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Prólogo
3. Inteligencia emocional
Reconocer lo que nos pasa
Revisar los juicios para cambiar lo que sentimos
Gestionar las emociones
El lado oscuro de la inteligencia emocional
Conversaciones difíciles
7. Ética y bienestar
La autenticidad da trabajo
¿Una empresa feliz?
Estudiar las mejores prácticas
Bienestar individual
Bienestar para un equipo
Agradecimientos
Notas
Bibliografía
Prólogo
Tenemos muchas intuiciones a lo largo de nuestra vida y el punto es que buena parte de estas
intuiciones están equivocadas.
Dan Ariely
Autoridad líquida
La evocación del dicho “el que sabe sabe y el que no sabe es jefe” me llevó
a recordar el particular contexto que lo hacía válido. Como señalaba, en los
años 60 las estructuras de poder eran todavía muy rígidas y la elección de
los jefes, casi todos hombres por entonces, tenía a menudo más que ver con
recomendaciones personales o familiares que con la capacidad demostrada
por el candidato. En esa sociedad, desempeñarse como jefe no representaba
un gran desafío ya que el lugar reservado a la autoridad, si bien empezaba a
ser fuertemente cuestionado, conservaba todavía atributos y ventajas que lo
mantenían a salvo. Según Moisés Naím, autor del influyente libro El fin del
poder, en nuestros días “las barreras que protegen a los poderosos ya no son
tan inexpugnables como antes”, situación que ha llevado al surgimiento de
numerosos actores “capaces de retar con éxito a los poderes tradicionales”.
Naím atribuye esta erosión de la autoridad, que ha ido perdiendo su red de
apoyo y seguridad, a tres revoluciones simultáneas que denomina:
revolución del más (más productos, más personas, más clase media),
revolución de la movilidad (de las tecnologías, de las ideas, de las personas)
y revolución de las mentalidades (a favor de la igualdad, de las libertades,
de la transparencia).
Este deterioro que observa Naím en las relaciones de poder en diversos
ámbitos tiene un correlato en las organizaciones, donde la manera de
gestionar que prevaleció durante gran parte del siglo XX ya no resulta
adecuada. Así lo señala el teórico del coaching Rafael Echeverría en su
libro La empresa emergente, donde sostiene que el modelo tradicional de
“mando y control” que permitió la expansión industrial resultó sin embargo
insuficiente cuando se lo aplicó para lograr mejoras en la productividad del
trabajo no manual. Por eso, en una sociedad como la actual, donde la
innovación y el trabajo vinculado al conocimiento resultan preponderantes,
las formas tradicionales de ejercer la jefatura, basadas en el mejor de los
casos en una actitud paternalista y en el seguimiento minucioso de la
ejecución de cada orden, no solo son inconvenientes sino que terminan
perjudicando el desempeño. Como veremos, esta crisis, que afecta a la
sociedad en su conjunto y de un modo singular a las organizaciones, abre la
posibilidad a nuevas formas de gestión, fundadas en la autonomía, el
compromiso y la responsabilidad de todos los involucrados.
El cambio en las reglas con las que se legitima y se construye la
autoridad, tanto en la sociedad como en las organizaciones, es un proceso
complejo y prolongado que no resulta fácil de conceptualizar. Esta
dificultad para elaborar una definición satisfactoria se manifiesta en el
volumen de investigación académica sobre qué es y cómo se desarrolla el
liderazgo, el cual se ha acelerado y multiplicado a partir de fines del siglo
XX. Un resumen realizado en 2014 por el Gobierno de Australia para
presentar las principales corrientes de pensamiento sobre el liderazgo señala
la producción de solo cuatro teorías relevantes entre los años 1840 y 1980
(es decir, en un lapso de 140 años) y de otras cuatro desde entonces hasta el
presente. Más allá de la mayor o menor validez que puedan tener estas
teorías y de las diferencias entre ser líder y ser jefe, de las que ya nos
ocuparemos con más detalle, lo que el resumen realizado por los
australianos nos está señalando es una mayor preocupación de los
académicos para tratar de definir y comprender cómo algunas personas
logran influir en el pensamiento y la conducta de otros. Si tenemos en
cuenta que en distintos ámbitos de poder, como señalaba Naím (y en
particular en las organizaciones, según el diagnóstico de Echeverría), hay
una dificultad para conservar y ejercer el poder, podemos concluir que este
aumento en la producción académica está vinculado con una demanda de la
sociedad por comprender mejor cuáles son las habilidades necesarias en
nuestro tiempo para desempeñarse en un puesto de dirección.
Teniendo en cuenta este panorama, a la falta de formación crónica para
ejercer el rol de jefe, característica del siglo XX, se agrega ahora la dificultad
adicional de que el entrenamiento adecuado debe incorporar las
particularidades de una época en la que la autoridad recibe muchos
cuestionamientos y la obediencia no puede darse por descontada. A partir
de la eficaz metáfora propuesta por el filósofo Zygmunt Bauman, podemos
calificar a esta época como “líquida” en contraposición con una modernidad
“sólida”, en la cual las pautas para el funcionamiento de las instituciones
sociales estaban preestablecidas, carecían de flexibilidad y no admitían la
experimentación. La rebelión contra esa rigidez que se percibía como
autoritaria dio lugar, a través de un complejo itinerario, a una modernidad
en la que ya no hay modelos fijos ni barreras infranqueables que deban
aceptarse como tales, donde todas las instancias adquieren formas
temporales e inestables. En ese contexto, la familia, la pareja, las
organizaciones y también la autoridad tienen esa condición “líquida” que
produce al mismo tiempo mayor libertad y también una mayor fragilidad.
La influencia de las posturas filosóficas en la cultura de las
organizaciones es por cierto limitada, ya que por lo general se teme que este
tipo de enfoques complique demasiado las cosas y genere debates
interminables con pocos resultados prácticos. Por eso se le presta mucha
más atención a Bauman en los claustros universitarios y entre personas
curiosas o amantes de la cultura que en las oficinas. Sin embargo, una
definición del contexto actual, que tiene muchos puntos de contacto con la
“modernidad líquida” descrita por Bauman y que proviene del ejército de
los Estados Unidos, sí llamó la atención de consultores y expertos en
liderazgo estratégico que trabajan en estrecha relación con ejecutivos. Se
trata de los “entornos VUCA”, donde el acrónimo se forma con las iniciales
en inglés de las palabras “volatilidad” (volatility), “incertidumbre”
(uncertainty), “complejidad” (complexity) y “ambigüedad” (ambiguity).
Los entornos VUCA, según la doctrina militar y su correlato
organizacional, son característicos de nuestro tiempo, en el cual el fracaso
pasa a ser una eventualidad más a considerar y la disposición para aprender
es la condición que garantiza no ya el éxito sino la superviviencia. En un
entorno de estas características, la flexibilidad y la capacidad de adaptación
son fundamentales para lograr resultados.
Inmerso en la modernidad líquida o en el entorno VUCA, quien tiene a
su cargo la tarea de conducir a un equipo de trabajo en nuestro tiempo no
puede pretender basarse en un listado simple de actitudes a adoptar o de
conductas a seguir ante un breve menú de situaciones posibles. Somos
testigos de cambios sociales y culturales complejos, que requieren
herramientas mucho más sofisticadas que el palo y la zanahoria mediante
los cuales es posible lograr que un burro se mueva o, reemplazando
adecuadamente tanto el castigo como el incentivo, conseguir que un
empleado trabaje. Por eso en el título del libro hablamos de ser jefe/a “en el
siglo XXI”, con todas las dificultades propias de nuestra época. La tentación
de eludir esta complejidad y la tendencia a basarse en idealizaciones —esto
es, no en lo que un jefe puede hacer sino en lo que debería hacer— son las
principales causas por las que la mayoría de los entrenamientos para
managers o para desarrollo de liderazgo dan escaso resultado. Según señala
el profesor de Stanford y especialista en la materia Jeffrey Pfeffer, si bien en
los Estados Unidos hay conciencia de que estos entrenamientos son
necesarios, a punto tal que se gastan en ellos más de 20 mil millones de
dólares anuales, el resultado dista mucho de ser satisfactorio. Para Pfeffer,
hay una profunda desconexión entre lo que se dice y se piensa que los
líderes efectivos deben hacer y lo que sucede en los lugares de trabajo.
Muchas veces, los entrenamientos poco eficaces proponen una épica del
trabajo y el liderazgo que toma como ejemplo a héroes de la historia de la
talla de Abraham Lincoln o Nelson Mandela. Durante estos cursos se suele
recomendar una serie de conductas ideales, entre las cuales encontramos al
líder nunca satisfecho hasta lograr el mejor resultado posible, apasionado
hasta la extenuación en la búsqueda de la excelencia y con una vocación de
servicio propia de un iluminado. Actitudes de esta índole aparecen como
lejanas e inalcanzables para los receptores, que pasan de inmediato a
evaluar la información recibida como parte de una situación que nada tiene
que ver con ellos. Otra variante de estos adiestramientos que fracasan está
relacionada con el uso de argumentos y metáforas poco convincentes, que
en algunos casos llegan a incomodar e incluso a ofender a los supuestos
beneficiarios. Recuerdo, a propósito de esto, un video que mostró la jefa de
capacitación de una compañía de seguros a los empleados de un sector de la
empresa. El video pretendía hacer hincapié en las ventajas de la
colaboración mediante la filmación de un grupo de gansos que volaba
formando una V, de manera tal de ahorrar energía y ganar en velocidad.
Luego de ver las imágenes y escuchar la explicación, uno de los asistentes
quiso salir de dudas y preguntó: “Los gansos venimos a ser nosotros, ¿no?”.
Un malentendido frecuente
Una consecuencia inevitable de la abundancia de “jefes horribles” es el
desánimo de quienes trabajan bajo sus directivas. Dado que afrontar las
verdaderas causas del problema a menudo supera la capacidad de reflexión
y de acción de muchas organizaciones, se suelen buscar paliativos, ya sea
mediante la contratación de coaches o consultores para que traten de
mejorar el “clima laboral” o a través de alguna técnica de comunicación
más o menos novedosa. A esta necesidad se refería un artículo publicado en
el diario La Nación a principios de 2016, en el que representantes de varias
empresas con operaciones en la Argentina y proyección internacional
señalaban la importancia crucial que tiene en nuestro tiempo lograr un
mayor compromiso de los empleados con las tareas que realizan. Con ese
propósito, en el artículo se destacaba que muchas organizaciones habían
comenzado a implementar un contacto más frecuente y menos formal con el
Chief Executive Officer (CEO). Sin perjuicio de que mediante este tipo de
acercamiento se pueda lograr alguna mejora, está claro que para impulsar
un cambio cultural se requiere una estrategia menos limitada y el esfuerzo
coordinado de todos los niveles jerárquicos. Tal como señala el consultor
Matías Ghidini, citado en el mismo artículo: “Si el único que puede inspirar
valores es el CEO, entonces estamos en un problema. Que camine pasillos
cuatro días o que, por política, cada dos meses se siente en el comedor no
alcanza. Las nuevas generaciones valoran más la coherencia en las
actitudes. Lo ideal sería que las propias acciones del CEO sean una
consecuencia buscada de una cultura corporativa que las favorezca”.
El contacto con el CEO es uno de los tantos intentos que hacen las
empresas para tratar de motivar a sus integrantes y lograr que se
comprometan con su trabajo. Esta preocupación por el compromiso de los
empleados no se limita al ámbito local: una encuesta realizada en 142
países y publicada en 2013 por Gallup reveló que solo el 13 % de los
trabajadores se sienten comprometidos con la tarea que realizan, mientras
que el 63 % se considera no comprometido y el 24 % restante admite falta
total de interés en lo que hace. Dado este panorama, se comprende que las
empresas traten de buscar métodos para que los empleados den lo mejor de
sí con el propósito de mejorar el desempeño de la organización. En ese
contexto es que llevan adelante iniciativas diversas, como la citada del
contacto con el CEO, y se solicitan con frecuencia los servicios de un coach
o de un consultor. Ahora bien, dada la falta de información precisa sobre
estos roles y la proliferación de entrenamientos basados en grandes
hombres de la historia y en recomendaciones pretenciosas y poco realistas,
sucede a menudo que los clientes interpretan que el coach (o el consultor)
es algo así como un proveedor de técnicas que a menudo llaman de
“comunicación” al mismo tiempo que dan por sentado que son, en realidad
de manipulación. Según este enfoque, el coach o consultor está allí para
encontrar la manera de construir un discurso extremadamente persuasivo,
cuya implementación haga posible que los empleados trabajen más y mejor
a cambio del mismo sueldo, en las mismas condiciones laborales y con el
mismo grado de participación en la toma de decisiones. Como es de
suponer, estos intentos están destinados invariablemente al fracaso. Así lo
señala el consultor cubano-europeo Amalio Rey luego de declararse
decepcionado por cierto tipo de management. Dice Rey que si bien hoy las
empresas se lamentan de la falta de compromiso de los empleados, lo que
ofrecen para lograr un cambio de actitud es por lo general “promesas
huecas y discursos bonitos” y “de compartir lo esencial, nada”.
Esta vocación por intentos de manipulación, que he encontrado de vez en
cuando en mi práctica profesional, no proviene por lo general de las
personas que reconocen la existencia de un cuerpo sólido de conocimientos
y deciden dejarlo de lado para buscar un camino supuestamente más fácil.
Se trata, en buena parte de los casos, de ejecutivos o jefes que han
interpretado que todo esto del coaching, la psicología social y la psicología
positiva no es más que una nueva manera de hablar de la misma historia de
siempre: están los que mandan y los que obedecen, los que tienen autoridad
y poder de decisión y los que carecen de estos atributos, quienes no tienen
más remedio que seguir órdenes. Desde esta visión arcaica de las relaciones
laborales, el coaching y la psicología organizacional deberían proveer un
nuevo relato a estas relaciones, una narrativa que quede invariablemente en
la superficie y sirva tan solo para dirigirse de un modo más amable a los
pobres condenados a obedecer. Gracias al coaching y a las ideas que son
afines a esta disciplina, interpretan estos directivos, las personas van a
responder mejor a sus indicaciones porque en lugar de hacerlo tan solo
porque reciben un salario, van a agregar al incentivo proveniente de la
compensación monetaria un entusiasmo y una alegría originados en una
decena de frases presuntamente conmovedoras, repetidas hasta el
cansancio.
Por supuesto, esta actitud no es abierta y declarada y quizá, en algunos
casos, ni siquiera sea del todo consciente. Tampoco descarto que en muchas
de estas personas haya una genuina preocupación por mejorar lo que a
menudo se define como “mal clima laboral” o “problemas en la
comunicación”. Pero lo cierto es que una vez solicitada la intervención
profesional para resolver estas cuestiones y realizado el diagnóstico
correspondiente, que invariablemente resulta específico para cada situación,
aparecen en algunos casos signos de incomodidad y ciertos reclamos o
aclaraciones que apuntan casi siempre en la misma dirección y pueden
sintetizarse en la pregunta “¿vos de qué lado estás?”. Siempre que he tenido
ocasión de responder a esta pregunta digo que mi compromiso es con el
mejor funcionamiento de la organización, lo cual se traduce en una mayor
productividad laboral en todos los casos y, en consecuencia, en una mayor
rentabilidad cuando se trata de una empresa.
Aquí es donde aparecen gestos inequívocos de incredulidad. En general,
mis clientes reconocen mis esfuerzos y cierta capacidad para obtener
buenos resultados, de manera que cuando se da una situación como la
descrita con alguno de ellos, me dedican una mirada de espanto y,
enseguida, una sonrisa condescendiente, acompañada quizá de alguna
palmadita afectuosa y de palabras de aliento. En este contexto amable, me
han dicho que soy “un poco ingenuo” o me han dedicado elogios dudosos
vinculados por lo general con cierto “idealismo”. Se trata, está claro, de
elogios entre comillas, pues refieren a cualidades que de nada sirven, según
esta mirada, a la hora de gestionar. Me han dicho también que el coaching y
las profesiones de las cuales se nutre promueven un enfoque de avanzada
para una sociedad que algún día llegará, pero que todavía está un poco lejos
de nuestro presente. Este tipo de situaciones lleva al especialista español en
Recursos Humanos Enrique Escalante a admitir que “en muchas
(¡¡muchísimas!!) empresas uno descubre con desasosiego cómo una cosa es
lo que se dice y otra es lo que se hace, y que en muchos casos el mensaje
está hecho para la audiencia pero luego no se lleva a la práctica”.
Y sin embargo, hace más de quince años el influyente consultor austríaco
Peter Drucker ya advertía que el principal desafío de nuestro siglo sería
lograr en los trabajadores y el trabajo del conocimiento un aumento similar
al logrado en el siglo XX con respecto a la productividad del trabajo manual.
Tal como señala Drucker, a través del análisis de la producción de
manufacturas con el propósito de dividirla en tareas simples y repetitivas, el
trabajo manual dio un salto en la productividad sin precedentes que luego
tuvo una manifestación ulterior en la mejora de la calidad. No obstante, el
aumento de la productividad de los trabajadores del conocimiento —esto es,
de todos aquellos que realizan tareas vinculadas a la gestión y a la
distribución de información— es todavía una asignatura pendiente, que va
creciendo aún más en importancia pues buena parte de las tareas que antes
se realizaban a mano hoy son ejecutadas por una máquina dirigida por un
trabajador desde una computadora. Para Drucker, el aumento en la
productividad de los trabajadores del conocimiento solo es posible a través
de la autonomía y el aprendizaje permanente, lo cual implica un cambio
profundo en el tipo de relación que estos trabajadores establecen con sus
pares y con sus jefes. Los ejecutivos mejor informados advierten esta
exigencia y ven en su adecuado tratamiento la posibilidad de obtener una
ventaja competitiva. Pero el cambio requerido es profundo y, tal como
sucede en casi todos los órdenes de la vida, mientras las organizaciones no
se sientan amenazadas prevalecerá en gran parte de los casos la inercia de la
vieja mentalidad, enmascarada ahora con un lenguaje más amable y con
alguna que otra referencia sentimental.
Al comentar con algunos colegas esta suerte de doble moral que circula
en nuestro tiempo he recogido varios tipos de reacciones. Para simplificar y
no entrar en detalles quizá comprometedores, me parece conveniente
agruparlas en tres grandes lineamientos. Están los que se enojan por la
incomprensión y dedican la mayor parte de su tiempo a la docencia o al life
coaching, que es la rama utilizada para el desarrollo personal. Están los que
tratan de acomodarse a las necesidades del cliente y terminan haciendo
equilibrio entre la demanda de no cuestionar ciertas jerarquías y los
cambios que pueden resultar beneficiosos para la organización (con mi
propia modalidad, me identifico con este grupo). Y están, finalmente, los
que ceden más de la cuenta y de este modo confirman la presunción de
quien los contrató: por mucho que se hable de un cambio en las relaciones
laborales, se trata en realidad del “mismo perro con distinto collar”. Contra
estos usos poco claros del coaching se rebeló a principios de 2016 el
biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, quien sostuvo en una
entrevista que cuando se cae en la manipulación, “la persona desaparece”.
La creencia de que el coaching es una técnica de manipulación está
bastante extendida, no solo a nivel gerencial. Para muchos, más allá del
lugar que ocupen en una organización, los discursos vinculados con una
nueva mirada sobre el lenguaje, la inteligencia emocional, las pautas para
formar y conducir equipos, y cuestiones parecidas no son más que parte de
una moda para referirse a las relaciones de poder que caracterizan desde
siempre a las empresas, las reparticiones estatales y las asociaciones sin
fines de lucro. La supuesta moda, sin embargo, tiene sus consecuencias,
pues en muchos casos se la identifica con lo que resulta políticamente
correcto dentro de las organizaciones. En consecuencia, se la utiliza a
menudo como un lenguaje ritual que se refiere a algo en lo que no se cree,
lo cual resulta a la vez tedioso e irritante. Me ha tocado ver, por ejemplo,
largos intercambios por correo electrónico en los cuales se perciben
“ruidos” constantes referidos a disputas personales, a las que las partes se
refieren de manera cuidadosa y esmerada, utilizando la terminología del
coaching.
Estas dificultades e incomprensiones, sumadas a las vacilaciones de
quienes se desempeñan como coaches para definir qué tipo de saber son
capaces de proveer, revelan a mi juicio que atravesamos una etapa de
transición en la que no todos los profesionales que trabajan en esta área
tienen la misma formación ni el mismo criterio. Se da el caso de que hay
distintas escuelas de coaching —europea, chilena, norteamericana— y
distintos tipos de entrenamiento —se puede estudiar como un posgrado, en
una carrera de dos o tres años, en cursos de pocos meses, como aplicación
práctica de una licenciatura en psicología positiva u otras variantes. En
consecuencia, no hay acuerdo sobre los saberes que están relacionados con
la práctica del coaching. Hay visiones más restrictivas, como la promovida
por la International Coach Federation, que hace hincapié en la capacidad
del coach para poner en valor los saberes y experiencias del cliente, y hay
visiones más amplias, como la que proponemos en este libro y practican
muchos colegas, que incluye la posibilidad de que el coach actúe también
como consultor y aporte lo suyo.
Dada la vaguedad de ciertos planteos, se entiende que muchas personas
se muestren escépticas o se inclinen por tomar el coaching como una suerte
de simulación, útil para convencer más rápido a sus subordinados de que les
obedezcan y de que lo hagan, además, con verdadera dedicación e incluso
alegría. Nada de esto sucede, como era de esperar, más allá de que algunas
empresas implementen laboriosos sistemas de evaluación de desempeño o
de clima laboral que terminan siendo nuevas rutinas para jugar el viejo y
conocido juego de las jerarquías y el poder más conservador y vertical. Este
libro tiene la intención de mostrar que hay un conocimiento acumulado que
es sólido, está bien fundado y cuya aplicación puede significar una ventaja
competitiva decisiva en nuestra época para mejorar el desempeño de las
organizaciones. Poner en práctica y desarrollar este conocimiento es
indispensable para aumentar la productividad laboral y lograr ese salto en la
capacidad del trabajador del conocimiento reclamado por Drucker para el
siglo XXI.
Salario emocional
Mientras muchos jefes tratan de remediar la falta de compromiso que
perciben en sus colaboradores con discursos poco convincentes, creados por
ellos mismos o sugeridos por otros, las relaciones laborales parecen
estancadas en una forma u otra de paternalismo o, lo que resulta sin duda
peor, en alguna variante que combina coerción y abuso en distintas
proporciones. En ambos casos, se trata de jefes que dan poco valor a los
aportes de sus empleados, ya sea porque los consideran equivalentes a niños
a los que es necesario guiar o porque los perciben como personas con
escaso mérito a quienes es necesario someter. En un influyente libro sobre
buenos y malos jefes, el profesor de la Universidad de Stanford Robert
Sutton se refiere a un “tándem tóxico”, que caracteriza a los peores entre
quienes ejercen algún tipo de autoridad. Se trata, según Sutton, del jefe que
solo hace foco en lo que quiere él, que resta importancia a lo que quieren
los integrantes de su equipo y que, además, se considera más allá de las
reglas que fija para el resto. En ese contexto, no sorprende que los
empleados, como una forma de represalia, cometan errores a propósito, den
parte de enfermo mucho más seguido, eviten el contacto con el jefe y tomen
descansos más largos durante la jornada laboral.
Este tipo de escenarios son mucho más frecuentes de lo que una
estimación de sentido común parecería indicar. Estudios realizados en los
Estados Unidos desde los años 50 en adelante muestran que entre el 60 % y
el 75 % de los trabajadores dicen que tratar con el jefe es la parte más
estresante de su trabajo. En esos casos, se pierde información valiosa para
tomar decisiones, ya que los empleados evitan dar malas noticias y tratan de
encontrar soluciones precarias con tal de que cualquier falla o deficiencia
pase inadvertida. Además, el sueldo se transforma en el único motivo por el
cual el trabajador permanece en la organización; y no se trata, por cierto, de
un motivo poderoso. Según un estudio de la consultora internacional Korn
Ferry entre ejecutivos de 80 países, solo un 5 % de los encuestados señaló
un mayor salario como motivo principal para cambiarse de compañía. Las
discrepancias con su superior inmediato y la falta de oportunidades de
crecimiento profesional ranquearon al tope de las quejas (con un 20 y un 33
% de las respuestas respectivamente). Tal como señala Francisco Moreno,
directivo de la consultora, “la gente ingresa por la empresa y egresa por el
jefe. El problema es que, en la mayoría de los casos, suele transcurrir
mucho tiempo (a veces un año o más) entre que se toma la decisión y se
hace efectiva”.
A diferencia de los jefes que combinan coerción con algún tipo de abuso
como gritos o cualquier otra variante de maltrato, los jefes paternalistas
controlan y a la vez protegen a sus empleados, cuidado que por lo general
ofrecen a cambio de obediencia y sumisión. En este tipo de relación, que es
bastante común en países como Japón y China y en América Latina, los
empleados se sienten parte de un equipo en el cual todos los integrantes
comparten las creencias, los juicios y las decisiones del jefe, quien a su vez
adopta el compromiso implícito de actuar en beneficio de todos. Bajo la
dirección de un jefe paternalista, los aportes de los empleados se reducen al
mínimo y se anula toda manifestación creativa. Además, con el tiempo se
generan favoritismos cuyo origen está más vinculado con la lealtad al jefe
que con la contribución a la organización. Si bien algunos autores señalan
que el paternalismo es un tipo de liderazgo más efectivo que una variante
meramente autoritaria, lo cierto es que la protección obtenida por los
empleados parece ser un beneficio exiguo cuando se lo compara con la
condición de dejar de pensar por sí mismos y la prohibición de expresar
libremente de qué manera creen que deberían hacerse las cosas. En el
mediano plazo, el paternalismo solo consigue un grupo de trabajo
aletargado, que se limita a seguir de manera acrítica las ocurrencias de una
sola persona. Según el consultor español José Miguel Bolívar, cuando las
personas entienden que “la responsabilidad última sobre lo que hacen recae
sobre sus jefes, tanto para bien como para mal, tienden a desvincularse de
las consecuencias de lo que hacen y se limitan a ‘salir del paso’ o a ‘cubrir
el expediente’, como vulgarmente se dice”. Quienes no se adaptan a esa
manera opresiva de funcionar —y se trata, como es de suponer, de los más
talentosos— buscan nuevos rumbos.
Que el paternalismo se haya extendido y goce de cierto favor entre
algunos investigadores, los cuales sostienen que en determinados contextos
culturales mejora el compromiso, se debe quizás a que se trata de una
situación que reproduce experiencias familiares valoradas por casi todos en
etapas tempranas de la vida. El paternalismo confirma además un sesgo de
atribución bastante generalizado acerca de la responsabilidad del jefe con
respecto a los resultados obtenidos por el equipo que se desempeña a su
cargo. Así lo señalaron Roberto Weber y otros investigadores en un artículo
publicado en 2001 en la revista especializada Organization Science. Al
evaluar los resultados de distintos juegos de coordinación similares a tareas
de oficina, Weber y sus colegas verificaron que los participantes
atribuyeron erróneamente el éxito o el fracaso en el juego a la calidad del
líder designado en cada caso y dieron escasa o nula importancia a factores
situacionales decisivos. Dada esa atribución errónea y automática de la
responsabilidad, no resulta extraño que muchas personas se sientan
gratificadas cuando trabajan bajo las órdenes de un jefe paternalista, que se
hará cargo tanto del éxito como del fracaso de lo realizado por el equipo. En
esos casos, el deterioro de la productividad laboral no llamará la atención
mientras haya dinero suficiente para pagar los sueldos. Como señalábamos
antes, las personas creativas y ambiciosas escaparán de este tipo de
intercambio como de la peste.
La conciencia de que cambiar protección por obediencia es
inconveniente tanto para el jefe como para su equipo y también para el
funcionamiento de la organización, llevó a algunos especialistas en
Recursos Humanos a tratar de hacer explícitos los beneficios que deben
tener los empleados para dejar de ofrecer lo mínimo posible a cambio de un
salario y pasar a comprometerse con la tarea y a aportar en consecuencia.
Se denomina “salario emocional” a esa retribución no económica que
intenta satisfacer necesidades personales, familiares o profesionales.
Consiste a menudo en dar flexibilidad horaria, contemplar el fundamental
equilibrio entre las obligaciones laborales y las familiares, y tener en cuenta
un plan de carrera que dé mayor sentido a la tarea que se realiza en el
presente. Estas iniciativas van acompañadas por lo general de una
comunicación más frecuente y una información detallada sobre la situación
de la empresa y sus planes para el futuro. La propuesta tiene, por cierto, sus
méritos, pues parte de reconocer que el modo en que se trabaja en las
organizaciones tiene serias deficiencias y apunta a mejorar el compromiso
de los empleados al otorgarles beneficios reales.
Si bien la postulación de un “salario emocional” es un paso en la
dirección correcta, la iniciativa corre el riesgo de fracasar en dos niveles
distintos y, a la vez, complementarios. El primero es el de la dirección de la
organización, que puede tomar la cuestión como una tendencia a seguir y, al
igual que en el caso del coaching, como una herramienta más de
manipulación. A partir de esa premisa, se tratará entonces de otorgar alguno
de los beneficios señalados para compensar salarios más bajos u otro tipo
de medidas poco satisfactorias. Así lo señala el consultor español Sandro
González, quien juzga inevitable en esos casos que los empleados se sientan
“estafados” y consideren que “hablarles de satisfacción laboral o
transparencia” para encubrir una desventaja es en realidad una “tomadura
de pelo”. El otro nivel en el cual es posible el fracaso de una propuesta de
este tipo es el de los empleados, que pueden tomar los beneficios de manera
pasiva y seguir funcionando dentro de esquemas rígidos y poco
estimulantes, con un compromiso escaso que en nada se modifica por el
hecho de que trabajen desde casa un día por semana o puedan tomarse
minivacaciones varias veces al año.
En mi opinión, el “salario emocional” elude el problema de fondo, que es
el de revisar y cambiar la manera en que trabajamos y puede, en
consecuencia, transformarse en un paliativo que postergue la búsqueda de
soluciones reales. Por eso creo que los beneficios no económicos que se
otorgan a los empleados deben estar acompañados o incluso precedidos por
un cambio en las reglas de juego, lo cual requiere un esfuerzo de
interpretación, comprensión y ejecución no menor, del que nos ocuparemos
a lo largo de este libro. De lo contrario, esos beneficios serán tratados como
un elemento más de negociación entre empleados y empleadores en un
panorama laboral que seguirá siendo el mismo, esto es, un lugar al que cada
trabajador va para dar lo mínimo posible a cambio de la máxima
recompensa, frente a una organización que pretende ceder en dinero y en
beneficios lo mínimo posible y obtener la máxima prestación.
Innato o adquirido
Cerramos este capítulo introductorio con algunas aclaraciones sobre el
contenido del resto del libro. Uso la denominación “jefe/a” —que puede
considerarse en ciertos contextos equivalente a “manager”— en lugar de
optar por “líder” porque el rol de jefe implica una figura con autoridad y
poder de decisión concretas, orientada a sacar adelante el trabajo. La
denominación líder, en cambio, se refiere a otra clase de contribución y no
necesariamente implica una responsabilidad ante un equipo de trabajo. Hay
líderes informales, que se limitan a influir sin tener poder de decisión, y
también hay líderes que están en contacto no solo con un grupo de
colaboradores sino con grandes masas, como por ejemplo los líderes
políticos o espirituales. En el contexto de una organización, nos parece
adecuada la distinción que hace el especialista estadounidense John Kotter,
quien señala que un jefe por lo general se ocupa de planificar, gestionar y
resolver, mientras que un líder es quien indica el rumbo a seguir y convence
a sus colaboradores de que ese es el camino correcto. Así definidos los
roles, resulta claro que se puede ser jefe/a sin llegar a liderar, aunque por
supuesto es beneficioso incorporar esa capacidad (más adelante veremos
cómo). A su vez, un líder no necesariamente tiene responsabilidad directa
en la gestión de una organización.
Por otra parte, la denominación “líder” se presta con frecuencia al
estudio de los grandes hombres, a las idealizaciones y también a casos en
los cuales una dedicación exagerada al trabajo hace perder el equilibrio
saludable entre los demás aspectos de la vida. Al referirnos a jefes o jefas,
nos vamos a enfocar en esas personas cuyo trabajo diario consiste en dirigir
a un grupo de colaboradores para lograr un objetivo y exhibir un resultado
ante todas las partes interesadas, ya sea ante un jefe que está en un nivel
superior, un grupo de socios o accionistas, ante su propio equipo cuando se
trate de una cooperativa, ante un cliente o grupo de clientes, ante una
agencia gubernamental, etcétera, etcétera. Nos vamos a enfocar en personas
que además de ejercer el rol de jefe, desean tener una vida plena y
completa, y no entra en sus planes entregarse en cuerpo y alma a una causa,
sea esta la de convertirse en un multimillonario o ser protagonista principal
de una nueva era.
¿Hay malos jefes que obtienen resultados? Los hay, por supuesto. Uno
de los casos clásicos es el de Steve Jobs, que fue al mismo tiempo un
visionario, un excepcional innovador y un jefe desagradable, con tendencia
al maltrato y al que muchos temían. Como muestra el film Steve Jobs: The
Man in the Machine, Jobs compensaba la mala relación con sus
colaboradores con una capacidad extraordinaria para marcar un rumbo
significativo para todos y una dedicación obsesiva al trabajo. Sin embargo,
la influencia de Jobs como jefe malhumorado y arbitrario no es algo para
subestimar. En el documental Print the legend, en el cual se reseña el
surgimiento de las impresoras portátiles 3D, varios ex socios y ex
colaboradores de Bre Pettis, uno de los fundadores de la empresa pionera
MakerBot, se quejan de su falta de franqueza y de su mal carácter. Quien
acierta al explicar por qué Pettis tiene tanta confianza en su mal
comportamiento es el especialista en start-ups Jeff Osborn, durante una
entrevista en la cual lamenta los malos momentos pasados junto a su ex
jefe. Para Osborn, “la biografía de Steve Jobs dio a mucha gente permiso
para comportarse como una mala persona”. Lo que sostenemos desde
nuestra perspectiva es que personas como Jobs o Pettis obtienen sus logros
a pesar de ser malos jefes; y que si fueran buenos jefes, tendrían mayores
logros y la pasarían mucho mejor. A propósito de esta relación entre una
cualidad muy negativa y grandes logros, me viene a la memoria la
confesión de Diego Maradona a Emir Kusturica en el film Maradona by
Kusturica. En una escena que muestra parte de una conversación entre
ambos, Maradona se refiere a su carrera y dice: “Emir, ¿sabés qué jugador
hubiese sido yo si no hubiese tomado cocaína? ¡Qué jugador nos perdimos!
Me queda el mal sabor de boca, que hubiese sido mucho más de lo que
soy...”.
Quizá pueda resultar extraño que individuos de gran talento no adviertan
que las personas que los rodean tienen una mala opinión de los métodos que
utilizan para conducir el trabajo en equipo. Una parte de la explicación
proviene, tal como demostró el investigador sueco Ola Svenson, de que
todos tenemos tendencia a ser complacientes cuando evaluamos nuestras
habilidades. Svenson pidió a un grupo de 161 personas convocadas para un
experimento que evaluaran su habilidad para conducir un automóvil y cuán
riesgoso resultaba su estilo de conducción en comparación con el resto de
los presentes. Al revisar las respuestas, comprobó que entre el 77 % y el 88
% se consideraban por encima de la media. A esta inclinación a evaluarnos
como más capaces de lo que en realidad somos debemos agregar que, según
señalaron el profesor Jeffrey Pfeffer y otros investigadores, también
suponemos de manera automática que una tarea se ejecutará mejor si está
supervisada por nosotros mismos y que la calidad del resultado irá en
aumento cuanto más nos involucremos personalmente. A la luz de estas
creencias, comprendemos entonces que el jefe autoritario, que no delega y
no confía en los integrantes de su equipo, es quizás el punto de partida de
gran parte de las personas y que tener una actitud distinta requiere una
buena dosis de reflexión y de entrenamiento.
Desde la última mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX
tuvo gran aceptación la teoría de que los líderes eran personas especiales,
que nacían con las características adecuadas para ejercer el poder y que
lograban grandes transformaciones gracias a estos atributos. Hoy sabemos
que además de las capacidades y de los talentos con los que resultamos
favorecidos o desfavorecidos por la herencia genética, hay un largo camino
a recorrer por medio de la incorporación de conocimientos y prácticas útiles
para la dirección de equipos. Sin embargo, investigaciones como las de
Svenson o Pfeffer nos muestran que nuestro punto de partida dista de ser el
ideal y que quizá tengamos una tendencia automática a mandar, controlar
excesivamente y desconfiar. Ya nos vamos a ocupar a su debido tiempo de
este tipo de inclinaciones que se denominan “sesgos cognitivos” y tienen
mucho que ver con nuestra capacidad para resolver situaciones
rápidamente, aunque no siempre de la manera adecuada. Por ahora, la
referencia a nuestra tendencia a sobrevalorarnos y a creer que delegar
responsabilidades es de escasa utilidad nos sirve como advertencia acerca
de que transformarse en un buen jefe requiere cierto esfuerzo y no es el
resultado de aplicar cinco o diez tips de un día para el otro.
La recompensa a ese esfuerzo, como ya señalamos, no es solo la de pasar
mejor la jornada laboral y tener una buena relación con nuestros
colaboradores, algo por cierto valioso. La principal retribución es la de ser
capaces de afrontar de manera adecuada el desafío lanzado por Peter
Drucker a fines del siglo pasado, esto es, aumentar de un modo sustancial la
productividad de los trabajadores del conocimiento. Una prueba de que esto
es posible es el resultado de una investigación realizada por Robert Keller,
basada en el seguimiento del desempeño de 118 equipos de trabajo en cinco
compañías diferentes en el área de investigación y desarrollo. Keller
observó en evaluaciones realizadas al año y a los cinco años que un buen
jefe —definido en este caso según las características de un “líder
transformacional”— logra mejor calidad de trabajo, entregas más cerca de
las fechas previstas, menores costos, más rentabilidad, y menor tiempo para
llegar con un producto o servicio al mercado. Un “líder transformacional”
es un jefe que trabaja en estrecha colaboración con los integrantes de su
equipo para identificar los objetivos a alcanzar, para crear una visión que
permita lograr esos resultados, para ejecutar en conjunto las tareas
correspondientes y para evaluar luego los aciertos y errores observados
durante el proceso, todo lo cual es, por cierto, fácil de decir y difícil de
poner en práctica. De los conocimientos clave para alcanzar este tipo de
desempeño nos vamos a ocupar en los capítulos que siguen.
Este libro está organizado en diversas temáticas, todas vinculadas al rol
de jefe/a. Los capítulos están ordenados según el criterio de ubicar primero
los conocimientos básicos que van a permitir luego construir sobre ese
aprendizaje inicial y complementarlo. Empezaremos con dos asuntos que
son centrales para lograr buenos resultados: una nueva manera de
comprender cómo hablamos y cómo tomamos decisiones, y el análisis de
cómo interactúan las emociones con estos procesos. Incorporados estos
conocimientos, y ya conscientes de ciertas dificultades inherentes a los
sesgos cognitivos y las reacciones automáticas que todos tenemos,
pasaremos a tratar qué es y para qué sirve el coaching ejecutivo. Luego nos
detendremos en las características del trabajo en equipo y el desarrollo del
liderazgo. A continuación, vamos a examinar las cuestiones vinculadas con
la innovación, uno de los asuntos que más ocupa y preocupa hoy a las
organizaciones, y la persuasión, aptitud que como veremos está
estrechamente ligada a la capacidad de impulsar el cambio. Por último, nos
ocuparemos del conocimiento relacionado con la aspiración humana de
actuar bien y de sentirse bien, que resulta de vital importancia para definir
la manera en que pretendemos trabajar.
Para tratar estos temas nos vamos a basar, como venimos haciéndolo
hasta ahora, en investigaciones académicas, artículos de blogs,
publicaciones especializadas y de interés general, libros sobre cuestiones
vinculadas al management y con disciplinas relevantes no siempre tenidas
en cuenta, y en último lugar aunque no menos importante, en mi propia
experiencia y la de algunos colegas. Se trata de un recorrido abarcador, que
muchas veces resume en pocos párrafos lo que destacados autores han
explicado en muchas páginas. Mi pretensión no es, como ya he señalado,
ser exhaustivo ni, mucho menos, aportar grandes novedades. La utilidad del
intento está en pasar revista, poner en relación y hacer explícitos los
conocimientos clave que son significativos para desempeñarse como jefe/a
en un nivel de excelencia, con la esperanza de aportar solidez y
transparencia al desarrollo de organizaciones más eficientes, más eficaces y
más conscientes de que el progreso humano y la generación de valor son en
realidad dos aspectos de un mismo proceso. Para un jefe del siglo XXI,
Afirmaciones y juicios
La primera distinción a tener en cuenta en el contexto de esta exposición es
la diferencia entre afirmaciones y juicios. Cuando, por ejemplo, decimos
“esa silla pesa seis kilogramos”, estamos haciendo un enunciado de fácil
verificación. Por medio de una balanza y luego de acordar un margen de
error en más y en menos —digamos de 100 gramos—, podemos verificar
fácilmente si el enunciado es verdadero o falso. Los enunciados de este
tipo, esto es, que pueden ser considerados verdaderos o falsos, son llamados
afirmaciones. Son ejemplos de afirmaciones: “hoy hace 28 grados”, “ese
señor es mi padre”, “Juan mide 1,85 metros” y otros similares. Está claro
que en algún punto hay una o más convenciones en juego cuando
describimos un hecho de este modo; por ejemplo, la convención de utilizar
como unidad de medida el kilogramo y establecer un margen de error. Sin
embargo, se trata de convenciones explícitas, que no dificultan el acuerdo
sobre el resultado. Luego de poner la silla en la balanza, esta pesará seis
kilogramos más/menos 100 gramos o no.
Si nos referimos a la misma silla de la cual decíamos que pesaba seis
kilogramos y sostenemos ahora que está “bien diseñada”, estamos ante un
enunciado que no tiene las mismas condiciones de verificación que el
anterior. No tenemos manera de “medir” con un método que resulte
convincente para todos si esto es así o no, si el enunciado es verdadero o
falso. Por otra parte, estamos seguros de que lograr un acuerdo unánime
sobre si un objeto está o no bien diseñado va a ser imposible, ya que
siempre habrá personas que tengan opiniones diferentes al respecto. Sin
embargo, intuitivamente también sabemos que en muchos casos cada uno
de nosotros se siente capaz de distinguir entre algo que está “bien diseñado”
y algo que no lo está, y que tenemos algún criterio, al menos a nivel
individual, para elegir entre uno y otro caso.
Habíamos propuesto llamar “afirmaciones” a los enunciados de los
cuales podemos decir que son verdaderos o falsos según un consenso que,
en esos casos, sí podemos pretender unánime. Ahora vamos a llamar
“juicios” a los enunciados que dicen algo que puede o no ser compartido
por otros y cuya validez no es posible demostrar de manera indubitable.
Ejemplos de juicios son: “Juan es muy responsable”, “María es simpática”,
“el gobierno tomó una buena medida”, y otros similares. En líneas
generales, podemos decir que todos los enunciados que se refieren a lo que
está bien o mal según nuestro criterio, o lo que es correcto o incorrecto,
adecuado o inadecuado, útil o inútil, involucran juicios. También son de
este tipo valoraciones más específicas como lindo o feo, amable o grosero,
cobarde o valiente, que no se aplican a todos los casos pero cuya
comprensión se puede vincular, en última instancia, con lo que nos parece
bueno o malo en un ámbito particular. Por ejemplo, en él ámbito de la
belleza, lo bueno es lindo; en el de la relación entre las personas, lo bueno
es amable.
Señalamos ya que podemos distinguir intuitivamente entre juicios que
tienen mayor fundamento que otros. Por ejemplo, para algunos el juicio
“conviene finalizar una carrera universitaria y después empezar a trabajar”
tendrá mayor fundamento que “conviene empezar a trabajar a los 18 para
ganar experiencia y recién después decidir qué estudiar”; otros, verán como
acertada la opción contraria. Para no quedar atascados en este tipo de
controversia, vamos a llamar “juicios fundamentados” a aquellos juicios
que nos parece se pueden justificar de alguna manera y “juicios no
fundamentados” a aquellos que o bien nos parece que no pueden
justificarse, o bien nos parecen dudosos. Llegado este punto, lo que
necesitamos es un procedimiento que haga explícito ese criterio al que por
ahora nos estamos refiriendo como parte de nuestra intuición, ya que si
contamos con ese procedimiento, podremos revisar nuestros juicios y los
juicios de otros con mayor claridad.
El procedimiento para evaluar un juicio consta de cuatro pasos, que
vamos a aplicar sobre un ejemplo para que resulte más claro. El juicio que
vamos a evaluar es: “Juan es competente”.
1) El primer paso a considerar es para qué estamos haciendo este juicio,
esto es, qué tipo de decisión está involucrada, que acción futura
depende del juicio que estoy haciendo: ¿estoy evaluando a Juan para
contratarlo? ¿Para despedirlo? ¿Para promoverlo? ¿Para influir sobre
otra persona?
2) El segundo paso, derivado del anterior, consiste en fijar el dominio o
contexto en el que voy a aplicar el juicio. No es lo mismo decir “Juan
es competente” si estamos considerando una venta a domicilio que si
pensamos en la elaboración de un balance, ya que las capacidades que
están en juego en cada uno de estos casos son muy diferentes.
3) Establecido el para qué del juicio y el dominio sobre el cual se aplica,
pasamos al tercer paso, que consiste en fijar un estándar que me
permita evaluar el juicio en el contexto elegido. Supongamos que se
trata de una venta a domicilio con aviso previo y que en base a
experiencias anteriores, defino como “ser competente” en ese contexto
un desempeño promedio a lo largo de un mes que consista en visitar 8
clientes por día hábil y lograr un 40 % de eficacia. Ese, entonces, va a
ser mi estándar.
4) El cuarto paso consiste en buscar afirmaciones que confirmen o
desmientan el juicio que estoy evaluando en el contexto elegido. Por
ejemplo, para este caso servirían afirmaciones como las siguientes: “en
octubre de 2014, Juan logró ventas del 45 % y concretó 9 visitas
diarias en venta a domicilio”; “en noviembre de 2014, Juan logró
ventas del 28 % y concretó 6 visitas diarias en venta a domicilio”; “el
desempeño de Juan en venta a domicilio estuvo en 2015 por encima
del promedio del desempeño del sector, que fue de 7,6 visitas diarias y
tuvo una eficacia del 37 %”; etc.
Contamos ahora con un criterio para evaluar si nuestros juicios y los
juicios de los otros están o no fundamentados. Cabe destacar que esta
evaluación nunca es definitiva, ya que siempre puede surgir nueva
información que me lleve a modificarla. Por ejemplo, en el caso que
analizamos sobre la competencia de Juan como vendedor a domicilio,
incorporar un informe que diga que en los primeros tres meses de 2016
realizó solo 4 visitas diarias y concretó ventas en un 20 % de los casos
puede influir de manera decisiva en la evaluación.
Todo esto, que resulta relativamente sencillo de comprender, es de gran
utilidad si logramos llevarlo a la práctica. Por supuesto que la aplicación de
estas herramientas no significa que con ellas vamos a eliminar la
incertidumbre en el momento de tomar una decisión ni a prescindir por
completo de la intuición. Lo que sí vamos a lograr es acotar ambas en la
medida en que nos lo permita la información disponible y el análisis que
hagamos. Quizá, al leer acerca de estas distinciones, muchos lectores tengan
la impresión de que ellos habitualmente evalúan de manera racional toda la
información disponible y que hacen continuamente juicios fundamentados.
A partir de mi práctica profesional, puedo asegurar que lo habitual es
exactamente lo contrario. Un terreno en el que se ven las mayores
distorsiones es cuando está en juego alguna disputa con un colega, esto es,
en las llamadas “internas”. Pasa entonces que la persona involucrada,
dominada por el temor a perder y la ambición de prevalecer, hace
suposiciones de las cuales está por regla general “totalmente segura” y que
luego de un examen desapasionado se convierten rápidamente en juicios no
fundamentados, en opiniones que carecen de hechos que las avalen.
Descubrir en estos casos que las opiniones no tienen sustento lleva al
interesado a recabar más datos que a menudo modifican su manera de
pensar.
Otro caso igualmente significativo se da cuando un integrante de un
equipo de trabajo hace una propuesta y es necesario evaluarla. No importa
en este caso si quien hizo la propuesta es una persona que participa de un
grupo de gerentes que reportan a un gerente general o si se trata de un jefe
que tiene un área a cargo y recibe la oferta de uno de sus colaboradores. En
ambos casos, de lo que se trata es de evaluar lo que se propone y emitir un
juicio favorable o desfavorable. Pasa entonces que es harto frecuente
debatir sobre el contenido de la propuesta sin verificar si hay acuerdo
previo en el para qué, en el contexto en el cual se va aplicar, en el estándar
utilizado y en las afirmaciones que la avalan, esto es, en lo que señalamos
antes como pasos necesarios para averiguar si un juicio está o no
fundamentado. Aunque a primera vista pueda parecer extraño, en la
mayoría de los casos al tomar en consideración todas estas instancias se
descubren diferencias de criterio que permiten clarificar el alcance y el
significado de la propuesta a examinar. Hecho esto, resulta siempre mucho
más fácil llegar a un acuerdo sobre su eventual implementación.
Recuerdo un caso, a propósito de este tipo de discusiones poco claras, en
el cual se debatía en una institución pública si era conveniente o no dar un
determinado servicio a clientes privados. La propuesta tenía defensores y
detractores convencidos que no advertían estar discutiendo sobre cuestiones
distintas, pues varios de ellos habían definido el para qué en base a
conseguir fondos para cubrir parte del déficit del sector y otros estaban
evaluando si la propuesta era o no conveniente para fortalecer la imagen
pública de la institución. Hechas las aclaraciones del caso, la discusión se
destrabó y se pudo hacer un balance entre los puntos a favor y en contra de
la iniciativa. Otro ejemplo que tuve oportunidad de presenciar estuvo
relacionado con la reorganización de una división en una empresa de
mediana envergadura con el propósito de mejorar la productividad laboral.
Dado que la gerencia general, cuyo estilo de conducción era paternalista,
tenía por norma no comunicar ni los objetivos a mediano plazo ni los
resultados del período anterior, cada responsable de área elaboró su
propuesta en base a las necesidades de su sector con una vaga idea de
mejorar el funcionamiento. Nuevamente, hacer explícito el para qué de la
reorganización permitió alinear los objetivos y mejorar de manera
sustancial la calidad de las propuestas.
No siempre es posible seguir los pasos indicados para la fundamentación
de un juicio. En ocasiones, la información disponible es escasa, lo cual
impide verificar de manera satisfactoria si los datos confirman o desmienten
nuestro parecer. Cuando les advierto a mis clientes que están por tomar una
decisión en base a juicios para los cuales no hay información suficiente
como para intentar una fundamentación, noto a menudo que se sienten en
falta, como si hubieran sido descubiertos cometiendo un error
imperdonable. En esos casos, antes de entrar en detalles, les cuento que ya
hay una amplia literatura académica acerca del rol que tiene la intuición en
la toma de decisiones, y que incluso hay autores que sostienen que cuanto
más se sube en la jerarquía de una organización, hay más situaciones en las
que resulta inevitable recurrir a ella. Además, como señala Daniel Isenberg
en un artículo que se convirtió en un clásico, la inconsistencia entre la
manera en que un jefe cree que piensa y el modo en que lo hace realmente
es algo habitual. Lo que estamos tratando de hacer al distinguir
afirmaciones y juicios, para revisar luego si estos últimos están o no
fundamentados, no es eliminar la intuición ni las valoraciones poco
fundadas a causa de la escasez de información, sino acotar el espacio en el
cual estos métodos son los únicos que tenemos a mano. Con cierta
frecuencia nos encontramos en nuestros trabajos con escenarios complejos
y ambiguos en los que debemos tomar decisiones en un plazo relativamente
corto, todo lo cual nos lleva a veces a resolver sin recurrir a información
adicional y al razonamiento lógico, esto es, según la corazonada que nos
parece confiable en ese momento. Que una parte del trabajo tenga que
seguir necesariamente ese curso no significa, por cierto, que ese método sea
el más recomendable para el resto de los casos. Además, podemos valernos
de la intuición como guía de las opciones a explorar con las herramientas
adecuadas, hasta que logremos aclarar si esa sospecha inicial puede llegar a
ser un juicio fundamentado que nos llevará a la acción o si, en cambio, se
trata de una ocurrencia sin verdadero sustento que resulta conveniente
descartar.
Pedidos y promesas
Otro de los “actos de habla” que tiene especial relevancia para las
organizaciones son los pedidos, dado que toda su actividad puede
expresarse como la articulación de una gran cantidad de pedidos que deben
ser satisfechos en tiempo y forma. Hay pedidos que relacionan a integrantes
de la organización con no integrantes —por ejemplo, con proveedores, con
clientes, con funcionarios del gobierno—; los hay que relacionan a
integrantes entre sí —por ejemplo, entre un integrante de mayor jerarquía y
uno de menor, o entre integrantes de la misma jerarquía—; los hay dirigidos
a una sola persona, a un grupo de personas, a todas las personas de una
determinada categoría, etc. Esta multiplicidad de pedidos y las
negociaciones que son propias de este tipo de intercambios requieren una
comprensión pormenorizada de todos los aspectos involucrados, pues de
ello depende alcanzar o no los resultados deseados.
Una aclaración necesaria para despejar dudas es que los enunciados que
llamamos “órdenes” son en realidad pedidos que el receptor puede o no
cumplir, más allá de que el cumplimiento defectuoso o el no cumplimiento
le pueda resultar perjudicial en algún momento. En realidad, cuando alguien
realiza un pedido —tenga o no la forma de una orden— no está
especulando, salvo excepciones, con lo que sucederá en caso de que el
receptor del pedido no logre o no quiera ejecutarlo. Antes bien, el emisor
del pedido busca que el receptor lo lleve a cabo de manera adecuada y se
obtenga de este modo el resultado buscado. En consecuencia, vamos a
concentrarnos en las características que debe tener un pedido para que se
concrete con éxito, suponiendo que el emisor del pedido busca un resultado
beneficioso para la organización y que el receptor del pedido está dispuesto
a llevarlo a cabo, ya sea porque recibirá un pago puntual, una gratificación
de otro tipo, porque percibe un salario, porque también desea beneficiar a la
organización u otro motivo. ¿Cuáles son, entonces, las características que
debe tener todo pedido para que se pueda llevar a cabo en tiempo y forma?
En primer lugar, es necesario hacer explícitas las condiciones de
satisfacción del pedido, esto es, en qué plazo y de qué manera el emisor
espera que se cumpla. Esto, que parece simple, no lo es tanto, pues es
frecuente que parte de las condiciones de satisfacción de un pedido se den
por sobreentendidas y sean luego interpretadas por el receptor de una
manera inesperada para el emisor. Si nos detenemos en este punto y
reflexionamos sobre pedidos realizados que no fueron cumplidos como
esperábamos, vamos a advertir que en gran parte de estos estuvo
involucrado algún malentendido sobre sus condiciones de satisfacción.
Un caso notable que me tocó presenciar fue el afrontado por el director
de un equipo de investigación, que pidió a un integrante un resumen de las
actividades de distintas organizaciones alrededor del mundo y olvidó
consignar que había una liga de estas organizaciones que no debía tenerse
en cuenta debido a que ya se contaba con esa información por separado.
Como era de esperar, el informe solicitado contenía buena parte de los datos
que en ese contexto resultaban inútiles. Sin embargo, ambas partes —
director y miembro del equipo— habían dado por seguro, uno que la liga en
cuestión estaba descartada y el otro que era indispensable incluirla. La
discusión posterior fue un verdadero diálogo de sordos, ya que ambos
estaban convencidos de que la interpretación que habían hecho de la tarea a
realizar era obvia y que la otra parte era quien debía hacer las aclaraciones
del caso. Lo cierto es que en casi todos los pedidos que hacemos o
recibimos hay condiciones que damos por descontadas y que siempre es
mejor chequear con la otra parte para evitar problemas.
La segunda cuestión a tener en cuenta es que al hacer explícitas las
condiciones de satisfacción se abre un espacio de negociación entre el
emisor y el receptor del pedido que apunta a un acuerdo sobre qué hay que
hacer, cuándo hay que hacerlo y cómo se llevará a cabo. Este acuerdo
concluye con la promesa de parte del receptor de cumplir con lo pactado o,
en caso de surgir contratiempos inesperados, de reabrir el espacio de
negociación para solicitar la modificación de las condiciones de satisfacción
y llegar a un nuevo acuerdo. Nótese que, a menudo, quien da una orden no
tiene presente este espacio de negociación entre el emisor y el receptor del
pedido, y da por supuesta buena parte de las condiciones de satisfacción y
el acuerdo acerca de qué hay que hacer, cuándo hay que hacerlo y cómo se
llevará a cabo. En consecuencia, podemos afirmar que al desestimar parte
de la información necesaria para ejecutar una tarea, la productividad de una
orden emitida de ese modo será por regla general menor que la de un
pedido seguido de una promesa.
Señalábamos en el capítulo introductorio que uno de los males de las
organizaciones, según fue relevado por Gallup en 2013, es el escaso
compromiso que tienen los trabajadores. Si revisamos la etimología,
advertimos que las palabras “promesa” y “compromiso” tienen la misma
raíz latina y ambas hacen alusión a una obligación contraída. Si bien el
compromiso con la tarea en una organización no se limita solamente a la
correcta elaboración y ejecución de los pedidos, sí nos parece que al abrir
una negociación cada vez que hacemos un pedido estamos a la vez
invitando al receptor a que se comprometa con el resultado. Este
compromiso no es la consecuencia de algún beneficio extra o de algún
incentivo de cualquier tipo, sino que surge como la respuesta natural ante
un acuerdo acerca de lo que hay que hacer, para qué hay que hacerlo y
cómo hay que hacerlo. Y este acuerdo, a su vez, no procede de una clase
magistral que da el jefe mientras el colaborador escucha, sino que proviene
de un genuino intercambio de ideas y de un chequeo abierto de la
conveniencia y la viabilidad de cumplir con el pedido en tiempo y forma.
En un artículo publicado en La Nación y basado en datos del Banco
Mundial, el economista Eduardo Levy Yeyati señala que cada vez más los
empleos de calificación media y baja corren riesgos de ser reemplazados
por la robotización, lo cual en su opinión abre interrogantes sobre el futuro
del mercado laboral y de la sociedad tal como la conocemos. Se trata, aun
en los casos en que las máquinas hagan diagnóstico médico o resuelvan
cálculos estructurales, de computadoras que responden sin dudar a nuestras
órdenes. En estos casos no hay necesidad de negociación ni de compromiso.
Quizá para muchos jefes, estar rodeados de robots que ejecutan sus órdenes
a la perfección sea una aspiración secreta. Lo que sostenemos aquí es que lo
específicamente humano, si lo sabemos gestionar a través de acuerdos y
promesas, constituye una ventaja por sobre el desempeño de una máquina,
que debería compensar largamente las vacaciones pagas, las licencias por
enfermedad y todas las otras cuestiones características de las personas que
trabajan. Por eso, mi parecer es que en nuestro tiempo todo trabajo
realizado por personas que puede o podría ser reemplazado por máquinas
está desaprovechando las capacidades humanas. O bien es conveniente
hacer el reemplazo y destinar a esas personas a posiciones acordes a su
capacidad para hacer aportes originales y no previstos, o bien es necesario
reformular ese trabajo para aprovechar la ventaja de contar con las
contribuciones que solo pueden provenir de las personas que lo hacen.
Bienvenidos, en consecuencia, los robots y los trabajos de calidad.
Distorsiones peligrosas
En 1936 Herbert Simon, que por entonces tenía 20 años, estudiaba Ciencias
Políticas en la Universidad de Chicago. Como parte de su formación
decidió asistir a un curso sobre cómo medir y evaluar las administraciones
municipales. Durante el curso, Simon fue invitado por la profesora Clarence
Ridley para que la asistiera en la investigación que ella estaba llevando a
cabo sobre el tema. Comprobar la manera en que los funcionarios tomaban
decisiones en la vida real llamó tanto la atención de Simon que decidió
entonces dedicarse a investigar estos mecanismos por el resto de su carrera.
Lo que sorprendió a Simon fue que las personas que tomaban decisiones no
lo hacían según el modelo de elección racional que los estudiosos de las
organizaciones habían tomado prestado de los economistas. Según este
modelo, las personas toman decisiones luego de examinar la información
disponible, la probabilidad de los eventos posibles, y el balance entre costo
y beneficio de las distintas alternativas. Simon observó que en la práctica se
toman atajos, se resuelve en base a una mezcla de hechos y evaluaciones —
afirmaciones y juicios, según la terminología que adoptamos en este libro
—, y que la expectativa no es que las respuestas sean óptimas; alcanza con
que sean aceptables.
Simon basó su tesis doctoral en este tema, la cual fue publicada en forma
de libro en 1947, y se dedicó a profundizar todos los aspectos relacionados
con la toma de decisiones hasta elaborar un modelo original, que llamó de
“racionalidad limitada”. Este modelo sostiene que las personas actúan en
base a información relativamente escasa, con plazos que no pueden
modificar y bajo la influencia de impulsos emocionales que no siempre
coinciden con un enfoque racional. El novedoso aporte de Simon, por el
cual le otorgaron el Premio Nobel de Economía en 1978, abrió el camino a
una larga serie de estudios que se dedicaron a tratar de comprender mejor
los mecanismos mediante los cuales tomamos decisiones. Los más
destacados entre estos estudios son los que llevó a cabo el psicólogo
estadounidense e israelí Daniel Kahneman, quien recibió en 2002 el Premio
Nobel de Economía. En sus investigaciones junto a Amos Tversky, quien
murió en 1996 a los 59 años, demostraron que las decisiones racionales no
son las más habituales. En sustitución de estas, que demandan un gran
esfuerzo, utilizamos reglas prácticas —cuyo nombre técnico es
“heurísticas”— para ahorrar tiempo. Estas heurísticas son eficaces en la
mayoría de los casos, pero se basan en juicios automáticos y a veces nos
llevan a cometer errores.
Como consecuencia de las investigaciones de Kahneman y Tversky, y de
otros estudiosos surgió una nueva rama de la economía llamada “economía
conductual”, que intenta basar sus teorías en un agente económico menos
idealizado que el de la economía clásica. Según sostiene Kahneman en su
libro Pensar rápido, pensar despacio, publicado en 2011, todos contamos
con un Sistema 1, que toma decisiones rápidas basadas en juicios
automáticos y no racionales —las llamadas heurísticas—, y con un Sistema
2, que consume mucha energía y es laboriosamente racional, al cual solo
recurrimos cuando consideramos que es indispensable. El proceso para
formular un juicio automático parte por lo general de una distorsión
cognitiva que permite acelerar el proceso de deliberación y saltar rápido a la
toma de decisiones. Estas distorsiones cognitivas pueden ser, por ejemplo,
que tendemos a creer en lo que está bien dicho o bien impreso, que damos
gran importancia a un asunto que aparece reiteradamente en los medios sin
averiguar su incidencia estadística, o que nos resulta más persuasivo
comprobar que un trozo de carne es magro en un 70 % que advertir que
contiene un 30 % de grasa.
Las distorsiones identificadas por Kahneman son muchas y muy
variadas. Vale aclarar que no necesariamente nos llevan a tomar decisiones
equivocadas. Por el contrario, como bien señala el psicólogo alemán Gerd
Gigerenzer, en la mayoría de los casos estos juicios automáticos son útiles,
aunque rara vez óptimos, y nos hacen ganar tiempo y ahorrar energía. Lo
que nos importa en el contexto de este libro es identificar aquellos juicios
automáticos que pueden llevarnos a cometer errores significativos cuando
tomamos decisiones desde un cargo de responsabilidad dentro de una
organización. Que se trate de juicios automáticos implica que no somos
conscientes del proceso mediante el cual los elaboramos y, en consecuencia,
aparecen acompañados de una emoción positiva de certeza o confianza que
nos impulsa a actuar. Se dan, por ejemplo, cuando luego de escuchar la
exposición de un plan tenemos la sensación de que “esto va a andar”, y
recién después tratamos de buscar cuáles son los motivos de esa confianza
inicial; o cuando después de una entrevista con un aspirante a un puesto de
trabajo nos decimos “esta persona sirve” y ante la necesidad de exponer el
por qué de esa evaluación nos damos cuenta de que se basa en muy pocos
datos objetivos.
Antes de pasar revista a las distorsiones que consideramos como
peligrosas para quien toma decisiones en un cargo de responsabilidad,
veamos cómo encaja este asunto de los juicios automáticos en lo que
expusimos antes acerca de los juicios en general. Habíamos apuntado que
los juicios son evaluaciones que hacemos acerca de lo que nos parece bien o
mal, correcto o incorrecto, adecuado o inadecuado. Señalamos también que
hay juicios fundamentados y no fundamentados, y para distinguir entre unos
y otros establecimos un método que consiste en verificar el para qué, el
contexto y el estándar involucrados, las afirmaciones en las que se basa y
aquellas que lo contradicen. Establecimos además que, en ocasiones, este
procedimiento nos puede llevar a recolectar más información para
completar el análisis. Por definición, ya que se basan en distorsiones
cognitivas y procesos inconscientes, los juicios automáticos son no
fundamentados y van acompañados de una sensación de confianza.
Conviene entonces prestar atención a aquellos que nos pueden llevar a
cometer errores en asuntos de cierta importancia para examinarlos desde un
punto de vista racional y determinar si tienen o no sustento.
Ahora sí, las distorsiones que identificamos como peligrosas son las
siguientes ocho.
A favor de un relato
Preferimos lo que nos ayuda a sostener nuestras creencias, incluida nuestra
historia de vida o la valoración que hacemos de nuestro trabajo, e
ignoramos o desestimamos las experiencias que puedan cuestionar esa
narrativa. A veces sacrificamos el presente para construir memorias que
sostengan esas creencias, como cuando asistimos a un evento que nos
aburre pero que nos parece relevante por algún motivo o cuando nos vamos
de vacaciones a lugares inhóspitos que por alguna razón creemos que
debemos conocer. Tendemos a ignorar la información que contradice
nuestro relato y en su construcción damos más importancia a la coherencia
que a la inclusión de la mayor cantidad de datos posible.
Aversión a la pérdida
Detestamos perder lo que sea; nos da más displacer perder una determinada
cantidad que el placer que nos da ganar esa misma cantidad. Por eso,
estamos dispuestos a pagar por aquello que nos asegure la máxima
protección contra pérdidas de todo tipo y tenemos como punto de partida un
espíritu conservador. Para una organización, este tipo de comportamiento es
negativo, ya que la suma de los riesgos tomados por distintas personas
neutraliza la posibilidad tan temida de un resultado desastroso. Por ejemplo,
si diez gerentes toman riesgos con una probabilidad de éxito del 70 % cada
uno, el resultado esperado es que siete obtengan lo que se proponían y tres
fallen. Aunque este desenlace es beneficioso para el conjunto, puede
parecer una apuesta demasiado arriesgada para cada uno de los
involucrados, quienes seguramente consideran que un riesgo de fracaso del
30 % es más de lo que pueden soportar.
Mucho de lo que llamamos emoción no es ni más ni menos que cierto tipo de pensamiento, a
menudo parcial, prejuicioso, o fuertemente subjetivo.
Albert Ellis
Filtros mentales
Aplicamos filtros mentales cuando tomamos un solo aspecto de una
situación y descartamos el resto de la información, lo cual da como
resultado una evaluación desequilibrada. Ejemplos: “el cargo le queda
grande”; “solo piensa en él mismo”; “es todo corazón”.
Descalificar lo positivo
Se da cuando no valoramos las cosas buenas y los logros, que son
considerados “normales” o producto del azar. Ejemplos: “no pego una”;
“todo me sale mal”; “un trabajo y un sueldo como este lo tiene cualquiera”.
Saltar a la conclusión
Tiene dos variantes: leer la mente del otro para explicar su comportamiento
y adivinar las consecuencias de lo que vamos a hacer. Ejemplos: “me lo dijo
para que me preocupe”; “me está psicopateando”; “si pido vacaciones, va a
creer que soy un vago”.
Magnificar o minimizar
En general, se magnifican los errores y lo negativo, y se minimizan los
aciertos y lo positivo. Sin embargo, también puede suceder que, para
evadirnos de la realidad, nos resulte cómodo magnificar los aciertos.
Ejemplos: “así no se puede trabajar”; “acá todo se hace a medias”;
“cualquier empresa necesita el doble de personal para hacer este trabajo”.
Razonamiento emocional
Sucede cuando hacemos razonamientos basados en lo que estamos
sintiendo, esto es, en lugar de considerar las emociones como la
consecuencia de un juicio, las juzgamos como verdaderas y a partir de ahí
hacemos nuestra evaluación. Ejemplos: “en cualquier lado te valoran más
que acá”; “es lo mejor que hicimos en años”; “el nuevo producto se va a
vender como pan caliente”.
Etiquetar
Es la tendencia a juzgar a la persona en lugar del error cometido. Se puede
dar referido a otros o a uno mismo. Ejemplos: “es un cabeza hueca”; “es un
vago”; “soy un desastre”.
Personalizar
Sucede cuando tomamos como personal lo que hacen otros, a pesar de que
no está dirigido a nosotros y de que además no tenemos modo de
controlarlo. Ejemplos: “nos bajaron el presupuesto porque nos quieren
eliminar”; “no aceptó mi propuesta porque me tiene bronca”; “no está de
acuerdo porque cuestiona mi autoridad”.
Conversaciones difíciles
Cuando se alude a conversaciones difíciles es frecuente que las personas
crean que estamos ante situaciones extraordinarias, como por ejemplo una
negociación entre líderes de facciones políticas rivales o un reencuentro
entre un padre y un hijo que han pasado veinte años sin hablarse. Estos
casos dan lugar, por supuesto, a conversaciones difíciles; pero el tópico es
lo suficientemente amplio como para abarcar también muchas situaciones
que suceden con relativa frecuencia en el trabajo. Para caracterizar una
conversación como difícil basta con que sintamos cierta contrariedad para
iniciarla —lo que nos lleva a esperar “el mejor momento”— o que nos
resulte perturbador que alguien nos saque el tema a tratar o nos anuncie que
en breve nos ocuparemos de ello. Según el consultor internacional Fredy
Kofman, una conversación difícil en el ámbito laboral es toda aquella en la
cual están presentes, a la vez, aspectos operacionales, de relación y
personales. Puede tratarse de una cuestión vinculada con una conducta
irrespetuosa, el tener que decir que no a un pedido, renunciar a un trabajo,
comunicar un despido, o pedir un cambio en la relación laboral, ya sea
referido a las condiciones de trabajo o al monto del salario percibido.
¿Qué sucede cuando en una conversación están presentes, como señala
Kofman, cuestiones operacionales, de relación y personales? En esos casos
sentimos que el resultado de la conversación involucra nuestro lugar en la
organización y nuestra identidad y, en consecuencia, ponemos en el asunto
una carga emocional que a menudo está estrechamente vinculada con la
defensa de quiénes somos o creemos ser, y que solo en segunda instancia se
relaciona con los aspectos prácticos en debate. De ahí la tensión previa que
percibimos y los temores acerca del resultado. En un contexto en que ambas
partes ponen en juego su autoestima es fácil comprender que los
argumentos se enreden más de la cuenta y que a menudo la conversación
empiece a discurrir por carriles no previstos, en ocasiones bastante alejados
de la cuestión a tratar.
Comprometidos en la defensa de nuestra autoestima —esto es, la reserva
de confianza con la cual contamos para afrontar la vida y, por lo tanto, un
bien muy preciado—, caemos fácilmente en una interpretación sesgada de
todo disenso y nos manejamos con un menú restringido de opciones para
interpretarlo. Según la clasificación propuesta por Kathryn Schulz en su
libro Being Wrong, cuando no estamos de acuerdo con alguien suponemos
que le falta información (estamos ante un ignorante), que tiene la
información y no sabe interpretarla (ahora se trata de un idiota), o que tiene
la información, la sabe interpretar y la manipula para beneficiarse (por
último, descubrimos a un malvado). En todos los casos, refugiados como
estamos en la protección de nuestra identidad, saltamos a conclusiones que
pasan por alto lo que se discute para aterrizar directamente en la identidad
del otro, que se degrada hasta quedar reducida a las tres opciones
mencionadas: estamos ante un ignorante, un idiota o un malvado. Y lo más
probable es que la otra parte esté haciendo las mismas suposiciones sobre
nosotros.
Hay tres herramientas fundamentales, a las que ya nos referimos, que
resultan especialmente útiles para prepararnos para una conversación difícil.
Estas son la capacidad de distinguir entre afirmaciones y juicios, el poder
revisar si un juicio está fundamentado o no, y las habilidades que
designamos como inteligencia emocional. Distinguir entre afirmaciones y
juicios nos va a servir para clarificar nuestra posición e identificar cuáles
son los hechos en los que basamos nuestras opiniones. Luego, revisar si
esas opiniones están o no fundamentadas nos permite adoptar una postura
menos rígida acerca de lo que queremos lograr. Por último, reconocer las
emociones que nos suscita la conversación y estar atentos a las emociones
de otros nos protege de la tendencia a desviar el foco hacia cuestiones
personales. Un ejemplo: si quiero pedir un aumento de sueldo, recolectar
información acerca de lo que se paga en la organización y en el mercado
por funciones similares, revisar si la argumentación acerca de mi
desempeño es sólida y se basa en hechos fácilmente comprobables, y ser
capaz de separar la importancia que tiene el aumento para mi situación
personal o familiar de la lógica interna de la organización son todos
elementos que fortalecerán mi capacidad de hacer un buen planteo.
Con estas herramientas logramos prepararnos para llegar a la
conversación difícil de la mejor manera posible. No obstante, dado que este
tipo de intercambio, una vez iniciado, tiene una dinámica propia,
necesitamos además aprender a hacer algo con el otro que lleve la
conversación a buen puerto. Por eso, es conveniente contar con un
repertorio de recursos a utilizar durante el diálogo. Sobre la mejor manera
de afrontar este tipo de situaciones trataban los programas de entrenamiento
en negociación que se dictaban en la Universidad de Harvard en los años 80
y 90. Los contenidos de estos cursos dieron origen a un libro titulado
Conversaciones difíciles, publicado en 1999 y cuyos autores son Douglas
Stone, Bruce Patton y Sheila Heen. A través de las técnicas propuestas por
los autores se intenta transformar el conflicto interpersonal en algo
productivo, lo cual no implica, vale aclararlo, que en todos los casos se
deba llegar a un acuerdo. El modelo se basa en el supuesto de que ninguna
conversación se torna difícil si no hay algo en ella que interese a las partes.
Cuando una conversación se torna difícil —esto es, cuando hay algo en ella
que nos interesa— tendemos a cometer varios errores que dificultan la
interacción.
El error más habitual consiste en intentar imponer nuestro punto vista a
la otra parte. Para evitar esto, los autores recomiendan establecer con
claridad qué datos de lo ocurrido tuvo en cuenta cada parte, cómo interpretó
esos datos y a qué conclusiones llegó. Si bien esto no siempre produce
acuerdo, sirve para aclarar posiciones y para comprender cuáles son los
puntos de conflicto. En este tipo de exposición, es frecuente que se haga
referencia a alguna falla o error cometido. Una manera segura de alejar a las
partes es intentar echar culpas o encontrar al responsable del hecho, lo cual
provoca que el o los involucrados se pongan de inmediato a la defensiva y
se clausure la indagación necesaria para descubrir el contexto en el cual se
produjo la falla. Stone y sus colegas recomiendan trabajar sobre el sistema
en lugar de hacerlo sobre las responsabilidades individuales. Un ejemplo de
esto último: si por dificultades para importar insumos mi stock es limitado,
presionar al gerente de ventas para que compense el déficit con un
desempeño extraordinario no conduce a nada bueno.
Decíamos antes que estas conversaciones se complican porque es
habitual que ambas partes pongan en juego su autoestima. Esta situación
lleva a que hagamos suposiciones sobre las intenciones del otro que a
menudo están más vinculadas con nuestros temores que con la realidad. Y
es muy probable que la otra parte caiga en la misma trampa, esto es,
suponer que queremos “darle una lección”, “ponerlo en su lugar” o “hacerle
ver que no vale nada”. Para evitar estas escaladas de conjeturas sin
fundamento es conveniente referirnos abierta y respetuosamente a las
emociones que sentimos y preguntar a la otra parte, en lugar de inferir,
cómo se siente ante el asunto que estamos abordando. Dado que en este tipo
de diálogo está siempre en juego algo que interesa a ambas partes, es
normal que conversar sobre ello suscite emociones fuertes (enojo, miedo,
angustia, frustración). Si no se reconocen estas emociones y se les da un
espacio en la conversación, pueden distraer la atención y provocar que se
pierda el foco. Por eso, es necesario explorar y mostrar la complejidad de lo
que sentimos en estas ocasiones.
Hablar de lo que sentimos y solicitar a la otra parte que también lo haga
no es, por cierto, lo habitual en el ámbito laboral. Todavía el paradigma del
ejecutivo agresivo y competitivo, para quien toda otra emoción no es más
que un signo de debilidad, tiene vigencia en muchas organizaciones. No
obstante, ya se percibe un cambio, impulsado tanto por las nuevas
generaciones que se incorporan al mundo del trabajo y aportan lo suyo
como por la toma de conciencia de que ese ambiente de trabajo rígido,
donde todos se presentan como máquinas racionales en pos de un objetivo,
no es más que una puesta en escena en la que nadie cree. O ponemos las
emociones sobre la mesa o estas, de todos modos, actúan como un doble
discurso que se interpone entre las personas y limita su desempeño.
Compartir las emociones y gestionarlas —como se gestionan los objetivos
de venta o las compras a proveedores— debe hoy ser parte de la actividad
de toda organización que aspire a dar lo mejor de sí.
Tres cuestiones para concluir con el tema de las conversaciones difíciles.
La primera, una vez clarificado el panorama sobre lo que está en juego —
esto es, cuáles son los hechos y cómo los interpreta cada parte—, puede ser
útil tratar de reformular la situación desde el punto de vista de un tercero
neutral que dé el mismo valor a ambas posiciones. En ocasiones, esto
permite una mayor comprensión del tema. En caso de que subsista el
desacuerdo, otra manera de intentar destrabarlo es preguntarse para qué
quiere cada uno lo que está proponiendo. Las respuestas obtenidas dan a
veces la posibilidad de explorar caminos alternativos. Por ejemplo, si lo que
se discute es si vender las entradas a un recital de rock a través de un
servicio de internet o en boleterías, preguntarse el para qué de cada una de
las propuestas puede resultar esclarecedor. Quizá quien propone el servicio
de internet esté pensando en la sencillez y seguridad del procedimiento,
mientras quien prefiere la venta en boleterías desea contar con un público
que tiene dificultad de acceso a la compra online y le parece injusto que no
tenga oportunidad de asistir. Aclarado esto, resulta más sencillo establecer
costos y beneficios de cada opción.
La última cuestión —y la más difícil de tratar— se refiere al narcisismo
y sus consecuencias en el ámbito laboral. Narcisista es aquel que tiene
fantasías omnipotentes acerca de sí mismo y carece de empatía hacia los
demás. El narcisista hace de toda cuestión un asunto personal, pues carece
de recursos para reconocer y aprender de sus errores, tiende a atribuir
cualquier inconveniente o falla a la incompetencia de algún otro, y suele
dispensar un trato humillante a quien se equivoca o se atreve a cuestionarlo.
Este tipo de personalidad psicopática no sería relevante en las
organizaciones si no fuera porque personas de estas características, tal como
señalan los psicólogos Paul Babiak y Robert Hare, han ganado espacio en el
mundo de los negocios desde los años 80 debido a su capacidad para
introducir cambios drásticos y rápidos, sin fijarse en los costos. A esta
capacidad, que resulta funcional en algunas situaciones, debemos agregar
que por lo general un narcisista puede resultar muy seductor en
determinados contextos y que su ímpetu para “llevarse el mundo por
delante” se confunde en ocasiones con capacidad de liderazgo. Dicho esto,
conviene aclarar que nada de lo que señalamos sobre inteligencia emocional
y conversaciones difíciles funciona cuando estamos ante un narcisista. Si
quien lee estas líneas tiene la mala fortuna de trabajar bajo las órdenes de
una persona de esas características, mi opinión es que en un caso así
siempre es mejor estar a la defensiva, mantener un bajo perfil y contactar
una consultora para cambiar de trabajo. A su vez, quien dirige un equipo
que cuenta con un narcisista en sus filas puede intentar el arduo camino de
ponerle límites y hacerle ver lo destructiva que resulta su conducta. O puede
decidir, luego de hacer un balance entre la carga tóxica que proporciona a
diario y sus competencias profesionales, que el aporte resultante no justifica
semejante esfuerzo.
Como suele suceder cuando hacemos una definición sobre un tipo de
personalidad, es necesario advertir que siempre hay matices. Lo más
frecuente es encontrar personas con algunos rasgos narcisistas y no tanto
psicópatas impenetrables, cuya proporción equivale —según Babiak y Hare
— al 1 % de la población. Sin embargo, la psicología y los valores
reflejados en el film Wall Street de Oliver Stone, que intenta mostrar parte
de la cultura de negocios de los años 80, aún vigente en muchos aspectos,
resultan por cierto inquietantes. En Wall Street, el inescrupuloso Gordon
Gekko, encarnado por Michael Douglas, considera la codicia una virtud y la
honestidad una carga innecesaria. Que se lo presente como un exponente
arquetípico de ciertos sectores parece indicar que la probabilidad de
encontrar a un psicópata es mayor en una organización de cierta
envergadura que en el resto del mundo. En un artículo publicado en la
edición online de la Harvard Business Review en enero de 2014, el profesor
Kets de Vries cuantifica esa percepción. Según él, la cantidad de personas
con personalidad psicopática entre los profesionales que trabajan en
corporaciones cuadruplica el porcentaje estimado para la población en
general.
4. Para qué sirve el coaching ejecutivo
Nos encontramos ante una crisis de recursos humanos, basada fundamentalmente en el hecho de
que la mayor parte de las personas hacen un uso pobre de su talento.
Ken Robinson
Las organizaciones no tienen ideas; solo las personas las tienen. Y lo que motiva a las personas
son los lazos, la lealtad y la confianza que desarrollan unos con otros.
Margaret Heffernan
El equipo y su circunstancia
Hay abundante literatura sobre management, en la que se habla tanto de
casos concretos a manera de ejemplo como también de actitudes y
comportamientos que resultan beneficiosos para conducir y orientar las
tareas que realizan otras personas. Estas recomendaciones por lo general no
se ocupan de establecer cuáles son las condiciones previas y de
funcionamiento para que un equipo tenga un buen desempeño, más allá de
que pueda contar con una dirección acertada. La cuestión —como veremos,
de vital importancia— interesó a Richard Hackman, quien fue profesor de
psicología social y organizacional en Harvard y se convirtió en uno de los
principales referentes mundiales en la materia. Hackman, que murió a los
72 años en enero de 2013, sostiene que conocer cuál es el contexto más
favorable para el desempeño de un equipo es tanto o más importante que las
características de quien está en la dirección. Según Hackman, se comete un
error cuando se atribuye el éxito o el fracaso de un equipo solo a la tarea del
jefe, pues en realidad hay factores operativos y estructurales que resultan
decisivos para lograr un buen resultado. Luego de numerosas
investigaciones en las que chequeó el funcionamiento de cientos de casos,
Hackman especificó en un libro publicado en 2002 las condiciones que
según su criterio es necesario cumplir para que un equipo sea eficaz.
La primera de estas condiciones es convocar a un equipo que realmente
se identifique como tal. Para ello, es necesario que desde el inicio haya
absoluta claridad acerca de quién integra el equipo y quién no. Esto, que
parece simple y obvio, no lo es tanto en la práctica, ya que un equipo puede
contar con la colaboración de otros sectores o de personas pertenecientes a
otras áreas de la organización, lo cual provoca en ocasiones cierta confusión
acerca de quién es el responsable del resultado final. La propuesta de
Hackman consiste en dejar claro quiénes son los miembros del equipo y
asignar caso por caso al integrante que deberá hacer el seguimiento de tal o
cual pedido, ya sea que se trate de un proveedor interno o de uno externo.
El complemento de esta definición de pertenencia es el tipo de tarea a
realizar, la cual debe ser apta para que sea llevada a cabo por un equipo.
Aquí vale una aclaración: que la tarea sea compartida no quiere decir que
sea necesario un trabajo de equipo para llevarla a cabo. Por ejemplo, la
actividad de un Call Center por lo general está diseñada para que un grupo
de personas más o menos numeroso haga tareas individuales, cuyos
resultados informa cada uno por separado a un supervisor. Si bien estas
personas están haciendo el mismo trabajo, carecen de un tarea compartida
—esto es, una tarea para la cual cada integrante del equipo debe aportar
algo que se complementa con lo que aportan los otros. Algo parecido
sucede, señala Hackman, cuando lo que se pretende es escribir un texto de
manera creativa o tomar las decisiones estratégicas que marcan el rumbo de
una organización. No son tareas que un equipo pueda afrontar
adecuadamente, aunque en ambos casos algún tipo de discusión previa
quizá resulte provechoso para el individuo que finalmente se hará cargo del
resultado. De manera que para lograr que el equipo funcione como tal debe
tener un objetivo que exija el aporte coordinado de sus miembros. Hay
muchas tareas dentro de una organización que cumplen estos requisitos y
hay otras tantas que no. Ejemplos que serían aptos para un trabajo en
equipo son el diseño de un producto o servicio, la administración contable y
financiera, la gestión de Recursos Humanos, el desarrollo de las ventas
(salvo casos específicos asimilables a la dinámica del Call Center), etc.
Un componente esencial a definir acerca de la tarea a realizar consiste en
establecer el alcance de la autoridad del equipo como tal —y si es
necesario, de cada uno de sus integrantes— y del equipo con su jefe
incluido. Esto implica ser explícito sobre el tipo de decisiones que se
pueden tomar sin consultar, las que se pueden tomar con el acuerdo del jefe
y las que requieren aprobación de “más arriba”. De esta manera se evitan
dos males que limitan la efectividad de los equipos. Estos son: que sus
miembros se inhiban de hacer determinadas cosas por temor a meterse en
terrenos que no les corresponden, y que pierdan el tiempo al avanzar sobre
asuntos que requieren una aprobación previa. Por último, un aspecto que
completa la definición del equipo es una razonable estabilidad de sus
miembros, ya que la rotación frecuente de los integrantes conspira contra el
desempeño. Si bien algún nivel de recambio es inevitable, es importante
tratar de mantener esa movilidad bajo control, de manera tal que las nuevas
incorporaciones no afecten el funcionamiento.
Una vez que logramos establecer lo que Hackman llama un “verdadero
equipo”, la segunda condición consiste en darle una dirección clara, un
objetivo a alcanzar que sea al mismo tiempo significativo y desafiante. La
definición de este objetivo bien puede estar precedida por un debate en el
que participen los integrantes del equipo, pero llegado un punto quien dirige
tiene que tomar una decisión que sirva para definir el rumbo y alinear a sus
colaboradores. Esta decisión es con frecuencia el resultado de un balance
entre las necesidades de la organización y las aspiraciones del equipo. Por
eso, conviene tener en cuenta a todas las partes interesadas en el proceso y
estar dispuesto a dar explicaciones cuando alguien las pida. No obstante, el
buen funcionamiento depende de que pasado un período de deliberación e
intercambio, el jefe ejerza ese poder que en las conversaciones con mis
clientes denomino “la última palabra” y que sirve para poner al equipo en
marcha. En ocasiones puede suceder que haya miembros del equipo que no
se sientan representados por la decisión tomada y decidan, en consecuencia,
apartarse. Esto también hace a la fortaleza del equipo resultante, cuyo
desempeño depende en buena medida del compromiso de sus miembros
para contribuir con su formación, su experiencia y, sobre todo, su capacidad
y disposición a buscar soluciones cuando surjan problemas desconocidos.
La tercera condición establecida por Hackman consiste en disponer de
una estructura adecuada, esto es: que el equipo cuente con las herramientas
para cumplir la tarea, con una composición que contemple todos los roles
necesarios, y con normas de conducta claras y compartidas para funcionar.
Las herramientas y los roles son específicos de la tarea a realizar, por lo
cual no requieren mayores comentarios, salvo la necesidad ineludible de
chequear desde el inicio el estado de estos rubros. Con respecto a las
normas de conducta, es conveniente que su definición sea flexible y el
producto de un acuerdo entre los integrantes del equipo, dentro del marco
preceptivo que provee la organización y que resultará útil recordar de
manera explícita. En el debate para llegar a establecer las normas de
conducta se deberá resolver la modalidad de las reuniones, la manera en que
se compartirá la información, el nivel de confidencialidad de la tarea que se
realiza y toda otra cuestión que interese al funcionamiento. Esto no se
define de una vez y para siempre sino que se deja abierta la posibilidad de
reabrir el debate sobre las normas para proponer cambios en cualquier
momento, de manera tal de evitar los malos resultados producto de la
inercia de la modalidad elegida en primera instancia. Así, el equipo contará
con un marco general, que permanecerá inalterable y servirá para señalar un
límite claro entre lo que es aceptable y lo que no, y con normas de conducta
flexibles, que se irán modificando según las necesidades de la tarea a
realizar.
En ocasiones, la lucha de poder dentro de una organización tiene como
resultado la formación de un equipo para realizar una tarea determinada que
luego no contará con el apoyo necesario para alcanzar el objetivo. Hay
muchos ejemplos de esto en organismos del Estado (que son muy
permeables a las disputas políticas) y en menor medida, aunque para nada
infrecuente, en empresas privadas de envergadura, donde un escenario
cambiante puede dar lugar a la formación de un equipo que cuenta al inicio
con un apoyo vigoroso, el cual va perdiendo fuerza a mitad de camino y
finalmente se extingue hasta dejar el proyecto librado a su suerte. Por eso,
la cuarta condición requerida por Hackman es que el equipo tenga el
respaldo de una organización comprometida, esto es, que ponga a su
disposición los recursos necesarios, que haya acuerdo con respecto a las
retribuciones y que le facilite el acceso a la información pertinente.
Por último, como quinta condición para el buen funcionamiento de un
equipo, Hackman considera imprescindible que reciba coaching —no
necesariamente de un coach profesional, aunque sí de alguien con
experiencia y que no integre el equipo. El coaching será necesario al fijar el
objetivo a alcanzar o la etapa a cumplir, en la mitad del recorrido para
lograrlo, y al final, antes de establecer el nuevo rumbo a seguir. Según
Hackman, sin esta instancia de reflexión con la colaboración de alguien que
no integre el equipo, el funcionamiento resultará poco flexible y dependerá,
en la mayoría de los casos, de la dinámica de la primera reunión. La rigidez
en el modo de llevar a cabo la tarea provoca que los roles queden
cristalizados y dificulta la realización de modificaciones y ajustes, con la
consiguiente pérdida de productividad.
Señalamos antes que la composición del equipo debe contemplar todos
los roles necesarios para alcanzar el objetivo que se ha propuesto.
Agregamos ahora una restricción adicional referida al número de
integrantes: si bien este número depende de las características de la tarea,
no debe en ningún caso superar los nueve miembros, pues más allá de esa
cantidad de personas se multiplican los vínculos y esto dificulta la
comprensión de lo que sucede. Para obtener un buen desempeño, sostiene
Hackman, los integrantes de un equipo deben saber quién es cada uno de
sus compañeros, qué opinan de las cuestiones más importantes a tratar y
cuáles son sus fortalezas y debilidades. Vinculada con esta restricción al
número de integrantes, que puede tenerse en cuenta para subdividir en
equipos operativos a grupos más grandes, Hackman plantea una serie de
equilibrios a los que conviene prestar atención para lograr un buen
funcionamiento. Los equilibrios son: entre la heterogeneidad y la
homogeneidad; entre la rivalidad y la fraternidad; entre la abundancia y la
escasez; entre la urgencia y las tareas sin plazo; entre el control unilateral y
el consenso; entre la rotación y la estabilidad; entre la autonomía individual
y la acción colectiva; entre el comportamiento desafiante y la
complacencia; y entre la inventiva y la imitación.
En todos estos equilibrios sucede que en los extremos vamos a
identificar maneras de formar el equipo que le restan efectividad, mientras
que en el medio, en el punto de equilibrio entre dos tensiones, vamos a
obtener el rendimiento más alto. Veamos ejemplos de los efectos
perjudiciales que se verifican en las situaciones extremas planteadas: un
equipo cuyos miembros son muy diferentes entre sí tendrá dificultades para
llegar a acuerdos mientras que a un equipo integrado por personas con una
formación muy homogénea le costará resolver problemas imprevistos; un
equipo con una alta dosis de competencia entre sus miembros tenderá a
perder de vista el objetivo compartido mientras que en un equipo integrado
por amigos resultará incómodo plantear críticas; la abundancia de recursos
o las tareas sin plazos pueden resultar una invitación a perder el foco
mientras que la escasez o la urgencia pueden comprometer la calidad del
resultado; el control unilateral inhibirá la creatividad mientras que intentar
decidir todo por consenso puede dar lugar a discusiones interminables;
mucha rotación, como vimos antes, es perjudicial para la identidad del
equipo mientras que la estabilidad garantizada puede inducir un bajo
rendimiento; el individualismo y el comportamiento desafiante conspiran
contra la tarea común mientras que el acuerdo total y la complacencia
restan dinamismo al proceso; por último, la pretensión de ser totalmente
original genera demoras y esfuerzos innecesarios mientras que la imitación
lisa y llana no será competitiva.
Algunos de estos equilibrios que contempla Hackman fueron también
tenidos en cuenta por el psicólogo social suizo nacionalizado argentino
Enrique Pichon Rivière, quien murió en 1977 y dedicó buena parte de su
práctica profesional y su obra a la dinámica de grupos, para lo cual tomó
como punto de partida los trabajos pioneros de George Mead y Kurt Lewin.
Pichon agrega algunos planteos que conviene tener en cuenta, ya que
incorporan las tensiones que siempre existen entre el deseo de obtener un
determinado resultado y el miedo al éxito y al fracaso. A propósito del
miedo al éxito, que puede parecer a primera vista un tanto abstracto, debo
decir que me ha tocado ser testigo como coach de la ansiedad que provoca
un logro importante, pues con frecuencia se lo percibe como una limitación
para las opciones disponibles en el futuro. En efecto, un éxito en la tarea
realizada parece indicar un camino a seguir con el propósito de sacar mejor
provecho de la nueva circunstancia y, por eso, sugiere descartar otras
alternativas que a la luz de lo conseguido aparecen como poco razonables.
El fracaso, en cambio, da completa libertad de elección, aunque resulta
igualmente amenazante, pues su reiteración conduce inevitablemente a una
merma considerable de los recursos y, como consecuencia de ello, a la
restricción de las elecciones posibles. Elaborar miedos y ansiedades de este
tipo, entre los que se destacan las tensiones entre sujeto y grupo, la
resistencia al cambio y las emociones que por un motivo u otro no se hacen
explícitas, es lo que Pichon llama la “tarea implícita” o “pretarea” de un
equipo de trabajo. Cuando el equipo se resiste a elaborar estos miedos
básicos queda estancado y no consigue afrontar de manera adecuada la tarea
operativa que lo convoca.
Otra dimensión a tener en cuenta para el buen funcionamiento de un
grupo, que también aporta Pichon Rivière, es la de los roles que adoptan los
integrantes. De acuerdo con este enfoque, todo grupo genera los siguientes
roles: un portavoz, que hace explícito lo que está “en el aire” y que el resto
no se atreve a decir o no logra comprender ante cada situación; un chivo
emisario, que concentra los aspectos negativos y es a menudo elegido como
culpable de las deficiencias del conjunto; un saboteador, que resiste el
camino elegido por el líder y señala las debilidades de cada curso de acción;
y un líder, que concentra los aspectos positivos y promueve un consenso y
una convivencia aceptables entre el portavoz, el chivo emisario, el
saboteador y el resto de los miembros, quienes pueden expresar un grado
variable de afinidad o rechazo hacia quienes encarnan los roles referidos.
Para Pichon, es conveniente que estos roles no sean fijos, ya que de lo
contrario el grupo va a adoptar siempre la misma dinámica para funcionar.
Notemos, de paso, que la tendencia a repetir comportamientos es una
instancia contemplada por Hackman, quien recomendaba afrontarla por
medio del coaching.
Por último, en este repaso sobre qué condiciones debe cumplir un equipo
para ser más productivo, haremos referencia a algunos aspectos del
pensamiento grupal. Se conoce como “paradoja de Abilene” un tipo de
situación observada por el experto en administración Jerry Harvey y dada a
conocer en un libro publicado en 1988. La situación observada por Harvey
se refiere a un grupo de cuatro personas que están jugando a las cartas en
una tarde muy calurosa. Uno de ellos propone ir hasta la localidad de
Abilene a tomar algo. Aunque el viaje es largo y el clima está muy pesado,
uno a uno los presentes van dando su acuerdo. Hacen el viaje, que no
resulta placentero, y vuelven. Por la noche, cuando una de las personas
confiesa que solo dijo que sí para complacer a los demás, los otros dos que
habían asentido reconocen que también aceptaron viajar por ese motivo.
Para sorpresa de todos ellos, quien había hecho la propuesta admite que
tampoco él tenía ganas de ir y que sugirió hacer el viaje a Abilene porque
supuso que los demás se estaban aburriendo.
Lo que nos advierte la paradoja de Abilene es que un grupo puede
decidir hacer algo aun cuando todos sus miembros están en desacuerdo con
la acción. Esta posibilidad alerta sobre la necesidad de promover la
expresión de todo tipo de objeciones dentro de un equipo de trabajo. Sin
llegar al extremo planteado por Harvey, podemos caer en lo que se
denomina “groupthink”, algo que todos hemos presenciado alguna vez y
que consiste en la tendencia que tienen los grupos a pensar de manera
unificada y dejar de lado las diferencias. Tanto la paradoja de Abilene como
el groupthink ponen en evidencia situaciones en las que para los integrantes
del grupo resulta más importante mantener la cohesión que expresar su
punto de vista, con la consiguiente pérdida de aportes y enfoques novedosos
para el debate interno. Esta debilidad nos remite a los temores y ansiedades
señalados por Pichon Rivière, ya que el sentimiento de inseguridad acerca
de la falta de cohesión en el grupo puede interpretarse como una de las
tensiones que es necesario elaborar como parte de la “tarea implícita”.
Una tendencia análoga al groupthink que se verifica en los grupos es la
de la intensificación de las opiniones sobre una determinada situación
cuando la decisión se toma en conjunto. Siguiendo un mecanismo similar al
que opera para dejar de lado las diferencias, los grupos tienden a tomar más
riesgos que los que tomaría cada uno de los participantes por separado, o —
en caso de que la tendencia general apunte al control de daños— a tomar
más precauciones. Esto sucede porque los integrantes del grupo, al escuchar
argumentos que justifican la misma posición y son diferentes a los propios o
entre sí, tienen la impresión de que resulta seguro adoptar una postura más
radical. En realidad, en esos casos los miembros del grupo establecen de
manera automática e inconsciente una equivalencia entre el aumento de los
argumentos a favor de una acción y un aumento análogo en la intensidad de
la acción. Con frecuencia, esta radicalización de las opiniones no está
justificada y conviene, por eso, revisarla con cierto detenimiento.
Motivación 3.0
Cuando nos referimos a la inteligencia emocional mencionamos la
existencia de motivaciones extrínsecas, vinculadas a premios y castigos, y
de motivaciones intrínsecas, asociadas al ejercicio de nuestras capacidades
con autonomía y responsabilidad. Vamos ahora a ver estos conceptos con
mayor profundidad, pues no basta con crear las condiciones para que un
equipo de trabajo tenga un buen desempeño si no logramos al mismo
tiempo que sus integrantes estén dispuestos a comprometerse con la tarea
que realizan. Como vimos en el capítulo 1, el compromiso no es lo que
abunda en las organizaciones en nuestros días, de manera que es
perfectamente posible que preparemos el terreno tal y como lo indica
Hackman, que tomemos además las precauciones sugeridas por Pichon
Rivière, y nos encontremos luego con un grupo de personas que en lugar de
aprovechar un contexto creado con tanto esmero insisten en entregar lo
mínimo necesario como para conservar el trabajo.
Según señala Daniel Pink en una de las conferencias TED más vistas
hasta ahora, la propensión de los trabajadores al desinterés y a retacear el
esfuerzo (llamada “falta de compromiso”) se debe principalmente a que las
empresas utilizan métodos para motivarlos que “no se corresponden con lo
que la ciencia sabe acerca de la motivación”. Pink distingue entre una
motivación 1.0, que identifica con la supervivencia, y una motivación 2.0,
que es la preferida por la mayoría de las empresas y se limita a la
motivación extrínseca, esto es, a la retribución económica o a través de
servicios que pueden cuantificarse en dinero —como, por ejemplo, la
cobertura médica o la capacitación— y al temor a la pérdida del trabajo o a
las sanciones en caso de hacer las cosas mal. Sin embargo, diferentes
experimentos prueban que los incentivos materiales solo son eficaces en el
caso de tareas rutinarias y fáciles de llevar a cabo. Ahora bien, este tipo de
tareas son las que tienden a ser automatizadas cada vez más en nuestros
días. La capacidad que nos distingue como humanos y, en nuestra época,
como trabajadores más útiles que las máquinas es la de aportar creatividad
y capacidad para evaluar lo que más conviene en situaciones complejas y a
la vez específicas, en las cuales es necesario tener en cuenta múltiples
factores. Ese aporte de inventiva y buen criterio que nos reclama el actual
escenario no se pone en marcha con premios y castigos sino con los
componentes de lo que llamamos motivación intrínseca o, según la
terminología propuesta por Pink, motivación 3.0. Estos componentes son:
autonomía o la aspiración de dirigir nuestras vidas; maestría o el interés de
mejorar nuestra capacidad de hacer algo que nos importa; y propósito o el
deseo de aportar nuestro trabajo a una causa que nos trasciende.
Meses después de la charla TED sobre motivación, Pink publicó un libro
en el cual trató el tema con mayor detalle y profundidad. Allí señala que si
bien el pago por el trabajo no es suficiente para motivar a un trabajador y
lograr que se comprometa con la tarea, en el caso de que el salario sea
percibido como bajo o por debajo de la media del sector esto actúa como
una barrera infranqueable para todo tipo de propuesta o disposición ulterior,
que será considerada como irrelevante. Este planteo tiene puntos en común
con la llamada “teoría de la motivación y la higiene”, elaborada por el
psicólogo estadounidense Frederick Herzberg. Según Herzberg, es un error
postular que lo contrario de la satisfacción en el trabajo es el desagrado,
pues la primera depende de la motivación intrínseca mientras que el
segundo está ligado a lo que define como factores “higiénicos”, que son los
vinculados al salario, las condiciones de trabajo, las políticas de la empresa
con respecto a los empleados, la relación con pares, jefes y subordinados, el
estatus conseguido y la estabilidad. Todo esto hace a un trabajo no
desagradable, pero no alcanza, dice Herzberg, para hacerlo satisfactorio.
Para ello, es necesario reconocimiento por la tarea, crecimiento personal,
logros, hacer un trabajo significativo y tener cierto grado de
responsabilidad.
Un aspecto interesante a incorporar en esta reseña sobre la motivación es
la fuerte relación que se establece entre el esfuerzo y la gratificación cuando
las personas hacen algo que les importa. A propósito de esto, el psicólogo e
investigador Dan Ariely da como ejemplo en una charla TED el caso de los
montañistas, quienes al referir las expediciones que realizan hacen un relato
plagado de malestar, incomodidad y contratiempos, todo lo cual es parte
esencial de una experiencia que consideran tan satisfactoria que la repiten
una y otra vez. Luego de relatar su propia experiencia al armar muebles de
la empresa IKEA, tarea que le resultaba engorrosa y a la vez gratificante,
Ariely cuenta una anécdota acerca de la comercialización de mezclas listas
para hacer tortas, que fueron lanzadas al mercado en los años 40 y no
resultaron muy populares. Al hacer estudios acerca de la reacción de los
consumidores, se pudo establecer que las personas no compraban esas
mezclas porque consideraban que el resultado no era una torta que habían
hecho ellas mismas sino un producto elaborado por otro, algo parecido a
comprar una torta en una panadería. De manera que para sortear esta
dificultad, las empresas sacaron de la mezcla la leche y los huevos, cuya
incorporación quedó a cargo del consumidor. Ahora, hacer la torta requería
un pequeño esfuerzo y, en consecuencia, permitía sentir la satisfacción de
haberla producido. Con la nueva fórmula el producto logró penetrar en el
mercado y se mantiene vigente hasta nuestros días.
Cuando se habla de la necesidad de autonomía, maestría y propósito en
el trabajo a menudo se hacen objeciones a este enfoque con el argumento de
que se trata de algo impracticable en la mayoría de los casos. Según este
punto de vista, tales pretensiones son viables en grandes empresas
innovadoras como Google, 3M u otras por el estilo, donde hay enormes
ganancias que permiten darse esos lujos. En este caso, como en muchos
otros temas vinculados con las nuevas formas de organización del trabajo,
se pierde de vista el vínculo existente entre la satisfacción en la tarea y la
productividad laboral. Lejos de resultar un lujo, esta metodología permitió a
Google el lanzamiento de productos muy populares y rentables, como
Gmail o Google Docs, y a 3M la creación de la esponja Scotch-Brite, las
notas Post-It y muchas otras novedades. Esta mayor productividad no se
limita al área de investigación y desarrollo ni a las economías del llamado
Primer Mundo. Tal como resulta fácil comprobar en cualquier oficina de
Buenos Aires, un empleado al que se le solicita una tarea que después
resulta inútil se lamenta y protesta debido a que su esfuerzo ha sido
malgastado; de nada sirve en estos casos el argumento de que de todos
modos la organización le está pagando un salario por las horas empleadas
en lo que luego no sirvió. Sentirnos útiles, capaces y con responsabilidad es
la manera en que damos sentido a esa mitad de la vigilia que pasamos
tratando de sacar adelante nuestro trabajo. La retribución salarial sirve, por
supuesto, para comprar cosas y darnos tranquilidad económica, pero no
alcanza por sí sola para sentirnos satisfechos.
El caso de un obrero de la construcción que tuve oportunidad de conocer
sirve para ilustrar esta situación en un contexto bastante alejado de la
vanguardia tecnológica. Este obrero —llamémoslo Carlos— había llegado
poco tiempo antes de Paraguay y, luego de obtener la residencia, había
empezado a trabajar como ayudante en la construcción de unos dúplex. Su
desempeño era apenas aceptable, pues a menudo se ponía a conversar con el
oficial albañil con quien colaboraba o simplemente se distraía. Una tarde la
camioneta que la empresa constructora usaba para llevar y traer materiales
perdió una rueda cuando partía, luego de terminar de descargar. Ante el
contratiempo, el encargado de obra preguntó a los presentes si alguien
conocía a un mecánico de la zona que pudiera reparar el vehículo. Carlos
dijo que él había trabajado en un taller mecánico en Asunción y que podía
ayudar. Luego de que el encargado de obra accediera, Carlos inspeccionó la
punta del eje y la rueda averiadas, determinó que faltaba una pieza que
servía para trabar la llanta e hizo un modelo rudimentario con material de
obra que sirvió para que la camioneta saliera andando. Esa demostración de
habilidad llevó al encargado a pensar que quizá Carlos fuera más útil en
tareas menos anodinas que la de alcanzar baldes con material al oficial
albañil u otras por el estilo. En consecuencia, el encargado entrenó en pocos
días a Carlos como soldador, para comprobar luego que ante el desafío de
una tarea que lo exigía, su concentración y desempeño mejoraban de
manera sustancial. Como soldador, Carlos hizo escaleras, barandas,
pasamanos y rejas en tiempo y forma y con una calidad sobresaliente.
Un caso igualmente ilustrativo, aunque por cierto alejado en la época y
en la circunstancia de la mejora en el desempeño de Carlos, fue el del grupo
de ingenieros convocados por el ejército de los Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial para llevar adelante las investigaciones necesarias
con el propósito de construir la primera bomba atómica. El problema con
estas personas, tal como refiere el físico Richard Feynman en su libro
Surely You’re Joking, Mr. Feynman!, consistía en que para mantener la
operación en secreto se había tomado la decisión de darles diferentes tareas
relacionadas con su profesión sin decirles absolutamente nada de para qué
serviría todo eso. En ese contexto, los ingenieros avanzaban lentamente y
sin entusiasmo; al advertir lo que sucedía, Feynman pidió a Robert
Oppenheimer, director de la investigación, que obtuviera el permiso
necesario para informar de qué se trataba el llamado Proyecto Manhattan.
El permiso fue otorgado. Al enterarse de que estaban luchando en la guerra
y de que su trabajo competía con otros igualmente letales que llevaban a
cabo científicos alemanes y japoneses, los ingenieros cambiaron por
completo de actitud y comenzaron a inventar métodos para mejorar la
productividad y obtener resultados en un breve plazo. “De esta forma,”
recuerda Feynman, “resolvimos 9 problemas en tres meses, lo que
significaba trabajar casi 10 veces más rápido”.
Al referirnos a las condiciones para que un equipo tenga un buen
desempeño y para promover la motivación intrínseca, partimos de la base
de que todas las personas convocadas pertenecen a una misma cultura. Esta
suposición, como es fácil advertir, no es adecuada en todos los casos, pues
no toma en consideración las diferencias culturales que percibimos con
respecto a varias cuestiones entre, por ejemplo, un japonés, un sueco y un
argentino. Hay muchos estudios que se ocupan de estas diferencias, aunque
todavía no se ha llegado a un consenso entre los investigadores acerca de
cuál es el marco teórico general más adecuado. Algunos de estos estudios
tratan de las características y el funcionamiento de los equipos formados
por personas de distintas nacionalidades; otros se refieren a las mejores
prácticas a seguir cuando las personas cambian de país por razones
laborales, a veces dentro de la misma organización, y deben adaptarse a un
nuevo entorno cultural. Abordar estos temas está fuera de los alcances de
este libro, para el cual damos por supuesto que las personas a las cuales nos
referimos y dirigimos comparten algo que, a falta de una mejor definición,
vamos a llamar la cultura urbana latinoamericana del siglo XXI. Entendemos
por ello una mezcla variable entre las características regionales y las fuertes
tendencias globales, con predominio estadounidense, que se difunden a
través de medios de comunicación de masas tales como internet y la
producción de cine y televisión, y también al tomar contacto con la cultura
y las prácticas de las empresas multinacionales instaladas en América
Latina.
Caja de herramientas
Para concluir este capítulo sobre trabajo en equipo y liderazgo, veamos
algunas cuestiones relacionadas con los temas tratados y que preferí no
incluir antes para no perder claridad de exposición (espero haberlo logrado).
Se trata de un conjunto de conocimientos, algunos de ellos provenientes de
la psicología social, que pueden constituir una caja de herramientas útil para
mejorar el desempeño de un equipo en diferentes circunstancias.
Comenzaremos por señalar la recomendación del consultor británico-
estadounidense Marcus Buckingham acerca de la conveniencia de
identificar cuáles son las fortalezas de cada uno de nuestros colaboradores
para luego asignarles tareas acordes. Para llevar a la práctica esta
recomendación, que podemos ilustrar con lo catastrófico que sería pedir a
Messi que escriba una novela y a un joven García Márquez que se calce los
botines, Buckingham sugiere poner a prueba a las personas en diferentes
tareas y también tratar de establecer cuál es su estilo de aprendizaje —si
prefieren, por ejemplo, el análisis, la práctica o la observación. A propósito
de la eficacia del aprendizaje y de las posibilidades de desarrollo basadas en
las fortalezas, viene al caso recordar la advertencia de Peter Drucker, quien
con justeza señaló que “lleva mucha más energía y mucho más trabajo
mejorar desde la incompetencia hasta una mediocridad exigua que mejorar
desde un desempeño muy bueno a uno excelente”.
Otra sugerencia a mi juicio valiosa se refiere a cómo se fijan objetivos y
se controlan resultados. Si bien puede ser provechoso realizar intercambios
en el momento de la elaboración de un plan de trabajo o de llegar a
acuerdos sobre la distribución de tareas, la investigación con respecto a esto
nos dice que las personas trabajan mejor y son más productivas cuando se
controla su desempeño de manera individual y no a través del rendimiento
total del grupo. De manera que una vez distribuidas las tareas, es
conveniente que quede claro quién se ocupa de qué cosa y cómo debe rendir
cuentas del trabajo que tiene asignado. De lo contrario, sucederá casi
siempre que algunos miembros del equipo bajarán su rendimiento para
aprovechar la ventaja de que otros hagan parte de su trabajo. Este
comportamiento, llamado “holgazanería social”, ha sido comprobado en
laboratorio y en situaciones de la vida real en reiteradas ocasiones.
No siempre es posible medir con un costo razonable el aporte individual
a una tarea colectiva. Por eso resulta útil conocer cuáles son las situaciones
que promueven la cooperación, pues en estos contextos se atenúa la
tendencia a la holgazanería social. De esto se ocupa el profesor de biología
y matemático estadounidense Martin Nowak, quien en 2011 publicó junto a
Roger Highfield un libro sobre el tema. A partir de investigaciones
realizadas en el campo de la teoría de la evolución, la teoría de los juegos y
las neurociencias, Nowak y Highfield identifican como condiciones
favorables para el trabajo en equipo la existencia de leyes y prohibiciones
que obliguen a cooperar, la utilización de incentivos positivos o negativos,
la competencia con otro equipo, y la exigencia de defender al grupo de
pertenencia. También favorecen la cooperación —y son menos evidentes
que las anteriores— la necesidad de actuar con reciprocidad frente a lo que
hacen otros, el deseo de cuidar la propia reputación, y la imitación de la
conducta de otros miembros del equipo. Reciprocidad, reputación e
imitación son tres contextos a tener especialmente en cuenta, pues desafían
la creencia —en ocasiones avalada por la academia— de que en todos los
casos prevalece un comportamiento egoísta. Lo que nos dicen estas pautas
es que las personas sienten necesidad de retribuir las acciones de otros que
las favorecen, que les desagrada que se los juzgue como egoístas, y que
imitan los comportamientos de otros cuando comprueban que estos
benefician al equipo.
Una observación a tener en cuenta para evitar conflictos que de otro
modo resultan harto frecuentes es la que realizan los profesores Chan Kim y
Renée Mauborgne cuando señalan las dificultades que todos tenemos para
evaluar con justicia el desempeño de los demás. Por eso, Kim y Mauborgne
sostienen que el camino para producir cambios sustentables es poner
especial atención en considerar todos los intereses y los puntos de vista en
juego, de manera tal de poner en práctica lo que definen como un “proceso
justo”. A menudo el objetivo de conducir un proceso justo está amenazado
por varios sesgos cognitivos relacionados entre sí que dificultan la
comunicación en un equipo de trabajo, pues suelen generar sentimientos de
frustración y enojo. El primero de estos sesgos cognitivos es que tendemos
a juzgarnos por nuestras intenciones y a juzgar a los demás por su conducta.
Esta distorsión provoca que en ocasiones nos sintamos injustamente
acusados de algo —¡lo hicimos con la mejor intención!— y que no
tengamos la misma capacidad de comprensión cuando debemos evaluar las
consecuencias de un error cometido por otro. El segundo sesgo se refiere a
la evaluación de resultados no deseados, los cuales tendemos a atribuir a la
situación cuando están vinculados con nuestras acciones y a la persona
cuando suceden en relación a las acciones de otros. También en este caso
tendemos a ser complacientes con lo que nos pasa e inflexibles con lo que
hacen otros. Similares a los anteriores son la tendencia a sobrestimar la
contribución propia y a subestimar la de los demás y, en general, a ver
favorablemente nuestras habilidades y cualidades morales y a disminuir el
valor de las de otros, todo lo cual constituye lo que se conoce en psicología
social como “sesgo de interés personal”. Dado que estas distorsiones están
presentes, en mayor o menor medida, en todas las personas, es importante
estar alerta para evitar acusaciones cruzadas en el equipo de trabajo, que
con frecuencia derivan en enfrentamientos personales.
Por último, dos recursos para no quedar atrapados en falsas opciones. En
general, tenemos tendencia a ordenar la realidad en opuestos: lo que está
bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto, lo que sirve y lo que no
sirve. Este tipo de pensamiento, que sin duda resulta útil para tomar
decisiones simples y rápidas, nos lleva a cometer errores con frecuencia
ante problemáticas que requieren mayor profundidad de análisis y una
actitud abierta. Ya Aristóteles había llamado la atención sobre esta
distorsión del pensamiento y creado esquemas donde hay un continuo entre
dos conceptos extremos cuyo punto medio señala la conducta adecuada. Un
ejemplo que da Aristóteles es el de la cobardía y la temeridad como
conceptos extremos y la valentía como punto medio. Con este método, que
guarda similitud con los equilibrios de Hackman y Pichon Rivière sobre el
trabajo en equipo, podemos crear otros continuos que resultan útiles en el
mundo de hoy: por ejemplo, el que vincula la ingenuidad con la paranoia, o
la baja autoestima con la soberbia, o el realismo pesimista con el optimismo
infundado. De esta manera, en lugar de tratar de discernir qué está bien y
qué esta mal, vamos a tratar de identificar dos posiciones extremas que nos
conducen al error y a buscar el equilibrio entre ambas.
Una variante de este enfoque, destinado a tratar de manera novedosa
muchas de las antinomias que se plantean en las organizaciones, es el que
proponen los consultores James Collins y Jerry Porras en el influyente libro
Built to Last, que fue publicado en 1994 y vendió más de un millón de
ejemplares. Según Collins y Porras, para evitar simplificaciones es
necesario comprender que todos los juicios que hacemos son dependientes
del contexto y, en consecuencia, de la información que tenemos en ese
momento, la cual puede cambiar. Por eso, los autores sugieren que, frente a
la tiranía del “o” en situaciones en las que parece que debemos optar,
examinemos la posibilidad de utilizar “y”. Como ejemplos de estas falsas
disyuntivas referidas a la dirección de empresas, Collins y Porras señalan
las siguientes: la persona o la situación; liderazgo democrático o autoritario;
dogmatismo o relativismo; liderazgo duro o amable. Para comprender cómo
podríamos reemplazar en cada uno de estos casos la “o” por la “y”, basta
reconocer que se trata de disyuntivas falsas, que no admiten la elección de
una respuesta única y permanente. Así, habrá casos en que el resultado
dependerá solo de la persona, otros en que será producto de la situación y
también se dará con frecuencia una combinación de ambos. Otro tanto
sucede con la búsqueda de consenso y la toma de decisiones rápida y
efectiva, o la necesidad de mantener un rumbo en determinados contextos y
de cambiarlo en otros, o las situaciones en las cuales es necesario “cortar
por lo sano” y aquellas que son propicias para el intercambio de ideas y la
persuasión.
6. Una cuestión de actitud
Estamos en una situación en la cual el capitalismo está siendo reemplazado por el talentismo —
en todas partes— porque el capital hoy es abundante, pero lo que realmente hace la diferencia
es el talento que está detrás de la empresa.
Klaus Schwab
Todo cambia
En nuestra época todo el mundo habla de cambio e innovación, y no es para
menos. Cuando recordamos la manera en que trabajábamos hace veinte o
treinta años comprobamos con facilidad que los procedimientos y las
herramientas se han modificado —en muchos casos de manera radical— en
buena medida por la irrupción de la computadora personal conectada a
internet. Si, por ejemplo, yo estuviera escribiendo este libro en 1986, mi
procesador de palabras sería capaz de almacenar unas veinte páginas y casi
todas mis fuentes provendrían de trabajos impresos. Si fuera un poco más
allá en el tiempo, hasta el año 2000, ya podría guardar todo el material en
una computadora personal, pero no tendría todavía a disposición más que
una cantidad limitada de textos electrónicos. Hoy, prácticamente todo el
trabajo se realiza en mi notebook, que puedo transportar conmigo en una
mochila y conectar a las bases de datos disponibles en todo el mundo desde
cualquier bar. Al comparar esta evolución con lo ocurrido en las tres
décadas que van desde 1956 a 1986, vemos que los cambios entre esos años
fueron mucho menos impresionantes. Siguiendo con el ejemplo de la
escritura de un libro de divulgación de conocimientos profesionales y
científicos, las condiciones hubieran sido más o menos las mismas entre
1956 y 1986, con la salvedad de que el autor podría haber reemplazado su
máquina de escribir mecánica por una eléctrica.
El poder de procesamiento creciente de los dispositivos conectados a
internet ha provocado cambios profundos en los medios de comunicación,
la industria del entretenimiento, la comercialización de productos y
servicios, la administración de los negocios y del Estado, la creación de
nuevos tipos de empresas, la educación, el diseño gráfico, el sector
financiero, y un largo etcétera. Comienza además a generar una nueva
expansión —denominada “Internet de las cosas”— a través del lanzamiento
de todo tipo de artículos conectados a la red y de la producción
descentralizada por medio de las impresoras 3D. Estos avances
tecnológicos son, además, globales, pues se difunden en pocos meses a
todos los países desarrollados y emergentes. En este contexto de cambio
acelerado, pequeñas empresas con ideas pioneras se transformaron luego en
gigantes multinacionales, mientras que grandes corporaciones como Kodak
o Nokia, que no advirtieron a tiempo la necesidad de renovarse, pasaron por
serios inconvenientes. Un escenario tan dinámico tuvo como consecuencia
la proliferación de cursos, libros, posgrados y entrenamientos que intentan
preparar a la gente para innovar, tomando a menudo como ejemplo casos de
éxito como la creación del iPhone, el lanzamiento y la evolución de
Facebook, y otras invenciones resonantes que provocaron cambios
extraordinarios. Con frecuencia, estas propuestas dan por sentado de
manera implícita que la innovación, que es difícil de lograr y está casi
siempre a cargo de equipos especiales, es sinónimo de cambio. En realidad,
si bien la innovación es una parte importante de los cambios que se
producen en las organizaciones, no agota este fenómeno ni mucho menos.
Como veremos, el cambio abarca a todas las áreas y no implica
necesariamente la creación de productos, servicios o modelos de negocio
disruptivos.
La dificultad para innovar a la que hice referencia fue uno de los temas
abordados durante un seminario de un día dictado en New York en 2009 por
el especialista en management Gary Hamel. Luego de señalar que uno de
los desafíos de las organizaciones en el siglo XXI es el de aprender a
adaptarse a distintos escenarios, Hamel citó lo que se conoce como la “regla
de oro” de la innovación, la cual establece que para innovar es necesario
partir de 1.000 ideas, para elegir luego 100 que resulten viables, de las
cuales quedarán vigentes 10 transformadas en proyectos, y finalmente se
logrará tener éxito con una. Esta exigencia se ve reflejada en la tasa de éxito
a nivel internacional de las startups —esto es, empresas que se crean para
lanzar una idea novedosa— que oscila entre un 10 y un 20 %, porcentaje
que desciende en la Argentina a menos del 10 %. Los resultados son un
poco mejores para nuevos productos o servicios lanzados por empresas ya
establecidas, las cuales tienen la ventaja de hacer varias apuestas al mismo
tiempo y compensar luego con un gran éxito los tres o cuatro fracasos
contemporáneos a ese desarrollo. Así y todo, la actual tendencia a la
innovación es tan fuerte y sostenida que todo el tiempo están surgiendo
novedades que debemos tener en cuenta para no quedar rezagados.
Frente a esta suerte de selección natural, en la cual se producen
centenares o miles de novedades al tiempo que cientos de miles o millones
de ideas quedan en el camino, las organizaciones suelen dudar acerca de la
conveniencia de destinar recursos a un resultado que juzgan improbable y a
menudo quedan a mitad de camino, esto es, aplican una política de
innovación con tantos controles y precauciones que lo único que logran son
mejoras de escaso impacto. Más allá de estas iniciativas, las cuales están
casi siempre restringidas a un grupo limitado de personas, lo que resulta
inevitable para todos los sectores de una empresa, organismo público o
asociación civil es tomar nota de las innovaciones que los afectan e
incorporarlas mediante un proceso de cambio organizacional, esto es, el
rediseño del funcionamiento habitual con el objetivo de mejorar el
desempeño. Entre los diversos tipos de cambio organizacional que se
promueven, son relevantes las modificaciones de la estructura para hacerla
más funcional, las transformaciones con el propósito de lograr una
reducción de costos, la reingeniería de procesos, y los cambios culturales.
En el contexto de este libro, que está dirigido a jefes y jefas en general y
no a aquellos que dirigen equipos innovadores, considero que el principal
desafío a afrontar es el de promover y adaptarse al cambio organizacional,
tenga este origen en la innovación generada por otros o en alguna iniciativa
vinculada con la dinámica de la entidad a la que pertenecen. Este enfoque,
por otra parte, tiene en cuenta las características actuales de las
organizaciones de América Latina, dada la escasa actividad que registra la
región como fuente de nuevos productos o servicios, la cual se puede medir
a través de la cantidad de patentes internacionales solicitadas ante la
Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de las Naciones Unidas
(OMPI). En 2015, todos los países latinoamericanos juntos presentaron
1.216 solicitudes, menos del 10 % de las producidas por Corea del Sur y
poco más del 2 % de las correspondientes a los Estados Unidos, que lideró
el ranking mundial con 57.385 patentes. Es cierto que tanto los organismos
internacionales como varios de los gobiernos de la región y un nutrido
grupo de políticos y economistas recomiendan modificar este panorama e
impulsar otro tipo de mentalidad, en especial luego de la declinación del
auge económico basado en los precios de las materias primas. Sin embargo,
lo que hay por ahora son desarrollos incipientes que no alcanzan para
revertir la tendencia general.
Señalábamos la conveniencia de promover y adaptarse al cambio
organizacional, entre cuyos objetivos, según apuntamos, hallamos con
frecuencia la modificación estructural, la reducción de costos, la
reingeniería de procesos y los cambios culturales. Más allá de las
particularidades de cada una de estas iniciativas, que adoptan características
propias en cada organización y en cada caso, es pertinente tomar como
punto de partida una advertencia del autor Richard Luecke, quien recuerda
en un libro sobre cómo gestionar el cambio y la correspondiente transición
que los lugares de trabajo son sistemas sociales en los cuales las soluciones
“técnicas” carecen de valor mientras no se construyan a partir de las
habilidades y motivaciones de las personas implicadas. Consciente de esta
limitación, Luecke propone siete pasos para llevar a cabo un proceso de
cambio, el primero de los cuales consiste en movilizar la energía y el
compromiso de los involucrados a través de la identificación conjunta del
problema a resolver y las posibles soluciones. El segundo paso propuesto
por Luecke es el desarrollo de una visión compartida sobre lo que hay que
hacer. Luego —paso tres—, conviene identificar quién tendrá la última
palabra para tomar decisiones, para enseguida enfocarse —paso cuatro— en
los resultados, esto es, en todo aquello que contribuya a avanzar de manera
significativa para alcanzar la meta. El paso cinco es la recomendación de
empezar por la periferia de la organización para después expandirse,
procedimiento que Luecke considera preferible a promover el cambio desde
arriba hacia abajo de modo uniforme. Reflejar el logro en la estructura
burocrática, de modo que tenga un reconocimiento oficial, y hacer un
seguimiento que permita afrontar a los nuevos problemas surgidos del
proceso de cambio son los pasos seis y siete.
Cabe destacar de la propuesta de Luecke la prudencia con la cual trata el
asunto, ya que su método intenta un equilibrio entre la aceptación y el
consenso por un lado (pasos uno, dos, cinco, seis y siete) y la eficacia y el
pragmatismo por otro (pasos tres y cuatro). La prudencia de Luecke resulta
pertinente, pues todavía no se ha llegado a un acuerdo entre los
investigadores acerca de cómo llevar adelante un cambio exitoso. Así lo
señala el profesor británico Rune Todnem By luego de hacer una revisión
crítica de las teorías vigentes sobre gestión del cambio. Sí se sabe que el
método adecuado no son los grandes proyectos de reforma, los cuales por lo
general quedan desactualizados antes de empezar a aplicarse y tienen escasa
efectividad. Según advierten los investigadores Michael Beer y Nitin
Nohria en un artículo clásico sobre el cambio en organizaciones, cerca del
70 % de los programas de cambio planificado por consultores o por las
mismas organizaciones fracasan. Entre los motivos de estos reiterados
fracasos está la fortaleza de lo que algunos autores llaman “inercia
organizacional”, que incluye tanto factores internos —técnicos, normativos
y políticos— como externos —donde gravitan las relaciones con
proveedores, clientes y los organismos de control. También influye de
manera decisiva la falta de colaboración de los empleados involucrados en
el cambio, que por lo general reciben directivas que comprenden solo a
medias y cuyas consecuencias no les resultan del todo claras. Por último, en
no pocos casos sucede que el cambio elegido, una vez implementado, no da
los resultados que se esperaban, ya sea porque mientras tanto hubo
modificaciones sustanciales en el contexto o por previsiones que terminaron
siendo inexactas.
Lo cierto es que, planificado o no, el cambio se produce de todas
maneras, aunque varias veces sea el producto de una serie de reacciones no
previstas a situaciones particulares. Cuando se persiguen objetivos claros a
mediano plazo puede ser útil tener como guía los siete pasos propuestos por
Luecke, pues buena parte de lo que se conoce como “resistencia al cambio”
proviene no de las modificaciones que se hagan sino de la manera en que se
implementan. Con respecto a los cambios más acotados y vinculados con
alguna circunstancia, cuya suma como señalábamos termina siendo tanto o
más importante que las iniciativas de mayor alcance, podemos estar seguros
de que si la gente involucrada entiende lo que pretendemos y el impacto que
tendrá la propuesta en cada uno de ellos, contamos con un buen punto de
partida. Por eso, conviene indagar y analizar en profundidad las propuestas
que “vienen de arriba”; preguntar qué se quiere lograr, por qué, cómo, quién
estará a cargo y en qué va a modificar el actual funcionamiento es
fundamental para poder implementarlas. Sucede en ocasiones que este tipo
de preguntas incomodan y reciben como respuesta acusaciones a quien las
formula de “estar poniendo palos en la rueda”. Por el contrario: quien
pregunta está invitando a su interlocutor a fortalecer el cambio que propone
y, en caso de ser necesario, deberá utilizar su capacidad de persuasión y sus
habilidades emocionales —entrenadas en lo posible según las
recomendaciones del capítulo 3— para dejar en claro este punto.
Habida cuenta de los riesgos de las grandes reformas, que además
resultan a menudo muy costosas, y de que negarse al cambio tampoco es
una opción viable a mediano plazo, la tendencia actual es la de promover un
proceso de adaptación continuo, en el cual el cambio sea parte de un
sistema de aprendizaje permanente. La dificultad para llevar a la práctica
este enfoque, como veremos enseguida, radica en que la gran mayoría de
las personas carece de las herramientas necesarias para afrontar esta
modalidad. Por eso, antes de referirnos a las características de la mejora
continua vamos a revisar cómo nos enseñaron a aprender en el colegio, en
la universidad y en las organizaciones del siglo pasado, y qué deberíamos
modificar para ponernos a tono con los requerimientos de nuestro tiempo.
Antes, una breve digresión. A lo largo de este libro hablamos una y otra vez
de cierta manera de gestionar y de tomar decisiones que hoy resulta poco
eficaz, y proponemos distintos enfoques para tomar buenas decisiones y
mejorar el desempeño. No hay aquí un plan que se pueda aplicar a una
organización en particular ni tampoco es probable que una persona lea estas
líneas y adopte todos los puntos de vista que aquí exponemos. Sin embargo,
como parte de la cultura construida en torno a los lugares de trabajo,
también este libro intenta contribuir a esa evolución incesante a la cual nos
referimos en este apartado y hará un aporte cuya dimensión dependerá de la
validez que le otorguen sus lectores.
Aprender a aprender
Para el especialista en educación británico Ken Robinson, haber pasado por
la escuela primaria y por la secundaria equivale a un largo entrenamiento en
instituciones que están conformadas de tal manera que desalientan la
creatividad. Según Robinson, a la edad de cinco o seis años todos somos
creativos debido a que no tenemos miedo a equivocarnos. Luego, la escuela
se encarga de enseñarnos que la equivocación tiene un costo bastante
elevado y que repetir lo que la maestra o el profesor dijo es lo que más nos
conviene. Además, el sistema educativo primario y secundario forma a
personas que van a entrar en el mercado de trabajo años más tarde, cuando
buena parte de los conocimientos impartidos van a tener muy poco valor. El
miedo al error, en cambio, seguirá vigente en gran parte de las
organizaciones y en la educación terciaria y universitaria, reforzado por la
preferencia casi unánime de las autoridades por aquellos que hacen lo que
se les dice que hagan.
Aun cuando todos hemos pasado por este sistema escolar desalentador,
hay algunos pocos que persisten en mantenerse creativos y logran en
algunos casos hacer contribuciones valiosas. La mayoría, sin embargo,
desiste, genera el hábito de dar pasos sobre seguro, y se convence de que es
mejor para aplicar un determinado saber que para hacer un aporte
novedoso. A punto tal que a menudo nos encontramos con personas —a
veces, en cargos importantes— que afirman que la creatividad no es para
ellos y que miran con sospecha y hasta con una cuota de desdén a quienes
se atreven a proponer ideas nuevas. En muchas empresas, organismos del
Estado y asociaciones civiles, al igual que en nuestros establecimientos
educativos, se estigmatizan los errores y se reserva para los mandos
jerárquicos o incluso de dirección la incorporación de cualquier cambio.
Con frecuencia en estos casos las novedades de cierta importancia son el
resultado de la compra de tecnología inventada y probada por otros. Dado
que nos toca vivir en un escenario de cambio acelerado, si queremos
alcanzar un buen desempeño nos tenemos que liberar del miedo a
equivocarnos, pues no hay otro camino para un aprendizaje centrado en el
hacer y no en el repetir. Una condición necesaria para promover el cambio
organizacional es la de aprender haciendo, esto es, probando si lo que se
nos ocurrió funciona o no, y en qué tendríamos que modificarlo para lograr
que funcione.
Tomemos un ejemplo muy sencillo de nuestra vida cotidiana como es la
manera en que nos presentamos ante los demás, con un determinado corte
de pelo, quizás algunos afeites, cierto tipo de calzado y de vestimenta. Si
examinamos el proceso mediante el cual llegamos a la serie de decisiones
que fueron definiendo el aspecto que tenemos hoy, más allá de que estemos
conformes con el resultado o a punto de volver a cambiarlo, vamos a
identificar ideas que nos surgieron para mejorar nuestra apariencia —
incluso dentro del estilo que podemos llamar “negligente” y otros similares
— y pruebas que hicimos para verificar si eran buenas o no. Seguramente
en algunos casos el cambio pasó la prueba y fue adoptado, y en otros no.
Esta secuencia de idea, prueba y aceptación o rechazo que llevamos a cabo
en la intimidad para definir nuestra apariencia bien puede trasladarse a las
tareas que compartimos con otros y resultar beneficiosa. Ahora bien,
algunos pueden estar pensando, con cierta razón, que no hay comparación
posible entre el costo de adoptar un nuevo corte de pelo y después
modificarlo y el costo de desarrollar y probar un nuevo proceso en el
trabajo. Por eso, es necesario crear un entorno seguro y un método viable
para que las ideas surjan, sean puestas a prueba, y adoptadas cuando dan
resultado.
Aun en los casos en que se alienta a todo el mundo a proponer y
participar, dejar de tener miedo a equivocarse a veces no es tan simple. Hay
personas que han internalizado ese miedo y no pueden superarlo fácilmente
porque ellas mismas son sus propios censores. Estas personas no tienen
miedo a equivocarse por a lo que vayan a decir los demás sino que no
soportan ellos mismos estar equivocados. Como consecuencia de esto se
arriesgan poco y cuando cometen errores, en lugar de corregirlos de
inmediato, buscan argumentos para justificarlos. Son personas de las que se
dice que “siempre quieren tener razón” y esto se debe a que han sido
educadas en una cultura que, como decíamos, castiga al que se equivoca. Si
este tipo de personas que describimos se parece a algunos jefes que hemos
tenido no es por casualidad, ya que a menudo se trata de individuos
capaces, que pueden sostener la pretensión de no equivocarse a través de un
desempeño eficaz en los procesos ya conocidos y establecidos. Por lo
general, para cambiar de actitud con respecto al error es conveniente seguir
algunos pasos, algún método que nos vaya guiando y que nos permita ir
superando obstáculos y a la vez comprendiendo lo que estamos haciendo.
Quizás algunas personas están esperando la oportunidad de proponer
cambios y novedades y para ello les basta con actuar en un entorno
favorable. Para muchos, en cambio, es necesario cierto tipo de
entrenamiento para lograrlo.
La rigidez de la educación que recibimos sumada a la tendencia a repetir
los comportamientos que nos llevaron a buenos resultados en el pasado
genera dos tendencias dentro de las organizaciones que es necesario advertir
para que no terminen bloqueando el aprendizaje. La primera de estas
tendencias está vinculada a la adhesión a ciertos modelos mentales,
mediante los cuales tendemos a juzgar casi todo lo que ocurre a nuestro
alrededor desde una perspectiva limitada. En un libro sobre management
que tuvo gran influencia a nivel internacional, Peter Senge define los
modelos mentales como creencias profundas que determinan nuestra
conducta y al mismo tiempo condicionan la manera en que percibimos la
realidad. Con frecuencia se trata de generalizaciones simples, que a menudo
no se explicitan y que casi nunca se revisan. Ejemplos de estas creencias
son “la gente hace todo por dinero”, “nadie hace nada por nadie”, “los
hombres son mejores jefes que las mujeres”, “los ricos son malvados”, “los
políticos son corruptos”, “los pobres son solidarios”, “el que nace pobre,
muere pobre”, “las mujeres son más perceptivas que los hombres”, “lo que
importa para vender un producto es el diseño”, “lo que importa para vender
un producto es el precio”. Por lo general, este tipo de generalizaciones tiene
validez en algunos casos particulares. Además, es probable que quien
adopta uno de estos juicios haya vivido una situación para él o ella muy
significativa en la cual se cumplió al pie de la letra lo que propone la
generalización. La emoción positiva experimentada al aplicar el juicio en
cuestión actúa como un refuerzo cognitivo poderoso al que resulta difícil
resistirse. Tal como señala el psicólogo italiano Giorgio Nardone, estamos
predispuestos a repetir aquellos juicios que nos han dado resultado
anteriormente, sin advertir que el hecho de que nos hayan servido en el
pasado no implica que vayan a funcionar en todos los casos.
Los modelos mentales son lo mismo que denominamos en el capítulo 2
como “juicios maestros”. Los volvemos a introducir ahora con la
terminología de Peter Senge porque su trabajo se centra en la resistencia
que presentan estos modelos mentales cuando se intenta promover el
aprendizaje en una organización. Basado en este enfoque, Fredy Kofman
fue un paso más allá y definió una conducta que llama “esquizofrenia
organizacional”, la cual es muy útil para comprender un aspecto central del
funcionamiento de muchísimas organizaciones. La esquizofrenia
organizacional consiste en la oposición entre lo que se dice —en general,
políticamente correcto y basado en conocimientos y valores— y lo que se
hace —fuertemente influido por los modelos mentales. Son ejemplos
frecuentes de esquizofrenia organizacional la proclamación de una política
de diálogo y puertas abiertas y la adopción en la práctica de actitudes que
desalientan todo tipo de propuestas, o el estímulo a que los empleados
asuman riesgos y la sanción severa a quien se equivoca, o la invitación a ser
realistas y prometer solo lo que se puede cumplir y la exigencia de que
siempre hay que acceder a los pedidos del jefe. Estar atento a los modelos
mentales propios y a los predominantes en nuestro equipo de trabajo para
hacerlos explícitos y someterlos luego a una revisión, es una herramienta
valiosa para desbloquear el aprendizaje. Para hacer esta revisión, conviene
usar los criterios que vimos en el capítulo 2 para establecer si un juicio está
o no fundamentado, esto es, establecer un para qué, un contexto, un
estándar, y buscar las afirmaciones en las cuales se basa.
La segunda tendencia que bloquea el aprendizaje está referida a la
manera en que abordamos los problemas a resolver. Sobre esto llamó la
atención el pionero en desarrollo organizacional Chris Argyris al advertir
que cuando tratamos de corregir un error, no siempre adoptamos el punto de
vista adecuado. Por ejemplo, si una encuesta nos señala que el clima laboral
no es bueno, organizamos una reunión para socializar con todo el equipo; si
nos dicen que un producto se vende menos que antes, proponemos bajar el
precio, aumentar la publicidad u ofrecer mejores comisiones a los
minoristas; si advertimos que el trabajo a realizar no está saliendo en
tiempo y forma, solicitamos la contratación de refuerzos o la tercerización
de parte de la tarea. Esta manera de reaccionar, que muchas veces resulta
efectiva, no contempla un análisis profundo de lo que sucede, que ponga en
cuestión las premisas que damos por descontadas al buscar soluciones
simples. En los ejemplos citados podríamos preguntarnos si tiene sentido
medir el clima laboral o si lo estamos haciendo bien; si el producto que se
vende menos cumplió ya su ciclo; o si las características del trabajo con el
que no podemos cumplir han variado de alguna manera. Argyris llama
“aprendizaje de primer orden” al que nos lleva a solucionar un problema tal
como se presenta, y “aprendizaje de segundo orden” al examen del
problema para establecer sus características y también su validez. Intentar el
aprendizaje de segundo orden es otra de las maneras de ampliar las
posibilidades de desarrollo de un equipo de trabajo.
A menudo la presión del trabajo diario conspira contra la intención de
examinar modelos mentales o intentar aprendizajes de segundo orden. Una
buena manera de poner en práctica estas habilidades para que se vayan
incorporando a los procedimientos habituales es encargar a cada integrante
del equipo de manera rotativa la búsqueda de información confiable sobre
algún asunto de interés para todos y requerir luego la presentación de estos
datos de manera resumida ante el resto. Para que este pedido cumpla su
cometido, es conveniente desvincularlo de todo tipo de evaluación de
desempeño. Se trata, nada más ni nada menos, que del desafío personal de
investigar un asunto y contribuir con un informe y una opinión sobre el
tema. De esta manera se puede crear un entorno seguro y confiable para
examinar cómo se lleva a cabo algún aspecto de la tarea cotidiana y un
espacio de diálogo en el cual se intercambien ideas y propuestas.
Mejora continua
Tomar conciencia de que vivimos en un cambio permanente y acelerado,
contar con los conocimientos necesarios para detectar y corregir modelos
mentales, y ser capaces de hacer aprendizajes de segundo orden nos permite
impulsar una política de mejora continua. Esta política —que fue
desarrollada por el estadounidense Edward Deming y aplicada con éxito en
Japón con el nombre “kaizen”— parte de la premisa de que todo lo que
hace una organización, ya sea internamente o dirigido a sus clientes, se
puede mejorar de una manera sistemática e ininterrumpida. Esto incluye los
productos y servicios, los procesos, la manera en que se utiliza la
información, la capacitación, las compras y contrataciones, la tecnología,
etc. Un equipo comprometido con la mejora continua puede transformar su
manera de trabajar y aumentar su productividad laboral. Además, en este
proceso se van a encontrar oportunidades para reducir costos y a generar
ideas que pueden llevar a la innovación. La mejora continua tiene varias
ventajas con respecto a las grandes reformas. En primer lugar, los cambios
acotados son más fáciles de gestionar y tienen más probabilidades de
concretarse con éxito. Además, en una organización comprometida con la
mejora continua surgen numerosos equipos que compiten naturalmente por
introducir novedades en su sector y demostrar su habilidad al resto.
Veamos en qué consiste promover el cambio continuo a partir de dos
casos extremos. Por un lado, imaginemos por un momento una organización
con procedimientos rígidos y seguros, que pasan de un sector a otro con un
ritmo prefijado y dan finalmente como resultado una cantidad esperada de
productos o servicios. El trabajo es rutinario, repetitivo y tiene escaso
margen de error. Consideremos ahora un grupo de personas que se reúnen
diariamente y se dedican a investigar variantes en distintos sectores de una
actividad determinada, todo lo cual tiene como resultado la elaboración de
propuestas cuya evaluación final dependerá de que el público acepte o no el
producto o servicio terminado. En este caso, la tarea es creativa,
heterogénea y el resultado incierto. Entre estos dos extremos, que describen
el funcionamiento de una burocracia y el de un grupo creativo, se sitúa por
lo general la tarea que debe afrontar a diario un equipo de trabajo. Aferrarse
a la rutina de la organización tiene como consecuencia una baja progresiva
de la productividad que puede conducir a una crisis terminal. A su vez,
poner todo en discusión conspira contra los resultados que es necesario
producir a diario para que el trabajo siga teniendo sentido y vigencia. En
algún lugar intermedio entre estas dos posiciones —que se asemeja a los
equilibrios propuestos por Hackman, citados en el capítulo 5— está el nivel
de cambio óptimo para un buen funcionamiento.
Si bien este nivel de cambio óptimo será específico de cada equipo de
trabajo, hay algunos principios generales que se pueden tomar como guía
para llevar adelante un proceso de mejora continua. Estos principios
provienen del trabajo del consultor japonés Masaaki Imai, quien propuso la
metodología kaizen en un libro publicado en 1986, fundó una consultora
que se dedica a aplicar el método en empresas en todo el mundo, y realizó
una actualización basada en su propia experiencia en un segundo libro
publicado en 1997, que tituló Gemba Kaizen. Kaizen significa “mejora
continua” y refiere a una actitud filosófica que considera que mediante la
observación y la aplicación de lo que ya sabemos y forma parte del sentido
común es posible mejorar la manera en que hacemos todas las cosas. Esta
actitud filosófica sostiene, además, que vale la pena enfocarse en estas
mejoras en todos los órdenes de la vida —familiar, social, laboral— y hacer
un esfuerzo constante por conseguirlas. “Gemba” es la palabra japonesa que
designa “el lugar de los hechos” y, por extensión, también el lugar de
trabajo. Las recomendaciones que tendremos en cuenta a continuación
provienen de la segunda edición de Gemba Kaizen, publicada en 2012 con
revisiones y actualizaciones.
Si bien la metodología kaizen fue en un principio interpretada en
Occidente como un conjunto de procedimientos utilizados por empresas
japonesas, tales como la Gestión de Calidad Total o el sistema Just-in-Time,
se trata en realidad de una estrategia general que consiste en desarrollar a
todos los integrantes de una organización para transformarlos en personas
capaces de resolver problemas. Este enfoque implica concentrarse en la
mejora de los procesos y de la calidad antes que en los resultados
económicos, pues al tratarse de una actitud permanente actuar de otro modo
generaría debates interminables e infructuosos. Los resultados económicos
—la baja de los costos en caso de tratarse de una organización sin fines de
lucro o una repartición estatal— vendrán después como consecuencia de las
mejoras logradas, que serán casi siempre pequeñas y se irán sumando unas
a otras hasta provocar, con el tiempo, cambios considerables. A diferencia
de la innovación, que implica cambios de envergadura y grandes
inversiones, la metodología kaizen progresa de manera sutil y constante,
con soluciones de bajo costo y escaso riesgo, que en caso de no dar el
resultado esperado permiten volver a la situación anterior.
Para aplicar la metodología, en primer lugar es necesario establecer los
procesos vigentes de manera tal de poder comprender cómo se hacen las
cosas en la actualidad. A partir de esto, con la colaboración de todos los
involucrados o a propuesta de alguno de ellos, se identifica un objetivo de
mejora y se establece un plan para alcanzar ese objetivo. El paso siguiente
consiste en implementar el plan, para luego chequear el resultado de la
propuesta y, finalmente, incorporar el nuevo procedimiento al proceso
estándar. Este tipo de mejora no tiene que ser, y casi nunca es, de gran
alcance. Se puede tratar del cambio en la disposición de los escritorios en
una oficina para evitar que los visitantes tengan que atravesar toda la
habitación hasta llegar a la persona que los va a atender, o de la
modificación del diseño de los uniformes de un sector para hacerlo más o
menos visible, o de la incorporación de una recorrida por la empresa para
cada uno de los nuevos empleados. El asunto es contar con una
organización movilizada con el propósito de mejorar los procesos y la
calidad, y orientada a lograr la satisfacción del cliente, sea este interno o
externo. Dado que la mayoría de las personas en una organización trabaja
para clientes internos, es esencial que se los considere tan importantes como
a los clientes externos, pues de lo contrario se tiende a descuidar la calidad
de los procesos mientras el producto o servicio permanezca dentro de la
organización.
Hay tres grandes dominios para aplicar las propuestas de mejora. El
primero es la gestión interna. Según la metodología kaizen, la manera en
que se trabaja define para bien o para mal la capacidad de una organización
para producir bienes o servicios de calidad. Un ambiente de trabajo
desordenado o caótico no puede sostenerse en el tiempo y tarde o temprano
terminará afectando la producción y la reputación de la organización. El
segundo dominio de aplicación es lo que en japonés se denomina “muda” y
significa desperdicio. Para la metodología kaizen, toda actividad que no
agrega valor es muda y conviene eliminarla. Esto es válido tanto para lo que
hacen las personas, cuyo esfuerzo a menudo se puede aprovechar mejor,
como para las máquinas u otros recursos. El tercer dominio es la fijación de
estándares de calidad y de resultado para todos los procesos. De esta
manera se establece un piso para la producción que permitirá medir toda
propuesta de mejora.
Con frecuencia, el rol del jefe es el de orientar los esfuerzos hacia las
cuestiones más relevantes. Para ello, es importante recoger, verificar y
analizar información. No obstante esta necesidad de orientación, la
metodología kaizen mantiene una actitud abierta a todo tipo de sugerencias
y el compromiso de aplicar de inmediato y sin trabas burocráticas las
propuestas que no presenten mayor dificultad. Estas propuestas pueden
provenir de una persona o también de grupos, cuya actividad en “círculos
de calidad” u otro tipo de agrupaciones son bienvenidas. Los “círculos de
calidad” son grupos que se forman de manera informal o alentada por la
dirección para tratar temas vinculados con la calidad, la seguridad, los
costos, la productividad y la entrega. Dependiendo de la problemática
involucrada y del alcance de las cuestiones a tratar, estos círculos pueden
estar integrados por personas de un mismo sector o incorporar a miembros
de distintas áreas. La calidad de los procesos y de los productos, los costos
de cada etapa de la producción, y la entrega en tiempo y forma son los tres
pilares sobre los cuales la metodología kaizen construye la satisfacción del
cliente.
Son complementarias de la metodología kaizen la Gestión de la Calidad
Total, que implica establecer con claridad todos los procesos que realiza la
organización y evaluar sus resultados, el sistema Just-in-Time, mediante el
cual se eliminan todos las actividades que no agregan valor, y el
Mantenimiento Productivo Total, que se ocupa de mejorar la calidad de los
equipos y realizar las tareas preventivas para alargar su vida útil. Poner en
marcha este tipo de sistemas requiere un trabajo constante durante meses, el
respaldo de los niveles más altos de dirección de la organización, y
entrenamientos y prácticas para que todos los integrantes los incorporen a
su actividad diaria. Una manera menos costosa de implementarlos es
comenzar con procesos de mejora continua en distintos sectores para luego,
en base a los resultados obtenidos, proponer que la modalidad se extienda.
En efecto, a una organización habituada a practicar la mejora continua en
todas sus áreas no le resultará difícil formalizar esa actitud y pasar a la
incorporación de sistemas de gestión integrales, que abarquen la calidad, la
productividad y el mantenimiento.
Persuadir
La comunicación es una instancia vinculada al cambio, la mejora continua y
la innovación que muchas veces resulta crucial para determinar la
aceptación o el rechazo de una propuesta. Una vez que detectamos una
manera de mejorar nuestro trabajo o de generar algo nuevo y estamos
convencidos de que va a ser eficaz, con frecuencia tenemos que atravesar
un proceso en el cual nuestro objetivo pasa a ser convencer a otros de las
bondades de lo que pretendemos. Esos otros pueden ser nuestro jefe en la
empresa, inversores, socios, periodistas, futuros proveedores, futuros
clientes, empleados, etc. En todos estos casos importa tanto el contenido de
lo que decimos como nuestra capacidad de expresarlo de manera tal que el
o los otros nos den el crédito necesario para llevar la propuesta adelante.
Comunicar bien y ante diferentes audiencias no es sencillo. Según refiere
Stephen Nachmanovitch en un libro sobre creatividad, los budistas hablan
de los Cinco Miedos que hay entre nosotros y la libertad: el miedo a perder
la vida; el miedo a perder la vitalidad; el miedo a los estados poco
habituales de la mente; el miedo a la pérdida de la reputación; y el miedo a
hablar en público. De manera que para los budistas el miedo a hablar en
público es uno de los asuntos que debemos tomarnos muy seriamente si
queremos tener una vida plena.
Una primera clave para afrontar ese tipo de situación es saber que a casi
todos, cuando exponemos ante una audiencia, nos invade una sensación de
inseguridad, se nos acelera el corazón y nos cambia un poco el tono de voz.
Tratar de combatir esos síntomas nos saca del foco de la presentación y
puede llevarnos a un bloqueo. Si, en cambio, tomamos esas sensaciones
como naturales y las usamos para concentrarnos en lo que vamos a hacer,
seremos capaces de obtener de ellas una energía extra que mejore nuestro
desempeño. Pero esta actitud general puede no bastar para superar el miedo.
En ese caso, conviene tratar de establecer a qué le tememos. Estas son
algunas de las posibilidades: temor a quedarse en blanco; temor a que las
personas que me escuchan piensen que soy un tonto; temor a cometer
errores; temor a ponerse demasiado nervioso y que no se entienda lo que
digo; temor a que la audiencia rechace mi planteo. Estos temores pueden
resumirse en dos: a fallar en la presentación y a fallar en lograr una buena
respuesta por parte de la audiencia. La manera de afrontar estos temores es
trabajando lo suficiente como para que lleguemos a la presentación
convencidos de lo que estamos haciendo, y para ello es indispensable pulir
el discurso y ensayarlo ante una o dos personas que nos den feedback.
Hay por cierto algunas técnicas que mejoran la calidad de una
presentación. Por ejemplo, puede resultar muy útil una introducción que
contenga tres elementos: de qué se trata, por qué lo que vamos a decir es
importante para la audiencia y cuál será el recorrido de la presentación.
Cuando pasamos al contenido es importante no limitarse a la exposición de
datos y argumentos. Conviene apoyar estos con ejemplos e historias que
muestren el componente emocional de lo que estamos diciendo, pues al
involucrarnos de ese modo estamos al mismo tiempo expresando que
tenemos plena confianza en lo que estamos señalando u ofreciendo. Otra
recomendación valiosa, realizada por el profesor estadounidense Jay
Conger, es que no se debe confundir la persuasión con “vender una idea” o
convencer a los demás de que vean las cosas de otra manera. Se trata, en
realidad, de un proceso de aprendizaje mutuo o colectivo durante el cual se
van a negociar soluciones compartidas. En ese contexto, es indispensable
resguardar la credibilidad —esto es, evitar que el o los otros se sientan
subestimados— y encontrar cuáles son los puntos en común con las
personas que están escuchando.
Por otra parte, hoy es un lugar común que apoyemos nuestra exposición
con un Power Point. Para eso, hay una regla práctica creada por Guy
Kawasaki, un reconocido especialista mundial en marketing y nuevas
tecnologías. Kawasaki trabajó en Apple durante el lanzamiento de la
Macintosh y es el creador del término “evangelizar” para referirse a ganar
adeptos para un producto o una marca. Luego de atravesar innumerables
presentaciones con Power Point, tanto como expositor como en calidad de
espectador, Kawasaki propuso una regla llamada 10/20/30, que consiste en
hacer una presentación con 10 diapositivas, que dure 20 minutos y con un
tamaño de letra 30 en las proyecciones de Power Point. El número de 10
diapositivas se debe a que Kawasaki considera que el público no puede
asimilar más de diez conceptos de una vez. Con respecto a los 20 minutos,
es una manera de enfocarse en hacer una exposición contundente con
atención plena por parte de la audiencia, y de tener tiempo después para
responder a preguntas. Por último, el cuerpo de letra 30 obliga a limitarse
en las diapositivas a títulos y subtítulos que requieren explicación, con lo
cual se evita la sensación de aburrimiento que se produce cuando el
expositor repite en voz alta un texto que los presentes ya han leído segundos
antes, ni bien apareció en la proyección.
Algo menos de 20 minutos —18 para ser exactos— es la duración
pautada para las conferencias que conocemos con la sigla TED, las cuales
han tenido un éxito extraordinario en todo el mundo y han sido vistas por
millones de personas. Las conferencias TED nacieron en 1984 en California
para hablar de Technology, Entertainment y Design (de ahí el nombre
TED). Luego, los organizadores fueron ampliando el panel de
conferenciantes hasta abarcar todas las áreas del conocimiento que puedan
suscitar interés en un público no especializado. Las conferencias TED, que
por lo general resultan amenas, se basan en algunos principios que se
pueden aplicar a cualquier exposición. Además del criterio establecido para
la duración, las exposiciones deben comunicar algo que valga la pena
difundir —ya sea porque nos propone descubrir algo nuevo o porque nos
invita a reflexionar sobre algo que conocemos desde una perspectiva
diferente— y deben concluir con una invitación a la acción. Un momento
considerado crucial para el éxito de este tipo de disertación es la
introducción. Hay tres maneras de comenzar una conferencia TED: con una
historia, con una pregunta o con una hipótesis. En todos los casos, se trata
de despertar curiosidad e interés para luego pasar al desarrollo de los
contenidos. El cierre, como señalamos, debe causar impacto y convocar a
actuar en consecuencia.
La tarea de ganar aliados y socios para promover nuestro producto o
servicio no se limita a las ocasiones en que nos dirigimos a un público a
través de una exposición. También está vinculada a los contactos personales
que hacemos diariamente. En ese contexto, es conveniente tener en cuenta
los seis principios de la influencia propuestos por el psicólogo
estadounidense Robert Cialdini, que es reconocido como un especialista
mundial en la materia. Los principios de Cialdini incluyen en primer lugar
la reciprocidad, esto es, la necesidad que sentimos de retribuir un favor o de
compensar de alguna manera aquello que hemos recibido. La norma de
reciprocidad es uno de los pilares para el funcionamiento de las sociedades.
Establece que cualquier recurso que uno comparta en un momento
determinado le será retribuido de algún modo por el o los beneficiarios. En
caso de que esto no ocurra, la reputación de quien no respeta la reciprocidad
se verá afectada.
El segundo principio a tener en cuenta es el de coherencia o consistencia.
Parte de la premisa de que todas las personas necesitan ser consecuentes en
lo que hacen, lo que usan y, en general, en todo su comportamiento. A la
hora de tomar cualquier decisión, notaremos la “presión” de comportarnos
de acuerdo con nuestras actitudes pasadas frente a problemas similares. La
influencia del principio de coherencia se basa en el deseo de ser y parecer
una persona de comportamientos bien establecidos a lo largo del tiempo.
Los vendedores saben esto y lo utilizan de un modo no del todo ético en lo
que se denomina la técnica del “pie en la puerta”. Esta técnica consiste en
pedir a la persona de quien se quiere lograr algo un pequeño compromiso
que esté relacionado con el objetivo a conseguir y tenga bajo costo. Una vez
que se haya aceptado esa solicitud, se le pide un compromiso de mayor
importancia, que es el que realmente se quería alcanzar. Si la persona se
negara a esa segunda petición, parecería alguien incoherente.
El tercer principio es el de la aprobación social. Parte de la observación
de que a menudo actuamos de la misma manera en que lo hace la sociedad
—o un subgrupo con el que nos sentimos identificados— para lograr
aceptación. En ocasiones hacemos esto aunque tengamos la sospecha de
que la sociedad está equivocada. Nos dan seguridad los best-sellers, las
películas más vistas, los 40 mayores éxitos de la música, a veces solo por el
hecho de que a todos les gusta. Vinculado con esta preferencia por “los
nuestros” está el cuarto principio, que es el de la simpatía, pues es muy
improbable que nos dejemos persuadir por alguien que no nos gusta. La
simpatía es clave para vender y convencer, aunque la simpatía exagerada —
y, por eso, percibida como inauténtica— produce un efecto de rechazo. En
pocas áreas este principio se hace tan evidente como en la política.
Normalmente los políticos aparecen rodeados de actores y personalidades
para apropiarse de parte de la simpatía que estas personas suscitan. La
profesora española Mercedes López Sáez divide este principio en cuatro
componentes básicos: el atractivo físico, la semejanza, la cooperación y los
halagos.
El quinto principio es el de la autoridad, la cual tiene muchas
manifestaciones diferentes, no siempre relacionadas con el poder directo
sino también con la credibilidad. Este principio entra en juego cuando
vemos a personalidades que respetamos o consideramos responsables
anunciando productos o servicios en la televisión, o medicamentos avalados
por estudios científicos o por expertos. En el principio de autoridad entran
en juego dos elementos: la jerarquía y los símbolos. La jerarquía se basa en
la creencia de que las personas que llegan a puestos superiores tienen más
conocimiento y experiencia que el resto. Los símbolos aportan credibilidad:
el uniforme de un policía, el traje caro de un banquero, la bata de un médico
o los títulos que posea un académico influyen en nosotros como reaseguros
acerca de la solvencia de las personas que los utilizan.
La ley de la oferta y la demanda juega un papel muy importante en el
último principio, que es el de la escasez. Si un potencial cliente percibe una
baja oferta o una elevada demanda de un bien, inmediatamente se mostrará
interesado y estará dispuesto a pagar un precio más alto para obtenerlo. Las
oportunidades parecen más valiosas cuanto más difíciles nos resulta
conseguirlas. Son ejemplos evidentes de este principio los lanzamientos de
ediciones limitadas o de coleccionista. Otro ejemplo clásico es el efecto en
el público de la censura o prohibición de una película o cualquier otro
producto cultural. Inmediatamente aumentará el interés de los potenciales
compradores por ese objeto prohibido.
7. Ética y bienestar
La autenticidad da trabajo
La caída de empresas como Enron y WorldCom, que entre otras maniobras
se dedicaron de manera sistemática y deliberada a falsear los estados
contables para hacer subir el precio de las acciones, y de la consultora
internacional Arthur Andersen, que no las auditó como hubiera debido,
golpeó duramente la reputación de las empresas estadounidenses a
principios del siglo XXI. Incómodo ante esta situación, el CEO de Intel Andy
Groove declaró por entonces que se sentía avergonzado de ser parte de la
América corporativa. A su vez, el economista del MIT y ganador del
Premio Nobel Paul Krugman predijo que, pasado un tiempo, el escándalo
de Enron tendría mayores repercusiones para la sociedad estadounidense
que el ataque a las Torres Gemelas perpetrado el 11 de septiembre de 2001.
Ese clima de desconcierto y preocupación está en el origen de un exitoso
libro escrito por Bill George, quien tenía antecedentes como académico y
como ejecutivo de alto nivel, en el cual propone un liderazgo auténtico, esto
es, basado en relaciones honestas con todos los involucrados y construido a
partir de valores éticos. La iniciativa de George parte de algunos datos
significativos, como por ejemplo que en 2002 una encuesta llevada a cabo
por Time/CNN reveló que el 71 % de las personas consultadas consideraba
que el CEO típico estadounidense es menos honesto y ético que los
ciudadanos promedio, o que en Europa, según una encuesta publicada el
mismo año por The Wall Street Journal Europe, solo el 21 % de los
inversores creía en la honestidad de los líderes empresarios. Habida cuenta
de esta caída en la reputación de los directivos de empresas, George
propone en su libro recuperar la preeminencia de los valores éticos, dando
por sentado que todos vamos a coincidir a la hora de definirlos. Como
vamos a ver enseguida, esta suposición no es más que una expresión de
deseo.
Antes de entrar en tema, es oportuno señalar que los resultados de las
encuestas que preocuparon a George no difieren mucho de los obtenidos en
la Argentina en 2015. El estudio, realizado por la consultora CIO, reveló
que el 70 % de los encuestados consideraba que los empresarios locales
eran evasores, corruptos y lobbistas. Conscientes de esta realidad, cinco
CEOs fueron convocados por el diario La Nación y la consultora Accenture
para dar su parecer, que osciló entre la falta de compresión de la opinión
pública y la excesiva prudencia de los empresarios a la hora de comunicar
en qué consisten sus tareas. Ahora bien, más allá de la imagen que tiene la
actividad empresaria y de las acciones que se podrían tomar para mejorarla,
asunto que excede la temática que nos hemos propuesto, el punto de vista
de Bill George acerca del liderazgo basado en valores éticos puede tomarse
en cuenta para un ámbito más acotado, como es el del funcionamiento de un
equipo de trabajo. Quien toma decisiones en ese contexto está obligado a
definir —de manera explícita o implícita, con la colaboración de su equipo
o sin ella— los valores que van a sostener la actividad, pues de ese modo va
a contar con una herramienta poderosa para alinear al grupo y para resolver
los conflictos que se presenten. Hecho esto, respetar los propios valores es
una condición necesaria para construir un vínculo de confianza y
credibilidad en el lugar de trabajo. Señalamos antes que no podemos dar por
sentado, como hace George, que todos compartimos los mismos valores.
Por eso es necesario tratar el asunto con cierto cuidado y ver de qué manera
podemos salir airosos de una cuestión que es a la vez crucial para el
bienestar psicológico y de difícil resolución.
Convengamos que si integramos un grupo donde los valores son
establecidos de una vez y para siempre por alguna autoridad considerada
legítima, y son además sostenidos por una red de personas especializadas en
aconsejar en caso de dudas o conflictos, el acuerdo sobre la ética es más
fácil de lograr. Este tipo de situación, que es común a muchas religiones,
grupos políticos de diferente signo, organizaciones con una cultura fuerte y
arraigada, e incluso a asociaciones como la mafia, era el más difundido en
nuestra sociedad hasta fines de los años 50. Por entonces, las personas no
tenían entre sus tareas pendientes la de elaborar la propia ética sino que
elegían la que más los convencía entre las que estaban disponibles; o se
resistían a tomar una de esas opciones y se exponían a la condena social y la
marginación. A partir de los años 60, esta situación fue cambiando en
muchas partes del mundo en favor de introducir variantes y elaborar nuevas
posturas. Esa evolución no se ha detenido desde entonces. A punto tal que
en nuestros días los grupos tradicionales tienen dificultades para mantener
la cohesión que los caracterizaba y hay, además, multitudes que intentan
elaborar un código propio para manejarse en la vida. Dadas las
circunstancias actuales, no es infrecuente cierta desorientación que en
ocasiones intenta remediarse con la adhesión irreflexiva a alguna clase de
dogmatismo.
De este tipo de crisis da cuenta de manera ejemplar el mafioso Tony
Soprano, personaje central de la serie estadounidense The Sopranos, quien
empieza a sufrir ataques de pánico como consecuencia de las dudas que le
suscita su actividad en un mundo donde ya no hay reglas claras. Inquieto
por el síntoma que lo aqueja, Tony Soprano va a visitar a una psicóloga con
quien intenta revisar su vida y recuperar la coherencia perdida. Para eso, al
tiempo que empieza a tomar el antidepresivo Prozac, se embarca en un
rediseño de sus valores. Enseguida, Tony Soprano descubre que la tarea es
complicada y requiere un esfuerzo y un compromiso sostenidos.
Desprovisto del código tradicional de la mafia y a medio camino en la
elaboración de su propia ética, Tony Soprano se ve obligado a tomar
decisiones que considera útiles en el momento para luego descubrir que no
está del todo conforme con lo que ha hecho. La duda, algo que desconocían
los mafiosos que lo precedieron, se ha apoderado de él. No se trata de una
duda acerca de ser o no coherente con los valores a los que adhiere, sino de
decidir cuáles son esos valores. Además, comprobar que las cuestiones
éticas no admiten soluciones simples le resulta angustiante.
Esto que experimenta Tony Soprano en la serie nos sucede hoy a
muchos, en ámbitos que si bien suelen ser muy diferentes al de una
organización delictiva como la mafia, se parecen en lo que respecta a la
impresión de que las reglas no están del todo claras y de que tenemos que
elaborar nuestro propio código de conducta. Algo de esa creatividad es la
que exhibieron los directivos de Enron, WorldCom y Arthur Andersen
cuando decidieron actuar según sus propias normas, con resultados por
cierto catastróficos. De todos modos, que estas personas hayan podido
innovar con respecto a lo que está bien y lo que está mal es también
revelador, pues pone en evidencia que en nuestra época hay un vacío en la
materia y que cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de llenarlo con
su propio contenido. Salvo aquellos que pertenecen a una comunidad donde
las cuestiones éticas se manejan de una manera tradicional y cuentan
además con algún tipo de asistencia para resolver las situaciones ambiguas,
el resto de los mortales hemos agregado al ya nada despreciable cúmulo de
tareas para gestionar nuestra vida la cuestión crucial de definir nuestros
propios valores y tratar de ser coherentes con ellos. Veamos ahora dos
callejones sin salida para establecer una ética que funcione, tratemos de
entender luego por qué los sistemas tradicionales que cuentan con una red
de asistentes eran eficaces y lo siguen siendo para quienes los integran, y
examinemos por último qué opciones tienen aquellos que no pertenecen ni
desean pertenecer a un grupo que les resuelva el problema.
Los dos callejones sin salida para definir nuestros valores parten de la
idea de que podemos hacerlo estableciendo un criterio general que nos va a
servir para todas las situaciones. Los principales intentos en este terreno son
la ética propuesta por el filósofo alemán Immanuel Kant y el utilitarismo,
cuya doctrina fue elaborada por el pensador inglés Jeremy Bentham. La
postura kantiana se basa en que las acciones que llevamos a cabo son éticas
cuando podemos vincularlas con principios de validez universal. De este
modo, si decido no mentir en determinadas circunstancias, mi acción será
considerada ética siempre y cuando ese “no mentir” pueda ser elevado a
principio universal y aplicado en todos los casos. Como han señalado
numerosos críticos, esto implicaría, por ejemplo, entregar a la policía
enviada por un régimen dictatorial a los perseguidos que se esconden en un
lugar que conocemos, lo cual nos resulta inaceptable. Por otra parte, el
utilitarismo propone que debemos optar en cada caso por el resultado que
produzca un bien mayor para la mayoría de los involucrados. Si bien esta
fórmula se aplica a menudo en el terreno de las decisiones políticas, son
conocidos los casos en que resulta inviable. Ejemplos clásicos son la
discriminación de una minoría basada en prejuicios raciales y/o culturales
de una gran mayoría o la condena a un inocente debido a que casi todos lo
consideran culpable y desean que sea castigado. Tenemos entonces un
primer resultado, que refiere la imposibilidad de encontrar un criterio
general y único para aplicar a todos los casos. Aun así, tengamos en cuenta
que tanto la ética kantiana como el utilitarismo nos dan puntos de vista que
podemos usar con las debidas precauciones, esto es, sin caer en la tentación
de creer que se trata de dispositivos infalibles.
Pasemos ahora a revisar por qué funcionan los sistemas tradicionales y
tomemos para ello como ejemplo la tradición judeo-cristiana, cuya ética se
basa en los diez mandamientos y algunas otras recomendaciones como
amar al prójimo. Si bien estas pautas pueden resultar acertadas para muchas
circunstancias, la fuerza de esta tradición no está en que los preceptos a
seguir constituyen una guía apta para cualquier caso. De hecho, resultaría
fácil diseñar situaciones, tal como hicimos para poner a prueba la propuesta
kantiana y el utilitarismo, en las cuales seguir los preceptos nos llevaría a
tomar decisiones que intuitivamente nos parecerían poco éticas. Que estos
sistemas resulten útiles no depende, entonces, de la exactitud de las
recomendaciones sino de la posibilidad de interpretarlas para cada caso
particular y de contar para ello con una red de personas especializadas en
esta tarea, con funciones como sacerdotes, rabinos, asesores espirituales y
otros por el estilo. Por eso, quienes integran un grupo religioso no solo
cuentan con una doctrina sino también con el asesoramiento necesario para
aplicarla cuando les surge alguna duda.
Llegamos por fin al grupo, cada día más numeroso, que tiene como tarea
fijar los propios valores y encontrar un método adecuado para aplicarlos. Si
bien podemos anticipar que no se trata de una tarea fácil, el esfuerzo que
hagamos para ello tiene como recompensa contar con una herramienta
valiosa para la toma de decisiones, pues nos va a evitar —o al menos va a
atenuar— el tipo de angustia que padece Tony Soprano y que por cierto
atentaría contra nuestro bienestar. Hay un enfoque muy fructífero,
elaborado por el psicólogo social estadounidense Shalom Schwartz, que
tiene que ver con tomar conciencia de cuáles son los valores básicos y cómo
se relacionan entre sí. Según Schwartz, que chequeó la validez de su
propuesta en 82 países, todas las culturas articulan de una u otra manera
diez valores básicos, los cuales forman parte de cuatro grupos. Los grupos
identificados por Schwartz son los siguientes: apertura al cambio, progreso
personal, conservación, y trascendencia. Dentro del grupo de apertura al
cambio, está el valor “autonomía”, que se refiere a tener un pensamiento y
una acción independientes que nos permitan elegir, crear y explorar; el
valor “estímulo”, vinculado con el interés por la novedad y el desafío; y
parte del valor “hedonismo”, relacionado en este grupo con la búsqueda de
nuevas experiencias placenteras. Dentro del grupo del progreso personal,
encontramos el valor “hedonismo”, vinculado esta vez con las experiencias
placenteras conocidas; el valor “logro”, referido a demostrar competencia
según estándares sociales; y el valor “poder”, que incluye estatus social,
prestigio y el control sobre personas y recursos. Dentro del grupo de la
conservación, está el valor “seguridad”, entendido como protección y
estabilidad en todos los órdenes; el valor “conformidad”, vinculado con la
represión de los impulsos para no transgredir normas o expectativas
sociales ni incomodar a otros; y el valor “tradición”, referido al respeto y el
compromiso con las costumbres y las ideas establecidas. Y dentro del grupo
de la trascendencia, encontramos el valor “benevolencia”, que implica
preservar y promover el bienestar de las personas que tenemos cerca; y el
valor “universalismo”, referido a la importancia del bienestar de todas las
personas y de la naturaleza.
Como se muestra en el gráfico, Schwartz coloca los valores y los grupos
en un círculo en el cual quedan enfrentados, debido a que a menudo entran
en conflicto, la apertura al cambio con la conservación, y el progreso
personal con la trascendencia.
Esta manera de presentar los valores nos sirve para ubicar cuáles son las
áreas que más nos interesan y para comprender que, en ocasiones, la
dificultad para tomar una decisión proviene de que afecta a valores que son
opuestos y, en consecuencia, no pueden ser atendidos al mismo tiempo o
con igual intensidad. Mediante el uso del círculo de Schwartz podemos
identificar dónde está ese conflicto y así contar con más información para
tratar de resolverlo. Advertimos, además, que según este enfoque tomar una
decisión que involucra valores implica hacer algo así como un balance para
hallar el equilibrio que nos resulte más satisfactorio. De esta manera, se
clarifican dilemas morales muy frecuentes, como cuando alguna actividad
vinculada con el progreso personal nos hace poner en peligro la
benevolencia que brindamos a nuestra familia o entra en contradicción con
el bienestar de todos y por eso afecta el universalismo, o cuando nuestra
vocación por comprometernos con un proyecto novedoso nos lleva a tomar
riesgos que debilitan nuestra seguridad, o cuando la dedicación a la familia
implica un estancamiento de nuestra carrera laboral, o cuando nos cuesta
alejarnos de nuestro grupo de pertenencia para afrontar nuevos desafíos.
Con este mismo criterio de encontrar equilibrios satisfactorios es que
podemos usar los principios elaborados por Kant y por Bentham pues si
bien no son útiles como leyes universales —esto es, aplicables a todo tipo
de situaciones—, cada uno de esos principios expresa un enfoque ético a
tener en cuenta y a evaluar caso por caso. Por ejemplo, si tenemos que
decidir sobre un programa de vacunación para el cual tenemos fondos
limitados, es correcto optar por la variante que nos permita llegar a más
personas; al adherir a esa postura, estamos usando un principio utilitarista.
Por otra parte, cuando nos involucramos en una campaña por la libertad de
un preso injustamente condenado o por los derechos de una minoría,
estamos defendiendo valores universales que consideramos no deben
transgredirse en ningún caso y, al hacerlo, adoptamos una actitud kantiana.
De manera que tanto el principio utilitarista como el kantiano tienen valor,
no como fórmulas para aplicar de manera automática sino como
herramientas para hacer una hipótesis de cuál va ser el resultado en caso de
que utilicemos uno u otro, y para preguntarnos luego si ese resultado nos
deja conformes.
Contamos, entonces, con dos herramientas, basadas ambas en la idea de
que la ética es un balance que debemos encontrar entre distintas opciones,
que a veces están en tensión u oposición. La primera herramienta tiene que
ver con el equilibrio entre los valores básicos a los que adhieren todas las
culturas según el esquema circular de Schwartz. Aquí podemos clarificar
los valores que están en juego en cada circunstancia y el tipo de balance al
que queremos llegar, esto es, hasta qué punto estamos dispuestos a ceder en
un terreno para lograr un objetivo en otro. La segunda herramienta está
vinculada con los principios elaborados por Kant y Bentham, desprovistos
de su pretensión de universalidad y aplicados como dispositivos para
explorar soluciones caso por caso. Esta concepción de la ética como
búsqueda de un equilibrio fue señalada como característica de la toma de
decisiones en organizaciones por el profesor de ética en los negocios Joseph
Badaracco, autor del libro Defining Moments: When Managers Must
Choose Between Right and Right. Según Badaracco, la ética que solemos
aplicar a situaciones simples y de escasa repercusión es de poca utilidad
cuando nos enfrentamos con conflictos de responsabilidad, esto es,
circunstancias en las cuales ninguna de las opciones disponibles nos resulta
del todo satisfactoria. Ejemplo de esto puede ser tener que elegir entre
despedir personas valiosas para reorganizar un equipo y hacerlo más
competitivo o conservar a todos y correr el riesgo de estancarse; o elegir
entre un aumento merecido de sueldos y la inversión en un proyecto
innovador de gran potencial y resultado incierto. Para resolver estos y otros
dilemas por el estilo, Badaracco sostiene que es necesario “ensuciarse las
manos”, expresión que toma de la obra de teatro Las manos sucias de Jean-
Paul Sartre, en la cual el autor francés desarrolla este tipo de conflicto en
una organización política revolucionaria. Badaracco señala que no hay en
estos casos una respuesta correcta sino un balance entre los beneficios y
perjuicios de cada opción y una decisión final que, inevitablemente, nos va
a dejar un gusto amargo.
Tal como apunta Bill George en su libro sobre liderazgo, nuestra
sociedad necesita hoy jefes auténticos, capaces de construir confianza y
credibilidad en base a su adhesión a valores éticos. Sin embargo, en
nuestros días la autenticidad da trabajo, debido a que las éticas tradicionales
están debilitadas y resulta arduo disponer de criterios seguros para resolver
los dilemas y conflictos que nos presenta la realidad. Contamos ahora con
una guía para movernos con menos incertidumbre y una orientación común,
que consiste en encontrar equilibrios que juzguemos satisfactorios. Tanto
para adoptar una postura ante los grupos de valores en conflicto de
Schwartz como para resolver cuestiones teniendo en cuenta los principios
elaborados por Kant y por Bentham, la ética depende siempre de algún tipo
de balance y, en consecuencia, de una actitud serena y atenta a todos los
argumentos y circunstancias involucrados en cada caso.
Bienestar individual
Hay una serie de resultados que provienen de la psicología positiva y se
refieren a cómo mejorar el bienestar individual, algo que resulta sin duda
conveniente para alguien que dirige un equipo de trabajo y como tal está
expuesto a diversas presiones. Por otra parte, conocer estos resultados
puede servir para difundirlos entre los miembros del equipo que muestren
interés o lo soliciten. También puede ser útil darlos a conocer mediante un
folleto y en calidad de sugerencia, dado que este tipo de recomendaciones
son además beneficiosas para la salud mental y física. Queda, por supuesto,
descartado intentar imponerlos, pues vaciaría de contenido la propuesta.
Como ya vimos, las organizaciones que incorporan en su cultura el mandato
de ser feliz logran por lo general efectos opuestos y quedan a menudo en
ridículo. Hecha la advertencia de rigor, pasemos a los resultados valiosos
para promover el bienestar individual.
Prólogo
La frase de Gardner proviene de: Andrés Hax, “La inteligencia nos hará libres”, entrevista a
Howard Gardner en Revista Ñ, Buenos Aires, 22/11/2014, disponible en
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Surefire Strategies for Business and Personal Success, New York, 1998.
ofertas, pedidos y promesas. Fernando Flores, Management and Communication in the Office of the
Future, PhD tesis, University of California at Berkeley, 1982.
El equipo y su circunstancia
para que un equipo sea eficaz. J. Richard Hackman, Leading Teams: Setting the Stage for Great
Performances, Boston, 2002.
los trabajos pioneros de George Mead y Kurt Lewin. Gladys Adamson, La psicología social de
Enrique Pichon Rivière: una perspectiva sociopsicológica, Buenos Aires, 2014, pp. 72-91.
en un libro publicado en 1988. Jerry B. Harvey, The Abilene Paradox and Other Meditations on
Management, Lexington (Massachusetts), 1988.
conviene, por eso, revisarla con cierto detenimiento. David G. Myers, Exploring Social
Psychology, 6ta edición, New York, 2012, pp. 217-231.
Motivación 3.0
lo que la ciencia sabe acerca de la motivación”. Daniel H. Pink, “The puzzle of motivation”
[Video], TED, 2009, disponible en <http://www.ted.com/talks/dan_pink_on_motivation#t-
336381> (consulta 04/05/2016).
trató el tema con mayor detalle y profundidad. Daniel H. Pink, Drive: The Surprising Truth About
What Motivates Us, New York, 2009.
y tener cierto grado de responsabilidad. Frederick Herzberg, “One More Time: How Do You
Motivate Employees?”, Harvard Business Review, Vol. 65, N° 5, Septiembre 1987, pp. 109-120.
y se mantiene vigente hasta nuestros días. Dan Ariely, “El significado del trabajo” [Video],
TEDxRíodelaPlata, 2012, disponible en <http://www.tedxriodelaplata.org/videos/significado-del-
trabajo> (consulta 04/05/2016).
lo que significaba trabajar casi 10 veces más rápido”. Richard P. Feynman y Ralph Leighton,
“Surely You’re Joking, Mr. Feynman!”: Adventures of a Curious Character, New York, 1985.
Caja de herramientas
para luego asignarles tareas acordes. Marcus Buckingham, “What Great Managers Do”, Harvard
Business Review, Vol. 83, N° 3, Marzo 2005, pp. 70-79.
desde un desempeño muy bueno a uno excelente”. Peter F. Drucker, Management Challenges for
the 21st Century, New York, 1999, p. 168.
en situaciones de la vida real en reiteradas ocasiones. David G. Myers, Exploring Social
Psychology, 6ta edición, New York, 2012, pp. 203-208.
cuando comprueban que estos benefician al equipo. Martin A. Nowak y Roger Highfield,
SuperCooperators: Altruism, Evolution, and Why We Need Each Other to Succeed, New York,
2011.
lo que definen como un “proceso justo”. W. Chan Kim y Renée Mauborgne, “Fair Process:
Managing in the Knowledge Economy”, Harvard Business Review, Vol. 75, N° 4, Julio-Agosto
1997, pp. 65-75.
con frecuencia derivan en enfrentamientos personales. David G. Myers, op. cit., pp. 35-47.
la valentía como punto medio. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Introducción, Traducción y Notas de
José Luis Calvo Martínez, Madrid, 2001.
liderazgo duro o amable. James C. Collins y Jerry I. Porras, Built to Last: Successful Habits of
Visionary Companies, New York, 1994.
Todo cambia
y finalmente se logrará tener éxito con una. Branden Kelley, “A Day with Gary Hamel”, Blog
Blogging Innovation, 19/10/2009, disponible en <http://www.business-strategy-
innovation.com/2009/10/day-with-gary-hamel.html> (consulta 23/05/2016).
desciende en la Argentina a menos del 10 %. Sebastián Campanario, “Un casting para encontrar a
los «emperdedores»”, La Nación, Buenos Aires, 19/10/2014, disponible en
<http://www.lanacion.com.ar/1736545-un-casting-para-encontrar-a-los-emperdedores> (consulta
16/05/2016).
lideró el ranking mundial con 57.385 patentes. Andrés Oppenheimer, “América Latina, estancada
en innovación”, El Nuevo Herald, Miami, 11/05/2016, disponible en
<http://www.elnuevoherald.com/opinion-es/opin-col-blogs/andres-oppenheimer-
es/article77011787.html> (consulta 16/05/2016).
son los pasos seis y siete. Richard Luecke, Managing Change and Transition, Boston, 2003.
las teorías vigentes sobre gestión del cambio. Rune Todnem By, “Organizational Change
Management: A Critical Review”, Journal Of Change Management, Vol. 5, N° 4, Diciembre
2005, pp. 369-380.
o por las mismas organizaciones fracasan. Michael Beer y Nitin Nohria, “Cracking the code of
change”, Harvard Business Review, Mayo-Junio 2000, pp. 133-141.
Aprender a aprender
hacen lo que se les dice que hagan. Ken Robinson, “Ken Robinson dice que las escuelas matan la
creatividad” [Video], TED, 2006, disponible en
<https://www.ted.com/talks/ken_robinson_says_schools_kill_creativity?language=es> (consulta
24/05/2016).
y que casi nunca se revisan. Peter Senge, The Fifth Discipline, London, 1990.
que vayan a funcionar en todos los casos. Albert Domènech, “Pensar en positivo para superar el
dolor produce el efecto contrario”, entrevista a Giorgio Nardone en La Vanguardia, Barcelona,
24/04/2014, disponible en <http://www.lavanguardia.com/vida/20140424/54405255798/pensar-
positivo-superar-dolor-ayuda-nada.html#ixzz30NFB7512> consulta (30/05/2016).
siempre hay que acceder a los pedidos del jefe. Fredy Kofman, Metamanagement: La nueva con-
ciencia de los negocios – Tomo 1: Principios, Buenos Aires, 2001, pp. 335-349.
para establecer sus características y también su validez. Chris Argyris, “Teaching Smart People
How to Learn”, Harvard Business Review, Vol. 69, N° 3, Mayo-Junio 1991, pp 99-109.
Mejora continua
y demostrar su habilidad al resto. Robert H. Schaffer, “Rapid-Cycle Successes versus the Titanics:
Ensuring That Consulting Produces Benefits”, en Michael Beer y Nitin Nohria (eds.), Breaking
the Code of Change, Boston, 2000, pp. 361-380.
publicada en 2012 con revisiones y actualizaciones. Masaaki Imai, Gemba Kaizen: A Common
Sense Approach to a Continuos Improvement Strategy, 2da edición, New York, 2012.
Persuadir
y el miedo a hablar en público. Stephen Nachmanovitch, Free Play: Improvisation in Life and Art,
New York, 1990.
con las personas que están escuchando. Jay A. Conger, “The Necessary Art of Persuasion”,
Harvard Business Review, Mayo-Junio 1998, Vol. 76, N° 3, pp. 84-95.
ni bien apareció en la proyección. Guy Kawasaki, “The 10/20/30 Rule of PowerPoint”, Página de
Guy Kawasaki, 30/12/2005, disponible en <http://guykawasaki.com/the_102030_rule/> (consulta
30/05/2016).
reconocido como un especialista mundial en la materia. Robert B. Cialdini, Influence: The
Psychology of Persuasion, New York, 1984.
la semejanza, la cooperación y los halagos. Elena Gaviria Stewart, Mercedes López Sáez y María
Isabel Cuadrado Guirado, Introducción a la psicología social, Madrid, 2009, pp. 212-247.
7. Ética y bienestar
La frase de Estanislao Bachrach proviene de: Lorena Ferro, “Al cerebro no le importa que seas
feliz, solo que sobrevivas”, entrevista a Estanislao Bachrach en La Vanguardia, Barcelona,
29/06/2015, disponible en
<http://www.lavanguardia.com/vida/20150629/54432540953/estanislao-bachrach-al-cerebro-
feliz.html#ixzz3eXeLyxaS> (consulta 30/05/2016).
La autenticidad da trabajo
perpetrado el 11 de septiembre de 2001. Paul Krugman, “The Great Divide”, The New York Times,
New York, 29/01/2002, disponible en <http://www.nytimes.com/2002/01/29/opinion/the-great-
divide.html> (consulta 02/06/2016).
y construido a partir de valores éticos. Bill George, Authentic Leadership: Rediscovering the
Secrets of Creating Lasting Value, San Francisco, 2003.
eran evasores, corruptos y lobbistas. “Qué se piensa de los empresarios argentinos”, Apertura,
16/01/2015, disponible en <http://www.apertura.com/economia/Que-se-piensa-de-los-
empresarios-argentinos-20150116-0002.html> (consulta 06/06/2016).
en qué consisten sus tareas. Carlos Manzoni, “Imagen, el karma que persigue a los empresarios”,
La Nación, Buenos Aires, 03/05/2015, disponible en <http://www.lanacion.com.ar/1789129-
imagen-el-karma-que-persigue-a-los-empresarios> (consulta 06/06/2016).
lo cual nos resulta inaceptable. James Rachels y Stuart Rachels, The Elements of Moral Philosophy,
7ma edición, New York, 2012, pp. 130-132.
y desean que sea castigado. Ibíd., pp. 108-116.
de todas las personas y de la naturaleza. Shalom H. Schwartz, “An Overview of the Schwartz
Theory of Basic Values”, Online Readings in Psychology and Culture, 2012, disponible en
<http://scholarworks.gvsu.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1116&context=orpc> (consulta
03/06/2016).
nos resulta del todo satisfactoria. Joseph L. Badaracco, Defining Moments: When Managers Must
Choose Between Right and Right, Boston, 1997.
en una organización política revolucionaria. Jean-Paul Sartre, Les mains sales: Pièce en sept
tableaux, París, 1948.
Bienestar individual
para cambiar lo antes posible de estado de ánimo. Dianne M. Tice y Ellen Bratslavsky, “Giving in
to Feel Good: The Place of Emotion Regulation in the Context of General SelfControl”,
Psychological Inquiry, Vol. 11, N° 3, 2000, pp. 149-159.
sufrió una recaída. Michael Babiak et al., “Exercise Treatment for Major Depression: Maintenance
of Therapeutic Benefit at 10 Months”, Psychosomatic Medicine, Vol. 62, N° 5, Septiembre-
Octubre 2000, pp. 633-638.
el estrés, la ansiedad y la depresión. Peter Salmon, “Effects of physical exercise on anxiety,
depression, and sensitivity to stress: A unifying theory”, Clinical Psychology Review, Vol. 21, N°
1, Febrero 2001, pp. 33-61.
quienes hicieron la tarea en silencio. Wendy E. J. Knight y Nikki S. Rickard, “Relaxing Music
Prevents Stress-Induced Increases in Subjective Anxiety, Systolic Blood Pressure, and Heart Rate
in Healthy Males and Females”, Journal of Music Therapy, Vol. 38, N° 4, 2001, pp. 254-272.
según una selección producto del azar. Simon Liljeström, Emotional Reactions to Music:
Prevalence and Contributing Factors, Uppsala, 2011.
y un óptimo desempeño. Jon Kabat-Zinn, Wherever You Go, There You Are: Mindfulness Meditation
in Everyday Life, New York, 1994.
para que nos sintamos inseguros. Amy Cuddy, “El lenguaje corporal moldea nuestra identidad”
[Video], TED, 2012, disponible en
<https://www.ted.com/talks/amy_cuddy_your_body_language_shapes_who_you_are?
language=es> (consulta 21/06/2016).
que sus compañeros con expresión neutral. Tara L. Kraft y Sarah D. Pressman, “Grin and Bear It:
The Influence of Manipulated Facial Expression on the Stress Response”, Psychological Science,
Vol. 23, N° 11, Noviembre 2012, pp. 1372-1378.
lleguemos a la conclusión de que no era para tanto. Sonja Lyubomirsky, Lorie Sousa y Rene
Dickerhoof, “The Costs and Benefits of Writing, Talking, and Thinking About Life’s Triumphs
and Defeats”, Journal of Personality and Social Psychology, Vol. 90, N° 4, Abril 2006, pp. 692–
708.
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