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DE ÍBORIS:
Cautivo de la luz
Sylvia Woods
Aviso: Esta historia contiene temas de dominación sexual y lenguaje fuerte que pueden herir sensibilidades.
Se trata de ficción que utiliza el abuso y la dominación en un contexto de fantasía, en ningún momento es
intención de la autora hacer apología de la violación o retratarla como algo tolerable.
Una vez advertido, relájate y disfruta.
Caballeros de Íboris: Cautivo de la luz, está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se permite
la distribución, comercialización, reproducción ni el uso en obras derivadas sin permiso expreso de la
autora o los editores.
Glosario
CAPÍTULO 1
Tal’Reshan
Valantir
La habitación roja
Interludio
CAPÍTULO 2
Los himnos
Acción y reacción
El favor de la luz
Interludio II
CAPÍTULO 3
Todo es mejor cuando te portas bien
Solo mío
Interludio III
CAPÍTULO 4
Un vínculo con el mundo
El íncubo
Un nuevo pacto
Interludio IV
CAPÍTULO 5
Una sola palabra
La batalla
No podrás olvidarme
Interludio V
CAPÍTULO 6
Falsas apariencias
Secretos
Decisiones
Interludio VI
CAPÍTULO 7
Un regalo inesperado
Revelaciones
Epílogo
Glosario
Reina Thalanys: Actual reina de Shindara y sobrina en tercer grado del rey
Endorel, caído en desgracia.
Reino del Crepúsculo: Es el plano del que proceden los demonios, una
especie de reflejo sombrío del plano material que coexiste con él y se vuelve más
profundo y oscuro a medida que se aleja de él.
Loto arcano: Una hermosa flor de tonos púrpuras y azulados que crece en
las Islas Veladas. La tierra, rica en corrientes arcanas, convierte esta planta en
una potente fuente de magia. Los shindari suelen consumirla fumando sus
pétalos en una pipa de agua.
—Yo no puedo saberlo, amo, solo soy un sirviente de los mortales... algo
que el resto de mi raza aborrece. —Sidian esbozó una sonrisa seductora que
Haldren ignoró. El muchacho, si es que podía llamarle así, había intentado
meterse en su cama desde la primera vez que lo invocara, sin éxito. A pesar de
sus continuos rechazos, no parecía rendirse—. No me importa en absoluto lo que
haga el Ejército del Crepúsculo... yo estoy bien aquí, me gusta estar a tus pies.
Listo para cuando puedas necesitarme. Dispuesto.
El Ejército del Crepúsculo era poco más que una leyenda para los reinos
mortales de Íboris, que olvidaban con rapidez, pero los habitantes de Shindara
eran tan longevos como su memoria. El resto del mundo les tenía también a ellos
por un mito, una raza élfica que vivía en el confín del mundo y solo aparecía en
las horas más aciagas de la humanidad. Haldren intuía que esas horas iban a
regresar.
—¿Irás a combatir a las Islas otra vez? —preguntó Sidian, tal vez tratando
de leer en sus pensamientos.
—La última vez que el Ejército del Crepúsculo azotó el reino apenas eras
un adolescente. Ni siquiera eras brujo, ¿no es así?
Entre todos los shindari, los brujos eran los que más sacrificaban para
mantener el mundo seguro de los demonios; debían poseer una voluntad de
hierro para subyugarlos y conocer las peligrosas artes ocultas, debían sacrificar
su propio cuerpo a los estragos de las energías demoníacas para alimentar su
magia y poner su poder al servicio de la paz. No era un camino fácil, pero
Haldren no tenía ya nada que perder. Por eso cuando fue aceptado en la Alta
Torre de la ciudad de Tal’Reshan, donde se encontraba la más prestigiosa escuela
de magia y brujería de Shindara, encontró un nuevo sentido a su vida y lo abrazó
con fervor.
—¿Por qué eres tan duro? Necesitas relajarte… o acabarás enfermando. Eso
les pasa a muchos brujos, acaban enloqueciendo y lanzándose al mar.
—No estés tan seguro… —Los dedos de Sidian rozaron su espalda, pero
una sola mirada fría del brujo bastó para que los apartase y desviase la vista con
un gesto inocente—. Te vendría bien divertirte de vez en cuando, y yo conozco
muchas maneras de entretenerte.
Entre los suyos, Haldren era mirado con respeto, admiración y envidia. Era
capaz de invocar y encadenar a las razas de demonios más esquivas y peligrosas
y ponerlas a sus pies como si de simples sirvientes se tratasen. Sus estudios
habían ayudado a comprender con más profundidad las complejidades de los
planos de procedencia de los demonios, y aunque no era un maestro, los
aprendices le buscaban a veces para despejar sus dudas y tomar consejo. Y si
había conseguido todo eso era gracias a una férrea disciplina que le permitía
mantenerse alejado del lado más oscuro de su arte: el personal. Jamás establecía
relaciones personales con compañeros, ni mucho menos con sus demonios. Sabía
marcar los límites y nunca los cruzaba. Su entereza, estoicismo y rectitud eran
plenos… cosa paradójica en alguien de su clase.
Y es que, brujo o no, seguía siendo un soldado. Trabajaba a las órdenes del
ejército de Shindara y entre sus deberes se encontraban la invocación de
demonios para el entrenamiento de las tropas y las visitas regulares a las Islas
Veladas para exterminar a las criaturas que entraban de vez en cuando a través de
los portales residuales. Le gustaba su trabajo, le mantenía activo y despierto y
ejecutar las órdenes se le daba excepcionalmente bien. Veía la jerarquía como
algo necesario y tranquilizador, y si había algo que aportaba paz a su espíritu era
el orden. Todo tenía una posición en la creación, todo había sido creado para un
propósito. Él había encontrado el suyo y lo cumplía a rajatabla, impecable y
metódicamente.
—Precisamente.
—¿Qué pinta un brujo allí? Está lleno de beatos y de… luz —dijo Sidian,
arrugando la nariz como si hubiera olfateado algo desagradable.
Sidian resopló.
Al fin, tras atravesar los jardines y algunas galerías con arcos ojivales y
columnas adornadas con motivos vegetales, llegó al patio interior en el que le
habían citado. Allí esperaban dos grupos de elfos, dispuestos uno a cada lado de
la plazoleta, sobre un mosaico que representaba al sol. A la izquierda, un brujo y
una bruja aguardaban en silencio, vestidos con togas llenas de símbolos y runas,
con bastones de hueso de demonio y los ojos brillando rabiosamente. A la
derecha, seis campeones de Andros enfundados en las armaduras rojas y negras
de la Orden Carmesí aguardaban formando una fila perfecta, menos dos de ellos
que hablaban entre sí. Haldren pudo escuchar la voz de la mujer.
—¿Por qué no? Que yo sepa nadie aquí es inmortal —replicó una voz
grave. Del elfo solo podía ver el escudo que llevaba a sus espaldas, esmaltado en
rojo y negro y lleno de bordes afilados con forma de llama furiosa.
—Mucho gusto. Yo soy Lyra, y este es Symeon. No puede hablar desde que
le lanzaron una maldición de lenguas.
Symeon asintió con un cabeceo y una mueca de fastidio. Era un elfo de pelo
castaño y aspecto temible. Haldren se preguntó cómo se las apañaría en las
invocaciones si no podía pronunciar ni una palabra.
—¿Qué opinas de esto de que vayan a ponernos con los brujos, Val? —
inquiría la mujer, mirándoles de reojo. Haldren les observaba con discreción—.
¿No te parece un poco raro?
«¿Val? Le llama por un diminutivo. Seguramente son amigos. Tal vez
amantes», procesó Haldren.
—Depende… ¿más o menos raro que habernos aliado con los silvari? ¿O
más o menos raro que la Orden Carmesí acogiendo a los Caballeros de Endorel?
Desde su posición podía ver el perfil del enorme elfo. La nariz prominente
y recta y la mandíbula cuadrada, cubierta por una descuidada barba, unidas a la
abundante melena negra que caía sobre sus hombreras le daban un aspecto
salvaje, poco apropiado para un caballero sagrado, como se suponía que era.
Haldren no había visto a un campeón igual en toda su vida, y le resultaba en
extremo llamativo. Más llamativo de lo que le era cómodo aceptar, en realidad.
Habitualmente, los campeones de Andros se parecían a los que esperaban en
silencio en la fila: pulcros, de aspecto recto e inocente, con la mirada limpia; o
bien venerables, de expresión severa. Pero siempre tenían un halo de santidad
que de alguna manera les alejaba del mundo real. Sin embargo, ese Val era
demasiado terrenal. No parecía encajar entre ellos. Su postura era tan relajada y
arrogante como si aquel patio de armas y todo lo que había en él le
pertenecieran.
—Ya ha pasado mucho tiempo desde que la Orden acogió a los Caballeros
—puntualizó la mujer—. Deberías haberte acostumbrado.
Una de las cosas que le gustaban de los campeones era que trabajaban con
disciplina y una diligencia impecables, aunque la forma en la que solían hacer
alarde de ser intachables siempre que podían le irritaba sobremanera.
El moreno sonreía, pero había algo peligroso en aquella sonrisa, algo feroz,
que hizo intuir al brujo que aquello no iba a terminar bien para el muchacho.
—¿Y qué dicen de mí? —dijo arrastrando las vocales con un tono de burla
—. Escúpelo. Si vas a insultarme, por lo menos no me hagas perder el tiempo.
—Ah, veo que últimamente lo han suavizado. Solían decir que mi madre
era una ogra, ¿no? —preguntó mirando a la mujer.
—Algo así. Vamos a dejarlo ya, ¿de acuerdo? —respondió ella.
—No, no, de eso nada. Este joven quiere expresar su opinión, ¿no?
Escuchemos lo que tiene que decir.
—No, qué va, suelen ser muy tranquilos. Debe ser por el nuevo, el
semental.
—¿Por qué iba a querer que me mire? No quiero arriesgarme a acabar con
la nariz destrozada.
Los ojos incisivos del enorme elfo se clavaron en la joven bruja, y Haldren
puso toda su voluntad en mantenerse indiferente. La atención de aquel campeón
era poderosa. Cuando se fijaba en algo o en alguien, parecía volver el aire más
pesado. Su sonrisa canalla, sesgada, acrecentada por una cicatriz en la comisura
de su boca que en la distancia apenas podía distinguir, le recordaba a los
mercenarios que se reunían en las tabernas de Tal’Reshan después de las
batallas. Valantir sometió a la elfa a un escrutinio descarado, observándola de
arriba abajo, y luego miró a Haldren. Solo fueron milésimas de segundo, pero
bastaron para hacerle sentir aún más incómodo, como si se encontrara en un
escenario. Tuvo la impresión de que la mirada intensa del campeón le traspasaba.
Disimuló su turbación con la maestría que le daba la experiencia, saludando con
un cortés asentimiento y una sonrisa aséptica.
—Mira, este es mi novio —clamó Lyra ante los campeones. Por suerte, solo
Valantir les prestaba atención. La bruja le agarró del brazo y se apoyó en él con
un gesto indolente.
La perturbadora mirada del otro elfo se clavó de nuevo en él, con los ojos
entrecerrados y un gesto analítico. La sonrisa se afiló en sus labios y Haldren
tuvo la impresión de que se volvía maliciosa.
—Me gustan las antiguas formas… voy a necesitar algo de tiempo, Lyra —
dijo, forzándose a fijar la mirada en ella—. Un par de rosas, tal vez bombones...
«¿Qué le hace tanta gracia? ¿Acaso nota que me incomoda? No, no me está
incomodando, solo es irritante, como todos los campeones. Y ni siquiera sabe
hablar correctamente».
—Estáis aquí para retomar una antigua costumbre —habló de nuevo Vrydel
—. Los caballeros de Endorel lucharon junto a los primeros brujos en la quinta
invasión y la táctica resultó efectiva. La fuerza militar y la luz de nuestros
campeones es letal para los demonios, y las artes de los brujos, su capacidad para
someterlos, desterrarlos y atraparlos en sus propias trampas, es vital en esta
guerra. Esas fuerzas combinadas pueden evitar la nueva llegada del Ejército del
Crepúsculo a Íboris, como rechazaron la última invasión.
Haldren lo recordaba bien. Había estado allí cuando aún era un mago.
Había perdido mucho entonces, y más se hubiera perdido si no hubiera sido por
aquella inusual alianza. La salida a la luz de los brujos tras la guerra le dio un
sentido a su vida destrozada. Los demonios le habían arrebatado su tierra y a su
familia, así que decidió usarlos para vengarse. Los sometería y usaría su poder
para volver más fuerte a su nación, y a sí mismo. Y allí estaba.
—Lyra.
—Faeldrin Luzambar.
La bruja abrió mucho los ojos y se le desencajó la mandíbula. Haldren tuvo
que reprimir una sonrisa malévola.
—Symeon —El brujo silencioso dio un paso al frente, haciendo tintinear las
cadenas que pendían de su toga.
—Haldren Eldrathir.
—Valantir.
Su voz se había vuelto más profunda, peligrosa, pero era su mirada lo que
estaba dejándole sin aire en los pulmones. La sensación de que el campeón podía
ver dentro de él, de que era consciente de lo que estaba sintiendo en ese instante,
se hizo casi insoportable.
«¿Qué ha visto? ¿Por qué sonríe? ¿En qué demonios está pensando?».
Una de las parejas formadas pasó junto a ellos en ese momento. Haldren no
había escuchado sus pasos, pero les vio volverse y mirarles con extrañeza, cosa
que a Valantir no pareció importarle lo más mínimo pero al brujo le provocó una
intensa vergüenza.
—Muy bien.
Haldren sabía que ya era tarde para replicar, pero aun así lo hizo:
—¿Qué…?
—Que si sabes que vas a ser mi zorra —repitió Valantir con descaro,
clavando los ojos en los del brujo.
El tono con el que lo dijo fue tan sencillo que Haldren supo que no estaba
bromeando. Pensó que iba a convertirse en piedra ahí mismo. Sin embargo,
prefirió fingir que era precisamente eso, una broma, y fingir que Valantir nunca
había dicho algo así. Rápidamente forzó una risa sarcástica y se escudó tras su
compostura.
—¿Y tú? ¿Sabes lo que se espera de ti? Porque por lo que veo, no tienes ni
idea.
«No pienses locuras, Haldren. Solo ha sido una bravuconada, sabe que te ha
puesto nervioso, y lo está usando para irritarte».
El sol hacía horas que se había ocultado entre las cúpulas del templo. Su
ausencia revelaba un cielo cuajado de estrellas enroscándose en parpadeantes
espirales. Algunos zarcillos de nubes se deshacían a la luz de la luna que, casi
llena, comenzaba a alzarse tiñendo de plata las tejas esmaltadas que horas antes
habían sido rojas. El silencio invadía los jardines, y aunque las fuentes seguían
cantando con el murmullo constante del agua, no se oía el trino de los pájaros ni
las voces de los habitantes del templo. Solo había quietud, y el olor del jazmín
invadiendo perezosamente los patios.
En todos sus años de servicio nunca había presentado una sola queja. Ni
siquiera en la situación más desfavorable. No era un pusilánime, él no huía de las
situaciones difíciles, él las enfrentaba.
«No lo haré. Por peligroso que sea ese Valantir, no voy a tomar el camino
fácil».
«La próxima vez que me hable así le maldeciré. No podrá volver a usar esa
boca sucia en su vida. No tengo nada que temer de un tipo como él, puedo
destrozarle la vida con solo desearlo».
Por mucho que intentaba ralentizar sus pasos, finalmente se encontró ante la
puerta de la habitación. Demasiado pronto, en su opinión. La estancia estaba
ubicada en una estructura de planta circular, cerca del templo principal. Un
corredor flanqueado por una columnata formaba una galería que daba acceso a
las celdas de la soldadesca y los iniciados. Haldren se preguntó si alguna vez
habrían dormido brujos allí, o si ellos eran los primeros en ser aceptados en las
zonas más privadas del templo. Aquel pensamiento le sobrecogió. La
oportunidad única que estaba viviendo era algo digno de ser paladeado y
disfrutado, pero no podía sacudirse del todo la desazón que su nuevo compañero
le provocaba, y que se incrementaba por momentos mientras estaba allí inmóvil,
mirando la puerta.
Una luz roja, tenue, se derramaba desde los cristales mágicos de dos
lámparas en las paredes. Cuando los cristales brillaban con toda su intensidad, la
luz se volvía dorada y clara, pero por las noches la energía residual de la magia
con la que se alimentaban vibraba en tonos de un desvaído carmesí. El rojo era el
color del fuego de Andros, de la sangre y de la vida y por eso la mayoría de
elementos de decoración que había en la habitación y en el templo eran rojos: las
alfombras, las sábanas de las camas que se disponían a cada lado y los cojines en
el centro de la misma, donde Valantir fumaba. Tenía entre los labios la boquilla
de cristal de una de las pipas y, apoyado en un codo con postura indolente,
deslizaba una piedra de afilar sobre los bordes de su escudo. Parecía un señor de
la guerra reposando tras un día de batalla.
Cerró la puerta, y entonces, como respondiendo a una llamada, los ojos del
campeón se velaron al volverse hacia él, exhalando una bocanada de vapor de
loto. La presencia de la luz en él se evidenciaba en el resplandor dorado de sus
ojos, que brillaban como los de un felino en la oscuridad.
«Reventarle el corazón».
Los dedos del brujo temblaron y tuvo que cerrarlos. El tintineo de las placas
era sutil, pero en aquel silencio resonaba en sus oídos como un tañido.
Eso creía.
Ya no estaba seguro.
—Date la vuelta.
Pero cuando quiso darse cuenta tenía los ojos fijos en los de Valantir y se
había girado hacia él.
—No me obligues a… —La voz se le ahogó cuando los dedos del campeón
rozaron sus labios. El hambre era evidente en los ojos dorados, que le miraban
con expresión contenida, peligrosa.
—Estás sintiendo eso, ¿verdad? —El aliento de Valantir le rozó los labios,
caliente—. El hormigueo en el vientre…
Maldito fuera, ¿es que podía leer sus pensamientos más ocultos, sus
instintos más bajos?
Su voz era un susurro carnal, deslizándose por sus oídos como una
serpiente. Haldren esperaba que no viera el miedo al fondo de sus ojos, que no
llegase hasta la oscuridad de su alma, donde aquella bestia se removía
hambrienta. Pero era dolorosamente consciente de que el campeón la estaba
viendo, y la alimentaba con cada gesto. Los dedos poderosos se movían contra
su sexo, masajeándolo con pericia aún por encima de la ropa. La mirada
dominante le apabullaba, le hacía sentir expuesto. Dejó de empujarle, era como
tratar de apartar a un coloso de piedra. Frustrado, cerró los dedos en el tabardo
de la Orden Carmesí que portaba Valantir.
—¿Qué importa?
Los forcejeos del brujo se hicieron débiles. Su boca se volvió dúctil, abierta
a la conquista cada vez más profunda del campeón. Su mente registraba cada
matiz que sus sentidos alterados captaban: las manos en su entrepierna, los dedos
exigentes que se enredaban en su pelo, el roce áspero de las mejillas mal
afeitadas, la boca ardiente y dura devorándole los labios.
«No eres más que una zorra, y él lo sabe. Lo supo nada más mirarte. No te
puedes ocultar ante la luz de Andros».
Y se le echó encima.
Haldren estaba tan aturdido que le pesaban los párpados. Notaba los
músculos de su rostro demasiado distendidos y temió estar mostrando un
semblante entregado. Apretó los dientes y frunció el ceño, intentando parecer
furioso.
Valantir seguía desnudándole con una sola mano. Abría las prendas,
dejando la piel de su pecho expuesta, tirando la ropa al suelo con descuido. La
mirada ardiente recorrió el pecho desnudo del brujo, que subía y bajaba al ritmo
de la agitada respiración, y se detuvo en las runas encendidas en su hombro.
—Ya… pues creo que yo sí te gusto —respondió con una sonrisa canalla,
deslizando los dedos sobre las marcas demoníacas. Luego se inclinó y lamió uno
de sus pezones erizados.
«Que acabe rápido… que termine ya», se repetía, consciente de que lo que
más temía, ya estaba sucediendo. Ahora no podía pararlo. Solo esperar a que
todo pasara.
—¡No!
«¿Qué?»
—¿Quieres verme la polla? No es tan bonita como la tuya… pero creo que
te complacerá.
El corazón del brujo volvió a latir tras unos instantes de mutismo. Le miró
con los ojos muy abiertos. ¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo podía gustarle algo
así? ¿Cómo pudo bendecir Andros a alguien tan depravado?
—Muy bien —dijo sin dejar que terminase la frase, bajándose los
pantalones—. Entonces no mires.
El brujo se dejó caer en la cama cubriéndose los ojos con las manos. Pero
no sirvió de nada. Había tenido tiempo de verlo, erguido, grande y grueso,
naciendo entre un lecho de vello oscuro, y ahora la imagen estaba grabada en su
mente, detrás de sus párpados cerrados. Su olor le llenó las fosas nasales,
almizclado, extendiéndose por la habitación más irresistible que el perfume que
exudaban los íncubos para atrapar a los incautos. Lo había hecho, lo había
mirado. No había nada que pudiera hacer para huir de sí mismo.
Sintió el peso del cuerpo tenderse sobre él. El campeón se sostuvo en los
codos y las rodillas, deslizando el sexo contra el del brujo en un roce devastador.
Gimió sin reprimirse, acercando los labios a los de Haldren, que ahogó a su vez
otro gemido con todas sus fuerzas.
Apartó las manos de sus ojos y le miró. Valantir tenía los párpados
entrecerrados. La poderosa respiración restallaba contra su boca. La oscuridad en
su interior clamaba por beber del cáliz prohibido. Llevaba demasiado tiempo
negándoselo, y quería beber hasta quedar inconsciente. Abandonarse al abismo.
Dejar de oponer resistencia.
Con los dedos temblorosos, Haldren apretó las manos contra el colchón,
bien abiertas. El campeón se estremeció de placer al verle claudicar.
—Así… muy bien. Las cosas son mejor cuando obedeces… ¿lo ves? —El
mundo se llenó de la vibración de su voz.
Haldren sintió la lengua ardiente contra su boca. La succión voluptuosa y el
mordisco con el que atrapó su labio inferior le hicieron contraerse. Aún tenía las
prendas enredadas en los codos y las rodillas. Valantir no se había molestado
siquiera en quitarle las botas. Le acariciaba como si le perteneciera, recorriendo
su pecho y sus costados con manos imperativas, abarcándole.
Haldren cerró los ojos. Los brujos tenían fama de libidinosos, de verse
fácilmente dominados por sus instintos más bajos, pero Haldren siempre había
hecho alarde de disciplina e impecabilidad. Ahora, toda aquella imagen
comenzaba a descomponerse. Y descubría que, en su interior, a una parte oscura
y encerrada de sí mismo, le encantaba. Se regocijaba de que aquel maldito
decorado estuviera convirtiéndose en cenizas. Era la parte que siempre se había
negado, la que nunca había permitido que tomara ningún control, la que durante
años había luchado por destruir, reprimir y encerrar.
«Él lo sabía… él tiene razón. Soy una zorra, y quiero esto. Me odio, pero lo
quiero con desesperación».
Valantir cerró los dedos en sus cabellos, el sexo duro entrando y saliendo de
su boca, hinchándose y tensándose. El sabor almendrado se licuaba sobre la
lengua de Haldren, como la esencia del loto, embriagándole.
—¿Te gusta?
Haldren negó con la cabeza pero su lengua le atrapaba en cada retirada, sus
labios succionaban incluso cuando elevaba la cabeza intentando apartarse.
Una risa desganada brotó de los labios de Valantir que le apartó de un tirón
de su sexo.
—Date la vuelta.
—No —respondió.
—No… ¡no! ¡Para! Esto no está bien… estamos en el Templo, esto no está
bien... —dijo entre resuellos.
—¡No! ¡Maldmmmph…!
—Cállate.
—Tu polla es una delicia. Mira cómo crece entre mis dedos… ¿lo notas? —
murmuró, y volvió a lamerle la oreja.
—De…pravado —jadeó.
Con esa última palabra embistió con fuerza, agarrándole firmemente hasta
enterrarse del todo. El brujo gimió, arqueándose bajo su peso, afianzando las
rodillas en el colchón y agarrando con fuerza las sábanas con los puños cerrados.
Un calambre devastador de placer y dolor le arrasó, haciendo que le zumbaran
los oídos y su visión se enturbiase con cientos de puntos de colores.
Las arremetidas se volvieron cada vez más rápidas. Los jadeos de ambos se
entretejieron en una canción de lujuria y abandono. Entonces el campeón
comenzó a gruñir entre dientes y a golpear con sus caderas contra su cuerpo con
más intensidad. Le sintió crecer más en su interior y latir en el instante antes de
que el calor se derramase en sus entrañas con una convulsión agónica.
Podía rendirse.
Se había rendido.
Más allá de los muros, en los jardines del templo, las fuentes seguían
encendidas. Entre los arbustos y los parterres, puñados de luciérnagas
revoloteaban formando nubes doradas y las flores blancas de nochepétalo se
abrían y cerraban cada vez que eran tocadas por la luz de la luna, revelando el
tesoro de su interior: motas de resplandeciente magia plateada.
—¿Estáis seguro?
El General Edaren Vrydel había nacido en una familia humilde que servía a
una casa de sangre noble. Sus señores eran atípicos, capaces de ver más allá de
sus narices, cosa de agradecer tratándose de la aristocracia. Pronto se dieron
cuenta de que el hijo del maestro de establos tenía talento para la batalla, así que
le ofrecieron una extensa educación y le permitieron recibir entrenamiento si así
lo deseaba. Siendo apenas un adolescente, Vrydel ingresó en el ejército como
miembro de los Avizores, el cuerpo de arqueros y lanceros que conformaba el
grueso de las fuerzas del reino junto con los Caballeros de Shindara y los Magi.
No tardó mucho en alcanzar el rango de Velador y tras la muerte del anterior
General durante la última invasión del Ejército del Crepúsculo, fue ascendido
con honores. El ascenso no era más que un mero trámite: su antecesor había
caído en batalla y fue él quien guió a los Avizores y al resto del ejército hacia la
victoria. Después de eso le habían llamado héroe, pero Vrydel no se sentía en
absoluto como tal. Realmente, no sabía lo que había hecho, ni cómo. Se había
limitado a actuar y a tomar decisiones. Fueron acertadas, pero podían no haberlo
sido. Entonces no le llamarían héroe y habrían borrado su nombre de la historia.
Así era el mundo.
—Ya sabéis a qué me refiero. Soy noble, de la más alta casta, y vos un
plebeyo.
—Pues os equivocáis.
—Es ella.
La joven cayó de pie. Luego se irguió, mirando a los dos elfos con ojos
ardientes, llenos de determinación, animados por un profundo fuego, inquieto y
vital.
La elfa hizo una pausa, aguardando las reacciones de los otros dos, pero
estas no se produjeron. Aronath escuchaba con indiferencia mientras Vrydel
parecía taladrarla con la mirada, insistente. Decidió seguir:
—¿Tenéis algo más que pueda sernos útil, lady Aronath? —preguntó
educadamente.
La espía le miró con sorpresa unos segundos, luego asintió con la cabeza.
—No creo que nos cueste dar con el espía —dijo Aronath—. Solo hay
media docena de varones brujos. Podemos interrogarles a todos y…
—¡Los himnos!
—¿Qué ocurre? ¿Nunca los has escuchado? —La voz perezosa de Valantir
le hizo contener el aliento unos instantes.
—Significa que son las diez, debíamos estar a las siete en el templo para la
meditación y…
—Tonterías —El campeón soltó una suave risa, ronca, aún adormilado.
—¿A qué has venido a este lugar? Esto no es un maldito prostíbulo, ni yo…
Los ojos del campeón brillaron con avidez. Haldren no había acertado a
apartarse y se encontró mirándole fijamente, con los dedos de Valantir cerrados
en su mentón y su rostro a escasos milímetros. El aliento caliente le rozó los
labios cuando habló.
Las palabras se diluyeron entre los labios del brujo. Valantir miraba sus
ojos, parecía penetrarlos, leer en su mente y despojarla de todos sus secretos,
luego bajó la vista, observó la nariz del brujo y su boca, el carnoso labio inferior,
entreabierto por una suerte de fascinación.
—No necesito que me recuerdes nada —espetó Haldren, con voz venenosa
—. Lo que quiero es que me dejes olvidarlo.
—¿Por qué haces esto? —resolló el brujo. El tirón en sus cabellos le obligó
a alzar la mirada hacia Valantir, que pegó las caderas a su rostro, con los
pantalones abiertos.
—Creía que éramos nosotros los indignos en este templo —dijo entre
dientes, venenoso—, pero me equivocaba. Tú eres peor que el más corrupto de
entre los míos.
El campeón le respondió con una risa grave, ronroneante, que erizó la piel
de Haldren. Maldita fuera aquella voz, maldito fuera él por reaccionar así ante él.
—¡No te atreverás! —Se agitó de pronto el brujo, poniendo las manos sobre
sus piernas e intentando apartarse.
Haldren apenas tuvo tiempo de tomar aire antes de que su boca se viera
invadida repentinamente por la carne dura y ardiente. Se agarró de los
pantalones de Valantir con fuerza, levantando la cabeza al verse obligado a ello
por el fuerte tirón en sus cabellos. El odio se prendió de nuevo en su mirada, fija
en la del campeón. Su cuerpo se vio sacudido por una arcada ante la violencia de
la irrupción, pero cuando Valantir comenzó a moverse, empujando las caderas
contra su rostro y obligándole a mantenerlo erguido, su saliva comenzó a
lubricar la suculenta carne, extendida por la caricia de su lengua.
Ya no tenía por qué resistirse. Valantir le sujetaba con fuerza, marcaba el
ritmo, le obligaba a beber del cáliz como había hecho la noche anterior, y el
brujo comenzó a hacerlo por sí mismo. El ardor en sus ojos comenzó a diluirse,
sus párpados se entrecerraron mientras libaba la sabrosa piel. Su boca se abría
sin resistencia, acogedora, dulce como la entrega, ardiente.
—Eso es… Ah… así me gusta —El susurro lujurioso intensificó el hambre
de Haldren. La voz del campeón se volvía resbaladiza, ronca.
Alzó la mirada y encontró los ojos ardientes fijos en él, con los párpados
entrecerrados. El pelo, oscuro como la noche, le caía por delante del rostro.
Apretaba los dientes mientras le embestía, jadeando, tensándose con cada
movimiento. La caricia áspera de los dedos del campeón en sus labios le hizo
cerrar los ojos un instante, estremecido. Liberó un resuello ahogado sobre la piel
empapada de saliva.
—Esta es la cara más sincera que has puesto en años… estoy seguro.
—Agh… sí, sí. Traga… eso es… buen chico —farfulló, parpadeando con
fuerza mientras intentaba mirar al brujo, sacudido por los espasmos del orgasmo.
Valantir le limpió las comisuras de los labios con los dedos y sacó el sexo
de su boca, guardándolo de nuevo en sus pantalones, jadeando.
—Así se empieza bien el día, ¿no crees? —dijo el campeón, dándole un par
de palmadas en las mejillas, como lo habría hecho con un buen perro.
Olía a Valantir, todo él, incluso su boca, en la que aún guardaba el regusto
amargo del semen del campeón. Su imagen de rodillas ante él volvió a asaltarle,
y se sintió sofocado, incapaz de contener la excitación.
Llegar tarde era ahora lo que menos le preocupaba, tenía que poner una
solución al estado en el que le había dejado el campeón, así que abrió la espita
del agua fría y se metió debajo del chorro después de desnudarse, frotándose
furiosamente con el jabón, intentando arrancar el olor enloquecedor de su piel y
apagar el fuego que ardía debajo de ella.
Por más que frotó, el olor quedó instalado en su olfato y una sensación de
insatisfacción siguió revolviéndose en su estómago cuando al fin logró calmarse
lo suficiente como para vestirse con ropa limpia y acudir donde debía estar desde
hacía horas.
Acción y reacción
El motivo aún estaba allí pasada la media tarde, esquivando con indolencia
los ataques furiosos de uno de sus demonios invocados: un terrible guerrero
dorgón, una raza de demonios de apariencia humanoide que era usada como
fuerza de choque en el Ejército del Crepúsculo. El enorme demonio sacaba tres
cabezas al campeón que, haciendo alarde de su fuerza, detenía los golpes del
hacha oxidada. El dorgón gruñía y rugía con cada golpe, sometido a la voluntad
del brujo que lo dominaba.
El papel de Haldren era mantener a la criatura bajo control hasta tal punto
que solo pudiera obedecer sus órdenes, haciendo uso de sus facultades contra los
enemigos del brujo, o en este caso, contra Valantir. Los dorgón eran usados por
su fuerza y su imponente aspecto para luchar cuerpo a cuerpo; eran guerreros
fieros con una sed de sangre insaciable, de piel púrpura y músculos
desmesuradamente grandes, tenían la anatomía salpicada de escamas y
protuberancias en forma de pinchos y cuernos brotaban de su cabeza lampiña y
de sus articulaciones. Eran capaces de, entre otras cosas, inflamar el aire a su
alrededor con la magia oscura y reducir a sus enemigos a cenizas cuando no
conseguían convertirlos en pulpa a base de golpes con sus horribles armas. No
eran especialmente inteligentes, pero eran fuertes y resistentes, suficiente para
servir de protectores a sus amos mortales.
«No voy a permitir que me insulte de esta manera. Todo lo que ha pasado…
todo lo que he… Es su culpa».
La risa cáustica de Valantir se dejó oír tras el impacto del dorgón contra su
escudo. El golpe le hizo retroceder, pero se afianzó.
El campeón rio.
Hasta Haldren pudo notarla, haciendo que las marcas de su piel prendieran
con un escozor punzante como el de una quemadura. Retrocedió al ver a Valantir
avanzar, pasando por encima del cuerpo tembloroso de uno de los canes, con una
sonrisa peligrosa en el rostro. El brujo comenzó a conjurar una maldición.
Valantir siguió avanzando hacia él. Apretó los dientes con fuerza, en un
gesto de dolor contenido, y lanzó el escudo contra él, resistiéndose a la agonía
que aquella maldición provocaba. Haldren intentó apartarse de la trayectoria
pero el golpe devastador impactó en su hombro derecho y le hizo caer, soltando
la daga, con la hombrera destrozada por los bordes afilados y la piel lacerada.
Desesperadamente, siguió invocando a las sombras y a los demonios. Cinco
pequeños trasgos de orejas puntiagudas y dientes afilados, negros como el
ébano, se materializaron de la nada y corrieron hacia el campeón, se lanzaron
contra él y se colgaron de sus brazos y piernas, mordiendo sobre la armadura.
Ellos tampoco duraron demasiado, la luz volvió a brillar y las criaturas, entre
desagradables gritos, cayeron al suelo y se arrastraron en busca de cobertura.
Haldren mantenía la mano alzada ante él, escupiendo los conjuros sin detener el
avance del campeón.
La sangre púrpura comenzó a saltar bajo los brutales golpes del escudo
sobre el rostro y el pecho del demonio, en un asalto tan bestial que hizo saltar
escamas y esquirlas de hueso y acabó por manchar el suelo y al propio campeón
de la sangre corrupta. El escudo prendió chispas sobre el pavimento cuando el
dorgón se evaporó entre girones de sombras y sangre púrpura. El campeón siguió
golpeando hasta darse cuenta de que ya no quedaba nada de él, luego, se puso en
pie, conteniendo los resuellos, manchado de las salpicaduras de la sangre
demoníaca.
—Si de verdad eres tan digno y tan listo como te las das, trabaja en equipo
en lugar de usar los entrenamientos para intentar vengarte porque te he echado el
mejor polvo que has tenido en tu vida.
—¿Es que quieres que te dé las gracias? —espetó el brujo, con la voz ronca.
—No voy a darte las gracias —escupió con rabia Haldren—, eres escoria, y
sabes lo que has hecho…
—¡Suéltame!
«Te mataré…».
¿Cómo podía sentirse así después de que le hubiese golpeado? ¿Cómo ese
simple roce en sus labios podía despertar sus más terribles anhelos? Tal vez
Sidian estaba en lo cierto, y estaba cayendo en la locura de los brujos.
—¿Te lo has tenido que pensar? —preguntó el campeón con una sonrisa
maliciosa.
—De acuerdo.
Valantir le soltó y el brujo iba a ponerse en pie cuando la luz cayó de nuevo
sobre él. Un latigazo tan intenso como una embestida sexual, que lejos de
propagar el dolor por sus venas, le hizo arquearse y soltar un gemido de placer.
La sensación cálida, energizante, se extendió por su carne y hormigueo con un
toque sanador en sus heridas, aliviando su dolor.
—Lástima que esta sea la última vez que voy a escucharte gemir —dijo el
campeón, agarrándole del brazo y ayudándole a levantarse—. Aunque tú sí
podrás oírme a mí, claro. Esta noche llevaré a alguien a la habitación para
hacerle las cosas que te he hecho a ti. Aún no sé quién será.
Finalmente, se dio la vuelta y caminó por delante de él. Los pasos del
campeón, rítmicos, metálicos, sonaban a sus espaldas. Le imaginó sonriendo
turbiamente, triunfante, con los ojos fijos en él.
—Me da pereza tener que buscarme a otro, o a otra, pero si tan descontento
estás… —Haldren apretó los dientes al escuchar el tono ligero con el que
hablaba—. La verdad es que eres bastante inquietante, no era muy placentero
que me la chuparas.
¿Qué demonios le importaba lo que opinase? Es más, ¿por qué tenía que
opinar? Le había pasado por encima, ignorando sus peticiones, anulándole…
¿por qué le irritaba tanto que le dijera eso? Una sensación desagradable despertó
en su estómago. ¿Qué le importaba defraudarle? Y lo que era peor, ¿por qué le
molestaba tanto la sola idea de que le sustituyera?
Algunas parejas más volvían a los dormitorios tras los entrenamientos. Aún
tenían un rato para adecentarse y descansar antes de que se sirviera la cena.
Algunos charlaban animadamente, otros caminaban en silencio, pero ninguno de
ellos regresaba herido como lo estaba haciendo Haldren, que se esforzaba por
caminar con normalidad y no esbozar un solo gesto de dolor.
El favor de la luz
El corazón se le aceleró.
«Maldito sea. Maldito sea yo. ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto? ¿Por qué
no puedo seguir con mi vida tranquilamente?».
—Quítate la ropa.
—¿Para qué?
No le creía, o tal vez, no quería creerle. Fuera como fuera, Haldren se dio la
vuelta y comenzó a desnudarse. Lo hizo en un orden preciso, con gestos
medidos, casi rituales: primero los broches de su capa, luego las hombreras,
después la guerrera bordada, y después de quitarse cada prenda fue doblándolas
y dejándolas en orden sobre la cama de Valantir, aunque estuvieran sucias de
sangre y desgarradas donde el campeón le había golpeado con el escudo.
Continuó desnudándose hasta dejar los pantalones sobre la cama, junto al resto
de prendas, y las botas dispuestas sobre la alfombra.
Los ojos de Valantir estaban fijos en él, dorados e hipnóticos, y cuando alzó
una mano para acercarla a su pómulo herido, resplandecieron. Haldren sintió la
magia sagrada cosquillear sobre su piel, efervescer al contacto con la herida, que
comenzó a cerrarse restañada por la luz sanadora, primero con una punzada de
dolor abrasivo, luego con un hormigueo placentero. Le pareció escuchar un
revuelo de campanillas, una extraña música, resonando solo en sus oídos y
extendiéndose por su interior como una energía pulsante y primitiva. Aquella
caricia le hizo sentir consolado, y lleno de nuevas energías tras el agotamiento al
que se había sometido con la pelea estéril contra Valantir.
—Lo recuerdo…
—¿Y por qué no iba a recordar yo el tuyo? ¿Crees que soy estúpido? —La
mano del campeón bajó hasta su costado. Le recorría sin tocarle, rozándole solo
con el calor de los dedos, haciendo estremecer su piel y contraerse sus músculos
con cada irradiación de la luz. Haldren contuvo un resuello—. ¿O que no sé
exactamente lo que hago en cada momento?
La sensación balsámica venía acompañada de algo más, parecía lamerle por
dentro, extenderse hasta sus entrañas, acelerar la sangre en sus venas. Haldren
había sido anteriormente sanado con esa magia, pero solía resultar más dolorosa,
menos… voluptuosa, porque esa era la sensación que estaba despertando en él,
de nuevo, el campeón.
Lo sabía, sabía todo sobre él, y no era capaz de esconderse ante la luz.
Tuvo que sujetarse en la cama con una mano para aguantar de pie cuando
las runas en su piel comenzaron a arder, lacerándole al mismo tiempo que
Valantir le sanaba.
Haldren se mordió los labios y apretó con más fuerza la mano contra su
sexo, intentando que no reaccionase, en vano. La sangre pulsaba en él, estaba
excitado sin que los dedos de Valantir le hubieran rozado siquiera. La luz vibraba
dentro de él, despertando sensaciones como no había sentido nunca, haciéndole
sentir terriblemente culpable.
—Shhh… claro que está bien —susurró el campeón, seductor. Estaba tan
cerca de él que sentía el calor de su aliento en el cuello. La piel se le erizó—.
¿No te gusta?, ¿te da náuseas?, ¿te hace daño?
—¿Por qué no? ¿Crees que a Andros le importa? Ni siquiera entiendes por
qué me bendijo a mí con su don…
—Pero no lo soy, por eso puedo hacerte esto, ¿eh? No debe ser tan malo si
tanto placer te provoca. Acepta la bendición.
Una nueva descarga le hizo arquearse y gemir. Escuchó a Valantir reírse con
un murmullo sensual y profundo.
—Basta…—pidió el brujo en un susurro agónico.
—Ya me estás viendo —respondió con tanta dignidad como pudo reunir.
El fuego de la rabia se había apagado en los ojos del brujo, que ahora le
miraban con una vergüenza asfixiante.
—Pero los tienen, vosotros los brujos entendéis de eso, sabéis lo que son las
promesas. Obedece, y yo cumpliré.
—¿Es que no te gusta que ocurra esto? —Valantir lo observó con el aire de
un animal al acecho. Se acercó un poco más.
—No… yo no puedo permitirme esto…
El campeón acercó una mano a su sexo, pero no llegó a tocarle, fue la luz la
que hormigueó sobre su piel, desprendiéndose de los dedos rudos de Valantir,
deslizándose alrededor de la carne tersa y pulsante como una caricia lenta y
enloquecedora.
Haldren se mordió los labios para no gemir, frunciendo el ceño con los ojos
aún cerrados.
—No quiero que… —No pudo terminar la frase. Una nueva caricia vibrante
le hizo apretar los dientes.
Negó con la cabeza. La luz lamió de nuevo. Valantir se acercó más, su pelo
rozó el pecho del brujo, pero nada más. No le estaba tocando, no le tocó, pero su
cercanía le enloquecía y afinaba sus sentidos, volviéndolos demasiado
conscientes de él.
—No —respondió sin darse tiempo a dudar, pero cada reacción respondía
por él. Cerró una mano en su propio muslo y la otra buscó asidero en la cama,
evitando a toda costa tocar al campeón.
—Maldito seas… —jadeó, abriendo los ojos con la frente apretada sobre el
poderoso hombro.
Valantir le miraba con una intensidad física, ardiente. Sin moverse, ladeó el
rostro apenas y aspiró, oliendo el perfume en la muñeca del brujo. Luego negó
con la cabeza y movió los dedos sin tocarle. El hormigueo cálido subió y bajó
por las entrañas de Haldren, recorriéndole por dentro, serpenteando hasta su sexo
y enloqueciéndole de placer.
«Pero te gusta. Te gusta esta blasfemia, cómo quema por dentro, cómo te
somete. Eres su puta. La puta de la luz».
A duras penas pudo negar con la cabeza, crispando las manos en el tabardo
de la Orden Carmesí que cubría el pecho del campeón. Haldren resollaba y
sentía cómo se fragmentaba su cordura.
—Me vas a obedecer —siguió Valantir, con aquella voz que le acariciaba
por dentro como lo estaba haciendo la luz—, porque es lo que deseas, y es lo que
yo deseo.
Con un movimiento más suave del que Haldren esperaba, Valantir le dio la
vuelta y le pegó contra su pecho. Sintió el tacto de la tela del tabardo en la
espalda, y la dureza de la armadura que vestía debajo. La caricia posesiva del
campeón se extendió por su pecho, le retorció un pezón con una mano,
deliciosamente, y la otra se cerró rodeando su sexo con firmeza. La caricia lenta
y apretada le hizo cerrar los ojos y gemir de puro alivio.
—Yo no… —La voz desvaída del brujo se rompió en un jadeo. Nada de lo
que fuera a decir tenía ya sentido, su sexo duro palpitaba entre los dedos de
Valantir, su cuerpo reaccionaba a cada estímulo, desesperado.
Echó las manos hacia atrás y se agarró de las grebas del campeón,
derrumbándose contra su pecho y apoyando la cabeza en su hombro. Rendido,
deshaciéndose entre sus manos.
—Muy bien, eso es. Eso es…—La voz del campeón se derramaba en su
oído, concupiscente. Haldren sintió los dedos sobre sus labios y abrió la boca
para darles paso, mientras la voz seductora seguía hipnotizándole—. Decir la
verdad también está bien… por eso te voy a dar un premio. Chupa.
«Qué importa…».
«¿Qué importa…?».
Haldren ladeó el rostro para respirar, jadeando con cada coleteo del clímax,
que regresaba en oleadas, hasta que al fin comenzó a apagarse, dejándole
rendido sobre la cama.
—¿Qué te pasa?
—Por la luz de Andros, parece mentira que seas un brujo. Déjala así, es mi
cama y quiero tener eso ahí cuando me tire a quien sea esta noche.
—¿Qué?
—¿Es tu forma de decir que has cambiado de opinión? —dijo Valantir con
una sonrisa.
—Esta mañana has estado comiéndote el sitio por el que me paso las
normas. Y además, ya lo sabías.
—Ah, sí puedo. Pero si quieres que te folle solo a ti, ahora me lo vas a tener
que pedir, ¿sabes? Yo también tengo dignidad y me has dicho un montón de
mentiras que no te crees ni tú.
—Ah, me olvidaba de esa, veo que tú no —replicó Valantir con una sonrisa
maliciosa—. Es curioso, porque cada vez que te lo decía se te hinchaba más la
polla.
El brujo se pasó las manos por el pelo, intentando peinarlo, y le miró con
toda la entereza que fue capaz de reunir.
—No entiendo cómo un campeón de Andros puede llegar a ser tan vulgar.
—Dijo la puta rencorosa que me tiró doce demonios a la cabeza hace media
hora. Eso es muy honorable, ¿verdad? Y dignísimo.
—Los hechos hablan por sí solos, ¿o vas a negar que te pones caliente cada
vez que te miro más de diez segundos?
—Así vas a conseguir dejar de gust… —se calló al darse cuenta de lo que
ya había dicho.
—Para que admitas que quieres que vuelva a… violarte —dijo el campeón,
pronunciando la última palabra con cierto tono de burla—. Me voy a cenar,
Haldren.
—¿Lo ves? Hasta te llamo por tu nombre. Todo es mejor cuando te portas
bien.
Interludio II
Durante la mañana del tercer día, una suave lluvia primaveral limpió los
cielos. Edaren Vrydel había ordenado a los lugartenientes que dirigieran los
combates, mientras él, desde una de las torres cercanas, observaba en el balcón.
Las torres existían para poder ver más, y ver mejor. Vrydel lo tenía claro.
Algunos oficiales, por el contrario, pensaban que la función de una torre era
simplemente estar más alto y que los demás te vieran. Que se enterasen de una
vez por todas de quién estaba arriba. Pero el General no era de esos. Si había
conseguido llegar hasta donde estaba era precisamente porque era capaz de bajar
de las torres cuando era necesario, y solo subía cuando necesitaba una mirada
más amplia, más lejana.
«Una alianza fuerte, pero frágil al mismo tiempo. Como una daga de
cristal», pensaba.
Pero la realidad no era tan sencilla. Los Campeones que antaño habían sido
Caballeros de Endorel seguían defendiendo fervientemente la inocencia del
último señor de la dinastía real, mientras que los demás consideraban al fallecido
rey un traidor, que rompió el corazón de su gente aliándose con los demonios y
que estuvo a punto de acabar con su civilización. Aquello hacía que muchos
Campeones considerasen a los antiguos Caballeros de Endorel como traidores
potenciales, posibles aliados del Ejército del Crepúsculo, y los rumores que
expandían acrecentaban su fama de gente cruel, taimada y venenosa.
Suspiró.
Apenas le llevó unos minutos recorrer las terrazas que comunicaban la torre
con las dependencias de la Orden Carmesí. La puerta del despacho de Aronath
estaba cerrada. Se disponía a tocar con los nudillos cuando escuchó voces, y
volviendo el rostro hacia su izquierda, vio que la ventana ojival de vidriera
estaba entornada.
—Es lo que parecía. Y, sobre todo, que él quería matarte a ti. Debes ser más
discreto.
—Estoy siendo muy discreto. Nadie ha visto nada. Y nadie sabrá nada.
«¿Qué?»
—¿Sucede algo?
—Dímelo tú.
Por primera vez, Aronath reaccionó. Se irguió y casi tropezó con la mesa al
rodearla para salir y enfrentarle, con la mirada ardiendo.
—No mezcles las cosas —repuso Vrydel rápidamente, sin dejarse avasallar
—. Maté al rey Endorel y detuvimos la Quinta Invasión, sí. Si quieres creer que
eres mejor que yo por eso, me da igual. Si me odias porque estabas en el otro
bando y nosotros ganamos, me da igual. Pero vas a decirme lo que sabes, y qué
demonios está haciendo ese campeón, y con quién, o de lo contrario te aseguro
que esta alianza terminará antes de empezar.
Aronath caminó hasta enfrentarse cara a cara con él, toda la compostura
deshecha, los movimientos bruscos, viriles y desafiantes.
—Sí, si es necesario.
—Y pensar que venía a disculparme —dijo para sí con una risa amarga.
Estaban siendo las noches más extrañas de su vida. Solo había pasado dos
en aquel templo, y ya marcaban un antes y un después, descubriéndole sus
debilidades y despojándole de sus máscaras. Tal era el poder de la Luz de
Andros.
Años atrás, en una vida que creyó dejar en el olvido, Haldren había tenido
que luchar contra sus propios deseos hasta estrangularlos, y los recuerdos
amenazaban con volver a atormentarle. Ya no era aquel joven al que encerraron
en la academia de magia para olvidarse de él, ya no era el elfo confundido y
dominado por sus necesidades… o eso había creído. Ahora, Valantir había
mandado todos sus esfuerzos al traste, demasiado rápido, sin esforzarse apenas.
¿Tan débil era en realidad?
Aun así, todo le parecía irreal. Todo estaba mal: invocar demonios en el
templo de Andros debería ser un sacrilegio espantoso, y sin embargo, eran las
órdenes de los líderes. Yacer desnudo en plena noche mientras Valantir le
penetraba no era mucho mejor, ni gritar de placer, ni gozar con cada embestida.
Todo estaba mal en aquellos días. El orden había desaparecido. La lógica se
había dado la vuelta. Pero al menos podía resignarse y, amargamente, dejarse
llevar por el curso de los acontecimientos.
«Tal vez sea la manera en la que Andros me reclama cuentas… tal vez
quiere que purifique mis pecados, que me muestre ante él».
El brujo dio un respingo y levantó la mirada del libro. Como invocado por
el rumbo de sus pensamientos, Valantir estaba allí, ataviado con su armadura roja
y negra y su escudo. Apoyó un pie en el banco, junto a él, y le miró con una
media sonrisa descarada.
—Si quieres me voy a hablarle a otra persona, ¿o eso también va contra las
normas?
—Hay que ver qué poco profesionales son en este templo, ¿verdad?
Dejando que la gente haga cosas.
—No lo decía por mí. Acepto los riesgos cuando invoco a una decena de
demonios sobre un campeón.
—Entiendo.
Valantir rió de nuevo. ¿Por qué era tan risueño? ¿Es que nada le preocupaba
a aquel perturbado?
—Explícamelo, entonces.
—Te estás preguntando por qué nadie lo hizo y qué clase de idiotas
protegen a un matón plebeyo como yo, que no tiene dignidad, no se merece el
don de Andros y, además, es un pervertido —apuntó sonriendo como un sátiro
—. Soy tan plebeyo como a ti te gusta imaginar. En eso aciertas.
Haldren suspiró y cerró las tapas del volumen. Era absurdo fingir que no le
prestaba atención. Era imposible no hacerlo. Valantir estaba allí y no iba a
dejarle en paz o simplemente desaparecer, así que se armó de paciencia. Aquel
día se encontraba cansado de luchar por cambiar cosas que parecían inevitables,
y la presencia de Valantir y su manera directa de hablar era una de ellas.
«Bien, puedo mantener una conversación normal con él, ¿no es cierto? No
es tan difícil. Es mi compañero, tengo que esforzarme por que esto sea normal, o
todos van a darse cuenta de lo que sucede».
Sin poder hacer otra cosa el brujo se fijó en él por primera vez desde la
interrupción. Lucía la armadura impecable y la hermosa melena negra le caía
sobre los hombros, salvaje. Llevaba la capa sujeta con un curioso broche en
forma de serpientes rojas entralazadas, una joya que no parecía propia de un
plebeyo y que le sentaba especialmente bien a su porte orgulloso y altivo.
—De acuerdo. Aun si lo aceptara, eso no explica por qué te cubren las
espaldas.
—Como defectos. No imagino los del resto si cubren los tuyos por temor a
que los descubran.
«¿Qué ocultas?», se dijo Haldren, de pronto curioso. Era la primera vez que
Valantir dejaba pasar algo de esa manera, como si quisiera evitar un tema de
conversación.
—¿Después de qué?
«¿Qué?»
Haldren le miró con incredulidad. No, el maldito pastel no era para él,
claro. Y además, el muy bastardo quería que… ¿que le diera de comer?
—¿Lo que buscas con todo esto es que yo confíe en ti? —preguntó el brujo
en un murmullo. Bajaba la voz como si el hecho de que pudieran oírles fuera
más grave que el hecho de que le vieran dándole de comer.
—Sí. Para estar compenetrado con otra persona hay que conocerla
profundamente, así que podríamos pasar varios meses contándonos nuestras
vidas. Lo cual, si me preguntas, es una pérdida de tiempo y al final es
contraproducente.
—¿Por qué iba a serlo…? Se supone que así es como se conocen las
personas.
—Te dije cómo iba a ser el primer día. Tú vas a ser mi zorra, y así
funcionaremos bien. Tengo buen ojo para esto —dijo con total descaro—. Lo
ideal sería follar dos o tres veces por noche, pero tenemos que empezar poco a
poco, no pareces muy acostumbrado. No queremos que te lesiones.
—«¿Lesionarme? Será...». De nuevo Haldren se irguió dignamente—. Si te dejas
guiar y haces lo que te digo, en dos semanas seremos los mejores.
—¿Y ese es tu gran plan? ¿Tener sexo para ser mejores combatientes? No
tiene ningún sentido y lo sabes. Además, ¿crees que voy a confiar en ti si me
tratas como a una zorra?
—Los perros confían en sus amos. ¿Qué problema tienes con eso?
Deseaba confiar, tal vez más que nada en el mundo, y no era algo que un
brujo pudiera permitirse. Y mucho menos, a costa de su dignidad.
—¿Entonces?
Buscó algo que decir, abrumado por sus razonamientos. Por muy absurdos
que fueran para el Haldren digno y controlado, para el otro, para el Haldren que
estaba deseando tener una excusa que justificara su abandono, eran simplemente
perfectos.
—Solo hay una forma de hacer las cosas conmigo, Haldren —dijo
volviendo a la serenidad—. A mi manera. Y será así, o no será.
—Porque tú me has…
—Soy yo quien tiene que explicarte, por lo visto. Claro que no te llamo
zorra para humillarte, Haldren. Aunque me gusta cuando te irritas con lo de
princesa… me hace gracia tu lucha interior contra tu supuesta dignidad.
—¿Supuesta?
—Por alguna razón que no comprendo necesitas toda esa pose estirada e
impecable para sentirte seguro y digno, como si tu amor propio se fuera a
derrumbar en cuanto pongas un pie fuera del disfraz.
—No es ningún disfraz. —Haldren cerró los ojos con fuerza—. Deja de
enredarme con tus palabras, por más que quieras hacerme creer que el cielo es
amarillo y no es azul, no...
Aún tenía el pastel entre las manos, y los dedos pringosos. Aquella
conversación, en aquel contexto, estaba siendo lo más extraño de aquellos días.
¿Cómo había acabado así? La verdad era que era consciente de cada paso que
había dado hasta ese momento, y no había forma de seguir fingiéndose ciego y
atropellado por las circunstancias.
—Si es así… si todo esto es por un supuesto bien mayor… —dijo con
cierto tono de ironía. Sus deseos no le volvían estúpido, aunque le arrebataran el
control—. ¿Por qué no lo planteaste el primer día? Podríamos haberlo hablado
como seres civilizados.
Pero aquella voz ya apenas tenía fuerza entre sus pensamientos. Quería lo
que Valantir le daba, lo había querido desde que le miró por primera vez. Quería
ser su zorra, quería que volviera a entrar en él, que le tocara, que le sometiera,
que le poseyera. No podía aceptarlo, y Valantir estaba tejiendo una cuidadosa red
de argumentos para ayudarle a aceptar lo que deseaba aceptar con todas sus
fuerzas.
Pero sobre todo era horrible porque él, Haldren, estaba manchado. Más que
nadie.
—Si ves dentro de mí… ¿por qué confías en mí para esto? —preguntó al
fin, bajando de nuevo la voz—. ¿Quién confía en un perro… o en una zorra, para
luchar a su lado?
—No debe ser nada fácil ser tú. —Haldren tuvo miedo. ¿Cuán
profundamente había leído en su alma esta vez? ¿Le daría lástima? Valantir
cogió el pastel de sus manos y fue él quien empezó a darle de comer—. No te
preocupes por nada. Solo confía en mí, y ya está. No tiene nada de malo ser una
zorra, Haldren.
El tono comprensivo con el que dijo aquello parecía fuera de lugar. Haldren
masticó y tragó, queriendo creer, queriendo creérselo todo.
—Sí.
—Los hijos de los nobles, con apellidos importantes, como tú... a veces
llegan a la guerra muy seguros de sí mismos. Aparecen en los campamentos con
armaduras muy bonitas y armas que apenas saben usar. Creen que lo saben todo
porque han leído muchos tratados o les han entrenado los maestros de armas de
su familia rica. Me miran por encima del hombro y me dicen las cosas que tú me
has llamado. Zafio, salvaje, plebeyo, renegado. —Mientras hablaba, Valantir
deslizaba el dulce entre los labios del brujo, y cada vez los rozaba más con los
dedos. Haldren tragaba cada pedazo tras saborearlo, apretando las manos sobre
el tomo cerrado en su regazo, sin darse cuenta de que lo estaba manchando—. A
veces no lo dicen así, sino de esa manera en la que hablan los nobles en
ocasiones, envolviendo el insulto en miel, como si te estuvieran educando.
Advirtiéndote, por tu bien, de que no debes ocupar ese lugar.
—Lo sé. El caso es que yo a ellos les pego —dijo con naturalidad—. Me
llaman salvaje, pues sí, lo soy. ¿Plebeyo? El que más. ¿Renegado? Por supuesto.
Zafio, violento, loco, degenerado. Me encanta.
—Porque eso significa que les resulto incómodo. Que no estoy donde ellos
quieren. Es lo que esperan de mí, lo que temen de mí. Y yo se lo demuestro, cojo
sus miedos y su desprecio y se lo devuelvo. Temerme y despreciarme es todo lo
que pueden hacer, y en realidad a mí no me hacen nada… se lo hacen a sí
mismos. Me convierten en algo que les hace sentirse inseguros. —Esbozó una
media sonrisa—. Pretenden hacerme daño con palabras, pero las palabras solo
tienen un poder real y verdadero en tus artes, brujo. Fuera de ellas, solo poseen
el que uno les quiera dar.
—No tienes que demostrarle nada a nadie. Cuando alguien que no sea yo te
llame zorra, respóndele que sí, que eres la más zorra. Y luego dile que no eres
para él, que no te llega ni a los talones. Que no se merece ni que le arrojes el
barro de tus suelas.
Haldren dejó escapar un suspiro entrecortado tras tragar uno de los pedazos.
No parecía el mismo que tan solo un día antes trajera el infierno en un intento
por restaurar su dignidad perdida. En ese instante comenzaba a comprender el
lastre que había sido su vergüenza, y ansiaba despojarse de ella, ansiaba
alimentarse de lo que Valantir le ofrecía, sentirse colmado por una vez en su
maldita vida.
—No puedo permitir que piensen eso… —dijo casi por inercia.
—Eso es… —Valantir le acarició los labios con los dedos húmedos y
cálidos—. Y además, solo serás mi zorra, y la de nadie más —murmuró. Luego
sus ojos centellearon, y añadió—: Si alguien te insulta delante de mí, le mataré.
Le arrancaré el corazón con las manos desnudas.
El brujo asintió con un gesto casi apacible, a pesar del fulgor vivo que
prendía en sus ojos y de la respiración entrecortada. Inclinó la cabeza, buscando
sus labios con un gesto delicado, pero el campeón apartó el rostro, torturándole.
—¿Quieres que te folle, Haldren? Tienes que decírmelo. Esta vez vas a
tener que pedírmelo. —El susurro profundo le erizaba los poros, le lamía por
dentro.
—Quiero…
«Lo quiero todo… que Andros me perdone. Quiero arder, lo quiero todo…
¿por qué no puedo pedírselo? ¿Por qué me ahogan estas palabras?».
—Dilo, Haldren.
El brujo apretó los dientes, volvió a cerrar los ojos, pero se forzó a abrirlos,
a fijarlos en él. La orden le acicateaba, le obligaba a superar aquella barrera
terrible que le enmudecía, que le paralizaba ante la sola idea de hablar de sus
propios deseos. Valantir le miraba con la crueldad de un sátiro y la firmeza de un
capitán.
La boca de Valantir le arrolló. Sus dientes le mordieron los labios con una
sensualidad salvaje, y la lengua dominante tomó su boca, hundiéndose casi hasta
su garganta. Haldren se agarró de su tabardo y aguantó el asalto, cerrando los
ojos y dejándose arrastrar por el torbellino de deseo, hasta que el campeón le
soltó repentinamente y se apartó de él.
Por uno de los senderos se oían los pasos metálicos de un soldado. Haldren
volvió repentinamente a la realidad cuando Valantir se levantó, alisándose el
tabardo, y se colgó el escudo a la espalda antes de irse.
Aún aturdido vio pasar al soldado que les había interrumpido, como si se
hubiera colado desde un mundo distante. La voz del campeón aún resonaba en su
cabeza, y el sabor en su boca inundaba sus sentidos, anegándolos por completo
de un hambre visceral.
«¿Será igual para el resto? ¿Se ocultará el mismo misterio tras la puerta de
cada habitación de este templo? No… este campeón no es normal, hay algo en él
que…».
—He traído algo para ti —dijo con voz susurrante el campeón, cerca de sus
labios.
A sus ojos, todo parecía un sueño irreal. Desde que había llegado lo estaba
siendo, pero ahora deseaba tomar el control de la ensoñación y saborearla con
todas sus consecuencias. Ya estaba perdido, ya nada importaba.
—¿Qué has traído? —respondió con curiosidad.
—Tienes que frotar esto en mi pene para que no te haga daño. —El brujo
cogió la pequeña botella y la observó con curiosidad. Sin duda era aceite
esencial, pero parecía brillar con luz propia, como si estuviera mezclado con oro
en polvo—. También podemos untarnos con él, huele muy bien… y es agradable
—continuó, mientras le quitaba los pantalones. Haldren colaboró sin darse
cuenta, levantando las rodillas para que pudiera desenfundárselos y tirarlos sin
cuidado tras él. Ni siquiera le importó que tratase así su ropa, ni el desorden que
estaba armando. Tenía la mente llena de él—. Pónmelo en el pecho… verás
como te gusta.
—Esto son…
—Óleos sagrados. Los usamos para bendecir las armas, entre otras cosas.
—No pongas esa cara de beato. ¿Quién es el brujo aquí, Haldren? —le
cortó Valantir con autoridad, agarrándole la mano y colocándosela sobre el torso
musculoso, mirándole con impaciente deseo—. Unta ese maldito aceite por mi
pecho.
«Será descarado. Acaba de maldecir los óleos». Cuando parecía que nada
podía sorprenderle ya de Valantir, daba un paso más lejos en la depravación. Sin
embargo, Haldren obedeció, una vez más. Abrió los dedos sobre la piel de
Valantir y extendió el perfumado líquido. Los músculos se tensaban debajo de su
mano. Le pareció que el aceite se calentaba y hormigueaba en su piel; era aceite
sagrado, su sangre no reaccionaba bien a esas cosas, pero lejos de hacerle daño
aquel calor le atrapaba aún más en la red del campeón.
—Así… —dijo Valantir, y comenzó a acariciarle las caderas con las manos
abiertas. El tacto áspero de los dedos acostumbrados a sostener las armas le hizo
estremecer—. Aprovéchate, aprieta bien los dedos… no te reprimas.
—¿Te gusta?
Al fin terminó con aquella tortura. Valantir se apoderó de sus labios, sin
hacerle languidecer más. La boca del campeón se pegó a la suya y la abrió con
firmeza, irrumpiendo en su interior con la ardiente lengua, marcándole y
devorándole sin concesiones. Haldren gimió de alivio. Sentía los dedos
poderosos clavarse en su trasero, atrayéndole con fuerza incontestable hacia él.
El brujo solo acertó a gemir en respuesta. Entrecerró los ojos y dejó caer la
cabeza hacia atrás, entregándose, descubriendo la piel para él, para que le
devorase si lo deseaba. Tiró del sexo de Valantir y lo liberó de la ropa interior,
agarrándolo con ambas manos y embadurnándolo bien con el aceite, con caricias
arrebatadas que comenzaban a teñirse de urgencia.
Abrió los párpados, y entonces se encontró con los ojos predadores fijos en
los suyos. Y el campeón habló:
—Todos los hombres tenemos algo especial ahí adentro, ¿sabes? —le
susurraba al oído, frotándose contra él, estimulando su estrecha abertura, que iba
mojándose del aceite que le impregnaba. Un gemido de deliciosa desesperación
brotó de los labios del brujo—. Es como una cuerda siempre afinada. Cuando
alguien la sabe tocar, nos vuelve locos… Vamos a buscar la tuya.
La mirada del brujo quedó prendida de los ojos ardientes del campeón
cuando comenzó a moverse en silencio. No necesitaba responder, sus caderas ya
rotaban lentamente, en movimientos amplios, siguiendo la cadencia que su
instinto le marcaba. No era virgen, había estado antes con un hombre, y conocía
bien el deseo. Ese deseo era lo que había temido hasta el momento, pero
mientras le miraba, enterrándole en sus entrañas con cada sensual embestida, el
temor desaparecía de sus ojos dejando solo éxtasis y entrega.
—Respóndeme, Haldren.
—No… no pares, no pares... —dijo con un susurro exigente, que murió con
un gemido entre sus labios.
Haldren empujó con sus caderas, agitando la melena, con los ojos ardiendo
de lujuriosa entrega fijos en los de su compañero.
—Ahí está —escuchó susurrar a Valantir. Al abrir los ojos, se encontró con
su mirada.
—Ah… sí… eso es… buen chico… buen… Aaaah… —Valantir no pudo
seguir hablando. El orgasmo de Haldren le arrastró también a él.
—Sí… sí… —murmuraba contra la boca del campeón, rozándole con los
labios, embriagado, ofreciéndole besos desmadejados mientras seguía
moviéndose a un ritmo cada vez más lento.
Valantir empujó en su interior hasta que los últimos latigazos de placer les
abandonaron a ambos, y entonces comenzó a acariciarle los costados, apoyando
la frente en el hombro del brujo mientras recuperaba el aliento. Haldren se había
derrumbado sobre él y se mantenía abrazado a su cuerpo.
—Lo has hecho muy bien… —dijo Valantir, y Haldren suspiró satisfecho,
sintiéndose flotar—. Ahora descansa un poco… luego tenemos que probar otra
postura.
Parpadeando, se giró. A su lado estaba el rey, con los largos cabellos rubios
ondeando libremente en el aire perfumado del anochecer. Sus ojos, dorados
como el sol, contemplaban el cielo. Tenía las manos enlazadas a la espalda y la
expresión melancólica, llena de una pérdida profunda y eterna. El General sintió
que las fuerzas le abandonaban y que el centro mismo de su alma se partía.
—Es demasiado alto —respondió aun así, la voz quebrada en un hilo, las
lágrimas contenidas.
Vrydel apretó los dientes. Un nuevo latigazo, como una fuerte quemazón en
el costado, le hizo encogerse un poco. Trató de enfocar la vista en el jardín, más
allá de la luz de los faroles titilantes que ya se encendían.
—Pero no tiene por qué ser así. Hay otros caminos. Tiene que haberlos…
—Yo los busqué antes de ti, Edaren. ¿Lo recuerdas? —La voz del rey
resonaba con un eco antinatural, entremezclándose con el zumbido de sus oídos
—. Solo encontré oscuridad. Nosotros no podemos enfrentarnos al mal del
Crepúsculo sin que nos contamine. Debemos contenerlo, una y otra vez, cuantas
veces sea necesario, al precio que sea. Así pagaremos nuestra deuda con la
magia. Así purgaremos nuestro pecado con el mundo.
—Edaren. Edaren…
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba tendido en un diván. No sabía cuánto
tiempo había pasado. La luz de las velas ardía en una habitación de cortinas rojas
y paredes de madera labrada. Los bajorrelieves representaban el mar, el sol y las
estrellas. El astro rey estaba pintado con pan de oro, una y otra vez. Se
escuchaba el rumor de una fuente cercana. En el techo, donde sus ojos estaban
fijos desde que abrió los párpados, un fresco representaba a los cinco grandes
reyes de los elfos y un tragaluz en el centro dejaba ver el cielo, negro y
estrellado.
Vrydel soltó el aire con fuerza por la nariz y levantó la cabeza para mirar a
Aronath. El caballero estaba de pie, secándose las manos que acababa de lavar
en un cuenco de cerámica. Estaba vestido con pantalón de tela, botas altas y
camisa de seda, sobre la cual lucía, como era habitual, el tabardo de su orden. La
pulcra trenza con la que se recogía los largos cabellos colgaba, como siempre,
por delante de su hombro, y en el parche de terciopelo negro brillaban algunos
rubíes engastados. El rostro aristocrático del capitán no mostraba ninguna
emoción, pero sus ojos le rehuían de un modo que dio que pensar a Vrydel.
—Sí, lo sé. —Aronath se giró hacia él, severo—. ¿Y qué esperabas que
hiciera?
—Hace tiempo que no tengo que preocuparme por eso. —El General
entrecerró los ojos, sin comprender. Con un suspiro, Aronath añadió—: No eres
el único con una herida así.
—No es necesario.
El capitán asintió. No dijo nada más, pero seguía mirándole. Bajo la luz de
las velas, en aquella habitación dorada y carmesí, el caballero parecía un
príncipe altivo, pero en el trémulo resplandor de su mirada Vrydel creía ver la
luz de un faro, las señales de un náufrago en una isla distante. Alguien que no
podía salir, pero que deseaba ser hallado.
Animado por esa extraña simpatía, siguió hablando.
—Me enviaron a las Islas hace dos años para una misión rutinaria.
Debíamos escoltar a dos magi. Estaban investigando en las cavernas del sur. Se
abrió un portal y aparecieron un par de dorgones.
—¿Dónde te hirieron?
Vrydel reprimió una nueva sonrisa. Nunca había conocido a nadie tan
testarudo como el Capitán Aronath, ni tan orgulloso. Sin embargo, en aquel
momento su orgullo no le resultaba molesto.
Tras hablar, apartó la mirada. Había intentado ser sutil, consciente de las
implicaciones de aquel tema, pero Aronath, tras unos segundos de pausa, lo
enfrentó directamente con una pregunta tan clara y directa que Vrydel no pudo
por menos que sorprenderse.
—El rey… —dijo lentamente—, el rey me dijo que nadie debía saberlo. Si
te cuento lo que ocurrió, estaré traicionando la última voluntad de mi rey.
—Sé que si de verdad creyeras que soy un traidor y un asesino, que no tuve
una buena razón para matar a mi rey, entonces no estarías aquí. Jamás habrías
aceptado servir a mi lado, bajo mis órdenes. Nunca.
—Muy fatalista.
—Dame un respiro...
Las razas mortales de Íboris decían de los elfos que su larga esperanza de
vida les hacía recelosos a los cambios, serenos, nostálgicos e inflexibles. Como
suele ocurrir, todo aquello eran tópicos que rara vez reflejaban la realidad. Si
bien era cierto que en su sociedad las grandes decisiones podían tardar vidas
humanas en materializarse en acciones, los shindari no eran en absoluto esas
criaturas elevadas y regias que los humanos imaginaban. Solo los reyes y nobles
de las estirpes más antiguas podían ajustarse a esa imagen, y en la mayoría de los
casos no era más que una máscara tras la cual ardían las pasiones más salvajes.
Haldren había intentado llevar una vida ordenada, como muchos de los
suyos hacían, creyendo que de flaquear su voluntad se convertiría en poco más
que un esclavo de las pasiones. Muchos años atrás, antes de la Quinta Invasión,
lo había sido, y el pecado cometido había estado pesando sobre su alma durante
incontables años.
A veces le llamaba princesa, sí, por el mero placer de irritarle, pero “zorra”
y “puta” lo guardaba únicamente para los momentos en los que estaban a solas
sobre las sábanas. Aún le miraba en ocasiones con arrogancia, sabiéndose
atractivo, deseado y dueño de él y de su deseo, pero ni siquiera eso era tan malo.
De hecho, despertaba en él una ansiedad por la vida que le había llevado a
dejarse arrastrar tras los arbustos durante los descansos, a ser él quien asaltara al
campeón en pleno templo y acabar arrodillado succionando entre sus piernas,
escondido tras las cortinas de las galerías… Incluso a besarle apasionadamente
tras una de las columnas mientras los sacerdotes cantaban los himnos, como si
fueran dos adolescentes experimentando, encendidos por el riesgo de lo
prohibido. A Valantir no le importaba nada de aquello. Reía con malicia cada vez
que Haldren le asaltaba a escondidas, como si no fuera más que una travesura sin
graves consecuencias. Nada estaba mal para él, nada estaba prohibido… y eso
era una novedad sobrecogedoramente liberadora para Haldren, que dejó de
juzgarse y empezó a aceptar lo que deseaba en cada momento.
—Quiero que me folles… —decía con voz ahogada, cada vez más libre—.
Quiero devorarte… hasta el tuétano…
—Así… muy bien, lo haces muy bien —le decía sin tapujos, gimiendo
abiertamente cuando tenían sexo—. Mi zorrita, me encanta. Eres mío, solo
mío… dilo. Dímelo.
—Sí… soy tuyo, solo tuyo… no soy de nadie más —respondía el brujo—.
Soy tu zorra, tu puta…
Sentía que nunca tendría suficiente del deseo honesto del campeón, que le
prendía como a una llama y le hacía sentir vivo. Valantir no escondía nada, y
Haldren, poco a poco, dejó también de esconderse. Aceptó lo que deseaba y lo
tomaba cada vez con mayor libertad. Cuando se miraba al espejo veía al elfo
digno e íntegro que siempre había pretendido ser, solo que ahora también se
sentía como tal. Más honesto, más fuerte, más seguro.
—No creo que tarden mucho en enviarnos a hacer maniobras. ¿Creéis que
será en las Islas Veladas? —preguntó Alendrys. Su postura era relajada, pero
todo en ella hablaba de severidad, desde su gesto hasta el tenso moño con el que
llevaba recogido el pelo castaño.
—Hay más sitios, ¿no? Con demonios, más allá de las islas —inquirió
Valantir. Llevaba parte del pelo recogido en la coronilla con un moño
desordenado que hacía que Haldren evitara mirarle para no alterarse. Se estaba
limpiando la sangre de una herida provocada por su propio escudo de la mejilla.
—Sí… pero los demonios disgregados del Ejército del Crepúsculo no son
un enemigo a la altura si se trata de ponernos a prueba. Los más poderosos están
en las islas —respondió Haldren.
—En el fondo tú también te mueres por saberlo —dijo Haldren. Sentía los
ojos de Valantir fijos en él, y ladeó ligeramente las caderas, haciendo que la tela
de su pantalón se tensara en el trasero.
—Sí, son muy raros —Symeon parecía curioso y extrañado a partes iguales
—. Y mucho más en el Ejército del Crepúsculo.
—Sí, son de la misma especie —continuó Symeon—. Las súcubos son las
hembras, exterminaron a los machos hace algún tiempo, apenas dejan vivos a los
necesarios para perpetuar su especie.
—Hay que andarse con cuidado con ellas, entonces. —Una sonrisa
maliciosa se dibujó en los labios de Valantir—. O tener cadenas.
Alendrys le miró con reproche, pero Symeon soltó una risilla que Haldren
coreó, negando con la cabeza.
Valantir solía llamar jefa a Alendrys, y era algo que causaba mucha
curiosidad en el brujo, que suponía que en algún momento, en el pasado, Valantir
había servido a sus órdenes, tal vez en el ejército del rey Endorel. Entre los dos
existía una complicidad evidente, y Alendrys le miró con claras intenciones de
no abandonar el tema en cuanto estuvieran solos.
—Creo que además van a llamar a algún brujo —Symeon volvió a bajar la
voz—, para sonsacar al demonio, imagino.
Alendrys le miró, escéptica. A esas alturas ya todos sabían que Symeon era
muy dado a encontrarse con conversaciones jugosas por casualidad, y le
encantaba compartir las impresiones con sus compañeros como si fueran un
grupo de viejos chismosos. Haldren siempre había sido discreto, pero tenía que
aceptar que aquello tenía su encanto.
—Sí… anoche hacía mucho calor, es verdad —Valantir rió por lo bajo, y
Haldren sintió que se le erizaba la piel al recordar. La noche pasada el campeón
le había tomado sobre la alfombra, atándole las manos con las sábanas y
azotándole en el trasero al montarle. Había sido realmente memorable.
—Yo no pude dormir —apuntó Haldren con un tono neutro, sintiendo cómo
la sed volvía a bullir bajo su esternón. Si seguía pensando en aquello acabaría
excitándose.
—Sabes que no hace falta que me digas “vamos, Symeon” cada vez que
vamos a alguna parte juntos, ¿no?
—Oh. Mejor, me gusta ser especial —respondió el brujo sin más. Se había
juzgado duramente a sí mismo durante mucho tiempo por sus propias
inclinaciones, pero nunca le habían importado las del resto del mundo.
—No es que yo no tenga mis propios secretos… así que conmigo está a
salvo.
Ninguno corría, incluso fingir que no tenían ningún apremio era algo
placentero y estimulante. E interactuar con los compañeros con los que se
cruzaban como si no pasara nada. Faeldrin iba charlando animadamente con
Lyra de camino al comedor, y ambos les saludaron con una sonrisa. Ni siquiera
Faeldrin era desagradable con Valantir, parecía haber olvidado por completo el
suceso del primer día, y ya tenía la nariz por completo curada.
—¿Por qué eres así…? —dijo frotando la nariz contra el poderoso cuello
del campeón, ondulando despacio contra su cuerpo, dejándose llevar por el
deseo. La manera que tenía Valantir de apretarle el trasero y de moverse contra él
le volvía loco.
—Cuéntamelo, Haldren.
—Eso es… —Haldren sintió como se endurecía más entre sus dedos. Le
estaba acariciando desaforadamente, con menos reparos de los que mostraba
para hablar—. ¿Y qué haces cuando te la metes en la boca, Haldren?
—Si algo me puede hacer callar sin duda eres tú haciéndome eso debajo de
la mesa —gruñó, empujando con la pelvis contra su mano. Le soltó el mentón
para acariciarle los labios con el pulgar, y Haldren lo atrapó entre ellos,
succionando y chupando como si estuviera haciéndole una demostración de sus
fantasías.
Una vez de rodillas, con los ojos fijos en los de Valantir, Haldren tiró de su
miembro y lo liberó de los pantalones, y aún observándole, abrió la boca y sacó
la lengua para deslizarla sobre la carne fragante, despacio. El campeón tiró el
escudo al suelo y apoyó la espalda en la puerta, flexionando apenas las rodillas
para ponérselo fácil a su compañero. En esa posición, podía balancear las
caderas para acompañar los movimientos de Haldren y mirarle a sus anchas.
Cuando Haldren le engulló, cerró las manos en sus cabellos y cerró los ojos,
parpadeando con fuerza.
—¿Te gusta? —El brujo asintió, incapaz de responder con la boca ocupada.
Entrecerró los ojos como un gato complacido mientras succionaba—. Me voy a
correr… ¿quieres tragártelo?
—¡Ah! Ah… joder, por todos los… —Valantir maldijo, y sujetó con más
fuerza a Haldren, como si temiera que pudiera escapar, pero el brujo lejos de
apartarse siguió libando, succionando, tragándose su esencia como si realmente
fuera un néctar de dioses—. Buen chico…
—Lo has hecho muy bien…—dijo Valantir, limpiándole los labios con los
dedos y tendiéndole después la mano. Haldren la aceptó y se puso en pie para
recibir un beso en la frente. Valantir le rodeó el cuello con un brazo—. Ahora
viene tu premio… —murmuró—, ¿quieres que te folle o prefieres que…?
—¡Sí! ¡Un momento! —alzó la voz para hacerse oír al otro lado de la
puerta.
—Voy a salir al balcón, así no me verán y pensarán que estabas solo —le
indicó Valantir entre susurros. Le guiñó un ojo antes de coger el escudo y salir
sin hacer ruido.
Esos eran los gestos que le habían demostrado que podía confiar en él, más
que lo mucho que se hubieran revolcado sobre la cama. Valantir guardaba su
secreto, le era leal, y estaba siendo discreto con aquello, respetando sus deseos y
protegiéndole cuando era necesario.
Los avizores escoltaron a Haldren, uno a cada lado, hacia los niveles más
profundos del templo, donde el brujo sospechaba se encontraban las mazmorras.
El íncubo
Que el templo estaba provisto de calabozos era algo desconocido para sus
visitantes. Era un lugar sagrado, se daba por sentado que quien acudía a él lo
hacía con intenciones limpias, ya fuera para hacer ofrendas, rezar o consultar
asuntos vitales con los sacerdotes de Andros. Era difícil imaginar que nadie
acudiera con malas intenciones, y sin embargo los calabozos existían desde su
misma creación. Aunque la mayoría de shindari respetase el templo y lo
considerase sagrado, habían tenido que protegerse de ladrones de reliquias, de
traidores y espías e incluso de asesinos. Ni siquiera aquel lugar bendecido por el
Dios Sol se libraba de las pasiones shindari, y su valor era tal para los elfos que
el Ejército del Crepúsculo anhelaba sus secretos y su destrucción con la misma
intensidad.
Las Islas Veladas sustentaban Shindara con su magia, pero el templo era el
hogar de su espíritu, el corazón de la nación. Allí se forjaron los más grandes
guerreros y fueron coronados sus reyes y reinas. Allí eran instruidos los
sacerdotes que sanaban no solo las heridas físicas, sino las provocadas en el alma
por los infortunios, las guerras, las maldiciones y las sombras. Aquel epicentro
de saber y poder sagrado debía ser protegido con celo, y no bastaba solo con la
protección de su dios, él les daba las armas necesarias para que fueran ellos
mismos los que se defendieran. Y así lo hacían.
«Han intentado infiltrarse. No recuerdo que hayan hecho algo tan descarado
en otras ocasiones… ¿cómo pueden enviar a un demonio al templo de Andros y
esperar que no lo atrapen? Es demasiado extraño».
Ante una de las celdas el General Vrydel esperaba con el gesto preocupado
que Haldren le había sorprendido en los entrenamientos. Los ojos grandes y
expresivos del General raramente podían ocultar lo que sentía. El brujo había
estado bajo su mando en más de una ocasión y admiraba la voluntad con la que
cumplía sus funciones. Era un elfo entregado a un ideal. Por muchas dudas que
planearan sobre él, Haldren veía el peso de las decisiones que había tenido que
tomar en el brillo de sus ojos grises, siempre teñidos de preocupación pero
reflejando la férrea entereza del héroe de guerra que era.
Haldren se quedó sin aliento durante unos instantes al ver lo que guardaba
la celda.
—¡Mi señor! ¡Mi señor! —gritó, lanzándose contra la barrera, que comenzó
a chispear peligrosamente alrededor de sus manos cuando las abrió intentando
tocar a Haldren.
—Eso creía.
—No, señor, no llevaba más que sus propios abalorios cuando le dejé en
Tal’Reshan —dijo con calma. Se esforzaba por no dejar espacio al miedo y
mantener la serenidad, seguro de que podría aclarar todo aquello. No tenía nada
que ocultar—. Es posible que fuera un dispositivo de rastreo, o un grillete
mágico… pero no puedo saberlo si no lo veo.
—La verdad es que no creo que estés implicado con el Ejército del
Crepúsculo, aunque es una posibilidad —respondió Vrydel con calma. Su voz
atemperada no parecía alterarse con la situación, pero su mirada no mentía.
Aquello le estaba gustando tan poco como a él—. Si no es así, entonces ellos
están interesados en ti. Y eso es peor.
—Es un plan demasiado vago, y tú lo sabes —dijo sin apenas tener que
reflexionarlo.
El brujo le observó en silencio durante unos segundos. Tras él, los avizores
esperaban una sola orden para empujarle al interior de la celda si se resistía. El
General podría haberle encerrado sin contemplaciones en cualquier momento,
era su superior, y no tenía ningún derecho de pedirle explicaciones, ni él debía
dárselas, pero lo estaba haciendo, estaba siendo paciente.
«No he hecho nada. Si me resisto será peor, y tendrán más razones para
sospechar. No es más que una celda», se dijo.
—Lo mejor que nos puede pasar a todos es que tenga que pedirte disculpas
por esto, Eldrathir —dijo entonces el General. Aunque su expresión no cambió
Haldren vio en sus ojos ese peso inconmensurable: el de la responsabilidad y las
decisiones, y también el brillo firme de la determinación—. Pondré a todos mis
hombres a trabajar en esto enseguida, lo investigaremos. Esto se aclarará.
«¿A qué viene esto ahora? ¿Qué tiene que ver Valantir en esto? Espero que
Sidian no le haya metido también en líos. Maldito sea».
—Aún no puedo decírtelo. Hay una serpiente entre nosotros, y todo lo que
sabemos es que su víctima es un brujo, alguien a quien debía influir para
volverle contra nosotros. Un brujo muy poderoso.
—Ahora aparece este demonio en los jardines, que parece ser tuyo —siguió
Vrydel, ignorando sus quejas—, siguiendo las órdenes de alguien que
presuntamente no eres tú.
—No puedo seguir aquí, cada minuto que pasa es crucial. —Los ojos de
Vrydel brillaban en la tenue iluminación de la sala. Le miró con un gesto seguro,
íntegro a pesar de todo—. Lo solucionaremos.
«Solo debes ser paciente… Valantir les ayudará, te sacará de aquí, les
demostrará que eres inocente. A él deben creerle… es un campeón de Andros».
Un nuevo pacto
Las palabras de Vrydel sonaban más vacías cuanto más tiempo pasaba allí
en soledad. Nadie acudía, nadie le daba noticias, y Haldren desesperaba. Era un
brujo, y eran pocos los que confiaban en los brujos, no importaba lo que
demostrasen, cuánto sacrificaran o cuánto hicieran en la guerra, los brujos tarde
o temprano sucumbían a la corrupción. Tarde o temprano se convertían en
traidores, esa era la creencia extendida entre el resto de elfos, que les miraban
con recelo y nunca con agradecimiento.
Debía confiar en su General, como había hecho siempre, pero Haldren solo
quería salir de allí. Solo podía confiar en que Valantir no le abandonase, y a esa
idea se aferraba desesperadamente.
Las paredes le parecían cada vez más negras y estrechas y le faltaba el aire.
Había estado antes encerrado, apenas lo recordaba, pero los ecos de la memoria
volvían en destellos angustiosos al verse de nuevo atrapado. Recordaba la
bodega de su casa, y la voz amarga de su padre tras la puerta de roble, resonando
en la oscuridad: «Ahí no causarás problemas. Encontraré la manera de que no
volváis a causarlos. No volverás a verle».
Cerró los ojos con fuerza y se apretó contra la pared, abrazándose las
rodillas en un gesto casi infantil. Aguantó la respiración hasta sentir que no
podía más, y entonces volvió a tomar aire, llenándose los pulmones intentando
apartar los recuerdos de su mente.
No podía dejarse vencer, su voluntad era más fuerte que todo su miedo, que
toda aquella angustia que amenazaba con dejarle sin oxígeno. Si no le permitían
participar, tendría que hacer algo por sí mismo, tendría que hacerlo solo, al
precio que fuera.
—Antes era distinto, Sidian —Su voz sonaba débil, como rendida a una
evidencia aplastante—. Me daba miedo aceptar lo que me ofrecías. Siempre has
sido bueno, has respetado nuestro pacto, y mi autoridad.
—Eres bueno, eres mejor que ese campeón, ¿verdad? Tú también has
cuidado de mí todo este tiempo. Has sido obediente. No pretendía que te
sintieras abandonado.
—Ahora veo las cosas de forma distinta. Ya no tengo miedo. —Hizo una
pausa. El demonio escuchaba en silencio, atento—. Ayúdame con esto…
colabora con ellos, Sidian, demuéstrame que puedo confiar en ti, y tendrás lo que
siempre has deseado.
—Lo haré, les contaré todo, les diré lo que tú digas… —respondió
apresuradamente—, lo que tú me pidas.
—Diles lo que ha ocurrido, lo que te han pedido, lo que te han hecho. Diles
la verdad y guíales hasta él, Sidian.
Haldren cerró los ojos con fuerza y tomó aire. Estaba preparado, podía
enfrentarse a algo así. No estaba solo.
—Lo juro por mi alma —respondió con seguridad. Iba a ofrecerle lo que
quería, ahora era capaz de controlarlo, incluso de fingir que lo deseaba—. Te
follaré hasta que pidas clemencia. Te haré todo lo que no te he hecho durante
estos años y siempre he deseado hacerte.
—Sí… ¡Sí! Hablaré. ¡Hablaré! Se lo contaré todo, les diré que no es culpa
tuya, que me han obligado, que tú eres inocente. Cuando vuelva el General se lo
contaré todo, le ayudaré a encontrar al Halcón, te lo prometo.
—Eres mi más preciado tesoro, luché mucho por tenerte —siguió el brujo,
enredándole más en aquella telaraña—. Confío en ti, Sidian. Estoy en tus manos.
—El Halcón Negro lo dijo. Dijo que el elfo que te estaba haciendo esas
cosas en la cama era aliado del Ejército del Crepúsculo.
«No saldrás de aquí, y no volverás a verle. Jamás», dijo una voz desde su
memoria.
Interludio IV
Mientras salía de la torre, el General no podía dejar de hacerse preguntas.
Recordaba aquella conversación en la que sorprendió a Valantir hablando con
Aronath. No había conseguido aclarar aquello. El capitán guardaba celosamente
sus secretos, eso era algo que ya le había quedado más que claro. Se detuvo a
medio camino al sentir una punzada en el costado y se llevó la mano a la herida.
El dolor pasó rápido y Edaren suspiró. «También guarda los míos».
Con el paso de los días, resultaba cada vez más difícil para Vrydel
desconfiar de Aronath. El capitán cuidaba de su herida utilizando la Luz de
Andros, se ocupaba de contener la infección y de evaluar su estado físico
personalmente. Una vez a la semana, Vrydel acudía a las dependencias del
capitán y dejaba que restañase el corte, que jamás se cerraba del todo y cuya
ponzoña se extendía bajo la piel en forma de tentáculos oscuros. El avance de la
contaminación era más lento gracias a las atenciones del capitán, pero ambos
sabían que no había modo de detenerlo definitivamente.
—Tarde o temprano, los dos sucumbiremos —le dijo el capitán una noche.
Las velas ardían en la estancia y Vrydel aún estaba tendido en el diván, con la
camisa levantada y algunas gotas de sudor frío perlando su frente. El capitán
acercó un pañuelo y se las limpió con naturalidad, gesto que conmovió a Vrydel
de un modo que no esperaba—. El veneno se extiende por tu sangre y tarde o
temprano alcanzará algún órgano vital. Con suerte, será el corazón y morirás
rápido. A mí me espera un camino más difícil.
—No tiene por qué ser así —le había dicho Vrydel arrebatadamente,
llevado por la compasión.
Belnor Aronath era un elfo demasiado digno como para tener un final tan
patético. No soportaba la idea de verle perder aquella compostura que tanto se
esforzaba en mantener, de verle reducido a una criatura sin control alguno,
sollozante, violenta y perdida. El capitán había sonreído, levantando apenas la
comisura del labio, y en su único ojo, Vrydel vio una luz cálida.
Sí. Lo sabía bien. Demasiado bien. Había perdido a su rey, habían perdido
demasiadas cosas, todos ellos. No permitiría que Belnor Aronath terminara sus
días por tierra.
Otra vez, promesas de sangre. Otra vez, su mano sería la que arrebatase una
vida noble. Otra vez, haría lo necesario. Lo que había que hacer.
Aronath confiaba en él. Puede que no se lo contase todo, pero estaba claro
que había puesto su vida y sus secretos en sus manos. ¿Cómo podía Vrydel
evitar que su confianza también creciera? Pero ya no bastaba con eso, ahora
había llegado el momento de aclarar la situación con Valantir. Tendría que
hacerle preguntas a Aronath. Tendría que obtener respuestas. Era la única
manera de saber a qué se enfrentaba y de descartar posibles enemigos.
—¿Quién es?
—¿Belnarys?
—Entrad deprisa, mi General. Es mejor que nadie sepa que estoy aquí.
Edaren obedeció. La joven cerró la puerta tras él y caminó con pasos felinos
hasta sentarse en una de las sillas de madera labrada, cruzando las piernas.
Llevaba el mismo traje que la primera vez que se vieron, pero tenía el rostro
descubierto. La capucha colgaba del armario en el que Aronath tenía sus armas.
El capitán estaba sentado detrás de la mesa de roble; se puso en pie cuando entró
el General y le saludó, mirándole con una expresión que Vrydel fue incapaz de
descifrar.
—Van a atacar la isla —dijo Belnarys casi jovialmente—. ¿No hay que ser
idiotas? ¡Atacar la isla! ¡Está bajo la protección de Andros! Les arrasaréis.
—Estaremos preparados.
—No importa. No vais a tener que hacer nada —seguía diciendo Belnarys
—. En cuanto pisen suelo sagrado, nuestro dios hará llover sobre ellos fuego y
luz y les exterminará.
—¿Por qué?
Vrydel se sentó frente a él, mirándole fijamente, y cruzó los brazos y las
piernas.
—¿Estás seguro? Porque aún hay mucho que no me has explicado acerca de
aquel día, cuando os sorprendí aquí mismo, hablando sobre influencias…
—Crees que todo lo que se te oculta tiene que ver con el Ejército del
Crepúsculo o con los traidores. ¿Quieres que te hable de Valantir? Como quieras:
Es leal, y es uno de los mejores campeones. ¿Y sabes por qué? Porque siempre
hace lo que debe hacerse. Igual que tú. Nunca espera honores ni gratitud.
Obedece las órdenes, se sacrifica cuando es necesario y jamás falla, nunca. Ha
sobrevivido a todo, y muchos sobrevivieron gracias a él. Lo mismo podría decir
de todos mis hombres. Por eso son mis hombres. Por eso confío en ellos. Y tú
confiarás también, conseguiré que lo hagas, maldita sea, Edaren... aunque me
cueste la vida que me queda.
—Lo que me estás pidiendo es que cierre los ojos y os deje hacer —dijo
amargamente.
Sin darse cuenta, Vrydel estaba negando con la cabeza. Evitaba la mirada
de Aronath, que estaba fija en él como una llama de fuego inextinguible.
Vrydel le miró, hastiado. «¿Por qué tiene que ser tan recalcitrante?».
—No es suficiente.
Entonces escuchó el sonido metálico de las botas y una mano firme se cerró
en su brazo. Giró el rostro. El capitán estaba a su lado, y su mirada era una llama
licuada llena de angustia y determinación.
«¿Que no creo en ti? Si creo en alguien de esta isla es en ti, maldito seas.
Nunca te veré destruido, nunca te veré menguado, lo juro por mi vida. Eres el
elfo más orgulloso y entero que he conocido. Me pones de los nervios, pero por
Andros que jamás había admirado así a un camarada». Aquellos pensamientos se
dibujaron con claridad en su mente, con un brillo prístino como nunca antes.
Comprendió entonces la compasión que sentía por el capitán, por qué a pesar de
todo no podía dejar de sentirse mal cuando discutían, cuando él sufría. Aronath
era alguien único. Realmente era la reliquia viva de un tiempo pasado, y aunque
eso era terrible, porque no podía mirar hacia el futuro, también era hermoso
como una flor efímera e irrepetible.
—Por supuesto que no, mi General. Obedeceremos tus órdenes. Desde que
estamos aquí, siempre lo hemos hecho.
—Entendido.
—No tiene por qué ser así. —Vrydel se volvió hacia el capitán, ligeramente
sorprendido. La expresión de Belnor Aronath era ahora distinta; la llama de su
mirada ardía con convencimiento y algo parecido a la devoción—. No os voy a
fallar, mi General. Ninguno de nosotros lo hará.
Vrydel apretó los dedos contra el picaporte, algo conmocionado por sus
palabras y el gesto en su rostro. Asintió con la cabeza pausadamente y se
marchó. Siempre que pasaba un rato con Aronath, salía confuso, agotado y con
una extraña sensación de inseguridad, como si el suelo estuviera blando debajo
de sus pies. En esta ocasión fue aún peor. Mientras caminaba hacia la torre, el
hermoso rostro del capitán se aparecía en su mente continuamente y sus palabras
se repetían una y otra vez, en un bucle que le encogía el corazón y se lo
ensanchaba alternativamente, haciéndole sentir que su tórax no era lo
suficientemente amplio para contenerlo.
—¿Dónde está el General? ¿Qué está pasando? —preguntaba cada vez que
uno de ellos abría la celda. Pero solo le devolvían la mirada con un gesto frío y
tenso que guardaba respuestas desagradables en el incómodo silencio.
Algo estaba ocurriendo. A veces oía los pasos agitados, las voces
procedentes de los corredores, pero no era capaz de adivinar qué decían o a qué
se debía aquel estado de alerta. La mayor parte del tiempo en aquella oscuridad
teñida de azul solo había ansiedad, agitándose como un enjambre de larvas en su
estómago, devorándole lentamente. Y a veces también se escuchaba la voz
melosa y sollozante de Sidian, al que nadie había bajado a interrogar,
recordándole una y otra vez las dudas que le asediaban.
«Vendrá… Vendrá. Pronto vendrá. Solo tengo que ser paciente, solo tengo
que confiar. No es más que una celda».
Pero también era un recuerdo, amargo y torturador, contra el que tenía que
luchar constantemente y le estaba dejando extenuado, a merced de la
desesperanza. Llegado un punto incluso dejó de comer. Su estómago rechazaba
todo lo que intentaba aportarle, encogido de dolor por la presión de una garra de
la que no podía deshacerse.
—Amo… solo tienes que decirles la verdad, como tú me has pedido. Diles
quién es él… él es el traidor —rompía a veces el silencio Sidian, con su letanía
venenosa, y él negaba con la cabeza, al otro lado de la pared—. Te soltarán, y le
cogerán a él. Él debería estar aquí.
Durante unas horas Sidian le daba una tregua, pero ya era tarde para ocultar
su debilidad ante el demonio. Había encontrado una brecha y cada cierto tiempo
volvía a lloriquear, recordándole lo que sabía, sembrando las dudas en su
corazón y haciéndolas crecer. Haldren sabía lo que pretendía, conocía bien a su
demonio, y aunque estuviera alimentando sus más terribles miedos ni siquiera
contempló la idea de delatar a Valantir. Era su compañero, debía aferrarse a
aquello. Era su compañero, confiaba en él. Tenía que hacerlo a pesar de las
dudas. Y si aquello era cierto, tenía que escucharlo de su boca.
«Maldita sea. No puedo ser tan ingenuo. Ha venido pero eso no borra lo que
sé», se dijo amargamente. Verle al otro lado le llenaba de alivio, pero también de
inseguridad. Le volvía consciente de cuánto le había afectado lo que había
vivido con él.
—¿Que por qué he tardado tanto? ¡Disculpe, majestad! —Un nuevo golpe
en la barrera la hizo chispear y volverse transparente. Valantir resopló, y fijó la
mirada en él—. ¡Joder! ¿Quién te ha encerrado? ¿El General o el capitán?
Haldren encontró los ojos de Valantir fijos en él, encendidos con un extraño
brillo de deseo. Sabía el aspecto que tenía, a pesar de los pocos días que había
pasado allí, había sido una pesadilla para el brujo, y aunque hubiera intentado
mantenerse limpio y entero, su mente estaba tan agotada que el cansancio se
reflejaba en su rostro y en sus gestos. Le miraba como un cordero asustadizo y el
campeón le observaba ahora como si fuera un lobo.
—Por lo visto, no. Y tenemos que darnos prisa… al menos nos están dando
tiempo para sacarte de aquí. —Valantir no parecía preocupado por aquello. No
solo eso, la media sonrisa que esbozó, afilada y sensual, le hizo pensar que sus
intenciones no se ceñían a liberarle. El campeón también le había echado de
menos y estaba ansioso por desnudarle con algo más que la mirada—. Para
abrirte necesito el código de sigilos del General. Pero no te preocupes, lo
conozco.
No tenía ningún sentido. Lo que estaba sintiendo era una locura, pero temía
lo que podía pasar, se estaba dando cuenta de lo mucho que había comprometido
sus sentimientos, de la magnitud de la traición si Valantir resultaba ser un aliado
de los demonios. Solo quería lanzarse en sus brazos, abandonarse a aquel alivio
y fingir que no sabía nada y que las cosas seguían siendo como antes. La barrera
se lo ponía fácil, pero ahora Valantir estaba ante él, le observaba con los ojos
entrecerrados y una media sonrisa, con una promesa que a duras penas Haldren
podía ignorar. Solo tenía que tirar de sus cabellos y atraerle, dejarse llevar por
los impulsos, por la necesidad que sentía de él… dejar que le tomase de nuevo
contra la pared de la celda. Abandonarse al irresistible magnetismo que se
establecía entre los dos cuando estaban cerca. Pero ahora sabía que aquello no
bastaría para borrar los miedos y los fantasmas, no después de las revelaciones
de Sidian.
«Le gusta verme asustado. Le gusta verme indefenso… Solo tendría que
lanzarme en sus brazos para terminar con esto, para que todo fuera como antes».
—Han estado espiándonos —dijo intentando que no le temblara la voz,
reprimiendo las ganas de tocarle.
—¿Estás bien? ¿Lo has pasado mal aquí dentro? —murmuró Valantir. La
respiración de Haldren se agitó y apartó el rostro para que no le tocase. No le
costaba tanto mantenerse firme cuando pensaba en lo que estaba ocurriendo—.
He venido a por ti, ¿no? —dijo entonces Valantir con descontento, apartando la
mano molesto—. ¿Qué diablos te pasa?
—Valantir…
Un tenso silencio se hizo entre los dos, frío como no había sido jamás.
Haldren seguía ahí, de pie ante él, con la sangre espesándose en sus venas,
helándose. No era tanto el peso de la revelación como la forma en la que Valantir
había cambiado ante sus ojos; tenso y agresivo como no le había visto siquiera
peleando, como si al hacerle aquellas preguntas le hubiera herido de gravedad y
tuviera que defenderse.
—¿Qué coño quieres? —El campeón le miró por encima del hombro.
Sidian se encogía al otro lado de la barrera en su celda, asustado al ver llegar al
elegido de Andros con aquel fuego furioso en los ojos.
—Solo te pido una respuesta. Una sola palabra. ¿Tienes algo que ver con
ellos?
—Ya me has pedido demasiado. No tengo por qué darte nada más.
«Pero es él. Este también es él. Todo este dolor le pertenece, y no quiere
que lo vea, ¿cómo vamos a confiar el uno en el otro si no somos capaces de
mostrarnos nuestras heridas».
—Si no hubiera confiado en ti, si no supiera que no puedes estar con ellos,
¿crees que habría permanecido aquí? —Intentaba llegar a él a la desesperada,
pero Valantir cada vez se alejaba más, tenso y furioso—. ¿Crees que no les
habría dicho lo que sé?
—¡Maldita sea, confío en ti! —gritó el brujo, y tomó aire con un costoso
resuello—. Solo quiero que me lo digas, Valantir, que seas tú el que me lo diga.
Te creeré, sea lo que sea, te creeré, pero necesito oírlo de tu voz.
—He hecho las cosas como tú has querido, Valantir. Tú pusiste las normas,
tú sellaste el acuerdo, y yo lo he cumplido. Lo he respetado, pero ellos han
intentado usar tu pasado, las cosas que no sabemos, para…
—Para separarnos.
—Las normas existían para que pudiéramos confiar —respondió con fría
calma. Sus gestos manipulando a Sidian eran cada vez más bruscos—. Tú
confiabas en mí, y no necesitabas saber nada.
Haldren apretó los dientes y los puños. Las manos le temblaban, el cuerpo
le temblaba de pronto de pura frustración y enfado. ¿Cómo se atrevía a juzgar lo
que necesitaba? Ni siquiera le había preguntado.
—¡Sí, claro que me he asustado! —resolló—. ¿Y tú? ¿Por qué te asustas tú?
Yo he hecho las cosas como has querido, solo te he pedido una jodida concesión,
si tan ciegamente confías en mí, ¿por qué te cuesta tanto dármela?
—Lo que veo es que estás fuera de tu prisión, así que aprovecha para hacer
algo útil antes de que el General se dé cuenta de que alguien te ha sacado de aquí
sin permiso. Aunque puedes ir a delatarme, así a lo mejor piensa que los dos
estamos con el Ejército del Crepúsculo.
—Te pedí que cedieras por el bien de los dos —continuó Valantir sin pausa,
escupiéndole las palabras—, y porque lo estabas deseando, por todos los
demonios. Te morías por rendirte a alguien que te diera lo que necesitabas, que
te hiciera sentir seguro y útil, y aun así no hacías más que poner barreras. Yo las
tiré abajo, y nos iba muy bien, maldita sea. —El campeón resopló furiosamente
y siguió ante el silencio tenso de Haldren—. Tú tampoco querías confesar
ningún secreto, los tuyos están intactos, ¿no es así? Así que no intentes darle la
vuelta a las cosas.
—Qué importa.
Valantir acortó la distancia entre los dos con un par de zancadas bruscas,
amenazador. Sus ojos brillaban con fuerza, prendiéndose de un resplandor rojizo,
una especie de llama que se apagó al instante, pero siguió iluminándolos con la
misma luz de Andros, furiosa, que debía estar quemándole en las venas en ese
instante. Agarró al brujo por la pechera con un puño, con los dedos crispados y
la mandíbula tan tensa que casi le rechinaban los dientes. Haldren le miró sin
retroceder, sin hacer un solo ademán por soltarse o defenderle.
—¿Qué sabes tú? Todo lo que te importa son tus propios sentimientos.
«No. He hecho las cosas como ha deseado, solo una vez le he pedido
algo… y no ha sido capaz de entenderlo. No voy a correr detrás de él como un
perro, porque no soy un perro».
Valantir tenía razón, la dignidad y el sexo no tenían nada que ver, y Haldren
había encontrado al fin la diferencia, lo había hecho gracias a él. Durante unos
minutos permaneció allí, recuperando el aliento tras el duro golpe, y luego salió,
dispuesto a defender el templo, animado por la rabia, pero también por la férrea
voluntad que siempre le había impulsado hacia adelante.
Las puertas del templo estaban cerradas. Una cúpula dorada cubría el cielo
como una pátina vibrante, centelleando sobre los templos y los jardines. Haldren
alzó el rostro y entrecerró los ojos, dañado por el resplandor, observando el cielo
con inquietud y asombro. Nunca había visto activa la Égida de Andros, pero no
podía tratarse de otra cosa. No conocía su funcionamiento exacto, solo sabía que
los sacerdotes guardaban una antigua reliquia capaz de proteger el templo con un
escudo otorgado por el mismísimo Dios Sol. Lo que sí sabía era que la Égida no
se invocaba sin una razón de peso. La última vez que se activó fue durante la
Quinta Invasión, y en aquella ocasión las cosas no terminaron demasiado bien.
Una enorme espada oxidada pasó rozando los cabellos de Alendrys, pero el
impacto de una bola de fuego lanzada por Symeon envió al demonio atacante
por los aires.
—¡No sé donde está! —gritó Haldren, furioso—. ¡Yo acabo de salir del
calabozo!
—Deja al demonio y ven aquí —dijo Vrydel con tono autoritario. Haldren
bajó las manos, interrumpiendo el hechizo que estaba a punto de lanzarle. Espetó
una orden a su dorgón.
Uno de los duendes oscuros a los que había mantenido esclavizados saltó de
pronto hacia el brujo cuando este les dio la espalda, pero un golpe certero del
hacha del dorgón le hizo reventar en el aire. Haldren siguió al General, que se
alejó unos metros de la línea de batalla para que el brujo pudiera oírle.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó el capitán, tirando de las riendas del corcel
que parecía ansioso por volver a la batalla.
«Así que es eso. Una distracción, tiene sentido, ¿pero para qué quieren
tiempo? Deben saber que el General va tras la pista del infiltrado… eso o…».
Apartó los pensamientos con rapidez de su cabeza. Valantir había aprovechado el
caos para liberarle y llevarse a Sidian, pero su plan estaba muy alejado de
convenir a los demonios, estaba seguro de ello. Creyera lo que creyera el
campeón, no dudaba de su palabra.
—¿Por qué creéis que miento? —Era la primera vez que lo hacía, mentir a
un superior, y aunque no le gustase aquello no pensaba delatar a su compañero.
—El demonio tampoco podía salir. Esa prisión solo puede abrirse de un
modo y soy el único que puede hacerlo. Quiero saber quién conoce mis secretos,
Eldrathir.
—Confié en vos cuando me encerrasteis, esta vez tendréis que ser vos el
que confíe en mí. No puedo deciros quien lo hizo.
—Cada vez que alguien en Shindara intenta solucionar las cosas por su
cuenta, las empeora.
—No olvido quién sois, General. Y no olvido quién soy yo. Haré todo lo
posible por atrapar al infiltrado.
—Bien. Pero nada de actuar por tu cuenta —respondió Vrydel con dureza
—. Infórmame antes de hacer nada. Que yo sepa en todo momento dónde estás y
qué haces. No des ningún paso sin mi aprobación, ¿está claro?
No, ya no eran esos shindari. Su rey había muerto, sus soldados estaban
cansados, aún sangrando por las pérdidas de la Quinta Invasión. Por eso los
campeones callaban, y los brujos guardaban silencio.
El sol se puso y las piras funerarias ardieron durante la noche. El humo hizo
ascender las almas de los caídos al firmamento. Hubo llantos y sollozos de dolor
en las Salas de Curación mientras los sacerdotes entonaban cánticos y ponían
vendas sobre las heridas ardientes. Hubo preguntas sin respuesta en cada mirada,
y bajo la cúpula del templo, que ya no parecía tan seguro como antes, los elfos
aguardaron, algunos despiertos, otros presa de inquietos sueños, al nuevo
amanecer.
No podrás olvidarme
«Él lo ha decidido, no puedo llegar hasta donde no quiere que llegue. ¿En
qué he estado pensando? Nunca ha habido nada más que sexo y el interés mutuo
por no comprometer nuestro pasado».
—¿Valantir…? —resolló.
Cerró los ojos con fuerza e intentó ignorar su impulso, pero acabó dándose
la vuelta. Allí, entre las sombras, una silueta le observaba. Al verse sorprendida
avanzó hasta el límite de la sombra del fanal que iluminaba la plazoleta. No
podía reconocer sus facciones, pero sus ojos brillaban como intensas luminarias
doradas, fijos en él.
Estaba furioso, pero sobre todo estaba preocupado. Verle vivo era un alivio,
pero tenerle allí frente a él también era una tortura. «Todo ha terminado», le
había dicho, pero allí le tenía.
—No iba a irme en medio del combate. Estuve luchando al otro lado de la
isla.
—¿Qué has hecho con Sidian? —Había demasiadas preguntas por hacer,
demasiados secretos que no podían seguir siéndolo.
—Parece que ese Halcón Negro sabe muchas cosas —respondió Valantir,
mirándole intensamente mientras deslizaba los dedos sobre su herida—. Tu
demonio me llevará hasta él. Ajustaremos cuentas.
—¡Maldito seas! —Le golpeó de nuevo, aunque estaba tan cerca que
apenas pudo ejercer fuerza. Solo podía forcejear sin apartarse mientras Valantir
le estrechaba más contra él—. Esto se ha acabado, ¡tú lo dijiste! —Le gritó,
agarrándose de su tabardo con fuerza y tirando de él—. ¿Para qué has vuelto?
—Para esto.
«¿Qué estamos haciendo? ¿Qué me has hecho? ¿Qué nos hemos hecho? Tú
tampoco puedes dejarme atrás…». Haldren rodeó al campeón con sus brazos y
hundió las manos en sus cabellos, cerrando los dedos mientras le besaba con una
rabia posesiva desconocida. Le marcaba con cada gesto, y Valantir respondía de
igual manera, encendido, jadeando en su boca, besándole descontroladamente,
enredando su lengua con la del brujo en una lucha salvaje.
—Serás mío una vez más —jadeó Valantir con voz grave y profunda—.
Ahora no importa nada… ni el pasado, ni el mañana. Hoy han muerto hombres...
—murmuraba entre los besos intensos—. Buenos hombres. —Se tiró del
cinturón, y luego le bajó los pantalones a Haldren—. Pero nosotros estamos
vivos… —dijo rodeando su sexo con los dedos bruscamente—. No me iré… sin
esto —susurró, y repitió con firmeza—. No me iré sin esto.
«Me dejarás atrás, maldito idiota, por no ser capaz de confiar en mí», quiso
decirle, pero solo pudo besarle y tirarle del pelo desesperadamente. Ni siquiera le
importaba dónde estaban, la conciencia de que aquella era la última vez que le
tocaría le sublimaba de deseo y de rabia, y era tan intenso que apenas podía
pensar con claridad. Todo lo demás daba igual, tenía que convertir ese instante
en algo eterno, tenía que atraparle en él y no dejarle escapar jamás.
Haldren lamió sus labios con el gesto lúbrico y burlón digno de un íncubo.
La mirada del campeón quedó prendida unos instantes de sus ojos, que le
observaban ardientes, maliciosos. Nunca se había mostrado así ante él, como una
serpiente hechizándole, queriendo atraparle en sus redes.
«No necesito ningún encantamiento. Mis palabras ya son ciertas. Eres mío,
y yo me llevaré eso. Sabré que tú también sufres, que tú también me piensas
durante la noche». Le miró hasta darse la vuelta, obediente, y apoyó las manos
en el muro, arqueando la espalda, ofreciéndose sin pudor. Valantir no pudo
soportar la imagen por más tiempo, le bajó los pantalones y acarició sus nalgas
con un gesto urgente, antes de separarlas, hincar la rodilla en el suelo y empezar
a lamer la cálida hendidura entre ellas. Haldren apoyó la frente en el muro y
gimió con abandono ante el intenso escalofrío que recorrió su columna vertebral.
El campeón ahogó una risa ebria de deseo. Sintió como extraía los dedos de
sus entrañas y estos eran sustituidos por la carne dura y resbaladiza. Estaba
embadurnado en aceites sacramentales y aquel olor, mezclándose con el olor
propio de los dos, le estimulaba hasta límites insospechados. Los dedos de
Valantir se clavaron en sus glúteos con firmeza, agarrándolos mientras los
masajeaba, despertando con más intensidad su excitación. Haldren le tiraba del
pelo cada vez con más insistencia, le miraba enseñándole los dientes, respirando
aceleradamente. Al fin, con una embestida firme, Valantir se enterró hasta
encajarse completamente en él, exhalando un gemido de alivio. Le sintió
llenarle, duro, muy crecido y caliente como el fuego. El poderoso cuerpo se
aplastaba contra el suyo, igual que un enorme león.
La fiebre le privó del raciocinio. Solo podía sentir, arder, raptado por el
placer y la plenitud al tenerle dentro. Aquella sensación embriagadora, ardiente,
borraba la amargura y le amarraba al presente, como siempre, le volvía
consciente de sí mismo y de Valantir. Frenético, empujaba al campeón hacia sí,
tirándole del pelo y apretando las nalgas contra sus caderas con fuerza. Abrió las
piernas, afianzando los pies en el suelo para recibirle más plenamente y comenzó
a gemir sin reprimirse, tal y como su compañero siempre le pedía.
Sentía la mirada de Valantir fija en él. Los dos permanecieron quietos unos
instantes, dudando, tal vez buscando las últimas palabras que dirigirse.
Esta vez no se quedaba viéndole marchar. Esta vez era Valantir el que le
observaba, de pie, perderse en la oscuridad que dejaba a sus espaldas. Haldren
caminó, cada paso le destrozaba el corazón, pero lo hizo, caminó hasta que la
noche les engulló a los dos.
Los himnos aún sonaban, tristes, cantando la pérdida que volvía a quebrar
el espíritu de los shindari.
Interludio V
Las llamas se elevaban hacia el cielo, junto a los cánticos de los sacerdotes.
Vrydel sentía que le pesaba hasta el espíritu, que a medida que el humo ascendía,
él se hundía más y más. La sensación era tan vívida que se transmitió a su
cuerpo inconscientemente. Al darse cuenta de que estaba encorvando un poco la
espalda, se irguió de inmediato, mirando de reojo al capitán Aronath, que
permanecía en pie a su lado, sereno, firme, inmutable. No quería deslucir la
estampa que él conformaba curvándose como un anciano.
«Puede que esté un poco cansado, pero no dejaré que eso me derrote. Tengo
que mantener mi presencia. Tengo que hacerlo, por los caídos». Tomó aire y
contempló las llamas, dejando que su mente vagara de nuevo.
Vrydel miró a los ojos del elfo. En ellos encontró una paz que no esperaba y
le reconfortó profundamente. Tras despedirse, se marchó con paso lento, la
frente inclinada y la mano en la empuñadura, acariciándola compulsivamente. La
batalla se había cobrado un alto precio, pero había funcionado. Los espías de
Belnarys y sus avizores consiguieron la información que necesitaban. No habían
podido atrapar al traidor, pues no había actuado personalmente. Pero se había
abierto un portal en una de las caballerizas del templo, y varios demonios
menores habían entrado para preparar en las cuadras un círculo de invocación.
Les habían dejado hacer, y ahora el lugar estaba estrechamente vigilado.
—Tienes sobre tus hombros el peso de las eras. Sabes tan bien como yo que
nuestro ejército está extenuado. Si el Crepúsculo sigue avanzando a este ritmo,
no podremos hacerle frente, ni siquiera con los magi.
—Ya he oído esas palabras antes. Y las cosas no terminaron bien. —El
General se detuvo, frunciendo el ceño. Se giró hacia el capitán, que tenía la
mirada fija en él. Su único ojo brillaba con aquel fuego interior que parecía
animarle. «Es como si leyera mis pensamientos… pero no, es imposible. No
puede hacerlo. Aunque es un campeón de Andros, y muy poderoso. Tal vez
pueda sentir lo que yo estoy sintiendo». —Si estamos en esta situación —
prosiguió el capitán—, es precisamente por las decisiones que se tomaron
entonces. No las critico. Se hizo lo que debía hacerse. Pero está cada vez más
claro que no podemos hacernos cargo de esto solos, y tú siempre lo has sabido,
¿no es así?
—El rey Endorel no quiso aliarse con los reinos humanos. Y la reina
Thalanys tampoco parecía muy entusiasmada con la propuesta.
—No lo sé. ¿Qué puedo decir? Es lo único que parece tener sentido ahora
mismo.
—Sí.
Una vez más, Vrydel se quedó sin palabras. El frío que la pérdida y la
melancolía habían despertado en su alma comenzaba a restañarse gracias al
Venerable, pero ahora desaparecía por completo, sustituido por una calidez que
pronto prendió en un fuego misterioso, iluminándole por dentro.
Y entonces, el mundo cambió. O tal vez fueron sus ojos los que cambiaron,
pero nada parecía ya ser lo mismo. Sus propias palabras le resultaban posibles,
realmente posibles. La incertidumbre por el futuro desapareció, y el presente se
hizo manifiesto con rotundidad, haciéndole plenamente consciente de aquel
instante, bajo ese cielo, en aquel jardín, frente a ese elfo que creía en él con la fe
de mil soles radiantes.
En Shindara era visto como un privilegio ser elegido por el Dios Sol para
portar su bendición. Cuando la presencia de Andros era evidente en los niños,
normalmente expresándose a través de extraordinarias dotes para la sanación,
estos eran enviados al templo para júbilo y honor de su familia, y allí eran
consagrados, educados y entrenados para convertirse en sacerdotes o en
campeones. Todas las familias, desde las más humildes hasta las más nobles,
veían su condición elevada cuando los dones del dios despertaban en alguno de
sus miembros, e incluso había algunas Altas Casas en las que el don parecía
transmitirse a través de la sangre. En los adultos, la magia sagrada podía llegar
de las más diversas y repentinas maneras. Durante las Invasiones y las guerras
era habitual que los despertares de los campeones fueran más numerosos y
violentos. Los sacerdotes sostenían que era la forma en la que Andros podía
asistirles, convirtiendo a algunos elfos en sus elegidos era capaz de cambiar el
curso de las cosas, otorgándoles a los shindari la fuerza y la resistencia
necesarias para sobrevivir a las terribles pruebas a las que eran sometidos.
Solo los campeones sabían el alto sacrificio que comportaba aquel don. Y
es que en cada instante, estuvieran en la batalla, en el seno de sus hogares con
sus familias o disfrutando de una copa de vino, la cascabeleante voz del Dios Sol
les susurraba sin palabras, estridente y furiosa ante el peligro, suave y dulce ante
las cosas amables de la vida, mística y profunda en el recogimiento y nostálgica
y triste ante la muerte y el dolor. Los campeones de Andros aprendían a convivir
con aquella melodía insistente hasta que se convertía en un suave ruido de fondo,
pero ninguno de ellos podía controlar del todo lo que Andros provocaba en su
estado de ánimo y forma de ser. Eso era lo que significaba ser su brazo y su
puño, ese era el sacrificio: la propia identidad. Una vez eran tocados por Andros,
no volvían a ser los mismos.
Valantir resopló. Sidian era realmente infame. Todas sus palabras estaban
llenas de miel y veneno. Pero podía ser aún peor. El demonio le miró con los
ojos húmedos, brillantes de deseo, y se lamió los labios. El campeón le había
dejado sentado en el suelo de madera y gateó en su dirección. Algo en el aire se
volvió espeso y un fuerte olor especiado comenzó a invadirlo todo. Los sentidos
de Valantir se pusieron alerta; aquel olor hormonal provocaba el deseo, pero él
era un campeón y los trucos de los demonios no le afectaban como al resto de los
mortales. Furioso, apretó los dientes y agarró a Sidian por el pelo, obligándole a
levantarse.
—No, no… por favor… —Antes de que pudiera implorar, Valantir invocó
la luz sobre él y lo dejó en el suelo, inconsciente. No le dejó recuperarse hasta
que el barco atracó en su destino.
Cuando llegaron, lo sacó a rastras, aún aturdido. Tras descender del barco y
tomar el transportador hacia la ciudad flotante, le llevó a la Subciudad y
entonces se desquitó a golpes con él en uno de los corredores de acceso. Sidian
no se defendió, se limitó a encogerse y recibir el castigo entre súplicas y
gimoteos.
El íncubo asintió, bajando la mirada con docilidad. Tenía los ojos húmedos,
pero no lloraba. Su respiración agitada y la forma en la que miraba por debajo
del cinto a Valantir le repugnaban. «Este cabrón se ha excitado con la paliza —
pensó, asqueado—. Debería haberle sumergido en agua santa».
Valantir gruñó. Cada vez que el demonio hacía referencia a Haldren le era
más difícil no destrozarle, y el hecho de que no pudiera saber a quién se refería
exactamente cuando hablaba de su maestro le enfurecía aún más.
La Subciudad era de un contraste sorprendente comparada con la superficie.
Tal’Reshan era la urbe más hermosa de Shindara con excepción de su altiva y
gloriosa capital. Las calles empedradas de blanco estaban adornadas con
esculturas de los grandes reyes y caudillos de los elfos, ornamentadas con joyas
y metales preciosos y, por supuesto, con magia. De las múltiples fuentes manaba
el agua de formas inconcebibles, haciendo giros en el aire, interrumpiendo su
goteo y materializándose en otro lugar con una armonía y simetría
sorprendentes. Los altos edificios con imponentes torres donde tenían su hogar
los magi, la nobleza y las grandes personalidades se alzaban en el Barrio Alto, en
el centro de la ciudad. La Plaza, la Academia, los templos y los hogares y
talleres de los artesanos eran menos imponentes, pero igual de hermosos, y los
jardines colgaban de las paredes y las terrazas, salpicando la ciudad con una
explosión de vegetación y hermosas flores de nochepétalo.
—Solo quiero serviros bien, así podréis reuniros cuanto antes con mi
maestro —dijo Sidian. Caminando más deprisa—. Es lo que haréis, ¿no?
—No.
—Me gusta ser vuestro esclavo —respondió Sidian. Sus ojos grandes y
negros le miraban como hipnotizados, llenos de deseo y promesas, pero Valantir
veía el terror al fondo. El demonio le temía, y ese miedo era tan atávico como la
repulsión que el campeón sentía por él—. ¿Os complace pegarme?
—¿Para qué?
Sidian le dirigió una misteriosa mirada, pero no dijo nada más y entraron en
el establecimiento.
Valantir cruzó el salón sin dirigir una mirada a los parroquianos y se plantó
ante la barra hecha de los restos de las pilastras de un templo. El tabernero
secaba con un trapo limpio una botella de cristal tallado de vino y le dirigió una
mirada molesta cuando golpeó la superficie de piedra de la barra con el puño
cerrado. Era un elfo rubio, con el pelo atado en la nuca y una expresión
desdeñosa en el rostro enjuto. Sus ojos estaban limpios de la corrupción del
crepúsculo.
Valantir no esperaba lo que encontró allí. La luz se colaba desde una grieta
en las altas bóvedas a través de la cual se podía ver el cielo, de un azul intenso, e
iluminaba un jardín subterráneo, provisto de un riachuelo de agua cristalina. Las
plantas y las flores crecían por doquier. En un extremo, entre parterres y junto a
una fuente, había un observatorio hecho con espejos, y al otro lado un refugio
bien conservado, de madera. El campeón observó el lugar con asombro, a pesar
de la belleza del jardín, sus sentidos estaban alerta y la luz de Andros ardía en su
interior con más fuerza mientras el tabernero les acompañaba hasta la puerta de
la pequeña casa y llamaba con tres golpes.
Vestido con una toga de finos bordados y con abalorios en el pelo, Haldren
se apoyó descuidadamente en el dintel, haciéndole un gesto con la mano al
tabernero para que se retirara.
***
Por primera vez desde que había llegado al templo, Haldren durmió solo en
la habitación roja. Después del encuentro con Valantir, además de derrotado, se
sentía vacío, como si el mundo hubiera perdido consistencia. Aquella noche
durmió profundamente, presa de un sueño inquieto en el que seguía escuchando
la voz del campeón y viendo sus ojos teñidos de rabia ardiente. Al día siguiente
la sensación de derrota no desapareció, pero no se dejó hundir por ella. Valantir
se había ido, él no iba a quedarse lamentándolo. Todos estaban en peligro y se
sentía responsable de ello. Al fin y al cabo, era a su demonio al que habían
utilizado para llegar hasta allí.
Fuera como fuese, el campeón se había ido, y tenía que seguir adelante. A
pesar de aquel vacío que le había quedado dentro, había nacido en él una nueva
seguridad. Sabía que era capaz de controlarse y ya no tenía miedo de lo que
ocultaba su propio corazón. Y eso era una ventaja en aquella situación.
No pudo evitar sonreír. El plan al fin había dado su fruto. Aquella nota solo
podía ser del traidor, y si Vrydel estaba en lo cierto, hacía tiempo que había
fijado su objetivo en él. Tal vez los rituales y las pistas hubieran sido
innecesarios, pero Haldren quería que se confiara antes de establecer ningún
contacto directo, quería que supiera que le estaba buscando, y que estaba
interesado en lo que tenía que decirle.
—Empezaba a pensar que no vendrías —dijo con una voz familiar. Cuando
se volvió para mirarle Haldren reconoció los ojos azules que se ocultaban bajo la
capucha. Una melena rubia caía sobre sus hombros y enmarcaba el rostro de
facciones juveniles e inocentes.
—En la nota decías que tienes las respuestas que estoy buscando.
—Pero no es eso lo que deseas saber. Lo que quieres saber es por qué te han
traicionado, por qué vuelven a abandonarte cuando más lo necesitas. Tú sabes lo
que significa el sacrificio, ¿verdad? Has dejado toda una vida para ser lo que
eres ahora, y nunca se te recompensará, ni siquiera con el agradecimiento. Ellos
siempre van a mirarte con desconfianza, siempre serás el sospechoso.
—Lo es, pero el Ejército del Crepúsculo sabe recompensar a los que se
sacrifican. Y en especial, a los que han aceptado que sus bendiciones les
fortalezcan. —Faeldrin se volvió hacia él y le miró a los ojos. En él no había
juicio, sino comprensión—. La sangre de los demonios mata a los indignos, pero
tú estás aquí, y cada día eres más poderoso.
—¿Es eso lo que me ofreces? —dijo con recelo. No quería parecer
demasiado desconfiado, pero tampoco quería que Faeldrin sospechase de una
actitud demasiado receptiva—. ¿La respuesta a mis preguntas es el poder?
—Una de ellas, sí. Con tu poder, no tendrías que volver a servir a ningún
caudillo mortal, incluso podrías comandar huestes venidas del Crepúsculo, pero
sé que tu corazón anhela algo más que eso. Sé que llevas mucho tiempo
buscando algo que perdiste.
El corazón del brujo dejó de latir durante unos segundos. Aquellas palabras
le sorprendieron y le provocaron una sensación de vértigo desagradable.
«Haldyr…».
«No es Haldren».
No era él, pero el parecido era tan increíble que el campeón necesitaba
tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo y tomar una decisión.
El campeón dudó, mirando al Halcón Negro con los ojos prendidos. La luz
vibraba en su interior cada vez con más intensidad, le dictaba lo que tenía que
hacer con insistencia. Quería matarle. Debía hacerlo. Exterminar la amenaza,
acabar con el mal. Pero no era tan fácil, aquel elfo tenía la misma cara de
Haldren. Maldiciendo por lo bajo, entró en la pequeña casa.
Un elfo y una elfa, dignos, regios, con los cabellos casi blancos y de mirada
severa posaban junto a dos niños. Dos gemelos cogidos de la mano. Debían tener
unos siete años cuando el cuadro fue pintado, pero Valantir era capaz de
distinguir a Haldren de su hermano. Sus miradas eran completamente distintas.
El Halcón rió, y el íncubo le coreó con una risilla. «Son tal para cual»,
pensó con asco al escucharles.
—Cada uno de los hijos de Andros nace con una inclinación distinta hacia
los misterios de este mundo —dijo el brujo. Que nombrase al Dios Sol hizo que
la furia se agitara en su interior con nueva intensidad—. La mirada de Haldren
siempre estuvo puesta en el cielo, en las estrellas. Yo buscaba en la oscuridad. Al
final he sido el primero en cruzar el límite, pero Haldren lo hará pronto. —
Volvió la mirada hacia el íncubo, que escuchaba con atención y les observaba
con un brillo ansioso en los ojos—. ¿No es así, Sidian?
«Basta. No pienses en eso ahora». Tenía que unir las piezas. Recordó lo que
el íncubo había dicho en la posada. Al parecer, Haldren le había enviado a aquel
lugar infecto a buscar pistas sobre su hermano, pero por lo visto el Halcón fue el
que le encontró primero… y lo hizo a través de Sidian. ¿Desde cuándo estaría
tras la pista de Haldren?
—El Ejército del Crepúsculo os conoce bien. Fuisteis parte de nuestras filas
una vez… o al menos lo fingisteis muy bien. Debo admitir que fue una
infiltración muy osada. Una traición perfecta —añadió ensanchando la sonrisa,
volviéndola venenosa—. Aunque no tan perfecta como la de vuestro rey.
Estaba obteniendo información, sí, y era valiosa, pero la sangre cada vez le
quemaba más en las venas, empujándole a actuar. A pesar de todo, se reprimió.
Necesitaba tiempo para asimilar que aquel no era el rostro de Haldren, para
reflexionar. ¿Debía matarle?
«Es su hermano gemelo, a quien ha estado buscando durante años. Tal vez
toda la vida. No puedo precipitarme». No podía actuar todavía. Y, sobre todo, no
podía actuar sin tenerle en cuenta a él.
—Bueno, creo que vuestro rey llegó a pensar diferente. —El brujo se apoyó
en la mesa con un gesto indolente, tranquilo, como si tuviera el control absoluto
de la situación. Bebió de la copa y saboreó el vino con calma antes de continuar
—. Él traicionó a su pueblo, y también al Ejército del Crepúsculo. No le quedó
nadie a quien clavarle el puñal, ¿no es cierto?
No, aquel elfo no era Haldren. Era un reflejo distorsionado, una alimaña
traicionera. Por mucho que fuera el hermano de su amante, su existencia no era
más que una burla. Le observó de forma analítica. Los movimientos del brujo
eran serenos, medidos. Tenía las manos llenas de anillos y hasta el estilo de sus
ropas era muy similar al de Haldren, los mismos colores, bordados semejantes y
gemas púrpuras y moradas engastadas en las prendas. En Haldren, la nobleza era
natural, en especial desde que había bajado sus excesivas defensas contra el
mundo, pero en su gemelo la nobleza era impostada, tan corrupta como lo era la
inocencia de Sidian. Valantir no podía imaginarles de niños más que a través de
aquel cuadro familiar en la pared, pero le bastaba su mirada para saber que la
sangre de los demonios solo había hecho crecer algo que ya existía, una sombra
perversa y llena de inquina.
La decisión cada vez estaba más clara, el Halcón era un traidor a la nación,
se había aliado con los demonios y su senda le llevaría invariablemente a
convertirse en una aberración, algo entre un shindari y un demonio, sin más
conciencia que la de servir a sus amos demoníacos.
Valantir respiró profundamente y salió del círculo oculto bajo la alfombra.
Las llamas se habían apagado sin dejar rastro en el tejido, pero la maldición
corría por sus venas como miles de afilados cristales clavándose en su carne,
torturándole. Su corazón latía cada vez más acelerado y tenía que esforzarse por
respirar. Aun así, no flaqueó.
—¿Eso es lo que crees? ¿Tan ciego estás que no puedes ver su sufrimiento?
El brujo le miró con odio y emitió una risa amarga. Estaba comenzando a
darle donde le dolía. ¿Cuántos años llevarían separados? Valantir solo había
necesitado un par de semanas para ver la fortaleza de Haldren, pero su gemelo le
subestimaba. Su camarada sacrificaba su vida día a día por Shindara, igual que
lo hacía él. Sabía que no cedería, que unirse al Crepúsculo sería la mayor derrota
que podría experimentar. Era un soldado ejemplar, y era un buen elfo, al
contrario que su maldito hermano.
—¡¡No!! ¡Retorciste las cosas para que aceptara ser tu amante! Sidian me lo
ha contado todo —gritó el Halcón Negro, alterado.
El brujo ya había perdido la paciencia. Podía verlo en sus ojos, toda aquella
conversación solo había sido el modo en que le había atraído a su trampa, pero
Valantir también había tenido sus propios planes desde el principio. No estaba
tan indefenso como el Halcón creía. Todos sus sentidos estaban en guardia a
pesar del terrible dolor que le atenazaba, aguardando el momento adecuado.
***
El brujo sentía cómo el tiempo se le escapaba entre los dedos sin poder
informar al General de lo que estaba ocurriendo, y llegado el atardecer ya había
dado por imposible reunirse con él. Aquello no le ponía fácil alejar las dudas que
le atormentaban desde la conversación con Faeldrin. Tenía claro que no podía
fiarse de él, y mucho menos de los demonios, pero la posibilidad de que su
hermano pudiera estar en su poder le aterraba. Que el General no supiera nada
aún podría darle una ventaja. Si invocaban al Halcón Negro tendría una
posibilidad de descubrir qué estaba ocurriendo y cuánto sabían en realidad, y
ocurriera lo que ocurriera, el resultado sería el mismo: el infiltrado y el Halcón
acabarían con sus huesos en los calabozos. Al final, la responsabilidad le pudo y
tomó una decisión que le permitiría seguir con el plan sin actuar a las espaldas
de Vrydel: escribió una nota, la entregó a uno de sus lugartenientes y le dejó
clara la urgencia del asunto.
Pero muchas cosas eran urgentes en ese momento, así que a medianoche,
cuando Haldren acudió a la cita, no sabía si el General acudiría, pero ya no había
espacio para la inquietud una vez tomadas las decisiones. Cuando llegó, puntual,
Faeldrin ya le estaba esperando. Cepillaba a su caballo, un corcel dorado y
tranquilo, y vestía su armadura de la Orden Carmesí.
—¿Crees que esto es buena idea? Los magi ya han llegado al templo.
«¿Protegido? ¿De qué está hablando?». Las cosas podían complicarse, pero
de nada le iba a servir ponerse nervioso. Debía aceptar lo que llegase, y estar
preparado para actuar en el caso de que debiera hacerlo. Tenía la ventaja de que
Faeldrin, y fuera quien fuese aquel Halcón Negro, pretendían ganarse su
confianza y al menos creían tener su interés. Debía esforzarse en actuar con el
justo recelo para no hacerles sospechar.
—La fe sirve a todo el mundo, y de alguna manera tu alma tiene sed de ella.
Si no, no estarías aquí. Has venido porque tienes esperanza.
«Habla como un maldito sacerdote». Y en aquellas palabras tampoco dejaba
de ocultarse cierta verdad, lo cual resultaba todavía más perturbador. La
presencia de Andros era más evidente en Faeldrin que en el propio Valantir, pero
estaba claro que las apariencias engañaban.
Faeldrin se acercó a un rincón oscuro del establo y apartó la paja con los
pies, tirando después de una tela. Debajo, sobre el suelo de madera, apareció una
trampilla. El campeón la abrió y reveló una escalinata que se hundía en la
oscuridad.
«Directo a la boca del lobo, pero no tengo más opciones. Tengo que seguir
adelante».
—Veo que tu fe no llega tan lejos —dijo Faeldrin con una risa
cascabeleante, fuera de lugar—. De acuerdo, cierra al entrar.
—¿Qué…?
—Es la historia oculta que cuentan estos caminos, estas paredes… y los
viejos códices rescatados. Se suele decir que tras la Primera Invasión toda la
antigua sabiduría ardió en el ataque del Crepúsculo. Eso no es del todo cierto.
—El sol siempre proyecta sombras. Andros sabe que nuestro lugar no es
fijo, sino que debemos oscilar entre ambos, luz y sombra, para comprender toda
la realidad. Las sombras no son una casualidad o un mal necesario. No son
ningún mal, de hecho. Son creaciones de nuestro Dios, tanto como lo es la luz.
La sombra existe para que podamos estar a salvo del exceso de luz, del exceso
de fuego.
—Por supuesto.
—Por eso estás con ellos, crees que es lo justo, que es lo mejor para todos.
¿Pero cómo sabes que no te han mentido, Faeldrin?
El brujo no daba crédito a lo que veía, pero aún se sorprendió más al ver la
puerta ojival ante la que se detuvo Faeldrin. Era de piedra, ricamente
ornamentada con gemas y tallas con motivos vegetales. No le impactaba tanto lo
hermosa que era como las energías que intuía más allá de ella, inquietantes,
densas y oscuras.
***
***
—¿Qué sucede? —Haldren supo que algo fallaba. Sintió el aire vibrar y un
calor abrasador recorrió sus venas. La conexión que estaban estableciendo de
pronto se interrumpió, y donde la poderosa presencia pulsaba se hizo un silencio
desgarrador. El brujo trastabilló y miró al campeón, confuso—. ¿Faeldrin?
En ese momento seis figuras surgieron de entre las sombras del templo.
Vestidos de negro, con las hombreras en forma de halcón que les identificaban,
los encapuchados espías de Belnarys se lanzaron sobre los oficiantes. Dos
cayeron sobre un demonio, otros dos sobre el otro, y los apuñalaron
despiadadamente. Los restantes se arrojaron salvajemente sobre Faeldrin y le
hicieron caer al suelo, inmovilizándole.
El grito desesperado resonó por toda la sala, casi animal. El traidor se arrojó
sobre Vrydel con la daga por delante. El General se hizo a un lado, pero aunque
no lo hubiera hecho, Faeldrin no habría llegado a tocarle. Un estallido de luz,
intenso, golpeó en su pecho y le proyectó hacia atrás varios metros, haciéndole
caer al suelo entre convulsiones.
Aronath y Belnarys, junto con los espías que habían detenido el ritual,
salieron por la puerta por la que había accedido Haldren, llevando consigo a
Faeldrin encadenado y tambaleante. El muchacho miró al brujo una última vez,
aturdido y desesperado.
—Eldrathir, acompáñame.
Decisiones
Aún turbado por lo que había ocurrido, Haldren caminó tras el General,
siguiéndole a través del corredor por el que había aparecido con los demás. Este
desembocaba en un abrigo rocoso desde el que se oía el rugido próximo del mar.
—Que los demonios han hecho un buen trabajo de manipulación con él,
señor.
—Symeon nos dio esto —dijo mostrándole un cristal esférico de color rojo
brillante.
Haldren lo reconoció de inmediato.
—Así que ya sabíais dónde iba a llevarme —dijo con cierto alivio.
«La guerra ya ha estallado. Esta batalla solo ha sido el inicio, si envían a los
magi a las islas es porque la invasión se ha recrudecido. Que Andros nos
ampare».
—Hasta que ese día llegue tendremos que sobrevivir —respondió Haldren
con más convencimiento del que había sentido jamás—, y proteger al resto.
Una nueva sonrisa, con una traza de cansancio, afloró a los labios del
General.
—Lo tienes claro. Me alegra oírlo. —El brujo imaginó la soledad que debía
sentirse en una posición como la suya, teniendo que tomar decisiones que
afectaban a una nación entera, y aquella motivación que había crecido en él
ahora fulguraba con claridad. No iba a dejarle solo en la defensa del reino—.
Ahora tengo que dejarte, creo que el capitán Aronath no va a ser muy delicado
con Faeldrin. Es comprensible, pero inconveniente.
«La Sexta Invasión ha comenzado. Cada vez somos menos, pero nuestra
voluntad cada día es más fuerte. Les enfrentaremos... y prevaleceremos».
***
Los rostros del cuadro le devolvían la mirada. Los niños eran idénticos,
pero Valantir podía distinguirlos a la perfección: la mirada de uno era fría,
decidida, y la del otro, la de Haldren, era crisolada y nostálgica.
El plan hacía aguas por todas partes. Parecía ideado por un demente, pero el
mayor sinsentido era la forma en la que el Halcón había dado por sentado que
Haldren colaboraría, que haría lo que él quisiera.
—A la mierda.
Interludio VI
—No —admitió Vrydel. Aronath tenía sus secretos, pero no le creía capaz
de callarse algo tan grave—. ¿Le has dejado morir?
—No. No, no he dicho eso. Solo te he hecho una pregunta, por la luz del
Sol… —le cortó el General con exasperación.
—¡No puedes ser tan compasivo! —La mirada del capitán centelleó contra
la suya, Aronath tensó la mandíbula, exasperado—. ¿Es que no te das cuenta?
No puedes ir por ahí razonando con las personas a las que encarcelas, pidiendo
cooperación a claros enemigos del reino e intentando que todo el mundo se
sienta mejor. No es propio de un General.
Vrydel casi no pudo evitar reírse. Por suerte, contuvo a tiempo el impulso.
Aronath le estaba regañando de nuevo, y parecía muy indignado. Sabía que la
Orden Carmesí había sido siempre muy estricta en cuanto a la jerarquía y que, en
parte, el capitán tenía razón, pero aquellos rapapolvos, tan inapropiados como
espontáneos, le hacían pensar en un hermano mayor o en una institutriz severa.
Vrydel asintió.
—No tienes que hacer eso, no seas tan extremista. Debes encontrar la
manera de mantener una posición fuerte sin exponerte de esa manera. Eso es
todo. Tus enemigos interpretarán tu compasión como una debilidad, la
explotarán y acabarán destruyéndote… y destruyéndonos a todos. Eres el general
que necesitamos, pero tienes que protegerte.
—A veces lo eres.
—Que digas eso prueba que me conoces mejor que los demás. Se me tiene
por un general muy prudente.
—Dejemos eso. Llama a los guardias y haz que se lleven al cadáver. Quiero
un funeral apropiado para él. Puede que fuera un traidor, pero también era un
campeón de Andros y uno de nuestros hombres, escogido por ti mismo. Que
nadie sepa de su engaño.
—Bien. Pues llamad a los guardias vos mismo y dadles las órdenes. Soy el
capitán Aronath de la Orden Carmesí, no vuestro teniente ni un subordinado. Y
no quiero tener nada que ver con el funeral de este traidor.
El capitán se echó la capa hacia atrás y caminó hacia la salida, pero antes de
que llegara, el firme puño de Vrydel le agarró por la pechera y le detuvo.
—¡Esto tiene que acabar! ¡Se supone que somos compañeros, pero tú no
haces más que hostigarme, confundirme y ponérmelo todo más difícil! ¡Me
desobedeces, después aceptas mi autoridad, y luego vuelves a desafiarme! —
espetó, soltándole con furia—. Te rebelas ante cada paso que doy, pero me
apoyas. Me criticas, pero dices que soy aquel a quien debéis seguir. ¡Me estás
volviendo loco!
—¿Es esto lo que quieres? ¿Que pierda los papeles? ¿Quieres que me
quiebre igual que una rama? ¡Pues no lo haré, no voy a derrumbarme! Desde que
llegaste aquí has estado incitándome, provocándome y tanteando, como quien
acerca un palo a un animal dormido. Y lo peor de todo es que sé que no lo haces
con mala intención, pero me estás poniendo al límite con tu ambigüedad y tu…
tu forma de ser. ¿Por qué eres así?
Aquel último golpe le dolió incluso a él. Vio cómo el capitán parpadeaba
lentamente, su noble semblante palidecía y la nuez subía y bajaba al dejar pasar
el amargo trago.
Aronath comenzó a preparar a los brujos y a los campeones para viajar a las
Islas Veladas. Las primeras unidades fueron enviadas días después de la batalla
pero Haldren, que seguía sin compañero, y el resto de su grupo permanecieron a
la espera de órdenes. Entrenaban como una unidad especial formada por tres
brujos; Lyra, que había perdido a su campeón —la versión oficial decía que a
manos de los demonios—, Haldren y Symeon. Alendrys era la única campeona
entre ellos y había adoptado un rol autoritario para mantener la disciplina y el
orden que los brujos acataban sin el menor problema.
A pesar de todo, después de que se cortasen las malas hierbas una relativa
calma volvió al templo, la amenaza de los infiltrados había sido eliminada y
podían centrarse al fin en los planes de guerra.
Un día, al regreso del entrenamiento, un mensajero le entregó un enorme
paquete y una carta lacrada con el sello del Arcanorum, el real colegio de
investigadores de la historia de Shindara. Extrañado, Haldren se metió en su
habitación y rompió el lacre para leer el mensaje que contenía.
Hasta sus manos había llegado el último recuerdo físico que tenía de su
familia. Tal vez, el único objeto que se había salvado de arder cuando la Quinta
Invasión destruyó su aldea natal. Por aquel entonces ya les habían separado,
Haldren regresó durante la guerra, convertido en un soldado, un brujo al servicio
de Shindara, y encontró su casa destrozada y pasto de las llamas. Sus padres
habían muerto, su hermano llevaba años desaparecido, y ya no le quedaba nada
en el mundo, así que tras la guerra decidió instalarse en Tal’Reshan dejándolo
todo atrás. Ahora aquel cuadro era lo único que le unía a su pasado, y asomarse a
él le provocaba una sensación agridulce.
«Espero que estés donde estés, estés bien. Cuando todo esto termine
volveré a buscarte».
Eso ahora poco importaba, tenían una guerra por librar, así que Haldren
envolvió cuidadosamente el cuadro y lo ocultó debajo de su cama. Lo cuidaría,
lo observaría cuando la añoranza distorsionara el pasado y lo convirtiera en algo
dulce, sereno, como un refugio seguro. A veces le gustaba engañarse con
aquello, pero era consciente de que solo existía el presente, y a él se aferraba
para seguir luchando. Ni siquiera era el mismo elfo que fue entonces.
Diez días después de que Valantir se fuera, al fin les dieron la noticia:
marcharían a las Islas Veladas en tan solo dos días. Y aunque Haldren se sentía
seguro junto a sus compañeros, no podía evitar pensar con amargura que aquel
instante debía haberlo vivido junto a Valantir. Habían sido los mejores, eran los
mejores. Haldren no luchaba de la misma manera junto al resto, pero no tenía
más remedio que resignarse y adaptarse. Seguían siendo la esperanza del reino
de Shindara ante los demonios.
—Ey, ¿de quién habláis? —Symeon se metió sin ningún tipo de vergüenza
en la conversación ajena, acercándose a la mesa donde charlaban dos novicios.
—De ese campeón, Valantir. ¿No luchaba con vosotros? —respondió uno
de ellos.
«Valantir ha regresado».
—¿No se os ha ocurrido pensar que tal vez estaba en una misión de la que
no sabéis nada y tampoco tenéis por qué conocer? —interrumpió Alendrys,
acercándose y mirándoles con severidad—. Él es un campeón, y vosotros unos
simples novicios sin nada mejor que hacer que meter las narices en asuntos
ajenos, y que además os vienen grandes.
—Largaos de aquí, seguro que tenéis trabajo por hacer. Y mantened la boca
cerrada —respondió tajante.
—Yo tengo que irme, luego os veré y seguiremos con esto —dijo Haldren
con sequedad.
«Ha vuelto, pero eso no significa nada. No voy a dar un paso atrás, me he
esforzado por seguir adelante sin él, no voy a permitir que esto me haga
tambalear. Seguiré adelante. Él se irá, y yo seguiré. No importa lo que haga».
Sí, aquel era un buen plan, pero las cosas raramente salían como esperaba.
Cuando el golpeteo en la puerta le hizo apartar la vista del libro que leía el
corazón le saltó en el pecho.
«Es él», pensó de inmediato. «No, maldita sea. Detén esta obsesión, no
puede serlo. Él no va a venir».
—Haldren, soy yo. —El brujo cerró los ojos y soltó el aire en sus
pulmones. El calor le sacudió desde el estómago hasta las raíces de los cabellos
al escuchar aquella voz—. Soy Valantir. Solo quiero que hablemos.
Estaba allí, era Valantir el que había acudido a su puerta. Aquella era ahora
su habitación, y allí él tenía el poder. No era un cobarde, no le tenía miedo a lo
que sentía. Ya no se tenía miedo, y tampoco temía al campeón. Era él el que le
podía otorgar o negar aquel privilegio, y tomó una decisión.
Haldren abrió la puerta con toda la serenidad que fue capaz de fingir,
interponiéndose entre él y el cuarto. Valantir le observaba, extrañamente
tranquilo.
—Sí… podemos hablar —dijo al fin, cuando fue capaz de tomar aire—. Me
alegro de que estés bien.
—Hice bien en pegarle el primer día, tendría que haberle dado más fuerte
—Haldren se le quedó mirando en silencio, esperando que dijera lo que había
ido a decirle. Rezando porque fuera breve y le dejase lo antes posible intentando
arreglar lo que estaba provocándole. Valantir cambió el peso de pie, llevándose
una mano al cinturón—. Eh… ¿podemos hablar en un lugar más privado?
Haldren le miró atónito. Nunca había escuchado a Valantir pedir nada por
favor, dudaba de que lo hubiera hecho en su vida, y aquello casi le dejó sin
palabras. Sin darse cuenta, asintió con la cabeza.
—Lo sé.
Valantir asintió. Tenía las dos manos a la espalda, seguía sujetando el pomo
de la puerta, pero había tensión en su cuerpo, como si también estuviera
sujetándose a sí mismo. Eso le provocó cierta satisfacción, aunque él mismo
estuviera sufriendo para amarrarse y no tomar desesperadamente lo que quería,
ver que las últimas palabras que le dedicó a la sombra de la muralla eran reales
le complacía.
—Los dos están muertos ahora. Ya sé que los íncubos son difíciles de
conseguir, pero no tuve opción —dijo sin un rastro de arrepentimiento. Haldren
vio la tensión en la línea de su mandíbula.
—Hay… otra cosa de la que quiero hablarte —dijo, echando otra mirada
esquiva a la cama—. Es cierto que soy de las Serpientes de Sangre, o era. Es
difícil hablar en términos de pasado o… presente, porque… para nosotros…
«¿Por qué me mira así? ¿Qué es lo que pretende con esto? ¿Qué es lo que
está viendo?». Allí, respirando el aire fresco, tomando distancia con su propio
deseo y el rencor que había sentido, Haldren pudo leer algo más en aquella
mirada. Había deseo, sí, pero también una extraña admiración, y un
arrepentimiento sereno que le conmovió.
La intimidad que se estaba creando entre ellos en ese preciso instante era
distinta al magnetismo animal que siempre les acababa haciendo colisionar.
Estaba llena de significado, sus miradas se reconocían en la penumbra, bajo la
luna.
—No me atrevería a juzgar lo que tuviste que hacer —respondió con voz
queda.
Durante los días en los que Valantir había estado ausente pensó en las
heridas que el pasado había provocado en él. Estaba tan dolido por creer que no
confiaba en él que solo en ese instante fue capaz de analizar la magnitud de
aquello. Las Serpientes de Sangre habían tenido que hacer cosas terribles para
engañar a los demonios. Habían tenido que parecerse demasiado a ellos.
Valantir no solo le estaba revelando sus secretos, también eran los de sus
compañeros, y Haldren era consciente del valor de aquello. Era consciente de
todo, también del sentimiento limpio de culpa que sentía hacia el campeón, y
que a medida que él se revelaba brillaba con más fuerza.
Tenía que atesorar aquello, tenía que protegerle, era lo más valioso que
habían puesto en sus manos jamás.
—Aronath nunca estuvo infiltrado, pero nos ayudaba a entrar y salir, nos
protegía cuando regresábamos y cuidó siempre de nosotros —siguió Valantir. Su
mirada se licuaba en un crisol de emociones. Los recuerdos debían despertar su
dolor, pero también su orgullo. Recordó lo que dijo tras liberarle: su pasado era
su derecho, su privilegio y su maldición, tenía tantas facetas como el propio
Valantir—. Además, es mi hermano mayor. Eso también es un secreto.
¿Cómo iba a juzgarle? ¿No tenía él sus propios secretos? ¿No se había
ocultado también él?
—Tus secretos son mis secretos, no diré nada. —El campeón asintió,
parecía tenerlo más que claro. Le estaba dando mucho más de lo que le había
pedido—. Siempre he sentido que puedo confiar en ti. De alguna manera… a
pesar de lo diferentes que somos, nos miramos como iguales. Tú sabes lo que
significa el sacrificio, entregarlo todo y recibir a cambio solo recelo y
desconfianza, lo sabes tan bien como yo, y los dos, aun así, hacemos lo que
debemos hacer. No debí asustarme, se me quebró la fe, me dejé vencer por el
miedo y olvidé lo que sabía. —Haldren suspiró, y se apoyó en una de las
almenas. Se sentía abrumado de pronto y las palabras le costaban un esfuerzo.
Valantir esperó con más paciencia de la que había mostrado él, con los intensos
ojos de lobo fijos en los suyos—. Te daré mis secretos… te los daré aunque
decidas no venir a las Islas, te los daré porque yo tengo los tuyos.
—No hay ninguna prisa. Estaré a tu lado para que me cuentes lo que
quieras, cuando quieras hacerlo.
Valantir asintió, sus ojos brillaron con más fuerza, como si la luz los
encendiera desde dentro.
—Pero también vi las barreras y tenía que destruirlas. Tal vez no lo hice de
la mejor manera, pero lo hice como supe.
—Valantir…
—Es verdad que quería poseerte y dominarte —siguió, enardecido,
tensándose—. Y es verdad, por todos los dioses, que aún quiero, que lo deseo
tanto que me quema en la sangre. Pero te juro que cuando te miro no veo a
alguien más débil ni…
—Tanto que dolía —respondió Haldren—. Tanto que sentía que enloquecía.
—Cada momento… cada segundo. —El brujo resolló, apretando los dedos
contra la tela y la armadura.
Haldren sentía cómo le ardían los ojos. La magia oscura corría por sus
venas inflamada por el deseo, le llenaba de una sed desesperante. Tuvo que hacer
acopio de toda su voluntad para asentir y soltarle.
Valantir mantuvo un instante de lucha consigo mismo, hasta que le soltó los
cabellos y se apartó de él, caminando hacia la escalinata. Avanzaron sin tocarse,
el uno junto al otro, con las miradas inflamadas y el paso brusco y agresivo. Se
cruzaron con otros soldados que les lanzaron miradas extrañadas, creyendo, tal
vez, que iban a enzarzarse en una pelea de un momento a otro. Y es que Valantir
avanzaba a grandes zancadas y cuando al fin llegaron a la puerta de la habitación
la abrió de un brusco empujón. En verdad parecían enfurecidos y el brujo reforzó
aquella impresión al entrar tras él y cerrar de un fuerte portazo.
—Pon las manos sobre tu cabeza y cierra los ojos —ordenó con la voz
grave y ronca de deseo. Y Haldren obedeció, levantando los brazos y
agarrándose a las sábanas.
«Es una bendición. Todo lo que me entrega… y todo lo que acepto. Es una
bendición».
Cuando todo pasó, Valantir aún se movía, más despacio, arrítmico, tratando
de llevar el aire a sus pulmones por la fuerza. Al detenerse, durante unos
segundos, el tiempo pareció suspenderse entre los dos. El campeón seguía
enterrado en sus entrañas, quieto, arqueado sobre su cuerpo y con los ojos
cerrados, hasta que al fin, con un suspiro, se derrumbó sobre él.
Valantir volvió la mirada hacia él y sus ojos se encontraron. Los dedos del
campeón juguetearon en sus cabellos.
«¿Lo ha visto? ¿Ha sido capaz de verlo?», se preguntó. Las certezas que su
corazón sentía estaban claras también en su mente.
—Haldren... dímelo.
Valantir le miró con atención. Observó sus cabellos mientras los acariciaba
y volvió a sus ojos de nuevo. En su mirada se licuaba una intensa emoción,
ardiente y entregada.
—Lo sé —respondió Haldren con una sonrisa oculta en sus labios, suave y
calmada.
En la habitación más alta de la torre del Sol Poniente, ahora conocida entre
los soldados como «la torre del General», el silencio era absoluto. La sala
hexagonal estaba iluminada por las lámparas arcanas. La luz del sol de la tarde,
ya mortecina, se filtraba por los balcones. En cada una de las seis paredes de la
sala se abría un arco ojival, decorado con celosías y cortinas de color rojo y
dorado, que llevaba a una amplia terraza. La brisa marina del atardecer agitaba
los visillos y hacía parpadear las llamas de los faroles dorados.
—Pero, ¿y la ofensiva…?
El mago también asintió. A Vrydel siempre le resultaba difícil tratar con los
líderes de los magi. Eran personas orgullosas, que no aceptaban fácilmente la
autoridad y que siempre tenían algo que decir. El Maestro Arcano Xanthos no
era de los peores con los que había tenido que bregar, pero aun así, hubiera
preferido que además de ver problemas en todo, fuera capaz de aportar
soluciones.
—Sí, señor.
Vrydel no esperaba que Aronath dijera nada, y no lo hizo. Solo asintió con
la cabeza. Belnarys, por el contrario, le acribilló a preguntas. ¿Qué harían si algo
no iba bien? ¿Cómo sabrían quién era el líder? ¿Cuánto tiempo tenían?
Sintió un extraño alivio mezclado con amargura cuando vio que todos se
marchaban. Los últimos días habían sido tensos. Aunque estaban consiguiendo
avanzar y las victorias se sucedían para el bando de los Shindari, Vrydel era
consciente de que el tiempo corría en su contra. Aquella última ofensiva sería
decisiva. Lo tenía todo bajo control, no obstante, siempre cabía la posibilidad de
que algo se le estuviera escapando. Esa sensación le incomodaba, provocándole
una extraña presión en el pecho. La angustia se acentuó al ver la capa oscura de
Aronath balancearse a su espalda mientras se alejaba. Con la luz del ocaso, tenía
el color de las heridas profundas, de la sangre coagulada.
—Capitán Aronath…
Vrydel sonrió a medias y bajó la cabeza, derrotado. No pudo evitar que una
risa amarga escapara entre sus labios.
Aquella frase le sonó estúpida. No era eso lo que quería decir, pero al
parecer, no podía hacerlo mejor.
—Sí. Lo es. —El General buscó de nuevo las palabras, suspirando con
frustración—. Mi General, ¿qué sucede?
—Aquella vez fui injusto contigo. Yo… no quería decir lo que dije. No dejo
de pensar en eso, ese momento no deja de repetirse en mi memoria. —Cerró los
ojos. Todo cuanto decía le parecía ridículo, escaso, pobre. Negó con la cabeza,
desalentado—. Quisiera volver atrás y…
Vrydel alzó la mirada. El capitán seguía frente a él, en su ojo sano había un
brillo sereno y cálido, ese que había podido vislumbrar en ocasiones, cuando
estaban solos, recordando el pasado que habían perdido.
—Olvídalo.
—No quiero olvidarlo. ¿Por qué quieres que lo haga? —replicó Vrydel con
enojo. «¿Ni siquiera me vas a dejar disculparme, elfo orgulloso y tozudo?»—.
¿Acaso lo has olvidado tú?
—¿Qué?
—Tú también —dijo entonces. La brisa movía las cortinas con suavidad. La
armadura de Aronath estaba impoluta, su cabello, recogido en la trenza que
colgaba sobre su hombro, pulcramente peinado, se oscurecía a medida que caía
la noche—. Tú también tienes derecho, Belnor.
—Quiero que seas tú mismo. Quiero que me lleves la contraria, que me des
tu opinión sin que te la pida. Eres la única persona que es totalmente libre a mi
lado. Y eres la única persona con quien yo lo puedo ser. —Bajó la cabeza,
apretando los nudillos contra la mesa—. Cuando me convertí en general, perdí
mi nombre. Nadie volvió a llamarme Edaren. Nunca. Soy el General Vrydel, y tú
eres el capitán Aronath. Pero podemos ser Edaren y Belnor… podemos cuidar
nuestras heridas, hablar sobre el pasado, decir lo que pensamos… Tomarnos un
maldito respiro. Al menos de vez en cuando.
—No. —De nuevo su respuesta fue inmediata—. No, pero ¿eso no nos hará
frágiles?
—Somos frágiles. Nunca hemos sido otra cosa. Mira en qué situación
estamos todos nosotros. Pero no creo que eso sea malo. No me da miedo que
conozcas mi fragilidad. Tú conoces mis secretos… has visto mi herida. Me has
visto desfallecer, desmoronarme, flaquear. Sin embargo, a tu lado no me siento
débil sino todo lo contrario. —Vrydel clavó la mirada en él—. Tú me fortaleces.
Y aunque eso me gusta, no lo entiendo... ¿Por qué me siento así? ¿Es esto lo que
significa confiar en alguien?
Despacio, con pasos inseguros, el capitán rodeó la mesa para ir hacia él.
Vrydel salió a su encuentro, conmocionado. Sabía lo que significaba aquel gesto,
igual que ahora comprendía por qué le había abrazado aquella noche. Más allá
de los malentendidos, de su carácter dispar, de los secretos, Belnor Aronath le
entendía. Comprendía profundamente su corazón. Conocía sus miserias y sus
virtudes, quizá con más claridad que nadie… y las aceptaba.
Se reunieron al fin, cada uno desde un lado del mundo. Y en aquel instante,
cuando ambos quedaron frente a frente, sin nada que les separase, sin máscaras
ni murallas, Edaren Vrydel solo tuvo un único deseo, brillante y lleno de
esperanza: ser capaz de corresponder a aquel privilegio. Se preguntó qué debía
hacer para que así fuera, y la respuesta llegó a él con claridad. Sin pensárselo dos
veces, le abrazó. Y como siempre, el capitán respondió de inmediato. Ambos se
fundieron en un abrazo sólido, lleno de energía, como si con él quisieran salvarse
el uno al otro.
—Tendrás que cargar con esa parte de mí que nadie salvo tú conoce.
¿Podrás hacerlo?
—Será un honor.
Mientras recorrían los pasillos del templo, los soldados, los magos y los
campeones giraban la cabeza para verles pasar.
Los ropajes oscuros y plateados de Edaren eran sencillos, los propios de un
guerrero, pero caminaba con la distinción de los grandes señores de los elfos.
Ellos eran sus líderes en aquella guerra, las figuras que atraían todas las
miradas, el ejemplo a seguir, la orden a acatar. Pero aquella tarde había algo
diferente. Ambos tenían el semblante animado por una nueva luz de
determinación y esperanza que se contagió a todos los que les vieron.
Por primera vez, Edaren y Belnor podían mirar hacia el futuro. No solo para
su pueblo, también para ellos mismos.
Y por breve que fuera su tiempo, ahora que al fin se habían encontrado ya
no se separarían.
Table of Contents
Glosario
CAPÍTULO 1
Tal’Reshan
Valantir
La habitación roja
Interludio
CAPÍTULO 2
Los himnos
Acción y reacción
El favor de la luz
Interludio II
CAPÍTULO 3
Todo es mejor cuando te portas bien
Solo mío
Interludio III
CAPÍTULO 4
Un vínculo con el mundo
El íncubo
Un nuevo pacto
Interludio IV
CAPÍTULO 5
Una sola palabra
La batalla
No podrás olvidarme
Interludio V
CAPÍTULO 6
Falsas apariencias
Secretos
Decisiones
Interludio VI
CAPÍTULO 7
Un regalo inesperado
Revelaciones
Epílogo