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Edición y diseño: Alejo Hernández Puga y Félix Wuhl.

© 2016, Mauricio Cohen Salama.

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www.mauriciocohensalama.com.

Cohen Salama, Mauricio


Ser jefe/a en el siglo XXI. - 1a. ed. - Buenos Aires : Editores Asociados, 2016.
ISBN 978-987-45353-8-2
1. Coaching Ejecutivo. I. Título. II. Cohen Salama, Mauricio.
CDD A159.94
Índice

Prólogo

1. Arreglate como puedas


El que no sabe es jefe
Autoridad líquida
Un malentendido frecuente
Salario emocional
Innato o adquirido

2. Una red de conversaciones


Hagamos cosas con palabras
Afirmaciones y juicios
Pedidos y promesas
Distorsiones peligrosas
Pensar rápido, razonar mal

3. Inteligencia emocional
Reconocer lo que nos pasa
Revisar los juicios para cambiar lo que sentimos
Gestionar las emociones
El lado oscuro de la inteligencia emocional
Conversaciones difíciles

4. Para qué sirve el coaching ejecutivo


Hacia una mejor versión de uno mismo
Origen y desarrollo del coaching
Lineamientos generales de una conversación de coaching
Pautas de coaching ejecutivo
Herramientas para hacer una evaluación inicial

5. Trabajo en equipo y liderazgo


El equipo y su circunstancia
Motivación 3.0
Cada maestrito con su librito
Desarrollo del liderazgo
Caja de herramientas

6. Una cuestión de actitud


Todo cambia
Aprender a aprender
Mejora continua
Un método para innovar
Persuadir

7. Ética y bienestar
La autenticidad da trabajo
¿Una empresa feliz?
Estudiar las mejores prácticas
Bienestar individual
Bienestar para un equipo

Agradecimientos

Notas

Bibliografía
Prólogo

Lo más importante para señalar es que estamos sobrecargados de información, mucha de la


cual es de valor dudoso. Una de las habilidades más valiosas, yendo hacia adelante, es la
habilidad de síntesis: de saber a qué prestarle atención y cómo combinar información para
poder entenderla, recordarla y poder comunicarla efectivamente a otras personas.
Howard Gardner

Este libro es el resultado de una práctica profesional y de una búsqueda


personal. La práctica profesional me ha permitido acumular una experiencia
valiosa como coach ejecutivo y consultor en desarrollo organizacional.
Como tal he colaborado con personas y organizaciones de la administración
pública, el Poder Legislativo, asociaciones sin fines de lucro y empresas
privadas vinculadas con la producción de electrodomésticos, los seguros, la
construcción civil, la energía, el software, el big data, la edición, la
comunicación, la producción cinematográfica, el comercio exterior y otros,
a quienes agradezco la confianza otorgada. En todos estos casos me
encontré una y otra vez asistiendo a personas que se desempeñaban como
jefes o jefas y que, sin excepción, carecían de buena parte de los
conocimientos que les hubieran facilitado la tarea. Fue entonces que
empecé a considerar la posibilidad de poner mi asesoramiento por escrito
con el propósito de ofrecer una herramienta útil para todos aquellos a
quienes no conozco y que quizá tengan interés en usar algunos de mis
puntos de vista para mejorar el desempeño de sus equipos de trabajo.
La búsqueda personal es la consecuencia de un esfuerzo sostenido en el
tiempo por ampliar mi formación inicial como coach, que evalué como
fructífera y a la vez insuficiente para brindar un buen servicio a medida que
fui avanzando en el ejercicio de la profesión. Una parte de estos
conocimientos complementarios los incorporé en cursos online sobre
diversas materias —pensamiento a través de modelos, innovación,
management crítico y otros—, provistos por universidades estadounidenses.
Otra fuente valiosa fue el aprendizaje necesario para la obtención de un
máster en psicología social, dictado en conjunto con otras universidades
europeas por el CEF Siglo XXI de Málaga, España, y supervisado por la
Escuela Superior de Psicología Social de Buenos Aires. También me
inscribí como miembro de la International Positive Psychology Association
(IPPA) y me dediqué por su intermedio a instruirme en el saber acumulado
por la psicología positiva, el cual, como veremos, está estrechamente
vinculado con el coaching.
De ese recorrido interdisciplinario surgieron los contenidos de este libro,
que intenta abarcar todos los aspectos a mi juicio relevantes para dirigir con
acierto y buen criterio un equipo de trabajo. El enfoque adoptado es
necesariamente amplio y no pretende, en consecuencia, ser exhaustivo al
abordar cada una de las temáticas. Incluye conocimientos científicos,
puntos de vista, reflexiones y reglas prácticas provenientes de distintas
ramas del saber, recursos que hasta ahora no habían sido reunidos en un
solo volumen. Para elegir, comentar e ilustrar, en ocasiones con ejemplos,
los asuntos a tratar me basé en lo que me resultó útil cada vez que tuve la
necesidad de encontrar una respuesta a un interrogante planteado durante
mi práctica profesional, y me basé también en las investigaciones que hice
luego para atar cabos sueltos y mejorar mi comprensión.
Dado el origen y el desarrollo de estos conocimientos, el conjunto de
temas que aquí presento refleja fielmente mi manera de ejercer la profesión
y no necesariamente la que adoptan otros colegas. Esto no quiere decir que
lo expuesto en las páginas que siguen tenga la pretensión de ser
completamente original o que no pueda ser compartido por otros
profesionales. Es probable, además, que numerosas personas estén llevando
a cabo en este mismo momento síntesis parecidas o mejores que esta. Como
señala el experto ruso en innovación Andrei Vazhnov, “están sobrevaloradas
las ocurrencias de una sola persona”, dado que, aun para los
descubrimientos más significativos de la Edad Moderna, las ideas dan
vueltas y se elaboran mediante la colaboración de muchos, aunque
finalmente se atribuya para simplificar todo el aporte a un solo individuo.
De manera que mi síntesis, presentada a continuación, probablemente se
parezca a las síntesis de otros y formará parte, si va por el buen camino, de
una acumulación de saberes sobre los conocimientos clave para desempeñar
el rol de jefe/a en nuestro tiempo.
1. Arreglate como puedas

Tenemos muchas intuiciones a lo largo de nuestra vida y el punto es que buena parte de estas
intuiciones están equivocadas.
Dan Ariely

El que no sabe es jefe


Una de las situaciones que se me presentan con frecuencia en mi tarea como
coach ejecutivo es la dificultad que encuentran las personas que son
promovidas a una jefatura o un cargo gerencial para desempeñar su nueva
función. En la gran mayoría de los casos se trata de hombres o mujeres
jóvenes, con competencias técnicas impecables y una fuerte orientación a
obtener resultados, que sin embargo no cuentan con la capacitación y la
experiencia apropiadas para conducir equipos y, por lo tanto, advierten
rápidamente que carecen de los recursos necesarios para cumplir con su
nuevo rol. Se da, en estos casos, que los motivos por los cuales fueron
promovidos —esto es, ser eficaces y eficientes en su rendimiento individual
— no guardan relación con lo que se espera de ellos al actuar como jefes y,
además, rara vez alguien les advierte de esta dificultad o los prepara de
manera adecuada para asumir las nuevas responsabilidades.
También me pasa a menudo que al asistir a personas con una trayectoria
más o menos larga como jefes —que han ido incluso ascendiendo de una
jefatura de nivel medio a la dirección de un sector con varios subjefes o a
una gerencia general—, compruebo que se han formado en la práctica a
partir de una elaboración personal y privada —y en buena parte no
consciente— de sus propias experiencias. Estos jefes experimentados
comenzaron, en casi todos los casos, sin ningún tipo de preparación
específica y fueron ganando confianza y seguridad con el correr de los años,
lo cual por cierto no garantiza que ejerzan la función de la mejor manera
posible tanto para ellos como para sus subordinados. Sí obtienen por lo
general los resultados esperados para el cargo, aunque muchas veces este
logro tiene costos y consecuencias no visibles que impiden un desempeño
de excelencia.
En los casos en que me ha tocado asistir a alguna de estas personas he
podido observar que un breve entrenamiento alcanza para modificar
modelos de pensamiento y mejorar de manera notable el desempeño. Sin
embargo, contar con la ayuda adecuada no es la regla general en las
organizaciones. Lo que sucede en muchísimos casos es que el jefe, novato o
experimentado, debe resolver por sí solo el modo en que ejerce el cargo.
Dado que los involucrados son personas capaces y con iniciativa, por lo
general improvisan una manera de actuar y de conducir al equipo fundada
en su sentido común. Para ello, se basan en experiencias anteriores en el
ámbito familiar, educativo o laboral, y en estereotipos, pautas culturales y
características personales. El resultado de esta reacción, como es de
suponer, no siempre es satisfactorio. Puede suceder que la persona en
cuestión obtenga resultados mediocres y se considere que ha alcanzado su
techo, o puede suceder también que consiga buenos resultados con un estilo
de liderazgo rígido e inconveniente mediante el cual logra lo que se le pide
con un costo elevado, tanto para sí como para sus dirigidos.
La regularidad de este tipo de situaciones, en las cuales las personas se
hacen cargo de un puesto para el que carecen del entrenamiento adecuado y
deben, en consecuencia, arreglarse como puedan, llamó la atención a fines
de los años 60 del especialista canadiense en educación Laurence Peter,
quien enunció, medio en broma medio en serio, un principio que lleva su
nombre y sostiene que todo empleado es promovido hasta alcanzar su nivel
de incompetencia. Según Peter, las personas ascienden en las organizaciones
a puestos para los cuales no están preparadas y en los cuales
inevitablemente improvisan una manera de actuar. Si logran un desempeño
aceptable, siguen ascendiendo, pues se las considera de inmediato exitosas.
Si no, se estancan y quedan a cargo por un tiempo indefinido de un área y
una posición donde generan pobres resultados. Por eso, señala el autor
forzando un poco las cosas, la mayoría de los jefes de cualquier
organización son personas cuyo ascenso se estancó en algún momento
debido a que no tienen un buen desempeño.
Si bien el Principio de Peter es una observación ingeniosa y a la vez
profunda que no pretendía ser corroborada con precisión, algunos datos y
opiniones parecen indicar que la cuestión de los jefes es bastante
problemática en todas partes. Así lo reconoce Laszlo Bock, vicepresidente
senior de gestión de personas de Google, quien ha intentado innovar en la
búsqueda y conservación de talentos. Dice Bock: “En Estados Unidos
tenemos jefes horribles. (...) Cuando eres empleado lo que deseas es
autonomía. Y si de repente te promocionan y te conviertes en jefe, tienes
que decirle a los demás qué hacer. ¡Es una locura! En Google, cuando
alguien adquiere un puesto de responsabilidad, le enseñamos a escuchar a
los demás, a guiar a su equipo hacia objetivos comunes. Y creo que nos
funciona mejor así”.
El parecer de Bock acerca de los “jefes horribles” fue corroborado por un
estudio de la consultora internacional Gallup realizado en 2015, según el
cual uno de cada dos trabajadores en los Estados Unidos dejó alguna vez su
trabajo para “alejarse del jefe”. Jim Harter, jefe científico de Gallup, señala
que en la mayoría de las organizaciones los requisitos habituales para ser
promovido a jefe son un muy buen desempeño en cualquier especialidad y
el conocimiento proveniente de cierta antigüedad en el sector. “Pero los
talentos que hacen exitosa a una persona en un rol previo que no es de jefe”,
advierte Harter, “casi nunca son los mismos que lo harán un buen jefe”.
Para Gallup, los buenos jefes tienen una combinación de cinco talentos:
motivan a sus empleados, son capaces de superar obstáculos, crean una
cultura de responsabilidades bien definida, construyen confianza y toman
decisiones informadas y sin prejuicios en beneficio de su equipo y de la
organización. Solo el 10 % de las personas, sostiene la consultora, posee
estos talentos de manera innata, y hay un 20 % más que puede
desarrollarlos con el asesoramiento y la preparación adecuados.
Como vemos, tanto Bock, a partir de su práctica en Google, como
Harter, en base a investigaciones realizadas para Gallup, tienen conciencia
de que el pasaje de un desempeño profesional a un rol de jefe requiere
preparación. Ambos sugieren algunas pautas para que este pasaje sea menos
traumático para la persona en cuestión y más provechoso para la empresa.
Vale aclarar que lo que está en juego no es solo crear un ambiente de trabajo
más agradable o un buen “clima laboral”. Están también en juego la
retención de los mejores talentos, y el aumento de la productividad laboral y
de la rentabilidad. Así lo señala la periodista Susana Blázquez en el diario
El País, al referirse a la problemática en España: “El rígido estilo de
dirección de los jefes ha quedado anticuado porque no es competitivo,
desmotiva a las plantillas y provoca la huida de los mejores trabajadores.
No solo eso, un informe realizado por el IESE [Instituto de Estudios
Superiores de la Empresa] señala al estilo de gestión, a la falta de
motivación de los empleados y a la mala calidad laboral (rigidez de
horarios, falta de expectativas y estrés laboral) como tres de las cuatro
causas del absentismo en el trabajo. Este defecto de gestión no es gratis,
costó 9.271 millones de euros a España en 2014”.
Si bien hay diferencias culturales en cómo se organiza el trabajo en los
distintos países, los “jefes horribles” son una constante por doquier. El
informe de la encuesta anual realizada en 2015 por la consultora PwC entre
más de 1.400 ejecutivos de 83 países (entre ellos, Argentina) señala que
entre las mayores preocupaciones de los directivos están la incorporación y
retención de talentos y la formación de líderes. A partir de estos datos, el
especialista argentino Matías Ghidini sostiene: “Lo que agrega valor no son
los conocimientos técnicos sino las competencias interpersonales. Los
primeros son relativamente fáciles de conseguir, llevan más o menos tiempo
y son datos ‘duros’; pero cuestiones como el liderazgo, el trabajo en equipo,
la persuasión, la motivación, son más difíciles de aprender”.
Citábamos a empresas como Google y a consultoras internacionales
como Gallup y PwC acerca de la necesidad de formar a las personas para
que se desempeñen adecuadamente como jefes. Hay, por otra parte,
numerosos cursos en universidades que se ocupan de las competencias
necesarias para llevar adelante esa tarea. Sin embargo, esta conciencia
incipiente acerca de la conveniencia de desarrollar las habilidades
pertinentes para conducir equipos y organizaciones no ha conseguido aún
contrarrestar al menos tres deficiencias, que todavía persisten. La primera
está referida a que aún no hay acuerdo sobre cuál es el conjunto de
conocimientos que resultan relevantes y, en consecuencia, hay profundas
diferencias en los tipos de entrenamiento disponibles. La segunda
deficiencia es que la gran mayoría de las personas que ejercen como jefes
en la actualidad ignoran estos entrenamientos y se basan, como decíamos
más arriba, en una elaboración personal de su propia experiencia. Y la
tercera es que, salvo excepciones, las organizaciones siguen designando a
profesionales destacados en cargos de responsabilidad que nada tienen que
ver con lo que venían haciendo hasta ese momento, sin darles una
preparación adecuada para que puedan afrontar con éxito la nueva tarea.
Esa falta de una buena preparación y lo poco efectivo que resulta el
método de elección vigente quedaron en evidencia a través de una
investigación realizada por Alessandro Pluchino, Andrea Rapisarda y
Cesare Garofalo de la Universidad de Catania, Italia. A partir de una
comparación entre una hipótesis basada en el Principio de Peter y otra
correspondiente al sentido común habitual en las organizaciones, los
investigadores italianos demostraron mediante un modelo computacional
que en la situación actual sería más eficiente promover a las personas al
azar que hacerlo según los supuestos méritos de los candidatos. Para ello, se
basaron en la premisa de que el nuevo cargo al que es promovida una
persona requiere competencias y habilidades distintas que el cargo ejercido
hasta el momento y por el cual fue evaluada. Solo en el caso de que esto no
fuera así, algo que va en contra de la opinión de los expertos de Google y
Gallup, la estrategia de promover a los mejores da beneficios. Para quitar
dramatismo a la propuesta, que seguramente escandalizaría a eventuales
encargados de ponerla en práctica, los autores recordaron que los atenienses
cubrían por sorteo la casi totalidad de los cargos públicos y daban a los
elegidos mandatos anuales. Por esta investigación, Pluchino y sus colegas
obtuvieron el premio Ig Nobel en 2010, que se otorga en los Estados Unidos
como parodia de los premios Nobel y tiene por objetivo destacar
investigaciones científicas inusuales e imaginativas.
Cuando yo era chico (hace de esto ya unos 50 años), había un dicho
humorístico que hace tiempo no he vuelto a escuchar. Sostenía que “el que
sabe sabe y el que no sabe es jefe”. En el contexto de los años 60, el dicho
se interpretaba como una referencia a estructuras de poder rígidas en las
cuales los ascensos tenían casi siempre que ver con favoritismos personales
o familiares, cuya vigencia hacía innecesario que el candidato a jefe se
capacitara para ejercer el cargo. Quienes, en cambio, carecían de las
conexiones adecuadas debían prepararse para hacer el trabajo y eran, en
consecuencia, quienes “sabían”. Por eso, sostenía el dicho, los que sabían
hacían el trabajo y los que no, que eran los privilegiados por sus relaciones
sociales, eran designados como jefes. Si bien estas prerrogativas no han
desaparecido del todo en nuestro tiempo, hoy sus manifestaciones más
irritantes han quedado relegadas y se da, las más de las veces, una
combinación entre una capacidad profesional probada y cierto apoyo social.
Ya no sucede, en consecuencia, que el jefe no sepa de qué se trata el trabajo
que tiene a cargo, al menos en los aspectos técnicos. Sin embargo, a la luz
de lo que venimos diciendo, el dicho puede ser reformulado para ponerse a
tono con las características de una época en la cual “el que sabe sabe”, al
igual que antaño, y “el que no sabe ser jefe es jefe”. De ese conocimiento
del cual los jefes carecen —y que por el momento resulta difícil de obtener
de manera profunda y completa— nos vamos a ocupar en las páginas que
siguen.

Autoridad líquida
La evocación del dicho “el que sabe sabe y el que no sabe es jefe” me llevó
a recordar el particular contexto que lo hacía válido. Como señalaba, en los
años 60 las estructuras de poder eran todavía muy rígidas y la elección de
los jefes, casi todos hombres por entonces, tenía a menudo más que ver con
recomendaciones personales o familiares que con la capacidad demostrada
por el candidato. En esa sociedad, desempeñarse como jefe no representaba
un gran desafío ya que el lugar reservado a la autoridad, si bien empezaba a
ser fuertemente cuestionado, conservaba todavía atributos y ventajas que lo
mantenían a salvo. Según Moisés Naím, autor del influyente libro El fin del
poder, en nuestros días “las barreras que protegen a los poderosos ya no son
tan inexpugnables como antes”, situación que ha llevado al surgimiento de
numerosos actores “capaces de retar con éxito a los poderes tradicionales”.
Naím atribuye esta erosión de la autoridad, que ha ido perdiendo su red de
apoyo y seguridad, a tres revoluciones simultáneas que denomina:
revolución del más (más productos, más personas, más clase media),
revolución de la movilidad (de las tecnologías, de las ideas, de las personas)
y revolución de las mentalidades (a favor de la igualdad, de las libertades,
de la transparencia).
Este deterioro que observa Naím en las relaciones de poder en diversos
ámbitos tiene un correlato en las organizaciones, donde la manera de
gestionar que prevaleció durante gran parte del siglo XX ya no resulta
adecuada. Así lo señala el teórico del coaching Rafael Echeverría en su
libro La empresa emergente, donde sostiene que el modelo tradicional de
“mando y control” que permitió la expansión industrial resultó sin embargo
insuficiente cuando se lo aplicó para lograr mejoras en la productividad del
trabajo no manual. Por eso, en una sociedad como la actual, donde la
innovación y el trabajo vinculado al conocimiento resultan preponderantes,
las formas tradicionales de ejercer la jefatura, basadas en el mejor de los
casos en una actitud paternalista y en el seguimiento minucioso de la
ejecución de cada orden, no solo son inconvenientes sino que terminan
perjudicando el desempeño. Como veremos, esta crisis, que afecta a la
sociedad en su conjunto y de un modo singular a las organizaciones, abre la
posibilidad a nuevas formas de gestión, fundadas en la autonomía, el
compromiso y la responsabilidad de todos los involucrados.
El cambio en las reglas con las que se legitima y se construye la
autoridad, tanto en la sociedad como en las organizaciones, es un proceso
complejo y prolongado que no resulta fácil de conceptualizar. Esta
dificultad para elaborar una definición satisfactoria se manifiesta en el
volumen de investigación académica sobre qué es y cómo se desarrolla el
liderazgo, el cual se ha acelerado y multiplicado a partir de fines del siglo
XX. Un resumen realizado en 2014 por el Gobierno de Australia para
presentar las principales corrientes de pensamiento sobre el liderazgo señala
la producción de solo cuatro teorías relevantes entre los años 1840 y 1980
(es decir, en un lapso de 140 años) y de otras cuatro desde entonces hasta el
presente. Más allá de la mayor o menor validez que puedan tener estas
teorías y de las diferencias entre ser líder y ser jefe, de las que ya nos
ocuparemos con más detalle, lo que el resumen realizado por los
australianos nos está señalando es una mayor preocupación de los
académicos para tratar de definir y comprender cómo algunas personas
logran influir en el pensamiento y la conducta de otros. Si tenemos en
cuenta que en distintos ámbitos de poder, como señalaba Naím (y en
particular en las organizaciones, según el diagnóstico de Echeverría), hay
una dificultad para conservar y ejercer el poder, podemos concluir que este
aumento en la producción académica está vinculado con una demanda de la
sociedad por comprender mejor cuáles son las habilidades necesarias en
nuestro tiempo para desempeñarse en un puesto de dirección.
Teniendo en cuenta este panorama, a la falta de formación crónica para
ejercer el rol de jefe, característica del siglo XX, se agrega ahora la dificultad
adicional de que el entrenamiento adecuado debe incorporar las
particularidades de una época en la que la autoridad recibe muchos
cuestionamientos y la obediencia no puede darse por descontada. A partir
de la eficaz metáfora propuesta por el filósofo Zygmunt Bauman, podemos
calificar a esta época como “líquida” en contraposición con una modernidad
“sólida”, en la cual las pautas para el funcionamiento de las instituciones
sociales estaban preestablecidas, carecían de flexibilidad y no admitían la
experimentación. La rebelión contra esa rigidez que se percibía como
autoritaria dio lugar, a través de un complejo itinerario, a una modernidad
en la que ya no hay modelos fijos ni barreras infranqueables que deban
aceptarse como tales, donde todas las instancias adquieren formas
temporales e inestables. En ese contexto, la familia, la pareja, las
organizaciones y también la autoridad tienen esa condición “líquida” que
produce al mismo tiempo mayor libertad y también una mayor fragilidad.
La influencia de las posturas filosóficas en la cultura de las
organizaciones es por cierto limitada, ya que por lo general se teme que este
tipo de enfoques complique demasiado las cosas y genere debates
interminables con pocos resultados prácticos. Por eso se le presta mucha
más atención a Bauman en los claustros universitarios y entre personas
curiosas o amantes de la cultura que en las oficinas. Sin embargo, una
definición del contexto actual, que tiene muchos puntos de contacto con la
“modernidad líquida” descrita por Bauman y que proviene del ejército de
los Estados Unidos, sí llamó la atención de consultores y expertos en
liderazgo estratégico que trabajan en estrecha relación con ejecutivos. Se
trata de los “entornos VUCA”, donde el acrónimo se forma con las iniciales
en inglés de las palabras “volatilidad” (volatility), “incertidumbre”
(uncertainty), “complejidad” (complexity) y “ambigüedad” (ambiguity).
Los entornos VUCA, según la doctrina militar y su correlato
organizacional, son característicos de nuestro tiempo, en el cual el fracaso
pasa a ser una eventualidad más a considerar y la disposición para aprender
es la condición que garantiza no ya el éxito sino la superviviencia. En un
entorno de estas características, la flexibilidad y la capacidad de adaptación
son fundamentales para lograr resultados.
Inmerso en la modernidad líquida o en el entorno VUCA, quien tiene a
su cargo la tarea de conducir a un equipo de trabajo en nuestro tiempo no
puede pretender basarse en un listado simple de actitudes a adoptar o de
conductas a seguir ante un breve menú de situaciones posibles. Somos
testigos de cambios sociales y culturales complejos, que requieren
herramientas mucho más sofisticadas que el palo y la zanahoria mediante
los cuales es posible lograr que un burro se mueva o, reemplazando
adecuadamente tanto el castigo como el incentivo, conseguir que un
empleado trabaje. Por eso en el título del libro hablamos de ser jefe/a “en el
siglo XXI”, con todas las dificultades propias de nuestra época. La tentación
de eludir esta complejidad y la tendencia a basarse en idealizaciones —esto
es, no en lo que un jefe puede hacer sino en lo que debería hacer— son las
principales causas por las que la mayoría de los entrenamientos para
managers o para desarrollo de liderazgo dan escaso resultado. Según señala
el profesor de Stanford y especialista en la materia Jeffrey Pfeffer, si bien en
los Estados Unidos hay conciencia de que estos entrenamientos son
necesarios, a punto tal que se gastan en ellos más de 20 mil millones de
dólares anuales, el resultado dista mucho de ser satisfactorio. Para Pfeffer,
hay una profunda desconexión entre lo que se dice y se piensa que los
líderes efectivos deben hacer y lo que sucede en los lugares de trabajo.
Muchas veces, los entrenamientos poco eficaces proponen una épica del
trabajo y el liderazgo que toma como ejemplo a héroes de la historia de la
talla de Abraham Lincoln o Nelson Mandela. Durante estos cursos se suele
recomendar una serie de conductas ideales, entre las cuales encontramos al
líder nunca satisfecho hasta lograr el mejor resultado posible, apasionado
hasta la extenuación en la búsqueda de la excelencia y con una vocación de
servicio propia de un iluminado. Actitudes de esta índole aparecen como
lejanas e inalcanzables para los receptores, que pasan de inmediato a
evaluar la información recibida como parte de una situación que nada tiene
que ver con ellos. Otra variante de estos adiestramientos que fracasan está
relacionada con el uso de argumentos y metáforas poco convincentes, que
en algunos casos llegan a incomodar e incluso a ofender a los supuestos
beneficiarios. Recuerdo, a propósito de esto, un video que mostró la jefa de
capacitación de una compañía de seguros a los empleados de un sector de la
empresa. El video pretendía hacer hincapié en las ventajas de la
colaboración mediante la filmación de un grupo de gansos que volaba
formando una V, de manera tal de ahorrar energía y ganar en velocidad.
Luego de ver las imágenes y escuchar la explicación, uno de los asistentes
quiso salir de dudas y preguntó: “Los gansos venimos a ser nosotros, ¿no?”.

Un malentendido frecuente
Una consecuencia inevitable de la abundancia de “jefes horribles” es el
desánimo de quienes trabajan bajo sus directivas. Dado que afrontar las
verdaderas causas del problema a menudo supera la capacidad de reflexión
y de acción de muchas organizaciones, se suelen buscar paliativos, ya sea
mediante la contratación de coaches o consultores para que traten de
mejorar el “clima laboral” o a través de alguna técnica de comunicación
más o menos novedosa. A esta necesidad se refería un artículo publicado en
el diario La Nación a principios de 2016, en el que representantes de varias
empresas con operaciones en la Argentina y proyección internacional
señalaban la importancia crucial que tiene en nuestro tiempo lograr un
mayor compromiso de los empleados con las tareas que realizan. Con ese
propósito, en el artículo se destacaba que muchas organizaciones habían
comenzado a implementar un contacto más frecuente y menos formal con el
Chief Executive Officer (CEO). Sin perjuicio de que mediante este tipo de
acercamiento se pueda lograr alguna mejora, está claro que para impulsar
un cambio cultural se requiere una estrategia menos limitada y el esfuerzo
coordinado de todos los niveles jerárquicos. Tal como señala el consultor
Matías Ghidini, citado en el mismo artículo: “Si el único que puede inspirar
valores es el CEO, entonces estamos en un problema. Que camine pasillos
cuatro días o que, por política, cada dos meses se siente en el comedor no
alcanza. Las nuevas generaciones valoran más la coherencia en las
actitudes. Lo ideal sería que las propias acciones del CEO sean una
consecuencia buscada de una cultura corporativa que las favorezca”.
El contacto con el CEO es uno de los tantos intentos que hacen las
empresas para tratar de motivar a sus integrantes y lograr que se
comprometan con su trabajo. Esta preocupación por el compromiso de los
empleados no se limita al ámbito local: una encuesta realizada en 142
países y publicada en 2013 por Gallup reveló que solo el 13 % de los
trabajadores se sienten comprometidos con la tarea que realizan, mientras
que el 63 % se considera no comprometido y el 24 % restante admite falta
total de interés en lo que hace. Dado este panorama, se comprende que las
empresas traten de buscar métodos para que los empleados den lo mejor de
sí con el propósito de mejorar el desempeño de la organización. En ese
contexto es que llevan adelante iniciativas diversas, como la citada del
contacto con el CEO, y se solicitan con frecuencia los servicios de un coach
o de un consultor. Ahora bien, dada la falta de información precisa sobre
estos roles y la proliferación de entrenamientos basados en grandes
hombres de la historia y en recomendaciones pretenciosas y poco realistas,
sucede a menudo que los clientes interpretan que el coach (o el consultor)
es algo así como un proveedor de técnicas que a menudo llaman de
“comunicación” al mismo tiempo que dan por sentado que son, en realidad
de manipulación. Según este enfoque, el coach o consultor está allí para
encontrar la manera de construir un discurso extremadamente persuasivo,
cuya implementación haga posible que los empleados trabajen más y mejor
a cambio del mismo sueldo, en las mismas condiciones laborales y con el
mismo grado de participación en la toma de decisiones. Como es de
suponer, estos intentos están destinados invariablemente al fracaso. Así lo
señala el consultor cubano-europeo Amalio Rey luego de declararse
decepcionado por cierto tipo de management. Dice Rey que si bien hoy las
empresas se lamentan de la falta de compromiso de los empleados, lo que
ofrecen para lograr un cambio de actitud es por lo general “promesas
huecas y discursos bonitos” y “de compartir lo esencial, nada”.
Esta vocación por intentos de manipulación, que he encontrado de vez en
cuando en mi práctica profesional, no proviene por lo general de las
personas que reconocen la existencia de un cuerpo sólido de conocimientos
y deciden dejarlo de lado para buscar un camino supuestamente más fácil.
Se trata, en buena parte de los casos, de ejecutivos o jefes que han
interpretado que todo esto del coaching, la psicología social y la psicología
positiva no es más que una nueva manera de hablar de la misma historia de
siempre: están los que mandan y los que obedecen, los que tienen autoridad
y poder de decisión y los que carecen de estos atributos, quienes no tienen
más remedio que seguir órdenes. Desde esta visión arcaica de las relaciones
laborales, el coaching y la psicología organizacional deberían proveer un
nuevo relato a estas relaciones, una narrativa que quede invariablemente en
la superficie y sirva tan solo para dirigirse de un modo más amable a los
pobres condenados a obedecer. Gracias al coaching y a las ideas que son
afines a esta disciplina, interpretan estos directivos, las personas van a
responder mejor a sus indicaciones porque en lugar de hacerlo tan solo
porque reciben un salario, van a agregar al incentivo proveniente de la
compensación monetaria un entusiasmo y una alegría originados en una
decena de frases presuntamente conmovedoras, repetidas hasta el
cansancio.
Por supuesto, esta actitud no es abierta y declarada y quizá, en algunos
casos, ni siquiera sea del todo consciente. Tampoco descarto que en muchas
de estas personas haya una genuina preocupación por mejorar lo que a
menudo se define como “mal clima laboral” o “problemas en la
comunicación”. Pero lo cierto es que una vez solicitada la intervención
profesional para resolver estas cuestiones y realizado el diagnóstico
correspondiente, que invariablemente resulta específico para cada situación,
aparecen en algunos casos signos de incomodidad y ciertos reclamos o
aclaraciones que apuntan casi siempre en la misma dirección y pueden
sintetizarse en la pregunta “¿vos de qué lado estás?”. Siempre que he tenido
ocasión de responder a esta pregunta digo que mi compromiso es con el
mejor funcionamiento de la organización, lo cual se traduce en una mayor
productividad laboral en todos los casos y, en consecuencia, en una mayor
rentabilidad cuando se trata de una empresa.
Aquí es donde aparecen gestos inequívocos de incredulidad. En general,
mis clientes reconocen mis esfuerzos y cierta capacidad para obtener
buenos resultados, de manera que cuando se da una situación como la
descrita con alguno de ellos, me dedican una mirada de espanto y,
enseguida, una sonrisa condescendiente, acompañada quizá de alguna
palmadita afectuosa y de palabras de aliento. En este contexto amable, me
han dicho que soy “un poco ingenuo” o me han dedicado elogios dudosos
vinculados por lo general con cierto “idealismo”. Se trata, está claro, de
elogios entre comillas, pues refieren a cualidades que de nada sirven, según
esta mirada, a la hora de gestionar. Me han dicho también que el coaching y
las profesiones de las cuales se nutre promueven un enfoque de avanzada
para una sociedad que algún día llegará, pero que todavía está un poco lejos
de nuestro presente. Este tipo de situaciones lleva al especialista español en
Recursos Humanos Enrique Escalante a admitir que “en muchas
(¡¡muchísimas!!) empresas uno descubre con desasosiego cómo una cosa es
lo que se dice y otra es lo que se hace, y que en muchos casos el mensaje
está hecho para la audiencia pero luego no se lleva a la práctica”.
Y sin embargo, hace más de quince años el influyente consultor austríaco
Peter Drucker ya advertía que el principal desafío de nuestro siglo sería
lograr en los trabajadores y el trabajo del conocimiento un aumento similar
al logrado en el siglo XX con respecto a la productividad del trabajo manual.
Tal como señala Drucker, a través del análisis de la producción de
manufacturas con el propósito de dividirla en tareas simples y repetitivas, el
trabajo manual dio un salto en la productividad sin precedentes que luego
tuvo una manifestación ulterior en la mejora de la calidad. No obstante, el
aumento de la productividad de los trabajadores del conocimiento —esto es,
de todos aquellos que realizan tareas vinculadas a la gestión y a la
distribución de información— es todavía una asignatura pendiente, que va
creciendo aún más en importancia pues buena parte de las tareas que antes
se realizaban a mano hoy son ejecutadas por una máquina dirigida por un
trabajador desde una computadora. Para Drucker, el aumento en la
productividad de los trabajadores del conocimiento solo es posible a través
de la autonomía y el aprendizaje permanente, lo cual implica un cambio
profundo en el tipo de relación que estos trabajadores establecen con sus
pares y con sus jefes. Los ejecutivos mejor informados advierten esta
exigencia y ven en su adecuado tratamiento la posibilidad de obtener una
ventaja competitiva. Pero el cambio requerido es profundo y, tal como
sucede en casi todos los órdenes de la vida, mientras las organizaciones no
se sientan amenazadas prevalecerá en gran parte de los casos la inercia de la
vieja mentalidad, enmascarada ahora con un lenguaje más amable y con
alguna que otra referencia sentimental.
Al comentar con algunos colegas esta suerte de doble moral que circula
en nuestro tiempo he recogido varios tipos de reacciones. Para simplificar y
no entrar en detalles quizá comprometedores, me parece conveniente
agruparlas en tres grandes lineamientos. Están los que se enojan por la
incomprensión y dedican la mayor parte de su tiempo a la docencia o al life
coaching, que es la rama utilizada para el desarrollo personal. Están los que
tratan de acomodarse a las necesidades del cliente y terminan haciendo
equilibrio entre la demanda de no cuestionar ciertas jerarquías y los
cambios que pueden resultar beneficiosos para la organización (con mi
propia modalidad, me identifico con este grupo). Y están, finalmente, los
que ceden más de la cuenta y de este modo confirman la presunción de
quien los contrató: por mucho que se hable de un cambio en las relaciones
laborales, se trata en realidad del “mismo perro con distinto collar”. Contra
estos usos poco claros del coaching se rebeló a principios de 2016 el
biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, quien sostuvo en una
entrevista que cuando se cae en la manipulación, “la persona desaparece”.
La creencia de que el coaching es una técnica de manipulación está
bastante extendida, no solo a nivel gerencial. Para muchos, más allá del
lugar que ocupen en una organización, los discursos vinculados con una
nueva mirada sobre el lenguaje, la inteligencia emocional, las pautas para
formar y conducir equipos, y cuestiones parecidas no son más que parte de
una moda para referirse a las relaciones de poder que caracterizan desde
siempre a las empresas, las reparticiones estatales y las asociaciones sin
fines de lucro. La supuesta moda, sin embargo, tiene sus consecuencias,
pues en muchos casos se la identifica con lo que resulta políticamente
correcto dentro de las organizaciones. En consecuencia, se la utiliza a
menudo como un lenguaje ritual que se refiere a algo en lo que no se cree,
lo cual resulta a la vez tedioso e irritante. Me ha tocado ver, por ejemplo,
largos intercambios por correo electrónico en los cuales se perciben
“ruidos” constantes referidos a disputas personales, a las que las partes se
refieren de manera cuidadosa y esmerada, utilizando la terminología del
coaching.
Estas dificultades e incomprensiones, sumadas a las vacilaciones de
quienes se desempeñan como coaches para definir qué tipo de saber son
capaces de proveer, revelan a mi juicio que atravesamos una etapa de
transición en la que no todos los profesionales que trabajan en esta área
tienen la misma formación ni el mismo criterio. Se da el caso de que hay
distintas escuelas de coaching —europea, chilena, norteamericana— y
distintos tipos de entrenamiento —se puede estudiar como un posgrado, en
una carrera de dos o tres años, en cursos de pocos meses, como aplicación
práctica de una licenciatura en psicología positiva u otras variantes. En
consecuencia, no hay acuerdo sobre los saberes que están relacionados con
la práctica del coaching. Hay visiones más restrictivas, como la promovida
por la International Coach Federation, que hace hincapié en la capacidad
del coach para poner en valor los saberes y experiencias del cliente, y hay
visiones más amplias, como la que proponemos en este libro y practican
muchos colegas, que incluye la posibilidad de que el coach actúe también
como consultor y aporte lo suyo.
Dada la vaguedad de ciertos planteos, se entiende que muchas personas
se muestren escépticas o se inclinen por tomar el coaching como una suerte
de simulación, útil para convencer más rápido a sus subordinados de que les
obedezcan y de que lo hagan, además, con verdadera dedicación e incluso
alegría. Nada de esto sucede, como era de esperar, más allá de que algunas
empresas implementen laboriosos sistemas de evaluación de desempeño o
de clima laboral que terminan siendo nuevas rutinas para jugar el viejo y
conocido juego de las jerarquías y el poder más conservador y vertical. Este
libro tiene la intención de mostrar que hay un conocimiento acumulado que
es sólido, está bien fundado y cuya aplicación puede significar una ventaja
competitiva decisiva en nuestra época para mejorar el desempeño de las
organizaciones. Poner en práctica y desarrollar este conocimiento es
indispensable para aumentar la productividad laboral y lograr ese salto en la
capacidad del trabajador del conocimiento reclamado por Drucker para el
siglo XXI.

Salario emocional
Mientras muchos jefes tratan de remediar la falta de compromiso que
perciben en sus colaboradores con discursos poco convincentes, creados por
ellos mismos o sugeridos por otros, las relaciones laborales parecen
estancadas en una forma u otra de paternalismo o, lo que resulta sin duda
peor, en alguna variante que combina coerción y abuso en distintas
proporciones. En ambos casos, se trata de jefes que dan poco valor a los
aportes de sus empleados, ya sea porque los consideran equivalentes a niños
a los que es necesario guiar o porque los perciben como personas con
escaso mérito a quienes es necesario someter. En un influyente libro sobre
buenos y malos jefes, el profesor de la Universidad de Stanford Robert
Sutton se refiere a un “tándem tóxico”, que caracteriza a los peores entre
quienes ejercen algún tipo de autoridad. Se trata, según Sutton, del jefe que
solo hace foco en lo que quiere él, que resta importancia a lo que quieren
los integrantes de su equipo y que, además, se considera más allá de las
reglas que fija para el resto. En ese contexto, no sorprende que los
empleados, como una forma de represalia, cometan errores a propósito, den
parte de enfermo mucho más seguido, eviten el contacto con el jefe y tomen
descansos más largos durante la jornada laboral.
Este tipo de escenarios son mucho más frecuentes de lo que una
estimación de sentido común parecería indicar. Estudios realizados en los
Estados Unidos desde los años 50 en adelante muestran que entre el 60 % y
el 75 % de los trabajadores dicen que tratar con el jefe es la parte más
estresante de su trabajo. En esos casos, se pierde información valiosa para
tomar decisiones, ya que los empleados evitan dar malas noticias y tratan de
encontrar soluciones precarias con tal de que cualquier falla o deficiencia
pase inadvertida. Además, el sueldo se transforma en el único motivo por el
cual el trabajador permanece en la organización; y no se trata, por cierto, de
un motivo poderoso. Según un estudio de la consultora internacional Korn
Ferry entre ejecutivos de 80 países, solo un 5 % de los encuestados señaló
un mayor salario como motivo principal para cambiarse de compañía. Las
discrepancias con su superior inmediato y la falta de oportunidades de
crecimiento profesional ranquearon al tope de las quejas (con un 20 y un 33
% de las respuestas respectivamente). Tal como señala Francisco Moreno,
directivo de la consultora, “la gente ingresa por la empresa y egresa por el
jefe. El problema es que, en la mayoría de los casos, suele transcurrir
mucho tiempo (a veces un año o más) entre que se toma la decisión y se
hace efectiva”.
A diferencia de los jefes que combinan coerción con algún tipo de abuso
como gritos o cualquier otra variante de maltrato, los jefes paternalistas
controlan y a la vez protegen a sus empleados, cuidado que por lo general
ofrecen a cambio de obediencia y sumisión. En este tipo de relación, que es
bastante común en países como Japón y China y en América Latina, los
empleados se sienten parte de un equipo en el cual todos los integrantes
comparten las creencias, los juicios y las decisiones del jefe, quien a su vez
adopta el compromiso implícito de actuar en beneficio de todos. Bajo la
dirección de un jefe paternalista, los aportes de los empleados se reducen al
mínimo y se anula toda manifestación creativa. Además, con el tiempo se
generan favoritismos cuyo origen está más vinculado con la lealtad al jefe
que con la contribución a la organización. Si bien algunos autores señalan
que el paternalismo es un tipo de liderazgo más efectivo que una variante
meramente autoritaria, lo cierto es que la protección obtenida por los
empleados parece ser un beneficio exiguo cuando se lo compara con la
condición de dejar de pensar por sí mismos y la prohibición de expresar
libremente de qué manera creen que deberían hacerse las cosas. En el
mediano plazo, el paternalismo solo consigue un grupo de trabajo
aletargado, que se limita a seguir de manera acrítica las ocurrencias de una
sola persona. Según el consultor español José Miguel Bolívar, cuando las
personas entienden que “la responsabilidad última sobre lo que hacen recae
sobre sus jefes, tanto para bien como para mal, tienden a desvincularse de
las consecuencias de lo que hacen y se limitan a ‘salir del paso’ o a ‘cubrir
el expediente’, como vulgarmente se dice”. Quienes no se adaptan a esa
manera opresiva de funcionar —y se trata, como es de suponer, de los más
talentosos— buscan nuevos rumbos.
Que el paternalismo se haya extendido y goce de cierto favor entre
algunos investigadores, los cuales sostienen que en determinados contextos
culturales mejora el compromiso, se debe quizás a que se trata de una
situación que reproduce experiencias familiares valoradas por casi todos en
etapas tempranas de la vida. El paternalismo confirma además un sesgo de
atribución bastante generalizado acerca de la responsabilidad del jefe con
respecto a los resultados obtenidos por el equipo que se desempeña a su
cargo. Así lo señalaron Roberto Weber y otros investigadores en un artículo
publicado en 2001 en la revista especializada Organization Science. Al
evaluar los resultados de distintos juegos de coordinación similares a tareas
de oficina, Weber y sus colegas verificaron que los participantes
atribuyeron erróneamente el éxito o el fracaso en el juego a la calidad del
líder designado en cada caso y dieron escasa o nula importancia a factores
situacionales decisivos. Dada esa atribución errónea y automática de la
responsabilidad, no resulta extraño que muchas personas se sientan
gratificadas cuando trabajan bajo las órdenes de un jefe paternalista, que se
hará cargo tanto del éxito como del fracaso de lo realizado por el equipo. En
esos casos, el deterioro de la productividad laboral no llamará la atención
mientras haya dinero suficiente para pagar los sueldos. Como señalábamos
antes, las personas creativas y ambiciosas escaparán de este tipo de
intercambio como de la peste.
La conciencia de que cambiar protección por obediencia es
inconveniente tanto para el jefe como para su equipo y también para el
funcionamiento de la organización, llevó a algunos especialistas en
Recursos Humanos a tratar de hacer explícitos los beneficios que deben
tener los empleados para dejar de ofrecer lo mínimo posible a cambio de un
salario y pasar a comprometerse con la tarea y a aportar en consecuencia.
Se denomina “salario emocional” a esa retribución no económica que
intenta satisfacer necesidades personales, familiares o profesionales.
Consiste a menudo en dar flexibilidad horaria, contemplar el fundamental
equilibrio entre las obligaciones laborales y las familiares, y tener en cuenta
un plan de carrera que dé mayor sentido a la tarea que se realiza en el
presente. Estas iniciativas van acompañadas por lo general de una
comunicación más frecuente y una información detallada sobre la situación
de la empresa y sus planes para el futuro. La propuesta tiene, por cierto, sus
méritos, pues parte de reconocer que el modo en que se trabaja en las
organizaciones tiene serias deficiencias y apunta a mejorar el compromiso
de los empleados al otorgarles beneficios reales.
Si bien la postulación de un “salario emocional” es un paso en la
dirección correcta, la iniciativa corre el riesgo de fracasar en dos niveles
distintos y, a la vez, complementarios. El primero es el de la dirección de la
organización, que puede tomar la cuestión como una tendencia a seguir y, al
igual que en el caso del coaching, como una herramienta más de
manipulación. A partir de esa premisa, se tratará entonces de otorgar alguno
de los beneficios señalados para compensar salarios más bajos u otro tipo
de medidas poco satisfactorias. Así lo señala el consultor español Sandro
González, quien juzga inevitable en esos casos que los empleados se sientan
“estafados” y consideren que “hablarles de satisfacción laboral o
transparencia” para encubrir una desventaja es en realidad una “tomadura
de pelo”. El otro nivel en el cual es posible el fracaso de una propuesta de
este tipo es el de los empleados, que pueden tomar los beneficios de manera
pasiva y seguir funcionando dentro de esquemas rígidos y poco
estimulantes, con un compromiso escaso que en nada se modifica por el
hecho de que trabajen desde casa un día por semana o puedan tomarse
minivacaciones varias veces al año.
En mi opinión, el “salario emocional” elude el problema de fondo, que es
el de revisar y cambiar la manera en que trabajamos y puede, en
consecuencia, transformarse en un paliativo que postergue la búsqueda de
soluciones reales. Por eso creo que los beneficios no económicos que se
otorgan a los empleados deben estar acompañados o incluso precedidos por
un cambio en las reglas de juego, lo cual requiere un esfuerzo de
interpretación, comprensión y ejecución no menor, del que nos ocuparemos
a lo largo de este libro. De lo contrario, esos beneficios serán tratados como
un elemento más de negociación entre empleados y empleadores en un
panorama laboral que seguirá siendo el mismo, esto es, un lugar al que cada
trabajador va para dar lo mínimo posible a cambio de la máxima
recompensa, frente a una organización que pretende ceder en dinero y en
beneficios lo mínimo posible y obtener la máxima prestación.

Innato o adquirido
Cerramos este capítulo introductorio con algunas aclaraciones sobre el
contenido del resto del libro. Uso la denominación “jefe/a” —que puede
considerarse en ciertos contextos equivalente a “manager”— en lugar de
optar por “líder” porque el rol de jefe implica una figura con autoridad y
poder de decisión concretas, orientada a sacar adelante el trabajo. La
denominación líder, en cambio, se refiere a otra clase de contribución y no
necesariamente implica una responsabilidad ante un equipo de trabajo. Hay
líderes informales, que se limitan a influir sin tener poder de decisión, y
también hay líderes que están en contacto no solo con un grupo de
colaboradores sino con grandes masas, como por ejemplo los líderes
políticos o espirituales. En el contexto de una organización, nos parece
adecuada la distinción que hace el especialista estadounidense John Kotter,
quien señala que un jefe por lo general se ocupa de planificar, gestionar y
resolver, mientras que un líder es quien indica el rumbo a seguir y convence
a sus colaboradores de que ese es el camino correcto. Así definidos los
roles, resulta claro que se puede ser jefe/a sin llegar a liderar, aunque por
supuesto es beneficioso incorporar esa capacidad (más adelante veremos
cómo). A su vez, un líder no necesariamente tiene responsabilidad directa
en la gestión de una organización.
Por otra parte, la denominación “líder” se presta con frecuencia al
estudio de los grandes hombres, a las idealizaciones y también a casos en
los cuales una dedicación exagerada al trabajo hace perder el equilibrio
saludable entre los demás aspectos de la vida. Al referirnos a jefes o jefas,
nos vamos a enfocar en esas personas cuyo trabajo diario consiste en dirigir
a un grupo de colaboradores para lograr un objetivo y exhibir un resultado
ante todas las partes interesadas, ya sea ante un jefe que está en un nivel
superior, un grupo de socios o accionistas, ante su propio equipo cuando se
trate de una cooperativa, ante un cliente o grupo de clientes, ante una
agencia gubernamental, etcétera, etcétera. Nos vamos a enfocar en personas
que además de ejercer el rol de jefe, desean tener una vida plena y
completa, y no entra en sus planes entregarse en cuerpo y alma a una causa,
sea esta la de convertirse en un multimillonario o ser protagonista principal
de una nueva era.
¿Hay malos jefes que obtienen resultados? Los hay, por supuesto. Uno
de los casos clásicos es el de Steve Jobs, que fue al mismo tiempo un
visionario, un excepcional innovador y un jefe desagradable, con tendencia
al maltrato y al que muchos temían. Como muestra el film Steve Jobs: The
Man in the Machine, Jobs compensaba la mala relación con sus
colaboradores con una capacidad extraordinaria para marcar un rumbo
significativo para todos y una dedicación obsesiva al trabajo. Sin embargo,
la influencia de Jobs como jefe malhumorado y arbitrario no es algo para
subestimar. En el documental Print the legend, en el cual se reseña el
surgimiento de las impresoras portátiles 3D, varios ex socios y ex
colaboradores de Bre Pettis, uno de los fundadores de la empresa pionera
MakerBot, se quejan de su falta de franqueza y de su mal carácter. Quien
acierta al explicar por qué Pettis tiene tanta confianza en su mal
comportamiento es el especialista en start-ups Jeff Osborn, durante una
entrevista en la cual lamenta los malos momentos pasados junto a su ex
jefe. Para Osborn, “la biografía de Steve Jobs dio a mucha gente permiso
para comportarse como una mala persona”. Lo que sostenemos desde
nuestra perspectiva es que personas como Jobs o Pettis obtienen sus logros
a pesar de ser malos jefes; y que si fueran buenos jefes, tendrían mayores
logros y la pasarían mucho mejor. A propósito de esta relación entre una
cualidad muy negativa y grandes logros, me viene a la memoria la
confesión de Diego Maradona a Emir Kusturica en el film Maradona by
Kusturica. En una escena que muestra parte de una conversación entre
ambos, Maradona se refiere a su carrera y dice: “Emir, ¿sabés qué jugador
hubiese sido yo si no hubiese tomado cocaína? ¡Qué jugador nos perdimos!
Me queda el mal sabor de boca, que hubiese sido mucho más de lo que
soy...”.
Quizá pueda resultar extraño que individuos de gran talento no adviertan
que las personas que los rodean tienen una mala opinión de los métodos que
utilizan para conducir el trabajo en equipo. Una parte de la explicación
proviene, tal como demostró el investigador sueco Ola Svenson, de que
todos tenemos tendencia a ser complacientes cuando evaluamos nuestras
habilidades. Svenson pidió a un grupo de 161 personas convocadas para un
experimento que evaluaran su habilidad para conducir un automóvil y cuán
riesgoso resultaba su estilo de conducción en comparación con el resto de
los presentes. Al revisar las respuestas, comprobó que entre el 77 % y el 88
% se consideraban por encima de la media. A esta inclinación a evaluarnos
como más capaces de lo que en realidad somos debemos agregar que, según
señalaron el profesor Jeffrey Pfeffer y otros investigadores, también
suponemos de manera automática que una tarea se ejecutará mejor si está
supervisada por nosotros mismos y que la calidad del resultado irá en
aumento cuanto más nos involucremos personalmente. A la luz de estas
creencias, comprendemos entonces que el jefe autoritario, que no delega y
no confía en los integrantes de su equipo, es quizás el punto de partida de
gran parte de las personas y que tener una actitud distinta requiere una
buena dosis de reflexión y de entrenamiento.
Desde la última mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX

tuvo gran aceptación la teoría de que los líderes eran personas especiales,
que nacían con las características adecuadas para ejercer el poder y que
lograban grandes transformaciones gracias a estos atributos. Hoy sabemos
que además de las capacidades y de los talentos con los que resultamos
favorecidos o desfavorecidos por la herencia genética, hay un largo camino
a recorrer por medio de la incorporación de conocimientos y prácticas útiles
para la dirección de equipos. Sin embargo, investigaciones como las de
Svenson o Pfeffer nos muestran que nuestro punto de partida dista de ser el
ideal y que quizá tengamos una tendencia automática a mandar, controlar
excesivamente y desconfiar. Ya nos vamos a ocupar a su debido tiempo de
este tipo de inclinaciones que se denominan “sesgos cognitivos” y tienen
mucho que ver con nuestra capacidad para resolver situaciones
rápidamente, aunque no siempre de la manera adecuada. Por ahora, la
referencia a nuestra tendencia a sobrevalorarnos y a creer que delegar
responsabilidades es de escasa utilidad nos sirve como advertencia acerca
de que transformarse en un buen jefe requiere cierto esfuerzo y no es el
resultado de aplicar cinco o diez tips de un día para el otro.
La recompensa a ese esfuerzo, como ya señalamos, no es solo la de pasar
mejor la jornada laboral y tener una buena relación con nuestros
colaboradores, algo por cierto valioso. La principal retribución es la de ser
capaces de afrontar de manera adecuada el desafío lanzado por Peter
Drucker a fines del siglo pasado, esto es, aumentar de un modo sustancial la
productividad de los trabajadores del conocimiento. Una prueba de que esto
es posible es el resultado de una investigación realizada por Robert Keller,
basada en el seguimiento del desempeño de 118 equipos de trabajo en cinco
compañías diferentes en el área de investigación y desarrollo. Keller
observó en evaluaciones realizadas al año y a los cinco años que un buen
jefe —definido en este caso según las características de un “líder
transformacional”— logra mejor calidad de trabajo, entregas más cerca de
las fechas previstas, menores costos, más rentabilidad, y menor tiempo para
llegar con un producto o servicio al mercado. Un “líder transformacional”
es un jefe que trabaja en estrecha colaboración con los integrantes de su
equipo para identificar los objetivos a alcanzar, para crear una visión que
permita lograr esos resultados, para ejecutar en conjunto las tareas
correspondientes y para evaluar luego los aciertos y errores observados
durante el proceso, todo lo cual es, por cierto, fácil de decir y difícil de
poner en práctica. De los conocimientos clave para alcanzar este tipo de
desempeño nos vamos a ocupar en los capítulos que siguen.
Este libro está organizado en diversas temáticas, todas vinculadas al rol
de jefe/a. Los capítulos están ordenados según el criterio de ubicar primero
los conocimientos básicos que van a permitir luego construir sobre ese
aprendizaje inicial y complementarlo. Empezaremos con dos asuntos que
son centrales para lograr buenos resultados: una nueva manera de
comprender cómo hablamos y cómo tomamos decisiones, y el análisis de
cómo interactúan las emociones con estos procesos. Incorporados estos
conocimientos, y ya conscientes de ciertas dificultades inherentes a los
sesgos cognitivos y las reacciones automáticas que todos tenemos,
pasaremos a tratar qué es y para qué sirve el coaching ejecutivo. Luego nos
detendremos en las características del trabajo en equipo y el desarrollo del
liderazgo. A continuación, vamos a examinar las cuestiones vinculadas con
la innovación, uno de los asuntos que más ocupa y preocupa hoy a las
organizaciones, y la persuasión, aptitud que como veremos está
estrechamente ligada a la capacidad de impulsar el cambio. Por último, nos
ocuparemos del conocimiento relacionado con la aspiración humana de
actuar bien y de sentirse bien, que resulta de vital importancia para definir
la manera en que pretendemos trabajar.
Para tratar estos temas nos vamos a basar, como venimos haciéndolo
hasta ahora, en investigaciones académicas, artículos de blogs,
publicaciones especializadas y de interés general, libros sobre cuestiones
vinculadas al management y con disciplinas relevantes no siempre tenidas
en cuenta, y en último lugar aunque no menos importante, en mi propia
experiencia y la de algunos colegas. Se trata de un recorrido abarcador, que
muchas veces resume en pocos párrafos lo que destacados autores han
explicado en muchas páginas. Mi pretensión no es, como ya he señalado,
ser exhaustivo ni, mucho menos, aportar grandes novedades. La utilidad del
intento está en pasar revista, poner en relación y hacer explícitos los
conocimientos clave que son significativos para desempeñarse como jefe/a
en un nivel de excelencia, con la esperanza de aportar solidez y
transparencia al desarrollo de organizaciones más eficientes, más eficaces y
más conscientes de que el progreso humano y la generación de valor son en
realidad dos aspectos de un mismo proceso. Para un jefe del siglo XXI,

mostrar determinados resultados no puede ser un fin en sí mismo. Es una


etapa en un camino que es menester seguir transitando. Dada la
complejidad del mundo en que vivimos, no se trata de un camino fácil que
pueda recorrerse sin sobresaltos. Requiere incorporar conocimientos
nuevos, reflexionar, poner esos conocimientos en práctica y revisar de
manera crítica los resultados obtenidos.
Cuando nos referimos a ciertas dificultades para aprender y dejar atrás
sesgos cognitivos y reacciones automáticas, estamos haciendo uso de
conocimientos que provienen de las neurociencias y se utilizan para
encontrar métodos eficaces que nos permitan lograr cambios duraderos. Se
trata de un campo que está en permanente evolución en nuestros días y que
si bien ha hecho aportes importantes para la comprensión de la conducta,
dista todavía de tener resultados definitivos. Por ejemplo, a partir de las
investigaciones del cirujano plástico estadounidense Maxwell Maltz, se
sostenía que para cambiar un hábito era suficiente con persistir en la nueva
conducta durante 21 días. Investigaciones posteriores, más ajustadas,
llevaron esa cifra a entre 18 y 254 días, esto es, un promedio de 66 días. Lo
cierto es que en ambos casos los especialistas señalan que el cambio es
posible, aunque lleve tiempo y esfuerzo sostenido, pues el cerebro tiende a
repetir “circuitos aprendidos” y es necesario entrenarlo para que incorpore
—gracias a una cualidad que llaman “neuroplasticidad”— la nueva
conducta. Otra distinción valiosa, que conviene tener presente, es la del
procesamiento inconsciente de información de acuerdo con determinados
valores, entendiendo por ello una actividad incesante y fundamental que no
deja huellas visibles en el flujo de conciencia que percibimos. No se trata
del inconsciente definido por Freud y constituido por contenidos reprimidos
—cuya validez ha sido cuestionada de manera convincente—, sino de la
capacidad de nuestro cerebro para procesar información, emitir juicios y
tomar decisiones sin que la conciencia participe de todo este desarrollo.
Esto nos servirá para comprender de dónde provienen nuestros juicios
automáticos, para qué nos sirven y en qué casos nos conviene revisarlos y,
eventualmente, cambiarlos.
Vale aclarar, no obstante, que el uso que haremos de los aportes de las
neurociencias será moderado, pues es nuestra intención evitar una
tendencia, bastante visible y perniciosa, que consiste en dar por sentado que
hay ya un conocimiento completo de cómo funciona el cerebro y asegurar,
en consecuencia, que estamos en condiciones de modificarlo a nuestro
antojo o de influir en los demás utilizando determinados trucos.
Afirmaciones de este tipo, que la neurocientífica Molly Crockett llama
“neurotonterías”, no solo nos alejan de nuestro propósito sino que se
vuelven en contra cuando las personas que creyeron en los métodos
propuestos comprueban que los resultados obtenidos son escasos o nulos.
Esta aclaración no sería necesaria si no circularan tantas recetas y fórmulas
para lograr cualquier objetivo que uno se proponga, basadas a menudo en
interpretaciones muy libres de investigaciones de la neurociencia. Dado que
convivimos con este “clima cultural”, en el cual escuchamos hablar tanto de
“neuromarketing” como de “neuroliderazgo” como si fueran ramas del
saber establecidas y completas, nos parece conveniente señalar que haremos
un uso prudente de estos conocimientos y que nuestra propuesta intentará
convencer e invitar a la reflexión y a la práctica antes que basarse en una
corriente de dudosa efectividad y que no hace ningún bien a los científicos
que se dedican seriamente a realizar su tarea.
2. Una red de conversaciones

Podemos contarnos historias fantásticas con muy pocos datos reales.


Daniel Kahneman

Hagamos cosas con palabras


La primera novedad que notan muchas de las personas que son promovidas
a un cargo de jefe es que empiezan a pasar buena parte del día hablando.
Reciben pedidos de tareas, de información y de asesoramiento de los
niveles superiores, y también hacen ese tipo de pedidos a sus colaboradores.
En ocasiones, sucede que al principio esta actividad no parece ligada al
“verdadero trabajo”, que se identifica más con planificar, organizar y
producir en soledad —quizá lo que el nuevo jefe hacía antes de ejercer el
cargo—, pero con el correr del tiempo, la realidad de la nueva situación se
impone y la persona se acostumbra a su rol. Esta característica del trabajo
de un jefe, que se empieza a dar en el nivel jerárquico más bajo y se
reproduce hacia arriba de la pirámide organizacional hasta llegar al máximo
responsable, es lo que llevó al fundador de la escuela de coaching chilena
Fernando Flores a definir una organización, cualquiera sea su finalidad,
como una “red de conversaciones” mediante la cual se coordinan las
acciones que la hacen posible. La propuesta de Flores es una aplicación de
las investigaciones pioneras del filósofo británico J. L. Austin, quien en
1955 dio unas conferencias en la Universidad de Harvard para referirse a
una serie de funciones del lenguaje que le llamaban la atención y que a
pesar de resultar habituales, no habían sido estudiadas en profundidad.
Hasta entonces, la gran mayoría de los estudiosos daba por sentado que
la principal función del lenguaje era la de representar la realidad, quizá
porque el lenguaje científico es o parece ser meramente descriptivo. En las
conferencias dictadas en Harvard, Austin señaló con sencillez que también
usamos el lenguaje para hacer un pedido, aceptarlo, rechazarlo, hacer una
promesa, hacer una apuesta y otras cosas que nada tienen que ver con
descripciones. Austin murió cinco años después, a los 48 años, y no llegó a
publicar las conferencias en las que proponía su nueva teoría. Sin embargo,
el punto de vista expuesto por el filósofo resultó tan fructífero e innovador
que un editor se ocupó de reconstruir el contenido de las conferencias a
partir de los apuntes dejados por el mismo Austin y las notas tomadas por
varios alumnos. El texto así obtenido fue publicado en forma de libro en
1962 con el título Cómo hacer cosas con palabras y contribuyó de manera
decisiva a lo que luego se llamó el “giro lingüístico” de la filosofía. El
trabajo iniciado por Austin fue luego desarrollado por el filósofo
estadounidense John Searle y otros autores, que se dedicaron a refinar el
análisis sobre lo que a partir de entonces se denominó “actos de habla”.
Ahora bien, señalábamos antes que gran parte de la tarea de un jefe
consiste en mantener una serie de conversaciones a través de las cuales se
coordinan las acciones que van a definir el funcionamiento de la
organización. En consecuencia, resulta altamente recomendable —si no
imprescindible— que este “conversador serial” conozca la herramienta que
utiliza y todas sus posibilidades, pues de la adecuada gestión de las
conversaciones en las cuales está involucrado dependerán en buena medida
los buenos o malos resultados del área a su cargo. Esta relación entre
capacidad de gestionar conversaciones y resultados puede parecer al
principio un poco abstracta. Sin embargo, se irá aclarando al exponer los
aspectos a tener en cuenta, a tal punto que luego estos nuevos conceptos se
harán indispensables a la hora de asegurar un buen desempeño. Para ello,
no nos basaremos en los aspectos más filosóficos de la cuestión —los
cuales se remotan, como señalamos, a Austin y a Searle y abarcan temas en
ocasiones alejados de la problemática organizacional— sino que tomaremos
como referencia la adaptación realizada por el teórico chileno Rafael
Echeverría, discípulo de Flores, en el libro Ontología del lenguaje,
publicado por primera vez en 1994 y que ha tenido varias reimpresiones
desde entonces.
En base al trabajo de Echeverría trataremos las cuestiones vinculadas al
valor de verdad que tienen las cosas que decimos y escuchamos, y a la
dinámica de los pedidos y las promesas. Luego complementaremos estas
nociones con el concepto de juicio automático, que resulta crucial para
entender buena parte de las evaluaciones que hacemos y que ha sido tratado
en profundidad, entre otros, por el psicólogo estadounidense e israelí Daniel
Kahneman. Por último, nos detendremos en el modo particular en que se
combinan estos juicios automáticos con nuestra manera de razonar para dar
lugar a algunas de las falacias más habituales. A esta altura, mi temor como
autor es que el lector de estas líneas se sienta abrumado por la perspectiva
que le estamos proponiendo y se incline a pensar que todo esto será de
escaso valor para su tarea como jefe/a. Si esto es así en algún caso, pido a
ese lector que tenga paciencia hasta el final del capítulo. Confío en que para
entonces sus dudas se habrán despejado y notará que ya cuenta con algunas
herramientas valiosas para afrontar con éxito su jornada laboral.

Afirmaciones y juicios
La primera distinción a tener en cuenta en el contexto de esta exposición es
la diferencia entre afirmaciones y juicios. Cuando, por ejemplo, decimos
“esa silla pesa seis kilogramos”, estamos haciendo un enunciado de fácil
verificación. Por medio de una balanza y luego de acordar un margen de
error en más y en menos —digamos de 100 gramos—, podemos verificar
fácilmente si el enunciado es verdadero o falso. Los enunciados de este
tipo, esto es, que pueden ser considerados verdaderos o falsos, son llamados
afirmaciones. Son ejemplos de afirmaciones: “hoy hace 28 grados”, “ese
señor es mi padre”, “Juan mide 1,85 metros” y otros similares. Está claro
que en algún punto hay una o más convenciones en juego cuando
describimos un hecho de este modo; por ejemplo, la convención de utilizar
como unidad de medida el kilogramo y establecer un margen de error. Sin
embargo, se trata de convenciones explícitas, que no dificultan el acuerdo
sobre el resultado. Luego de poner la silla en la balanza, esta pesará seis
kilogramos más/menos 100 gramos o no.
Si nos referimos a la misma silla de la cual decíamos que pesaba seis
kilogramos y sostenemos ahora que está “bien diseñada”, estamos ante un
enunciado que no tiene las mismas condiciones de verificación que el
anterior. No tenemos manera de “medir” con un método que resulte
convincente para todos si esto es así o no, si el enunciado es verdadero o
falso. Por otra parte, estamos seguros de que lograr un acuerdo unánime
sobre si un objeto está o no bien diseñado va a ser imposible, ya que
siempre habrá personas que tengan opiniones diferentes al respecto. Sin
embargo, intuitivamente también sabemos que en muchos casos cada uno
de nosotros se siente capaz de distinguir entre algo que está “bien diseñado”
y algo que no lo está, y que tenemos algún criterio, al menos a nivel
individual, para elegir entre uno y otro caso.
Habíamos propuesto llamar “afirmaciones” a los enunciados de los
cuales podemos decir que son verdaderos o falsos según un consenso que,
en esos casos, sí podemos pretender unánime. Ahora vamos a llamar
“juicios” a los enunciados que dicen algo que puede o no ser compartido
por otros y cuya validez no es posible demostrar de manera indubitable.
Ejemplos de juicios son: “Juan es muy responsable”, “María es simpática”,
“el gobierno tomó una buena medida”, y otros similares. En líneas
generales, podemos decir que todos los enunciados que se refieren a lo que
está bien o mal según nuestro criterio, o lo que es correcto o incorrecto,
adecuado o inadecuado, útil o inútil, involucran juicios. También son de
este tipo valoraciones más específicas como lindo o feo, amable o grosero,
cobarde o valiente, que no se aplican a todos los casos pero cuya
comprensión se puede vincular, en última instancia, con lo que nos parece
bueno o malo en un ámbito particular. Por ejemplo, en él ámbito de la
belleza, lo bueno es lindo; en el de la relación entre las personas, lo bueno
es amable.
Señalamos ya que podemos distinguir intuitivamente entre juicios que
tienen mayor fundamento que otros. Por ejemplo, para algunos el juicio
“conviene finalizar una carrera universitaria y después empezar a trabajar”
tendrá mayor fundamento que “conviene empezar a trabajar a los 18 para
ganar experiencia y recién después decidir qué estudiar”; otros, verán como
acertada la opción contraria. Para no quedar atascados en este tipo de
controversia, vamos a llamar “juicios fundamentados” a aquellos juicios
que nos parece se pueden justificar de alguna manera y “juicios no
fundamentados” a aquellos que o bien nos parece que no pueden
justificarse, o bien nos parecen dudosos. Llegado este punto, lo que
necesitamos es un procedimiento que haga explícito ese criterio al que por
ahora nos estamos refiriendo como parte de nuestra intuición, ya que si
contamos con ese procedimiento, podremos revisar nuestros juicios y los
juicios de otros con mayor claridad.
El procedimiento para evaluar un juicio consta de cuatro pasos, que
vamos a aplicar sobre un ejemplo para que resulte más claro. El juicio que
vamos a evaluar es: “Juan es competente”.
1) El primer paso a considerar es para qué estamos haciendo este juicio,
esto es, qué tipo de decisión está involucrada, que acción futura
depende del juicio que estoy haciendo: ¿estoy evaluando a Juan para
contratarlo? ¿Para despedirlo? ¿Para promoverlo? ¿Para influir sobre
otra persona?
2) El segundo paso, derivado del anterior, consiste en fijar el dominio o
contexto en el que voy a aplicar el juicio. No es lo mismo decir “Juan
es competente” si estamos considerando una venta a domicilio que si
pensamos en la elaboración de un balance, ya que las capacidades que
están en juego en cada uno de estos casos son muy diferentes.
3) Establecido el para qué del juicio y el dominio sobre el cual se aplica,
pasamos al tercer paso, que consiste en fijar un estándar que me
permita evaluar el juicio en el contexto elegido. Supongamos que se
trata de una venta a domicilio con aviso previo y que en base a
experiencias anteriores, defino como “ser competente” en ese contexto
un desempeño promedio a lo largo de un mes que consista en visitar 8
clientes por día hábil y lograr un 40 % de eficacia. Ese, entonces, va a
ser mi estándar.
4) El cuarto paso consiste en buscar afirmaciones que confirmen o
desmientan el juicio que estoy evaluando en el contexto elegido. Por
ejemplo, para este caso servirían afirmaciones como las siguientes: “en
octubre de 2014, Juan logró ventas del 45 % y concretó 9 visitas
diarias en venta a domicilio”; “en noviembre de 2014, Juan logró
ventas del 28 % y concretó 6 visitas diarias en venta a domicilio”; “el
desempeño de Juan en venta a domicilio estuvo en 2015 por encima
del promedio del desempeño del sector, que fue de 7,6 visitas diarias y
tuvo una eficacia del 37 %”; etc.
Contamos ahora con un criterio para evaluar si nuestros juicios y los
juicios de los otros están o no fundamentados. Cabe destacar que esta
evaluación nunca es definitiva, ya que siempre puede surgir nueva
información que me lleve a modificarla. Por ejemplo, en el caso que
analizamos sobre la competencia de Juan como vendedor a domicilio,
incorporar un informe que diga que en los primeros tres meses de 2016
realizó solo 4 visitas diarias y concretó ventas en un 20 % de los casos
puede influir de manera decisiva en la evaluación.
Todo esto, que resulta relativamente sencillo de comprender, es de gran
utilidad si logramos llevarlo a la práctica. Por supuesto que la aplicación de
estas herramientas no significa que con ellas vamos a eliminar la
incertidumbre en el momento de tomar una decisión ni a prescindir por
completo de la intuición. Lo que sí vamos a lograr es acotar ambas en la
medida en que nos lo permita la información disponible y el análisis que
hagamos. Quizá, al leer acerca de estas distinciones, muchos lectores tengan
la impresión de que ellos habitualmente evalúan de manera racional toda la
información disponible y que hacen continuamente juicios fundamentados.
A partir de mi práctica profesional, puedo asegurar que lo habitual es
exactamente lo contrario. Un terreno en el que se ven las mayores
distorsiones es cuando está en juego alguna disputa con un colega, esto es,
en las llamadas “internas”. Pasa entonces que la persona involucrada,
dominada por el temor a perder y la ambición de prevalecer, hace
suposiciones de las cuales está por regla general “totalmente segura” y que
luego de un examen desapasionado se convierten rápidamente en juicios no
fundamentados, en opiniones que carecen de hechos que las avalen.
Descubrir en estos casos que las opiniones no tienen sustento lleva al
interesado a recabar más datos que a menudo modifican su manera de
pensar.
Otro caso igualmente significativo se da cuando un integrante de un
equipo de trabajo hace una propuesta y es necesario evaluarla. No importa
en este caso si quien hizo la propuesta es una persona que participa de un
grupo de gerentes que reportan a un gerente general o si se trata de un jefe
que tiene un área a cargo y recibe la oferta de uno de sus colaboradores. En
ambos casos, de lo que se trata es de evaluar lo que se propone y emitir un
juicio favorable o desfavorable. Pasa entonces que es harto frecuente
debatir sobre el contenido de la propuesta sin verificar si hay acuerdo
previo en el para qué, en el contexto en el cual se va aplicar, en el estándar
utilizado y en las afirmaciones que la avalan, esto es, en lo que señalamos
antes como pasos necesarios para averiguar si un juicio está o no
fundamentado. Aunque a primera vista pueda parecer extraño, en la
mayoría de los casos al tomar en consideración todas estas instancias se
descubren diferencias de criterio que permiten clarificar el alcance y el
significado de la propuesta a examinar. Hecho esto, resulta siempre mucho
más fácil llegar a un acuerdo sobre su eventual implementación.
Recuerdo un caso, a propósito de este tipo de discusiones poco claras, en
el cual se debatía en una institución pública si era conveniente o no dar un
determinado servicio a clientes privados. La propuesta tenía defensores y
detractores convencidos que no advertían estar discutiendo sobre cuestiones
distintas, pues varios de ellos habían definido el para qué en base a
conseguir fondos para cubrir parte del déficit del sector y otros estaban
evaluando si la propuesta era o no conveniente para fortalecer la imagen
pública de la institución. Hechas las aclaraciones del caso, la discusión se
destrabó y se pudo hacer un balance entre los puntos a favor y en contra de
la iniciativa. Otro ejemplo que tuve oportunidad de presenciar estuvo
relacionado con la reorganización de una división en una empresa de
mediana envergadura con el propósito de mejorar la productividad laboral.
Dado que la gerencia general, cuyo estilo de conducción era paternalista,
tenía por norma no comunicar ni los objetivos a mediano plazo ni los
resultados del período anterior, cada responsable de área elaboró su
propuesta en base a las necesidades de su sector con una vaga idea de
mejorar el funcionamiento. Nuevamente, hacer explícito el para qué de la
reorganización permitió alinear los objetivos y mejorar de manera
sustancial la calidad de las propuestas.
No siempre es posible seguir los pasos indicados para la fundamentación
de un juicio. En ocasiones, la información disponible es escasa, lo cual
impide verificar de manera satisfactoria si los datos confirman o desmienten
nuestro parecer. Cuando les advierto a mis clientes que están por tomar una
decisión en base a juicios para los cuales no hay información suficiente
como para intentar una fundamentación, noto a menudo que se sienten en
falta, como si hubieran sido descubiertos cometiendo un error
imperdonable. En esos casos, antes de entrar en detalles, les cuento que ya
hay una amplia literatura académica acerca del rol que tiene la intuición en
la toma de decisiones, y que incluso hay autores que sostienen que cuanto
más se sube en la jerarquía de una organización, hay más situaciones en las
que resulta inevitable recurrir a ella. Además, como señala Daniel Isenberg
en un artículo que se convirtió en un clásico, la inconsistencia entre la
manera en que un jefe cree que piensa y el modo en que lo hace realmente
es algo habitual. Lo que estamos tratando de hacer al distinguir
afirmaciones y juicios, para revisar luego si estos últimos están o no
fundamentados, no es eliminar la intuición ni las valoraciones poco
fundadas a causa de la escasez de información, sino acotar el espacio en el
cual estos métodos son los únicos que tenemos a mano. Con cierta
frecuencia nos encontramos en nuestros trabajos con escenarios complejos
y ambiguos en los que debemos tomar decisiones en un plazo relativamente
corto, todo lo cual nos lleva a veces a resolver sin recurrir a información
adicional y al razonamiento lógico, esto es, según la corazonada que nos
parece confiable en ese momento. Que una parte del trabajo tenga que
seguir necesariamente ese curso no significa, por cierto, que ese método sea
el más recomendable para el resto de los casos. Además, podemos valernos
de la intuición como guía de las opciones a explorar con las herramientas
adecuadas, hasta que logremos aclarar si esa sospecha inicial puede llegar a
ser un juicio fundamentado que nos llevará a la acción o si, en cambio, se
trata de una ocurrencia sin verdadero sustento que resulta conveniente
descartar.

Pedidos y promesas
Otro de los “actos de habla” que tiene especial relevancia para las
organizaciones son los pedidos, dado que toda su actividad puede
expresarse como la articulación de una gran cantidad de pedidos que deben
ser satisfechos en tiempo y forma. Hay pedidos que relacionan a integrantes
de la organización con no integrantes —por ejemplo, con proveedores, con
clientes, con funcionarios del gobierno—; los hay que relacionan a
integrantes entre sí —por ejemplo, entre un integrante de mayor jerarquía y
uno de menor, o entre integrantes de la misma jerarquía—; los hay dirigidos
a una sola persona, a un grupo de personas, a todas las personas de una
determinada categoría, etc. Esta multiplicidad de pedidos y las
negociaciones que son propias de este tipo de intercambios requieren una
comprensión pormenorizada de todos los aspectos involucrados, pues de
ello depende alcanzar o no los resultados deseados.
Una aclaración necesaria para despejar dudas es que los enunciados que
llamamos “órdenes” son en realidad pedidos que el receptor puede o no
cumplir, más allá de que el cumplimiento defectuoso o el no cumplimiento
le pueda resultar perjudicial en algún momento. En realidad, cuando alguien
realiza un pedido —tenga o no la forma de una orden— no está
especulando, salvo excepciones, con lo que sucederá en caso de que el
receptor del pedido no logre o no quiera ejecutarlo. Antes bien, el emisor
del pedido busca que el receptor lo lleve a cabo de manera adecuada y se
obtenga de este modo el resultado buscado. En consecuencia, vamos a
concentrarnos en las características que debe tener un pedido para que se
concrete con éxito, suponiendo que el emisor del pedido busca un resultado
beneficioso para la organización y que el receptor del pedido está dispuesto
a llevarlo a cabo, ya sea porque recibirá un pago puntual, una gratificación
de otro tipo, porque percibe un salario, porque también desea beneficiar a la
organización u otro motivo. ¿Cuáles son, entonces, las características que
debe tener todo pedido para que se pueda llevar a cabo en tiempo y forma?
En primer lugar, es necesario hacer explícitas las condiciones de
satisfacción del pedido, esto es, en qué plazo y de qué manera el emisor
espera que se cumpla. Esto, que parece simple, no lo es tanto, pues es
frecuente que parte de las condiciones de satisfacción de un pedido se den
por sobreentendidas y sean luego interpretadas por el receptor de una
manera inesperada para el emisor. Si nos detenemos en este punto y
reflexionamos sobre pedidos realizados que no fueron cumplidos como
esperábamos, vamos a advertir que en gran parte de estos estuvo
involucrado algún malentendido sobre sus condiciones de satisfacción.
Un caso notable que me tocó presenciar fue el afrontado por el director
de un equipo de investigación, que pidió a un integrante un resumen de las
actividades de distintas organizaciones alrededor del mundo y olvidó
consignar que había una liga de estas organizaciones que no debía tenerse
en cuenta debido a que ya se contaba con esa información por separado.
Como era de esperar, el informe solicitado contenía buena parte de los datos
que en ese contexto resultaban inútiles. Sin embargo, ambas partes —
director y miembro del equipo— habían dado por seguro, uno que la liga en
cuestión estaba descartada y el otro que era indispensable incluirla. La
discusión posterior fue un verdadero diálogo de sordos, ya que ambos
estaban convencidos de que la interpretación que habían hecho de la tarea a
realizar era obvia y que la otra parte era quien debía hacer las aclaraciones
del caso. Lo cierto es que en casi todos los pedidos que hacemos o
recibimos hay condiciones que damos por descontadas y que siempre es
mejor chequear con la otra parte para evitar problemas.
La segunda cuestión a tener en cuenta es que al hacer explícitas las
condiciones de satisfacción se abre un espacio de negociación entre el
emisor y el receptor del pedido que apunta a un acuerdo sobre qué hay que
hacer, cuándo hay que hacerlo y cómo se llevará a cabo. Este acuerdo
concluye con la promesa de parte del receptor de cumplir con lo pactado o,
en caso de surgir contratiempos inesperados, de reabrir el espacio de
negociación para solicitar la modificación de las condiciones de satisfacción
y llegar a un nuevo acuerdo. Nótese que, a menudo, quien da una orden no
tiene presente este espacio de negociación entre el emisor y el receptor del
pedido, y da por supuesta buena parte de las condiciones de satisfacción y
el acuerdo acerca de qué hay que hacer, cuándo hay que hacerlo y cómo se
llevará a cabo. En consecuencia, podemos afirmar que al desestimar parte
de la información necesaria para ejecutar una tarea, la productividad de una
orden emitida de ese modo será por regla general menor que la de un
pedido seguido de una promesa.
Señalábamos en el capítulo introductorio que uno de los males de las
organizaciones, según fue relevado por Gallup en 2013, es el escaso
compromiso que tienen los trabajadores. Si revisamos la etimología,
advertimos que las palabras “promesa” y “compromiso” tienen la misma
raíz latina y ambas hacen alusión a una obligación contraída. Si bien el
compromiso con la tarea en una organización no se limita solamente a la
correcta elaboración y ejecución de los pedidos, sí nos parece que al abrir
una negociación cada vez que hacemos un pedido estamos a la vez
invitando al receptor a que se comprometa con el resultado. Este
compromiso no es la consecuencia de algún beneficio extra o de algún
incentivo de cualquier tipo, sino que surge como la respuesta natural ante
un acuerdo acerca de lo que hay que hacer, para qué hay que hacerlo y
cómo hay que hacerlo. Y este acuerdo, a su vez, no procede de una clase
magistral que da el jefe mientras el colaborador escucha, sino que proviene
de un genuino intercambio de ideas y de un chequeo abierto de la
conveniencia y la viabilidad de cumplir con el pedido en tiempo y forma.
En un artículo publicado en La Nación y basado en datos del Banco
Mundial, el economista Eduardo Levy Yeyati señala que cada vez más los
empleos de calificación media y baja corren riesgos de ser reemplazados
por la robotización, lo cual en su opinión abre interrogantes sobre el futuro
del mercado laboral y de la sociedad tal como la conocemos. Se trata, aun
en los casos en que las máquinas hagan diagnóstico médico o resuelvan
cálculos estructurales, de computadoras que responden sin dudar a nuestras
órdenes. En estos casos no hay necesidad de negociación ni de compromiso.
Quizá para muchos jefes, estar rodeados de robots que ejecutan sus órdenes
a la perfección sea una aspiración secreta. Lo que sostenemos aquí es que lo
específicamente humano, si lo sabemos gestionar a través de acuerdos y
promesas, constituye una ventaja por sobre el desempeño de una máquina,
que debería compensar largamente las vacaciones pagas, las licencias por
enfermedad y todas las otras cuestiones características de las personas que
trabajan. Por eso, mi parecer es que en nuestro tiempo todo trabajo
realizado por personas que puede o podría ser reemplazado por máquinas
está desaprovechando las capacidades humanas. O bien es conveniente
hacer el reemplazo y destinar a esas personas a posiciones acordes a su
capacidad para hacer aportes originales y no previstos, o bien es necesario
reformular ese trabajo para aprovechar la ventaja de contar con las
contribuciones que solo pueden provenir de las personas que lo hacen.
Bienvenidos, en consecuencia, los robots y los trabajos de calidad.

Distorsiones peligrosas
En 1936 Herbert Simon, que por entonces tenía 20 años, estudiaba Ciencias
Políticas en la Universidad de Chicago. Como parte de su formación
decidió asistir a un curso sobre cómo medir y evaluar las administraciones
municipales. Durante el curso, Simon fue invitado por la profesora Clarence
Ridley para que la asistiera en la investigación que ella estaba llevando a
cabo sobre el tema. Comprobar la manera en que los funcionarios tomaban
decisiones en la vida real llamó tanto la atención de Simon que decidió
entonces dedicarse a investigar estos mecanismos por el resto de su carrera.
Lo que sorprendió a Simon fue que las personas que tomaban decisiones no
lo hacían según el modelo de elección racional que los estudiosos de las
organizaciones habían tomado prestado de los economistas. Según este
modelo, las personas toman decisiones luego de examinar la información
disponible, la probabilidad de los eventos posibles, y el balance entre costo
y beneficio de las distintas alternativas. Simon observó que en la práctica se
toman atajos, se resuelve en base a una mezcla de hechos y evaluaciones —
afirmaciones y juicios, según la terminología que adoptamos en este libro
—, y que la expectativa no es que las respuestas sean óptimas; alcanza con
que sean aceptables.
Simon basó su tesis doctoral en este tema, la cual fue publicada en forma
de libro en 1947, y se dedicó a profundizar todos los aspectos relacionados
con la toma de decisiones hasta elaborar un modelo original, que llamó de
“racionalidad limitada”. Este modelo sostiene que las personas actúan en
base a información relativamente escasa, con plazos que no pueden
modificar y bajo la influencia de impulsos emocionales que no siempre
coinciden con un enfoque racional. El novedoso aporte de Simon, por el
cual le otorgaron el Premio Nobel de Economía en 1978, abrió el camino a
una larga serie de estudios que se dedicaron a tratar de comprender mejor
los mecanismos mediante los cuales tomamos decisiones. Los más
destacados entre estos estudios son los que llevó a cabo el psicólogo
estadounidense e israelí Daniel Kahneman, quien recibió en 2002 el Premio
Nobel de Economía. En sus investigaciones junto a Amos Tversky, quien
murió en 1996 a los 59 años, demostraron que las decisiones racionales no
son las más habituales. En sustitución de estas, que demandan un gran
esfuerzo, utilizamos reglas prácticas —cuyo nombre técnico es
“heurísticas”— para ahorrar tiempo. Estas heurísticas son eficaces en la
mayoría de los casos, pero se basan en juicios automáticos y a veces nos
llevan a cometer errores.
Como consecuencia de las investigaciones de Kahneman y Tversky, y de
otros estudiosos surgió una nueva rama de la economía llamada “economía
conductual”, que intenta basar sus teorías en un agente económico menos
idealizado que el de la economía clásica. Según sostiene Kahneman en su
libro Pensar rápido, pensar despacio, publicado en 2011, todos contamos
con un Sistema 1, que toma decisiones rápidas basadas en juicios
automáticos y no racionales —las llamadas heurísticas—, y con un Sistema
2, que consume mucha energía y es laboriosamente racional, al cual solo
recurrimos cuando consideramos que es indispensable. El proceso para
formular un juicio automático parte por lo general de una distorsión
cognitiva que permite acelerar el proceso de deliberación y saltar rápido a la
toma de decisiones. Estas distorsiones cognitivas pueden ser, por ejemplo,
que tendemos a creer en lo que está bien dicho o bien impreso, que damos
gran importancia a un asunto que aparece reiteradamente en los medios sin
averiguar su incidencia estadística, o que nos resulta más persuasivo
comprobar que un trozo de carne es magro en un 70 % que advertir que
contiene un 30 % de grasa.
Las distorsiones identificadas por Kahneman son muchas y muy
variadas. Vale aclarar que no necesariamente nos llevan a tomar decisiones
equivocadas. Por el contrario, como bien señala el psicólogo alemán Gerd
Gigerenzer, en la mayoría de los casos estos juicios automáticos son útiles,
aunque rara vez óptimos, y nos hacen ganar tiempo y ahorrar energía. Lo
que nos importa en el contexto de este libro es identificar aquellos juicios
automáticos que pueden llevarnos a cometer errores significativos cuando
tomamos decisiones desde un cargo de responsabilidad dentro de una
organización. Que se trate de juicios automáticos implica que no somos
conscientes del proceso mediante el cual los elaboramos y, en consecuencia,
aparecen acompañados de una emoción positiva de certeza o confianza que
nos impulsa a actuar. Se dan, por ejemplo, cuando luego de escuchar la
exposición de un plan tenemos la sensación de que “esto va a andar”, y
recién después tratamos de buscar cuáles son los motivos de esa confianza
inicial; o cuando después de una entrevista con un aspirante a un puesto de
trabajo nos decimos “esta persona sirve” y ante la necesidad de exponer el
por qué de esa evaluación nos damos cuenta de que se basa en muy pocos
datos objetivos.
Antes de pasar revista a las distorsiones que consideramos como
peligrosas para quien toma decisiones en un cargo de responsabilidad,
veamos cómo encaja este asunto de los juicios automáticos en lo que
expusimos antes acerca de los juicios en general. Habíamos apuntado que
los juicios son evaluaciones que hacemos acerca de lo que nos parece bien o
mal, correcto o incorrecto, adecuado o inadecuado. Señalamos también que
hay juicios fundamentados y no fundamentados, y para distinguir entre unos
y otros establecimos un método que consiste en verificar el para qué, el
contexto y el estándar involucrados, las afirmaciones en las que se basa y
aquellas que lo contradicen. Establecimos además que, en ocasiones, este
procedimiento nos puede llevar a recolectar más información para
completar el análisis. Por definición, ya que se basan en distorsiones
cognitivas y procesos inconscientes, los juicios automáticos son no
fundamentados y van acompañados de una sensación de confianza.
Conviene entonces prestar atención a aquellos que nos pueden llevar a
cometer errores en asuntos de cierta importancia para examinarlos desde un
punto de vista racional y determinar si tienen o no sustento.
Ahora sí, las distorsiones que identificamos como peligrosas son las
siguientes ocho.

Cualquier causa o norma es preferible a ninguna


Decir que algo sucede por azar no encuentra muchos adeptos, aunque las
estadísticas indiquen que es realmente así. Por eso, tendemos a buscar
explicaciones que nos den una sensación de control. Además, el Sistema 1
crea de manera automática historias coherentes con lo sucedido mediante
memoria asociativa y las pone a nuestra disposición. Establecida una
historia de lo ocurrido, creemos estar en posesión de una herramienta que
nos va a permitir actuar de algún modo para repetir o prevenir el resultado.
Un ejemplo extremo de esta distorsión son las cábalas. Otro ejemplo, menos
evidente aunque igualmente erróneo, es la creencia de que el éxito de una
organización se debe únicamente a la pericia de sus integrantes.

La historia de lo que ya pasó


Aun en los casos que no son producto del azar y cuyas causas
desconocemos, tendemos a elaborar y a aceptar historias simples y
coherentes que explican los resultados observados una vez que ya los
conocemos. Ese tipo de historias nos convencen y solemos confundirlas con
las causas de lo sucedido, lo cual nos lleva luego a hacer predicciones sin
fundamento. Entran en este tipo de elaboraciones, por ejemplo, las historias
relativamente simples que nos contamos sobre los motivos por los cuales un
candidato ganó una elección o una marca se impuso en la percepción de los
consumidores.

A favor de un relato
Preferimos lo que nos ayuda a sostener nuestras creencias, incluida nuestra
historia de vida o la valoración que hacemos de nuestro trabajo, e
ignoramos o desestimamos las experiencias que puedan cuestionar esa
narrativa. A veces sacrificamos el presente para construir memorias que
sostengan esas creencias, como cuando asistimos a un evento que nos
aburre pero que nos parece relevante por algún motivo o cuando nos vamos
de vacaciones a lugares inhóspitos que por alguna razón creemos que
debemos conocer. Tendemos a ignorar la información que contradice
nuestro relato y en su construcción damos más importancia a la coherencia
que a la inclusión de la mayor cantidad de datos posible.

Sustitución de una pregunta


Solemos sustituir una pregunta complicada por otra más fácil de responder,
vinculada con el asunto sobre el cual estábamos indagando. Por ejemplo:
“¿se va vender este producto?” se puede sustituir por “¿yo lo compraría?”;
“¿hará X una carrera como directivo?” se puede sustituir por “¿tiene
aspecto de líder?”. La peor parte de esta distorsión radica en que al
responder la pregunta fácil, creemos haber encontrado la información que
estábamos buscando.
Lo que nos gusta, nos parece que va a tener éxito
Nuestras preferencias determinan qué argumentos admitimos como válidos
y cuáles no a la hora de evaluar la probabilidad de éxito de un proyecto.
Nuestros gustos profesionales, por ejemplo, nos llevan a subestimar los
riesgos y sobrestimar los beneficios de una iniciativa en la cual tenemos un
rol que nos agrada. En sintonía con esta tendencia, tendemos a seleccionar
la información que favorece lo que nos gusta y a descartar la que lo
contradice.

La falacia del plan


Un plan coherente nos da la impresión de que va a tener muchas
probabilidades de concluir con éxito. Si además está bien presentado y bien
estructurado, tendemos a creer que merece ser puesto en práctica. Ahora
bien, si suponemos que ese plan consta de 15 pasos a seguir uno después de
otro las matemáticas no avalan nuestra percepción. El análisis probabilístico
enseña que 15 eventos independientes que deben ocurrir uno después de
otro, con una probabilidad cada uno de 90 %, terminan teniendo en
conjunto una probabilidad cercana al 20 %. Este es uno de los motivos por
los cuales crear una empresa y sostenerla en el tiempo parece relativamente
fácil y es, en realidad, bastante difícil.

Aversión a la pérdida
Detestamos perder lo que sea; nos da más displacer perder una determinada
cantidad que el placer que nos da ganar esa misma cantidad. Por eso,
estamos dispuestos a pagar por aquello que nos asegure la máxima
protección contra pérdidas de todo tipo y tenemos como punto de partida un
espíritu conservador. Para una organización, este tipo de comportamiento es
negativo, ya que la suma de los riesgos tomados por distintas personas
neutraliza la posibilidad tan temida de un resultado desastroso. Por ejemplo,
si diez gerentes toman riesgos con una probabilidad de éxito del 70 % cada
uno, el resultado esperado es que siete obtengan lo que se proponían y tres
fallen. Aunque este desenlace es beneficioso para el conjunto, puede
parecer una apuesta demasiado arriesgada para cada uno de los
involucrados, quienes seguramente consideran que un riesgo de fracaso del
30 % es más de lo que pueden soportar.

Si lo que percibo está bien, está todo bien


Damos crédito al diagnóstico y a las predicciones de personas entrenadas en
un determinado campo del saber (medicina, economía, etc.) sin
preguntarnos ni ocuparnos de averiguar si la materia sobre la cual están
opinando es simple o compleja, previsible o imprevisible. Asimismo, que
una persona esté convencida de lo que dice y haya tenido éxito en la
actividad a la que se refiere nos resulta muy persuasivo, a pesar de que esto
no guarda relación con la confiabilidad de su juicio acerca del proyecto que
nos propone. Además, solemos tomar ciertos datos como representativos
del conjunto y hacemos una evaluación que es coherente con ellos. Por
ejemplo, la actitud de los empleados de la recepción de una empresa, el
diseño del lobby y la capacidad del ejecutivo que nos atiende nos resultan
suficientes para formarnos una opinión acerca de su solvencia económica,
aunque esos datos no dicen casi nada acerca de la situación comercial o
financiera.

Aunque no entra dentro del listado de los errores más peligrosas a


cometer, hay una distorsión que por su relevancia social y política es
conveniente tener en cuenta, pues está referida a la importancia, a veces
decisiva, que tiene el modo en que nos presentan las opciones entre las
cuales debemos elegir. El ejemplo clásico de este tipo de distorsión es una
investigación realizada por Eric Johnson y Daniel Goldstein sobre la gran
diferencia que había entre la cantidad de donantes de órganos en países
europeos en apariencia similares. Por ejemplo, el porcentaje de donantes en
Alemania era del 12 % mientras que el de Austria era 99,98 %, y el de
Dinamarca era del 4,25 % mientras que el de Suecia era del 85 %. Lo que
Johnson y Goldstein establecieron es que esas disparidades no eran la
consecuencia de diferencias culturales o de opinión entre los países citados,
sino que eran producto de la manera en que se presentaba el asunto. En los
países con pocos donantes se había establecido como requisito que las
personas manifestaran su acuerdo de manera explícita para donar. En los
países con muchos donantes se partía de la suposición de que todas las
personas eran donantes a menos que dijeran lo contrario. Esta diferencia de
procedimiento entre la obligación de hacer un trámite para decidir la
donación y la de tener que hacerlo para elegir no donar era la causa del
comportamiento dispar de poblaciones con culturas similares. En todos los
casos prevalecía la opción que no exigía trámite alguno.
En base a este y otros mecanismos similares, pues todos tienen que ver
con modificar el menú de opciones para influir en las decisiones de las
personas, en el Reino Unido y los Estados Unidos se crearon equipos de
gobierno que asesoran sobre la mejor manera de obtener el favor ciudadano
ante propuestas emanadas de la gestión pública. Esta actividad se basa en la
“nudge theory” o “teoría del empujón”, elaborada en base a un libro
publicado por los economistas Richard Thaler y Cass Sunstein. Los autores,
que se definen como “arquitectos de opciones”, sostienen que solo se
pueden aplicar estos mecanismos si se adopta un “paternalismo soft” o
“paternalismo libertario”, el cual consiste en solo promover las iniciativas
que apuntan a prolongar la vida y a vivir de manera más saludable o mejor
en algún aspecto que resulte evidente para el sentido común. En 2015,
también el Banco Mundial adhirió a este tipo de diseño y sostuvo en el
informe publicado ese año que “en la mayor parte de nuestras decisiones y
opiniones, pensamos de manera automática”, pues “tendemos a sacar
conclusiones apresuradas a partir de información limitada”, que además no
siempre es la más relevante. En consecuencia, la institución recomienda a
los gobiernos y a los organismos de cooperación internacional tener en
cuenta estos sesgos cognitivos a la hora de diseñar políticas públicas.

Pensar rápido, razonar mal


Hasta donde sabemos, fue Aristóteles el primero en hacer una lista de
razonamientos incorrectos o falacias, que bajo el nombre de Refutaciones
sofísticas fue incluida junto a otros escritos en la edición crítica de su obra
realizada por Andrónico de Rodas en el año 40 a. C. De manera que este
saber está circulando en las sociedades desde hace más de dos mil años,
durante los cuales ha tenido innumerables ocasiones de ampliarse y
perfeccionarse. Sin embargo, basta con presenciar un debate por televisión
para comprobar cómo los participantes recurren una y otra vez a estos
razonamientos defectuosos, muchas veces sin advertir las deficiencias
lógicas del caso. En ocasiones, escuchar algunos de estos argumentos nos
persuade a nivel emocional, incluso en los casos en que somos capaces de
reconocer que se trata de una falacia.
Identificar los juicios automáticos y comprender que existe en cada uno
de nosotros un sistema inconsciente que procesa información rápidamente y
nos da certeza para actuar sin una trabajosa reflexión nos permite
reinterpretar la persistencia de las falacias de razonamiento, pues podemos
verlas como atajos similares a las distorsiones cognitivas. Este enfoque nos
revela, además, por qué solemos usarlas de manera inadvertida no solo en
medio de una discusión sino cuando evaluamos una situación por nuestra
cuenta. Tomemos, por ejemplo, el caso del llamado “argumento de
autoridad”, que se da cuando el estatus y los antecedentes de la persona que
sostiene una posición determinada nos llevan a creer en la evaluación que
nos propone, sin tomarnos el trabajo de chequear si se trata de un juicio
fundamentado —esto es, sin preguntarnos por el para qué del juicio, el
contexto en el cual lo aplica, el estándar que utiliza, y las afirmaciones en
las cuales se basa. A la luz de lo que hemos visto con respecto a los juicios
automáticos, sabemos ahora que estamos tomando un atajo para hacer una
evaluación rápida, la cual puede resumirse como “si lo dice X, que es una
autoridad en la materia, le creo”.
La situación contraria se da en una falacia largamente utilizada, la
denominada falacia ad hominem o “contra el hombre”. En este caso, nos
basamos en el escaso crédito que damos al emisor del argumento para
considerar que no vale la pena tomarnos el trabajo de chequear si lo que
dice está fundamentado o no. También aquí estamos haciendo un juicio
automático, que en ocasiones nos puede llevar a no prestar atención a datos
y evaluaciones valiosos o relevantes. Conscientes del efecto que la poca
credibilidad del emisor tiene en nosotros, solemos también utilizar este
mecanismo para persuadir a otros de que descarten las evaluaciones con las
que no estamos de acuerdo. Y en caso de que no lleguemos a convencerlos
mediante este método, es probable que recurramos a otra falacia,
denominada “del hombre de paja”, que consiste en manipular la posición
del adversario para oponernos luego, no a lo que había dicho originalmente
sino a una posición extrema creada por nosotros —esto es, para
enfrentarnos a un “hombre de paja”. A mediados de 2015 me tocó escuchar
a un jefe de planta sostener que en caso de que la empresa a la que
pertenecía abandonara el protocolo vigente de control de calidad, los
productos serían a partir de entonces en su mayoría defectuosos y esto
llevaría a la pérdida masiva de clientes, lo cual sería sin duda difícil de
remontar. En realidad, el jefe de planta en cuestión creía que las
modificaciones propuestas al control de calidad no valían el esfuerzo de
implementarlas, y esa convicción lo llevaba a predecir una catástrofe que
nada tenía que ver con el tema de la discusión.
Una creencia ampliamente difundida y que nos lleva a conclusiones
erradas es la de suponer que vivimos en un mundo justo. Esta suposición
tiene un aspecto positivo, pues nos induce a creer que si hacemos las cosas
bien, obtendremos los resultados que queremos. El truco aquí está en que,
en efecto, para obtener los resultados deseados es necesario hacer las cosas
bien, pero por desgracia no es suficiente, ya que en todos los casos hay
eventos y situaciones que no controlamos, pues dependen de lo que hagan
otros y también hay una parte de azar. Hasta aquí, nada de qué preocuparse,
pues hacer las cosas bien —jugar el partido lo mejor posible, dar lo mejor
de nosotros para progresar, poner esfuerzo en alcanzar una meta— nos pone
en carrera, y sin esa disposición estaríamos descartados de antemano. El
problema surge cuando usamos esta creencia para interpretar los motivos
por los cuales se dio un determinado resultado y tendemos entonces a
sostener que todo fracaso proviene de un error que se puede corregir,
cuando en realidad muchas veces sucede que el otro jugó mejor, que
preferencias personales o políticas fuera de nuestro alcance postergaron el
reconocimiento que buscábamos, o que para alcanzar la meta que nos
propusimos había tanta competencia que resultaba improbable vencer a
todos los oponentes.
Como señala el psicólogo social Melvin Lerner en un libro clásico sobre
el tema, la creencia en un mundo justo tiene a menudo consecuencias
penosas, pues nos lleva a suponer que las víctimas de violación o maltrato
hicieron algo que provocó a sus victimarios, o que las personas con
enfermedades terminales causaron de alguna manera con su conducta el
surgimiento del mal que las aqueja, o que los pobres carecen de iniciativa
suficiente como para modificar su condición. También tiene consecuencias
perjudiciales en las organizaciones, donde muchas veces se busca el error y
al culpable de ese error como un atajo para evitar un análisis profundo del
conjunto de factores que nos llevó a un resultado no deseado. Definir el
supuesto error y castigar al culpable por lo general tranquiliza, pero a
menudo está lejos de constituir un progreso en la dirección correcta, esto es,
en mejorar el desempeño. Salvo excepciones, suponer que detrás de cada
fracaso hay solo una falla individual nos impide poner en claro y corregir el
sistema de funcionamiento que hizo posible ese resultado; y además, genera
una cultura en la cual casi todos buscarán eludir responsabilidades o
descargarlas en otros —“lavarse las manos” o “abrirse de piernas”, como
suele decirse— para no quedar expuestos al castigo o la reprimenda por ser
los causantes de un mal que, en la gran mayoría de los casos, es el fruto de
una serie de circunstancias.
Un caso vinculado con el incendio de un depósito puede ser ilustrativo
de esta tendencia. El hecho ocurrió en un local dotado de tecnología
avanzada y sorprendió a los directivos de la firma, pues estaban
convencidos de haber tomado todos los recaudos para que no ocurriera. Una
primera investigación determinó que varios de los operarios habían
escuchado la alarma y no le habían dado importancia debido a que esta se
disparaba de vez en cuando sin motivo. La manera tradicional dentro de la
firma para resolver esto era la de culpar al jefe del depósito o a los
operarios, ya que se supone que tendrían que haber informado acerca de la
falla. Dado que un colega y yo estábamos trabajando con ellos en ese
momento y nos pidieron nuestro parecer, nos preguntamos en primer lugar
si era habitual dentro de la organización que la información “subiera”, esto
es, si sucedía a menudo que los niveles de menor responsabilidad aportaran
datos para tomar decisiones. Comprobamos luego que la cultura
organizacional desalentaba todo tipo de aportes, pues atreverse a mencionar
alguna falla tenía como consecuencia una intervención minuciosa y
exagerada de los mandos superiores y trabajo extra, no solo en la cuestión a
resolver sino en algunas más. De manera que en la cultura de la
organización cada uno se arreglaba a su modo y en silencio para mostrar los
resultados esperados. En ese contexto, la solución encontrada a la falla en la
alarma contra incendios consistió en creer que dado que las cosas se estaban
haciendo bien, el incendio no se iba a producir y, en consecuencia, no era
necesario reparar la alarma.
El caso del depósito incendiado muestra cómo funciona la creencia en un
mundo justo en dos instancias. La primera, en los operarios que descreían
de la posibilidad del incendio debido a que estaban convencidos de que
hacían las cosas bien. La segunda, a nivel de los directivos de la firma, los
cuales tenían como hábito buscar culpables en lugar de preguntarse qué se
podía mejorar en la organización para reducir la probabilidad de resultados
no deseados. Quizá algún lector tenga la tentación de pensar que este tipo
de situaciones se da sobre todo en medianas empresas de países emergentes,
que tienen conocimientos limitados de management. No es así. El incidente
en el depósito en las afueras de Buenos Aires tiene la misma estructura que
el accidente del transbordador espacial Challenger, ocurrido el 28 de enero
de 1986, que costó la vida a sus siete tripulantes. También en ese caso se
trató, según pudo establecer luego una comisión investigadora, de una falla
conocida y no reportada debido a la presión de los directivos de la NASA
para mostrar muy buenos resultados al gobierno y obtener de esa manera
los fondos necesarios para seguir funcionando. Tal como señaló el ganador
del Premio Nobel de Física Richard Feynman, quien fue miembro de la
comisión investigadora, para que una tecnología sea exitosa, quienes la
implementan deben tener conciencia de que no puede negarse la realidad, la
cual es inevitablemente compleja, por el afán de obtener resultados. Vale
aclarar, como comentario final sobre la creencia de que el mundo es justo,
que igualmente equivocada y perjudicial es la creencia de que el mundo es
sistemáticamente injusto.
Para cerrar este apartado sobre algunos argumentos que consideramos
válidos cuando tenemos cierto apuro —causado quizá por algún tipo de
presión o simplemente porque queremos resolver las cosas lo más rápido
posible— vamos a señalar los riesgos que tiene usar metáforas para tratar
cualquier asunto. Este tipo de distorsión fue investigado por los psicólogos
de la Universidad de Stanford Paul Thibodeau y Lera Boroditsky, quienes
publicaron un artículo en 2011 en el cual sostienen que insertar una
determinada metáfora para evaluar las medidas a tomar con el propósito de
combatir el crimen puede provocar cambios de postura en las personas que
examinan la cuestión. En los casos de estudio, los psicólogos comprobaron
que referirse al crimen como “bestia” influía a favor de tomar medidas
represivas, mientras que tratarlo como “virus” llevaba a las personas a
considerar con mayor atención la idea de atacar las causas y promover la
rehabilitación de los condenados. Además, muy pocos de los entrevistados
advertían la influencia de la metáfora utilizada en la elección de las medidas
a tomar.
Si reflexionamos sobre el uso explícito o implícito de metáforas cuando
nos referimos a organizaciones, podemos identificar, entre otras, a la
organización como mecanismo para producir un bien o un servicio, como
espacio de lucha política, como organismo vivo, como sistema de
dominación, y como equipo deportivo. Así lo señala Gareth Morgan en un
libro en el que se ocupa de las metáforas para organizaciones que identifica
como básicas. Según Morgan, cada una de estas imágenes pone el énfasis
en algunos de los aspectos de la vida organizacional y deja en un segundo
plano otros. Al repasar los casos mencionados, vemos que pensar la
organización como un mecanismo da prioridad al producto o servicio final,
al cliente y a la repetición de lo conocido; pensarla como espacio de lucha
política nos lleva a considerar las alianzas internas y la conquista del poder
en primer lugar; un organismo vivo acentúa todos los aspectos vinculados
con la flexibilidad, la capacidad de adaptación y la innovación; un sistema
de dominación pone en el centro de la escena la jerarquía y el control; y por
último, el equipo de deportivo llamará la atención sobre la capacidad de
colaboración y de concentración. Ninguna de estas metáforas es
enteramente acertada o desacertada, pues cada una describe aspectos de la
organización que en algún momento es necesario tener en cuenta. La
distorsión se produce cuando confundimos alguna de estas metáforas con la
realidad y hacemos una interpretación rígida que limita nuestras opciones.
3. Inteligencia emocional

Mucho de lo que llamamos emoción no es ni más ni menos que cierto tipo de pensamiento, a
menudo parcial, prejuicioso, o fuertemente subjetivo.
Albert Ellis

Reconocer lo que nos pasa


En la década del 80 Peter Salovey y John Mayer eran dos psicólogos que se
dedicaban a la investigación de las emociones y de los procesos cognitivos;
Salovey lo hacía en la Universidad de Yale y Mayer en la Universidad de
New Hampshire. Ambos hacían pruebas de laboratorio para tratar de
establecer las reacciones de las personas ante diferentes situaciones y
relevar luego cómo influían estas reacciones en la toma de decisiones. Tanto
Salovey como Mayer consideraban que el trabajo que estaban desarrollando
era investigación básica, es decir que no tenían prevista ninguna aplicación
para el hombre común, al menos de manera inmediata, y suponían además
que las reacciones humanas ante diferentes situaciones eran bastante
similares. Para ellos, las diferencias que advertían en la manera de
reaccionar de los distintos participantes de estas experiencias eran “ruido”,
algo que había que eliminar para elaborar una teoría que valiera realmente
la pena. Este “ruido”, sin embargo, se hacía cada vez más persistente, a
punto tal que los investigadores empezaron a preguntarse si no habría algo
así como capacidades diferentes, algunas más convenientes que otras, para
reaccionar ante un evento dado.
Mientras pintaban una casa durante el verano y hablaban de una gran
metida de pata protagonizada por un político estadounidense, Salovey y
Mayer encontraron un punto de vista novedoso para explicar las diferentes
maneras de reaccionar ante un evento que habían observado durante sus
investigaciones. Al comentar la metida de pata del político, los
investigadores se preguntaron cómo era posible que una persona tan
preparada hubiera podido tomar una decisión tan estúpida. En ese
momento, toda la información que habían estado recopilando hasta
entonces cobró un nuevo sentido y fue evidente para ellos que para tomar
decisiones acertadas no bastaba con la inteligencia lógica y lingüística, la
que miden los test de coeficiente intelectual, sino que también era necesario
otro tipo de capacidad. Fue Mayer quien llamó a esta capacidad
“inteligencia emocional”. Pronunciada la definición, ambos se dieron
cuenta de inmediato de que significaba algo y se pusieron a trabajar para
tratar de precisar ese significado. Como resultado de esa tarea, publicaron
un artículo en 1990 en una pequeña revista científica bajo el título
“Inteligencia Emocional”. El artículo, que en líneas generales pasó
inadvertido, llamó sin embargo la atención del también psicólogo Daniel
Goleman, quien por ese entonces se desempeñaba como periodista de
ciencia de The New York Times. Goleman utilizó el artículo de Salovey y
Mayer como base para escribir su famoso libro sobre la inteligencia
emocional, que fue publicado en 1995, ha sido traducido a más de 40
idiomas y lleva vendidos más de cinco millones de ejemplares en todo el
mundo.
Relevamientos posteriores demostraron que el término “inteligencia
emocional” ya había sido utilizado esporádicamente entre 1964 y 1989 por
estudiosos que no tenían contacto entre sí, lo cual parece indicar que el
reconocimiento de esta capacidad había estado madurando lentamente.
Quizá por eso al identificarla fue relativamente fácil llegar a un consenso
acerca de cómo nombrarla. En el desarrollo inmediato a la amplia difusión
posterior a 1995, tanto Salovey y Mayer como Goleman usaron el término
“inteligencia emocional” para referirse a una amplia serie de
descubrimientos científicos relacionados con las diversas maneras en que
las emociones definen qué queremos y cómo influyen en las decisiones que
tomamos. Poco después de la publicación del libro de Goleman, el concepto
se hizo sumamente popular y hoy se ha transformado en un lugar común en
las empresas y, en particular, en las gerencias de Recursos Humanos, donde
ya lo consideran uno de los aspectos más importantes a la hora de definir
una contratación o una promoción. Además, tal como señaló Goleman en
un influyente artículo en el cual aplicó por primera vez el concepto de
inteligencia emocional a las organizaciones, para muchos cargos la
inteligencia lógica y lingüística constituye la condición necesaria para ser
un candidato con posibilidades, mientras que la inteligencia emocional es la
competencia que define la elección entre quienes pasaron ese primer filtro.
Cuanto más alto subimos en la pirámide organizacional, asegura Goleman,
más peso tiene la inteligencia emocional.
Hemos señalado el origen del término, cómo alcanzó difusión masiva y
su importancia para la contratación y promoción de las personas, sin
precisar todavía de qué se trata. Vamos a definir la inteligencia emocional
como la habilidad de reconocer adecuadamente las propias emociones y las
emociones de los otros, para usar la información resultante con el propósito
de fomentar el desarrollo intelectual y personal. Distintos estudios muestran
que la capacidad para procesar las emociones e integrarlas en un proceso
cognitivo amplio varía de persona a persona. También se considera probado
que las personas con alta inteligencia emocional tienen un mejor
desempeño laboral y afectivo, y mejores aptitudes para el liderazgo.
El modelo propuesto por Goleman, que es el más aplicado, tiene en
cuenta cinco competencias básicas. La primera está vinculada con el
conocimiento de uno mismo, esto es, ser capaz de reconocer las propias
emociones sin caer en la tentación de negarlas o de intentar
“embellecerlas”. Reconocer las propias emociones permite, mediante la
observación y una mínima reflexión, percibir debilidades y fortalezas e
identificar con claridad los valores y los objetivos que en verdad nos
movilizan. Esto nos va a permitir prepararnos mejor en los casos que ponen
a prueba nuestras debilidades, dado que ya las conocemos, y separar
adecuadamente las emociones vinculadas con nuestro interés personal del
juicio que hacemos sobre lo que es provechoso para la organización. Dos
ejemplos para ilustrar esto. Si me cuesta redactar informes extensos,
reconocerlo me permite hacer un plan para producir un mínimo de páginas
diarias durante un período en lugar de postergar la tarea hasta los últimos
días. Si me siento frustrado porque el gerente general no aceptó mi
propuesta, identificar esta emoción me habilita para juzgar sin prejuicios el
curso de acción finalmente elegido en lugar de adoptar una actitud de
obstrucción irreflexiva.
La segunda competencia que propone Goleman es la regulación de
nuestras emociones. Esta regulación consiste en mantener una suerte de
conversación con uno mismo acerca de lo que estamos sintiendo y una
evaluación permanente acerca de la mejor manera de usar ese impulso
emocional con fines constructivos. Supongamos que el resultado de un
trabajo que hemos acordado con un colaborador está muy por debajo de
nuestras expectativas. Quizá la primera reacción que tengamos al
comprobarlo sea de enojo, porque esperábamos otra cosa y nos sentimos
defraudados, y de miedo, porque el trabajo no está hecho y eso tendrá
consecuencias negativas para el rendimiento del equipo. Si nos dejamos
llevar por esas emociones, la consecuencia es previsible: seguramente
reprendamos al colaborador por la baja calidad de lo producido y
busquemos una manera rápida de salir del paso. En cambio, regular el enojo
y el miedo nos permitiría utilizar esa energía emocional para indagar hasta
lograr establecer qué fue lo que falló y tratar luego de encontrar una
solución de fondo. Quizás el trabajo tiene mala calidad porque no fuimos
explícitos sobre las condiciones de satisfacción esperadas, o porque exige
competencias que la persona elegida para ejecutarlo no tiene, o por motivos
personales justificados. Como sea, indagar en lugar de reaccionar nos
permite alcanzar una solución más duradera y además es un modo seguro
para seguir concentrado en la tarea sin que el foco se desplace a cuestiones
personales o de temperamento.
Establecida la necesidad de reconocer y regular nuestras emociones, el
paso siguiente consiste en utilizar esa información para dedicarnos a lo que
realmente nos moviliza, de tal manera que nuestro compromiso no dependa
solo de motivaciones extrínsecas, como el salario o el reconocimiento, sino
que esté también vinculado a nuestro interés por alcanzar logros en un área
que nos importa —esto es, a motivaciones intrínsecas. Aquí resulta crucial
la capacidad de articular nuestra realidad laboral con ese objetivo personal
que hemos logrado identificar al reconocer nuestras emociones. Más que a
un lugar fijo y determinado que deseamos —ya sea una aspiración
profesional, familiar, social o alguna combinación de estas—, la motivación
intrínseca está vinculada a nuestra capacidad para trazar un camino desde
nuestra tarea diaria hasta un hipotético punto de llegada, que seguramente
iremos modificando con el tiempo. Lograr trazar ese camino equivale a dar
un sentido a lo que hacemos todos los días, y de eso dependen, en lo más
íntimo, nuestras ganas de hacerlo. Por eso, la energía de la motivación
intrínseca no fluye debido a que estamos haciendo el trabajo de nuestros
sueños sino a que hemos encontrado un camino posible y transitable entre
lo que hacemos hoy y nuestras aspiraciones.
La cuarta competencia que compone esa capacidad que denominamos
inteligencia emocional es la empatía. Esto implica poder comprender las
emociones del otro y sus necesidades; ser capaz, como suele decirse, de
ponerse en sus zapatos. Así como reconocer las propias emociones nos da
información valiosa sobre nuestras debilidades y fortalezas y sobre nuestros
valores y objetivos, la empatía nos sirve para comprender a nuestros
colaboradores como individuos y también para interpretar con mayor
precisión las relaciones que establecen entre ellos y con la tarea que
desempeñan. El complemento de la empatía son las habilidades
interpersonales, que constituyen la quinta y última competencia referida a la
inteligencia emocional. Aunque están señaladas como una competencia
aparte, las habilidades interpersonales son la consecuencia de conocer las
propias emociones, de ser capaz de regularlas y de poder reconocer las
emociones de los demás. En ese contexto, es posible influir para desarrollar
el potencial de otros y crear redes de relaciones provechosas.
Tal como habían notado Salovey y Mayer en sus experimentos pioneros,
hay personas mejor dotadas que otras para la inteligencia emocional. Del
mismo modo que en los casos de las inteligencias lógica, lingüística o
musical, la investigación científica disponible señala que la capacidad para
reconocer y gestionar las emociones es en parte genética y en parte
adquirida a través de experiencias de vida. Por eso, en la gran mayoría de
las personas mejora con los años, algo que ha sido comprobado para los
mayores de 60, quienes, contrariamente a lo que nos sugiere la cultura
predominante, son por lo general más felices que los jóvenes de 20 y que
los adultos de 40. Notar esta mejoría lleva a postular algún tipo de
entrenamiento que ahorre tiempo y mejore el desempeño sin necesidad de
atravesar décadas. Sin embargo, no es fácil adquirir rápidamente las
competencias emocionales, ya que nuestra manera de reaccionar está muy
arraigada y el solo hecho de saber que nos conviene cambiar no produce, en
la mayoría de los casos, efectos visibles en nuestros hábitos.
Según Goleman, la mayoría de los programas de entrenamiento para
mejorar las habilidades propias de la inteligencia emocional son poco
eficaces debido a que se dirigen al neocórtex, que es donde residen nuestras
capacidades cognitivas, en lugar de dirigirse al sistema límbico, que es
donde se procesan las emociones más básicas. Por eso, sostiene, si bien
somos capaces de entender la lógica de la inteligencia emocional, nos
cuesta mucho ponerla en práctica. Para lograrlo, deberíamos entrenar el
sistema límbico, que aprende de manera lenta y necesita de mucha
repetición para cambiar hábitos arraigados. Pretender un cambio rápido
equivale a confundir lo relativamente simple de la formulación con una
facilidad en la aplicación, cosa que después no resulta. Esta dinámica entre
lo simple y lo fácil que se da con respecto a la inteligencia emocional es
similar a lo que nos ocurre con los hábitos de vida saludable, como elegir
una dieta sana y hacer ejercicios físicos de manera regular: si bien
comprendemos rápidamente que nos convienen, eso no significa que no
requiera esfuerzo y constancia ponerlos en práctica. Del mismo modo, una
vez identificados los comportamientos que nos permiten una gestión
adecuada de nuestras emociones, según el enfoque popularizado por
Goleman, una práctica persistente más una revisión periódica de cómo nos
comportamos —quizá, como veremos en el capítulo siguiente, con ayuda de
un coach— dará finalmente los resultados esperados. Las ventajas de
adquirir estas competencias valen el esfuerzo.
Conscientes de la importancia de la inteligencia emocional y de la
dificultad para adquirirla mediante un entrenamiento breve, la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), creada en 1960
por los Estados Unidos, Canadá y 18 países europeos e integrada hoy por
34 países, recomendó en 2015 que las escuelas desarrollen en los alumnos
las habilidades sociales y emocionales con el propósito de mejorar el
desempeño posterior en la Universidad y en el ámbito laboral. Según el
documento publicado por la organización, las habilidades sociales y
emocionales fortalecen y promueven el desarrollo de las destrezas
cognitivas, y tienen además un impacto positivo en la salud y el bienestar
subjetivo de las personas. A su vez, señala la OCDE, el pensamiento crítico
y la creatividad deben definirse como capacidades con componentes
cognitivos y emocionales.

Revisar los juicios para cambiar lo que sentimos


Hay otro camino para desarrollar la inteligencia emocional que es
complementario del que propone Daniel Goleman. Este camino tiene en
cuenta otros aspectos vinculados con las emociones, ya que Goleman las
trata como realidades que de alguna manera nos toman por asalto y ante las
cuales solo podemos reaccionar. Desde el punto de vista de Goleman, hay
una secuencia que da inicio con la aparición de una emoción, y sigue en una
segunda instancia en la cual evaluamos y gestionamos eso que estamos
sintiendo según las pautas que hemos aprendido. Por ejemplo, si alguien,
algo o incluso un pensamiento propio nos provoca enojo, dado que sabemos
que ese enojo puede traernos consecuencias indeseadas, hacemos una
pausa, nos preguntamos qué nos pasa, esto es, cuál es el motivo por el que
sentimos ese enojo, y luego tratamos de dirigir la energía que nos provoca
esa emoción en alguna dirección que nos parezca adecuada. Así, en lugar de
gritar porque un compañero de trabajo se olvidó de hacer una tarea
considerada urgente, le ofrecemos ayuda para subsanar el error de
inmediato y tenemos luego una conversación sobre el asunto para llegar a
un acuerdo sobre cómo funcionar sin correr el riesgo de volver a pasar por
esa emergencia. En una situación como esa, descargar el enojo en el
momento solo habría servido para complicar más las cosas.
Esta manera de gestionar las emociones, como destacamos antes, es
conveniente y todos la hemos practicado alguna vez. Lo que nos está
proponiendo Goleman es que hagamos un hábito de esta práctica por todos
conocida, de modo tal que adaptar nuestras emociones a las circunstancias
nos resulte cada vez más fácil. Señalamos que esto es muy útil y también
que no es la única manera de desarrollar la inteligencia emocional. El otro
camino para lograr resultados en esta área está vinculado con nuestra
manera de ver el mundo, dado que hay una relación entre los juicios que
hacemos sobre la realidad que nos rodea y las emociones que sentimos. Un
ejemplo sencillo nos va a ayudar a comprender esta relación. Supongamos
que cuando estamos por entrar a nuestra casa percibimos una sombra que se
mueve a nuestras espaldas y un ruido. Sentimos miedo. En el mismo
instante nos damos vuelta para chequear qué sucede. Entonces advertimos
que la sombra provenía de la rama de un árbol y que el ruido fue provocado
por el perro de un vecino, que paseaba por la cuadra. El miedo de inmediato
desaparece. En esta sucesión de emociones podemos ver la siguiente
conexión: hicimos un juicio de una determinada situación (la sombra y el
ruido, que consideramos indicios de algo amenazante), sentimos miedo,
cambiamos el juicio al chequear qué estaba sucediendo realmente, dejamos
de sentir miedo. Este ejemplo nos muestra que detrás de ciertas emociones
hay juicios que podemos revisar y en algunos casos corregir. Al hacerlo, esa
emoción que sentíamos como consecuencia del juicio que estábamos
sosteniendo, cambia.
El caso de la sombra y el ruido es simple. Se trata de un juicio que no
requiere ningún tipo de reflexión o análisis. Nos basta con chequear qué
está pasando y comprobar si la sombra y el ruido son o no preocupantes.
Sin embargo, hay casos más complejos en los cuales uno o varios juicios
están, por así decirlo, detrás de nuestras emociones y no resulta tan sencillo
identificarlos ni modificarlos. Pensemos, por ejemplo, en las creencias que
teníamos a los 10 años o a los 15 años y en las emociones que nos
dominaban por entonces. Si logramos recordar con algún detalle aquellas
épocas, vamos a advertir que muchos de nuestros miedos y nuestras alegrías
estaban ligadas a cuestiones que hoy no valoramos de la misma manera y
que, por ese motivo, ya no nos provocan las mismas emociones. Demos
entonces un paso más para preguntarnos por las creencias que sostenemos
en la actualidad, las cuales resultan decisivas para las emociones que
sentimos en nuestro presente.
Acá entran en juego dos tipos de juicios que están vinculados con las
emociones y que podemos revisar con el propósito de desarrollar nuestra
inteligencia emocional. No está en nuestro propósito llegar a revisar todos
los juicios que sostenemos —los cuales son, dicho sea de paso, incontables
—, sino solo aquellos que evaluamos como vinculados a alguna emoción
que nos dificulta nuestro desempeño y nos genera inconvenientes.
Decíamos que hay dos tipos de juicio involucrados que llamaremos,
siguiendo una distinción propuesta por el teórico chileno del coaching
Rafael Echeverría, juicios maestros y juicios circunstanciales. Veamos en
qué consisten estos juicios y cómo se vinculan con las emociones.
Los juicios maestros son aquellos que ordenan toda nuestra vida y que
están presentes, de manera directa o indirecta, en muchos otros juicios que
usan a estos juicios maestros como base sobre la cual producir nuevas
evaluaciones. Identificar un juicio como maestro o no es a veces un poco
arbitrario, ya que hay casos en los que estamos seguros de nuestra
calificación y otros que están en una zona gris. Tratemos de clarificar el
concepto con algunos ejemplos. Son juicios maestros lo que pensamos
acerca de las razas, la relación entre los géneros, la sexualidad, las
características generales de las personas —lo que algunos llaman
“naturaleza humana”—, el sentido de la vida y otros similares. Está claro
que una persona que cree pertenecer a una raza superior, por ejemplo, va a
tener emociones vinculadas con esa creencia, las cuales son de algún modo
construidas por ese juicio maestro. Tomemos un ejemplo menos extremo y
más frecuente en nuestros días, como es el del padre que adhiere de manera
más o menos implícita a un pensamiento homofóbico y descubre un día que
uno de sus hijos es homosexual. En muchos de estos casos, sucede en un
primer momento que ese padre sufre un disgusto enorme, pasa luego a
informarse y reflexionar sobre el tema, y finalmente cambia el juicio que
tenía al principio. Junto con la modificación del juicio aparece una nueva
emoción, que lo ayuda a recomponer la relación con el hijo.
Consideremos otro ejemplo, esta vez en el ámbito laboral. Supongamos
que yo adhiero al juicio maestro de que “todo el mundo se rasca para
adentro”. En base a ese juicio maestro voy a establecer relaciones con mis
compañeros en las que va a predominar la desconfianza y la competencia.
Además, si yo me comporto según esas emociones voy a generar respuestas
en los otros que van a confirmar mi juicio maestro, ya que por lo general las
personas que sienten que otro desconfía y compite responden de la misma
manera. Ahora bien, si yo cambio mi juicio maestro de que “todo el mundo
se rasca para adentro” por otro que diga “muchas personas intentan hallar
un equilibrio entre sus intereses personales y sus intereses colectivos”, voy
a estar en mejores condiciones para trabajar en equipo y establecer
relaciones de colaboración con los otros. Ese cambio en mi juicio maestro
me va a habilitar otra manera de procesar la información que recibo día a
día y va a cambiar mis emociones.
Comprobamos entonces que revisar los juicios maestros que están detrás
de nuestras emociones y preguntarnos por los fundamentos de estos juicios
puede resultar beneficioso para nuestro desempeño y para el tipo de
relación que establecemos con los otros. Pasemos ahora a examinar el caso
de los juicios circunstanciales, que son más acotados y se refieren a casos
particulares. Como señalamos, estos juicios dependen muchas veces de
juicios maestros; por eso, al examinarlos, en ocasiones nos terminamos
remontando al juicio maestro que les da sustento. En otros casos, nos damos
cuenta de que el juicio maestro que sostiene a ese juicio circunstancial está
bien fundamentado y que nuestra revisión debe limitarse al nivel que
habíamos analizado en primera instancia. Veamos algunos ejemplos
tomados de conversaciones de coaching.
El primer caso se refiere a un profesional que trabajaba desde hacía
muchos años para una empresa y estaba convencido de que lo querían
echar, lo cual le provocaba miedo y enojo. Cuando buscamos los hechos en
los que esta persona basaba el juicio descubrimos que si bien había una
situación de conflicto a resolver, esta no tenía ni remotamente la dimensión
que él le había asignado. Modificado el juicio, surgieron de la conversación
varias acciones para afrontar el conflicto existente y se verificó de
inmediato un cambio en las emociones, que pasaron del miedo y el enojo a
un disgusto combinado con cierta dosis de autocrítica por errores
cometidos. Otro caso se refiere a un ejecutivo de una empresa de software
que sentía angustia porque consideraba que su carrera laboral estaba
estancada y que no tenía opciones de crecimiento. También en este caso,
revisar los fundamentos del juicio y evaluar las posibilidades que tenía de
pasar a la acción para lograr lo que deseaba cambió la emoción que lo
afligía. Por último, cito el caso de una emprendedora que se declaró harta
de que le pusieran “palos en la rueda” y evaluaba abandonar su proyecto.
Sin embargo, luego de analizar en qué se basaba su juicio acerca de las
dificultades a superar, descubrió que estaba dando excesiva importancia a
una serie de inconvenientes que además no estaban relacionados entre sí.
Cambiar el juicio la llevó a dejar de sentir hartazgo y a retomar su
propuesta con ánimo renovado.
Advertimos ahora que los que llamamos juicios circunstanciales están
vinculados a emociones y que al revisarlos, nuestra emoción puede cambiar.
Está claro que este proceso de revisión de un juicio no es tarea fácil, ya que
la emoción se nos presenta como un estado portador de algo verdadero, que
estamos sintiendo intensamente y que no tiene nada de fingido. Lo cierto,
como vimos, es que experimentamos una reacción emocional a ciertas
evaluaciones que hacemos de lo que nos ocurre y que son estas
evaluaciones las que pueden ser, en algunos casos, modificadas. No se trata,
como a veces se dice, de “tomarse las cosas de otro modo”, de “no hacerse
problema” o variantes por el estilo, sino de revisar el juicio que da sustento
a la emoción. Además, ese proceso de revisión, como hemos señalado,
puede ser intrincado, debido a que esos juicios que a veces hacemos sin
fundamento y que nos llevan a sentir de una determinada manera dependen,
en ocasiones, de juicios maestros de los que no somos totalmente
conscientes.
Vimos ejemplos de juicios maestros y de juicios circunstanciales.
Tengamos en cuenta ahora que tanto los juicios maestros como los
circunstanciales son en gran parte automáticos, esto es, se trata de juicios
que no son producto de una deliberación consciente y cuyo contenido a
menudo no advertimos. Como ya vimos en el capítulo anterior, los juicios
automáticos son atajos que utilizamos para que nuestra vida no sea tan
complicada. Repasemos brevemente lo expuesto sobre los juicios
automáticos, teniendo en cuenta ahora que esas evaluaciones inconscientes
dan sustento a emociones, las cuales se nos presentan como impulsos para
actuar. Los juicios automáticos son esas conclusiones rápidas que sacamos
todo el tiempo en base a pocos datos y que nos sirven para manejarnos en el
día a día. Cuando usamos el mismo mecanismo con resultados aceptables a
lo largo de los años, esos juicios se transforman en valoraciones arraigadas,
que se han ido formando en nosotros y que de alguna manera impregnan
todo lo que pensamos sin que nos demos cuenta. Tanto en el caso de las
conclusiones rápidas —juicios circunstanciales— como en el de las
valoraciones arraigadas —juicios maestros—, podemos hallar distorsiones
cognitivas que nos llevan, en algunas situaciones, a cometer errores.
Ahora bien, conocer las distorsiones cognitivas que dan lugar a los
juicios automáticos nos da la posibilidad de revisarlos para establecer si
resultan defectuosos o inapropiados. Si advertimos que carecen de
fundamento, podemos lograr, como consecuencia del cambio en la
valoración, la modificación de las emociones que habían suscitado. Por
ejemplo, si me siento angustiado por los casos de inseguridad que veo a
diario por la televisión, antes de considerar esta inquietud como
fundamentada y tomar la decisión de mudarme para sentirme más seguro,
puedo tomar conciencia de que estoy bajo efectos de una sobreexposición a
un estímulo y consultar qué dicen las estadísticas acerca de la incidencia del
delito en el lugar donde vivo. O si el carisma de un vendedor que me
entrega un folleto muy bien diseñado e impreso de manera impecable me
predispone a cambiar el auto, puedo chequear cuál es la vida útil del auto
que tengo y analizar si la mejor inversión para mis ahorros es la que me
están ofreciendo. O cuando me preguntan si una persona que trabajó
conmigo es conflictiva, puedo tomar conciencia de que la orientación de la
pregunta me va a predisponer a buscar ejemplos de conflicto y tratar de dar
un juicio más equilibrado.
Conviene recordar que estos atajos del pensamiento son a menudo
heurísticas acertadas, que nos sirven para simplificar la vida. De lo
contrario, entraríamos en una suerte de examen ininterrumpido de todos los
juicios que emitimos y nos quedaríamos paralizados. En realidad, revisar
nuestras valoraciones automáticas es una herramienta que conviene usar
solo en los casos en los que la decisión que vamos a tomar merece el
esfuerzo y, en consecuencia, la emoción involucrada es de una intensidad
tal que nos invita, de alguna manera, a revisar el juicio que la está
sosteniendo. Está claro, digamos, que cualquiera se puede permitir donar el
vuelto a una obra de caridad para complacer al cajero o a la cajera de un
supermercado o probar una nueva bebida porque nos resultó simpático el
aviso publicitario. Sin embargo, tal como señala el neurocientífico
argentino Facundo Manes, cuando estamos ante una emoción perturbadora,
una de las herramientas más eficaces que contamos para modificarla
consiste en re-evaluar el significado funcional de la situación que la
provocó para intentar “cambiar la manera en que sentimos al cambiar la
manera en que pensamos”.
La relación entre juicios y emociones, que hemos visto a través de
ejemplos donde estuvieron involucrados los juicios que llamamos maestros
y circunstanciales —todos los cuales son por lo general automáticos—,
también es tenida en cuenta por la terapia cognitiva. Esta terapia postula
que las emociones son expresión de los pensamientos que tenemos y se
propone ayudar a los pacientes en la revisión de estos pensamientos con el
propósito de modificar la manera en que se sienten. Para el desarrollo y
difusión de la terapia cognitiva, que se basa en el trabajo pionero de Albert
Ellis y Aaron Beck, fue muy importante un libro publicado en 1980, cuyo
autor es el psiquiatra estadounidense David Burns. En ese libro, titulado
Feeling Good: The New Mood Therapy, Burns afirma que el primer
principio de la terapia cognitiva es que todos los estados de ánimo son
creados por nuestras “cogniciones” o pensamientos. Una cognición, explica
Burns, se refiere a la manera en que percibimos la realidad e incluye
modelos mentales, creencias y juicios —o, dicho con la terminología que
venimos usando, juicios maestros y juicios circunstanciales, conscientes y
automáticos. Según Burns, las emociones de cada uno de nosotros
dependen de lo que estamos pensando en el momento en que las sentimos.
El segundo principio de la terapia cognitiva afirma que la emoción que
sentimos también puede influir en el tipo de pensamiento o juicio que
producimos, lo cual provoca a menudo un efecto de retroalimentación que
refuerza la creencia inicial. El tercer y último principio establece que con
frecuencia los juicios que nos provocan emociones negativas carecen de
fundamento y provienen de distorsiones cognitivas.
Burns establece diez distorsiones cognitivas frecuentes y generales que
conviene tener en cuenta a la hora de revisar nuestros juicios. Notemos que
Burns, a diferencia de Kahneman, no se limita a las distorsiones propias de
los juicios automáticos, pues sostiene que no solo cometemos errores de
apreciación cuando hacemos evaluaciones inconscientes, sino que en
ocasiones también nos equivocamos cuando nos detenemos a pensar. Las
distorsiones cognitivas que señala Burns son las que exponemos a
continuación.

Pensamiento todo o nada


Caemos en esta distorsión cuando vemos las cosas en blanco y negro, sin
matices. Este tipo de pensamiento resulta tentador porque permite alcanzar
conclusiones inequívocas a partir de las cuales podemos tomar decisiones.
Sin embargo, la calidad de estas decisiones es baja. Ejemplos: “sirve o no
sirve”; “si no sabe hacer esa tarea, es un inútil”; “si resuelve ese problema,
es un genio”.
Generalizaciones basadas en uno o pocos casos
Consiste en partir de algo que observamos con certeza para hacer
enunciados que se refieren a todo, nada, siempre, nunca y otros por el estilo.
Ejemplos: “está siempre de buen humor”; “nunca le da una mano a nadie”;
“no hay nada que le venga bien”.

Filtros mentales
Aplicamos filtros mentales cuando tomamos un solo aspecto de una
situación y descartamos el resto de la información, lo cual da como
resultado una evaluación desequilibrada. Ejemplos: “el cargo le queda
grande”; “solo piensa en él mismo”; “es todo corazón”.

Descalificar lo positivo
Se da cuando no valoramos las cosas buenas y los logros, que son
considerados “normales” o producto del azar. Ejemplos: “no pego una”;
“todo me sale mal”; “un trabajo y un sueldo como este lo tiene cualquiera”.

Saltar a la conclusión
Tiene dos variantes: leer la mente del otro para explicar su comportamiento
y adivinar las consecuencias de lo que vamos a hacer. Ejemplos: “me lo dijo
para que me preocupe”; “me está psicopateando”; “si pido vacaciones, va a
creer que soy un vago”.

Magnificar o minimizar
En general, se magnifican los errores y lo negativo, y se minimizan los
aciertos y lo positivo. Sin embargo, también puede suceder que, para
evadirnos de la realidad, nos resulte cómodo magnificar los aciertos.
Ejemplos: “así no se puede trabajar”; “acá todo se hace a medias”;
“cualquier empresa necesita el doble de personal para hacer este trabajo”.
Razonamiento emocional
Sucede cuando hacemos razonamientos basados en lo que estamos
sintiendo, esto es, en lugar de considerar las emociones como la
consecuencia de un juicio, las juzgamos como verdaderas y a partir de ahí
hacemos nuestra evaluación. Ejemplos: “en cualquier lado te valoran más
que acá”; “es lo mejor que hicimos en años”; “el nuevo producto se va a
vender como pan caliente”.

Declaraciones basadas en lo que debería ser


Consiste en poner un estándar basado en aspiraciones y no en nuestras
posibilidades, para luego minar la autoestima porque quedamos muy por
debajo, no de lo que realmente somos capaces de hacer sino de lo que
pretendíamos. Ejemplos: “la gente va a amar lo que hacemos”; “con esto la
rompemos”; “hasta la gerencia general no paro”.

Etiquetar
Es la tendencia a juzgar a la persona en lugar del error cometido. Se puede
dar referido a otros o a uno mismo. Ejemplos: “es un cabeza hueca”; “es un
vago”; “soy un desastre”.

Personalizar
Sucede cuando tomamos como personal lo que hacen otros, a pesar de que
no está dirigido a nosotros y de que además no tenemos modo de
controlarlo. Ejemplos: “nos bajaron el presupuesto porque nos quieren
eliminar”; “no aceptó mi propuesta porque me tiene bronca”; “no está de
acuerdo porque cuestiona mi autoridad”.

Gestionar las emociones


Como vimos, podemos desarrollar ese conjunto de competencias que
llamamos inteligencia emocional desde diferentes lugares. Goleman nos
propone tomar conciencia de lo que sentimos, hacer una pausa y luego
tratar de gestionar o dirigir esa emoción hacia una acción que nos resulte
beneficiosa. También nos dice que si persistimos en esta práctica, esa forma
de proceder, que al principio nos puede parecer un tanto laboriosa y
artificial, nos resultará cada vez más fácil y natural. Burns nos señala que
detrás de cada emoción hay un juicio y que podemos revisarlo para
comprobar si está fundamentado o no. Además, nos advierte que cuando el
juicio deja de ser convincente, la emoción cambia. En ambos casos se trata
de reflexionar y actuar en consecuencia. Para Goleman, la reflexión tiene
como propósito resolver qué hacer con la emoción, y para Burns, se trata de
revisar los antecedentes o, si se quiere, las credenciales de esa emoción, con
la intención de verificar si tiene o no fundamento.
Dicho esto, que se refiere a la relación entre nuestros pensamientos y
nuestras emociones, nos parece que esta reseña quedaría incompleta si no
señaláramos que también podemos llevar a cabo acciones con el propósito
de modificar las emociones directamente, sin pasar por la reflexión acerca
de cómo usarlas de la mejor manera y sin intentar revisar los juicios que las
sostienen. Para ello podemos valernos de distintos mecanismos que tiene
nuestro cuerpo, algunos de los cuales todos conocemos y ya hemos usado
en mayor o menor medida. Entre estas acciones las más comunes son tomar
una pastilla, ya sea para calmarnos o para ganar energía, beber café o
alcohol, escuchar música, asistir a un espectáculo artístico o deportivo,
tener sexo, etc. Buena parte de nuestro bienestar depende de cómo
gestionamos todas estas acciones que influyen de forma directa en nuestras
emociones. Para usar adecuadamente estos mecanismos es necesario
observar sus efectos y tomar conciencia de para qué sirven y para qué no.
Además, conviene tener en cuenta que diversas investigaciones prueban que
dormir bien, hacer una dieta sana, aprender a descansar la mente y hacer
actividad física durante al menos media hora tres veces por semana son
actividades que favorecen el buen desempeño emocional.
De algunos de estos recursos nos vamos a ocupar con más detalle en el
último capítulo. Por ahora, basta con decir que están disponibles y que nos
conviene usarlos de un modo prudente, para no caer en conductas adictivas,
y también desprejuiciado. Digo esto último porque tendemos a atribuir a
nuestros estados emocionales un valor de verdad del que en realidad
carecen en este mundo complejo y a la vez fascinante en el cual nos toca
vivir. A menudo, cuando sentimos envidia, odio o miedo ante determinadas
situaciones, damos por sentado que la emoción que estamos
experimentando se corresponde con la realidad de lo que sucede y que es,
además, nuestra única reacción posible. Como ya vimos antes, podemos
hacer una pausa para reflexionar qué nos conviene hacer con esa emoción y
también podemos revisar el juicio que está detrás de ella para intentar
modificarla. Ahora, nos preguntamos si es lícito o no intentar suprimir o
atenuar esa emoción con alguna herramienta que sabemos efectiva y que
nada tiene que ver con cierto nivel de reflexión. Recuerdo, a propósito de
esto, el caso de un cliente que tenía como hábito salir a la ruta y manejar
durante un largo rato —cerca de media hora o más— para calmarse. Si bien
el método le daba resultado, esta persona evaluaba la utilización de ese
recurso con cierta culpa, como si se tratara de algo que hacía para disimular
su verdadero yo.
En realidad, hay cierto desfasaje entre nuestro mundo y nuestra
capacidad de reaccionar frente a los estímulos que recibimos diariamente.
Desde el punto de vista evolutivo, los humanos hemos pasado cerca del 99
% de nuestra existencia como cazadores y recolectores, y es en ese contexto
que hemos desarrollado reacciones adaptativas —las emociones y las
acciones impulsadas por esas emociones— adecuadas para sobrevivir a
peligros y desafíos que se parecen bastante poco a los actuales. A falta de
tiempo en términos de evolución para modificar nuestros instintos básicos,
en el 1 % restante de nuestra existencia, que se corresponde con los
aproximadamente 10.000 años que pasaron desde el inicio de la agricultura
hasta nuestros días, hemos conseguido rearticular ese bagaje emocional
inicial mediante los dispositivos culturales propios de cada época y de cada
región. Por medio de este andamiaje que incluye lenguaje, interpretaciones
de la realidad, normas de conducta, creencias, instituciones familiares,
sistema político y legal, y otras herramientas, el buen salvaje habituado a
cazar y recolectar fue capaz de construir lo que conocemos como
civilización.
Esta dinámica entre dispositivos culturales y emociones básicas dista de
ser perfecta y está, además, en un proceso de cambio permanente, que se ha
acelerado notablemente en nuestra época. Por eso, la pretensión de vivir en
armonía con la realidad que nos rodea no es más que una expresión de
deseo a menudo nociva, pues aceptar la creencia de que algo así es posible
nos hace sentir inadecuados y torpes toda vez que experimentamos algún
tipo de desajuste. Y esto, salvo en personas muy reprimidas o negadoras,
pasa con cierta frecuencia. Desde una perspectiva menos voluntarista, en
cambio, esos desajustes pueden ser interpretados como desafíos inevitables,
que podemos afrontar ya sea con las técnicas propias de la inteligencia
emocional —hacer una pausa para reflexionar, o re-evaluar el fundamento
de la emoción— o con cualquier herramienta que hayamos probado y
sepamos que nos llevará a buen puerto. En síntesis, hace muy bien mi
cliente en salir con el auto a la ruta para calmarse; lo que por cierto le
conviene dejar de lado es la preocupación por usar ese método y no ser el
hombre provisto de las emociones justas para estos tiempos turbulentos.
Nadie lo es.
En mi caso, uso una fórmula amplia que combina una dieta más o menos
sana, sin exagerar, ejercicios físicos regulares, meditaciones breves, varias
tazas de café durante el día, media botella de vino con la cena y otras
variantes, entre las que por supuesto se incluyen las técnicas propias de la
inteligencia emocional. Conozco personas que encuentran el equilibrio con
recursos que abarcan alguna pastilla y también sé de casos en los cuales una
terapia regular —cognitiva o psicoanalítica— es un componente que no
puede faltar. En el capítulo siguiente nos vamos a referir al coaching como
herramienta para mejorar el equilibrio emocional y el desempeño laboral. Y
en el último capítulo vamos a ver cuáles son los recursos que han sido
probados en experimentos llevados a cabo por psicólogos. Sin embargo, ese
repertorio no agota las posibilidades y cada uno puede ir descubriendo la
mejor manera de funcionar, reconociendo siempre ese desajuste entre
emociones y realidad que señalábamos y que la cultura intenta encauzar,
siempre con algún grado de insatisfacción.
Quizás hablar de este desajuste emocional como de algo crónico e
ineludible resulte inquietante para algunos lectores. Sin embargo, se trata de
un asunto que salta a la vista cuando observamos muchos de los
comportamientos característicos de nuestra época. Que sean tan importantes
el diseño y los colores del packaging para vender cualquier producto, que
tengamos un impulso recurrente a comprar más productos que los que en
realidad terminamos usando, que nos resulte muy difícil conectarnos con
nuestra conveniencia a mediano y largo plazo en cuestiones relevantes, y
que tengamos tendencia a ignorar ese porvenir con tal de obtener beneficios
inmediatos de escaso valor, son todas actitudes que demuestran lo mucho
que nos cuesta adaptarnos al entorno creado por nuestra especie. Al mismo
tiempo, que seamos capaces de darnos cuenta de estas limitaciones y que
tomemos medidas para superarlas habla de ese ejercicio de reflexión y de
construcción cultural que nos permite seguir adelante, no sin costos y
dificultades.

El lado oscuro de la inteligencia emocional


Una de las críticas frecuentes que se hace a las técnicas propias de la
inteligencia emocional es que promueve la falta de espontaneidad y
transparencia. Por eso se la equipara con una herramienta o una habilidad
que puede usarse tanto para el bien como para el mal. Al referirse a este
asunto, el intelectual y divulgador científico español Eduard Punset
puntualiza que “cuando uno puede controlar sus propias emociones, puede
mentir con mayor facilidad” y esto, claro está, favorece la manipulación. Si
bien la posibilidad que señala Punset no está explícita en los métodos con
los que usualmente se describe la inteligencia emocional o en los
entrenamientos que se realizan para mejorar esta habilidad, es evidente que
con algunos pequeños cambios esos conocimientos pueden ser utilizados
para fines reprobables. Por ejemplo, ser capaz de hacer una pausa antes de
manifestar enojo puede servir para comprender de dónde proviene esa
emoción e intentar una salida constructiva, pero también para disimular el
malestar y planificar mejor cómo hacer daño.
En un artículo publicado en la revista The Atlantic, Adam Grant,
profesor de la prestigiosa Escuela de Negocios Wharton, cita varias
investigaciones que comprueban que los temores de Punset no son solo
cuestiones hipotéticas sino realidades verificables en distintos países. Grant
menciona el caso de Adolf Hitler como ejemplo extremo de alguien capaz
de conmover y expresar con provecho sus propias emociones, y sostiene
que las personas capaces de controlar lo que sienten y comprender lo que
están sintiendo los demás pueden hacer un uso completamente egoísta de
esa habilidad. Además, Grant considera que hay empleos en los cuales la
inteligencia emocional más que un activo, es un carga. “Si tu trabajo es
analizar datos o reparar automóviles, puede ser muy distractivo interpretar
los gestos, los tonos de voz y el lenguaje corporal de la gente que te rodea”,
sostiene. Para Grant, incluso cuando es bien usada, la inteligencia
emocional es útil en ciertos casos —como por ejemplo para hacer reclamos
o sugerencias—, no lo es tanto en otros y resulta contraproducente para
algunos trabajos.
Una de las investigaciones citadas por Grant, conducida por el profesor
de Cambridge Martin Kilduff, pone el acento no en la maldad de quien usa
la inteligencia emocional, sino en su utilización para salir victorioso en las
disputas típicas de toda organización, donde las personas compiten por
promociones, premios y reconocimientos. En ese contexto, que Kilduff y
sus colaboradores comparan con un partido de póker, ser capaz de ocultar
las propias emociones y leer adecuadamente las emociones de los demás
puede dar una ventaja significativa para prevalecer. Luego de señalar la
capacidad de manipulación de Yago en la obra Otelo y su destacada
inteligencia emocional, Kilduff sostiene: “El disfraz estratégico de las
propias emociones y la manipulación de las emociones de los demás para
fines estratégicos son comportamientos evidentes, no solo en el escenario
de Shakespeare, sino también en las oficinas y pasillos donde se negocian el
poder y la influencia”.
Es innegable que al igual que otros tipos de inteligencia, la inteligencia
emocional puede ser utilizada para fines egoístas o incluso ilícitos. Nadie
espera que un estafador experto sea flojo en matemática o que el jefe de un
laboratorio narco no tenga amplios conocimientos de química. Si el caso de
la inteligencia emocional llamó la atención fue porque luego de identificarla
como una habilidad valiosa, hubo una cierta idealización que llevó a
algunos educadores a sostener que una adecuada instrucción en la materia
haría descender el bullying en los colegios. Los resultados de este tipo de
iniciativas, que por lo general se llevan a cabo con el enfoque propuesto por
Goleman, no son concluyentes. Por un lado, pareciera ser que se logran
ciertos efectos positivos. Sin embargo, introducir en ese ámbito la
inteligencia emocional puede eventualmente modificar la forma de la
agresión y dejar intacta la cultura que la promueve. Pretender que el
reconocimiento de las emociones y el entrenamiento necesario para no
dejarse llevar por los impulsos sea suficiente como para modificar patrones
culturales arraigados es quizá demasiado optimista. Si mi marco cultural de
referencia me autoriza a maltratar a otro, reconocer mis emociones puede
que no sea de mucha ayuda para solucionar el problema de fondo. Quizás
en esos casos sería más apropiado hacer una revisión profunda de los
juicios como la que propone Burns.
En situaciones de agresión o bullying, ocurran en las aulas o en el lugar
de trabajo, se pone en duda la efectividad del entrenamiento en inteligencia
emocional, que se considera intrascendente para resolver el problema. En
los casos de manipulación, en cambio, se sostiene que la inteligencia
emocional es una herramienta útil, que mejora la capacidad del manipulador
para lograr el objetivo. Mi impresión es que al tratar los casos de
manipulación, los investigadores se están ocupando de un solo aspecto del
problema: el referido a la capacidad del manipulador. Sin embargo, a
diferencia de la agresión, ante la cual suele ser incorrecto hablar de la
complicidad del agredido, cuando hay una manipulación a través de la
inteligencia emocional hay también, en casi todos los casos, un juego entre
dos partes que intentan sacarse ventaja una a la otra. Según puntualizó el
criminólogo Elías Neuman al referirse al delito de estafa, para que una
persona logre manipular a otra debe antes establecerse un duelo en el cual el
manipulado intenta a su vez obtener algún beneficio o ventaja, actitud que
lo lleva a postergar o desistir de las indagaciones que le servirían para
desenmascarar a quien finalmente se aprovechará de él. Quienes hayan
visto la película Nueve reinas de Fabián Bielinsky habrán notado que
durante buena parte de la trama, el estafador Marcos, personificado por
Ricardo Darín, está planeando cómo engañar a su socio Juan, encarnado por
Gastón Pauls, quien saca provecho de la vanidad del otro para tenderle una
trampa. Absorbido por las exigencias de su propio plan y convencido de su
superioridad, Marcos no presta debida atención a lo que hace su supuesta
víctima y cae fácilmente en el engaño.
Por supuesto que no toda estafa o manipulación —que podríamos
describir como una estafa emocional— requiere a una víctima que coopere
con el victimario con el propósito de sacar algún beneficio para sí. Una
mentira lisa y llana o una promesa hecha sin intenciones de ser cumplida no
necesitan por lo general ningún tipo de complicidad del damnificado. Lo
mismo sucede en muchos otros casos que se limitan, como estos ejemplos,
a un acto simple y directo mediante el cual se abusa de la confianza de otro.
Sin embargo, me parece que aquellas manipulaciones que involucran la
inteligencia emocional del manipulador a menudo tienen como correlato ese
tipo de actitud a la vez interesada —y, por eso mismo, vulnerable— que
lleva a la víctima a omitir ciertas preguntas básicas y dejarse llevar con la
secreta esperanza de salir beneficiado. Se trata, en estos casos, de
operaciones más duraderas y complejas que una mentira simple o una falta
evidente a la palabra empeñada. Un caso típico son las llamadas “internas”,
en las cuales se realizan alianzas y no faltan luego las traiciones. Otro caso
característico es el de recibir un ascenso o el otorgamiento de un beneficio
sustancial, para descubrir luego que la promoción involucra ejecutar tareas
consideradas difíciles o desagradables, como echar a numerosas personas o
acompañar un proceso de venta de la firma.
Para concluir con estos comentarios sobre el lado oscuro de la
inteligencia emocional, señalamos que es cierto, tal como afirma Adam
Grant, que hay trabajos para los cuales la inteligencia emocional puede no
resultar muy útil. Me parece, en cambio, exagerado afirmar que se puede
transformar en una carga, ya que esto último presupone que la persona en
cuestión se distrae de su trabajo para aplicar una y otra vez una habilidad
que no le da ningún beneficio. Excluido este caso, por tratarse de algo raro
o incluso patológico, sí puede ser que para alguien que, por ejemplo, repara
un automóvil, sirva de poco aprender a gestionar las emociones e interpretar
lo que siente el otro. Sin embargo, en este libro estamos hablando de los
conocimientos clave para ser jefe/a en nuestro tiempo. Basta entonces
apartarse un poco del citado automóvil en reparación y advertir que en ese
taller hay alguien que organiza el trabajo de varias personas, toma
decisiones que van a definir la marcha del negocio y atiende a los clientes.
Esa persona no tiene el foco en el auto, aunque es probable que sepa
bastante de reparaciones, sino en el negocio y en el desempeño de su equipo
de colaboradores. En ese contexto, la probabilidad de conducir un taller de
reparaciones con éxito aumenta de manera considerable si quien está a
cargo logra desarrollar la inteligencia emocional.

Conversaciones difíciles
Cuando se alude a conversaciones difíciles es frecuente que las personas
crean que estamos ante situaciones extraordinarias, como por ejemplo una
negociación entre líderes de facciones políticas rivales o un reencuentro
entre un padre y un hijo que han pasado veinte años sin hablarse. Estos
casos dan lugar, por supuesto, a conversaciones difíciles; pero el tópico es
lo suficientemente amplio como para abarcar también muchas situaciones
que suceden con relativa frecuencia en el trabajo. Para caracterizar una
conversación como difícil basta con que sintamos cierta contrariedad para
iniciarla —lo que nos lleva a esperar “el mejor momento”— o que nos
resulte perturbador que alguien nos saque el tema a tratar o nos anuncie que
en breve nos ocuparemos de ello. Según el consultor internacional Fredy
Kofman, una conversación difícil en el ámbito laboral es toda aquella en la
cual están presentes, a la vez, aspectos operacionales, de relación y
personales. Puede tratarse de una cuestión vinculada con una conducta
irrespetuosa, el tener que decir que no a un pedido, renunciar a un trabajo,
comunicar un despido, o pedir un cambio en la relación laboral, ya sea
referido a las condiciones de trabajo o al monto del salario percibido.
¿Qué sucede cuando en una conversación están presentes, como señala
Kofman, cuestiones operacionales, de relación y personales? En esos casos
sentimos que el resultado de la conversación involucra nuestro lugar en la
organización y nuestra identidad y, en consecuencia, ponemos en el asunto
una carga emocional que a menudo está estrechamente vinculada con la
defensa de quiénes somos o creemos ser, y que solo en segunda instancia se
relaciona con los aspectos prácticos en debate. De ahí la tensión previa que
percibimos y los temores acerca del resultado. En un contexto en que ambas
partes ponen en juego su autoestima es fácil comprender que los
argumentos se enreden más de la cuenta y que a menudo la conversación
empiece a discurrir por carriles no previstos, en ocasiones bastante alejados
de la cuestión a tratar.
Comprometidos en la defensa de nuestra autoestima —esto es, la reserva
de confianza con la cual contamos para afrontar la vida y, por lo tanto, un
bien muy preciado—, caemos fácilmente en una interpretación sesgada de
todo disenso y nos manejamos con un menú restringido de opciones para
interpretarlo. Según la clasificación propuesta por Kathryn Schulz en su
libro Being Wrong, cuando no estamos de acuerdo con alguien suponemos
que le falta información (estamos ante un ignorante), que tiene la
información y no sabe interpretarla (ahora se trata de un idiota), o que tiene
la información, la sabe interpretar y la manipula para beneficiarse (por
último, descubrimos a un malvado). En todos los casos, refugiados como
estamos en la protección de nuestra identidad, saltamos a conclusiones que
pasan por alto lo que se discute para aterrizar directamente en la identidad
del otro, que se degrada hasta quedar reducida a las tres opciones
mencionadas: estamos ante un ignorante, un idiota o un malvado. Y lo más
probable es que la otra parte esté haciendo las mismas suposiciones sobre
nosotros.
Hay tres herramientas fundamentales, a las que ya nos referimos, que
resultan especialmente útiles para prepararnos para una conversación difícil.
Estas son la capacidad de distinguir entre afirmaciones y juicios, el poder
revisar si un juicio está fundamentado o no, y las habilidades que
designamos como inteligencia emocional. Distinguir entre afirmaciones y
juicios nos va a servir para clarificar nuestra posición e identificar cuáles
son los hechos en los que basamos nuestras opiniones. Luego, revisar si
esas opiniones están o no fundamentadas nos permite adoptar una postura
menos rígida acerca de lo que queremos lograr. Por último, reconocer las
emociones que nos suscita la conversación y estar atentos a las emociones
de otros nos protege de la tendencia a desviar el foco hacia cuestiones
personales. Un ejemplo: si quiero pedir un aumento de sueldo, recolectar
información acerca de lo que se paga en la organización y en el mercado
por funciones similares, revisar si la argumentación acerca de mi
desempeño es sólida y se basa en hechos fácilmente comprobables, y ser
capaz de separar la importancia que tiene el aumento para mi situación
personal o familiar de la lógica interna de la organización son todos
elementos que fortalecerán mi capacidad de hacer un buen planteo.
Con estas herramientas logramos prepararnos para llegar a la
conversación difícil de la mejor manera posible. No obstante, dado que este
tipo de intercambio, una vez iniciado, tiene una dinámica propia,
necesitamos además aprender a hacer algo con el otro que lleve la
conversación a buen puerto. Por eso, es conveniente contar con un
repertorio de recursos a utilizar durante el diálogo. Sobre la mejor manera
de afrontar este tipo de situaciones trataban los programas de entrenamiento
en negociación que se dictaban en la Universidad de Harvard en los años 80
y 90. Los contenidos de estos cursos dieron origen a un libro titulado
Conversaciones difíciles, publicado en 1999 y cuyos autores son Douglas
Stone, Bruce Patton y Sheila Heen. A través de las técnicas propuestas por
los autores se intenta transformar el conflicto interpersonal en algo
productivo, lo cual no implica, vale aclararlo, que en todos los casos se
deba llegar a un acuerdo. El modelo se basa en el supuesto de que ninguna
conversación se torna difícil si no hay algo en ella que interese a las partes.
Cuando una conversación se torna difícil —esto es, cuando hay algo en ella
que nos interesa— tendemos a cometer varios errores que dificultan la
interacción.
El error más habitual consiste en intentar imponer nuestro punto vista a
la otra parte. Para evitar esto, los autores recomiendan establecer con
claridad qué datos de lo ocurrido tuvo en cuenta cada parte, cómo interpretó
esos datos y a qué conclusiones llegó. Si bien esto no siempre produce
acuerdo, sirve para aclarar posiciones y para comprender cuáles son los
puntos de conflicto. En este tipo de exposición, es frecuente que se haga
referencia a alguna falla o error cometido. Una manera segura de alejar a las
partes es intentar echar culpas o encontrar al responsable del hecho, lo cual
provoca que el o los involucrados se pongan de inmediato a la defensiva y
se clausure la indagación necesaria para descubrir el contexto en el cual se
produjo la falla. Stone y sus colegas recomiendan trabajar sobre el sistema
en lugar de hacerlo sobre las responsabilidades individuales. Un ejemplo de
esto último: si por dificultades para importar insumos mi stock es limitado,
presionar al gerente de ventas para que compense el déficit con un
desempeño extraordinario no conduce a nada bueno.
Decíamos antes que estas conversaciones se complican porque es
habitual que ambas partes pongan en juego su autoestima. Esta situación
lleva a que hagamos suposiciones sobre las intenciones del otro que a
menudo están más vinculadas con nuestros temores que con la realidad. Y
es muy probable que la otra parte caiga en la misma trampa, esto es,
suponer que queremos “darle una lección”, “ponerlo en su lugar” o “hacerle
ver que no vale nada”. Para evitar estas escaladas de conjeturas sin
fundamento es conveniente referirnos abierta y respetuosamente a las
emociones que sentimos y preguntar a la otra parte, en lugar de inferir,
cómo se siente ante el asunto que estamos abordando. Dado que en este tipo
de diálogo está siempre en juego algo que interesa a ambas partes, es
normal que conversar sobre ello suscite emociones fuertes (enojo, miedo,
angustia, frustración). Si no se reconocen estas emociones y se les da un
espacio en la conversación, pueden distraer la atención y provocar que se
pierda el foco. Por eso, es necesario explorar y mostrar la complejidad de lo
que sentimos en estas ocasiones.
Hablar de lo que sentimos y solicitar a la otra parte que también lo haga
no es, por cierto, lo habitual en el ámbito laboral. Todavía el paradigma del
ejecutivo agresivo y competitivo, para quien toda otra emoción no es más
que un signo de debilidad, tiene vigencia en muchas organizaciones. No
obstante, ya se percibe un cambio, impulsado tanto por las nuevas
generaciones que se incorporan al mundo del trabajo y aportan lo suyo
como por la toma de conciencia de que ese ambiente de trabajo rígido,
donde todos se presentan como máquinas racionales en pos de un objetivo,
no es más que una puesta en escena en la que nadie cree. O ponemos las
emociones sobre la mesa o estas, de todos modos, actúan como un doble
discurso que se interpone entre las personas y limita su desempeño.
Compartir las emociones y gestionarlas —como se gestionan los objetivos
de venta o las compras a proveedores— debe hoy ser parte de la actividad
de toda organización que aspire a dar lo mejor de sí.
Tres cuestiones para concluir con el tema de las conversaciones difíciles.
La primera, una vez clarificado el panorama sobre lo que está en juego —
esto es, cuáles son los hechos y cómo los interpreta cada parte—, puede ser
útil tratar de reformular la situación desde el punto de vista de un tercero
neutral que dé el mismo valor a ambas posiciones. En ocasiones, esto
permite una mayor comprensión del tema. En caso de que subsista el
desacuerdo, otra manera de intentar destrabarlo es preguntarse para qué
quiere cada uno lo que está proponiendo. Las respuestas obtenidas dan a
veces la posibilidad de explorar caminos alternativos. Por ejemplo, si lo que
se discute es si vender las entradas a un recital de rock a través de un
servicio de internet o en boleterías, preguntarse el para qué de cada una de
las propuestas puede resultar esclarecedor. Quizá quien propone el servicio
de internet esté pensando en la sencillez y seguridad del procedimiento,
mientras quien prefiere la venta en boleterías desea contar con un público
que tiene dificultad de acceso a la compra online y le parece injusto que no
tenga oportunidad de asistir. Aclarado esto, resulta más sencillo establecer
costos y beneficios de cada opción.
La última cuestión —y la más difícil de tratar— se refiere al narcisismo
y sus consecuencias en el ámbito laboral. Narcisista es aquel que tiene
fantasías omnipotentes acerca de sí mismo y carece de empatía hacia los
demás. El narcisista hace de toda cuestión un asunto personal, pues carece
de recursos para reconocer y aprender de sus errores, tiende a atribuir
cualquier inconveniente o falla a la incompetencia de algún otro, y suele
dispensar un trato humillante a quien se equivoca o se atreve a cuestionarlo.
Este tipo de personalidad psicopática no sería relevante en las
organizaciones si no fuera porque personas de estas características, tal como
señalan los psicólogos Paul Babiak y Robert Hare, han ganado espacio en el
mundo de los negocios desde los años 80 debido a su capacidad para
introducir cambios drásticos y rápidos, sin fijarse en los costos. A esta
capacidad, que resulta funcional en algunas situaciones, debemos agregar
que por lo general un narcisista puede resultar muy seductor en
determinados contextos y que su ímpetu para “llevarse el mundo por
delante” se confunde en ocasiones con capacidad de liderazgo. Dicho esto,
conviene aclarar que nada de lo que señalamos sobre inteligencia emocional
y conversaciones difíciles funciona cuando estamos ante un narcisista. Si
quien lee estas líneas tiene la mala fortuna de trabajar bajo las órdenes de
una persona de esas características, mi opinión es que en un caso así
siempre es mejor estar a la defensiva, mantener un bajo perfil y contactar
una consultora para cambiar de trabajo. A su vez, quien dirige un equipo
que cuenta con un narcisista en sus filas puede intentar el arduo camino de
ponerle límites y hacerle ver lo destructiva que resulta su conducta. O puede
decidir, luego de hacer un balance entre la carga tóxica que proporciona a
diario y sus competencias profesionales, que el aporte resultante no justifica
semejante esfuerzo.
Como suele suceder cuando hacemos una definición sobre un tipo de
personalidad, es necesario advertir que siempre hay matices. Lo más
frecuente es encontrar personas con algunos rasgos narcisistas y no tanto
psicópatas impenetrables, cuya proporción equivale —según Babiak y Hare
— al 1 % de la población. Sin embargo, la psicología y los valores
reflejados en el film Wall Street de Oliver Stone, que intenta mostrar parte
de la cultura de negocios de los años 80, aún vigente en muchos aspectos,
resultan por cierto inquietantes. En Wall Street, el inescrupuloso Gordon
Gekko, encarnado por Michael Douglas, considera la codicia una virtud y la
honestidad una carga innecesaria. Que se lo presente como un exponente
arquetípico de ciertos sectores parece indicar que la probabilidad de
encontrar a un psicópata es mayor en una organización de cierta
envergadura que en el resto del mundo. En un artículo publicado en la
edición online de la Harvard Business Review en enero de 2014, el profesor
Kets de Vries cuantifica esa percepción. Según él, la cantidad de personas
con personalidad psicopática entre los profesionales que trabajan en
corporaciones cuadruplica el porcentaje estimado para la población en
general.
4. Para qué sirve el coaching ejecutivo

Nos encontramos ante una crisis de recursos humanos, basada fundamentalmente en el hecho de
que la mayor parte de las personas hacen un uso pobre de su talento.
Ken Robinson

Hacia una mejor versión de uno mismo


Luego de repasar las distorsiones cognitivas que aplicamos a diario para
tomar decisiones rápidas y tomar conciencia de la necesidad de gestionar
las emociones, es fácil comprender que en más de una ocasión nos va a
resultar de suma utilidad que una persona preparada para tratar esas
cuestiones nos ayude a evaluar con claridad lo que está en juego y las
opciones disponibles. El coaching ejecutivo aporta dos elementos que están
fuera del alcance del cliente: una escucha entrenada para identificar juicios
no fundamentados, y la capacidad de reconocer y mostrar la influencia de
las emociones en las decisiones y los puntos de vista adoptados. Por eso, las
personas que tienen la responsabilidad de dirigir un equipo de trabajo
obtienen beneficios de una interacción de estas características, la cual es
conveniente pautar en algunos momentos particulares del desarrollo de un
proyecto o de manera regular, una vez por semana, por quincena o por mes.
De hecho, como veremos en el próximo capítulo, una de las
recomendaciones de un destacado especialista internacional en trabajo en
equipo es utilizar el coaching en el momento de fijar una meta, en la mitad
del recorrido para alcanzarla y al concluir el proyecto.
Todas estas bondades acerca del coaching ejecutivo no tienen un
reconocimiento uniforme en nuestros días. Me ha pasado, por citar un caso,
de asesorar a un cliente durante un largo proceso de desarrollo profesional
(que culminó con muy buenos resultados) y percibir que esta persona
prefería no decir que estaba utilizando mis servicios, no por una pretensión
de omnipotencia o un falso orgullo sino porque estaba convencida de que el
coaching tiene “mala imagen”. Incluso, en una ocasión en la que me
presentó ante un grupo de colaboradores, me pidió que me identificara
como psicólogo social y no como coach para evitar, según dijo, “rumores
perniciosos”. También me ha tocado tratar con personas en organizaciones
que me han aclarado antes de iniciar la conversación que ellos “no creen en
esto del coaching”, pues lo consideran un intento de presentar las cosas lo
mejor posible sin habilitar en ningún caso un cambio de fondo. Recuerdo a
este respecto el escepticismo de un jefe de administración, que aseguró que
se ponía a mi disposición porque así se lo había indicado el presidente de la
firma y me aclaró al mismo tiempo que no tenía ni la más remota esperanza
de que la conversación tuviera como resultado algo más que una pérdida de
tiempo.
Si recordamos las objeciones planteadas en el primer capítulo, acerca de
la tendencia en algunas organizaciones a usar el coaching como
manipulación con el propósito de mejorar el “clima laboral” sin dar nada a
cambio y la oferta hasta cierto punto heterogénea que proviene de quienes
ejercen la profesión, se comprende la “mala imagen” a la que hacía
referencia mi cliente. Además, no es raro encontrar colegas que, con escasa
formación, hacen del coaching una caricatura similar a la que describe la
periodista estadounidense Barbara Ehrenreich en su libro Sonríe o muere.
Según Ehrenreich, en el mundo corporativo de nuestros días hay una
tendencia a imponer el optimismo como una conducta obligatoria mediante
la cual las personas deben afrontar todo lo que les pasa, incluido un
eventual despido, que en el marco de esa ideología debe ser considerado
como una oportunidad. En ese contexto distorsionado, señala la autora, se
promueve la falsa creencia de que el éxito o el fracaso de las personas
depende exclusivamente de que estas sean o no capaces de adoptar una
actitud positiva. La corriente de pensamiento denunciada por Ehrenreich
llega a extremos tales como sugerir que desear algo y concentrar el esfuerzo
de manera consistente para obtenerlo es suficiente para que ese deseo se
haga realidad.
Ehrenreich incluye en su crítica a la psicología positiva, a la cual dedica
un capítulo, sin hacer un examen en profundidad de las investigaciones
presentadas por los numerosos autores que adhieren a esta corriente, todos
los cuales tienen credenciales profesionales y académicas impecables y han
hecho, como veremos en el capítulo 7, aportes valiosos y significativos.
Cierto es que la psicología positiva, como cualquier otra rama de la ciencia,
sostiene criterios y metodologías que pueden ser criticados y modificados,
pero el rigor de los resultados que propone la diferencia con claridad de
planteos voluntaristas, cercanos al pensamiento mágico. Si bien a mi juicio
la autora pierde el rumbo al asimilar la psicología positiva a la tendencia al
optimismo sin fundamento propia de la autoayuda, el panorama general que
describe en Sonríe o muere se corresponde con cierto “clima de época” fácil
de percibir y también, por desgracia, con las versiones menos rigurosas del
coaching.
Un coach que promete a su cliente la obtención de “resultados
extraordinarios” está, de manera irreflexiva o a sabiendas, generando
expectativas que están más allá de su alcance. Y quien le dice que va a
desarrollar todo su potencial para que pueda “hacer realidad sus sueños”
está más cerca de proponerse como un chamán o un gurú que de ofrecer un
asesoramiento profesional. El coaching —y, en particular, el coaching
ejecutivo— implica poner en juego una serie de técnicas vinculadas con
conocimientos como los que estamos exponiendo en este libro, que tienen
como propósito hacer un trabajo conjunto con el cliente para que pueda
lograr una mejor versión de sí mismo. Implica mejorar el desempeño en la
toma de decisiones, la gestión de emociones y la conducción de equipos en
sentido amplio, lo cual abarca tanto la productividad como la gestión del
cambio y el clima laboral. No es poco, por cierto, pero de ninguna manera
este tipo de asesoramiento incluye una garantía con respecto a los
resultados a obtener, que dependen de un sinnúmero de variables que no
controlamos, ni autoriza a crear la expectativa de que va a alcanzar el
máximo rendimiento posible, lo cual es siempre por definición
incomprobable. A pesar de que esta oferta tiene potencial suficiente como
para resultar interesante, conviven en la práctica profesional un enfoque
serio y preciso con otros menos rigurosos, que en ocasiones no se
distinguen mucho de promesas exageradas y de escaso fundamento.
Esta coexistencia entre buenos y no tan buenos profesionales se debe, a
mi juicio, no a designios oscuros de personas que se entrenan para engañar
y confundir sino a la creciente demanda de este tipo de servicios para
colaborar en la resolución de un sinnúmero de situaciones que se presentan
como conflictivas en el día a día de las organizaciones. Como vimos en el
capítulo 1, las condiciones y la preparación con las cuales una persona llega
a ejercer un cargo de responsabilidad no suelen ser las mejores. Dada esa
circunstancia, es natural que los interesados tengan dudas sobre su
capacidad para llevar adelante la tarea encomendada e intenten recurrir a
algún tipo de asesoramiento para mejorar sus posibilidades de hacer frente a
la situación. En ese contexto de demanda de soluciones, van surgiendo,
como en cualquier situación análoga de requerimiento de servicios
profesionales, ofertas de diferente calidad y con diverso grado de
formación. Por eso, tener los conocimientos necesarios para evaluar estas
ofertas, de manera tal de ser capaces de evitar que nos den gato por liebre,
es importante para un buen desempeño como jefe/a de un equipo de trabajo.
Tal como señala Ehrenreich en su libro, el optimismo como única
respuesta a todo no solo es ineficaz sino que en ciertas circunstancias —
como, por ejemplo, estar atravesando una enfermedad grave— es además
ofensivo y contiene una agresión disimulada, la cual podría traducirse en el
pensamiento implícito “no te curás por culpa de tu malhumor”. Que parte
del coaching se haya identificado con esa adhesión incondicional al
optimismo es penoso tanto para quienes lo practican de ese modo como
para quienes padecen esa clase de prédica. Debo decir al respecto que en mi
práctica profesional me ha tocado muchas veces el rol de crítico del
optimismo infundado de clientes que pretenden llevar adelante proyectos
cuya probabilidad de éxito es remota. Recuerdo como ejemplo el caso de un
cliente que tenía planeado dedicar buena parte de sus relativamente escasos
recursos a presentarse a un concurso de su especialidad. Cuando evaluamos
los costos de la presentación y la probabilidad de éxito, vimos que la
apuesta era temeraria y pudimos elaborar un plan para alcanzar resultados
menos rutilantes pero, a la vez, más seguros. En ocasiones, adoptar una
postura analítica con respecto a los resultados deseados por el cliente
ocasiona cierto malestar que puede llegar a expresarse como rechazo y
enojo. En mi opinión, es necesario dar en esos casos todas las explicaciones
posibles sin ceder a la tentación de adoptar una postura complaciente para
caer más simpático. La misión de un coach no es agradar sino mejorar el
desempeño.
Hay otro aspecto importante de la tarea de un jefe de equipo que tiene
que ver con el coaching y es el siguiente: además de una profesión, el
coaching también es un tipo de vínculo entre dos personas. En ese vínculo,
una de las personas entrena a la otra para que mejore el desempeño en una
determinada área. Por eso, es deseable que un jefe de equipo pueda asumir
el rol de coach con sus colaboradores de manera tal de poder contribuir a
mejorar su desempeño individual y como parte del grupo. En base a esta
premisa, universidades de muchos países ofrecen cursos, seminarios y
posgrados dirigidos a managers que desean adquirir las habilidades básicas
de un coach para aplicarlas a su trabajo. Algunas de estas habilidades tienen
que ver con la capacidad de escuchar a otro, de preguntar, de crear un clima
de confianza, y de dar y recibir críticas constructivamente. Tal como señala
la profesora de Management y coach ejecutiva Monique Valcour en un
artículo publicado en la edición online de la Harvard Business Review, la
efectividad de un jefe aumenta de manera significativa en la medida en que
es capaz de mantener conversaciones de coaching con sus colaboradores.
En apoyo de este punto de vista, Valcour toma no solo su propia
experiencia sino una amplia investigación llevada a cabo durante varios
años por Google, una empresa en la cual había dudas acerca de la utilidad
de los managers debido a su origen tecnológico. Los resultados de esta
investigación —llamada internamente Project Oxygen— permitieron
establecer ocho competencias básicas que la empresa espera de sus mejores
jefes. Estas son: 1) ser un buen coach; 2) empoderar al equipo y no
controlar cada detalle; 3) expresar interés y preocupación por el buen
desempeño y el bienestar personal de los miembros del equipo; 4) ser
productivo y orientado a resultados; 5) ser un buen comunicador, capaz de
escuchar y compartir información; 6) ayudar con el desarrollo de la carrera
de los miembros del equipo; 7) tener una visión clara y una estrategia para
llevar adelante el trabajo del equipo; 8) contar con las capacidades técnicas
clave para asesorar al equipo en su trabajo.
Hay, según hemos expuesto en este apartado, dos cuestiones básicas que
vinculan la tarea de un buen jefe con el coaching. La primera es saber cómo
utilizar esta disciplina en su provecho y cómo distinguir una oferta útil de
otra poco rigurosa. La segunda, conocer lo suficiente del tema como para
poder asumir el rol de coach con los integrantes de su equipo. Teniendo en
cuenta esto, me pareció conveniente dar a continuación un panorama
general del origen y las distintas ramas del coaching, repaso que va a servir
también para entender la variedad y disparidad de la oferta actual. Luego
me voy a referir a las características básicas de una conversación de
coaching y a las pautas que son propias del coaching ejecutivo. Finalmente,
veremos cuáles son las herramientas con las cuales contamos para hacer una
evaluación inicial —también llamada “assessment”— que permita
establecer con cierta precisión el punto de partida y los resultados a
alcanzar para mejorar el desempeño.

Origen y desarrollo del coaching


El término inglés “coach” proviene del nombre de un medio de transporte,
el carruaje, que fue creado en el siglo XV en la ciudad húngara de Kocs,
donde lo llamaban el carro de Kocs (“kocsi szekér”). El término pasó al
alemán como “kutsche”, al italiano como “cocchio”, al español como
“coche” y al inglés como “coach”. El primer uso registrado de la palabra
“coach” con el significado de instructor o entrenador se remonta a la
Universidad de Oxford alrededor de 1830 y se utilizó para referirse a un
tutor que debía guiar a un alumno en la preparación para un examen hasta
alcanzar un resultado favorable. Desde entonces, “coach” se ha utilizado
cada vez más para referirse a quien asiste a personas para que logren
moverse desde donde están hasta donde quieren estar. A partir de 1860, el
término pasó a los deportes, donde tuvo amplia aceptación y se usa hasta
nuestros días para referirse a los entrenadores. La utilización del término
para aludir a una disciplina vinculada con el desarrollo personal y
profesional es mucho más reciente. Janet Harvey, presidenta de 2009 a 2012
de la International Coach Federation, señaló que los orígenes del coaching
así entendido guardan relación con los talleres dictados por Werner Erhard
en los años 70 y 80. Erhard, que se formó como autodidacta y recibió
influencia de los trabajos de los psicólogos Abraham Maslow y Carl Rogers
y del especialista en budismo zen Alan Watts, organizó cursos en los
Estados Unidos a los que asistieron cerca de dos millones de personas. La
tarea de Erhard estaba más relacionada con la motivación a partir de reglas
prácticas que del coaching como es entendido hoy. Estas reglas prácticas,
además, se basaban en la creencia de que cierto grado de coerción y
autoritarismo eran convenientes para que el entrenamiento fuera eficaz.
Dicho esto, debemos señalar que su influencia fue notable, dado que casi
todos los pioneros del coaching —entre ellos, Tim Gallwey, John
Whitmore, Tom Leonard y Fernando Flores— conocieron a Erhard.
Una experiencia que tuvo puntos de contacto con la de Werner Erhard
fue la promovida por el psicólogo y profesor de la Universidad de Harvard
Edgar Schein, quien se interesó por los casos de soldados estadounidenses
que volvían a su país luego de haber estado en prisiones de Corea del Norte.
Algunos de estos soldados, que habían sido sometidos a lo que se
denominaba “lavado de cerebro”, seguían convencidos de las opiniones
inculcadas por sus captores y las defendían con firmeza, a pesar de que
adoptar esa posición les ocasionaba dificultades para reinsertarse en la
sociedad estadounidense. Basado en los resultados obtenidos por la
aplicación de técnicas coercitivas, Schein impulsó el “aprendizaje
transformacional” con el propósito de lograr la alineación de las personas
involucradas con los objetivos de una organización. La teoría de Schein se
basa en la premisa de que para aprender hay que hacer frente a dos tipos de
ansiedad: una que inhibe el aprendizaje y proviene del temor a intentar algo
nuevo, y otra que lo promueve ya que tiene origen en el temor a quedar
rezagado en la lucha por la supervivencia. Según Schein, para crear
condiciones favorables para el aprendizaje en una organización es necesario
disminuir la ansiedad que lo inhibe —creando un ambiente seguro, donde el
error no sea castigado— o bien aumentar la ansiedad que lo promueve
mediante algún tipo de coerción como, por ejemplo, la amenaza de perder
el trabajo. Para Schein, esta segunda alternativa es más fácil y, además,
mucho más frecuente. Sin embargo, optar por la coerción, como reconoció
el propio Schein en una entrevista publicada en 2002, no tiene en cuenta
que para las organizaciones es crucial la búsqueda y retención de talentos
creativos, los cuales rechazan por definición una bajada de línea tan
esquemática como la que propone este enfoque.
La primera aproximación al coaching tal como hoy lo conocemos la
produjo el estadounidense Timothy Gallwey, quien publicó en 1974 un libro
titulado El juego interior del tenis, en el cual plantea que es la fortaleza
mental lo que hace que un jugador profesional de tenis sea mejor que otro.
Según Gallwey, esa fortaleza mental, que se expresa en la capacidad de
concentración y de observación, se puede mejorar por medio de una
práctica basada en aprender a superar los obstáculos emocionales y
mentales —miedos, dudas, distracciones, prejuicios, suposiciones— que
impiden desarrollar el propio potencial. El mismo Gallwey y el británico
John Whitmore, que popularizó el modelo GROW de Graham Alexander y
Alan Fine, llevaron estas ideas al ámbito de las organizaciones. El modelo
GROW es un método de fijación de objetivos y resolución de problemas
cuyo nombre es un acrónimo formado con las palabras en inglés Goal,
Reality, Options y What, When, Who, Will. Su aplicación consiste en
clarificar todos estos aspectos de manera tal de poder hacer una evaluación
minuciosa y razonada de las opciones disponibles para alcanzar un
determinado objetivo e intentar luego la puesta en práctica de un plan de
acción. Según Whitmore, “el Coaching consiste en liberar el potencial de
una persona para incrementar al máximo su desempeño”, para lo cual es
preferible “ayudarle a aprender en lugar de enseñarle”. Señalemos dos
aspectos interesantes de esta definición. En primer lugar, no se trata de
lograr resultados, como a mi juicio de modo equívoco insinúan otras
definiciones de coaching, sino de incrementar el desempeño, esto es, de
estar en mejores condiciones para lograr los resultados buscados. En
segundo lugar, antes que bajar línea, dar consejos o indicar qué es lo que
hay que hacer, el coaching consiste en acompañar un proceso de
aprendizaje. Este proceso se lleva a cabo por medio de una serie de
conversaciones entre el coach y el cliente o entre el coach y los miembros
de un equipo, como sucede en el coaching de equipos. Se trata de
conversaciones confidenciales que se realizan de manera periódica a lo
largo de, por lo general, entre seis y dieciocho meses.
Se considera a Gallwey, que no se define a sí mismo como coach, y a
Whitmore como los pioneros de lo que se conoce como escuela europea de
coaching. Esta escuela, en la que está muy afianzada la utilización del
método GROW, colabora en mejorar la compresión de uno mismo y del
lugar al que se quiere llegar, en asumir la responsabilidad de nuestras
acciones —esto es, evitar las justificaciones acerca de las conductas que
dependen de nosotros—, y en desarrollar la confianza en la propia
capacidad a través de establecer metas alcanzables y de cumplirlas.
La escuela norteamericana de coaching reconoce a Thomas Leonard,
quien murió en 2003 a los 47 años, como su principal impulsor. Leonard,
que había trabajado con Erhard en la década del 80, creó las primeras
asociaciones de coaching, la Coach University y la Graduate School of
Coaching. También fue CEO de Coachville.com, el portal de coaching en
inglés más visitado del mundo. Para Leonard, el coach es “un alter ego
objetivo” que escucha lo que el cliente le cuenta, ayuda a ordenar las
prioridades y actúa como un buen guía para elegir entre las diferentes
opciones que se presentan. Para llevar a cabo esa tarea, Leonard creó un
sistema denominado 5x15, que consiste en establecer 5 áreas relacionadas y
especificar para cada una de estas áreas 15 orientaciones o guías a tener en
cuenta. Las áreas establecidas por Leonard, cuyo método consiste en
examinar el planteo del cliente desde diversos puntos de vista, están
relacionadas con las herramientas con las que cuenta el coach para llevar la
conversación a buen puerto. Entre estas, incluye competencias para guiar la
conversación, preguntas orientadas a clarificar la demanda del cliente,
opciones para lograr que el asunto planteado avance, diversos marcos
interpretativos y una serie de recomendaciones para generar confianza.
El chileno Fernando Flores se desempeñaba a los 30 años como ministro
de Economía de Salvador Allende cuando fue detenido tras el golpe
encabezado por el general Augusto Pinochet en 1973. Luego de pasar tres
años preso, Flores se exilió en Palo Alto, California, donde cursó estudios
en la Universidad de Stanford. Su tesis doctoral, que presentó en la
Universidad de Berkeley, se tituló Management and Communication in the
Office of the Future y sentó las bases teóricas de lo que más tarde se
conocería como la escuela de coaching ontológico o escuela chilena de
coaching. Influido por los trabajos sobre Heidegger de Hubert Dreyfus y
por el análisis de los actos de habla iniciado por J. L. Austin y desarrollado
por John Searle, el enfoque de Flores plantea que gran parte de la
coordinación humana se realiza a través de conversaciones, las cuales
incluyen ofertas, pedidos y promesas. Las pautas establecidas por Flores
fueron luego desarrolladas y profundizadas por el también chileno Rafael
Echeverría, quien en 1994 publicó el libro Ontología del lenguaje, donde
expone de manera ordenada y sistemática los fundamentos del coaching
ontológico. Esta escuela desarrolla herramientas para analizar el lenguaje, a
las cuales nos referimos en el capítulo 2, y sostiene que las interpretaciones
que hacemos de nosotros mismos y de la realidad que nos rodea determinan
cómo nos vemos y cómo evaluamos las diferentes situaciones. Además,
para Flores y Echeverría hay una interrelación entre el ser y la acción que
abre un camino de dos direcciones al aprendizaje: podemos cambiar la
conducta a través del intelecto y también cambiar la manera en que
pensamos a través de una modificación persistente de la conducta.
Si bien las escuelas europea, norteamericana y chilena son las referencias
más destacadas cuando se habla de coaching, no son las únicas variantes
disponibles. Podemos citar, entre otros, el coaching basado en el
pensamiento sistémico, cuyo exponente más destacado es el francés Alain
Cardon; el coaching que sigue los lineamientos de la psicología positiva,
una nueva rama de la psicología fundada por el estadounidense Martin
Seligman dedicada a investigar sobre el desarrollo personal; el coaching
que estudia y saca partido de las orientaciones culturales, que ha sido
promovido por el profesor belga Philippe Rosinski; y también el coaching
que se complementa con la psicología organizacional, área en la que se
destaca Gurnek Bains. Todas estas prácticas tienen elementos en común,
como por ejemplo una actitud de indagación no directiva, el no
pronunciarse ni enjuiciar los objetivos del cliente, el compromiso de
confidencialidad sobre las conversaciones de coaching, y el cumplimiento
de normas éticas que rigen la relación entre coach y cliente. Podemos
afirmar entonces que el coaching es una denominación referida a una
práctica, la cual puede estar basada en teorías y puntos de vista diversos (o
en una combinación de estos) y que tiene como objetivo colaborar con una
persona o con un equipo para que puedan lograr un objetivo establecido por
ellos mismos. La práctica del coaching se realiza principalmente a través de
conversaciones y también puede incluir evaluaciones, tareas e informes
escritos, dinámicas individuales y dinámicas grupales.
El crecimiento que ha tenido y sigue teniendo el coaching en los últimos
años (en particular en las organizaciones) y la existencia de diferentes
criterios para ejercer la profesión han tenido un efecto positivo, ya que hay
un intercambio permanente y enriquecedor de información entre quienes lo
practican. Esta diversidad de puntos de vista también ha llevado a la
proliferación de múltiples combinaciones del pensamiento disponible, a
punto tal que numerosos coaches al explicar sus métodos durante una
exposición pública comienzan con la advertencia de que no van a hablar del
coaching en general sino del coaching tal como ellos lo practican. Algunas
organizaciones globales como la International Coach Federation han
intentado unificar criterios y acordar ciertas competencias que deberían ser
comunes a todos los coaches, sin importar de qué escuela o tendencia
provengan. No obstante, el resultado de estos intentos deja un amplio
margen a quien practica coaching para vincular el ejercicio de la profesión
con un abanico de teorías y reglas que no están incluidas en esa clase de
normalización.

Lineamientos generales de una conversación de


coaching
Toda conversación de coaching se plantea como un intercambio que tiene
como objetivo ayudar al cliente a alcanzar un logro que él mismo
determina, ya sea porque se trata de una aspiración personal o porque es el
resultado de un acuerdo con la organización a la que pertenece. Para ello, el
coach examina junto al cliente cuáles son los datos vinculados con el asunto
planteado y cuáles son las interpretaciones y las emociones involucradas. El
propósito de esta revisión es aportar claridad a la cuestión, lo cual incluye la
viabilidad del logro y su eventual redefinición, para llegar luego a evaluar
las opciones disponibles y elaborar, finalmente, un plan de acción. Así
expuesta, la tarea del coach puede parecer similar a la de un analista o
asesor, que dará su opinión como persona entrenada o experta. De ser este
el caso, convendría que el coach tuviera un profundo conocimiento del área
de actividad que incluye el logro a alcanzar. Sin embargo, el enfoque del
coach no es el de un experto en la actividad que desempeña el cliente sino
el de alguien que colabora en la revisión de los procesos de pensamiento y
de las emociones vinculadas al logro. Para ello, el coach hará preguntas y
observaciones que permitan al cliente tomar conciencia de lo que está en
juego para él y examinar la validez del punto de vista desde el cual está
afrontando el asunto.
Este proceso es casi siempre laborioso debido a que todos hemos creado
hábitos en nuestras vidas que nos han servido, con sus puntos a favor y en
contra, para salir adelante. Por lo general, cuando advertimos que no
podemos lograr algo es probable que estemos, sin ser plenamente
conscientes de ello, ante una situación en la cual nuestros hábitos
encontraron un límite. Por eso, el coaching se especializa en revisar
creencias, juicios y emociones con el propósito de evaluar qué nos conviene
conservar y qué nos conviene cambiar. Si bien esta tarea tiene puntos de
contacto con los planteos de la psicología cognitiva conductual, se
diferencia de esta en que no está centrada en la superación del sufrimiento
causado por algún tipo de desorden psicológico sino que apunta al
desarrollo de la persona y de sus capacidades. En este último sentido, el
coaching comparte los objetivos de la psicología positiva, la cual se dedica
a investigar y difundir métodos que favorezcan el desarrollo personal. Por
eso, la International Positive Psychology Association reconoce como
practicantes a los coaches que toman sus resultados y los aplican en las
conversaciones con sus clientes.
La tarea de revisar creencias, juicios y emociones que limitan el
desempeño del cliente solo puede darse en un ámbito de plena confianza.
Hábitos que se desarrollan durante décadas, que han llevado al cliente a
buenos resultados y que se basan en creencias profundamente arraigadas, no
se dejan de lado ante el primer cuestionamiento. Para que el cliente pueda
revelar lo que realmente le molesta tiene que estar seguro de que el coach
está allí solo para ayudarlo. En consecuencia, la primera condición para
construir la confianza necesaria para trabajar en conjunto es que el coach
realmente tenga la vocación de promover el éxito de otro. No se trata de
hacer observaciones agudas ni de demostrar cuánto sabe uno de psicología
social o de distorsiones cognitivas. Dominar una serie de conocimientos
clave, como los expuestos en este libro, es sumamente importante, pero no
suficiente. La confianza se construye a partir de una emoción compartida
entre una persona que necesita cierto tipo de ayuda y otra que desea
brindarla. Sin vocación de servicio no habrá confianza ni conversación de
coaching que valga la pena. A su vez, esa vocación de servicio no podrá
manifestarse si el coach considera que el resultado deseado por el cliente es
moralmente inaceptable.
Establecida la confianza, es importante que el coach respete el estilo
personal del cliente y no proponga cambios que impliquen la adopción de
posturas inauténticas o desagradables para él. En ocasiones, un proceso de
cambio puede llevar a elaborar un plan de acción que implique la
realización de tareas poco gratas para el cliente, lo cual conduce en
ocasiones a revisar los objetivos trazados en primera instancia. Recuerdo, a
propósito de esto, el caso de un productor de televisión que tenía como
objetivo la concreción de un proyecto propio en el que se proponía hacer las
veces de guionista. Luego de asistir a un taller de guión donde adquirió los
conocimientos más específicos de un trabajo que en líneas generales ya
conocía, esta persona puso manos a la obra para descubrir, pasadas pocas
semanas, que la situación de estar sentado frente a una computadora varias
horas por día para ir sacando adelante el trabajo le resultaba insufrible. Lo
suyo, descubrió o redescubrió entonces, era la organización, la elaboración
de ideas para hacer propuestas o sugerencias y la búsqueda de los
proveedores adecuados para concretar el proyecto. A partir de entonces,
entre estos proveedores incluyó a un guionista.
Todo cambio conlleva un esfuerzo sostenido y no pocas frustraciones,
pues al adentrarse en un terreno desconocido es natural que de vez en
cuando se pise en falso. Teniendo en cuenta esto, una regla práctica para
que el cliente no dude de sus posibilidades consiste en no hacer foco en las
debilidades y limitaciones que tiene para afrontar el nuevo desafío, sino en
las fortalezas y en las experiencias del pasado que le puedan servir como
referencia para seguir adelante. En este sentido, si bien la crítica sobre lo
hecho o feedback tiene utilidad y parece ser, a primera vista, el camino más
corto para mejorar el desempeño, a veces funciona como un límite que
bloquea todo progreso, pues el cliente puede interpretar esos errores como
una evidencia de que nunca va a lograr lo que se propone. Para evitar ese
efecto negativo del feedback, el coach estadounidense Marshall Goldsmith
propuso reemplazarlo por el “feedforward”, el cual consiste en dar
sugerencias acerca de cómo comportarse en el futuro para lograr el
resultado deseado. De esta manera, dice Goldsmith, quien recibe las
sugerencias no se siente cuestionado como persona y percibe, además, que
tiene una posibilidad real de cambiar lo que va a suceder —a diferencia de
una crítica sobre lo hecho, que se refiere a un error ya cometido y, por eso,
inmodificable.
Quizá estas precauciones acerca de no señalar de manera directa los
errores para evitar el desánimo puedan parecer exageradas cuando se las
examina desde un punto de vista estrictamente racional. Sin embargo, vale
recordar que todos recibimos largos años de formación en un sistema
educativo basado en la repetición de información y organizado para
sancionar a quien comete errores, incluso cuando la supuesta equivocación
es parte de un intento por hacer un aporte creativo. En mi práctica
profesional me he encontrado muchas veces ante clientes que expresan
intenciones firmes de “tirar la toalla” ante dificultades que juzgan
insuperables. Además de utilizar o proponer la técnica del feedforward, me
ha resultado útil en esos casos indagar sobre situaciones pasadas en las que
el cliente sintió una emoción parecida, para luego revisar cómo hizo para
salir adelante. A menudo, este ejercicio de comparación con lo ya vivido
sirve para que el cliente reconsidere las circunstancias del presente y para
que descubra recursos valiosos y ya probados. Una situación de este tipo
que me viene a la memoria está relacionada con un dirigente político que se
sintió abandonado por sus aliados al hacer una propuesta. La situación de
aislamiento, cuyas consecuencias le parecían catastróficas, no le resultó tan
tremenda cuando recordó que a lo largo de su carrera había pasado y
superado varias veces conflictos de esa índole.

Pautas de coaching ejecutivo


El coaching ejecutivo tiene algunas características que le son propias, pues
el cliente en todos estos casos es una persona que ha alcanzado una posición
de responsabilidad y aspira, en consecuencia, a actuar y decidir en base a
sus convicciones. A menudo, a estas personas les lleva algún tiempo
comprender que las conductas que fueron beneficiosas en las etapas
iniciales de su carrera pueden llegar a constituir un obstáculo para seguir
creciendo. Por ejemplo, prestar atención a los detalles puede ser muy útil
para un programador senior y poco relevante para un arquitecto de
software. Sin embargo, años de trabajo con la atención puesta en no dejar
pasar el más mínimo error en una línea de código no se dejan de un día para
el otro. Además, un cambio de posición como este requiere pasar de una
labor con fuerte predominio de las habilidades lógico-matemáticas y que se
realiza casi en silencio, a una gestión donde las habilidades para la
comunicación interpersonal y la capacidad para evaluar el potencial de los
integrantes del equipo pasan a primer plano, todo lo cual requiere una
modificación sustancial de la conducta.
Me tocó acompañar a un cliente en un cambio igualmente difícil, pues se
trataba de una persona habituada a colaborar de manera creativa en equipos
de trabajo de alto rendimiento y que carecía por completo de experiencia en
el rol de jefe. Sin reparar, como suele suceder, en su falta de antecedentes
como jefe, a esta persona le fue encomendada la dirección de un proyecto
de gran envergadura. Sucedió entonces que mi cliente —una persona muy
inteligente y preparada, que comprendía con el intelecto las características
del nuevo rol— volvía una y otra vez a adoptar conductas propias de su rol
anterior, en el cual solía realizar aportes valiosos con enfoques disruptivos y
propuestas inesperadas, las cuales eran apreciadas aunque a menudo solo
sirvieran para hacer correcciones y no fueran tenidas en cuenta en su
totalidad. Estaba claro para mí y también para mi cliente que el rol de un
jefe de equipo es hacer una síntesis que permita avanzar y no dedicarse a
“patear el tablero” para conmover y mejorar en algo lo hecho. Reiterados
análisis y llamados de atención fueron provocando un lento y a la vez sólido
cambio de conducta, que llevó a mi cliente a superar el desafío y obtener un
muy buen resultado final. El episodio, dicho sea de paso, me permitió
comprobar en la práctica la estimación del coach Marc Effron, presidente de
The Talent Strategy Group, según la cual una modificación sustancial de
conducta lleva entre 12 y 18 meses.
Un coach ejecutivo no es evaluado por lo que sabe de finanzas o
marketing (aunque por supuesto es necesario que entienda de qué le
hablan), sino porque ofrece análisis de procesos, reflexión sobre creencias
limitantes, revisión de juicios no fundamentados, detección de distorsiones
cognitivas, identificación de estados emocionales y examen de los juicios
implícitos que las sostienen, conocimientos teóricos y experimentales sobre
psicología organizacional y equipos de trabajo, referencias de casos propios
y de otros profesionales, presencia y apoyo incondicional al cliente, y
capacidad para incorporar saberes útiles para lograr el objetivo. A pesar de
que se trata a primera vista de una buena oferta, todo este bagaje importa en
la medida en que le sirva al cliente para modificar su conducta en la
dirección del resultado deseado. Y ese cliente es por lo general una persona
muy ocupada, a la que se le presentan desafíos sin que los busque y que
desea consolidar una posición o avanzar en su carrera. En ese contexto,
como en muchos otros, menos es más. No se trata de abrumar al cliente con
datos y conocimientos que difícilmente pueda utilizar de inmediato sino de
proponer y acordar un camino adecuado para avanzar en la dirección
correcta. Ya habrá tiempo, en caso de que el cliente tenga interés, de ir
incorporando saberes y herramientas para el mediano plazo.
La cuestión de incorporar saberes y herramientas tiene su dificultad. Por
lo general, las personas que ejercen un cargo tienden a creer que entender
algo es igual a estar en condiciones de aplicarlo. Esto resulta cierto cuando
se trata de un procedimiento administrativo, de una estrategia comercial o
de una modificación en el diseño de un producto. Cuando queremos
trasladar esta actitud expeditiva a nuestra conducta, nos damos cuenta de
que carecemos del control que a menudo imaginamos tener sobre nosotros
mismos. “No des vueltas, vos decime cómo hay que hacerlo y yo lo hago”,
me decía con frecuencia el socio mayoritario y presidente de una empresa
que tenía conflictos recurrentes de relación con sus colaboradores. Insistí en
explicarle que entre darle numerosas fórmulas —una por cada situación de
tensión a resolver— y tratar de entender cuál era la conducta general a
modificar, el camino de las “vueltas” terminaba por ser el más directo,
aunque por cierto el más doloroso, pues implicaba reconocer algunas
inseguridades muy profundas y arraigadas que lo llevaban a menospreciar a
quienes lo rodeaban. Hice la prueba de ilustrar lo que yo pretendía
utilizando una metáfora referida a la alimentación. Le dije que estábamos
tratando de definir una dieta acorde con un estilo de vida saludable y no de
bajar violentamente de peso para luego volver a los atracones hasta llegar
nuevamente a la situación de tener que disminuir la cantidad de alimentos a
consumir de manera drástica. “A mí justamente lo que me gusta es comer y
chupar sin límite y después arreglarlo cada tanto”, me respondió antes de
anunciarme que iba a prescindir de mis servicios.
Cuando se inicia un programa de coaching hay que estar preparado para
imprevistos, pues en un plan de trabajo que puede llevar aproximadamente
un año o un año y medio no conviene dar por descontado que todas las
demás circunstancias se van a mantener igual. Suele haber cambios en la
estrategia de la organización, en los puestos cercanos al que desempeña el
cliente e incluso puede suceder que él mismo sea ubicado en otro cargo. Por
eso, es necesario un permanente trabajo de articulación entre un entorno
cambiante y el camino elegido. Otra perturbación inevitable es la reacción
que suele provocar en el entorno del cliente —jefes, pares y colaboradores
— la percepción de que se está produciendo un cambio. Al principio, les
puede costar reconocer nuevos comportamientos; en esos casos, es útil
incorporar refuerzos específicos que tiendan a romper la inercia del
funcionamiento que se desea modificar, pues en ocasiones sucede que la
resistencia al cambio no proviene del cliente sino del jefe o de los
colaboradores que lo estaban reclamando. Esto se da porque el
comportamiento a modificar, aunque sea visto como negativo o
improductivo, tiene una función dentro de un sistema de relaciones vigente
y a menudo hace las veces de sustituto de un conjunto de falencias, las
cuales empiezan a quedar al descubierto cuando el cliente comienza a
actuar de una manera novedosa.
Las resistencias del entorno al cambio y la reconfiguración de las
relaciones existentes son algunas de las cuestiones que hacen del coaching,
según la evaluación del coach internacional Laurence Lyon, una
intervención que es a la vez de alto impacto y de alto riesgo para las
organizaciones. Esto es así porque al comprometerse en un diálogo a través
del cual tiene oportunidad de reflexionar en profundidad sobre cuestiones
tales como el equilibrio entre el trabajo y la vida personal o la relación entre
el propio deseo como profesional y el nivel de satisfacción actual en la
organización, el cliente a menudo revisa el objetivo fijado en primera
instancia para confirmarlo, modificarlo o incluso rechazarlo. También se da
el caso de que al comenzar el cambio de conducta acordado el cliente
advierte aspectos de su labor que antes percibía como intrascendentes o
parte de un malestar indefinido, y que ahora, al adoptar un nuevo punto de
vista, le resulta imperioso modificar. De esta clase de balance surgen casi
siempre efectos y cursos de acción positivos para el cliente, aunque en
algunas ocasiones estos últimos pueden no coincidir con los intereses de la
organización.

Herramientas para hacer una evaluación inicial


Sin entrar en mucho detalle y en carácter de información complementaria
nos vamos a referir, para cerrar este capítulo acerca del coaching ejecutivo,
a algunas herramientas que se utilizan por lo general, aunque no
exclusivamente, cuando el coach actúa no por pedido del cliente sino por
solicitud de su jefe o de algún mando superior dentro de una organización.
En este caso, se considera que la persona que solicita el coaching es el
sponsor y se establece una relación entre tres partes. En ese contexto, es
necesario acordar con el sponsor y con el cliente los resultados a alcanzar,
de manera que es conveniente establecer un punto de partida que goce del
consenso de todas las partes y surja de algún tipo de evaluación previa. El
sponsor, el coach y el cliente compartirán la evaluación inicial y la referida
al resultado del proceso de coaching. A excepción de estos dos informes,
todas las cuestiones tratadas durante las conversaciones entre el coach y el
cliente quedan resguardadas por un pacto de confidencialidad y su
contenido no se transmite en ningún caso.
La evaluación más sencilla y difundida es la que se realiza por medio de
una entrevista en la que se recaba información básica —fecha de ingreso a
la organización, antecedentes, formación, cargo, salario, características
generales del funcionamiento interno— y también las opiniones del
entrevistado sobre expectativas, clima laboral, evaluación que hace de sí
mismo, relación con jefes, pares y colaboradores, etc. Este tipo de
entrevistas permiten hacer un informe referido a rubros tales como
liderazgo y trabajo en equipo, comunicación y trato con clientes internos y
externos, capacidad analítica, capacidad de negociación, responsabilidad,
compromiso, e integridad.
Cuando la importancia del objetivo a alcanzar lo requiera, la recolección
de datos y opiniones se puede ampliar a todo el entorno del cliente mediante
una técnica denominada 360. La evaluación 360 consiste en entrevistar,
además de al cliente, a un grupo representativo de las personas involucradas
con su trabajo. En este grupo se incluye a jefes, pares, subordinados,
clientes internos y externos, y proveedores internos y externos. La
evaluación 360 es una herramienta que se utiliza para hacer un diagnóstico
inicial y también, en algunos casos, para chequear cómo percibe el entorno
la modificación de conducta que se pretende alcanzar.
Una herramienta complementaria de la entrevista inicial es la
elaboración de un perfil psicológico del cliente. Hay varios protocolos
disponibles para llevar a cabo esta clase de evaluación. El más completo me
parece el denominado Big Five o Modelo de los Cinco Grandes, que
describe la personalidad como un conjunto en el que se expresan cinco
dimensiones. Este tipo de enfoque fue cuestionado en los años 60, ya que se
consideraba entonces que la conducta dependía principalmente de la
situación y, en consecuencia, había dudas de que se pudiera definir la
personalidad en base a ciertos rasgos característicos. Sin embargo,
investigaciones realizadas a partir de los años 80 demostraron que la
situación y la personalidad son igualmente significativas para dar cuenta de
la conducta. A partir de estos resultados, una nueva generación de
investigadores retomó el trabajo realizado antes por Ernest Tupes, Raymond
Christal y Warren Norman y estableció las dimensiones que hoy se utilizan.
Estas dimensiones son Openness (Apertura), Conscientiousness
(Responsabilidad), Extraversion (Extroversión), Agreeableness
(Cordialidad) y Neuroticism (Inestabilidad emocional), que en inglés
forman el acrónimo OCEAN. Se entiende por Apertura el grado de
curiosidad intelectual, creatividad y preferencia por la variedad. La
Responsabilidad se define como la tendencia a ser organizado, disciplinado
y con preferencia por lo planificado antes que por la espontaneidad. La
Extroversión está vinculada con la energía positiva, la asertividad, la
sociabilidad y la inclinación a buscar estímulo a través de estar con otras
personas. Cordialidad es en este contexto la propensión a ser comprensivo y
colaborador antes que desconfiado y confrontativo con respecto a otros. Por
último, se evalúa la Inestabilidad emocional, que es la predisposición a
experimentar emociones negativas, tales como ansiedad, enojo, depresión y
vulnerabilidad.
5. Trabajo en equipo y liderazgo

Las organizaciones no tienen ideas; solo las personas las tienen. Y lo que motiva a las personas
son los lazos, la lealtad y la confianza que desarrollan unos con otros.
Margaret Heffernan

El equipo y su circunstancia
Hay abundante literatura sobre management, en la que se habla tanto de
casos concretos a manera de ejemplo como también de actitudes y
comportamientos que resultan beneficiosos para conducir y orientar las
tareas que realizan otras personas. Estas recomendaciones por lo general no
se ocupan de establecer cuáles son las condiciones previas y de
funcionamiento para que un equipo tenga un buen desempeño, más allá de
que pueda contar con una dirección acertada. La cuestión —como veremos,
de vital importancia— interesó a Richard Hackman, quien fue profesor de
psicología social y organizacional en Harvard y se convirtió en uno de los
principales referentes mundiales en la materia. Hackman, que murió a los
72 años en enero de 2013, sostiene que conocer cuál es el contexto más
favorable para el desempeño de un equipo es tanto o más importante que las
características de quien está en la dirección. Según Hackman, se comete un
error cuando se atribuye el éxito o el fracaso de un equipo solo a la tarea del
jefe, pues en realidad hay factores operativos y estructurales que resultan
decisivos para lograr un buen resultado. Luego de numerosas
investigaciones en las que chequeó el funcionamiento de cientos de casos,
Hackman especificó en un libro publicado en 2002 las condiciones que
según su criterio es necesario cumplir para que un equipo sea eficaz.
La primera de estas condiciones es convocar a un equipo que realmente
se identifique como tal. Para ello, es necesario que desde el inicio haya
absoluta claridad acerca de quién integra el equipo y quién no. Esto, que
parece simple y obvio, no lo es tanto en la práctica, ya que un equipo puede
contar con la colaboración de otros sectores o de personas pertenecientes a
otras áreas de la organización, lo cual provoca en ocasiones cierta confusión
acerca de quién es el responsable del resultado final. La propuesta de
Hackman consiste en dejar claro quiénes son los miembros del equipo y
asignar caso por caso al integrante que deberá hacer el seguimiento de tal o
cual pedido, ya sea que se trate de un proveedor interno o de uno externo.
El complemento de esta definición de pertenencia es el tipo de tarea a
realizar, la cual debe ser apta para que sea llevada a cabo por un equipo.
Aquí vale una aclaración: que la tarea sea compartida no quiere decir que
sea necesario un trabajo de equipo para llevarla a cabo. Por ejemplo, la
actividad de un Call Center por lo general está diseñada para que un grupo
de personas más o menos numeroso haga tareas individuales, cuyos
resultados informa cada uno por separado a un supervisor. Si bien estas
personas están haciendo el mismo trabajo, carecen de un tarea compartida
—esto es, una tarea para la cual cada integrante del equipo debe aportar
algo que se complementa con lo que aportan los otros. Algo parecido
sucede, señala Hackman, cuando lo que se pretende es escribir un texto de
manera creativa o tomar las decisiones estratégicas que marcan el rumbo de
una organización. No son tareas que un equipo pueda afrontar
adecuadamente, aunque en ambos casos algún tipo de discusión previa
quizá resulte provechoso para el individuo que finalmente se hará cargo del
resultado. De manera que para lograr que el equipo funcione como tal debe
tener un objetivo que exija el aporte coordinado de sus miembros. Hay
muchas tareas dentro de una organización que cumplen estos requisitos y
hay otras tantas que no. Ejemplos que serían aptos para un trabajo en
equipo son el diseño de un producto o servicio, la administración contable y
financiera, la gestión de Recursos Humanos, el desarrollo de las ventas
(salvo casos específicos asimilables a la dinámica del Call Center), etc.
Un componente esencial a definir acerca de la tarea a realizar consiste en
establecer el alcance de la autoridad del equipo como tal —y si es
necesario, de cada uno de sus integrantes— y del equipo con su jefe
incluido. Esto implica ser explícito sobre el tipo de decisiones que se
pueden tomar sin consultar, las que se pueden tomar con el acuerdo del jefe
y las que requieren aprobación de “más arriba”. De esta manera se evitan
dos males que limitan la efectividad de los equipos. Estos son: que sus
miembros se inhiban de hacer determinadas cosas por temor a meterse en
terrenos que no les corresponden, y que pierdan el tiempo al avanzar sobre
asuntos que requieren una aprobación previa. Por último, un aspecto que
completa la definición del equipo es una razonable estabilidad de sus
miembros, ya que la rotación frecuente de los integrantes conspira contra el
desempeño. Si bien algún nivel de recambio es inevitable, es importante
tratar de mantener esa movilidad bajo control, de manera tal que las nuevas
incorporaciones no afecten el funcionamiento.
Una vez que logramos establecer lo que Hackman llama un “verdadero
equipo”, la segunda condición consiste en darle una dirección clara, un
objetivo a alcanzar que sea al mismo tiempo significativo y desafiante. La
definición de este objetivo bien puede estar precedida por un debate en el
que participen los integrantes del equipo, pero llegado un punto quien dirige
tiene que tomar una decisión que sirva para definir el rumbo y alinear a sus
colaboradores. Esta decisión es con frecuencia el resultado de un balance
entre las necesidades de la organización y las aspiraciones del equipo. Por
eso, conviene tener en cuenta a todas las partes interesadas en el proceso y
estar dispuesto a dar explicaciones cuando alguien las pida. No obstante, el
buen funcionamiento depende de que pasado un período de deliberación e
intercambio, el jefe ejerza ese poder que en las conversaciones con mis
clientes denomino “la última palabra” y que sirve para poner al equipo en
marcha. En ocasiones puede suceder que haya miembros del equipo que no
se sientan representados por la decisión tomada y decidan, en consecuencia,
apartarse. Esto también hace a la fortaleza del equipo resultante, cuyo
desempeño depende en buena medida del compromiso de sus miembros
para contribuir con su formación, su experiencia y, sobre todo, su capacidad
y disposición a buscar soluciones cuando surjan problemas desconocidos.
La tercera condición establecida por Hackman consiste en disponer de
una estructura adecuada, esto es: que el equipo cuente con las herramientas
para cumplir la tarea, con una composición que contemple todos los roles
necesarios, y con normas de conducta claras y compartidas para funcionar.
Las herramientas y los roles son específicos de la tarea a realizar, por lo
cual no requieren mayores comentarios, salvo la necesidad ineludible de
chequear desde el inicio el estado de estos rubros. Con respecto a las
normas de conducta, es conveniente que su definición sea flexible y el
producto de un acuerdo entre los integrantes del equipo, dentro del marco
preceptivo que provee la organización y que resultará útil recordar de
manera explícita. En el debate para llegar a establecer las normas de
conducta se deberá resolver la modalidad de las reuniones, la manera en que
se compartirá la información, el nivel de confidencialidad de la tarea que se
realiza y toda otra cuestión que interese al funcionamiento. Esto no se
define de una vez y para siempre sino que se deja abierta la posibilidad de
reabrir el debate sobre las normas para proponer cambios en cualquier
momento, de manera tal de evitar los malos resultados producto de la
inercia de la modalidad elegida en primera instancia. Así, el equipo contará
con un marco general, que permanecerá inalterable y servirá para señalar un
límite claro entre lo que es aceptable y lo que no, y con normas de conducta
flexibles, que se irán modificando según las necesidades de la tarea a
realizar.
En ocasiones, la lucha de poder dentro de una organización tiene como
resultado la formación de un equipo para realizar una tarea determinada que
luego no contará con el apoyo necesario para alcanzar el objetivo. Hay
muchos ejemplos de esto en organismos del Estado (que son muy
permeables a las disputas políticas) y en menor medida, aunque para nada
infrecuente, en empresas privadas de envergadura, donde un escenario
cambiante puede dar lugar a la formación de un equipo que cuenta al inicio
con un apoyo vigoroso, el cual va perdiendo fuerza a mitad de camino y
finalmente se extingue hasta dejar el proyecto librado a su suerte. Por eso,
la cuarta condición requerida por Hackman es que el equipo tenga el
respaldo de una organización comprometida, esto es, que ponga a su
disposición los recursos necesarios, que haya acuerdo con respecto a las
retribuciones y que le facilite el acceso a la información pertinente.
Por último, como quinta condición para el buen funcionamiento de un
equipo, Hackman considera imprescindible que reciba coaching —no
necesariamente de un coach profesional, aunque sí de alguien con
experiencia y que no integre el equipo. El coaching será necesario al fijar el
objetivo a alcanzar o la etapa a cumplir, en la mitad del recorrido para
lograrlo, y al final, antes de establecer el nuevo rumbo a seguir. Según
Hackman, sin esta instancia de reflexión con la colaboración de alguien que
no integre el equipo, el funcionamiento resultará poco flexible y dependerá,
en la mayoría de los casos, de la dinámica de la primera reunión. La rigidez
en el modo de llevar a cabo la tarea provoca que los roles queden
cristalizados y dificulta la realización de modificaciones y ajustes, con la
consiguiente pérdida de productividad.
Señalamos antes que la composición del equipo debe contemplar todos
los roles necesarios para alcanzar el objetivo que se ha propuesto.
Agregamos ahora una restricción adicional referida al número de
integrantes: si bien este número depende de las características de la tarea,
no debe en ningún caso superar los nueve miembros, pues más allá de esa
cantidad de personas se multiplican los vínculos y esto dificulta la
comprensión de lo que sucede. Para obtener un buen desempeño, sostiene
Hackman, los integrantes de un equipo deben saber quién es cada uno de
sus compañeros, qué opinan de las cuestiones más importantes a tratar y
cuáles son sus fortalezas y debilidades. Vinculada con esta restricción al
número de integrantes, que puede tenerse en cuenta para subdividir en
equipos operativos a grupos más grandes, Hackman plantea una serie de
equilibrios a los que conviene prestar atención para lograr un buen
funcionamiento. Los equilibrios son: entre la heterogeneidad y la
homogeneidad; entre la rivalidad y la fraternidad; entre la abundancia y la
escasez; entre la urgencia y las tareas sin plazo; entre el control unilateral y
el consenso; entre la rotación y la estabilidad; entre la autonomía individual
y la acción colectiva; entre el comportamiento desafiante y la
complacencia; y entre la inventiva y la imitación.
En todos estos equilibrios sucede que en los extremos vamos a
identificar maneras de formar el equipo que le restan efectividad, mientras
que en el medio, en el punto de equilibrio entre dos tensiones, vamos a
obtener el rendimiento más alto. Veamos ejemplos de los efectos
perjudiciales que se verifican en las situaciones extremas planteadas: un
equipo cuyos miembros son muy diferentes entre sí tendrá dificultades para
llegar a acuerdos mientras que a un equipo integrado por personas con una
formación muy homogénea le costará resolver problemas imprevistos; un
equipo con una alta dosis de competencia entre sus miembros tenderá a
perder de vista el objetivo compartido mientras que en un equipo integrado
por amigos resultará incómodo plantear críticas; la abundancia de recursos
o las tareas sin plazos pueden resultar una invitación a perder el foco
mientras que la escasez o la urgencia pueden comprometer la calidad del
resultado; el control unilateral inhibirá la creatividad mientras que intentar
decidir todo por consenso puede dar lugar a discusiones interminables;
mucha rotación, como vimos antes, es perjudicial para la identidad del
equipo mientras que la estabilidad garantizada puede inducir un bajo
rendimiento; el individualismo y el comportamiento desafiante conspiran
contra la tarea común mientras que el acuerdo total y la complacencia
restan dinamismo al proceso; por último, la pretensión de ser totalmente
original genera demoras y esfuerzos innecesarios mientras que la imitación
lisa y llana no será competitiva.
Algunos de estos equilibrios que contempla Hackman fueron también
tenidos en cuenta por el psicólogo social suizo nacionalizado argentino
Enrique Pichon Rivière, quien murió en 1977 y dedicó buena parte de su
práctica profesional y su obra a la dinámica de grupos, para lo cual tomó
como punto de partida los trabajos pioneros de George Mead y Kurt Lewin.
Pichon agrega algunos planteos que conviene tener en cuenta, ya que
incorporan las tensiones que siempre existen entre el deseo de obtener un
determinado resultado y el miedo al éxito y al fracaso. A propósito del
miedo al éxito, que puede parecer a primera vista un tanto abstracto, debo
decir que me ha tocado ser testigo como coach de la ansiedad que provoca
un logro importante, pues con frecuencia se lo percibe como una limitación
para las opciones disponibles en el futuro. En efecto, un éxito en la tarea
realizada parece indicar un camino a seguir con el propósito de sacar mejor
provecho de la nueva circunstancia y, por eso, sugiere descartar otras
alternativas que a la luz de lo conseguido aparecen como poco razonables.
El fracaso, en cambio, da completa libertad de elección, aunque resulta
igualmente amenazante, pues su reiteración conduce inevitablemente a una
merma considerable de los recursos y, como consecuencia de ello, a la
restricción de las elecciones posibles. Elaborar miedos y ansiedades de este
tipo, entre los que se destacan las tensiones entre sujeto y grupo, la
resistencia al cambio y las emociones que por un motivo u otro no se hacen
explícitas, es lo que Pichon llama la “tarea implícita” o “pretarea” de un
equipo de trabajo. Cuando el equipo se resiste a elaborar estos miedos
básicos queda estancado y no consigue afrontar de manera adecuada la tarea
operativa que lo convoca.
Otra dimensión a tener en cuenta para el buen funcionamiento de un
grupo, que también aporta Pichon Rivière, es la de los roles que adoptan los
integrantes. De acuerdo con este enfoque, todo grupo genera los siguientes
roles: un portavoz, que hace explícito lo que está “en el aire” y que el resto
no se atreve a decir o no logra comprender ante cada situación; un chivo
emisario, que concentra los aspectos negativos y es a menudo elegido como
culpable de las deficiencias del conjunto; un saboteador, que resiste el
camino elegido por el líder y señala las debilidades de cada curso de acción;
y un líder, que concentra los aspectos positivos y promueve un consenso y
una convivencia aceptables entre el portavoz, el chivo emisario, el
saboteador y el resto de los miembros, quienes pueden expresar un grado
variable de afinidad o rechazo hacia quienes encarnan los roles referidos.
Para Pichon, es conveniente que estos roles no sean fijos, ya que de lo
contrario el grupo va a adoptar siempre la misma dinámica para funcionar.
Notemos, de paso, que la tendencia a repetir comportamientos es una
instancia contemplada por Hackman, quien recomendaba afrontarla por
medio del coaching.
Por último, en este repaso sobre qué condiciones debe cumplir un equipo
para ser más productivo, haremos referencia a algunos aspectos del
pensamiento grupal. Se conoce como “paradoja de Abilene” un tipo de
situación observada por el experto en administración Jerry Harvey y dada a
conocer en un libro publicado en 1988. La situación observada por Harvey
se refiere a un grupo de cuatro personas que están jugando a las cartas en
una tarde muy calurosa. Uno de ellos propone ir hasta la localidad de
Abilene a tomar algo. Aunque el viaje es largo y el clima está muy pesado,
uno a uno los presentes van dando su acuerdo. Hacen el viaje, que no
resulta placentero, y vuelven. Por la noche, cuando una de las personas
confiesa que solo dijo que sí para complacer a los demás, los otros dos que
habían asentido reconocen que también aceptaron viajar por ese motivo.
Para sorpresa de todos ellos, quien había hecho la propuesta admite que
tampoco él tenía ganas de ir y que sugirió hacer el viaje a Abilene porque
supuso que los demás se estaban aburriendo.
Lo que nos advierte la paradoja de Abilene es que un grupo puede
decidir hacer algo aun cuando todos sus miembros están en desacuerdo con
la acción. Esta posibilidad alerta sobre la necesidad de promover la
expresión de todo tipo de objeciones dentro de un equipo de trabajo. Sin
llegar al extremo planteado por Harvey, podemos caer en lo que se
denomina “groupthink”, algo que todos hemos presenciado alguna vez y
que consiste en la tendencia que tienen los grupos a pensar de manera
unificada y dejar de lado las diferencias. Tanto la paradoja de Abilene como
el groupthink ponen en evidencia situaciones en las que para los integrantes
del grupo resulta más importante mantener la cohesión que expresar su
punto de vista, con la consiguiente pérdida de aportes y enfoques novedosos
para el debate interno. Esta debilidad nos remite a los temores y ansiedades
señalados por Pichon Rivière, ya que el sentimiento de inseguridad acerca
de la falta de cohesión en el grupo puede interpretarse como una de las
tensiones que es necesario elaborar como parte de la “tarea implícita”.
Una tendencia análoga al groupthink que se verifica en los grupos es la
de la intensificación de las opiniones sobre una determinada situación
cuando la decisión se toma en conjunto. Siguiendo un mecanismo similar al
que opera para dejar de lado las diferencias, los grupos tienden a tomar más
riesgos que los que tomaría cada uno de los participantes por separado, o —
en caso de que la tendencia general apunte al control de daños— a tomar
más precauciones. Esto sucede porque los integrantes del grupo, al escuchar
argumentos que justifican la misma posición y son diferentes a los propios o
entre sí, tienen la impresión de que resulta seguro adoptar una postura más
radical. En realidad, en esos casos los miembros del grupo establecen de
manera automática e inconsciente una equivalencia entre el aumento de los
argumentos a favor de una acción y un aumento análogo en la intensidad de
la acción. Con frecuencia, esta radicalización de las opiniones no está
justificada y conviene, por eso, revisarla con cierto detenimiento.

Motivación 3.0
Cuando nos referimos a la inteligencia emocional mencionamos la
existencia de motivaciones extrínsecas, vinculadas a premios y castigos, y
de motivaciones intrínsecas, asociadas al ejercicio de nuestras capacidades
con autonomía y responsabilidad. Vamos ahora a ver estos conceptos con
mayor profundidad, pues no basta con crear las condiciones para que un
equipo de trabajo tenga un buen desempeño si no logramos al mismo
tiempo que sus integrantes estén dispuestos a comprometerse con la tarea
que realizan. Como vimos en el capítulo 1, el compromiso no es lo que
abunda en las organizaciones en nuestros días, de manera que es
perfectamente posible que preparemos el terreno tal y como lo indica
Hackman, que tomemos además las precauciones sugeridas por Pichon
Rivière, y nos encontremos luego con un grupo de personas que en lugar de
aprovechar un contexto creado con tanto esmero insisten en entregar lo
mínimo necesario como para conservar el trabajo.
Según señala Daniel Pink en una de las conferencias TED más vistas
hasta ahora, la propensión de los trabajadores al desinterés y a retacear el
esfuerzo (llamada “falta de compromiso”) se debe principalmente a que las
empresas utilizan métodos para motivarlos que “no se corresponden con lo
que la ciencia sabe acerca de la motivación”. Pink distingue entre una
motivación 1.0, que identifica con la supervivencia, y una motivación 2.0,
que es la preferida por la mayoría de las empresas y se limita a la
motivación extrínseca, esto es, a la retribución económica o a través de
servicios que pueden cuantificarse en dinero —como, por ejemplo, la
cobertura médica o la capacitación— y al temor a la pérdida del trabajo o a
las sanciones en caso de hacer las cosas mal. Sin embargo, diferentes
experimentos prueban que los incentivos materiales solo son eficaces en el
caso de tareas rutinarias y fáciles de llevar a cabo. Ahora bien, este tipo de
tareas son las que tienden a ser automatizadas cada vez más en nuestros
días. La capacidad que nos distingue como humanos y, en nuestra época,
como trabajadores más útiles que las máquinas es la de aportar creatividad
y capacidad para evaluar lo que más conviene en situaciones complejas y a
la vez específicas, en las cuales es necesario tener en cuenta múltiples
factores. Ese aporte de inventiva y buen criterio que nos reclama el actual
escenario no se pone en marcha con premios y castigos sino con los
componentes de lo que llamamos motivación intrínseca o, según la
terminología propuesta por Pink, motivación 3.0. Estos componentes son:
autonomía o la aspiración de dirigir nuestras vidas; maestría o el interés de
mejorar nuestra capacidad de hacer algo que nos importa; y propósito o el
deseo de aportar nuestro trabajo a una causa que nos trasciende.
Meses después de la charla TED sobre motivación, Pink publicó un libro
en el cual trató el tema con mayor detalle y profundidad. Allí señala que si
bien el pago por el trabajo no es suficiente para motivar a un trabajador y
lograr que se comprometa con la tarea, en el caso de que el salario sea
percibido como bajo o por debajo de la media del sector esto actúa como
una barrera infranqueable para todo tipo de propuesta o disposición ulterior,
que será considerada como irrelevante. Este planteo tiene puntos en común
con la llamada “teoría de la motivación y la higiene”, elaborada por el
psicólogo estadounidense Frederick Herzberg. Según Herzberg, es un error
postular que lo contrario de la satisfacción en el trabajo es el desagrado,
pues la primera depende de la motivación intrínseca mientras que el
segundo está ligado a lo que define como factores “higiénicos”, que son los
vinculados al salario, las condiciones de trabajo, las políticas de la empresa
con respecto a los empleados, la relación con pares, jefes y subordinados, el
estatus conseguido y la estabilidad. Todo esto hace a un trabajo no
desagradable, pero no alcanza, dice Herzberg, para hacerlo satisfactorio.
Para ello, es necesario reconocimiento por la tarea, crecimiento personal,
logros, hacer un trabajo significativo y tener cierto grado de
responsabilidad.
Un aspecto interesante a incorporar en esta reseña sobre la motivación es
la fuerte relación que se establece entre el esfuerzo y la gratificación cuando
las personas hacen algo que les importa. A propósito de esto, el psicólogo e
investigador Dan Ariely da como ejemplo en una charla TED el caso de los
montañistas, quienes al referir las expediciones que realizan hacen un relato
plagado de malestar, incomodidad y contratiempos, todo lo cual es parte
esencial de una experiencia que consideran tan satisfactoria que la repiten
una y otra vez. Luego de relatar su propia experiencia al armar muebles de
la empresa IKEA, tarea que le resultaba engorrosa y a la vez gratificante,
Ariely cuenta una anécdota acerca de la comercialización de mezclas listas
para hacer tortas, que fueron lanzadas al mercado en los años 40 y no
resultaron muy populares. Al hacer estudios acerca de la reacción de los
consumidores, se pudo establecer que las personas no compraban esas
mezclas porque consideraban que el resultado no era una torta que habían
hecho ellas mismas sino un producto elaborado por otro, algo parecido a
comprar una torta en una panadería. De manera que para sortear esta
dificultad, las empresas sacaron de la mezcla la leche y los huevos, cuya
incorporación quedó a cargo del consumidor. Ahora, hacer la torta requería
un pequeño esfuerzo y, en consecuencia, permitía sentir la satisfacción de
haberla producido. Con la nueva fórmula el producto logró penetrar en el
mercado y se mantiene vigente hasta nuestros días.
Cuando se habla de la necesidad de autonomía, maestría y propósito en
el trabajo a menudo se hacen objeciones a este enfoque con el argumento de
que se trata de algo impracticable en la mayoría de los casos. Según este
punto de vista, tales pretensiones son viables en grandes empresas
innovadoras como Google, 3M u otras por el estilo, donde hay enormes
ganancias que permiten darse esos lujos. En este caso, como en muchos
otros temas vinculados con las nuevas formas de organización del trabajo,
se pierde de vista el vínculo existente entre la satisfacción en la tarea y la
productividad laboral. Lejos de resultar un lujo, esta metodología permitió a
Google el lanzamiento de productos muy populares y rentables, como
Gmail o Google Docs, y a 3M la creación de la esponja Scotch-Brite, las
notas Post-It y muchas otras novedades. Esta mayor productividad no se
limita al área de investigación y desarrollo ni a las economías del llamado
Primer Mundo. Tal como resulta fácil comprobar en cualquier oficina de
Buenos Aires, un empleado al que se le solicita una tarea que después
resulta inútil se lamenta y protesta debido a que su esfuerzo ha sido
malgastado; de nada sirve en estos casos el argumento de que de todos
modos la organización le está pagando un salario por las horas empleadas
en lo que luego no sirvió. Sentirnos útiles, capaces y con responsabilidad es
la manera en que damos sentido a esa mitad de la vigilia que pasamos
tratando de sacar adelante nuestro trabajo. La retribución salarial sirve, por
supuesto, para comprar cosas y darnos tranquilidad económica, pero no
alcanza por sí sola para sentirnos satisfechos.
El caso de un obrero de la construcción que tuve oportunidad de conocer
sirve para ilustrar esta situación en un contexto bastante alejado de la
vanguardia tecnológica. Este obrero —llamémoslo Carlos— había llegado
poco tiempo antes de Paraguay y, luego de obtener la residencia, había
empezado a trabajar como ayudante en la construcción de unos dúplex. Su
desempeño era apenas aceptable, pues a menudo se ponía a conversar con el
oficial albañil con quien colaboraba o simplemente se distraía. Una tarde la
camioneta que la empresa constructora usaba para llevar y traer materiales
perdió una rueda cuando partía, luego de terminar de descargar. Ante el
contratiempo, el encargado de obra preguntó a los presentes si alguien
conocía a un mecánico de la zona que pudiera reparar el vehículo. Carlos
dijo que él había trabajado en un taller mecánico en Asunción y que podía
ayudar. Luego de que el encargado de obra accediera, Carlos inspeccionó la
punta del eje y la rueda averiadas, determinó que faltaba una pieza que
servía para trabar la llanta e hizo un modelo rudimentario con material de
obra que sirvió para que la camioneta saliera andando. Esa demostración de
habilidad llevó al encargado a pensar que quizá Carlos fuera más útil en
tareas menos anodinas que la de alcanzar baldes con material al oficial
albañil u otras por el estilo. En consecuencia, el encargado entrenó en pocos
días a Carlos como soldador, para comprobar luego que ante el desafío de
una tarea que lo exigía, su concentración y desempeño mejoraban de
manera sustancial. Como soldador, Carlos hizo escaleras, barandas,
pasamanos y rejas en tiempo y forma y con una calidad sobresaliente.
Un caso igualmente ilustrativo, aunque por cierto alejado en la época y
en la circunstancia de la mejora en el desempeño de Carlos, fue el del grupo
de ingenieros convocados por el ejército de los Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial para llevar adelante las investigaciones necesarias
con el propósito de construir la primera bomba atómica. El problema con
estas personas, tal como refiere el físico Richard Feynman en su libro
Surely You’re Joking, Mr. Feynman!, consistía en que para mantener la
operación en secreto se había tomado la decisión de darles diferentes tareas
relacionadas con su profesión sin decirles absolutamente nada de para qué
serviría todo eso. En ese contexto, los ingenieros avanzaban lentamente y
sin entusiasmo; al advertir lo que sucedía, Feynman pidió a Robert
Oppenheimer, director de la investigación, que obtuviera el permiso
necesario para informar de qué se trataba el llamado Proyecto Manhattan.
El permiso fue otorgado. Al enterarse de que estaban luchando en la guerra
y de que su trabajo competía con otros igualmente letales que llevaban a
cabo científicos alemanes y japoneses, los ingenieros cambiaron por
completo de actitud y comenzaron a inventar métodos para mejorar la
productividad y obtener resultados en un breve plazo. “De esta forma,”
recuerda Feynman, “resolvimos 9 problemas en tres meses, lo que
significaba trabajar casi 10 veces más rápido”.
Al referirnos a las condiciones para que un equipo tenga un buen
desempeño y para promover la motivación intrínseca, partimos de la base
de que todas las personas convocadas pertenecen a una misma cultura. Esta
suposición, como es fácil advertir, no es adecuada en todos los casos, pues
no toma en consideración las diferencias culturales que percibimos con
respecto a varias cuestiones entre, por ejemplo, un japonés, un sueco y un
argentino. Hay muchos estudios que se ocupan de estas diferencias, aunque
todavía no se ha llegado a un consenso entre los investigadores acerca de
cuál es el marco teórico general más adecuado. Algunos de estos estudios
tratan de las características y el funcionamiento de los equipos formados
por personas de distintas nacionalidades; otros se refieren a las mejores
prácticas a seguir cuando las personas cambian de país por razones
laborales, a veces dentro de la misma organización, y deben adaptarse a un
nuevo entorno cultural. Abordar estos temas está fuera de los alcances de
este libro, para el cual damos por supuesto que las personas a las cuales nos
referimos y dirigimos comparten algo que, a falta de una mejor definición,
vamos a llamar la cultura urbana latinoamericana del siglo XXI. Entendemos
por ello una mezcla variable entre las características regionales y las fuertes
tendencias globales, con predominio estadounidense, que se difunden a
través de medios de comunicación de masas tales como internet y la
producción de cine y televisión, y también al tomar contacto con la cultura
y las prácticas de las empresas multinacionales instaladas en América
Latina.

Cada maestrito con su librito


Entre los roles que identifica Pichon Rivière en todo equipo está el de líder,
que en este contexto vamos a considerar equivalente a jefe. Pichon define
ese rol como el de la persona que concentra los aspectos positivos y
promueve un consenso y una convivencia aceptables entre el portavoz, el
chivo emisario, el saboteador y el resto de los miembros. Esta descripción
muy general tiene más que ver, a mi juicio, con lo que debería hacer un
líder para obtener un mejor desempeño que con los jefes reales que nos
encontramos todos los días. Como ya señalamos en el capítulo 1, buena
parte de los jefes actuales se arreglan con el cargo a su manera y logran
resultados aceptables para las organizaciones para las cuales trabajan,
aunque muchas veces sus colaboradores los sufran y el desempeño del
equipo quede por debajo de sus verdaderas posibilidades. A estas
diferencias entre estilos de liderazgo se refirió Fernando “Rifle” Pandolfi,
delantero del club de fútbol Vélez Sarsfield en los años 90, al recordar su
experiencia bajo las directivas de Carlos Bianchi, con quien obtuvo títulos
locales e internacionales, y Marcelo Bielsa, que estuvo solo un año y logró
conquistar un campeonato local. Según recuerda Pandolfi en una nota
publicada en 2012, Bianchi tenía buen trato y se ocupaba de fortalecer la
confianza de los jugadores, de modo tal que terminaba haciéndoles creer
que eran los mejores. Bielsa, en cambio, los desafiaba todo el tiempo, los
ponía incómodos, los descolocaba y, además, solía hablarles maravillas del
rival.
Un ejemplo más drástico de estas diferencias de estilo nos lo dio un alto
ejecutivo de un banco mexicano durante un seminario sobre coaching
organizacional. Al explicar cómo funcionaban sus equipos de trabajo, este
ejecutivo dijo que en su organización había gerentes que tenían un estilo
Jedi y había gerentes que tenía un estilo Darth Vader. Para quienes no estén
familiarizados con los personajes de la saga cinematográfica Star Wars,
creada y dirigida por George Lucas, aclaro que en esa ficción los Jedis son
sabios bondadosos y Darth Vader es el malvado más temido. Según este alto
ejecutivo, los dos estilos obtenían buenos resultados y por eso el banco no
interfería para favorecer o expandir ninguna de las dos tendencias. La
posición adoptada por la empresa, por cierto conservadora y un tanto
negligente hacia los padecimientos de las víctimas de los Darth Vader, se
explica por dos motivos. El primero es el desconocimiento, señalado por
Pink, de la investigación acerca de lo que motiva a las personas para lograr
un mejor desempeño, por lo cual las organizaciones se conforman a menudo
con resultados de baja productividad. El segundo motivo es una creencia
arraigada e inflexible acerca de que “cada uno es como es”, la cual, como
veremos en el último capítulo, tiene parte de verdad, aunque no
precisamente la que está vinculada con intimidar a los empleados.
Lo que quizá resulte sorprendente y explica por qué los jefes benévolos
persisten en su benevolencia y los malvados en su maldad es que la manera
en que el jefe ve el trabajo, su propio rol y el juicio que tiene sobre la gente
que integra su equipo influyen en el modo en que las personas se comportan
en ese ámbito. En cierta forma, el jefe crea la realidad en la cual va a ejercer
su cargo. Una primera aproximación a estas cuestiones, que cambió la
manera de ver el trabajo en equipo, está relacionada con lo que se conoce
como Teoría X y Teoría Y del management, según fueron formuladas por
Douglas McGregor en la década del 60 a partir de la observación de cómo
se comportaban los gerentes en las empresas. La Teoría X parte de la
suposición de que a la mayoría de la gente le desagrada trabajar, motivo por
el cual es conveniente controlarla y amenazarla con sanciones para lograr
que se aplique a sus tareas. También sostiene que en general las personas
prefieren que las dirijan, ya que tienen poca ambición y les molesta asumir
responsabilidades. Por último, la Teoría X postula que esta gran masa de
empleados con escaso interés en lo que hacen carece de habilidad para
resolver problemas. En oposición a estas premisas, la Teoría Y sostiene que
la mayoría de las personas puede disfrutar de su trabajo y que está dispuesta
a aceptar niveles razonables de responsabilidad. Considera, además, que
esta mayoría tiene objetivos propios, busca organizaciones que le permitan
alcanzarlos, le gusta liderar en determinadas circunstancias y es buena para
resolver problemas. Dadas estas características, concluye la Teoría Y, las
personas en general pueden tener un alto grado de autonomía e
independencia y no es necesario controlarlas todo el tiempo. Notemos, de
paso, que las observaciones de McGregor tienen cierto parecido con las del
ejecutivo del banco mexicano, basadas en el sentido común, que hablaba de
líderes estilo Jedi y líderes estilo Darth Vader. El verdadero hallazgo que
introduce McGregor en su libro de 1960 es que si un jefe/a cree que la
Teoría X es correcta, su equipo de trabajo se amoldará a esa creencia y se
terminará pareciendo al previsto por la Teoría X; si en cambio considera
que la Teoría Y es la más acertada, creará las condiciones para que sus
colaboradores se comporten como lo prevé la Teoría Y.
Esta relación entre las creencias de los jefes y la conducta del equipo se
da también a nivel individual, vinculada con el rendimiento de cada uno de
los integrantes. Así lo señaló el profesor Sterling Livingston en el artículo
“Pygmalion in Management”, publicado en 1969 en la Harvard Business
Review. Allí Livingston toma lo que en psicología social se conoce como
“efecto Pigmalión”, detectado originalmente entre maestros y alumnos, y lo
aplica a las organizaciones. En su primera versión, el efecto Pigmalión se
refiere a un experimento realizado por Robert Rosenthal y Lenore Jacobson,
en el cual demostraban que las expectativas positivas que tenían los
maestros con respecto al rendimiento de algunos alumnos influían
favorablemente en el desempeño de estos. Como consecuencia de estas
expectativas, quienes eran considerados como capaces recibían una
atención especial y, por eso, obtenían mejores resultados que los demás.
Rosenthal y Jacobson usaron el nombre Pigmalión para identificar este
resultado en referencia al mito griego que narra la historia de un escultor
enamorado de la estatua de una mujer hecha por él mismo. El amor de
Pigmalión por su escultura era tan intenso que finalmente logra, por
intermedio de la diosa Afrodita, que cobre vida. La referencia a Pigmalión
había sido utilizada en 1913 por George Bernard Shaw —con un sentido
análogo al señalado por Rosenthal y Jacobson— para crear la trama y dar
nombre a una famosa obra de teatro, cuyo argumento fue utilizado luego
por el musical My Fair Lady, estrenado en Broadway en 1956 y llevado al
cine en 1964.
Al trasladar al ámbito de las organizaciones la idea que Rosenthal y
Jacobson detectaron en las aulas, Livingston comprueba que las
expectativas tanto positivas como negativas que tienen los jefes acerca de
las personas que dirigen llevan a estas a tener un desempeño acorde con el
esperado. La generalización de Livingston, que no se limitó a considerar los
rendimientos notables sino también aquellos insuficientes, fue corroborada
años más tarde en lo concerniente a las expectativas negativas de los
maestros y la consecuente merma en el desempeño de los alumnos. En un
artículo publicado en 1982, Rosenthal y otros investigadores denominaron
“efecto Golem” a los casos en los cuales las expectativas bajas o negativas
tienen como consecuencia un desempeño insuficiente. El Golem en la
mitología judía es una figura de arcilla a la cual un rabino da vida en el
siglo XVI por medio de los secretos de la cábala, con el propósito de que
defienda al gueto de Praga de los ataques antisemitas. Sin embargo, el ser
creado por el rabino tiene escasa inteligencia y termina convirtiéndose en
una amenaza.
Los efectos Pigmalión y Golem son casos particulares de lo que se
conoce como “profecías autocumplidas”, esto es, situaciones en las cuales
las expectativas de que algo vaya a suceder hacen que aumente
considerablemente la probabilidad de que esas expectativas se cumplan. Un
ejemplo clásico de profecía autocumplida es el funcionamiento del sistema
bancario, que se mantiene sólido mientras el público considera que lo es y
no tiene premura en retirar sus depósitos, y se desmorona cuando algún
suceso provoca que se pierda la confianza; como consecuencia de esto, se
produce una corrida que lo transforma en insolvente, debido a la
imposibilidad de recuperar los créditos a la misma velocidad en que la
gente reclama los depósitos. Otro ejemplo es el que relaciona las
expectativas de las personas acerca de su propio rendimiento y lo que
finalmente logran, pues se verifica que una condición necesaria para
esforzarse al hacer una tarea es la de creer que dicho esfuerzo dará un buen
resultado. Esta relación fue postulada por el psicólogo canadiense Albert
Bandura. Según demuestra Bandura, creer en la propia eficacia influye de
manera positiva en las elecciones de vida, el nivel de motivación, la calidad
del funcionamiento, la resiliencia frente a la adversidad, y la vulnerabilidad
ante el estrés y la depresión. Bandura señala que las personas que se ven a
sí mismas como altamente eficaces actúan, piensan y sienten de manera
diferente de aquellos que se ven a sí mismos como ineficaces. Este
resultado se extiende a la influencia que puede tener sobre nosotros estar
convencidos de la eficacia de adoptar una conducta determinada, y a la
probabilidad de éxito de un plan de trabajo en el cual creen los encargados
de llevarlo a la práctica. La diferencia entre los resultados que obtiene quien
cree y quien no cree en lo que hace es crucial a la hora de promover un
cambio o lanzar un nuevo proyecto, pues la contribución que harán aquellos
que no están convencidos será de escaso valor.
Jefes Jedi y jefes Darth Vader, Teoría X y Teoría Y, Pigmalión y Golem,
son todos modelos que parten de una simplificación en la cual todo lo que
consideramos bueno y conveniente queda de un lado —Jedi, Teoría Y,
Pigmalión— y el escepticismo y la “mano dura”, que juzgamos como corta
de miras e inferior en cuanto al desempeño, queda del otro. Este esquema
sirve como primera aproximación para aportar claridad al enfoque. Sin
embargo, está lejos de reflejar la variedad de estilos de conducción que
encontramos en las organizaciones. Una descripción más amplia de estos
estilos fue propuesta por Daniel Goleman —a quien ya nos referimos como
el principal difusor del concepto de inteligencia emocional— en un
influyente artículo publicado en el año 2000. Allí, a partir de una
investigación realizada por una consultora internacional que entrevistó a
3.871 ejecutivos, Goleman define seis estilos diferentes de liderazgo o
jefatura, la manera específica de conducir de cada uno, una frase típica que
sintetiza ese comportamiento, y el impacto que tiene cada modalidad en el
clima laboral. Estos estilos son el coercitivo, el visionario, el comprometido
con el equipo, el democrático, el resultadista, y el maestro. Veamos en qué
consiste cada uno.
La frase característica del estilo coercitivo es “hagan lo que yo digo”, la
cual está casi siempre relacionada con una demanda de cumplimiento
inmediato de las órdenes que emanan de un jefe que lo sabe todo y da poco
o ningún espacio a la creatividad del equipo. El impacto de una actitud
semejante en el clima laboral es, como resulta fácil suponer, negativo.
Al visionario la frase que lo define es “síganme”; no pide obediencia
ciega, sino que lo acompañen a lograr un objetivo común que da sentido al
trabajo diario. Ese objetivo está presente en cómo se evalúa a los
integrantes del equipo y qué prioridad se da a cada tarea. Cuando la visión
es creíble y moviliza al equipo, el efecto sobre el clima laboral es positivo.
El comprometido con el equipo es un jefe que pone el foco en crear
armonía y construir vínculos emocionales. Su frase característica es
“primero, la gente” y los resultados vienen como consecuencia de los
sólidos vínculos establecidos en el equipo, que se expresan a través de un
sentimiento de lealtad y compromiso compartidos. En ese contexto, el clima
laboral es positivo por definición.
El líder democrático es un constructor de consenso, lo cual genera en
ocasiones estados deliberativos muy instructivos y en cierta medida
paralizantes. Su frase característica es “¿qué piensan ustedes?” y el impacto
sobre el clima laboral es positivo.
El líder resultadista pone altos estándares para el desempeño, que
establece él mismo, y exige, como su nombre lo indica, resultados. Ejerce
una presión por momentos agobiante, basada en la divisa “hagan lo que yo
hago, ahora”. Por eso, el clima laboral que genera es negativo.
El maestro es el tipo de jefe que se ocupa de desarrollar a las personas
que integran su equipo. Adopta a menudo el rol de coach —su frase
característica es “prueben esto”—, utiliza a diario la indagación y el
diálogo, y necesita, para dar lo mejor de sí, un equipo cuyos integrantes
tengan vocación por aprender. Tiene un impacto positivo en el clima
laboral.
A su vez, Goleman vincula cada uno de estos estilos con una situación en
la cual resulta eficaz. Para el estilo coercitivo, la circunstancia favorable es
la crisis, la necesidad de dar un cambio brusco de dirección o la decisión de
quebrar la inercia del equipo. El estilo visionario es preferible cuando se
necesita una dirección clara, que ordene el día a día en pos de un objetivo
común. El líder comprometido con el equipo es adecuado para remediar
enfrentamientos y para motivar en circunstancias difíciles. El democrático
logra comprometer al equipo y obtener aportes valiosos. El resultadista
funciona mejor cuando trabaja con un equipo motivado y competente. El
maestro logra ayudar a los empleados a mejorar el desempeño y a
desarrollar fortalezas a mediano plazo. Según Goleman, lo ideal sería que
las personas que dirigen a un equipo fueran capaces de cambiar de un estilo
a otro para adaptarse a las circunstancias; que por ejemplo pudieran ser
coercitivos en medio de una grave crisis y democráticos cuando se
requieren conocimientos y puntos de vista diferentes para resolver un
problema complejo. Si bien es cierto que las circunstancias pueden influir
en el estilo de conducción, resulta no obstante improbable que una persona
pueda contar con un repertorio tan amplio de conductas posibles y que las
pueda ir cambiando según la conveniencia de cada situación.
Al repasar los estilos de liderazgo nos puede dar la impresión de que son
todos equivalentes desde el punto de vista de la gestión y de que elegir entre
uno y otro es una cuestión de preferencia o, si está a nuestro alcance, de
conveniencia para afrontar una determinada etapa. Sin embargo, hay dos
estilos —el coercitivo y el resultadista— que tienen una incidencia negativa
sobre el clima laboral y esto también afecta la productividad. El mismo
Daniel Goleman advirtió sobre esta diferencia crucial en un artículo
posterior, escrito en colaboración con Richard Boyatzis y Annie McKee. En
el artículo, que más tarde daría origen a un libro, Goleman y sus
colaboradores refieren investigaciones que ponen de manifiesto la relación
causal entre la conducta y el estado de ánimo habitual del líder y el clima
laboral, esto es, la conducta y el estado de ánimo de los empleados. Por eso,
únicamente los estilos que tienen un impacto positivo en el clima laboral,
señalan los autores, son capaces de crear las condiciones para un
desempeño destacado que además se pueda sostener en el tiempo.

Desarrollo del liderazgo


Hasta ahora en este capítulo nos hemos referido a cuáles son las
condiciones para que un equipo pueda tener un buen desempeño, qué
motiva a los empleados y cómo son los jefes o gerentes que ya están
actuando como tales. Ahora vamos a cambiar el punto de vista y nos vamos
a preguntar qué capacidades debe desarrollar una persona para
transformarse en líder, donde entendemos esta definición no ya como
equivalente a jefe sino de acuerdo con la distinción a la que nos referimos
en el capítulo 1 y que tomamos de John Kotter. Según Kotter, un jefe se
ocupa de planificar, gestionar y resolver, mientras que un líder es quien
indica el rumbo a seguir. Lo que aporta el liderazgo, de acuerdo con este
enfoque, es una visión, que bien puede ser el producto de una convicción
íntima —como en el estilo visionario definido por Goleman— o de una
construcción colectiva guiada por el líder, más acorde con el estilo
democrático o maestro que describimos antes. Como veremos, esta
capacidad de indicar el camino cumple un rol importante en la conducta que
adoptamos en el presente. Además, es el único recurso disponible para
afrontar situaciones no previstas o críticas, donde los procedimientos
conocidos pierden vigencia y es necesario tener en claro cuáles son las
prioridades, qué hay que preservar para que la organización siga teniendo
sentido y qué puede postergarse o dejarse de lado. Por eso, la pregunta
acerca de cómo desarrollar la capacidad de proponer o construir una visión
ha sido un denominador común de instituciones educativas de todo tipo,
que consideran de vital importancia formar a las personas para que puedan
asumir responsabilidades y tomar buenas decisiones por sí solas en
momentos críticos.
Entramos ahora en una temática que ha sido abordada a lo largo de los
últimos 100 años desde diferentes puntos de vista sin que haya un consenso
hasta el momento acerca de las cualidades necesarias para formular una
visión convincente y sobre si es o no posible entrenar a las personas para
que estén en mejores condiciones de hacerlo. La visión es un objetivo a
largo plazo que aparece siempre como algo que se va a modificar
inevitablemente debido a que nadie —ni siquiera el líder más eficaz— tiene
la capacidad de predecir el futuro. Sin embargo, el valor de la visión no
reside en que se cumpla tal y como está formulada sino en que sirva de
referencia para tomar decisiones en el presente, y como criterio válido para
acumular conocimientos e información. Tomemos como ejemplo el caso de
un estudio de arquitectura cuya visión consistía en contribuir a que las
personas residan en entornos acordes a sus necesidades y se expresaba en la
realización de proyectos de viviendas multifamiliares innovadoras —del
tipo “PH moderno”— en dos barrios de Buenos Aires, con la ambición de
ampliar sus operaciones a toda la capital y su zona de influencia. Las tareas
del estudio incluían la elección de los terrenos aptos para las
construcciones, la convocatoria a medianos inversores y la alianza con una
constructora que se hacía cargo de la obra. Mientras los integrantes del
estudio intentaban concretar la visión —que los estaba haciendo
evolucionar de arquitectos a desarrolladores—, surgió una oportunidad de
cambiar de rumbo que resultó tentadora: les ofrecieron una alianza con una
gran empresa que se dedica a construir edificios de oficinas para alquiler en
la capital y la zona norte del Gran Buenos Aires. Sin la visión inicial, cuya
concreción implicaba expandirse a otras zonas y demostrar solvencia en
diferentes áreas, para los integrantes del estudio habría sido improbable
toparse con la nueva oportunidad, la cual surgió a partir de una evaluación
de sus antecedentes. Y si se hubieran aferrado a la visión inicial de manera
rígida, habrían sido incapaces de considerar y aceptar la nueva propuesta,
que les planteaba cambiar el foco de su actividad del entorno hogareño al
laboral. Así, la dinámica de los hechos y la decisión de cambiar la visión
llevó a los integrantes del estudio a transformarse de especialistas en
viviendas multifamiliares —y estudiosos atentos de toda novedad al
respecto— a investigadores a tiempo completo de las características de los
edificios de oficinas de última generación. El cambio no fue fácil. Implicó
hacer averiguaciones acerca de las características de la tarea a asumir y de
la relación con la empresa constructora, preguntarse si les resultaría
satisfactoria esa manera de trabajar y compararla con la que habían
adoptado hasta el momento, revisar la vocación profesional en relación con
los nuevos proyectos, y rediseñar los valores que sostendrían toda la
actividad.
Este comentario sobre la visión y su utilidad sirve para advertir que no se
espera de un líder que anuncie lo que vendrá —aunque a menudo se los
describa erróneamente de esa manera— sino que sea capaz de construir con
los elementos del presente un rumbo a seguir; y también de revisar ese
rumbo todas las veces que sea necesario. Se trata, en definitiva, de entender
la necesidad de contar con una visión y de obrar en consecuencia antes que
de postularse como una suerte de oráculo organizacional. Comprendido
esto, que a menudo representa un obstáculo para tomar en serio la necesidad
de una visión, pasemos a otra dificultad, de orden jerárquico. Esta dificultad
es la que se plantea un mando intermedio cuando se pregunta para qué le
sirve a él ponerse a pensar en una visión si la que aplica la organización a la
que pertenece —en caso de que tenga una y la haga explícita— ya está
definida a otro nivel. Pues bien, le sirve y mucho por dos motivos. El
primero es para saber si está de acuerdo con la visión en uso y si esta es
compatible con sus objetivos personales, ya que siempre es útil revisar la
necesaria articulación entre intereses personales y colectivos, no solo en lo
inmediato sino a largo plazo. El segundo motivo es que la elaboración de la
visión no proviene de una cabeza solitaria y pensante, aunque a veces lo
parezca, sino que es el resultado de una práctica social, de la cual participan
—sean conscientes de esto o no— todos los integrantes de la organización.
En cierto modo, podemos decir que para intentar marcar un rumbo
determinado el líder debe ser capaz al mismo tiempo de influir en sus
seguidores y de percibir las principales tendencias que expresan las
opiniones y los anhelos de ese grupo de personas. Por eso, la visión no se
impone desde arriba ni es el resultado de una compulsa entre todos los
involucrados. Antes bien, se trata de una relación de ida y vuelta en la cual
el líder o aspirante a líder se nutre de una gran cantidad de información y
busca sintetizarla en una fórmula que exprese y a la vez supere las
aspiraciones de sus seguidores. Cuando lo logra, se da un tipo de situación
que el autor inglés Simon Sinek ha descrito de manera elocuente al afirmar
que “seguimos a las personas que lideran no porque tenemos que hacerlo
sino porque queremos hacerlo; no los seguimos por ellos sino por
nosotros”.
Un ejemplo conocido de lo que sucede cuando fracasa esta elaboración
colectiva de la visión fue la derrota de los Estados Unidos en Vietnam, que
fue la consecuencia de que los líderes políticos no lograran convencer a los
soldados y a la opinión pública de que el esfuerzo bélico valía la pena. Esa
derrota hizo reflexionar a la conducción de las fuerzas armadas
estadounidenses, que al poco tiempo empezó a cambiar su concepción de
liderazgo, se limitó al reclutamiento voluntario y modificó los
entrenamientos que daba a los estudiantes de West Point y otras academias
militares. Más tarde, la proliferación de conflictos donde los frentes de
batalla no están claramente definidos y el enemigo se encuentra disperso y
mezclado con la población civil, hizo evidente la necesidad de preparar a
todos los integrantes de las fuerzas armadas para tomar buenas decisiones
en soledad. Según el profesor Scott Snook, quien contribuyó a crear el
nuevo programa, para conflictos del tipo de la Segunda Guerra Mundial era
suficiente contar con soldados que fueran capaces de ejecutar de la mejor
manera las órdenes que recibían. En cambio, para conflictos como los
actuales se necesitan personas capaces de evaluar adecuadamente cada
situación y de tomar decisiones de manera autónoma. Por eso, refiere
Snook, hoy se intenta formar a los cadetes para que actúen como líderes en
todos los casos, más allá de que estén o no a cargo de un equipo. Y para
ello, tienen que profundizar en cuál es la visión de la fuerza a la que
pertenecen, contribuir a construirla y consolidarla, y comprender cómo
influye esa visión en la toma de decisiones en el presente. Se trata de un
tipo de liderazgo que, si bien no toma estado público, es tan importante
como el liderazgo que recibe reconocimiento.
Según el estadounidense Warren Bennis, considerado uno de los
pioneros en los estudios sobre liderazgo, la visión es una idea clara que
expresa la razón de ser de una organización, sus objetivos a largo plazo, los
valores básicos e inviolables que sostienen todas sus prácticas y una
descripción simple, potente y atractiva de los puntos anteriores mediante
imágenes, metáforas o historias. Para Bennis, los pasos necesarios para
formular una visión incluyen el coraje de expresar lo que uno piensa y
siente, el reconocimiento de la propia vocación, la apertura para aprender de
otras personas, y la capacidad de comprometerse con el rumbo elegido. Las
recomendaciones de Bennis son especialmente útiles para disuadir a
quienes pretendan elaborar una visión a partir de una evaluación fría y
calculada de las expectativas de un grupo en un momento dado. Proponer y
sostener una visión, advierte Bennis al reclamar coraje, vocación, apertura y
compromiso, no es en ningún caso el resultado de una impostura basada en
la ambición o una declaración imprecisa mediante la cual se intenta dejar
conformes a todos. Quien propone un rumbo a seguir nunca tiene todas las
explicaciones del caso ni cuenta con toda la información necesaria para
justificar su elección, pues al tratarse de un objetivo a largo plazo, muchas
de las variables que pueden influir en su definición son incontrolables. Ese
déficit inevitable de información solo puede ser compensado con una
convicción basada en la autenticidad y en la responsabilidad, de manera tal
que la oferta resulte creíble para quien la enuncia y, como consecuencia de
esto, para sus eventuales seguidores.
Tal como refiere Mark Lipton en un artículo publicado en la Sloan
Management Review, no son pocas las empresas y los aspirantes a líderes
que no aciertan al intentar definir una visión que movilice y ordene las
acciones del conjunto en el presente. Por eso, señala el autor, a menudo se
cae en enunciados intrascendentes que pretenden llenar el vacío con
expresiones del tipo “devoción por el cliente” o “compromiso con la
calidad”. También se da el caso de reconocidos visionarios, como Louis
Gestner de IBM o Bill Gates de Microsoft, quienes al tiempo que
desestiman la necesidad de una visión, formulan una serie de preceptos que
cumplen el mismo cometido. Para Lipton, la visión es necesariamente una
síntesis de la misión —lo que la organización hace y su manera de hacerlo
—, la estrategia —hacia dónde va y qué la distingue— y la cultura —cuáles
son los valores que definen el trabajo y la relación entre las personas. Así
planteada, la construcción de una visión tiene menos que ver con una
declaración de unas pocas líneas, que es como suele presentarse, y está más
vinculada con una serie de preguntas que es necesario mantener siempre
vigentes, y con el proceso de generar las respuestas adecuadas para cada
momento. Quizás al evitar un compromiso con el concepto de visión,
personalidades destacadas como Gestner o Gates estaban tratando de
adoptar una posición flexible que les permitiera mantener vigentes las
preguntas en lugar de establecer de una vez y para siempre las respuestas.
Un abordaje interesante acerca de las preguntas que determinan el
funcionamiento de una organización es el aportado por Sinek, quien señala
que todas las empresas saben qué hacen, algunas de ellas se preocupan por
definir cómo hacen lo que hacen, y solo unas pocas se preguntan por qué
hacen lo que hacen. Sinek advierte que el por qué no está vinculado a ganar
dinero, que considera un resultado, sino al sentido que tiene la actividad que
se lleva a cabo. Según el autor, los líderes que son capaces de definir por
qué una organización hace lo que hace y de comunicarlo con claridad son
capaces de inspirar a sus integrantes y también a quienes consumen sus
productos o servicios. Para ilustrar estos conceptos, Sinek toma como
ejemplo a Apple, con su vocación por desafiar el statu quo, y a Martin
Luther King Jr., quien logró explicar que el racismo es un mal que afecta a
toda la comunidad y no solo a los discriminados.

Caja de herramientas
Para concluir este capítulo sobre trabajo en equipo y liderazgo, veamos
algunas cuestiones relacionadas con los temas tratados y que preferí no
incluir antes para no perder claridad de exposición (espero haberlo logrado).
Se trata de un conjunto de conocimientos, algunos de ellos provenientes de
la psicología social, que pueden constituir una caja de herramientas útil para
mejorar el desempeño de un equipo en diferentes circunstancias.
Comenzaremos por señalar la recomendación del consultor británico-
estadounidense Marcus Buckingham acerca de la conveniencia de
identificar cuáles son las fortalezas de cada uno de nuestros colaboradores
para luego asignarles tareas acordes. Para llevar a la práctica esta
recomendación, que podemos ilustrar con lo catastrófico que sería pedir a
Messi que escriba una novela y a un joven García Márquez que se calce los
botines, Buckingham sugiere poner a prueba a las personas en diferentes
tareas y también tratar de establecer cuál es su estilo de aprendizaje —si
prefieren, por ejemplo, el análisis, la práctica o la observación. A propósito
de la eficacia del aprendizaje y de las posibilidades de desarrollo basadas en
las fortalezas, viene al caso recordar la advertencia de Peter Drucker, quien
con justeza señaló que “lleva mucha más energía y mucho más trabajo
mejorar desde la incompetencia hasta una mediocridad exigua que mejorar
desde un desempeño muy bueno a uno excelente”.
Otra sugerencia a mi juicio valiosa se refiere a cómo se fijan objetivos y
se controlan resultados. Si bien puede ser provechoso realizar intercambios
en el momento de la elaboración de un plan de trabajo o de llegar a
acuerdos sobre la distribución de tareas, la investigación con respecto a esto
nos dice que las personas trabajan mejor y son más productivas cuando se
controla su desempeño de manera individual y no a través del rendimiento
total del grupo. De manera que una vez distribuidas las tareas, es
conveniente que quede claro quién se ocupa de qué cosa y cómo debe rendir
cuentas del trabajo que tiene asignado. De lo contrario, sucederá casi
siempre que algunos miembros del equipo bajarán su rendimiento para
aprovechar la ventaja de que otros hagan parte de su trabajo. Este
comportamiento, llamado “holgazanería social”, ha sido comprobado en
laboratorio y en situaciones de la vida real en reiteradas ocasiones.
No siempre es posible medir con un costo razonable el aporte individual
a una tarea colectiva. Por eso resulta útil conocer cuáles son las situaciones
que promueven la cooperación, pues en estos contextos se atenúa la
tendencia a la holgazanería social. De esto se ocupa el profesor de biología
y matemático estadounidense Martin Nowak, quien en 2011 publicó junto a
Roger Highfield un libro sobre el tema. A partir de investigaciones
realizadas en el campo de la teoría de la evolución, la teoría de los juegos y
las neurociencias, Nowak y Highfield identifican como condiciones
favorables para el trabajo en equipo la existencia de leyes y prohibiciones
que obliguen a cooperar, la utilización de incentivos positivos o negativos,
la competencia con otro equipo, y la exigencia de defender al grupo de
pertenencia. También favorecen la cooperación —y son menos evidentes
que las anteriores— la necesidad de actuar con reciprocidad frente a lo que
hacen otros, el deseo de cuidar la propia reputación, y la imitación de la
conducta de otros miembros del equipo. Reciprocidad, reputación e
imitación son tres contextos a tener especialmente en cuenta, pues desafían
la creencia —en ocasiones avalada por la academia— de que en todos los
casos prevalece un comportamiento egoísta. Lo que nos dicen estas pautas
es que las personas sienten necesidad de retribuir las acciones de otros que
las favorecen, que les desagrada que se los juzgue como egoístas, y que
imitan los comportamientos de otros cuando comprueban que estos
benefician al equipo.
Una observación a tener en cuenta para evitar conflictos que de otro
modo resultan harto frecuentes es la que realizan los profesores Chan Kim y
Renée Mauborgne cuando señalan las dificultades que todos tenemos para
evaluar con justicia el desempeño de los demás. Por eso, Kim y Mauborgne
sostienen que el camino para producir cambios sustentables es poner
especial atención en considerar todos los intereses y los puntos de vista en
juego, de manera tal de poner en práctica lo que definen como un “proceso
justo”. A menudo el objetivo de conducir un proceso justo está amenazado
por varios sesgos cognitivos relacionados entre sí que dificultan la
comunicación en un equipo de trabajo, pues suelen generar sentimientos de
frustración y enojo. El primero de estos sesgos cognitivos es que tendemos
a juzgarnos por nuestras intenciones y a juzgar a los demás por su conducta.
Esta distorsión provoca que en ocasiones nos sintamos injustamente
acusados de algo —¡lo hicimos con la mejor intención!— y que no
tengamos la misma capacidad de comprensión cuando debemos evaluar las
consecuencias de un error cometido por otro. El segundo sesgo se refiere a
la evaluación de resultados no deseados, los cuales tendemos a atribuir a la
situación cuando están vinculados con nuestras acciones y a la persona
cuando suceden en relación a las acciones de otros. También en este caso
tendemos a ser complacientes con lo que nos pasa e inflexibles con lo que
hacen otros. Similares a los anteriores son la tendencia a sobrestimar la
contribución propia y a subestimar la de los demás y, en general, a ver
favorablemente nuestras habilidades y cualidades morales y a disminuir el
valor de las de otros, todo lo cual constituye lo que se conoce en psicología
social como “sesgo de interés personal”. Dado que estas distorsiones están
presentes, en mayor o menor medida, en todas las personas, es importante
estar alerta para evitar acusaciones cruzadas en el equipo de trabajo, que
con frecuencia derivan en enfrentamientos personales.
Por último, dos recursos para no quedar atrapados en falsas opciones. En
general, tenemos tendencia a ordenar la realidad en opuestos: lo que está
bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto, lo que sirve y lo que no
sirve. Este tipo de pensamiento, que sin duda resulta útil para tomar
decisiones simples y rápidas, nos lleva a cometer errores con frecuencia
ante problemáticas que requieren mayor profundidad de análisis y una
actitud abierta. Ya Aristóteles había llamado la atención sobre esta
distorsión del pensamiento y creado esquemas donde hay un continuo entre
dos conceptos extremos cuyo punto medio señala la conducta adecuada. Un
ejemplo que da Aristóteles es el de la cobardía y la temeridad como
conceptos extremos y la valentía como punto medio. Con este método, que
guarda similitud con los equilibrios de Hackman y Pichon Rivière sobre el
trabajo en equipo, podemos crear otros continuos que resultan útiles en el
mundo de hoy: por ejemplo, el que vincula la ingenuidad con la paranoia, o
la baja autoestima con la soberbia, o el realismo pesimista con el optimismo
infundado. De esta manera, en lugar de tratar de discernir qué está bien y
qué esta mal, vamos a tratar de identificar dos posiciones extremas que nos
conducen al error y a buscar el equilibrio entre ambas.
Una variante de este enfoque, destinado a tratar de manera novedosa
muchas de las antinomias que se plantean en las organizaciones, es el que
proponen los consultores James Collins y Jerry Porras en el influyente libro
Built to Last, que fue publicado en 1994 y vendió más de un millón de
ejemplares. Según Collins y Porras, para evitar simplificaciones es
necesario comprender que todos los juicios que hacemos son dependientes
del contexto y, en consecuencia, de la información que tenemos en ese
momento, la cual puede cambiar. Por eso, los autores sugieren que, frente a
la tiranía del “o” en situaciones en las que parece que debemos optar,
examinemos la posibilidad de utilizar “y”. Como ejemplos de estas falsas
disyuntivas referidas a la dirección de empresas, Collins y Porras señalan
las siguientes: la persona o la situación; liderazgo democrático o autoritario;
dogmatismo o relativismo; liderazgo duro o amable. Para comprender cómo
podríamos reemplazar en cada uno de estos casos la “o” por la “y”, basta
reconocer que se trata de disyuntivas falsas, que no admiten la elección de
una respuesta única y permanente. Así, habrá casos en que el resultado
dependerá solo de la persona, otros en que será producto de la situación y
también se dará con frecuencia una combinación de ambos. Otro tanto
sucede con la búsqueda de consenso y la toma de decisiones rápida y
efectiva, o la necesidad de mantener un rumbo en determinados contextos y
de cambiarlo en otros, o las situaciones en las cuales es necesario “cortar
por lo sano” y aquellas que son propicias para el intercambio de ideas y la
persuasión.
6. Una cuestión de actitud

Estamos en una situación en la cual el capitalismo está siendo reemplazado por el talentismo —
en todas partes— porque el capital hoy es abundante, pero lo que realmente hace la diferencia
es el talento que está detrás de la empresa.
Klaus Schwab

Todo cambia
En nuestra época todo el mundo habla de cambio e innovación, y no es para
menos. Cuando recordamos la manera en que trabajábamos hace veinte o
treinta años comprobamos con facilidad que los procedimientos y las
herramientas se han modificado —en muchos casos de manera radical— en
buena medida por la irrupción de la computadora personal conectada a
internet. Si, por ejemplo, yo estuviera escribiendo este libro en 1986, mi
procesador de palabras sería capaz de almacenar unas veinte páginas y casi
todas mis fuentes provendrían de trabajos impresos. Si fuera un poco más
allá en el tiempo, hasta el año 2000, ya podría guardar todo el material en
una computadora personal, pero no tendría todavía a disposición más que
una cantidad limitada de textos electrónicos. Hoy, prácticamente todo el
trabajo se realiza en mi notebook, que puedo transportar conmigo en una
mochila y conectar a las bases de datos disponibles en todo el mundo desde
cualquier bar. Al comparar esta evolución con lo ocurrido en las tres
décadas que van desde 1956 a 1986, vemos que los cambios entre esos años
fueron mucho menos impresionantes. Siguiendo con el ejemplo de la
escritura de un libro de divulgación de conocimientos profesionales y
científicos, las condiciones hubieran sido más o menos las mismas entre
1956 y 1986, con la salvedad de que el autor podría haber reemplazado su
máquina de escribir mecánica por una eléctrica.
El poder de procesamiento creciente de los dispositivos conectados a
internet ha provocado cambios profundos en los medios de comunicación,
la industria del entretenimiento, la comercialización de productos y
servicios, la administración de los negocios y del Estado, la creación de
nuevos tipos de empresas, la educación, el diseño gráfico, el sector
financiero, y un largo etcétera. Comienza además a generar una nueva
expansión —denominada “Internet de las cosas”— a través del lanzamiento
de todo tipo de artículos conectados a la red y de la producción
descentralizada por medio de las impresoras 3D. Estos avances
tecnológicos son, además, globales, pues se difunden en pocos meses a
todos los países desarrollados y emergentes. En este contexto de cambio
acelerado, pequeñas empresas con ideas pioneras se transformaron luego en
gigantes multinacionales, mientras que grandes corporaciones como Kodak
o Nokia, que no advirtieron a tiempo la necesidad de renovarse, pasaron por
serios inconvenientes. Un escenario tan dinámico tuvo como consecuencia
la proliferación de cursos, libros, posgrados y entrenamientos que intentan
preparar a la gente para innovar, tomando a menudo como ejemplo casos de
éxito como la creación del iPhone, el lanzamiento y la evolución de
Facebook, y otras invenciones resonantes que provocaron cambios
extraordinarios. Con frecuencia, estas propuestas dan por sentado de
manera implícita que la innovación, que es difícil de lograr y está casi
siempre a cargo de equipos especiales, es sinónimo de cambio. En realidad,
si bien la innovación es una parte importante de los cambios que se
producen en las organizaciones, no agota este fenómeno ni mucho menos.
Como veremos, el cambio abarca a todas las áreas y no implica
necesariamente la creación de productos, servicios o modelos de negocio
disruptivos.
La dificultad para innovar a la que hice referencia fue uno de los temas
abordados durante un seminario de un día dictado en New York en 2009 por
el especialista en management Gary Hamel. Luego de señalar que uno de
los desafíos de las organizaciones en el siglo XXI es el de aprender a
adaptarse a distintos escenarios, Hamel citó lo que se conoce como la “regla
de oro” de la innovación, la cual establece que para innovar es necesario
partir de 1.000 ideas, para elegir luego 100 que resulten viables, de las
cuales quedarán vigentes 10 transformadas en proyectos, y finalmente se
logrará tener éxito con una. Esta exigencia se ve reflejada en la tasa de éxito
a nivel internacional de las startups —esto es, empresas que se crean para
lanzar una idea novedosa— que oscila entre un 10 y un 20 %, porcentaje
que desciende en la Argentina a menos del 10 %. Los resultados son un
poco mejores para nuevos productos o servicios lanzados por empresas ya
establecidas, las cuales tienen la ventaja de hacer varias apuestas al mismo
tiempo y compensar luego con un gran éxito los tres o cuatro fracasos
contemporáneos a ese desarrollo. Así y todo, la actual tendencia a la
innovación es tan fuerte y sostenida que todo el tiempo están surgiendo
novedades que debemos tener en cuenta para no quedar rezagados.
Frente a esta suerte de selección natural, en la cual se producen
centenares o miles de novedades al tiempo que cientos de miles o millones
de ideas quedan en el camino, las organizaciones suelen dudar acerca de la
conveniencia de destinar recursos a un resultado que juzgan improbable y a
menudo quedan a mitad de camino, esto es, aplican una política de
innovación con tantos controles y precauciones que lo único que logran son
mejoras de escaso impacto. Más allá de estas iniciativas, las cuales están
casi siempre restringidas a un grupo limitado de personas, lo que resulta
inevitable para todos los sectores de una empresa, organismo público o
asociación civil es tomar nota de las innovaciones que los afectan e
incorporarlas mediante un proceso de cambio organizacional, esto es, el
rediseño del funcionamiento habitual con el objetivo de mejorar el
desempeño. Entre los diversos tipos de cambio organizacional que se
promueven, son relevantes las modificaciones de la estructura para hacerla
más funcional, las transformaciones con el propósito de lograr una
reducción de costos, la reingeniería de procesos, y los cambios culturales.
En el contexto de este libro, que está dirigido a jefes y jefas en general y
no a aquellos que dirigen equipos innovadores, considero que el principal
desafío a afrontar es el de promover y adaptarse al cambio organizacional,
tenga este origen en la innovación generada por otros o en alguna iniciativa
vinculada con la dinámica de la entidad a la que pertenecen. Este enfoque,
por otra parte, tiene en cuenta las características actuales de las
organizaciones de América Latina, dada la escasa actividad que registra la
región como fuente de nuevos productos o servicios, la cual se puede medir
a través de la cantidad de patentes internacionales solicitadas ante la
Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de las Naciones Unidas
(OMPI). En 2015, todos los países latinoamericanos juntos presentaron
1.216 solicitudes, menos del 10 % de las producidas por Corea del Sur y
poco más del 2 % de las correspondientes a los Estados Unidos, que lideró
el ranking mundial con 57.385 patentes. Es cierto que tanto los organismos
internacionales como varios de los gobiernos de la región y un nutrido
grupo de políticos y economistas recomiendan modificar este panorama e
impulsar otro tipo de mentalidad, en especial luego de la declinación del
auge económico basado en los precios de las materias primas. Sin embargo,
lo que hay por ahora son desarrollos incipientes que no alcanzan para
revertir la tendencia general.
Señalábamos la conveniencia de promover y adaptarse al cambio
organizacional, entre cuyos objetivos, según apuntamos, hallamos con
frecuencia la modificación estructural, la reducción de costos, la
reingeniería de procesos y los cambios culturales. Más allá de las
particularidades de cada una de estas iniciativas, que adoptan características
propias en cada organización y en cada caso, es pertinente tomar como
punto de partida una advertencia del autor Richard Luecke, quien recuerda
en un libro sobre cómo gestionar el cambio y la correspondiente transición
que los lugares de trabajo son sistemas sociales en los cuales las soluciones
“técnicas” carecen de valor mientras no se construyan a partir de las
habilidades y motivaciones de las personas implicadas. Consciente de esta
limitación, Luecke propone siete pasos para llevar a cabo un proceso de
cambio, el primero de los cuales consiste en movilizar la energía y el
compromiso de los involucrados a través de la identificación conjunta del
problema a resolver y las posibles soluciones. El segundo paso propuesto
por Luecke es el desarrollo de una visión compartida sobre lo que hay que
hacer. Luego —paso tres—, conviene identificar quién tendrá la última
palabra para tomar decisiones, para enseguida enfocarse —paso cuatro— en
los resultados, esto es, en todo aquello que contribuya a avanzar de manera
significativa para alcanzar la meta. El paso cinco es la recomendación de
empezar por la periferia de la organización para después expandirse,
procedimiento que Luecke considera preferible a promover el cambio desde
arriba hacia abajo de modo uniforme. Reflejar el logro en la estructura
burocrática, de modo que tenga un reconocimiento oficial, y hacer un
seguimiento que permita afrontar a los nuevos problemas surgidos del
proceso de cambio son los pasos seis y siete.
Cabe destacar de la propuesta de Luecke la prudencia con la cual trata el
asunto, ya que su método intenta un equilibrio entre la aceptación y el
consenso por un lado (pasos uno, dos, cinco, seis y siete) y la eficacia y el
pragmatismo por otro (pasos tres y cuatro). La prudencia de Luecke resulta
pertinente, pues todavía no se ha llegado a un acuerdo entre los
investigadores acerca de cómo llevar adelante un cambio exitoso. Así lo
señala el profesor británico Rune Todnem By luego de hacer una revisión
crítica de las teorías vigentes sobre gestión del cambio. Sí se sabe que el
método adecuado no son los grandes proyectos de reforma, los cuales por lo
general quedan desactualizados antes de empezar a aplicarse y tienen escasa
efectividad. Según advierten los investigadores Michael Beer y Nitin
Nohria en un artículo clásico sobre el cambio en organizaciones, cerca del
70 % de los programas de cambio planificado por consultores o por las
mismas organizaciones fracasan. Entre los motivos de estos reiterados
fracasos está la fortaleza de lo que algunos autores llaman “inercia
organizacional”, que incluye tanto factores internos —técnicos, normativos
y políticos— como externos —donde gravitan las relaciones con
proveedores, clientes y los organismos de control. También influye de
manera decisiva la falta de colaboración de los empleados involucrados en
el cambio, que por lo general reciben directivas que comprenden solo a
medias y cuyas consecuencias no les resultan del todo claras. Por último, en
no pocos casos sucede que el cambio elegido, una vez implementado, no da
los resultados que se esperaban, ya sea porque mientras tanto hubo
modificaciones sustanciales en el contexto o por previsiones que terminaron
siendo inexactas.
Lo cierto es que, planificado o no, el cambio se produce de todas
maneras, aunque varias veces sea el producto de una serie de reacciones no
previstas a situaciones particulares. Cuando se persiguen objetivos claros a
mediano plazo puede ser útil tener como guía los siete pasos propuestos por
Luecke, pues buena parte de lo que se conoce como “resistencia al cambio”
proviene no de las modificaciones que se hagan sino de la manera en que se
implementan. Con respecto a los cambios más acotados y vinculados con
alguna circunstancia, cuya suma como señalábamos termina siendo tanto o
más importante que las iniciativas de mayor alcance, podemos estar seguros
de que si la gente involucrada entiende lo que pretendemos y el impacto que
tendrá la propuesta en cada uno de ellos, contamos con un buen punto de
partida. Por eso, conviene indagar y analizar en profundidad las propuestas
que “vienen de arriba”; preguntar qué se quiere lograr, por qué, cómo, quién
estará a cargo y en qué va a modificar el actual funcionamiento es
fundamental para poder implementarlas. Sucede en ocasiones que este tipo
de preguntas incomodan y reciben como respuesta acusaciones a quien las
formula de “estar poniendo palos en la rueda”. Por el contrario: quien
pregunta está invitando a su interlocutor a fortalecer el cambio que propone
y, en caso de ser necesario, deberá utilizar su capacidad de persuasión y sus
habilidades emocionales —entrenadas en lo posible según las
recomendaciones del capítulo 3— para dejar en claro este punto.
Habida cuenta de los riesgos de las grandes reformas, que además
resultan a menudo muy costosas, y de que negarse al cambio tampoco es
una opción viable a mediano plazo, la tendencia actual es la de promover un
proceso de adaptación continuo, en el cual el cambio sea parte de un
sistema de aprendizaje permanente. La dificultad para llevar a la práctica
este enfoque, como veremos enseguida, radica en que la gran mayoría de
las personas carece de las herramientas necesarias para afrontar esta
modalidad. Por eso, antes de referirnos a las características de la mejora
continua vamos a revisar cómo nos enseñaron a aprender en el colegio, en
la universidad y en las organizaciones del siglo pasado, y qué deberíamos
modificar para ponernos a tono con los requerimientos de nuestro tiempo.
Antes, una breve digresión. A lo largo de este libro hablamos una y otra vez
de cierta manera de gestionar y de tomar decisiones que hoy resulta poco
eficaz, y proponemos distintos enfoques para tomar buenas decisiones y
mejorar el desempeño. No hay aquí un plan que se pueda aplicar a una
organización en particular ni tampoco es probable que una persona lea estas
líneas y adopte todos los puntos de vista que aquí exponemos. Sin embargo,
como parte de la cultura construida en torno a los lugares de trabajo,
también este libro intenta contribuir a esa evolución incesante a la cual nos
referimos en este apartado y hará un aporte cuya dimensión dependerá de la
validez que le otorguen sus lectores.

Aprender a aprender
Para el especialista en educación británico Ken Robinson, haber pasado por
la escuela primaria y por la secundaria equivale a un largo entrenamiento en
instituciones que están conformadas de tal manera que desalientan la
creatividad. Según Robinson, a la edad de cinco o seis años todos somos
creativos debido a que no tenemos miedo a equivocarnos. Luego, la escuela
se encarga de enseñarnos que la equivocación tiene un costo bastante
elevado y que repetir lo que la maestra o el profesor dijo es lo que más nos
conviene. Además, el sistema educativo primario y secundario forma a
personas que van a entrar en el mercado de trabajo años más tarde, cuando
buena parte de los conocimientos impartidos van a tener muy poco valor. El
miedo al error, en cambio, seguirá vigente en gran parte de las
organizaciones y en la educación terciaria y universitaria, reforzado por la
preferencia casi unánime de las autoridades por aquellos que hacen lo que
se les dice que hagan.
Aun cuando todos hemos pasado por este sistema escolar desalentador,
hay algunos pocos que persisten en mantenerse creativos y logran en
algunos casos hacer contribuciones valiosas. La mayoría, sin embargo,
desiste, genera el hábito de dar pasos sobre seguro, y se convence de que es
mejor para aplicar un determinado saber que para hacer un aporte
novedoso. A punto tal que a menudo nos encontramos con personas —a
veces, en cargos importantes— que afirman que la creatividad no es para
ellos y que miran con sospecha y hasta con una cuota de desdén a quienes
se atreven a proponer ideas nuevas. En muchas empresas, organismos del
Estado y asociaciones civiles, al igual que en nuestros establecimientos
educativos, se estigmatizan los errores y se reserva para los mandos
jerárquicos o incluso de dirección la incorporación de cualquier cambio.
Con frecuencia en estos casos las novedades de cierta importancia son el
resultado de la compra de tecnología inventada y probada por otros. Dado
que nos toca vivir en un escenario de cambio acelerado, si queremos
alcanzar un buen desempeño nos tenemos que liberar del miedo a
equivocarnos, pues no hay otro camino para un aprendizaje centrado en el
hacer y no en el repetir. Una condición necesaria para promover el cambio
organizacional es la de aprender haciendo, esto es, probando si lo que se
nos ocurrió funciona o no, y en qué tendríamos que modificarlo para lograr
que funcione.
Tomemos un ejemplo muy sencillo de nuestra vida cotidiana como es la
manera en que nos presentamos ante los demás, con un determinado corte
de pelo, quizás algunos afeites, cierto tipo de calzado y de vestimenta. Si
examinamos el proceso mediante el cual llegamos a la serie de decisiones
que fueron definiendo el aspecto que tenemos hoy, más allá de que estemos
conformes con el resultado o a punto de volver a cambiarlo, vamos a
identificar ideas que nos surgieron para mejorar nuestra apariencia —
incluso dentro del estilo que podemos llamar “negligente” y otros similares
— y pruebas que hicimos para verificar si eran buenas o no. Seguramente
en algunos casos el cambio pasó la prueba y fue adoptado, y en otros no.
Esta secuencia de idea, prueba y aceptación o rechazo que llevamos a cabo
en la intimidad para definir nuestra apariencia bien puede trasladarse a las
tareas que compartimos con otros y resultar beneficiosa. Ahora bien,
algunos pueden estar pensando, con cierta razón, que no hay comparación
posible entre el costo de adoptar un nuevo corte de pelo y después
modificarlo y el costo de desarrollar y probar un nuevo proceso en el
trabajo. Por eso, es necesario crear un entorno seguro y un método viable
para que las ideas surjan, sean puestas a prueba, y adoptadas cuando dan
resultado.
Aun en los casos en que se alienta a todo el mundo a proponer y
participar, dejar de tener miedo a equivocarse a veces no es tan simple. Hay
personas que han internalizado ese miedo y no pueden superarlo fácilmente
porque ellas mismas son sus propios censores. Estas personas no tienen
miedo a equivocarse por a lo que vayan a decir los demás sino que no
soportan ellos mismos estar equivocados. Como consecuencia de esto se
arriesgan poco y cuando cometen errores, en lugar de corregirlos de
inmediato, buscan argumentos para justificarlos. Son personas de las que se
dice que “siempre quieren tener razón” y esto se debe a que han sido
educadas en una cultura que, como decíamos, castiga al que se equivoca. Si
este tipo de personas que describimos se parece a algunos jefes que hemos
tenido no es por casualidad, ya que a menudo se trata de individuos
capaces, que pueden sostener la pretensión de no equivocarse a través de un
desempeño eficaz en los procesos ya conocidos y establecidos. Por lo
general, para cambiar de actitud con respecto al error es conveniente seguir
algunos pasos, algún método que nos vaya guiando y que nos permita ir
superando obstáculos y a la vez comprendiendo lo que estamos haciendo.
Quizás algunas personas están esperando la oportunidad de proponer
cambios y novedades y para ello les basta con actuar en un entorno
favorable. Para muchos, en cambio, es necesario cierto tipo de
entrenamiento para lograrlo.
La rigidez de la educación que recibimos sumada a la tendencia a repetir
los comportamientos que nos llevaron a buenos resultados en el pasado
genera dos tendencias dentro de las organizaciones que es necesario advertir
para que no terminen bloqueando el aprendizaje. La primera de estas
tendencias está vinculada a la adhesión a ciertos modelos mentales,
mediante los cuales tendemos a juzgar casi todo lo que ocurre a nuestro
alrededor desde una perspectiva limitada. En un libro sobre management
que tuvo gran influencia a nivel internacional, Peter Senge define los
modelos mentales como creencias profundas que determinan nuestra
conducta y al mismo tiempo condicionan la manera en que percibimos la
realidad. Con frecuencia se trata de generalizaciones simples, que a menudo
no se explicitan y que casi nunca se revisan. Ejemplos de estas creencias
son “la gente hace todo por dinero”, “nadie hace nada por nadie”, “los
hombres son mejores jefes que las mujeres”, “los ricos son malvados”, “los
políticos son corruptos”, “los pobres son solidarios”, “el que nace pobre,
muere pobre”, “las mujeres son más perceptivas que los hombres”, “lo que
importa para vender un producto es el diseño”, “lo que importa para vender
un producto es el precio”. Por lo general, este tipo de generalizaciones tiene
validez en algunos casos particulares. Además, es probable que quien
adopta uno de estos juicios haya vivido una situación para él o ella muy
significativa en la cual se cumplió al pie de la letra lo que propone la
generalización. La emoción positiva experimentada al aplicar el juicio en
cuestión actúa como un refuerzo cognitivo poderoso al que resulta difícil
resistirse. Tal como señala el psicólogo italiano Giorgio Nardone, estamos
predispuestos a repetir aquellos juicios que nos han dado resultado
anteriormente, sin advertir que el hecho de que nos hayan servido en el
pasado no implica que vayan a funcionar en todos los casos.
Los modelos mentales son lo mismo que denominamos en el capítulo 2
como “juicios maestros”. Los volvemos a introducir ahora con la
terminología de Peter Senge porque su trabajo se centra en la resistencia
que presentan estos modelos mentales cuando se intenta promover el
aprendizaje en una organización. Basado en este enfoque, Fredy Kofman
fue un paso más allá y definió una conducta que llama “esquizofrenia
organizacional”, la cual es muy útil para comprender un aspecto central del
funcionamiento de muchísimas organizaciones. La esquizofrenia
organizacional consiste en la oposición entre lo que se dice —en general,
políticamente correcto y basado en conocimientos y valores— y lo que se
hace —fuertemente influido por los modelos mentales. Son ejemplos
frecuentes de esquizofrenia organizacional la proclamación de una política
de diálogo y puertas abiertas y la adopción en la práctica de actitudes que
desalientan todo tipo de propuestas, o el estímulo a que los empleados
asuman riesgos y la sanción severa a quien se equivoca, o la invitación a ser
realistas y prometer solo lo que se puede cumplir y la exigencia de que
siempre hay que acceder a los pedidos del jefe. Estar atento a los modelos
mentales propios y a los predominantes en nuestro equipo de trabajo para
hacerlos explícitos y someterlos luego a una revisión, es una herramienta
valiosa para desbloquear el aprendizaje. Para hacer esta revisión, conviene
usar los criterios que vimos en el capítulo 2 para establecer si un juicio está
o no fundamentado, esto es, establecer un para qué, un contexto, un
estándar, y buscar las afirmaciones en las cuales se basa.
La segunda tendencia que bloquea el aprendizaje está referida a la
manera en que abordamos los problemas a resolver. Sobre esto llamó la
atención el pionero en desarrollo organizacional Chris Argyris al advertir
que cuando tratamos de corregir un error, no siempre adoptamos el punto de
vista adecuado. Por ejemplo, si una encuesta nos señala que el clima laboral
no es bueno, organizamos una reunión para socializar con todo el equipo; si
nos dicen que un producto se vende menos que antes, proponemos bajar el
precio, aumentar la publicidad u ofrecer mejores comisiones a los
minoristas; si advertimos que el trabajo a realizar no está saliendo en
tiempo y forma, solicitamos la contratación de refuerzos o la tercerización
de parte de la tarea. Esta manera de reaccionar, que muchas veces resulta
efectiva, no contempla un análisis profundo de lo que sucede, que ponga en
cuestión las premisas que damos por descontadas al buscar soluciones
simples. En los ejemplos citados podríamos preguntarnos si tiene sentido
medir el clima laboral o si lo estamos haciendo bien; si el producto que se
vende menos cumplió ya su ciclo; o si las características del trabajo con el
que no podemos cumplir han variado de alguna manera. Argyris llama
“aprendizaje de primer orden” al que nos lleva a solucionar un problema tal
como se presenta, y “aprendizaje de segundo orden” al examen del
problema para establecer sus características y también su validez. Intentar el
aprendizaje de segundo orden es otra de las maneras de ampliar las
posibilidades de desarrollo de un equipo de trabajo.
A menudo la presión del trabajo diario conspira contra la intención de
examinar modelos mentales o intentar aprendizajes de segundo orden. Una
buena manera de poner en práctica estas habilidades para que se vayan
incorporando a los procedimientos habituales es encargar a cada integrante
del equipo de manera rotativa la búsqueda de información confiable sobre
algún asunto de interés para todos y requerir luego la presentación de estos
datos de manera resumida ante el resto. Para que este pedido cumpla su
cometido, es conveniente desvincularlo de todo tipo de evaluación de
desempeño. Se trata, nada más ni nada menos, que del desafío personal de
investigar un asunto y contribuir con un informe y una opinión sobre el
tema. De esta manera se puede crear un entorno seguro y confiable para
examinar cómo se lleva a cabo algún aspecto de la tarea cotidiana y un
espacio de diálogo en el cual se intercambien ideas y propuestas.

Mejora continua
Tomar conciencia de que vivimos en un cambio permanente y acelerado,
contar con los conocimientos necesarios para detectar y corregir modelos
mentales, y ser capaces de hacer aprendizajes de segundo orden nos permite
impulsar una política de mejora continua. Esta política —que fue
desarrollada por el estadounidense Edward Deming y aplicada con éxito en
Japón con el nombre “kaizen”— parte de la premisa de que todo lo que
hace una organización, ya sea internamente o dirigido a sus clientes, se
puede mejorar de una manera sistemática e ininterrumpida. Esto incluye los
productos y servicios, los procesos, la manera en que se utiliza la
información, la capacitación, las compras y contrataciones, la tecnología,
etc. Un equipo comprometido con la mejora continua puede transformar su
manera de trabajar y aumentar su productividad laboral. Además, en este
proceso se van a encontrar oportunidades para reducir costos y a generar
ideas que pueden llevar a la innovación. La mejora continua tiene varias
ventajas con respecto a las grandes reformas. En primer lugar, los cambios
acotados son más fáciles de gestionar y tienen más probabilidades de
concretarse con éxito. Además, en una organización comprometida con la
mejora continua surgen numerosos equipos que compiten naturalmente por
introducir novedades en su sector y demostrar su habilidad al resto.
Veamos en qué consiste promover el cambio continuo a partir de dos
casos extremos. Por un lado, imaginemos por un momento una organización
con procedimientos rígidos y seguros, que pasan de un sector a otro con un
ritmo prefijado y dan finalmente como resultado una cantidad esperada de
productos o servicios. El trabajo es rutinario, repetitivo y tiene escaso
margen de error. Consideremos ahora un grupo de personas que se reúnen
diariamente y se dedican a investigar variantes en distintos sectores de una
actividad determinada, todo lo cual tiene como resultado la elaboración de
propuestas cuya evaluación final dependerá de que el público acepte o no el
producto o servicio terminado. En este caso, la tarea es creativa,
heterogénea y el resultado incierto. Entre estos dos extremos, que describen
el funcionamiento de una burocracia y el de un grupo creativo, se sitúa por
lo general la tarea que debe afrontar a diario un equipo de trabajo. Aferrarse
a la rutina de la organización tiene como consecuencia una baja progresiva
de la productividad que puede conducir a una crisis terminal. A su vez,
poner todo en discusión conspira contra los resultados que es necesario
producir a diario para que el trabajo siga teniendo sentido y vigencia. En
algún lugar intermedio entre estas dos posiciones —que se asemeja a los
equilibrios propuestos por Hackman, citados en el capítulo 5— está el nivel
de cambio óptimo para un buen funcionamiento.
Si bien este nivel de cambio óptimo será específico de cada equipo de
trabajo, hay algunos principios generales que se pueden tomar como guía
para llevar adelante un proceso de mejora continua. Estos principios
provienen del trabajo del consultor japonés Masaaki Imai, quien propuso la
metodología kaizen en un libro publicado en 1986, fundó una consultora
que se dedica a aplicar el método en empresas en todo el mundo, y realizó
una actualización basada en su propia experiencia en un segundo libro
publicado en 1997, que tituló Gemba Kaizen. Kaizen significa “mejora
continua” y refiere a una actitud filosófica que considera que mediante la
observación y la aplicación de lo que ya sabemos y forma parte del sentido
común es posible mejorar la manera en que hacemos todas las cosas. Esta
actitud filosófica sostiene, además, que vale la pena enfocarse en estas
mejoras en todos los órdenes de la vida —familiar, social, laboral— y hacer
un esfuerzo constante por conseguirlas. “Gemba” es la palabra japonesa que
designa “el lugar de los hechos” y, por extensión, también el lugar de
trabajo. Las recomendaciones que tendremos en cuenta a continuación
provienen de la segunda edición de Gemba Kaizen, publicada en 2012 con
revisiones y actualizaciones.
Si bien la metodología kaizen fue en un principio interpretada en
Occidente como un conjunto de procedimientos utilizados por empresas
japonesas, tales como la Gestión de Calidad Total o el sistema Just-in-Time,
se trata en realidad de una estrategia general que consiste en desarrollar a
todos los integrantes de una organización para transformarlos en personas
capaces de resolver problemas. Este enfoque implica concentrarse en la
mejora de los procesos y de la calidad antes que en los resultados
económicos, pues al tratarse de una actitud permanente actuar de otro modo
generaría debates interminables e infructuosos. Los resultados económicos
—la baja de los costos en caso de tratarse de una organización sin fines de
lucro o una repartición estatal— vendrán después como consecuencia de las
mejoras logradas, que serán casi siempre pequeñas y se irán sumando unas
a otras hasta provocar, con el tiempo, cambios considerables. A diferencia
de la innovación, que implica cambios de envergadura y grandes
inversiones, la metodología kaizen progresa de manera sutil y constante,
con soluciones de bajo costo y escaso riesgo, que en caso de no dar el
resultado esperado permiten volver a la situación anterior.
Para aplicar la metodología, en primer lugar es necesario establecer los
procesos vigentes de manera tal de poder comprender cómo se hacen las
cosas en la actualidad. A partir de esto, con la colaboración de todos los
involucrados o a propuesta de alguno de ellos, se identifica un objetivo de
mejora y se establece un plan para alcanzar ese objetivo. El paso siguiente
consiste en implementar el plan, para luego chequear el resultado de la
propuesta y, finalmente, incorporar el nuevo procedimiento al proceso
estándar. Este tipo de mejora no tiene que ser, y casi nunca es, de gran
alcance. Se puede tratar del cambio en la disposición de los escritorios en
una oficina para evitar que los visitantes tengan que atravesar toda la
habitación hasta llegar a la persona que los va a atender, o de la
modificación del diseño de los uniformes de un sector para hacerlo más o
menos visible, o de la incorporación de una recorrida por la empresa para
cada uno de los nuevos empleados. El asunto es contar con una
organización movilizada con el propósito de mejorar los procesos y la
calidad, y orientada a lograr la satisfacción del cliente, sea este interno o
externo. Dado que la mayoría de las personas en una organización trabaja
para clientes internos, es esencial que se los considere tan importantes como
a los clientes externos, pues de lo contrario se tiende a descuidar la calidad
de los procesos mientras el producto o servicio permanezca dentro de la
organización.
Hay tres grandes dominios para aplicar las propuestas de mejora. El
primero es la gestión interna. Según la metodología kaizen, la manera en
que se trabaja define para bien o para mal la capacidad de una organización
para producir bienes o servicios de calidad. Un ambiente de trabajo
desordenado o caótico no puede sostenerse en el tiempo y tarde o temprano
terminará afectando la producción y la reputación de la organización. El
segundo dominio de aplicación es lo que en japonés se denomina “muda” y
significa desperdicio. Para la metodología kaizen, toda actividad que no
agrega valor es muda y conviene eliminarla. Esto es válido tanto para lo que
hacen las personas, cuyo esfuerzo a menudo se puede aprovechar mejor,
como para las máquinas u otros recursos. El tercer dominio es la fijación de
estándares de calidad y de resultado para todos los procesos. De esta
manera se establece un piso para la producción que permitirá medir toda
propuesta de mejora.
Con frecuencia, el rol del jefe es el de orientar los esfuerzos hacia las
cuestiones más relevantes. Para ello, es importante recoger, verificar y
analizar información. No obstante esta necesidad de orientación, la
metodología kaizen mantiene una actitud abierta a todo tipo de sugerencias
y el compromiso de aplicar de inmediato y sin trabas burocráticas las
propuestas que no presenten mayor dificultad. Estas propuestas pueden
provenir de una persona o también de grupos, cuya actividad en “círculos
de calidad” u otro tipo de agrupaciones son bienvenidas. Los “círculos de
calidad” son grupos que se forman de manera informal o alentada por la
dirección para tratar temas vinculados con la calidad, la seguridad, los
costos, la productividad y la entrega. Dependiendo de la problemática
involucrada y del alcance de las cuestiones a tratar, estos círculos pueden
estar integrados por personas de un mismo sector o incorporar a miembros
de distintas áreas. La calidad de los procesos y de los productos, los costos
de cada etapa de la producción, y la entrega en tiempo y forma son los tres
pilares sobre los cuales la metodología kaizen construye la satisfacción del
cliente.
Son complementarias de la metodología kaizen la Gestión de la Calidad
Total, que implica establecer con claridad todos los procesos que realiza la
organización y evaluar sus resultados, el sistema Just-in-Time, mediante el
cual se eliminan todos las actividades que no agregan valor, y el
Mantenimiento Productivo Total, que se ocupa de mejorar la calidad de los
equipos y realizar las tareas preventivas para alargar su vida útil. Poner en
marcha este tipo de sistemas requiere un trabajo constante durante meses, el
respaldo de los niveles más altos de dirección de la organización, y
entrenamientos y prácticas para que todos los integrantes los incorporen a
su actividad diaria. Una manera menos costosa de implementarlos es
comenzar con procesos de mejora continua en distintos sectores para luego,
en base a los resultados obtenidos, proponer que la modalidad se extienda.
En efecto, a una organización habituada a practicar la mejora continua en
todas sus áreas no le resultará difícil formalizar esa actitud y pasar a la
incorporación de sistemas de gestión integrales, que abarquen la calidad, la
productividad y el mantenimiento.

Un método para innovar


Un equipo comprometido con la mejora continua está todo el tiempo
reflexionando sobre lo que hace, sobre cómo lo hace, y buscando la manera
de hacerlo mejor. En ese contexto, es probable que surjan ideas
innovadoras, las cuales requieren un tratamiento especial. Lejos de
constituir casos raros o excepcionales, la participación de los empleados en
la innovación es frecuente en las empresas más dinámicas. En un folleto
publicado por IBM en 2008 y dirigido a potenciales clientes, la empresa
señala que según datos propios las ideas innovadoras provienen en primer
lugar de los empleados, luego de las empresas asociadas, en tercer lugar de
los clientes y, en menor medida, de consultores, la competencia y otros.
Cuando proviene de los empleados, señala el experto en innovación Keith
Sawyer, la innovación no es una ruptura drástica con el pasado sino el
resultado de un proceso de cambios pequeños y constantes que modifican la
cultura de una organización y la ponen en condiciones de producir saltos
cualitativos.
Si bien este enfoque suele dar buenos resultados, se corre el riesgo de
que el proyecto innovador reciba el mismo tratamiento que la actividad
habitual, y esto puede limitar de manera drástica sus posibilidades. Según
señala la profesora estadounidense Rosabeth Moss Kanter, uno de los
errores frecuentes que cometen las empresas con respecto a la innovación es
no advertir que estos procesos son casos especiales para los cuales no
resultan adecuados los controles burocráticos y los criterios de evaluación
aplicados a las operaciones normales. Al no promover los procesos de
innovación con reglas y procedimientos específicos para estos casos,
advierte la profesora, lo que las empresas obtienen son algunas mejoras de
poca trascendencia. Por eso, cuando un equipo de trabajo comprometido en
la mejora continua ve la posibilidad de crear un nuevo proceso, producto,
servicio o modelo de negocio de alto impacto, debe solicitar a la
organización un apoyo especial y acordar cuáles son las condiciones en las
que va a tratar de concretar esa idea. Intentar el desarrollo sin ese paso
previo conducirá en la mayoría de los casos a dolores de cabeza y
desaliento.
Intentaremos ahora establecer algunas pautas que nos van a ser útiles
para innovar. La primera de estas pautas tiene que ver con identificar tres
bloqueos característicos de la creatividad que operan en casi todos nosotros.
Estos son: descartar las ideas similares, descartar las sugerencias y no
explorar algo que está fuera del marco de referencia con el cual estamos
trabajando. Con descartar las ideas similares, nos referimos a que en
ocasiones tenemos tendencia a creer que la novedad es completamente
distinta de lo que estamos usando, cuando quizá la solución pueda venir por
el lado de una pequeña modificación que haga una gran diferencia. Un
ejemplo de esto fue darse cuenta de que el jean, que fue concebido como
ropa de trabajo, podía ser una prenda de uso común y que para mejorar su
aspecto había que gastarlo antes de sacarlo a la venta. Hablamos de
descartar las sugerencias cuando no aprovechamos lo que hacen nuestros
competidores porque estamos empeñados en seguir nuestro propio camino.
Un ejemplo de alguien que dejó de lado el orgullo del creador en favor de la
excelencia del producto lo encarna Bill Gates, quien al comprobar que el
sistema operativo de la Macintosh era mucho mejor que el producido por
Microsoft para IBM, cambió por completo de dirección y terminó lanzando
Windows. Por último, con no explorar algo que está fuera del marco de
referencia nos referimos a que a veces, mientras estamos buscando la
solución a un problema, nos encontramos con algo que es novedoso y útil
en otro terreno y cometemos el error de dejarlo pasar debido a que no
resuelve nuestro asunto. Este tipo de hallazgos afortunados se llama
“serendipia”. Un ejemplo de serendipia es el descubrimiento de la
penicilina, que se debió a que un cultivo de bacterias que tenía el científico
Alexander Fleming se contaminó con un hongo que las mataba.
En ocasiones, la innovación no surge como propuesta a partir de la
observación de lo que hacemos sino que se presenta como un problema a
resolver en determinada área. Sobre este tipo de procesos se ocupa lo que se
denomina “design thinking”, desarrollado en la Universidad de Stanford y
adaptado al mundo de los negocios por David Kelley, que fundó la
consultora de diseño e innovación IDEO en 1991. El design thinking es un
método que parte de una situación en el presente que se quiere modificar y
un objetivo que se pretende alcanzar. Lo que vamos a examinar a través del
design thinking es el camino o los caminos posibles para llegar desde la
situación presente hasta el objetivo o hasta algún punto intermedio que
consideremos satisfactorio. El método tiene cuatro pasos. El primero de
estos, que llamaremos “empatizar y definir”, consiste en establecer el área
de intervención para luego recoger información y conducir una serie de
entrevistas que nos permitan comprender lo que las personas hacen, dicen,
piensan y sienten en relación al sector o asunto elegido. La información
recogida y las entrevistas nos van a permitir elaborar una conclusión que va
a tener la siguiente forma: “Las personas X necesitan un producto o servicio
Y porque de esta manera van a poder resolver el problema Z”. Nótese que
las personas X de esta definición son quienes van a representar a la
audiencia a la cual nos vamos a dirigir. Casi siempre, llegado este punto, es
necesario incorporar información sobre las características de esta audiencia
y sobre antecedentes y opiniones acerca del producto o servicio que vamos
a crear.
Llamaremos al segundo paso “idear”. Consiste en generar ideas de todo
tipo para alcanzar el objetivo. En esta etapa no importa la calidad de las
ideas sino la cantidad, pues se espera que sean unas 50. Para favorecer la
generación de ideas se usan descripciones como las siguientes: las ideas que
tendría un chico de cinco años, las que podría proponer con recursos
ilimitados, las que podría proponer sin utilizar ningún recurso, las obvias,
las que se le ocurrirían a un ingeniero, las que se le ocurrirían a un artista,
etc. Hecho esto, se hacen dos listas con las tres o cuatro ideas que resultan
más prácticas y las tres o cuatro que resultan más novedosas. Por último, se
eligen dos o tres ideas, que pueden ser la síntesis de varias de las anteriores,
para pasar a la siguiente fase.
El tercer paso es “hacer prototipos y testear” a partir de las dos o tres
ideas elegidas. Se trata de versiones muy sencillas de lo que pretendemos,
hechas por lo general en cartón u otros materiales descartables. Estas
versiones deben contar no obstante con todos los elementos como para que
otras personas puedan darnos su opinión sobre el producto o servicio que
estamos proponiendo. Una vez que tenemos los prototipos, los testeamos
con quienes serían potenciales usuarios del producto o servicio. Con este
feedback, pasamos a la “elección final y ajuste”, donde optamos por una de
las propuestas finalistas, la modificamos teniendo en cuenta la información
recogida en los testeos y la desarrollamos hasta transformarla en un nuevo
producto o servicio.
Como vemos, el método design thinking nos provee de gran cantidad de
información, tanto para definir el tipo de producto o servicio que vamos a
crear como para examinar una gran cantidad de alternativas y para recabar
la reacción de eventuales clientes una vez restringidas las posibilidades a
dos o tres opciones. Este método, cuya descripción puede variar según los
autores, se basa en cuatro reglas, establecidas por Christoph Meinel y Larry
Leifer en la introducción al libro Design Thinking: Understand, Improve,
Apply. Estas reglas son: 1) toda actividad de diseño es, en última instancia,
de naturaleza social; 2) quienes utilizan el método design thinking deben
evitar la búsqueda de “la gran idea” y desarrollar, en cambio, varias
opciones; 3) todo diseño es un rediseño; 4) hacer las ideas tangibles
mediante prototipos favorece la comunicación.

Persuadir
La comunicación es una instancia vinculada al cambio, la mejora continua y
la innovación que muchas veces resulta crucial para determinar la
aceptación o el rechazo de una propuesta. Una vez que detectamos una
manera de mejorar nuestro trabajo o de generar algo nuevo y estamos
convencidos de que va a ser eficaz, con frecuencia tenemos que atravesar
un proceso en el cual nuestro objetivo pasa a ser convencer a otros de las
bondades de lo que pretendemos. Esos otros pueden ser nuestro jefe en la
empresa, inversores, socios, periodistas, futuros proveedores, futuros
clientes, empleados, etc. En todos estos casos importa tanto el contenido de
lo que decimos como nuestra capacidad de expresarlo de manera tal que el
o los otros nos den el crédito necesario para llevar la propuesta adelante.
Comunicar bien y ante diferentes audiencias no es sencillo. Según refiere
Stephen Nachmanovitch en un libro sobre creatividad, los budistas hablan
de los Cinco Miedos que hay entre nosotros y la libertad: el miedo a perder
la vida; el miedo a perder la vitalidad; el miedo a los estados poco
habituales de la mente; el miedo a la pérdida de la reputación; y el miedo a
hablar en público. De manera que para los budistas el miedo a hablar en
público es uno de los asuntos que debemos tomarnos muy seriamente si
queremos tener una vida plena.
Una primera clave para afrontar ese tipo de situación es saber que a casi
todos, cuando exponemos ante una audiencia, nos invade una sensación de
inseguridad, se nos acelera el corazón y nos cambia un poco el tono de voz.
Tratar de combatir esos síntomas nos saca del foco de la presentación y
puede llevarnos a un bloqueo. Si, en cambio, tomamos esas sensaciones
como naturales y las usamos para concentrarnos en lo que vamos a hacer,
seremos capaces de obtener de ellas una energía extra que mejore nuestro
desempeño. Pero esta actitud general puede no bastar para superar el miedo.
En ese caso, conviene tratar de establecer a qué le tememos. Estas son
algunas de las posibilidades: temor a quedarse en blanco; temor a que las
personas que me escuchan piensen que soy un tonto; temor a cometer
errores; temor a ponerse demasiado nervioso y que no se entienda lo que
digo; temor a que la audiencia rechace mi planteo. Estos temores pueden
resumirse en dos: a fallar en la presentación y a fallar en lograr una buena
respuesta por parte de la audiencia. La manera de afrontar estos temores es
trabajando lo suficiente como para que lleguemos a la presentación
convencidos de lo que estamos haciendo, y para ello es indispensable pulir
el discurso y ensayarlo ante una o dos personas que nos den feedback.
Hay por cierto algunas técnicas que mejoran la calidad de una
presentación. Por ejemplo, puede resultar muy útil una introducción que
contenga tres elementos: de qué se trata, por qué lo que vamos a decir es
importante para la audiencia y cuál será el recorrido de la presentación.
Cuando pasamos al contenido es importante no limitarse a la exposición de
datos y argumentos. Conviene apoyar estos con ejemplos e historias que
muestren el componente emocional de lo que estamos diciendo, pues al
involucrarnos de ese modo estamos al mismo tiempo expresando que
tenemos plena confianza en lo que estamos señalando u ofreciendo. Otra
recomendación valiosa, realizada por el profesor estadounidense Jay
Conger, es que no se debe confundir la persuasión con “vender una idea” o
convencer a los demás de que vean las cosas de otra manera. Se trata, en
realidad, de un proceso de aprendizaje mutuo o colectivo durante el cual se
van a negociar soluciones compartidas. En ese contexto, es indispensable
resguardar la credibilidad —esto es, evitar que el o los otros se sientan
subestimados— y encontrar cuáles son los puntos en común con las
personas que están escuchando.
Por otra parte, hoy es un lugar común que apoyemos nuestra exposición
con un Power Point. Para eso, hay una regla práctica creada por Guy
Kawasaki, un reconocido especialista mundial en marketing y nuevas
tecnologías. Kawasaki trabajó en Apple durante el lanzamiento de la
Macintosh y es el creador del término “evangelizar” para referirse a ganar
adeptos para un producto o una marca. Luego de atravesar innumerables
presentaciones con Power Point, tanto como expositor como en calidad de
espectador, Kawasaki propuso una regla llamada 10/20/30, que consiste en
hacer una presentación con 10 diapositivas, que dure 20 minutos y con un
tamaño de letra 30 en las proyecciones de Power Point. El número de 10
diapositivas se debe a que Kawasaki considera que el público no puede
asimilar más de diez conceptos de una vez. Con respecto a los 20 minutos,
es una manera de enfocarse en hacer una exposición contundente con
atención plena por parte de la audiencia, y de tener tiempo después para
responder a preguntas. Por último, el cuerpo de letra 30 obliga a limitarse
en las diapositivas a títulos y subtítulos que requieren explicación, con lo
cual se evita la sensación de aburrimiento que se produce cuando el
expositor repite en voz alta un texto que los presentes ya han leído segundos
antes, ni bien apareció en la proyección.
Algo menos de 20 minutos —18 para ser exactos— es la duración
pautada para las conferencias que conocemos con la sigla TED, las cuales
han tenido un éxito extraordinario en todo el mundo y han sido vistas por
millones de personas. Las conferencias TED nacieron en 1984 en California
para hablar de Technology, Entertainment y Design (de ahí el nombre
TED). Luego, los organizadores fueron ampliando el panel de
conferenciantes hasta abarcar todas las áreas del conocimiento que puedan
suscitar interés en un público no especializado. Las conferencias TED, que
por lo general resultan amenas, se basan en algunos principios que se
pueden aplicar a cualquier exposición. Además del criterio establecido para
la duración, las exposiciones deben comunicar algo que valga la pena
difundir —ya sea porque nos propone descubrir algo nuevo o porque nos
invita a reflexionar sobre algo que conocemos desde una perspectiva
diferente— y deben concluir con una invitación a la acción. Un momento
considerado crucial para el éxito de este tipo de disertación es la
introducción. Hay tres maneras de comenzar una conferencia TED: con una
historia, con una pregunta o con una hipótesis. En todos los casos, se trata
de despertar curiosidad e interés para luego pasar al desarrollo de los
contenidos. El cierre, como señalamos, debe causar impacto y convocar a
actuar en consecuencia.
La tarea de ganar aliados y socios para promover nuestro producto o
servicio no se limita a las ocasiones en que nos dirigimos a un público a
través de una exposición. También está vinculada a los contactos personales
que hacemos diariamente. En ese contexto, es conveniente tener en cuenta
los seis principios de la influencia propuestos por el psicólogo
estadounidense Robert Cialdini, que es reconocido como un especialista
mundial en la materia. Los principios de Cialdini incluyen en primer lugar
la reciprocidad, esto es, la necesidad que sentimos de retribuir un favor o de
compensar de alguna manera aquello que hemos recibido. La norma de
reciprocidad es uno de los pilares para el funcionamiento de las sociedades.
Establece que cualquier recurso que uno comparta en un momento
determinado le será retribuido de algún modo por el o los beneficiarios. En
caso de que esto no ocurra, la reputación de quien no respeta la reciprocidad
se verá afectada.
El segundo principio a tener en cuenta es el de coherencia o consistencia.
Parte de la premisa de que todas las personas necesitan ser consecuentes en
lo que hacen, lo que usan y, en general, en todo su comportamiento. A la
hora de tomar cualquier decisión, notaremos la “presión” de comportarnos
de acuerdo con nuestras actitudes pasadas frente a problemas similares. La
influencia del principio de coherencia se basa en el deseo de ser y parecer
una persona de comportamientos bien establecidos a lo largo del tiempo.
Los vendedores saben esto y lo utilizan de un modo no del todo ético en lo
que se denomina la técnica del “pie en la puerta”. Esta técnica consiste en
pedir a la persona de quien se quiere lograr algo un pequeño compromiso
que esté relacionado con el objetivo a conseguir y tenga bajo costo. Una vez
que se haya aceptado esa solicitud, se le pide un compromiso de mayor
importancia, que es el que realmente se quería alcanzar. Si la persona se
negara a esa segunda petición, parecería alguien incoherente.
El tercer principio es el de la aprobación social. Parte de la observación
de que a menudo actuamos de la misma manera en que lo hace la sociedad
—o un subgrupo con el que nos sentimos identificados— para lograr
aceptación. En ocasiones hacemos esto aunque tengamos la sospecha de
que la sociedad está equivocada. Nos dan seguridad los best-sellers, las
películas más vistas, los 40 mayores éxitos de la música, a veces solo por el
hecho de que a todos les gusta. Vinculado con esta preferencia por “los
nuestros” está el cuarto principio, que es el de la simpatía, pues es muy
improbable que nos dejemos persuadir por alguien que no nos gusta. La
simpatía es clave para vender y convencer, aunque la simpatía exagerada —
y, por eso, percibida como inauténtica— produce un efecto de rechazo. En
pocas áreas este principio se hace tan evidente como en la política.
Normalmente los políticos aparecen rodeados de actores y personalidades
para apropiarse de parte de la simpatía que estas personas suscitan. La
profesora española Mercedes López Sáez divide este principio en cuatro
componentes básicos: el atractivo físico, la semejanza, la cooperación y los
halagos.
El quinto principio es el de la autoridad, la cual tiene muchas
manifestaciones diferentes, no siempre relacionadas con el poder directo
sino también con la credibilidad. Este principio entra en juego cuando
vemos a personalidades que respetamos o consideramos responsables
anunciando productos o servicios en la televisión, o medicamentos avalados
por estudios científicos o por expertos. En el principio de autoridad entran
en juego dos elementos: la jerarquía y los símbolos. La jerarquía se basa en
la creencia de que las personas que llegan a puestos superiores tienen más
conocimiento y experiencia que el resto. Los símbolos aportan credibilidad:
el uniforme de un policía, el traje caro de un banquero, la bata de un médico
o los títulos que posea un académico influyen en nosotros como reaseguros
acerca de la solvencia de las personas que los utilizan.
La ley de la oferta y la demanda juega un papel muy importante en el
último principio, que es el de la escasez. Si un potencial cliente percibe una
baja oferta o una elevada demanda de un bien, inmediatamente se mostrará
interesado y estará dispuesto a pagar un precio más alto para obtenerlo. Las
oportunidades parecen más valiosas cuanto más difíciles nos resulta
conseguirlas. Son ejemplos evidentes de este principio los lanzamientos de
ediciones limitadas o de coleccionista. Otro ejemplo clásico es el efecto en
el público de la censura o prohibición de una película o cualquier otro
producto cultural. Inmediatamente aumentará el interés de los potenciales
compradores por ese objeto prohibido.
7. Ética y bienestar

No querer fracasar, no querer pasarlo mal, no quedar en ridículo… el cambio es un trabajo


personal y si estás pendiente de la mirada del otro, no lo vas a hacer. Lo que pasa es que la
sociedad vende el cambio como algo fantástico y el cerebro dice:“¡No es fantástico! ¡Lo estoy
pasando mal!”.
Estanislao Bachrach

La autenticidad da trabajo
La caída de empresas como Enron y WorldCom, que entre otras maniobras
se dedicaron de manera sistemática y deliberada a falsear los estados
contables para hacer subir el precio de las acciones, y de la consultora
internacional Arthur Andersen, que no las auditó como hubiera debido,
golpeó duramente la reputación de las empresas estadounidenses a
principios del siglo XXI. Incómodo ante esta situación, el CEO de Intel Andy
Groove declaró por entonces que se sentía avergonzado de ser parte de la
América corporativa. A su vez, el economista del MIT y ganador del
Premio Nobel Paul Krugman predijo que, pasado un tiempo, el escándalo
de Enron tendría mayores repercusiones para la sociedad estadounidense
que el ataque a las Torres Gemelas perpetrado el 11 de septiembre de 2001.
Ese clima de desconcierto y preocupación está en el origen de un exitoso
libro escrito por Bill George, quien tenía antecedentes como académico y
como ejecutivo de alto nivel, en el cual propone un liderazgo auténtico, esto
es, basado en relaciones honestas con todos los involucrados y construido a
partir de valores éticos. La iniciativa de George parte de algunos datos
significativos, como por ejemplo que en 2002 una encuesta llevada a cabo
por Time/CNN reveló que el 71 % de las personas consultadas consideraba
que el CEO típico estadounidense es menos honesto y ético que los
ciudadanos promedio, o que en Europa, según una encuesta publicada el
mismo año por The Wall Street Journal Europe, solo el 21 % de los
inversores creía en la honestidad de los líderes empresarios. Habida cuenta
de esta caída en la reputación de los directivos de empresas, George
propone en su libro recuperar la preeminencia de los valores éticos, dando
por sentado que todos vamos a coincidir a la hora de definirlos. Como
vamos a ver enseguida, esta suposición no es más que una expresión de
deseo.
Antes de entrar en tema, es oportuno señalar que los resultados de las
encuestas que preocuparon a George no difieren mucho de los obtenidos en
la Argentina en 2015. El estudio, realizado por la consultora CIO, reveló
que el 70 % de los encuestados consideraba que los empresarios locales
eran evasores, corruptos y lobbistas. Conscientes de esta realidad, cinco
CEOs fueron convocados por el diario La Nación y la consultora Accenture
para dar su parecer, que osciló entre la falta de compresión de la opinión
pública y la excesiva prudencia de los empresarios a la hora de comunicar
en qué consisten sus tareas. Ahora bien, más allá de la imagen que tiene la
actividad empresaria y de las acciones que se podrían tomar para mejorarla,
asunto que excede la temática que nos hemos propuesto, el punto de vista
de Bill George acerca del liderazgo basado en valores éticos puede tomarse
en cuenta para un ámbito más acotado, como es el del funcionamiento de un
equipo de trabajo. Quien toma decisiones en ese contexto está obligado a
definir —de manera explícita o implícita, con la colaboración de su equipo
o sin ella— los valores que van a sostener la actividad, pues de ese modo va
a contar con una herramienta poderosa para alinear al grupo y para resolver
los conflictos que se presenten. Hecho esto, respetar los propios valores es
una condición necesaria para construir un vínculo de confianza y
credibilidad en el lugar de trabajo. Señalamos antes que no podemos dar por
sentado, como hace George, que todos compartimos los mismos valores.
Por eso es necesario tratar el asunto con cierto cuidado y ver de qué manera
podemos salir airosos de una cuestión que es a la vez crucial para el
bienestar psicológico y de difícil resolución.
Convengamos que si integramos un grupo donde los valores son
establecidos de una vez y para siempre por alguna autoridad considerada
legítima, y son además sostenidos por una red de personas especializadas en
aconsejar en caso de dudas o conflictos, el acuerdo sobre la ética es más
fácil de lograr. Este tipo de situación, que es común a muchas religiones,
grupos políticos de diferente signo, organizaciones con una cultura fuerte y
arraigada, e incluso a asociaciones como la mafia, era el más difundido en
nuestra sociedad hasta fines de los años 50. Por entonces, las personas no
tenían entre sus tareas pendientes la de elaborar la propia ética sino que
elegían la que más los convencía entre las que estaban disponibles; o se
resistían a tomar una de esas opciones y se exponían a la condena social y la
marginación. A partir de los años 60, esta situación fue cambiando en
muchas partes del mundo en favor de introducir variantes y elaborar nuevas
posturas. Esa evolución no se ha detenido desde entonces. A punto tal que
en nuestros días los grupos tradicionales tienen dificultades para mantener
la cohesión que los caracterizaba y hay, además, multitudes que intentan
elaborar un código propio para manejarse en la vida. Dadas las
circunstancias actuales, no es infrecuente cierta desorientación que en
ocasiones intenta remediarse con la adhesión irreflexiva a alguna clase de
dogmatismo.
De este tipo de crisis da cuenta de manera ejemplar el mafioso Tony
Soprano, personaje central de la serie estadounidense The Sopranos, quien
empieza a sufrir ataques de pánico como consecuencia de las dudas que le
suscita su actividad en un mundo donde ya no hay reglas claras. Inquieto
por el síntoma que lo aqueja, Tony Soprano va a visitar a una psicóloga con
quien intenta revisar su vida y recuperar la coherencia perdida. Para eso, al
tiempo que empieza a tomar el antidepresivo Prozac, se embarca en un
rediseño de sus valores. Enseguida, Tony Soprano descubre que la tarea es
complicada y requiere un esfuerzo y un compromiso sostenidos.
Desprovisto del código tradicional de la mafia y a medio camino en la
elaboración de su propia ética, Tony Soprano se ve obligado a tomar
decisiones que considera útiles en el momento para luego descubrir que no
está del todo conforme con lo que ha hecho. La duda, algo que desconocían
los mafiosos que lo precedieron, se ha apoderado de él. No se trata de una
duda acerca de ser o no coherente con los valores a los que adhiere, sino de
decidir cuáles son esos valores. Además, comprobar que las cuestiones
éticas no admiten soluciones simples le resulta angustiante.
Esto que experimenta Tony Soprano en la serie nos sucede hoy a
muchos, en ámbitos que si bien suelen ser muy diferentes al de una
organización delictiva como la mafia, se parecen en lo que respecta a la
impresión de que las reglas no están del todo claras y de que tenemos que
elaborar nuestro propio código de conducta. Algo de esa creatividad es la
que exhibieron los directivos de Enron, WorldCom y Arthur Andersen
cuando decidieron actuar según sus propias normas, con resultados por
cierto catastróficos. De todos modos, que estas personas hayan podido
innovar con respecto a lo que está bien y lo que está mal es también
revelador, pues pone en evidencia que en nuestra época hay un vacío en la
materia y que cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de llenarlo con
su propio contenido. Salvo aquellos que pertenecen a una comunidad donde
las cuestiones éticas se manejan de una manera tradicional y cuentan
además con algún tipo de asistencia para resolver las situaciones ambiguas,
el resto de los mortales hemos agregado al ya nada despreciable cúmulo de
tareas para gestionar nuestra vida la cuestión crucial de definir nuestros
propios valores y tratar de ser coherentes con ellos. Veamos ahora dos
callejones sin salida para establecer una ética que funcione, tratemos de
entender luego por qué los sistemas tradicionales que cuentan con una red
de asistentes eran eficaces y lo siguen siendo para quienes los integran, y
examinemos por último qué opciones tienen aquellos que no pertenecen ni
desean pertenecer a un grupo que les resuelva el problema.
Los dos callejones sin salida para definir nuestros valores parten de la
idea de que podemos hacerlo estableciendo un criterio general que nos va a
servir para todas las situaciones. Los principales intentos en este terreno son
la ética propuesta por el filósofo alemán Immanuel Kant y el utilitarismo,
cuya doctrina fue elaborada por el pensador inglés Jeremy Bentham. La
postura kantiana se basa en que las acciones que llevamos a cabo son éticas
cuando podemos vincularlas con principios de validez universal. De este
modo, si decido no mentir en determinadas circunstancias, mi acción será
considerada ética siempre y cuando ese “no mentir” pueda ser elevado a
principio universal y aplicado en todos los casos. Como han señalado
numerosos críticos, esto implicaría, por ejemplo, entregar a la policía
enviada por un régimen dictatorial a los perseguidos que se esconden en un
lugar que conocemos, lo cual nos resulta inaceptable. Por otra parte, el
utilitarismo propone que debemos optar en cada caso por el resultado que
produzca un bien mayor para la mayoría de los involucrados. Si bien esta
fórmula se aplica a menudo en el terreno de las decisiones políticas, son
conocidos los casos en que resulta inviable. Ejemplos clásicos son la
discriminación de una minoría basada en prejuicios raciales y/o culturales
de una gran mayoría o la condena a un inocente debido a que casi todos lo
consideran culpable y desean que sea castigado. Tenemos entonces un
primer resultado, que refiere la imposibilidad de encontrar un criterio
general y único para aplicar a todos los casos. Aun así, tengamos en cuenta
que tanto la ética kantiana como el utilitarismo nos dan puntos de vista que
podemos usar con las debidas precauciones, esto es, sin caer en la tentación
de creer que se trata de dispositivos infalibles.
Pasemos ahora a revisar por qué funcionan los sistemas tradicionales y
tomemos para ello como ejemplo la tradición judeo-cristiana, cuya ética se
basa en los diez mandamientos y algunas otras recomendaciones como
amar al prójimo. Si bien estas pautas pueden resultar acertadas para muchas
circunstancias, la fuerza de esta tradición no está en que los preceptos a
seguir constituyen una guía apta para cualquier caso. De hecho, resultaría
fácil diseñar situaciones, tal como hicimos para poner a prueba la propuesta
kantiana y el utilitarismo, en las cuales seguir los preceptos nos llevaría a
tomar decisiones que intuitivamente nos parecerían poco éticas. Que estos
sistemas resulten útiles no depende, entonces, de la exactitud de las
recomendaciones sino de la posibilidad de interpretarlas para cada caso
particular y de contar para ello con una red de personas especializadas en
esta tarea, con funciones como sacerdotes, rabinos, asesores espirituales y
otros por el estilo. Por eso, quienes integran un grupo religioso no solo
cuentan con una doctrina sino también con el asesoramiento necesario para
aplicarla cuando les surge alguna duda.
Llegamos por fin al grupo, cada día más numeroso, que tiene como tarea
fijar los propios valores y encontrar un método adecuado para aplicarlos. Si
bien podemos anticipar que no se trata de una tarea fácil, el esfuerzo que
hagamos para ello tiene como recompensa contar con una herramienta
valiosa para la toma de decisiones, pues nos va a evitar —o al menos va a
atenuar— el tipo de angustia que padece Tony Soprano y que por cierto
atentaría contra nuestro bienestar. Hay un enfoque muy fructífero,
elaborado por el psicólogo social estadounidense Shalom Schwartz, que
tiene que ver con tomar conciencia de cuáles son los valores básicos y cómo
se relacionan entre sí. Según Schwartz, que chequeó la validez de su
propuesta en 82 países, todas las culturas articulan de una u otra manera
diez valores básicos, los cuales forman parte de cuatro grupos. Los grupos
identificados por Schwartz son los siguientes: apertura al cambio, progreso
personal, conservación, y trascendencia. Dentro del grupo de apertura al
cambio, está el valor “autonomía”, que se refiere a tener un pensamiento y
una acción independientes que nos permitan elegir, crear y explorar; el
valor “estímulo”, vinculado con el interés por la novedad y el desafío; y
parte del valor “hedonismo”, relacionado en este grupo con la búsqueda de
nuevas experiencias placenteras. Dentro del grupo del progreso personal,
encontramos el valor “hedonismo”, vinculado esta vez con las experiencias
placenteras conocidas; el valor “logro”, referido a demostrar competencia
según estándares sociales; y el valor “poder”, que incluye estatus social,
prestigio y el control sobre personas y recursos. Dentro del grupo de la
conservación, está el valor “seguridad”, entendido como protección y
estabilidad en todos los órdenes; el valor “conformidad”, vinculado con la
represión de los impulsos para no transgredir normas o expectativas
sociales ni incomodar a otros; y el valor “tradición”, referido al respeto y el
compromiso con las costumbres y las ideas establecidas. Y dentro del grupo
de la trascendencia, encontramos el valor “benevolencia”, que implica
preservar y promover el bienestar de las personas que tenemos cerca; y el
valor “universalismo”, referido a la importancia del bienestar de todas las
personas y de la naturaleza.
Como se muestra en el gráfico, Schwartz coloca los valores y los grupos
en un círculo en el cual quedan enfrentados, debido a que a menudo entran
en conflicto, la apertura al cambio con la conservación, y el progreso
personal con la trascendencia.

Esta manera de presentar los valores nos sirve para ubicar cuáles son las
áreas que más nos interesan y para comprender que, en ocasiones, la
dificultad para tomar una decisión proviene de que afecta a valores que son
opuestos y, en consecuencia, no pueden ser atendidos al mismo tiempo o
con igual intensidad. Mediante el uso del círculo de Schwartz podemos
identificar dónde está ese conflicto y así contar con más información para
tratar de resolverlo. Advertimos, además, que según este enfoque tomar una
decisión que involucra valores implica hacer algo así como un balance para
hallar el equilibrio que nos resulte más satisfactorio. De esta manera, se
clarifican dilemas morales muy frecuentes, como cuando alguna actividad
vinculada con el progreso personal nos hace poner en peligro la
benevolencia que brindamos a nuestra familia o entra en contradicción con
el bienestar de todos y por eso afecta el universalismo, o cuando nuestra
vocación por comprometernos con un proyecto novedoso nos lleva a tomar
riesgos que debilitan nuestra seguridad, o cuando la dedicación a la familia
implica un estancamiento de nuestra carrera laboral, o cuando nos cuesta
alejarnos de nuestro grupo de pertenencia para afrontar nuevos desafíos.
Con este mismo criterio de encontrar equilibrios satisfactorios es que
podemos usar los principios elaborados por Kant y por Bentham pues si
bien no son útiles como leyes universales —esto es, aplicables a todo tipo
de situaciones—, cada uno de esos principios expresa un enfoque ético a
tener en cuenta y a evaluar caso por caso. Por ejemplo, si tenemos que
decidir sobre un programa de vacunación para el cual tenemos fondos
limitados, es correcto optar por la variante que nos permita llegar a más
personas; al adherir a esa postura, estamos usando un principio utilitarista.
Por otra parte, cuando nos involucramos en una campaña por la libertad de
un preso injustamente condenado o por los derechos de una minoría,
estamos defendiendo valores universales que consideramos no deben
transgredirse en ningún caso y, al hacerlo, adoptamos una actitud kantiana.
De manera que tanto el principio utilitarista como el kantiano tienen valor,
no como fórmulas para aplicar de manera automática sino como
herramientas para hacer una hipótesis de cuál va ser el resultado en caso de
que utilicemos uno u otro, y para preguntarnos luego si ese resultado nos
deja conformes.
Contamos, entonces, con dos herramientas, basadas ambas en la idea de
que la ética es un balance que debemos encontrar entre distintas opciones,
que a veces están en tensión u oposición. La primera herramienta tiene que
ver con el equilibrio entre los valores básicos a los que adhieren todas las
culturas según el esquema circular de Schwartz. Aquí podemos clarificar
los valores que están en juego en cada circunstancia y el tipo de balance al
que queremos llegar, esto es, hasta qué punto estamos dispuestos a ceder en
un terreno para lograr un objetivo en otro. La segunda herramienta está
vinculada con los principios elaborados por Kant y Bentham, desprovistos
de su pretensión de universalidad y aplicados como dispositivos para
explorar soluciones caso por caso. Esta concepción de la ética como
búsqueda de un equilibrio fue señalada como característica de la toma de
decisiones en organizaciones por el profesor de ética en los negocios Joseph
Badaracco, autor del libro Defining Moments: When Managers Must
Choose Between Right and Right. Según Badaracco, la ética que solemos
aplicar a situaciones simples y de escasa repercusión es de poca utilidad
cuando nos enfrentamos con conflictos de responsabilidad, esto es,
circunstancias en las cuales ninguna de las opciones disponibles nos resulta
del todo satisfactoria. Ejemplo de esto puede ser tener que elegir entre
despedir personas valiosas para reorganizar un equipo y hacerlo más
competitivo o conservar a todos y correr el riesgo de estancarse; o elegir
entre un aumento merecido de sueldos y la inversión en un proyecto
innovador de gran potencial y resultado incierto. Para resolver estos y otros
dilemas por el estilo, Badaracco sostiene que es necesario “ensuciarse las
manos”, expresión que toma de la obra de teatro Las manos sucias de Jean-
Paul Sartre, en la cual el autor francés desarrolla este tipo de conflicto en
una organización política revolucionaria. Badaracco señala que no hay en
estos casos una respuesta correcta sino un balance entre los beneficios y
perjuicios de cada opción y una decisión final que, inevitablemente, nos va
a dejar un gusto amargo.
Tal como apunta Bill George en su libro sobre liderazgo, nuestra
sociedad necesita hoy jefes auténticos, capaces de construir confianza y
credibilidad en base a su adhesión a valores éticos. Sin embargo, en
nuestros días la autenticidad da trabajo, debido a que las éticas tradicionales
están debilitadas y resulta arduo disponer de criterios seguros para resolver
los dilemas y conflictos que nos presenta la realidad. Contamos ahora con
una guía para movernos con menos incertidumbre y una orientación común,
que consiste en encontrar equilibrios que juzguemos satisfactorios. Tanto
para adoptar una postura ante los grupos de valores en conflicto de
Schwartz como para resolver cuestiones teniendo en cuenta los principios
elaborados por Kant y por Bentham, la ética depende siempre de algún tipo
de balance y, en consecuencia, de una actitud serena y atenta a todos los
argumentos y circunstancias involucrados en cada caso.

¿Una empresa feliz?


Al hacer una búsqueda a principios de junio de 2016 a través de Google de
las palabras “felicidad” y “productividad” juntas, se obtenían más de 500
mil resultados y numerosos artículos en los cuales se sostiene que las
personas felices son más productivas. Esta creencia, que se empieza a
difundir con vigor en el mundo de habla hispana, está precedida por una
tendencia ya consolidada entre los anglohablantes, circunstancia que se
puede verificar mediante la búsqueda de las mismas palabras en inglés. En
la misma fecha de la consulta anterior, Google daba para las palabras
“happiness” y “productivity” juntas cerca de 12 millones y medio de
resultados y más de 135 mil artículos académicos. Mediante esta asociación
entre un estado de ánimo positivo y un mejor desempeño laboral, el interés
por la felicidad de los empleados entró en las organizaciones como una de
las variables a tener en cuenta. La relación, que parece plausible cuando se
la examina desde el sentido común, fue objeto de estudio de varios
investigadores. Entre ellos tiene especial relevancia el artículo publicado en
2009 por los profesores de la Universidad de Warwick, Inglaterra, Andrew
Oswald, Eugenio Proto y Daniel Sgroi. En este artículo, Oswald y sus
colegas logran establecer mediante una prueba de laboratorio que un
aumento en el bienestar mejora la productividad en una tarea que se realiza
a cambio de una paga. Además, los investigadores tomaron casos de la vida
real para comprobar que las situaciones de infelicidad, como por ejemplo
atravesar un duelo o acompañar la enfermedad de un familiar, tienen como
consecuencia un descenso en la productividad. Tal como señalan los
autores, las pruebas chequeadas por ellos no se refieren a un estado general
y permanente de felicidad sino a un bienestar pasajero, en el caso del
chequeo realizado en laboratorio, y a un malestar causado por una situación
particular, el cual es lícito suponer que se atenuará con el tiempo.
Confundir bienestar pasajero con un estado de felicidad constante ha
dado origen en las organizaciones a iniciativas poco creíbles, anunciadas a
menudo mediante discursos enfáticos que suscitan más escepticismo que
otra cosa. En realidad, asumir el compromiso de dar felicidad a los
trabajadores para lograr una mayor productividad laboral está fuera del
alcance de una organización y pretender lo contrario, como bien señala el
especialista argentino en Recursos Humanos Jorge Mosqueira, es una
ingenuidad. La felicidad o la infelicidad, dice Mosqueira, dependen de
variables como la vida sentimental y familiar, los proyectos personales y
muchas otras que exceden el ámbito en el cual la vida laboral puede influir.
Para conjurar la exageración denunciada por Mosqueira o cualquier otra
variante de optimismo infundado haremos un repaso de algunos enfoques
disponibles sobre el tema con el propósito de comprender de qué se trata la
demanda creciente de felicidad que anda circulando por la sociedad y cómo
impacta en las organizaciones. Una vez acotada la cuestión, trataremos en
los apartados siguientes de incorporar herramientas útiles para influir
positivamente en nuestro propio estado de ánimo y en el de nuestros
colaboradores, pues de esta manera vamos a contribuir con el bienestar de
todos y también, como verificaron los profesores de Warwick, con un mejor
desempeño del equipo de trabajo.
Empecemos por el aspecto menos estimulante del asunto, según lo
plantea el filósofo coreano Byung-Chul Han, quien reside en Alemania
desde 1980. Han sostiene que la nuestra es la sociedad del cansancio. Según
el filósofo, la cultura predominante en nuestros días tiene un exceso de
positividad que desemboca en la mayoría de los casos en una sensación de
frustración. A su vez, señala Han, adherimos a una interpretación de la
realidad que considera que cada uno de nosotros es responsable de su
propio destino y, en consecuencia, artífice tanto de sus logros como de sus
fracasos. Si a este marco de referencia agregamos que la gran mayoría
define el éxito como el destacarse en algún tipo de comparación o
competencia, tanto formal como informal, podemos comprender por qué
nuestra sociedad al mismo tiempo que se obsesiona en la búsqueda de la
felicidad genera más personas con depresión que ninguna otra en la historia.
La situación tiene una gravedad tal que la Organización Mundial de la
Salud estima que la depresión va a ser la primera causa de invalidez en
2030.
Así como el capitalismo autoritario descrito por Michel Foucault
generaba locos, criminales y revolucionarios, nuestro capitalismo
posmoderno y libertario, analizado por Byung-Chul Han, genera depresión,
déficit de atención con hiperactividad y agotamiento. Según un
relevamiento realizado en Estados Unidos, la depresión es hoy 10 veces
mayor que en 1960 y la edad promedio de las personas afectadas ha bajado
de 29,5 en 1960 a 14,5 en la actualidad. Ante este panorama, se comprende
que los libros de autoayuda hayan tenido y tengan en la actualidad un auge
extraordinario, dado que proponen distintos métodos para sentirse feliz,
pleno, satisfecho, que es justamente lo que a muchísimas personas les falta.
Sin embargo, cuando evaluamos las indicaciones o consejos que contienen
muchos de estos libros y el efecto que provocan en los lectores, vemos que
por lo general proponen atajos para alcanzar logros cuya obtención requiere
en realidad no solo otra clase de conocimientos sino también un
compromiso de diferente índole por parte del interesado. A veces, aplicar
los métodos que proponen los libros de autoayuda produce durante algún
tiempo algunos cambios apreciables. Sin embargo, en casi todos los casos
esos cambios no son duraderos, pues terminan cediendo ante la fortaleza de
los hábitos ya instalados en nuestras emociones, que resulta arduo
reemplazar.
El filósofo francés Roger-Pol Droit ve en esta búsqueda de la felicidad
un deseo de vivir una vida perfecta, sin estrés, preocupaciones o angustias,
que resulta impracticable desde todo punto de vista y a la vez poco
interesante. Según Droit, detrás de este afán por “disfrutar de la vida” todo
el tiempo hay en realidad una nueva forma de control social, que induce a
las personas a actuar un bienestar que en verdad no sienten en una época en
la cual predominan la angustia y la fragmentación. Un repaso de las
publicaciones en redes sociales como Facebook o Instagram parece dar la
razón a Droit, pues se nota un sesgo sostenido a comunicar sobre lo bien
que cada uno la está pasando y son raras las expresiones de enojo, miedo o
tristeza, salvo quizá —aunque no siempre— en los casos en que se
comunica la enfermedad o la muerte de un ser querido. En un corto que se
viralizó en internet y tuvo en YouTube cerca de 15 millones de
visualizaciones, el cineasta noruego Shaun Highton llama la atención sobre
esta tendencia a mostrarse feliz. Para ello, muestra a un personaje que
transforma todo lo que le va pasando —su vida bastante anodina, la
separación de su mujer, la pérdida del trabajo— en situaciones positivas.
Finalmente, harto de la parodia, el personaje del corto postea “mi vida
apesta” y provoca con esa sola declaración que sus contactos decidan
ocultar de sus actualizaciones de noticias lo que el infeliz confeso publique
de ahí en más.
Todas estas consideraciones sobre la felicidad estarían fuera de lugar en
este libro si no fuera porque el tema, como señalamos al hablar de su
relación con la productividad, ha calado hondo en las organizaciones y no
de la mejor manera. En sintonía con lo que podríamos denominar un clima
de época, se empieza a hablar de “empresas felices” o “happy companies”,
a punto tal que la búsqueda en Google de la expresión entrecomillada en
inglés arroja más de 25 mil resultados. Si esta aspiración se limitara a las
mejores prácticas laborales, muchas de las cuales hemos venido
recomendando en los capítulos anteriores, estaríamos ante una etiqueta
desafortunada para un funcionamiento beneficioso. Pero la pretensión va
más allá y es en ese exceso de positividad donde entramos en un terreno
resbalidizo y de consecuencias poco gratas. Tomemos como ejemplo un
grupo europeo que se destaca como “empresa feliz” en su país de origen y
es pionero a nivel internacional en la materia. Dentro de las diez
recomendaciones en las cuales se basa la vida laboral de esta empresa
encontramos tres que resultan imperativas. La primera dice que la felicidad
es una decisión, de lo que se deduce que termina siendo un mandato, pues
quien no es feliz es porque no lo decide o no quiere. La segunda ordena
“amar” el porqué de la compañía. No alcanza con estar de acuerdo o
compartirlo, quizá con disidencias atendibles o incluso valiosas, es
necesario (otro mandato) enamorarse de ese porqué. Y la tercera afirma que
la “empresa feliz” está en cada uno de los empleados, esto es, se trata de
una construcción colectiva irrenunciable.
Con recomendaciones como las citadas, más que empresas felices se
corre el riesgo de crear empresas en las cuales predomine el cinismo, y
donde los empleados más ambiciosos se pongan el traje de personas felices
y se inventen un código de comunicación que incluya las palabras “amor” y
“felicidad” para mantenerse en carrera. Esta situación ha sido ridiculizada
con particular eficacia en la versión estadounidense de la serie The Office.
Muchos de los parlamentos absurdos que realiza Michael Scott, el inefable
jefe regional de la empresa Dunder Mifflin protagonizado por Steve Carell,
están basados en el mandato de ser feliz y de transmitir esa felicidad. Scott
—que está siempre de buen humor, sonríe a menudo y suele hacer chistes
malos— se considera el mejor jefe del mundo y asegura que la opinión de
sus colaboradores es que nunca trabajaron en un lugar tan fantástico como
el que está bajo su supervisión. En realidad, entre las personas que trabajan
allí predomina el desánimo o la despreocupada resignación, y la opinión de
que el jefe es bastante estúpido.
El filósofo Zygmunt Bauman nos da una pista acerca de cómo apartarse
de esta vocación por la felicidad como disfrute de la vida cuando cita un
comentario de Goethe, quien sostenía que la suya había sido una vida muy
feliz a pesar de que no recordaba haber pasado ninguna semana feliz. Para
Bauman, la felicidad no se halla como consecuencia de una sucesión de
momentos felices sino a través del compromiso con superar problemas y
dificultades en pos de un objetivo. Este punto de vista está estrechamente
ligado con el expuesto por el psiquiatra austríaco Viktor Frankl en 1946,
quien luego de sobrevivir a su confinamiento en un campo de concentración
narró la experiencia y explicó que pudo enfrentar los más terribles
padecimientos porque se propuso observar y tratar de comprender lo que
allí sucedía, esto es, dio un sentido a la experiencia terrible que estaba
viviendo. La identificación de una buena vida con un proyecto que le dé
sentido tiene su correlato en el ámbito organizacional a través de la
propuesta de Gurnek Bains y sus colaboradores de la consultora
internacional YSC, quienes sostuvieron en un libro publicado en 2007 que
el desafío para las organizaciones del siglo XXI es rediseñar su actividad
para que su aporte a la sociedad sea comprendido y valorado por sus
miembros y por sus clientes. Las personas, dicen los autores, ya no aspiran
a trabajar para organizaciones que solo se dediquen a ganar dinero sino que
pretenden ser parte de proyectos que sean valiosos para ellos y que les
permitan contribuir a crear un mundo mejor.
El enfoque de Bains y sus colegas llama la atención sobre una temática
de vital importancia para las organizaciones y que suele soslayarse, pues se
la considera obvia o fuera de discusión. Se trata de atreverse a analizar la
misión de la organización y a tomar posición al respecto. A propósito de
este tipo de planteo, me tocó asistir a un cliente que se desempeñaba como
ejecutivo de comunicación de una empresa de energía, a quien le habían
ofrecido un cargo de mayor jerarquía y remuneración en una empresa
tabacalera. La tentación para mi cliente era grande, pues se trataba de un
hombre casado hacía diez años, padre de dos niños pequeños, para quien la
mejora económica daba respiro en una etapa de la vida en la cual sus gastos
habían crecido considerablemente y era fácil advertir que iban a aumentar
en el futuro. Sin embargo, la eventualidad de tener que explicar a sus hijos
que se iba a dedicar a promover la venta de productos que hacen daño a la
salud lo disuadió de aceptar la oferta, que le sirvió no obstante de estímulo
para buscar un nuevo trabajo. En otro caso, en el cual también me tocó
participar, la finalidad de la organización, vinculada con la causa de los
derechos humanos en la Argentina, era tan estimulante que decenas de
personas aceptaron trabajar sin cobrar durante meses para ser parte el
proyecto.
La industria tabacalera y la defensa de los derechos humanos son dos
casos donde resulta relativamente fácil tomar posición y es, además, difícil
evitarlo dada la importancia social de esas actividades. En la mayor parte de
las organizaciones, en cambio, se considera la misión como un hecho
consumado y se busca la mejor manera de llevarla a cabo. Sin embargo,
abrir el debate sobre esto puede resultar provechoso. Hay un viejo chiste
referido a la venta de automóviles, que cuenta el diálogo entre un hombre y
una mujer que se están conociendo. Cuando ella le pregunta de qué trabaja,
el hombre dice “la verdad es que vendo autos, pero a mi madre le digo que
atiendo la caja en un prostíbulo”. La broma hace referencia a la mala
reputación que tienen los vendedores de autos y las empresas para las
cuales trabajan, algo que casi todos los compradores de automóviles hemos
padecido alguna vez. Y sin embargo, cuando me contrataron para diseñar
un plan de atención al cliente para una concesionaria de una de las marcas
líderes, pude comprobar que abrir el diálogo con los empleados acerca de la
mejor manera de cumplir con la misión de la empresa constituyó la
principal fuente de propuestas para cambiar un estado de cosas que tenía
poco que ver con la rentabilidad y mucho con la inercia de una industria
que nació como proveedora de una élite y todavía no termina de adaptarse a
las reglas del consumo masivo.

Estudiar las mejores prácticas


Si bien los libros de autoayuda por lo general no resultan una buena guía
para vivir mejor, esto no quiere decir que la creciente demanda de bienestar
no pueda ser atendida con otros métodos. Consciente de esta posibilidad, el
psicólogo estadounidense Martin Seligman, quien fue presidente de la
Asociación Americana de Psicología en 1998, planteó que la psicología
debía comprometerse no solo con tratar a las personas con depresión y otras
afecciones sino con dar a las personas que se sienten relativamente bien las
herramientas necesarias para desarrollarse y, al mismo tiempo, para estar
mejor preparadas ante los contratiempos y las dificultades de la vida. Al
hacer su propuesta, Seligman dio continuidad a un planteo de Abraham
Maslow, pionero de estos estudios, quien en 1954 había señalado que la
psicología se ocupaba casi siempre de los aspectos negativos de la
personalidad. Según Maslow, esta preferencia por las limitaciones,
enfermedades y faltas de las personas antes que por sus potencialidades,
virtudes, aspiraciones o logros, había restringido el desarrollo de la
psicología a la mitad más oscura de la que debía ser su entera jurisdicción.
Para Seligman, el propósito de esta nueva rama de la psicología —que
llamó psicología positiva— es colaborar con las personas para que busquen
su bienestar por un camino seguro y, al mismo tiempo, prevenir el efecto
pernicioso del “exceso de positividad” que lleva, como apuntaba Byung-
Chul Han, a una sensación de fracaso.
Al referirse a la felicidad, Seligman retoma una propuesta de Aristóteles,
quien la definía como la capacidad de identificar las propias virtudes y la
decisión de cultivarlas para vivir una vida de acuerdo con esa orientación.
Además de sostener la validez de ese camino virtuoso, Aristóteles señalaba
que quienes pretenden alcanzar la felicidad mediante la acumulación de
riquezas, honores, fama o placer están condenados al fracaso. En la versión
de Seligman, la “auténtica felicidad” se logra mediante el desarrollo de las
propias fortalezas a través de tres caminos que involucran las experiencias
placenteras, la búsqueda de sentido y el compromiso con el rumbo elegido.
Como se ve, tanto la definición de Aristótles como la de Seligman tienen
puntos en común con las que antes vimos en Bauman, Goethe y Frankl. Se
trata de posturas que se alejan de la definición habitual de felicidad, que
alude a momentos de plena satisfacción, e intentan acercamientos más
comprehensivos. De todos modos, en el contexto de este libro no es esta
discusión sobre la felicidad la que nos va a interesar, pues se trata de un
objetivo que abarca todos los aspectos de la vida y supera lo que puede
esperarse de una relación laboral. Lo que sí vamos a tomar de la psicología
positiva es una cantidad de información útil para promover el bienestar
personal y el bienestar de un equipo de trabajo.
Los métodos de la psicología positiva se parecen a los de la investigación
psicológica en general, esto es, requieren la realización de experimentos en
un contexto controlado, que puedan ser auditados por profesionales
independientes y replicados por otros equipos de investigación. Esta
metodología da a los resultados obtenidos una confiabilidad mucho mayor
que la suscitada por la autoayuda, la cual se basa muchas veces en
experiencias personales y en el sentido común. Dicho esto, conviene señalar
que los resultados de la psicología positiva son a veces incorporados en
libros de autoayuda y que las habilidades comunicacionales de los autores
de esos libros han sido en ocasiones emuladas por practicantes de la
psicología positiva que ambicionan alcanzar a un público masivo.
Tengamos en cuenta que un artículo sobre psicología publicado en una
revista científica es leído por unos pocos especialistas y que un libro como
Usted puede sanar su vida de Louise Hay ha vendido más de 50 millones
de ejemplares en todo el mundo. Conscientes de que existe una demanda
sostenida de métodos para sentirse mejor, numerosos investigadores de la
psicología positiva se proponen llegar al público interesado con
información basada en estudios científicos. Para eso, tienen que aprender a
difundir los conocimientos de manera clara, amena y accesible. Tienen la
desventaja, con respecto a la autoayuda, de que no prometen soluciones
rápidas.
En los últimos quince años la psicología positiva ha tenido un
crecimiento extraordinario. Esto se debe, en parte, a que los temas que
aborda no estaban presentes en la investigación de la gran mayoría de los
psicólogos y, en consecuencia, la definición de esta nueva área dejó al
descubierto que había mucho por hacer. Como ejemplo del sesgo que tenía
y aún tiene la psicología con respecto a los temas de investigación,
podemos señalar que una revisión de los artículos sobre psicología
publicados en revistas científicas estadounidenses entre 1887 y 2000
permitió recopilar los siguientes datos: 8.072 artículos tratan sobre el enojo;
57.800, sobre la ansiedad; 70.856, sobre la depresión; 851, sobre la alegría;
2.958, sobre la felicidad; y 5.701, sobre la satisfacción en la vida. La
relación entre los tres primeros temas y los tres últimos es de 14 a 1.
Hay un aspecto en el cual la psicología positiva se diferencia de la
psicología tradicional. Se trata del estudio de las mejores prácticas y no,
como sucedía de manera habitual, de las prácticas promedio. Por ejemplo,
en el caso de las poblaciones en riesgo la psicología tradicional se centra en
buscar los motivos por los cuales la mayoría de las personas involucradas
fracasa y en determinar cuáles son los cambios sociales que pueden
producir un mejor resultado. Ante el mismo escenario, la psicología
positiva trata de identificar a los individuos que logran salir adelante en ese
entorno desfavorable y se pregunta cómo lo consiguen. De este tipo de
preguntas nace el concepto de resiliencia, definido por J. J. Cutuli y Ann
Masten como un grupo de fenómenos caracterizados por la adaptación
positiva en un contexto de adversidad o riesgo. Asimismo, si partimos de la
premisa de que todos tenemos capacidades y tendencias determinadas por la
genética, como si se tratara de un rango preestablecido de posibilidades
para cada área de actividad, lo que le va a interesar a la psicología positiva
es determinar qué podemos hacer para ubicarnos en la parte más favorable
de ese rango de posibilidades. Por ejemplo, si queremos averiguar cuán
rápido podemos correr una distancia determinada, no nos sirve evaluar el
promedio de velocidad al que corre toda la población. Un buen punto de
partida podría ser observar a los corredores que han sido seleccionados para
participar en una Olimpíada. Luego, mediante la aplicación de las técnicas
de los mejores corredores, vamos a lograr correr lo más rápido que
podamos dentro del rango preestablecido por nuestra genética.
Lejos de las apelaciones indiscriminadas a seguir los propios sueños
cualquiera sea su probabilidad de éxito, una premisa básica de la psicología
positiva es definir qué se puede cambiar y qué no. Desde este punto de
vista, es preferible comprender cómo funcionamos y hacer el mejor uso de
ello, antes que elaborar un ideal de conducta que nos parece admirable y
esforzarnos vanamente para alcanzarlo. En este sentido, la psicología
positiva hace suyas las palabras del teólogo y politólogo estadounidense
Reinhold Niebuhr, quien dice en el poema “Plegaria de la Serenidad”:
“Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo
cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría
para entender la diferencia”.

Bienestar individual
Hay una serie de resultados que provienen de la psicología positiva y se
refieren a cómo mejorar el bienestar individual, algo que resulta sin duda
conveniente para alguien que dirige un equipo de trabajo y como tal está
expuesto a diversas presiones. Por otra parte, conocer estos resultados
puede servir para difundirlos entre los miembros del equipo que muestren
interés o lo soliciten. También puede ser útil darlos a conocer mediante un
folleto y en calidad de sugerencia, dado que este tipo de recomendaciones
son además beneficiosas para la salud mental y física. Queda, por supuesto,
descartado intentar imponerlos, pues vaciaría de contenido la propuesta.
Como ya vimos, las organizaciones que incorporan en su cultura el mandato
de ser feliz logran por lo general efectos opuestos y quedan a menudo en
ridículo. Hecha la advertencia de rigor, pasemos a los resultados valiosos
para promover el bienestar individual.

Sentirse bien mejora el autocontrol


Por lo general, cuando estamos de mal humor nos parece más justificado
hacer alguna actividad recreativa o darnos algún gusto que hacer el esfuerzo
necesario para, por ejemplo, estudiar para un examen. Nuestro humor
influye sobre el tipo de decisiones que tomamos y sobre la fortaleza que
somos capaces de exhibir ante la tentación de hábitos perjudiciales como
comer o beber de más, fumar o procrastinar de diversas maneras. Este tipo
de comportamiento fue comprobado en un estudio realizado por Dianne
Tice y Ellen Bratslavsky en 2000. Según las autoras, cuando estamos de
mal humor tendemos a poner esta condición por encima de toda otra
necesidad y por eso sentimos el impulso de hacer lo que en ese momento
nos parece necesario para cambiar lo antes posible de estado de ánimo.
Tener conciencia de este tipo de reacción puede ser útil para hacer una
pausa e intentar recomponer la situación mediante las habilidades propias
de la inteligencia emocional.

El ejercicio físico mejora el ánimo


Michael Babyak y otros investigadores publicaron en 2000 un artículo
donde referían una experiencia realizada con 156 pacientes con depresión
severa. A estos pacientes se los dividió en tres grupos. Un grupo tomó un
antidepresivo, otro grupo hizo ejercicios durante 30 minutos tres veces por
semana, y un tercer grupo hizo ejercicios tres veces por semana y tomó la
misma medicación que el primer grupo. A las 16 semanas todos los grupos
mostraron mejorías en cerca del 65 % de los participantes. Un chequeo
entre los que habían mejorado realizado a los diez meses reveló que el 38 %
de los que solo tomaban medicación volvió a estar deprimido, al igual que
el 31 % de quienes tomaban medicación y hacían ejercicios. En cambio,
solo el 8 % entre los que hacían únicamente ejercicios sufrió una recaída.
En 2001, Peter Salmon publicó un estudio donde establece que los
ejercicios físicos tienen un efecto beneficioso para atenuar el estrés, la
ansiedad y la depresión.

Escuchar la música adecuada alivia el estrés y la ansiedad


Las investigadores australianas Wendy Knight y Nikki Rickard
encomendaron a un grupo de 87 estudiantes de ambos sexos una tarea
estresante que incluía una presentación oral. Aquellos que durante la
preparación escucharon el Canon en re mayor del compositor alemán
Johann Pachelbel —pieza barroca que suscita calma— fueron menos
vulnerables, sin distinción de género, al estrés y la ansiedad que quienes
hicieron la tarea en silencio. En general, la música funciona como una
distracción placentera que pone en segundo plano las preocupaciones o los
estímulos negativos. Depende del estilo que elijamos, puede inducir calma,
alegría, tristeza, deseo, excitación, melancolía u otras emociones. No
obstante esta variedad, escuchar música suscita más emociones positivas
que las experimentadas en otros contextos, según señala el investigador
sueco Simon Liljeström en una disertación basada en tres estudios
experimentales. Además, la música que elegimos nosotros mismos resulta
más eficaz para suscitar emociones positivas que la que escuchamos según
una selección producto del azar.

Meditaciones breves para gestionar las emociones


Ya sea a través del método conocido como Atención Plena o Mindfulness,
en cuyo origen hay influencias del budismo, o mediante otras formas de
respiración y meditación igualmente efectivas, las meditaciones breves nos
permiten atenuar las emociones que nos están perturbando y también llevar
a cabo una suerte de “higiene mental” que nos libera de pensamientos
recurrentes y sin salida. El método Mindfulness consiste en estar atento al
momento presente sin dejar que el pasado o el futuro interfieran y con una
actitud de aceptación y ausencia de juicio. La práctica que recomiendo para
aproximarse a ese estado es la de cerrar los ojos y contar lentamente hasta
cinco mientras inhalamos, seguir hasta diez mientras exhalamos, y
continuar contando hasta cien mientras inhalamos y exhalamos de cinco en
cinco, sin saltear ningún número. En caso de que perdamos la cuenta, algo
que suele suceder debido a las distracciones provocadas por pensamientos
referidos al pasado o al futuro, volvemos a empezar desde uno hasta lograr
llegar a cien sin interrupciones y tras haber realizado diez inhalaciones (de
1 a 5, de 11 a 15, de 21 a 25, etc.) y diez exhalaciones (de 6 a 10, de 16 a
20, de 26 a 30, etc.). Esta práctica de relajación ayuda, además, a dormir
bien, otro de los factores que los investigadores de la psicología positiva
señalan como relevante para tener una vida emocional equilibrada y un
óptimo desempeño.

Actuar de manera segura nos hace sentir seguros


En una de las diez conferencias TED más vistas, la psicóloga social Amy
Cuddy llama la atención sobre la facilidad que tenemos para juzgar la
actitud de otras personas a partir del lenguaje no verbal. Para cualquiera de
nosotros, una mueca de desagrado, una sonrisa espontánea o un gesto de
frialdad bastan para decodificar en milésimas de segundo la actitud de la
persona que tenemos enfrente. Un juicio positivo o negativo en esa
instancia, dice Cuddy, influye de manera decisiva en cuestiones tales como
qué médicos son llevados a juicio por sus pacientes o qué candidatos tienen
más probabilidades de ganar una elección. Rara vez observamos nuestro
propio lenguaje no verbal, pero si lo hiciéramos advertiríamos que es tan
explícito como el que utilizan el resto de las personas. Por ejemplo, quienes
se sienten seguros tienden a ocupar más espacio con el cuerpo y mantener el
torso erguido, y quienes se sienten inseguros suelen encorvar los hombros y
mantener los brazos pegados al cuerpo. A partir de estas constataciones,
Cuddy se pregunta si es posible modificar nuestro lenguaje no verbal para
lograr un cambio de la valoración que hacemos de nosotros mismos. La
respuesta, hallada a través de una serie de resultados obtenidos en
laboratorio, es que adoptar una actitud corporal de seguridad da seguridad,
no solo a nivel psicológico sino en la medición del nivel de las hormonas
involucradas. Asimismo, una actitud corporal insegura afecta igualmente
nuestro juicio y nuestras emociones para que nos sintamos inseguros.

Sonreír mejora el estado de ánimo


En sintonía con la relación anterior entre adoptar una actitud de seguridad y
sentirnos seguros, se da también que cuando sonreímos nos mejora el
estado de ánimo. Intuitivamente creemos que esto solo sucede en sentido
opuesto, esto es, que estar de buen humor nos lleva a sonreír. Sin embargo,
las psicólogas Tara Kraft y Sarah Pressman de la Universidad de Kansas
llevaron adelante un estudio en el cual demuestran que la relación entre el
buen humor y sonreír funciona en ambas direcciones. La experiencia se
realizó con 170 participantes, a quienes se les pidió que sostuvieran dos
palillos con los dientes. A la mitad de los participantes, la postura de los
palillos los hacía sonreír y a la otra mitad les ocasionaba una expresión
neutral. Manteniendo esas posturas todo el grupo realizó una tarea
estresante. Finalizada la tarea, quienes la hicieron sonriendo se recuperaron
más rápido del estrés que sus compañeros con expresión neutral.

Hablar y escribir sobre momentos difíciles es mejor que pensar


Todos nos detenemos a examinar las circunstancias de la vida que nos
resultan significativas, especialmente si son dificultosas o adversas.
Algunos lo hacen mediante la reflexión, otros recurren a la conversación
con un especialista, con un ser querido o con alguien que les inspira
confianza. También hay quienes mantienen un diario o el hábito de poner
por escrito sus pensamientos y emociones. Un estudio realizado en 2006
por Sonja Lyubomirsky, Lorie Sousa y Rene Dickerhoof establece que las
personas que hablan o escriben procesan mejor las situaciones negativas
que aquellos que prefieren pensar en ellas. Este efecto se debe a que al
hablar o escribir nos vemos obligados a organizar lo sucedido y esto
permite, a través de una mayor comprensión, elaborar algún tipo de
respuesta. Pensar, en cambio, es un proceso más confuso, pues combina
palabras, imágenes, emociones y recuerdos, que se suceden de manera
desorganizada. Con respecto a las experiencias positivas, hablar o escribir
acerca de ellas disminuye la satisfacción que nos provocan, pues al analizar
lo sucedido es frecuente que lleguemos a la conclusión de que no era para
tanto.

Bienestar para un equipo


Son varias las consecuencias negativas que puede tener el trabajo y que, en
consecuencia, preocupan a un jefe o a una jefa. Entre ellas se destacan el
desgaste mental y físico provocado por el estrés crónico, el enojo suscitado
por situaciones de injusticia y el miedo ante la posibilidad de ser despedido
o sancionado. Prevenir o atenuar este tipo de situaciones está por lo general
incorporado a las tareas habituales de quien dirige un equipo de trabajo.
Para ello, es más útil estar atento al humor del grupo en el contacto diario
que a las encuestas de clima laboral, dado que por lo general las personas
responden a estas últimas de manera poco sincera debido a que temen que
las respuestas sean utilizadas en su contra. Compartir la información
disponible de manera clara y transparente y promover el diálogo son dos
herramientas eficaces para gestionar las emociones negativas, que pueden
estar o no justificadas. Además de esta tarea, la cual como decíamos forma
parte de la rutina laboral, es posible y deseable, aunque menos frecuente,
promover el desarrollo de emociones positivas en el lugar de trabajo. Para
lograrlo es necesario prestar atención a lo que sale bien y genera bienestar,
pues de lo contrario sucederá a nuestro lado sin que lo advirtamos. Además,
conviene tener en cuenta los resultados provistos por la psicología positiva
que pueden ser aplicados para favorecer el bienestar de un equipo.

Para bien y para mal, las emociones se contagian


Es habitual que evaluemos el modo en que un equipo comparte información
y la manera en que esta circula entre sus miembros, pues buena parte de los
procesos que se llevan a cabo consiste en recibir determinados datos para
agregarles valor luego, ya sea mediante un reordenamiento, una
reelaboración o la incorporación de información generada al efecto. Es
menos frecuente advertir que las emociones de los integrantes del equipo
también circulan y se contagian hasta formar lo que podríamos denominar
un estado de ánimo colectivo. Según señala Sigal Barsade de la Universidad
de Yale en un artículo publicado en 2002, el contagio emocional se produce
de manera automática y depende menos de las palabras que del lenguaje no
verbal (gestos, ademanes, tonos de voz, etc.). La mala noticia, dice Barsade,
es que las emociones negativas se expresan y se contagian con mayor o
igual facilidad que las positivas, de modo que es conveniente intervenir de
tanto en tanto con el propósito de lograr un balance menos sesgado. La
buena noticia es que si prevalece un estado de ánimo positivo en el equipo,
esto influye a favor de una mayor cooperación entre sus miembros, una baja
de la frecuencia e intensidad de los conflictos y una mejor evaluación del
propio desempeño. Acerca de este último efecto, advierte Barsade,
conviene tener la precaución de no caer en euforias injustificadas.

Con humor, casi siempre es más fácil


Hay una manera de dirigir un equipo que en inglés se denomina “laissez-
faire leadership”, la cual resulta poco eficaz y consiste, como la traducción
de su nombre indica, en dejar hacer y no intervenir. Esta actitud deja en
manos de cada integrante del equipo la mayoría de las decisiones y la
responsabilidad sobre la tarea, lo cual es percibido con frecuencia como una
ausencia de liderazgo. En estos casos, el sentido del humor no ayuda y
puede ser interpretado como desinterés por lo que se está haciendo. No es
este, por cierto, el tipo de jefe o jefa que propusimos en los capítulos
precedentes, pues venimos sosteniendo desde distintos puntos de vista que
el rol a adoptar tiene que ser necesariamente activo. Pues bien, según los
investigadores Bruce Avolio, Jane Howell y John Sosik, la utilización del
humor por parte de un jefe activo sirve para mejorar el desempeño de los
integrantes de un equipo y del equipo en su conjunto. Esto se explica,
señalan Avolio y sus colegas en un artículo publicado en 1999, porque
mediante el uso del humor se crea una atmósfera amigable que alienta las
interacciones creativas y facilita la presentación de propuestas. El estudio
parte de la premisa de que el estilo de humor empleado es constructivo —
esto es, no apunta a dañar la autoestima de ningún integrante— y advierte
que un uso exagerado en situaciones críticas puede resultar
contraproducente.

Contribuir en la definición del propio trabajo aumenta el


compromiso
A principios de 2015 circulaba por internet la foto de un cartel escrito a
mano que decía: “Se necesita Empleada ½ tiempo. Que no sepa hacer Nada
pero que Obedezca”. Este afán por encontrar una persona sin conocimientos
de ningún tipo para lograr que incorpore mediante la obediencia una
determinada modalidad de trabajo y la ejecute con precisión es sin duda de
otra época. Y sin embargo, muchas organizaciones todavía intentan definir
las características de los trabajos que requieren hasta el último detalle, en
ocasiones incluso teniendo en cuenta las necesidades y motivaciones de un
hipotético candidato. En realidad, tarde o temprano los trabajos definidos de
esta manera serán reemplazados por máquinas. Si para algo las personas
seguirán siendo irremplazables en las organizaciones es para aportar su
particular punto de vista a la tarea que se les encomienda. Esta elaboración
conjunta, en la cual quien dirige el equipo tiene siempre la última palabra,
aumenta el compromiso del empleado con la tarea, pues le permite
comprender mejor el sentido de lo que hace y participar en la construcción
de la identidad de la organización. Así lo señala un estudio publicado en
2001 y realizado por las especialistas en psicología organizacional Amy
Wrzesniewski y Jane Dutton, que incluye varios ejemplos en los que este
tipo de colaboración resultó fructífera. Entre estos, las autoras citan el caso
de trabajadores que realizaban la limpieza de un hospital y modificaron la
tarea para tener en cuenta la interacción con los pacientes y su entorno, y el
caso de cocineros y ayudantes de cocina de un restaurante que fueron
modificando los platos que servían para que resultaran más atractivos.

Las personas quieren aprender


En marzo de 2016 una clienta recién promovida a jefa me transmitió su
sorpresa por el cambio de actitud de dos de sus compañeros de equipo, que
manifestaron interés por aprender nuevos procesos luego de que ella les
preguntara qué preferían hacer en el futuro. La pregunta, por cierto, los
tomó desprevenidos, pues hasta entonces ningún jefe se las había hecho. Y
lo que surgió de ambos de manera espontánea fue el interés por aprender.
Esta disposición fue estudiada en 2005 por Gretchen Spreitzer y otros
investigadores especializados en comportamiento organizacional, quienes
luego de tomar en consideración numerosos estudios sostienen que la
oportunidad de aprender da como resultado una mayor concentración en la
tarea, la búsqueda de información complementaria, y una relación
consciente y positiva con los compañeros. Según Spreitzer y sus colegas, el
contexto para que se manifieste la voluntad de aprender tiene más que ver
con el funcionamiento del equipo de trabajo que con las pautas mediante las
cuales se rige la organización en su conjunto. En el equipo, favorece el
surgimiento de la disposición a aprender la posibilidad de proponer cómo
hacer el propio trabajo, que se comparta la información, y que se trabaje en
un clima de confianza y respeto.

Agradecer ayuda a que las cosas salgan mejor


La gratitud no es una virtud fácil. A menudo, las personas se abstienen de
agradecer en el trabajo porque perciben —acertadamente— que el gesto las
compromete a actuar en reciprocidad y temen quedar en deuda. De manera
que para quienes van por la vida sosteniendo que todo lo bueno que les pasa
no es más que el resultado de sus propios esfuerzos (y todo lo malo
producto de circunstancias desfavorables), la gratitud es una admisión de
vulnerabilidad y de interdependencia que los incomoda, pues pone en
evidencia que la idea que se han forjado de ellos mismos es ilusoria. Sin
embargo, ser vulnerable e interdependiente puede resultar amenazante para
cierto tipo de personalidad y benéfico para el funcionamiento de un equipo.
Tal como señala el profesor Robert Emmons, quien se dedicó durante años
a investigar la psicología de la gratitud, dar las gracias de manera apropiada
y convincente en el lugar de trabajo mejora el bienestar general y ayuda a
disminuir emociones tóxicas como la envidia y el resentimiento. Además,
diferentes estudios prueban que las emociones positivas influyen
favorablemente en la eficiencia, la productividad laboral y la lealtad de los
integrantes de un equipo de trabajo. Frente a todos los beneficios de
agradecer, parece injustificado retacear el reconocimiento y la devolución
del favor, que a su vez va a generar un clima propicio para seguir con este
intercambio virtuoso.

El nivel justo de dificultad es el más productivo


Este resultado vale tanto para los individuos como para los equipos. Tal
como señaló Mihály Csíkszentmihályi en su libro Flow: The Psychology of
Optimal Experience, cuando nuestra habilidad supera largamente la
dificultad de lo que estamos haciendo, nos aburrimos. Cuando la dificultad
de lo que estamos haciendo supera nuestra habilidad, sentimos ansiedad o
frustración. Cuando dificultad y habilidad tienen un valor similar, fluimos
en un estado de ánimo que nos permite alcanzar nuestra más alta
productividad. Según Csíkszentmihályi, hay personalidades que buscan por
sí solas el desafío que más les conviene para desarrollarse, de manera que
van a manifestar si se sienten desperdiciadas o exigidas por demás. A otras
personas les cuesta más encontrar su mejor versión. Para ellos, es
conveniente diseñar entornos de trabajo que incorporen los atractivos de un
juego, esto es, que incluyan variedad, desafíos apropiados y flexibles, y
objetivos claros y feedback inmediato. En ese contexto, les resultará más
fácil hallar su nivel óptimo de productividad y, al mismo tiempo, disfrutarán
lo que están haciendo. Este resultado, advierte Csíkszentmihályi, se
cumplirá siempre y cuando el trabajador sienta alguna afinidad por lo que
hace y no se trate de una ocupación que le produzca rechazo.
Agradecimientos

A Pato Latorre, por los comentarios y sugerencias y porque siempre


está.
A Víctor Fiszer, que leyó el primer borrador y me hizo
recomendaciones valiosas.
A Miguel García Lombardi, que promovió mi desarrollo como coach
ejecutivo.
A Aline Lima, porque se dio cuenta de que el primer título elegido
para el libro era ambiguo.
A Félix Wuhl, que dirigió el equipo encargado de editar este eBook y
diseñar la página web para presentarlo.
A todos mis clientes, por la confianza otorgada y porque a través de
sus demandas me llevaron a investigar varios de los temas que dieron
origen a este libro.
Notas

Prólogo
La frase de Gardner proviene de: Andrés Hax, “La inteligencia nos hará libres”, entrevista a
Howard Gardner en Revista Ñ, Buenos Aires, 22/11/2014, disponible en
<http://edant.revistaenie.clarin.com/notas/2008/11/22/_-01806888.htm> (consulta 02/03/2016).
todo el aporte a un solo individuo. Sebastián Campanario, “En un mundo de tecnología disruptiva,
las buenas políticas públicas van a ser más necesarias”, entrevista a Andrei Vazhnov en La
Nación, Buenos Aires, 01/03/2015, disponible en <http://www.lanacion.com.ar/1771814-andrei-
vazhnov-en-un-mundo-de-tecnologia-disruptiva-las-buenas-politicas-publicas-van-a-ser-mas-
necesarias> (consulta 03/03/2016).

1. Arreglate como puedas


La frase de Dan Ariely proviene de: Dan Ariely, “Our buggy moral code” [Video], TED, 2009,
disponible en <http://www.ted.com/talks/dan_ariely_on_our_buggy_moral_code> (consulta
25/03/2016).

El que no sabe es jefe


hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Laurence J. Peter y Raymond Hull, The Peter Principle:
Why Things Always Go Wrong, New York, 1969.
Y creo que nos funciona mejor así”. Manuel G. Pascual, “Es injusto pagar lo mismo a todos los
trabajadores de igual rango”, entrevista a Laszlo Bock en Cinco Días, Madrid, 23/05/2015,
disponible en <http://cincodias.com/cincodias/2015/05/22/sentidos/1432322467_986311.html>
(consulta 08/03/2016).
los mismos que lo harán un buen jefe”. Mark C. Crowley, “Por qué se promueve a la gente
equivocada y cómo cambiar de estrategia”, La Nación, Buenos Aires, 27/09/2015, disponible en
<http://www.lanacion.com.ar/1831642-por-que-se-promueve-a-la-gente-equivocada-y-como-
cambiar-de-estrategia> (consulta 08/03/2016).
con el asesoramiento y la preparación adecuados. Ibíd.
9.271 millones de euros a España en 2014”. Susana Blázquez, “Se buscan líderes, no jefes”, El
País, Madrid, 08/10/2015, disponible en
<http://economia.elpais.com/economia/2015/08/06/actualidad/1438870245_365051.html>
(consulta 08/03/2016).
son más difíciles de aprender”. Matías Ortega, “Preocupa a más del 80 % de los CEOs la falta de
habilidades en su personal”, Ámbito Financiero, Buenos Aires, 02/03/2016, disponible en
<http://www.ambito.com/noticia.asp?id=829848> (consulta 09/03/2016).
hasta el momento y por el cual fue evaluada. Alessandro Pluchino, Andrea Rapisarda y Cesare
Garofalo, “The Peter Principle Revisited: A Computational Study”, Physica A: Statistical
Mechanics and its Applications, Vol. 389, N° 3, 2010, pp. 467–472.
y daban a los elegidos mandatos anuales. Alessandro Pluchino, Andrea Rapisarda y Cesare
Garofalo, “Meglio scegliere a caso: Come sopravvivere in un mondo complesso adottando
strategie casuali”, Psicologia Contemporanea, Firenze, noviembre-diciembre 2011, pp. 58-63.

Autoridad líquida
de las libertades, de la transparencia). Moisés Naím, “¿Qué les está pasando a los poderosos?”, El
País, Madrid, 17/03/2013, disponible en
<http://deportes.elpais.com/deportes/2016/03/16/actualidad/1458153095_720315.html?
rel=cx_articulo#cxrecs_s> (consulta 16/03/2016).
en la productividad del trabajo no manual. Rafael Echeverría, La empresa emergente: la
confianza y los desafíos de la transformación, Buenos Aires, 2010 [2000], p. 47.
otras cuatro desde entonces hasta el presente. Australian Public Service Commission, Thinking
about leadership: a brief history of leadership thought, Australian Government, 07/06/2014,
disponible en <http://www.apsc.gov.au/publications-and-media/current-publications/thinking-
about-leadership-a-brief-history-of-leadership-thought> (consulta 16/03/2016).
y también una mayor fragilidad. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, México, 2000.
son fundamentales para lograr resultados. Jesús Serrano, “Quieras o no, vives en un entorno
VUCA, descubre cómo moverte en él”, Blog Sintetia, 09/03/2016, disponible en
<http://www.sintetia.com/quieras-o-no-vives-en-un-entorno-vuca-descubre-como-moverte-en-
el/> (consulta 18/03/2016).
lo que sucede en los lugares de trabajo. Eilene Zimmerman, “Jeffrey Pfeffer: Why the Leadership
Industry Has Failed”, Insights by Stanford Business, 09/09/2015, disponible en
<https://www.gsb.stanford.edu/insights/jeffrey-pfeffer-why-leadership-industry-has-failed>
(consulta 18/03/2016).

Un malentendido frecuente
una cultura corporativa que las favorezca”. David Feliba, “CEO accesible: las empresas buscan
sistemas para fomentar el diálogo interno”, La Nación, Buenos Aires, 11/01/2016, disponible en
<http://www.lanacion.com.ar/1860598-ceo-accesible-las-empresas-buscan-sistemas-para-
fomentar-el-dialogo-interno> (consulta 11/03/2016).
falta total de interés en lo que hace. Jena McGregor, “Only 13 percent of people worldwide
actually like going to work”, The Washington Post, Washington D.C., 10/10/2013 disponible en
<https://www.washingtonpost.com/news/on-leadership/wp/2013/10/10/only-13-percent-of-
people-worldwide-actually-like-going-to-work/> (consulta 11/03/2016).
“de compartir lo esencial, nada”. Amalio Rey, “La mentira del Management”, Blog de Amalio Rey,
30/11/2014, disponible en <http://www.amaliorey.com/2014/11/30/la-mentira-del-management-
post-431/> (consulta 03/03/2016).
luego no se lleva a la práctica”. Enrique Escalante, “La locura de Recursos Humanos”, Blog de
Enrique Escalante, 28/06/2015, disponible en <http://www.enriqueescalante.es/la-locura-de-los-
recursos-humanos/> (consulta 03/03/2016).
establecen con sus pares y con sus jefes. Peter F. Drucker, “Knowledge-Worker Productivity: The
Biggest Challenge”, California Management Review, Vol. 41, N° 2, Invierno 1999, pp. 79-94.
“la persona desaparece”. Margarita Hantke, “No tengo nada que ver con el coaching”, entrevista a
Humberto Maturana en Capital Online, 21/01/2016, disponible en
<http://www.capital.cl/poder/2016/01/21/100120-humberto-maturana-no-tengo-nada-que-ver-
con-el-coaching> (consulta 22/03/2016).

Salario emocional
las reglas que fija para el resto. Robert I. Sutton, Good Boss, Bad Boss: How to Be the Best... and
Learn from the Worst, New York, 2010, p. 28.
descansos más largos durante la jornada laboral. Jeanna Bryner, “Abused Workers Fight Back by
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la parte más estresante de su trabajo. Robert Hogan, Gordon J. Curphy y Joyce Hogan, “What We
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es en realidad una “tomadura de pelo”. Ibíd.

Innato o adquirido
convence a sus colaboradores de que ese es el camino correcto. John P. Kotter, “What Leaders
Really Do”, Harvard Business Review, Vol. 68, N° 3, Mayo-Junio 1990, pp. 103-111.
el 88 % se consideraban por encima de la media. Ola Svenson, “Are we all less risky and more
skillful than our fellow drivers”, Acta Psychologica, N° 47, 1987, pp. 143-148.
cuanto más nos involucremos personalmente. Jeffrey Pfeffer, Robert B. Cialdini, Benjamin Hanna
y Kathleen Knopoff, “Faith in supervision and the self-enhancement bias: Two psychological
reasons why managers don’t empower workers”, Basic and Applied Social Psychology, Vol. 20,
N° 4, Diciembre 1998, pp. 313-321.
para llegar con un producto o servicio al mercado. Robert T. Keller, “Transformational leadership,
initiating structure, and substitutes for leadership: a longitudinal study of research and
development project team performance”, Journal of Applied Psychology, Vol. 91, N° 1, Enero
2006, pp. 202-10.
esto es, un promedio de 66 días. Phillippa Lally, Cornelia H. M. Van Jaarsveld, Henry W. W. Potts y
Jane Wardle, “How habits formed: Modelling habit formation in the real world”, European
Journal of Social Psychology, N° 40, 2010, pp. 998-1009.
sin que la conciencia participe de todo este desarrollo. Stanislas Dehaene, La conciencia en el
cerebro: Descifrando el enigma de cómo el cerebro elabora nuestros pensamientos, Buenos
Aires, 2015, pp. 69-113.
los resultados obtenidos son escasos o nulos. Molly Crockett, “Cuidado con las neurotonterías”
[Video], TEDSalon London, 2012, disponible en
<http://www.ted.com/talks/molly_crockett_beware_neuro_bunk?language=es#t-441226>
(consulta 25/03/2016).

2. Una red de conversaciones


La frase de Daniel Kahneman proviene de: Lluís Amiguet, “Nada es tan grave como piensas”,
entrevista a Daniel Kahneman en La Vanguardia, Barcelona, 19/06/2012, disponible en
<http://www.lavanguardia.com/lacontra/20120619/54314140571/nada-es-tan-grave-como-
parece-cuando-lo-piensas.html> (consulta 28/03/2016).

Hagamos cosas con palabras


las acciones que la hacen posible. Fernando Flores, Creando organizaciones para el futuro,
Santiago de Chile, 1994.
el “giro lingüístico” de la filosofía. J. L. Austin, How to Do Things with Words, Oxford, 1962.
varias reimpresiones desde entonces. Rafael Echeverría, Ontología del Lenguaje, Santiago de
Chile, 2003 [1994].

Afirmaciones y juicios
un artículo que se convirtió en un clásico. Daniel Isenberg, “How Senior Managers Think”,
Harvard Business Review, Vol. 62, N° 6, Noviembre 1984, pp. 81-90.

Pedidos y promesas
la sociedad tal como la conocemos. Eduardo Levy Yeyati, “Difícil escapar: a esta revolución todos
estamos expuestos”, La Nación, Buenos Aires, 27/03/2016, disponible en
<http://www.lanacion.com.ar/1882927-dificil-escapar-a-esta-revolucion-todos-estamos-
expuestos> (consulta 29/03/2016).

Distorsiones peligrosas
publicada en forma de libro en 1947. Herbert A. Simon, Administrative Behaviour: A Study of
Decision-Making Processes in Administrative Organizations, 4ta edición, New York, 1997
[1947].
cuando consideramos que es indispensable. Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow, New
York, 2011.
nos hacen ganar tiempo y ahorrar energía. Gerd Gigerenzer, Gut Feelings: The Intelligence of the
Unconscious, New York, 2007.
la opción que no exigía trámite alguno. Eric J. Johnson y Daniel G. Goldstein, “Defaults and
Donation Decisions”, Transplantation, N° 78, 2004, pp. 1713-1716.
resulte evidente para el sentido común. Richard H. Thaler y Cass R. Sunstein, Nudge: Improving
Decissions about Health, Wealth and Happiness, New Haven, 2008.
a la hora de diseñar políticas públicas. Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 2015:
Mente, sociedad y conducta, cuadernillo del “Panorama general”, Banco Mundial, Washington
D.C., 2015, p. 7.
Pensar rápido, razonar mal
como para modificar su condición. Melvin J. Lerner, The Belief in a Just World: A Fundamental
Delusion, New York, 1980.
por el afán de obtener resultados. Richard P. Feynman, What Do You Care What Other People
Think?: Further Adventures of a Curious Character, New York, 1988, p. 237.
la elección de las medidas a tomar. Paul H. Thibodeau y Lera Boroditsky, “Metaphors We Think
With: The Role of Metaphor in Reasoning”, PLoS ONE, 2011, Vol. 6, N° 2, disponible en
<http://lera.ucsd.edu/papers/crime-metaphors.pdf> (consulta 01/04/2016).
deja en un segundo plano otros. Gareth Morgan, Images of Organization: The Executive Edition,
San Francisco/Thousand Oaks, 1998.

3. Inteligencia emocional
La frase de Albert Ellis proviene de: Albert Ellis, “Rational Psychotherapy and Individual
Psychology”, Journal of Individual Psychology, Vol. 13, N° 1, 1957, pp. 38-44.

Reconocer lo que nos pasa


bajo el título “Inteligencia Emocional”. Peter Salovey y John D. Mayer, “Emotional Intelligence”,
Imagination, Cognition, and Personality, N° 9, 1990, pp. 185-211.
cinco millones de ejemplares en todo el mundo. Daniel Goleman, Emotional Intelligence, New
York, 1995.
más peso tiene la inteligencia emocional. Daniel Goleman, “What Makes a Leader?”, Harvard
Business Review, Vol. 76, N° 6, 1998, pp. 93-102.
los jóvenes de 20 y que los adultos de 40. Heather P. Lacey, Dylan M. Smith y Peter A. Ubel, “Hope
I Die Before I Get Old: Mispredicting Happiness Across the Adult Lifespan”, Journal of
Happiness Studies, N° 7, 2006, pp. 167-182.
con componentes cognitivos y emocionales. OECD, Skills for Social Progress: The Power of Social
and Emotional Skills, OECD Skills Studies, OECD Publishing, 2015, disponible en
<http://dx.doi.org/10.1787/9789264226159-en> (consulta 20/04/2016).

Revisar los juicios para cambiar lo que sentimos


juicios maestros y juicios circunstanciales. Rafael Echeverría, El observador y su mundo volumen
1, Santiago de Chile, 2009.
al cambiar la manera en que pensamos”. Facundo Manes, “¿Cómo enfrentarse a la adversidad?”,
El País, Madrid, 13/11/2015, disponible en
<http://elpais.com/elpais/2015/11/09/ciencia/1447060897_812838.html> (consulta 13/04/2016).
por nuestras “cogniciones” o pensamientos. David O. Burns, Feeling Good: The New Mood
Therapy, New York, 1999 [1980].
Gestionar las emociones
se parecen bastante poco a los actuales. John Tooby y Leda Cosmides, “The Evolutionary
Psychology of the Emotions and their Relationship to Internal Regulatory Variables”, en Michael
Lewis, Jeannette M. Haviland-Jones y Lisa Feldman Barrett (eds.), The Handbook of Emotions,
3ra edición, New York, 2008, pp. 114-137.
lo que conocemos como civilización. Richard A. Shweder, Jonathan Haidt, Randall Horton y Craig
Joseph, “The Cultural Psychology of the Emotions”, Michael Lewis, Jeannette M. Haviland-
Jones y Lisa Feldman Barrett (eds.), The Handbook of Emotions, 3ra edición, New York, 2008,
pp. 409-427.

El lado oscuro de la inteligencia emocional


favorece la manipulación. Eduard Punset, “El lado oscuro”, Blog de Eduard Punset, 19/01/2014,
disponible en <http://www.eduardpunset.es/22061/general/el-lado-oscuro> (consulta
15/04/2016).
resulta contraproducente para algunos trabajos. Adam Grant, “The Dark Side of Emotional
Intelligence”, The Atlantic, Washington D.C., 02/01/2014, disponible en
<http://www.theatlantic.com/health/archive/2014/01/the-dark-side-of-emotional-
intelligence/282720/> (consulta 15/04/2016).
donde se negocian el poder y la influencia”. Martin Kilduff, Dan S. Chiaburu y Jochen I. Menges,
“Strategic use of emotional intelligence in organizational settings: Exploring the dark side”,
Research in Organizational Behavior, N° 30, 2010, pp. 129-152.
a quien finalmente se aprovechará de él. Elías Neuman, Victimología: el rol de la víctima en los
delitos convencionales y no convencionales, 2da edición, Buenos Aires, 1994.

Conversaciones difíciles
aspectos operacionales, de relación y personales. Fredy Kofman, La empresa consciente: Cómo
construir valor a través de valores, Buenos Aires, 2008, pp. 174-175.
o al monto del salario percibido. Alejandro Melamed, Historias y mitos de la oficina: Lo que nadie
cuenta, Buenos Aires, 2015, p. 182.
descubrimos a un malvado). Kathryn Schulz, Being Wrong: Adventures in the Margin of Error,
New York, 2010.
se deba llegar a un acuerdo. Douglas Stone, Bruce Patton y Sheila Heen, Conversaciones difíciles:
Cómo enfrentarlas y decir lo que tiene que decir, Bogotá, 1999.
una puesta en escena en la que nadie cree. Alicia Pomares, “Los tiempos están cambiando”, Blog
Serendipia, 15/11/2009, disponible en <https://serendipia2.wordpress.com/2009/11/15/los-
tiempos-estan-cambiando/> (consulta 19/04/2016).
rápidos, sin fijarse en los costos. Paul Babiak y Robert D. Hare, Snakes in Suits: When Psychopaths
Go to Work, New York, 2006.
el porcentaje estimado para la población en general. Manfred F. R. Kets de Vries, “Is Your Boss a
Psychopath?”, Harvard Business Review, 07/01/2014, disponible en <https://hbr.org/2014/01/is-
your-boss-a-psychopath/#> (consulta 19/04/2016).

4. Para qué sirve el coaching ejecutivo


La frase de Ken Robinson proviene de: Tiching, “Las tecnologías pueden ayudar a revolucionar la
educación”, entrevista a Ken Robinson publicada en el blog Tiching, 05/09/2013, disponible en
<http://blog.tiching.com/sir-ken-robinson-las-tecnologias-pueden-ayudar-revolucionar-la-
educacion/> (consulta 03/03/2016).

Hacia una mejor versión de uno mismo


para que ese deseo se haga realidad. Barbara Ehrenreich, Sonríe o muere: La trampa del
pensamiento positivo, Madrid, 2011 [2009].
conversaciones de coaching con sus colaboradores. Monique Valcour, “You Can’t Be a Great
Manager If You’re Not a Good Coach”, Harvard Business Review, 17/07/2014, disponible en
<https://hbr.org/2014/07/you-cant-be-a-great-manager-if-youre-not-a-good-coach> (consulta
24/04/2016).
para asesorar al equipo en su trabajo. David A. Garvin, “How Google Sold Its Engineers on
Management”, Harvard Business Review, Vol. 91, N° 12, Diciembre 2013, pp. 74–82.

Origen y desarrollo
hasta alcanzar un resultado favorable. Online Etymology Dictionary, s.v. “coach (n.)”, disponible
en <http://www.etymonline.com/index.php?term=coach> (consulta 24/04/2016).
Werner Erhard en los años 70 y 80. Spencer Morgan, “Should a Life Coach Have a Life First?”,
The New York Times, New York, 27/01/2012, disponible en
<http://www.nytimes.com/2012/01/29/fashion/should-a-life-coach-have-a-life-first.html>
(consulta 25/04/2016).
como la que propone este enfoque. Diane L. Coutu, “The Anxiety of Learning”, entrevista a Edgar
H. Schein, Harvard Business Review, Vol. 80, N° 3, Marzo 2002, pp. 100-106.
impiden desarrollar el propio potencial. W. Timothy Gallwey, The Inner Game of Tennis, New
York, 1974.
“ayudarle a aprender en lugar de enseñarle”. John Whitmore, Coaching: El método para mejorar
el rendimiento de las personas, México, 2011 [2002].
15 orientaciones o guías a tener en cuenta. Miriam Ortiz de Zárate, “Psicología y Coaching: marco
general, las diferentes escuelas”, Capital Humano, N° 243, Mayo 2010, pp. 56-68.
una serie de recomendaciones para generar confianza. Thomas Leonard, The Portable Coach: 28
Surefire Strategies for Business and Personal Success, New York, 1998.
ofertas, pedidos y promesas. Fernando Flores, Management and Communication in the Office of the
Future, PhD tesis, University of California at Berkeley, 1982.

Lineamientos generales de una conversación de


coaching
ya cometido y, por eso, inmodificable. Marshall Goldsmith, “Try Feedforward instead of
Feedback”, en Marshall Goldsmith y Laurence S. Lyons (eds.), Coaching for Leadership: The
Practice of Leadership Coaching from the World’s Greatest Coachs, 2da edición, San Francisco,
2006, pp. 45-49.

Pautas de coaching ejecutivo


lleva entre 12 y 18 meses. Marc Effron, “Making Coaching Work: Ten Easy Steps”, en Marshall
Goldsmith y Laurence S. Lyons (eds.), op. cit., pp. 50-57.
de alto riesgo para las organizaciones. Laurence S. Lyon, “Coaching at the Heart of Strategy”, en
Marshall Goldsmith y Laurence S. Lyons (eds.), op. cit., pp. 87-99.

Herramientas para hacer una evaluación inicial


estableció las dimensiones que hoy se utilizan. Robert R. McCrae, y Oliver P. John, “An
Introduction to the Five-Factor Model and Its Applications”, Journal of Personality, Vol. 60, N°
2, Junio 1992, pp. 175-215.

5. Trabajo en equipo y liderazgo


La frase de Margaret Hefferman proviene de: Margaret Heffernan, “Forget the pecking order at
work” [Video], TEDWomen, 2015, disponible en
<https://www.ted.com/talks/margaret_heffernan_why_it_s_time_to_forget_the_pecking_order_at
_work#t-503813> (consulta 02/07/2016).

El equipo y su circunstancia
para que un equipo sea eficaz. J. Richard Hackman, Leading Teams: Setting the Stage for Great
Performances, Boston, 2002.
los trabajos pioneros de George Mead y Kurt Lewin. Gladys Adamson, La psicología social de
Enrique Pichon Rivière: una perspectiva sociopsicológica, Buenos Aires, 2014, pp. 72-91.
en un libro publicado en 1988. Jerry B. Harvey, The Abilene Paradox and Other Meditations on
Management, Lexington (Massachusetts), 1988.
conviene, por eso, revisarla con cierto detenimiento. David G. Myers, Exploring Social
Psychology, 6ta edición, New York, 2012, pp. 217-231.

Motivación 3.0
lo que la ciencia sabe acerca de la motivación”. Daniel H. Pink, “The puzzle of motivation”
[Video], TED, 2009, disponible en <http://www.ted.com/talks/dan_pink_on_motivation#t-
336381> (consulta 04/05/2016).
trató el tema con mayor detalle y profundidad. Daniel H. Pink, Drive: The Surprising Truth About
What Motivates Us, New York, 2009.
y tener cierto grado de responsabilidad. Frederick Herzberg, “One More Time: How Do You
Motivate Employees?”, Harvard Business Review, Vol. 65, N° 5, Septiembre 1987, pp. 109-120.
y se mantiene vigente hasta nuestros días. Dan Ariely, “El significado del trabajo” [Video],
TEDxRíodelaPlata, 2012, disponible en <http://www.tedxriodelaplata.org/videos/significado-del-
trabajo> (consulta 04/05/2016).
lo que significaba trabajar casi 10 veces más rápido”. Richard P. Feynman y Ralph Leighton,
“Surely You’re Joking, Mr. Feynman!”: Adventures of a Curious Character, New York, 1985.

Cada maestrito con su librito


solía hablarles maravillas del rival. Fernando Pandolfi, “Tres anécdotas imperdibles de Bielsa y la
clave de Bianchi”, canchallena.com, 23/08/2012, disponible en
<http://canchallena.lanacion.com.ar/m1/1501470-tres-anecdotas-imperdibles-de-bielsa-y-la-
clave-de-bianchi> (consulta 06/05/2016).
cómo se comportaban los gerentes en las empresas. Douglas McGregor, The Human Side of
Enterprise, New York, 1960.
en 1969 en la Harvard Business Review. J. Sterling Livingston, “Pygmalion in Management”,
Harvard Business Review, Vol. 47, N° 4, 1969, pp. 81-89.
obtenían mejores resultados que los demás. Robert Rosenthal y Leonor Jacobson, Pygmalion in
the Classroom: Teacher Expectation and Pupils’ Intellectual Development, New York, 1968.
tienen como consecuencia un desempeño insuficiente. Elisha Y. Babad, Jacinto Inbar y Robert
Rosenthal, “Pygmalion, Galatea, and the Golem: Investigations of biased and unbiased teachers”,
Journal of Educational Psychology, Vol. 74, N° 4, Agosto 1982, pp. 459-474.
será de escaso valor. Albert Bandura, “Self-efficacy” en Raymond J. Corsini (ed.), Encyclopedia of
Psychology, 2da edición, Vol. 3, New York, 1994, pp. 368-369.
un influyente artículo publicado en el año 2000. Daniel Goleman, “Leadership That Gets Results”,
Harvard Business Review, Vol. 78, N°2, Marzo-Abril 2000, pp. 78-90.
que además se pueda sostener en el tiempo. Daniel Goleman, Richard Boyatzis y Annie McKee,
“Primal Leadership: The Hidden Driver of Great Performance”, Harvard Business Review, Vol.
79, N° 11, Dicembre 2001, pp. 42-51.
Desarrollo del liderazgo
>no los seguimos por ellos sino por nosotros”. Simon Sinek, “How great leaders inspire action”
[Video], TEDxPuget Sound, 2009, disponible en
<http://www.ted.com/talks/simon_sinek_how_great_leaders_inspire_action> (consulta
07/07/2016).
estén o no a cargo de un equipo. Scott Snook, “Harvard - Psychology of Leadership - 8. Leadership
Cultivation III” [Video], YouTube, 2014, disponible en <https://www.youtube.com/watch?
v=0lbCLA1UZFA> (consulta 10/05/2016).
comprometerse con el rumbo elegido. Warren Bennis, On Becoming a Leader, New York, 4ta
edición revisada y actualizada, 2009 [1989].
el trabajo y la relación entre las personas. Mark Lipton, “Demystifying the Development of an
Organizational Vision”, Sloan Management Review, Vol. 37, N° 4, Verano 1996, pp. 83-92.
y no solo a los discriminados. Simon Sinek, Start with Why: How Great Leaders Inspire Everyone
to Take Action, New York, 2009.

Caja de herramientas
para luego asignarles tareas acordes. Marcus Buckingham, “What Great Managers Do”, Harvard
Business Review, Vol. 83, N° 3, Marzo 2005, pp. 70-79.
desde un desempeño muy bueno a uno excelente”. Peter F. Drucker, Management Challenges for
the 21st Century, New York, 1999, p. 168.
en situaciones de la vida real en reiteradas ocasiones. David G. Myers, Exploring Social
Psychology, 6ta edición, New York, 2012, pp. 203-208.
cuando comprueban que estos benefician al equipo. Martin A. Nowak y Roger Highfield,
SuperCooperators: Altruism, Evolution, and Why We Need Each Other to Succeed, New York,
2011.
lo que definen como un “proceso justo”. W. Chan Kim y Renée Mauborgne, “Fair Process:
Managing in the Knowledge Economy”, Harvard Business Review, Vol. 75, N° 4, Julio-Agosto
1997, pp. 65-75.
con frecuencia derivan en enfrentamientos personales. David G. Myers, op. cit., pp. 35-47.
la valentía como punto medio. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Introducción, Traducción y Notas de
José Luis Calvo Martínez, Madrid, 2001.
liderazgo duro o amable. James C. Collins y Jerry I. Porras, Built to Last: Successful Habits of
Visionary Companies, New York, 1994.

6. Una cuestión de actitud


La frase de Klaus Schwab, proviene de: Neil Parmar, “Inside the World Economic Forum”,
entrevista a Klaus Schwab en The Wall Street Journal, New York, 04/09/2014, disponible en
<http://www.wsj.com/articles/klaus-schwab-inside-the-world-economic-forum-1409843416>
(consulta 01/07/2016).

Todo cambia
y finalmente se logrará tener éxito con una. Branden Kelley, “A Day with Gary Hamel”, Blog
Blogging Innovation, 19/10/2009, disponible en <http://www.business-strategy-
innovation.com/2009/10/day-with-gary-hamel.html> (consulta 23/05/2016).
desciende en la Argentina a menos del 10 %. Sebastián Campanario, “Un casting para encontrar a
los «emperdedores»”, La Nación, Buenos Aires, 19/10/2014, disponible en
<http://www.lanacion.com.ar/1736545-un-casting-para-encontrar-a-los-emperdedores> (consulta
16/05/2016).
lideró el ranking mundial con 57.385 patentes. Andrés Oppenheimer, “América Latina, estancada
en innovación”, El Nuevo Herald, Miami, 11/05/2016, disponible en
<http://www.elnuevoherald.com/opinion-es/opin-col-blogs/andres-oppenheimer-
es/article77011787.html> (consulta 16/05/2016).
son los pasos seis y siete. Richard Luecke, Managing Change and Transition, Boston, 2003.
las teorías vigentes sobre gestión del cambio. Rune Todnem By, “Organizational Change
Management: A Critical Review”, Journal Of Change Management, Vol. 5, N° 4, Diciembre
2005, pp. 369-380.
o por las mismas organizaciones fracasan. Michael Beer y Nitin Nohria, “Cracking the code of
change”, Harvard Business Review, Mayo-Junio 2000, pp. 133-141.

Aprender a aprender
hacen lo que se les dice que hagan. Ken Robinson, “Ken Robinson dice que las escuelas matan la
creatividad” [Video], TED, 2006, disponible en
<https://www.ted.com/talks/ken_robinson_says_schools_kill_creativity?language=es> (consulta
24/05/2016).
y que casi nunca se revisan. Peter Senge, The Fifth Discipline, London, 1990.
que vayan a funcionar en todos los casos. Albert Domènech, “Pensar en positivo para superar el
dolor produce el efecto contrario”, entrevista a Giorgio Nardone en La Vanguardia, Barcelona,
24/04/2014, disponible en <http://www.lavanguardia.com/vida/20140424/54405255798/pensar-
positivo-superar-dolor-ayuda-nada.html#ixzz30NFB7512> consulta (30/05/2016).
siempre hay que acceder a los pedidos del jefe. Fredy Kofman, Metamanagement: La nueva con-
ciencia de los negocios – Tomo 1: Principios, Buenos Aires, 2001, pp. 335-349.
para establecer sus características y también su validez. Chris Argyris, “Teaching Smart People
How to Learn”, Harvard Business Review, Vol. 69, N° 3, Mayo-Junio 1991, pp 99-109.
Mejora continua
y demostrar su habilidad al resto. Robert H. Schaffer, “Rapid-Cycle Successes versus the Titanics:
Ensuring That Consulting Produces Benefits”, en Michael Beer y Nitin Nohria (eds.), Breaking
the Code of Change, Boston, 2000, pp. 361-380.
publicada en 2012 con revisiones y actualizaciones. Masaaki Imai, Gemba Kaizen: A Common
Sense Approach to a Continuos Improvement Strategy, 2da edición, New York, 2012.

Un método para innovar


de consultores, la competencia y otros. IBM, La nueva colaboración: facilitar la innovación,
transformar el lugar de trabajo, 2008, disponible en <http://www-
05.ibm.com/services/es/cio/pdf/CIO_Series_0504.pdf> (consulta 27/05/2016).
en condiciones de producir saltos cualitativos. Janet Rae-Dupree, “For Innovators, There Is
Brainpower in Numbers”, The New York Times, New York, 05/012/2008, disponible en
<http://www.nytimes.com/2008/12/07/business/07unbox.html?_r=3> (consulta 30/05/2016).
algunas mejoras de poca trascendencia. Rosabeth Moss Kanter, “Innovation: The Classic Traps”,
Harvard Business Review, Vol. 84, N° 11, Noviembre 2006, pp. 72-83.
mediante prototipos favorece la comunicación. Hasso Plattner, Christoph Meinel y Larry Leifer
(eds.), Design Thinking: Understand, Improve, Apply, Berlín, 2011.

Persuadir
y el miedo a hablar en público. Stephen Nachmanovitch, Free Play: Improvisation in Life and Art,
New York, 1990.
con las personas que están escuchando. Jay A. Conger, “The Necessary Art of Persuasion”,
Harvard Business Review, Mayo-Junio 1998, Vol. 76, N° 3, pp. 84-95.
ni bien apareció en la proyección. Guy Kawasaki, “The 10/20/30 Rule of PowerPoint”, Página de
Guy Kawasaki, 30/12/2005, disponible en <http://guykawasaki.com/the_102030_rule/> (consulta
30/05/2016).
reconocido como un especialista mundial en la materia. Robert B. Cialdini, Influence: The
Psychology of Persuasion, New York, 1984.
la semejanza, la cooperación y los halagos. Elena Gaviria Stewart, Mercedes López Sáez y María
Isabel Cuadrado Guirado, Introducción a la psicología social, Madrid, 2009, pp. 212-247.

7. Ética y bienestar
La frase de Estanislao Bachrach proviene de: Lorena Ferro, “Al cerebro no le importa que seas
feliz, solo que sobrevivas”, entrevista a Estanislao Bachrach en La Vanguardia, Barcelona,
29/06/2015, disponible en
<http://www.lavanguardia.com/vida/20150629/54432540953/estanislao-bachrach-al-cerebro-
feliz.html#ixzz3eXeLyxaS> (consulta 30/05/2016).

La autenticidad da trabajo
perpetrado el 11 de septiembre de 2001. Paul Krugman, “The Great Divide”, The New York Times,
New York, 29/01/2002, disponible en <http://www.nytimes.com/2002/01/29/opinion/the-great-
divide.html> (consulta 02/06/2016).
y construido a partir de valores éticos. Bill George, Authentic Leadership: Rediscovering the
Secrets of Creating Lasting Value, San Francisco, 2003.
eran evasores, corruptos y lobbistas. “Qué se piensa de los empresarios argentinos”, Apertura,
16/01/2015, disponible en <http://www.apertura.com/economia/Que-se-piensa-de-los-
empresarios-argentinos-20150116-0002.html> (consulta 06/06/2016).
en qué consisten sus tareas. Carlos Manzoni, “Imagen, el karma que persigue a los empresarios”,
La Nación, Buenos Aires, 03/05/2015, disponible en <http://www.lanacion.com.ar/1789129-
imagen-el-karma-que-persigue-a-los-empresarios> (consulta 06/06/2016).
lo cual nos resulta inaceptable. James Rachels y Stuart Rachels, The Elements of Moral Philosophy,
7ma edición, New York, 2012, pp. 130-132.
y desean que sea castigado. Ibíd., pp. 108-116.
de todas las personas y de la naturaleza. Shalom H. Schwartz, “An Overview of the Schwartz
Theory of Basic Values”, Online Readings in Psychology and Culture, 2012, disponible en
<http://scholarworks.gvsu.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1116&context=orpc> (consulta
03/06/2016).
nos resulta del todo satisfactoria. Joseph L. Badaracco, Defining Moments: When Managers Must
Choose Between Right and Right, Boston, 1997.
en una organización política revolucionaria. Jean-Paul Sartre, Les mains sales: Pièce en sept
tableaux, París, 1948.

¿Una empresa feliz?


es lícito suponer que se atenuará con el tiempo. Andrew J. Oswald, Eugenio Proto y Daniel Sgroi,
“Happiness and Productivity”, IZA Discussion Paper No. 4645, disponible en
<http://ssrn.com/abstract=1526075> (consulta: 07/06/2016).
la vida laboral puede influir. Jorge Mosqueira, “Cuidar a la gente, el único camino hacia una
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a la experiencia terrible que estaba viviendo. Viktor E. Frankl, El hombre en busca de sentido,
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contribuir a crear un mundo mejor. Gurnek Bains et al., Meaning Inc: The blueprint for business
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Estudiar las mejores prácticas


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y el compromiso con el rumbo elegido. Martin E. P. Seligman, Authentic Happiness: Using the New
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en un contexto de adversidad o riesgo. J. J. Cutuli y Ann S. Masten, “Resilience”, en Shane J.
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Bienestar individual
para cambiar lo antes posible de estado de ánimo. Dianne M. Tice y Ellen Bratslavsky, “Giving in
to Feel Good: The Place of Emotion Regulation in the Context of General SelfControl”,
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sufrió una recaída. Michael Babiak et al., “Exercise Treatment for Major Depression: Maintenance
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el estrés, la ansiedad y la depresión. Peter Salmon, “Effects of physical exercise on anxiety,
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1, Febrero 2001, pp. 33-61.
quienes hicieron la tarea en silencio. Wendy E. J. Knight y Nikki S. Rickard, “Relaxing Music
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según una selección producto del azar. Simon Liljeström, Emotional Reactions to Music:
Prevalence and Contributing Factors, Uppsala, 2011.
y un óptimo desempeño. Jon Kabat-Zinn, Wherever You Go, There You Are: Mindfulness Meditation
in Everyday Life, New York, 1994.
para que nos sintamos inseguros. Amy Cuddy, “El lenguaje corporal moldea nuestra identidad”
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que sus compañeros con expresión neutral. Tara L. Kraft y Sarah D. Pressman, “Grin and Bear It:
The Influence of Manipulated Facial Expression on the Stress Response”, Psychological Science,
Vol. 23, N° 11, Noviembre 2012, pp. 1372-1378.
lleguemos a la conclusión de que no era para tanto. Sonja Lyubomirsky, Lorie Sousa y Rene
Dickerhoof, “The Costs and Benefits of Writing, Talking, and Thinking About Life’s Triumphs
and Defeats”, Journal of Personality and Social Psychology, Vol. 90, N° 4, Abril 2006, pp. 692–
708.

Bienestar para un equipo


no caer en euforias injustificadas. Sigal G. Barsade, “The Ripple Effect: Emotional Contagion and
its Influence on Group Behavior”, Administrative Science Quarterly, Vol. 47, N° 4, Diciembre
2002, pp. 644-675.
en situaciones críticas puede resultar contraproducente. Bruce J. Avolio, Jane M. Howell y John
J. Sosik, “A Funny Thing Happened on the Way to the Bottom Line: Humor as a Moderator of
Leadership Style Effects”, Academy of Management Journal, Vol. 42, N° 2, Abril 1999, pp. 219–
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Que no sepa hacer Nada pero que Obedezca”. Publicado en El correo, disponible en
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para que resultaran más atractivos. Amy Wrzesniewski y Jane E. Dutton, “Crafting a Job:
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