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PLAN LECTOR DE SEGUNDO PERIODO

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LA HUELGA, Manuel Zapata Olivella , Cuentos de muerte y libertad

La redada de la policía había sido total. De los comprometidos en la edición de volantes


clandestinos no faltaba ninguno. Desde el primer momento todos comprendieron que alguien
había delatado, y ese alguien debía ser un cuadro de alta responsabilidad en el movimiento, pues
con el riesgo que corrían, el plan para imprimir las hojas mimeografiadas del periodiquillo
Resistencia se encomendó a los más experimentados.

En los patios de la cárcel se les miraba como a cadáveres. Pertenecían al arsenal de muerte del
“SIC”, la sección política de la policía. Se sabía que quienes visitaban sus calabozos, una mañana
cualquiera desaparecían sin dejar rastro. Esto es un decir, porque los presos nada ignoraban
gracias a la exacerbación que adquieren los sentidos de los prisioneros en la noche. Era fácil
distinguir los pasos de cada centinela; la forma peculiar de rechinar las distintas puertas; los
escalofriantes silencios; las voces torturadas; el tránsito de los prisioneros arrastrados sin fuerzas;
sus respiraciones amordazadas y ¡tantas otras cosas! Después las huellas: los papeles dejados en
los quicios de las puertas; las despedidas y acusaciones en los muros que no podían borrar el agua
ni los ácidos, escritas con las uñas, la punta de un clavo o con tinta de sangre. Ellos se imaginaban
que obraban con limpieza absoluta, que realizaban el crimen perfecto, pero lo cierto era que el
pueblo también llevaba sus propios expedientes, y algún día —el mañana esplendoroso de la
revolución siempre ilumina la más oscura celda política— habría suficientes pruebas para que
temblara el paredón con repetidas descargas.

Los comprometidos no esperaban clemencia. Era idiota hablar o pensar en ella. La única
Preocupación consistía en impedir que otros camaradas pudieran sumarse a la lista de
desaparecidos. Por eso todos miraban con desconfianza al señorito. ¿Por qué lo detuvieron la
misma noche que a ellos? Lo que les indignaba eran sus respuestas estúpidas. Sabían que era un
espía. Nadie se aventuraba a responderle sus muchas preguntas, por muy ingenuas que p
arecieran. Se cansó de suplicar cigarrillos y sus mensajes con la dirección de sus padres jamás
lograron salir más allá de las rejas como acontecía con los de otros.

Sus facciones lo denunciaban más que su misteriosa aparición entre los detenidos políticos: sus
uñas delicadamente arregladas; sus manos pequeñas sin la menor muestra de haber empuñado
jamás una herramienta.

No podía dormir sobre los fríos ladrillos y desde la primera noche tuvo fiebres; le temblaban las
manos y le trastabillaba su lengua al hablar. Era excesivamente débil y afeminado para ser un
policía. Se preguntaban por qué se valían de estos señoritos para espiar. Por lo demás, esto
revelaba un buen indicio: crecía la oposición a la dictadura y escaseaban los hombres del pueblo
que quisieran colaborar. Entonces recurrían a los seminaristas; a estudiantes que recitaban los
textos escolásticos y comulgaban con el ideario social cristiano, convencidos de que así servían de
la mejor manera a Cristo.
Reclutaban gente de los prostíbulos y seducían para su banda detectivesca a homosexuales, como
este, con las uñas pintadas. El papel de idiota que pretendía interpretar fue descubierto desde el
primer instante de encierro. Fingía ignorar por qué se le había detenido. Decía que jamás tuvo que
ver con políticos y mucho menos con organizaciones revolucionarias. Esta sola palabra le
empalidecía. Cuando supo con qué gentes fue a parar, se impuso a sí mismo el propósito de no
conversar para no comprometerse. No se prolongó mucho su silencio:

los obligados ayunos, los golpes y torturas fingidos le hicieron creer que justificaban sus historias
inverosímiles.

—Esa noche salía de la casa de mi tía enferma. Estaba muy mala. El médico pronosticaba que no
amanecería viva. Iba en busca de una droga y al cruzar por aquella casa donde los detuvieron a
ustedes, me apresaron.

Me metieron en el mismo carro de patrulla y me trajeron aquí sin saber por qué. Se miraban
escépticos. No le creían una sola palabra. Los espías siempre contaban historias extravagantes:

—Mis padres son ricos. Nunca han intervenido en política. Yo mismo jamás he tomado contacto
con partidos. Solo quiero vivir en paz, gozar mi fortuna. No tengo hermanos. Mi mamá y mi papá
deben estar preocupadísimos. Jamás falté una noche a casa. Y fíjense ustedes, me tienen aquí por
comunista. En eso insistieron al interrogarme. Como no pude decirles el nombre de alguien que
fuese amigo de ustedes, me torturaron.

—Déjate de plañideras. ¿Quieres callarte? Ya sabes que no nos sacarás una sola palabra. No
enviaremos tus papelitos a nadie, es una estratagema ya conocida. No te preocupes por tu papi y
tu mami. Ellos igual que tú, saben que estás aquí y para qué. No era tan imbécil. Supo quien era el
jefe de los detenidos y pretendía convencerlo de su inocencia. Ya era por demás revelador que se
dirigiera a él preferencialmente. La policía le había suministrado amplias informaciones. Su
presencia era incomodísima. No se podía organizar un plan de defensa.

Con él ahí resultaba ingenuo pensar en la fuga. Siempre utilizaban los mismos trucos de espionaje.
La consecuencia era lógica: los calabozos del “SIC” solo tenían una salida: el asesinato. Ignoraban
por cuánto tiempo se les retendría. Las horas, largas, silenciosas, iguales, les recortaban la vida. Si
al menos hubieran sabido qué muerte les esperaba. Se decía que maniatados a la media noche, se
les arrojaba al Salto del Tequendama, donde las aguas, al despeñarse, se deshacían en blancas
burbujas. Entonces la muerte no sería tan dolorosa. Un empujón, la sensación de vacío y luego la
humedad, la oscuridad. También se rumoraba que al borde del precipicio se les interrogaba por
última vez y si persistían en su pertinaz silencio, se les acuchillaba. La blanca catarata, por ser de
noche, nunca reveló el tinte de la sangre.

Llegó un mensaje de la calle. Podía dársele crédito: la letra era conocida. Los camaradas sabían
dónde estaban detenidos. En las paredes de la ciudad se escribían consignas pidiendo su libertad.
Se agitaba la opinión pública. Era necesario organizar dentro de la cárcel, a cualquier precio, una
protesta. Esa misma tarde, afuera de los muros, se oyeron gritos:

—¡Justicia!

—¡No más crímenes a la sombra!


Sonaron algunos disparos y se escucharon pasos que huían. Después alcanzaron a ver a tres
detenidos. Un estudiante y dos mujeres. El muchacho tenía las ropas ensangrentadas. Alguien de
los prisioneros lo reconoció cuando le conducían a través del patio. Se le encarceló en celda
aparte. A las mujeres se les retuvo por dos horas y en la noche fueron trasladadas a otra prisión.
Lo supieron porque a pesar de haberlas amordazado, siempre profirieron gritos de protesta. Las
ultrajaron.

El señorito reveló más inquietud después de estos incidentes. Sus propósitos de entrar en
confidencias se hicieron más ostensibles. Pero sus intentos de ganarse la confianza de sus
compañeros de prisión resultaron fallidos. El responsable del grupo decidió hacer caso omiso de su
presencia y planeó la huelga.

—Rechazaremos todo alimento. Los mismos carceleros se encargarán de hacer circular en la


ciudad que estamos en huelga de hambre hasta que se nos procese.

Hablaba con firmeza. Igual que el señorito, también era de contextura débil, pero no tenía las uñas
pintadas. Su rostro moreno revelaba haber vivido bajo el sol. Como le habían roto los lentes en el
momento de capturarlo, su miopía le obstaculizaba desplazarse en la oscuridad del calabozo.
Debía pegarse a los objetos para verlos y guiarse más por el tacto que por sus ojos. Su voz firme,
concisa, indicaba su fortaleza interior.

Los compañeros le obedecían persuadidos de su conocida capacidad de dirección. Sabía cómo


ganarse la simpatía de todos: de los guardias, de los mozos encargados del aseo, de la mujer que
cocinaba. Tal vez por ello el señorito se acercó a él antes que a cualquiera otro de sus compañeros,
lo que ahondó la desconfianza que ya inspiraba.

—La dictadura teme. Por eso estamos vivos. El pueblo responde a nuestras consignas de
resistencia. La policía se refuerza con campesinos reclutados en los lugares más atrasados del país.

Era cierto. Nuevas caras, rostros indígenas, temerosos, sumisos y ciegos, vestían uniformes de
policía. Ni siquiera estaban acostumbrados a calzar zapatos. Precipitadamente se reclutaba gente
inmune a la agitación política de la ciudad.

—Las masas adquieren conciencia de lucha. Han visto ustedes cómo las mujeres se atreven a
protestar. Ya salen a la calle. Muy pronto, pelearán también los cobardes que hasta ahora han
dejado que el dictador les haya privado de libertad, solo por no querer comprometerse con la
rebelión.

El señorito le escuchaba con más atención que los otros. El líder le daba la espalda como si
escondiendo los labios de su vista consiguiera que parte de sus consignas no fueran sorprendidas
por él. Desde el rincón, sucias las ropas, encañonada la barba, y plagado de insectos, escuchaba
aquellas palabras que nunca jamás habían lastimado sus oídos. Sentía un escozor en todo el
cuerpo; inútilmente pretendía sorprender alguna pulga allí donde le hormigueaba. Bajo su piel, en
sus nervios, en su sangre, sentía enervante quemazón que lo obligaba a pensar. Meditaba en lo
que tantas veces había revelado a sus compañeros de prisión: “Yo quiero vivir en paz”, “no sé nada
ni quiero saber de política”. Por primera vez comprendía el comportamiento que tenían con él,
rehuyéndolo.
El miope proseguía aleccionando a sus camaradas:

—El pueblo sabe quiénes son sus opresores y quiénes han contribuido con el silencio a apuntalar
la dictadura. La hora de la insurrección se acerca. No importa que nosotros seamos asesinados, tal
vez esta misma noche. Los que sobrevivan, que son los más, sabrán vengarnos.

El señorito llegó a tener vergüenza de sí mismo. Reflexionó sobre su vida dedicada a cuidar sus
intereses particulares y se reprochaba su indiferencia por las luchas de sus compañeros de
universidad; de haberse preocupado más por sus uñas que de los problemas sociales. Jamás se
inquietó por ese pueblo, que si acaso miró alguna vez fue con desprecio y repugnancia. Y ahora
veía que esos hombres luchaban por un ideal. Que no temían a la muerte. Supo que los agitadores
no eran tan repugnantes.

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