerte le es ajena. Aun así, los dos autores
están unidos por un mismo estoicismo ante la muerte, aun
que, en el caso de Schopenhauer, está el consuelo que brin
da la idea de inmortalidad, sostenida en el querer vivir. Mi
rándolo bien, es posible que el pivote alrededor del cual gi
ran ambas teorías sea la idea de la representación.
En suma, cuanto más se acerca el saber a la idea de una
base piúsional del psiquismo, más se impone en contrapun
to la moral estoica.14
R ícceut
Derrida
En el estudio de las relaciones entre filosofía y psicoaná
lisis, no hay caso más problemático que el de Jacques Derri
da. Le atribuiremos un lugar más importante que a los de
más autores, dadas sus estrechas relaciones con el medio
psicoanalítico. Antes de su obra fundadora, De la gramma-
tologie, Derrida había estado muy cerca de Nicolás Abra-
ham (psicoanalista y filósofo husserliano) y de Maria To-
rok.31 La lectura del libro tuvo gran resonancia en algunos
psicoanalistas de la época, sobre todo los que se interesaban
en el estructuralismo. En La voix et le phénoméne, el autor
había manifestado reticencias respecto de la ousía de la pa
labra. En lo que hace a las ideas y los conceptos de Derrida,
se plantean dos cuestiones. La primera concierne a su va
lidez filosófica, tema del cual nada diremos por no conside
ramos competentes. La segunda es el impacto que tuvieron
en el psicoanálisis. Las posiciones tomadas por el autor de
la Grammatologie estaban llamadas a cautivar la atención
de los psicoanalistas. ¿Proponer como concepto rector la
idea de una archi-escritura no era acaso tocar de cerca el
concepto de huella mnémica, tan sustancial en el pensa
miento de un Freud que nunca dejó de empalmarla con el
sistema memoria ni de relacionar las huellas mnémicas
verbales con otros tipos, como las huellas mnémicas de co
sa? En sus comienzos, Derrida realizó un examen minucio
so de la teoría freudiana,32 reconociendo la excepción que
representaba Freud por el hecho de no inscribirse en la me
tafísica occidental.
Habermas
En su obra Le discours philosophique de la modernité,
Jürgen Habermas expone su propia filosofía de la razón co-
municacional. El quiere «estilizar el proceder narrativo en
una autocrítica conducida en forma dialógica, cuyo mejor
modelo es la entrevista analítica entre médico y paciente».46
Como se ve, existe una clara referencia al modelo psicoana-
lítico, al que invocará en muchas otras oportunidades. Aho
ra bien, ¿tiene alguna relación con la verdad ese psicoaná
lisis revisado y corregido por la teoría de la comunicación?
Una función discursiva como esa puede muy bien prescindir
del inconsciente, dado que conserva la envoltura del psico
análisis con el solo objeto de librarse del contenido. Desde
luego, Habermas quiere salir del logocentrismo, pero no es
capa a una visión ideológica ingenua de la racionalidad
(pág. 372).
Habermas cita a Freud unas diez veces en esta obra que
parte de Hegel hasta llegar al propio autor, que si algo no
hace es regalar citas. El eje de su pensamiento es el discurso
freudiano. Así es como edifica su teoría de la razón comuni-
cacional basándose en el modelo del diálogo psicoanalítico.
¿Y qué se observa? Que en una frase de la obra el autor cita
juntos a Bataille, Lacan y Foucault. ¡Foucault tiene derecho
a dos capítulos, Bataille a uno y Lacan cae en el olvido pese
a haber recibido cinco menciones! Igual que Freud, que es
largamente citado pero sólo se hace merecedor de un capítu
lo. No se trata de reticencias respecto de Freud ni de Lacan.
Simplemente quiere decir que en ese contexto Jürgen Ha-
bermas es incapaz de escribir un capítulo sobre Freud o so
bre Lacan, si bien reconoce la importancia de cada uno. Esta
simple comprobación fue lo que me llevó a mi idea actual,
que tal vez sea pretenciosa. Para cualquiera es fácil discu
rrir sobre el psicoanálisis, pero cuando se trata de saber de
qué se trata, las cosas cambian. Amenos, por supuesto, que
46Loe. cit., pág. 154. La pregunta es si Platón no lo había hecho a su ma
nera en filosofía.
uno forme parte del mundo «psi» («psi» de psiquiatra, psicó
logo, psicoterapeuta, psicólogo social y todo otro oficio rela
cionado con el mundo «psi»). Pero aun cuando todos estos
oficios no estén forzosamente de acuerdo con el psicoanáli
sis, al menos labran un campo común. Sin duda, en todos
estos ambientes hay discusiones, polémicas, debates, diver
gencias, pero el problema no está ahí. Lo que quiero decir es
que la experiencia del campo «psi» introduce en determina
da manera de ver las cosas de la cual el psicoanálisis es ape
nas una interpretación —pasible de ser aprobada o desa
probada—, pero que no por eso da la impresión de discurrir
interminablemente a fondo perdido. Es decir que no son dis
cursos que se sumen a otros discursos sin verdaderos de
bates sobre las cuestiones de fondo que atañen a la expe
riencia.47
Hoy, en momentos en que algunos lo consideran obsole
to, el psicoanálisis debe hacerle frente a un nuevo protago
nista del discurso cultural: las neurociencias y las ciencias
cognitivas. Lo «psi» fue barrido por lo neuro, tanto como el
inconsciente nacido de las pulsiones lo fue por lo cognitivo.
La casi totalidad del así llamado «discurso científico» igno
ra, de hecho, todo lo referente al psicoanálisis.
Legendre48
Pierre Legendre es jurista e historiador del derecho, na
da de lo cual le ha impedido descubrir el interés de la expe
riencia psicoanalítica. Penetrante analista de los fenóme
nos sociales, reconoce la soberanía del fantasma, que apela
al nihilismo y contribuye al desarrollo del oscurantismo. No
tiene inconvenientes en darle la razón a Freud, tanto en
materia de religión como sobre la obsesión del hombre por
matar. Tbdo esto exige interpretaciones coherentes que la
mayor parte de las veces quedan ocultas por posiciones
ideológicas y anhelos piadosos que son aquí objeto de justa
crítica. Admiramos la forma en que el jurista se da la forma
ción que le faltaba para entender mejor su objeto, incluida
47 Los párrafos anteriores, ampliamente inspirados en un artículo apa
recido en Passages, n" 102, relatan una conferencia que realicé el 24 de no
viembre de 1999.
48 P. Legendre, Jouirdu pouvoir, Minuit, 1981.
la formación en psicoanálisis. Le atrajo más la marginali-
dad de este que la disciplina oficialmente reconocida. Es
verdaderamente reconfortante escucharlo decir que él, Pie-
rre Legendre, no habita el presente sino el pasado y el por
venir remoto. El psicoanalista es sensible a la manera en
que el autor toma en consideración el cuerpo. Legendre de
plora la forma en que el Estado desiste de sus funciones de
garante de la razón, cediendo a las presiones de grupúscu-
los. Es fácil tildar de reaccionarias sus opiniones. De hecho,
Legendre se niega a legislar sólo porque algunos sectores de
la opinión pública reaccionen en nombre de alguna banali-
zación de sus creencias. Denuncia la lógica hedonista que
hace que triunfe el fantasma. No vacila en ver en esto una
consecuencia tardía del nazismo. Sin forzar demasiado los
hechos, podemos acercar a Freud y a Legendre en su co
mún pasión por el triunfo de la razón. Porque, para Freud,
el análisis del inconsciente se confunde con el análisis de
una sinrazón que pretendería imponer su ley. Decir lo con
trario es exponerse al contrasentido.
Castoriadis
No terminaremos este capítulo sin antes evocar a Come-
lius Castoriadis,49 militante revolucionario, filósofo y psico
analista que tuvo no sólo el coraje de hacer la experiencia
del psicoanálisis, sino también de descubrir su verdad y sus
límites y de practicarlo a su vez, es decir, hablar del análisis
no de oídas sino escuchando en la cura el lenguaje de lo ima
ginario (que es el lenguaje de las representaciones produci
das por las pulsiones). Pero Castoriadis fue más lejos: pos
tuló un imaginario radical gracias al cual el autor redobla la
hipótesis pulsional de Freud. Para él, la cuestión no es tanto
tratar los efectos de la imaginación como establecer la fuen
te del sentido y de la significación. Las preocupaciones de
Castoriadis por lo histórico-social tienen repercusiones en
la concepción de lo psíquico. Gracias al otro, la mónada nar-
cisista sale de su encierro a través del proceso de socializa
ción. Castoriadis constituye un ejemplo por cuanto, tras ha
49 C. Castoriadis, Figures du pensable. Les carrefours du labyrinthe, Le
Seuil, 1999.
berse inspirado fuertemente en Marx, su pensamiento supo
liberarse de esa influencia. Además, articuló sus teorizacio
nes sobre el inconsciente con las de la conciencia, mostrando
el lugar del otro. Indicó la manera en que el desdoblamiento
cogitativo puede entenderse como análogo al desdoblamien
to del Je y del otro o como una división del sujeto (conscien-
te-inconsciente) presupuesta por la conciencia. Por otra par
te, tomó posición contra una formalización ilimitada, ha
ciendo intervenir la imaginación y la pasión humanas. Por
último, permitió el reencuentro entre el valor psicoanalítico
y el valor social a través del concepto de autonomía, que pro
puso como criterio de análisis social. Es válido proceder a un
acercamiento con el mismo concepto, en el nivel individual,
propuesto por Winnicott, y que el autor contrapone a la de
pendencia en psicopatología. Así, el yo deja de ser concebido
como poseedor de la verdad y pasa a ser entendido como
fuente y capacidad, incesantemente renovada, de una crea
ción donde el pensamiento se une a Eros.
2. El saber científico
4. El inconsciente y la ciencia
En el transcurso de un coloquio sobre el inconsciente y la
ciencia,66 traté de analizar el contencioso entre ciencia y
63 E. Morin, La méthode, vol. 5: L’humanité de Vhumanité, Le Seuil,
2001, pág. 107.
64 Loe. cit., pág. 177.
65 Loe. cit., pág. 187.
66 L’inconscient et la Science , bajo la dirección de P. Dorey. Este coloquio
reunió a C. Castoriadis, H. Atlan, R. Thom y A. Green. En dicha oportu-
psicoanálisis. El sujeto de la ciencia y el sujeto de la psique
no son idénticos. El primero es un sujeto «purificado», lo
cual no ocurre con el segundo. Objetivación y subjetividad
siempren fueron opuestas. El psicoanálisis procede a una
objetivación de lo subjetivo a través de la producción del
discurso analítico. Por su parte, el saber objetivo da lugar a
controversias entre los científicos (Popper, Kuhn, Lakathos,
Feyerabend). El saber científico no es el saber sobre la reali
dad objetiva sino sólo el saber de aquello que se presta a ser
procesado por el método científico, a diferencia del saber so
bre la psique, que debe dar cuenta tanto de lo que es procesa-
ble a través del método científico como de aquello que no lo
es. De todas maneras, el intento de prescindir de la subjeti
vidad en el saber científico ya fue denunciado por G. Edel
man. A propósito de este punto, hay un verdadero ataque en
regla que se hace explícito en Lévi-Strauss, quien querría
«terminar de una vez por todas con el sujeto». Una actitud
de estas características encalla cuando intenta explicar la
coexistencia, en el mismo hombre, de lo científico y lo no
científico (creencias, religión, diversas expresiones de la
espiritualidad). En cambio, un mecanicismo reivindicado
(Changeux) pretende defenderse de la acusación de reduc-
cionismo. El reduccionismo reduce lo psíquico a lo biológico,
luego lo biológico a lo fisicoquímico y, por último, a lo mate
mático, ciencia dura si las hay y, además, la única verdade
ramente rigurosa. No se podría pasar por alto la seducción
que ejerció en muchos psicoanalistas (Lacan y su escuela) la
idea de matematizar el psicoanálisis con el fantasma de un
significante «sin resto». De los espejos, Lacan pasó al signi
ficante (dejando en el olvido el signo y el significado), para al
final recalar en el materna. ¿Y el afecto? Brilla por su ausen
cia. Esta deriva tuvo por resultado que el pastor perdiera al
gunas ovejas de su rebaño, justamente las más promisorias
(Granoff, Perrier, Valabrega, Laplanche, Pontalis, Aulag-
nier, Rosolato y el propio Leclaire). En lo concerniente a la
teoría matemática, R. Thom daría una imagen del psico
análisis más que curiosa y abierta a algunas de sus ideas.
5. La posmodemidad
J.-F. Lyotard estudió la condición del saber en las socie
dades modernas.74 La posmodernidad se caracteriza por
cierta incredulidad respecto de los metarrelatos, es decir, de
las grandes síntesis teóricas. En la base de esta mutación
está la adhesión a los progresos de las tecnologías aplicadas
a las disciplinas relacionadas con el lenguaje. Dichos pro
gresos llevan la marca de los prejuicios que confunden la
explicación con la comunicación «clara» a los fines de purifi
carla de cualquier ambigüedad. En esta posmodernidad, el
análisis del saber profundiza la distancia con el saber del
psicoanálisis. El método se apoya en los juegos de lenguaje
(Wittgenstein). No obstante, si bien en el origen de las refle
xiones de algunos teóricos del psicoanálisis figuraban los
modelos saussurianos o chomskianos, ahora la fuente de
inspiración parece volcarse más del lado de Wittgenstein.
La referencia lingüística se apoya en el modelo pragmático
(Austin, Searl). Por mi parte, presentí la suerte que estaba
llamada a correr en el centro de la obra de Freud ese mode
lo75 arribado en ayuda de una agonística general que no cita
73 A. Bourguignon, L’homme imprévu, PUF, 1989; y L’homme fou, PUF,
1994.
74 J.-F. Lyotard, La condition postmoderne, Minuit, 1979.
75 «PouTquoi dit-on que les processus psyehiques ont un sens?». Confe
rencia realizada en la Société Psychanalytique de. París, Lyon, enero de
ni por asomo las teorías del conflicto. Así fue como las luchas
por los juegos de lenguaje pasaron a ser los reguladores del
sistema. Todo esto conduce a una pragmática del saber na
rrativo. La ciencia es considerada un subconjunto del cono
cimiento, pero nuestra investigación nos hace ver que esa
falsa modestia no consigue disimular ambiciones hegemó-
nicas con respecto al saber. Cierto consenso reconoce la pre
eminencia del saber narrativo bajo la forma del saber tra
dicional. En psicoanálisis se ha llegado a defender un punto
de vista similar. Ahora bien, un saber de ese tipo puede so
brevenir sólo una vez terminado el análisis, nunca antes.76
O entonces sólo podrá tratarse de trozos de relatos minados
desde adentro por la asociación libre. Sin embargo, algunos
psicoanalistas, como Donald Spence, fueron seducidos por
la referencia a la narratividad, aunque no tuvieron muchos
seguidores. Es que la asociación libre rompe el relato. Desde
nuestro punto de vista, cuando se trata de entender la rela
ción analítica, la teoría de los juegos no es más que otra de
las formas que adquiere una abstracción intelectualista
siempre obsesionada con el postulado cognitivista, pero, a
mi entender, impropia para dar cuenta de los procesos que
se desarrollan en el conflicto y a los que sólo se accede a tra
vés de la transferencia. No han de ser precisamente los tra
bajos de la escuela dé Palo Alto (P. Watzlawíck) los que pue
dan hacernos pensar lo contrario. Pasado cierto efecto de
curiosidad, estos trabajos, aunque son frecuentemente cita
dos, ocupan hoy un lugar muy restringido tanto en psiquia
tría como en psicopatología. Desde luego, se reconocerá que
el procedimiento de los juegos de intercambio no es denota
tivo ni tampoco proviene de enunciados prescriptivos, ya
que el principio de prescripción de la regla fundamental es,
en realidad, un principio de no-prescripción a través de la
regla de «decirlo todo sin omitir ni elegir nada» de lo que se
presenta en el espíritu. Esa es la paradoja de la asociación
libre: el analista sabe que es una prescripción imposible de
cumplir pero que aun así sigue siendo fundamental.
Luego de haber intentado relacionar al psicoanálisis con
los respectivos modelos biológico y antropológico, es sor-
1998. (Texto inédito de mi contribución a un simposio que tuvo lugar en
esa ciudad.)
76 A. Green, «Méconnaissance de Tinconscient», en L’inconscient et la
science, bajo la dirección de R. Dorey, Dunod, 1993.
prendente comprobar una vez más su desterritorialización.
De todos modos, creemos menos en una fatalidad esencial
que en una obstinada negativa a entrar de lleno en este pen
samiento (salvo honrosísimas excepciones, como los ya
mencionados Edelman, Vincent, Juillerat, Morin, etc.). Es
cierto que, en sí, el psicoanálisis permanece ajeno a la preo
cupación posmodema por el crecimiento del poderío. Roger-
Pol Droit77 incluso ve en lo humano el reparto de una debi
lidad «superior» que me parece seguir el hilo de las metas
que se propone la cura psicoanalítica.
Tado esto para decir que nos hemos alejado mucho de
una pregunta que se volvió predominante: «¿Y para qué sir
ve?». Desde luego, que no cuenten con nosotros si se trata
de responder: «Para nada». Siguiendo la buena tradición
psicoanalítica, nos inclinaríamos a devolverle la pregunta a
nuestro interlocutor, preguntándole: «¿Y a usted para qué le
sirve hacer esa pregunta?», nada más que porque en esa for
ma podríamos contestar mejor. Pero para eso habría que
empezar por admitir que, si así fuera, de nada sirven los
instrumentos del pensamiento tradicional. Los que pudie
ran ser de alguna utilidad, después de ser analizados con
todo rigor, desembocan en ese pensamiento hipercomplejo
donde el psicoanálisis no tiene dificultad en reconocerse. Se
ría bueno convocar a todos aquellos que nos parecen aptos
para ayudarnos a formular el sentido de nuestra búsque
da: esos que no se obsesionaron con la idea de neutralizar o
de soslayar el psicoanálisis, ni esperan que languidezca pa
ra así pasar a otra cosa. Me refiero a los que aceptaron el
diálogo. Aparte de los ya nombrados, no olvidaremos a René
Thom y, muy en particular, los conceptos que defendió acer
ca de la salienciayla pregnancia. Por su parte, P. Medawar
piensa que el éxito de un saber reside en «tener ideas». To
davía nos falta darles cabida a aquellas que parecen estar
alejadas de ese saber del que partimos y que a veces llevan a
impugnarlo. Porque, en definitiva, ¿qué es una idea fuerte
sino esa que nos desestabiliza y nos confronta con lo impen
sado? Tener ideas no siempre sirve para acrecentar el poder.
Al contrario, la experiencia demuestra que muchas veces el
acrecentamiento del poder se logra a través de despreciar
77 R.-P. Droit, «Faiblesse et barbarie. L’histoire des fondements», en
L’humanité de Vhumain, Cercle d’Art, 2001.
las ideas o de desinteresarse de ellas.78 El nazismo fue tan
poderoso que llegó a dominar Europa, pero no puede decir
se que haya favorecido demasiado la discusión científica.
Desde luego, no faltará quien nos pregunte: «Pero, ¿qué pa
sa al final?». Bueno, al final no sabemos si todavía quedará
alguien para explicar lo que ocurrió.