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08/06/2018 - 23:11

 Clarin.com
 Revista Ñ
 Ideas

Historia y censura.

¿De qué hablamos cuando


hablamos de Mao?
En China no existe un museo sobre la Revolución Cultural,
ni espacios consagrados a sus víctimas. Pero dentro del
país varios libros prohibidos circulan de forma
clandestina.

Propaganda. El arte del maoísmo buscaba comunicarse con los campesinos que no sabían leer.

 China

En el barrio chic de la ciudad de Shangái, rodeada por cafés con mesitas


sobre la vereda y panaderías de estilo francés, la librería The Forest
satisface la curiosidad occidental. Si un cliente pregunta por la
Revolución Cultural, el vendedor se da vuelta y camina hacia un pasillo
donde cajas con caracteres chinos esconden una preciada carga. Vuelve
con el tomo Vida y muerte en Shangái de Nien Cheng, una autobiografía
publicada en 1986, que se transformó de inmediato en un best-seller
fuera de China. El vendedor entrega el ejemplar con la tapa hacia abajo
y, luego de cobrar, lo guarda en una bolsa con rapidez.

Los billetes de uno a cien yuanes con la cara de Mao Zedong tienen un
efecto irónico. A pesar de la repetición de su figura en los espacios
públicos, el mensaje es uno solo: el silencio. En China no existe un
museo sobre la Revolución Cultural, un monumento, un espacio de
memoria. Nada. Las líneas de tiempo en la Galería Nacional de Pekín o
en el Museo de Shangái hacen un paréntesis en 1966 para reiniciar una
década más tarde, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, padre de la
apertura china.

Lo cierto es que a mediados de los sesenta un Mao ya anciano y cuyo


poder se había debilitado lanzó una de las políticas más radicales de la
historia reciente. Llamó a los jóvenes a movilizarse contra los “cuatro
antiguos” (las “costumbres del pasado”, la “cultura arcaica”, el
“pensamiento avejentado” y los “viejos usos”) y a consolidar la
revolución.

En la práctica, millones de estudiantes se enrolaron como Guardias


Rojos, se rebelaron contra los maestros, los intelectuales, los opositores
dentro del partido, e incluso, contra sus propios padres en una
persecución de cualquier “desviación ideológica”. Las universidades
fueron cerradas y 17 millones de profesionales marcharon al campo, para
ser reeducados a través del trabajo manual.

En China, ese evento sigue en debate. No sólo porque no hay estadísticas


oficiales (los más conservadores argumentan que 250 mil personas
fueron asesinadas y los más radicales constatan 70 millones de muertos),
sino también porque el gobierno impone una política de omisión. La
película Fang hua(“Juventud”) reactivó el año pasado un debate que
parece tan eterno como el país asiático. El estreno había sido
programado para septiembre de 2017. A pesar de haber sido aprobada, el
Departamento de Propaganda consideró que debía revisarla de nuevo y
pospuso la exhibición hasta el 15 de diciembre.

Los recortes dieron como resultado un filme edulcorado que narra la


relación entre dos jóvenes del “batallón de bailarines” que daban
espectáculos para el Ejército Rojo. La historia cruza la muerte de Mao, la
apertura de Deng y la guerra contra Vietnam en 1979. Entre las heridas
físicas y psicológicas de los protagonistas se exhibe una melancolía
secreta por una vida más simple. La oposición entre el campo y la urbe
sigue latente en la modernidad china: en la escena final se ve un veterano
de guerra desplazado de su parcela comunal que no encuentra un lugar
entre las amplias avenidas.

Vida y muerte en Shangái es el libro perfecto para pensar esa etapa. Al


estar prohibido por el Partido Comunista, el lector tiene la sensación de
poseer un secreto, aunque la biografía haya vendido millones de copias
en el extranjero. La experiencia de la autora acumula horrores, centrados
en la violencia física, el sadismo de los torturadores y, por último, la
resistencia de la vida humana que encuentra la manera de sobrellevar el
dolor. Se trata, en definitiva, de la memoria descarnada de un pasado
traumático. Los chinos tienen un nombre para estos libros: shanghen
wenxue o “literatura de la herida”.

El término surgió a principios de los ochenta. Luego de la muerte de


Mao en 1976, de la presidencia del “sabio líder”, como llamaron a Hua
Guofeng, y de un golpe interno comandado por Deng Xiaoping, la
década arrancó con un juicio histórico. El 20 de noviembre de 1980, las
cámaras de televisión apuntaron a la Banda de los Cuatro, un grupo de
líderes del partido considerados actores protagónicos de la Revolución
Cultural. Cuarenta y nueve testigos y 870 piezas de evidencia
concluyeron en dos cadenas perpetuas y dos penas capitales, entre ellas a
la tercera y última esposa de Mao, Jiang Qing, que se despidió del
tribunal gritando “¡La revolución es gloriosa, la revolución no es un
crimen!”.

Se destapó así una corriente, que sigue hasta hoy, de la cual surgieron
cientos de memorias, biografías y testimonios. Al fin y al cabo, los
jóvenes educados habían sido el foco de la revolución. Cuando se
reestableció el ingreso a las universidades en 1977, la generación que
volvió del campo tenía una historia para contar.

El libro Cisnes salvajes de Jung Chang, publicado tres años después


de Vida y Muerte..., siguió el mismo destino de éxito en el extranjero y
censura interna que su antecesor. Doce millones de copias reprodujeron
la historia de tres generaciones de mujeres durante el siglo XX chino. A
partir del cuarto capítulo, sin embargo, el protagonista es Mao. Con una
descripción del culto a la personalidad y de la persecución a los
opositores, la autora confiesa que se enlistó como Guardia Roja para
deshacerse del estigma familiar que la marcaba como “capitalista
infiltrada”. El mismo Deng fue perseguido y torturado bajo este mote.
Una vez en el poder dijo que su memoria sobre el período no era
“objetiva, porque había sufrido mucho” e incentivó una condena general
sobre la década que había pasado. Poco después, una resolución tomada
por el Comité Central del Partido dejó las cosas en claro.

“El camarada Mao Zedong fue un gran marxista y un gran


revolucionario. Es cierto que él cometió severos errores durante la
Revolución Cultural, pero sus contribuciones a la Revolución China
superan con creces sus errores”, afirma el comunicado “Algunas
cuestiones sobre la historia de nuestro Partido”, difundido en 1981. El
gobierno, acostumbrado a los grandes eslóganes, empapeló las calles con
afiches que decían: “Mao Zedong fue 70% bueno y 30% malo”, y eso
fue todo.

En su libro La batalla por el pasado de China, el historiador Mobo Gao


afirma que así empezó un doble discurso: en el interior del país se llamó
a la amnesia, mientras en el extranjero se multiplicaron las denuncias.
“Una total denigración del período maoísta (…) era necesaria para las
reformas liberales posteriores”.

En parte por la fascinación que causó la Revolución Cultural entre los


intelectuales de izquierda durante los años setenta (entre ellos, Roland
Barthes y el grupo francés Tel Quel); en parte por el anticomunismo de
los editores en Hong Kong, Taipéi y Singapur, se formó una red de
publicaciones fuera del continente. Los libros La vida privada del
presidente Mao, de su médico Li Zhi Sui, y el siguiente éxito de Jung
Chung, Mao: la historia desconocida, se contraponían a las
publicaciones controladas por el Estado y a una literatura que indagaba
sobre la experiencia personal de aquellos años.

Shangshan xiaxiang (“jóvenes que subieron la montaña y bajaron al


campo”) o shiluo de yidai (“generación perdida”) fueron los nombres
con los que se conoció al grupo de escritores que regresó a las ciudades
después de 1976. A través de la autoficción hallaron una manera de
escabullirse de la censura y del discurso oficial, todavía más duro tras la
masacre de Tiananmén (manifestación estudiantil que exigía una mayor
apertura política, reprimida en 1989).

La novela de Su Wei El valle invisible (publicada en 1996, y


recientemente traducida al inglés) combina la experiencia de la vida en
el campo con el cuestionamiento a las normas de la sociedad china. Lu
Beiping, el protagonista, llega de la provincia de Cantón a Hainan, una
isla tropical en el sur de China que, por ese entonces, representaba el fin
del mundo civilizado. A diferencia de los libros mencionados
anteriormente, Lu es un comunista convencido y reconoce el progreso
cuando su batallón tala porciones de selva tropical para plantar caucho.

Luego de una noche de borrachera, el secretario del partido local lo


obliga a casarse con su hija fallecida. Muerta por malaria quince años
atrás, ya debería andar por los veinte, así que su padre quiere emparejarla
para que no vuelva como fantasma. Al huir de su suegro, Lu encuentra,
en el valle, una aldea que sobrevivió aislada de la historia china. Allí,
cada alimento y cada pareja se comparten.

Seres fantásticos coexisten con espíritus y rituales extraños para aplacar


a una serpiente que vive en el interior de la montaña. De hecho, la frase
“monstruos vacas y demonios serpientes”, que viene del folklore budista,
solía referirse a los intelectuales perseguidos. En el capítulo final, Lu se
despide con un poema que le transcribió su padre antes de partir desde
Cantón: “Yo también he sufrido los caprichos de la fortuna. / Sin
embargo, a través de mis pruebas, he permanecido en la memoria”.

Las narraciones de esta generación dialogan con el conflicto


fundamental de la sociedad china: el choque entre el campo y las
ciudades. En un universo jerárquico, donde sólo se admiten extremos, el
campo ocupa el lugar inferior. La presencia de los intelectuales entre las
mayorías chinas (la población rural se acercaba al 80 por ciento del total
en 1970) representó un choque de valores e ideas.

Mo Yan, premio Nobel del 2012, fue quien más trabajó este problema.
La novela Rana del 2009 se centra en la figura clave de las políticas
sanitarias desde el principio de la República Popular en 1949 hasta los
ochenta: una ginecóloga rural.

Sin embargo, su novela Cambios –editada en Argentina– es la que mejor


evalúa la relación entre su obra y el pasado reciente. Escrita por encargo
de la editorial india Seagull para la colección “¿Qué fue el
comunismo?”, el autor ofrece una revisión de su propia experiencia con
esta palabra. A través de la voz de un chico del interior, que ve llegar a
un médico a la escuela rural, se repite una estrategia: comparar el pasado
maoísta con la apertura. Así, el chico se alista en el Ejército para cumplir
el sueño de manejar un viejo camión soviético GAZ-51. La muerte de
Mao desata una serie de primeras experiencias: el primer viaje en tren, la
primera visita a Pekín y los primeros años en la universidad.

La identidad fue el problema que descolocó a la generación posmaoísta.


El deseo individual, como una manera de diferenciarse, llega a un punto
de delirio en la obra de teatro Yo amo XXX del dramaturgo Meng
Jinghui. Estrenada por primera vez en 1994, consiste en un listado de
deseos y objetos amados, repetido por distintos actores: “Amo a la
patria/amo a la gente/amo a los profesores/amo a mis compañeros de
clase”.

Las primeras enumeraciones aluden a los eslóganes de la revolución para


avanzar hacia las formas corporales del deseo. Al terminar, se escucha
un solo y reiterativo “te amo/te amo/te amo” como signo triunfal del
sujeto. La crítica teatral Claire Conceison señaló que el vanguardismo de
Meng se une a la tradición alegórica, único modo de mencionar la
política en China.

El turista revolucionario debe conformarse con el “Museo de la


Propanga”, única referencia al pasado comunista en Shangái. Un sótano
en un complejo de viviendas de los 80, con azulejos blancos y caños a la
vista, expone una colección privada de pósters de la época. El dueño
ofrece suvenires dudosos del Libro rojo a los extranjeros, que son la
mayoría de los visitantes.

Pese al gobierno, las marcas del pasado están donde el ojo quiera verlas:
en las parejas de viejos que bailan en los espacios públicos (una práctica
que según dicen solían hacer las parejas de Guardias Rojos), en los
bustos de goma de Mao que sobreviven en el campo o en las fotos
holográficas colgando de los portones que de un lado muestran a un Mao
sonriente y rechoncho y del otro a Deng Xiaoping. En ellas, se lee: “la
revolución vivirá por siempre en nuestros corazones”.
https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/hablamos-hablamos-mao_0_BJu9JUulQ.html

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