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Revista Ñ
Ideas
Historia y censura.
Propaganda. El arte del maoísmo buscaba comunicarse con los campesinos que no sabían leer.
China
Los billetes de uno a cien yuanes con la cara de Mao Zedong tienen un
efecto irónico. A pesar de la repetición de su figura en los espacios
públicos, el mensaje es uno solo: el silencio. En China no existe un
museo sobre la Revolución Cultural, un monumento, un espacio de
memoria. Nada. Las líneas de tiempo en la Galería Nacional de Pekín o
en el Museo de Shangái hacen un paréntesis en 1966 para reiniciar una
década más tarde, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, padre de la
apertura china.
Se destapó así una corriente, que sigue hasta hoy, de la cual surgieron
cientos de memorias, biografías y testimonios. Al fin y al cabo, los
jóvenes educados habían sido el foco de la revolución. Cuando se
reestableció el ingreso a las universidades en 1977, la generación que
volvió del campo tenía una historia para contar.
Mo Yan, premio Nobel del 2012, fue quien más trabajó este problema.
La novela Rana del 2009 se centra en la figura clave de las políticas
sanitarias desde el principio de la República Popular en 1949 hasta los
ochenta: una ginecóloga rural.
Pese al gobierno, las marcas del pasado están donde el ojo quiera verlas:
en las parejas de viejos que bailan en los espacios públicos (una práctica
que según dicen solían hacer las parejas de Guardias Rojos), en los
bustos de goma de Mao que sobreviven en el campo o en las fotos
holográficas colgando de los portones que de un lado muestran a un Mao
sonriente y rechoncho y del otro a Deng Xiaoping. En ellas, se lee: “la
revolución vivirá por siempre en nuestros corazones”.
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