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La descripción:

La descripción es la presentación de los rasgos característicos de seres, objetos, lugares o fenómenos,


pertenecientes al mundo real o a un mundo imaginario, con el fin de que el receptor se haga una idea fiel de ellos.

Clases de descripciones: Según la actitud del emisor ante lo que describe:

Descripción objetiva: el emisor muestra la realidad sin aportar valoraciones. Suelen ser técnicas o científicas.

Descripción subjetiva: el emisor muestra la percepción particular que tiene de lo que describe. Expresa las
sensaciones y los sentimientos que le provoca el objeto descrito, tratando de transmitirlos al lector. Suelen ser
literarias o publicitarias.

Además existe otra clasificación según en qué condición está el objeto que se describe ya sea en reposo o en
movimiento:

Estática: presenta una realidad estable y sin movimiento. Predominan los verbos ser y estar.

“En el centro del jardín yace un aljibe, cubierto de enredaderas que parecerían habérselo tragado. (…) Al costado,
casi intacta, está la hamaca con la que jugábamos cuando éramos pequeños”.

Dinámica:

Presenta a las personas y objetos en movimiento. También pueden presentar situaciones en proceso de cambio.
Predominan los verbos de acción, que dan idea de movimiento: correr, bailar, subir, volverse, transformarse,
esconderse, ocultarse, salir, repartir, bajar, volar, etc.

“Sale el sol y las nubes, automáticamente, se corren para darle lugar a lo que parece ser un show sinigual. La gente,
desde sus reposeras, o recostada en alguna manta improvisada, disfruta en silencio de ese instante en el que todo se
hace luz”.
Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y
finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo
coral, y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaba ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y
dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y,
como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas
matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente recta y pequeña, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte
que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia
fuera formando arcos graciosos.
Instantáneas:
La inventó sin querer y, lo que es mucho peor, sin saber cómo. La cosa es que el hombre fabricó una cámara fotográfica
instantánea y ahora lo único que le importa es salir a probarla.
Está contento. Se le nota en las rodillas: por su modo de flexionarlas daría la impresión de que va a dar saltos en lugar de
caminar.
Mira para todas partes. Va por la vereda. A izquierda y a derecha hay negocios y edificios. Hacia el frente, una hilera de asfalto
que termina en punta, allá donde sus ojos no pueden ver más.
Arriba, el cielo. Gris. Entrecortado en algunos sectores por antenas de televisión.
En medio de tanto cemento ve un árbol y para. Le gusta y decide que será su primera foto. Enfoca la imagen que quiere capturar
y aprieta el botón. El dispositivo se pone en marcha. Pasan veinte segundos e instantáneamente aparece el papel revelado. Para
sorpresa del hombre, en la foto, en el lugar del árbol se encuentra retratada una semilla.
El hombre desconfía de sí mismo. Creyendo que hizo mal la toma decide seguir caminando.
Cruza una avenida hacia el sur. El paisaje de edificios empieza a desvanecerse. Las construcciones van perdiendo altura hasta no
superar los dos pisos.
Veredas angostas. Casonas antiguas: grandes puertas de madera maciza y ventanas con rejas floridas.
Elige la próxima foto: la casa más vieja del barrio. Cierra un ojo. El otro lo fija en la lente. Encuadra la imagen que quiere captar.
Se asegura de estar enfocando lo que desea.
Acerca su dedo al botón. Dispara y en veinte segundos asoma el papel revelado. En la foto, en lugar de la casona aparece el
albañil que la construye.
Nuestro hombre desconfía de sí mismo. Presiente que algún mecanismo de su invento no funciona pero decide continuar la
marcha.
Retrata un bebé y en la foto aparece una señora embarazada. Ella sonríe.
Enfoca la tormenta que acaba de desatarse y en la foto aparece un nubarrón.
Enfoca un graffiti y en la foto se retratan un aerosol y una mano que lo sostiene.
Algo alarmado con lo que ocurre y no acierta a descubrir, resuelve volver a su casa y meterse en el laboratorio a investigar.
En el camino ve una persona tirada en la vereda, la cabeza coronada por un charco de sangre. Enfoca con su cámara el cuerpo
desplomado, cuando se oye que se acerca una ambulancia.
Arrima su dedo al botón y dispara. Veinte segundos, y en la foto revelada se ve un coche. A pocos centímetros del coche, la
misma persona. Pero en el aire, con cara de horror e impotencia.
Para el hombre ya no hay dudas. No puede salir de su asombro y, por un instante, enmudece.
Comprende que su invento es un prodigio y no entiende cómo ha podido lograrlo. Piensa. Se pregunta. Trata de hacer memoria.
Sabe que si logra reproducir su cámara, el suyo será el invento del siglo.
Piensa. Descarta la posibilidad de desarmar su máquina; teme no saber reconstruirla.
Piensa. Por fin tiene una idea y decide probar.
Se ubica frente a un espejo y se saca una foto. Veinte segundos y en el papel revelado se reconoce a sí mismo enfocando con la
cámara a una persona tirada en la calle.
Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado aparece su propia imagen enfocando con la cámara una casa vieja. Se
reconoce a sí mismo frente a esa casa unas horas atrás. Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado se retrata su silueta
enfocando con su cámara un árbol.
Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado aparece su propia imagen caminando por la vereda poblada de negocios y
edificios. Hacia el frente, una hilera de asfalto que termina en punta, allá donde sus ojos no pueden ver más.
Entusiasmado, le saca una foto a esa foto y en el papel revelado se reconoce a sí mismo terminando de fabricar su cámara
fotográfica.
Ahora sí, se dice. Aquí llega el principio. Le saca una foto a esa foto, y en veinte segundos, sin saber cómo y en última instancia
por qué, en el papel revelado se retrata una máquina de escribir con una mujer frente a ella en el preciso instante en que va a
pulsar una tecla.
La tecla del punto final.

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