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CABALLEROS

DE ÍBORIS:
Cautivo de la luz

Sylvia Woods
Aviso: Esta historia contiene temas de dominación sexual y lenguaje fuerte que pueden herir sensibilidades.
Se trata de ficción que utiliza el abuso y la dominación en un contexto de fantasía, en ningún momento es
intención de la autora hacer apología de la violación o retratarla como algo tolerable.
Una vez advertido, relájate y disfruta.
Caballeros de Íboris: Cautivo de la luz, está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se permite
la distribución, comercialización, reproducción ni el uso en obras derivadas sin permiso expreso de la
autora o los editores.
Glosario
CAPÍTULO 1
Tal’Reshan
Valantir
La habitación roja
Interludio
CAPÍTULO 2
Los himnos
Acción y reacción
El favor de la luz
Interludio II
CAPÍTULO 3
Todo es mejor cuando te portas bien
Solo mío
Interludio III
CAPÍTULO 4
Un vínculo con el mundo
El íncubo
Un nuevo pacto
Interludio IV
CAPÍTULO 5
Una sola palabra
La batalla
No podrás olvidarme
Interludio V
CAPÍTULO 6
Falsas apariencias
Secretos
Decisiones
Interludio VI
CAPÍTULO 7
Un regalo inesperado
Revelaciones
Epílogo
Glosario

Shindara: Reino situado en un continente al norte de Íboris, olvidado por


la mayoría de mortales que pueblan el mundo.

Shindari: Los elfos habitantes del reino de Shindara, estrechamente ligados


a la magia de la que son dependientes.

Tal’Reshan: La ciudad mágica de Tal’Reshan es una ciudadela suspendida


sobre el Mar de Ébano, interponiéndose como un baluarte entre la península de
Shindara y las Islas Veladas. Desde allí se vigila la actividad mágica y
demoníaca en las islas. Es el centro del saber de Shindara y acoge la escuela de
magia más prestigiosa del reino.

La Alta Torre: Es tanto una prestigiosa escuela de magia como el centro de


operaciones del ejército de Shindara. Acoge a aprendices, grandes magos, magos
de batalla y brujos al servicio del ejército, entre otros.

Subciudad: Los suburbios de Tal’Reshan, ubicados bajo la ciudad, es


donde se encuentra la sede de la Guardia Púrpura, la organización de brujos que
a pesar de estar aceptada por las instituciones sigue siendo vista con recelo y
miedo. En la misma zona de la ciudad se pueden contratar espías, asesinos y
mercenarios que actúan al margen de la ley.

Islas Veladas: Archipiélago al norte de Shindara. De sus grutas, aguas y


tierras se extrae la magia que alimenta el poder de los shindari. Solo poblada por
los modeladores de magia, magos y guardias del ejército shindari, la isla se ve
asaltada cada cierto tiempo por demonios que entran al mundo a través de
portales inestables.

Ejército del Crepúsculo: Una horda de demonios que ataca Shindara en


oleadas cada cierto tiempo. Se cree que desean el control de las Islas Veladas por
la magia que atesoran. Han sido derrotados cinco veces desde la fundación del
reino.

Rey Endorel: Endorel fue el sexto rey de la dinastía Andrash. Se les


considera descendientes del mismo dios Sol, Andros, y son excepcionalmente
longevos entre los de su raza. Se cree que la pureza de su sangre se debe al
parentesco que les une con su Dios. Pueden llegar a vivir cinco mil años antes de
fallecer por causas naturales. Endorel es considerado un traidor para algunos, y
un héroe que se sacrificó hasta las últimas consecuencias para otros. Su muerte
terminó con la quinta invasión del Ejército del Crepúsculo.

Reina Thalanys: Actual reina de Shindara y sobrina en tercer grado del rey
Endorel, caído en desgracia.

Andros: El dios Sol. No tiene más representación física que el rey de


Shindara. Se le rinde culto en el Templo de Andros, sito junto al palacio real en
la península de Shindara.

Templo de Andros: Lugar de culto y de peregrinación para los shindari.


Allí se entrena también a los Campeones de Andros.

Isla Sagrada: Es la isla donde se encuentra el templo de Andros, a medio


camino entre la península de Shindara y la ciudad flotante de Tal’Reshan.

Campeón de Andros: Caballeros a los que Andros ha otorgado su


bendición. La luz del dios Sol se expresa a través de ellos, otorgándoles
excepcionales poderes de sanación, bendición y protección, pero también pueden
ser letales contra los enemigos, en especial contra los demonios, de naturaleza
oscura, a los que la luz de Andros afecta fatalmente.

Caballeros de Endorel: Orden de Campeones de Andros fundada por el


Rey Endorel. Durante la Quinta Invasión fueron considerados traidores al aliarse
el propio rey con el Ejército del Crepúsculo. Tras la caída del líder de los
demonios a manos de Endorel, se les concedió el perdón, pero hay quienes aún
desconfían de sus métodos. Su forma de usar la luz es violenta, vengativa y
dominante. Representan el aspecto más furioso y terrenal del dios solar.

Orden Carmesí: Fundada durante la traición de Endorel por los escindidos


de los Caballeros de Endorel, la Orden Carmesí ha abrazado las facetas más
benevolentes de Andros. Sus especialidades son la sanación y la protección y
tienen un código moral basado en el servicio y la impecabilidad. Han aceptado
en su seno a los Caballeros de Endorel tras años de disputas y desencuentros. El
más alto cargo de la Orden Carmesí es el Patriarca, seguido por cinco Capitanes
que lideran distintas áreas de la Orden.
Avizores: Uno de los cuerpos del Ejército de Shindara, el más antiguo y
confiable del reino. Está formado por unidades de infantería: lanceros y
arqueros. Las tácticas de combate de los Avizores son muy variadas y versátiles,
van desde el combate en campo abierto hasta las emboscadas y las técnicas de
distracción. Ágiles y rápidos, los Avizores han guardado las fronteras de
Shindara desde el principio de los tiempos. El más alto cargo de los Avizores es
el Comandante, seguido por el General y por los Veladores.

Velador: Un Velador es un rango intermedio de los Avizores. Son


comandantes con varias unidades a su cargo, que toman parte en las estrategias y
en las decisiones militares del ejército. Cada Velador está a cargo de una parte
del territorio del reino, cuya defensa es su responsabilidad principal.

Caballeros de Shindara: El segundo de los cuerpos del Ejército de


Shindara. Los Caballeros de Shindara se fundaron durante la primera época de
gran prosperidad del reino, cuando la crianza de caballos para monta se
popularizó y las técnicas de combate en campo abierto tuvieron necesidad de ser
más sofisticadas. Los Caballeros de Shindara son una fuerza de choque que
arrasa al enemigo en los campos de batalla con sus briosos corceles y atraviesa
con un mar de lanzas a todo el que ose oponerse al reino.

Magi: Tercer y último cuerpo del Ejército, aunque no menos importante,


los Magi forman el contingente de magos de batalla de Shindara. Sus hechizos
sirven para potenciar las armas de sus aliados o para sembrar el terror entre sus
enemigos con brutales sortilegios elementales.

Brujo: Hechicero capaz de esclavizar a los demonios y usarlos a voluntad.


Durante su iniciación, los brujos beben la sangre de los demonios. Si logran
sobrevivir a ese veneno se benefician de la magia oscura, que utilizan entre otras
cosas para controlar a los demonios mediante pactos y palabras de poder. La
sangre de demonio les corrompe poco a poco, otorgándoles marcas demoníacas
en forma de escarificaciones y malformaciones: cuernos, escamas, y otros
atributos propios de los demonios. La brujería acorta con creces la vida de los
elfos, que acaban enloquecidos o demasiado corruptos para seguir
considerándose como tales.

Lengua Prohibida: El lenguaje de los demonios, aprendido por los brujos


tras consumir su sangre y desarrollar la resistencia a ella. Se trata de una lengua
mágica, capaz de maldecir y dañar cuando se pronuncian las palabras adecuadas.
Íncubo: Demonio de la lujuria. Suele presentarse en forma masculina, pero
pueden cambiar su aspecto a voluntad, lo que les convierte en unos
excepcionales manipuladores y espías. Entre sus poderes se encuentra la
capacidad de doblegar las mentes más débiles a través del deseo carnal.

Dorgón: Los dorgones son demonios de la destrucción. Las fuerzas de


choque del Ejército del Crepúsculo están formadas por estos enormes y
monstruosos seres, armados con terribles hachas, gigantescas mazas y
mandobles. Son los guerreros más fieros y salvajes de entre los demonios.

Reino del Crepúsculo: Es el plano del que proceden los demonios, una
especie de reflejo sombrío del plano material que coexiste con él y se vuelve más
profundo y oscuro a medida que se aleja de él.

Fiebres del Crepúsculo: Enfermedades de origen demoniaco, ya sea


contraídas a causa de las armas contaminadas o malditas de los demonios o de
sus propias maldiciones.

Loto arcano: Una hermosa flor de tonos púrpuras y azulados que crece en
las Islas Veladas. La tierra, rica en corrientes arcanas, convierte esta planta en
una potente fuente de magia. Los shindari suelen consumirla fumando sus
pétalos en una pipa de agua.

Nochepétalo: Arbusto de floración nocturna cuyas flores blancas de cinco


pétalos se abren y cierran respondiendo a la luz lunar, revelando motas de magia
pura en su corazón. Crecen en lugares con mucha concentración de magia. En
algunos lugares se cultivan para fabricar pociones y elixires mágicos a partir de
ellas, pero en Shindara se considera una flor mística y casi sagrada, y su función
es únicamente religiosa y ornamental.
CAPÍTULO 1
Tal’Reshan

Desde el ventanal de su celda en la Alta Torre de Tal’Reshan, Haldren


podía observar la línea brumosa de la costa. La ciudad permanecía suspendida
por la magia sobre las aguas embravecidas del Mar de Ébano, como un guardián
entre el reino de Shindara y lo desconocido. El cielo se oscurecía en el norte,
justo donde las Islas Veladas se recortaban en el horizonte. Su visión le
provocaba una desagradable sensación en la boca del estómago.

—¿Qué te parece, Sidian? —preguntó con voz tranquila, observando el


reflejo del demonio en el cristal de la ventana. Sidian parecía un muchacho
normal, de orejas puntiagudas y piel blanca como la leche, pero sus ojos, por
completo negros, y la extraña estructura ósea de su rostro, sobrenaturalmente
bello, le delataban—. Las mareas están cambiando, el flujo de la magia se ha
vuelto caótico y la niebla negra comienza a extenderse desde las islas. Cada vez
cuesta más contener a los tuyos. —Le miró soslayadamente y añadió—: Tu
ejército se está preparando para regresar.

El demonio se encogió de hombros.

—Yo no puedo saberlo, amo, solo soy un sirviente de los mortales... algo
que el resto de mi raza aborrece. —Sidian esbozó una sonrisa seductora que
Haldren ignoró. El muchacho, si es que podía llamarle así, había intentado
meterse en su cama desde la primera vez que lo invocara, sin éxito. A pesar de
sus continuos rechazos, no parecía rendirse—. No me importa en absoluto lo que
haga el Ejército del Crepúsculo... yo estoy bien aquí, me gusta estar a tus pies.
Listo para cuando puedas necesitarme. Dispuesto.

Cada palabra de Sidian estaba cuidadosamente estudiada. Haldren apartó la


mirada del reflejo, esforzándose por reprimir una sonrisa. Los íncubos podían
resultar perturbadores a veces, pero a Haldren toda aquella parafernalia tentadora
de su siervo le parecía más bien ridícula. Después de todo, no había llegado
hasta donde estaba cediendo a las artimañas del primer demonio que le hiciera
ojitos. Y tenía cosas más graves en las que centrar sus pensamientos.

El Ejército del Crepúsculo era poco más que una leyenda para los reinos
mortales de Íboris, que olvidaban con rapidez, pero los habitantes de Shindara
eran tan longevos como su memoria. El resto del mundo les tenía también a ellos
por un mito, una raza élfica que vivía en el confín del mundo y solo aparecía en
las horas más aciagas de la humanidad. Haldren intuía que esas horas iban a
regresar.

—¿Irás a combatir a las Islas otra vez? —preguntó Sidian, tal vez tratando
de leer en sus pensamientos.

—Cumpliré con mi deber.

El demonio hizo una mueca ante la ambigua respuesta, e insistió.

—La última vez que el Ejército del Crepúsculo azotó el reino apenas eras
un adolescente. Ni siquiera eras brujo, ¿no es así?

Haldren no respondió, aunque Sidian estaba en lo cierto. Por entonces él


había sido un mago de batalla iniciado, joven y temeroso. Habían pasado dos
siglos desde entonces, pero las pérdidas aún cicatrizaban en su alma. Recordaba
a los demonios arrasando aldeas y ciudades, devorando y exterminando a los
suyos, dejando la tierra quemada e inerte por donde pasaban. Y también
recordaba al brillante ejército del rey Endorel enfrentándose a ellos. Aquello fue
lo que le impulsó a dedicar su vida a la brujería.

—¿Crees que estás preparado?

—¿Qué opinas tú? —replicó Haldren sin mirarle.

No le interesaba la opinión del demonio, pero así conseguiría hacerle sentir


que le importaba lo más mínimo, y al mismo tiempo, evadía la respuesta y
dirigía su atención hacia sus propios pensamientos. Nunca estaba de más.

—Eres un gran brujo, podrías detenerles tú solo. —Sidian había


abandonado su asiento, estaba de pie tras él y le miraba con los ojos
entrecerrados, acechante.

Entre todos los shindari, los brujos eran los que más sacrificaban para
mantener el mundo seguro de los demonios; debían poseer una voluntad de
hierro para subyugarlos y conocer las peligrosas artes ocultas, debían sacrificar
su propio cuerpo a los estragos de las energías demoníacas para alimentar su
magia y poner su poder al servicio de la paz. No era un camino fácil, pero
Haldren no tenía ya nada que perder. Por eso cuando fue aceptado en la Alta
Torre de la ciudad de Tal’Reshan, donde se encontraba la más prestigiosa escuela
de magia y brujería de Shindara, encontró un nuevo sentido a su vida y lo abrazó
con fervor.

—¿Adulación? Sabes que eso no te va a funcionar —respondió sin siquiera


volverse. La proximidad del demonio no le resultaba amenazadora, una sola
palabra en la Lengua Prohibida lo paralizaría.

—¿Por qué eres tan duro? Necesitas relajarte… o acabarás enfermando. Eso
les pasa a muchos brujos, acaban enloqueciendo y lanzándose al mar.

—Eso solo les ocurre a los que escuchan a sus demonios.

—No estés tan seguro… —Los dedos de Sidian rozaron su espalda, pero
una sola mirada fría del brujo bastó para que los apartase y desviase la vista con
un gesto inocente—. Te vendría bien divertirte de vez en cuando, y yo conozco
muchas maneras de entretenerte.

—No te he llamado para eso.

—Nunca me llamas para eso —replicó Sidian con fastidio.

—Ya sabes que no soy así.

A Sidian aquellos rechazos no le resultaban nuevos. Haldren, tal como


decía, no era así. No era como los demás brujos.

Entre los suyos, Haldren era mirado con respeto, admiración y envidia. Era
capaz de invocar y encadenar a las razas de demonios más esquivas y peligrosas
y ponerlas a sus pies como si de simples sirvientes se tratasen. Sus estudios
habían ayudado a comprender con más profundidad las complejidades de los
planos de procedencia de los demonios, y aunque no era un maestro, los
aprendices le buscaban a veces para despejar sus dudas y tomar consejo. Y si
había conseguido todo eso era gracias a una férrea disciplina que le permitía
mantenerse alejado del lado más oscuro de su arte: el personal. Jamás establecía
relaciones personales con compañeros, ni mucho menos con sus demonios. Sabía
marcar los límites y nunca los cruzaba. Su entereza, estoicismo y rectitud eran
plenos… cosa paradójica en alguien de su clase.
Y es que, brujo o no, seguía siendo un soldado. Trabajaba a las órdenes del
ejército de Shindara y entre sus deberes se encontraban la invocación de
demonios para el entrenamiento de las tropas y las visitas regulares a las Islas
Veladas para exterminar a las criaturas que entraban de vez en cuando a través de
los portales residuales. Le gustaba su trabajo, le mantenía activo y despierto y
ejecutar las órdenes se le daba excepcionalmente bien. Veía la jerarquía como
algo necesario y tranquilizador, y si había algo que aportaba paz a su espíritu era
el orden. Todo tenía una posición en la creación, todo había sido creado para un
propósito. Él había encontrado el suyo y lo cumplía a rajatabla, impecable y
metódicamente.

Por eso no se acostaba con sus demonios.

—Voy a estar ausente una temporada —dijo de pronto volviendo a mirar el


pergamino que tenía en la mano.

—¿Te vas? —El íncubo compuso el gesto desconsolado de un cachorrillo


—. ¿Y para qué me has llamado? ¿Vas a dejarme aquí solo? Nuestro pacto…

—Nuestro pacto estipula que yo te protegeré de tus enemigos si tú me


sirves. Y vas a seguir haciéndolo mientras yo cumpla mi parte. Vas a quedarte
aquí y seguirás bajando a la subciudad.

—Eso es muy aburrido… y no voy a encontrar nada, para variar. Aunque


los espías son deliciosos.

—Una pena, porque no vas a catarlos. Te limitarás a hablar con Acker,


como siempre, y volverás aquí. Cuando regrese, me contarás las novedades.

—¿Qué novedades? Nunca hay novedades. No entiendo qué quieres de ese


tipo.

—No es necesario que entiendas nada.

Sidian suspiró y volvió a tumbarse en el diván con un gesto indolente y


aburrido. Los íncubos podían ser demonios realmente molestos y difíciles de
manejar, pero sus capacidades de mimetización, invisibilidad y transformación
les convertían en excelentes espías. Haldren no solía usarlo para asuntos
personales, por eso solo le enviaba como intermediario. Pero incluso aquella
pequeña libertad que se tomaba le resultaba incómoda, como si estuviera
faltando a su deber.

—¿Por qué no me llevas contigo? Nunca hacemos nada divertido.

—No creo que quieras venir donde voy.

—Ni que fueras al Templo del Sol —replicó el demonio desdeñosamente.

—Precisamente.

El brujo se apartó de la ventana y volvió a mirar el pergamino con el sello


del General Vrydel. No dejaba lugar a dudas de la importancia de aquella orden
y su veracidad, pero Haldren no entendía qué podían querer de un brujo en el
Templo del Sol. Allí los sacerdotes cantaban sus himnos a Andros, el dios Sol, se
alababa su Luz y los mejores campeones del reino eran entrenados bajo su
bendición, a la espera de ser enviados a las Islas Veladas para sus pruebas de
valía.

—¿Qué pinta un brujo allí? Está lleno de beatos y de… luz —dijo Sidian,
arrugando la nariz como si hubiera olfateado algo desagradable.

—No lo sé, pero no tardaré en descubrirlo.

—Puedo hacer que te lleves un buen recuerdo… —Sidian se estiró sobre el


diván como un gato perezoso, provocando que la túnica se abriera para mostrar
parte de su blanco pecho y los collares de amatistas que lo adornaban—. Vas a
necesitarlo cuando estés allí, rodeado de estirados y frígidos campeones.

—Podré soportarlo —respondió Haldren, guardándose la misiva sin apenas


mirarle.

Sidian resopló.

—Olvidaba que tú eres el más frígido de Shindara.


Valantir

El sol ya había comenzado a descender cuando llegó. La impresionante


imagen de las cúpulas rojas del Templo de Andros le asaltó al bajar del barco,
casi dejándole sin aliento. Una avenida flanqueada por antiguos árboles de hojas
doradas señalaba el camino hasta las gigantescas puertas de oro del templo, y las
tejas de cerámica vidriada, rojas como la sangre, que cubrían las cúpulas y
tejados parecían arder bajo el sol del atardecer. Hacía muchos años que no pisaba
aquel lugar.

Tenía recuerdos inconexos de una vida pasada, antes de la última invasión,


cuando los días eran radiantes y despreocupados.

Las familias nobles venían en fechas señaladas a presentar sus dádivas al


templo y pedir el favor de Andros, se entonaban himnos y acudían los
primogénitos de cada Casa para presentar a sus hijos y recibir las bendiciones
del Sumo Sacerdote. Haldren y su hermano fueron presentados a la vez, y
recordaba con nitidez cómo caminaron juntos por aquella misma calzada hasta
las puertas de oro, fascinados por el grandioso templo. De aquello hacía más de
doscientos años, y el templo había sido destruido y vuelto a alzar, pero era como
si nunca hubiera conocido la tragedia, como si el tiempo no hubiera transcurrido
en aquel lugar.

—Soy Haldren Eldrathir —dijo a los guardianes de las puertas.

Estos tan siquiera le dirigieron la mirada cuando entró en el recinto interior.


Tras el muro, los jardines se llenaban del rumor del agua en las fuentes y la
vibración de la magia estaba presente por doquier, encendiendo los fanales de
luz dorada que ya comenzaban a titilar en los senderos que conducían a los
templetes interiores y las salas abovedadas. Algunos sacerdotes paseaban por los
jardines, leyendo apaciblemente o conversando a media voz entre ellos. Haldren
reconoció las túnicas blancas de los iniciados, que se fijaron en él al pasar junto
a ellos.

No había osado hacerse acompañar de ninguno de sus demonios, pero el


aspecto de Haldren era, aun así, llamativo. Lucía una larga melena blanca, pulcra
y bien peinada, y vestía a la moda de Tal’Reshan, con pantalones bordados en
hilo plateado sobre seda morada y una guerrera de fina hechura del mismo color
ajustada a la cintura por un cinturón con hebilla de plata y amatistas. Podría
haberse vestido de modo más sutil, y aunque había coqueteado con la idea,
finalmente había decidido no hacerlo. Puede que el Templo de Andros no fuera
lugar para un brujo, pero después de todo, ellos le habían llamado. No tenía por
qué esconderse. Además, esa ropa le sentaba bien a las aristocráticas facciones
de su rostro. De pómulos altos, frente despejada y nariz larga y fina, se sabía
excepcionalmente hermoso, como los hijos más amados de su raza. Pero había
algo que resultaba discordante en él: sus ojos brillaban con intensidad,
contagiados por el resplandor violeta intenso de la magia corrupta.

Un brujo no podía ocultar que lo era.

Al fin, tras atravesar los jardines y algunas galerías con arcos ojivales y
columnas adornadas con motivos vegetales, llegó al patio interior en el que le
habían citado. Allí esperaban dos grupos de elfos, dispuestos uno a cada lado de
la plazoleta, sobre un mosaico que representaba al sol. A la izquierda, un brujo y
una bruja aguardaban en silencio, vestidos con togas llenas de símbolos y runas,
con bastones de hueso de demonio y los ojos brillando rabiosamente. A la
derecha, seis campeones de Andros enfundados en las armaduras rojas y negras
de la Orden Carmesí aguardaban formando una fila perfecta, menos dos de ellos
que hablaban entre sí. Haldren pudo escuchar la voz de la mujer.

—¿En serio? No me lo esperaba.

—¿Por qué no? Que yo sepa nadie aquí es inmortal —replicó una voz
grave. Del elfo solo podía ver el escudo que llevaba a sus espaldas, esmaltado en
rojo y negro y lleno de bordes afilados con forma de llama furiosa.

Haldren fijó la atención en sus colegas y se posicionó junto a ellos. La bruja


parecía muy joven; llevaba el pelo negro suelto y la toga le dejaba al descubierto
el estómago, cubierto de cicatrices cristalizadas por la magia demoníaca que más
parecían inquietantes tatuajes que heridas. Muchos brujos lucían aquellas marcas
con orgullo y ella las mostraba sin pudor, con un aire sensual que no pasaba
desapercibido. Su compañero no era menos llamativo, vestía unas amenazadoras
hombreras adornadas con pequeños cráneos de demonio.

—Saludos —dijo Haldren inclinando la cabeza. Los dos brujos


correspondieron con el mismo gesto y la mujer sonrió, mirándole de arriba a
abajo.

—Mirad al chico nuevo.

—Haldren Eldrathir —se presentó con corrección, ignorando el comentario


de la bruja.

Su aspecto no era precisamente el de un «chico nuevo». No solo era un elfo


adulto, sino un brujo experimentado, seguramente superior a cualquiera de ellos,
pero no era partidario de alardear de su poder mostrando sus marcas ni
coleccionando trofeos con los que adornar sus ropas.

—Mucho gusto. Yo soy Lyra, y este es Symeon. No puede hablar desde que
le lanzaron una maldición de lenguas.

Symeon asintió con un cabeceo y una mueca de fastidio. Era un elfo de pelo
castaño y aspecto temible. Haldren se preguntó cómo se las apañaría en las
invocaciones si no podía pronunciar ni una palabra.

—Un placer. ¿Lleváis mucho tiempo aquí? La misiva hablaba de un nuevo


proyecto de colaboración, creía que aún no se había puesto en marcha.

—Ah… unos cuatro días.

La puntualidad no era un rasgo que destacase entre los suyos. Un brujo


disciplinado y cuyas costumbres no tendieran al caos era una rareza. Haldren era
una de esas rarezas, y al parecer, Lyra y Symeon también. Lo que no era una
sorpresa era que faltasen más brujos por llegar, a tenor del número de campeones
que ya esperaban en fila frente a ellos.

Solo uno de entre ellos rompía la perfecta hilera de soldados silenciosos,


como una nota disonante que pronto captó su atención por completo: El
campeón del escudo rojo, que no había dejado de hablar con la mujer que tenía a
su izquierda, como si no existiera nadie más en aquel patio. Su voz, grave y
profunda, resonaba en el lugar sin necesidad de que la alzara demasiado, como si
poseyera una cualidad especial para filtrarse en todas las cosas.

—¿Qué opinas de esto de que vayan a ponernos con los brujos, Val? —
inquiría la mujer, mirándoles de reojo. Haldren les observaba con discreción—.
¿No te parece un poco raro?
«¿Val? Le llama por un diminutivo. Seguramente son amigos. Tal vez
amantes», procesó Haldren.

—Depende… ¿más o menos raro que habernos aliado con los silvari? ¿O
más o menos raro que la Orden Carmesí acogiendo a los Caballeros de Endorel?

Desde su posición podía ver el perfil del enorme elfo. La nariz prominente
y recta y la mandíbula cuadrada, cubierta por una descuidada barba, unidas a la
abundante melena negra que caía sobre sus hombreras le daban un aspecto
salvaje, poco apropiado para un caballero sagrado, como se suponía que era.
Haldren no había visto a un campeón igual en toda su vida, y le resultaba en
extremo llamativo. Más llamativo de lo que le era cómodo aceptar, en realidad.
Habitualmente, los campeones de Andros se parecían a los que esperaban en
silencio en la fila: pulcros, de aspecto recto e inocente, con la mirada limpia; o
bien venerables, de expresión severa. Pero siempre tenían un halo de santidad
que de alguna manera les alejaba del mundo real. Sin embargo, ese Val era
demasiado terrenal. No parecía encajar entre ellos. Su postura era tan relajada y
arrogante como si aquel patio de armas y todo lo que había en él le
pertenecieran.

—Ya ha pasado mucho tiempo desde que la Orden acogió a los Caballeros
—puntualizó la mujer—. Deberías haberte acostumbrado.

—Solo es fácil acostumbrarse a lo bueno.

—Hablas como si todo eso te pareciera mal —interrumpió el campeón de


su derecha: un muchacho joven y rubio con aspecto de no haber salido jamás del
Templo del Sol.

El moreno se volvió hacia él con un gesto amenazador. Haldren pudo verle


los ojos entonces. Eran dorados, ligeramente rasgados, de expresión astuta y
amenazante. Le recordaron a los ojos de un tigre. Entonces aquella mirada
agresiva se fijó en el joven como si de pronto un perro se hubiera puesto a
hablarle.

—¿Y tú quién eres? —le interrogó, afilando la mirada.

—Soy Faeldrin, hijo de…

—No me importa quién sea tu padre.


Haldren reprimió un gesto de sorpresa. No solo no parecía físicamente un
campeón, sino que no contaba con el saber estar que se les suponía.

Una de las cosas que le gustaban de los campeones era que trabajaban con
disciplina y una diligencia impecables, aunque la forma en la que solían hacer
alarde de ser intachables siempre que podían le irritaba sobremanera.

Pero este… Este era deslenguado. No guardaba el orden en la fila mientras


esperaban la llegada de sus superiores. Trataba a su camarada como si fuera un
tabernero en una reyerta. Nada en su aspecto ni en su forma de comportarse
encajaba con lo que se suponía que tenía que ser, y eso le causaba una
incomodidad extraña. Extraña, entre otras cosas, porque no podía apartar la
mirada.

«No es más que un pendenciero. Es imposible que alguien como él haya


obtenido el don de Andros».

—No me vuelvas a interrumpir, ¿entendido?

La mujer negó con la cabeza, advirtiendo al joven campeón de que no


replicase, pero el muchacho, tras sostener la peligrosa mirada de su interlocutor,
no pudo contenerse.

—Así que es verdad lo que dicen de ti…

—No sigas, Faeldrin… —intentó de nuevo calmar los ánimos la mujer,


pero ambos la ignoraron.

El moreno sonreía, pero había algo peligroso en aquella sonrisa, algo feroz,
que hizo intuir al brujo que aquello no iba a terminar bien para el muchacho.

—¿Y qué dicen de mí? —dijo arrastrando las vocales con un tono de burla
—. Escúpelo. Si vas a insultarme, por lo menos no me hagas perder el tiempo.

—Que eres sanguinario, que no aceptas las nuevas formas de la Orden y


que te volviste loco en la arena de Dromor por culpa de los ogros.

—Ah, veo que últimamente lo han suavizado. Solían decir que mi madre
era una ogra, ¿no? —preguntó mirando a la mujer.
—Algo así. Vamos a dejarlo ya, ¿de acuerdo? —respondió ella.

Haldren se fijó mejor en ella entonces. Era incomprensible. Aquella


Campeona tenía el cabello recogido en un estricto moño y todo en su rostro y
actitud hablaba de severidad y disciplina. ¿Qué hacía charlando con un
barriobajero como ese Val? ¿Y por qué no le detenía cuando, al parecer, estaba
dispuesto a montar un espectáculo?

—No, no, de eso nada. Este joven quiere expresar su opinión, ¿no?
Escuchemos lo que tiene que decir.

—Valantir, para ya —dijo otro de los campeones.

Así que ese era su nombre. Valantir.

—¿Suelen ser así? —preguntó Haldren a Lyra con curiosidad.

—No, qué va, suelen ser muy tranquilos. Debe ser por el nuevo, el
semental.

Haldren seguía con la atención puesta en el elfo al que Lyra se había


referido como «el semental». Supuso que era su forma de demostrar que le
agradaba su apariencia física. Aunque él habría usado otra clase de adjetivos:
incivilizado, maleducado… salvaje, tal vez.

«Realmente, ¿a mí qué me importa ese campeón y su estúpida discusión?


Debería concentrarme en la tarea. Prepararme mentalmente para los
entrenamientos. Sí, debería ignorar esto».

Se lo repetía una y otra vez, pero ahí estaba, buscando adjetivos en su


mente mientras observaba con aparente indiferencia la pelea, dejando que sus
ojos se detuvieran perezosamente en el cincelado perfil del «semental», en su
media sonrisa oscura y en el brillo depredador de sus ojos.

—¿Sabes lo que dicen también? —Valantir ignoraba a los compañeros que


le pedían calma. Su mirada se volvió más afilada mientras miraba al joven
Faeldrin—. Dicen que no soy muy bueno defendiendo a los demás… ¿ves? —
añadió, cogiendo el escudo como para mostrárselo—. Resulta que el escudo se
usa para proteger, dicen. Pero yo me especialicé en esto.
Y de pronto, golpeó al joven con él en pleno rostro. El impacto resonó en el
patio de entrenamiento. Faeldrin cayó de espaldas, provocando un estruendo al
golpear con la armadura de metal contra el suelo. Su nariz se había convertido en
una mancha roja.

Sin saber por qué, Haldren sintió un estremecimiento al fondo del


estómago.

—¡Valantir! —Las voces de sus compañeros sonaron alarmadas, mientras


los brujos miraban como si aquello fuera un teatrillo de provincias, Lyra
riéndose entre dientes y Symeon arqueando una ceja.

Los campeones rompieron filas y uno de ellos ayudó al muchacho a ponerse


en pie, un elfo de pelo rojo con una cicatriz en la cara que miró escandalizado a
Valantir.

—¿Estás loco? —espetó mientras ayudaba a Faeldrin a levantarse.

—Hay que saber cuándo mantener la boca cerrada, muchachito —prosiguió


él sin hacer caso a sus compañeros—. Tener un padre con un título no te hace
digno.

—¡¿Digno?! ¡¿No me hace digno a mí?! —exclamó Faeldrin, llevándose


las manos al rostro y mirando la sangre, incrédulo—. ¡Mírate al espejo! ¡No eres
más que un matón! La Luz de Andros no te…

—Guarda silencio, aprendiz. —La voz autoritaria de Valantir interrumpió el


lloriqueo de Faeldrin y estremeció de manera extraña a Haldren—. ¿O es que
quieres otra?

Luego se puso a limpiar su escudo mientras el resto volvía a sus puestos,


comportándose como si nada hubiera tenido la menor importancia. A su
alrededor, ninguno de sus compañeros parecía escandalizado por sus actos.

«Espero no tenerle en mi unidad… bastante molestia voy a tener con tanta


luz por todas partes, solo me faltaría que un pendenciero me distrajera del deber
con sus...».

—Le vas a desgastar. —La voz de Lyra en su oído le sobresaltó,


interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Haldren no hizo un solo gesto de
sorpresa, solo la miró de reojo, arqueando una ceja—. ¿Estás concentrándote
para que se dé la vuelta y te mire?

Las palabras de Lyra le despertaron un extraño malestar, una especie de


hormigueo en el vientre acompañado de un súbito calor incómodo que trepaba
hacia su cuello. «Será estúpida». El brujo soltó una risa sardónica y volvió la
vista de nuevo al tal Valantir.

—¿Por qué iba a querer que me mire? No quiero arriesgarme a acabar con
la nariz destrozada.

—Espera, yo te ayudo —respondió Lyra, ignorando sus palabras. Haldren


maldijo de nuevo a la chica para sus adentros.—. ¡Eh, Valantir!

Los ojos incisivos del enorme elfo se clavaron en la joven bruja, y Haldren
puso toda su voluntad en mantenerse indiferente. La atención de aquel campeón
era poderosa. Cuando se fijaba en algo o en alguien, parecía volver el aire más
pesado. Su sonrisa canalla, sesgada, acrecentada por una cicatriz en la comisura
de su boca que en la distancia apenas podía distinguir, le recordaba a los
mercenarios que se reunían en las tabernas de Tal’Reshan después de las
batallas. Valantir sometió a la elfa a un escrutinio descarado, observándola de
arriba abajo, y luego miró a Haldren. Solo fueron milésimas de segundo, pero
bastaron para hacerle sentir aún más incómodo, como si se encontrara en un
escenario. Tuvo la impresión de que la mirada intensa del campeón le traspasaba.
Disimuló su turbación con la maestría que le daba la experiencia, saludando con
un cortés asentimiento y una sonrisa aséptica.

—¿Necesitas algo? —inquirió Valantir, liberando a Haldren del peso de su


mirada y volviendo la atención a la bruja.

—Mira, este es mi novio —clamó Lyra ante los campeones. Por suerte, solo
Valantir les prestaba atención. La bruja le agarró del brazo y se apoyó en él con
un gesto indolente.

La perturbadora mirada del otro elfo se clavó de nuevo en él, con los ojos
entrecerrados y un gesto analítico. La sonrisa se afiló en sus labios y Haldren
tuvo la impresión de que se volvía maliciosa.

—En realidad nos acabamos de conocer —aclaró, sintiendo la necesidad de


decir algo.
—Está yendo todo muy rápido, ¿verdad, cariño? —Lyra rió.

Él la apartó con un gesto educado, transcurrido el tiempo adecuado para


que no se sintiera rechazada. No le gustaba que le tocasen, ni que se tomasen
aquellas confianzas con él, pero era un elfo cortés y considerado y respondió a la
broma con una risa distendida.

—Me gustan las antiguas formas… voy a necesitar algo de tiempo, Lyra —
dijo, forzándose a fijar la mirada en ella—. Un par de rosas, tal vez bombones...

—¿Y tú de dónde vienes? ¿De hace mil años? —interrumpió el campeón.


Haldren se vió obligado a mirarle a los ojos de nuevo. Ahí seguía aquella sonrisa
oscura.

«¿Qué le hace tanta gracia? ¿Acaso nota que me incomoda? No, no me está
incomodando, solo es irritante, como todos los campeones. Y ni siquiera sabe
hablar correctamente».

—¿De dónde o de cuándo? —puntualizó, devolviéndole una sonrisa cortés.

—Eso, exprésate bien —coreó Lyra.

La risa de Valantir se adueñó del espacio. No estaban cerca, les separaban


unos cinco metros, pero aquella cualidad extraña de su voz, casi física, hacía que
se expandiera por el espacio que ocupaba, como parte de su aura, y parecía
adueñarse del mismo aire, incluso cosquillear sobre su piel.

—Vengo de Tal’Reshan, pero me temo que pertenecemos a la misma línea


temporal —respondió Haldren, impasible, pese al crudo nerviosismo que le
crecía en el estómago.

—Lyra parece encantada de que vivas en el presente, aunque vistas como


un viejo.

Haldren rió la broma, que no le hacía gracia alguna.

—No opinan lo mismo en Tal’Reshan.

—¡Está bien, Valantir, ya puedes ignorarnos de nuevo! —exclamó Lyra de


pronto, tal vez sintiendo que el juego perdía la gracia cuando a ella no le hacían
caso.

El tal Valantir, no obstante, no parecía por la labor. Ensanchó la sonrisa


canalla y miró al brujo con intensidad.

—¿Ahora que hay algo interesante a lo que prestar atención?

Sus entrañas volvieron a retorcerse. Le alteraba su sonrisa algo cruel, y


aquella mirada, que era como su propia actitud, apabullante, incisiva y
descarada. Haldren se vio en la obligación de sostenerla; no podía mostrar su
inquietud ante nada ni nadie. Estaba acostumbrado a enfrentarse a los demonios,
esto no resultaba un reto para él.

Pero lo estaba siendo.

«¿Qué demonios me ocurre? No es el primer campeón engreído que me


cruzo. Hay algo peligroso en este, no obstante. Algo con lo que debería tener
cuidado».

Cuando los pasos de los soldados desviaron la atención de Valantir, Haldren


sintió que una tensión invisible le liberaba, y pudo respirar con más calma.

El General Vrydel y el capitán de los carmesíes llegaban acompañados por


dos soldados. Vrydel era alto, con el cabello casi blanco de tan claro,
pulcramente recogido en una coleta. La nobleza no le venía de la cuna, pero aun
así, por su porte, maneras y educación, su sangre podría haber sido tan azul
como la de un príncipe. Aronath, líder de la Orden Carmesí, contrastaba de
manera asombrosa con su compañero. La recia armadura de metal rojo y negro
que vestía nada tenía que ver con las prendas de malla y cuero, teñidas en negro
y plata, de su compañero. El largo cabello rojo pendía sobre su hombro recogido
en una trenza que le llegaba casi hasta la cintura y un parche del mismo color,
adornado con bordados y cristales, cubría su ojo izquierdo. Los rasgos del
capitán carmesí eran aristocráticos, a Haldren le recordaban a los de su propia
familia. El General Vrydel, en cambio, tenía un semblante duro y anguloso, de
mandíbula cuadrada, cuya rudeza se diluía bajo la luz de una mirada bondadosa,
profunda y reflexiva.

—En formación —dijo el capitán con voz de mando.

Los brujos y los campeones formaron un pasillo, quedando enfrentados, y


los dos líderes tomaron posiciones al final del mismo.

—Gracias por vuestra… —comenzó el General. Los pasos apresurados de


los tres brujos que faltaban irrumpieron en el patio. Cuando tomaron posiciones,
el elfo siguió— eh… puntualidad.

—Iremos al grano —continuó el capitán—. Hay señales en las Islas Veladas


que sugieren la proximidad de una nueva invasión.

Algunos de los más jóvenes contuvieron el aliento. Haldren pudo escuchar


varias exclamaciones ahogadas, pero no se fijó en ellos. Aquella noticia no era
nueva para él, después de todo llevaba semanas observando la costa por esa
razón.

—Los portales demoníacos se han vuelto más difíciles de cerrar —retomó,


tras unos segundos en los que pareció dejarles digerir la noticia—, y más
numerosos en estos últimos meses. Los demonios más poderosos están
volviendo a cruzarlos. Por el momento, los intentos de invasión están siendo
rechazados, pero esta situación no durará eternamente. El Ejército del
Crepúsculo está respondiendo de nuevo a la llamada y debemos evitar su entrada
a toda costa.

Haldren bajó la mirada un instante, reflexivo. Sus sospechas sobre la


gravedad del asunto no eran infundadas. «Respondiendo a la llamada, sí… pero
¿de quién? Los demonios no vienen solos, nunca vienen solos». Aquella verdad
le inquietó profundamente.

—Estáis aquí para retomar una antigua costumbre —habló de nuevo Vrydel
—. Los caballeros de Endorel lucharon junto a los primeros brujos en la quinta
invasión y la táctica resultó efectiva. La fuerza militar y la luz de nuestros
campeones es letal para los demonios, y las artes de los brujos, su capacidad para
someterlos, desterrarlos y atraparlos en sus propias trampas, es vital en esta
guerra. Esas fuerzas combinadas pueden evitar la nueva llegada del Ejército del
Crepúsculo a Íboris, como rechazaron la última invasión.

Haldren lo recordaba bien. Había estado allí cuando aún era un mago.
Había perdido mucho entonces, y más se hubiera perdido si no hubiera sido por
aquella inusual alianza. La salida a la luz de los brujos tras la guerra le dio un
sentido a su vida destrozada. Los demonios le habían arrebatado su tierra y a su
familia, así que decidió usarlos para vengarse. Los sometería y usaría su poder
para volver más fuerte a su nación, y a sí mismo. Y allí estaba.

«Van a reforjar la alianza», comprendió. Solo que ahora, él tendría parte en


ella. Recordó que el íncubo le había preguntado si estaba preparado para lo que
había de venir. No le había respondido, pero ahora se lo preguntaba a sí mismo.
Miró con desconfianza a los campeones y, casi al instante de alzar la vista, se
encontró con los ojos dorados, felinos, escrutándole. Apartó los ojos
rápidamente, sobrecogido.

—Vamos a formar grupos de campeones y brujos para que luchen en las


Islas Veladas —informó el capitán. Haldren se esforzó en centrar su atención en
él—. Comprobaremos vuestros avances, y si el sistema funciona, crearemos una
unidad mixta completa.

—Dicho esto, os asignaremos vuestra pareja y os daremos el plan de


entrenamiento por escrito —anunció el General Vrydel—. Cuando escuchéis
vuestro nombre, dad un paso al frente.

—¿Apostamos a quién le toca el semental? —Lyra volvió a sacarle de sus


pensamientos con un codazo y un susurro cómplice—. Mmmmh… Lo que daría
por tenerle en la misma celda.

Por más que intentaba alejarse de la extraña sensación provocada por el


campeón, todo le hacía volver a él. Al escuchar a Lyra, la corriente nerviosa en
su interior volvió a comprimirle las entrañas. Miró a la fila de elfos que tenía en
frente.

«Una posibilidad entre seis. Sería tener mala suerte».


—Pídelo, tal vez te lo concedan —respondió desdeñosamente a Lyra, que sonrió
como si estuviera planteándose la posibilidad. Iba a levantar la mano, cuando la
voz del capitán anunció la primera pareja.

—Lyra.

La muchacha bajó la mano y le guiñó el ojo a Haldren al dar un paso al


frente, dirigiendo la mirada a Valantir, que en ese instante esperaba con actitud
relajada a que se pronunciase su nombre, ignorándola.

—Faeldrin Luzambar.
La bruja abrió mucho los ojos y se le desencajó la mandíbula. Haldren tuvo
que reprimir una sonrisa malévola.

—¿En serio? —preguntó sofocadamente Lyra, desolada, cuando el


interpelado dio un paso al frente.

Faeldrin Luzambar era el joven rubio al que había golpeado Valantir. Se


había limpiado la sangre, pero tenía la nariz enrojecida por el golpe y aún le
lagrimeaban los ojos. Caminó hasta colocarse frente al capitán y esperó a que
Lyra llegase a su altura para coger el pergamino que les tendía. Lyra dirigió una
mirada a Haldren, como si esperase que la ayudara, pero Haldren se limitó a
observar cómo abandonaban la plazoleta.

«Una entre cinco».

—Symeon —El brujo silencioso dio un paso al frente, haciendo tintinear las
cadenas que pendían de su toga.

—Alendrys —La mujer con la que conversaba Valantir al principio dio un


paso adelante y se reunió con el brujo ante el General y el capitán para recoger
las instrucciones. Ambos, ofreciendo una imagen singular, ella digna y regia y
Symeon con su extraña y terrible parafernalia, abandonaron la plaza.

«Una entre cuatro». La sensación en su estómago comenzaba a ser más que


molesta. «Cálmate, solo son asignaciones, no eres un aprendiz», se dijo a sí
mismo, ignorando deliberadamente el hecho de que ni siquiera cuando era un
iniciado entre los brujos se había sentido así.

—Haldren Eldrathir.

El corazón saltó en su pecho y dejó de latirle unos instantes al escuchar su


nombre. Dio un paso adelante y Valantir fijó su mirada en él, la sonrisa se formó
despacio en sus labios, le miraba como un lobo al acecho. De pronto, una certeza
se abrió paso en su mente, como un fogonazo paralizante: iba a ser él, y por
alguna razón, aquello hacía que el mismo aire le fuera insuficiente.

—Valantir.

«Está bien. No es ningún problema. Esto solo es un entrenamiento».


El campeón dio un paso al frente, mirándole. Haldren le sostuvo la mirada
con aparente calma y caminó hasta reunirse con él ante Vrydel y el capitán,
forzándose a mantener la atención en ellos en lugar de en Valantir. No quería que
notase su aturdimiento.

—A partir de hoy trabajaréis juntos —explicó Vrydel, tendiéndoles un


pergamino enrollado y sellado—. Este será vuestro plan de entrenamiento.
Intentad pasar el mayor tiempo posible juntos, la compenetración es vital para
que el sistema funcione.

—Entendido, General —respondió Haldren, cogiendo el papel. Por el


rabillo del ojo, pudo ver a Valantir volver apenas el rostro hacia él.

—Si encontráis dificultades insalvables podéis acudir a cualquiera de


nosotros. Nada más, podéis partir.

Casi al unísono, campeón y brujo se cuadraron y saludaron a sus superiores


antes de abandonar el patio, tomando uno de los corredores empedrados que se
dirigían hacia los jardines y, más allá, a las estructuras que albergaban los
dormitorios. Valantir caminaba a grandes zancadas, con la misma seguridad que
había demostrado entre los demás. Haldren mantuvo su ritmo tranquilo,
quedando unos pasos por detrás de él mientras intentaba centrarse en el plan
trazado en el papel que les habían entregado. Su corazón latía absurdamente
rápido. Intentó centrarse en el pergamino: era un horario con tareas asignadas,
pero no era capaz de procesar la información: su mente estaba centrada en el
campeón que caminaba ante él y la incomodidad que le provocaba. De pronto
era plenamente consciente de él, del espacio que ocupaba, del soplo vital que le
alimentaba, de cada uno de sus movimientos, del tintineo de su armadura,
incluso de su respiración. Como si hubiera tomado alguna droga que amplificara
los sentidos, todo lo que concernía a Valantir parecía resonar en su interior igual
que fuertes campanadas.

Al llegar a una de las galerías que distribuía el acceso a los jardines,


Haldren levantó la mirada del papel para observar el amenazador escudo de su
compañero, lleno de bordes afilados, y la melena oscura que oscilaba a cada
paso. Y de pronto, con un movimiento brusco, Valantir se volvió de manera
abrupta y se echó sobre él sorpresivamente, empujándole contra una de las
paredes de la galería. Su espalda golpeó contra el muro sin haber tenido tiempo
de reaccionar y los ojos feroces le traspasaron. El corazón se le aceleró de nuevo
en el pecho y una sensación ardiente trepó hasta sus mejillas y le encendió los
ojos.

—Las órdenes las cojo yo —dijo el campeón, mirándole fijamente mientras


le apretaba con el puño cerrado en su pechera—. Las respuestas las doy yo. Y
cuando yo termine, tú dices: «sí, señor» a quien corresponda. ¿Entendido?

Su voz se había vuelto más profunda, peligrosa, pero era su mirada lo que
estaba dejándole sin aire en los pulmones. La sensación de que el campeón podía
ver dentro de él, de que era consciente de lo que estaba sintiendo en ese instante,
se hizo casi insoportable.

«Va a darse cuenta. Cálmate, maldita sea. Solo es un matón».

Pero la sangre se había acelerado en sus venas. El fuego violáceo se prendía


en sus ojos, fijos en los del campeón sin parpadear, que le miraban de cerca y le
escrutaban. La sonrisa lobuna de Valantir se ensanchó con satisfacción.

«¿Qué ha visto? ¿Por qué sonríe? ¿En qué demonios está pensando?».

—Suéltame —dijo con aparente serenidad. El fuego se acumulaba en sus


entrañas. Solo tenía que invocarlo para arrojarlo sobre él, demostrarle por qué no
debía meterse con un brujo, pero Haldren tenía más control que aquel… zafio y
engreído campeón, no le empujaría a actuar de ese modo—. Esto es innecesario.

—Responde —espetó Valantir en un susurro. El calor en el interior de


Haldren se agitó y se retorció.

Una de las parejas formadas pasó junto a ellos en ese momento. Haldren no
había escuchado sus pasos, pero les vio volverse y mirarles con extrañeza, cosa
que a Valantir no pareció importarle lo más mínimo pero al brujo le provocó una
intensa vergüenza.

—¡Estás dando un espectáculo! —siseó en voz baja.

—Responde, ahora —repitió el campeón, apretándole con más fuerza


contra el muro.

—Lo he entendido perfectamente —respondió, vocalizando despacio y


controlando el ritmo medido de su respiración en medio de su propio
aturdimiento.

—Muy bien.

Valantir le liberó de manera repentina, arrebatándole el papel. La presión


del puño en su pecho desapareció, el aire volvió a sus pulmones y la corriente
que ardía en sus venas se aplacó, dejándole una extraña e inexplicable sensación
de vacío. El campeón volvió a ponerse en camino, y el brujo lo hizo tras
arreglarse la pechera arrugada, con un gesto de dignidad ofendida.

—Vamos, no te quedes atrás.

«Maldito imbécil, ¿quién se cree que es?».

—El desayuno es a las seis. Demasiado pronto —comentó Valantir, leyendo


la lista como si no hubiera ocurrido nada.

Haldren sabía que ya era tarde para replicar, pero aun así lo hizo:

—No me des órdenes. Respetaré tu necesidad de reafirmarte si eso te hace


sentir más cómodo, pero no me trates como si fuera tu subordinado —dijo
poniéndose a su altura—. Eres mi compañero, no mi superior.

—Bonita palabra —respondió el campeón, volviéndose hacia él para


echarle una mirada de arriba abajo. Haldren tuvo la impresión de que se detenía
justo bajo su cinturón—. Espero que todo eso me lo repitas luego.

—Te lo repetiré cuando quieras.

—¿Sabes ya que vas a ser mi zorra?

Haldren casi se atraganta. Un fuerte cosquilleo de bochorno ascendió por su


espalda, atravesó su nuca y vibró en su cuero cabelludo. Los ojos se le abrieron
como platos. No estaba seguro de haber escuchado aquello.

—¿Qué…?

—Que si sabes que vas a ser mi zorra —repitió Valantir con descaro,
clavando los ojos en los del brujo.
El tono con el que lo dijo fue tan sencillo que Haldren supo que no estaba
bromeando. Pensó que iba a convertirse en piedra ahí mismo. Sin embargo,
prefirió fingir que era precisamente eso, una broma, y fingir que Valantir nunca
había dicho algo así. Rápidamente forzó una risa sarcástica y se escudó tras su
compostura.

—Hemos venido a trabajar, déjate de chistes y bravuconadas.

—Así que no, no lo has asimilado.

—No he abandonado mi trabajo en Tal’Reshan para servir de distracción a


nadie —replicó dignamente el brujo.

—Claro que no, tú eres demasiado importante, Haldren Eldrathir, ¿no?

Un estremecimiento le erizó el vello cuando pronunció su nombre. Sonaba


extraño en aquella voz, como si le diera un significado que le era desconocido
incluso a él.

—No soy más que un soldado, igual que tú —respondió, intentando


reponerse de aquella sensación.

—No… no, qué va —dijo el campeón acercándose despacio, con


movimientos lentos. En ese instante parecía sereno, pero a Haldren le hizo
pensar en un felino al acecho. El aire se volvió pesado entre los dos—. Tú no
eres como los demás. Te vistes como un príncipe, hay nobleza en cada uno de tus
gestos, en tu voz, en tus frases estudiadas. Sabes muy bien lo que se espera de ti.

«¿Qué demonios está haciendo?».

Le costaba llevar el aire a sus pulmones mientras Valantir le penetraba con


los ojos.

—¿Y tú? ¿Sabes lo que se espera de ti? Porque por lo que veo, no tienes ni
idea.

—Yo… —dijo suspirando. Su voz se tiñó de un tono condescendiente, y le


miró como si fuera un crío lo que tuviera delante, y no un soldado
experimentado—. Verás, a mí me importa un bledo lo que espere nadie de mí.
—Si tan poco te importa tal vez no deberías estar aquí. Y lo que es seguro
es que de mí no esperan que pierda el tiempo.

—Mira —dijo, ignorando lo que acaba de decir y señalando el papel que


instantes antes había estado leyendo—, nos han asignado la misma habitación.
Voy a ir allí y voy a fumar hojas de loto mientras te espero. Y cuando te canses
de preguntarte qué está pasando y qué deberías hacer, si te atreves a venir, voy a
follarte. No te preocupes, será culpa mía.

Haldren se quedó clavado en el suelo y esa vez no pudo disimular su


expresión de total desconcierto y turbación.

—No estoy interesado —acertó a pronunciar sin que le temblara la voz.

—Da igual. No tengo escrúpulos con eso —respondió el campeón,


volviendo a mirarle de arriba abajo y sonriendo con malicia—. Ten, tu papel.

El brujo le arrebató el papel, indignado.

«¿Cómo puede atreverse…? ¿Qué clase de campeón se comporta así? No


entiendo cómo Andros ha podido bendecirle, aunque no estoy seguro de que lo
haya hecho, ni de que sea lo que pretende ser».

—Buenas noches, príncipe Haldren.

No acertó a responder. Se sentía sofocado, el suelo se había vuelto blando


bajo sus pies y el calor en sus venas se había prendido de nuevo, despertando en
su cuerpo una ansiedad semejante a la sed de magia. Tenía que sacarse aquella
sensación de encima, necesitaba focalizar toda aquella… rabia ardiente,
exorcizarse de ese animalillo inquieto que no dejaba de mordisquear sus
entrañas.

Sin duda era ira. Sin duda era repulsión.

No podía ser otra cosa.

Apartando la mirada de la figura de Valantir, que se alejaba a paso seguro


sobre la calzada, Haldren se dio la vuelta y se dirigió hacia los patios de
entrenamiento.
«Soy responsable. Sé lo que se espera de mí y voy a estar a la altura —se
repetía—. No voy a dejar que me arrebate el control. Solo tengo que vaciarme
de… esto, sea lo que sea, y estaré bien otra vez. Centrado. Sereno».

Pasaría algún tiempo entrenando para desfogarse y de paso le daría tiempo


al campeón a fumar hasta quedarse dormido. Para cuando regresara, habría
olvidado aquellas tonterías. O eso esperaba. Pero, ¿qué ocurriría si no era así? ¿Y
si estaba despierto? ¿Y si intentaba algo?

«No pienses locuras, Haldren. Solo ha sido una bravuconada, sabe que te ha
puesto nervioso, y lo está usando para irritarte».

Pero aquella sensación de incertidumbre no le abandonó, por más que trató


de convencerse.
La habitación roja

Haldren solo dejó de arrojar bolas de fuego a los muñecos de entrenamiento


cuando ya no pudo más. Agotado y jadeante, miró al horizonte.

El sol hacía horas que se había ocultado entre las cúpulas del templo. Su
ausencia revelaba un cielo cuajado de estrellas enroscándose en parpadeantes
espirales. Algunos zarcillos de nubes se deshacían a la luz de la luna que, casi
llena, comenzaba a alzarse tiñendo de plata las tejas esmaltadas que horas antes
habían sido rojas. El silencio invadía los jardines, y aunque las fuentes seguían
cantando con el murmullo constante del agua, no se oía el trino de los pájaros ni
las voces de los habitantes del templo. Solo había quietud, y el olor del jazmín
invadiendo perezosamente los patios.

«Tengo que volver».

Casi había conseguido olvidar. Casi.

Suspirando, se puso en marcha en dirección a las galerías, caminando


silencioso y etéreo, igual que un fantasma. La noche ya era cerrada, y Haldren
había consumido las horas descargando su frustración contra los muñecos de
entrenamiento. No se había hecho acompañar de ninguno de los demonios que
era capaz de invocar. No era un buen momento para hacerlo. No podía tolerar
que le vieran en ese estado de nerviosismo. Así que era él solo y los monigotes
de madera, y durante horas, descargó el fuego rabioso y la magia oscura, hasta
ennegrecerlos y hacerlos estallar, hasta que sintió que su corazón se vaciaba y su
mente se despejaba.

Pero ahora volvía a estar absurdamente nervioso.

Mientras regresaba, meditando en silencio, contempló la posibilidad de


hablar con el General Vrydel para que le asignaran un nuevo compañero, pero
aquello pronto le pareció una mala idea.

En todos sus años de servicio nunca había presentado una sola queja. Ni
siquiera en la situación más desfavorable. No era un pusilánime, él no huía de las
situaciones difíciles, él las enfrentaba.
«No lo haré. Por peligroso que sea ese Valantir, no voy a tomar el camino
fácil».

El gasto de energía había adormecido sus nervios, pero todo el fuego


liberado no había sido suficiente para quemar el recuerdo del campeón. Su voz,
el tono ligero y despreocupado con el que le había dicho lo que pensaba hacer si
aparecía en la habitación... Las palabras se repetían en su mente,
abochornándole.

«La próxima vez que me hable así le maldeciré. No podrá volver a usar esa
boca sucia en su vida. No tengo nada que temer de un tipo como él, puedo
destrozarle la vida con solo desearlo».

Por mucho que intentaba ralentizar sus pasos, finalmente se encontró ante la
puerta de la habitación. Demasiado pronto, en su opinión. La estancia estaba
ubicada en una estructura de planta circular, cerca del templo principal. Un
corredor flanqueado por una columnata formaba una galería que daba acceso a
las celdas de la soldadesca y los iniciados. Haldren se preguntó si alguna vez
habrían dormido brujos allí, o si ellos eran los primeros en ser aceptados en las
zonas más privadas del templo. Aquel pensamiento le sobrecogió. La
oportunidad única que estaba viviendo era algo digno de ser paladeado y
disfrutado, pero no podía sacudirse del todo la desazón que su nuevo compañero
le provocaba, y que se incrementaba por momentos mientras estaba allí inmóvil,
mirando la puerta.

No se decidía a entrar, y esa inquietud le irritaba. No tenía razones para


temer nada, después de todo.

«¿Qué hay que pensar? Si no apareces, te tomará por un cobarde. Te


humillará. Tienes que entrar y tomar posesión de tu lugar. No es él el que debe
dártelo o quitártelo», se dijo para convencerse.

Al abrir la puerta el olor del loto arcano le recibió, fragante y apetecible.


Los delicados pétalos violetas eran colocados por los shindari en pipas de agua,
donde el brillo sobrenatural de las flores parecía prenderse, diluirse y desteñir en
cada calada, convirtiéndose en un vapor perfumado de efectos narcóticos y
saciantes. Cuando se abusaba del loto el riesgo de caer en un sueño profundo del
que no volvieras a despertar se acrecentaba, y propasarse era demasiado fácil.
Haldren había esperado que Valantir hubiera fumado lo suficiente como para
quedar dormido, ahíto y ebrio de magia. Pero no era así. El campeón estaba
despierto.

Una luz roja, tenue, se derramaba desde los cristales mágicos de dos
lámparas en las paredes. Cuando los cristales brillaban con toda su intensidad, la
luz se volvía dorada y clara, pero por las noches la energía residual de la magia
con la que se alimentaban vibraba en tonos de un desvaído carmesí. El rojo era el
color del fuego de Andros, de la sangre y de la vida y por eso la mayoría de
elementos de decoración que había en la habitación y en el templo eran rojos: las
alfombras, las sábanas de las camas que se disponían a cada lado y los cojines en
el centro de la misma, donde Valantir fumaba. Tenía entre los labios la boquilla
de cristal de una de las pipas y, apoyado en un codo con postura indolente,
deslizaba una piedra de afilar sobre los bordes de su escudo. Parecía un señor de
la guerra reposando tras un día de batalla.

Haldren intentó no dejarse afectar por aquella imagen y reunió toda su


voluntad para enfrentarle.

Cerró la puerta, y entonces, como respondiendo a una llamada, los ojos del
campeón se velaron al volverse hacia él, exhalando una bocanada de vapor de
loto. La presencia de la luz en él se evidenciaba en el resplandor dorado de sus
ojos, que brillaban como los de un felino en la oscuridad.

«No es ningún tigre. Es solo un elfo, y puedo arrancarle el alma ahora


mismo si así lo quiero».

Y sin embargo, parecía paralizado allí, de espaldas a la puerta ya cerrada.


Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. El olor del loto se le colaba hasta
el inconsciente y despertaba una sed profunda en él. Había derrochado
demasiada energía en el patio de entrenamiento, imaginando el rostro de Valantir
en los muñecos. Ahora le tenía delante y no sabía qué hacer ni qué decir.
Tampoco sentía ya deseos de hacerle arder. Solo esperaba que le dejase en paz,
así que apartó la mirada y se dirigió hacia su cama sin siquiera saludarle, con el
aire flemático de un príncipe contrariado. Se detuvo ante ella, presa de una
terrible y repentina duda.

«Maldición, no puedo desnudarme delante de él. Es una locura. Pero


tampoco puedo meterme vestido en la cama… eso es ridículo, y seguro que le
divierte. Maldito sea».
Sabía que su mirada estaba puesta en él, la podía sentir ardiendo a sus
espaldas. Contuvo la respiración cuando el sonido continuo de la piedra de afilar
se detuvo. El silencio se volvió espeso y pesado de pronto en la habitación.

«Puedo arrancarle el alma si me place».

Haldren se esforzó en respirar calmadamente.

«Reventarle el corazón».

El narguile provocó un sonido sordo al caer sobre la alfombra.

«Ordenar a mis demonios que separen su carne de los huesos».

Los dedos del brujo temblaron y tuvo que cerrarlos. El tintineo de las placas
era sutil, pero en aquel silencio resonaba en sus oídos como un tañido.

«Puedo destruirle con solo una flexión de mi voluntad».

Los pasos sobre la alfombra.

El perfume imposible a metal, rosas y mirra.

Haldren no podía entender qué le ocurría a su corazón. Palpitaba


aceleradamente, como si siguiera el ritmo de los pasos de Valantir, golpeando
contra su esternón. Y aquel maldito aroma… ese olor cubrió el olor del loto poco
a poco, lo inundó todo, igual que la luz de un amanecer. Se dio cuenta de que lo
tenía pegado al paladar, a la ropa, a la conciencia, de que le había perseguido
desde que le acorralase en la galería. El fuego tampoco había podido consumirlo.

«Podría… podría hacerle arder… y...»

Todo su esfuerzo por recuperar el control estaba evaporándose a la


velocidad a la que desaparecía la distancia entre ellos. Sintió que el pulso se le
disparaba aún más, se atropellaba y se saltaba algún latido. El aire se detuvo en
sus pulmones. Era dolorosamente consciente de cada imprecisión en su cuerpo,
de todo lo que estaba funcionando mal. En su mente, comenzaron a formarse las
palabras de una maldición, quería atacarle, quería quemarle, quería acabar con él
y terminar con su propia tortura…
Eso era lo que quería.

Eso creía.

Ya no estaba seguro.

—Date la vuelta.

La voz profunda, cavernosa, apenas se elevó a sus espaldas, pero cubrió


cada espacio de aquella pequeña habitación y le paralizó el corazón en el pecho.

Las palabras se deshilacharon en su cabeza. El vello de sus brazos se erizó,


como si la vibración de aquel sonido los hubiera rozado.

«Mantente alerta… No le obedezcas».

Pero cuando quiso darse cuenta tenía los ojos fijos en los de Valantir y se
había girado hacia él.

¡¿Por qué?! No podía entenderlo. Su cuerpo le traicionaba. Sintió la


quemazón de la magia profana despertando bajo su propia piel, ardiendo en el
brillo de sus pupilas, delatándole. Haldren miró al campeón con recelo, elevando
el mentón, forzándose a mostrar un aire displicente.

—Ya te he dicho que no estoy interesado —dijo, modulando la voz.


Pretendía ser árido, apático, pero se convirtió en un susurro ambiguo.

—No te he preguntado —respondió Valantir. El tono de su voz era


autoritario y al mismo tiempo exudaba una sensualidad extraña, animal. Le
miraba desde arriba, con los ojos entrecerrados.

—No me obligues a… —La voz se le ahogó cuando los dedos del campeón
rozaron sus labios. El hambre era evidente en los ojos dorados, que le miraban
con expresión contenida, peligrosa.

—Es lo que voy a hacer. —Haldren dio un respingo al sentir la mano de


Valantir cerrarse en su entrepierna, sobre la tela del pantalón y agarrándole con
firmeza—. Te voy a obligar.

La expresión del brujo se tornó en sorpresa e indignación.


«¡Reacciona! ¡Haz algo!».

Pero no era capaz de formar en su mente el encantamiento para repelerle.


Los brujos eran famosos por ser capaces de aterrar a sus enemigos. Una sola
palabra podía matar a decenas de hombres, con el corazón reventado por un
pánico atroz y sobrenatural. Pero era Haldren, el brujo, el que estaba sintiendo la
opresión en el pecho, el sabor amargo de un miedo enterrado que había
conseguido olvidar.

Cuando al fin fue capaz de reaccionar le empujó, golpeando su pecho con


las manos abiertas, pero Valantir se movió hacia adelante, apretando más los
dedos contra su sexo, agarrándole con plenitud. El calor comenzaba a sofocarle,
le hizo arder las mejillas al darse cuenta de que la excitación despertaba bajo
aquel agarre férreo, de que la sed se acumulaba en su pecho y en su garganta. La
temida sed, como una bestia agitándose en su estómago.

—Estás sintiendo eso, ¿verdad? —El aliento de Valantir le rozó los labios,
caliente—. El hormigueo en el vientre…

Maldito fuera, ¿es que podía leer sus pensamientos más ocultos, sus
instintos más bajos?

Su voz era un susurro carnal, deslizándose por sus oídos como una
serpiente. Haldren esperaba que no viera el miedo al fondo de sus ojos, que no
llegase hasta la oscuridad de su alma, donde aquella bestia se removía
hambrienta. Pero era dolorosamente consciente de que el campeón la estaba
viendo, y la alimentaba con cada gesto. Los dedos poderosos se movían contra
su sexo, masajeándolo con pericia aún por encima de la ropa. La mirada
dominante le apabullaba, le hacía sentir expuesto. Dejó de empujarle, era como
tratar de apartar a un coloso de piedra. Frustrado, cerró los dedos en el tabardo
de la Orden Carmesí que portaba Valantir.

—La sangre acumulándose en tu sexo… Tu corazón acelerándose... la sed


profunda...

Nunca le había costado tanto reprimirse, enterrar en el fondo de su alma los


oscuros deseos que le enfermaban. Sidian había intentado invocarlos en
numerosas ocasiones. El íncubo le había tocado, se había montado sobre él
mientras dormía, tratando de despertarlos con sus manos y su boca, y él había
sido capaz de mantener el control con facilidad. Le había subyugado, le había
castigado y desterrado.

Era capaz de ignorar todas las artimañas de demonios y hombres, pero lo


que tenía delante era distinto. Ante Valantir su voluntad se tambaleaba como una
hoja trémula y sin fuerza. Su voz, su tacto, sus palabras… todo en él le
desarmaba. Le hacía desear ser sometido.

—¿Por qué estás haciendo esto? —murmuró Haldren, retorciendo


trémulamente la tela del tabardo.

—¿Qué importa?

Los dedos del campeón se cerraron en su nuca. Valantir le empujó hacia él


y le arrolló, haciendo estallar un vértigo insoportable en su estómago. Las piezas
de metal de la armadura se clavaron en su cuerpo. Valantir le asfixiaba con un
beso dominante, hundiendo la lengua en su boca sin miramientos. Su saliva sabía
a loto, a algo amargo y oscuro como el regaliz, y nublaba su razón, acallándola.

Los forcejeos del brujo se hicieron débiles. Su boca se volvió dúctil, abierta
a la conquista cada vez más profunda del campeón. Su mente registraba cada
matiz que sus sentidos alterados captaban: las manos en su entrepierna, los dedos
exigentes que se enredaban en su pelo, el roce áspero de las mejillas mal
afeitadas, la boca ardiente y dura devorándole los labios.

Un gruñido de placer despertó en la garganta del campeón y le hizo


estremecer hasta la raíz de los cabellos.

«No eres más que una zorra, y él lo sabe. Lo supo nada más mirarte. No te
puedes ocultar ante la luz de Andros».

La vergüenza le asaltó otra vez, haciéndole un nudo en la garganta cuando


su cuerpo comenzó a abandonar el peso sobre Valantir. Y entonces reaccionó,
rompiendo el beso entre jadeos y retorciéndose en su agarre para liberarse.

—¡No! —espetó. Quería sonar decidido. Quería parecer seguro y


dominante, pero su voz fue casi un gemido. La humillación hizo despertar su ira
al fin. Las palabras volvieron a su mente. Los ojos del brujo ardieron con el
fuego púrpura de las sombras, y su voz se volvió gutural—. ¡Manash kil’ar…!

El lenguaje prohibido estaba vivo, y era terrible. Convirtió la voz de


Haldren en un sonido ignominioso que hizo gruñir molesto al campeón. El fuego
púrpura chispeó entre los dedos del brujo, pero un gesto rápido de Valantir
contrajo la atmósfera mágica al cubrir su boca con la mano y silenciarlo.

Una descarga de energía efervescente atravesó el cuerpo de Haldren. Le


miró con los ojos muy abiertos al sentir cómo se diluía el poder entre sus dedos.

«Contramagia. ¿Cómo he podido obviarlo?».

Los campeones podían contrarrestar los hechizos de magia oscura. No lo


había olvidado, solo actuaba desesperadamente intentando detener lo inevitable.
Solo quería salvar su dignidad como fuera, pero los brujos no habían sido
creados para enfrentarse a los campeones.

—Sí —susurró Valantir.

Y se le echó encima.

Cayeron sobre la cama. El campeón clavó las rodillas en el colchón


mientras Haldren se debatía violentamente, empujándole y golpeando el duro
pecho. Intentó abofetearle y arañar su rostro, pero Valantir le agarró las manos y
las sujetó sobre su cabeza, apretándolas contra el colchón. Le mantuvo
inmovilizado con una sola mano y volvió a besarle sin clemencia.

«Haz algo. Defiéndete. No le dejes… ¡¿por qué se lo permites?!», gritaba


una parte cada vez más pequeña de su mente, aterrada. Pero esa voz desaparecía
poco a poco. Las sensaciones eran tan intensas que le arrasaban. No quería, pero
respondía a su beso dominante. No quería, pero se arqueaba bajo sus manos. No
quería, pero su respiración era un jadeo y la saliva se licuaba entre las dos
lenguas en lucha, enloqueciéndole con el sabor compartido. Era más fuerte que
él. Más fuerte que su propia voluntad.

No quería rendirse, pero ya se había rendido.

Tras el tórrido beso, Valantir se apartó, relamiéndose, y comenzó a abrirle la


ropa, tirando de las correas de las hombreras, abriendo los cierres del jubón. Un
gemido se ahogó en la boca de Haldren. Se retorcía bajo su presa, respirando
entre jadeos cuando era capaz de hacerlo. El campeón se irguió, fijando los ojos
en los suyos, acechantes. Respiraba con fuerza, con el cabello negro cerrándose
alrededor del brujo, sumiéndoles en la oscuridad iluminada por el resplandor
mágico de sus ojos.

—¿Nunca has besado a un hombre?

Haldren estaba tan aturdido que le pesaban los párpados. Notaba los
músculos de su rostro demasiado distendidos y temió estar mostrando un
semblante entregado. Apretó los dientes y frunció el ceño, intentando parecer
furioso.

—No me gustan los hombres —escupió con desprecio.

Valantir seguía desnudándole con una sola mano. Abría las prendas,
dejando la piel de su pecho expuesta, tirando la ropa al suelo con descuido. La
mirada ardiente recorrió el pecho desnudo del brujo, que subía y bajaba al ritmo
de la agitada respiración, y se detuvo en las runas encendidas en su hombro.

—Ya… pues creo que yo sí te gusto —respondió con una sonrisa canalla,
deslizando los dedos sobre las marcas demoníacas. Luego se inclinó y lamió uno
de sus pezones erizados.

Haldren casi dio un salto sobre el colchón. La sensación de la lengua


húmeda torturando aquel punto odiosamente sensible era más de lo que creía
poder soportar.

—No es… lo que yo quiero… —acertó a responder.

La sangre se acumulaba en su sexo con más fuerza. Valantir cerró los


dientes suavemente en su pezón y succionó. Haldren tuvo que apretar los dientes
para no gemir. Luego el campeón comenzó a lamer y mordisquear la piel de su
pecho, mirándole de vez en cuando entre los cabellos desordenados.

—Como si tuvieras elección…

«Que acabe rápido… que termine ya», se repetía, consciente de que lo que
más temía, ya estaba sucediendo. Ahora no podía pararlo. Solo esperar a que
todo pasara.

Haldren se dio cuenta de que le había soltado cuando le desabrochó el


cinturón. En lugar de golpearle, sintiéndose indefenso, cerró los dedos en las
sábanas y se cubrió los ojos con una mano, avergonzado.
—Estás excitado como una perra en celo. Mira lo duro que estás aquí —
señaló, lamiendo impúdicamente su otro pezón. Luego descendió, abriendo
despacio sus pantalones—. Y también aquí abajo.

Un latido violento en su sexo le hizo resollar.

«Maldito descarado. Maldito insolente. Te arrancaré la lengua… te…».

—No puedes engañarme...

Valantir lamió su vientre hasta el ombligo, hundió la lengua en él y después


hizo círculos alrededor. Su lengua era infernal. Era peor que un demonio.
Después, Haldren sintió su aliento en el bajo vientre y se tensó, expectante.

«Por Andros… que termine ya...»

El campeón tiró repentinamente de sus pantalones y la ropa interior,


bajándolos hasta sus rodillas y liberando su sexo, que se alzó entre el vello
plateado de su pubis.

—¡No!

Haldren intentó retroceder, incorporándose a medias, pero Valantir le agarró


de la cintura.

—Ah… ¿estás asustado? —dijo mirándole con una sonrisa maliciosa.


Aquella mirada volvió a anclarle en el sitio, a devastar su fuerza de voluntad. El
campeón gateó hasta que su rostro quedó frente al suyo, muy cerca—. ¿De qué
tienes miedo? ¿De que lo agarre con mis manos y te acaricie hasta que te corras?
¿O de que me lo meta en la boca y lo chupe hasta q…

—¡Cierra esa sucia boca! —exclamó Haldren, perdiendo la compostura y


mirándole escandalizado.

Valantir alzó las cejas y después rió.

—Tienes razón… no es apropiado —dijo. Y comenzó a desabrocharse el


cinto ante la parálisis del brujo.

Haldren le miraba con la boca entreabierta, indignado y excitado a partes


iguales. «¿Cómo puede ser tan sucio? Es un Campeón de Andros, es… es
imposible que guarde tanta perversión en su alma», pensaba, sin apartar los ojos
de él mientras se desnudaba. El impresionante torso, los abdominales bien
marcados, los pectorales duros de un guerrero; cada músculo estaba cincelado a
la perfección. No quería mirarle, pero sus ojos seguían cada surco como presas
de un hechizo. Observándole entre la maravilla y el pánico se detuvieron en la
estrecha cicatriz que trazaba una media luna bajo el ombligo, yendo a morir en
su costado, como el tajo de un sable. Se preguntó si se habría hecho aquello en la
guerra.

—Ya sé que no te gustan los hombres. —Las palabras de Valantir le


hicieron alzar la vista a sus ojos y concentrar su atención—. Es una pena. Piensa
que, al menos, esta noche va a abusar de ti uno bastante guapo.

«¿Qué?»

De nuevo, Haldren se quedó sin palabras. Y la siguiente frase del campeón,


extinguió cualquier pensamiento lúcido que pudiera quedarle.

—¿Quieres verme la polla? No es tan bonita como la tuya… pero creo que
te complacerá.

El corazón del brujo volvió a latir tras unos instantes de mutismo. Le miró
con los ojos muy abiertos. ¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo podía gustarle algo
así? ¿Cómo pudo bendecir Andros a alguien tan depravado?

—¡No! —reaccionó—. No quiero verte n…

—Muy bien —dijo sin dejar que terminase la frase, bajándose los
pantalones—. Entonces no mires.

El brujo se dejó caer en la cama cubriéndose los ojos con las manos. Pero
no sirvió de nada. Había tenido tiempo de verlo, erguido, grande y grueso,
naciendo entre un lecho de vello oscuro, y ahora la imagen estaba grabada en su
mente, detrás de sus párpados cerrados. Su olor le llenó las fosas nasales,
almizclado, extendiéndose por la habitación más irresistible que el perfume que
exudaban los íncubos para atrapar a los incautos. Lo había hecho, lo había
mirado. No había nada que pudiera hacer para huir de sí mismo.

Sintió el peso del cuerpo tenderse sobre él. El campeón se sostuvo en los
codos y las rodillas, deslizando el sexo contra el del brujo en un roce devastador.
Gimió sin reprimirse, acercando los labios a los de Haldren, que ahogó a su vez
otro gemido con todas sus fuerzas.

—Pon las manos contra el colchón —susurró Valantir, dominante.

La piel de Haldren se erizó.

La voz le lamió por dentro.

—Ah… —resolló—. No… no… ¿qué estás haciendo? —preguntó con el


trágico abandono de quien ya se sabe condenado.

—No pienses. No te hagas preguntas. Solo obedece —murmuró Valantir


derramando el aliento sobre su boca—. Pon las manos contra el colchón,
Haldren.

Por segunda vez aquella noche la voz de Valantir pronunció su nombre, y


este pareció vibrar dentro de él. El brujo sintió en su carne la dominadora magia
de los nombres. La bestia que se agazapaba en su interior se revolvió, sedienta.

Él dominaba a sus demonios a través de los Nombres Verdaderos. ¿Era así


como se sentía aquella magia? ¿Había descubierto el campeón, acaso, su
Nombre Verdadero?

«Es imposible… ¿pero qué me está ocurriendo?».

Apartó las manos de sus ojos y le miró. Valantir tenía los párpados
entrecerrados. La poderosa respiración restallaba contra su boca. La oscuridad en
su interior clamaba por beber del cáliz prohibido. Llevaba demasiado tiempo
negándoselo, y quería beber hasta quedar inconsciente. Abandonarse al abismo.
Dejar de oponer resistencia.

Estaba cansado de oponerla.

Con los dedos temblorosos, Haldren apretó las manos contra el colchón,
bien abiertas. El campeón se estremeció de placer al verle claudicar.

—Así… muy bien. Las cosas son mejor cuando obedeces… ¿lo ves? —El
mundo se llenó de la vibración de su voz.
Haldren sintió la lengua ardiente contra su boca. La succión voluptuosa y el
mordisco con el que atrapó su labio inferior le hicieron contraerse. Aún tenía las
prendas enredadas en los codos y las rodillas. Valantir no se había molestado
siquiera en quitarle las botas. Le acariciaba como si le perteneciera, recorriendo
su pecho y sus costados con manos imperativas, abarcándole.

—Nadie tiene por qué saberlo si no quieres…—murmuraba—. Nadie tiene


por qué saber que me has chupado la polla y luego te he follado hasta hacerte
gritar… pero es lo que va a pasar.

«Dijo que serías su zorra, y lo eres. Te ha sometido. Si alguien se entera,


nadie volverá a respetarte. Nadie debe saberlo, nadie debe conocer tu debilidad».

—Si se lo cuentas a alguien… —respondió, sofocado, pero con una


promesa firme en la voz—, te mataré. Juro que te mataré.

Entonces una nueva sensación le dejó sin aliento. La mano de Valantir se


cerró alrededor de ambos sexos y comenzó a moverse, estrechándolos carne
contra carne.

—Te doy mi… ah… palabra —respondió con un resuello.

Sus dedos se crisparon en las sábanas. Tembló bajo la deliciosa sensación


que recorrió su columna vertebral. La promesa de Valantir resonó en sus oídos, y
tal vez por mera desesperación, le creyó, supo que mantendría su palabra.

No importaba lo que quisiera, iba a ocurrir, y al resignarse, al abandonarse


al deseo cuando ya no había barreras que alzar ni motivos para resistirse, su piel
se estremeció con un cosquilleo de puro anhelo.

Valantir le soltó al fin, irguiéndose y gateando con las rodillas abiertas a


ambos lados de su cuerpo. Deslizó la mano tras su nuca, incorporándole lo
suficiente para que su sexo erguido quedase justo delante de su rostro.

Haldren cerró los ojos. Los brujos tenían fama de libidinosos, de verse
fácilmente dominados por sus instintos más bajos, pero Haldren siempre había
hecho alarde de disciplina e impecabilidad. Ahora, toda aquella imagen
comenzaba a descomponerse. Y descubría que, en su interior, a una parte oscura
y encerrada de sí mismo, le encantaba. Se regocijaba de que aquel maldito
decorado estuviera convirtiéndose en cenizas. Era la parte que siempre se había
negado, la que nunca había permitido que tomara ningún control, la que durante
años había luchado por destruir, reprimir y encerrar.

Ahora nada podía detenerla.

«Él lo sabía… él tiene razón. Soy una zorra, y quiero esto. Me odio, pero lo
quiero con desesperación».

Los labios inexpertos se abrieron. La lengua rozó el inflamado pene del


campeón con un gesto temeroso. Frunció el ceño y comenzó a lamer la piel tersa,
aún con los ojos fuertemente cerrados.

—Eso es… despacio… —dijo el campeón entre jadeos, empujando


lentamente con las caderas mientras le rozaba el labio inferior con el pulgar.

La carne pulsante se abrió paso a través de sus labios, intensificando el


deseo. Ya no oponía resistencia, estaba moviendo la cabeza para acogerle más
profundamente, como le pedía cada fibra de su ser.

Valantir cerró los dedos en sus cabellos, el sexo duro entrando y saliendo de
su boca, hinchándose y tensándose. El sabor almendrado se licuaba sobre la
lengua de Haldren, como la esencia del loto, embriagándole.

—¿Te gusta?

Un gemido respondió a la pregunta, muriendo en la garganta del brujo,


voluptuoso y traidor.

—Respóndeme. —Valantir acompañó la orden embistiendo con más fuerza,


sujetándole firmemente por los cabellos.

Haldren negó con la cabeza pero su lengua le atrapaba en cada retirada, sus
labios succionaban incluso cuando elevaba la cabeza intentando apartarse.

Una risa desganada brotó de los labios de Valantir que le apartó de un tirón
de su sexo.

—Date la vuelta.

Abrió los ojos repentinamente, esforzándose por fijarlos en el rostro del


campeón. Tenía la respiración descompasada y el corazón desbocado.

«Va a ocurrir, lo quieras o no. Va a ocurrir porque eres una zorra, y lo


deseas. Porque lo sabías desde que le viste», dijo una voz oscura en sus
pensamientos.

El deseo se transformó en una lengua ardiente en su interior. Comenzaba a


sentir cómo le poseía, invocando a una sombra desde sus recuerdos. No estaba
muerta, nunca murió, pero no se había esforzado lo suficiente por mantenerla
oculta.

—No —respondió.

Nadie le habría reconocido. El digno Haldren, el brujo frío y controlado,


miraba ahora al campeón como si su más terrible miedo se hubiera materializado
ante él.

—Vamos —espetó Valantir, agarrándole para girarle.

—No… ¡no! ¡Para! Esto no está bien… estamos en el Templo, esto no está
bien... —dijo entre resuellos.

—Eres un brujo… ¿no? Impídemelo.

La fuerza irresistible de Valantir le aplastó contra el colchón, obligándole a


girar la cabeza en un extraño escorzo. Le besó con exigencia, mordiéndole los
labios en esa postura forzada. Haldren respondió mordiéndole la boca, pero fue
en vano. La lengua del campeón se hundió hasta su garganta.

—¡No! ¡Maldmmmph…!

—Cállate.

Las manos de Valantir sujetaban sus muñecas contra el colchón, y sus


rodillas se cerraron para inmovilizarle. El calor de su sexo se abrió paso entre las
nalgas del brujo, rozando su entrada con enloquecedora lentitud. Una sensación
de miedo y rechazo golpeó a Haldren, haciéndole tensarse.

El campeón recorrió su oreja con la lengua.


—¿Lo ves? Eres mi zorra, acéptalo y deja de resistirte a lo que quieres.

—No… no es lo que quiero —murmuró.

Temía a lo que estaba sintiendo en ese instante. Ese era su demonio


particular: el hambre desgarradora, la sed que nunca se calmaba. Había
regresado, iba a volver a hacer añicos su vida, a destrozarle, pero ya no podía
hacer nada por detenerla. Sus entrañas se contraían presas del deseo y el miedo.

El roce caliente de la carne hundiéndose en él le asaltó con un


estremecimiento de dolor. Valantir avanzaba despacio, pero aun así era doloroso.

—Relájate, o te hará más daño —dijo el campeón con un jadeo, temblando


de contención.

No se relajó. Rezaba porque aquel dolor le sirviera para alejarse de sí


mismo y rechazar lo que estaba ocurriendo. Pero entonces Valantir le soltó una
muñeca y le agarró entre las piernas.

La presión de los dedos del campeón en su sexo le provocó un calambre de


placer que le hizo gemir.

—Tu polla es una delicia. Mira cómo crece entre mis dedos… ¿lo notas? —
murmuró, y volvió a lamerle la oreja.

Los gemidos del brujo se ahogaron, intentando contener las muestras de


placer vanamente. El sexo de Valantir era una barra de hierro ardiente abriéndose
paso en sus entrañas, llenándole como nada lo había hecho en su vida, y su
cuerpo le acogía con demasiada facilidad.

—Así… así, ábrete para mí…

Haldren tembló. El sudor despertaba en su piel. Las runas escarificadas en


su hombro resplandecían con el fuego púrpura, y no era la ira lo que las hacía
encenderse, sino el deseo. La sangre que corría por sus venas clamaba por aquel
deleite sucio, por la voz dominante de Valantir, por la mano ardiente que
atrapaba su sexo y lo asfixiaba. Comenzó a moverse, yendo en su búsqueda
despacio, apretándose contra su mano, y luego contra su pelvis.

—Muy bien… así, así, mi puta…


El miembro del campeón latía en su interior, enterrado hasta la mitad y el
gemido que exhaló hizo estremecerse al brujo hasta las raíces de sus cabellos.

—De…pravado —jadeó.

Las cosas que le decía eran horribles. Y le excitaban.

Gimió al sentirle empujar. La punzada de dolor se licuó en sus entrañas,


ardiente, maravillosa.

—No te hagas el mojigato —respondió Valantir, acariciándole con más brío


y penetrándole del todo.

—Maldito enfermo… ¡Aah! —Las palabras se le ahogaron en la garganta.

El calor le llenó, palpitante, vibrando en sus nervios cuando Valantir se


quedó quieto. Estaba enterrado por completo en su interior, húmedo de sudor,
jadeante sobre su cuerpo. Le soltó, pero no tuvo tiempo de añorar el roce de sus
manos, que acariciaron su pecho y su espalda posesivamente. Se detuvieron en
sus nalgas con un masajeo intenso y voluptuoso separándolas hasta el límite.

—Estabas deseando tenerme dentro desde que me has visto —susurró en su


oído, inclinándose al retirarse despacio—. Tienes esa mirada de… perro sin
dueño.

—No es cierto —murmuró ahogadamente el brujo.

—Oh… sí lo es... Y ahora tienes lo que quieres… Toma.

Con esa última palabra embistió con fuerza, agarrándole firmemente hasta
enterrarse del todo. El brujo gimió, arqueándose bajo su peso, afianzando las
rodillas en el colchón y agarrando con fuerza las sábanas con los puños cerrados.
Un calambre devastador de placer y dolor le arrasó, haciendo que le zumbaran
los oídos y su visión se enturbiase con cientos de puntos de colores.

Valantir empezó a encadenar las embestidas, una tras otra, mientras


susurraba obscenidades. La carne ardiente le llenaba sin dejar espacio a los
pensamientos, que se acallaron. Solo el deseo reinaba en su mente,
sometiéndole. Lo había deseado, ese animal sediento, ese perro sin dueño... esa
zorra que habitaba en sus entrañas se había estremecido al verle, y Valantir la
había reconocido.

Decían que nada escapaba al juicio de la luz, y Haldren estaba rindiéndose a


uno de sus portadores. ¿Era un castigo? ¿O acaso Andros le había puesto a
prueba y estaba fallando estrepitosamente?

—Sí… sí… Ah… Por Andros… —jadeó el campeón, borracho de placer,


nombrando al Dios Sol como si hubiera leído sus pensamientos—. Eres
delicioso.

Aquella blasfemia debió enrojecerle de vergüenza, pero su sexo pulsó con


más fuerza contra el colchón. Los gemidos escaparon libres de su boca.

Valantir embestía contra su cuerpo con energía, liberándose. Resbalaba


hacia su interior con cada enérgica arremetida, lubricado por la sangre que el
primer ataque había provocado. El dolor era ya apenas una molesta quemazón,
Haldren no podía sentirlo inmerso como estaba en las corrientes de placer. Sus
ojos permanecían abiertos, fijos en el vacío sin ver nada. Tenía la visión teñida
del rojo de las lámparas, los ojos ardiendo de magia y éxtasis.

La catarsis al fin tiraba de él y le arrastraba hacia el ojo del huracán, le


liberaba de sí mismo, permitiéndole simplemente sentir mientras Valantir le
cabalgaba furiosamente.

El sudor empapaba las sábanas y su cuerpo se estremecía sobre ellas con


cada embestida, perdido por completo el control y rendido a la fuerza de su
amante. Perder el control era peligroso para alguien como él. La sangre de los
demonios corría por sus venas. La había consumido durante su iniciación y era
reactiva a sus emociones. Era su poder, pero también su peor enemigo. Clamaba
por más placer con cada embestida del campeón, haciéndole contraerse y
atraparle en el interior de su carne con avidez.

Las arremetidas se volvieron cada vez más rápidas. Los jadeos de ambos se
entretejieron en una canción de lujuria y abandono. Entonces el campeón
comenzó a gruñir entre dientes y a golpear con sus caderas contra su cuerpo con
más intensidad. Le sintió crecer más en su interior y latir en el instante antes de
que el calor se derramase en sus entrañas con una convulsión agónica.

Valantir exhaló un quejido grave y desmadejado. Su voz se ahogó en jadeos


voluptuosos, tembló mientras seguía penetrándole consecutivamente en fuertes
embestidas. Haldren emitió un abandonado lamento, derrumbándose sobre el
colchón. El calor se derramó en su propia sangre y lo consumió con hambre
atrasada y la ferocidad del deseo encarcelado. Sintió cómo su propio cuerpo
absorbía la energía liberada, sediento, y entonces el clímax estalló en una
descarga justo debajo de su vientre.

Haldren se corrió sobre las sábanas, y tan fuera de sí estaba que no le


importó en absoluto.

Los gemidos de Valantir se alejaron, el mundo quedó en silencio. Sus


sentidos, de pronto, se anularon, ni siquiera escuchaba sus propios quejidos de
placer. El campeón siguió embistiendo unas cuantas veces más hasta darse por
satisfecho y entonces se dejó caer sobre su espalda.

El frío le invadió cuando Valantir salió de su interior, dejándole un vacío


desagradable. Se pegó a su cuerpo y los brazos poderosos del campeón le
envolvieron en un abrazo posesivo y estrecho. El placer se apagó en latidos
cadenciosos, como olas que lamían su piel, limpiándole de la amarga vergüenza
y la negación.

Allí, en ese mar de sábanas y calor, ya no existía nada. No había nada


contra lo que luchar.

En su interior el silencio lo invadió todo.

No tenía por qué mantenerse en pie.

Podía rendirse.

Se había rendido.

Y entonces el sueño le reclamó con gentileza.


Interludio

La noche era cerrada. En el cielo, un manto de estrellas titilantes


resplandecía, espejeando sobre el mar y los lagos como si los astros hubieran
descendido a bañarse en las aguas. En el templo de Andros, todos los himnos
habían callado ya y las cúpulas y galerías se habían sumergido en las azuladas
sombras de la noche. El silencio estaba roto por el dulce canto de los grillos y el
rumor del mar.

Más allá de los muros, en los jardines del templo, las fuentes seguían
encendidas. Entre los arbustos y los parterres, puñados de luciérnagas
revoloteaban formando nubes doradas y las flores blancas de nochepétalo se
abrían y cerraban cada vez que eran tocadas por la luz de la luna, revelando el
tesoro de su interior: motas de resplandeciente magia plateada.

La noche era cerrada, pero en el templo de Andros siempre había luz.

El General Vrydel y el capitán Aronath estaban aguardando en una de las


plazuelas más recónditas, junto a una fuente que representaba a dos damas
bailando vestidas con vaporosas sedas. Vrydel mostraba cierta preocupación en
su semblante. Llevaba el cabello recogido en una coleta baja de la que se habían
soltado algunos cabellos y tenía los brazos cruzados delante del pecho. Aronath,
por el contrario, se había cubierto con una caperuza oscura y una capa del mismo
color y mantenía las manos a la espalda en una pose distinguida. Ambos estaban
en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

Los segundos transcurrían, pesados y cargados de incertidumbre. Vrydel era


un elfo tranquilo y comedido, pero en aquel instante sentía deseos de retorcerse
las manos y pasear de un lado a otro. No lo haría. Pero lo deseaba. El canto de
los grillos, el brillo de las flores, el cielo encendido de estrellas… todo cuanto les
rodeaba era hermoso, debería ayudarle a relajarse, pero no era así. Vrydel había
olvidado lo que significaba eso hacía ya mucho tiempo. Su tranquilidad nacía de
una gran previsión, del conocimiento de las circunstancias y las posibilidades y
del hecho de estar siempre preparado para todo, pero aquella noche no sabía a lo
que se atenía, y eso le hacía sentirse incómodo.

—¿Vendrá? —dijo finalmente.


Aronath asintió sin palabras.

—¿Estáis seguro?

—Es mi hermana. Vendrá.

Vrydel alzó una ceja sorprendido.

—¿La maestra de espías es vuestra hermana?

El capitán esbozó algo similar a media sonrisa. La caperuza ocultaba parte


de sus facciones, por lo que Vrydel no pudo distinguirla demasiado bien. La voz
armónica y cristalina de Aronath llegó hasta él acompañada del murmullo de la
fuente:

—Mi familia siempre ha estado muy comprometida al servicio del reino.

—Ya veo —murmuró.

Después se giró, dándole la espalda, y volvió a quedar en silencio.

El General Edaren Vrydel había nacido en una familia humilde que servía a
una casa de sangre noble. Sus señores eran atípicos, capaces de ver más allá de
sus narices, cosa de agradecer tratándose de la aristocracia. Pronto se dieron
cuenta de que el hijo del maestro de establos tenía talento para la batalla, así que
le ofrecieron una extensa educación y le permitieron recibir entrenamiento si así
lo deseaba. Siendo apenas un adolescente, Vrydel ingresó en el ejército como
miembro de los Avizores, el cuerpo de arqueros y lanceros que conformaba el
grueso de las fuerzas del reino junto con los Caballeros de Shindara y los Magi.
No tardó mucho en alcanzar el rango de Velador y tras la muerte del anterior
General durante la última invasión del Ejército del Crepúsculo, fue ascendido
con honores. El ascenso no era más que un mero trámite: su antecesor había
caído en batalla y fue él quien guió a los Avizores y al resto del ejército hacia la
victoria. Después de eso le habían llamado héroe, pero Vrydel no se sentía en
absoluto como tal. Realmente, no sabía lo que había hecho, ni cómo. Se había
limitado a actuar y a tomar decisiones. Fueron acertadas, pero podían no haberlo
sido. Entonces no le llamarían héroe y habrían borrado su nombre de la historia.
Así era el mundo.

—¿Os supone algún problema mi origen, General?


La voz de Aronath le trajo de nuevo a la realidad. La pregunta que le había
hecho podía parecer totalmente inoportuna, pero en realidad tenía mucho que ver
con todo.

—¿A qué os referís? —replicó. No quería fingir, no le gustaba. Pero


tampoco entendía la necesidad de hacer preguntas tan directas.

—Ya sabéis a qué me refiero. Soy noble, de la más alta casta, y vos un
plebeyo.

Vrydel se giró y le lanzó una mirada reprobatoria.

—Eso podría, en todo caso, ser un problema para vos. A mí no me importa


un cuerno de dónde vengáis. Sois el capitán de la Orden Carmesí y tenemos que
trabajar juntos, es lo único que me interesa.

—De acuerdo —concedió Aronath inclinando un poco la cabeza como


muestra de respeto—. Me había parecido que os incomodaba la simple mención
de mi familia.

—Pues os equivocáis.

—Por supuesto. Mis disculpas, General.

Vrydel exhaló el aire por la nariz y cambió el peso de pie. En realidad, el


capitán estaba en lo cierto. Los Aronath eran conocidos por haber sido una de las
casas nobles más leales al rey Endorel, y era aquello lo que le incomodaba más
que ninguna otra cosa.

—¿No debería haber llegado ya?

—Debe estar a punto. No os preocupéis.

Belnor Aronath le había causado sentimientos encontrados desde el primer


día en que se vieron. Era más joven que él, aunque no demasiado. Su rostro era
prácticamente perfecto, tan hermoso que el General se había quedado algo
desconcertado al principio. El cabello rojo, que solía llevar recogido en una
trenza, era una marca distintiva de ciertas casas nobles y según la tradición,
representaba la cercanía de su línea de sangre con la de la realeza y la marca de
los elegidos de Andros. Que le faltara un ojo y la pequeña cicatriz de su
mandíbula no le restaban atractivo. Su voz era suave y nunca hablaba en mal
tono, aunque era capaz de mostrar un timbre poderoso y autoritario cuando
correspondía. Guiaba a la Orden Carmesí con una disciplina férrea y su historial
militar era intachable. Sin embargo, había algo en él que estaba cerrado por
completo. Era como si tuviera un muro detrás de sus ojos, algo que no permitía
discernir sus intenciones o sentimientos. Eso inquietaba a Vrydel.

Trabajaban juntos. Debían confiar el uno en el otro. Sin embargo, el


General no había conseguido confiar en el capitán, y se temía que ocurriese lo
mismo a la inversa. Tal vez era cuestión de tiempo, y Vrydel así lo esperaba,
pero toda aquella situación, con los demonios acechando, habiendo refundado la
antigua alianza y teniendo al lado a alguien tan ambiguo como Belnor Aronath,
le frustraba un poco.

Tras unos segundos de silencio, el General se estaba planteando dar la


vuelta y marcharse cuando un bulto oscuro y ágil se descolgó por el muro frente
a sus ojos. Vrydel llevó la mano a la espada, pero los dedos firmes de Aronath le
detuvieron.

—Es ella.

La joven cayó de pie. Luego se irguió, mirando a los dos elfos con ojos
ardientes, llenos de determinación, animados por un profundo fuego, inquieto y
vital.

—Buenas noches, hermano. General… —añadió con una reverencia—.


Belnarys Aronath, a vuestro servicio. Y traigo información.

Vrydel respondió con un escueto saludo, observándola con interés.


Belnarys, al igual que su hermano, iba cubierta por una capa y una caperuza
oscuras. Al retirarlas, mostró un uniforme de tonos apagados y prendas ligeras,
ceñidas a la cintura y los tobillos con tiras de tela. Las botas eran puntiagudas, y
los guantes se abrían hacia los codos con un aspecto aerodinámico. Las
hombreras estaban diseñadas a imagen y semejanza de dos cabezas de halcón,
con gemas engarzadas en los ojos, y de ellas colgaba la capa, enganchada con
anillas. El cabello rojo estaba recogido en un moño alto y despeinado del que se
escapaban varios mechones de pelo. Por lo demás, su rostro era exacto al de su
hermano, pero cincelado en una versión más femenina, con la nariz respingona,
la barbilla pequeña y el rostro en forma de corazón. Sus ojos felinos eran
también más grandes, bordeados por espesas pestañas rojizas, y los iris tenían el
mismo color verde esmeralda que los del capitán Aronath.

«Son gemelos», comprendió.

—Hablad, pues —dijo casi de inmediato.

Belnarys sonrió abiertamente.

—Vais al grano, General. Bien. Me gusta. —Tomó aire y sacó un


pergamino de un pliegue de su capa—. Aquí tenéis los lugares y circunstancias
en los que he obtenido la información. Podréis comprobar su veracidad. —Se lo
entregó antes de continuar—: El Ejército del Crepúsculo tiene un infiltrado aquí,
en vuestra preciosa isla. Entre vuestra gente.

La elfa hizo una pausa, aguardando las reacciones de los otros dos, pero
estas no se produjeron. Aronath escuchaba con indiferencia mientras Vrydel
parecía taladrarla con la mirada, insistente. Decidió seguir:

—Según mis informaciones, es solo un único agente. El objetivo es obtener


información, pero también busca provocar una traición desde dentro. Le han
ordenado que busque a alguien, a un brujo, a uno en concreto, y doblegue su
voluntad.

—¿Cuál es el nombre de su objetivo? —inquirió Aronath.

—No lo sé, hermano. Como comprenderás, se cuidan mucho de mencionar


tales cosas —replicó Belnarys con cierta impaciencia—. Es el Ejército del
Crepúsculo, no un grupo de piratas borrachos. No van por ahí dando nombres ni
entregando retratos de la gente a la que acechan.

Vrydel se había puesto tenso. Un infiltrado. Un infiltrado a la caza de


información… y de un brujo. Las piezas que estaban manejándose en aquel
templo eran muy delicadas, Vrydel lo sabía bien. La Orden Carmesí estaba
formada por guerreros disciplinados, pero el General sabía que aquella disciplina
era precisamente necesaria para contener la fuerza impulsiva que la Luz hacía
crecer en aquellos a quienes tocaba. La magia sagrada era un poder complejo y
que afectaba a muchos niveles a sus elegidos. A veces los volvía violentos,
radicales o excesivamente celosos en el cumplimiento de lo que consideraban su
deber… que no siempre coincidía con lo que los mandos decían. En cuanto a los
brujos… los brujos eran arenas movedizas. Uno nunca sabía cuando podría
explotar uno de ellos, a veces literalmente.

«Tenemos que encontrar a ese infiltrado y acabar con él, ya».

—¿Tenéis algo más que pueda sernos útil, lady Aronath? —preguntó
educadamente.

La espía le miró con sorpresa unos segundos, luego asintió con la cabeza.

—El infiltrado es un hombre, y el brujo al que pretende doblegar, también.


Dijeron de él que era «fuerte pero débil». No sé lo que quiere decir eso. Supongo
que tiene mucho poder pero su voluntad es un desastre… pero esto es una
conclusión personal —agregó profesionalmente—. El que da las órdenes es un
demonio cambiaformas, así que nos está costando mucho seguirle la pista, pero
somos varios los que estamos tras él. Le atraparemos.

—Ten cuidado —dijo entonces Aronath, con un leve tono de preocupación


en su voz.

Vrydel miró de reojo al capitán, disimulando su sorpresa. Este mantenía la


vista fija en su hermana. Por primera vez, parecía haber algo de emoción en él.
Durante unos segundos, los gemelos se miraron en silencio. Luego ella asintió y
se despidió con una reverencia, trepando de nuevo el muro para desaparecer en
la noche.

—Os mantendré informados —dijo desde la oscuridad.

Cuando se quedaron solos, el General suspiró.

—Bien. Trazaremos un plan.

El capitán se echó las manos a la espalda de nuevo y empezó a caminar de


regreso al edificio del templo. Vrydel le siguió.

—No creo que nos cueste dar con el espía —dijo Aronath—. Solo hay
media docena de varones brujos. Podemos interrogarles a todos y…

—¿Varones brujos? No deis nada por sentado, capitán. Por lo que a mí


respecta, todos son sospechosos. Brujos y Campeones de Andros por igual. —El
capitán le miró con desconcierto. Vrydel le mantuvo la mirada—. Se trata del
Ejército del Crepúsculo, camarada. Si creéis que los Campeones de Andros están
a salvo de su influencia, estáis muy equivocado.

—No es posible, la magia sagrada de nuestro dios…

—Recordad, capitán. Recordad la Quinta Invasión. Sé que no la habéis


olvidado. Y tampoco a vuestro rey. —El rostro de Aronath se puso pálido y su
semblante se endureció. El ojo sano comenzó a brillar intensamente. Con un
movimiento brusco, el capitán apartó el rostro y apretó el paso, alejándose de
Vrydel.

—También era tu rey —espetó.

—Así es. Y ni siquiera él resultó ser intocable.

El capitán se detuvo un momento, como si le hubieran arrojado una flecha a


la espalda. Luego retomó su marcha a más velocidad, silencioso y
profundamente ofendido. Vrydel suspiró y se pasó la mano por el pelo.

No se alegraba de haber molestado al capitán, pero no iba a mantener la


boca cerrada. No podían permanecer ciegos. El pasado tenía muchas lecciones
que debían aprender si no querían que aquella nueva invasión les arrasara.

Había hecho lo que tenía que hacer.

Aquella noche, Vrydel la pasó en vela, pensando en un plan para


desenmascarar al traidor. Al amanecer, cansado ya de buscar una solución y sin
encontrarla, decidió dedicar algo de tiempo a una misión que se le antojaba
menos complicada: buscar la manera adecuada de disculparse con el impasible
capitán Aronath.
CAPÍTULO 2
Los himnos

El sonido cristalino de los cantos se oía amortiguado a través de la ventana.


El sol resplandecía sobre el cristal teñido de dorado y rojo. Ya brillaba alto y en
los patios se escuchaban las conversaciones a media voz y el canto de los
pájaros.

Los dormitorios estaban vacíos a esas horas. Los campeones, los


sacerdotes, los peregrinos, todos habían abandonado sus habitaciones al
despuntar la mañana, pero en una de ellas, dos elfos dormían sobre las sábanas
deshechas de una de las camas. El más grande abrazaba posesivamente al pálido
elfo de aspecto albino, que dormía apaciblemente con los brazos de su
compañero enredados en el cuello, casi estrangulándole.

Los sueños no habían acudido aquella noche a perturbar el descanso del


brujo, que se había sumido en una oscuridad espesa y acogedora. Fue el
movimiento de quien le abrazaba el que le hizo despertar, cuando los brazos
aflojaron la presa a su alrededor y el poderoso cuerpo se desperezó como el de
un enorme felino.

«¿Qué ha pasado…?», se preguntó al parpadear, confuso por la luz brillante


del sol y el hecho infrecuente de amanecer acompañado.

—Por la luz de Andros… —resolló al recordar, tirando de las sábanas para


cubrirse cuando sintió el movimiento a su lado.

Se quedó en silencio unos instantes, encogido debajo de las sábanas,


intentando poner orden en sus recuerdos inconexos. Las voces de los sacerdotes
entonando los himnos al sol en las ceremonias matutinas se elevaron desde los
templos, llegaron hasta sus oídos con sus notas místicas y cristalinas. Eran
cantos destinados a elevar el espíritu, pero la inquietud comenzó a invadirle.

«Ha ocurrido… Lo has hecho. Has permitido que…».

Reparó entonces en los cánticos y se incorporó con un sobresalto. Los


recuerdos, el olor del sexo en las sábanas, la dolorosa prueba de lo que había
pasado, todo quedó en un conveniente segundo plano cuando fue consciente de
la situación. Un calor incómodo le sacudió desde el pecho hasta las mejillas.

—¡Los himnos!

Se levantó, presuroso, y comenzó a buscar sus prendas por la habitación,


intentando que las sábanas no se desprendieran de su cintura. Las manos le
temblaban, su corazón comenzó a latir encogido por la ansiedad.

—¿Qué ocurre? ¿Nunca los has escuchado? —La voz perezosa de Valantir
le hizo contener el aliento unos instantes.

—Significa que son las diez, debíamos estar a las siete en el templo para la
meditación y…

—Tonterías —El campeón soltó una suave risa, ronca, aún adormilado.

«Mi cama», pensó Haldren, intentando no dirigirle la mirada mientras


buscaba sus prendas.

Estaban arrugadas y Haldren tenía la impresión de que olían a sexo, de que


el olor de Valantir, especiado, potente, las marcaba. Todos se darían cuenta de lo
que había sucedido nada más verle. Todos lo sabrían. Él mismo, su piel y hasta
sus cabellos olían a Valantir. Olía a pecado y concupiscencia, a descontrol. Era
intolerable.

—Nadie se va a dar cuenta de que no estás —dijo Valantir despreocupado


—. No te agobies tanto, lo tengo todo bajo control.

—¿Cómo vas a tenerlo bajo control? Pasarán lista, se darán cuenta. Ya se


han debido dar cuenta.

—¿Que pasarán lista, qué tontería es esa?

—Es lo que se hace en los entrenamientos. Se llama disciplina, puede que


te resulte una palabra desconocida a tenor de tu actitud.

Valantir volvió a reírse, poniéndose en pie pesadamente. Haldren le vió por


el rabillo del ojo, con la negra melena leonina desordenada y el gesto adormilado
de un león al sol.
«Ha dormido bien, el muy hijo de…».

—Solo te has saltado el saludo al sol y la meditación… aún tienes tiempo


para llegar antes de que pasen lista, princesa —El calor le subió violentamente a
las mejillas, y se volvió para enfrentarle, pero Valantir siguió hablando—. De
hecho, te da tiempo a chupármela antes.

Su mente tardó unos instantes en asimilar lo que acababa de decirle. Los


himnos sonaban de fondo, pero ya no tenían ninguna importancia. Apretó las
prendas que había reunido contra el pecho, sujetándose la sábana con fuerza.

—¡¿Qué?! —Le miró perplejo e indignado—. No voy a hacer eso, voy a


adecentarme y a ir a trabajar, que es donde deberías estar yendo tú también.

Valantir comenzó a desabrocharse el pantalón con una sonrisa beatífica.

—Luego —respondió acercándose a él.

—¿A qué has venido a este lugar? Esto no es un maldito prostíbulo, ni yo…

Los ojos del campeón brillaron con avidez. Haldren no había acertado a
apartarse y se encontró mirándole fijamente, con los dedos de Valantir cerrados
en su mentón y su rostro a escasos milímetros. El aliento caliente le rozó los
labios cuando habló.

—¿Mi puta? —murmuró.

Las palabras se diluyeron entre los labios del brujo. Valantir miraba sus
ojos, parecía penetrarlos, leer en su mente y despojarla de todos sus secretos,
luego bajó la vista, observó la nariz del brujo y su boca, el carnoso labio inferior,
entreabierto por una suerte de fascinación.

—Anoche lo fuiste… —continuó—. Anoche fuiste mi puta, y te gustó.

—¡No me gustó! —respondió el brujo, negando con vehemencia, luchando


contra aquella fascinación que le había embargado—. Tú me obligas a todo eso.
Tú has…

—Sí, y te gustó —le cortó, apretando más su mentón, acercándose tanto


que sus labios casi se rozaban al hablar—. Gemías como una perra en celo, ¿lo
recuerdas? ¿O quieres que te refresque la memoria?

—No necesito que me recuerdes nada —espetó Haldren, con voz venenosa
—. Lo que quiero es que me dejes olvidarlo.

—Vaya putita mentirosa —respondió Valantir, sonriendo a medias—. Suelta


esa ropa.

—No —Haldren apretó las prendas contra su cuerpo, pero no se movió,


como si la mirada del campeón le hubiera anclado al suelo—. No voy a perder el
tiempo con esto.

Valantir soltó bruscamente la barbilla del brujo y le quitó la ropa de un


tirón. La sábana cayó al suelo junto al jubón y las hombreras de su equipo, pero
Haldren llevaba aún los pantalones y las botas puestos, tal y como se había
quedado la noche anterior. El campeón miró la abultada entrepierna del brujo y
le agarró del brazo, atrayéndole hacia sí con brusquedad cuando intentó zafarse.

—Qué confusión… ¿verdad? —dijo empujándolo contra sí. Haldren


interpuso las manos entre los dos, abriéndolas sobre su pecho e intentando
imponer distancia—. Estar tan excitado y no tener ningún control. No sufras,
princesa… yo sé lo que quieres, y te lo voy a dar.

El brujo levantó una mano repentinamente.

—No me llames princ…

Valantir le agarró las muñecas y le mantuvo las manos sobre su pecho,


deteniendo el golpe que iba a impactar en su rostro. Antes de que pudiera
terminar la frase irrumpió en su boca con un beso violento y asfixiante. Haldren
se revolvió, le clavó las uñas sobre los pectorales y le arañó, le mordió la boca y
jadeó hasta que finalmente se rindió al beso, como si a través de la saliva
hubieran compartido el vapor del loto. La sangre cosquilleó en sus venas, se
calentó y diluyó sus pensamientos mientras la lengua de Valantir se apoderaba de
él.

La presa férrea en sus manos se soltó, pero Haldren ya no intentó golpearle,


le clavó las uñas con más fuerza mientras le besaba, y dejó de hacerlo cuando
Valantir colocó las manos sobre sus hombros y le obligó a arrodillarse. El brujo
rompió el beso y cayó de rodillas, respirando agitadamente, asfixiado por la
excitación y el ardiente intercambio.

Se había dejado caer sin oponer resistencia. ¿Qué le estaba ocurriendo?


¿Cómo podía dominarle de esa manera? ¿Y por qué le excitaba tanto sentirse
humillado, vencido ante él? No quería luchar, y eso le asustaba. Dejar de luchar
era morir para un brujo.

—Hazlo bien y te podrás ir. Pero si no me satisfaces tendré que encontrar


otro modo…

—¿Por qué haces esto? —resolló el brujo. El tirón en sus cabellos le obligó
a alzar la mirada hacia Valantir, que pegó las caderas a su rostro, con los
pantalones abiertos.

El odio se prendió en los ojos de Haldren de pronto.

—No hagas preguntas. Sácala, vamos. Se te va a hacer tarde.

Negó con la cabeza, sacudiéndose de su agarre y provocando que le hiciera


daño al afianzarle.

—Creía que éramos nosotros los indignos en este templo —dijo entre
dientes, venenoso—, pero me equivocaba. Tú eres peor que el más corrupto de
entre los míos.

El campeón le respondió con una risa grave, ronroneante, que erizó la piel
de Haldren. Maldita fuera aquella voz, maldito fuera él por reaccionar así ante él.

—Qué dramático… —Fue el mismo Valantir el que se metió la mano en el


pantalón y liberó su miembro justo frente al rostro de Haldren, que mantenía la
mirada furiosa puesta en sus ojos, esforzándose por no mirarlo—. No quieres
mirarla porque temes que te guste, ¿eh? Pero ya te encanta —Deslizó la punta
caliente sobre sus labios, delineándolos. Haldren intentó no respirar, pero el
perfume del sexo y la sangre inundó sus fosas nasales y le provocó un
estremecimiento de hambre—. Mírala.

Otro tirón en el pelo le obligó a bajar la cabeza. La fuerza exigente de


Valantir no le permitía levantarla de nuevo, con el puño cerrado su nuca y una
mata de su pelo tirante y sujeta.
Haldren cerró los ojos, apretando los labios.

—Estás perdiendo el tiempo. Abre los ojos… o le contaré a todo el mundo


que te he follado.

—¡No te atreverás! —Se agitó de pronto el brujo, poniendo las manos sobre
sus piernas e intentando apartarse.

—Ponme a prueba —dijo el campeón, afianzando su presa cuando Haldren


alzó los ojos hacia él, rabioso—. Mírala.

Le aguantó la mirada unos instantes, con el aire digno de un príncipe puesto


de rodillas en plena batalla, como si esa máscara aún fuera para él, y con la
misma expresión, bajó la mirada al sexo erguido ante él.

Se alzaba a la sombra de los bruñidos abdominales. Grande, grueso y


estilizado. Haldren sintió cómo la vergüenza le quemaba el pecho y subía por su
garganta hasta cerrarla. La piel tersa tenía un aspecto suave y apetecible, el brujo
ya lo había visto antes, y tenía su olor grabado a fuego en el subconsciente. No
solo era la vergüenza lo que sofocaba su respiración, ella era como la cadena que
le impedía liberarse, aceptar que aquella posición le estaba enloqueciendo, y no
podía aceptar eso ante Valantir. Ni ante nadie.

—Dime… ¿qué te parece? —La sonrisa perversa de Valantir se dibujó en lo


alto.

—Me da náuseas —respondió en un susurro estremecido, fija la mirada en


el sexo dispuesto.

—Qué maleducado —espetó en un murmullo el campeón, tirando de sus


cabellos—. Pues la vas a catar igual.

Haldren apenas tuvo tiempo de tomar aire antes de que su boca se viera
invadida repentinamente por la carne dura y ardiente. Se agarró de los
pantalones de Valantir con fuerza, levantando la cabeza al verse obligado a ello
por el fuerte tirón en sus cabellos. El odio se prendió de nuevo en su mirada, fija
en la del campeón. Su cuerpo se vio sacudido por una arcada ante la violencia de
la irrupción, pero cuando Valantir comenzó a moverse, empujando las caderas
contra su rostro y obligándole a mantenerlo erguido, su saliva comenzó a
lubricar la suculenta carne, extendida por la caricia de su lengua.
Ya no tenía por qué resistirse. Valantir le sujetaba con fuerza, marcaba el
ritmo, le obligaba a beber del cáliz como había hecho la noche anterior, y el
brujo comenzó a hacerlo por sí mismo. El ardor en sus ojos comenzó a diluirse,
sus párpados se entrecerraron mientras libaba la sabrosa piel. Su boca se abría
sin resistencia, acogedora, dulce como la entrega, ardiente.

—Eso es… Ah… así me gusta —El susurro lujurioso intensificó el hambre
de Haldren. La voz del campeón se volvía resbaladiza, ronca.

Alzó la mirada y encontró los ojos ardientes fijos en él, con los párpados
entrecerrados. El pelo, oscuro como la noche, le caía por delante del rostro.
Apretaba los dientes mientras le embestía, jadeando, tensándose con cada
movimiento. La caricia áspera de los dedos del campeón en sus labios le hizo
cerrar los ojos un instante, estremecido. Liberó un resuello ahogado sobre la piel
empapada de saliva.

—Esta es la cara más sincera que has puesto en años… estoy seguro.

El sonido de la voz de Valantir se alzaba sobre el de de sus propias


succiones, excitándole aun más. El ruido húmedo, tosco y obsceno que
provocaba al entrar y salir de su boca dibujó una imagen de sí mismo en su
mente, arrodillado ante el imponente campeón, con las manos cerradas en sus
pantalones mientras engullía con gesto abandonado y ferviente. Aquella
evocación de sí mismo le sacudió con sensaciones contradictorias, pero el pudor
apenas se imponía sobre la creciente e inexplicable excitación que le impulsaba a
acogerlo con mayor profundidad en cada embestida. Apretado por la tela del
pantalón su propio sexo pulsaba, pujante, congestionado hasta el borde del dolor.

Lamía enardecidamente cuando la carne comenzó a palpitar con fuerza.


Valantir tiró con más fiereza de su pelo. Emitiendo un quejido bronco al
tensarse, sacó el sexo de su boca, haciéndolo resbalar sobre sus labios un par de
veces antes de hundirlo con una estocada firme y prolongada. El pulso se aceleró
bajo la piel del duro miembro entre sus labios, lo sintió estallar dentro de su
boca, derramándose en una oleada intensa, líquida, de sabor amargo y potente.
Valantir le sujetaba mientras se derramaba sobre su lengua, contrayéndose y
gimiendo, impidiéndole apartarse. Haldren cerró los ojos con fuerza, gimió e
intentó escupir el líquido, pero entonces Valantir habló.

—Agh… sí, sí. Traga… eso es… buen chico —farfulló, parpadeando con
fuerza mientras intentaba mirar al brujo, sacudido por los espasmos del orgasmo.

La garganta de Haldren se contrajo. Un nuevo calambre de placer mordió


entre sus piernas. Las palabras le rindieron entre las manos de Valantir, y engulló
el líquido de sabor especiado, rebelándose contra su propia represión. No era el
líquido ardiente que bajaba como la esencia del loto arcano por su garganta lo
que le producía rechazo, era su propia hambre, enloquecedora, que le pedía más
de aquel fuego. Quería matarla, y solo podría matarla alimentándose. Así que
tragó, lamió y succionó, desesperado por que cesara, limpiando los restos con la
lengua con los ojos cerrados.

Valantir le limpió las comisuras de los labios con los dedos y sacó el sexo
de su boca, guardándolo de nuevo en sus pantalones, jadeando.

—Así se empieza bien el día, ¿no crees? —dijo el campeón, dándole un par
de palmadas en las mejillas, como lo habría hecho con un buen perro.

Los dedos de Haldren resbalaron por su pantalón, soltándose, y dejó caer la


cabeza hacia adelante, apoyándose en el suelo con las manos abiertas, respirando
sofocadamente, mareado como si hubiera estado fumando de la pipa. Escuchó
los pasos de Valantir amortiguados por las alfombras cuando fue a vestirse, y
luego el tintineo de las piezas de su armadura.

Tenía su sabor en la boca, y a duras penas acertaba a pensar en lo que debía


hacer, solo quería que regresara, que sus manos le liberasen de la tortura que
estaba viviendo, que le obligase a arder sobre el colchón de su cama. Pero nada
brotó de su boca salvo el aliento entrecortado.

Valantir cogió el escudo y la celada y se puso el tabardo de la Orden


Carmesí. Haldren le observó mientras se vestía. Aquella celada estaba reservada
a los mejores de entre los suyos, no podía entender qué hacía él allí, portando
aquellos símbolos sagrados, pero recordaba historias sobre los Caballeros de
Endorel. Se habían unido años atrás a los Carmesíes, unificando a los campeones
de Andros en una sola facción en pro de la paz. Su moral era más laxa, no
veneraban a Andros como hacían los Carmesíes, ellos encarnaban su lado más
agresivo, el fuego vengador y la fuerza implacable del Dios Sol. ¿Sería Valantir
uno de ellos?

—Venga, vas a llegar tarde —apremió al brujo, que parpadeó como si


acabase de despertar de una ensoñación y observó confuso a su alrededor—. No
te entretengas, princesa. Te veo en el entrenamiento.

Haldren se puso en pie sin dirigirle la mirada, en silencio. Se ordenó el


cabello y recogió su ropa, dirigiéndose hacia el baño. Iba a llegar tarde, él iba a
llegar tarde por culpa de Valantir, pero si había algo que podía avergonzarle y
humillarle más que su propia falta de disciplina, era que los demás sospecharan
la razón de su retraso.

Olía a Valantir, todo él, incluso su boca, en la que aún guardaba el regusto
amargo del semen del campeón. Su imagen de rodillas ante él volvió a asaltarle,
y se sintió sofocado, incapaz de contener la excitación.

—Y acuérdate de llevar algún demonio, o algo —rio Valantir antes de


cerrar la puerta—. Se supone que eres un brujo.

—Hijo de perra…—masculló Haldren al encerrarse en el pequeño baño.

Llegar tarde era ahora lo que menos le preocupaba, tenía que poner una
solución al estado en el que le había dejado el campeón, así que abrió la espita
del agua fría y se metió debajo del chorro después de desnudarse, frotándose
furiosamente con el jabón, intentando arrancar el olor enloquecedor de su piel y
apagar el fuego que ardía debajo de ella.

Por más que frotó, el olor quedó instalado en su olfato y una sensación de
insatisfacción siguió revolviéndose en su estómago cuando al fin logró calmarse
lo suficiente como para vestirse con ropa limpia y acudir donde debía estar desde
hacía horas.

Acción y reacción

Su falta pasó desapercibida, como Valantir había augurado. Nadie llamó su


atención al llegar al patio de entrenamiento donde todos se reunían y ya
comenzaban con sus rutinas. El capitán no le amonestó en ninguno de sus
continuos vaivenes entre las zonas de entrenamiento, pero Haldren no podía
dejar de sentirse molesto por el hecho de haber sido el más impuntual entre los
propios brujos. En su larga carrera nunca le había pasado nada parecido, y
mucho menos por una razón como la que tenía.

El motivo aún estaba allí pasada la media tarde, esquivando con indolencia
los ataques furiosos de uno de sus demonios invocados: un terrible guerrero
dorgón, una raza de demonios de apariencia humanoide que era usada como
fuerza de choque en el Ejército del Crepúsculo. El enorme demonio sacaba tres
cabezas al campeón que, haciendo alarde de su fuerza, detenía los golpes del
hacha oxidada. El dorgón gruñía y rugía con cada golpe, sometido a la voluntad
del brujo que lo dominaba.

El papel de Haldren era mantener a la criatura bajo control hasta tal punto
que solo pudiera obedecer sus órdenes, haciendo uso de sus facultades contra los
enemigos del brujo, o en este caso, contra Valantir. Los dorgón eran usados por
su fuerza y su imponente aspecto para luchar cuerpo a cuerpo; eran guerreros
fieros con una sed de sangre insaciable, de piel púrpura y músculos
desmesuradamente grandes, tenían la anatomía salpicada de escamas y
protuberancias en forma de pinchos y cuernos brotaban de su cabeza lampiña y
de sus articulaciones. Eran capaces de, entre otras cosas, inflamar el aire a su
alrededor con la magia oscura y reducir a sus enemigos a cenizas cuando no
conseguían convertirlos en pulpa a base de golpes con sus horribles armas. No
eran especialmente inteligentes, pero eran fuertes y resistentes, suficiente para
servir de protectores a sus amos mortales.

—¿No te aburres de perder el tiempo? —El campeón volvió a hacer uno de


sus comentarios irritantes.

Haldren apenas le había dirigido una palabra en todo el día, cumpliendo a


rajatabla con el horario que les había sido entregado, al menos desde el momento
en que pudo hacerlo, pero Valantir, de vez en cuando, le hablaba, poniendo sus
nervios a prueba.

—Céntrate —espetó, concentrado en el demonio—. Eres tú el que nos hace


perder el tiempo constantemente.

El dorgón cargó contra Valantir, que en una muestra de agilidad le esquivó


y le golpeó con el escudo lleno de bordes afilados en la espalda. El demonio
rugió. Valantir echó una mirada al brujo y sonrió con malicia.

—Para desperdiciarlo en esto podríamos habernos quedado en la


habitación.

El brujo espetó un par de órdenes en el repulsivo lenguaje de los demonios


y el dorgón contraatacó enfurecido. El fuerte sonido de los golpes del hacha
contra el escudo de Valantir resonó por todo el patio. El capitán Aronath volvió a
cruzar el recinto, observando satisfecho los avances del entrenamiento y la
facilidad con la que Valantir se enfrentaba al demonio, luego desapareció por
uno de los arcos ojivales de las galerías.

—¿Es que no sabes hacer nada mejor? Estoy harto de enfrentarme a


demonios como este en las Islas Veladas —volvió a hablar el campeón,
esquivando otro golpe brutal como quien ejecuta el paso de un baile mil veces
ensayado.

Aquel dorgón no era precisamente débil, ninguno de sus demonios lo era.


Haldren había desarrollado su poder lo suficiente como para encadenar a
demonios mayores, y los dorgones no eran nada fácil de manejar para un novato.
Era plenamente consciente de que el campeón solo quería provocarle, y había
estado aguantando durante todo el día sus comentarios y burlas.

—Se te da mejor chupar pollas que la brujería.

El calor ardiente le subió desde el estómago y no pudo contenerlo. Sintió


cómo se encendían las marcas demoníacas en su piel, contagiadas de la ira que
esa única frase provocó dentro de sí. Sus ojos brillaron con el fuego púrpura
antes de que este se materializara en sus manos y se condensara entre ellas. La
esfera de llamas cruzó los metros que los separaban con un rugido flamígero e
impactó contra el campeón, que retrocedió varios pasos y fue embestido por el
demonio.

Haldren respiraba con los dientes apretados, el corazón acelerado y la


sangre inflamada en las venas.

«No voy a permitir que me insulte de esta manera. Todo lo que ha pasado…
todo lo que he… Es su culpa».

La risa cáustica de Valantir se dejó oír tras el impacto del dorgón contra su
escudo. El golpe le hizo retroceder, pero se afianzó.

—Céntrate, Haldren —dijo alzando la voz con un tono irónico—. Eso se te


ha escapado.

—No se me ha escapado, ha ido justo donde quería que fuera.

El campeón rio.

—Bien, con que esas tenemos. —Un relampagueo dorado le hizo


entrecerrar los ojos. El dorgón rugió cuando la luz impactó en su cuerpo,
retrocedió y cuando se impulsó para volver a embestir con el arma un resplandor
cegador emanó de Valantir, cegando al demonio, que quedó confuso durante
unos instantes—. ¿Quieres jugar? Enséñame lo que sabes hacer.

Neutralizado el demonio, el campeón se volvió y se lanzó contra él, con el


escudo por delante. Haldren escupió un hechizo de repulsión, usando de nuevo
las palabras del Lenguaje Prohibido, que hacían sonar su voz más grave y
afilada. El gesto del campeón se crispó durante unos segundos, detuvo la carrera
y Haldren pensó que iba a soltar el escudo y a huir embargado por el terror que
inspiraba el hechizo, pero no lo hizo. La luz vibró a su alrededor y la energía
oscura que se acumulaba en el ambiente se diluyó. El brujo desenfundó la daga
pero no tuvo tiempo de defenderse, la misma luz que acababa de evaporar su
hechizo se condensó y estalló contra él. Haldren trastabilló con la visión llena de
puntos luminosos y un dolor electrizante recorriéndole cada músculo, como si
hubiera recibido una descarga eléctrica especialmente abrasiva.

El campeón alzó su escudo e iba a descargar un golpe contra el brujo


cuando el dorgón cargó contra él, apartándole de Haldren con un golpe violento.
Valantir ni siquiera cayó al suelo. Se apartó unos pasos del demonio,
afianzándose, y se cubrió con el escudo, riéndose con desdén.
—Tranquilo, ahora vuelvo contigo —indicó al brujo mientras enfrentaba al
demonio.

Haldren aprovechó el momento, aún cegado por la luz y con la sangre


efervesciendo en sus venas, comenzó a invocar en un tono gutural, llamando por
su nombre a los canes infernales que respondían a su llamada. El suelo burbujeó
de magia oscura alrededor del campeón, y como si se hubiera vuelto líquido y
maleable, escupió tres seres que recordaban remotamente a perros: de morro
alargado y fibroso, sin ojos, y con una mandíbula llena de dientes afilados que se
abría hasta la nuca. Las garras de los demonios se proyectaron hacia Valantir
mientras aullaban, respondiendo a las órdenes que escupía Haldren con furia. El
brujo no se reconocía, ni siquiera era consciente de lo que estaba haciendo, solo
quería silenciarle, vengar su maltrecha dignidad, demostrarle que él también
podía imponerse si lo deseaba.

Pero en su acceso de ira no estaba teniendo en cuenta su posición en el


combate. Él no había sido llamado para enfrentar a los campeones, había sido
llamado para aprender a luchar con ellos, y los Campeones de Andros eran
especialmente letales contra los demonios.

Los canes aullaron cuando la luz estalló, un resplandor potente se extendió


como un pulso desde el escudo, reflejando la luz cegadora y tremendamente
dolorosa para los demonios. Ni los canes ni el dorgón habían logrado alcanzarle
cuando fueron impulsados hacia atrás por la oleada candente y cayeron al suelo,
confusos y malheridos por la luz que abrasaba la sangre en sus venas.

Hasta Haldren pudo notarla, haciendo que las marcas de su piel prendieran
con un escozor punzante como el de una quemadura. Retrocedió al ver a Valantir
avanzar, pasando por encima del cuerpo tembloroso de uno de los canes, con una
sonrisa peligrosa en el rostro. El brujo comenzó a conjurar una maldición.

—¡Akhor’nathal! ¡Kil manshar, draanesh!

Valantir siguió avanzando hacia él. Apretó los dientes con fuerza, en un
gesto de dolor contenido, y lanzó el escudo contra él, resistiéndose a la agonía
que aquella maldición provocaba. Haldren intentó apartarse de la trayectoria
pero el golpe devastador impactó en su hombro derecho y le hizo caer, soltando
la daga, con la hombrera destrozada por los bordes afilados y la piel lacerada.
Desesperadamente, siguió invocando a las sombras y a los demonios. Cinco
pequeños trasgos de orejas puntiagudas y dientes afilados, negros como el
ébano, se materializaron de la nada y corrieron hacia el campeón, se lanzaron
contra él y se colgaron de sus brazos y piernas, mordiendo sobre la armadura.
Ellos tampoco duraron demasiado, la luz volvió a brillar y las criaturas, entre
desagradables gritos, cayeron al suelo y se arrastraron en busca de cobertura.
Haldren mantenía la mano alzada ante él, escupiendo los conjuros sin detener el
avance del campeón.

El primer golpe vino acompañado de la vibración de la contramagia. Sintió


cómo su propia magia se acallaba y era absorbida por la energía liberada por
Valantir. Siguió escupiendo las palabras profanas, hasta que un nuevo golpe en el
estómago hizo que se ahogaran en su garganta. Las puntas de acero de las botas
del campeón convertían cada golpe en un impacto brutal, y cuando la luz volvió
a brillar, descargando su furia contra él, su conciencia parpadeó y se apagó,
dejándole a merced de la fría furia de Valantir.

Los pequeños trasgos y los canes, unos asustados y otros renqueantes,


desaparecieron como si nunca hubieran estado, pero el enorme dorgón se
recuperaba del último ataque. Aún estaba atado a su amo y estaba obligado a
defenderle por imposición del pacto de sangre que compartían, así que no fue la
lealtad lo que le impulsó a lanzarse sobre Valantir, furibundo, sino la magia que
le ataba a su señor. El campeón se lanzó sobre él, como una bestia, antes de que
el demonio atinara a golpearle. El hacha pesaba demasiado, y era más lento que
el elfo, que le hizo caer de espaldas contra el suelo.

La sangre púrpura comenzó a saltar bajo los brutales golpes del escudo
sobre el rostro y el pecho del demonio, en un asalto tan bestial que hizo saltar
escamas y esquirlas de hueso y acabó por manchar el suelo y al propio campeón
de la sangre corrupta. El escudo prendió chispas sobre el pavimento cuando el
dorgón se evaporó entre girones de sombras y sangre púrpura. El campeón siguió
golpeando hasta darse cuenta de que ya no quedaba nada de él, luego, se puso en
pie, conteniendo los resuellos, manchado de las salpicaduras de la sangre
demoníaca.

—¿Estás despierto, Copito de Nieve? —preguntó acercándose a Haldren, y


asestándole una patada para espabilarle.

El brujo se encogió, volviendo a la realidad con la voz burlona y tensa de


Valantir. Miró alrededor. No quedaba ni uno solo de sus demonios.
—Hijo de… —tosió, y escupió sangre sobre el pavimento. El estómago y el
hombro le dolían terriblemente, y la sangre parecía quemarle en las venas.

—Esto no es entrenar, idiota —dijo con desprecio, mirándole desde arriba


mientras se limpiaba un hilo de sangre de la boca—. Si es lo que quieres hacer
cada día, me parece bien. Pero es absurdo, y tú un inmaduro.

Haldren apretó los dientes y se incorporó apoyándose en el suelo, intentó


alcanzar la daga al verla tirada en el suelo, pero Valantir le puso un pie en la
espalda, haciéndole caer de nuevo contra el pavimento e inmovilizándole.

—Si de verdad eres tan digno y tan listo como te las das, trabaja en equipo
en lugar de usar los entrenamientos para intentar vengarte porque te he echado el
mejor polvo que has tenido en tu vida.

—¿Es que quieres que te dé las gracias? —espetó el brujo, con la voz ronca.

—Deberías, viendo la clase de bichos de los que te rodeas…

—No voy a darte las gracias —escupió con rabia Haldren—, eres escoria, y
sabes lo que has hecho…

Valantir se agachó y le agarró de la pechera para ponerle de rodillas, tirando


de su ropa.

—¿Sí? ¿Qué he hecho?

—¡Suéltame!

—Dime qué he hecho. ¿Te he hecho daño? ¿He sido malo?

—Me has…—La voz se le ahogó. Se agarró de los brazos del campeón, e


intentó que le soltara sin ningún éxito.

—¿Violado? —Valantir le miró intensamente y acercó una mano a su rostro


para limpiarle la sangre de los labios. Volvía a estar de rodillas ante él,
humillado, y esta vez merecía esa posición.

Una sensación enfermiza despertó en su estómago, mezcla de deseo y


vergüenza. La imagen teñida de rojo de lo que había sucedido aquella mañana
parpadeó en su mente.

«Le mataré», se dijo, intentando convencerse. «Lo haré mientras duerme, le


envenenaré con la sangre de los demonios. Le mataré, maldito sea. Puedo
hacerlo, aún estoy a tiempo. Puedo hacerlo cuando quiera».

—¿Es lo que he hecho? —continuó—. ¿Y me odias, y no quieres que


vuelva a ocurrir?

«Te mataré…».

—Dímelo, y no volveré a hacerlo. Te respetaré, no volveré a tocarte.

No le creía. No podía creerle. No quería creerle.

¿Cómo podía sentirse así después de que le hubiese golpeado? ¿Cómo ese
simple roce en sus labios podía despertar sus más terribles anhelos? Tal vez
Sidian estaba en lo cierto, y estaba cayendo en la locura de los brujos.

—No vuelvas a hacerlo…—dijo resollando.

—¿Te lo has tenido que pensar? —preguntó el campeón con una sonrisa
maliciosa.

—No —respondió de inmediato—. No vuelvas a hacerlo.

—De acuerdo.

Valantir le soltó y el brujo iba a ponerse en pie cuando la luz cayó de nuevo
sobre él. Un latigazo tan intenso como una embestida sexual, que lejos de
propagar el dolor por sus venas, le hizo arquearse y soltar un gemido de placer.
La sensación cálida, energizante, se extendió por su carne y hormigueo con un
toque sanador en sus heridas, aliviando su dolor.

—Lástima que esta sea la última vez que voy a escucharte gemir —dijo el
campeón, agarrándole del brazo y ayudándole a levantarse—. Aunque tú sí
podrás oírme a mí, claro. Esta noche llevaré a alguien a la habitación para
hacerle las cosas que te he hecho a ti. Aún no sé quién será.

—No me importa lo que hagas —espetó Haldren al ponerse en pie. A su


pesar, tuvo que ayudarse en Valantir.

—Claro que no te importa… ¿por qué iba a importarte?

El capitán Aronath volvió a cruzar el patio. El campeón le hizo un gesto


con el pulgar, señalando que todo iba bien, el elfo asintió y siguió con su camino.
No quedaba nadie más que ellos en aquel patio, y Haldren agradecía no haber
tenido testigos de su vergonzosa falta de control y su patético intento de
venganza. Había actuado sin pensar, como no lo había hecho jamás en su vida.

—Haz lo que quieras, pero no te acerques a mí —espetó el brujo,


liberándose de él con un tirón brusco.

El campeón rió y le soltó, recogió la daga del suelo y se acercó de nuevo


para enfundársela en el cinto al brujo, encajándola en la vaina con un
movimiento firme y la mirada fija en los ojos de Haldren.

—Si eso es lo que quieres… —dijo en un ronroneo seductor—. Ahora,


vámonos. Tienes que curarte, te he roto la cara.

—Sé curarme solo.

—Camina delante, y no repliques.

Haldren le mantuvo la mirada unos instantes, alzando el rostro con toda la


entereza que era capaz de reunir. El campeón acababa de revolcarle por los
suelos y ni esa humillación bastaba para alejarle de su pernicioso influjo. Estaba
cansado de luchar contra eso.

Finalmente, se dio la vuelta y caminó por delante de él. Los pasos del
campeón, rítmicos, metálicos, sonaban a sus espaldas. Le imaginó sonriendo
turbiamente, triunfante, con los ojos fijos en él.

—¿Ves? Todo va bien si simplemente haces lo que te digo. No tienes que


pensar, no tienes que tomar decisiones, no tienes que preocuparte.

El brujo no replicó. Caminaba erguido por las galerías, en silencio, mientras


Valantir marcaba un compás constante con sus pasos. Era consciente de su
presencia a sus espaldas, e incluso de su mirada, como si el fuego que
albergaban sus ojos estuviera quemándole la nuca, atravesándole.
«No va a tocarme. Ha dicho que no lo volverá a hacer… como si pudiera
creerle. Como si no hubiera demostrado que puede hacerlo cuando le venga en
gana».

—Me da pereza tener que buscarme a otro, o a otra, pero si tan descontento
estás… —Haldren apretó los dientes al escuchar el tono ligero con el que
hablaba—. La verdad es que eres bastante inquietante, no era muy placentero
que me la chuparas.

—No es lo que parecía… —replicó. Valantir rió a sus espaldas.

—Tienes potencial, pero te falta entusiasmo. Es esa expresión tuya… tan


poco atractiva.

«Bastardo. Maldito hijo de… ».

—Bien, entonces saldremos ganando con esto —dijo el brujo, molesto.

—Sí, eso sin duda.

¿Qué demonios le importaba lo que opinase? Es más, ¿por qué tenía que
opinar? Le había pasado por encima, ignorando sus peticiones, anulándole…
¿por qué le irritaba tanto que le dijera eso? Una sensación desagradable despertó
en su estómago. ¿Qué le importaba defraudarle? Y lo que era peor, ¿por qué le
molestaba tanto la sola idea de que le sustituyera?

Algunas parejas más volvían a los dormitorios tras los entrenamientos. Aún
tenían un rato para adecentarse y descansar antes de que se sirviera la cena.
Algunos charlaban animadamente, otros caminaban en silencio, pero ninguno de
ellos regresaba herido como lo estaba haciendo Haldren, que se esforzaba por
caminar con normalidad y no esbozar un solo gesto de dolor.

«No soy su puta… Ni siquiera quiero esto. Me estoy volviendo loco».


El favor de la luz

Hicieron el resto del camino en silencio, Haldren masticando su irritación y


Valantir caminando tras él. El brujo no dejó de sentir aquella aplastante mirada
durante todo el trayecto, hasta que al fin llegaron a la habitación y el campeón se
adelantó.

—Bueno… espero que así se terminen todos nuestros problemas —dijo


quitándose la celada y las hombreras y tirándolas sobre su cama.

—No debieron empezar. Ni siquiera debió ocurrir.

—Vaya, has hecho la cama esta mañana —dijo Valantir, ignorando su


comentario. Haldren le miró, entrando con recelo en la habitación.

—No me gusta el desorden.

—Así que por eso te has retrasado tanto.

—Me he retrasado porque…

—No, si solo me la hubieras chupado habríamos llegado justo a tiempo. De


hecho, yo llegué justo a tiempo.

—No importa. No va a volver a ocurrir porque no vas a volver a tocarme —


respondió con un tono contenido, y se dirigió hacia el cuarto de baño.

—Ven —Haldren detuvo sus pasos al escucharle.

El corazón se le aceleró.

«Maldito sea. Maldito sea yo. ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto? ¿Por qué
no puedo seguir con mi vida tranquilamente?».

—Voy a curarte. Ven aquí.


Tomó aire y se dio la vuelta, contemplándole con su habitual y sosegada
dignidad. Valantir se acercó, mirándole directamente con una ambigua
intensidad.

—Quítate la ropa.

—¿Para qué?

—Haz lo que te digo, voy a curarte. No voy a tocarte, te lo he prometido.

El brujo le observó unos instantes en silencio, como si intentase descifrar


sus intenciones. La mirada intensa de Valantir no se apartaba de él. Era difícil
creerle, aquel aire depredador no le abandonaba, y aunque fuera un campeón de
Andros, Haldren había visto lo suficiente para saber que no tenía moral, ¿qué
significaba una promesa para alguien como Valantir? Seguramente nada.

No le creía, o tal vez, no quería creerle. Fuera como fuera, Haldren se dio la
vuelta y comenzó a desnudarse. Lo hizo en un orden preciso, con gestos
medidos, casi rituales: primero los broches de su capa, luego las hombreras,
después la guerrera bordada, y después de quitarse cada prenda fue doblándolas
y dejándolas en orden sobre la cama de Valantir, aunque estuvieran sucias de
sangre y desgarradas donde el campeón le había golpeado con el escudo.
Continuó desnudándose hasta dejar los pantalones sobre la cama, junto al resto
de prendas, y las botas dispuestas sobre la alfombra.

—Quítate la ropa interior.

—No necesitas eso para nada.

—Soy yo el que decide lo que es necesario, ¿de acuerdo? —respondió el


campeón con tranquilidad—. Ahora quítatela.

Hizo como se le pedía. De espaldas a él, se cubrió la entrepierna con las


manos al quedar del todo desnudo.

—Buen chico… —dijo Valantir tras él.

Un escalofrío le recorrió la piel. La angustia que había despertado su


rechazo se calmó con una sensación cálida. Por más que luchase por ignorar
aquellas cosas, Valantir parecía haber obtenido un poder sobre él, como si le
hubiese arrancado todos los secretos con una sola mirada.

—Voltéate un poco, tengo que ver tus heridas.

Se le encogió el estómago. Aquella ansiedad era una mezcla de hambre y


vergüenza a la que ya comenzaba a acostumbrarse, y cada vez que se producía,
amenazaba con paralizarle. Despacio, levantando la mirada con dignidad,
Haldren se volvió hacia él, mirándole a los ojos. La mirada del campeón se fijó
en él, magnética.

—Enséñame los brazos. —El brujo obedeció, juntando los antebrazos y


elevándolos, intentando ocultar la visión de su desnudez con ellos, pero el
campeón se dio cuenta enseguida de su treta, aunque mantuviese la mirada fija
en sus ojos—. Separa los codos.

La voz grave y profunda se volvía inapelable. Era como una cuerda


vibrante, tirando de su conciencia y apagando la voz de la razón en ella. Haldren
volvió a obedecer, casi sin darse cuenta, mostrándose ante él en toda su
desnudez. Valantir no había vuelto a insultarle, y el brujo comenzaba a olvidar
que lo hubiera hecho. Tenía que esforzarse por recordar que las contusiones que
marcaban su cuerpo se las había provocado él, y que una herida en su rostro
sangraba por su culpa. El odio debió prender al recordar, pero se encontró vacío
de él, con el anhelo despertando en su vientre al tenerle tan cerca, al escuchar su
voz. El recuerdo de su postración ante él, del sabor de su sexo en la boca volvió
con fuerza a su mente.

Los ojos de Valantir estaban fijos en él, dorados e hipnóticos, y cuando alzó
una mano para acercarla a su pómulo herido, resplandecieron. Haldren sintió la
magia sagrada cosquillear sobre su piel, efervescer al contacto con la herida, que
comenzó a cerrarse restañada por la luz sanadora, primero con una punzada de
dolor abrasivo, luego con un hormigueo placentero. Le pareció escuchar un
revuelo de campanillas, una extraña música, resonando solo en sus oídos y
extendiéndose por su interior como una energía pulsante y primitiva. Aquella
caricia le hizo sentir consolado, y lleno de nuevas energías tras el agotamiento al
que se había sometido con la pelea estéril contra Valantir.

Respiró entrecortadamente, encogiéndose sin que los dedos del campeón


llegasen a tocarle, y volvió a cubrirse entre las piernas sin darse cuenta, cerrando
los ojos.
—Los brazos, Haldren… sepáralos.

Abrió los ojos de golpe al escuchar su nombre. Las sílabas le sacudieron


por dentro, como ocurría cada vez que el campeón lo pronunciaba. Abrió los
brazos, respondiendo automáticamente a su orden.

No había vuelto a insultarle, y sus dedos no le tocaban mientras le sanaba,


podía sentir su calor, pero no el roce de su piel, a escasos milímetros de la suya.
¿Sería verdad que iba a respetarle? ¿Qué no le volvería a tocar?

—¿De qué te extrañas?

—Has vuelto a usar mi nombre… —dijo el brujo a media voz.

La mano bajó hasta su cuello. Valantir le miraba atentamente, con la media


sonrisa canalla enfatizada por la pequeña cicatriz en la comisura de su boca. Su
forma de mirarle era intensa, se apoderaba de su atención y su conciencia con el
brillo ardiente de sus ojos.

La luz volvió a destellar con un resplandor anaranjado, lamiendo las heridas


en su hombro con la cercanía de los dedos del campeón. Su piel se estremeció,
anhelante de un contacto más pleno.

—Para eso lo tienes… ¿no?

—Empezaba a dudar de que lo recordases —murmuró Haldren. No podía


apartar la mirada de aquellos ojos, dorados como el sol.

—¿Es que tú no recuerdas el mío?

—Lo recuerdo…

«¿Cómo iba a olvidarlo?».

—¿Y por qué no iba a recordar yo el tuyo? ¿Crees que soy estúpido? —La
mano del campeón bajó hasta su costado. Le recorría sin tocarle, rozándole solo
con el calor de los dedos, haciendo estremecer su piel y contraerse sus músculos
con cada irradiación de la luz. Haldren contuvo un resuello—. ¿O que no sé
exactamente lo que hago en cada momento?
La sensación balsámica venía acompañada de algo más, parecía lamerle por
dentro, extenderse hasta sus entrañas, acelerar la sangre en sus venas. Haldren
había sido anteriormente sanado con esa magia, pero solía resultar más dolorosa,
menos… voluptuosa, porque esa era la sensación que estaba despertando en él,
de nuevo, el campeón.

—No… creo que siempre sabes lo que haces —susurró.

—Si no lo supiera, no estaría vivo… entre otras cosas.

«Ha vuelto a usar mi nombre. Nada de insultos, nada de… humillaciones.


¿Acaso me está premiando? Todo esto es una locura. Él está loco… y yo lo estoy
también».

—¿Por qué lo haces ahora?

—Para que me hagas caso… estás oponiendo mucha resistencia hoy.

—¿Y por qué tendría que obedecerte?

«¿Por qué deseo obedecerte?», sonó su propia voz en su mente. Toda la


resistencia que imponía era aquella que ejercía contra aquel desgarrador deseo
de humillarse ante él.

—Así es como funcionan las cosas conmigo.

—¿Así es con todos tus compañeros?

—No siempre —respondió Valantir mientras su mano seguía derramando la


luz en las contusiones de su pecho y costados. Haldren intentaba reprimir las
reacciones de su cuerpo, pero le resultaba imposible—. Soy bueno en lo que
hago. Soy bueno matando, e incluso protegiendo a otros. La luz de Andros me
responde, seguro que te preguntas por qué.

—Sí… no dejo de preguntármelo. —Haldren cerró los ojos y tragó saliva.


Un estremecimiento erizó su piel ante una nueva oleada de luz.

—Ahora me odias. No entiendes cómo Andros ha podido otorgar su don a


alguien como yo. Pero con el tiempo dejarás de hacerlo… puede que hasta
llegues a sentir aprecio por mí, y tal vez entiendas algunas cosas.
—No soy quien para…

—Date la vuelta —le interrumpió Valantir, y la voz se le ahogó en la


garganta.

No era miedo. La sangre se calentaba en sus venas, la luz parecía burbujear


en ella, energizarla, como si la corrupción que anidaba en ella no fuera más que
combustible para encenderla.

«No va a pasar nada. Nada va a ocurrir, eso es lo que ha dicho, no va a


tocarte… y no quieres que te toque, Haldren, ¿verdad?». La voz de la razón
intentaba convencerle y alejarle de aquella sed que despertaba en su garganta.

«No quiero que me toque…».

Pero cada fibra de su cuerpo clamaba porque el campeón pulverizase esos


milímetros que separaban su piel de sus dedos.

Contuvo el resuello al sentir el calor en sus riñones, y le miró por encima


del hombro, expectante. La mirada de Valantir era ardiente, retadora. Le
observaba con una sonrisa maliciosa, por mucho que Haldren intentase esconder
lo que sentía, el campeón lo leía en cada estremecimiento de su piel, en la forma
en la que apretaba los dientes para evitar jadear.

Lo sabía, sabía todo sobre él, y no era capaz de esconderse ante la luz.

La sintió filtrarse a través de su piel, recorriendo su carne con un hormigueo


cálido y placentero, tan sensual que la sensación voluptuosa que despertó en él le
hizo sentir blasfemo. La luz era dolorosa para los que eran como él, la sangre
contaminada por la corrupción demoníaca reaccionaba violentamente a su
contacto, y aunque escocía y la hacía arder en su interior, su presencia le poseía
con la misma sensación de plenitud con la que Valantir le tomase la noche
anterior sobre la cama. Llenaba cada vacío dentro de él. Las heridas estaban
sanando, y allí donde Valantir se había hundido en sus entrañas estaba el calor de
la energía sagrada, restañando, hormigueando, lamiendo y vibrando,
mordiéndole con escalofríos de placer candente.

El brujo arqueó la espalda al tensar el vientre, intentó ahogar un gemido y


se cubrió el sexo con las manos, tratando de contener la dolorosa erección que le
estaba provocando. La vibración en su interior le hizo trastabillar y hasta
marearse cuando una nueva descarga, trémula y palpitante, serpenteó en dentro
de él.

Tuvo que sujetarse en la cama con una mano para aguantar de pie cuando
las runas en su piel comenzaron a arder, lacerándole al mismo tiempo que
Valantir le sanaba.

—Basta… —suplicó entre dientes—. Ya está bien… ya estoy bien.

—No te estoy tocando. Estoy cumpliendo con mi palabra, ¿verdad? —


ronroneó Valantir, haciendo que la luz se distendiera en su interior, calentándose
más.

Haldren se mordió los labios y apretó con más fuerza la mano contra su
sexo, intentando que no reaccionase, en vano. La sangre pulsaba en él, estaba
excitado sin que los dedos de Valantir le hubieran rozado siquiera. La luz vibraba
dentro de él, despertando sensaciones como no había sentido nunca, haciéndole
sentir terriblemente culpable.

—¿Qué estás haciendo…? —jadeó—. Esto no está bien.

—Shhh… claro que está bien —susurró el campeón, seductor. Estaba tan
cerca de él que sentía el calor de su aliento en el cuello. La piel se le erizó—.
¿No te gusta?, ¿te da náuseas?, ¿te hace daño?

—No, no me gusta…—mintió, jadeando y encogiéndose como si intentara


contener algo. No eran náuseas, y desde luego, no era dolor—. No me gusta
que… Por Andros… esto no está bien. No puedes… usar la luz… así…

—¿Por qué no? ¿Crees que a Andros le importa? Ni siquiera entiendes por
qué me bendijo a mí con su don…

—Eres peor que un demonio…—resolló el brujo.

—Pero no lo soy, por eso puedo hacerte esto, ¿eh? No debe ser tan malo si
tanto placer te provoca. Acepta la bendición.

Una nueva descarga le hizo arquearse y gemir. Escuchó a Valantir reírse con
un murmullo sensual y profundo.
—Basta…—pidió el brujo en un susurro agónico.

—Shhh… date la vuelta, Haldren. Déjame verte —El campeón pareció


apiadarse y la luz dejó de vibrar, aunque la resonancia ardiente seguía haciéndole
estremecer sin control.

Haldren obedeció, soltando a regañadientes las sábanas a las que se había


aferrado y cubriéndose el sexo con ambas manos en un gesto lleno de pudor. Se
volvió, conteniendo la respiración acelerada que le hacía dilatar las aletas de la
nariz y agitaba su pecho.

—Ya me estás viendo —respondió con tanta dignidad como pudo reunir.

—No. Déjame verlo, Haldren. No me lo puedes negar. No me lo niegues.

El fuego de la rabia se había apagado en los ojos del brujo, que ahora le
miraban con una vergüenza asfixiante.

—¿Me harás romper mi palabra? —Valantir le miraba con tanta intensidad


que Haldren tuvo que esforzarse en mantenerle la mirada. A veces era como
mirar al mismo sol, ardiente y apabullante—. Dije que no te tocaría, pero tienes
que hacer lo que te digo.

—Las promesas no deberían tener condicionantes… —murmuró el brujo


sin demasiado convencimiento.

«En realidad es un alivio, ¿no es cierto? Quieres que rompa su promesa,


que deje de torturarte, que deje de usarte para mancillar el nombre de Andros».

—Pero los tienen, vosotros los brujos entendéis de eso, sabéis lo que son las
promesas. Obedece, y yo cumpliré.

Cerró los ojos, asintiendo con resignación y alzando la barbilla, ofreciendo


el gesto digno y decadente de un príncipe condenado a algo inevitable. Apartó
las manos, despacio, descubriendo el sexo excitado, que se alzó ante Valantir,
congestionado por la fuerza con la que Haldren estaba apretándolo y
castigándolo contra su cuerpo.

—¿Es que no te gusta que ocurra esto? —Valantir lo observó con el aire de
un animal al acecho. Se acercó un poco más.
—No… yo no puedo permitirme esto…

El campeón acercó una mano a su sexo, pero no llegó a tocarle, fue la luz la
que hormigueó sobre su piel, desprendiéndose de los dedos rudos de Valantir,
deslizándose alrededor de la carne tersa y pulsante como una caricia lenta y
enloquecedora.

Haldren se mordió los labios para no gemir, frunciendo el ceño con los ojos
aún cerrados.

—¿Por eso no quieres que vuelva a tocarte? ¿Porque te excitas? ¿Porque


pierdes el control?

—No quiero que… —No pudo terminar la frase. Una nueva caricia vibrante
le hizo apretar los dientes.

—Dilo… —pidió el campeón con un susurro resbaladizo, tentador.

Negó con la cabeza. La luz lamió de nuevo. Valantir se acercó más, su pelo
rozó el pecho del brujo, pero nada más. No le estaba tocando, no le tocó, pero su
cercanía le enloquecía y afinaba sus sentidos, volviéndolos demasiado
conscientes de él.

—¿No quieres ser mi puta, Haldren? —susurró, tentador, en su oído.

—No —respondió sin darse tiempo a dudar, pero cada reacción respondía
por él. Cerró una mano en su propio muslo y la otra buscó asidero en la cama,
evitando a toda costa tocar al campeón.

«Me está torturando. Ha mantenido su promesa, pero está volviendo a


invocar lo peor de mí… está llamándome desde lo más profundo. Sabe lo que
deseo. No va a parar. No quiero que pare…».

—Yo creo que sí.

—Basta… —imploró de nuevo, los ojos aún cerrados.

—¿No quieres que te toque?

Una potente vibración se expandió en su interior. Se encogió hacia adelante,


tomado por sorpresa, y un gemido agónico brotó de su garganta cuando su
miembro se tensó al extremo, con una descarga de placer casi dolorosa. Su frente
tocó el hombro de Valantir y en un gesto inconsciente, sus manos se asieron de
su armadura.

—Maldito seas… —jadeó, abriendo los ojos con la frente apretada sobre el
poderoso hombro.

Valantir le miraba con una intensidad física, ardiente. Sin moverse, ladeó el
rostro apenas y aspiró, oliendo el perfume en la muñeca del brujo. Luego negó
con la cabeza y movió los dedos sin tocarle. El hormigueo cálido subió y bajó
por las entrañas de Haldren, recorriéndole por dentro, serpenteando hasta su sexo
y enloqueciéndole de placer.

—No voy a parar —susurró—. ¿No quieres que te toque, Haldren?

—No está bien…

«Pero te gusta. Te gusta esta blasfemia, cómo quema por dentro, cómo te
somete. Eres su puta. La puta de la luz».

—¿Prefieres que sea la luz de Andros la que te folle? —Valantir hablaba en


su oído, en un tono sucio y pernicioso. Se agarró con más fuerza de su armadura,
hasta que los dedos se le pusieron blancos—. ¿Qué crees que es más sucio? No
te entiendo, no quieres que te toque… no quieres que te folle la luz. Vas a tener
que explicármelo. ¿Qué es lo que quieres?

Un gemido lastimero brotó de su garganta. Se tensó, apretándose contra él


sin poder evitarlo. El campeón no le tocó, apartó la mano, pero la mantuvo cerca
de su vientre, proyectando un nuevo haz más vibrante e intenso, castigándole
con un latigazo delicioso que se extendió desde la punta de su sexo hasta su
entrada y le penetró con una sensación casi física.

Haldren ahogó un nuevo gemido en el pecho de Valantir.

«No puedo huir de la luz. No puedo huir de él», le convencía su conciencia.

«¿Es que quieres huir?», se preguntaba aquella sombra insaciable que


Valantir despertaba.
—Pídemelo. No voy a tocarte hasta que no me lo pidas.

Era la luz la que seguía haciéndolo, hinchándose en su interior, rozándole


con placenteros mordiscos efervescentes, enredándose en su sexo tenso y
pulsante, llevándole al límite.

—Y no voy a dejar que te corras, Haldren. ¿Lo entiendes?

A duras penas pudo negar con la cabeza, crispando las manos en el tabardo
de la Orden Carmesí que cubría el pecho del campeón. Haldren resollaba y
sentía cómo se fragmentaba su cordura.

—Me vas a obedecer —siguió Valantir, con aquella voz que le acariciaba
por dentro como lo estaba haciendo la luz—, porque es lo que deseas, y es lo que
yo deseo.

—No… basta… basta —susurró débilmente el brujo.

—Puedo estar así hasta que llores de desasosiego.

Resollaba en su tabardo, con la mejilla aplastada contra él. Una mano


cerrada en un puño sobre el hombro de Valantir, la otra agarrada a su brazo como
si fuera a derrumbarse de un momento a otro. El sudor cubría su piel, su cuerpo
vibraba de sed, resonando con las descargas de luz que Valantir le brindaba sin
piedad alguna. El placer era intenso, tanto que debería llenarle, pero la lujuria
que despertaba le estaba desgarrando, ¿cómo algo tan sagrado podía provocarle
un sentimiento tan sucio, tan bajo? Deseaba fundirse en ella, que le hiciera arder
de placer, pero al mismo tiempo la vergüenza le devastaba.

—Tócame… —claudicó al fin, casi en un sollozo, presa del placer y la sed


—. Hazlo… maldito seas… ¡Hazlo tú!

Las manos de Valantir al fin le tocaron, enmarcaron su cara y le obligaron a


levantarla y mirarle. Las sintió recorrer su rostro, calientes, de tacto áspero y
terrenal. Un nudo terrible se cerró en su garganta cuando su corazón comenzó a
bombear con más fuerza. El campeón le recorrió el cuello, los hombros, los
brazos, dejando una huella cálida en su piel y un estremecimiento de necesidad
en su carne.

—Muy bien… así me gusta —murmuró el campeón sobre sus labios—.


Todo es más fácil si me obedeces.

Con un movimiento más suave del que Haldren esperaba, Valantir le dio la
vuelta y le pegó contra su pecho. Sintió el tacto de la tela del tabardo en la
espalda, y la dureza de la armadura que vestía debajo. La caricia posesiva del
campeón se extendió por su pecho, le retorció un pezón con una mano,
deliciosamente, y la otra se cerró rodeando su sexo con firmeza. La caricia lenta
y apretada le hizo cerrar los ojos y gemir de puro alivio.

—¿No te sientes bien? —susurró el campeón en su oído, pegándole más a


su cuerpo con cada caricia—. Es muy agradable, ¿verdad?

—Yo no… —La voz desvaída del brujo se rompió en un jadeo. Nada de lo
que fuera a decir tenía ya sentido, su sexo duro palpitaba entre los dedos de
Valantir, su cuerpo reaccionaba a cada estímulo, desesperado.

Echó las manos hacia atrás y se agarró de las grebas del campeón,
derrumbándose contra su pecho y apoyando la cabeza en su hombro. Rendido,
deshaciéndose entre sus manos.

—¿No? ¿Es que quieres que pare?

—No… no —jadeó el brujo—. No pares...

—Muy bien, eso es. Eso es…—La voz del campeón se derramaba en su
oído, concupiscente. Haldren sintió los dedos sobre sus labios y abrió la boca
para darles paso, mientras la voz seductora seguía hipnotizándole—. Decir la
verdad también está bien… por eso te voy a dar un premio. Chupa.

Haldren enredó la lengua entre los dedos, empapándolos en saliva,


deslizándola entre ellos como si fueran un manjar mientras respiraba entre
jadeos ahogados.

—Haré que te corras sobre mi cama… ¿quieres correrte?

Un gemido voluptuoso respondió a su pregunta, y el campeón no insistió.


Hundió los dedos en su boca, los hizo resbalar sobre su lengua y los retiró,
volviéndolos a hundir un par de veces de una forma que hizo que Haldren se
endureciera más entre sus dedos al imaginarle embistiendo detrás de él.
«¿Qué me está pasando…?». Ya no podía ni quería resistirse, su mente
volvía a quedar en silencio, poco a poco, liberándole del tormento de la
vergüenza y de sus propias cadenas.

«Qué importa…».

—Inclínate hacia adelante y apoya las manos en el colchón, Haldren.

Su nombre. Otra vez. Una vez más.

No importaba cuántas veces lo pronunciara, en la voz del campeón había


palabras que se convertían en la llave de todas las puertas. Le había costado toda
una vida mantenerlas cerradas, pero él las estaba abriendo, una a una, y le dejaba
a su merced. Todos sus secretos en su poder.

«¿Qué importa…?».

Obedeció. Se dejó caer hacia adelante en un gesto abandonado y apoyó las


manos abiertas sobre las sábanas, dejando caer la cabeza. Los dedos empapados
de Valantir se escurrieron entre sus nalgas y tocaron su entrada, haciéndole
arquear la espalda con un escalofrío de excitación. Entonces empujó,
agarrándole con firmeza el miembro, y los introdujo en su interior con precisión,
con el impulso exacto para hacerle morderse la boca y ahogar un gemido contra
el colchón.

—Ahora, córrete para mí, Haldren —dijo en su oído, apretándose contra su


cuerpo al tiempo que metía y sacaba los dedos rítmicamente de sus entrañas.

Su cuerpo estaba fuera de control. Las manos expertas de Valantir pulsaban


en los puntos precisos, desataban las sensaciones más deleitosas que había
sentido jamás. Apoyó la frente sobre los cojines y apretó el rostro contra las
telas, ahogando los gemidos en ellas, sintiendo cómo la vergüenza se diluía cada
vez más en el fuego del placer. Se retorcía entre los brazos poderosos, apresado
por el campeón, que balanceaba las caderas acompañando los movimientos de
sus dedos como si estuviera montándole.

«Ojalá fuera él… ojalá volviera a…».

—Haz lo que te digo, obedéceme —dijo en su oído, masturbándole con un


ritmo cada vez más intenso, y repitió como un mantra—. Obedéceme.
La luz acompañó a una de las embestidas de Valantir, la sintió distenderse
en su interior, impulsada por los dedos del campeón, y estallar en sus entrañas,
con una sensación parecida a la que experimentó al derramarse Valantir dentro
de él. No pudo soportarlo más, su cuerpo tembló de arriba abajo y el campeón le
sostuvo sin detener los movimientos. Haldren se arqueó contra su pecho y sintió
el clímax estallar con violencia, haciéndole morder la almohada para no gritar
mientras se derramaba sobre las sábanas de la cama de Valantir.

—Eso es… muy bien —susurró el campeón, acariciándole más lenta y


cuidadosamente, acompañando cada contracción, cada palpitación—. Buen
chico. Eres un buen chico.

Dejó escapar un sollozo apagado contra la almohada. Se contraía presa de


los coletazos del orgasmo, y la voz de Valantir le empujaba más hacia el éxtasis.
El campeón le acompañó con sus caricias hasta que se derramó por completo, y
luego soltó su sexo para tocarle los costados y el trasero con un firme apretón,
dándole un beso en la cabeza finalmente.

Una sensación agradable, de paz y tranquilidad, le llenó el pecho. Todo lo


que parecía estar mal instantes atrás ahora no tenía ninguna importancia, era
como si todo estuviera en su lugar. Exactamente donde debía estar.

Haldren ladeó el rostro para respirar, jadeando con cada coleteo del clímax,
que regresaba en oleadas, hasta que al fin comenzó a apagarse, dejándole
rendido sobre la cama.

—Qué lástima que no quieras que te viole más. —Valantir se apartó


entonces, palmeándole el trasero—. Ten cuidado, no te manches.

Primero llegó el frío, cuando el espacio que ocupaba el campeón sobre él


quedó vacío, y luego aquellas palabras le devolvieron a la realidad de una
manera súbita y desagradable.

«Has manchado la cama. Has manchado su cama».

Aún estaba mareado, pero un calor intenso le subió hasta el rostro y le


sofocó. Se incorporó y miró a su alrededor, como si no fuera plenamente
consciente de lo que había sucedido, y como si hubiera caído en la cuenta de
algo terrible, se apartó de la cama, dando un traspié.
—Por Andros… —dijo en un resuello, apartándose el pelo enmarañado del
rostro y buscando compulsivamente su ropa, intentando encontrar un pañuelo o
algo con lo que arreglar el estropicio.

—¿Qué te pasa?

—He manchado la cama…—respondió, con la voz aún ahogada.

Valantir le miró incrédulo, enarcando una ceja.

—No te agobies tanto, no has hecho nada malo.

—Sí lo he hecho, he…

—Por la luz de Andros, parece mentira que seas un brujo. Déjala así, es mi
cama y quiero tener eso ahí cuando me tire a quien sea esta noche.

Haldren se detuvo en seco mientras buscaba en los bolsillos de sus


pantalones.

—¿Qué?

—Así podré pensar en ti, ya que no quieres que vuelva a suceder.

—No puedes traer a nadie a la habitación —respondió el brujo, haciendo


gala de nuevo de su dignidad al ponerse la ropa interior y mirarle desde su
máscara de calma.

«Hijo de perra… ¿pretende traer a alguien aquí después de esto?».

—¿Es tu forma de decir que has cambiado de opinión? —dijo Valantir con
una sonrisa.

—Es mi forma de decir que va contra las normas.

—Esta mañana has estado comiéndote el sitio por el que me paso las
normas. Y además, ya lo sabías.

Haldren se lo quedó mirando con el pantalón a medio poner, perplejo.


Intentó recuperar la compostura con rapidez y terminar de vestirse, aún
sofocado.
—No puedes hacer siempre lo que te venga en gana —replicó.

—Ah, sí puedo. Pero si quieres que te folle solo a ti, ahora me lo vas a tener
que pedir, ¿sabes? Yo también tengo dignidad y me has dicho un montón de
mentiras que no te crees ni tú.

—¿Qué? ¿De qué mentiras hablas?

—Que te he violado, que mi polla te da náuseas… Ahora vas a tener que


desdecirte. Eso, o ver cómo todas las noches hago correrse a otros sobre esta
misma cama.

—¿Y qué hay de lo que tú me has dicho? —Haldren se esforzó en mantener


la compostura, pero estaba seguro de que el brillo en sus ojos le traicionaba. Los
sentía arder de rabia.

—¿Qué te he dicho yo?

—Me has insultado, desde el principio.

Valantir se había quedado de pie en el centro de la estancia y le miraba


como si realmente no entendiera a qué se estaba refiriendo.

—Te he llamado zorra y mi putita, eso no son insultos.

—Ni puta ni zorra son halagos. Y tampoco princesa.

—Ah, me olvidaba de esa, veo que tú no —replicó Valantir con una sonrisa
maliciosa—. Es curioso, porque cada vez que te lo decía se te hinchaba más la
polla.

El brujo se pasó las manos por el pelo, intentando peinarlo, y le miró con
toda la entereza que fue capaz de reunir.

—No entiendo cómo un campeón de Andros puede llegar a ser tan vulgar.

—Dijo la puta rencorosa que me tiró doce demonios a la cabeza hace media
hora. Eso es muy honorable, ¿verdad? Y dignísimo.

—No he visto que hayas tenido problemas para defenderte.


—No los he tenido, pero sería más digno por tu parte asumir que te gusta
que te folle y disfrutar de este cuerpo con el que Andros me ha bendecido.

—No seas tan engreído —dijo el brujo, perplejo. Valantir no dejaba de


sorprenderle con su soberbia.

—Los hechos hablan por sí solos, ¿o vas a negar que te pones caliente cada
vez que te miro más de diez segundos?

—Así vas a conseguir dejar de gust… —se calló al darse cuenta de lo que
ya había dicho.

«¡No te gusta! ¡Idiota! ¡Nunca te ha gustado este tipo!».

—Bueno, bueno, bueno…—Valantir alzó las cejas, sorprendido y divertido.


Esbozó una sonrisa afilada, burlona—. ¿Ves? Siempre es mejor ser honesto. No
buscaré otro ligue hoy, te daré otra oportunidad.

—¿Tú a mí? ¿Cómo puedes tener tanta…?

—Yo a ti, sí —le cortó.

—¿Otra oportunidad para qué?

—Para que admitas que quieres que vuelva a… violarte —dijo el campeón,
pronunciando la última palabra con cierto tono de burla—. Me voy a cenar,
Haldren.

Se quedó sin palabras, con el corazón aún resonando en los oídos, la


sensación de embriaguez que le había producido el orgasmo y las emociones
contradictorias que el campeón despertaba en él.

—¿Lo ves? Hasta te llamo por tu nombre. Todo es mejor cuando te portas
bien.
Interludio II

Durante la mañana del tercer día, una suave lluvia primaveral limpió los
cielos. Edaren Vrydel había ordenado a los lugartenientes que dirigieran los
combates, mientras él, desde una de las torres cercanas, observaba en el balcón.
Las torres existían para poder ver más, y ver mejor. Vrydel lo tenía claro.
Algunos oficiales, por el contrario, pensaban que la función de una torre era
simplemente estar más alto y que los demás te vieran. Que se enterasen de una
vez por todas de quién estaba arriba. Pero el General no era de esos. Si había
conseguido llegar hasta donde estaba era precisamente porque era capaz de bajar
de las torres cuando era necesario, y solo subía cuando necesitaba una mirada
más amplia, más lejana.

Aquella mañana, desde el balcón, escrutaba a la nueva alianza mientras


entrenaban por parejas.

«Una alianza fuerte, pero frágil al mismo tiempo. Como una daga de
cristal», pensaba.

El plan era bueno. Sabían que podían cambiar el curso de los


acontecimientos si hacían trabajar juntos de nuevo a los brujos y a los
campeones. Pero el pasado había dejado asperezas entre ellos, muchas aristas
que limar.

Para empezar, los Campeones de Andros ya estaban divididos de por sí. A


pesar de que había pasado ya tiempo desde la Quinta Invasión, aún había
resquemores y tensiones entre los antiguos Caballeros de Endorel, campeones al
servicio del último rey, y el resto de sus compañeros. Que después de la guerra
todos los Campeones se unieran bajo un solo mando en la Orden Carmesí había
ayudado a que los ánimos se templaran, aparentemente.

Pero la realidad no era tan sencilla. Los Campeones que antaño habían sido
Caballeros de Endorel seguían defendiendo fervientemente la inocencia del
último señor de la dinastía real, mientras que los demás consideraban al fallecido
rey un traidor, que rompió el corazón de su gente aliándose con los demonios y
que estuvo a punto de acabar con su civilización. Aquello hacía que muchos
Campeones considerasen a los antiguos Caballeros de Endorel como traidores
potenciales, posibles aliados del Ejército del Crepúsculo, y los rumores que
expandían acrecentaban su fama de gente cruel, taimada y venenosa.

Después de la guerra, los Caballeros de Endorel que habían permanecido


leales al rey fueron exiliados, y solo se les permitió regresar cuando juraron
lealtad a la Reina Thalanys, sobrina en tercer grado del monarca fallecido y
caído en desgracia. Thalanys era una joven muy capaz pero cuya estabilidad en
el trono era convulsa y amenazada constantemente por entonces. Permitir el
regreso de los Caballeros de Endorel fue una decisión controvertida que no todos
se tomaron a bien, pero que sirvió para reforzar su posición. La lealtad de los
Caballeros de Endorel hacia la casa real era absoluta, y a falta de un heredero
mejor, Thalanys les parecía el mal menor, una vez perdido su adorado rey
Endorel. Otros sectores de la sociedad que habían deseado un cambio de rumbo
o la instauración de una nueva dinastía vieron sus planes frustrados cuando los
líderes militares se mostraron unánimes por primera vez y cerraron filas en torno
a la nueva reina.

Edaren Vrydel había dudado entonces. Se tomó su tiempo para pensar


detenidamente si debía jurar lealtad o no a aquella muchacha. Resultó que la
Reina Thalanys, aunque joven, no era estúpida; deseaba la estabilidad para el
reino y estaba dispuesta a dejarse aconsejar, a ponderar adecuadamente cada
asunto y a tomar decisiones difíciles. Tenía un carácter sólido, pero era capaz de
ser flexible si la situación lo requería. Y sabía delegar. Vrydel optó por apoyarla,
y hasta el momento, no se había arrepentido en absoluto.

Pero él tampoco era estúpido. La estabilidad del reino, al menos en lo


militar, se sustentaba en una tolerancia forzada y en arrojar tierra sobre el
pasado, sin curar las heridas ni dejar que cicatrizasen. No había tiempo para eso.
Solo esperaba que no tuvieran que pagarlo caro en el futuro.

Suspiró.

«Creo que soy demasiado pesimista».

Tratando de aligerar sus pensamientos, se quedó mirando el combate de uno


de los campeones contra un enorme demonio invocado por un brujo. El dorgón
cargaba contra el caballero, que se protegía con el escudo e invocaba la luz de
Andros sobre él. La magia sagrada vibraba, restallaba y hacía arder al monstruo,
que aun así no cejaba en su empeño. Tampoco lo hacía el campeón.
Un soplo de brisa le agitó los cabellos, que se apartó a un lado, y pensó en
el Capitán de la Orden Carmesí. Recordaba haber entrenado un par de veces con
Aronath cuando llegaron a la isla. Enseguida supo que había sido de los de
Endorel. Ellos entrenaban como si fuera un combate real, salían de la arena
magullados, sangrando, apoyándose los unos en los otros, silenciosos y con una
dura determinación en la mirada. Aronath le había golpeado con tanta furia
aquella tarde que Vrydel había tenido que defenderse en serio. Cuando le pidió
que parase, creyó ver un destello orgulloso en el único ojo de su camarada,
aunque su comportamiento fue de lo más educado.

«Pero es orgulloso. No importa que sus palabras sean suaves. Tiene


demasiado orgullo, demasiado. Y aun así...».

Con un suspiro, se apartó del balcón. Contemplar a los combatientes no le


aclaraba nada. Cualquiera de ellos podía ser el traidor, mirarles desde las alturas
durante más de una hora no había arrojado ninguna luz acerca del asunto.
Tendrían que provocarle para que se revelase, colocar algún tipo de trampa…
una tentación a la que no pudiera resistirse. Era la conclusión a la que había
llegado la noche anterior, tras mucho darle vueltas al asunto, y debía discutirla
con Aronath.

Además, aprovecharía para disculparse por lo ocurrido en su última


conversación.

«Si es que averiguo cómo hacerlo», se dijo, dirigiéndose a la puerta con


cierta resignación.


Apenas le llevó unos minutos recorrer las terrazas que comunicaban la torre
con las dependencias de la Orden Carmesí. La puerta del despacho de Aronath
estaba cerrada. Se disponía a tocar con los nudillos cuando escuchó voces, y
volviendo el rostro hacia su izquierda, vio que la ventana ojival de vidriera
estaba entornada.

No era un elfo cotilla, pero sí que se consideraba curioso por naturaleza.


Sobre todo cuando algo llamaba su atención. Y la frase que escuchó, sin duda lo
hizo:

—No pretendía matarle.


Vrydel alzó las cejas. Dudó un instante.

—Es lo que parecía. Y, sobre todo, que él quería matarte a ti. Debes ser más
discreto.

«¿De qué demonios están hablando?»

Frunciendo el ceño, Vrydel se acercó con disimulo a la ventana. La voz de


Aronath era serena, estudiada y autoritaria. La otra era más grave, profunda y
peligrosa.

—Estoy siendo muy discreto. Nadie ha visto nada. Y nadie sabrá nada.

—Las palabras no son hechos, Valantir. Cumple con tu misión y controla a


ese brujo. Necesitamos tenerle cuanto antes bajo nuestro influjo.

«¿Qué?»

Vrydel se quedó atónito. Aquello no podía ser. Recordó la información de


Belnarys. El objetivo era un brujo. El infiltrado, aliado con los demonios, debía
llegar hasta él y someterle, además de obtener información… pero no podía ser,
no era posible. Si Aronath estaba involucrado, ¿por qué había permitido que su
hermana gemela compartiera esa información con él?

Con un bufido, el General se dirigió a la puerta y entró sin llamar. O eso


pretendía. La puerta estaba cerrada con llave, así que sacudió el manillar
labrado, haciendo agitarse la madera.

—¡Aronath! ¡Abre inmediatamente!

Elucubrar y pensar en conspiraciones no era algo que a Vrydel se le diera


bien. Ni tampoco le gustaba. Cuando la puerta se abrió, se encontró frente a uno
de los campeones, un tipo alto, moreno y atractivo con aspecto de matón y una
cicatriz en el labio. Aronath estaba al fondo, en su mesa, de pie e inclinado hacia
adelante, con los puños apoyados en el tablero. Su único ojo le miraba con su
habitual serenidad.

—¿Sucede algo?
—Dímelo tú.

—No tengo nada que decir.

Vrydel se tensó por completo. La frialdad de Aronath le resultaba tan


incomprensible como su secretismo. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que guardar
secretos? ¿Por qué no podía colaborar ni siquiera cuando le pillaban con las
manos en la masa? Aquello era lo que todos detestaban de los antiguos
Caballeros de Endorel: la suspicacia, las segundas intenciones, esa falta de
confianza hacia todos aquellos que no fueran de su orden, contaminada
profundamente por una vanidad desdeñosa que les hacía creerse mejores que los
demás, superiores a cualquiera.

—He oído vuestra conversación.

—No deberíais haberlo hecho.

—Hecho está. Así que explícame qué demonios ocurre aquí, o de lo


contrario, disolveré inmediatamente la alianza.

Por primera vez, Aronath reaccionó. Se irguió y casi tropezó con la mesa al
rodearla para salir y enfrentarle, con la mirada ardiendo.

—¡No podéis hacer eso!

—Por supuesto que puedo. Soy el General. Me ocultas información, no


cooperas y guardas secretos, razón más que suficiente para terminar con esta
estúpida farsa. —Aronath parecía querer decir algo, pero Vrydel no le dejó.
Había sido indulgente con él durante demasiado tiempo, y ahora, Aronath le iba
a escuchar—: ¿Este es el ejemplo que damos? ¿Esto es lo que tú consideras una
alianza? ¿Es que no eres consciente de que cada cosa que me ocultas nos pone
en peligro a todos? ¿De que cada cosa que sabes y te callas es algo que los
demonios pueden llegar a saber antes que nosotros? ¿O es que eso no te importa?
¿O es que, tal vez, es lo que quieres?

El ojo de Aronath se desorbitó de indignación. Guardó unos segundos de


silencio y después se dirigió al campeón.

—Valantir, cierra al salir.


—Sí, señor. General… —El Campeón dedicó un saludo marcial a sus
superiores y después se fue.

El silencio en el despacho se volvió espeso, denso. La tensión hacía el aire


pesado entre los dos militares. Vrydel, algo agitado, notaba su respiración
irregular, pero hacía lo posible por controlarla. Aronath estaba lívido, tan rígidos
sus músculos que parecía a punto de explotar en cualquier momento. Cuando
habló, su voz seguía siendo templada, mantenía la compostura, pero el brillo
turbio en su mirada y el temblor contenido en su garganta resultaron evidentes
para el General.

—Vuestras acusaciones son infundadas, General. Y ofensivas.

—Como le has dicho a tu campeón, las palabras no son hechos, Aronath.


Ofenderte no me reporta ningún placer, pero si tengo que hacerlo para descubrir
la verdad, estoy dispuesto a pagar el precio —replicó con dureza.

La mueca de Aronath se tornó amarga, venenosa.

—Por supuesto. No podemos esperar menos del héroe de la Quinta


Invasión. Está claro que eres capaz de todo.

—Igual que tú.

—¿Igual que yo? No me hagas reír. Yo no maté a mi propio rey. —Las


palabras de Aronath le golpearon con más fuerza de la que esperaba. Apretó los
dientes, y aguantó—. Tú lo hiciste, y te llamaron héroe. Pero a pesar de todo,
aquí estoy, bajo tus órdenes, por el bien de Shindara. ¿Y tú te atreves a acusarme
de traición? Porque es lo que estás haciendo, ¿no es cierto?

—No mezcles las cosas —repuso Vrydel rápidamente, sin dejarse avasallar
—. Maté al rey Endorel y detuvimos la Quinta Invasión, sí. Si quieres creer que
eres mejor que yo por eso, me da igual. Si me odias porque estabas en el otro
bando y nosotros ganamos, me da igual. Pero vas a decirme lo que sabes, y qué
demonios está haciendo ese campeón, y con quién, o de lo contrario te aseguro
que esta alianza terminará antes de empezar.

—Son asuntos internos de la Orden, no es de tu competencia —replicó


Aronath con fría agresividad—. No te diré nada que no necesites saber. En
cuanto a la alianza, no puedes disolverla. No tienes autoridad, solo la reina…
—Recurriré a la reina —soltó Vrydel, alzando la voz—. No pongas a
prueba mi autoridad, porque te aseguro que puede llegar tan lejos como yo
quiera, si tú sigues haciendo cosas raras y sospechosas.

Aronath caminó hasta enfrentarse cara a cara con él, toda la compostura
deshecha, los movimientos bruscos, viriles y desafiantes.

—¡No puedes disolver la alianza por culpa de tu paranoia! ¡Me echas en


cara que no comparto los asuntos internos de la Orden contigo, pero la realidad
es que no eres capaz de confiar en mí! ¡Ni en mí ni en nadie! ¡No eres capaz de
confiar en los demás para absolutamente nada!

Ni la rígida armadura ni la pulcra trenza en la que recogía su cabello le


permitían fingir ya. La rabia y la desesperación, el rencor, se derramaban en sus
palabras como veneno y sangre de una herida, mezclados horriblemente. Vrydel
había pensado muchas veces que Aronath reprimía sus emociones, y había
fantaseado con verle al fin expresar lo que sentía. Nunca había imaginado esto.
Y nunca lo había querido.

Pero ya no podía detenerlo.

—¡¿Y de quién es la culpa?! ¿Cómo voy a confiar en ti si me lo ocultas


todo?

—¡Yo no soy tu maldito enemigo! —replicó Aronath, señalándole


acusadoramente—. Y la alianza… Sabes que esto puede salvarnos a todos. ¿Vas
a destruirla por esto? ¿Vas a dejar al reino a merced de los demonios?

—Encontraré otra manera de detenerlos.

—¿Sí? ¿Tú solo, de nuevo?

—Sí, si es necesario.

—¿Y qué manera vas a encontrar? ¿La que no encontraste durante la


Quinta? Ahora no hay un rey traidor al que matar para arreglarlo.

Algo en el interior de Vrydel se agitó, una serpiente fría que le congeló la


sangre en las venas y le erizó hasta el vello de pura rabia. Aronath se había
pasado de la raya. De pronto, tan rápido como había crecido aquella furia en su
interior, desapareció, y solo quedó un pozo de decepción.

—Y pensar que venía a disculparme —dijo para sí con una risa amarga.

Después se dio la vuelta y salió, cerrando la puerta tras de sí.

Mientras caminaba de regreso a la torre, los recuerdos de la Quinta Invasión


se agitaban en su mente, golpeándole como si fueran latigazos. No, pensaba, lo
verdaderamente sorprendente no era que hubieran sobrevivido durante tanto
tiempo a los demonios. No, lo realmente sorprendente era que, en todos los
siglos que duraba ya el reino de Shindara, los shindari no se hubieran destruido a
sí mismos.
CAPÍTULO 3
Cuando te portas bien

Estaban siendo las noches más extrañas de su vida. Solo había pasado dos
en aquel templo, y ya marcaban un antes y un después, descubriéndole sus
debilidades y despojándole de sus máscaras. Tal era el poder de la Luz de
Andros.

Aquella segunda noche, en la que Valantir había usado su poder de manera


tan sacrílega sobre él, Haldren no pudo dormir. Presa de la ansiedad, había
reemplazado las sábanas de Valantir mientras este cenaba por unas limpias,
desobedeciéndole, y había frotado las sucias hasta hacerse daño en los nudillos.
Luego se bañó y limpió los restos de sangre y sudor de la piel, pero aquello no
bastó para dejar de sentirse sucio.

La magia sagrada de Andros le había tocado, y lo que había provocado en


él era vergonzoso y terrible. Era un brujo, era impuro. Se suponía que debía
retorcerse de dolor ante su roce, se suponía que Andros les daba la espalda,
aunque tan necesarios fueran en aquella guerra. Mientras intentaba dormir no
dejaba de pensar que la presencia del dios había estado dentro de su cuerpo a
través de los actos desviados de Valantir pero el ardor que había sentido se
alejaba mucho de la fe religiosa, pero también del castigo.

Al regreso del campeón, Haldren se esforzaba por fingir que dormía,


cubierto con las sábanas rojas de su cama. Dejó de respirar al escucharle entrar
en la habitación y todo su cuerpo se tensó de anticipación. Pensó que se
acercaría a su lecho. Lo imaginó, los ojos brillando en la oscuridad y la cabellera
salvaje derramándose sobre sus hombros. Con los ojos cerrados, recordó el tacto
de sus manos, el calor de la luz de Andros hormigueando sobre su piel, y deseó
que acudiera a él y le arrancara de su descanso. Pero Valantir no lo hizo.

El campeón se desnudó. Lo hizo con la mirada fija en él, descubriendo su


cuerpo escultural con lentitud. Luego se sentó en la cama, y demostrando que
estaba más cerca de los sátiros que de los hombres santos, comenzó a acariciarse
a sí mismo, mostrándole sin pudor el miembro que se alzaba entre sus piernas.
Valantir sabía que estaba despierto y estaba exhibiéndose, intentando tentarle,
pero él aguantó, sintiendo una incómoda y sofocante sed en la garganta. Aguantó
hasta que el campeón, con una risa ronroneante, dejó de masturbarse y se acostó
sobre la cama, completamente desnudo.

No pudo dormir en toda la noche lidiando con sus propios deseos,


avergonzándose de que su cuerpo reaccionase con tal virulencia ante la sola
imagen de su compañero, culpándose por sentir lo que estaba sintiendo.

Años atrás, en una vida que creyó dejar en el olvido, Haldren había tenido
que luchar contra sus propios deseos hasta estrangularlos, y los recuerdos
amenazaban con volver a atormentarle. Ya no era aquel joven al que encerraron
en la academia de magia para olvidarse de él, ya no era el elfo confundido y
dominado por sus necesidades… o eso había creído. Ahora, Valantir había
mandado todos sus esfuerzos al traste, demasiado rápido, sin esforzarse apenas.
¿Tan débil era en realidad?

Al amanecer, acosado por los pensamientos que no se habían acallado, el


brujo encontró cierta paz uniéndose al saludo al sol y a la meditación matutina.
Temeroso de que todos sospechasen lo que estaba ocurriendo, Haldren acudió
con su habitual puntualidad a cada una de las tareas marcadas en la lista que les
habían entregado, y encontró un refugio de normalidad en la rutina y la
disciplina. Que Valantir no se presentase a los entrenamientos le ayudó a
estabilizarse, y el día transcurrió en una aparente calma mientras invocaba y
conjuraba para ayudar al resto de sus compañeros a traer demonios, encadenarlos
y arrojarlos contra los campeones para que acabaran con ellos.

Aun así, todo le parecía irreal. Todo estaba mal: invocar demonios en el
templo de Andros debería ser un sacrilegio espantoso, y sin embargo, eran las
órdenes de los líderes. Yacer desnudo en plena noche mientras Valantir le
penetraba no era mucho mejor, ni gritar de placer, ni gozar con cada embestida.
Todo estaba mal en aquellos días. El orden había desaparecido. La lógica se
había dado la vuelta. Pero al menos podía resignarse y, amargamente, dejarse
llevar por el curso de los acontecimientos.

Llegada la media tarde, habiendo encontrado una cansada paz en la


aceptación de las circunstancias, se sentó en un banco de los jardines del templo
y ojeó uno de los libros de estudio que había traído consigo. Las fuentes
cantarinas y el trino de los pájaros le ayudaban a concentrarse y le traían
recuerdos amables de otros tiempos.

Aunque destruido durante la Quinta Invasión por los demonios, el templo


había recuperado la grandeza de antaño, y era una réplica casi exacta de lo que
siempre había sido. Algunos monumentos a los caídos durante la guerra y
nuevos espacios dedicados a los peregrinos eran la única diferencia entre lo que
había sido y lo que era en ese momento, y de alguna manera, aquello
reconfortaba el espíritu de Haldren, creándole una ilusión de estabilidad y
perdurabilidad.

Recordó haber paseado por aquellos jardines de la mano de su hermano


cuando apenas eran niños, y durante unos instantes se recreó en la profunda
nostalgia que aquella imagen traía a su corazón.

«Eran otros tiempos… tiempos de paz e inocencia. ¿Cuándo comenzó a


cambiar todo?».

No fueron los demonios, ni siquiera la guerra. Si seguía tirando de aquel


recuerdo, rebuscando hasta el momento en que su vida comenzó a torcerse,
acabaría cayendo de nuevo en el caos que le atormentaba desde que había puesto
un pie en aquel lugar sagrado.

«Tal vez sea la manera en la que Andros me reclama cuentas… tal vez
quiere que purifique mis pecados, que me muestre ante él».

—Buenas tardes, princesa, ¿cómo has dormido?

El brujo dio un respingo y levantó la mirada del libro. Como invocado por
el rumbo de sus pensamientos, Valantir estaba allí, ataviado con su armadura roja
y negra y su escudo. Apoyó un pie en el banco, junto a él, y le miró con una
media sonrisa descarada.

El sobresalto hizo que su corazón se acelerase absurdamente.

—¿Me estás hablando a mí? —inquirió, guardando la compostura al volver


la vista al libro.

—Si quieres me voy a hablarle a otra persona, ¿o eso también va contra las
normas?

—No lo creo —respondió el brujo, fingiendo leer—. A no ser que implique


que tu escudo les rompa nada. Aunque eso tampoco parece importarles mucho
por aquí.
El campeón soltó una risa ronroneante.

—Hay que ver qué poco profesionales son en este templo, ¿verdad?
Dejando que la gente haga cosas.

—Lo dices como si golpear a tus compañeros fuera algo trivial.

—Suelo golpear a mis compañeros con frecuencia —dijo el campeón,


entrecerrando los ojos y afilando la sonrisa—. Con tanta frecuencia como ellos a
mí.

—No lo decía por mí. Acepto los riesgos cuando invoco a una decena de
demonios sobre un campeón.

—¿Por quién, entonces?

—Por el chico al que le rompiste la nariz. —Haldren alzó la mirada del


libro y le observó, acusador.

Valantir le miró despreocupado.

—Ah, Faeldrin. Me habrían amonestado si alguien me hubiera delatado.

—Entiendo.

Valantir rió de nuevo. ¿Por qué era tan risueño? ¿Es que nada le preocupaba
a aquel perturbado?

—No, no entiendes nada.

—Explícamelo, entonces.

El campeón suspiró y bajó el pie del banco, sentándose a horcajadas en la


tabla. Haldren le miró de reojo mientras se acomodaba, acercándose tanto a él
que le rozó con las rodillas al apoyar un brazo en el respaldo e inclinarse para
hablarle.

—Te estás preguntando por qué nadie lo hizo y qué clase de idiotas
protegen a un matón plebeyo como yo, que no tiene dignidad, no se merece el
don de Andros y, además, es un pervertido —apuntó sonriendo como un sátiro
—. Soy tan plebeyo como a ti te gusta imaginar. En eso aciertas.

—Yo no imagino nada. Esas son tus suposiciones —respondió de inmediato


el brujo, volviendo la vista hacia el libro. No quería mirarle por demasiado
tiempo, comenzaba a sentirse incómodo con su cercanía.

—Es la pura verdad, y lo sabes tan bien como yo.

Haldren suspiró y cerró las tapas del volumen. Era absurdo fingir que no le
prestaba atención. Era imposible no hacerlo. Valantir estaba allí y no iba a
dejarle en paz o simplemente desaparecer, así que se armó de paciencia. Aquel
día se encontraba cansado de luchar por cambiar cosas que parecían inevitables,
y la presencia de Valantir y su manera directa de hablar era una de ellas.

«Bien, puedo mantener una conversación normal con él, ¿no es cierto? No
es tan difícil. Es mi compañero, tengo que esforzarme por que esto sea normal, o
todos van a darse cuenta de lo que sucede».

Sin poder hacer otra cosa el brujo se fijó en él por primera vez desde la
interrupción. Lucía la armadura impecable y la hermosa melena negra le caía
sobre los hombros, salvaje. Llevaba la capa sujeta con un curioso broche en
forma de serpientes rojas entralazadas, una joya que no parecía propia de un
plebeyo y que le sentaba especialmente bien a su porte orgulloso y altivo.

«Se comporta como un plebeyo, pero tiene la seguridad de un noble, como


si el mundo entero le perteneciera».

—De acuerdo. Aun si lo aceptara, eso no explica por qué te cubren las
espaldas.

—Porque todos tenemos nuestras cosillas. Yo soy temperamental. Muy


impetuoso, ya sabes. Eso te encanta —dijo riendo entre dientes.

El brujo alzó una ceja y le miró desdeñoso.

—Yo no calificaría tus actitudes de cosillas —dijo enfatizando con


sarcasmo la última palabra. Cuando se dio cuenta de que no había negado nada,
rezó interiormente para que Valantir no empezara a hacer chistes sobre lo mucho
que le encantaba y el qué.
—¿Y cómo las calificarías?

Por suerte, alguien había escuchado sus ruegos.

—Como defectos. No imagino los del resto si cubren los tuyos por temor a
que los descubran.

—No entiendes nada, ¿ves? Eres un poco tonto —respondió el campeón,


mirándole con un brillo burlón en los ojos que se apagó cuando se echó hacia
adelante para seguir hablándole—. Ellos no cubren mis defectos, como tú los
llamas, para que yo no ponga los suyos en evidencia, no se trata de eso. Se trata
de que somos leales. Yo nunca delataría a ningún compañero. Eso es lo que
significa ser compañeros, entre otras cosas.

—Sé lo que significa ser compañeros —dijo Haldren a la defensiva—.


Formo parte del ejército, por si se te ha olvidado.

—Eso no es garantía de nada, no ahora, después de... —Valantir dejó la


frase a medias y chasqueó la lengua, como si quisiera dejar pasar el tema—. Da
igual, por qué nos aguantamos unos a otros seguirá siendo un misterio para ti.

«¿Qué ocultas?», se dijo Haldren, de pronto curioso. Era la primera vez que
Valantir dejaba pasar algo de esa manera, como si quisiera evitar un tema de
conversación.

—¿Después de qué?

Pero el campeón no respondió. Sacó un paquete de su faltriquera, lo dejó


entre los dos y abrió el papel que lo envolvía, mirándole con una sonrisa burlona.
El olor dulce del pastel de melocotón le llenó las fosas nasales. Apenas había
comido durante el día y aquel aroma despertó su hambre. Las preguntas
importantes se diluyeron en su mente. ¿Lo habría traído Valantir para él?

—Toma. —Haldren le miró con recelo cuando le tendió el pedazo de pastel,


pero lo cogió, sintiéndose absurdamente emocionado. La sensación duró poco.
Valantir la aplastó cuando, mirándole, le dijo—: Dame de comer.

«¿Qué?»

Haldren le miró con incredulidad. No, el maldito pastel no era para él,
claro. Y además, el muy bastardo quería que… ¿que le diera de comer?

La fascinación vino al mismo tiempo que aquella sensación humillante con


la que se zahería cada vez que sentía el impulso por obedecerle.

—Haldren, dame de comer —repitió Valantir, mirándole fijamente. Y como


si le hubiera hipnotizado, Haldren obedeció.

Partió un pedazo con los dedos desnudos y lo acercó a la boca de Valantir,


que tomó el dulce entre los dientes rozándole apenas con los labios. Un
escalofrío recorrió la espalda del brujo, y sus defensas fueron cayendo poco a
poco de nuevo.

—No te has presentado al entrenamiento esta mañana… —dijo suavizando


el tono. Se sentía embelesado. Ni siquiera era capaz de hacerle reproches, solo
quería saber. Saber por qué no había estado con él. Por qué le había dejado solo.
Aguardó la respuesta mientras observaba los movimientos de la boca de Valantir
al masticar.

—El capitán me ha llamado. ¿Me has echado de menos? —Haldren negó


con la cabeza rápidamente. Iba a responder, pero Valantir siguió hablando—.
Estaba preocupado por nuestro entrenamiento de ayer. Por tu falta de control y tu
exceso de celo.

Haldren irguió la espalda, de nuevo en alerta.

—¿Qué? ¿Por qué te ha llamado a ti? ¿Por qué no…?

—No te preocupes, le he dicho que yo te lo pedí. —El brujo le miró


perplejo—. Y que insistí para que fueras más agresivo. Él me conoce, sabe que
puedo ser muy provocador, así que me ha advertido de que no vuelva a ponerte
en esa situación.

No supo cómo reaccionar ante aquello. Valantir se había inculpado para


protegerle, pero al mismo tiempo que ese pensamiento se abría paso en su mente
otro muy distinto le ponía en guardia.

«¿Por qué haría eso? ¿Y por qué no me han llamado a mí para


amonestarme? No puedo ser tan idiota y creer que me cubriría sin más…».
—Dame más —pidió el campeón, y Haldren fijó de nuevo la atención en él,
partiendo otro pedazo del pastel con los dedos y acercándolo a su boca. El
campeón lo tomó, mirándole intensamente y rozando sus dedos con la punta de
la lengua.

Casi en el mismo instante en el que un estremecimiento sacudía su


estómago, Haldren sintió la acuciante necesidad de excusarse por lo ocurrido.
Pensar en su falta de control le hacía sentir más humillado que todo lo que
habían hecho en la habitación.

—No volverá a pasar.

—¿A qué te refieres? ¿No volverás a atacarme como si quisieras matarme,


o estamos hablando de... otra cosa?

—A las dos cosas, ahora que lo dices.

—Claro que no —sonrió Valantir, mirándole la boca mientras se relamía los


restos de azúcar.

—No he venido a perder el tiempo, me han llamado para que aprenda a


luchar junto a un campeón, y eso haré. No soy de los que se dejan las cosas a
medias —dijo con más aplomo del que sentía.

Durante la noche, presa de la zozobra, había vuelto a coquetear con la idea


de hablar con el General. Podía decirle que no encajaba con el compañero
asignado, que su temperamento hacía imposible el trabajo en equipo, que era
indisciplinado y arrogante y le hacía perder el tiempo. Podía ponerle mil excusas
para que le fuera asignado otro campeón, alguien que no sacudiese su vida como
él lo estaba haciendo y con quien pudiera concentrarse plenamente en su
función.

«Pero no soy un cobarde», concluía, convenientemente. «Nunca he dejado


nada a medias. Nunca he contravenido las órdenes, ni he presentado quejas ante
mis superiores. Valantir no va a conseguir que lo haga, no va a ensuciar mi
expediente».

—Interesante… —respondió el campeón—. Así que te lo tomas en serio.

—Por supuesto —agregó con una seguridad en sí mismo que en aquel


momento no sentía.

—Quieres aprender a luchar conmigo, ¿eh? —Valantir entrecerró los ojos


con astucia—. En ese caso, te diré cómo hacer que esto funcione.

El brujo volvió a acercar un pedazo del dulce a la boca de Valantir ante un


solo gesto de su cabeza. Tener a Valantir comiendo de su mano, literalmente, era
tan erótico y emocionante que perturbaba su capacidad de pensar.

—Para aprender a luchar con alguien tienes que estar compenetrado —


comenzó Valantir una vez hubo tragado el pastel, hablando con aquella voz
hipnótica, casi susurrante—. Cuanta mayor sea la confianza en el otro, cuanto
más instintivamente se pueda actuar en armonía, más posibilidades hay de
sobrevivir. Las batallas las decide la inteligencia, pero la supervivencia nace del
instinto.

—¿Lo que buscas con todo esto es que yo confíe en ti? —preguntó el brujo
en un murmullo. Bajaba la voz como si el hecho de que pudieran oírles fuera
más grave que el hecho de que le vieran dándole de comer.

Por suerte para él, el patio estaba vacío.

—Sí. Para estar compenetrado con otra persona hay que conocerla
profundamente, así que podríamos pasar varios meses contándonos nuestras
vidas. Lo cual, si me preguntas, es una pérdida de tiempo y al final es
contraproducente.

—¿Por qué iba a serlo…? Se supone que así es como se conocen las
personas.

Valantir se rió como si le hubiera contado un chiste buenísimo.

—Tonterías. Así es como las personas mienten. Se engañan, a sí mismas y a


los demás. Tú, por ejemplo, me hablarías de ti mismo contándome únicamente lo
que quieres que sepa, enseñándome la parte de ti de la que te sientes orgulloso y
revelándome las heridas que aún puedes enfrentar. Me ocultarías tus debilidades
y tus errores, tus culpas y tus angustias más profundas. Y yo haría lo mismo. —
Haldren estuvo a punto de atragantarse al escuchar aquello. Las palabras de
Valantir eran amargas, pero contenían demasiada verdad—. Hablando, la gente
siempre encuentra la manera de mentir, de aparentar que no son el maldito
desastre que son sino algo mucho mejor. Y luego es peor. Luego encuentran la
forma de no estar de acuerdo o de hacer juicios de valor. Esa forma de conocerse
es tediosa, larga y contraproducente. Y además, a mí no me interesa tu vida. Ni a
ti la mía.

El brujo asintió. Al menos en la primera parte estaban de acuerdo. No


quería que Valantir supiera nada de él, no quería que le hiciera preguntas
personales, ni tener que verse expuesto más de lo que ya había sido expuesto…
pero sí quería saber más sobre el campeón.

—No está mal como excusa a tu libertinaje…

Valantir le miró con un aire malicioso, sonriendo sesgadamente.

—Te dije cómo iba a ser el primer día. Tú vas a ser mi zorra, y así
funcionaremos bien. Tengo buen ojo para esto —dijo con total descaro—. Lo
ideal sería follar dos o tres veces por noche, pero tenemos que empezar poco a
poco, no pareces muy acostumbrado. No queremos que te lesiones.
—«¿Lesionarme? Será...». De nuevo Haldren se irguió dignamente—. Si te dejas
guiar y haces lo que te digo, en dos semanas seremos los mejores.

—¿Y ese es tu gran plan? ¿Tener sexo para ser mejores combatientes? No
tiene ningún sentido y lo sabes. Además, ¿crees que voy a confiar en ti si me
tratas como a una zorra?

—Los perros confían en sus amos. ¿Qué problema tienes con eso?

A esas alturas debía haber perdido la capacidad para sorprenderse, pero lo


hizo. Le miró ofendido, abriendo mucho los ojos y echándose hacia atrás.

—¡Que no soy ningún perro, maldita sea!

—Hay una jerarquía —insistió Valantir—. Yo estoy por encima de ti y eso


no tiene nada de malo, no entiendo por qué te cuesta tanto aceptarlo. Cuando hay
alguien por encima de mí, yo me someto.

El brujo le mantuvo la mirada, alzando la barbilla con un gesto digno.

—¿Que tú te sometes? No me lo creo.


—¿Ves? No te lo crees porque no me conoces. De ahí que tengamos que
acostarnos más veces. Pronto lo entenderás.

Él entendía de jerarquías, todo su arte se basaba en la jerarquía, el poder, y


llegados a esa altura, tras haber demostrado Valantir su superioridad en el
enfrentamiento, Haldren no tenía ningún argumento para rebatir aquello. El
campeón era superior en fuerza, era un elegido de su dios, y aquel pensamiento,
aunque le seguía provocando una vergüenza sorda en el fondo del estómago, le
llenaba de sosiego y excitación a partes iguales. Esa vergüenza que aún
coleteaba era fruto del enfermizo deseo que le provocaba saberse sometido.
Saberse guiado.

Deseaba confiar, tal vez más que nada en el mundo, y no era algo que un
brujo pudiera permitirse. Y mucho menos, a costa de su dignidad.

«Es absurdo negar lo que ha ocurrido».

—Sé lo que es la jerarquía, y la respeto —respondió al fin.

—¿Entonces?

Buscó algo que decir, abrumado por sus razonamientos. Por muy absurdos
que fueran para el Haldren digno y controlado, para el otro, para el Haldren que
estaba deseando tener una excusa que justificara su abandono, eran simplemente
perfectos.

—Eso no te da derecho a insultarme —dijo al fin, más ofendido de lo que


quería parecer.

La repentina risotada del campeón le sorprendió. Le miró sin entender lo


que le causaba tanta gracia.

—Solo hay una forma de hacer las cosas conmigo, Haldren —dijo
volviendo a la serenidad—. A mi manera. Y será así, o no será.

—¿Y es vital faltarme al respeto para hacer las cosas a tu manera?

—Te comportas como un crío —soltó Valantir, echándose hacia atrás—. Tú


también me has insultado. Me has atacado desproporcionadamente en un
entrenamiento. Me has llamado de todo, ¿y me ves quejarme, lloriquear o
sentirme herido? ¿Por qué es más importante para ti que para mí?

—Porque tú me has…

—¿Violado? ¿De verdad te he violado, Haldren?

No respondió. Ya no necesitaba aferrarse a aquella idea. De hecho, le


parecía patética. Lo más humillante de aquello lo había ejercido él contra sí
mismo.

—Ya veo…—continuó Valantir ante su silencio—. ¿Sabes? Cuando te digo


que eres mi zorra no lo digo como si fuera una ofensa, aunque a ti te moleste. En
cambio, cuando tú me dices que te doy náuseas, o que soy un zafio y un
pervertido, lo haces con intención y desprecio. Si yo soy capaz de soportar eso
sin que me importe una mierda, ¿por qué te importa a ti que yo te llame zorra?

—¡Porque lo haces para humillarme! ¡Igual que me llamas princesa para


irritarme! ¡¿De verdad tengo que explicarte esto?!

—Soy yo quien tiene que explicarte, por lo visto. Claro que no te llamo
zorra para humillarte, Haldren. Aunque me gusta cuando te irritas con lo de
princesa… me hace gracia tu lucha interior contra tu supuesta dignidad.

—¿Supuesta?

«Soy más digno que tú, maldito seas».

—Por alguna razón que no comprendo necesitas toda esa pose estirada e
impecable para sentirte seguro y digno, como si tu amor propio se fuera a
derrumbar en cuanto pongas un pie fuera del disfraz.

—No es ningún disfraz. —Haldren cerró los ojos con fuerza—. Deja de
enredarme con tus palabras, por más que quieras hacerme creer que el cielo es
amarillo y no es azul, no...

—Has estado follando conmigo y corriéndote sobre mi cama —sentenció,


ignorándole—. Has estado gimiendo como una gata en celo entre mis manos, ¿y
qué ha pasado?

—No hagas esas comparaciones, no es neces…


—Mírate, no te han salido escamas, ni más demonios. No ha pasado nada
en absoluto. El sexo no tiene nada que ver con la dignidad, y que yo quiera ser tu
dueño y tú quieras ser mío, tampoco.

—¡No quiero ser tuyo! —dijo a la defensiva, atropellándose. Estaba


empezando a perder la compostura, y eso no le gustaba—. ¡No quiero ser de
nadie!

Se le había acelerado la respiración, y el calor volvió a su rostro, sofocante


y molesto. Aquellas palabras le hacían sentir, de nuevo, expuesto, débil y
desnudo ante él. ¿Cómo podía verle con tanta claridad? ¿Cómo había atisbado
sus debilidades con tanta certeza? Él las encarnaba, Valantir era su tormento
particular, y tenía que aprender a lidiar con él. Quería que dejase de
atormentarle.

—Cuanto antes dejes de negarlo, como si fueras a evitar lo que está


ocurriendo, menos tiempo perderemos. Y acabas de decir que no quieres perder
el tiempo.

Haldren tomó aire y se forzó a la calma.

Aún tenía el pastel entre las manos, y los dedos pringosos. Aquella
conversación, en aquel contexto, estaba siendo lo más extraño de aquellos días.
¿Cómo había acabado así? La verdad era que era consciente de cada paso que
había dado hasta ese momento, y no había forma de seguir fingiéndose ciego y
atropellado por las circunstancias.

—Si es así… si todo esto es por un supuesto bien mayor… —dijo con
cierto tono de ironía. Sus deseos no le volvían estúpido, aunque le arrebataran el
control—. ¿Por qué no lo planteaste el primer día? Podríamos haberlo hablado
como seres civilizados.

—No habrías aceptado nada de esto si no te lo hubiera impuesto el primer


día, cuando te… —Hizo un gesto con los dedos, dibujando unas comillas
imaginarias— “violé”.

—Hablas como si me conocieras.

—Y te asusta lo mucho que acierto. —Haldren le miró en silencio,


temeroso de que el campeón pudiera escuchar el latido intenso de su corazón—.
Eso debería tranquilizarte, porque es así. Te conozco. Te reconocí en cuanto te
vi. No me cuesta nada ver en tu interior y no sé si te das cuenta de la increíble
ventaja que eso supone, de las cosas que podemos hacer juntos.

El brujo negó con la cabeza. Valantir le estaba seduciendo, envolviéndole


en aquella telaraña de palabras… y en ellas había más verdad de la que podía
reconocer. Temía creerle, temía lo que estaba sintiendo, la opresión en el pecho,
el golpeteo furioso de su corazón, la ansiedad por entregarse a algo que había
anhelado casi toda su vida.

—Sobreviviremos a la guerra —continuó Valantir—, y seguramente


salvaremos muchas vidas. Podemos ser el mejor equipo que se ha visto nunca,
Haldren.

«Compenetrados, como uno solo. Volver a confiar en alguien. Dejar atrás


este desconsuelo, esta lucha constante en soledad. ¿Es posible tener a alguien al
lado en este camino? ¿Es posible no condenarle cuando tu alma es negra? La
suya tampoco parece inmaculada… tal vez...».

Un estremecimiento amargo le recorrió la columna vertebral.

«No. Solo quiere follar sin que te quejes. Te está manipulando...»

Pero aquella voz ya apenas tenía fuerza entre sus pensamientos. Quería lo
que Valantir le daba, lo había querido desde que le miró por primera vez. Quería
ser su zorra, quería que volviera a entrar en él, que le tocara, que le sometiera,
que le poseyera. No podía aceptarlo, y Valantir estaba tejiendo una cuidadosa red
de argumentos para ayudarle a aceptar lo que deseaba aceptar con todas sus
fuerzas.

Quería creerle. Era horrible. Y maravilloso.

Pero sobre todo era horrible porque él, Haldren, estaba manchado. Más que
nadie.

—Si ves dentro de mí… ¿por qué confías en mí para esto? —preguntó al
fin, bajando de nuevo la voz—. ¿Quién confía en un perro… o en una zorra, para
luchar a su lado?

Valantir le miró como si le costase comprender la pregunta. Para el


campeón era fácil separar las cosas, pero dentro de Haldren todo se entrelazaba,
todo estaba unido y conformaba un complicado tapiz que parecía descomponerse
cuando se tiraba de uno solo de sus hilos. El campeón se quedó observándole
unos segundos y sus ojos depredadores se iluminaron poco a poco con la luz del
entendimiento, para apagarse después, nostálgicos.

—No debe ser nada fácil ser tú. —Haldren tuvo miedo. ¿Cuán
profundamente había leído en su alma esta vez? ¿Le daría lástima? Valantir
cogió el pastel de sus manos y fue él quien empezó a darle de comer—. No te
preocupes por nada. Solo confía en mí, y ya está. No tiene nada de malo ser una
zorra, Haldren.

El tono comprensivo con el que dijo aquello parecía fuera de lugar. Haldren
masticó y tragó, queriendo creer, queriendo creérselo todo.

—Nunca he oído esa palabra alejada de la intención de ofender… y dañar.

—¿Te lo habían llamado antes?

—Sí.

Valantir emitió un gruñido de descontento.

—Haz con sus piedras tu armadura.

Haldren parpadeó. Volvió a abrir la boca para comer cuando el campeón le


acercó otro trozo de dulce. Su corazón latía más despacio, la voz de Valantir se
había vuelto, de nuevo, susurrante, confidente… hipnótica.

—Los hijos de los nobles, con apellidos importantes, como tú... a veces
llegan a la guerra muy seguros de sí mismos. Aparecen en los campamentos con
armaduras muy bonitas y armas que apenas saben usar. Creen que lo saben todo
porque han leído muchos tratados o les han entrenado los maestros de armas de
su familia rica. Me miran por encima del hombro y me dicen las cosas que tú me
has llamado. Zafio, salvaje, plebeyo, renegado. —Mientras hablaba, Valantir
deslizaba el dulce entre los labios del brujo, y cada vez los rozaba más con los
dedos. Haldren tragaba cada pedazo tras saborearlo, apretando las manos sobre
el tomo cerrado en su regazo, sin darse cuenta de que lo estaba manchando—. A
veces no lo dicen así, sino de esa manera en la que hablan los nobles en
ocasiones, envolviendo el insulto en miel, como si te estuvieran educando.
Advirtiéndote, por tu bien, de que no debes ocupar ese lugar.

—Yo no soy como ellos…

—Lo sé. El caso es que yo a ellos les pego —dijo con naturalidad—. Me
llaman salvaje, pues sí, lo soy. ¿Plebeyo? El que más. ¿Renegado? Por supuesto.
Zafio, violento, loco, degenerado. Me encanta.

—¿Cómo puede gustarte eso? —preguntó Haldren, mientras Valantir


recogía una pequeña mancha de azúcar de sus labios con el pulgar y se lo lamía.
Casi le dejó sin aliento.

—Porque eso significa que les resulto incómodo. Que no estoy donde ellos
quieren. Es lo que esperan de mí, lo que temen de mí. Y yo se lo demuestro, cojo
sus miedos y su desprecio y se lo devuelvo. Temerme y despreciarme es todo lo
que pueden hacer, y en realidad a mí no me hacen nada… se lo hacen a sí
mismos. Me convierten en algo que les hace sentirse inseguros. —Esbozó una
media sonrisa—. Pretenden hacerme daño con palabras, pero las palabras solo
tienen un poder real y verdadero en tus artes, brujo. Fuera de ellas, solo poseen
el que uno les quiera dar.

Toda la atención de Haldren estaba en él, en cada movimiento de su boca,


en el tono seguro de su voz, en la modulación calculada de sus palabras, en el
roce de los dedos ásperos sobre sus labios cada vez que le ofrecía un bocado. El
brujo no solo se dejaba alimentar, también se dejaba consolar por aquellas
palabras. Su corazón se las bebía con el mismo anhelo con el que comía de sus
manos. Era un elfo curtido en la guerra, un soldado experimentado, un brujo que
no temía a los horrores que escondían las sombras, pero su corazón estaba lleno
de miedos, enraizados en lo más profundo de su psique, que nada tenían que ver
con la batalla o los demonios. Se había esforzado mucho en ocultarlo bajo su
imagen de impecabilidad, pero no bastaba ante los ojos del campeón.

Había cerrado su alma a ciertos misterios de la vida, y ahora se sentía como


un chiquillo, inseguro e inexperto en las manos de un maestro, sin comprender lo
que estaba ocurriendo dentro de sí ante cada nueva revelación.

—A mí no me gusta… —dijo en un susurro.

—No tienes que demostrarle nada a nadie. Cuando alguien que no sea yo te
llame zorra, respóndele que sí, que eres la más zorra. Y luego dile que no eres
para él, que no te llega ni a los talones. Que no se merece ni que le arrojes el
barro de tus suelas.

Haldren dejó escapar un suspiro entrecortado tras tragar uno de los pedazos.
No parecía el mismo que tan solo un día antes trajera el infierno en un intento
por restaurar su dignidad perdida. En ese instante comenzaba a comprender el
lastre que había sido su vergüenza, y ansiaba despojarse de ella, ansiaba
alimentarse de lo que Valantir le ofrecía, sentirse colmado por una vez en su
maldita vida.

—No puedo permitir que piensen eso… —dijo casi por inercia.

—Que piensen lo que quieran. Tú ni siquiera te bajarás de tu pedestal. Lo


que eres, quién eres, no tiene que ver con tus deseos, pero sí con tu honestidad.
Esa es la diferencia entre tú y quienes te juzgan por ello.

El campeón le dio otro trocito de pastel, acercándose a él. Los ojos de


Haldren habían recuperado su ardor y le miraban, fascinados y aturdidos ante la
nueva perspectiva que le ofrecían. Inclinó apenas la cabeza, rozándole los dedos
con la boca con un gesto buscado, y lamió los restos del dulce de ellos,
entrecerrando los ojos.

—He sacrificado mucho… Sé lo que todos piensan de los brujos, pero


también sé lo que he hecho. No tienen ningún derecho a juzgarme.

—Eso es… —Valantir le acarició los labios con los dedos húmedos y
cálidos—. Y además, solo serás mi zorra, y la de nadie más —murmuró. Luego
sus ojos centellearon, y añadió—: Si alguien te insulta delante de mí, le mataré.
Le arrancaré el corazón con las manos desnudas.

La magia se estaba realizando. El pacto comenzaba a cerrarse. Él se había


sometido, había aceptado el trato, y las condiciones se sellaban con aquellas
palabras. Un recuerdo parpadeó en su mente, un instante exacto, tal vez el último
en el que se sintió seguro en su vida.

«Nunca te dejaré solo. No permitiré que nadie te haga daño. No me importa


que nadie lo entienda, nunca podrán separarnos, nunca estarás solo».

La voz se diluyó en su cabeza como un eco lejano. Estaba anclado a la


realidad, al presente, y lo deseaba con cada fibra de su ser. La esperanza que le
ofrecía había abierto una puerta que ya no podría cerrar, y sabía que se exponía
de nuevo a la desesperación. Poniéndose en sus manos le daba la llave para
destruirle, y aun así, claudicó. Estaba tan cansado de mantener la puerta cerrada
que decidió lanzarse al vacío.

—Aprenderé. Aprenderé a confiar en ti… a hacer las cosas a tu manera…


—murmuró, casi sin darse cuenta, firmando aquel extraño pacto.

No necesitaba sangre, no necesitaba más que aquella mirada arrebatada que


le ofrecía, que el susurro entregado de su voz.

—Buen chico… —Y las palabras, como una recompensa, estremeciéndole


la piel—. Me gusta cuando obedeces, Haldren.

Los ojos de Valantir brillaban de excitación y una sonrisa maliciosa asomó


a sus labios. Haldren no sintió miedo, ni siquiera vergüenza ante su debilidad.
Por primera vez, lo único que sentía era anticipación, como aquella que
despertaba en su estómago antes de una nueva invocación. Había olvidado
incluso dónde se encontraban y que cualquiera que pasase por ese jardín podría
verlos así, hablando en susurros, lamiéndose los dedos, demasiado juntos.

El campeón le apartó el pelo de la cara, observándole de cerca.

—Si tú vas a ser mi zorra, mi preciosa zorrita blanca, entonces yo te dejaré


llamarme como quieras… —murmuró, rozando su boca con el aliento
perfumado de loto—. Insúltame si es tu deseo. Llámame bastardo malnacido,
perro del averno… lo que elijas estará bien.

Haldren asintió, dejándose llevar por la sensación de abandono. Sintió los


dedos de Valantir rodearle la muñeca, tirar con suavidad de su mano y colocarla
entre sus piernas, por encima del tabardo de la Orden Carmesí. El brujo percibió
el calor bajo la palma y la carne dura que comenzaba a reaccionar bajo el
pantalón. La sed le atenazó la garganta y tomó aire para aspirar el aliento del
campeón, que se inclinaba hacia él, muy cerca, demasiado cerca.

—Te llamaré «señor» —dijo en un susurro trémulo, apretando los dedos


contra la entrepierna de Valantir. Los ojos del campeón se enturbiaron de deseo y
bajaron la mirada hacia sus labios.

—No es muy original, pero me gusta…


La erección de Valantir creció, y en ese mismo instante, Haldren se dio
cuenta de que su propio cuerpo había reaccionado. El deseo mordía bajo sus
pantalones, insistente. Estaba duro, y lo estaba desde que Valantir había
comenzado a darle de comer con sus propias manos.

—Es como llamo a mis superiores —respondió el brujo, entreabriendo los


labios, anhelante.

—Entonces es perfecto… ¿Tienes hambre?

—Sí…—susurró ahogadamente Haldren—. Siempre tengo hambre…

Sus dedos se movían solos, despacio, sobre el sexo atrapado de Valantir.


Presionaban con suavidad, respondiendo a la ansiedad que comenzaba a verterse
en sus venas, creciendo. Cerró los ojos, dejándose llevar, esperando que Valantir
acortase más aquella distancia.

—Abre los ojos. Mírame… —susurró seductor el campeón, agarrándole el


mentón y obligándole a alzar el rostro—. Déjame verte. Así. —Le contempló
unos segundos y luego dijo—: Eres jodidamente guapo. Mi zorrita preciosa.
Solo mío.

El brujo asintió con un gesto casi apacible, a pesar del fulgor vivo que
prendía en sus ojos y de la respiración entrecortada. Inclinó la cabeza, buscando
sus labios con un gesto delicado, pero el campeón apartó el rostro, torturándole.

—¿Quieres que te folle, Haldren? Tienes que decírmelo. Esta vez vas a
tener que pedírmelo. —El susurro profundo le erizaba los poros, le lamía por
dentro.

—Quiero…

La voz se le ahogó entre los labios.

«Lo quiero todo… que Andros me perdone. Quiero arder, lo quiero todo…
¿por qué no puedo pedírselo? ¿Por qué me ahogan estas palabras?».

—Dilo, Haldren.

El brujo apretó los dientes, volvió a cerrar los ojos, pero se forzó a abrirlos,
a fijarlos en él. La orden le acicateaba, le obligaba a superar aquella barrera
terrible que le enmudecía, que le paralizaba ante la sola idea de hablar de sus
propios deseos. Valantir le miraba con la crueldad de un sátiro y la firmeza de un
capitán.

—Quiero que… me folles… —dijo al fin, suspirando de alivio tras las


palabras.

La boca de Valantir le arrolló. Sus dientes le mordieron los labios con una
sensualidad salvaje, y la lengua dominante tomó su boca, hundiéndose casi hasta
su garganta. Haldren se agarró de su tabardo y aguantó el asalto, cerrando los
ojos y dejándose arrastrar por el torbellino de deseo, hasta que el campeón le
soltó repentinamente y se apartó de él.

—Sé bueno y espérame despierto esta noche. Te lo daré todo.

Por uno de los senderos se oían los pasos metálicos de un soldado. Haldren
volvió repentinamente a la realidad cuando Valantir se levantó, alisándose el
tabardo, y se colgó el escudo a la espalda antes de irse.

Aún aturdido vio pasar al soldado que les había interrumpido, como si se
hubiera colado desde un mundo distante. La voz del campeón aún resonaba en su
cabeza, y el sabor en su boca inundaba sus sentidos, anegándolos por completo
de un hambre visceral.

Su corazón no dejó de latir acelerado. Tan siquiera cuando se reunió con el


resto para la cena en el salón comunal pudo sustraerse de la conversación que
habían mantenido en el jardín. Si alguien se dio cuenta de lo que le ocurría, a
Haldren, por primera vez, le dio completamente igual.
Solo mío

Nunca tuvo dificultades para concentrarse, pero aquella noche, mientras


esperaba en su habitación, se dio cuenta de que no podía prestar atención a lo
que leía. Las palabras formaban sinsentidos en su cabeza, todo lo que creía
comprender en sus tratados se desdibujaba cuando sus pensamientos volvían una
y otra vez a la conversación en los jardines. Los ojos de Valantir ardían en su
imaginación, constantemente, alejándole del estudio y la comprensión, del
mismo mundo que le rodeaba.

Había intentado mantener la mente ocupada, ordenando compulsivamente


sus pertenencias en la habitación, aseándose y cepillándose el pelo con esmero,
volviendo a plegar y colocar la ropa que había traído consigo en el baúl a los
pies de su cama, e incluso estudiando, pero nada había conseguido abstraerle del
nudo nervioso que se apretaba en su estómago, ni de la inquietud que le agitaba
por dentro.

Caído el silencio desde hacía horas, y con el perfume del nochepétalo


colándose por su ventana, Haldren comenzó a sentirse ridículo y utilizado.

«No va a venir. Está jugando conmigo… ya ha demostrado hasta dónde


puede humillarme, pero no voy a estar esperando cuando regrese. No lo he
estado haciendo, tengo cosas mejores que hacer. Tengo que estudiar y descansar.
Es lo que debería estar haciendo».

Intentando convencerse de aquello, se desvistió con ademán ritual y guardó


la ropa en el baúl, perfectamente ordenada. Luego se enfundó la camisa ancha y
el pantalón ligero de hilo blanco que usaba para dormir y se metió en su cama,
cubriéndose hasta el cuello con la sábana roja.

«No va a venir. No tiene la menor importancia… no tengo por qué…»

El sonido de unos pasos tras la puerta agitó su corazón y le hizo aguantar la


respiración. Durante unos segundos se hizo el silencio, solo se escuchaba la
vibración de la magia de las lamparillas, y el canto amortiguado de los grillos
tras la ventana. Haldren pensó que fuera quien fuera pasaría de largo, pero la
puerta se abrió con un suave crujido y los pasos entraron en la habitación,
acompañados por el tintineo de las piezas de metal de una armadura.

El brujo fingió dormir, mantuvo los ojos cerrados mientras escuchaba el


roce de las telas y el entrechocar metálico cuando Valantir comenzó a quitarse la
coraza, pero no pudo resistirse demasiado. Cuando quiso darse cuenta, le estaba
mirando, con los párpados entrecerrados, encogido debajo de las sábanas. El
campeón le daba la espalda mientras se quitaba las botas, la salvaje melena
derramándose entre los poderosos hombros en un caos de hebras negras.

Tenía la intensa sensación de que Valantir sabía que le estaba mirando, y se


estaba exhibiendo de nuevo ante él. La manera en la que los ojos dorados del
campeón se fijaron certeramente en sus ojos al darse vuelta le confirmó aquella
intuición. No pudo cerrar los párpados y fingir que acababa de despertar, tenía
los ojos bien abiertos y la mirada fija en él, anhelante y hechizada.

«¿Será igual para el resto? ¿Se ocultará el mismo misterio tras la puerta de
cada habitación de este templo? No… este campeón no es normal, hay algo en él
que…».

Valantir se acercó tirándose de los guantes, arrojándolos sobre la alfombra,


y se sacó la camisa por la cabeza, con la mirada fija en él, despojándose de la
ropa a medida que avanzaba, hasta quitarse los pantalones y quedarse solo con la
ropa interior. Al llegar a la altura de su cama, le tendió la mano y Haldren se
incorporó sin pensar, quedando de rodillas sobre el colchón, mirándole,
abstraído. Todos sus sentidos estaban atentos a los movimientos de Valantir,
dotados de una nueva sensualidad bajo su propia aceptación.

Estaba permitiéndose observarle sin juzgarse por sus propias reacciones,


paladeando la imagen que se desenvolvía ante sus ojos y las sensaciones que
despertaba su contacto. La mano recia sujetaba la suya, otra se cerró en su
cintura y durante unos instantes se quedaron allí en silencio mientras se miraban,
Valantir con los ojos predadores, Haldren sintiéndose igual que un príncipe
embrujado, despierto en mitad de la noche.

—He traído algo para ti —dijo con voz susurrante el campeón, cerca de sus
labios.

A sus ojos, todo parecía un sueño irreal. Desde que había llegado lo estaba
siendo, pero ahora deseaba tomar el control de la ensoñación y saborearla con
todas sus consecuencias. Ya estaba perdido, ya nada importaba.
—¿Qué has traído? —respondió con curiosidad.

Valantir comenzó a desatar los cordones de su camisa de hilo, despacio,


mirándole a los ojos. Tiró de la tela para descubrirle los hombros, las marcas y la
piel pálida, y arrojó la prenda sobre la cama. Haldren observó perplejo cómo
después se metía la mano en la ropa interior y sacaba un pequeño frasco de
cristal con un líquido dorado en el interior.

—Tienes que frotar esto en mi pene para que no te haga daño. —El brujo
cogió la pequeña botella y la observó con curiosidad. Sin duda era aceite
esencial, pero parecía brillar con luz propia, como si estuviera mezclado con oro
en polvo—. También podemos untarnos con él, huele muy bien… y es agradable
—continuó, mientras le quitaba los pantalones. Haldren colaboró sin darse
cuenta, levantando las rodillas para que pudiera desenfundárselos y tirarlos sin
cuidado tras él. Ni siquiera le importó que tratase así su ropa, ni el desorden que
estaba armando. Tenía la mente llena de él—. Pónmelo en el pecho… verás
como te gusta.

Haldren abrió el frasquito y se manchó los dedos, olfateándolos después.


Un agradable aroma de mirra llenó sus fosas nasales y le erizó la piel. El olor de
Valantir era parecido, solo que hormonado y también metálico.

—Esto son…

—Óleos sagrados. Los usamos para bendecir las armas, entre otras cosas.

Haldren le miró atónito, frotándose los dedos impregnados de aceite.

—Pero esto es… No deberíamos…

—No pongas esa cara de beato. ¿Quién es el brujo aquí, Haldren? —le
cortó Valantir con autoridad, agarrándole la mano y colocándosela sobre el torso
musculoso, mirándole con impaciente deseo—. Unta ese maldito aceite por mi
pecho.

«Será descarado. Acaba de maldecir los óleos». Cuando parecía que nada
podía sorprenderle ya de Valantir, daba un paso más lejos en la depravación. Sin
embargo, Haldren obedeció, una vez más. Abrió los dedos sobre la piel de
Valantir y extendió el perfumado líquido. Los músculos se tensaban debajo de su
mano. Le pareció que el aceite se calentaba y hormigueaba en su piel; era aceite
sagrado, su sangre no reaccionaba bien a esas cosas, pero lejos de hacerle daño
aquel calor le atrapaba aún más en la red del campeón.

—Yo soy el brujo… —murmuró, mirándole a los ojos, fascinado y


angustiado a partes iguales—, por eso no puedo ungirte con esto.

—No estamos en los Himnos, Haldren. Vas a cubrirme con eso,


embardunarás bien mi polla y después tendré sexo contigo encima de mí. Tienes
que aprender a montar —dijo en un tono imperativo, terriblemente sensual a sus
oídos—. Ahora, haz lo que te he dicho.

Una extraña sensación de reverencia le hizo bajar la mirada. Valantir le


arrebató el frasco y vertió la mitad del contenido sobre su pecho, tomando su
otra mano para colocarla también sobre sus pectorales, guiándole en las primeras
caricias. El brujo tomó aire trémulamente y comenzó a tocarle, abriendo los
dedos y deslizándolos, resbaladizos, sobre la piel apetecible y caliente. El color
bruñido se intensificaba bajo la luz roja, le hacía brillar como a una estatua
perfecta, viva y carnal.

—Así… —dijo Valantir, y comenzó a acariciarle las caderas con las manos
abiertas. El tacto áspero de los dedos acostumbrados a sostener las armas le hizo
estremecer—. Aprovéchate, aprieta bien los dedos… no te reprimas.

Y no lo hizo. Deslizó los dedos despacio sobre la piel caliente, sintiendo


cómo los músculos se tensaban a su paso, cómo su compañero se exhibía y le
tentaba sin ninguna clase de pudor. Observó una gota de dorado aceite deslizarse
entre los pectorales, bajar por el surco de su estómago hasta colarse en el
ombligo como una perla de oro. Haldren le observaba sobrecogido, con la
respiración convertida en un hilo tembloroso entre los labios.

El campeón acercó el rostro al de Haldren, respirando cerca de su boca,


apenas rozándola, sin llegar a besarle.

—Eso es. Buen chico.

Los sentidos de Haldren despertaban uno a uno, y todos se atiborraban de


las reacciones que Valantir provocaba en él. Tenía el olfato anegado de aquel
perfume sagrado, del olor hormonal de su piel, sus ojos no podían apartarse de la
mirada ardiente, de los músculos torneados, su lengua recordaba el sabor de sus
besos y los anhelaba. Toda su piel se estremecía y reaccionaba al tacto de su
cuerpo y cada vez que escuchaba su voz su mente era raptada y sometida por la
vibración grave e hipnótica.

Estaba lleno de él, pero quería más.

—Tócame más —ordenó entonces el campeón, provocando una sacudida


en su interior.

El calor se condensó entre sus piernas, su sexo comenzó a despertar. Alzó la


mirada hasta los ojos de Valantir, sintiendo cómo la fascinación limpiaba poco a
poco la angustia que le había acompañado aquellos días, tan llenos de culpa y de
recuerdos acechantes. La vergüenza quedaba atrás mientras sus manos
respondían a las órdenes, bajando hacia los abdominales marcados, convirtiendo
las caricias en roces intensos que esparcían el resbaladizo aceite sobre la piel del
campeón. El tacto suave y delicado de sus dedos se extendió con gozo hacia los
hombros de Valantir, recorriéndole por completo.

El campeón exhaló un suspiro satisfecho y le agarró de la cintura,


mirándole a los ojos. Deslizó las manos por los dorsales del brujo hasta rodearle
el trasero y agarrarle las nalgas con un gesto intenso y firme. Haldren podía
notar el calor que desprendía su cuerpo, duro y vivo. Irradiaba una energía
efervescente, vivificadora, que ya conocía demasiado bien y que anhelaba con
cada fibra de su ser. A veces olvidaba que era un campeón, que la luz de Andros
estaba en él, habitaba dentro de él, y podía expresarse de muchas maneras. Lo
que nunca hubiera imaginado es que pudiera hacerlo así, en medio de la
impudicia y la lujuria. Mientras pensaba en ello, Valantir le apretó contra su
cuerpo y pudo sentir la creciente erección encerrada tras su ropa interior.

—¿Te gusta?

Los gestos de Haldren se llenaban de ansiedad contenida, como si deseara


arrancarle la vida que exudaba su piel, beberse a través de las manos el calor que
desprendía, la luz que aguardaba en su interior. Quería su bendición, quería su
castigo, quería sentirla en la forma que fuera, que llenase su oscuridad.

—Sí… —murmuró entrecortadamente.

«Es un campeón… un elegido de Andros», se dijo a sí mismo. No


recordaba haber fantaseado nunca con algo semejante, pero a medida que se
adentraba en los misterios que su compañero le descubría, su deseo crecía y la
mente se le llenaba de blasfemas posibilidades.

Al fin terminó con aquella tortura. Valantir se apoderó de sus labios, sin
hacerle languidecer más. La boca del campeón se pegó a la suya y la abrió con
firmeza, irrumpiendo en su interior con la ardiente lengua, marcándole y
devorándole sin concesiones. Haldren gimió de alivio. Sentía los dedos
poderosos clavarse en su trasero, atrayéndole con fuerza incontestable hacia él.

—Así me gusta, que me digas la verdad —susurró el campeón contra su


boca sin apenas apartarse, jadeante. El mordisco en su labio inferior hizo gemir
al brujo y apretar los dedos contra los duros abdominales—. Sigue tocándome,
ya sabes lo que tienes que hacer.

Otro beso profundo le colmó de alivio y ansiedad al mismo tiempo. Cuanto


más tenía de él, más quería, y sus caricias se volvieron más intensas, casi
posesivas mientras recorrían la perfecta anatomía de su compañero. Los dedos
embadurnados de aceite resbalaron, descendiendo, respondiendo por sí mismos a
las órdenes de Valantir, estrechando sus músculos hasta deslizarse bajo la ropa
interior y cerrarse alrededor del sexo erguido. El contacto de la carne caliente
provocó un nudo de sed en la garganta. Le imaginó embistiendo contra su boca,
aplacando aquella hambre enloquecedora. Su excitación se volvió dolorosa.

Quería pedírselo, deseaba suplicar, inclinarse y enredar la lengua en el


miembro que latía entre sus dedos, pero solo pudo observarle extasiado mientras
le masturbaba con movimientos lentos e intensos. Valantir exhalaba el aire lenta
y controladamente, aún le agarraba el trasero con fuerza cuando inclinó la
cabeza y el aliento candente le rozó la piel del cuello. La lengua,
enloquecedoramente lenta, mojada de saliva ardiente, le lamió provocadora.

—Hoy no te doy náuseas… ¿eh? —murmuró en su oído, empujando con las


caderas contra su mano.

El brujo solo acertó a gemir en respuesta. Entrecerró los ojos y dejó caer la
cabeza hacia atrás, entregándose, descubriendo la piel para él, para que le
devorase si lo deseaba. Tiró del sexo de Valantir y lo liberó de la ropa interior,
agarrándolo con ambas manos y embadurnándolo bien con el aceite, con caricias
arrebatadas que comenzaban a teñirse de urgencia.

Valantir ronroneó contra su cuello, endureciéndose, y mordió con suavidad,


provocándole un escalofrío intenso en la espalda que le hizo arquearla. La
lengua resbaló con lenta lujuria, saboreándole, descendiendo hasta su pecho,
donde la boca hambrienta atrapó uno de los pezones del brujo y succionó. Soltó
una mano de su trasero y comenzó a retorcerle el otro entre los dedos,
haciéndole enloquecer.

Haldren se mordió los labios y cerró los ojos. Un gemido se sofocó en su


garganta. Intentaba retenerlo, pero no pudo. Jadeó y le acarició con más
intensidad. El miembro de Valantir latía entre sus dedos, cada vez más duro, más
ardiente… más apetecible.

«Por la luz de Andros, Valantir… ¿qué me estás haciendo?».

Ni en sus recuerdos más prohibidos Haldren se había sentido así. Jamás


había experimentado sensaciones tan intensas y salvajes, el hambre, la urgencia
que Valantir le provocaba.

Abrió los párpados, y entonces se encontró con los ojos predadores fijos en
los suyos. Y el campeón habló:

—¿Quieres follar, brujo?

Su mirada, el obsceno descaro de sus palabras, le devastaron de deseo.

Ya no había ninguna barrera, era consciente de su expresión abandonada, de


la forma necesitada con la que le había besado al reclamar Valantir sus labios.

—Sí —respondió, rendido.

El campeón le agarró de las muñecas y le apartó las manos de su sexo,


llevándoselas a los hombros, donde Haldren se sujetó con diligencia, mirándole
anhelante. Las fuertes manos de Valantir le levantaron entonces del trasero y le
sentaron a horcajadas sobre su regazo. El brujo apretó las rodillas contra sus
muslos, refugiándose en su cuello al aferrarse al cuerpo erguido de Valantir, que
se había sentado a medias, recostando la espalda en el cabecero. Su pecho, sus
brazos, todo su cuerpo era duro y caliente. El brujo, estremecido, respiraba entre
jadeos contenidos con la mejilla aplastada contra el cuello del campeón.

—Dímelo otra vez, mi zorra preciosa. ¿Quieres follar?

—Sí, quiero que me folles.


El sexo hinchado de Valantir palpitaba contra sus muslos, caliente y
tentador. Pronto se aplastó contra el suyo propio, provocándole una descarga
devastadora de placer y deseo que le hizo balancear las caderas hacia él. Las
manos del campeón se cerraron en sus nalgas, amasándolas con codicia,
abriéndolas antes de levantarle en vilo y rozar su entrada con la punta
aterciopelada y lubricada de su pene.

—Todos los hombres tenemos algo especial ahí adentro, ¿sabes? —le
susurraba al oído, frotándose contra él, estimulando su estrecha abertura, que iba
mojándose del aceite que le impregnaba. Un gemido de deliciosa desesperación
brotó de los labios del brujo—. Es como una cuerda siempre afinada. Cuando
alguien la sabe tocar, nos vuelve locos… Vamos a buscar la tuya.

La voz del campeón se rompió de pronto en un jadeo al hacerle bajar,


entrando lenta y deliciosamente en su cuerpo. Haldren acalló los gemidos en su
piel, apretando los labios contra su cuello al estremecerse. Los aceites
sacramentales lo volvían todo fácil. A pesar de la tensión de la anticipación, el
cuerpo del brujo le recibió sin dificultades, y la pincelada de dolor que
provocaba la huella de la anterior irrupción se diluyó en una sensación
voluptuosa. La carne palpitante resbalaba hacia su interior, ungida de aceite
sagrado, llenándole poco a poco.

Haldren se quedó quieto entonces, temblando entre los brazos de Valantir,


agarrado a sus hombros con las manos abiertas. Le faltaba el aire y sus entrañas
se contraían presas del más delicioso deseo que había sentido jamás. Sus caderas
comenzaron a balancearse, despacio, buscando a su compañero para apretarse
contra su cuerpo y atrapar su sexo erecto contra sus abdominales, pidiéndole más
con la inexperiencia propia de un adolescente.

Sintió el sexo endurecerse en su interior y escuchó el suspiro de alivio y


placer de Valantir, que le rozó la punta afilada de la oreja con los labios al
respirar. Le empujó más, elevando las caderas, y Haldren sintió que al fin
encajaban plenamente: le tenía enterrado en toda su extensión y como si fuera
Valantir el que estuviera recibiéndole el brujo se sintió abrazado por él, colmado,
lleno hasta el último recoveco y rodeado por sus fuertes brazos.

—Eso es… —susurró Valantir con lujuria en su oído—. Hasta el fondo.

Haldren apoyó la frente en la curva del cuello de Valantir, respirando


sofocadamente mientras se agitaba entre sus brazos, ocultándose absurdamente
en la cortina que sus propios cabellos níveos formaban alrededor de su rostro. El
campeón no le permitió hacerlo durante demasiado tiempo: le tomó el rostro y le
apartó el pelo de delante para poder observarle. Haldren levantó la mirada con
docilidad, con el pulgar de su compañero rozándole el labio inferior. Valantir le
contemplaba con una expresión dura y sensual: los ojos entrecerrados, la tensión
marcándole la mandíbula al apretar los dientes. Le estaba devorando con los
ojos, como si fuera lo único que existía en el universo. Y Haldren tuvo la certeza
de que en ese momento así era, de que Valantir no deseaba nada más. Y quiso
pertenecer a aquel instante por siempre.

—Muévete —susurró entonces Valantir contra sus labios. Se había detenido


sin darse cuenta y le miraba extasiado, presa de una parálisis reverente—. ¿Sabes
cómo hacerlo o quieres que te enseñe?

La mirada del brujo quedó prendida de los ojos ardientes del campeón
cuando comenzó a moverse en silencio. No necesitaba responder, sus caderas ya
rotaban lentamente, en movimientos amplios, siguiendo la cadencia que su
instinto le marcaba. No era virgen, había estado antes con un hombre, y conocía
bien el deseo. Ese deseo era lo que había temido hasta el momento, pero
mientras le miraba, enterrándole en sus entrañas con cada sensual embestida, el
temor desaparecía de sus ojos dejando solo éxtasis y entrega.

—Mírate, claro que sabes…—dijo Valantir, esbozando la sonrisa canalla y


retorcida de quien se sabe ganador. Su expresión se tornó burlona, seductora, y
arqueó las caderas para alcanzar un punto más profundo en su interior—. Ah…
¿cómo no ibas a saber? Eres mi zorra… el chico más sexy del templo.

Le soltó el rostro y volvió a agarrarle con firmeza del trasero, empujando en


su interior con una estocada firme que le hizo jadear. Tenía la boca entreabierta
cuando la lengua de Valantir le lamió lascivamente los labios, y sacó la suya para
rozarla, besándole después mientras se movía con mayor brío sobre su regazo.

«¿Cómo he podido negarme esto durante tanto tiempo…? Andros… ¿es


este tu perdón? No puedo luchar más, no quiero luchar más…».

El placer mordisqueaba sus nervios y le hacía atrapar con fuerza el sexo de


Valantir en su interior mientras le cabalgaba. El campeón sonreía satisfecho,
triunfante, y le mordisqueaba los labios después del beso profundo que habían
compartido. Una embestida enérgica hizo que Haldren se inclinase hacia
adelante y resollase, agarrándose de su cuello y arañándole la piel al sentir cómo
su sexo quedaba atrapado contra el estómago duro de Valantir.

—¿Te gusta esto? —murmuró libidinosamente en su oído.

Las embestidas no cesaban. Apenas podía reunir aliento para responder,


solo podía gemir lleno de deleite. El abrazo del brujo se volvió posesivo, su
respiración sofocada mientras se contraía contra el cuerpo duro de Valantir,
provocando el roce enloquecedor que congestionaba de placer su sexo
endurecido.

—Respóndeme, Haldren.

—Sí… sí… me gusta —dijo en un murmullo agónico, superando el breve


parpadeo de angustia que pretendía frenarle las palabras en la garganta—. Me
gusta.

Se sintió liberarse. Los yugos ardían en su interior. Estaba renaciendo,


rindiéndose al poder arrollador del sexo, a la salvaje seducción de Valantir. No
podía ocultar nada a su luz, que hacía arder las barreras y fundía las cadenas con
las que él mismo se había atado.

No había ninguna bestia esperando a devorarle en su interior; era él,


agazapado en la oscuridad, asustado, muriendo de inanición. Él era esa zorra, era
el noble digno, era la puta y el brujo de voluntad inquebrantable, y podía ser
libre para mostrar sus facetas sin pudor entre los brazos de Valantir.

—Eso es… me encanta cuando me dices la verdad —murmuró el campeón,


embistiéndole profundamente—. ¿Quieres que pare?

—No… no pares, no pares... —dijo con un susurro exigente, que murió con
un gemido entre sus labios.

Ya no los detenía; los jadeos, los gemidos, las expresiones de su propio


placer se encadenaban. El fuego ardía líquido por sus venas, y no deseaba
contenerlo. Ya había saltado, y mientras caía al vacío se dio cuenta de que el
miedo solo era un espejismo. Solo existía el placer, y no importaba nada más.

Haldren empujó con sus caderas, agitando la melena, con los ojos ardiendo
de lujuriosa entrega fijos en los de su compañero.

—Tú tampoco —respondió Valantir, sujetándole bien por las caderas


mientras le guiaba poco a poco hacia una cabalgada cada vez más intensa,
arqueándose hacia atrás para alcanzar un punto diferente en su interior, buscando
esa cuerda mágica de la que hablaba.

—Sí... ah… Valantir…—la voz del brujo sonaba suplicante, embriagada.


Cerró los ojos y se entregó a la febril galopada, apretando las rodillas y
arqueándose para rozar cada vez con mayor intensidad su sexo contra el
estómago de su compañero. Buscaba sus labios para entregarle besos
desmadejados, torpes, entre jadeos y los sensuales gruñidos de Valantir, que le
enseñaba los dientes y le mordía los labios como un felino juguetón.

—Vamos… enséñame lo bien que lo haces, putita —susurró, pellizcándole


un pezón y dedicándole la mirada más sucia que nadie le había dedicado en su
vida—. Eres mi zorra, solo mío. Hazlo para mí… muévete como tú sabes…

El brujo no se detenía, sus movimientos eran cada vez más frenéticos y


necesitados. El roce profundo en su interior hacía estallar un placer cada vez más
intenso, distinto a todo lo que había experimentado hasta el momento. Ni
siquiera beber la sangre de los demonios provocaba ese delirio de éxtasis en el
que estaba naufragando.

Se dejó llevar, apoyando las manos en el pecho del campeón y echándose


hacia atrás, sintiendo cómo el miembro de su compañero se enterraba más
profundo en sus entrañas. Una embestida bien dirigida le hizo contraerse y gemir
más fuerte.

—Ahí está —escuchó susurrar a Valantir. Al abrir los ojos, se encontró con
su mirada.

No se había apartado de él y estaba ebria de placer. El campeón apretaba los


dientes y entrecerraba los párpados con una expresión de obvio gozo. En su
interior, sentía los estragos que causaba en él: la carne comenzó a latir,
endureciéndose más, hinchándose hasta hacer que la fricción fuera estrecha a
pesar de los óleos con los que le había ungido. La sensación de placer era
terriblemente intensa en cada envite, que ahora tenía un objetivo claro. Los
gemidos se escapaban de su boca sin que pudiera hacer nada. Cada vez se sentía
más colmado, más al borde del colapso, y la respiración pesada de su
compañero, los gemidos deleitosos que le regalaba, le estaban arrebatando todo
control.

Se miraron frente a frente en medio del frenético intercambio. Las manos


de Valantir le recorrieron por completo: los costados, la espalda, los hombros y
el pecho, hasta volver a cerrarse con fuerza innegable en sus glúteos en un gesto
posesivo. Entonces se le echó encima de nuevo, levantándole para empalarle con
una cruel estocada y comenzar a follarle rápida y profundamente, moviendo las
caderas de Haldren contra las suyas sin respetar el ritmo que el brujo intentaba
mantener. Con un grito de placer, el brujo se echó sobre él, pegándose contra su
cuerpo desesperadamente. Le besó con un gesto arrebatado mientras la
tempestad se lo llevaba por delante. El sudor corría por su espalda y su pecho, el
aire le faltaba en los pulmones y la vorágine de prohibido gozo le arrastraba
como una tormenta. Desesperado, hundió la lengua en la boca ardiente de
Valantir, bebiéndose su saliva con ansia.

—Córrete —susurró el campeón en su boca y deslizó un brazo por debajo


de su rodilla. Los musculosos brazos le atenazaron, rodeándole posesivamente, y
el poderoso sexo martilleó en sus entrañas sin piedad, llegando más lejos de lo
que había llegado hasta el momento, tocando aquel lugar secreto una y otra vez.
Los ojos de Valantir brillaban como el fuego, y su voz se volvió de nuevo
hipnótica—. Y nada de contener los gemidos. Quiero oírlos todos.

Haldren no era capaz de responder, le empujó con ambas manos abiertas


sobre sus pectorales y se echó sobre él, moviéndose con más fuerza, agitando el
pelo al alzar la voz otra vez entre gritos y jadeos. Estos se quebraron de pronto,
los gemidos se ahogaban y rompían entre sus labios, temblorosos, llenos de
lujuria. Entonces se tensó, atrapándole violentamente en su interior. Su sexo
comenzó a latir furiosamente entre los dos y una descarga de fragante semen
salpicó contra el estómago de Valantir, manchándole impúdicamente cuando el
brujo cumplió obedientemente con la orden dada. Ya no podía besarle, solo
gemía contra su boca, rozándole con los labios mientras luchaba por mantener
los ojos abiertos y fijos en él.

—Ah… sí… eso es… buen chico… buen… Aaaah… —Valantir no pudo
seguir hablando. El orgasmo de Haldren le arrastró también a él.

El abrazo se volvió asfixiante. La descarga en su interior fue brusca y


salvaje: palpitaba aceleradamente, y un poderoso chorro caliente golpeó sus
entrañas, llenándole con la semilla candente que estalló acompañada por un
relampagueo de luz que cruzó su cuerpo de arriba abajo. Haldren sintió que un
nuevo orgasmo estallaba dentro de él, casi doloroso por el intenso placer. El
cosquilleo ardiente se expandió por sus venas, energizante, haciéndole sentir de
pronto vivificado y colmado.

—Sí… sí… —murmuraba contra la boca del campeón, rozándole con los
labios, embriagado, ofreciéndole besos desmadejados mientras seguía
moviéndose a un ritmo cada vez más lento.

Valantir empujó en su interior hasta que los últimos latigazos de placer les
abandonaron a ambos, y entonces comenzó a acariciarle los costados, apoyando
la frente en el hombro del brujo mientras recuperaba el aliento. Haldren se había
derrumbado sobre él y se mantenía abrazado a su cuerpo.

—Lo has hecho muy bien… —dijo Valantir, y Haldren suspiró satisfecho,
sintiéndose flotar—. Ahora descansa un poco… luego tenemos que probar otra
postura.

No era consciente de haber dejado de pensar. Todas las voces


contradictorias en su cabeza guardaban silencio. Su mente se había aquietado y
lo único que existía era la sensación de plenitud que aquel abrazo le otorgaba.
Era su cuerpo el que había tomado el control, la sed le había dirigido, el deseo le
había poseído y durante unos preciosos instantes aquella hambre enloquecedora
que siempre se agazapaba en su interior estaba colmada: había desaparecido.

Empujado por la salvaje atracción de su compañero se había dejado caer, se


había soltado al fin, y después del vertiginoso descenso, del fuego y del
descontrol, Valantir seguía sosteniéndole entre sus brazos y el mundo no había
terminado. Él no se había perdido, los demonios no le acechaban para
aprovechar su momento de indefensión.

No se estaba tan mal en aquel reino de placeres blasfemos.

Había aceptado la bendición del campeón, y si Andros no estaba de acuerdo


con ello ya podía descender y calcinarle. Pensaba entregarse a ella tantas veces
como Valantir se la ofreciera, probar todas las posturas, aprender todos los
secretos bajo la poderosa guía de su campeón.

No solo era un buen brujo, también era un excelente aprendiz, y Valantir lo


comprobaría a lo largo de aquella ardiente noche.
Interludio III

La tarde ya se había marchado. El cielo enrojecido dio paso a una noche


añil, serena y fresca. Los últimos himnos se apagaron y solo entonces el General
se permitió abandonar sus ocupaciones durante un rato. No se encontraba bien.
Hacía ya varias horas que sentía de nuevo el continuo dolor en el costado, y un
calor agobiante y antinatural que le hacía pensar que tenía fiebre. No se lo podía
permitir, mucho menos en aquel momento.

Abandonó la mesa de estrategia, donde había colocado algunas figuritas


sobre el mapa grabado en la tabla. Las fuerzas del Ejército del Crepúsculo eran
piezas de color morado con alas membranosas. La milicia de Shindara consistía
en figuras de madera pintadas de rojo y amarillo, representando soles ardientes.

«Demasiado pocas», pensó, dedicándoles un último vistazo y acercándose


al balcón.

Los informadores habían llegado. Se habían perdido dos compañías nada


más desembarcar y el batallón de infantería Alcyx estaba en una situación
desesperada, atrapados entre los demonios y el mar. Si no actuaban pronto, miles
de soldados morirían. Y no tenían tantos soldados. Aquella tarde había dado la
orden de desplegarse a los avizores del batallón Dychtes para intentar un ataque
por el flanco. Sin embargo todos aquellos esfuerzos eran como intentar vendar
una cabeza cortada. El tiempo corría en su contra. A este paso, en menos de dos
semanas habría que enviar al campo de batalla a los brujos y a los campeones, y
pedir que los magos de la capital entraran en servicio de forma inmediata.

Llegó hasta el balcón y se apoyó en la barandilla, dejando que la brisa


fresca del atardecer le aliviase de la sensación febril. Lo que estaba sucediendo
en las Islas Veladas era algo más que una invasión. Si no lo contenían en un
breve plazo de tiempo, los demonios tomarían la isla por completo y las reservas
de magia de todo Shindara quedarían comprometidas. Tal’Reshan caería a pique,
después los demonios arrasarían el reino élfico y a continuación, se prepararían
para atacar a los humanos.

«Tal vez sería lo mejor», pensaba, agarrándose con fuerza a la balaustrada.


«¿Por qué tenemos que enfrentar este tormento nosotros solos? Nuestra gente
nace y muere a la sombra de las Islas Veladas, sabiendo que siempre regresarán
los demonios, que somos lo único que se interpone entre ellos y el mundo… los
únicos que conocemos la existencia del Ejército del Crepúsculo».

Tradicionalmente, los shindari consideraban a los demonios su problema.


Habían sido ellos quienes, sin querer, habían despertado a los demonios… pero
aquello había ocurrido milenios atrás, y a Vrydel le parecía que ya estaba bien de
ocultarse y ocultarlo todo. Nunca había sido un elfo muy tradicional, esa era la
verdad. Y no le gustaban los secretos.

—Es el precio a pagar.

Parpadeando, se giró. A su lado estaba el rey, con los largos cabellos rubios
ondeando libremente en el aire perfumado del anochecer. Sus ojos, dorados
como el sol, contemplaban el cielo. Tenía las manos enlazadas a la espalda y la
expresión melancólica, llena de una pérdida profunda y eterna. El General sintió
que las fuerzas le abandonaban y que el centro mismo de su alma se partía.

Sabía que no era real, pero el dolor… el dolor sí lo era.

—Es demasiado alto —respondió aun así, la voz quebrada en un hilo, las
lágrimas contenidas.

El rey Endorel volvió la mirada hacia él y dibujó una sonrisa triste.

—Nunca es demasiado alto, mi buen General. Nosotros somos el sol…


Mantenemos ocultos los secretos del mundo tras el resplandor cegador de
Andros. Así es como debe ser. Así es como ha sido siempre. Así es como
siempre será.

Vrydel apretó los dientes. Un nuevo latigazo, como una fuerte quemazón en
el costado, le hizo encogerse un poco. Trató de enfocar la vista en el jardín, más
allá de la luz de los faroles titilantes que ya se encendían.

—Pero no tiene por qué ser así. Hay otros caminos. Tiene que haberlos…

—Yo los busqué antes de ti, Edaren. ¿Lo recuerdas? —La voz del rey
resonaba con un eco antinatural, entremezclándose con el zumbido de sus oídos
—. Solo encontré oscuridad. Nosotros no podemos enfrentarnos al mal del
Crepúsculo sin que nos contamine. Debemos contenerlo, una y otra vez, cuantas
veces sea necesario, al precio que sea. Así pagaremos nuestra deuda con la
magia. Así purgaremos nuestro pecado con el mundo.

—Ojalá nunca lo hubieras hecho —susurró el General, tratando de


mantener la mirada enfocada. La luz de los fanales se emborronaba. El tono
verdeazulado de los frondosos jardines se fundía lentamente en negro—. Ojalá
nunca hubieras buscado… Ojalá yo no te hubiera encontrado…

—Edaren. Edaren…

Su señor le llamaba, pero él ya no podía oírle. La voz del rey Endorel


empezó a deshacerse como jirones de humo y adquirió otro timbre, más grave,
preocupado. Repetía su nombre como nunca lo había escuchado antes. Entonces
una nueva punzada en el costado le laceró, un haz de luz dorada le golpeó con
fuerza y se derrumbó en el balcón, inconsciente.


Cuando volvió a abrir los ojos, estaba tendido en un diván. No sabía cuánto
tiempo había pasado. La luz de las velas ardía en una habitación de cortinas rojas
y paredes de madera labrada. Los bajorrelieves representaban el mar, el sol y las
estrellas. El astro rey estaba pintado con pan de oro, una y otra vez. Se
escuchaba el rumor de una fuente cercana. En el techo, donde sus ojos estaban
fijos desde que abrió los párpados, un fresco representaba a los cinco grandes
reyes de los elfos y un tragaluz en el centro dejaba ver el cielo, negro y
estrellado.

No tardó en ser consciente de la presencia de otra persona junto a él y


volvió a cerrar los ojos con amargura. Sabía de quién se trataba y por alguna
razón se sentía culpable y avergonzado.

—¿Cómo os encontráis, General?

Era la misma voz grave y preocupada, la última que escuchó antes de


desmayarse. De pronto se dio cuenta de que tenía el torso desnudo y se llevó la
mano al costado de manera instintiva. Un vendaje lo cubría. Se le heló la sangre
en las venas.

—¿Qué has hecho, insensato? —siseó amargamente, sintiendo que todo le


daba vueltas.
—Limpiar la herida. Deberíais hacerlo más a menudo.

Vrydel soltó el aire con fuerza por la nariz y levantó la cabeza para mirar a
Aronath. El caballero estaba de pie, secándose las manos que acababa de lavar
en un cuenco de cerámica. Estaba vestido con pantalón de tela, botas altas y
camisa de seda, sobre la cual lucía, como era habitual, el tabardo de su orden. La
pulcra trenza con la que se recogía los largos cabellos colgaba, como siempre,
por delante de su hombro, y en el parche de terciopelo negro brillaban algunos
rubíes engastados. El rostro aristocrático del capitán no mostraba ninguna
emoción, pero sus ojos le rehuían de un modo que dio que pensar a Vrydel.

—Es una herida de hoja demoníaca. La ponzoña del Ejército del


Crepúsculo no tiene cura. Y es muy contagiosa. Tú lo sabes, maldita sea.

—Sí, lo sé. —Aronath se giró hacia él, severo—. ¿Y qué esperabas que
hiciera?

—Dejarme descansar. Me habría recuperado en unas horas.

—Gracias a mí te has recuperado antes.

—Necio… probablemente te hayas contagiado.

—Hace tiempo que no tengo que preocuparme por eso. —El General
entrecerró los ojos, sin comprender. Con un suspiro, Aronath añadió—: No eres
el único con una herida así.

Vrydel se quedó sin habla. La preocupación y la culpa dieron paso a la


curiosidad y la compasión. Con esfuerzo, se sentó en el diván, fijando la mirada
en el capitán de la Orden Carmesí. Este seguía de espaldas, lavándose las manos
con parsimonia. Abrió la boca para pedirle disculpas, pero en cuanto Aronath le
escuchó tomar aire para hablar, le cortó, diciendo:

—No es necesario.

El General fue consciente del rechazo que encerraban sus palabras.


Seguramente no quería hablar del tema. Y aun si fuera el caso, no querría hablar
con él, desde luego.

Tomó aire profundamente y se puso en pie, buscando su jubón con la


mirada. Los cabellos plateados cayeron sobre su pecho, haciéndole comprender
que Aronath, o quienquiera que le había tumbado allí, también le había soltado
el pelo. Aquello le extrañó. ¿Lo habría hecho para que estuviera cómodo?

Al fin, encontró la guerrera sobre una silla tapizada de terciopelo. Se acercó


y se la puso, moviéndose con cuidado para no hacerse daño en la herida. Estaba
apresurándose en cerrar la abotonadura, deseoso de salir de allí y acabar con
aquella situación violenta, cuando la voz de Aronath rompió el tenso silencio.

—No tenéis por qué marcharos, General.

Vrydel miró por encima de su hombro, perplejo. Obviamente sí tenía por


qué. Aronath no soportaba su presencia, estaba claro. Y él también tenía
problemas para tratar con el capitán de la Orden. Había habido demasiados
roces. La distancia podría limar sus diferencias, tal vez, pero quedarse allí en
aquel momento no parecía que fuera a mejorar las cosas.

—Sois muy amable, Capitán, pero ya me encuentro mejor. Gracias por


vuestra ayuda —replicó cortésmente.

—Es… —Aronath comenzó a decir algo. Cambió el peso de pie y luchó


contra sí mismo un instante hasta encontrar las palabras—. Yo también estoy
herido. Se trata de un secreto, igual que el vuestro.

Vrydel se detuvo definitivamente, con apenas un par de botones aún


abiertos. Se dio la vuelta. El caballero de la Orden Carmesí había dejado el trapo
con el que se estaba secando las manos y se había girado hacia él. Su porte
seguía siendo marcial, tan severo como siempre, pero su único ojo brillaba con
desasosiego.

—¿Nadie sabe que estáis infectado? —Aronath hizo un gesto al escuchar la


temida palabra, como si le perturbase la sola mención. Negó con la cabeza—. No
es un problema. No diré nada si vos no lo hacéis.

El capitán asintió. No dijo nada más, pero seguía mirándole. Bajo la luz de
las velas, en aquella habitación dorada y carmesí, el caballero parecía un
príncipe altivo, pero en el trémulo resplandor de su mirada Vrydel creía ver la
luz de un faro, las señales de un náufrago en una isla distante. Alguien que no
podía salir, pero que deseaba ser hallado.
Animado por esa extraña simpatía, siguió hablando.

—Mi herida también es un secreto. —Se frotó el vendaje, inseguro sobre


cómo continuar—. Me la hice en la Quinta Invasión. Al principio solo era un
rasguño, pero siempre supe cómo acabaría esto. —Hizo una pausa—. No se lo
dije a nadie. No quería que me licenciaran, pasar el resto de mi vida
languideciendo en el templo de Andros hasta perder por completo la cabeza.

—Eso es lo más duro. Las alucinaciones, perder la razón... —apoyó


Aronath. Parecía querer participar de la conversación, aunque había cierta
torpeza en su modo de expresarse. Seguía sonando demasiado marcial y brusco.
Como si se diera cuenta de ello, carraspeó, bajando rápidamente el rostro y
alzándolo de nuevo en un gesto incómodo—. Por lo que he oído decir, claro. Yo
aún no…

Dejó la frase sin terminar.

—¿Sucedió hace poco? —preguntó el General. Volvió a tomar asiento en el


diván.

—Me enviaron a las Islas hace dos años para una misión rutinaria.
Debíamos escoltar a dos magi. Estaban investigando en las cavernas del sur. Se
abrió un portal y aparecieron un par de dorgones.

—¿Dónde te hirieron?

Aronath se señaló el ojo.

—Cauterizamos enseguida, pero no fue suficiente.

Vrydel sintió un estremecimiento de empatía. La vida era muy injusta.

—Admiro tu entereza —dijo con sinceridad.

El capitán frunció ligeramente el ceño, como si no entendiera del todo por


qué le decía tal cosa. Luego le señaló.

—¿Y tú? ¿Qué ocurrió?

El General se sintió palidecer.


—No creo que quieras saberlo.

—Te lo estoy preguntando —replicó Aronath secamente—. Si no quieres


hablar de ello, sé franco. Pero no utilices como excusa tus adivinaciones acerca
de mis deseos.

Vrydel reprimió una nueva sonrisa. Nunca había conocido a nadie tan
testarudo como el Capitán Aronath, ni tan orgulloso. Sin embargo, en aquel
momento su orgullo no le resultaba molesto.

—Discúlpame. Tienes razón.

Aronath se cruzó de brazos. Su mirada seguía fija en él. Vrydel se preguntó


por qué tenía que ser todo tan difícil con el Capitán. ¿Acaso no podía servir un
par de vasos de vino, sentarse a su lado y hablar de manera normal? ¿Solo sabía
hacerlo de pie, firme, a varios metros de él y utilizando frases más propias de un
informe o de una discusión militar? «Probablemente esto es lo mejor que sabe
hacer», se dijo.

—Fue en la Quinta Invasión —respondió al fin—, en el asalto final.


Durante la última batalla. La última de todas.

Tras hablar, apartó la mirada. Había intentado ser sutil, consciente de las
implicaciones de aquel tema, pero Aronath, tras unos segundos de pausa, lo
enfrentó directamente con una pregunta tan clara y directa que Vrydel no pudo
por menos que sorprenderse.

—¿Te lo hizo el rey?

El General no respondió. Quería hacerlo, pero la angustia le atenazaba la


garganta. Tuvo la sensación de que la herida volvía a escocer y un ligero mareo
le hizo apoyarse en el diván, inclinándose un poco hacia adelante y colocando
una mano en el borde. Aronath se acercó a toda prisa y se detuvo en seco frente a
él. Vrydel podía sentir cómo se agitaba la magia sagrada de Andros a su
alrededor, efervescente y musical, pero también rabiosa.

El General esperaba un exabrupto, más preguntas capciosas, ataques


verbales. Pero para su sorpresa, la voz del capitán sonó grave, angustiada.

—Dímelo. Necesito saber lo que ocurrió allí.


—¿Qué más da? Lo que ocurrió, ocurrió —replicó Vrydel con cierta dureza
cansada, tratando de evadir la cuestión—. Nada va a cambiar. Todo el mundo
conoce la versión de los sacerdotes, ¿por qué quieres saber la mía?

—¡Porque estoy cansado de odiarte!

La súbita exclamación de Aronath le hizo alzar la mirada. Ahí estaba ese


fuego en su única pupila, furioso, atormentado… y detrás, más allá, un telón de
fondo que el General fue incapaz de comprender pero que le conmovió con tanta
fuerza como ver a un rey arrodillado. Aunque fuera él quien estaba en el diván,
por debajo de la intensa mirada de Aronath; aunque fuera él quien había
mostrado su vulnerabilidad, quien se había desmayado, al contemplar al capitán
era consciente de su dolor. No necesitaba verle derrumbarse. No necesitaba ver
sus heridas. Estaban ahí, tan claras como el día. La incertidumbre. La soledad. El
manto pesado del deber y de las preguntas sin respuesta. ¿Estoy haciendo lo
correcto? ¿Seguí el camino adecuado? ¿Puedo confiar en alguien? ¿Dejarán
alguna huella mis actos, harán un buen servicio al mundo?

Que el capitán acabara de reconocer que le odiaba no le ofendió, ni siquiera


le hizo daño.

—El rey… —dijo lentamente—, el rey me dijo que nadie debía saberlo. Si
te cuento lo que ocurrió, estaré traicionando la última voluntad de mi rey.

Aronath apretó los dientes.

—¿Le mataste y te preocupa traicionarle? ¿Es que podrías traicionarle más?


Honestamente, dudo que ahora le importe un cuerno. Está muerto.

—Puede que a él no le importe, pero a mí sí.

—No seas hipócrita.

—Ni tú tampoco —replicó Vrydel con firmeza. El rostro de Aronath


palideció. Algo parecía vacilar en su mirada. El General, aunque hablaba con
más seguridad, no estaba siendo cruel. Su voz seguía siendo sosegada y
ligeramente amarga, llena de resignación—. Quieres que te dé una respuesta,
pero ya la tienes. En el fondo de tu corazón, lo sabes. No es necesario que yo
rompa una promesa para que tú confirmes aquello que ya piensas.
—¿Y qué sabes tú acerca de lo que pienso? —siseó el capitán, blanco como
la leche.

—Sé que si de verdad creyeras que soy un traidor y un asesino, que no tuve
una buena razón para matar a mi rey, entonces no estarías aquí. Jamás habrías
aceptado servir a mi lado, bajo mis órdenes. Nunca.

El silencio se extendió en la habitación, solo roto por el chisporroteo de las


velas y el canto de los grillos más allá de las ventanas ojivales. La mirada
enturbiada de Aronath se desvió, recorriendo la estancia como si buscara un
lugar al que asirse. Después, con movimientos lentos y abatidos, se aproximó al
diván, donde tomó asiento junto a Vrydel. Durante minutos, ambos
permanecieron callados, cabizbajos, sumidos en sus propios pensamientos.

Finalmente, fue el campeón quien rompió el silencio.

—Ven dos veces por semana. Me ocuparé de tu herida. —Antes de que


Vrydel pudiera decir nada, el caballero añadió—: Sé que no tiene cura, pero
ganarás tiempo. La Luz de Andros es poderosa, mi General. Deja que actúe.

—No creo que…

—¿Lo merezcas? —La mirada intensa de Aronath le desarmó de un modo


que no esperaba, al igual que sus palabras—. ¿Intentas castigarte a ti mismo? Es
comprensible. Muchos han estado en ese infierno antes que tú. Pero el reino aún
te necesita, General. No puedes dejar que esa ponzoña te destruya sin luchar.

«Así que este es el verdadero poder de los elegidos de Andros», pensó


Vrydel. Estaba cansado y no tenía ganas de mostrarse digno. Nunca le había
gustado aparentar. Así que se pasó las manos por el pelo y suspiró
profundamente.

—Tienes razón. Temo haber sido demasiado descuidado… y un poco


fatalista.

—Muy fatalista.

—Dame un respiro...

«Orgulloso. Y testarudo. Es un buen tipo».


—¿Lo harás entonces?

Vrydel asintió con la cabeza. El caballero pareció aliviado y se puso en pie


de nuevo, dirigiéndose a las ventanas y apartando las cortinas.

—Sería conveniente que pasaras la noche aquí. Puedes volver a tener


fiebre. Yo vigilaré.

Vrydel observaba la figura del capitán, que estaba de espaldas a él,


analizando a aquel elfo como nunca lo había hecho antes. Sus palabras eran
severas y distantes. Su tono militar estaba tan grabado en su sangre que parecía
incapaz de deshacerse de él. Y sin embargo, pudo ver aquella noche algo más
allá, vislumbrar un misterio, como una estrella oculta, más allá del tabardo, la
armadura y la vasta extensión de soledad que Aronath mantenía a su alrededor.

—De acuerdo. Quedo en tus manos, entonces.

—Bien. —Aronath cruzó las manos a la espalda, mirando a través de la


ventana—. Y descuida, guardaré tus secretos.

—Lo daba por hecho.

Tras unos segundos en los que contempló la elegante silueta de su camarada


con franca curiosidad, Vrydel volvió a recostarse en el diván con un suspiro.
Estaba confuso. No sabía por qué había aceptado pasar allí la noche. Estaba
seguro de que no volvería a tener fiebre. Y de que Aronath también lo sabía.
Pero antes de poder pensar demasiado en ello, con el murmullo del viento entre
las hojas y el susurro de las fuentes, el General se quedó dormido.

Nunca supo que el capitán le contempló durante horas en silencio. Ni


tampoco que sus dedos le rozaron el pelo un momento, solo un breve momento.
Un instante fugaz, cuando su corazón no pudo más y fue capaz de reunir el valor
necesario.
CAPÍTULO 4
Un vínculo con el mundo

Las razas mortales de Íboris decían de los elfos que su larga esperanza de
vida les hacía recelosos a los cambios, serenos, nostálgicos e inflexibles. Como
suele ocurrir, todo aquello eran tópicos que rara vez reflejaban la realidad. Si
bien era cierto que en su sociedad las grandes decisiones podían tardar vidas
humanas en materializarse en acciones, los shindari no eran en absoluto esas
criaturas elevadas y regias que los humanos imaginaban. Solo los reyes y nobles
de las estirpes más antiguas podían ajustarse a esa imagen, y en la mayoría de los
casos no era más que una máscara tras la cual ardían las pasiones más salvajes.

Los shindari estaban ligados a la existencia de la magia desde su mismo


nacimiento, y a su naturaleza caótica y mutable. Aquello afectaba
profundamente en su modo de vivir las emociones. Además, habían vivido las
suficientes desgracias como para desarrollar una capacidad de adaptación poco
habitual entre las razas más longevas. Su vínculo con las energías arcanas podía
volverles inestables, pasionales y tremendamente volubles si no ejercían una
cierta disciplina. Podía ocurrir que en las ocasiones —muy escasas— en que
contactaban con los humanos, los shindari se mantuvieran dentro de ese
arquetipo de criaturas distantes, serenas y desconfiadas, pero dentro de los muros
de su vasto reino, sus romances eran siempre los más tórridos; sus envidias las
más venenosas; sus venganzas, las más terribles.

Haldren había intentado llevar una vida ordenada, como muchos de los
suyos hacían, creyendo que de flaquear su voluntad se convertiría en poco más
que un esclavo de las pasiones. Muchos años atrás, antes de la Quinta Invasión,
lo había sido, y el pecado cometido había estado pesando sobre su alma durante
incontables años.

Ahora, en el templo de Andros, sentía que el destino le había dado una


nueva oportunidad, y el recuerdo de los errores del pasado se volvía cada vez
más débil, desdibujándose en la esperanza de redención que se había iluminado
en su alma.

Después de tantos años interponiendo muros entre él y el mundo, al fin sus


defensas habían caído, al menos lo suficiente como para rendirse a su
compañero. Cada noche compartían el lecho y Haldren había descubierto que
rendirse a Valantir no era tan malo como pensó en un principio. Cuando su
resistencia cayó, el campeón dejó de forzar sus límites al dejar de existir una
razón para hacerlo, aunque su forma de ser siguió siendo tan irritante y
provocadora como siempre.

—Vamos, princesa, comienza a pelear en serio —le decía a veces durante


los entrenamientos. Haldren ya no se molestaba por aquello, pero componía su
mejor expresión de dignidad ofendida para el disfrute del campeón.

A veces le llamaba princesa, sí, por el mero placer de irritarle, pero “zorra”
y “puta” lo guardaba únicamente para los momentos en los que estaban a solas
sobre las sábanas. Aún le miraba en ocasiones con arrogancia, sabiéndose
atractivo, deseado y dueño de él y de su deseo, pero ni siquiera eso era tan malo.
De hecho, despertaba en él una ansiedad por la vida que le había llevado a
dejarse arrastrar tras los arbustos durante los descansos, a ser él quien asaltara al
campeón en pleno templo y acabar arrodillado succionando entre sus piernas,
escondido tras las cortinas de las galerías… Incluso a besarle apasionadamente
tras una de las columnas mientras los sacerdotes cantaban los himnos, como si
fueran dos adolescentes experimentando, encendidos por el riesgo de lo
prohibido. A Valantir no le importaba nada de aquello. Reía con malicia cada vez
que Haldren le asaltaba a escondidas, como si no fuera más que una travesura sin
graves consecuencias. Nada estaba mal para él, nada estaba prohibido… y eso
era una novedad sobrecogedoramente liberadora para Haldren, que dejó de
juzgarse y empezó a aceptar lo que deseaba en cada momento.

—Pídemelo… —exigía Valantir, haciendo las mismas preguntas cada noche


—. Dime lo que quieres, o no te lo daré. ¿Quieres que te folle?

Y aprendió a responder a sus preguntas sin sentir el nudo en la garganta.

—Quiero que me folles… —decía con voz ahogada, cada vez más libre—.
Quiero devorarte… hasta el tuétano…

Y Valantir se lo daba, y también tomaba lo que quería.

—Así… muy bien, lo haces muy bien —le decía sin tapujos, gimiendo
abiertamente cuando tenían sexo—. Mi zorrita, me encanta. Eres mío, solo
mío… dilo. Dímelo.

—Sí… soy tuyo, solo tuyo… no soy de nadie más —respondía el brujo—.
Soy tu zorra, tu puta…

Sentía que nunca tendría suficiente del deseo honesto del campeón, que le
prendía como a una llama y le hacía sentir vivo. Valantir no escondía nada, y
Haldren, poco a poco, dejó también de esconderse. Aceptó lo que deseaba y lo
tomaba cada vez con mayor libertad. Cuando se miraba al espejo veía al elfo
digno e íntegro que siempre había pretendido ser, solo que ahora también se
sentía como tal. Más honesto, más fuerte, más seguro.

El campeón, naturalmente, no llevó a nadie más a la habitación. Ninguna


noche.

Y resultó que tenía razón, al menos en parte: que tuvieran sexo —y lo


tenían continuamente— era, además de muy placentero, una agradable manera
de forjar confianza sin tener que pensar en el pasado, sin abrir espacios más
profundos de sí mismo que prefería mantener ocultos. Una alianza que a los dos
beneficiaba, pues el campeón también era hermético y prefería ocupar su lengua
en menesteres más gozosos que la charla cuando estaban solos. El brujo, aunque
cada vez más interesado en saber qué historia ocultaba su compañero, respetaba
aquel pacto tácito y no le hacía preguntas personales: mientras la alianza
funcionara y diera sus frutos, no tenía nada que temer ni de lo que quejarse. Y
estaba funcionando más allá de lo esperado.

Los entrenamientos mejoraron, y Valantir pedía cada vez más, insaciable en


la cama, y también en el combate. El brujo comenzó a enseñarle cómo eran
algunos demonios; le habló de sus funciones, de sus puntos fuertes y sus
debilidades, de su jerarquía. Valantir resultó no ser del todo ignorante en lo que
tenía que ver con el Ejército del Crepúsculo. Que conociera ciertos detalles sobre
la naturaleza de los demonios le pareció a Haldren curioso, cuanto menos, pero
se dijo a sí mismo que un campeón tenía que saber esas cosas. En la cama,
Valantir le azotaba las nalgas y le llamaba zorra, en el campo de entrenamiento
discutía estrategias con él y le preguntaba su opinión, le escuchaba, e incluso le
hacía caso, mostrándole el respeto que durante los primeros días pensó que no le
tenía. También Haldren descubrió que respetaba a aquel campeón tan poco
convencional. Tomaba decisiones sin vacilación, pensaba con total claridad
cuando se trataba de estrategia y combate, y aunque su manera de luchar era
brutal y arrolladora, también era muy inteligente. El brujo había entendido
rápido que Valantir no era ningún idiota, era capaz de leer en él con una sola
mirada y esa misma capacidad de percepción y análisis la demostraba en los
asuntos militares, haciendo que el brujo se preguntase a veces si no se trataba de
un antiguo oficial o algún rango elevado del ejército.

Y así pasaron dos semanas sorprendentemente cortas en las que aprendieron


a comunicarse con simples gestos o miradas, tanto en el sexo como en el
combate. Valantir y Haldren ya eran los mejores. Cuando se enfrentaban a otros
brujos para probar la alianza en combate siempre los aplastaban con rapidez:
Haldren contenía a los demonios y Valantir se encargaba de los hechiceros.
Después, acababan con los esbirros demoníacos entre oleadas de fuego mágico y
rabioso y el estallido purificador de la luz. Valantir protegía a Haldren, sí, pero
Haldren también protegía a Valantir cuando él utilizaba su escudo para destrozar
en lugar de para defender. Y apenas necesitaban hablar para entenderse.

De ese modo se convirtieron en el ejemplo de que la alianza funcionaba, de


que era más que posible. Era un arma como ninguna otra contra los demonios, y
Aronath estaba satisfecho. El capitán asistía a los entrenamientos y les observaba
con su único ojo brillando de seguridad. Por el contrario el General contemplaba
los entrenamientos con una sombra de preocupación emborronando su habitual
expresión serena. A Haldren no le pasó desapercibido aquel contraste, pero
pensó que tal vez solo se trataba de prudencia; él mismo tenía que contener su
entusiasmo para no relajarse demasiado: el mayor error que uno podía cometer
con los demonios era bajar la guardia, y un exceso de confianza podría llevarles
a ello. Sin embargo, aunque seguía siendo el elfo celoso de su trabajo e
impecable en sus rutinas, la experiencia con Valantir le estaba enseñando a
relajarse en algunos aspectos y, sin darse cuenta, había dejado atrás muchas de
sus manías. Ya no le obsesionaba la limpieza ni ordenaba compulsivamente sus
pertenencias cuando se ponía nervioso, porque ya apenas se ponía nervioso.

Doce días después de la primera noche de rendición, Haldren se encontraba


mejor que nunca, e incluso se reunía con sus compañeros después de los
entrenamientos. Valantir se había convertido en un vínculo entre él y el mundo,
era un elfo abierto y social y su influencia estaba haciendo que por primera vez
en mucho tiempo se permitiera hacer amigos… o al menos, algo parecido a
amigos.

Symeon, el brujo que había recuperado la capacidad del habla gracias a su


campeona, estaba allí con ella. Se habían quedado charlando apartados del
campo de entrenamiento, como hacían casi todas las tardes desde que comenzase
aquel proyecto. Eran buenos compañeros, Alendrys era ruda en la batalla, pero
disciplinada y una dama de altura, de modales impecables y saber estar. Symeon,
aunque su aspecto fuera estridente y le gustase adornar sus togas y bastones con
toda clase de parafernalia demoníaca, era un brujo cooperativo y diligente, algo
que no se podía decir de la mayoría de ellos, por naturaleza competitivos.

—No creo que tarden mucho en enviarnos a hacer maniobras. ¿Creéis que
será en las Islas Veladas? —preguntó Alendrys. Su postura era relajada, pero
todo en ella hablaba de severidad, desde su gesto hasta el tenso moño con el que
llevaba recogido el pelo castaño.

—Aquí no somos ya de mucha utilidad —respondió Haldren, de pie junto a


Valantir—. Sería lo más lógico, es donde se concentra la actividad demoníaca.

—No sé… si yo fuera oficial no desvelaría mi arma definitiva antes de


asestar el golpe —apuntó Symeon.

—Hay más sitios, ¿no? Con demonios, más allá de las islas —inquirió
Valantir. Llevaba parte del pelo recogido en la coronilla con un moño
desordenado que hacía que Haldren evitara mirarle para no alterarse. Se estaba
limpiando la sangre de una herida provocada por su propio escudo de la mejilla.

—Sí… pero los demonios disgregados del Ejército del Crepúsculo no son
un enemigo a la altura si se trata de ponernos a prueba. Los más poderosos están
en las islas —respondió Haldren.

—Tienes razón —dijo Alendrys, rascándose una ceja, pensativa—. No es


que esté preocupada, pero tenemos que estar preparados. Para nuestros
superiores somos la gran esperanza en esta guerra, así que no podemos fallar.

—Y dice que no está preocupada —Valantir soltó una carcajada,


golpeándola con el codo de manera que la hizo tambalearse. Ella le dirigió una
mirada desdeñosa.

—Y hace bien en estarlo —interrumpió Haldren.

—¿Tú también? —Valantir levantó una ceja, mirando a su compañero.


Siempre parecía demasiado seguro de sí mismo, y era algo que provocaba
confianza en el brujo, pero al mismo tiempo le obligaba a no dejarse llevar por
aquello—. Lo que no debemos hacer, si es cuestión de deberes, es cargarnos con
el peso del mundo como si nosotros lo fuéramos a salvar. Haremos lo que
podamos, lo mejor que podamos, y punto. No tiene sentido obsesionarse con eso.

—Pero tal vez marquemos la diferencia —respondió Haldren.

—Exacto —le apoyó Alendrys—. Esto no es como si fuéramos simples


soldados, Val, hay mucho en juego… otra vez.

—No se trata de angustiarnos —dijo Haldren—, pero no tenemos que


confiarnos. Los demonios son astutos, y también han aprendido mucho desde la
última vez. Symeon tiene razón, tal vez mostrarles el as en la manga no sea la
mejor idea.

Symeon les miró a todos y apretó los labios como si estuviera


reprimiéndose para participar.

—Demasiado astutos —habló al fin, bajando la voz. No era bueno


guardando secretos—. ¿Sabéis que han atrapado a uno? Aquí dentro, en el
templo.

Todos volvieron las cabezas hacia el brujo y negaron a la vez, mirándole


con interés.

—¿En el templo? ¿Un infiltrado del Ejército del Crepúsculo? —preguntó


Haldren sorprendido.

—Lo que me sorprende es que lo hayan atrapado —Valantir dio un par de


golpecitos con el puño en su coraza—. Deberían habérselo cargado nada más
cruzar la muralla.

—Puede que tenga información útil, Valantir —apuntó Haldren.

—Ya, ya… es verdad —se corrigió el campeón—. Mira, te doy la razón —


le hizo notar con una sonrisa canalla.

«Ya lo celebraremos en la habitación», pensó Haldren, mirándole de


soslayo.

—Lo están interrogando —siguió Symeon—. Se lo he oído a… —


carraspeó, callándose de pronto al percatarse de la mirada dura de Alendrys.
—¿Has estado espiando? —inquirió la elfa, escandalizada—. ¡Si te pillan
pueden pensar cualquier cosa! ¿No te das cuenta de que es sospechoso?

—Sí… sí —dijo Symeon encogiéndose ante la reprimenda de su compañera


—. Pero no me han pillado, no seas tan dura.

—¡Malditos brujos! —exclamó Alendrys con exasperación, y luego miró a


Haldren, haciendo un gesto de disculpa con las manos—. Perdona, Haldren, no
va por ti.

Haldren volvió la atención a la pareja.

—Ahora que lo sabe lo justo es que comparta la información, ¿no?

—Sí —claudicó Alendrys—. Venga, desembucha.

—En el fondo tú también te mueres por saberlo —dijo Haldren. Sentía los
ojos de Valantir fijos en él, y ladeó ligeramente las caderas, haciendo que la tela
de su pantalón se tensara en el trasero.

«Espero que disfrutes de las vistas, maldito pervertido».

—Tampoco tengo tanta información —continuó Symeon, bajando la voz


cautelosamente—. Sé que sorprendieron a un demonio en los jardines y lo
atraparon. No se resistió, le están interrogando desde ayer. Y lo más curioso de
todo es que se trata de un íncubo.

Haldren escuchó con renovado interés, frunciendo el ceño y olvidando


momentáneamente la atención de su compañero.

—¿Un íncubo? No son muy comunes… —apuntó. Aún recordaba lo mucho


que le había costado encontrar a Sidian y atarle mediante vínculo a él.

—Sí, son muy raros —Symeon parecía curioso y extrañado a partes iguales
—. Y mucho más en el Ejército del Crepúsculo.

—Nunca he visto un íncubo —dijo Valantir, que había vuelto la atención al


grupo—. ¿Cómo son?

—Depende de cómo se presenten —explicó Haldren a su compañero—. Por


lo general, son terriblemente hermosos, incluso en su forma verdadera.

—Este parecía un muchacho —siguió Symeon—. Tenía los ojos


completamente negros, y el pelo largo y oscuro.

—¿Tienen algo que ver con las súcubos? —preguntó Valantir.

—Sí, son de la misma especie —continuó Symeon—. Las súcubos son las
hembras, exterminaron a los machos hace algún tiempo, apenas dejan vivos a los
necesarios para perpetuar su especie.

—Qué maravilla —dijo Valantir con sarcasmo—. ¿Los mataron a polvos?


¿A todos?

—Guardan a los especímenes más capaces para reproducirse y los


mantienen esclavizados…

—Hay que andarse con cuidado con ellas, entonces. —Una sonrisa
maliciosa se dibujó en los labios de Valantir—. O tener cadenas.

Alendrys le miró con reproche, pero Symeon soltó una risilla que Haldren
coreó, negando con la cabeza.

—¿Es que piensas tirarte a una súcubo? Yo no voy a prestarte a la mía.

—No, gracias, Symeon —respondió Valantir, sesgando la sonrisa—. Estoy


servido.

—¿Me he perdido algo? —preguntó de pronto Alendrys, mirándole con


ojos brillantes y ávidos de información.

Haldren apartó la mirada de su compañero, temeroso de que sus


intercambios silenciosos fueran demasiado evidentes. Una cosa era haber
perdido la vergüenza con él, y otra carecer de ella delante de los demás.

—Nada nuevo. ¿Cuándo has visto que yo no esté servido, jefa?

Valantir solía llamar jefa a Alendrys, y era algo que causaba mucha
curiosidad en el brujo, que suponía que en algún momento, en el pasado, Valantir
había servido a sus órdenes, tal vez en el ejército del rey Endorel. Entre los dos
existía una complicidad evidente, y Alendrys le miró con claras intenciones de
no abandonar el tema en cuanto estuvieran solos.

—Eh…—interrumpió Haldren—. Creo que soy yo el que se ha perdido,


estábamos hablando del demonio al que han atrapado. Supongo que el General
sabrá hacerse cargo.

—Y el capitán —añadió Alendrys con orgullo.

—Creo que además van a llamar a algún brujo —Symeon volvió a bajar la
voz—, para sonsacar al demonio, imagino.

—¿Cuándo fue esto, Symeon? —preguntó Valantir.

—Anoche. Hacía calor y me fui a dar una vuelta.

Alendrys le miró, escéptica. A esas alturas ya todos sabían que Symeon era
muy dado a encontrarse con conversaciones jugosas por casualidad, y le
encantaba compartir las impresiones con sus compañeros como si fueran un
grupo de viejos chismosos. Haldren siempre había sido discreto, pero tenía que
aceptar que aquello tenía su encanto.

—Sí… anoche hacía mucho calor, es verdad —Valantir rió por lo bajo, y
Haldren sintió que se le erizaba la piel al recordar. La noche pasada el campeón
le había tomado sobre la alfombra, atándole las manos con las sábanas y
azotándole en el trasero al montarle. Había sido realmente memorable.

—Yo no pude dormir —apuntó Haldren con un tono neutro, sintiendo cómo
la sed volvía a bullir bajo su esternón. Si seguía pensando en aquello acabaría
excitándose.

—Ya decía yo que te movías mucho… —respondió Valantir con seriedad.

Alendrys les miraba extrañada cuando las campanas cortaron la incoherente


conversación.

—Se acabó la charla —dijo la campeona—. Vamos a comer, antes de que


los de la Orden Carmesí nos dejen sin nada.

Tanto Alendrys como Valantir hablaban de la Orden Carmesí como si no


pertenecieran a ella, aunque ambos portasen su tabardo. Haldren había
comprendido que los Caballeros de Endorel, a los que ellos habían pertenecido
en el pasado, se consideraban algo distinto. Seguían guardando un sentimiento
de grupo que los años pasados desde que la Orden Carmesí los asimilara y
firmasen la paz no había conseguido diluir y parecía que la lealtad entre ellos
trascendía a la propia orden, algo que debía hacer desconfiar a los carmesíes.

—¿Venís? —preguntó Symeon al ver que tanto Haldren como Valantir se


quedaban donde estaban.

—Sí, enseguida —se apresuró Valantir a responder—. Tenemos que


redactar un informe, llevamos algo de retraso con los temas… burocráticos.

—Sí, claro —dijo Alendrys, echándole una mirada suspicaz—. ¡Hasta


luego! Vamos, Symeon.

—Sabes que no hace falta que me digas “vamos, Symeon” cada vez que
vamos a alguna parte juntos, ¿no?

—No seas quisquilloso.

Campeona y brujo se dirigieron a las galerías en dirección al salón comunal


donde se servían las comidas. Valantir y Haldren les observaron mientras se
alejaban, hasta que los perdieron de vista.

—¿Crees que también…? —dijo Haldren.

—No —respondió Valantir con convencimiento—. A Alendrys no le gustan


los hombres.

—Oh. Mejor, me gusta ser especial —respondió el brujo sin más. Se había
juzgado duramente a sí mismo durante mucho tiempo por sus propias
inclinaciones, pero nunca le habían importado las del resto del mundo.

—Por cierto, no se lo digas a nadie —dijo Valantir, chasqueando la lengua


con fastidio.

—¿Por qué iba a decírselo a nadie?

—Ella es muy discreta, se supone que es un secreto —El campeón no


parecía demasiado afectado por haberle revelado aquel secreto.

«Debe confiar en mí si tan poco le importa habérmelo confesado. Además,


lo ha hecho con mucha ligereza». Haldren sonrió, por lo visto Valantir
comenzaba a bajar la guardia con él, y eso le gustaba.

—No es que yo no tenga mis propios secretos… así que conmigo está a
salvo.

—¿Qué secretos son esos? —preguntó el campeón socarronamente.

—Mi hambre… —respondió el brujo, desviando la mirada por debajo del


cinturón de Valantir—, de conocimientos —apuntó, volviendo a mirarle a los
ojos con una sonrisa neutra, pero una promesa en la mirada.

—Vamos —le apremió el campeón—, tenemos que hacer ese informe. Es


urgente.

Haldren asintió con un brillo de impaciencia en los ojos y caminó a su lado


en dirección a los dormitorios. Sabía exactamente dónde iban, porque sabía
exactamente dónde hacían los informes. Esa excusa la había usado él por
primera vez, y luego había inventado otros códigos como fumar loto, discutir
una estrategia ficticia a la que había llamado «avance y retirada» o darle unas
clases sobre los demonios.

—¿Has pensado en tocarme el trasero delante de ellos? —susurró mientras


caminaban a buen paso por las galerías.

Ninguno corría, incluso fingir que no tenían ningún apremio era algo
placentero y estimulante. E interactuar con los compañeros con los que se
cruzaban como si no pasara nada. Faeldrin iba charlando animadamente con
Lyra de camino al comedor, y ambos les saludaron con una sonrisa. Ni siquiera
Faeldrin era desagradable con Valantir, parecía haber olvidado por completo el
suceso del primer día, y ya tenía la nariz por completo curada.

—¿Por qué preguntas eso? —dijo Valantir después de que se alejaran.

—Ya sabes… hambre de conocimiento.

El campeón emitió una risa como un ronroneo, pero no respondió, siguió a


buen paso hasta que llegaron a la puerta de la habitación, y una vez allí le dejó
entrar, cerrando a su espalda. Antes de que pudiera alejarse, sintió el tirón en la
muñeca y la fuerza irresistible que le hizo chocar contra la coraza de Valantir.
Cuando quiso darse cuenta la lengua del campeón se estaba abriendo paso en su
boca, impidiéndole hablar con un beso desesperado. Las manos rudas del
campeón se cerraron con firmeza en su trasero y le empujaron hacia su cuerpo,
estrechándole con avidez. Haldren cerró los dedos en su tabardo y correspondió
lleno de ansiedad.

—Claro que lo he pensado… —respondió Valantir al fin, rompiendo el beso


y empujando con la pelvis contra él en un movimiento impúdico.

—A veces… —habló el brujo contra sus labios, resollando y besándole


intermitentemente al hacerlo, como si no pudiera dejar de hacerlo—, me asaltan
pensamientos… inapropiados.

El campeón comenzó a tocarle por encima de la ropa, con una mano


firmemente cerrada en su trasero mientras deslizaba una caricia ardiente por su
costado, apretando el sexo que comenzaba a endurecerse bajo los pantalones
contra la ingle de Haldren.

—¿Qué pensamientos? Cuéntamelo —murmuró en su oído, lamiéndole


después la oreja y mordisqueándole el lóbulo—. Con detalles.

Un escalofrío le hizo arquearse y soltar un gemido desvaído.

—¿Por qué eres así…? —dijo frotando la nariz contra el poderoso cuello
del campeón, ondulando despacio contra su cuerpo, dejándose llevar por el
deseo. La manera que tenía Valantir de apretarle el trasero y de moverse contra él
le volvía loco.

—Cuéntamelo, Haldren.

Valantir había incidido mucho en que expresase lo que quería y lo que


pensaba, y aunque a veces le costaba, Haldren lo hacía. Besó su cuello y acercó
los labios a su oído para hablar en un susurro bajo y sensual.

—A veces… en las situaciones más inoportunas, me asaltan las imágenes.


En el salón, cuando todos estamos reunidos, imagino que me deslizo bajo la
mesa sin que nadie me vea y… abro tus pantalones. Y meto la mano y… —
Según hablaba, sentía como el sexo de Valantir, apretado contra su ingle, se
endurecía, y eso le espoleaba a continuar. Se mordió los labios y deslizó la mano
bajo los pantalones del campeón, buscando la carne caliente y dura con los
dedos. Su iniciativa también había mejorado mucho en esas dos semanas—, saco
lo que tienes ahí.

La expresión del campeón se volvió depredadora, afilada. Le besó con


renovada avidez y, al separarse para mirarle a los ojos, sostuvo la barbilla del
brujo con una mano para hablarle con firmeza.

—Di lo que es.

Haldren dudó, sintiendo cómo su excitación crecía con solo imaginarse


pronunciando aquellas palabras. Valantir le obligaba a materializar sus fantasías,
y le gustaba su insistencia, la forma autoritaria con la que le miraba y le exigía.

—Te saco la… polla —murmuró en sus labios— y… me la meto en la


boca.

—Eso es… —Haldren sintió como se endurecía más entre sus dedos. Le
estaba acariciando desaforadamente, con menos reparos de los que mostraba
para hablar—. ¿Y qué haces cuando te la metes en la boca, Haldren?

—Enredo la lengua en ella y… succiono, libo como si fuera un manjar de


dioses —continuó, pegado a su cuerpo, moviendo la mano bajo sus pantalones.
Sensual y hambriento—. Los demás están ahí, pero nadie se da cuenta. Y tú
tienes que estar callado.

—Si algo me puede hacer callar sin duda eres tú haciéndome eso debajo de
la mesa —gruñó, empujando con la pelvis contra su mano. Le soltó el mentón
para acariciarle los labios con el pulgar, y Haldren lo atrapó entre ellos,
succionando y chupando como si estuviera haciéndole una demostración de sus
fantasías.

El deseo del campeón resplandecía como la luz en sus ojos, en la forma de


mirarle. Valantir nunca escondía nada. Aquello le hacía sentir seguro y valiente.
No estaba haciendo nada por lo que sentirse culpable.

—Así que un manjar de dioses…


—¿Lo deseas…? —preguntó el brujo, rozando su pulgar con los labios
húmedos.

—Cada vez que te miro, lo deseo —respondió el campeón, dibujando el


contorno de su boca con el dedo—. Cada vez que alguien dice tu nombre, lo
deseo… y ya sabes que no soy muy paciente.

Haldren tiró del tabardo y le besó profundamente antes de arrodillarse bajo


su atenta mirada. Los rasgos del campeón se volvieron duros, dibujados por la
tensión que le provocaba la excitación. El brujo había descubierto lo mucho que
le gustaba hacer eso, arrodillarse ante él, como un elfo devoto, lleno de fervor,
como si aquella fuera la única dádiva que pudiera ofrecer a su dios, sirviendo a
uno de sus elegidos.

Una vez de rodillas, con los ojos fijos en los de Valantir, Haldren tiró de su
miembro y lo liberó de los pantalones, y aún observándole, abrió la boca y sacó
la lengua para deslizarla sobre la carne fragante, despacio. El campeón tiró el
escudo al suelo y apoyó la espalda en la puerta, flexionando apenas las rodillas
para ponérselo fácil a su compañero. En esa posición, podía balancear las
caderas para acompañar los movimientos de Haldren y mirarle a sus anchas.
Cuando Haldren le engulló, cerró las manos en sus cabellos y cerró los ojos,
parpadeando con fuerza.

No tenía mucha práctica al comenzar, pero el brujo había aprendido muy


deprisa acicateado por su hambre atrasada y por la constante guía de su
compañero.

—Ah… sí —escuchaba a Valantir entre sus propias succiones—. Eso es…


ah… por los dioses, tu boca es una bendición.

Haldren empapaba la piel tensa y hacía resbalar el miembro entre sus


labios, a veces hasta el extremo de sacarle de su boca, pero entonces le volvía a
hundir hasta la garganta, hasta que comenzaba a asfixiarse y volvía a liberarle.
Le devoraba cada vez con más deleite, excitado por el sabor, por la expresión de
Valantir, por sus palabras y por el mero hecho de estar haciendo algo tan sucio
escondidos tras la puerta de su habitación. El brujo cerró los ojos, dejándose
llevar por su apetito insaciable.

—Así… así, tómala toda, mi zorra preciosa. —Valantir jadeaba mientras


empujaba con las caderas contra su boca, más profundo. El campeón luchaba por
seguir mirándole, parpadeando con fuerza y fijando los ojos como dos lanzas
ardientes en él mientras le seguía hablando—. Mírame, Haldren.

Y Haldren abrió los ojos y levantó la mirada, moviendo la cabeza al


retirarse mientras le apretaba con la lengua contra el paladar. Había aprendido
mucho, y sabía que estaba llevándole al límite.

—¿Te gusta? —El brujo asintió, incapaz de responder con la boca ocupada.
Entrecerró los ojos como un gato complacido mientras succionaba—. Me voy a
correr… ¿quieres tragártelo?

No respondió. Sus movimientos se hicieron más intensos y lujuriosos, y no


dejó de mirarle al devorarle con más ritmo, sintiendo cómo el miembro de
Valantir crecía y latía al borde del colapso. El campeón afianzó su agarre en sus
cabellos y se movió contra su boca, embistiéndole sin cuidado ante la aceptación
del brujo, dejándose llevar hasta estallar.

—¡Ah! Ah… joder, por todos los… —Valantir maldijo, y sujetó con más
fuerza a Haldren, como si temiera que pudiera escapar, pero el brujo lejos de
apartarse siguió libando, succionando, tragándose su esencia como si realmente
fuera un néctar de dioses—. Buen chico…

La respiración de Haldren se atropelló, sofocada, cuando se lo sacó de la


boca. No se apartó, lamió toda la extensión de su sexo hasta limpiar cualquier
rastro de semen y le miró, complacido y lleno de deseo al mismo tiempo. Las
palabras de Valantir, su expresión relajada y los ojos ahítos y brillantes eran una
recompensa deliciosa para el brujo, al que solo le faltaba ronronear.

—Lo has hecho muy bien…—dijo Valantir, limpiándole los labios con los
dedos y tendiéndole después la mano. Haldren la aceptó y se puso en pie para
recibir un beso en la frente. Valantir le rodeó el cuello con un brazo—. Ahora
viene tu premio… —murmuró—, ¿quieres que te folle o prefieres que…?

Un fuerte golpeteo en la puerta interrumpió a Valantir, que entrecerró los


ojos.

—¡Haldren Eldrathir! —gritaron al otro lado.

El brujo se apartó de él, mirándole alarmado mientras se peinaba con las


manos y se arreglaba la ropa con un gesto compulsivo.
—¡Haldren Eldrathir, responde!

Valantir se acercó a él y le inspeccionó, asintiendo con seguridad para


indicarle que todo estaba bien.

—Tranquilo —murmuró—. No se te nota nada, mantente tranquilo.

El brujo asintió, sintiéndose más seguro de sí mismo, aunque tuviera la


impresión de que todo él olía a sexo, dejó de peinarse y de tirarse de la ropa.

—¡Sí! ¡Un momento! —alzó la voz para hacerse oír al otro lado de la
puerta.

—Voy a salir al balcón, así no me verán y pensarán que estabas solo —le
indicó Valantir entre susurros. Le guiñó un ojo antes de coger el escudo y salir
sin hacer ruido.

Haldren le miró hasta que le vio desaparecer entre las cortinas.

Esos eran los gestos que le habían demostrado que podía confiar en él, más
que lo mucho que se hubieran revolcado sobre la cama. Valantir guardaba su
secreto, le era leal, y estaba siendo discreto con aquello, respetando sus deseos y
protegiéndole cuando era necesario.

Dejó pasar unos segundos y tomó aire al abrir la puerta, manteniendo su


habitual aplomo. Allí, ante él, esperaban dos avizores con sus lanzas a la
espalda. Le miraron con severidad.

—Disculpad, estaba descansando… ¿qué ocurre?

—Acompañadnos. Son órdenes del General Vrydel.

Haldren supuso de inmediato que le habían elegido a él para interrogar al


demonio, y se calmó, saliendo de la habitación para que no notasen nada raro y
Valantir pudiera salir de su escondite.

—Por supuesto. Vosotros guiais.

Los avizores escoltaron a Haldren, uno a cada lado, hacia los niveles más
profundos del templo, donde el brujo sospechaba se encontraban las mazmorras.
El íncubo

Que el templo estaba provisto de calabozos era algo desconocido para sus
visitantes. Era un lugar sagrado, se daba por sentado que quien acudía a él lo
hacía con intenciones limpias, ya fuera para hacer ofrendas, rezar o consultar
asuntos vitales con los sacerdotes de Andros. Era difícil imaginar que nadie
acudiera con malas intenciones, y sin embargo los calabozos existían desde su
misma creación. Aunque la mayoría de shindari respetase el templo y lo
considerase sagrado, habían tenido que protegerse de ladrones de reliquias, de
traidores y espías e incluso de asesinos. Ni siquiera aquel lugar bendecido por el
Dios Sol se libraba de las pasiones shindari, y su valor era tal para los elfos que
el Ejército del Crepúsculo anhelaba sus secretos y su destrucción con la misma
intensidad.

Las Islas Veladas sustentaban Shindara con su magia, pero el templo era el
hogar de su espíritu, el corazón de la nación. Allí se forjaron los más grandes
guerreros y fueron coronados sus reyes y reinas. Allí eran instruidos los
sacerdotes que sanaban no solo las heridas físicas, sino las provocadas en el alma
por los infortunios, las guerras, las maldiciones y las sombras. Aquel epicentro
de saber y poder sagrado debía ser protegido con celo, y no bastaba solo con la
protección de su dios, él les daba las armas necesarias para que fueran ellos
mismos los que se defendieran. Y así lo hacían.

«Han intentado infiltrarse. No recuerdo que hayan hecho algo tan descarado
en otras ocasiones… ¿cómo pueden enviar a un demonio al templo de Andros y
esperar que no lo atrapen? Es demasiado extraño».

Haldren estaba seguro de que le llevaban ante el demonio para interrogarlo,


por lo que no se sorprendió cuando descendieron por una escalera en espiral
hasta una sala circular de bóveda alta. Las celdas que la rodeaban se mantenían
cerradas por una barrera mágica casi opaca, que temblaba y chisporroteaba. Allí
no entraba la luz natural, los cristales de las lámparas arcanas lo teñían todo de
un azul mortecino y deprimente.

Ante una de las celdas el General Vrydel esperaba con el gesto preocupado
que Haldren le había sorprendido en los entrenamientos. Los ojos grandes y
expresivos del General raramente podían ocultar lo que sentía. El brujo había
estado bajo su mando en más de una ocasión y admiraba la voluntad con la que
cumplía sus funciones. Era un elfo entregado a un ideal. Por muchas dudas que
planearan sobre él, Haldren veía el peso de las decisiones que había tenido que
tomar en el brillo de sus ojos grises, siempre teñidos de preocupación pero
reflejando la férrea entereza del héroe de guerra que era.

—General —saludó inclinando la cabeza y cuadrándose ante él. Los


avizores se quedaron a sus espaldas, esperando—. ¿Hay algún problema?

Sabía exactamente qué problema había, pero no iba a delatar a Symeon. Al


final también había aprendido lo que significaba ser compañeros.

—Sí, realmente lo hay —fue su escueta respuesta, después se volvió hacia


la prisión a sus espaldas y bajó con suavidad una palanca enclavada en el muro,
lo que provocó que la barrera se volviera traslúcida.

Haldren se quedó sin aliento durante unos instantes al ver lo que guardaba
la celda.

Tras la temblorosa pátina de energía, los ojos negros y vidriosos de Sidian


se clavaron en él.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! —gritó, lanzándose contra la barrera, que comenzó
a chispear peligrosamente alrededor de sus manos cuando las abrió intentando
tocar a Haldren.

El íncubo tenía el hermoso rostro anegado en lágrimas, la melena negra


despeinada y enredada y la toga bordada que vestía estaba rota y sucia. En sus
muñecas y en sus tobillos se cerraban los grilletes que le encadenaban a la pared
del fondo, y estaba herido.

El brujo se acercó. Guardaba la calma, pero en su rostro había un gesto de


sorpresa y preocupación evidentes. ¿Qué hacía allí Sidian? Que hubiera
desobedecido sus órdenes era un asunto grave, pero que lo hubiera hecho para
colarse en el templo podía meterle en problemas muy serios.

—Este demonio es mío, General —dijo con templanza. No solo no debía


ocultarlo, ahora estaba clara la razón por la que le habían llamado a él. Y
además, él había puesto a Sidian a disposición del ejército en numerosas
ocasiones. Lo sospechoso habría sido negar que era suyo, y no tenía razones para
hacerlo.

«No he hecho nada».

—Eso creía.

—¡Lo siento tanto! ¡Yo no quería! Ellos me encontraron… y me obligaron


—lloriqueó Sidian tras la barrera, mirándole angustiado. Las lágrimas resbalaban
por sus mejillas, gruesas y teñidas de púrpura—. Fue en la Subciudad, estaba
haciendo mi trabajo.

Haldren le miraba contrariado. Las lágrimas de su demonio no le


provocaban el más mínimo sentimiento de piedad. Los íncubos eran
manipuladores excepcionales, pero por mucho que hubiera sufrido en aquella
celda, apiadarse de un demonio era un error que se pagaba caro.

—Cálmate, y explícame lo que ha ocurrido. ¿Quién te encontró y qué te


pidió?

Vrydel les observaba en silencio, atento a la interacción de los dos. Haldren


estaba seguro de que le estaba poniendo a prueba. Ahora pesaban sobre él las
sospechas, y no le costaba demasiado llegar a la conclusión de que alguien le
había tendido una trampa.

«¿Pero quién? ¿Y por qué?»

—Me obligaron a venir… yo no iba a hacerte nada malo, sabía que tú me


salvarías, pero… —El íncubo rompió en llanto. Vrydel resopló tras Haldren,
observando al demonio con la misma frialdad que él—. Se hace llamar el Halcón
Negro. Es un brujo, trabaja con el Ejército del Crepúsculo, rompió mi vínculo
contigo. Me hizo cosas horribles, ¡horribles! Yo no quería…

Haldren enarcó las cejas. El corazón le martilleaba enfurecido en el pecho,


pero su rostro era una máscara de fría severidad.

—Nunca te ha servido tomarme por idiota, ¿por qué lo haces ahora?

—¡Mi señor! —Sidian le miró con herida sorpresa—. ¡Yo no…!

—No pueden romper el vínculo sin tu aceptación —le cortó el brujo.


—Me obligaron a aceptar… yo no…

—¿Qué te han ofrecido? —interrumpió de nuevo Haldren.

El General agarró de pronto la palanca junto a la celda y tiró de ella con


brusquedad. Un rayo de luz dorada impactó sobre el demonio, que lanzó un
alarido terrible y se sacudió contra la barrera.

—¡Aaaah! ¡Malditos! —gritó Sidian.

El brujo observó al demonio mientras se retorcía de dolor, impasible.


Prefería que fuera Vrydel el que aplicara la fuerza sobre él, los íncubos eran
manipuladores, pero también podían ser manipulables, y si se veía obligado a
maltratarle se lo pondría más difícil a la hora de entregarle la información que
quería.

—Todo volverá a la normalidad si colaboras, Sidian.

El íncubo se había echado al suelo y se abrazaba las piernas. Le miraba


suplicante, arrastrándose hacia una de las paredes mientras lloriqueaba, les
maldecía entre dientes y le suplicaba clemencia a él.

—Ven conmigo, tenemos que hablar —dijo Vrydel entonces. Haldren


ignoró al íncubo, volviendo la mirada y asintiendo.

El General se apartó lo suficiente de la celda para que el demonio no


pudiera escucharles.

—El demonio es tuyo, entonces. ¿Lo confirmas?

—Sí, señor, es mi íncubo. Lo he puesto a disposición del ejército en otras


ocasiones.

Una vez alejado de la vista del demonio, Haldren se permitió mostrar su


preocupación y relajar la postura. Miró al General con el ceño fruncido.

—Estaba en los jardines, llevaba al cuello un cristal.

Vrydel se mostraba algo distante y frío. Podía leer la preocupación en sus


ojos, pero nada más, y eso le inquietaba. El General era un hombre expresivo y
severo, y aunque confiaba en sus hombres, también era capaz de distanciarse
cuando era necesario. Haldren se lo había visto hacer con otras personas, pero
nunca con él. Tragó saliva.

—¿Cómo era? ¿Podéis describírmelo?

—¿Puedes describirlo tú?

«Me está poniendo a prueba. Lo está haciendo desde el principio. Sospecha


de mí, como es lógico. Maldito Sidian, ¿qué es lo que tramas?».

—No, señor, no llevaba más que sus propios abalorios cuando le dejé en
Tal’Reshan —dijo con calma. Se esforzaba por no dejar espacio al miedo y
mantener la serenidad, seguro de que podría aclarar todo aquello. No tenía nada
que ocultar—. Es posible que fuera un dispositivo de rastreo, o un grillete
mágico… pero no puedo saberlo si no lo veo.

—¿Quién es tu compañero? —preguntó Vrydel, dejando de lado el tema


bruscamente.

No dejó que su turbación trasluciera a su mirada. Su aspecto era sereno,


pero el corazón le latía de manera cada vez más angustiosa y un calor incómodo
se agitaba en su estómago.

—Valantir, señor —respondió con calma.

—Este demonio sigue tratándote como si fueras su amo.

—Solo es una treta, como todo lo que está intentando.

El General suspiró y se cruzó de brazos. Su expresión se había vuelto algo


más dura. No solo le miraba con preocupación, también había un poso amargo al
fondo de su mirada gris. Había tomado una decisión.

—Vas a tener que permanecer aquí hasta que aclare el asunto.

Haldren tardó unos instantes en comprender lo que se le pedía. Miró la


celda abierta tras Vrydel, y luego a él, sin terminar de creerlo.

«Me ha conducido a mi propio calabozo».


La sangre se le congeló en las venas.

—Te pido cooperación. Lo contrario podría hablar en tu contra.

—Cooperaré cuanto sea necesario, señor —respondió el brujo, controlando


la ansiedad que empezaba a trepar por su pecho—, pero es absurdo, es
demasiado evidente que trata de incriminarme.

Los lloriqueos de Sidian volvieron a escucharse en la celda contigua.

—Mi señor… por favor —imploraba—. Yo solo quería volver a tu lado…


ellos me obligaron.

Vrydel ignoraba al demonio, con la mirada fija en él.

—Si así te lo parece, señala las evidencias —respondió el General.

—No sé de qué se me acusa pero si sospechais de mi implicación con el


Ejército del Crepúsculo, ¿por qué exponerme enviando a mi propio demonio a
espiar en el templo?

—La verdad es que no creo que estés implicado con el Ejército del
Crepúsculo, aunque es una posibilidad —respondió Vrydel con calma. Su voz
atemperada no parecía alterarse con la situación, pero su mirada no mentía.
Aquello le estaba gustando tan poco como a él—. Si no es así, entonces ellos
están interesados en ti. Y eso es peor.

—¿Y me vais a encerrar por eso?

Vrydel asintió con naturalidad.

«No pueden hacerme esto… no pueden estar haciéndome esto».

—Lo más seguro para ti y para todos es que permanezcas aquí.

—Señor, estoy seguro con los demás, lo hemos demostrado sobradamente


—intentaba convencerle, sin mirar la celda oscura que le esperaba—. Si es por
mi seguridad, y por la de todos, como decís, dejad que colabore, encerrado no os
seré de ninguna utilidad.
Vrydel suspiró. Cualquier otro alto mando del ejército habría dado la orden,
exigido su cumplimiento y castigado la desobediencia.

—¿De qué modo podrías hacerlo?

Haldren era consciente de la suerte que tenía al encontrarse ante el General


y no ante el Capitán, y estaba dispuesto a aprovecharla, si podía. Pero ¿cómo
convencerle? «Lo tengo todo en mi contra, maldita sea».

—Si están interesados en mí podemos convertirlo en una ventaja. Intentarán


contactar conmigo, en algún momento lo harán, y podremos descubrirles
entonces si estamos preparados.

—Es un plan demasiado vago, y tú lo sabes —dijo sin apenas tener que
reflexionarlo.

—Lo planearemos, no podéis excluirme…

—Basta. Lo que propones no es suficiente, Eldrathir —le interrumpió el


General con un tono de voz firme y templado—. Por favor, acompáñame.

Vrydel se acercó a la celda y esperó a que el brujo entrase en ella por su


propio pie, pero Haldren no se movió. El corazón le latía en los oídos y un temor
amargo despertó en él al observar la oscuridad de la celda, su cuerpo se negaba a
moverse y un sudor frío resbaló por su espalda.

—Entonces sed claro…—dijo fríamente, ocultando toda su zozobra bajo un


gesto de decepción—. No estáis encerrándome por mi protección.

—Puedes enfadarte o no entenderlo —respondió Vrydel con frialdad—.


Preferiría que lo entendieras, pero eso no cambiará nada. Haré lo que tenga que
hacer.

El brujo le observó en silencio durante unos segundos. Tras él, los avizores
esperaban una sola orden para empujarle al interior de la celda si se resistía. El
General podría haberle encerrado sin contemplaciones en cualquier momento,
era su superior, y no tenía ningún derecho de pedirle explicaciones, ni él debía
dárselas, pero lo estaba haciendo, estaba siendo paciente.

«No he hecho nada. Si me resisto será peor, y tendrán más razones para
sospechar. No es más que una celda», se dijo.

—Vos conocéis mi trayectoria mejor que nadie, General. Confío en ello… y


en que no sea un error —dijo, y con un tremendo esfuerzo de voluntad se dirigió
al interior del habitáculo, superando su repentina parálisis.

Cruzado el arco, escuchó el chasquido de la palanca y la vibración intensa


de la magia que alzó un muro transparente entre él y el mundo exterior. Haldren
se dio la vuelta, manteniendo su apariencia digna y sosegada, y miró a Vrydel de
nuevo.

—Lo mejor que nos puede pasar a todos es que tenga que pedirte disculpas
por esto, Eldrathir —dijo entonces el General. Aunque su expresión no cambió
Haldren vio en sus ojos ese peso inconmensurable: el de la responsabilidad y las
decisiones, y también el brillo firme de la determinación—. Pondré a todos mis
hombres a trabajar en esto enseguida, lo investigaremos. Esto se aclarará.

—Avisad a mi compañero —respondió el brujo. Ya no tenía nada que decir


sobre lo demás—. Creo que debería saberlo, y tal vez os ayude a despejar las
dudas.

El General frunció apenas el ceño, acercándose a la barrera.

—¿Qué sabes de Valantir? ¿Le conocías antes de entrar aquí?

«¿A qué viene esto ahora? ¿Qué tiene que ver Valantir en esto? Espero que
Sidian no le haya metido también en líos. Maldito sea».

—No, no le había visto antes de acudir al templo. —«¿Y si lo saben? ¿Y si


saben lo que hemos estado haciendo?». Un nudo amargo comenzó a cerrarse en
su garganta, pero Haldren se forzó a seguir hablando con el mismo tono sereno,
apartando aquella idea de su mente. Solo eran miedos infundados, absurdos,
¿qué importancia tenía si sabían que se acostaban juntos? Eso no les convertía en
cómplices de los demonios ni en traidores—. No sé nada fuera de lo
estrictamente profesional, nos limitamos a trabajar.

Vrydel parecía reflexionar sobre algo. Se tomó unos segundos en responder,


mirándole con creciente preocupación.

—Pusimos mucho cuidado al emparejaros con vuestros compañeros. Sin


embargo ahora temo que hayamos cometido algún error.

—Este no es uno de ellos, señor —se apresuró en responder el brujo. La


arruga en el entrecejo de Vrydel se volvió más honda.

—¿Se ha comportado de forma extraña? ¿Ha intentado estrechar su relación


contigo, influirte de alguna manera?

El pulso se le disparó. El calor en su estómago se convirtió súbitamente en


frío. No solo sospechaban de él, también sospechaban de Valantir, pero… ¿por
qué? Era cierto que le había intentado manipular, que había forzado las cosas
para que su relación fuera algo más que estrecha, pero solo implicaba el sexo, en
el campo de pruebas se habían demostrado infalibles, coordinados, y Valantir no
había hecho jamás nada que le hiciera sospechar sobre sus lealtades.

—No, señor, solo se ha esforzado en crear un vínculo de confianza entre los


dos en pro de ser más efectivos en la batalla. Y vos habéis visto cómo funciona
esa estrategia.

Vrydel asintió despacio, pensativo. Fueran cuales fueran aquellas sospechas


parecían estar atormentando al General hasta el punto de tener que tomar
medidas extremas como la que estaba tomando.

—¿Qué tiene que ver él en esto?

—Aún no puedo decírtelo. Hay una serpiente entre nosotros, y todo lo que
sabemos es que su víctima es un brujo, alguien a quien debía influir para
volverle contra nosotros. Un brujo muy poderoso.

—¿Creéis que soy yo? Nadie ha…

—Ahora aparece este demonio en los jardines, que parece ser tuyo —siguió
Vrydel, ignorando sus quejas—, siguiendo las órdenes de alguien que
presuntamente no eres tú.

—No sé quién es el Halcón Negro pero si me dejáis hacer mi trabajo podría


descubrirlo a través de Sidian —insistió a la desesperada, acercándose al límite
de la barrera.

—No eres el más adecuado para interrogar a tu demonio, Eldrathir.


—No pretendo interrogarlo.

—Lo hará otro brujo —resolvió el General, y Haldren no quiso seguir


intentándolo. Ya había forzado demasiado los límites.

—Se hará como ordenéis, señor. —Inclinó la cabeza al otro lado de la


barrera, acatando.

—No puedo seguir aquí, cada minuto que pasa es crucial. —Los ojos de
Vrydel brillaban en la tenue iluminación de la sala. Le miró con un gesto seguro,
íntegro a pesar de todo—. Lo solucionaremos.

—Confío en vos, General. Cuando vuestras dudas se despejen… sé cómo


usar a Sidian en nuestro beneficio —dijo bajando la voz. La celda del demonio
estaba junto a la suya, aún le oía lloriquear al otro lado.

—Lo tendré en cuenta. —El brujo se dio la vuelta sin responder,


acercándose a la pared de la celda para apoyarse en ella. Vrydel le observó unos
segundos en silencio—. Esto no me reporta ninguna satisfacción, espero que lo
sepas.

Haldren asintió en silencio. No volvió a mirarle. El muro traslúcido vibró y


se volvió opaco e instantes después escuchó los pasos rítmicos del General
alejándose de allí, solo entonces se dejó caer, sentándose en el suelo y apoyando
la espalda en la pared de roca.

«Solo debes ser paciente… Valantir les ayudará, te sacará de aquí, les
demostrará que eres inocente. A él deben creerle… es un campeón de Andros».

Se cubrió el rostro con las manos y suspiró, tomando fuerzas para


enfrentarse a la oscuridad de la celda. Cuando abrió los ojos de nuevo el miedo
que se retorció en sus entrañas predijo lo largas que iban a ser las horas allí.

—No tardes en venir… —susurró.


Un nuevo pacto

Los sollozos de Sidian se apagaron finalmente. Con el paso de las horas, el


silencio se volvía pegajoso, agobiante. Solo oía la vibración de las barreras de
las celdas, y su propia respiración intentando ser pausada y rítmica. Tenía que
concentrarse en no perder los nervios, mantener los pensamientos alejados de la
desesperación, pero cada minuto que pasaba le costaba más.

«¿Por qué me hacen esto?», no podía dejar de preguntarse, presa de un


rencor amargo. «Siempre he sido leal, intachable, he sido el más solícito y
servicial de los brujos de Shindara, ¿y esto es lo que recibo a cambio?».

Las palabras de Vrydel sonaban más vacías cuanto más tiempo pasaba allí
en soledad. Nadie acudía, nadie le daba noticias, y Haldren desesperaba. Era un
brujo, y eran pocos los que confiaban en los brujos, no importaba lo que
demostrasen, cuánto sacrificaran o cuánto hicieran en la guerra, los brujos tarde
o temprano sucumbían a la corrupción. Tarde o temprano se convertían en
traidores, esa era la creencia extendida entre el resto de elfos, que les miraban
con recelo y nunca con agradecimiento.

Debía confiar en su General, como había hecho siempre, pero Haldren solo
quería salir de allí. Solo podía confiar en que Valantir no le abandonase, y a esa
idea se aferraba desesperadamente.

Las paredes le parecían cada vez más negras y estrechas y le faltaba el aire.
Había estado antes encerrado, apenas lo recordaba, pero los ecos de la memoria
volvían en destellos angustiosos al verse de nuevo atrapado. Recordaba la
bodega de su casa, y la voz amarga de su padre tras la puerta de roble, resonando
en la oscuridad: «Ahí no causarás problemas. Encontraré la manera de que no
volváis a causarlos. No volverás a verle».

Cerró los ojos con fuerza y se apretó contra la pared, abrazándose las
rodillas en un gesto casi infantil. Aguantó la respiración hasta sentir que no
podía más, y entonces volvió a tomar aire, llenándose los pulmones intentando
apartar los recuerdos de su mente.

No podía dejarse vencer, su voluntad era más fuerte que todo su miedo, que
toda aquella angustia que amenazaba con dejarle sin oxígeno. Si no le permitían
participar, tendría que hacer algo por sí mismo, tendría que hacerlo solo, al
precio que fuera.

Se pasó los dedos temblorosos por el rostro y tomó un par de inspiraciones


lentas antes de hablar.

—Sidian… ¿qué es lo que has hecho? —dijo con voz temblorosa.


Mostrarse débil ante un demonio no era buena idea, pero Haldren había trazado
un plan desesperado.

—Amo… —respondió la voz del demonio desde el otro lado, lastimera—.


Yo no quería, me obligaron… solo quería estar contigo.

—Vas a tener que colaborar si quieres que salgamos de esta… ¿lo


entiendes?

—¿Y qué será de mí? —respondió en un sollozo—. ¿Conseguiré algo?


¿Algo que quiera?

«Ahí estás, maldito demonio… justo donde te quiero».

—Seguir vivo, y volver a ser mío. ¿No es lo que querías?

—Pero quiero estar contigo, no lejos en Tal’Reshan —se lamentó Sidian—.


Y quiero que hagas conmigo las cosas que haces con él.

El brujo apretó los dientes.

«Lo sabe. Maldito sea». Tomó aire de nuevo, infundiéndose valor y


entereza. Si se centraba en lo que debía hacer los recuerdos se alejaban, y el
miedo dejaba de atormentarle. Nunca había temido a los demonios, pero sí a sus
propias sombras, y necesitaba alejarlas desesperadamente.

—Estarás conmigo… confiaré en ti si me demuestras que puedo hacerlo —


dijo en un tono comprensivo, desconocido para el demonio—. ¿Por eso lo has
hecho, Sidian?

—Yo… lo que te he dicho es cierto… el Halcón negro me encontró. Al


principio me asusté, pero me trataron bien…—El demonio sorbió por la nariz.
Seguía haciendo su teatro de muchacho desvalido, y no iba a dejar de hacerlo
hasta conseguir lo que quería, Haldren lo sabía—. Yo no quería abandonarte. Me
dijeron que debía hacerlo, que en el Ejército del Crepúsculo nadie era esclavo.
Pero yo quiero ser tu esclavo… eso me gusta. Entonces… él me mostró —Se
detuvo, como si hablar de aquello le hiriese, y luego siguió con un tono amargo
—, me enseñó lo que tú estabas haciendo aquí, con ese otro elfo. Y me enfadé.
Pero no iba a hacerte daño, solo quería venir a que tú me amaras también.

Haldren no se creía ni una palabra. Había una nota de rencor bajo la


fachada de inmensa pena del íncubo. Sabía que le habría apuñalado a la primera
oportunidad, que se habría vengado de alguna retorcida manera de lo que él
consideraba una traición. Pero eso era lo que menos le preocupaba en ese
momento. Sidian no era la amenaza.

«¿Quién ha podido mostrarle eso? ¿Cómo ha podido hacerlo…? Esto es el


templo de Andros, algo está yendo definitivamente mal».

—¿Qué es lo que te pidieron que hicieras? —preguntó al cabo de unos


instantes.

—Ellos querían que esperase, un agente iba a venir a buscarme para


contactar conmigo. Ese agente me diría qué debía hacer.

El brujo suspiró y apoyó la cabeza en la pared. Él era el sospechoso, solo le


habían encerrado a él por aquello, y todas las pruebas le apuntaban. Era el amo
del demonio encontrado, eso bastaba para acusarle.

—Sidian… lo que has hecho —dijo en un tono decepcionado, amargo. No


le costó demasiado fingirlo. No tenía que fingirlo—. Pensé que tú, precisamente
tú, no me traicionarías jamás.

—¡Tú me has traicionado primero! —siseó el íncubo con un venenoso odio


en la voz. Al instante, comenzó a lloriquear—. Perdóname… perdóname.

—¿No te he protegido? Siempre he velado porque estuvieras bien…


siempre he cuidado de ti —dijo el brujo con profunda decepción.

—Ellos me encontraron… me enviabas solo a esos horribles callejones. Me


dejaste atrás para venir aquí y te rendiste en los brazos de un asesino, ¿por qué
soy peor que él?
Haldren mantuvo silencio. Era un momento delicado, tenía que escoger
bien las palabras y dejar que el demonio se desesperase creyéndole dudar. Le
escuchó sorber por la nariz y sollozar, y entonces respondió a su pregunta.

—Antes era distinto, Sidian —Su voz sonaba débil, como rendida a una
evidencia aplastante—. Me daba miedo aceptar lo que me ofrecías. Siempre has
sido bueno, has respetado nuestro pacto, y mi autoridad.

—Yo soy bueno, maestro —respondió el demonio, esperanzado—. Siempre


seré bueno, te lo prometo… Salvo que tú quieras que sea malo.

—Eres bueno, eres mejor que ese campeón, ¿verdad? Tú también has
cuidado de mí todo este tiempo. Has sido obediente. No pretendía que te
sintieras abandonado.

—Sí… sí —respondió. Ya no lloraba. Haldren podía imaginar la sonrisa en


sus labios, peligrosa y siniestra—. No vuelvas a abandonarme, maestro, amo…

—Ahora veo las cosas de forma distinta. Ya no tengo miedo. —Hizo una
pausa. El demonio escuchaba en silencio, atento—. Ayúdame con esto…
colabora con ellos, Sidian, demuéstrame que puedo confiar en ti, y tendrás lo que
siempre has deseado.

—¿Es un pacto? ¿Haremos un pacto nuevo, mi amado señor?

Hacer concesiones a un demonio era peligroso, hacer promesas a un


demonio y no cumplirlas, lo era aún más, pero estaba dispuesto a arriesgarse, y
ahora no estaba solo. Tenía que confiar en aquello. Debía tener fe. Estaba en el
lugar idóneo para tener fe.

—Sí. Haremos un nuevo pacto. Pero tienes que demostrármelo primero…


cuéntales la verdad, llévales ante el Halcón Negro y serás mío como no lo has
sido nunca, como anhelas serlo.

Escuchó el gañido de satisfacción al otro lado de la pared. Sidian no era


estúpido, pero tenía debilidades, Haldren sabía exactamente qué deseaba y si
tenía que dárselo, al menos ahora sabía que podía controlar la situación. No
había ninguna bestia en su interior arrebatándole la razón.

—Lo haré, les contaré todo, les diré lo que tú digas… —respondió
apresuradamente—, lo que tú me pidas.

—Diles lo que ha ocurrido, lo que te han pedido, lo que te han hecho. Diles
la verdad y guíales hasta él, Sidian.

—Pero… tú… serás mi amante, ¿lo juras por tu alma?

Haldren cerró los ojos con fuerza y tomó aire. Estaba preparado, podía
enfrentarse a algo así. No estaba solo.

—Lo juro por mi alma —respondió con seguridad. Iba a ofrecerle lo que
quería, ahora era capaz de controlarlo, incluso de fingir que lo deseaba—. Te
follaré hasta que pidas clemencia. Te haré todo lo que no te he hecho durante
estos años y siempre he deseado hacerte.

Escuchó la respiración acelerada del demonio al otro lado, un gañido


satisfecho le confirmó que había creído su mentira. Sidian siempre había
deseado que cediera, tenerle bajo sus garras a través del deseo, y ahora lo veía a
su alcance por vez primera. Debía estar enloqueciendo de anticipación,
saboreando su triunfo.

—Sí… ¡Sí! Hablaré. ¡Hablaré! Se lo contaré todo, les diré que no es culpa
tuya, que me han obligado, que tú eres inocente. Cuando vuelva el General se lo
contaré todo, le ayudaré a encontrar al Halcón, te lo prometo.

—Si descubro que mientes me perderás para siempre, ¿lo entiendes? Y yo a


ti.

—¡Yo nunca te miento!

—Eres mi más preciado tesoro, luché mucho por tenerte —siguió el brujo,
enredándole más en aquella telaraña—. Confío en ti, Sidian. Estoy en tus manos.

Escuchó el sonido chirriante de las uñas del demonio arañando la pared.

—Seremos libres, y yo seré tuyo. Ya no necesitarás a ese otro elfo…


podríamos usar su alma. Seguro que es valiosa. Aunque al Ejército del
Crepúsculo no le gustaría eso, después de todo, son sus aliados… pero eso ya
daría igual. Volveré a ser tuyo, ¡no me importa lo que ellos piensen!
Haldren se tensó de pronto. Su corazón se aceleró y sintió que se ahogaba.

«No… está mintiendo».

—¿Qué? —Se dio la vuelta, apoyando las manos en la pared como si


estuviera enfrentando al demonio—. ¿Qué has dicho?

—El Halcón Negro lo dijo. Dijo que el elfo que te estaba haciendo esas
cosas en la cama era aliado del Ejército del Crepúsculo.

Haldren apoyó la frente contra la pared y tomó aire despacio, empujando el


oxígeno a sus pulmones. No podía ser, era imposible.

—No me mientas, Sidian. Recuerda lo que acabamos de hablar.

—¡No miento! Lo supo por un broche de su capa. Las Serpientes de Sangre,


los llamó.

Recordaba bien aquel maldito broche. Se lo había visto en muchas


ocasiones, sujeto a la capa. Dos serpientes rojas enroscadas. Pero lo peor es que
conocía aquel nombre, sabía lo que eran las Serpientes de Sangre. Fueron leales
al rey durante la Quinta Invasión y se unieron al Ejército del Crepúsculo como
asesinos implacables. No solo mataban, eran salvajes y sanguinarios. Tras la
caída del rey, simplemente desaparecieron, nadie supo qué fue de ellos, pero por
lo visto, se habían reinsertado en los grupos militares de Shindara.

«Es imposible… Valantir no…».

—Estás celoso, quieres implicarle —respondió.

—Le odio, tú yaciste con él y no conmigo, pero no te estoy mintiendo,


maestro. ¡No necesito mentir! Además, me has prometido que seré tuyo… —
dijo en un tono esperanzado—. Le olvidarás, ¿verdad?

Volvió a sentarse contra la pared, pesadamente, cubriéndose el rostro con


las manos. Valantir quería su confianza, pero sin entregar nada de él a cambio,
sin abrirle sus secretos. Lo aceptó, él tampoco quería que descubriera los suyos,
pero los suyos no tenían que ver con los demonios, no tenían que ver con el
presente. Ahora todo parecía una treta para tenerle ciego ante lo que pasaba… y
manipularle. ¿Era posible que fuera cierto? Haldren no quería creerlo, tenía que
resistirse a creerlo, o desesperaría.

—¿Verdad, maestro? —insistió Sidian.

—Sí… le olvidaré —respondió. Un frío horrible le mordía el estómago.

«Debe tener una explicación. Debe tenerla. Si Sidian no miente, entonces


debe tener una explicación. Y Valantir me la dará. No es un traidor, no puede
serlo».

La oscuridad pareció cernirse con más intensidad sobre la celda en ese


instante, y los recuerdos regresaron.

«No saldrás de aquí, y no volverás a verle. Jamás», dijo una voz desde su
memoria.
Interludio IV

Mientras salía de la torre, el General no podía dejar de hacerse preguntas.
Recordaba aquella conversación en la que sorprendió a Valantir hablando con
Aronath. No había conseguido aclarar aquello. El capitán guardaba celosamente
sus secretos, eso era algo que ya le había quedado más que claro. Se detuvo a
medio camino al sentir una punzada en el costado y se llevó la mano a la herida.
El dolor pasó rápido y Edaren suspiró. «También guarda los míos».

Con el paso de los días, resultaba cada vez más difícil para Vrydel
desconfiar de Aronath. El capitán cuidaba de su herida utilizando la Luz de
Andros, se ocupaba de contener la infección y de evaluar su estado físico
personalmente. Una vez a la semana, Vrydel acudía a las dependencias del
capitán y dejaba que restañase el corte, que jamás se cerraba del todo y cuya
ponzoña se extendía bajo la piel en forma de tentáculos oscuros. El avance de la
contaminación era más lento gracias a las atenciones del capitán, pero ambos
sabían que no había modo de detenerlo definitivamente.

—Tarde o temprano, los dos sucumbiremos —le dijo el capitán una noche.
Las velas ardían en la estancia y Vrydel aún estaba tendido en el diván, con la
camisa levantada y algunas gotas de sudor frío perlando su frente. El capitán
acercó un pañuelo y se las limpió con naturalidad, gesto que conmovió a Vrydel
de un modo que no esperaba—. El veneno se extiende por tu sangre y tarde o
temprano alcanzará algún órgano vital. Con suerte, será el corazón y morirás
rápido. A mí me espera un camino más difícil.

Aronath no tenía estrías oscuras. La ponzoña del Crepúsculo no


contaminaba su sangre, se había depositado directamente en su sistema nervioso.
La herida estaba muy cerca del cerebro. El veneno, silencioso, avanzaba día a
día. No pasaría demasiado tiempo antes de que infectara su mente y el orgulloso
capitán Aronath cayera presa de la demencia. Si era afortunado, moriría poco
tiempo después.

—No tiene por qué ser así —le había dicho Vrydel arrebatadamente,
llevado por la compasión.
Belnor Aronath era un elfo demasiado digno como para tener un final tan
patético. No soportaba la idea de verle perder aquella compostura que tanto se
esforzaba en mantener, de verle reducido a una criatura sin control alguno,
sollozante, violenta y perdida. El capitán había sonreído, levantando apenas la
comisura del labio, y en su único ojo, Vrydel vio una luz cálida.

—Algunas cosas son inevitables. Tú lo sabes bien, mi General.

Sí. Lo sabía bien. Demasiado bien. Había perdido a su rey, habían perdido
demasiadas cosas, todos ellos. No permitiría que Belnor Aronath terminara sus
días por tierra.

—No dejaré que mueras de ese modo. Mereces algo mejor.

Así, se forjó un pacto. El General Edaren Vrydel prometió solemnemente,


tumbado en un diván, bajo la luz de las velas doradas, que cuando el capitán
comenzara a sentir que su mente ya no le pertenecía, pondría fin a su vida de
forma honorable.

Otra vez, promesas de sangre. Otra vez, su mano sería la que arrebatase una
vida noble. Otra vez, haría lo necesario. Lo que había que hacer.

Aronath confiaba en él. Puede que no se lo contase todo, pero estaba claro
que había puesto su vida y sus secretos en sus manos. ¿Cómo podía Vrydel
evitar que su confianza también creciera? Pero ya no bastaba con eso, ahora
había llegado el momento de aclarar la situación con Valantir. Tendría que
hacerle preguntas a Aronath. Tendría que obtener respuestas. Era la única
manera de saber a qué se enfrentaba y de descartar posibles enemigos.

Caminó por los jardines hasta llegar a la galería donde se encontraba el


despacho del capitán y llamó con los nudillos.

—¿Quién es?

—Soy yo, Vrydel.

La puerta se abrió de inmediato y un rostro femenino, sonriente, de mirada


pícara, le recibió.

—¿Belnarys?
—Entrad deprisa, mi General. Es mejor que nadie sepa que estoy aquí.

Edaren obedeció. La joven cerró la puerta tras él y caminó con pasos felinos
hasta sentarse en una de las sillas de madera labrada, cruzando las piernas.
Llevaba el mismo traje que la primera vez que se vieron, pero tenía el rostro
descubierto. La capucha colgaba del armario en el que Aronath tenía sus armas.
El capitán estaba sentado detrás de la mesa de roble; se puso en pie cuando entró
el General y le saludó, mirándole con una expresión que Vrydel fue incapaz de
descifrar.

—¿Va… todo bien? —preguntó, paseando la mirada entre uno y otro.

—La maestra de espías tiene información importante —declaró Aronath,


volviendo a sentarse. Su postura era tensa.

«Está pasando algo».

—¿Y de qué se trata?

—Van a atacar la isla —dijo Belnarys casi jovialmente—. ¿No hay que ser
idiotas? ¡Atacar la isla! ¡Está bajo la protección de Andros! Les arrasaréis.

Vrydel sintió que la sangre se le congelaba en las venas. Apartó la mirada y


asintió, dirigiéndose a Aronath.

—Estaremos preparados.

—No importa. No vais a tener que hacer nada —seguía diciendo Belnarys
—. En cuanto pisen suelo sagrado, nuestro dios hará llover sobre ellos fuego y
luz y les exterminará.

—Así es —apoyó Aronath—. No hay de qué preocuparse.

«¿Pero de qué demonios están hablando? Eso no va a ocurrir».

Durante unos segundos, el incómodo silencio inundó la sala. Después,


Belnarys se estiró y se dirigió hacia la puerta.

—Bueno, ya veo que sobro. —Pasó junto al armario y recogió su capucha


—. Os dejo que habléis de vuestras cosas…
Algo en el tono de su voz causó extrañeza en el General e hizo tensarse al
capitán, pero Vrydel no le dio demasiada importancia. Todo era muy raro.
Cuando Belnarys salió, miró interrogativamente a Aronath. No tuvo que
preguntar nada, el capitán se explicó inmediatamente sin dar lugar a ello:

—Mi hermana tiene una idea un poco distorsionada sobre el poder de


Andros. No veo la necesidad de interferir con sus... creencias. —Carraspeó,
bajando la mirada a los pergaminos que había en su escritorio y ordenándolos
nerviosamente.

—¿No la ves? ¿Hablas en serio? Es la maestra de espías, y cree que la isla


es inmune de alguna manera al Ejército del Crepúsculo… Cree que Andros va a
lanzar rayos sobre ellos. Por la luz del Sol, Aronath, conozco a niños menos
ingenuos.

—Tiene que ser así —insistió Aronath con brusquedad.

—¿Por qué?

—Es difícil de explicar.

Vrydel se sentó frente a él, mirándole fijamente, y cruzó los brazos y las
piernas.

—Entonces empieza cuanto antes. No puedo perder el tiempo.

El único ojo de Aronath le atravesó con hastío y enfado.

—Ella no sabe que estoy… no sabe lo de mi herida. Es decir, sí que lo sabe,


pero cree que la luz de Andros me protegió de la ponzoña. Le mentí. Y una
mentira llevó a otras. —Aronath resopló y volvió a fingir que se concentraba en
los papeles—. Es complicado, ya te lo he dicho.

Vrydel negó con la cabeza, pensativo. Mentiras y secretos. Estaba rodeado


de ellos. ¿Por qué tenía que estar rodeado de mentiras y secretos, las cosas que
más odiaba, las que hacían que las situaciones fueran difíciles de predecir?

—Habrá que prepararse para el ataque —dijo con voz neutra—. En


cualquier caso, venía a hablar contigo.
Aronath le miró, aguardando. El General lo soltó sin preocuparse de buscar
palabras adecuadas.

—El íncubo es de uno de nuestros brujos, Haldren Eldrathir. Su compañero


es un tipo llamado Valantir. Si hay algo que deba saber sobre él, tienes que
decírmelo.

Vrydel lo vio. Vio el brillo de alarma en el ojo de Aronath y después


percibió cómo alzaba sus muros, retrayéndose. «Secretos y mentiras, una vez
más».

—No hay nada que necesites saber.

—¿Estás seguro? Porque aún hay mucho que no me has explicado acerca de
aquel día, cuando os sorprendí aquí mismo, hablando sobre influencias…

De pronto, Aronath dio un golpe en la mesa. Vrydel alzó las cejas,


sorprendido.

—¡¿Por qué necesitas saberlo todo siempre?! Sabes de mí más de lo que


sabe nadie, y sigues exprimiéndome…

—¡Porque soy el General! —replicó cortante, poniéndose en pie. No podía


permitir esos arranques, ni siquiera en Aronath. Apoyó los puños en la mesa y se
inclinó hacia él—. La seguridad de Shindara es mi responsabilidad, y vosotros
los Caballeros de Endorel no hacéis otra cosa que jugar a los misterios, ocultar
información y actuar como si estuvierais al margen. —Aronath entrecerró el
párpado y su pupila destelló rabiosamente. Abrió la boca para replicar, pero
Vrydel no le dejó. Esta vez fue él quien golpeó la mesa y alzó la voz—. ¡Ya
basta, Aronath! ¡No estáis al margen! Dejad de actuar como si tuvierais una
agenda secreta. El rey está muerto, el Ejército del Crepúsculo es el enemigo,
todas las cartas están sobre la mesa. Ya no sois la última esperanza de salvación
de un reino que languidece. Eso se terminó. Hay que mirar hacia adelante,
tenemos una reina, un hogar que defender y un montón de demonios a los que
matar. Ahora tenemos que luchar juntos.

El silencio llegó, frío y espeso. Los dos militares se miraban, respirando


con rapidez en medio de una tensión ambigua, como una ola alzada cuya
dirección era imposible adivinar. Y la ola cayó. Aronath alzó la barbilla y rompió
el silencio.
—Soy yo quien tiene la ponzoña de la locura, pero el que está paranoico
eres tú.

—Lo que me faltaba —masculló Vrydel, pasándose la mano por la cara.

—Crees que todo lo que se te oculta tiene que ver con el Ejército del
Crepúsculo o con los traidores. ¿Quieres que te hable de Valantir? Como quieras:
Es leal, y es uno de los mejores campeones. ¿Y sabes por qué? Porque siempre
hace lo que debe hacerse. Igual que tú. Nunca espera honores ni gratitud.
Obedece las órdenes, se sacrifica cuando es necesario y jamás falla, nunca. Ha
sobrevivido a todo, y muchos sobrevivieron gracias a él. Lo mismo podría decir
de todos mis hombres. Por eso son mis hombres. Por eso confío en ellos. Y tú
confiarás también, conseguiré que lo hagas, maldita sea, Edaren... aunque me
cueste la vida que me queda.

Vrydel se movió de un lado a otro, frustrado. El repentino apasionamiento


de Aronath y sus palabras le llegaban como flechas certeras, pero no podía con
aquello. Saber que estaban ocurriendo cosas fuera de su conocimiento, cosas que
no podía analizar y controlar, le tenía en tensión. Los Caballeros de Endorel eran
así, siempre había sido así con ellos. Las cosas tenían que cambiar... pero no
cambiaban. Por primera vez, Vrydel pensó que todo aquello había sido una idea
horrible: la alianza, entrenar a los brujos… todo. «Deberíamos haber esperado a
los Magi. Deberíamos haber desplegado a los Avizores. Esto no va a salir bien».

—Lo que me estás pidiendo es que cierre los ojos y os deje hacer —dijo
amargamente.

—Lo que te estoy pidiendo es que tengas fe.

Sin darse cuenta, Vrydel estaba negando con la cabeza. Evitaba la mirada
de Aronath, que estaba fija en él como una llama de fuego inextinguible.

—Esto es un ejército, Aronath. Es el ejército de Shindara, no el templo de


los novicios. No puedo tomar decisiones basándome en la fe. No puedo
enfrentarme a lo que nos espera si tengo que convencer a todo el mundo, a los
brujos, a ti, a los campeones, de cada maldito paso que damos, o de algo tan
básico como el hecho de que tengo que tener toda la información. Me pides que
tenga fe, ¿y qué pasa con la confianza? Yo tengo que cerrar los ojos y aceptar tus
condiciones de secretismo e ignorancia, y tú no estás dispuesto a responder a
ninguna maldita pregunta.
—Tienes mis secretos en tus manos…

—¡No se trata de los tuyos! Te estoy hablando de tus hombres, no de


nuestras conversaciones privadas.

De nuevo, el silencio les alejó. Aronath tenía la mandíbula tensa, su


expresión era decidida. Negó con la cabeza.

—No traicionaré los secretos de mis hombres. Ninguno de ellos pondrá en


peligro nuestro cometido, ni la seguridad de Shindara. Te lo juro por el nombre
de mi familia. Te lo juro por mi sangre, juraré por lo que quieras, pero tendrás
que confiar en mí.

Vrydel le miró, hastiado. «¿Por qué tiene que ser tan recalcitrante?».

—No es suficiente.

—Es todo lo que puedo ofrecerte.

—Entonces esta conversación ha terminado.

El General se dio la vuelta y agarró con furia el picaporte, dispuesto a salir


con paso brioso del despacho. Estaba harto. Harto de todos. Primero Haldren, y
ahora él. Entendía que tuvieran orgullo, pero había que saber cuándo
guardárselo. Sentía que había sido demasiado transigente hasta entonces. Los
hombres olvidaban cuál era su lugar; eso no podía pasar, no en el ejército. No en
su ejército. Los demonios estaban al acecho, en aquel momento era cuando más
unidos debían estar, y sin embargo...

Entonces escuchó el sonido metálico de las botas y una mano firme se cerró
en su brazo. Giró el rostro. El capitán estaba a su lado, y su mirada era una llama
licuada llena de angustia y determinación.

—¿Qué tengo que hacer para que creas en mí?

Aquel susurro áspero rompió el corazón del General.

«¿Que no creo en ti? Si creo en alguien de esta isla es en ti, maldito seas.
Nunca te veré destruido, nunca te veré menguado, lo juro por mi vida. Eres el
elfo más orgulloso y entero que he conocido. Me pones de los nervios, pero por
Andros que jamás había admirado así a un camarada». Aquellos pensamientos se
dibujaron con claridad en su mente, con un brillo prístino como nunca antes.
Comprendió entonces la compasión que sentía por el capitán, por qué a pesar de
todo no podía dejar de sentirse mal cuando discutían, cuando él sufría. Aronath
era alguien único. Realmente era la reliquia viva de un tiempo pasado, y aunque
eso era terrible, porque no podía mirar hacia el futuro, también era hermoso
como una flor efímera e irrepetible.

Con un suspiro, Vrydel soltó el picaporte.

—Si lo hacemos a tu manera, tendremos que llegar a un acuerdo. Yo dejaré


que te encargues de tus hombres como consideres oportuno, pero no voy a
consentir el desacato.

—Por supuesto que no, mi General. Obedeceremos tus órdenes. Desde que
estamos aquí, siempre lo hemos hecho.

—Si sabes de algo que amenaza la seguridad del plan, o de Shindara, me lo


comunicarás de inmediato. Nada de haceros cargo vosotros solos.

—Entendido.

—Ya se me ocurrirán más cosas. De momento, con eso es suficiente. —


Vrydel volvió a coger el picaporte y abrió la puerta al fin. Se sentía aliviado,
pero al mismo tiempo, débil e idiota. Tenía la sensación de que estaba expuesto.
«Aronath tiene razón. Estoy paranoico. No sé confiar. Somos iguales.
Iguales»—. Esto va a ser un desastre.

—No tiene por qué ser así. —Vrydel se volvió hacia el capitán, ligeramente
sorprendido. La expresión de Belnor Aronath era ahora distinta; la llama de su
mirada ardía con convencimiento y algo parecido a la devoción—. No os voy a
fallar, mi General. Ninguno de nosotros lo hará.

Vrydel apretó los dedos contra el picaporte, algo conmocionado por sus
palabras y el gesto en su rostro. Asintió con la cabeza pausadamente y se
marchó. Siempre que pasaba un rato con Aronath, salía confuso, agotado y con
una extraña sensación de inseguridad, como si el suelo estuviera blando debajo
de sus pies. En esta ocasión fue aún peor. Mientras caminaba hacia la torre, el
hermoso rostro del capitán se aparecía en su mente continuamente y sus palabras
se repetían una y otra vez, en un bucle que le encogía el corazón y se lo
ensanchaba alternativamente, haciéndole sentir que su tórax no era lo
suficientemente amplio para contenerlo.

A medio camino de la torre, cambió de dirección y avanzó hacia el templo.


Lo mejor sería meditar algunos minutos, y así lo hizo, con la esperanza de que
aquel extraño síntoma desapareciera pronto. Tenía una batalla que preparar.
CAPÍTULO 5
Una sola palabra

En la celda las horas se arrastraban agónicamente. Haldren no sabía si era


de noche o de día. Podía adivinar, por las veces en las que los guardias habían
bajado la bandeja con la comida, que llevaba tres días allí, con sus largas e
indistinguibles noches, pero era difícil saberlo, porque las visitas de los guardias
cada vez eran más espaciadas, más rápidas y silenciosas.

—¿Dónde está el General? ¿Qué está pasando? —preguntaba cada vez que
uno de ellos abría la celda. Pero solo le devolvían la mirada con un gesto frío y
tenso que guardaba respuestas desagradables en el incómodo silencio.

Algo estaba ocurriendo. A veces oía los pasos agitados, las voces
procedentes de los corredores, pero no era capaz de adivinar qué decían o a qué
se debía aquel estado de alerta. La mayor parte del tiempo en aquella oscuridad
teñida de azul solo había ansiedad, agitándose como un enjambre de larvas en su
estómago, devorándole lentamente. Y a veces también se escuchaba la voz
melosa y sollozante de Sidian, al que nadie había bajado a interrogar,
recordándole una y otra vez las dudas que le asediaban.

—Amo… no desesperes, yo te ayudaré a salir de aquí. El traidor no


vendrá… el traidor no te ayudará, nos desharemos de él, le haremos sufrir por el
dolor que te está causando, ¿verdad, amo?

La voz del íncubo se unía a la agitación que reinaba en su mente, y


alimentaba el tormento al que sus propios pensamientos le sometían. Valantir no
llegaba, y cada hora que pasaba las dudas se hacían más fuertes.

«Vendrá… Vendrá. Pronto vendrá. Solo tengo que ser paciente, solo tengo
que confiar. No es más que una celda».

Pero también era un recuerdo, amargo y torturador, contra el que tenía que
luchar constantemente y le estaba dejando extenuado, a merced de la
desesperanza. Llegado un punto incluso dejó de comer. Su estómago rechazaba
todo lo que intentaba aportarle, encogido de dolor por la presión de una garra de
la que no podía deshacerse.
—Amo… solo tienes que decirles la verdad, como tú me has pedido. Diles
quién es él… él es el traidor —rompía a veces el silencio Sidian, con su letanía
venenosa, y él negaba con la cabeza, al otro lado de la pared—. Te soltarán, y le
cogerán a él. Él debería estar aquí.

—¡No! Silencio, Sidian. Mantén la boca cerrada. Cumpliré mi palabra


contigo, pero no te atrevas a acusarle.

—Solo te digo la verdad, maestro, ¿te duele? No te preocupes, yo sanaré tu


corazón… sé cómo hacer que le olvides. Me prometiste que le olvidarías.

—¡Basta! ¡Mantén silencio!

Durante unas horas Sidian le daba una tregua, pero ya era tarde para ocultar
su debilidad ante el demonio. Había encontrado una brecha y cada cierto tiempo
volvía a lloriquear, recordándole lo que sabía, sembrando las dudas en su
corazón y haciéndolas crecer. Haldren sabía lo que pretendía, conocía bien a su
demonio, y aunque estuviera alimentando sus más terribles miedos ni siquiera
contempló la idea de delatar a Valantir. Era su compañero, debía aferrarse a
aquello. Era su compañero, confiaba en él. Tenía que hacerlo a pesar de las
dudas. Y si aquello era cierto, tenía que escucharlo de su boca.

«Vendrá… vendrá…», se repetía, y a veces una voz oscura en su cabeza,


nacida del miedo, le preguntaba: «¿Vendrá?».

Ya le habían abandonado antes en la oscuridad de una celda rompiendo


promesas y dejándole atrás. Ese fantasma del pasado estaba tomando una forma
cada vez más real dentro de sí, dejándole menos espacio en el corazón para la
esperanza.

Unas horas después de que trajeran la tercera comida —o la tercera cena, no


estaba seguro—, escuchó la puerta de la prisión abrirse y unos pasos metálicos
resonaron en la sala. Haldren permanecía sentado, cobijado por la negra sombra
que proyectaba el arco de su celda. Sus ojos se volvieron con desconfianza hacia
la barrera mágica cuando una silueta se dibujó tras ella. Al contacto de unas
manos el muro arcano chispeó y se volvió traslúcido durante unos segundos.

—¡Joder! —El corazón se le aceleró al escuchar la voz al otro lado—. ¡Eh,


Haldren! ¿Me oyes? ¡Haldren! Soy yo, soy Valantir.
—¡Estoy aquí! —respondió el brujo, levantándose para ir en su búsqueda.
El campeón estaba al otro lado, con el ceño fruncido y el gesto tenso—.
¡Valantir! ¿Qué está pasando? ¿Por qué has tardado tanto?

Su compañero había ido en su búsqueda, era por lo que había rezado


durante aquellos días de encierro. Presa de la agitación, abrió las manos sobre la
barrera y el chispazo le hizo retroceder con un resuello. El dolor no fue mayor
que una quemazón en las manos, pero despejó su mente con brusquedad.

«Maldita sea. No puedo ser tan ingenuo. Ha venido pero eso no borra lo que
sé», se dijo amargamente. Verle al otro lado le llenaba de alivio, pero también de
inseguridad. Le volvía consciente de cuánto le había afectado lo que había
vivido con él.

—¿Que por qué he tardado tanto? ¡Disculpe, majestad! —Un nuevo golpe
en la barrera la hizo chispear y volverse transparente. Valantir resopló, y fijó la
mirada en él—. ¡Joder! ¿Quién te ha encerrado? ¿El General o el capitán?

Haldren encontró los ojos de Valantir fijos en él, encendidos con un extraño
brillo de deseo. Sabía el aspecto que tenía, a pesar de los pocos días que había
pasado allí, había sido una pesadilla para el brujo, y aunque hubiera intentado
mantenerse limpio y entero, su mente estaba tan agotada que el cansancio se
reflejaba en su rostro y en sus gestos. Le miraba como un cordero asustadizo y el
campeón le observaba ahora como si fuera un lobo.

«Le gusta verme así, vulnerable, paranoico y asustado». El brujo intentó


controlarse, sintiendo cómo flaqueaba su entereza ante él y las dudas regresaban.
Se agarró las manos para que dejasen de temblar e intentó componer su antigua
máscara de dignidad, pero ya no podía, y a Valantir no le había engañado nunca.

—El General… le dije que te avisara. ¿No lo hizo?

—Lo hizo, pero me prohibieron venir. No he podido hacerlo antes, pero


estoy aquí... —respondió el campeón, suavizando la voz. El tono que usó le erizó
la piel. Quería tocarle de nuevo, sentir los brazos de su compañero cobijándole,
tener el suelo bajo los pies y la seguridad de que todo iba a ir bien—. El Ejército
del Crepúsculo ha atacado el templo, hemos tenido que desplegarnos.

«No… ¡despierta, maldita sea! Esto no es normal». Haldren parpadeó,


sorprendido. Había notado el estado de alerta en el templo, pero no había
imaginado que los demonios hubieran tenido la osadía de atacar. Aún estaban
abriendo portales en las Islas Veladas para traer a sus activos más poderosos, era
imposible que ya estuvieran tan preparados como para enfrentarse a las defensas
del templo y a la luz que lo protegía.

—¿Qué…? —dijo negando con la cabeza—. ¿Cómo que han atacado el


templo? Eso es imposible.

—Por lo visto, no. Y tenemos que darnos prisa… al menos nos están dando
tiempo para sacarte de aquí. —Valantir no parecía preocupado por aquello. No
solo eso, la media sonrisa que esbozó, afilada y sensual, le hizo pensar que sus
intenciones no se ceñían a liberarle. El campeón también le había echado de
menos y estaba ansioso por desnudarle con algo más que la mirada—. Para
abrirte necesito el código de sigilos del General. Pero no te preocupes, lo
conozco.

Haldren se apartó de la barrera con un gesto instintivo. De pronto la idea de


que abriera la celda y entrase le hacía sentir acorralado a pesar de lo mucho que
había ansiado y esperado que le liberase. ¿Cómo era posible que conociera el
código de sigilos del General? ¿Por qué estaba tan tranquilo ante lo que estaba
pasando? Había aprovechado el oportuno ataque para buscarle… había
demasiadas coincidencias.

—¿Cómo sabes el código?

El campeón ya se había apartado de la barrera. Dibujaba los sigilos con el


dedo en el panel de cristal que había sobre la palanca de apertura para
desbloquearla.

—Valantir… ¿cómo sabes el código? —repitió, nervioso.

—Eso da igual, ¿quieres salir de aquí o no?

—¡Sí, claro que…!

—¡Sí¡ —le interrumpió de pronto otra voz—. ¡Sácame de aquí, campeón!


¡Libérame, oh guerrero de la luz, y te serviré!

—¡No es a ti, demonio! —respondió Valantir, deteniéndose.


—¡Maestro, dile que me libere! ¡Por favor, maestro, me lo prometiste!

—¿Maestro? —preguntó el campeón volviendo una mirada inquisitiva


hacia Haldren. La barrera aún se alzaba entre los dos.

—¡Silencio! —gritó el brujo.

«Maldito seas, Sidian».

—Sí, maestro. Perdón, maestro.

Deseó por un instante que Valantir desconfiase, que dejase la barrera


alzada, que no le expusiera aún y retrasara el momento de encontrarse. La
mirada inquisitiva del campeón le hizo creer que le mantendría encerrado, pero
finalmente dibujó la última runa y la barrera se diluyó ante sus ojos.

—Sí… es mío —confesó sin moverse, mirando a Valantir. No había sombra


de desconfianza en sus ojos fieros y hambrientos—. El demonio al que
atraparon, es mi íncubo. Por eso me han encerrado.

—De acuerdo, no te preocupes. Ya ha pasado todo. —El campeón accedió a


la celda y se acercó a él de dos zancadas. Haldren se encogió y retrocedió como
un animal asustado, maldiciéndose a sí mismo.

No tenía ningún sentido. Lo que estaba sintiendo era una locura, pero temía
lo que podía pasar, se estaba dando cuenta de lo mucho que había comprometido
sus sentimientos, de la magnitud de la traición si Valantir resultaba ser un aliado
de los demonios. Solo quería lanzarse en sus brazos, abandonarse a aquel alivio
y fingir que no sabía nada y que las cosas seguían siendo como antes. La barrera
se lo ponía fácil, pero ahora Valantir estaba ante él, le observaba con los ojos
entrecerrados y una media sonrisa, con una promesa que a duras penas Haldren
podía ignorar. Solo tenía que tirar de sus cabellos y atraerle, dejarse llevar por
los impulsos, por la necesidad que sentía de él… dejar que le tomase de nuevo
contra la pared de la celda. Abandonarse al irresistible magnetismo que se
establecía entre los dos cuando estaban cerca. Pero ahora sabía que aquello no
bastaría para borrar los miedos y los fantasmas, no después de las revelaciones
de Sidian.

«Le gusta verme asustado. Le gusta verme indefenso… Solo tendría que
lanzarme en sus brazos para terminar con esto, para que todo fuera como antes».
—Han estado espiándonos —dijo intentando que no le temblara la voz,
reprimiendo las ganas de tocarle.

—¿Quién? —preguntó Valantir. Estaba demasiado cerca, podía olerle, el


perfume del metal y la mirra, de los óleos sagrados. Ese olor le arrebataba el
sentido, pero tenía que mantenerse firme.

—El Halcón Negro.

—Qué nombre más épico —Valantir afiló su media sonrisa, deteniéndose


ante él—. Parece un personaje de novela.

—No lo es, es muy real, Valantir.

El campeón alargó una mano para tocarle el rostro y le apartó el pelo de la


mejilla. Sus ojos depredadores le observaban de cerca, llenos de deseo… con un
brillo de preocupación al fondo del iris dorado. La caricia le devastó por dentro,
aquella mirada le consumía. Se sentía flaquear, pero si algo le había enseñado el
campeón era que tenía dignidad, a pesar de todo. Apretó los dientes y desvió la
mirada de los ojos de su compañero, sintiendo cómo el corazón se le encogía en
el pecho y el mundo se tambaleaba.

—¿Estás bien? ¿Lo has pasado mal aquí dentro? —murmuró Valantir. La
respiración de Haldren se agitó y apartó el rostro para que no le tocase. No le
costaba tanto mantenerse firme cuando pensaba en lo que estaba ocurriendo—.
He venido a por ti, ¿no? —dijo entonces Valantir con descontento, apartando la
mano molesto—. ¿Qué diablos te pasa?

—¿Estuviste con ellos? —soltó de pronto el brujo, incapaz de aguantar


más. Necesitaba las respuestas, oírlas de su boca.

—¿Con quién? Solo estoy follando contig…

—Con el Ejército del Crepúsculo —le cortó Haldren.

—¿Con el Ejército...? ¿Te has vuelto loco o qué?

—Si lo estuviera tampoco te lo diría… —dijo Sidian desde la otra celda.


Valantir dirigió una mirada de odio hacia la pared.
—¡Cállate! —gritó Haldren, alterado como nunca se había mostrado ante su
campeón.

—Voy a arrancarle la cabeza a tu demonio. ¿A qué viene esto?

—Estuviste en las Serpientes de Sangre —dijo al fin, con la respiración


acelerada y la desesperación pintándose en sus ojos. No podía contener el
temblor de sus manos, ni el tono de su voz. No podía controlar nada—. Sea
quien sea ese Halcón, lo sabe.

El gesto de Valantir mutó, la mirada fogosa, los ojos depredadores se


volvieron de pronto peligrosos, fríos, y se apartó de él, dando un paso atrás.
Haldren sentía que todo se tambaleaba y se deshacía entre sus dedos sin que
pudiera hacer nada.

—Nos ha visto, te ha visto —continuó a pesar de todo—. ¿Es cierto?

—Me parece que tú ya lo tienes bastante claro —respondió Valantir con un


tono árido.

—No, no lo tengo claro. Quiero que me lo digas, que me lo niegues si no es


cierto. Quiero oírlo de tu voz.

—¿Esto es lo que quieres? ¿Preguntas y respuestas? —inquirió el campeón,


con una sonrisa distante y amarga.

—Valantir…

—¡Teníamos un acuerdo! —bramó de pronto. Sus ojos centellearon y miró


alrededor con un resoplido, tensando la mandíbula antes de fijar de nuevo la
mirada en él. Parecía el animal salvaje que Haldren intuía en él, y que había
visto y disfrutado en otras situaciones, solo que esta vez no tenía nada de
agradable—. Teníamos un acuerdo —repitió.

—Lo necesito —respondió el brujo, intentando mantenerse firme.

—¿Lo necesitas? —repitió, tensando la sonrisa—. Muy bien. Sí, estuve en


las Serpientes de Sangre.

Los pasos metálicos de Valantir resonaron en la estancia cuando comenzó a


caminar, despacio, de un lado a otro, como un lobo acorralando a su presa. Los
ojos dorados refulgían en la penumbra, fijos en él. Haldren no tenía miedo, no
era eso lo que estaba devorándole por dentro. Su corazón latía dolorosamente
lento y volvía a faltarle el aire.

«Era uno de ellos, pero eso no significa nada. Eso no le convierte en un


traidor, él no puede… él no está con los demonios. Tiene una explicación, es un
elegido de Andros. Es Valantir, sé que no está con ellos».

—Y no me arrepiento de nada —dijo deteniéndose ante él, con un tono de


voz afilado—. Es un orgullo para mí. Serví al rey Endorel con todo lo que era.
Nos unimos al Ejército del Crepúsculo, por supuesto, y el Ejército del
Crepúsculo cayó.

Un tenso silencio se hizo entre los dos, frío como no había sido jamás.
Haldren seguía ahí, de pie ante él, con la sangre espesándose en sus venas,
helándose. No era tanto el peso de la revelación como la forma en la que Valantir
había cambiado ante sus ojos; tenso y agresivo como no le había visto siquiera
peleando, como si al hacerle aquellas preguntas le hubiera herido de gravedad y
tuviera que defenderse.

—Eso es todo —continuó Valantir—. A menos que necesites saber algo


más. ¿Quieres preguntarme si estoy con ellos ahora? —Haldren asintió en
silencio, manteniéndole la mirada con la poca serenidad que fue capaz de reunir.
El campeón ya no sonreía, entrecerraba los ojos y apretaba la mandíbula—. A lo
mejor lo estoy. Tal vez sea un traidor… o tal vez lo seas tú. La vida está llena de
incertidumbres, y aun así yo no necesito preguntarte nada.

«Se siente traicionado», comprendió, pero era él el que caminaba en la


oscuridad. No podía ceder, era imposible no sentir inquietud ante aquella verdad.
Necesitaba algo a lo que aferrarse, una nueva luz bajo la que contemplarle.

—¡A ti no te han encerrado! —espetó el brujo amargamente—. ¡No has


estado aquí abajo esperando sin saber si vendrían a por ti!

El campeón le miró con frialdad, un muro de hielo impenetrable se había


alzado entre los dos.

—Sí, qué lástima —respondió con desdén—. Pobre princesa.


—¡¿Qué habrías pensado tú?! No sabes nada de mí, no sabemos quiénes
somos y lo están utilizando… ¿qué habrías hecho tú?

Valantir le dio la espalda y se dirigió a la celda de Sidian, ignorándole. El


corazón del brujo martilleó en sus oídos, desbocado. Sentía cómo todo se
desmoronaba y toda la esperanza que había sentido en los días pasados se
resquebrajaba.

—¡Valantir! —le llamó, saliendo de la celda para ir en su búsqueda, entre la


ira y la desesperación.

—¿Qué coño quieres? —El campeón le miró por encima del hombro.
Sidian se encogía al otro lado de la barrera en su celda, asustado al ver llegar al
elegido de Andros con aquel fuego furioso en los ojos.

—Solo te pido una respuesta. Una sola palabra. ¿Tienes algo que ver con
ellos?

—Ya me has pedido demasiado. No tengo por qué darte nada más.

Valantir volvió la atención a la pequeña placa de cristal donde volvió a


trazar el código de sigilos del General, esta vez para abrir la celda del íncubo.

—Tú me estás pidiendo fe ciega.

—No pido nada que yo no dé a cambio.

—Oh, mi buen señor, ¡liberadme! —Sidian se acercó a la barrera, de


rodillas, humillándose a la presencia del campeón—. Haré todo lo que queráis,
puedo hacer muchas cosas, soy muy útil.

El estallido de luz le hirió los ojos cuando Valantir la invocó sobre el


demonio. Haldren retrocedió, cubriéndose los ojos, y Sidian soltó un grito
agónico antes de caer al suelo y quedar inconsciente. El destello rojizo persistió
en las manos del campeón hasta apagarse, y brilló en sus ojos cuando se volvió
de nuevo hacia él. En su expresión, en su mirada, Haldren vio agresividad y una
amargura desconocida. No podía reconocer a su compañero.

«Pero es él. Este también es él. Todo este dolor le pertenece, y no quiere
que lo vea, ¿cómo vamos a confiar el uno en el otro si no somos capaces de
mostrarnos nuestras heridas».

—Si no hubiera confiado en ti, si no supiera que no puedes estar con ellos,
¿crees que habría permanecido aquí? —Intentaba llegar a él a la desesperada,
pero Valantir cada vez se alejaba más, tenso y furioso—. ¿Crees que no les
habría dicho lo que sé?

—Te encierra tu propia gente por tres días y tú me pones en duda. Y me


preguntas qué habría hecho yo —Ya no habría rastro de deseo en él. Le miraba
amargo y despreciativo—. Te lo dije el día en que nos conocimos: nosotros
protegemos a nuestra gente. Nadie delata a nadie, nadie desconfía, porque hemos
luchado juntos y hemos sangrado cada día. Hemos guardado secretos. Hemos
entregado nuestra vida a Shindara.

—¡Maldita sea, confío en ti! —gritó el brujo, y tomó aire con un costoso
resuello—. Solo quiero que me lo digas, Valantir, que seas tú el que me lo diga.
Te creeré, sea lo que sea, te creeré, pero necesito oírlo de tu voz.

El campeón chasqueó la lengua y le miró con un gesto desdeñoso. Haldren


se dio cuenta de que Valantir nunca había sentido un verdadero desdén por él
hasta ese momento, aquella mirada era real, no tenía que ver con sus juegos, no
era el desprecio fingido con el que había comenzado a enredarle en sus primeras
noches. Y dolía, mordía en sus entrañas y le quitaba el aliento.

—No, Haldren —dijo con el mismo desdén, dándole a su nombre una


tonalidad terrible, fría, tan alejada de lo que había sido que de pronto no parecía
su nombre—. No estoy con el Ejército del Crepúsculo.

La tensión cedió entonces. Todas las dudas se despejaron. No importaba lo


amarga que fuera su voz o lo vacío que resultara ahora su nombre en los labios
del campeón: Haldren le creía, con la misma fe con la que había esperado a que
le sacara de aquella prisión. Le creía, una única palabra bastaba, pero el muro
seguía allí, entre los dos, alto y helado, impidiendo que pudieran entenderse.

—Eres el único en quien confío —rompió el silencio el brujo. La tensión en


sus hombros se había relajado y su voz sonaba cansada—. No me importa dónde
hayas estado… o qué hicieras. Confío en ti.

—No seas cínico, claro que te importa. Si no te importara no habrías


necesitado tan desesperadamente una respuesta.
—¿Tan terrible es esa concesión?

Valantir no respondió. Volvió a darle la espalda y se arrodilló junto a Sidian


para atarle los pies y las manos. Quería llevárselo, pero Haldren ni siquiera lo
miraba, intentaba recuperar como fuera al Valantir que conocía, no le importaba
lo que sucediera con el demonio. Tenía que hacer comprender a su compañero
que aún podían arreglar aquello, pero estaba empezando a frustrarse y el silencio
no le ayudaba a mantener la calma.

—He hecho las cosas como tú has querido, Valantir. Tú pusiste las normas,
tú sellaste el acuerdo, y yo lo he cumplido. Lo he respetado, pero ellos han
intentado usar tu pasado, las cosas que no sabemos, para…

—¿Para qué? —preguntó el campeón, amordazando con fuerza a Sidian.

—Para separarnos.

—Las normas existían para que pudiéramos confiar —respondió con fría
calma. Sus gestos manipulando a Sidian eran cada vez más bruscos—. Tú
confiabas en mí, y no necesitabas saber nada.

Haldren apretó los dientes y los puños. Las manos le temblaban, el cuerpo
le temblaba de pronto de pura frustración y enfado. ¿Cómo se atrevía a juzgar lo
que necesitaba? Ni siquiera le había preguntado.

—¡No solo se confía en la gente por follar! —soltó de pronto, y siguió


hablando, alterado, cuando Valantir volvió la mirada hacia él—. Si tan bien me
conoces, si tanto has sabido ver dentro de mí sin siquiera tener que preguntarme
una maldita cosa, ¿por qué no eres capaz de ver lo que sucede ahora?

—Veo que te has asustado.

—¡Sí, claro que me he asustado! —resolló—. ¿Y tú? ¿Por qué te asustas tú?
Yo he hecho las cosas como has querido, solo te he pedido una jodida concesión,
si tan ciegamente confías en mí, ¿por qué te cuesta tanto dármela?

—No es miedo —respondió el campeón. Dejó al demonio en el suelo y se


puso en pie, despacio—. Mi pasado es mi derecho, mi privilegio y mi maldición.
Y es solo mío. No tienes derecho a exigirme nada.
—¡Tú pasado está afectando a tu presente! Ha llegado hasta aquí —replicó
el brujo—, me lo han arrojado a la cara para que desconfíe de ti.

—Y tú has picado. Felicidades.

—¡No! —Haldren negó vehemente con la cabeza, y se golpeó el pecho con


la palma abierta—. ¿Dónde estoy ahora? Estoy aquí, contigo. No estoy con ellos,
ni con los míos. ¿Es que no lo ves?

—Lo que veo es que estás fuera de tu prisión, así que aprovecha para hacer
algo útil antes de que el General se dé cuenta de que alguien te ha sacado de aquí
sin permiso. Aunque puedes ir a delatarme, así a lo mejor piensa que los dos
estamos con el Ejército del Crepúsculo.

Intentaba acercarse y cada vez se alejaba más. Le estaba perdiendo, ya lo


había perdido, presa de su propia desesperación y sus miedos. Pero no solo de
eso, Haldren sabía que el abismo que se abría en ese instante entre los dos
también estaba hecho de silencio. Valantir decía tener fe ciega en él, pero
también desconfiaba.

—Te he dado todo lo que necesitabas y tú no eres capaz de ceder un ápice


—dijo mirándole fijamente, derrotado y decepcionado. La desesperación se
alejaba poco a poco de él para dejarle solo con el cansancio y el vacío—. No
eres capaz de confiar nada de ti mismo.

—Tú no me has dado una mierda. ¡Yo te lo he sacado! —alzó de nuevo la


voz el campeón, volviendo a la frialdad con una rapidez inquietante—. Solo te
has dejado llevar.

Haldren sintió deseos de reír, pero no tenía fuerzas para ello.

—¿Quién es el cínico ahora?

—Te pedí que cedieras por el bien de los dos —continuó Valantir sin pausa,
escupiéndole las palabras—, y porque lo estabas deseando, por todos los
demonios. Te morías por rendirte a alguien que te diera lo que necesitabas, que
te hiciera sentir seguro y útil, y aun así no hacías más que poner barreras. Yo las
tiré abajo, y nos iba muy bien, maldita sea. —El campeón resopló furiosamente
y siguió ante el silencio tenso de Haldren—. Tú tampoco querías confesar
ningún secreto, los tuyos están intactos, ¿no es así? Así que no intentes darle la
vuelta a las cosas.

—Tú no me pediste nada. Lo tomaste, y yo acepté —replicó el brujo con


fría serenidad.

—Qué importa.

«Todo se está desmoronando, no puedo hacer nada por detenerlo, pero no


permitiré que me destruya. Esta vez no».

—Sí que importa. No me hables como si yo hubiera venido buscando esto,


como si me hubieras hecho un favor desinteresado, porque no lo has hecho.
Sabías lo que hacías, y lo que querías.

—¿Qué más quieres de mí? Ya te he dado la respuesta que querías, contra


mi voluntad. ¡¿Qué más quieres?!

El campeón entrecerró los ojos y resopló, señalándole después con la mano


abierta en un ademán brusco, molesto. Estaba llevándole al límite, y era
peligroso, pero Haldren no tenía miedo.

—Sé cómo me has manipulado, y sé cuánto he deseado lo que me has dado.


Todo estaba bien, me parecía bien, pero cuando he necesitado algo y te lo he
pedido me haces sentir como si te hubiera traicionado. Y no lo he hecho. Yo no
te he traicionado.

Valantir acortó la distancia entre los dos con un par de zancadas bruscas,
amenazador. Sus ojos brillaban con fuerza, prendiéndose de un resplandor rojizo,
una especie de llama que se apagó al instante, pero siguió iluminándolos con la
misma luz de Andros, furiosa, que debía estar quemándole en las venas en ese
instante. Agarró al brujo por la pechera con un puño, con los dedos crispados y
la mandíbula tan tensa que casi le rechinaban los dientes. Haldren le miró sin
retroceder, sin hacer un solo ademán por soltarse o defenderle.

—No te he traicionado —dijo firmemente, con la mirada fija en los ojos


furiosos de su compañero—. No he dejado de confiar en ti.

—No te atrevas a juzgarme, brujo —espetó con la voz afilada, a escasos


centímetros de su rostro—. No te atrevas.
—No te estoy juzgando —respondió Haldren—. Es lo que has hecho
conmigo, y no me importa. Lo acepté.

—¿Qué sabes tú? Todo lo que te importa son tus propios sentimientos.

—He jugado a tu juego. Sin embargo… tú sí me juzgas a mí —dijo


amargamente Haldren—. ¿Qué es lo que quieres tú?

—Lo que faltaba —resopló Valantir, soltándole de un empujón.

Haldren podía sentir su aura alterada, rabiosa y contenida. Podía golpearle


en cualquier momento con aquella luz furiosa, con lo que él considerase justicia,
pero el brujo no tenía miedo.

—¿Son mis secretos lo que necesitas para volverte a sentir en igualdad de


condiciones? Te los daré, no me importa dártelos.

—No necesito nada. Y desde luego, no quiero nada —escupió Valantir—.


Esta conversación ha terminado. Todo ha terminado.

Valantir le dio la espalda y agarró al demonio, cargándoselo al hombro


como si fuera un fardo. Sidian estaba inconsciente, su cabeza colgaba a la
espalda del campeón, con los cabellos enmarañados y la toga rota y sucia de
sangre. Haldren no reparó siquiera en él, se había quedado congelado, su
corazón dejó de latir durante un agónico segundo. Aunque hubiera visto venir el
golpe, no estaba preparado para el dolor que le atravesó.

—No puedes hacer eso…

—Claro que puedo —respondió sin volverse, en un tono áspero—. Acabo


de hacerlo. Ahora sal y haz algo útil. O no lo hagas. Haz lo que quieras.

No fue capaz de responder. Los pasos furiosos de Valantir se alejaron y


luego escuchó los golpes con los que abría las puertas, dejándolas de par en par.
Le dejaba atrás, y sintió un impulso por correr, por detenerle y suplicar que le
escuchase, pero se mantuvo firme, clavado en el sitio donde Valantir le había
dejado.

«No. He hecho las cosas como ha deseado, solo una vez le he pedido
algo… y no ha sido capaz de entenderlo. No voy a correr detrás de él como un
perro, porque no soy un perro».

Valantir tenía razón, la dignidad y el sexo no tenían nada que ver, y Haldren
había encontrado al fin la diferencia, lo había hecho gracias a él. Durante unos
minutos permaneció allí, recuperando el aliento tras el duro golpe, y luego salió,
dispuesto a defender el templo, animado por la rabia, pero también por la férrea
voluntad que siempre le había impulsado hacia adelante.

Cuando todo terminase buscaría al maldito infiltrado y cumpliría con su


deber, con o sin Valantir.
La batalla

Las puertas del templo estaban cerradas. Una cúpula dorada cubría el cielo
como una pátina vibrante, centelleando sobre los templos y los jardines. Haldren
alzó el rostro y entrecerró los ojos, dañado por el resplandor, observando el cielo
con inquietud y asombro. Nunca había visto activa la Égida de Andros, pero no
podía tratarse de otra cosa. No conocía su funcionamiento exacto, solo sabía que
los sacerdotes guardaban una antigua reliquia capaz de proteger el templo con un
escudo otorgado por el mismísimo Dios Sol. Lo que sí sabía era que la Égida no
se invocaba sin una razón de peso. La última vez que se activó fue durante la
Quinta Invasión, y en aquella ocasión las cosas no terminaron demasiado bien.

«La invasión aún no ha comenzado. No puede ser eso, es demasiado pronto.


Entonces… ¿qué está ocurriendo?».

Alarmado, el brujo corrió hacia los portones cerrados. Dos guardias


cruzaban sus alabardas ante las hojas doradas, impidiendo el paso de cualquiera
que quisiera salir.

—¡Dejadme pasar! ¡He de unirme a la batalla!

—Nadie puede salir —respondió uno de ellos, mirándole con severidad. Su


compañero se removió inquieto en el sitio.

—Mis compañeros están ahí afuera. Soy un brujo de la nueva alianza,


¿estáis seguros de que podemos permitirnos esto?

Los guardias se miraron entre sí un instante. Estaban nerviosos, deseosos de


participar también en la batalla aunque mantuvieran sus posiciones.

—Creo que tiene razón —dijo el que había permanecido callado.

—Tenemos órdenes de…

—Yo responderé ante el General, y ante el capitán —cortó Haldren al


guardia—. ¿Preferís ser amonestados por esto o arriesgar vidas
innecesariamente? Sabéis que somos pocos activos en el templo.
Tras un instante de vacilación, los elfos se echaron a un lado y empujaron
las puertas para dejarle salir. No podían permitirse el lujo de rechazar efectivos
para la batalla, y menos cuando se trataba de un brujo. Haldren no estaba seguro
de que supieran que había escapado del calabozo, pero no les dio tiempo de
arrepentirse, salió corriendo hacia las praderas floridas que rodeaban el templo,
en dirección a la costa. Una fila de avizores y campeones mantenían contenido a
un destacamento de demonios. No era un ejército, pero eran los suficientes como
para tener que intervenir y hacerlo con contundencia.

«¿Qué es lo que pretenden? Saben que vamos a rechazarles, ya han atacado


el templo en el pasado, no son suficientes para conquistarlo». Sin embargo,
Haldren sabía que si el templo había sido tomado alguna vez fue gracias a las
traiciones de los propios shindari… y aquella probabilidad volvía a ser
terriblemente real.

Los demonios invocaban el fuego sobre las tropas. Había dorgones


golpeando con sus temibles armas, canes infernales atacando con ferocidad y
pequeños duendes oscuros que hacían arder el suelo y el mismo aire. Y también
hechiceros, demonios que recordaban vagamente a los elfos, de piel púrpura y
ojos incandescentes, con garras en lugar de manos y zarpas en los pies. Los
shindari les estaban empujando hacia el mar, desde donde los barcos de la
armada élfica disparaban proyectiles mágicos. Vrydel estaba entre ellos, a pie,
dando órdenes con una potente voz de mando que Haldren conocía muy bien. El
General estaba disponiendo a los avizores y retrocediendo, dejando la
escaramuza en manos de sus lugartenientes. Aronath, montado sobre un brioso
corcel blanco dirigía al resto de campeones que atacaban a las tropas demoníacas
sobre sus monturas.

El brujo no se molestó en avisar de su presencia, corrió hacia sus


compañeros y se unió a la batalla, invocando a su dorgón según se dirigía a su
posición. El demonio apareció de la nada, levantando una oscura corriente de
aire, y a una orden espetada por Haldren se lanzó contra sus iguales, alzando el
hacha y haciéndola girar ferozmente.

—¡Haldren! —gritó Lyra al verle llegar—. ¿Dónde diablos estabas? ¡Han


abierto un portal, pero hemos logrado cerrarlo!

—¡No os distraigais! —exclamó Alendrys, peleando junto a Symeon contra


los dorgones enemigos que intentaban alcanzar el templo. Los enormes
demonios eran el grueso del pequeño ejército reunido, si podía llamarse así—.
¿Dónde está Valantir? ¿Por qué no está contigo?

Una enorme espada oxidada pasó rozando los cabellos de Alendrys, pero el
impacto de una bola de fuego lanzada por Symeon envió al demonio atacante
por los aires.

—¡No sé donde está! —gritó Haldren, furioso—. ¡Yo acabo de salir del
calabozo!

No iba a delatarle. Que se hubiera llevado a Sidian era demasiado


sospechoso, y aunque el resto de compañeros confiaban en Valantir, no quería
que nadie más le oyera. Y además, no era el mejor momento para dar
explicaciones. Todos se afanaban en empujar a los demonios hacia la costa, y
pronto dejaron de hacerle preguntas, pero no tardó en verse interrumpido en
medio de las invocaciones. Una mano se cerró en su hombro y se volvió con un
sobresalto y las palabras precisas de un hechizo en los labios.

—Deja al demonio y ven aquí —dijo Vrydel con tono autoritario. Haldren
bajó las manos, interrumpiendo el hechizo que estaba a punto de lanzarle. Espetó
una orden a su dorgón.

Uno de los duendes oscuros a los que había mantenido esclavizados saltó de
pronto hacia el brujo cuando este les dio la espalda, pero un golpe certero del
hacha del dorgón le hizo reventar en el aire. Haldren siguió al General, que se
alejó unos metros de la línea de batalla para que el brujo pudiera oírle.

—Tenemos que hablar, hemos… —El relincho y el trote furioso de un


caballo le interrumpió.

Frente a ellos se detuvo el enorme corcel blanco de Aronath, montado por


el capitán, que erguido sobre el animal ofrecía un aspecto magnífico. El sol
relumbraba sobre la armadura esmaltada, negra y carmesí, y llevaba la larga
trenza roja recogida a un lado, cayéndole junto a una de las hombreras. Su
expresión era regia y severa, llena de decisión.

—¡General, se retiran hacia la playa! —informó el capitán, con su único ojo


brillando de determinación. Haldren buscó instintivamente a su alrededor,
esperando encontrar a Valantir cerca de él, pero allí no había rastro del campeón,
ni junto a sus compañeros de la alianza ni entre los caballeros.
—No les acoséis demasiado —respondió Vrydel. Aronath y el brujo le
miraron sorprendidos.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó el capitán, tirando de las riendas del corcel
que parecía ansioso por volver a la batalla.

—Es una distracción —reveló el General—. Nos atacan para distraer


nuestra atención. No tiene sentido abrir un portal en la playa si tienen un
infiltrado. Quieren darle tiempo… y se lo vamos a dar. Tengo avizores
desplegados.

«Así que es eso. Una distracción, tiene sentido, ¿pero para qué quieren
tiempo? Deben saber que el General va tras la pista del infiltrado… eso o…».
Apartó los pensamientos con rapidez de su cabeza. Valantir había aprovechado el
caos para liberarle y llevarse a Sidian, pero su plan estaba muy alejado de
convenir a los demonios, estaba seguro de ello. Creyera lo que creyera el
campeón, no dudaba de su palabra.

«Maldito idiota, deberíamos estar peleando juntos aquí».

—Sí, señor —respondió Aronath—. ¿Y la maestra de espías?

—Está en ello. No te distraigas y vuelve a tu puesto.

El capitán observó a Vrydel, irguiéndose sobre su montura en una posición


altiva mientras encerraba su único ojo.

—Lo mismo digo —respondió. Al darse la vuelta, espoleó al caballo que


galopó briosamente de vuelta al combate.

Haldren sorprendió un brillo intenso en la mirada de Vrydel, que siguió al


capitán hasta que este se perdió entre sus hombres. Cuando el General volvió su
atención al brujo este esperaba en posición de firme, con los ojos prendidos por
el fuego de la magia y un gesto tenso.

«Si quieren volver a encerrarme no lo pondré fácil esta vez».

—Hemos tenido muchos problemas, no he podido liberarte antes, pero veo


que ya lo han hecho por mí —dijo el General, sereno a pesar de los gritos y el
sonido de la cercana batalla.
—¿Pensabais liberarme?

—El infiltrado está actuando. Evidentemente, eso te descarta de forma


segura. También a tu demonio, si aún sigue siéndolo. No obstante continúas
siendo un objetivo por lo que tendrás que extremar las precauciones.

Un meteoro de fuego oscuro cayó a pocos metros de Vrydel, que ni siquiera


mutó su expresión. Mantuvo la mirada en el brujo, como si estuvieran charlando
tranquilamente en uno de los salones del templo, y continuó.

—¿Cómo has salido?

—Por mis medios, General —respondió el brujo sin pensarlo—. No es


buena idea encerrar a un brujo cerca de su demonio.

—¿Estás seguro de que quieres mentirme? —preguntó Vrydel. No había


rastro de amenaza en su voz, solo parecía paciente, a pesar de todo lo que ocurría
a su alrededor. Haldren no pudo evitar admirarle por su integridad.

—¿Por qué creéis que miento? —Era la primera vez que lo hacía, mentir a
un superior, y aunque no le gustase aquello no pensaba delatar a su compañero.

—El demonio tampoco podía salir. Esa prisión solo puede abrirse de un
modo y soy el único que puede hacerlo. Quiero saber quién conoce mis secretos,
Eldrathir.

«El código de sigilos… claro. ¿Cómo demonios lo ha conseguido


Valantir?».

—Confié en vos cuando me encerrasteis, esta vez tendréis que ser vos el
que confíe en mí. No puedo deciros quien lo hizo.

El General se cruzó de brazos y le dirigió una mirada dura. Era un elfo


paciente, pero estaba empezando a tensarse. Haldren sabía que no era el mejor
momento para hacerle perder el tiempo.

—No somos una familia —dijo fríamente el General—. No somos un grupo


de sacerdotes novicios. Esto es el ejército y tú sabes lo que significa. Alguien
conoce los códigos de acceso del General, ¿entiendes que es un problema de
seguridad que va más allá de la confianza que yo pueda tener en ti? —Vrydel le
miraba con la mandíbula tensa, y ante su silencio, alzó la voz para remarcar la
gravedad de la situación—. ¡El infiltrado está actuando! No es el mejor maldito
momento para que haya secretos.

Haldren apretó los dientes, tenso. Le habían mantenido encerrado sin


razones, no le habían dado la oportunidad de defenderse o de demostrar nada.
Tal vez el infiltrado no estaría actuando en ese momento de haber podido usar a
Sidian para encontrarle. Sin embargo ya había jugado demasiado con la
paciencia de Vrydel y si alguien sabía lo que significaba formar parte del
ejército, era él. No quería delatar a Valantir, pero había demasiadas cosas en
riesgo y el campeón había decidido actuar por su cuenta, le había dejado solo e
iba a tener que actuar.

—Debéis darme vuestra palabra de que no habrá represalias.

El General le miró con un gesto inquisitivo, entrecerrando los ojos. Y de


pronto, pareció relajarse.

—Es tu compañero, entonces —dijo sin un rastro de duda. Haldren


parpadeó, sorprendido. ¿Sabían acaso lo que había pasado entre ellos? ¿Era tan
evidente? Tal vez pensase que por eso le estaba defendiendo. Tal vez creyera que
él era el traidor—. ¿Por qué tiene él mis códigos? Dime lo que sabes.

—No sé nada. —Haldren se rindió sin presentar batalla, era absurdo


negarlo a esas alturas y solo perderían más tiempo mientras el combate seguía su
curso—. No sé por qué los tiene, solo sé que está intentando solucionar las
cosas.

Vrydel resopló, pasándose la mano por el pelo. La escaramuza no le estaba


poniendo nervioso, pero la conversación con el brujo parecía agotar sus eternas
reservas de paciencia. Estaban pasando demasiadas cosas y la sombra de la
traición volvía a sobrevolarles, trayendo nefastos presagios.

—Cada vez que alguien en Shindara intenta solucionar las cosas por su
cuenta, las empeora.

—General, me habéis encerrado y he confiado en vuestro…

—Eldrathir —le interrumpió con severidad—, soy tu general, y tú eres un


soldado. Hasta ahora te he tratado con deferencia por tus sobresalientes
habilidades y tu servicio, pero no me pongas a prueba. Estás eligiendo el peor
momento para dejar de ser el soldado impecable que siempre has sido.

Un nuevo proyectil impactó a pocos metros de ellos. Ni el General ni el


brujo se volvieron a mirar el fuego que prendió en la hierba. Haldren bajó la
cabeza ante la represalia de su superior, asintiendo. Vrydel tenía razón, era el
peor momento para actuar como lo estaban haciendo, entre secretos y
movimientos ocultos. Las acciones de Valantir hablaban por sí solas, él no podía
hacer milagros intentando ocultar su rastro, pero sí podía intentar hacer las cosas
de la mejor manera.

«Todo esto es su culpa. Si solo me hubiera escuchado…».

—No olvido quién sois, General. Y no olvido quién soy yo. Haré todo lo
posible por atrapar al infiltrado.

Era la primera vez en su larga carrera que recibía la amonestación de un


superior por su actitud, pero no se sentía mal por eso. Tenía la conciencia
tranquila en lo referente a su lealtad y estaba dispuesto a llevar aquello hasta el
final y poner al traidor de rodillas ante el General.

—Bien. Pero nada de actuar por tu cuenta —respondió Vrydel con dureza
—. Infórmame antes de hacer nada. Que yo sepa en todo momento dónde estás y
qué haces. No des ningún paso sin mi aprobación, ¿está claro?

—Nunca he actuado a vuestras espaldas, no comenzaré ahora.

Vrydel le dirigió una significativa mirada, reprobatoria. Había iniciado


aquella conversación intentando mentirle para encubrir a Valantir, así que por
primera vez, aquello era discutible.

—Vuelve al combate —dijo simplemente, señalando hacia el campo de


batalla—. Será mejor acabar con esto cuanto antes. Después podremos hacer
planes para desenmascarar al traidor.

—Contad con ello.

El brujo se cuadró y se llevó la mano al pecho para saludar al General. No


hablaron más, la conversación se había extendido demasiado mientras las
explosiones y los gritos se sucedían.
Haldren volvió a la carrera junto a sus compañeros, uniéndose de nuevo a la
batalla. Su dorgón seguía embistiendo y destrozando a su paso a los demonios
que intentaban atacar a los shindari. Los gritos de los campeones invocando la
furia de Andros le llenaron de nuevas energías, borrando de su memoria los tres
terribles días que había pasado recluido en la celda. Eso no importaba ya, lo
único que importaba era rechazar el ataque y poner las cosas en su sitio de una
vez, y estaba tan furioso que era capaz de hacer arder a sus enemigos,
literalmente.

El combate se prolongó durante varias horas más. Los demonios,


empujados hacia la playa, eran exterminados bajo haces de luz de Andros,
despedazados por los demonios de los brujos y enviados de vuelta al Reino del
Crepúsculo a través de brechas entre los mundos. El mar hirvió con el fuego de
los hechizos, con los proyectiles mágicos de los barcos, y se tiñó de la sangre
púrpura de los demonios, de la sangre roja y brillante de los elfos.

Cuando todo terminó, los shindari recogieron a sus muertos en la orilla y


trasladaron a los heridos, mirando hacia el horizonte, allí donde la luz rojiza del
atardecer dibujaba una línea incandescente. El brillo del fuego púrpura marcaba
el lugar en el que se habían hundido los barcos. La armada había perdido varios
navíos.

Mientras regresaban al templo, los shindari apenas hablaban entre sí,


sumidos en un amargo silencio. Así era siempre: ellos luchaban y morían, y cada
vez eran menos. Aquella guerra les estaba costando demasiada sangre, y ya no
eran lo que fueron un día: el pueblo orgulloso bañado en poder, con ejércitos que
cubrían los prados con el resplandor de las plateadas lanzas. Ahora ya no eran
los que fueron un día, invencibles, incorruptibles, con la luz de Andros brillando
en sus corazones, con la inocente esperanza de quien nunca saboreó la derrota.

No, ya no eran esos shindari. Su rey había muerto, sus soldados estaban
cansados, aún sangrando por las pérdidas de la Quinta Invasión. Por eso los
campeones callaban, y los brujos guardaban silencio.

El sol se puso y las piras funerarias ardieron durante la noche. El humo hizo
ascender las almas de los caídos al firmamento. Hubo llantos y sollozos de dolor
en las Salas de Curación mientras los sacerdotes entonaban cánticos y ponían
vendas sobre las heridas ardientes. Hubo preguntas sin respuesta en cada mirada,
y bajo la cúpula del templo, que ya no parecía tan seguro como antes, los elfos
aguardaron, algunos despiertos, otros presa de inquietos sueños, al nuevo
amanecer.
No podrás olvidarme

Las voces prístinas de los sacerdotes se alzaban en la noche consolando el


corazón de los vivos y ayudando a los muertos a encontrar su camino. Haldren
tenía la sensación de que el aire olía a sangre y ceniza, y a pesar de haber
vencido, no se sentía vencedor. Aquella era una victoria amarga, como todas las
que arañaban los shindari al destino. Al menos, se sentía aliviado después de
haber comprobado que ninguno de los muertos en las hermosas piras de madera
y flores era Valantir.

Agotado después de los días de encierro y del combate que acababa de


tener lugar, Haldren no quiso quedarse a velar los cadáveres ni a cantarles. Dejó
atrás a sus compañeros en silencio y se internó en la oscuridad de los jardines.
Los cánticos se escuchaban allí lejanos y tristes y las lámparas brillaban a media
luz en señal de duelo, ni siquiera se escuchaba el canto de las aves nocturnas.
Solo el murmullo de las fuentes rompía el descorazonador silencio que se
agazapaba bajo los himnos.

«He sobrevivido, a pesar de todo», se decía. «Hemos vencido, y aun así me


siento derrotado».

Se acercó a una de las fuentes y observó su reflejo en el agua. Incluso en


aquella penumbra era capaz de ver la suciedad en su pelo y en su rostro, el
profundo cansancio que se dibujaba bajo sus ojos y la marca de una garra en su
mejilla, demasiado cerca del ojo derecho. Uno de los canes se le había echado
encima mientras se concentraba en controlar a un demonio enemigo, ni su
dorgón ni él habían podido evitar el primer ataque, pero el can no tardó en
estallar por los aires con uno de los hechizos del brujo.

Siempre se había defendido bien en el combate, sin embargo estaba seguro


de que de haber estado Valantir ni siquiera le habrían tocado. El grupo estaba
incompleto sin él, y aunque había dado todo de sí mismo, sentía que las cosas
podían haber salido mucho mejor.

Se frotó el rostro, limpiando la sangre seca con el agua de la fuente. Tenía


que volver a la habitación, y a pesar de su fatiga, del dolor que comenzaba a
acusar su cuerpo después de algunos golpes recibidos en la batalla, Haldren no
quería enfrentarse a la cama vacía de Valantir. Se apoyó en el borde de la fuente,
encorvándose ligeramente como si un peso se hubiera posado sobre sus
hombros. Su estómago seguía encogido, doliendo como si todas las emociones
se hubieran depositado en él y le estuvieran mordiendo.

«Él lo ha decidido, no puedo llegar hasta donde no quiere que llegue. ¿En
qué he estado pensando? Nunca ha habido nada más que sexo y el interés mutuo
por no comprometer nuestro pasado».

El cansancio debía estar jugándole malas pasadas, porque mientras trataba


de convencerse de que no volvería a ver a Valantir y de que sería lo mejor que
pudiera ocurrirle, comenzó a sentirse observado. Tuvo la clara impresión de que
había alguien a sus espadas, y esa presencia, que había sido constante desde que
se detuviera en la fuente, era demasiado familiar. El olor de la mirra le llenó las
fosas nasales cuando una brisa fresca sopló en su dirección.

«No puedo permitir que esto me ocurra, o enloqueceré. Esto ha llegado


demasiado lejos».

—¿Valantir…? —resolló.

Cerró los ojos con fuerza e intentó ignorar su impulso, pero acabó dándose
la vuelta. Allí, entre las sombras, una silueta le observaba. Al verse sorprendida
avanzó hasta el límite de la sombra del fanal que iluminaba la plazoleta. No
podía reconocer sus facciones, pero sus ojos brillaban como intensas luminarias
doradas, fijos en él.

—¿Estás herido? —dijo la voz grave de Valantir. Le había reconocido antes


de poder verle o escucharle, y su corazón latía furioso, reaccionando a su
presencia.

Haldren negó con la cabeza a pesar de la evidencia, no solo el garrazo


marcaba su rostro, le habían partido una hombrera y tenía parte del uniforme
desgarrado y sucio de sangre de demonio, y también propia.

—¿Qué haces aquí? —inquirió, intentando ver el estado del campeón. Se


mantenía erguido, no parecía herido, pero no podía verle bien—. Si te ven…

Estaba furioso, pero sobre todo estaba preocupado. Verle vivo era un alivio,
pero tenerle allí frente a él también era una tortura. «Todo ha terminado», le
había dicho, pero allí le tenía.

—No iba a irme en medio del combate. Estuve luchando al otro lado de la
isla.

—El combate ya ha terminado —respondió Haldren secamente, intentando


ocultar lo que estaba sintiendo.

—Ya lo sé. Tienes un corte, ven aquí.

Antes de ser consciente de lo que hacía el cuerpo de Haldren respondió


solo. Caminó hacia él, como rindiéndose a la tensión de una cadena. Estaba
agotado, se sentía vencido, y no tenía energías siquiera para luchar contra esa
fuerza que siempre le empujaba hacia Valantir. El campeón le agarró del brazo
con firmeza y acercó los dedos a su mejilla para sanar el golpe. La luz fluyó,
iluminando el rostro del brujo en la oscuridad con un resplador ígneo. La magia
sagrada se extendió, cálida sobre su piel, cosquilleando, sin dolor. Como el sol
de primavera, como una mañana de paz. Haldren le miró, turbado por aquellas
sensaciones. Había una intensa nostalgia en aquella energía que restañaba sus
heridas, y se pegaba a su corazón, evocándole sensaciones que no esperaba. La
luz de Valantir solía ser mordiente, agresiva, pero había algo más en ella aquella
noche.

Haldren parpadeó y agitó la cabeza. Las intensas sensaciones le hicieron


tambalearse, y Valantir le rodeó la cintura con un brazo protector, pegándole a su
cuerpo.

—¿Qué has hecho con Sidian? —Había demasiadas preguntas por hacer,
demasiados secretos que no podían seguir siéndolo.

—Parece que ese Halcón Negro sabe muchas cosas —respondió Valantir,
mirándole intensamente mientras deslizaba los dedos sobre su herida—. Tu
demonio me llevará hasta él. Ajustaremos cuentas.

Se apoyó en su pecho, mareado. Quería apartarle, pero se encontró allí


paralizado, atrapado por la mirada intensa del campeón. Cerró los dedos con
fuerza en su tabardo.

—Sidian es… peligroso —murmuró—. Si cierro el pacto con él le tendré de


nuevo bajo control. No puedes hacer esto solo.
Los dedos enguantados de Valantir rozaban su mejilla. La herida ya estaba
cerrada, pero la caricia se prolongó por la curva de su rostro, dibujándola hasta
que apoyó los dedos en su barbilla y le obligó a levantarla con suavidad.

—Yo soy más peligroso que él —murmuró el campeón—. No tiene poder


sobre mí.

Un dolor intenso se extendió por el pecho de Haldren, le hizo resollar y


apretar los dientes con frustración y repentinamente descargó un golpe con el
puño cerrado sobre el pecho de Valantir, crispando la expresión de pura rabia.

El campeón estrechó la mirada y le apretó con más fuerza contra su cuerpo.

—¡Maldito seas! —Le golpeó de nuevo, aunque estaba tan cerca que
apenas pudo ejercer fuerza. Solo podía forcejear sin apartarse mientras Valantir
le estrechaba más contra él—. Esto se ha acabado, ¡tú lo dijiste! —Le gritó,
agarrándose de su tabardo con fuerza y tirando de él—. ¿Para qué has vuelto?

—Para esto.

Haldren se echó hacia adelante. Valantir se abalanzó sobre él, y ambos


colisionaron, buscándose. Sus bocas se enredaron desesperadamente. El brujo
tiraba con fuerza del tabardo hacia sí y el campeón le agarró del trasero para
apretarle contra su cuerpo, tomando posesión de su boca con un ímpetu
irresistible y ardiente.

«¿Qué estamos haciendo? ¿Qué me has hecho? ¿Qué nos hemos hecho? Tú
tampoco puedes dejarme atrás…». Haldren rodeó al campeón con sus brazos y
hundió las manos en sus cabellos, cerrando los dedos mientras le besaba con una
rabia posesiva desconocida. Le marcaba con cada gesto, y Valantir respondía de
igual manera, encendido, jadeando en su boca, besándole descontroladamente,
enredando su lengua con la del brujo en una lucha salvaje.

De pronto sintió que sus pies dejaban de tocar el suelo. El campeón le


levantó y cargó con él con ligereza, sin dejar de besarle, llevándole consigo hacia
la sombra que proyectaba la muralla en el jardín. Haldren le rodeó con las
piernas, agarrándose como un cepo a su cuerpo mientras le besaba en un
intercambio casi violento, ahogándose de desesperación. Toda el hambre y la sed
que había pasado en la oscura celda, todo el miedo que había sentido,
reclamaban ahora el tributo en sus labios con una añoranza desgarradora. Le
había soñado con los ojos abiertos en cada instante.

En el rincón más oscuro de la muralla, donde crecía la hiedra libremente y


la piedra estaba gris y desgastada, Valantir apoyó al brujo, soltándole para
desabrocharle los pantalones a toda prisa. Solo hacía tres días que no se habían
tocado, pero sus cuerpos parecían presas de una sed arrebatadora. Para Haldren
había sido una eternidad de miedo y angustia y la esperanza que había sentido en
la celda se ahogaba ahora al saber que no volvería a verle. Que todo se había
roto. Se revolvió y le golpeó de nuevo con los puños en la pechera, impotente
mientras le besaba, incapaz de controlarse.

—Serás mío una vez más —jadeó Valantir con voz grave y profunda—.
Ahora no importa nada… ni el pasado, ni el mañana. Hoy han muerto hombres...
—murmuraba entre los besos intensos—. Buenos hombres. —Se tiró del
cinturón, y luego le bajó los pantalones a Haldren—. Pero nosotros estamos
vivos… —dijo rodeando su sexo con los dedos bruscamente—. No me iré… sin
esto —susurró, y repitió con firmeza—. No me iré sin esto.

«Me dejarás atrás, maldito idiota, por no ser capaz de confiar en mí», quiso
decirle, pero solo pudo besarle y tirarle del pelo desesperadamente. Ni siquiera le
importaba dónde estaban, la conciencia de que aquella era la última vez que le
tocaría le sublimaba de deseo y de rabia, y era tan intenso que apenas podía
pensar con claridad. Todo lo demás daba igual, tenía que convertir ese instante
en algo eterno, tenía que atraparle en él y no dejarle escapar jamás.

Valantir tiró de su sexo y lo liberó, apretándolo contra el suyo en una caricia


intensa, que pronto se convirtió en un movimiento rápido con el que comenzó a
masturbarles a ambos. El brujo rompió el beso para gemir, y le miró, con los ojos
inflamados de fuego púrpura.

—No vas a olvidarme —murmuró con una mezcla de rabia y lujuria


impropia de él. Su voz se parecía más a la del invocador que era en la batalla,
oscura, profunda y resbaladiza—. Te maldeciré… como tú me has maldecido a
mí. —Le tiró más del pelo, enfrentando su mirada intensa y volviendo a besarle,
hambriento y voluptuoso—. Soy tuyo, y nada puede cambiarlo —dijo entre los
besos—. Pero tú eres mío.

El campeón le tiró del pelo y le empujó la cabeza contra la muralla al


besarle con renovada ferocidad, tensando y destensando los músculos,
pegándose a él mientras seguía torturándole con enloquecedoras caricias.

—Yo no soy de nadie —susurró orgulloso. Haldren le dedicó una venenosa


sonrisa. «No eres de nadie, pero mírate… aquí estás»—. Date la vuelta.

Haldren lamió sus labios con el gesto lúbrico y burlón digno de un íncubo.
La mirada del campeón quedó prendida unos instantes de sus ojos, que le
observaban ardientes, maliciosos. Nunca se había mostrado así ante él, como una
serpiente hechizándole, queriendo atraparle en sus redes.

«No necesito ningún encantamiento. Mis palabras ya son ciertas. Eres mío,
y yo me llevaré eso. Sabré que tú también sufres, que tú también me piensas
durante la noche». Le miró hasta darse la vuelta, obediente, y apoyó las manos
en el muro, arqueando la espalda, ofreciéndose sin pudor. Valantir no pudo
soportar la imagen por más tiempo, le bajó los pantalones y acarició sus nalgas
con un gesto urgente, antes de separarlas, hincar la rodilla en el suelo y empezar
a lamer la cálida hendidura entre ellas. Haldren apoyó la frente en el muro y
gimió con abandono ante el intenso escalofrío que recorrió su columna vertebral.

—Soy tuyo… jamás podrás olvidarlo —dijo entre jadeos. La lengua de


Valantir le exploraba, provocándole descargas de placer e intensificando su
deseo—. No cambiará, por mucho que te alejes… —se esforzó en continuar,
entre resuellos—. Te dolerá en la sangre, y a mí me consumirá… como la misma
sangre de los demonios.

El perfume de los aceites sacramentales inundó el aire cuando Valantir se


incorporó. Haldren sintió cómo los dedos del campeón se hundían en su cuerpo,
impregnados de ellos, lenta y enloquecedoramente mientras Valantir se
balanceaba contra él, apoyando el rostro en su hombro y mordisqueándole el
cuello y la oreja, salvaje y sensual mientras frotaba su sexo hinchado y duro
contra su trasero.

—Hablas mucho… ahora solo quiero oírte gemir —murmuró en su oído.

Haldren volvió el rostro para mirarle y se encontró con sus ojos. En la


mirada del campeón no había despedida alguna, solo fuego, pasión y un deseo
que parecía nublarle los sentidos. El brujo ladeó el rostro para buscar sus labios,
arqueándose para que hundiera más profundamente los dedos en su cuerpo.

—Fóllame…—murmuró sin que Valantir tuviera que preguntarle. La


necesidad ardía en sus ojos, en una amalgama de deseo y exigencia, de rabiosa
entrega.

—Pídemelo otra vez —murmuró el campeón con la voz enronquecida de


deseo. Hundió más los dedos para tocar el lugar que tan bien conocía en su
interior y sonrió como un lobo, insolente y terriblemente atractivo.

—Aaahhh… —le regaló un gemido, mirándole. Seguía rabioso, y eso le


dotaba de una sensualidad nueva, salvaje y peligrosa—. ¡Fóllame! —espetó, y
empujó hacia atrás, pegándose a su cuerpo y apartando una mano del muro para
agarrarle del pelo—. Fóllame.

El campeón ahogó una risa ebria de deseo. Sintió como extraía los dedos de
sus entrañas y estos eran sustituidos por la carne dura y resbaladiza. Estaba
embadurnado en aceites sacramentales y aquel olor, mezclándose con el olor
propio de los dos, le estimulaba hasta límites insospechados. Los dedos de
Valantir se clavaron en sus glúteos con firmeza, agarrándolos mientras los
masajeaba, despertando con más intensidad su excitación. Haldren le tiraba del
pelo cada vez con más insistencia, le miraba enseñándole los dientes, respirando
aceleradamente. Al fin, con una embestida firme, Valantir se enterró hasta
encajarse completamente en él, exhalando un gemido de alivio. Le sintió
llenarle, duro, muy crecido y caliente como el fuego. El poderoso cuerpo se
aplastaba contra el suyo, igual que un enorme león.

—Ah… por Andros… sí… —murmuró con la voz ronca el campeón.

La fiebre le privó del raciocinio. Solo podía sentir, arder, raptado por el
placer y la plenitud al tenerle dentro. Aquella sensación embriagadora, ardiente,
borraba la amargura y le amarraba al presente, como siempre, le volvía
consciente de sí mismo y de Valantir. Frenético, empujaba al campeón hacia sí,
tirándole del pelo y apretando las nalgas contra sus caderas con fuerza. Abrió las
piernas, afianzando los pies en el suelo para recibirle más plenamente y comenzó
a gemir sin reprimirse, tal y como su compañero siempre le pedía.

—Eso es… te gusta, ¿verdad? —susurraba en su oído, apretándole los


glúteos mientras se mantenía enterrado en su cuerpo.

—Sí… sí… sisisi —murmuraba el brujo, atropelladamente, entre jadeos.

—Sí… te encanta, mi zorrita preciosa. —La voz de Valantir sonaba cada


vez más profunda, le poseía y le llenaba como también lo hacía su enorme sexo.
Comenzó a retirarse lentamente, hasta casi salir de él, y luego embistió,
clavándose en sus entrañas y exhalando un jadeo brusco. Salió despacio para
volver a entrar fuerte, duro, empujándole contra la pared sin soltarle las nalgas,
posesivo.

El brujo se tornaba maleable entre sus manos, se arqueaba, se movía contra


sus caderas, agitándose al recibir cada embestida con ansias. Su cuerpo se
cerraba y le atrapaba en su interior, abrazándole, como si tratase de atraparle.

—Mi señor…—jadeó el brujo, con el rostro vuelto hacia él, la mejilla


apoyada en el muro y las manos cerradas en la hiedra. En sus ojos el veneno y el
deseo, la rabia y la malicia, la veneración más absoluta se fundían en la mirada
ardiente que le dirigía—. Me gusta… me gusta. Dame más.

Su mirada era la de un demonio, lo sabía, y Valantir le miró con los dientes


apretados. Se sintió complacido al saber que era consciente de su odio y de su
veneno, y también al ver cuánto le deseaba, cómo ardía en el fuego que a los dos
les consumía. El campeón comenzó a embestirle con más rapidez, más fuerte,
espoleado por su mirada, hasta establecer un ritmo fijo, acelerado, que agitaba
los cabellos de ambos y empujaba a Haldren contra la pared en cada duro ataque.
El golpe de su mano contra su nalga resonó entre los jadeos y gemidos
ahogados, y en medio del ataque, Valantir agarró su pene y comenzó a
masturbarle, echándose sobre él, al ritmo de sus feroces embestidas. Aplastó el
rostro contra su sien, pegando los labios a su oído para hablarle.

—Toma… toma —jadeaba embriagado—. Puta… Eres una zorra. Eres mi


zorra. Mío… mío.

El brujo sintió las runas en su piel prenderse. La magia reaccionaba a su


deseo, devastadora, le quemaba y se retorcía en sus venas, llenándole de éxtasis.
Ya no podía hablar, solo gemir y jadear, recibiéndole cada vez con más ansiedad
y apretándose contra la mano que le masturbaba sin darle tregua. Valantir
susurraba en su oído insultos y obscenidades. Algo debía estar mal en él porque
en sus oídos sonaban como palabras de amor. En el fondo de su corazón, quería
escucharlas, al menos una vez antes de perderle para siempre, pero sabía que
nunca las tendría, que esas eran las palabras que Valantir era capaz de darle, y se
las bebía con ansia.
Su sexo cada vez estaba más duro entre los dedos del campeón. Pulsaba
desesperado con cada embestida, temblaba con cada caricia. El orgasmo llegó
con tanta rabia como albergaba su propio corazón, con un estallido agónico y
violento que rompió la voz de Haldren en un gemido doliente. Se retorció, se
agitó en el agarre de Valantir, sin soltar sus cabellos, de los que seguía tirando
con fuerza cuando el clímax le hizo contraerse y atraparle en sus entrañas.
Valantir gruñó, intentando contenerse, pero le sintió romperse, su sexo palpitó
enloquecido en su interior y estalló, derramándose mientras le cabalgaba con
envites largos y marcados, martilleando sus entrañas. El campeón gimió, y le
mordió la nuca como un felino, salvaje, apresándole mientras la sensación
líquida se extendía dentro de él, deliciosa y cálida.

Le soltó el pelo, despacio, respirando ahogadamente. El mundo se


desdibujaba, su mente quedaba en silencio, y solo podía temblar entre los
poderosos brazos de su amante, en los que abandonó el peso paulatinamente al
detenerse el movimiento de sus caderas. Valantir le sostuvo contra la pared,
balanceándose aún contra su cuerpo, meciéndose mientras los últimos coletazos
del orgasmo se apagaban en los dos.

Haldren deseó que ese instante se prolongara eternamente, quería tenerle


dentro, sentirle así para siempre, pero entonces se deslizó fuera de su cuerpo, y
el frío regresó, invadiendo el espacio que antes había ocupado el campeón.
Valantir le sostuvo durante unos segundos, cruzando un brazo en su pecho, en
silencio, respirando en su nuca, y luego comenzó a arreglarle la ropa, subiéndole
los pantalones y abrochándoselos, apartándole el pelo después con un gesto que
le hizo encogerse de dolor y apoyarse en la pared.

«Quédate… quédate esta noche», quería decirle. «No te vayas aún. No te


vayas». Abrió la boca, estaba a punto de pronunciar las palabras, pero entonces
las ahogó en su garganta. Apretó los dientes y se apartó de la pared y de él,
dándole la espalda en todo momento.

«No volveré a pedírselo. Esto ha sido suficiente. Ha sido un adiós».

Sentía la mirada de Valantir fija en él. Los dos permanecieron quietos unos
instantes, dudando, tal vez buscando las últimas palabras que dirigirse.

«Él no va a pedírmelo… y yo tengo dignidad. La tengo. Él me lo mostró».

Escuchó el tintineo de las prendas del campeón, que estaba recolocándose


la armadura y abrochándose los pantalones, y volvió el rostro para mirarle de
soslayo. Le estaba otorgando unos segundos preciosos, pero Valantir permaneció
en silencio.

—Suerte —fue lo único que dijo antes de caminar hacia el sendero,


dejándole atrás.

Esta vez no se quedaba viéndole marchar. Esta vez era Valantir el que le
observaba, de pie, perderse en la oscuridad que dejaba a sus espaldas. Haldren
caminó, cada paso le destrozaba el corazón, pero lo hizo, caminó hasta que la
noche les engulló a los dos.

Los himnos aún sonaban, tristes, cantando la pérdida que volvía a quebrar
el espíritu de los shindari.
Interludio V

Había sido un día demasiado largo para el General Edaren Vrydel. En su


rostro había hecho mella el cansancio, que se marcaba en oscuras manchas bajo
sus ojos y en una palidez que no terminaba de abandonarle, ni siquiera en aquel
momento, cerca de las llamas de las hogueras. Los shindari incineraban a sus
muertos para que sus almas ascendieran al firmamento, donde Andros volvería a
prender la llama y les permitiría surcar el aire transformados en aves, o
contribuir a la prosperidad de su pueblo dotando de mayor fuerza a los
campeones, inspirándoles y llenándoles con su experiencia y su luz. El General
no era excesivamente devoto. Creía en las tradiciones de su gente, pero la
religión no le consolaba. Estaban librando una guerra y habían perdido a
demasiados soldados. Más de los que se podían permitir. Y no era solo el
número; él los conocía, a todos y cada uno de ellos.

A pesar de todo lo que había vivido, Vrydel no se acostumbraba a esas


cosas. A la muerte, a la pérdida. En cierto modo, eso le hacía frágil, pero también
se aferraba a sus emociones con vehemencia. En su juventud había conocido a
oficiales que tenían el corazón de un anciano, que no guardaban ya esperanza
alguna y que encajaban cada pérdida sin la menor conmoción. Él no quería ser
así. Quería seguir sintiendo algo cada vez que un soldado moría, pues sabía que
si su alma se endurecía, tampoco habría sitio en ella para la esperanza, y la
necesitaba, la necesitaba desesperadamente. Todos ellos la necesitaban.

Las llamas se elevaban hacia el cielo, junto a los cánticos de los sacerdotes.
Vrydel sentía que le pesaba hasta el espíritu, que a medida que el humo ascendía,
él se hundía más y más. La sensación era tan vívida que se transmitió a su
cuerpo inconscientemente. Al darse cuenta de que estaba encorvando un poco la
espalda, se irguió de inmediato, mirando de reojo al capitán Aronath, que
permanecía en pie a su lado, sereno, firme, inmutable. No quería deslucir la
estampa que él conformaba curvándose como un anciano.

«Puede que esté un poco cansado, pero no dejaré que eso me derrote. Tengo
que mantener mi presencia. Tengo que hacerlo, por los caídos». Tomó aire y
contempló las llamas, dejando que su mente vagara de nuevo.

Las estrellas se movieron en el cielo. Los cadáveres ardían rápido gracias a


los aceites sacramentales y a la magia. Cuando la última pira se extinguió,
Vrydel aguardó a que el sumo sacerdote del Templo de Andros se acercara a él y
le bendijera. El sacerdote era un hombre adulto, pero aún joven. Su rostro
inmutable recordaba al de una escultura, y el cabello, tan rojo como la sangre,
estaba recogido apretadamente en su nuca.

—Que la Luz de Andros os abrace, General —dijo con sencillez,


colocándole dos dedos en la frente y trazando un círculo—. Descansad en Su
bendición. Nuestra gente nos necesita más que nunca. Debemos estar dispuestos,
por ellos.

Vrydel se inclinó profundamente.

—Os espera una larga noche, Venerable.

—Así es. Pero amanecerá, mi General. Siempre amanece.

Vrydel miró a los ojos del elfo. En ellos encontró una paz que no esperaba y
le reconfortó profundamente. Tras despedirse, se marchó con paso lento, la
frente inclinada y la mano en la empuñadura, acariciándola compulsivamente. La
batalla se había cobrado un alto precio, pero había funcionado. Los espías de
Belnarys y sus avizores consiguieron la información que necesitaban. No habían
podido atrapar al traidor, pues no había actuado personalmente. Pero se había
abierto un portal en una de las caballerizas del templo, y varios demonios
menores habían entrado para preparar en las cuadras un círculo de invocación.
Les habían dejado hacer, y ahora el lugar estaba estrechamente vigilado.

Le atraparían. «Pero ojalá sea pronto». La situación comenzaba a ser


desesperada. Los magi entrarían en combate de inmediato, ya no podían
garantizar la seguridad en la Isla Sagrada, y estaban perdiendo las islas. Debían
apostar fuerte, pero no podían desproteger la capital. El Ejército del Crepúsculo
tenía ojos en todas partes, y si la capital o Tal’Reshan se convertían en puntos
débiles, las tomarían en cuestión de horas. No podían permitirlo.

—Cuando esto termine, quizá deberías plantearle a la Reina alguna clase de


alianza.

La voz a su lado le sorprendió. Se había abstraído tanto que no notó que


Aronath estaba a su lado, caminando junto a él, a su paso. ¿Cuándo le había
alcanzado? ¿Cómo podía ser tan silencioso con aquella pesada armadura?
—¿Qué clase de alianza? Si estás pensando en unirnos al Ejército del
Crepúsculo, creo que eso ya lo intentamos una vez.

Aronath le miró de reojo, sin verle la gracia. Vrydel tampoco se la veía. Ni


siquiera sabía por qué había hecho esa broma tan oscura, no era propio de él.

—Tienes sobre tus hombros el peso de las eras. Sabes tan bien como yo que
nuestro ejército está extenuado. Si el Crepúsculo sigue avanzando a este ritmo,
no podremos hacerle frente, ni siquiera con los magi.

—Les detendremos —replicó Vrydel, apretando los dientes. Pensaba igual


que el capitán, pero oír esas palabras en su boca le hacía reaccionar contra sus
propios pensamientos.

—Desearlo y hacerlo no es lo mismo. Además, ¿a qué precio?

—Al que sea.

—Ya he oído esas palabras antes. Y las cosas no terminaron bien. —El
General se detuvo, frunciendo el ceño. Se giró hacia el capitán, que tenía la
mirada fija en él. Su único ojo brillaba con aquel fuego interior que parecía
animarle. «Es como si leyera mis pensamientos… pero no, es imposible. No
puede hacerlo. Aunque es un campeón de Andros, y muy poderoso. Tal vez
pueda sentir lo que yo estoy sintiendo». —Si estamos en esta situación —
prosiguió el capitán—, es precisamente por las decisiones que se tomaron
entonces. No las critico. Se hizo lo que debía hacerse. Pero está cada vez más
claro que no podemos hacernos cargo de esto solos, y tú siempre lo has sabido,
¿no es así?

El General suspiró. La noche era perfumada, las flores no dejaban de ser


fragantes porque hubiera guerra o muerte a su alrededor, ni las estrellas perdían
su resplandor. El mundo continuaba, indiferente a la sangre derramada, al dolor
y la extinción de su pueblo.

—El rey Endorel no quiso aliarse con los reinos humanos. Y la reina
Thalanys tampoco parecía muy entusiasmada con la propuesta.

—Entonces ya lo hiciste —dijo Aronath, con un brillo de admiración en la


pupila que hizo que Vrydel se sintiera absurdamente orgulloso—. ¿Preveías que
nos veríamos superados?
—No, pero era una posibilidad. Intento hacer bien mi trabajo. Sabía en qué
situación había quedado el ejército después de la Quinta Invasión, y no hemos
progresado mucho desde entonces. Las Fiebres del Ocaso tampoco ayudan, ni
las heridas de guerra con la ponzoña crepuscular. —Hizo una pausa—. Cada vez
somos menos.

No se refería únicamente a los soldados. En su tono de voz había una


amargura que le disgustó. No le agradaba mostrarse tan transparente con
Aronath, nunca lo había sido con nadie, pero desde que había cuidado de su
herida, cada vez le resultaba más difícil ocultarse a él… y cada vez le parecía
menos necesario.

«Él lo comprende. Lo puede entender, lo sé».

Y eso parecía. El capitán exhaló un suspiro profundo y miró hacia los


jardines, acercándose a la valla con lentitud. Vrydel le siguió con la mirada,
extrañado. Que alguien como el capitán Aronath se plantease la posibilidad de
una alianza con los humanos, era digno de análisis.

«O está asustado, o es muy consciente de la situación».

—No te preocupes —dijo instintivamente—. Las cosas se solucionarán.

Aronath se volvió hacia él con expresión interrogativa.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. ¿Qué puedo decir? Es lo único que parece tener sentido ahora
mismo.

El campeón parecía desconcertado, y Vrydel se sentía estúpido. Nada se iba


a arreglar. Con suerte, vencerían esta naciente invasión y sobrevivirían un poco
más. Al final, ambos morirían, uno detrás de otro, y con el tiempo, habría una
nueva invasión. De cualquier modo, los shindari, mermados por la interminable
guerra contra los demonios, afectados por las enfermedades del crepúsculo y con
una natalidad casi inexistente, desaparecerían. Y sin embargo, tenía que creer en
un futuro, pese a que todo a su alrededor le gritaba que no había futuro, que
apenas quedaba presente. Tenía que creer, y tenía que hacer que los demás
creyeran. Aronath bajó la cabeza, presionándose el puente de la nariz con los
dedos y exhaló lo que Vrydel al principio interpretó como una tos. Pero después,
un sonido grave y melódico se materializó, y comprendió que se estaba riendo.
Era la primera vez que escuchaba reír al capitán, y al principio no fue capaz de
reaccionar. Después, una sobrecogedora calidez estalló de súbito en su pecho,
reforzando sus convicciones. El capitán alzó el rostro y le miró con intensidad,
aún con una media sonrisa dibujada en el rostro, atractiva y serena.

—Eres sin lugar a dudas el General al que debemos seguir.

—¿Eso significa que me crees?

—Sí.

Una vez más, Vrydel se quedó sin palabras. El frío que la pérdida y la
melancolía habían despertado en su alma comenzaba a restañarse gracias al
Venerable, pero ahora desaparecía por completo, sustituido por una calidez que
pronto prendió en un fuego misterioso, iluminándole por dentro.

Y entonces, el mundo cambió. O tal vez fueron sus ojos los que cambiaron,
pero nada parecía ya ser lo mismo. Sus propias palabras le resultaban posibles,
realmente posibles. La incertidumbre por el futuro desapareció, y el presente se
hizo manifiesto con rotundidad, haciéndole plenamente consciente de aquel
instante, bajo ese cielo, en aquel jardín, frente a ese elfo que creía en él con la fe
de mil soles radiantes.

Estaban vivos. Había un mañana; al menos, mañana. Existía aquella noche,


y las estrellas brillaban, las flores perfumaban la isla. Era un lugar hermoso, y
ellos unos privilegiados por estar vivos, allí, por ser hijos de Andros, por
pertenecer a Shindara, al mundo, en aquel momento. Sintió el latido de su
sangre, retumbando con fuerza en sus venas; el hormigueo de su piel, y le miró,
incapaz de dejar de hacerlo, como si en aquella mirada amputada e impar
residiera el mismo Andros.

«¿Qué me has hecho?», pensó.

Entonces el semblante de Aronath cambió, y supo que no solo lo había


pensado. Algo en la mirada del capitán se deshizo, como si la barrera tras la que
se ocultaba comenzara a fragmentarse, y le pareció ver de nuevo ese brillo cálido
y huidizo, emotivo, que en contadas ocasiones sorprendía en él. Quiso acercarse
en un impulso. Dio un paso brusco hacia adelante. Irguiéndose, tenso, el capitán
retrocedió. Vrydel sintió una pequeña pluma agitándose en su espalda, una
pincelada de inquietud.

«¿Me tiene miedo? ¿O no es a mí? ¿Qué ha ocurrido?».

Antes de que pudiera hacer nada al respecto el capitán se marchó a toda


prisa, huyendo casi literalmente y perdiéndose en las sombras.
CAPÍTULO 6
Falsas apariencias

En Shindara era visto como un privilegio ser elegido por el Dios Sol para
portar su bendición. Cuando la presencia de Andros era evidente en los niños,
normalmente expresándose a través de extraordinarias dotes para la sanación,
estos eran enviados al templo para júbilo y honor de su familia, y allí eran
consagrados, educados y entrenados para convertirse en sacerdotes o en
campeones. Todas las familias, desde las más humildes hasta las más nobles,
veían su condición elevada cuando los dones del dios despertaban en alguno de
sus miembros, e incluso había algunas Altas Casas en las que el don parecía
transmitirse a través de la sangre. En los adultos, la magia sagrada podía llegar
de las más diversas y repentinas maneras. Durante las Invasiones y las guerras
era habitual que los despertares de los campeones fueran más numerosos y
violentos. Los sacerdotes sostenían que era la forma en la que Andros podía
asistirles, convirtiendo a algunos elfos en sus elegidos era capaz de cambiar el
curso de las cosas, otorgándoles a los shindari la fuerza y la resistencia
necesarias para sobrevivir a las terribles pruebas a las que eran sometidos.

Solo los campeones sabían el alto sacrificio que comportaba aquel don. Y
es que en cada instante, estuvieran en la batalla, en el seno de sus hogares con
sus familias o disfrutando de una copa de vino, la cascabeleante voz del Dios Sol
les susurraba sin palabras, estridente y furiosa ante el peligro, suave y dulce ante
las cosas amables de la vida, mística y profunda en el recogimiento y nostálgica
y triste ante la muerte y el dolor. Los campeones de Andros aprendían a convivir
con aquella melodía insistente hasta que se convertía en un suave ruido de fondo,
pero ninguno de ellos podía controlar del todo lo que Andros provocaba en su
estado de ánimo y forma de ser. Eso era lo que significaba ser su brazo y su
puño, ese era el sacrificio: la propia identidad. Una vez eran tocados por Andros,
no volvían a ser los mismos.

Valantir nunca había sido un elfo contenido, y la bendición de Andros le


hacía aún más pasional y difícil de predecir. Por eso aquella misión estaba
resultando ser la mayor prueba de autocontrol que había tenido que enfrentar
jamás. Sin embargo, aunque muchos creyeran que era incapaz de dominar sus
instintos, su férrea voluntad prevalecía sobre sus pulsiones cuando era necesario.
Y era por eso que el íncubo seguía vivo.
La sangre no había dejado de arderle con la presencia del demonio desde la
primera vez que le había visto encerrado en la prisión del templo. Sus venas
estaban inflamadas de rabia, y el constante tintineo de la luz vibraba en su
mente. Aquella música, que le acompañaba desde que Andros le había elegido,
entonaba cantos de batalla cada vez más atronadores, e ignorarlos le estaba
costando un esfuerzo indecible de voluntad. Ese demonio no solo era una
aberración, con su apariencia de falsa inocencia que resultaba insultante, sino
que además era el demonio de Haldren y seguramente deseaba su cuerpo y su
alma con tanta ansia que sería capaz de cualquier cosa para obtenerlos. Era un
demonio traicionero y quería dañar a su camarada, eso era suficiente para
haberle matado una veintena de veces.

Sin embargo, no lo hizo. A la mañana siguiente del combate lo sacó de la


prisión, amordazado y atado de pies y manos, y le arrastró hasta Tal’Reshan en
uno de los barcos que partían desde la Isla Sagrada. Cuando le quitó la mordaza,
ya en las bodegas, se arrepintió al instante. Sidian le miró con la expresión de un
muchacho asustado y perdido.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde está mi maestro? —preguntó. Los ojos le


brillaban de angustia. El demonio era expresivo. Quien no conociera su
naturaleza podría haberse sentido conmovido, pero el campeón veía en él como a
través del cristal y la máscara inocente con la que intentaba ocultar su corrupción
le provocaba repulsión—. ¿Vas a entregarme al Ejército del Crepúsculo?

—No. Vas a llevarme hasta el Halcón Negro —respondió Valantir mientras


le desataba—, si no quieres acabar reducido a un montón de cenizas.

—No… No, por favor. No vuelvas a usar la luz conmigo —gimió el


demonio, mirándole con miedo—. ¿Dónde está Haldren?

—No está aquí, y no te va a servir de nada llamarle. Le has traicionado,


¿verdad?

—¡No! —gritó nerviosamente—. ¡Yo no he traicionado a nadie! Solo


quería verle, solo quería estar con él… como tú. Yo no le abandonaré, yo cuidaré
de él. Y también de ti, si vuelves a su lado. Yo guardaré tu secreto, guerrero de la
luz, lo guardaré bien, todos tus secretos…

Valantir resopló. Sidian era realmente infame. Todas sus palabras estaban
llenas de miel y veneno. Pero podía ser aún peor. El demonio le miró con los
ojos húmedos, brillantes de deseo, y se lamió los labios. El campeón le había
dejado sentado en el suelo de madera y gateó en su dirección. Algo en el aire se
volvió espeso y un fuerte olor especiado comenzó a invadirlo todo. Los sentidos
de Valantir se pusieron alerta; aquel olor hormonal provocaba el deseo, pero él
era un campeón y los trucos de los demonios no le afectaban como al resto de los
mortales. Furioso, apretó los dientes y agarró a Sidian por el pelo, obligándole a
levantarse.

—No, no… por favor… —Antes de que pudiera implorar, Valantir invocó
la luz sobre él y lo dejó en el suelo, inconsciente. No le dejó recuperarse hasta
que el barco atracó en su destino.

Cuando llegaron, lo sacó a rastras, aún aturdido. Tras descender del barco y
tomar el transportador hacia la ciudad flotante, le llevó a la Subciudad y
entonces se desquitó a golpes con él en uno de los corredores de acceso. Sidian
no se defendió, se limitó a encogerse y recibir el castigo entre súplicas y
gimoteos.

—No quiero trucos, ¿entendido? —dijo cuando hubo terminado, poniéndole


en pie de un tirón brusco. La actividad física le había cansado, pero también se
había desahogado lo suficiente como para seguir adelante—. Ahora llévame
hasta el Halcón.

El íncubo asintió, bajando la mirada con docilidad. Tenía los ojos húmedos,
pero no lloraba. Su respiración agitada y la forma en la que miraba por debajo
del cinto a Valantir le repugnaban. «Este cabrón se ha excitado con la paliza —
pensó, asqueado—. Debería haberle sumergido en agua santa».

—Haré lo que digáis, campeón. Haré lo que queráis… Mi maestro quiere


que os ayude.

Valantir gruñó. Cada vez que el demonio hacía referencia a Haldren le era
más difícil no destrozarle, y el hecho de que no pudiera saber a quién se refería
exactamente cuando hablaba de su maestro le enfurecía aún más.

—No me importa lo que quiera tu maestro. Harás lo que te diga —


respondió Valantir, atándole una cuerda al cuello y apretándola con fuerza—, o
morirás.

Le empujó y tiró de la cuerda, obligándole a andar por el corredor oscuro


que descendía a la Subciudad como si de un perro se tratase.

—Sí, campeón. Haré lo que me digáis.

«Tienes suerte de que te necesite, jodida escoria».

—Tú delante. Guíame.


La Subciudad era de un contraste sorprendente comparada con la superficie.
Tal’Reshan era la urbe más hermosa de Shindara con excepción de su altiva y
gloriosa capital. Las calles empedradas de blanco estaban adornadas con
esculturas de los grandes reyes y caudillos de los elfos, ornamentadas con joyas
y metales preciosos y, por supuesto, con magia. De las múltiples fuentes manaba
el agua de formas inconcebibles, haciendo giros en el aire, interrumpiendo su
goteo y materializándose en otro lugar con una armonía y simetría
sorprendentes. Los altos edificios con imponentes torres donde tenían su hogar
los magi, la nobleza y las grandes personalidades se alzaban en el Barrio Alto, en
el centro de la ciudad. La Plaza, la Academia, los templos y los hogares y
talleres de los artesanos eran menos imponentes, pero igual de hermosos, y los
jardines colgaban de las paredes y las terrazas, salpicando la ciudad con una
explosión de vegetación y hermosas flores de nochepétalo.

En los rincones más extraños de Tal’Reshan, ocultos a veces por la magia y


otras veces camuflados en los mismos elementos de la arquitectura, se
encontraban los accesos a la Subciudad. Una serie de pasillos y túneles de piedra
iluminados por antorchas y lámparas arcanas se entrecruzaban en una maraña
laberíntica de conductos, plataformas y espacios abiertos en cuyas paredes aún
sobrevivían antiguas pinturas de un tiempo pretérito. Cuando la ciudad fue
elevada sobre los cielos, aquellas estructuras que formaban parte de su corazón
se elevaron con ella, pero ya nadie recordaba qué uso se les había dado en el
pasado. El goteo del agua y los susurros de los que allí habitaban convertían el
lugar en otro mundo, en una especie de reflejo oscuro de Tal’Reshan, lleno de
misterios y sombras, decadente y hermoso a su manera.

—¿Está muy lejos aún? —Llevaban un buen rato atravesando túneles y


pasadizos, cruzándose con elfos de aspectos dispares, desde los más harapientos
hasta los que parecían grandes magos. Ninguno de ellos pareció encontrar
extraño que el campeón llevase a un muchacho atado de una cuerda—. Más vale
que no me estés engañando.

—No me atrevería, campeón.

—Claro que no —replicó Valantir con sarcasmo.

Un elfo ojeroso y pálido les dirigió una mirada perdida en su deambular


errático. Valantir se fijó en los ojos totalmente negros que le hacían parecer un
demonio. Era un elfo contaminado. Caminaba dando tumbos, murmurando,
como si ya hubiera perdido la cabeza.

El campeón apartó la mirada de él con rapidez y se centró en Sidian, que se


abría paso en los túneles con soltura. De vez en cuando, los corredores se abrían
y formaban plazoletas en las que verjas y puertas labradas daban acceso a casas
y establecimientos comerciales. Los habitantes y visitantes de la Subciudad eran
numerosos, pero sus voces apenas se alzaban, formando un enjambre de
murmullos que resultaba inquietante. De alguna manera, le recordaba a los
sonidos del templo, pero lo que veía se alejaba mucho del recogimiento y la
elevación de los lugares sagrados.

—Solo quiero serviros bien, así podréis reuniros cuanto antes con mi
maestro —dijo Sidian. Caminando más deprisa—. Es lo que haréis, ¿no?

—No.

El demonio se detuvo y se volvió hacia él, con la angustia pintada en los


ojos. Valantir vio con claridad la desconfianza y la rabia bajo aquella falsa
emoción. A ojos de cualquiera, Sidian parecía un muchacho vulnerable, pero al
campeón no podía engañarle: aquella máscara se quebraba como si estuviera
hecha de cristal.

—Tú te reunirás con él —puntualizó. Necesitaba que Sidian colaborase, no


podía perder más tiempo, y engañar a un demonio no era algo que le produjera el
menor escrúpulo—. Eres su demonio, ¿no?

La mirada de Sidian se iluminó de pronto.

—Sí, ¿dejaréis que me vaya? —dijo esperanzado, y luego sonrió con un


gesto sugerente—. También puedo serviros a vos.
Valantir tiró de la cuerda y le acercó a sí.

—¿Te gusta que te golpee? —preguntó con un tono ronroneante.

—Me gusta ser vuestro esclavo —respondió Sidian. Sus ojos grandes y
negros le miraban como hipnotizados, llenos de deseo y promesas, pero Valantir
veía el terror al fondo. El demonio le temía, y ese miedo era tan atávico como la
repulsión que el campeón sentía por él—. ¿Os complace pegarme?

—Sí, mucho —respondió—. Seguro que Haldren te trataba mejor.

—Haldren no me usaba para complacerse —dijo el íncubo, bajando la


mirada con tristeza. Se acercó más a él y apoyó una mano en su pecho
timidamente—. Y yo he nacido para complacer…

—Entonces quizá estés mejor conmigo.

—Haré todo lo que me pidáis… y podréis hacer conmigo todo lo que


deseéis. —El íncubo se pegó más a su cuerpo, mirándole como hipnotizado.
Aquella posibilidad, a parte de asustarle, parecía excitarle también.

Valantir esbozó una sonrisa afilada, peligrosa.

—Es lo que hago siempre con todo el mundo.

—Pero no todo el mundo es como yo —respondió Sidian, bajando la


cabeza con una expresión herida.

—No, tú eres especial —dijo el campeón con sarcasmo, agarrándole la


muñeca y apartando la mano del demonio de sí con firmeza—. Ahora deja el
drama, tenemos trabajo.

El íncubo se alejó con un mohín de disgusto infantil, y siguió caminando


delante de él. Valantir no era un brujo, pero era observador. Entendía lo
necesario que era hacer que los demonios del deseo mantuvieran la esperanza. Si
no tenían nada que perder se volvían aún más peligrosos. Aquella estúpida
conversación le había servido para despertar el deseo y los anhelos del demonio
y mantenerle en el camino correcto.

Siguieron avanzando durante minutos, en silencio. Giraron por un par de


túneles más, cruzaron por un puente sobre un pequeño río subterráneo de un
color crisolado indefinible y finalmente llegaron a una plazoleta abovedada. Los
establecimientos allí no tenían nombre, ningún cartel indicaba dónde se
encontraban los comercios o los puntos de interés, ni siquiera la posada ante la
que se detuvo Sidian tenía nada que pudiera indicar lo que era, salvo la ida y
venida de los clientes que dejaban la puerta abierta y el parloteo y entrechocar de
cubertería que se escuchaban desde fuera.

—Es aquí. Haldren me enviaba a este lugar a recabar información.

—¿Para qué?

Sidian le dirigió una misteriosa mirada, pero no dijo nada más y entraron en
el establecimiento.

«¿Qué podría buscar alguien como Haldren en este tugurio infecto? No le


pega nada».

No obstante, nada más entrar en la taberna le sorprendió la limpieza y el


orden imperantes. Era posiblemente el lugar más limpio de la zona y estaba
amueblado de manera dispar, con muebles que parecían robados o comprados a
los contrabandistas que operaban en los subterráneos. Cada silla y cada mesa
eran diferentes, las copas y la vajilla estaban formadas por finas piezas de cristal
y porcelana mezcladas con otras más rudas, de barro o cerámica. Había pipas de
agua en los rincones donde grupos de elfos pálidos, con los ojos ennegrecidos,
anestesiaban su dolor fumando pétalos de loto arcano. En las mesas se acodaban
elfos y elfas encapuchados, vestidos de forma discreta, que arrojaban miradas
aviesas a ambos lados cada poco tiempo. La Subciudad era el territorio de los
desheredados, de los rechazados, los enfermos y los criminales, los habitantes de
la superficie solo la visitaban para conseguir lo que no podía comprarse a la luz
del día, o para sumergirse en los misterios de lo prohibido poniendo en riesgo
sus propias vidas. Era un lugar peligroso, a pesar de la aparente calma que había
en las calles oscuras. Al fin y al cabo, aunque repudiados y en el arroyo, eran
shindari y se comportaban como tales.

Valantir cruzó el salón sin dirigir una mirada a los parroquianos y se plantó
ante la barra hecha de los restos de las pilastras de un templo. El tabernero
secaba con un trapo limpio una botella de cristal tallado de vino y le dirigió una
mirada molesta cuando golpeó la superficie de piedra de la barra con el puño
cerrado. Era un elfo rubio, con el pelo atado en la nuca y una expresión
desdeñosa en el rostro enjuto. Sus ojos estaban limpios de la corrupción del
crepúsculo.

—Estoy buscando al Halcón Negro —soltó Valantir sin preámbulos. El


tabernero le miró inquisitivamente, desconfiado. Algunos rostros se volvieron
hacia ellos con suspicacia.

—Señor… —Sidian se pegó a su espalda, agarrándose de su brazo,


temeroso—. Señor, no deberíais… —murmuró. Valantir le dio un codazo y lo
hizo callar.

—No sé de qué estáis hablando —dijo el tabernero, pero el campeón le


cortó con firmeza.

—Este sitio es una escoria y todo el mundo lo acepta. Pasa desapercibido


porque nosotros lo permitimos. Haz lo que te digo, o te juro que traeré aquí a tres
divisiones enteras y hundiremos la Subciudad hasta convertirla en el sumidero
que siempre debió ser. —El campeón miraba al tabernero con una expresión
dura y hablaba con tanto convencimiento que cada una de sus palabras parecía
verdad, aunque no lo fuera—. Créeme, nadie va a llorarlo.

El tabernero dejó la botella sobre la barra. No parecía alarmado, ni siquiera


asustado, pero observó con interés el emblema de su sobrevesta, y luego al
demonio que se ocultaba detrás de él. Sidian se asomó con timidez por detrás de
la hombrera de Valantir.

—Es importante, Alkhai —dijo el demonio.

—Está bien —dijo al fin, dejando el trapo sobre la barra—. Venid.

Les hizo un gesto y desapareció tras el arco que conducía a la trastienda.


Valantir tiró de Sidian y siguió al tabernero, pasaron por una pequeña cocina
sorprendentemente impoluta y descendieron por una escalinata de piedra hasta
una bodega llena de toneles de vino y telarañas. Alkhai se dirigió a un hueco
entre una hilera de barriles y empujó con fuerza una de las piedras de la pared,
una pequeña sección de esta se hundió y se retiró, dejando al descubierto la
entrada de un túnel oscuro. El tabernero cogió una de las lámparas que
iluminaban la bodega y les guió hacia el interior. Olía a humedad y a cosas que
el campeón no era capaz de precisar, corrosivas y dulzonas, y la luz de la
lámpara revelaba más pinturas en las paredes, llenas de símbolos y escenas
emborronadas por el tiempo que tenían algo de inquietante. Finalmente, tras
cruzar un corredor que parecía interminable, desembocaron en un espacio
abierto.

Valantir no esperaba lo que encontró allí. La luz se colaba desde una grieta
en las altas bóvedas a través de la cual se podía ver el cielo, de un azul intenso, e
iluminaba un jardín subterráneo, provisto de un riachuelo de agua cristalina. Las
plantas y las flores crecían por doquier. En un extremo, entre parterres y junto a
una fuente, había un observatorio hecho con espejos, y al otro lado un refugio
bien conservado, de madera. El campeón observó el lugar con asombro, a pesar
de la belleza del jardín, sus sentidos estaban alerta y la luz de Andros ardía en su
interior con más fuerza mientras el tabernero les acompañaba hasta la puerta de
la pequeña casa y llamaba con tres golpes.

—Soy Alkhai. Sidian ha regresado —dijo al cabo de unos instantes.

La puerta se abrió, y el campeón se quedó congelado, petrificado en el


lugar.

Vestido con una toga de finos bordados y con abalorios en el pelo, Haldren
se apoyó descuidadamente en el dintel, haciéndole un gesto con la mano al
tabernero para que se retirara.

—Puedes marcharte, Alkhai. Valantir y yo tenemos mucho de lo que hablar


—dijo con un extraño tono en la voz.

La canción de Andros se alzó dentro de él como un coro de atronadoras


trompetas.

***

Por primera vez desde que había llegado al templo, Haldren durmió solo en
la habitación roja. Después del encuentro con Valantir, además de derrotado, se
sentía vacío, como si el mundo hubiera perdido consistencia. Aquella noche
durmió profundamente, presa de un sueño inquieto en el que seguía escuchando
la voz del campeón y viendo sus ojos teñidos de rabia ardiente. Al día siguiente
la sensación de derrota no desapareció, pero no se dejó hundir por ella. Valantir
se había ido, él no iba a quedarse lamentándolo. Todos estaban en peligro y se
sentía responsable de ello. Al fin y al cabo, era a su demonio al que habían
utilizado para llegar hasta allí.

Se reunió con el General y trazaron un plan. Haldren fingiría estar dispuesto


a escuchar las ofertas del traidor después del trato injusto al que le habían
sometido en prisión y buscaría activamente al infiltrado, le tendería una trampa y
él mismo sería el cebo que le atrajera hacia ella. Ese mismo día, el brujo
comenzó a poner en marcha la treta. Se alejó de sus compañeros, esquivando su
presencia, y durante la noche se escabulló en los jardines para invocar a Sidian.
El íncubo no respondió, pero eso no extrañó a Haldren, ni le resultó un
problema, no necesitaba al demonio para que le llevase hasta el infiltrado,
bastaría con dejar los suficientes restos del ritual como para que pudiera saber lo
que había intentado, y así lo hizo.

Durante días, no hubo señales. Haldren repetía el ritual, olvidando


deliberadamente algunos componentes, borrando parcialmente los círculos,
dejando pequeñas pistas que señalaban hacia él. A veces invocaba a demonios
menores para comprarles información sobre el Halcón Negro a cambio de sangre
o componentes. Ninguno de ellos le dio nada de valor, pero a esas alturas,
Haldren estaba bastante seguro de que sus movimientos eran seguidos de cerca.

Se centró en aquella misión de manera febril, y aprovechando su propio


estado le dio más credibilidad a su actuación. Estaba ojeroso, pálido, y no se
molestó en ocultarlo ni siquiera cuando se reunía con sus compañeros para los
entrenamientos. Su aspecto había cambiado, parecía cansado e inquieto desde
que había estado en la prisión, e incluso paranoico. Dejó de acercarse a Symeon,
Lyra y Alendrys, les rehuía y respondía con evasivas cuando le hablaban. Se
encerraba en sí mismo sin participar apenas cuando se reunían en el salón. No
tenía que fingir demasiado, Valantir no abandonaba su mente y eso le angustiaba.
No podía dejar de pensar en qué estaría haciendo, en qué le habría ocurrido, en
quién era en realidad. Durante las noches, cuando regresaba a la habitación
después de haber realizado los rituales y dejado las pistas, Haldren tenía que
enfrentarse a la cama vacía del campeón y aquella ausencia apenas le dejaba
descansar. Estaba furioso con él, pero también lo estaba consigo mismo.

«¿Qué demonios le sucedió para que la sola mención de su pasado le


hiciera reaccionar así? Sé que le he herido, los dos nos hemos herido, pero no
han sido las palabras las que lo han estropeado». Haldren comprendió que
habían basado su confianza en algo vacío. Habían aprendido a entenderse, pero
no a comprenderse, y eran unos completos desconocidos, por eso la primera
sombra de duda había provocado un cataclismo. No era su propia desconfianza,
también la de Valantir, que se negaba a que Haldren pudiera conocerle.

Fuera como fuese, el campeón se había ido, y tenía que seguir adelante. A
pesar de aquel vacío que le había quedado dentro, había nacido en él una nueva
seguridad. Sabía que era capaz de controlarse y ya no tenía miedo de lo que
ocultaba su propio corazón. Y eso era una ventaja en aquella situación.

La cuarta noche después de la batalla, Haldren encontró una nota deslizada


por debajo de su puerta tras regresar de la cena en el salón comunal. Era un
pliego de papel, sin sello ni remitente. El brujo se acercó a la luz de una de las
lámparas, desplegándolo para leer el mensaje que contenía.

Puedo darte las respuestas que estás buscando. Reúnete conmigo en el


mirador de Ameril, en los acantilados. Estaré allí con el primer albor.

«Claro que vas a dármelas».

No pudo evitar sonreír. El plan al fin había dado su fruto. Aquella nota solo
podía ser del traidor, y si Vrydel estaba en lo cierto, hacía tiempo que había
fijado su objetivo en él. Tal vez los rituales y las pistas hubieran sido
innecesarios, pero Haldren quería que se confiara antes de establecer ningún
contacto directo, quería que supiera que le estaba buscando, y que estaba
interesado en lo que tenía que decirle.

Guardó la nota en el bolsillo de su pantalón y volvió la mirada


inconscientemente al lecho vacío de Valantir. Las sábanas estaban ordenadas,
llevaba viéndolas así tres días y ese detalle que solía llenarle de calma se
convertía ahora en un punto de tensión en la estancia. El olor de Valantir seguía
invadiéndolo todo, como una huella imborrable, pero Haldren había comprobado
que de nada servía huir de aquel lugar. El perfume de mirra y metal le
acompañaba allá donde iba, como si hubiera quedado impregnado en su propia
piel, dentro de su misma mente.

Cerca del amanecer, el brujo abandonó la habitación, habiendo pasado otra


noche en vela. No solo los recuerdos le atormentaban, la situación le
preocupaba, las muertes le pesaban y el futuro, si se detenía a contemplarlo, le
parecía cada vez más oscuro. No podía dejarse llevar por el desaliento, y por eso
avanzaba, por mera voluntad. No había entregado su vida y su propia alma al
servicio para rendirse cuando las cosas se volvían difíciles.

Armándose de serenidad, Haldren salió del templo y rodeó las murallas en


dirección a la costa este de la isla. Una escalinata labrada en la misma piedra del
acantilado subía tortuosamente por una de las escarpadas paredes, hasta una
terraza natural que se ampliaba a medio camino de la cumbre. Los árboles
crecían allí, y una frondosa vegetación había invadido los bancos y las
balaustradas de piedra que salvaban al visitante de una abrupta caída al mar. El
mirador había sido abandonado años atrás, el ascenso era peligroso y dejaron de
reparar la escalinata cada vez que había desprendimientos. Haldren tuvo que
vérselas con cascotes y peligrosas zonas medio derruidas para llegar, pero
cuando la línea del horizonte ya se inflamaba con la luz del sol, alcanzó al fin el
mirador. Allí, una figura encapuchada, vestida con una toga de novicio,
observaba los colores cambiantes del amanecer en el cielo.

—Empezaba a pensar que no vendrías —dijo con una voz familiar. Cuando
se volvió para mirarle Haldren reconoció los ojos azules que se ocultaban bajo la
capucha. Una melena rubia caía sobre sus hombros y enmarcaba el rostro de
facciones juveniles e inocentes.

«Faeldrin. ¿Qué demonios...?».

Haldren tuvo que esconder bien su turbación e incredulidad al reconocer al


compañero de Lyra, y no lo consiguió del todo. Era un caballero de la Orden
Carmesí, un campeón de Andros, y era el último elfo al que esperaba encontrar
allí. No se había relacionado demasiado con el resto, pero a pesar de lo ocurrido
el primer día con Valantir, Faeldrin se había mostrado amable y colaborativo en
todo momento. Siempre estaba rezando y meditando. El brujo se había creído
por completo la imagen de santidad que reflejaba, pero es que nada podía hacer
pensar que bajo aquellos ojos de mirada limpia se escondiese un traidor.

—¿Te sorprende? —preguntó el muchacho. Haldren le dirigió una mirada


recelosa.

—¿Me habéis tendido una trampa? ¿Queréis volver a encerrarme?

—No hay nadie más. He tenido que arriesgarme a contactar directamente


contigo después de lo que ha pasado con tu íncubo… y este me pareció el lugar
más seguro.
Faeldrin se quitó la capucha y le hizo un gesto para que se acercara. Con la
toga, parecía uno de los novicios del templo, tenía la misma mirada, en
apariencia luminosa, como si nunca le hubiera tocado la oscuridad. A Haldren le
inquietaba que alguien así pudiera estar traicionando a Shindara. La Orden
Carmesí había mantenido una postura intransigente durante muchos años con los
Caballeros de Endorel por considerarles traidores y aliados de los demonios,
pero lo que tenía ante él en ese instante, era un carmesí. Aquello era
desalentador. Nadie en Shindara estaba a salvo de la corrupción… y mucho
menos de la traición.

—En la nota decías que tienes las respuestas que estoy buscando.

—Y las tengo, incluso a las preguntas que no has formulado.

—¿Por qué estás con ellos?

Faeldrin sonrió y volvió la mirada hacia el amanecer. No ver nada turbio en


sus ojos le inquietaba más que si hubiera descubierto en ellos la sombra más
oscura. Faeldrin parecía el de siempre, altivo pero inocente, inexperto.

—Esto tiene que terminar. Es la voluntad de Andros. Él nos envía una y


otra vez al Ejército del Crepúsculo para que nos redimamos. Nosotros somos la
sombra sobre esta tierra. Ellos ya existían antes de nosotros, ya conocían esta
tierra antes de que la llamáramos Shindara. Solo tratan de liberarla.

«¿De qué está hablando? ¿Qué demonios le pasa? Ha debido enloquecer».

—Pero no es eso lo que deseas saber. Lo que quieres saber es por qué te han
traicionado, por qué vuelven a abandonarte cuando más lo necesitas. Tú sabes lo
que significa el sacrificio, ¿verdad? Has dejado toda una vida para ser lo que
eres ahora, y nunca se te recompensará, ni siquiera con el agradecimiento. Ellos
siempre van a mirarte con desconfianza, siempre serás el sospechoso.

—Es irónico, viéndote aquí. E injusto.

—Lo es, pero el Ejército del Crepúsculo sabe recompensar a los que se
sacrifican. Y en especial, a los que han aceptado que sus bendiciones les
fortalezcan. —Faeldrin se volvió hacia él y le miró a los ojos. En él no había
juicio, sino comprensión—. La sangre de los demonios mata a los indignos, pero
tú estás aquí, y cada día eres más poderoso.
—¿Es eso lo que me ofreces? —dijo con recelo. No quería parecer
demasiado desconfiado, pero tampoco quería que Faeldrin sospechase de una
actitud demasiado receptiva—. ¿La respuesta a mis preguntas es el poder?

—Una de ellas, sí. Con tu poder, no tendrías que volver a servir a ningún
caudillo mortal, incluso podrías comandar huestes venidas del Crepúsculo, pero
sé que tu corazón anhela algo más que eso. Sé que llevas mucho tiempo
buscando algo que perdiste.

El corazón del brujo dejó de latir durante unos segundos. Aquellas palabras
le sorprendieron y le provocaron una sensación de vértigo desagradable.

—¿De qué estás hablando?

—Vuestro padre os separó hace muchos años, antes de la Quinta Invasión.

«Haldyr…».

—¿Cómo sabes eso? —Haldren se tensó. Notó el ardor en sus ojos.


Faeldrin se acercó a él y le colocó una mano en el brazo con un gesto
tranquilizador. Su mirada comprensiva le provocaba un intenso deseo de
estrangularle. Pero ahora quería escucharle, ahora, realmente necesitaba
escucharle—. ¿Qué sabes de mi hermano?

—Ellos pueden reuniros.

El mundo se volvió inestable. El corazón le latía acelerado en el pecho, y


una angustia amarga amenazaba con cerrarle la garganta. Las palabras de
Faeldrin le golpeaban, la esperanza que durante años había puesto en aquella
búsqueda de pronto se veía contaminada, amenazada por la posibilidad de que su
hermano estuviera en las garras de los demonios. ¿Cómo iba a seguir con el plan
sabiendo aquello? Tenía que entregar a Faeldrin al General, pero si lo hacía, tal
vez se desvanecería la única pista que había tenido después de décadas de
infructuosa búsqueda.

—¿Qué debo hacer…? —resolló.

Ya no tenía que fingir ningún interés. Su alma se retorcía en la necesidad de


encontrar esas respuestas, pero su mente aullaba de dolor al ser consciente de lo
que eso implicaba.
—Ven a los establos del templo a medianoche. Invocaremos al Halcón
Negro, él sabrá cómo llevarte hasta tu hermano. Solo tienes que ayudarnos a
abrirle el paso hasta aquí.

«Está mintiendo. Todo es mentira, quieren atraerme a su lado, quieren algo


de mí. No puedo creerle, solo hay veneno en esas palabras».

—¿Cómo sé que no mientes?

Faeldrin le agarró la mano cerrándole los dedos alrededor después con un


apretón. Durante unos instantes, mantuvo el puño de Haldren entre sus manos,
con un ademán monástico.

—Sé que tu corazón lo sabe, solo te pido un poco de fe.

El muchacho le soltó y se apartó de su lado, dándole la espalda al tomar el


camino hacia el acantilado, dejándole solo con sus tribulaciones.
Secretos

«No es Haldren».

El elfo era idéntico a su compañero. Tenía el mismo porte aristocrático, la


misma elegancia, el mismo rostro de facciones nobles y los mismos ojos. Al
observarle mejor, Valantir vio que el color púrpura de sus iris era mucho más
intenso que el de Haldren. En sus mejillas, en las manos y en el cuello tenía
runas del mismo color violáceo, formando dibujos que se extendían por debajo
de su toga.

No era él, pero el parecido era tan increíble que el campeón necesitaba
tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo y tomar una decisión.

«Es… Por Andros, es su hermano. Son gemelos. Maldita sea. ¡Maldita


sea!». Aquella revelación lo cambiaba todo.

—Tenemos una conversación pendiente —dijo el elfo que no era Haldren,


sacándole de su estupor.

—No he venido a… —habló al fin.

—¿Hablar? —le interrumpió el Halcón, y sonrió—. Ya, pero ahora que me


has visto querrás respuestas.

—No necesito ninguna respuesta, sé todo lo que tengo que saber.

Era mentira, su mente hervía de preguntas. «¿Por qué no me dijiste que


tenías un hermano, Haldren? ¿Por qué no me dijiste que era del Ejército del
Crepúsculo? ¿Lo sabes, acaso?».

—Y sin embargo no has desenfundado —dijo el brujo, apartándose del


dintel—. Pasad.

El campeón dudó, mirando al Halcón Negro con los ojos prendidos. La luz
vibraba en su interior cada vez con más intensidad, le dictaba lo que tenía que
hacer con insistencia. Quería matarle. Debía hacerlo. Exterminar la amenaza,
acabar con el mal. Pero no era tan fácil, aquel elfo tenía la misma cara de
Haldren. Maldiciendo por lo bajo, entró en la pequeña casa.

El interior de la estancia era acogedor, decorado adecuadamente al gusto de


los nobles, con muebles de madera labrada y sillones de terciopelo. Se trataba de
un pequeño refugio atestado de libros, con una mesa de estudio llena de papeles,
cristales e instrumentos mágicos, y una enorme cama en un extremo, cubierta de
almohadones bordados y de sábanas de satén de color morado. Sobre una mesita,
junto a dos sillones frente al pequeño hogar, había una pipa de agua. No le
faltaban comodidades, y a tenor de lo que podía ver, tampoco le faltaban
recursos al Halcón Negro.

Al fondo, tras el escritorio, un cuadro llamó la atención de Valantir.

—¿Te gusta? —preguntó el Halcón—. ¿Ves algo llamativo?

Un elfo y una elfa, dignos, regios, con los cabellos casi blancos y de mirada
severa posaban junto a dos niños. Dos gemelos cogidos de la mano. Debían tener
unos siete años cuando el cuadro fue pintado, pero Valantir era capaz de
distinguir a Haldren de su hermano. Sus miradas eran completamente distintas.

—Sí, veo que siempre has tenido cara de cabrón.

El Halcón rió, y el íncubo le coreó con una risilla. «Son tal para cual»,
pensó con asco al escucharles.

—Cada uno de los hijos de Andros nace con una inclinación distinta hacia
los misterios de este mundo —dijo el brujo. Que nombrase al Dios Sol hizo que
la furia se agitara en su interior con nueva intensidad—. La mirada de Haldren
siempre estuvo puesta en el cielo, en las estrellas. Yo buscaba en la oscuridad. Al
final he sido el primero en cruzar el límite, pero Haldren lo hará pronto. —
Volvió la mirada hacia el íncubo, que escuchaba con atención y les observaba
con un brillo ansioso en los ojos—. ¿No es así, Sidian?

Él asintió, sonriendo como un crío que hubiera recibido algo de atención.

—Vuestro hermano ya recorre la Senda Oscura. —Mientras Sidian hablaba,


el Halcón servía vino en dos copas—. Mi señor es inquieto, siempre os ha
buscado. Yo no lo sabía, cuando me encontrasteis entendí ese profundo anhelo
en sus ojos al que nunca me ha dejado llegar ni consolar. ¿Quién podría
consolarlo? Haldren está incompleto.
La afirmación del demonio provocó un latigazo de desprecio en el interior
de Valantir. «¿Quién podría consolarlo? Haldren está incompleto», había dicho.
Sí. El campeón sabía que era verdad. Había percibido esa vulnerabilidad en él,
esa pérdida, asociada a la necesidad de cobijarse bajo la protección de alguien,
de agazaparse en las raíces de un árbol sólido para empezar a crecer por sí
mismo. Aquellas sutilezas, Valantir las percibía de forma inmediata gracias a la
conexión que la Luz de Andros le proporcionaba con todos los seres vivos… no
obstante, en su mente no era capaz de ponerle palabras concretas, ni de
analizarlo con tanta precisión. En aquel momento, en cambio, todo aquel caldo
primigenio empezaba a adoptar nombres y apellidos. ¿Había sido el hermano de
Haldren quien adoptó ese papel en el pasado? ¿Fue él su árbol? ¿Creció bajo él,
o se ahogó en su sombra? ¿Había habido entre ellos una relación solamente
fraternal, o se trataba de algo más? La intuición le decía que aquel hermano era
el causante de las heridas y los pesares de su compañero, solo por eso ya deseaba
hacerle pagar. Pero además, la sola idea de…

«Basta. No pienses en eso ahora». Tenía que unir las piezas. Recordó lo que
el íncubo había dicho en la posada. Al parecer, Haldren le había enviado a aquel
lugar infecto a buscar pistas sobre su hermano, pero por lo visto el Halcón fue el
que le encontró primero… y lo hizo a través de Sidian. ¿Desde cuándo estaría
tras la pista de Haldren?

Estaba sumido en sus pensamientos cuando el brujo se acercó y le tendió


una copa de vino. Valantir aceptó la copa, aunque no bebió. Miraba a brujo y
demonio alternativamente, atando los cabos.

—¿Por eso tienes un infiltrado en la isla? ¿Todo esto es por tu hermano? —


dijo al fin.

—¿Te parece una razón insuficiente? —respondió el brujo sonriendo a


medias.

—Con sinceridad, es un alivio —mintió.

El Halcón le miró con suspicacia, sin borrar la sonrisa de los labios. Su


expresión era como una máscara, totalmente falsa. Valantir cada vez veía más
diferencias entre él y Haldren. Había algo turbio en el Halcón, algo oscuro y
enfermizo. Era como un reflejo distorsionado de su compañero.

—Extraña afirmación. Tenía entendido que sois compañeros, en la batalla y


en el lecho. Y conozco la férrea lealtad con la que estáis contaminadas las
Serpientes de Sangre.

—¿Cómo has sabido eso? —preguntó el campeón, apretando la copa de


vino entre sus dedos.

—El Ejército del Crepúsculo os conoce bien. Fuisteis parte de nuestras filas
una vez… o al menos lo fingisteis muy bien. Debo admitir que fue una
infiltración muy osada. Una traición perfecta —añadió ensanchando la sonrisa,
volviéndola venenosa—. Aunque no tan perfecta como la de vuestro rey.

—No os merecéis otra cosa —respondió con desprecio, atravesando con la


mirada al brujo.

Estaba obteniendo información, sí, y era valiosa, pero la sangre cada vez le
quemaba más en las venas, empujándole a actuar. A pesar de todo, se reprimió.
Necesitaba tiempo para asimilar que aquel no era el rostro de Haldren, para
reflexionar. ¿Debía matarle?

«Es su hermano gemelo, a quien ha estado buscando durante años. Tal vez
toda la vida. No puedo precipitarme». No podía actuar todavía. Y, sobre todo, no
podía actuar sin tenerle en cuenta a él.

—Bueno, creo que vuestro rey llegó a pensar diferente. —El brujo se apoyó
en la mesa con un gesto indolente, tranquilo, como si tuviera el control absoluto
de la situación. Bebió de la copa y saboreó el vino con calma antes de continuar
—. Él traicionó a su pueblo, y también al Ejército del Crepúsculo. No le quedó
nadie a quien clavarle el puñal, ¿no es cierto?

Incapaz de contener el impulso, Valantir se abalanzó hacia él.

—¡No te atrevas a…!

De pronto, quedó inmóvil. El suelo se iluminó con un círculo de color


púrpura que ardió a través de la alfombra que lo ocultaba. «Una trampa»,
comprendió. Pero era demasiado tarde. El latigazo de dolor le golpeó de
inmediato cuando la maldición cayó sobre él. Soltó la copa, que cayó
derramando su contenido sobre el suelo.

—¡Agh! ¡Bastardo traicionero! —gruñó. El dolor ocupaba todos sus


sentidos, pero se mantuvo firme, respirando con fuerza.

Haldren ya había comprobado su resistencia, ahora la iba a comprobar


también su hermano, al que miró con ojos de lobo y promesas de venganza.

—¿Y tú me llamas bastardo a mí? —El brujo rió, irguiéndose—. El único


bastardo aquí eres tú. Por cierto, ¿cómo están Belnor y Belnarys? ¿Has
conseguido que te reconozcan como hermano? ¿Vas a ser, al fin, uno más de la
familia, o no te consideran digno? —Valantir apretó los dientes, reprimiéndose
para no destrozarle allí mismo. ¿Cómo sabía eso? ¿Es que acaso aquel cabrón lo
sabía todo? Dentro de él se condensaba la luz, furiosa, retumbando como un
ejército en estampida, elevándose sobre el dolor que la maldición le estaba
causando. Las sombras de aquel encantamiento solo estaban alimentándola,
volviéndola más agresiva—. Sí, ya lo ves. Lo sé todo de ti —dijo
maliciosamente el brujo, como si le hubiera leído la mente—. También lo que
has estado haciendo a escondidas con mi hermano.

El Halcón esbozó una sonrisa tensa, extraña. Bajo su actitud calmada y


refinada se agazapaba un rencor peligroso, un veneno que teñía sus ojos más que
la misma magia. Valantir casi podía oler su odio y su desprecio cuando escupió
aquellas palabras.

No, aquel elfo no era Haldren. Era un reflejo distorsionado, una alimaña
traicionera. Por mucho que fuera el hermano de su amante, su existencia no era
más que una burla. Le observó de forma analítica. Los movimientos del brujo
eran serenos, medidos. Tenía las manos llenas de anillos y hasta el estilo de sus
ropas era muy similar al de Haldren, los mismos colores, bordados semejantes y
gemas púrpuras y moradas engastadas en las prendas. En Haldren, la nobleza era
natural, en especial desde que había bajado sus excesivas defensas contra el
mundo, pero en su gemelo la nobleza era impostada, tan corrupta como lo era la
inocencia de Sidian. Valantir no podía imaginarles de niños más que a través de
aquel cuadro familiar en la pared, pero le bastaba su mirada para saber que la
sangre de los demonios solo había hecho crecer algo que ya existía, una sombra
perversa y llena de inquina.

La decisión cada vez estaba más clara, el Halcón era un traidor a la nación,
se había aliado con los demonios y su senda le llevaría invariablemente a
convertirse en una aberración, algo entre un shindari y un demonio, sin más
conciencia que la de servir a sus amos demoníacos.
Valantir respiró profundamente y salió del círculo oculto bajo la alfombra.
Las llamas se habían apagado sin dejar rastro en el tejido, pero la maldición
corría por sus venas como miles de afilados cristales clavándose en su carne,
torturándole. Su corazón latía cada vez más acelerado y tenía que esforzarse por
respirar. Aun así, no flaqueó.

Entonces lo supo con certeza. Aquel maldito traidor no quería matarle


porque fuera el enemigo. Había orquestado una batalla en las mismas puertas del
Templo de Andros solo para reunirse con su hermano y a él le odiaba por ser su
amante. Estaba obsesionado con Haldren.

—Pues él no pensaba igual —replicó. Sintió una punzada de satisfacción al


ver la furia brillar en los ojos del brujo, contenida.

«Deja de fingir… demuéstrame quién eres».

El Halcón se apartó de la mesa y se acercó a él, a una distancia prudencial.

—Su debilidad es justificable —dijo en un tono comprensivo—. Está lejos


de mí, perdido y desamparado. Se agarró a ti como a una tabla de salvación
porque eres lo único sólido que ha pasado por su lado en mi ausencia.

—Se las ha apañado muy bien sin ti hasta ahora.

—¿Eso es lo que crees? ¿Tan ciego estás que no puedes ver su sufrimiento?

—Hasta yo lo he visto —Sidian habló a sus espaldas. Le miró por encima


del hombro y vió la sonrisa maliciosa del íncubo—. Yo lo he visto y no soy más
que un demonio.

Valantir fingió ignorarle, aunque sus palabras contenían más verdad de la


que quería asimilar en aquel momento.

—¿Eso es lo que pretendes, Halcón? —preguntó con la voz esforzada—.


¿Reunirte con Haldren, manipularle, corromper su espíritu y hacer que luche a tu
lado contra su propia gente?

La tensa sonrisa del brujo desapareció por primera vez.

—Piensas que no lo conseguiré —dijo entrecerrando los ojos.


—¿De verdad eres tan estúpido?

—¿Por qué crees que no lo haré? Es mi hermano, le conozco mejor de lo


que tú llegarás a conocerle jamás —replicó el brujo malhumorado.

Valantir soltó una risa áspera.

—Haldren no es idiota, no cometerá ese error. No le convencerás, y


tampoco podrás obligarle. Su voluntad no se doblega. Ni siquiera ante ti, por
muy hermano suyo que seas.

El brujo le miró con odio y emitió una risa amarga. Estaba comenzando a
darle donde le dolía. ¿Cuántos años llevarían separados? Valantir solo había
necesitado un par de semanas para ver la fortaleza de Haldren, pero su gemelo le
subestimaba. Su camarada sacrificaba su vida día a día por Shindara, igual que
lo hacía él. Sabía que no cedería, que unirse al Crepúsculo sería la mayor derrota
que podría experimentar. Era un soldado ejemplar, y era un buen elfo, al
contrario que su maldito hermano.

—Tú le doblegaste, y no eres nadie —escupió.

—Yo no hice tal cosa. Él hizo lo que quiso, siempre.

—¡Mentira! —rugió el brujo. Comenzaba a perder los nervios—. Te


aprovechaste de su debilidad, le manipulaste.

—Él me desea, quiere estar conmigo. Vino a mí voluntariamente y se


entregó con libertad.

—¡¡No!! ¡Retorciste las cosas para que aceptara ser tu amante! Sidian me lo
ha contado todo —gritó el Halcón Negro, alterado.

«Eso es. Esto te duele, ¿no es verdad? Maldito engendro traidor y


pervertido, a saber qué cosas le habrás hecho a Haldren… No importa. Te las
haré pagar, todas ellas».

—Claro, te lo ha dicho un demonio. Qué fuente tan fiable. ¿Y tú le crees?

—Lo he visto a través de él.


—Es un íncubo y está celoso, por todos los dioses. ¿De verdad eres un
brujo? ¿De verdad eres del Ejército del Crepúsculo? He matado a dorgones con
más cerebro que tú.

—Yo no os he mentido, amo. Os he dicho la verdad —se apresuró a


intervenir Sidian, implorante al dirigirse al Halcón. Valantir no se sorprendió en
absoluto al oír con qué título se dirigía a él. Había tenido claro desde el principio
que el demonio había traicionado a su maestro, y estaba claro que Sidian llamaba
«amo» a todo aquel que le convenía en cada momento—. Haldren sabe lo que
has hecho con él, me dijo que te olvidaría —añadió el íncubo con inquina,
mirándole con odio.

—Sí, me olvidará, con el tiempo. Nosotros hemos terminado, y eso no tiene


vuelta atrás —resolló. Un latigazo de dolor le hizo tambalearse, pero soltó una
risa seca, sin humor—. No estoy aquí por él. Quería descubrir lo que había
detrás de esta trama y resulta que no es más que un drama familiar, que dicho sea
de paso… me importa un comino. Pero supongo que eso da igual. Sois tan
obtusos que queréis matarme solo porque me he tirado a vuestro querido
Haldren, así que tendremos que luchar y al final, acabaréis muertos.

El brujo ya había perdido la paciencia. Podía verlo en sus ojos, toda aquella
conversación solo había sido el modo en que le había atraído a su trampa, pero
Valantir también había tenido sus propios planes desde el principio. No estaba
tan indefenso como el Halcón creía. Todos sus sentidos estaban en guardia a
pesar del terrible dolor que le atenazaba, aguardando el momento adecuado.

—No te voy a matar. Hay un destino mejor reservado para ti —dijo el


Halcón, esbozando una sonrisa siniestra—. ¡Sidian, ahora!

El demonio saltó hacia él, y entonces, mientras se volvía para defenderse


con la espada y el escudo, Valantir vió la hoja del Crepúsculo brillar en la mano
del brujo, instantes antes de que se arrojase sobre él para apuñalarle.

***

La noche cayó y Haldren no había conseguido reunirse con el General. El


templo estaba recuperándose del ataque del Ejército del Crepúsculo y las
movilizaciones se volvieron habituales. Los magi de Tal’Reshan comenzaron a
llegar para incorporarse a filas, junto con sus líderes, algunos de los mejores
hechiceros de Shindara. Vrydel y Aronath estaban ocupados, a pesar de lo claras
que estaban las jerarquías los magi estaban acostumbrados a liderar y siempre
tenían algo que decir, por lo que debían bregar por mantener el orden. La
tranquilidad del templo había desaparecido, se respiraban aires de guerra y a
Haldren le resultó complicado arrancar algunos segundos al General, cuya
actitud y formas se habían vuelto mucho más estrictas con el paso de los días.
Por muy comprensivo, inteligente y cercano que fuera, Vrydel debía comportarse
como lo que era.

El brujo sentía cómo el tiempo se le escapaba entre los dedos sin poder
informar al General de lo que estaba ocurriendo, y llegado el atardecer ya había
dado por imposible reunirse con él. Aquello no le ponía fácil alejar las dudas que
le atormentaban desde la conversación con Faeldrin. Tenía claro que no podía
fiarse de él, y mucho menos de los demonios, pero la posibilidad de que su
hermano pudiera estar en su poder le aterraba. Que el General no supiera nada
aún podría darle una ventaja. Si invocaban al Halcón Negro tendría una
posibilidad de descubrir qué estaba ocurriendo y cuánto sabían en realidad, y
ocurriera lo que ocurriera, el resultado sería el mismo: el infiltrado y el Halcón
acabarían con sus huesos en los calabozos. Al final, la responsabilidad le pudo y
tomó una decisión que le permitiría seguir con el plan sin actuar a las espaldas
de Vrydel: escribió una nota, la entregó a uno de sus lugartenientes y le dejó
clara la urgencia del asunto.

Pero muchas cosas eran urgentes en ese momento, así que a medianoche,
cuando Haldren acudió a la cita, no sabía si el General acudiría, pero ya no había
espacio para la inquietud una vez tomadas las decisiones. Cuando llegó, puntual,
Faeldrin ya le estaba esperando. Cepillaba a su caballo, un corcel dorado y
tranquilo, y vestía su armadura de la Orden Carmesí.

—¡Haldren! —exclamó sonriendo con expresión beatífica—. Me alegro de


que hayas decidido venir.

El brujo no le devolvió la sonrisa. La actitud luminosa del muchacho le


perturbaba, no podía encajar que estuviera colaborando con los demonios. Ni
siquiera en ese momento, citándose a escondidas para invocar a uno de sus
enemigos, Faeldrin parecía siniestro o peligroso.

—¿Tenías dudas al respecto?

—Sería un estúpido si no las tuviera, ¿no crees? —dijo dejando el cepillo y


acariciando al caballo antes de apartarse de él—. Dudar es de sabios, dicen. Pero
me alegro de que estés aquí, eso es lo importante.

Haldren asintió a medias, mirando alrededor con cierto recelo.

—Pareces agitado, ¿va todo bien? —se extrañó Faeldrin.

—¿Crees que esto es buena idea? Los magi ya han llegado al templo.

—Ah, es eso. —El muchacho sonrió amablemente—. No te preocupes, este


lugar está… protegido.

«¿Protegido? ¿De qué está hablando?». Las cosas podían complicarse, pero
de nada le iba a servir ponerse nervioso. Debía aceptar lo que llegase, y estar
preparado para actuar en el caso de que debiera hacerlo. Tenía la ventaja de que
Faeldrin, y fuera quien fuese aquel Halcón Negro, pretendían ganarse su
confianza y al menos creían tener su interés. Debía esforzarse en actuar con el
justo recelo para no hacerles sospechar.

—Eso espero… no quiero volver a los calabozos.

—No te preocupes. Ha sido muy complicado, el General tiene espías muy


hábiles. Pero una vez más, no ha sido suficiente —dijo con cierta pena. Haldren
no veía ninguna impostura en él—. Por eso es importante tomar las decisiones
correctas. Ser capaz de ver la verdadera voluntad de Andros. Quisiera que todos
pudieran verlo con la misma claridad… espero que lo hagan.

—Andros y yo nunca nos hemos entendido bien, eso se lo dejo a la gente


como tú.

Faeldrin le dirigió una mirada extrañada.

—¿No tienes fe?

—Mírame, ¿de qué me sirve a mí la fe? —Se señaló a sí mismo, mostrando


la evidencia. Estaba siendo dramático, pero no dejaba de haber verdad en sus
palabras.

—La fe sirve a todo el mundo, y de alguna manera tu alma tiene sed de ella.
Si no, no estarías aquí. Has venido porque tienes esperanza.
«Habla como un maldito sacerdote». Y en aquellas palabras tampoco dejaba
de ocultarse cierta verdad, lo cual resultaba todavía más perturbador. La
presencia de Andros era más evidente en Faeldrin que en el propio Valantir, pero
estaba claro que las apariencias engañaban.

—¿Qué es lo que tengo que hacer? —preguntó tras un instante de mutismo.

Faeldrin se acercó a un rincón oscuro del establo y apartó la paja con los
pies, tirando después de una tela. Debajo, sobre el suelo de madera, apareció una
trampilla. El campeón la abrió y reveló una escalinata que se hundía en la
oscuridad.

«Directo a la boca del lobo, pero no tengo más opciones. Tengo que seguir
adelante».

—Tú delante —dijo al ver que el muchacho esperaba.

—Veo que tu fe no llega tan lejos —dijo Faeldrin con una risa
cascabeleante, fuera de lugar—. De acuerdo, cierra al entrar.

El muchacho avanzó ante él, hundiéndose en la oscuridad, e hizo prender la


luz de Andros entre sus dedos para iluminar el oscuro corredor. Era de piedra,
antiguo, pero recientemente transitado a tenor de los surcos en el polvo del
suelo. Al descender la escalinata, Haldren vio las pinturas en las paredes, como
en la Subciudad de Tal’Reshan. Descubrir los subterráneos allí, bajo el templo,
con las mismas pinturas de origen desconocido y la arquitectura extraña y
primitiva le sorprendió.

—¿Qué…?

—Hace miles de años, antes de que nuestros ojos se abrieran a la Luz de


Andros, los que ahora llamamos demonios nos enseñaron antiguos secretos —
explicó el campeón mientras abría el paso—. Nos enseñaron los caminos de la
magia… fueron nuestros aliados. Les debemos nuestra prosperidad. Y fuimos
nosotros quienes les expulsamos al Reino del Crepúsculo, lejos del sol, lejos de
la luz.

Haldren frunció el ceño y apartó la mirada de los murales. En ellos había


imágenes emborronadas que era incapaz de interpretar, y los restos de una
escritura antigua y olvidada.
—¿Eso te lo han contado ellos?

—Es la historia oculta que cuentan estos caminos, estas paredes… y los
viejos códices rescatados. Se suele decir que tras la Primera Invasión toda la
antigua sabiduría ardió en el ataque del Crepúsculo. Eso no es del todo cierto.

—¿Qué ocurrió en realidad?

—La Primera Invasión fue una rebelión —dijo Faeldrin. Haldren ya


escuchaba con interés, observando las pinturas con curiosidad—. Los seres
mágicos trataban de escapar del Reino del Crepúsculo. La oscuridad y los
susurros les estaban haciendo daño.

—¿Una rebelión? Eso es una locura…

—Acudieron a Tal’Reshan para rescatar los antiguos códices, que nosotros


guardábamos en secreto, y revelar la verdad —siguió el muchacho, con la vista
al frente mientras avanzaba—. Nuestro ejército quiso impedirlo y hubo una
masacre en Tal’Reshan. Nosotros mismos quemamos el conocimiento. Ellos
pudieron salvar gran parte, afortunadamente, y ahora está en poder del Ejército
del Crepúsculo.

—Si eso es cierto, ¿por qué no lo revelan?

—No calaría en la conciencia de nadie, dirían que son mentiras —respondió


Faeldrin. El propio brujo pensaba que lo eran. Mentiras de los demonios. Si algo
había aprendido durante su vida era que uno jamás podía fiarse de ellos y
Haldren ni siquiera prestaba atención a lo que tuvieran que decir—. Aquel era el
momento, y no se consiguió.

Faeldrin, por lo visto, había prestado demasiada atención.

—Durante años —continuó—, muchos elfos atisbaron matices de esta


verdad, buscaron más allá y llegaron hasta el Ejército del Crepúsculo. Lo que
vosotros llamáis demonios fueron antaño criaturas mágicas de corazón
bondadoso. La venganza que ahora reclaman es justa.

«Por la luz… han hecho un buen trabajo contigo».

No obstante, estaba escuchando con atención. Lo que Faeldrin relataba


llenaba los huecos vacíos de la historia, le daba un sentido y explicaba algunas
cosas, pero no dejaban de ser las palabras de los demonios. Y las palabras de los
demonios eran miel y veneno, siempre.

—¿Venganza por haberles desterrado al Reino del Crepúsculo?

—Sí. Gracias a la sombra de Andros han conseguido mantenerse firmes


pese a la oscuridad y los susurros.

—¿La sombra de Andros? —El brujo se detuvo unos instantes, mirándole


con incredulidad—. Faeldrin, ¿de qué estás hablando?

El campeón se paró y volvió el rostro, girándose a medias hacia él. Sonrió,


con un gesto comprensivo. Haldren ya no fingía nada, era un soldado leal y
responsable, pero no dejaba de ser un brujo y aquellas revelaciones despertaban
su fascinación. Nunca había oído hablar de la sombra de Andros. Conocía la
magia oscura, la magia de las sombras, pero el origen de aquella magia, según
sabía, era el Reino del Crepúsculo, y nada tenía que ver con el Dios Sol.

—El sol siempre proyecta sombras. Andros sabe que nuestro lugar no es
fijo, sino que debemos oscilar entre ambos, luz y sombra, para comprender toda
la realidad. Las sombras no son una casualidad o un mal necesario. No son
ningún mal, de hecho. Son creaciones de nuestro Dios, tanto como lo es la luz.
La sombra existe para que podamos estar a salvo del exceso de luz, del exceso
de fuego.

—¿Estás diciendo que Andros protege también al Ejército del Crepúsculo?


—El brujo le miraba atónito. Escandalizado y fascinado a partes iguales.

—Por supuesto.

—No puede protegernos a todos al mismo tiempo.

No tenía sentido alguno. No podía favorecer a ambos bandos en la misma


guerra. «No, si lo que dice es cierto, tal vez no seamos nosotros los favorecidos.
Los demonios cada vez son más numerosos, y nosotros languidecemos poco a
poco en esta guerra eterna». Aquel pensamiento le provocó un escalofrío
amargo, y lo apartó con rapidez de su mente.

—Su voluntad es que coexistamos —respondió Faeldrin—. La resistencia y


el desconocimiento de nuestro pueblo es lo que está llevándolo a su destrucción,
pero aún podemos salvarlo.

«No, la brutalidad de los demonios nos ha llevado a esto», pensó Haldren


mientras volvían a ponerse en marcha.

—Por eso estás con ellos, crees que es lo justo, que es lo mejor para todos.
¿Pero cómo sabes que no te han mentido, Faeldrin?

—Porque sé que nuestros líderes sí que lo han hecho.

El campeón acercó su mano iluminada hacia una de las paredes, y Haldren


pudo ver con todo detalle los motivos de una de las pinturas mejor conservadas
que había visto nunca. Reconocía las figuras, unos eran elfos, de orejas
puntiagudas y vestidos con togas vaporosas, otros eran demonios, astados,
alados, haciendo rituales, creando flores, agua y bosques. Colaborando.

«Tiene que ser un truco, pero si lo es, es demasiado bueno».

El brujo no daba crédito a lo que veía, pero aún se sorprendió más al ver la
puerta ojival ante la que se detuvo Faeldrin. Era de piedra, ricamente
ornamentada con gemas y tallas con motivos vegetales. No le impactaba tanto lo
hermosa que era como las energías que intuía más allá de ella, inquietantes,
densas y oscuras.

—¿Qué es este lugar?

El campeón empujó la puerta, y esta se abrió sin resistencia, retirándose


hacia un lado para darles paso a la sala oculta tras ella.

—El antiguo templo. Entra, no temas.

Haldren siguió a Faeldrin hacia el interior. Allí, en el centro de una estancia


circular, rodeada de columnas ricamente decoradas y cuyos capiteles
representaban cabezas de demonio de cuernos enroscados, había un altar de
piedra, en el centro de un mosaico que representaba lo que parecía ser un sol
negro. Las espantosas energías que el brujo sentía emanaban de allí, y ante el
altar, un círculo mágico brillaba con el púrpura intenso de la magia oscura.
Haldren lo reconoció, era un círculo de invocación.
—¿Cómo es posible? —murmuró. El lugar inspiraba temor y reverencia a
partes iguales. Aquellas energías le eran familiares, pero no concebía que
pudieran proliferar bajo el mismo templo de Andros, bajo su luz protectora—.
¿Cómo ha podido pasar desapercibido?

—Seguro que sabes la respuesta. No lo ha hecho.

Se acercó al círculo de invocación, observando los detalles del lugar,


impresionado. Las pinturas estaban intactas, y allí veía con todo lujo de detalles
la convivencia en paz entre los elfos y los demonios de la que Faeldrin había
hablado. ¿Era posible que aquello hubiera tenido lugar?

—¿Quieres decir que saben de su existencia?

—El Venerable sabe que existe, simplemente, lo cerró. Pero nunca lo ha


destruido, jamás ha advertido de ello al ejército. El Venerable es un elfo
interesante, aunque demasiado pasivo. Tú, en cambio…

El brujo le miró, entre el desconcierto y el asombro. Eran demasiadas cosas,


y todas eran inquietantes. Secretos, mentiras, más secretos. El espíritu mismo de
Shindara parecía cimentado en ellos.

—Perdóname, debo estar abrumándote —se disculpó Faeldrin al ver su


expresión—, pero si estás listo, podemos proceder con la invocación.

—Sí… sí. Estoy listo —respondió el brujo.

Había llegado la hora, tenía que centrarse en su misión, no importaban los


secretos del templo ni aquella historia descabellada. El General no había llegado,
y no estaba seguro de que fuera a hacerlo, pero tenían que traer al Halcón, tenía
que descubrir qué pretendían, y cuánta verdad había en el cebo con el que habían
querido atraerle.

El campeón se colocó tras el altar, alargó la mano y desenfundó una daga


con la que se desgarró la piel de la muñeca. La sangre salpicó sobre la losa de
piedra. Con un gesto monástico, elevó las manos y comenzó a recitar en la
Lengua Prohibida. El brujo, que estaba desenfundando su daga le miró con
turbación.

«¿Cómo es posible que conozca la Lengua Prohibida?»


No solo conocía la lengua de los demonios, Faeldrin los estaba invocando.
A cada lado del altar, junto a él, aparecieron dos cenobitas, demonios sin rostro y
vestidos con largas togas negras. Eran los oficiantes en el Ejército del
Crepúsculo, una suerte de mentalistas capaces de arrancar los secretos a sus
enemigos e inspirar a las tropas demoníacas con sus arengas. Haldren, sin salir
de su asombro, alzó las manos y se produjo un corte en el antebrazo, dejando
que su sangre alimentase el círculo de invocación a sus pies.

Los susurros de los demonios llenaron la estancia. El brujo unió su voz a la


plegaria. Sintió la fuerza oscura de la magia tirando de él, envolviéndole,
ardiendo en sus venas y vibrando. Las palabras acudían a su mente sin que
tuviera que pensar. Su voluntad se enlazó con las presencias reunidas, y con otra,
lejana y potente, que se debatía por responder a la llamada.

El círculo se prendió. Las runas pintadas en el suelo ardieron en llamas


púrpuras, bañando con una luz enfermiza el interior del templo. La energía se
arremolinó en el centro y los susurros se intensificaron. La invocación estaba a
punto de culminar.

***

La daga ponzoñosa chocó contra el escudo cuando Valantir lo echó hacia


atrás en previsión de lo que pretendía el Halcón. Al desenfundar la espada,
consiguió también desviar el ataque de Sidian, que se había hecho con un
pequeño puñal y siseaba algo desagradable en la Lengua Prohibida. El campeón
sentía cada fibra de su anatomía saturada de dolor, cualquier otro habría caído
paralizado, pero Andros estaba rugiendo en su corazón como en plena batalla.
Todo sucedió deprisa, Sidian se lanzó sobre él, vociferando un encantamiento de
seducción, pero Valantir lo rodeó con el brazo del arma y se volteó rápidamente,
sujetándolo contra su cuerpo en el momento preciso en el que el Halcón volvía a
intentar apuñalarle.

Sidian ni siquiera pudo gritar. Su voz se ahogó en un borboteo


sanguinolento. La sangre se extendió por su toga y goteó sobre la alfombra. El
brujo, con la daga clavada en el pecho del demonio, apretó los dientes y miró a
Valantir con rabia. Sus ojos se prendieron, fieros, cuando arrancó el arma del
cuerpo de Sidian, que gemía, sorprendido y aterrorizado.

—Me has… matado… me habéis matado… —balbuceaba.


El grito del Halcón ahogó sus últimas palabras:

—¡Maldito bastardo! ¡Pronto desearás morir!

El campeón tiró el cuerpo sin vida de Sidian sobre el suelo, preparándose


para el contraataque. De pronto, se tambaleó. Su vista se nublaba, le costaba
mantenerse en pie y el dolor le agarrotaba los músculos. La sombra de la
maldición mordisqueaba su carne, y la luz, cada vez más rabiosa, se condensaba
en su interior.

—No tienes ni idea de a qué te enfrentas —susurró Valantir.

La magia oscura se arremolinaba alrededor del Halcón, estaba invocando


un nuevo hechizo, pero el campeón no iba a permitirlo. El eco de antiguas
enseñanzas resonó en su mente, con la voz grave y templada de su hermanastro:
«Para cortar una cabeza solo hace falta un golpe. Lo que te mata es siempre un
golpe, uno solo, ese único golpe fatal. Es lo que hay que buscar. Ese momento».
El momento preciso, el instante adecuado, era entonces, era aquel, era ahora.
Reunió energías y le lanzó el escudo, que impactó en el rostro del brujo,
interrumpiendo la letanía. Su enemigo gritó y trastabilló hacia atrás, llevándose
las manos al rostro. La sangre que comenzó a escurrirse entre sus dedos estaba
teñida de púrpura.

—¡No! —bramó el Halcón Negro, mirándole de pronto con terror.

El momento preciso. El instante adecuado.

Había estado esperando ese momento desde que se llevó al íncubo.


Conscientemente, había almacenado su rabia, acumulando el poder surgido de
ella, de la ira divina del Dios Sol. Había sido insoportable, había tenido que
poner toda su voluntad en ello, pero ahora, al fin, era el momento de liberarla.
Sabía lo que hacía. Nada de aquello había sido casual, nunca lo era. Estaba
guardándolo todo premeditadamente para llegar a ese instante. El momento
preciso. El único golpe, certero y final.

Siempre le subestimaban. Por eso llevaba ese escudo de bordes afilados,


por eso se comportaba como un matón de taberna, y exageraba su actitud, para
que le tomaran por idiota y se olvidasen de dónde residía el verdadero poder de
un campeón. Y ese poder se desató en un haz tan potente que casi le cegó a él
mismo cuando alargó la mano y lo invocó sobre el brujo. El fogonazo llenó la
habitación, y prendió en llamas luminosas hasta la sangre del demonio olvidado
sobre la alfombra. El Halcón bramó, se cubrió la cabeza con los brazos, pero no
pudo hacer nada por detener a la furiosa luz. La sangre corrupta en sus venas
prendió y le abrasó desde dentro, desintegrándole poco a poco en un lento
aullido de dolor. Valantir crispó los dedos, sacando todo lo que tenía dentro,
hasta que al fin el cuerpo casi sin carne en los huesos del Halcón se desplomó,
humeante. Y el campeón lo hizo tras él, cayendo de rodillas, apoyándose
tenazmente en su espada.

Resollando, aún con el dolor recorriéndole las extremidades, Valantir se


tambaleó hasta la cama y se desplomó.

***

—¿Qué sucede? —Haldren supo que algo fallaba. Sintió el aire vibrar y un
calor abrasador recorrió sus venas. La conexión que estaban estableciendo de
pronto se interrumpió, y donde la poderosa presencia pulsaba se hizo un silencio
desgarrador. El brujo trastabilló y miró al campeón, confuso—. ¿Faeldrin?

—Ha ocurrido algo terrible…. —El rostro de Faeldrin se contrajo en una


mueca de preocupación, y con un gesto de sorpresa, detuvo el ritual. Los
demonios simplemente esperaron, volviendo sus cabezas sin rostro hacia
Haldren—. Tengo que…

En ese momento seis figuras surgieron de entre las sombras del templo.
Vestidos de negro, con las hombreras en forma de halcón que les identificaban,
los encapuchados espías de Belnarys se lanzaron sobre los oficiantes. Dos
cayeron sobre un demonio, otros dos sobre el otro, y los apuñalaron
despiadadamente. Los restantes se arrojaron salvajemente sobre Faeldrin y le
hicieron caer al suelo, inmovilizándole.

—¿Qué? ¿De dónde…? ¡No! ¡NO! —El campeón forcejeaba y se agitaba,


desesperado. Su rostro beatífico se rompió en una mueca de odio, ira y terror.
Los espías le metieron algo en la boca, haciéndole callar. Los cuatro que ya se
habían deshecho de los demonios se volvieron hacia Haldren, observándole con
suspicacia.

El brujo dio un paso atrás, tirando la daga al suelo. La aparición le había


sorprendido incluso a él. Había dejado de pensar en el General, y una parte muy
pequeña dentro de sí, la que quería descubrir la verdad tras los secretos que
Faeldrin le había revelado, había deseado que no aparecieran. En ese momento,
por una puerta lateral que Haldren no había visto hasta ese instante, Vrydel,
seguido de Aronath y Belnarys, la maestra de espías, hicieron su aparición. El
General apenas dirigió un saludo con la cabeza a Haldren antes de acercarse a
Faeldrin y levantarle de la pechera, sacándole de la boca la tela que los espías le
habían embutido.

—Faeldrin, campeón de Andros, caballero de la Orden Carmesí, yo, Edaren


Vrydel, General del Ejército de Shindara y Gran Comandante de las tropas del
reino, te acuso de traición. —Faeldrin le miraba sin dar crédito, con los ojos muy
abiertos y un gesto tenso. El General le dejó en el suelo, sujetándole por los
brazos—. Te aconsejo colaboración antes de…

El grito desesperado resonó por toda la sala, casi animal. El traidor se arrojó
sobre Vrydel con la daga por delante. El General se hizo a un lado, pero aunque
no lo hubiera hecho, Faeldrin no habría llegado a tocarle. Un estallido de luz,
intenso, golpeó en su pecho y le proyectó hacia atrás varios metros, haciéndole
caer al suelo entre convulsiones.

—Maldita sea, ¿cuándo dejarás de hacer eso? —exclamó Aronath de


pronto, bajando la mano después de haber invocado la luz. Miraba a Vrydel con
su único ojo reluciendo de rabia contenida—. «Te aconsejo colaboración»… ¡Es
un traidor! Debería matarle aquí mismo.

—Capitán, por favor —respondió el General con una advertencia implícita.


Aronath miró de reojo a Vrydel y resopló. Haldren nunca le había visto


dirigirse así al General ante los soldados, pero la situación había sido tensa y
delicada de más. El brujo se alegraba de que alguien mantuviese el aplomo. La
información que Faeldrin tenía podía serles de utilidad, y no olvidaba que tal vez
supiera dónde estaba su hermano.

—Yo, Aronath, Capitán de la Orden Carmesí, doy fe de la acusación —dijo


al fin el capitán—. Maldita sea.

Aronath se acercó a Faeldrin y le levantó con un tirón brusco, colocándole


cadenas en las muñecas y amordazándole. El muchacho apenas podía sostenerse,
aún conmocionado por el golpe que había recibido.
—Yo también doy fe —dijo Belnarys. Miró a Vrydel y saludó al brujo con
una mano, luego se dirigió al General dicharacheramente—. Hace falta que dé
fe, ¿no? Me gusta, me siento importante.

—Tenemos suficientes testigos. Habrá un juicio —dijo el General, mirando


alrededor con profundo pesar—. Vayámonos de aquí cuanto antes.

Aronath y Belnarys, junto con los espías que habían detenido el ritual,
salieron por la puerta por la que había accedido Haldren, llevando consigo a
Faeldrin encadenado y tambaleante. El muchacho miró al brujo una última vez,
aturdido y desesperado.

«Solo es un muchacho manipulado por los demonios», se dijo. A pesar de


todo lo que había ocurrido, Haldren no podía evitar un sentimiento de compasión
por Faeldrin. Lo que le esperaba por aquel error era una eternidad de encierro,
sino la misma muerte.

El General se volvió hacia el brujo con la expresión grave y le hizo un gesto


para que le siguiera.

—Eldrathir, acompáñame.


Decisiones

Aún turbado por lo que había ocurrido, Haldren caminó tras el General,
siguiéndole a través del corredor por el que había aparecido con los demás. Este
desembocaba en un abrigo rocoso desde el que se oía el rugido próximo del mar.

—Aún no termino de creerlo… —dijo el brujo por lo bajo al detenerse.

El General parecía cansado, pero se mantenía firme y sereno.

—¿Que fuera él?

—Sí… está enajenado. Parece confundido.

—A mí no me parece que esté loco. Puede que crea de verdad en todo lo


que te ha dicho, pero eso no significa que sea un demente. —Vrydel dirigió una
mirada fugaz a la entrada semioculta del túnel, luego volvió a fijarla en él—. ¿Y
tú, qué opinas?

El brujo le miró, extrañado. El General no había estado presente durante la


conversación con Faeldrin, nadie lo había estado, sin embargo, parecía saber de
qué habían hablado. Por un momento, temió ser sincero, ¿le estaba poniendo a
prueba de nuevo? ¿Aún pesaría sobre él la sospecha de la traición?

—Que los demonios han hecho un buen trabajo de manipulación con él,
señor.

—No descartes que haya parte de verdad en su historia. Deberíamos


descubrirlo.

—¿Cómo sabéis de qué hemos hablado? —preguntó el brujo, sin poder


contenerse.

Vrydel le miraba con serenidad.

—Symeon nos dio esto —dijo mostrándole un cristal esférico de color rojo
brillante.
Haldren lo reconoció de inmediato.

—Un orbe de visión. —Symeon era un experto en aquellos artilugios


mágicos de visión remota. Eran la razón de que siempre se enterase de todo.

—Descubrimos el corredor después de la batalla, hace cuatro días, y


bajamos a investigar. Colocamos varios cristales como estos a lo largo del túnel,
y también algunos ocultos en el templo.

—Así que ya sabíais dónde iba a llevarme —dijo con cierto alivio.

—Se tomaron muchas molestias. El ataque en el que perdimos a tantos


soldados era una distracción para preparar los establos. Les dejamos hacer, era
importante que creyeran haberse salido con la suya.

«Qué astuto», pensó Haldren. Nunca dejaba de sorprenderse y admirar a


aquel elfo. Tras su apariencia sencilla y amable, a veces demasiado lánguida,
había un soldado insuperable y un estratega al que pocos podrían igualar.

—En cuanto a ti —prosiguió Vrydel—, tu colaboración ha sido


fundamental. Has servido bien al ejército y a tu pueblo.

—Es mi deber, General.

—A veces no es fácil saber cuál es nuestro deber, por eso es encomiable su


correcto cumplimiento. Juzgaremos a Faeldrin y trataremos de sacarle
información.

Haldren asintió. En esos momentos, ante el reconocimiento y la confianza


del General, decidió que debía hablarle sobre lo que había ocurrido. Tal vez aún
tenía una oportunidad de esclarecer las cosas.

—General, él… —Hizo una pausa, dubitativo, y Vrydel le instó a seguir


con un gesto, mirándole con atención—. Trató de captarme con un cebo, un
asunto personal. Dijo que ese Halcón Negro al que íbamos a invocar sabía del
paradero de mi hermano. Desapareció hace muchos años, es… importante para
mí saber si mentía o no.

—Haré lo que pueda al respecto —respondió tras meditar unos segundos—.


Hay otras prioridades, no obstante. Tenlo claro. Pero lo tendremos en cuenta.
Asintió. Aquello le bastaba. Después de todo lo ocurrido la confianza en su
General se había reforzado. Era consciente de que había velado por su seguridad
en todo momento, incluso al meterle en la odiosa prisión, y supo que haría lo
posible por esclarecer aquel asunto.

—¿Vais a indagar sobre lo que ha dicho? —preguntó, dejando a un lado sus


asuntos personales.

—Sin duda. Ahora lo fundamental es detener la ofensiva. Los magi están


listos, entraremos en combate en cuestión de horas. Los brujos y los campeones
acudiréis con el grueso de las fuerzas dentro de unos días. Después, cuando la
situación esté controlada, tendremos que investigar ese asunto en profundidad.
Pero hasta que llegue el momento la prudencia dicta no revelar nada. Lo último
que necesitamos ahora es que los corazones de nuestra gente se llenen de dudas.

«La guerra ya ha estallado. Esta batalla solo ha sido el inicio, si envían a los
magi a las islas es porque la invasión se ha recrudecido. Que Andros nos
ampare».

—Sean o no ciertas, pertenecen al pasado… —dijo Haldren en voz alta,


tratando de animarse a sí mismo.

Una media sonrisa se dibujó en el rostro de Vrydel, que por un instante le


miró con simpatía.

—Que esto no te perturbe, Haldren. —Por primera vez, el General usaba su


nombre para dirigirse a él, lo cual le hizo sentir absurdamente complacido—.
Cierto o no, la guerra que estamos librando en este momento, es justa. Lo que
han hecho a las puertas del templo no tiene justificación. Aunque todo lo demás
lo tuviera, que no es el caso, aquí se han perdido vidas valiosas solo porque
querían abrir un antiguo corredor y llevarte a ti hasta él. Cualquier argumento,
por poderosa que sea la verdad que contenga, se desmorona cuando se sacrifican
vidas ajenas con tanta ligereza.

No dudaba de aquello. Lo más doloroso era ser consciente de que todo lo


habían planeado para llegar hasta él. ¿Qué se escondía tras aquella decisión?
Haldren sospechaba que habían creído que podrían manipularle, convencerle
para infectar el templo desde dentro, no creía que fuese un objetivo al azar. Le
habían juzgado débil, y desde luego, aquella había sido una gran ventaja para él.
—No sé cómo fueron los demonios en el pasado, pero sé cómo son ahora.
Conozco la crueldad y la corrupción que los acompaña, son capaces de eso y de
cosas peores, señor, no les importa lo que deban destruir… y no necesitan
motivo alguno para hacerlo. Si no los detenemos arrasarán con toda Shindara y
seguirán adelante. Podrían tener miles de argumentos, pero no me harían dudar
de nuestra lucha.

Vrydel asintió, pero se le amargó la mirada al responderle.

—Tal vez un día llegue el momento de asumir responsabilidades. Entonces,


todos tendremos que responder por nuestros actos.

—Hasta que ese día llegue tendremos que sobrevivir —respondió Haldren
con más convencimiento del que había sentido jamás—, y proteger al resto.

Una nueva sonrisa, con una traza de cansancio, afloró a los labios del
General.

—Lo tienes claro. Me alegra oírlo. —El brujo imaginó la soledad que debía
sentirse en una posición como la suya, teniendo que tomar decisiones que
afectaban a una nación entera, y aquella motivación que había crecido en él
ahora fulguraba con claridad. No iba a dejarle solo en la defensa del reino—.
Ahora tengo que dejarte, creo que el capitán Aronath no va a ser muy delicado
con Faeldrin. Es comprensible, pero inconveniente.

—A vuestras órdenes, mi General. —Haldren le dedicó un saludo marcial,


llevándose la mano al pecho. Vrydel respondió con el mismo gesto—. Estaré
listo si me necesitáis.

—Ahora descansa, luego únete a tus compañeros para seguir los


entrenamientos. Mantente ocupado —dijo al relajar la postura para marcharse—.
Te hará bien. Que la luz de Andros te ampare, soldado.

—Que sus bendiciones os acompañen, General.

Vrydel regresó hacia el corredor, de vuelta al templo, y Haldren le observó


desaparecer entre las rocas. El General parecía cansado, pero su imagen seguía
siendo inspiradora, tanto o más que el primer día. Él también se sentía agotado,
pero una nueva resolución animaba su espíritu. Nunca había buscado
reconocimiento, sabía a qué se enfrentaba al elegir el camino que eligió. Era un
brujo, los reconocimientos no eran para ellos. Pero la confianza del General en
él, el hecho de que no le hubiera fallado y le tratase con respeto, igual que a
cualquier otro soldado, le hacían sentir fuerte y seguro. A pesar de la inquietud
de las preguntas sin respuesta, del vacío que seguía doliéndole tras la partida de
Valantir, el brujo se sentía íntegro, capaz de enfrentarse a lo que estaba por venir,
por terrible que fuera.

«La Sexta Invasión ha comenzado. Cada vez somos menos, pero nuestra
voluntad cada día es más fuerte. Les enfrentaremos... y prevaleceremos».

***

Valantir observaba el retrato familiar, sentado en la cama del Halcón Negro.


Habían pasado un par de horas y el dolor apenas era ya un eco, cada vez más
mudo, desapareciendo ante la presencia de la luz de Andros que había purgado la
maldición al liberarse. El campeón ya podía enfocar la mirada, el mundo había
dejado de dar vueltas y sus pensamientos fluían con claridad.

—Así que este era tu secreto, Haldren —murmuró.

Los rostros del cuadro le devolvían la mirada. Los niños eran idénticos,
pero Valantir podía distinguirlos a la perfección: la mirada de uno era fría,
decidida, y la del otro, la de Haldren, era crisolada y nostálgica.

En la imagen, el hermano de Haldren le tenía agarrado de la mano. El


campeón creyó ver un gesto posesivo en aquello, algo turbio en la forma en la
que el Halcón, del que no había sabido el nombre, miraba hacia el frente,
dejando clara al mundo la posición que ostentaba en aquel cuadro. Después de lo
que había visto, podía unir las piezas sin miedo a equivocarse. La obsesión, la
posesión, habían envenenado al Halcón, tal vez incluso antes de convertirse en lo
que era, transformando la relación con su hermano en un lazo enfermizo que
había dejado profundas marcas en su compañero.

«Maldito cabrón enfermo. Espero que te pudras en el infierno».

Sacudiendo la cabeza para deshacerse de las últimas trazas de la zozobra,


Valantir se puso en pie y comenzó a registrar el refugio del Halcón Negro, del
que ya solo quedaba un cúmulo de restos ennegrecidos sobre la alfombra
quemada. Dispersos por los anaqueles y la mesa de estudio, encontró varios
planes de ataque del Ejército del Crepúsculo, así como la correspondencia entre
el brujo y otro agente llamado Búho Plateado. En las cartas se detallaba el plan
del Halcón: este sabía desde hacía tiempo dónde estaba su hermano, pero no
comenzó a elaborar el plan para contactar con él hasta que encontró a Sidian y
supo que había sido enviado al Templo de Andros. El agente en la isla, al que no
mencionaban por su nombre en ningún momento, tenía que convencer a Haldren
de la necesidad de invocar al Halcón en el interior del templo y después, desde
dentro, ambos destruirían la isla y a sus habitantes entre llamas crepusculares.

—¿Qué locura es esta? No tiene ningún sentido, realmente estabas chiflado


—dijo mirando los restos del brujo de reojo.

El plan hacía aguas por todas partes. Parecía ideado por un demente, pero el
mayor sinsentido era la forma en la que el Halcón había dado por sentado que
Haldren colaboraría, que haría lo que él quisiera.

Valantir suspiró, observando la documentación. Tenía que pensar muy bien


lo que iba a hacer.

—A la mierda.

No le llevó demasiado tiempo. Seleccionó los documentos, poniendo a un


lado los que pensaba destruir y guardándose el resto en la faltriquera.

«Haldren no puede enterarse de esto. Lo mejor que ha podido pasarle es


estar alejado de este monstruo». Haría lo posible por evitar que supiera lo que su
hermano había estado haciendo, la forma en que hablaba de él, cómo pretendía
manipularle y le tomaba por una marioneta. No, no era necesario que sufriera de
manera estéril por algo que no podría haber cambiado, así que guardaría el
secreto por él. No dejaría que su hermano perdido volviera a su vida para
provocarle más daño. «Es mejor que siga creyendo que está perdido».

Guardó la documentación y descolgó el cuadro de la pared, llevándoselo


con el resto de cosas. Antes de salir, se aseguró de tirar los candelabros y de que
las llamas prendieran bien en la tela de la cama y las cortinas, y cuando la casa
fue pasto de las llamas, Valantir se alejó sin mirar atrás.


Interludio VI

Cuando el General llegó a las mazmorras encontró a Faeldrin muerto. El


joven campeón yacía inmóvil en el interior de la celda, con los ojos y la boca
muy abiertos y las venas marcadas de color púrpura. Sus globos oculares estaban
inundados de sangre violácea, que manaba en un fino hilo de su boca. Aronath
estaba allí, en pie, de brazos cruzados. En su expresión gélida y severa no había
piedad alguna. Los tres guardias que le acompañaban, en cambio, parecían
conmocionados.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo Vrydel casi con resignación. «Por supuesto. No


podía salir bien».

—Se metió algo en la boca, General… no sabemos qué…

Vrydel asintió, mirando el cadáver de Faeldrin. Semillas de la Noche,


estaba seguro. Aquel veneno era muy habitual entre los agentes infiltrados o los
espías. La semilla de la amapola nocturna podía utilizarse de manera medicinal
si era cuidadosamente hervida y diluida, pero tragarla directamente era mortal.
Miró inquisitivamente a Aronath, que ni siquiera le devolvió el gesto.

—Salid —dijo a los guardias. Estos obedecieron, y cuando estuvieron a


solas, se colocó frente al campeón, invadiendo su espacio. Iba a darle respuestas,
quisiera o no—. ¿Lo sabías?

El único ojo de Aronath se clavó en él. Su mirada era gélida.

—¿Que era el traidor, o que iba a matarse?

—Las dos cosas.

—No. ¿Crees que, de haberlo sabido, te lo habría ocultado? —replicó con


un matiz de reproche en su voz.

—No —admitió Vrydel. Aronath tenía sus secretos, pero no le creía capaz
de callarse algo tan grave—. ¿Le has dejado morir?

—No. Le registramos antes de encerrarle y no encontramos nada. No sé


dónde guardaba el veneno que se ha tomado. —Irguió la barbilla—. No voy a
fingir que no me alegre de que esté muerto. Me alegro, y mucho. Si eso te lleva a
pensar que he desobedecido tus órdenes, es…

—No. No, no he dicho eso. Solo te he hecho una pregunta, por la luz del
Sol… —le cortó el General con exasperación.

Apoyó la espalda en la pared. Estaba cansado, y Aronath le agotaba. Era


demasiado intenso. Muchas veces había imaginado, cuando aún apenas se
conocían, cómo sería descubrirle, ver todo cuanto el capitán ocultaba bajo su
aspecto impertérrito y su expresión solemne. Ahora que podía hacerlo, al menos
en parte, le resultaba abrumador. No le extrañaba que Aronath se reprimiera
tanto: sus emociones eran como estallidos de lava, y así lo había demostrado
aquel día. Todo aquello, el combate a las puertas del Templo, la traición de uno
de sus hombres, estaba afectando al campeón. Era normal. Pero algunas cosas
simplemente no podían ser permitidas, y tenía que dejárselo claro.

—Lo que ha ocurrido en ese templo… —comenzó, intentando ser delicado


—. No puedes tratarme de ese modo delante de los soldados. No puedes
tutearme, ni… regañarme. Me desautorizas.

El capitán volvió el rostro hacia él, frunciendo el ceño. De inmediato, bajó


la mirada y asintió, poniéndose firme instintivamente.

—No se volverá a repetir.

Vrydel suspiró profundamente. A veces era difícil comunicarse. Demasiado.

—No me malinterpretes. Te agradezco el gesto, tenías intención de


protegerme y eso es… —«¿Bonito? ¿Qué puedo decir? ¿Hay algo que pueda
decir para no parecer estúpido?». Al fin, encontró algo—: Es muy noble. Pero no
puedes dirigirte a mí de esa manera en público, iría en perjuicio de ambos.

—He dicho que no se volverá a repetir —respondió el capitán de manera


tajante.

El General apartó la vista, fijándola en el cadáver de Faeldrin. Con todo lo


que estaba ocurriendo, y él no podía dejar de pensar en lo que Aronath había
hecho, en la forma en que había desatado su poder cuando el traidor amenazaba
su vida, en cómo después le había reprochado ser tan blando. Tal vez Aronath
tuviera razón, pero en su mirada no había visto desdén o enfado, sino
preocupación. El capitán estaba preocupado por él. Se había asustado. ¿Por qué
reaccionaba así al verle en peligro? ¿Por qué se había asustado también aquella
noche, tras afirmar que creía en él?

Debería estar pensando en cómo proceder respecto a la muerte de Faeldrin.


Debería estar pensando en organizar la ofensiva y en tomar nota de cuanto se
había revelado gracias a los orbes de visión de Symeon para investigarlo cuando
llegara el momento, y sin embargo, cada vez que intentaba ordenar sus ideas, sus
pensamientos acerca del capitán destellaban en su interior como luciérnagas,
distrayéndole, aturdiéndole.

—No te lo diré en público. —La voz de Aronath le sacó de su


ensimismamiento. El capitán también tenía la mirada fija en el cadáver del
traidor—. Tienes razón, es inapropiado. Pero no esperes que detenga mi lengua
cuando estemos a solas. Lo que has hecho es una estupidez, no puedes volver a
actuar así. ¿Acercarte a un espía peligroso sin ningún cuidado? Eres el General
de Shindara, no puedes...

—He tenido cuidado. ¿Crees que soy un novato? Ya había esquivado su


vana tentativa antes de que tú…

—¡No puedes ser tan compasivo! —La mirada del capitán centelleó contra
la suya, Aronath tensó la mandíbula, exasperado—. ¿Es que no te das cuenta?
No puedes ir por ahí razonando con las personas a las que encarcelas, pidiendo
cooperación a claros enemigos del reino e intentando que todo el mundo se
sienta mejor. No es propio de un General.

Vrydel casi no pudo evitar reírse. Por suerte, contuvo a tiempo el impulso.
Aronath le estaba regañando de nuevo, y parecía muy indignado. Sabía que la
Orden Carmesí había sido siempre muy estricta en cuanto a la jerarquía y que, en
parte, el capitán tenía razón, pero aquellos rapapolvos, tan inapropiados como
espontáneos, le hacían pensar en un hermano mayor o en una institutriz severa.

—Aronath, escúchame. Tú eres un Caballero de Endorel —dijo


tranquilamente—. Yo soy el asesino del rey. Hubo un tiempo en que ambos
fuimos traidores a ojos de los demás. Hubo un tiempo en que tú eras mi
enemigo. ¿Dónde estaríamos ahora si no fuera por la compasión? —Hizo una
pausa. En la penumbra de la prisión, solo iluminada por los escasos faroles
mágicos de piedra en la pared y los haces de luz que entraban desde el exterior
por los ventanucos, todo parecía perder parte de su color. Los cabellos del
capitán, rojos como la sangre, parecían más oscuros, oxidados, pero su mirada
no dejaba de brillar—. Has querido protegerme, cuidas de mis heridas. ¿Acaso
no sientes tú compasión por mí? —Aronath no respondió, apartando la vista
bruscamente—. No es propio de un general, lo sé. Se espera que sea más duro.
Menos emotivo. Pero no quiero ser así, no quiero dejar de ser quien soy. Le he
entregado mucho a Shindara, ¿quieres que entregue también lo que me hace ser
yo mismo?

—No —contestó de inmediato el capitán, sin mirarle—. Por supuesto que


no quiero eso.

Vrydel asintió.

—Sacrificar mi propia naturaleza no serviría de nada al reino. No creo que


lo convirtiera en un lugar mejor, sinceramente. Más bien al contrario.

—No tienes que hacer eso, no seas tan extremista. Debes encontrar la
manera de mantener una posición fuerte sin exponerte de esa manera. Eso es
todo. Tus enemigos interpretarán tu compasión como una debilidad, la
explotarán y acabarán destruyéndote… y destruyéndonos a todos. Eres el general
que necesitamos, pero tienes que protegerte.

—Hablas como si fuera un temerario.

—A veces lo eres.

Vrydel volvió a reprimir la risa. Aronath le hablaba con tanta cercanía,


aunque estuviera enfadado y terriblemente serio, que le resultaba entrañable. El
capitán debía haberse preocupado mucho. Le recogió el día que había quedado
inconsciente a causa de su herida y había cuidado de él desde entonces, a su
manera. Alguna vez le había insinuado que debía ser más intransigente con
ciertas cosas, pero nunca le había amonestado de aquella manera.

—Que digas eso prueba que me conoces mejor que los demás. Se me tiene
por un general muy prudente.

—No habríamos sobrevivido únicamente con prudencia. Cuando es


necesario actuar, siempre lo haces. Asumes riesgos, pero siempre mantienes el
control de la situación, y tu inteligencia y visión global te permiten adelantarte a
los enemigos. Pero te pierde tu sensibilidad. Así que, a pesar de todo, insisto: o
empiezas a ser más cauto con tus debilidades o te pondré una escolta.

—¿Disculpa? —El General se apartó de la pared, levantando la ceja y


acercándose a él. Aquello era inaudito—. ¿Ahora me das órdenes?

—No has dicho que no pueda hacerlo en privado.

La mirada arrogante y segura de Aronath le impresionó más de lo que podía


reconocer, aunque era totalmente inapropiada en ese momento. Tanto como sus
absurdas emociones.

—Puede que yo tenga un problema con la compasión, pero sin duda tú lo


tienes con los límites —replicó con dureza. «Aunque hasta ahora nunca había
sido así». Aronath siempre había sido severo y estricto con el protocolo y la
jerarquía, jamás había propasado las líneas.

—No me estoy excediendo.

—Bueno, eso debería decidirlo yo. Eres tú quien se está entrometiendo en


mi vida, diciendo que soy demasiado blando y que vas a ponerme una escolta.

Vrydel se arrepintió de inmediato de esas palabras tan mal escogidas. La


mirada del capitán se volvió dura. Echó las manos a la espalda y se puso firme.

—Mis disculpas, General.

«Otra vez vamos hacia atrás». El General se maldijo, suspirando


profundamente. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? Aquella constante
frustración estaba empezando a ser demasiado para él. Harto, apartó a Aronath
de su mente y se centró con tenacidad en la situación.

—Dejemos eso. Llama a los guardias y haz que se lleven al cadáver. Quiero
un funeral apropiado para él. Puede que fuera un traidor, pero también era un
campeón de Andros y uno de nuestros hombres, escogido por ti mismo. Que
nadie sepa de su engaño.

—¿Algo más, mi General?


—Nada más.

—Bien. Pues llamad a los guardias vos mismo y dadles las órdenes. Soy el
capitán Aronath de la Orden Carmesí, no vuestro teniente ni un subordinado. Y
no quiero tener nada que ver con el funeral de este traidor.

Las palabras de Aronath hicieron que algo se quebrara en el General. Un


intenso calor le recorrió los nervios, encendiendo un infierno en su sangre.

El capitán se echó la capa hacia atrás y caminó hacia la salida, pero antes de
que llegara, el firme puño de Vrydel le agarró por la pechera y le detuvo.

—¡¡Maldita sea, ya está bien!! —bramó. Jamás se había sentido tan


enfadado.

Aronath se sorprendió en un primer momento, frenándose en seco, pero al


instante cerró los dedos en su muñeca con rudeza. Vrydel también estaba
sorprendido, pero la ira lo dominaba todo. Sintió el impulso de empujarle y
enviarle lejos. La respiración se le atropellaba en los pulmones.

Estaba furioso. Estaba desesperado. Se sentía atacado, cercado, rodeado de


amenazas. El peso del maldito reino estaba sobre sus hombros y Aronath había
terminado con su paciencia, que al parecer, no era eterna.

—¡Esto tiene que acabar! ¡Se supone que somos compañeros, pero tú no
haces más que hostigarme, confundirme y ponérmelo todo más difícil! ¡Me
desobedeces, después aceptas mi autoridad, y luego vuelves a desafiarme! —
espetó, soltándole con furia—. Te rebelas ante cada paso que doy, pero me
apoyas. Me criticas, pero dices que soy aquel a quien debéis seguir. ¡Me estás
volviendo loco!

Estaba levantando la voz. Sentía la agitación en su pecho, el ardor en sus


venas, el zumbido en los oídos. Su habitual calma se había roto por completo. Ya
no tenía el control de la situación. Antes de que Aronath pudiera responder, lo
hizo él, con un torrente de palabras desbocadas.

—¿Es esto lo que quieres? ¿Que pierda los papeles? ¿Quieres que me
quiebre igual que una rama? ¡Pues no lo haré, no voy a derrumbarme! Desde que
llegaste aquí has estado incitándome, provocándome y tanteando, como quien
acerca un palo a un animal dormido. Y lo peor de todo es que sé que no lo haces
con mala intención, pero me estás poniendo al límite con tu ambigüedad y tu…
tu forma de ser. ¿Por qué eres así?

La expresión del capitán se había quedado esculpida en piedra. Parecía


confuso, con el ceño ligeramente fruncido, inmóvil a pocos pasos de él. Vrydel
quería parar, detener aquella cascada de reproches y acusaciones, pero no podía.

—¡Necesito un aliado, no a un saboteador orgulloso y voluble que solo se


preocupa de que no se desmorone su fachada!

Aquel último golpe le dolió incluso a él. Vio cómo el capitán parpadeaba
lentamente, su noble semblante palidecía y la nuez subía y bajaba al dejar pasar
el amargo trago.

Tras aquel último ataque, el silencio se había vuelto sólido y le había


congelado la voz en la garganta. Había sido injusto, lo sabía. Aronath no se
merecía todo eso. Estaba demasiado tenso desde hacía días y la presión había
hecho mella en él hasta explotar. La actitud de Aronath no había ayudado, era
cierto, pero ¿podía culparle? Tampoco él había sido sincero con respecto al peso
que el liderazgo tenía sobre él, a la verdadera carga que suponían sus
responsabilidades. No comprendía la forma de actuar del capitán… y deseaba
comprenderla, deseaba eso más que cualquier cosa en el mundo. No poder
hacerlo, aquellas conversaciones espinosas en las que pasaban de la confianza y
la complicidad al juego de poder, en las que siempre asomaban o se imponían
sus inseguridades, le agotaban y le consumían la energía, llenándole de dudas.
Sí, había razones para perder los nervios, pero a pesar de todo, no tenía derecho
a tratar así al capitán… y odiaba portarse de ese modo.

«Yo no soy así. ¿Qué demonios me ocurre?».

El silencio se rompió con el suspiro profundo de Aronath. Luego, el capitán


se movió. Vrydel apartó la mirada, aguardando dolorosamente a que pasara junto
a él, abriera la puerta y se marchara de la prisión. Pero nunca sucedió. La sombra
del capitán ocultó la luz de la lámpara mágica. Su aura vibrante y cálida le
envolvió y después sintió con claridad la caricia de la Luz de Andros. Las
armaduras de metal tintinearon al entrechocar. Atónito, Edaren Vrydel se quedó
sin respiración.

El capitán Aronath le estaba abrazando.


—Lo siento mucho, mi General. —La voz del capitán era un susurro quedo,
honesto y grave—. A veces me comporto como un idiota. Os pido disculpas.

Vrydel no salía de su estupor. Ahora sí que no entendía nada.

—Iré a buscar a los guardias y les transmitiré vuestras órdenes. Sois, en


efecto, el General a quien debemos seguir, y el único a quien yo seguiré.

Cuando Aronath se apartó de él y se marchó, el General Vrydel aún seguía


atónito en medio de la sala, con la única compañía del cadáver de Faeldrin y sin
saber qué demonios había sucedido en los últimos minutos.
CAPÍTULO 7
Un regalo inesperado

Los días que siguieron a la detención de Faeldrin llenaron el templo de una


actividad febril. Nueva información llegó desde Tal’Reshan, y desde las Islas
Sagradas se coordinaron las operaciones para desenmascarar a otros traidores y
aliados de los demonios. Belnarys viajó a la capital, donde desenmascaró a
algunos de ellos y la inteligente gestión del General propició que muchas células
de infiltrados cayeran con rapidez en la misma Isla Sagrada. Por desgracia, eran
más de los esperados, pero no encontraron a ninguno más entre los campeones o
los brujos de la isla, para alivio del capitán y del propio Haldren, que intentaba
mantenerse informado de la evolución de los acontecimientos con la vana
esperanza de conocer la suerte que había corrido Valantir.

Aronath comenzó a preparar a los brujos y a los campeones para viajar a las
Islas Veladas. Las primeras unidades fueron enviadas días después de la batalla
pero Haldren, que seguía sin compañero, y el resto de su grupo permanecieron a
la espera de órdenes. Entrenaban como una unidad especial formada por tres
brujos; Lyra, que había perdido a su campeón —la versión oficial decía que a
manos de los demonios—, Haldren y Symeon. Alendrys era la única campeona
entre ellos y había adoptado un rol autoritario para mantener la disciplina y el
orden que los brujos acataban sin el menor problema.

El grupo se adaptó con facilidad a la nueva formación. Después de lo


ocurrido con Faeldrin y del extraño comportamiento de Haldren, sus compañeros
le habían aceptado a su regreso a la normalidad sin preguntas ni desconfianza.
Entre ellos se había forjado una relación de camaradería que el brujo no había
experimentado antes, y cada vez se sentía más cómodo peleando junto a ellos.
Pero el vacío que había dejado Valantir seguía sangrando y robándole el sueño
por las noches.

Aunque centraba su atención en el agitado y urgente presente sus


pensamientos escapaban una y otra vez por tortuosos senderos. Echaba de menos
a su compañero como no lo había hecho con nadie, y un amargo rencor crecía
dentro de él al ver pasar los días sin noticias, sin el más mínimo indicio de su
paradero. Intentó invocar de nuevo a Sidian, él sabría qué había ocurrido, pero al
hacerlo comprobó que el vínculo se había roto. El demonio, probablemente,
había muerto, y aunque fuera un espécimen valioso y difícil de encontrar,
Haldren sintió cierto alivio al verse liberado de las promesas que le había hecho.
Tenía la certeza, al menos, de que Valantir estaba vivo. Era una potente intuición,
como si el campeón hubiese dejado una huella vibrante en él que no se apagaba,
que le ofrecía tanto alivio como le torturaba al no permitirle un instante de paz.
No dejaba de notar su olor, de ver la huella de su paso en todas partes, y eso
acusaba aún más su ausencia y volvía las horas en soledad eternas y dolorosas.

A pesar de todo, después de que se cortasen las malas hierbas una relativa
calma volvió al templo, la amenaza de los infiltrados había sido eliminada y
podían centrarse al fin en los planes de guerra.


Un día, al regreso del entrenamiento, un mensajero le entregó un enorme
paquete y una carta lacrada con el sello del Arcanorum, el real colegio de
investigadores de la historia de Shindara. Extrañado, Haldren se metió en su
habitación y rompió el lacre para leer el mensaje que contenía.

A la atención de Lord Haldren Eldrathir:

El objeto que acompaña esta carta ha sido hallado en la subasta de


Tal’Reshan y retirado inmediatamente de la circulación al constatarse que
forma parte del patrimonio de la casa Eldrathir. En cumplimiento de nuestro
deber como guardianes del patrimonio shindari se lo hemos remitido con la
mayor brevedad al ser el único descendiente vivo del linaje que consta en
nuestros archivos.

Será apreciado vuestro agradecimiento por las molestias y la buena


voluntad. Atentamente:

Leathal Nerandel, archivista del Arcanorum.

Haldren desenvolvió el paquete con cuidado y cuando descubrió lo que


contenía tuvo que sentarse para observarlo con calma. Era un antiguo cuadro
familiar, un retrato que les hicieron a Haldyr y a él junto a sus padres antes de su
primera visita al Templo de Andros. Recordaba con detalle al artista
realizándolo, a Haldyr a su lado, apretando su mano como solía hacer, y a sus
padres, instándoles a mirar al frente y a estar quietos. No era un recuerdo
especialmente agradable, no le gustaba posar para que le pintasen, y tenía que
aguantar los reproches continuos de su padre, pero en aquel momento se le
antojó dulce, teñido por la nostalgia. Observó a su hermano en el cuadro con
cierta amargura. Faeldrin había muerto sin darles ninguna pista, sin haber
revelado nada más sobre su paradero, y tenía que convencerse a sí mismo de que
aquello no había sido más que un cebo, una trampa, tan falso como la lealtad del
campeón.

Hasta sus manos había llegado el último recuerdo físico que tenía de su
familia. Tal vez, el único objeto que se había salvado de arder cuando la Quinta
Invasión destruyó su aldea natal. Por aquel entonces ya les habían separado,
Haldren regresó durante la guerra, convertido en un soldado, un brujo al servicio
de Shindara, y encontró su casa destrozada y pasto de las llamas. Sus padres
habían muerto, su hermano llevaba años desaparecido, y ya no le quedaba nada
en el mundo, así que tras la guerra decidió instalarse en Tal’Reshan dejándolo
todo atrás. Ahora aquel cuadro era lo único que le unía a su pasado, y asomarse a
él le provocaba una sensación agridulce.

«Espero que estés donde estés, estés bien. Cuando todo esto termine
volveré a buscarte».

Se dio cuenta del amargo pesar que invadía su pecho al pensar en su


hermano. Una repentina desesperanza se apoderó de él, seguramente avivada por
el vacío que había dejado Valantir, que le había hecho revivir una separación
traumática. Tal vez su hermano estaba muerto, tal vez llevaba mucho tiempo
muerto y él había estado alimentándose de esperanzas vanas. Tal vez aquel
cuadro también era lo único de él que quedaba en el mundo.

Eso ahora poco importaba, tenían una guerra por librar, así que Haldren
envolvió cuidadosamente el cuadro y lo ocultó debajo de su cama. Lo cuidaría,
lo observaría cuando la añoranza distorsionara el pasado y lo convirtiera en algo
dulce, sereno, como un refugio seguro. A veces le gustaba engañarse con
aquello, pero era consciente de que solo existía el presente, y a él se aferraba
para seguir luchando. Ni siquiera era el mismo elfo que fue entonces.


Diez días después de que Valantir se fuera, al fin les dieron la noticia:
marcharían a las Islas Veladas en tan solo dos días. Y aunque Haldren se sentía
seguro junto a sus compañeros, no podía evitar pensar con amargura que aquel
instante debía haberlo vivido junto a Valantir. Habían sido los mejores, eran los
mejores. Haldren no luchaba de la misma manera junto al resto, pero no tenía
más remedio que resignarse y adaptarse. Seguían siendo la esperanza del reino
de Shindara ante los demonios.

La tarde de ese mismo día un revuelo se formó en el templo.

—¿Lo habéis visto? —cuchicheaban algunos en los jardines. Haldren


estaba junto a Alendrys y Symeon, ultimando los planes antes de que tuvieran
que partir—. Ha regresado, después de no sé cuánto tiempo fuera, a saber qué
habrá estado haciendo. Ese tipo no tiene disciplina, ¿por qué regresa ahora?
Deberían echarle.

—Ey, ¿de quién habláis? —Symeon se metió sin ningún tipo de vergüenza
en la conversación ajena, acercándose a la mesa donde charlaban dos novicios.

—De ese campeón, Valantir. ¿No luchaba con vosotros? —respondió uno
de ellos.

A Haldren se le detuvo el corazón y tuvo que esforzarse por disimular el


golpe que aquellas palabras le provocaron.

«Valantir ha regresado».

—¿No se os ha ocurrido pensar que tal vez estaba en una misión de la que
no sabéis nada y tampoco tenéis por qué conocer? —interrumpió Alendrys,
acercándose y mirándoles con severidad—. Él es un campeón, y vosotros unos
simples novicios sin nada mejor que hacer que meter las narices en asuntos
ajenos, y que además os vienen grandes.

—Disculpad, señora, no pretendíamos…

—Largaos de aquí, seguro que tenéis trabajo por hacer. Y mantened la boca
cerrada —respondió tajante.

Los dos elfos, aturdidos por la reprimenda, recogieron sus cosas y se


fueron, agachando la cabeza.

—Vamos a saludarle, ¿no? —preguntó Symeon.

—Yo tengo que irme, luego os veré y seguiremos con esto —dijo Haldren
con sequedad.

Alendrys y Symeon se miraron entre sí pero no dijeron nada cuando el


brujo, literalmente, huyó de allí.

«Ha vuelto, pero eso no significa nada. No voy a dar un paso atrás, me he
esforzado por seguir adelante sin él, no voy a permitir que esto me haga
tambalear. Seguiré adelante. Él se irá, y yo seguiré. No importa lo que haga».

Le habían costado demasiado aquellos días sin su presencia. Si le veía, si


volvía a ver el frío rencor en su mirada, sería aún peor, y tenía que estar
preparado para la partida hacia las Islas Veladas. No quería arriesgarse a cruzarse
con él en los senderos de los jardines, así que regresó a su habitación y corrió el
cerrojo. Su corazón latía como si hubiera emprendido una carrera, y no era capaz
de acallarlo.

A duras penas se había resignado a la idea de no volver a verle, pero ahora


su presencia se hacía más fuerte. La huella que había dejado en él prendía como
si su proximidad avivase un hechizo que les uniera.

«Debería intentarlo. Asegurarme de que está bien… de que todo ha ido


bien», pensaba mientras los minutos pasaban en el silencio de su alcoba. Caminó
de un lado a otro, como un animal inquieto, conteniéndose. «No. Maldita sea. Él
tomó la decisión, se fue, y yo no iré tras él, no voy a arrastrarme por nadie».

Lo consiguió, y durante horas permaneció allí, intentando centrar sus


pensamientos en los libros de estudio. Valantir se iría como había venido y
entonces, cuando al fin viajara a las islas, las cosas serían más fáciles. No habría
espacio para pensarle, no habría un solo hueco para añorarle en medio de la
batalla.

Sí, aquel era un buen plan, pero las cosas raramente salían como esperaba.

Cuando el golpeteo en la puerta le hizo apartar la vista del libro que leía el
corazón le saltó en el pecho.

«Es él», pensó de inmediato. «No, maldita sea. Detén esta obsesión, no
puede serlo. Él no va a venir».

Los golpes volvieron a sonar, y Haldren se acercó a la puerta con cautela,


dubitativo. Apoyó una mano en la hoja de madera y tomó aire.

—¿Quién es? —preguntó, aunque su sangre estuviera rugiendo la respuesta.

—Haldren, soy yo. —El brujo cerró los ojos y soltó el aire en sus
pulmones. El calor le sacudió desde el estómago hasta las raíces de los cabellos
al escuchar aquella voz—. Soy Valantir. Solo quiero que hablemos.

«¿Qué significa esto? ¿Ahora quiere que hablemos? Debería mandarle al


infierno, debería…».

—¿Podemos hablar? —insistió el campeón al otro lado ante la demora.

Estaba allí, era Valantir el que había acudido a su puerta. Aquella era ahora
su habitación, y allí él tenía el poder. No era un cobarde, no le tenía miedo a lo
que sentía. Ya no se tenía miedo, y tampoco temía al campeón. Era él el que le
podía otorgar o negar aquel privilegio, y tomó una decisión.

Haldren abrió la puerta con toda la serenidad que fue capaz de fingir,
interponiéndose entre él y el cuarto. Valantir le observaba, extrañamente
tranquilo.

«No, no es tranquilidad». El brujo observó con el corazón en un puño, sin


darse cuenta de que había dejado de respirar. Valantir era ambiguo, como
siempre, había más de lo que expresaba en sus ojos; algo de amargura, algo de
arrepentimiento, algo de severidad, pero ni rastro del rencor al que había temido.

—Sí… podemos hablar —dijo al fin, cuando fue capaz de tomar aire—. Me
alegro de que estés bien.

—Ya. Yo también me alegro de que estés bien. El General me ha dicho que


habéis capturado a Faeldrin.

«Maldito seas, ¿por qué me haces esto?».

La cercanía le retorcía las entrañas con una sed insoportable. Quería


abofetearle, castigarle, y lanzarse en sus brazos para besarle, tirando de sus
cabellos y mordiendo sus labios. A partes iguales, sin término medio.

—Sí, él era el infiltrado. Hice algo útil y le tendimos una trampa —


respondió desdeñoso—. Pensé que lo habrías descubierto por tu cuenta.

Valantir asintió. Su mirada era constante. Observaba su rostro, su boca, sus


manos. Haldren no sabía si le analizaba o si él también sentía que había pasado
una eternidad desde la última vez. Tal vez quería volver a grabarse su imagen en
la retina, llevarse otro recuerdo cuando volviera a partir.

—Encontré otras cosas —respondió Valantir.

—¿Encontraste al Halcón Negro?

—¡Oye, Val…! —Una voz les interrumpió. Lyra se detuvo en la galería y se


dio cuenta en ese instante de que Haldren sostenía la puerta. Les miró a uno y a
otro, torciendo el gesto—. ¡Uh! Nada… nada. Os dejo a vuestras cosas.

—Gracias, Lyra —dijo Haldren.

—Hasta luego —se despidió Valantir, saludándola con la mano


informalmente. Lyra reculó hasta desaparecer en las galerías—. Parece que lleva
bien lo de Faeldrin —dijo volviendo la mirada al brujo.

—Creo que no le caía muy bien, Lyra es muy intuitiva.

—Hice bien en pegarle el primer día, tendría que haberle dado más fuerte
—Haldren se le quedó mirando en silencio, esperando que dijera lo que había
ido a decirle. Rezando porque fuera breve y le dejase lo antes posible intentando
arreglar lo que estaba provocándole. Valantir cambió el peso de pie, llevándose
una mano al cinturón—. Eh… ¿podemos hablar en un lugar más privado?

—¿No podemos hablar aquí?

—Por favor, es importante —pidió con naturalidad.

Haldren le miró atónito. Nunca había escuchado a Valantir pedir nada por
favor, dudaba de que lo hubiera hecho en su vida, y aquello casi le dejó sin
palabras. Sin darse cuenta, asintió con la cabeza.

«¡No puedo ser tan idiota! Debería echarle… debería…».

Cuando Valantir entró en la habitación comenzó a sentir con más intensidad


la fuerza que siempre se generaba entre ellos. Se apartó, tomando una distancia
prudencial. Valantir cerró la puerta y miró alrededor, sus ojos dorados brillaban
en la penumbra de la habitación, y le vio tomar aire despacio y soltarlo después,
como si estuviera forzándose a la calma.

«Esto no ha sido buena idea». Había demasiados recuerdos allí, y todos


ellos ardían y acentuaban la sed que sentía de él.

—Dí lo que tengas que decir —le apremió Haldren.

—Descubrí al Halcón Negro utilizando a Sidian. Ese demonio… —Valantir


desvió la mirada hacia su cama. Luego volvió a fijarla en Haldren—, ese
demonio no te servía solo a ti.

—Lo sé.

Valantir asintió. Tenía las dos manos a la espalda, seguía sujetando el pomo
de la puerta, pero había tensión en su cuerpo, como si también estuviera
sujetándose a sí mismo. Eso le provocó cierta satisfacción, aunque él mismo
estuviera sufriendo para amarrarse y no tomar desesperadamente lo que quería,
ver que las últimas palabras que le dedicó a la sombra de la muralla eran reales
le complacía.

«Él también me sigue deseando. Lo ha hecho todos estos días, he estado en


su mente, como él en la mía».

—Los dos están muertos ahora. Ya sé que los íncubos son difíciles de
conseguir, pero no tuve opción —dijo sin un rastro de arrepentimiento. Haldren
vio la tensión en la línea de su mandíbula.

—Tuve que prometerle un nuevo pacto, su muerte me libera de la palabra


que le di.

—Bien. Vale, me alegro entonces, porque la verdad es que quería hacerlo.


Se merecía cosas peores.

Ambos mantenían las distancias. Intentaban hablar con normalidad, pero lo


que estaban diciendo parecía hueco. Sus miradas estaban manteniendo otra
conversación, intensa, llena de deseos insatisfechos y de palabras que no habían
sido pronunciadas.
«¿Cuánto piensas quedarte aquí? Esto es insoportable».

—Hay… otra cosa de la que quiero hablarte —dijo, echando otra mirada
esquiva a la cama—. Es cierto que soy de las Serpientes de Sangre, o era. Es
difícil hablar en términos de pasado o… presente, porque… para nosotros…

Haldren reprimió una sonrisa maliciosa. El olor de Valantir se había


intensificado y la distancia que imponía era insuficiente pero encontraba un
retorcido placer al verle esforzándose por encontrar las palabras. Sin embargo, lo
que intentaba decirle le interesaba. El campeón estaba luchando también por
abrirle su corazón y el ambiente cargado y magnético que se había generado en
la habitación se lo estaba poniendo difícil a ambos. Era peor que un íncubo, el
brujo se había resistido con maestría a Sidian durante todo el tiempo que le tuvo
en su poder, pero con su compañero tenía que poner toda su voluntad y
concentración para controlarse.

—¿Para vosotros qué? —le apremió.

Valantir apretó los dientes y resopló.

—Mira, no puedo hablar de esto aquí. ¿Podemos salir?

—Sí. —Había sido suficiente también para él. Quería escucharle.


Necesitaba escucharle—. Vámonos de aquí.

Valantir abrió bruscamente la puerta y salió al exterior. El aire fresco de la


noche les permitió respirar con mayor facilidad, pero el brujo sospechó que
alejarse de allí no iba a cambiar demasiado las cosas.

—Ven, te enseñaré un sitio.

El campeón le hizo un gesto para que le siguiera y le guió hasta un


recoveco en las murallas. Subieron por una de las torretas hasta un saliente sobre
el muro desde el que se veían los jardines a un lado, y la línea de la costa con sus
praderas y playas de arena blanca al otro. La luna brillaba henchida en lo alto,
cubriendo el paisaje de una mística luz plateada. Haldren observó el cielo y tomó
aire. Cuando volvió la vista a Valantir se encontró con su mirada fija en él.

«¿Por qué me mira así? ¿Qué es lo que pretende con esto? ¿Qué es lo que
está viendo?». Allí, respirando el aire fresco, tomando distancia con su propio
deseo y el rencor que había sentido, Haldren pudo leer algo más en aquella
mirada. Había deseo, sí, pero también una extraña admiración, y un
arrepentimiento sereno que le conmovió.

—Habla… quiero escuchar lo que tienes que decir.

—Vale… —Valantir se pasó la mano por el pelo, cambió el peso de pie. Se


estaba esforzando, sí, aquel secreto le desnudaba ante él, y Haldren era
consciente de ello—. Las Serpientes de Sangre teníamos una misión. La caída
del Ejército del Crepúsculo debía fraguarse desde el interior, y nosotros fuimos
el clavo enterrado en su carne. Nuestra creación estaba envuelta en secretismo,
muchas cosas durante la guerra se hicieron así…

—Lo sé —respondió Haldren, bajando la voz de manera inconsciente—.


Soy un brujo, sé lo que es trabajar en secreto y lo que significa sacrificar parte de
uno mismo para conseguir un objetivo.

«Lo está haciendo…».

La intimidad que se estaba creando entre ellos en ese preciso instante era
distinta al magnetismo animal que siempre les acababa haciendo colisionar.
Estaba llena de significado, sus miradas se reconocían en la penumbra, bajo la
luna.

—Sí… tú también lo has vivido, lo comprendes mejor que nadie. Y tenías


razón, yo debería habértelo contado antes —dijo con naturalidad. Valantir era
hermético, pero era honesto, lo que estaba viendo el brujo ante sí era el campeón
al que siempre había reconocido—. No al principio, pero sí en algún momento.
No lo hice porque nosotros no podíamos decírselo a nadie. Jamás. Nos
entrenaron para eso.

Sintió el impulso de tocarle. De acercar las manos a su rostro y respirar su


aliento. El rencor se estaba deshaciendo como hielo bajo el sol. Era lo único que
necesitaba, sus palabras, esa mirada de fuego limpio, esa confianza que no había
podido darle antes. Era lo único que le había pedido, y se lo estaba dando, al fin.

—No me atrevería a juzgar lo que tuviste que hacer —respondió con voz
queda.

Durante los días en los que Valantir había estado ausente pensó en las
heridas que el pasado había provocado en él. Estaba tan dolido por creer que no
confiaba en él que solo en ese instante fue capaz de analizar la magnitud de
aquello. Las Serpientes de Sangre habían tenido que hacer cosas terribles para
engañar a los demonios. Habían tenido que parecerse demasiado a ellos.

—Es muy difícil simplemente abrir la boca y decirlo —continuó Valantir—.


Ninguno dijo nada, ni siquiera cuando les torturaban. La gente no sabe lo que
significó, piensan que solo éramos unos traidores asesinos. No intento
justificarme, quiero que puedas entender lo difícil que es para mí. Y para
cualquiera. —Estaban cerca, la tensión de Haldren se había convertido en otra
cosa, ya no era amarga. El rencor dejaba su espacio a la esperanza, a la empatía
—. Otras cosas son difíciles para ti, y aun así confiabas en mí… no soy idiota.
Sé que lo hacías y que me diste algo muy valioso.

El brujo tragó saliva. Un dolor agridulce se aferró a su garganta y sintió el


calor trepar hasta sus ojos. La magia los encendía como dos brasas violáceas en
la oscuridad.

—No desconfié de ti. Sé que es difícil de creer —dijo forzando a su voz a


superar el nudo en la garganta—. En mi interior sabía… no, tenía la certeza de tu
lealtad, la he tenido desde el principio. Pero me estaba volviendo loco. Sidian…
la celda, todo lo que estaba pasando, sentía que me habían dado la espalda y lo
único a lo que podía aferrarme era de pronto incierto, desconocido aunque
creyese conocerlo, aunque de alguna manera lo hiciera.

—Abrí tu celda porque Aronath me dio el sigilo de Vrydel. Me dijeron lo


que había pasado y fui a pedirle ayuda. —Haldren suspiró. Quería acercarse, no
solo era el deseo, no solo era el fuego intenso. Había algo más bajo todo aquello,
lo que realmente le hacía sufrir en su ausencia. Se dio cuenta observándole
mientras hablaba. La emoción que despertaba en él era limpia, pura, cálida como
un amanecer. Se había enamorado—. No es que él se lo pidiera al General,
precisamente, pero ya te lo dije, nosotros siempre nos ayudamos. Siempre.
Aronath era el líder de las Serpientes de Sangre en la sombra, y Alendrys la
capitana.

Valantir no solo le estaba revelando sus secretos, también eran los de sus
compañeros, y Haldren era consciente del valor de aquello. Era consciente de
todo, también del sentimiento limpio de culpa que sentía hacia el campeón, y
que a medida que él se revelaba brillaba con más fuerza.
Tenía que atesorar aquello, tenía que protegerle, era lo más valioso que
habían puesto en sus manos jamás.

—Aronath nunca estuvo infiltrado, pero nos ayudaba a entrar y salir, nos
protegía cuando regresábamos y cuidó siempre de nosotros —siguió Valantir. Su
mirada se licuaba en un crisol de emociones. Los recuerdos debían despertar su
dolor, pero también su orgullo. Recordó lo que dijo tras liberarle: su pasado era
su derecho, su privilegio y su maldición, tenía tantas facetas como el propio
Valantir—. Además, es mi hermano mayor. Eso también es un secreto.

—¿Tu hermano? —Haldren le miró sorprendido.

—Sí, ya ves. Soy ilegítimo, por si no se nota. —Valantir sonrió de medio


lado. El brujo no pudo evitar fijarse en la cicatriz de sus labios, en el gesto que
siempre le aceleraba el pulso—. Estamos rodeados de secretos… y siempre ha
sido así, siempre he vivido así.

¿Cómo iba a juzgarle? ¿No tenía él sus propios secretos? ¿No se había
ocultado también él?

—Tus secretos son mis secretos, no diré nada. —El campeón asintió,
parecía tenerlo más que claro. Le estaba dando mucho más de lo que le había
pedido—. Siempre he sentido que puedo confiar en ti. De alguna manera… a
pesar de lo diferentes que somos, nos miramos como iguales. Tú sabes lo que
significa el sacrificio, entregarlo todo y recibir a cambio solo recelo y
desconfianza, lo sabes tan bien como yo, y los dos, aun así, hacemos lo que
debemos hacer. No debí asustarme, se me quebró la fe, me dejé vencer por el
miedo y olvidé lo que sabía. —Haldren suspiró, y se apoyó en una de las
almenas. Se sentía abrumado de pronto y las palabras le costaban un esfuerzo.
Valantir esperó con más paciencia de la que había mostrado él, con los intensos
ojos de lobo fijos en los suyos—. Te daré mis secretos… te los daré aunque
decidas no venir a las Islas, te los daré porque yo tengo los tuyos.

Valantir negó con la cabeza. Su mirada le atrapaba, le despertaba por


completo a la vida, le llamaba.

—No hay ninguna prisa. Estaré a tu lado para que me cuentes lo que
quieras, cuando quieras hacerlo.

El nudo se deshizo de pronto, acompañado de una intensa sensación de


liberación. Él también mantenía sus heridas ocultas, guardaba sus secretos y sus
miedos bajo una máscara que Valantir había traspasado el primer día. Sabía que
era capaz de ver en su interior con claridad, que no podía esconderse ante él
como no podía hacerlo ante la luz de Andros, y esa luz con la que le había
iluminado había borrado el miedo atroz que le acompañó toda su vida. Todo
estaba bien, ya no había culpa. Sabía que aun así no sería fácil, que tendría que
arrancárselos del alma con la misma valentía con la que Valantir había regresado
para entregarle los suyos, pero tenía que hacerlo para terminar de ahogar a los
fantasmas del pasado y dejarlos descansar en paz de una vez por todas.

Se habían quedado en silencio, mirándose. El magnetismo crecía, vibraba


entre los dos, como una cuerda anudándose, resplandeciendo de nuevo. Pero
Valantir aún no había terminado.

—No puedo soportar que pienses que te he manipulado —rompió el


silencio el campeón. La tensión volvió a dibujarse en su mandíbula, y Haldren
entendió que aquel pensamiento le había estado atormentando—. Sé que no soy
transparente pero yo sabía, desde el primer momento en que te vi, sabía que…
había algo entre nosotros.

—Había algo entre nosotros —dijo Haldren a la vez. Tragó saliva. El


impulso por tocarle era insoportable.

Valantir asintió, sus ojos brillaron con más fuerza, como si la luz los
encendiera desde dentro.

—Pero también vi las barreras y tenía que destruirlas. Tal vez no lo hice de
la mejor manera, pero lo hice como supe.

Y cómo lo deseó. Ahora estaba claro en su mente, recordaba lo que había


sentido cuando le vio. Jamás le había visto pero todo su ser reaccionó como si
estuvieran destinados a encontrarse. Algo cambió en aquel momento, algo tenía
que cambiar. Se puso muchas excusas para negárselo, avergonzado de su deseo.
Para él siempre había sido algo oscuro y repulsivo, algo que le había llevado a
las más terribles aberraciones en el pasado, y la sombra de aquello se extendía
hasta el presente. Valantir la había hecho arder, irrumpiendo en su vida como un
ariete, iluminando hasta los rincones más profundos de su alma.

—Valantir…
—Es verdad que quería poseerte y dominarte —siguió, enardecido,
tensándose—. Y es verdad, por todos los dioses, que aún quiero, que lo deseo
tanto que me quema en la sangre. Pero te juro que cuando te miro no veo a
alguien más débil ni…

Haldren no pudo aguantar más. Se acercó a él, despacio, aún contenido, y


Valantir cerró los ojos y tomó aire profundamente, forzándose a continuar.

—Cuando te miro veo a un príncipe. —El brujo quedó paralizado al posar


las manos en su sobreveste. Le miró con los ojos muy abiertos, sobresaltado por
aquella palabra, por aquella revelación. Valantir abrió los ojos, la luz de Andros
refulgía en ellos—. Perdóname si te he fallado.

—Valantir… —murmuró, con la voz trémula—. Lo que yo veo… es a


Andros, cuando te miro, y siento que él te ha enviado a mí, siento que me ha
perdonado por mis pecados. —Le soltó la sobreveste, en la que había cerrado los
dedos sin darse cuenta, y enmarcó el rostro del campeón entre sus manos,
mirándole con devoción—. Perdóname si te he fallado, porque yo ya te he
perdonado. Eres una bendición.

—Conmigo, tú ya tienes las cuentas claras… y no tengo nada más que


decir.

Vacío de ira, con el rencor purificado por la comprensión que se había


iluminado en su alma, Haldren al fin se rindió al impulso. Valantir fue a su
encuentro, exhalando un suspiro trémulo, se abalanzó sobre él y se enredaron en
un beso apasionado, llenos de un hambre ancestral.
Revelaciones

La boca de Valantir era dura y exigente contra la suya. La lengua del


campeón le reclamaba, todos sus gestos lo hacían. Le aferraba contra él con
dominancia, marcando su pertenencia con una mano hundida entre sus cabellos y
el otro brazo rodeándole la cintura. Haldren deslizó los dedos en la melena
salvaje, los cerró con fuerza y le correspondió con la misma exigencia. En sus
gestos sedientos el anhelo ya no se disfrazaba de rabia como la última vez que se
tocaron. Aquel fuego venenoso se había purificado y ahora era una luz
fulgurante, reclamando lo que tanto había añorado y entregándole el amor recién
descubierto y aceptado.

Haldren se volvía cálido y dúctil entre aquellos brazos poderosos.


Descubría cosas de sí mismo que se habían mantenido ocultas: tesoros hermosos,
emociones brillantes que prendían con la fuerza de los soles y nada ni nadie
lograron despertar antes. Aquellas emociones se ligaban al deseo al que siempre
vistió de vergüenza y oscuridad, pero ahora, libre de aquel manto pesado
Haldren las expresaba con devoción y necesidad. Mordía los labios de Valantir,
pegándose a su cuerpo y dejando que sus manos buscaran los cierres de la
armadura para encontrar lo que tanto necesitaba.

—Necesito tocarte… —murmuró ahogadamente—. No sabes cuánto…


cuánto te he extrañado.

El campeón lamió con abandonado deleite la curva de sus labios,


provocándole un escalofrío incontenible. Agarró con fuerza las manos ansiosas
del brujo contra su sobreveste. Le miró con los párpados entrecerrados. Había
deseo y hambre en sus ojos de lobo acechante.

—¿Cuánto me has añorado?

—Tanto que dolía —respondió Haldren—. Tanto que sentía que enloquecía.

—¿Has pensado en mí cada noche? —Valantir le sujetaba las manos contra


su cuerpo con firmeza para impedir que le quitase la armadura.

—Cada momento… cada segundo. —El brujo resolló, apretando los dedos
contra la tela y la armadura.

El campeón le soltó y deslizó las manos por sus cabellos, retirándolos de su


rostro para mirarle con las llamas de Andros en las pupilas. Cuando volvió a
besarle, balanceando las caderas contra su cuerpo, la ansiedad y sus ademanes
posesivos se revistieron de una sensualidad animal y primitiva que le reclamaba
de forma incontestable. Las piezas de la armadura se le clavaban a través de la
tela de los ropajes, el peso del campeón parecía someterle en el abrazo.

—Hay que volver —dijo Valantir al romper el beso bruscamente, mirándole


con insolencia—. Quiero tenerte ahora, y no quiero hacerlo aquí. ¿Puedes
aguantar cinco minutos?

Haldren sentía cómo le ardían los ojos. La magia oscura corría por sus
venas inflamada por el deseo, le llenaba de una sed desesperante. Tuvo que hacer
acopio de toda su voluntad para asentir y soltarle.

—Vamos. Vamos ya —respondió con agitación.

Valantir mantuvo un instante de lucha consigo mismo, hasta que le soltó los
cabellos y se apartó de él, caminando hacia la escalinata. Avanzaron sin tocarse,
el uno junto al otro, con las miradas inflamadas y el paso brusco y agresivo. Se
cruzaron con otros soldados que les lanzaron miradas extrañadas, creyendo, tal
vez, que iban a enzarzarse en una pelea de un momento a otro. Y es que Valantir
avanzaba a grandes zancadas y cuando al fin llegaron a la puerta de la habitación
la abrió de un brusco empujón. En verdad parecían enfurecidos y el brujo reforzó
aquella impresión al entrar tras él y cerrar de un fuerte portazo.

Al dejar el mundo atrás sus miradas ardientes se encontraron un instante


antes de que lo hicieran sus cuerpos. Haldren se arrojó sobre el campeón,
engarfió las manos en las correas de sus hombreras y se las arrancó a tirones
mientras se besaban con voracidad. Valantir se movía, sinuoso, para frotarse
contra él y acompañar los movimientos mientras el brujo le desnudaba. El
escudo cayó al suelo, tiró de los brazos para sacarse los guantes cuando Haldren
los agarró y se deshizo del cinturón cuando le despojó de la sobreveste con
gestos desesperados. La tela oscura veló su rostro unos instantes, impidiendo que
se besaran, dejándole el pelo revuelto y un aspecto aún más salvaje del que tenía.
Mientras Haldren le desabrochaba los cierres metálicos de la pechera, Valantir,
impaciente, le rompió el jubón. Los finos cordones de seda se partieron ante el
fuerte tirón. Los ojos ávidos de Valantir buscaron el primer atisbo de piel pálida
bajo la tela.

Haldren apenas se detuvo un instante, con las manos cerradas en las


correas, jadeante.

—¿Me has pensado tú? —murmuró entre dientes, y le despojó de la


pechera con bruscos tirones, furioso de frustración por no conseguir ya lo que
quería—. ¿Me has añorado tú?

Al fin, sus manos encontraron un camino bajo la tela de la camisa. Las


piezas de la armadura estaban diseminadas sobre la alfombra. Deslizó las manos
sobre el duro vientre del campeón y clavó los dedos en sus pectorales. Valantir
alzó los brazos y se quitó la camisa, lanzándola al suelo y desabrochándole
después el pantalón al brujo a toda prisa. Con un resuello, se abalanzó de nuevo
sobre su boca, poseyéndola con un beso intenso y apasionado.

—Ni por un instante —dijo con un ronroneo provocador al apartarse,


hablando sobre sus labios en un tono que desmentía sus palabras, sensual y
anhelante.

—Maldito embustero —respondió Haldren con un susurro entregado,


recorriéndole el pecho con las manos abiertas y ansiosas. Le miraba hipnotizado,
cautivado. Volvió a besarle y coló una mano bajo sus pantalones. Cerró los dedos
en el añorado sexo, provocando un desastre en su propio cuerpo. La excitación
se volvió de pronto insoportable al sentir la carne endureciéndose contra la
palma de su mano.

El gemido de Valantir se tiñó de lujuria cuando comenzó a acariciarle. El


campeón entrecerró los ojos y arqueó las caderas al bajarle los pantalones a
Haldren, dejando que la tela se deslizase para ser sustituida por sus dos manos
ardientes. De pronto, le agarró con fuerza las nalgas y lo levantó en vilo. Haldren
le rodeó con las piernas y dejó de acariciarle para agarrarse de él mientras le
llevaba hasta su cama. El campeón devoraba su boca cuando se dejó caer sobre
el colchón, atrapándole contra él. Gimió al sentir el peso sobre su cuerpo,
deleitándose en él, en el calor que irradiaba y la intensa sensación de seguridad
que le embargaba. Retorciéndose bajo él terminó de desnudarse a tirones, harto
de las barreras que aún les separaban. Valantir le siguió, se bajó los pantalones
hasta los muslos y buscó el contacto con su piel, con los labios ardientes sobre
los suyos. Aquel calor imperativo pronto abandonó su boca y recorrió un camino
tortuoso por la línea de su mandíbula. Haldren sintió los labios del campeón
succionar en su cuello, la lengua lamiendo la piel y mordiendo con suavidad la
carne, provocándole estremecimientos de intenso placer. La mirada turbia de
Valantir le buscó mientras mordía en su pecho, llena de deseo e insolencia
mientras una de sus manos le acariciaba los muslos y la otra le retorcía un pezón,
haciéndole jadear y gemir voluptuosamente. El sexo del campeón palpitaba
contra el suyo en cálidos latidos y acrecentaba su sed cada vez más.

Se sentía lleno de fervor, terrenal y entregado. No le importaba que Valantir


lo viera reflejado en sus ojos, que le viera rendido e intuyese sus pensamientos.
Ya se los había entregado, ya le había revelado la verdad, y le estaba mirando
como si no creyera que ese instante fuera cierto. Extendió la mano y acarició sus
cabellos con devoción, apartándolos de su rostro para verle mientras se arqueaba
sensualmente debajo de él, rozándose contra su cálido cuerpo. Valantir le
devolvió una mirada descarada mientras mordisqueaba sus pezones, haciéndole
estremecer de nuevo al succionarlos con maldad. Al liberarlos, apoyó los codos a
ambos lados del vientre del brujo y descendió hasta su ombligo con un río de
besos, frotando la nariz contra su piel y aspirando como si deseara embriagarse
de su aroma.

—Pon las manos sobre tu cabeza y cierra los ojos —ordenó con la voz
grave y ronca de deseo. Y Haldren obedeció, levantando los brazos y
agarrándose a las sábanas.

Le mantuvo la mirada unos instantes, observando cómo se recreaba sobre


su piel, sintiendo su propio sexo latir contra el vientre del campeón, enloquecido.
Finalmente, cerró los ojos y onduló la espalda, tensando los músculos y
exhibiéndose para él. Las marcas mágicas en su piel refulgían, ardían por la
magia que el deseo despertaba con fuerza. Sintió entonces los dedos de su
amante alrededor de su cuello, los pulgares acariciándole la nuez cuando tragó
saliva, las manos que se abrían y recorrieron todo su cuerpo con una amplia y
posesiva caricia que despertó cada poro de su piel. Lenta, cálida, hambrienta, al
fin llegó a sus caderas y los dedos se cerraron firmemente, sujetándole y
levantándole por ellas. El campeón se arrodilló entre sus piernas para acabar
cerrando las manos en sus glúteos, amasándolos posesivamente.

—Nunca he estado con nadie como tú —le confesó, y Haldren se mordió


los labios.
Todo su cuerpo reaccionó al instante, estremeciéndose. Las marcas mágicas
refulgieron ardiéndole en la piel. Quería mirarle, quería ver su expresión en ese
instante, pero mantuvo los ojos cerrados, obediente.

Una sensación enloquecedora le dejó sin aliento cuando Valantir se inclinó


y se metió su sexo en la boca. Sujetándole con fuerza por el trasero le envainó
entre sus labios con un movimiento lento y provocador, hasta que toda su
extensión estuvo atrapada en su boca ardiente y húmeda como un volcán. No le
dio ni siquiera unos segundos para asimilar lo que ocurría, pronto comenzó a
mover la lengua alrededor de la carne pulsante, a succionar y a hacer que entrase
y saliera de su boca a un ritmo constante. Le estaba devorando, recreándose a sus
anchas, y la sensación era tan intensa que le hizo crecer entre sus labios y
marearse de la impresión.

—Val… ahh… ¿Qué estás…? —Las palabras se ahogaron en su garganta,


se diluyeron en un gemido cargado de sensualidad, placentero. Un chispazo de
vergüenza reverencial le asaltó de pronto, como el recuerdo de un pensamiento
recurrente, pero Haldren lo empujó lejos de su mente.

«Es una bendición. Todo lo que me entrega… y todo lo que acepto. Es una
bendición».

El placer que le anegaba pronto diluyó aquella sensación cuando sintió el


roce de los dedos jugueteando en su entrada, empapados por la saliva cálida del
campeón. Las sensaciones acudían en oleadas, provocadas por las atenciones
expertas. Le hacían gemir y retorcerse entre las sábanas, bajo la presa férrea de
Valantir.

—Por la luz… —blasfemó sin vergüenza—. Valantir… Valantir…

El campeón se apartó de su manjar provocando un sonido de succión y un


chasquido húmedo que le erizaron la piel.

—¿Qué? ¿Es que no te gusta? —preguntó con tono irónico.

Haldren desobedeció, levantando la cabeza para dirigirle una mirada


chispeante, exigente.

—¡Sí! ¡Por Andros, sigue! —jadeó, alterado.


Valantir rió maliciosamente y regresó a la tarea con ahínco, utilizando la
saliva que resbalaba del sexo empapado para lubricar la estrecha entrada e
introducir un dedo, tan despacio que resultó una tortura. Mientras, siguió
amamantándose entre sus piernas igual que un animal famélico. Haldren no pudo
volver a cerrar los ojos. Le miraba, jadeante y maravillado, sintiéndose entre las
garras de una bestia salvaje y sabiéndose seguro.

Su sexo torturado comenzó a latir peligrosamente acelerado, cada vez más


duro y caliente, al borde del colapso. Valantir se apartó entonces de él y Haldren
se arrojó en su búsqueda, le agarró de los cabellos y tiró para besarle, rescatando
las trazas de su propio sabor de su boca, besándole dominante y descontrolado,
desconocido. El campeón respondió ronroneando de placer, deslizando un nuevo
dedo en su interior que comenzó a mover mientras se besaban.

—¿Estás listo para mí? —susurró sobre sus labios.

—Sí… ¡Sí! No me hagas sufrir más —respondió el brujo, jadeando en su


boca—. ¿Es que no has tenido suficiente?

—Shh… —Valantir le rodeó con un brazo, estrechándole con suavidad,


abrazándole con ternura mientras seguía brindándole intensas caricias con la otra
mano—. Tranquilo.

Haldren sentía que se rompía, que las emociones le quitarían el sentido de


un momento a otro. Le dio un beso desmadejado, contagiado de la ternura del
gesto del campeón, y soltó las sábanas al fin para acariciar sus cabellos, sus
hombros y el poderoso pecho, moviéndose lentamente contra su cuerpo al ritmo
al que los dedos de Valantir le tocaban por dentro.

—Voy a follarte, mi príncipe exigente, mi zorrita preciosa —dijo Valantir


en su oído—. Te necesito más que al aire que respiro… pero tienes que estar
preparado, porque hace muchos días que no te tengo y no voy a poder
controlarme, ¿lo comprendes? —El pulso de Haldren se desbocó. Asintió con la
cabeza, jadeando con la respiración acelerada. Le ardían los ojos como en medio
de una invocación mágica—. Estoy ansioso y cuando empiece no voy a poder
parar… y no quiero que te duela.

—Estoy preparado —respondió Haldren con firmeza—. Hazlo, hazlo ya.


No vas a hacerme daño.
Valantir sonrió a medias y se echó sobre él, sacando los dedos de su interior
y levantándole las piernas, colocándolas sobre sus hombros mientras se
posicionaba con el duro y ardiente extremo de su sexo contra su entrada.
Entonces, buscó algo entre los cojines de la cama de Haldren y afiló la sonrisa al
encontrar el frasco de aceites que el brujo había convertido en costumbre guardar
allí. Haldren no lo había tirado ni escondido en otro lugar, y no se avergonzaba,
ya le había confesado lo mucho que le había añorado. Se había torturado cada
noche pensando en él.

El intenso olor de los aceites sacramentales inundó la habitación. Sintió el


líquido gotear desde el miembro de Valantir y resbalar entre sus nalgas.
Inmediatamente, el campeón se apoyó con una mano en el colchón y le embistió
con un movimiento firme y profundo, exhalando un gemido imperativo. El brujo
gimió, casi gritó sin importarle si le escuchaban desde fuera. Su cuerpo le recibió
ansioso, ardiente, y se cerró alrededor del sexo de Valantir, estremecido. Cerró
los ojos con fuerza, clavando las uñas en el pecho de su amante cuyo sexo se
abría paso en su interior como una barra de hierro candente, más grande, más
grueso y más caliente que nunca.

Haldren jadeaba mareado por el placer y el alivio que le provocó aquella


primera embestida. El dolor no apareció, solo la sensación de plenitud que
acompañaba siempre a aquel acto, el placer resbaladizo que se extendía en sus
entrañas y se prendía como una llamarada. Abrió los ojos y los fijó en Valantir,
entregado como nunca, devoto y exigente. Sin miedo y lleno de orgullo por el
sacrificio de su propia carne ante aquel altar.

Los ojos de Valantir eran hambrientos y dominantes, estaban llenos de


necesidad. Una necesidad que era más profunda que el ansia de la carne. Se
impulsó más, gimiendo, aguardó y volvió a impulsarse hasta que estuvo
enterrado en él por completo, llenándole y encajándose a la perfección. Un
suspiro de alivio brotó de entre sus labios y su semblante se distendió, su rostro
embriagado se inclinó y entreabrió los labios, rendido durante unos preciosos
instantes. Solo fueron unos segundos antes de que tomase aire, sus músculos se
hincharan y comenzase a moverse contra él, entrando y saliendo con firmes y
largas estocadas, provocando que la misma cama se moviera.

—Sí… sí… —susurraba Haldren ante cada embestida, ajustándose a su


cuerpo, ondulando para recibirle más profundamente.
—Ah… Haldren… por todos los dioses —Valantir jadeaba, enterrándose
con violencia en él.

El brujo le agarró del pelo y se arqueó, moviéndose frenético. Las runas


ardían, le quemaban, y el sudor se perlaba en su piel. El perfume hormonal de
ambos ya lo invadía todo, mezclándose con el sacro perfume de los aceites.
Haldren gemía sin contención y le miraba sin miedo a lo que pudiera ver. Le
estaba entregando todo en ese instante: su devoción, el amor que había nacido
como una luz en el fondo de su alma, la esperanza que limpiaba la amargura y el
temor, la necesidad expresada sin vergüenza, el anhelo que trascendía la sed de
la carne… y el deseo irrefrenable que sentía por él. No era débil, no se sentía
como tal. Le habían juzgado mal, solo estaba asustado y quebrado. Ahora se
sentía más íntegro que nunca, más cómodo que nunca en su propio cuerpo, y lo
estaba demostrando. Le miraba fijamente, también para grabarse cada detalle de
su amante en las retinas.

Valantir apretó los dientes y resolló, sacudiendo la melena como un animal


salvaje. Le levantó de los muslos con ambas manos, irguiéndose, y su
penetración se volvió más profunda, rozándole por todas partes. Echó la cabeza
hacía atrás, sus movimientos se volvieron más rápidos y más potentes, golpearon
sus entrañas como un ariete desbocado. La cama se movía contra la pared
causando un intenso golpeteo.

—Haldren… me matas… me… ah… —Valantir se estaba hinchando


terriblemente en su interior, y apenas era capaz de unir dos palabras sin gemir.

El brujo le soltó y se rindió sobre el colchón, retorciéndose como una


serpiente hipnotizada, arrollado por las embestidas de su amante. Apenas podía
corresponder o hacer más que dejarse vencer por la tormenta, pero bajo ella, bajo
la fuerza poderosa que le arrastraba, se sentía libre y sin miedo. Intentaba
mantener la vista fija en él, pero sus ojos se cerraban en medio del descontrol.
Las sensaciones le nublaban la visión de puntos de colores y el placer se volvió
insoportablemente intenso. Lo sintió venir sin poder detenerlo, el estallido del
clímax le alcanzó como un rayo bajo la tormenta y su cuerpo se sacudió, se tensó
y atrapó a Valantir en su interior. La semilla cálida brotó en un chorro potente de
su sexo, manchando el estómago de su amante, y un gemido de puro éxtasis
rompió en su garganta.

Ante la primera contracción de su cuerpo el campeón gimió con fuerza, con


un quejido rasposo y viril, casi furioso. La ansiedad de Valantir era real, y el
brujo también le estaba arrollando a él. Le sintió estallar en su interior,
deshacerse en latidos bruscos y vomitar la semilla en un orgasmo largo, intenso
y vibrante. La calidez invadió sus entrañas y el placer volvió a latir con fuerza en
su carne mientras seguía moviéndose desmadejadamente contra él, agarrándose
de sus fuertes brazos y clavándole las uñas sin poder evitarlo.

Cuando todo pasó, Valantir aún se movía, más despacio, arrítmico, tratando
de llevar el aire a sus pulmones por la fuerza. Al detenerse, durante unos
segundos, el tiempo pareció suspenderse entre los dos. El campeón seguía
enterrado en sus entrañas, quieto, arqueado sobre su cuerpo y con los ojos
cerrados, hasta que al fin, con un suspiro, se derrumbó sobre él.

Los gemidos de Haldren se acallaron. Respiraba ahogadamente. Sus piernas


resbalaron de los hombros de Valantir y le rodeó con ellas. El peso sobre él era
agradable, esa sensación sofocante que le envolvía, el cuerpo de Valantir
apresándole, su sexo aún latiendo en su interior, le hacían sentir extrañamente
seguro, en un reducto de paz donde el mundo no podía alcanzarle. Con un
suspiro satisfecho, Haldren abrazó al campeón, que parecía haberse quedado sin
fuerzas, y besó lentamente su mejilla, su cuello y el lóbulo de su oreja,
acariciándole mientras se dejaba mecer por la embriaguez que siguió al orgasmo.

Tras unos instantes, Valantir salió de su interior. El frío parpadeó un solo


segundo dentro de él, pero el beso que el campeón le dio en la frente lo borró de
inmediato. Se dejó caer a su lado, boca abajo, prolongando el contacto con el
brazo cruzado sobre el pecho de Haldren, que se ladeó para abrazarle y cobijarse
con el rostro entre sus cabellos. La sensación de paz persistía. En su mente no
había guerra, ni demonios, no había traidores ni rencores. En ese instante solo
había silencio y paz, y aunque agotado, sentía que al fin descansaba.

Valantir volvió la mirada hacia él y sus ojos se encontraron. Los dedos del
campeón juguetearon en sus cabellos.

«¿Lo ha visto? ¿Ha sido capaz de verlo?», se preguntó. Las certezas que su
corazón sentía estaban claras también en su mente.

—Haldren... dímelo.

El brujo parpadeó y tomó aire, llenándose de coraje.


«Lo ha visto. Lo ve todo. Y no me importa».

—Te quiero —dijo sencillamente, mirándole a los ojos.

Valantir le miró con atención. Observó sus cabellos mientras los acariciaba
y volvió a sus ojos de nuevo. En su mirada se licuaba una intensa emoción,
ardiente y entregada.

—Yo a ti no… en absoluto —dijo en un susurro grave y lleno de


sensibilidad.

—Lo sé —respondió Haldren con una sonrisa oculta en sus labios, suave y
calmada.

Valantir se acercó y le rodeó con los brazos, estrechándole. El corazón del


brujo latía acelerado, pero se encontraba sereno, feliz como no se había sentido
nunca. Entendía exactamente lo que el campeón le decía.

—Espero que lo nuestro termine cuanto antes… que me desprecies y me


abandones pronto.

El brujo rió por lo bajo. Una risa agradable, lenta y musical,


maravillosamente libre.

—No lo haré nunca —murmuró en sus labios—. Soy tu maldición,


recuérdalo.

Valantir sonrió con insolencia. En su mirada refulgía un calor limpio,


vibrante, que mostraba al campeón que en realidad era.

«¿Cómo no voy a enamorarme de ti?», pensó Haldren, reconociéndole. La


máscara de su compañero le hizo dudar en ocasiones, pero eran sus propios
miedos los que le impedían ver con claridad. Su corazón siempre supo quién era.

—Y tú eres mi prisionero —respondió Valantir.

—Tuyo para siempre.

El campeón le besó intensamente, llevando una mano a su mejilla. El


contacto cálido de la luz prendió en el interior del brujo, llenándole de una fe
renovada. Partirían juntos a las Islas Veladas, vencerían sobre las sombras, se
salvarían, y salvarían Shindara. Todo eso parecía ahora más posible que nunca.

Había sido un largo viaje pero, al fin, estaban en casa.


Epílogo

En la habitación más alta de la torre del Sol Poniente, ahora conocida entre
los soldados como «la torre del General», el silencio era absoluto. La sala
hexagonal estaba iluminada por las lámparas arcanas. La luz del sol de la tarde,
ya mortecina, se filtraba por los balcones. En cada una de las seis paredes de la
sala se abría un arco ojival, decorado con celosías y cortinas de color rojo y
dorado, que llevaba a una amplia terraza. La brisa marina del atardecer agitaba
los visillos y hacía parpadear las llamas de los faroles dorados.

Alrededor de la mesa de guerra, el General Vrydel, el capitán Aronath, la


maestra de espías Belnarys, el comandante Solanar y el Maestro Arcano
Xanthos, observaban. Ya se había dicho cuanto se tenía que decir. Todo el
mundo había expuesto sus puntos de vista. Solo faltaba tomar una decisión.

El General se tomó su tiempo. Sobre la gran mesa de guerra, en el mapa


grabado a fuego en la tabla, reposaban las figuras talladas que representaban a
los ejércitos. En su mente, las ideas se sucedían. La información era vital, y el
dibujo de la estrategia a seguir se iba volviendo cada vez más claro. Poco a poco,
el plan tomó forma en su mente. Pero lo principal era poner a salvo a las
unidades en riesgo.

—Una parte de las fuerzas del Crepúsculo se encuentra aquí, cerca de la


Playa Velada, hostigando a los batallones Alcyx y Dytches —indicó con el dedo
—. Maestro Xanthos, enviad a un mago para sacarles de allí esta misma noche.

El gran arcanista frunció el ceño.

—Pero, ¿y la ofensiva…?

—La ofensiva no se verá interrumpida, Maestro. El resto de vuestros


hombres están asediando la Caverna de las Llamas Azules, y deben seguir ahí.
Los ejércitos demoníacos brotan como un torrente de esa maldita cueva, es
fundamental exterminarlos y contener su flujo. Solanar, que nuestros avizores de
las compañías Cyros, Aegos y Stavros acudan en apoyo de los hechiceros de la
caverna.
El comandante se llevó el puño al pecho de inmediato.

—Como ordenéis, General.

El mago también asintió. A Vrydel siempre le resultaba difícil tratar con los
líderes de los magi. Eran personas orgullosas, que no aceptaban fácilmente la
autoridad y que siempre tenían algo que decir. El Maestro Arcano Xanthos no
era de los peores con los que había tenido que bregar, pero aun así, hubiera
preferido que además de ver problemas en todo, fuera capaz de aportar
soluciones.

—Las unidades Alcys y Dytches deben ser retiradas —prosiguió con


decisión, haciendo hincapié en la importancia de aquel movimiento—. Ahora
mismo es prioritario, no podemos perder más soldados. Traedles aquí para que
sanen sus heridas y repongan fuerzas. Volverán al combate cuando se hayan
recuperado.

—Sí, señor.

—¿Y los demás? —preguntó entonces Aronath.

La voz del campeón le distrajo por un segundo. Le miró fugazmente,


intentando no detener demasiado su atención en él.

—La Maestra de Espías nos ha dado algunas localizaciones en las que es


posible que se encuentren los líderes de esta invasión, así como los portales que
les comunican con el Crepúsculo. —Vrydel señaló los puntos marcados en el
mapa con pequeñas banderas de Shindara—. Los brujos y los campeones de
Andros atacarán simultáneamente aquí, aquí y aquí, al amanecer del tercer día.
En cada grupo debe haber además dos espías, dos avizores y un mago. Tienen
que poder comunicarse entre sí y moverse con rapidez sin ser descubiertos.
Cuando averigüen dónde están los líderes y hayan acabado con ellos, las tropas
del Crepúsculo se retirarán, al menos por el momento.

Vrydel no esperaba que Aronath dijera nada, y no lo hizo. Solo asintió con
la cabeza. Belnarys, por el contrario, le acribilló a preguntas. ¿Qué harían si algo
no iba bien? ¿Cómo sabrían quién era el líder? ¿Cuánto tiempo tenían?

El General respondió lo mejor que pudo, y después de asegurarse de que


había quedado claro el momento en que debía tener lugar cada ataque, dieron por
finalizada la reunión.

Sintió un extraño alivio mezclado con amargura cuando vio que todos se
marchaban. Los últimos días habían sido tensos. Aunque estaban consiguiendo
avanzar y las victorias se sucedían para el bando de los Shindari, Vrydel era
consciente de que el tiempo corría en su contra. Aquella última ofensiva sería
decisiva. Lo tenía todo bajo control, no obstante, siempre cabía la posibilidad de
que algo se le estuviera escapando. Esa sensación le incomodaba, provocándole
una extraña presión en el pecho. La angustia se acentuó al ver la capa oscura de
Aronath balancearse a su espalda mientras se alejaba. Con la luz del ocaso, tenía
el color de las heridas profundas, de la sangre coagulada.

—Capitán Aronath…

El campeón, que se había quedado el último y salía de la sala en aquel


momento, se detuvo y se dio la vuelta. La mirada del capitán se clavó en la suya.

¿Por qué le había llamado? Ni siquiera él lo sabía.

Aronath soltó las cortinas y volvió a entrar, caminando hacia la mesa de


guerra. Se quedó de pie frente a él, al otro lado del mapa.

«Es como si estuviera al otro lado del mundo».

Ambos estaban mirándose. Los segundos transcurrían. El silencio se volvió


denso, cargado con el peso de las palabras no pronunciadas.

Durante los días anteriores, el capitán había continuado con su rutina.


Curaba la herida de Vrydel, entrenaba a los hombres, informaba puntualmente y
se reunía en secreto con algunos de ellos pensando que nadie estaba al tanto. Él,
por supuesto, lo sabía. Aronath seguía acudiendo a sus llamadas y obedeciendo
sus órdenes, pero no se involucraba en la toma de decisiones. Nunca volvió a
llevarle la contraria ni a exponer públicamente sus desencuentros con el General.
Tampoco lo hizo en privado. Las noches en que Vrydel acudía a sus aposentos
para que tratara su lesión, Aronath seguía siendo amable a su manera, como
siempre, pero no volvió a hablar con él de ningún asunto personal. Una barrera
se había alzado de nuevo entre los dos. Su carácter, orgulloso y críptico, se había
retraído aún más, casi como si hubieran vuelto al principio.

Y cuanto más ajeno parecía Aronath a su General, este, por el contrario,


más dificultades hallaba para dejar de pensar en el capitán. Las cosas que hacía,
las que no hacía, lo que decía, lo que callaba… todos aquellos misterios
revoloteaban continuamente en los pensamientos del General. Su mente bullía de
preguntas sin respuesta, haciéndole zozobrar, robándole el sueño por las noches
hasta que conseguía apartarle de su mente. Había demasiadas cosas que quería
preguntarle, demasiadas cosas que necesitaba decirle, pero ninguna parecía
tomar forma con palabras, y se agolpaban en su pecho, aumentando la sensación
de ahogo.

Algo en su expresión debió transparentar aquellas emociones, porque


Aronath frunció el ceño con preocupación.

—Mi General, ¿no os encontráis bien?

Vrydel sonrió a medias y bajó la cabeza, derrotado. No pudo evitar que una
risa amarga escapara entre sus labios.

—No, capitán… la verdad es que no me encuentro bien.

—Venid —dijo Aronath autoritario—. Iremos a mis aposentos. Descansad


un rato, invocaré la luz de Andros sobre vos.

—No —replicó Vrydel rápidamente—. No, no es el cuerpo lo que me


duele. —Tomó aire y apoyó las manos sobre el mapa grabado. Su mirada se
perdió entre las figuras y lo que representaban, pero de pronto le pareció que
todo perdía su significado. Los soldados. La sangre, la muerte. El miedo, la
desesperación, la incertidumbre… aquello era la guerra, la verdadera guerra.
Pero allí, sobre la mesa de madera, no se veía nada de eso. No había más que un
estúpido mapa con piezas de madera pintada. «Una burla. Una broma cruel.
Como un maldito juego». Sacudió la cabeza, apartando aquel pensamiento de su
mente y fijó la mirada en el capitán—. La guerra es algo horrible.

Aquella frase le sonó estúpida. No era eso lo que quería decir, pero al
parecer, no podía hacerlo mejor.

—Sí. Lo es. —El General buscó de nuevo las palabras, suspirando con
frustración—. Mi General, ¿qué sucede?

—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que discutimos.


Aronath no dijo nada. Solo le miraba con extrañeza, esperando a ver dónde
quería llegar. Así que el General se tomó su tiempo antes de continuar.

—Aquella vez fui injusto contigo. Yo… no quería decir lo que dije. No dejo
de pensar en eso, ese momento no deja de repetirse en mi memoria. —Cerró los
ojos. Todo cuanto decía le parecía ridículo, escaso, pobre. Negó con la cabeza,
desalentado—. Quisiera volver atrás y…

—No tienes por qué disculparte.

Vrydel alzó la mirada. El capitán seguía frente a él, en su ojo sano había un
brillo sereno y cálido, ese que había podido vislumbrar en ocasiones, cuando
estaban solos, recordando el pasado que habían perdido.

—Sí tengo por qué. Lo que dije, no lo pensaba. Yo…

—Olvídalo.

—No quiero olvidarlo. ¿Por qué quieres que lo haga? —replicó Vrydel con
enojo. «¿Ni siquiera me vas a dejar disculparme, elfo orgulloso y tozudo?»—.
¿Acaso lo has olvidado tú?

—Sí. —La respuesta de Aronath fue inmediata. El General apretó los


dientes y aguardó. Su paciencia se vio recompensada cuando la entereza de
Aronath se empezó a resquebrajar. El capitán desvió la mirada y dudó antes de
volver a hablar—. De acuerdo, no. Lo he intentado. Lo intento todos los días.
Pero tenías razón en algunas cosas, y además…

—¿Qué?

—No puedo imaginarme lo que es estar en tu lugar, bajo tanta presión.

—Eso no es excusa, no debí…

De pronto, el capitán dio un golpe en la mesa.

—¡Por supuesto que lo es! —Vrydel se calló de inmediato, sorprendido. ¿A


qué venía ese arrebato? Aronath continuó, apoyándose en la mesa para inclinarse
en su dirección, como si quisiera llegar hasta él desde allí, desde el otro lado del
mundo—. Sí que es excusa. Tienes derecho a enfadarte, mi General. Maldita sea.
Tienes derecho a enviarme al infierno, a corregirme cuando te trato de manera
inadecuada y a reprenderme si me comporto como un cretino. Tienes la
obligación de ser mi superior, sí. Pero también tienes derecho a ser una persona.

Apretó los dientes. Nunca había escuchado algo parecido, nunca. Y en


aquel momento supo cuánto tiempo había deseado escuchar esas palabras de
alguien, de quien fuera, cuánto había temido decírselas a sí mismo por miedo a
perder su autoridad, a desmoronarse, a dejar de ser el General que todos
necesitaban. La mirada del capitán estaba prendida con la luz de Andros, su
gesto seguía siendo hierático, pero en su ojo sano, como siempre, las emociones
se desbordaban. «¿Por qué eres así?», se preguntó de nuevo el General. «¿Por
qué sufres por mí, por qué me traes esta verdad ahora? ¿Es que puedo realmente
soltar mi escudo, dejar mis armas, mostrarme ante ti?».

De pronto, la comprensión se abrió paso en su corazón, al principio como


un único rayo, débil y tenue; después como un fogonazo cálido que le abrazaba.
Sí. Claro que podía.

La soledad desapareció y por primera vez sintió que había alguien en el


mundo en quien mirarse, alguien que le veía. Por primera vez, sintió que podía
dejar de luchar consigo mismo.

—Tú también —dijo entonces. La brisa movía las cortinas con suavidad. La
armadura de Aronath estaba impoluta, su cabello, recogido en la trenza que
colgaba sobre su hombro, pulcramente peinado, se oscurecía a medida que caía
la noche—. Tú también tienes derecho, Belnor.

Fue el turno del capitán para que su mirada se enturbiara de emoción,


intensa y pura.

—Quiero que seas tú mismo. Quiero que me lleves la contraria, que me des
tu opinión sin que te la pida. Eres la única persona que es totalmente libre a mi
lado. Y eres la única persona con quien yo lo puedo ser. —Bajó la cabeza,
apretando los nudillos contra la mesa—. Cuando me convertí en general, perdí
mi nombre. Nadie volvió a llamarme Edaren. Nunca. Soy el General Vrydel, y tú
eres el capitán Aronath. Pero podemos ser Edaren y Belnor… podemos cuidar
nuestras heridas, hablar sobre el pasado, decir lo que pensamos… Tomarnos un
maldito respiro. Al menos de vez en cuando.

Aronath parecía desconcertado.


—¿Qué ocurre? ¿Tan mal te parece?

—No. —De nuevo su respuesta fue inmediata—. No, pero ¿eso no nos hará
frágiles?

El General volvió a reír y alzó la mirada, resignado.

—Somos frágiles. Nunca hemos sido otra cosa. Mira en qué situación
estamos todos nosotros. Pero no creo que eso sea malo. No me da miedo que
conozcas mi fragilidad. Tú conoces mis secretos… has visto mi herida. Me has
visto desfallecer, desmoronarme, flaquear. Sin embargo, a tu lado no me siento
débil sino todo lo contrario. —Vrydel clavó la mirada en él—. Tú me fortaleces.
Y aunque eso me gusta, no lo entiendo... ¿Por qué me siento así? ¿Es esto lo que
significa confiar en alguien?

El capitán Aronath bajó la cabeza, como si no soportara seguir mirándole,


como si fuera doloroso. Durante unos segundos, el silencio volvió a
arremolinarse entre los dos y la mente del General volvió a poblarse de
preguntas. «Debería marcharme», se dijo. Entonces, de pronto, como si hubiera
tomado una decisión, el capitán se irguió y con solemnidad se quitó el parche.
Vrydel se quedó sin respiración por un momento. Debajo no había un hueco
vacío, ni tampoco una tortuosa cicatriz. Por el contrario, la línea que marcaba la
vieja herida era limpia, casi elegante, y el ojo estaba intacto. Era rasgado,
perfecto, igual que su compañero. Su mirada era igual de intensa, igual de cálida,
pero resplandecía con un tono violeta oscuro en lugar del prístino verde
esmeralda de su otro iris.

Despacio, con pasos inseguros, el capitán rodeó la mesa para ir hacia él.
Vrydel salió a su encuentro, conmocionado. Sabía lo que significaba aquel gesto,
igual que ahora comprendía por qué le había abrazado aquella noche. Más allá
de los malentendidos, de su carácter dispar, de los secretos, Belnor Aronath le
entendía. Comprendía profundamente su corazón. Conocía sus miserias y sus
virtudes, quizá con más claridad que nadie… y las aceptaba.

Se reunieron al fin, cada uno desde un lado del mundo. Y en aquel instante,
cuando ambos quedaron frente a frente, sin nada que les separase, sin máscaras
ni murallas, Edaren Vrydel solo tuvo un único deseo, brillante y lleno de
esperanza: ser capaz de corresponder a aquel privilegio. Se preguntó qué debía
hacer para que así fuera, y la respuesta llegó a él con claridad. Sin pensárselo dos
veces, le abrazó. Y como siempre, el capitán respondió de inmediato. Ambos se
fundieron en un abrazo sólido, lleno de energía, como si con él quisieran salvarse
el uno al otro.

Mientras escuchaba la profunda respiración de Belnor y percibía las notas


desconocidas de su aroma, el General sintió que la losa sobre su pecho
desaparecía por completo y que una ráfaga cálida y serena llenaba su alma de
esperanza.

Cuando se separaron, la mirada del capitán estaba inflamada con la llama


de Andros. Se cuadró y se llevó el puño al pecho, con el porte de un príncipe.
Aquel sí era el capitán Aronath que él conocía. Aquel sí era Belnor: orgulloso,
lleno de dignidad.

—Te seguiré hasta la muerte, mi General. Te llevaré la contraria, te diré lo


que pienso aunque no me lo pidas, y puede que tengas que mandarme al infierno
más de una vez… pero estaré a tu lado, hasta el final.

Vrydel asintió, agradecido. Su mirada se detuvo en el ojo dispar del capitán.


Una súbita sensación de angustia, de inmediatez, le hizo plenamente consciente
de aquel instante, del valioso presente que compartían.

—Tendrás que cargar con esa parte de mí que nadie salvo tú conoce.
¿Podrás hacerlo?

—Será un honor.

De nuevo el silencio se llenó de palabras impronunciables, de promesas y


posibilidades. Pero en la mente del General ya no había preguntas. Colocó su
mano sobre el hombro del capitán y dejó que el silencio les uniera igual que lo
habían hecho el pasado y las heridas, hasta que las campanas del templo
rompieron el hechizo.

—Vámonos. Hay mucho que hacer —dijo a media voz.

Aronath asintió. Volvió a ponerse el parche y ambos salieron de la sala,


caminando el uno junto al otro, al mismo paso.

Mientras recorrían los pasillos del templo, los soldados, los magos y los
campeones giraban la cabeza para verles pasar.
Los ropajes oscuros y plateados de Edaren eran sencillos, los propios de un
guerrero, pero caminaba con la distinción de los grandes señores de los elfos.

La armadura roja y negra de Belnor parecía la de un príncipe, su forma de


andar era resuelta y enérgica.

En el rostro varonil del General, la dureza de sus rasgos resultaba


desmentida por la mirada más noble y bondadosa que Shindara había visto
jamás. Tenía el cabello blanco, los ojos grises, y su expresión reflejaba la
honestidad sincera de quien nunca renuncia a su propio corazón.

Las facciones del capitán eran aristocráticas, casi delicadas, solo


enturbiadas por la fina cicatriz que cruzaba su rostro por debajo del parche. En
su mirada habitaban la determinación de un héroe y el fuego de Andros. Tenía el
pelo rojo como el fuego, el iris de color verde esmeralda y el semblante sereno y
altivo de los antiguos reyes.

Ellos eran sus líderes en aquella guerra, las figuras que atraían todas las
miradas, el ejemplo a seguir, la orden a acatar. Pero aquella tarde había algo
diferente. Ambos tenían el semblante animado por una nueva luz de
determinación y esperanza que se contagió a todos los que les vieron.

Por primera vez, Edaren y Belnor podían mirar hacia el futuro. No solo para
su pueblo, también para ellos mismos.

Y por breve que fuera su tiempo, ahora que al fin se habían encontrado ya
no se separarían.
Table of Contents
Glosario
CAPÍTULO 1
Tal’Reshan
Valantir
La habitación roja
Interludio
CAPÍTULO 2
Los himnos
Acción y reacción
El favor de la luz
Interludio II
CAPÍTULO 3
Todo es mejor cuando te portas bien
Solo mío
Interludio III
CAPÍTULO 4
Un vínculo con el mundo
El íncubo
Un nuevo pacto
Interludio IV
CAPÍTULO 5
Una sola palabra
La batalla
No podrás olvidarme
Interludio V
CAPÍTULO 6
Falsas apariencias
Secretos
Decisiones
Interludio VI
CAPÍTULO 7
Un regalo inesperado
Revelaciones
Epílogo

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