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Daniel Cosío Villegas. El Sistema Político Mexicano
Daniel Cosío Villegas. El Sistema Político Mexicano
El sistema
político mexicano
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Primera edición (Institute of Latin American Studies,
The University of Texas at Austin), 1972
Segunda edición, corregida y aumentada, diciembre de 1972
Tercera edición, marzo de 1973
Cuarta edición, agosto de 1973
Quinta edición, mayo de 1974
Sexta edición, octubre de 1974
D. R. © 1972 Editorial Joaquín Mortiz, S. A.
Tabasco 106, México 7, D. F.
BREVE ADVERTENCIA
D. C. V.
l6-xi-72
9
I. E N T E N D I M I E N T O O S C U R O , C L A R A
ORIGINALIDAD
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quería combatir, sacaba la pluma, y cuando quería escri-
bir, echaba mano de la espada.) La esperanza que repre-
sentaron Sierra, Vigil y García se explica porque escri-
bieron cuando el régimen de Díaz aún no había tomado
forma y, en consecuencia, incitaba a reflexionar sobre él.
De 1888 a 1911 los intelectuales de mayor relieve sir-
vieron al gobierno de Díaz, y, por lo tanto, se adormeció
su espíritu crítico, optando los menos por callar, y los
más por cantar las proezas del régimen. La caída de Díaz
en 1911 hizo posible los escritos de Rabasa y de Bulnes.
Bastante más insegura es la explicación en cuanto a
la historia contemporánea. Ninguno de los miembros del
Ateneo de la Juventud tenía un interés verdadero en la
política, de modo que su rebeldía se enderezó más bien
contra el estancamiento de la cultura en general y sobre
todo de la educación superior. De los escritores de la
época heroica (1909-1911), cuando el gobierno de Por-
firio Díaz era aún lo bastante fuerte para castigar con
rudeza a sus opositores, sólo Madero produjo un libro;
Cabrera, Ricardo Flores Magón, Juan Sánchez Azcona,
etc., se quedaron en el artículo periodístico. Ningún his-
toriador o politólogo, mexicano o extranjero, ha conce-
dido a La sucesión presidencial de 1910 otro valor que
el de su oportunidad, pues apareció cuando existía ya una
opinión pública desfavorable a Díaz y así ayudó a darle
mayores vuelos a la campaña electoral de 1909-1910.
Para mí es un gran libro: bien escrito, con un mínimo
de demagogia, es el mejor análisis condenatorio del
régimen porfiriano, digno pendant de La cuestión presi-
dencial en 1876 de José María Iglesias. Los escritos
periodísticos de los otros, siendo en su época de un valor
moral ejemplar, y hoy importantes testimonios históricos,
poca sustancia ideológica han dejado.
La brillante generación de "1915", o de los Siete Sa-
bios, tampoco ha dado un gran escritor político por las
razones que traté de explicar en el prólogo de mi libro
Ensayos y Notas. Ni siquiera Narciso Bassols, dos o tres
años menor que los Sabios, y con un interés por la po-
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lítica casi obsesivo, supo escapar a la ilusión de que más
valía "hacer" algo por el México Nuevo nacido de la
Revolución que pensar y escribir acerca de él. Sobre to-
dos ellos, en efecto, obró un factor sumamente desfavora-
ble: cuando eran jóvenes y animosos, cuando su vida
era más simple, cuando, en suma, la tarea de escribir largo
y tendido hubiera sido relativamente llevadera, admiraban
tanto a la Revolución, que su deseo predominante era ser-
virla en la acción. Cuando les vino el desencanto, a unos
ya en 1929 y a todos sin excepción en 1940, era dema-
siado tarde para sentarse quietamente a escribir.
Como no se interesó en atraerse a los verdaderos in-
telectuales, ni éstos se esforzaron en abrirse paso hasta
las posiciones de poder, la Revolución se quedó con los
menos dotados, los cuales se dedicaron, sea a cantar sus
glorias, sea a servirla como "técnicos".
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sucesión presidencial da la mejor oportunidad para que
las maniobras facciosas se agudicen hasta ser el pan co-
tidiano del comentario público. Las desavenencias de Ma-
dero con Orozco y los hermanos Vázquez Gómez; las de
Carranza con Villa, Zapata y los convencionistas y más
tarde con Obregón; las de éste con De la Huerta y las
de Calles con Cárdenas, no podían ser sino hechos pú-
blicos, como que conmovían a toda la nación.
A partir de 1928 esta política abierta, ruidosa hasta
la violencia, comienza a modificarse, en parte porque un
buen número de los líderes sobresalientes de la Revo-
lución ha sido eliminado de un modo o de otro, y en
parte por la creación del partido único de la Revolución,
cuyo fin inmediato fue el de confiar a la lucha cívica y
no a las armas la solución de los conflictos políticos. Por
primera vez desde 1911 se introduce un mínimo de dis-
ciplina entre los miembros de la gran familia revolucio-
naria y entre los muchos aspirantes a pertenecer a ella. Esta
etapa de organización y de disciplina dentro del Partido,
y en general dentro del grupo gobernante, lo mismo el
federal que los locales, avanza con tanta prisa, que puede
decirse que tal vez para 1940, pero ciertamente en 1946,
llega a un grado de perfección increíble: desde entonces
la política mexicana, sobre todo en cuanto a lo que los
politólogos gustan de llamar el decision-making process,
se convierte en un misterio poco menos que impene-
trable.
Vaya un ejemplo. Hay un consenso general entre los
politólogos, aun entre los legos, acerca del procedimiento
que se sigue para designar al candidato del PRI a la
presidencia de la República: el presidente saliente lo es-
coge, pero ha de someter al elegido, por lo menos, a la
opinión o consejo de los ex presidentes. Y como demos-
tración de que así en efecto ocurre, se cita el caso del
presidente Miguel Alemán, que, habiendo escogido pri-
mero como su sucesor a Fernando Casas Alemán, enton-
ces jefe del Departamento del Distrito Federal, tuvo que
rectificar su decisión en vÍ3ta de las objeciones puestas
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por alguno o algunos de los ex presidentes, y acabó por
amparar la candidatura de Adolfo Ruiz Cortines. Pues
bien, no hay un solo testimonio de los participantes en
esta supuesta consulta, o siquiera de una persona cercana
a ellos. No sólo eso, sino que todos los ex presidentes
han declarado explícita y reiteradamente que jamás han
sido consultados, explicando que no hay razón alguna
para que así se haga puesto que el Partido lleva a cabo
la selección a la vista del público. No es éste, por su-
puesto, el único misterio de la política mexicana, pues
se repite en todos los puestos de elección popular.
Dar con los hechos que puedan fundar su explicación
racional, es la ocupación y la preocupación mayores de
quien estudia un fenómeno determinado; pero como el
politólogo que examina nuestra vida pública no logra
descubrir, por ejemplo, los que determinan la sucesión
presidencial, lejos de renunciar a explicarlo racionalmen-
te, se lanza a la suposición y aun a la fantasía. Acude,
digamos, a pintar las características que debe tener un
aspirante a la nominación del PRI, y acaba por presen-
tarlas con tanta seguridad que parece haberlas hallado
como si estuvieran escritas en un código público o que
alguien le ha revelado el secreto. Entonces dice que el
candidato ha de ser un hombre lo menos objetable po-
sible, sin pensar que siendo válida esa observación para
el caso de México, lo es también en cualquier país, puesto
que iría al fracaso un personaje generalmente impopu-
lar, y al éxito seguro el que es querido y admirado por
todo el mundo. Señalan asimismo el requisito de que
sus ideas sean, no ya alejadas de todo extremo, pero ni
siquiera muy definidas. La historia mexicana de los úl-
timos treinta años así lo comprueba, en efecto; pero, por
una parte, este requisito de no estar comprometido a un
programa demasiado rígido o explícito es válido en la
mayor parte de los países occidentales, y, por otra par-
te, la realidad mexicana es que, antes de llegar a serlo,
los candidatos del PRI no han expresado ninguna idea
de cualquier clase que sea, puesto que la norma es que
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la única voz oficial autorizada es la del presidente de la
República.
Este rasgo inconfundible de misterio que tiene la po-
lítica mexicana desde 1940 o 1946 en verdad obliga a
quien pretende estudiarla a inventar supuestos y razo-
nes, a extremar la especulación fantasiosa ante la falta
de hechos comprobables que pudieran dar a sus opinio-
nes un fundamento convincente. Cítense dos ejemplos
ilustrativos. Forzado a pintar los requisitos que ha de
llenar un aspirante a la nominación del Partido para la
presidencia de la República, un politólogo afirma que es
una tara definitiva tener una esposa extranjera, sobre
todo de nacionalidad norteamericana, como le ocurrió en
1946 al candidato Ezequiel Padilla. La esposa de Padilla
tenía ascendientes franceses y no norteamericanos, y fran-
ceses, además, con más de un siglo de residencia en Mé-
xico, y tan mexicanos, de hecho, que acabaron por es-
cribir equivocadamente el apellido del antepasado primi-
tivo francés, llegado a México hacia 1818. Padilla perdió
las elecciones porque siendo miembro de la familia
revolucionaria, rompió con ella al lanzar su candidatura;
perdió porque luchaba contra un partido político orga-
nizado que contaba con el apoyo oficial; y perdió porque
a él, no a su esposa, se le acusaba de "pro-americanis-
mo", cargo que hace impopular a cualquier mexicano y
mucho más al aspirante a la presidencia de la República.
El cargo provino de la actuación de Padilla como se-
cretario de Relaciones Exteriores en los años inmediatos
a su aventura presidencial, actuación que, además, debe
entenderse. México declaró formalmente la guerra a las
potencias del Eje; entonces Padilla no podía haber se-
guido sino una política de solidaridad con los Aliados, al
frente de los cuales, como el factor decisivo en la con-
tienda, se hallaba Estados Unidos.
Otro politólogo se adelantó a los tiempos al conside-
rar como requisito para ser el candidato oficial a la
presidencia, el de no ser declaradamente feo. Tal aseve-
ración se hizo pensando en la guapura juvenil de Mi-
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guel Alemán y de Adolfo López Mateos, y antes, por
supuesto, de la nominación y elección eventual de don
Gustavo Díaz Ordaz.
1. La Presidencia de la República
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cuenta en estas materias, sin consultar al Congreso sino
cuando le somete el presupuesto anual de egresos, en el
cual figura, por supuesto, el correspondiente al ramo
de educación.
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fluencia del presidente de la República, puesto que él de-
termina en buena medida el curso de esa vida pública.
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magistrado depende exclusivamente de la voluntad pre-
sidencial. Claro que, una vez aprobado por la cámara alta,
nadie puede revocar su nombramiento, según se ha dicho
ya. Podría pensarse que, pasado ese momento de suje-
ción, el magistrado goza de una independencia plena. No
es así, sin embargo, dadas esas razones, y por motivos
que también operan con los miembros del poder legis-
lativo.
Teóricamente, la subordinación del poder legislativo
al Presidente es explicable, pues la mayoría parlamentaria
está compuesta de miembros del partido oficial, cuyo jefe
supremo es el presidente de la República, aun cuando
formal o abiertamente no aparezca como tal. La verdadera
razón, sin embargo, es de otra naturaleza. Los candidatos
a diputados y senadores desean en general hacer una ca-
rrera política, y como el principio de la no-reelección les
impide ocupar el mismo lugar en el Congreso por mucho
tiempo, se sienten obligados a distinguirse por su lealtad
al Partido y al Presidente para que, después de servir tres
años como diputados, puedan pasar en el senado otros
seis, y de allí, digamos, otros tantos de gobernadores de
sus respectivos estados o alcanzar un puesto administra-
tivo importante. Esto quiere decir que después de los tres
años de su mandato, el porvenir de un diputado no de-
pende en absoluto de los ciudadanos de su respectivo
distrito electoral, sino del favor de los dirigentes del
Partido y en última instancia de la voluntad presi-
dencial.
Todos estos hechos, y varios otros que podrían agre-
garse, no explican de un modo cabal el papel deslucido
que viene desempeñando en el escenario político nacional
el poder legislativo desde hace por lo menos treinta años.
A buen seguro que el mexicano no vería con ojos compla-
cientes un parlamento que, como el de la IV república
francesa, formara y derribara gobiernos sin más objeto
que demostrar el mayor poder de una fracción sobre otra,
con la consiguiente paralización de toda acción benéfica
del poder ejecutivo. Es de suponerse que tampoco apro-
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baria la conducta de un Congreso que mantuviera sin
motivos perfectamente claros y justificados una actitud
levantisca frente al poder ejecutivo. Pero asimismo es
claro que el mexicano medio no aplaude cámaras de di-
putados y senadores que creen llenar sus funciones con
las ruidosas ovaciones que le dispensan al presidente de la
República, pues semejante actitud significa renunciar
al papel de cooperadores del Ejecutivo y, si el caso lle-
gara, el de sus más severos críticos.
En todo caso, el mexicano, por lo visto, ha acabado por
creer que ha caído en desuso la independencia de crite-
rio, sin contar con que una experiencia larga y hasta
ahora no desmentida enseña que la sujeción es mucho
más lucrativa que la independencia.
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que, salvo en el caso de una crisis mortal, digamos el le- Y eso a pesar de que ningún presidente civil se ha des-
vantamiento militar de Obregón para oponerse al suce- vivido por halagarlo, dotándolo, por ejemplo, de armas
sor elegido por Carranza, o al ocurrir la rebelión dela- modernas y costosas.
huertista, las armas han tenido que ver en la política No se saben a punto fijo cuáles fueron los verdaderos
nacional bastante menos de lo que generalmente se su- propósitos que se persiguieron con la creación de la se-
pone. El único presidente que puede considerarse como cretaría de la Presidencia. Su antecedente lejano fue una
un gran caudillo militar es Obregón, pues nadie tomó comisión que, operando dentro de la secretaría de Ha-
nunca muy en serio los hechos de armas de Ortiz Rubio, cienda, tuvo como función armonizar las inversiones del
Ávila Camacho, Abelardo Rodríguez y aun de Calles, poder ejecutivo. El presidente Ruiz Cortines la sacó de
siendo los de Cárdenas más bien oscuros. A Obregón allí para ponerla bajo su autoridad inmediata, ampliando
pudo favorecerlo políticamente su aureola militar, pero sus funciones a una incipiente fiscalización de las inver-
el poder que tuvo como presidente, y el que tuvieron siones aprobadas. Entonces se pasó a la secretaría de la
los otros, se debió ante todo a la destreza' para usar la Presidencia que, por seguir con esa función, dio pábulo
enorme suma de facultades "civiles" que la ley y los há- a creer que se trataba de una supersecretaría encargada,
bitos políticos le ofrecían. Un modo convincente de com- no sólo de coordinar y vigilar las inversiones del sector
probar esto lo da nuestro proceso electoral. Al desta- público, sino de hacer del poder ejecutivo un instrumento
parse, el Tapado es una figura política sumamente frágil, de acción unitaria, y no, como siempre había ocurrido,
pues aun cuando ha sido durante los seis años anteriores una serie de feudos, cada uno de los cuales tiraba por
secretario de estado, la nación apenas sabe de su exis- su lado. Nótese que en estos antecedentes no asoma si-
tencia. A esa debilidad original corresponde la necesidad quiera el propósito de "institucionalizar" los dones presi-
y la urgencia de una campaña electoral prolongada, ex- denciales; pero de cualquier manera, e independientemente
tensa y costosa, durante la cual el candidato, al mismo de todo, es un hecho que esta secretaría ha resultado una
tiempo que se da a conocer físicamente, establece un unidad burocrática más, con facultades mal definidas y
contacto personal con los grupos políticos de cada lugar en conflicto continuo con otras, sobre todo las secretarías
visitado para crear en ellos esperanzas e intereses con el de Hacienda y del Patrimonio Nacional. Y ciertamente
conocido doble sistema de alabar ai héroe local y sobre no ha podido ser ni es la única dispensadora de los
todo prometiendo el oro y el moro. Una vez hechas las regalos presidenciales.
elecciones, su fuerza basta para que un Congreso en cuya Bastante más atendible es la observación de que justa-
composición apenas ha intervenido, facilite y apresure la mente por depender de la voluntad del Presidente tantas
declaración de haber sido electo. Y el día mismo en que cosas importantes, ha hecho surgir y ha robustecido una
toma posesión de su puesto, está ya en pleno uso de sus serie numerosa de presiones, todas elias ávidas de ganarse
amplísimas facultades. Parece cosa de magia, pues sólo esa voluntad para favorecer intereses particulares de per-
en un mundo imaginado podría verse el espectáculo de sonas y de grupos. Desde luego, es un fenómeno cono-
que en sólo ocho meses un hombre pase de la indigencia cido y muy estudiado por los politólogos este de los "gru-
política más cabal a tener un poder casi absoluto sobre pos de presión" o "grupos opresores", como parece más
un país, una nación y un estado. Revela también cuán gráfico llamarlos. En Estados Unidos, donde afloran como
grande es el hecho de que, salvo un caso conocido, el en ninguna otra parte del mundo, han acabado por crear
ejército no haya puesto en duda la autoridad presidencial. toda una profesión, la del lobbyst, encargado de propiciar,
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sobre todo en el Congreso, leyes y disposiciones favorables
a sus representados o que no lesionen sus intereses. Pero
en Estados Unidos, donde el parlamento es libre y donde
la prensa, a más de serlo también, juzga que su princi-
pal función es desenmascarar al delincuente y al inmo-
ral, el público está en mejores condiciones de localizarlos
y de reaccionar contra ellos. En México, a la inversa, sólo
conocen y pueden medir esas presiones los grupos que
las ejercen y el Presidente que las sufre. No puede, pues,
discurrirse mayormente sobre este tema de si tales gru-
pos opresores han debilitado, y en qué grado, el poder
del Presidente.
Se sabe, sí, y perfectamente, que los beneficios del
progreso material de los últimos treinta años se han dis-
tribuido del modo más inequitativo posible e imaginable.
La parte mayor, mucho mayor, ha ido a los empresarios,
razón por la cual se ha dicho que si en el partido oficial
estuvieran representados de verdad los intereses de los
obreros y de los campesinos, el reparto hubiera sido muy
diferente. Así, no puede haber duda alguna de que los
grupos opresores existen y de que han tenido la fuerza
suficiente para desviar de su cauce natural los propósitos
originales de la Revolución Mexicana. Es de presumirse,
además, que aparte de esos grupos opresores "privados",
el Presidente también es objeto de continuas y fuertes
presiones de los miembros de la Familia Revolucionaria,
y que cada uno de ellos alegará que pretenden ganarse su
beneplácito, no para engrandecer su propia persona, sino
por abogar en favor de los intereses "superiores" de unos
representados más o menos imaginarios.
El problema, empero, no es el de la existencia de gru-
pos opresores, que puede darse por resuelto afirmativa-
mente, sino el de la medida en que de verdad han li-
mitado y limitan el poder del Presidente. No puede des-
cartarse la posibilidad de que así sea, pero tampoco de
que el Presidente lo conserva intacto, sólo que su ejercicio
se ha hecho más complicado y un tanto azaroso. En todo
caso, si ese poder estuviera, en efecto, muy limitado por
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semejantes presiones, habría que aceptar dos consecuen-
cias. La primera, que esta pieza de nuestro sistema político,
la presidencia de la República, que se creía, como la vieja
Anáhuac de Alfonso Reyes, la región más transparente
de la política mexicana, es ya también víctima de las
tinieblas y de un denso y envenenador smog. Y la segun-
da, que una situación semejante nos alejaría aún más
de una vida pública sana y abierta, pues quedaría acen-
tuado hasta lo indecible su carácter palaciego y oculto,
de ruda intriga y de puñalada trapera.
2. El Partido Oficial
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tercera facción, la de Sebastián Lerdo de Tejada; y en
las de 1876, desaparecido Juárez, a las facciones super-
vivientes, la lerdista y la porfirista, se agregó la de José
María Iglesias. Tanto descalabro hizo surgir una y otra
vez el anhelo de reconstruir el "Viejo Partido Liberal", y
para ello se hizo un esfuerzo aparatoso en 1880, en oca-
sión también de una elección presidencial en la que par-
ticiparon como candidatos nada menos que seis figuras
destacadas de ese añorado partido. Se hizo otro intento
en 1893, mediante la Unión Nacional Liberal, nombre
significativo, porque, en efecto, se quería unir nacional-
mente a los liberales. Este intento, como el último de
1903, fracasó.
El movimiento revolucionario estuvo todavía más ex-
puesto al desgajamiento ya que, salvo el grupo de Chi-
huahua que conservó inicialmente una cierta unidad bajo
la jefatura de Madero, en muchos de los estados de la
República brotaron como por generación espontánea nú-
cleos rebeldes que apenas habían oído hablar del pro-
grama y de los líderes anti-reeleccionistas. Es más, aun
dentro del grupo de Chihuahua, apenas iniciado el movi-
miento rebelde, Pascual Orozco y Francisco Villa pre-
tendieron desconocer la autoridad de Madero. Triunfante
ya la Revolución, durante el interinato de León de la
Barra, se hizo manifiesta la disidencia de Emilio Vázquez
Gómez. El hermano de éste, Francisco, fue descartado
como candidato vicepresidencial en favor de José María
Pino Suárez, y apenas llegado Madero al poder, se le-
vantaron contra él Pascual Orozco y los hermanos Váz-
quez Gómez. La situación empeoró al renacer el mo-
vimiento revolucionario, pues desde los comienzos el
grupo carrancista estuvo amenazado por el bando villista,
para no hablar de la desconfianza con que el último
vio siempre la participación de los rebeldes sonorenses.
Esta primera etapa de divisiones fue poca cosa al lado
del rompimiento ya declarado de Villa, del grupo con-
vencionista y la actitud separatista del zapatismo. Electo
Carranza como presidente constitucional, el grupo revo-
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lucionario que había sobrevivido a las primeras divisiones
apenas se conservó junto, pues desde el comienzo de esta
presidencia constitucional se planteó el problema de la
sucesión, a la que aspiraban figuras militares tan sobresa-
lientes como Alvaro Obregón y Pablo González. Al in-
clinarse Carranza por un candidato civil, el grupo obre-
gonista acudió a una de las rebeliones más sangrientas que
hasta entonces había habido. Una peor aún se repitió
al plantearse en 1924 la sucesión de Obregón. Y en 1928
la lucha facciosa concluyó con la muerte de los tres can-
didatos revolucionarios: los generales Serrano y Obregón,
asesinados, y Arnulfo R. Gómez, fusilado.
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vado a sus respectivos candidatos a la silla presidencial,
no sufrió un resquebrajamiento irreparable en su orga-
nización, ni vio mermar gran cosa el número de sus adhe-
rentes. Y por si fuera poco este resultado, hace dieciocho
años, en ocasión de las últimas tres elecciones generales,
no ha habido escisión alguna, de modo que ha llegado
a hablarse de una organización "monolítica" del Partido.
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Es de suponerse que esa necesidad de mantenerse uni-
dos llegó a preocupar de verdad al grupo revolucionario,
y no sin motivo. A pesar, en efecto, de que el Partido
Liberal Constitucionalista había nacido al amparo de las
más recias figuras militares y civiles del momento, apa-
reció un "Partido Constitucional Fronterizo", un "Club
Constitucionalista Democrático" y aun otro que llevaba
exactamente el mismo nombre de "Liberal Constituciona-
lista", todos los cuales, sin embargo, postulaban a Ca-
rranza. La preocupación debió ser mayor porque no pa-
recía que las circunstancias fueran muy propicias para
lograr esa unidad. Desde luego, difícilmente podía disi-
mularse que sus dos sostenedores más fuertes, González
y Obregón, pretendían usar el nuevo partido para pre-
parar sus candidaturas presidenciales. Sin embargo, como
no tocaba hacer elecciones hasta 1920, esa manipula-
ción podía haberse mantenido más o menos cubierta si
no hubiera sido porque a poco de formarse el partido tu-
vieron que ser convocadas las elecciones de unos dipu-
tados encargados nada menos que de redactar una nueva
Constitución, la constitución revolucionaria, porque en-
tonces los grupos personalistas, sobre todo el de Obregón,
comenzaron a actuar abiertamente.
El primero en resentir esa situación fue Carranza, pues
si el partido se había creado, como dijo en su momento
Pablo González, para "unificar el criterio del elemento
revolucionario" acerca del primer candidato presidencial,
era de esperarse que Carranza, electo gracias al partido,
hubiera contado con el apoyo de éste para su gestión
gubernativa. No fue así, y por eso lo vio desde los co-
mienzos con desconfianza. Pidió, por ejemplo, a Juan
Sánchez Azcona que observara su conducta para averi-
guar si correspondía al propósito de "uniformar el senti-
miento revolucionario". El observador acabó por creer
que el PLC estaba cometiendo el error de limitar su
acción al parlamento y a "las oficinas públicas", con des-
medro de una acción propiamente popular. En todo caso,
Carranza no se sintió muy obligado con el partido, como
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lo revela el hecho de que no figuró en su gabinete alguno
de sus miembros sobresalientes. No sólo eso, sino que en
el parlamento mismo Carranza se apoyaba en un grupo
de diputados adictos a su persona, como eran José Nati-
vidad Macías, Félix F. Palavicini, Luis Manuel Rojas,
Alfonso Cravioto, Hilario Medina, Pastor Rouaix etc.
Ésta fue una de las razones por las cuales este grupo,
que acabó por llamarse "renovador", fue combatido ru-
damente en el Constituyente, donde la pugna entre Obre-
gón y Carranza se hizo ya ostensible.
El PLC llegó a tener una fuerte mayoría en las cá-
maras, pero en parte por esa circunstancia y en parte por
la proximidad de las elecciones de 1920, fue combatido
por los grupos opositores hasta infligirle su primera de-
rrota al elegirse en 1919 la Comisión Permanente del
Congreso. De allí que, a pesar de que en términos genera-
les el PLC había servido sus intereses, Obregón, al lanzar
su candidatura con un año de anticipación a las elecciones
de julio de 1920, declarara que no deseaba que la sostu-
viera un solo partido. La razón que dio fue que el PLC,
como otras agrupaciones más o menos definidas, no eran
sino fracciones del viejo Partido Liberal, y que, por lo
tanto, apoyarse en uno solo ahondaría las divisiones,
cuando el propósito deseable era unificarlos en un solo
organismo político. Llega Obregón al extremo de incitar
a los ciudadanos a que voten sin pensar que para hacerlo
debieran afiliarse antes a un partido cualquiera.
Una vez, sin embargo, que Obregón llega a la presi-
dencia, el Liberal Constitucionalista recobra y aun ro-
bustece su influencia, hasta que sus dirigentes cometen
en diciembre de 1921 un desliz imperdonable, pero no
por eso menos ilustrativo de las condiciones políticas de
entonces. Un grupo de diputados de ese partido presentó
en la cámara una iniciativa para reformar la Constitución
de modo de instaurar en México un régimen parlamen-
tario de gobierno. Según ella, el presidente de la Re-
pública seguiría siendo electo popularmente; pero el "pri-
mer ministro" y los secretarios de estado serían designados
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por el Congreso de ternas que para cada caso le some-
tiera el Presidente.
Es verdad que desde junio de 1918, en ocasión de las
elecciones de una nueva legislatura federal, el PLC lanzó
todo un programa, que debían aceptar y sostener sus can-
didatos a diputados y senadores, y en el cual figuraba
"el establecimiento del régimen parlamentario de go-
bierno". Aun así, el que ahora proponía no dejaba de
tener rasgos bastante peculiares. Resultaba teóricamente
insostenible que los diputados y senadores, cuyos man-
datos populares estaban restringidos, respectivamente, a
un distrito electoral y a un estado, limitaran el poder de
un presidente cuyo mandato popular era nacional. Lo
peor del disparate, por supuesto, estaba en el desconoci-
miento de las realidades políticas. Si a Obregón se debía
la existencia misma del constitucionalismo, puesto que él
aseguró en muy buena parte su predominio militar. Si
Obregón no había vacilado hacía año y medio escaso en
acudir a la rebelión militar para oponerse al designio
de Carranza de favorecer la candidatura de un civil. Si,
con su victoria sobre Carranza, Obregón se había conver-
tido en el caudillo único de la Revolución, ¿era cuerdo
imaginar que se sometiera de buen grado a esa limitación
de sus poderes, a dejar de ser el jefe del gobierno para
convertirse en un simple jefe de estado? Con toda la in-
sensatez que muestran los actores de este episodio, no deja
de revelar su deseo de limitar institucionalmente el poder
del caudillo militar. Al mismo tiempo, enseña que las con-
diciones políticas no habían madurado lo suficiente para
hacer realizable semejante propósito aun si hubiera sido
más perspicaz de lo que fue.
Obregón, por supuesto, acudió a otras agrupaciones
políticas para anular la influencia general, pero más in-
mediatamente la parlamentaria, que hasta entonces había
tenido el Partido Liberal Constitucionalista. Para conseguir
esos nuevos apoyos, sin embargo, Obregón no usó el
agravio del sistema parlamentario, sino el de que los
peleceanos se oponían a la pronta aplicación de la re-
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forma agraria y al control de las compañías petroleras
extranjeras. En todo caso, Obregón logró su propósito
seis meses después, en las elecciones de diputados de
1922. Para ello, se fundó la Confederación Nacional
Revolucionaria con los partidos Nacional Cooperatista,
Nacional Agrarista, Laborista y Socialista del Sureste. Ya
acusaba una debilidad inicial el que a pesar del califi-
cativo de "nacional" que llevaban dos de sus miembros
y la propia Confederación, no fuera ésta, en realidad, una
organización nacional. Por añadidura, no se trataba de
un partido único, sino de una especie de alianza, de ca-
rácter necesariamente temporal; en fin, era inevitable
que alguho de los componentes tratara de predominar,
de modo que los restantes, o desaparecían, o abando-
naban lá Confederación. Así ocurrió, sobre todo porque
el Nacional Cooperatista, fundado desde 1917, estaba ma-
nejado por líderes hábiles y dinámicos.
El Partido Laborista Mexicano, creado en diciembre
de 1919, tenía raíces más antiguas, como que algunos de
sus dirigentes habían hecho sus primeras armas desde 1915
en la Casa Amiga del Obrero; también su composición
mostraba mayor homogeneidad y su programa era más
definido. Y, sin embargo, no había cobrado mucha fuer-
za. El Nacional Agrarista, fundado en 1920, contaba con
dirigentes conocidos, como Antonio Díaz Soto y Gama
y Aurelio Manrique. Tenía el programa claro, pero evi-
dentemente parcial, de propiciar la reforma agraria, pues
siendo ése, sin duda, uno de los objetivos mayores de la
Revolución Mexicana, no era ni podía ser el único. Y el
Partido Socialista del Sureste difícilmente podía desem-
peñar un papel activo y eficaz dentro de la Confedera-
ción: sus líderes radicaban en Yucatán y estaban empe-
ñados en una acción radical apenas compatible con el
oportunismo del Cooperatista. El resultado fue que pron-
to se advirtió el predominio de este último; pero como
al acercarse las elecciones de 1924 se inclinó por la can-
didatura de Adolfo de la Huerta, en oposición a la de
Calles, que contaba con el apoyo del presidente Obre-
44
gón, el Partido Nacional Cooperatista acabó por verse
desalojado del escenario político.
Sobrevino, como se sabe, la rebelión delahuertista de
1924, que partió literalmente en dos al grupo revolu-
cionario, causando, además, una gran destrucción física
que a todas luces empobreció al país. De allí que no
mucho tiempo después del triunfo electoral de Calles, se
hicieran esfuerzos mayores y más elaborados para cons-
tituir un gran partido nacional. Desde mayo de 1917 se
habló de que iba a formarse en la cámara de diputados
un "Bloque Socialista", promovido por Basilio Vadillo
y J. D. Ramírez Garrido. Les disgustaba comprobar que
sus colegas se ocuparan sólo de "labores políticas", mien-
tras que ellos querían atacar los grandes problemas del
país: el agrario y el obrero, el religioso y el educativo,
etc. El Bloque se formó sin alcanzar mayor resonancia;
pero tras la triste experiencia de la revuelta delahuertista
y en el poder ya Calles, resolvió convocar el 2 de mayo
de 1926 a todos los partidos para formar una "Alianza
de Partidos Socialistas de la República". Las razones es-
grimidas para crearla resultaron un tanto contradictorias
de aquel buen propósito de abandonar la "politiquería"
para ocuparse de los grandes problemas nacionales. En
efecto, declaran desde luego "imposible concebir la idea
de grandes electores que manejen a su antojo la maqui-
naria electoral del país", debiendo estar en manos de
todos los partidos. Al lado de ésta, es verdad, se dieron
otras razones: por lo pronto, que la Alianza fuera "el
verdadero exponente del sentir nacional", unificar las
tendencias socialistas "que se agitan en los diversos par-
tidos de la Revolución", etc. La convocatoria fue comen-
tada por la prensa. Excélsior protestó porque aquellos
señores creían que "la nación mexicana estaba compuesta
tan sólo por los partidos revolucionarios". El Universal,
en cambio, acertó: consideraba ridicula la fragmentación
de los nuevos políticos en "partidos, partiditos y partidi-
zos", cuando lo necesario era un partido "completo",
sustentado en principios y con un programa llamativo.
45
El comentario resultó profético, pues al pasarse lista
de presentes en la primera sesión, se vio que concurrían
818 delegados, que bien podían haber representado a
otros tantos partidos, ya que la convocatoria había limi-
tado a un solo delegado la representación de cada par-
tido. Por supuesto que no fue así, pero, de todos modos,
resultó fácil advertir ciertas irregularidades en las repre-
sentaciones. Guerrero y Jalisco, por ejemplo, contaron
con 47 representantes cada uno, a pesar de las marcadas
diferencias de población y de politización. Llamó más la
atención que Yucatán, donde había un partido socialista
combativo y famoso, enviara un solo delegado, y 6 es-
casos el Socialista Fronterizo, también de Renombre. De
hecho, aparte de estos dos, apenas tres más llevaban el
nombre de socialista: los de Campeche, Tabasco y "Occi-
dente". Los demás tenían nombres tradicionales: "Club
Político Venustiano Carranza"; Partido Político "General
Victoriano Zepeda"; Partido Político "Guadalupe Victo-
ria", etc. No faltó la nota cómica que dieron los nombres
de ciertos delegados: Medegiro Ruiz, Byron Guerrero,
Segundo Arenaza, Dimas Popoca, etc. Lo más notable de
todo, sin embargo, resultó la increíble pulverización a
que habían llegado las organizaciones políticas del país.
En Coahuila, digamos, existían 43 partidos políticos, cosa
explicable ya que sólo en Sabinas había 6. De Chihua-
hua concurrieron representantes de 23 partidos y de San
Luis Potosí 34.
Era sumamente problemático que prosperara como par-
tido nacional aquella Alianza. Por lo pronto, su nombre
mismo revelaba que no era su propósito crearlo, ya que
se trataba simplemente de juntar a los partidos locales
existentes. Aun así de reducido el propósito, resultaba
difícil aliar de verdad tantas organizaciones políticas, la
mayor parte de las cuales tenían un subido color local,
puesto que no abarcaban siquiera un estado, sino un mu-
nicipio o, cuando más, departamentos o jefaturas. Y estaba
también el escollo de que fuera el socialismo el denomi-
nador común de partidos tan ajenos a credos ideológicos.
46
De allí que, en cuanto se instala, la Alianza se ocupa de
definir el socialismo, asunto bien escabroso en sí mismo
y más aún si la definición aspiraba a recibir una acep-
tación general. En parte por esa circunstancia y en otra
por simple ignorancia, lo pintó como "una tendencia
desinteresada completamente de hacer feliz a las clases
sociales mexicanas en un ambiente de socialismo mexi-
cano, verdadero y práctico". Pero aun estos devaneos no
dejaron de ofrecer cierto interés. Primero, comenzó a opo-
nerse una mentalidad nueva, la revolucionaria, a la vieja
liberal, al fin y al cabo del siglo xix. Y segundo, se re-
pitió la idea de que el interés colectivo debía prevalecer
sobre el individual.
La convención concluyó con el nombramiento de una
mesa directiva con 30 vocales, para que en ella estuvieran
representados los estados y territorios de la República.
Asimismo, con el anuncio de que la Alianza convocaría
a una nueva convención con el objeto de seleccionar al
candidato presidencial de 1928, que todos sus miembros
se comprometían a sostener. Se apuntó a Obregón, que,
al parecer, contaba ya con un apoyo mayoritario, si bien
la Alianza no llegó a pronunciarse por él considerando
que aún faltaban dos años para esas elecciones.
Así fracasó de nuevo el propósito de constituir un
partido estable y de alcance nacional. Y esto teniendo
ya a la vista las elecciones de 1928, que amenazaban
celebrarse sin que se hubiera podido presentar la can-
didatura presidencial de un caudillo lo suficientemente
destacado para ser admitido por las principales facciones.
Y el hecho de que la candidatura de Obregón hubiera
exigido una reforma constitucional equivalente al aban-
dono del principio de no-reelección, que había desatado
todo el movimiento revolucionario, era ciertamente un
nial presagio. Desde luego se resucitó el viejo nombre
de Partido Anti-Reeleccionista para postular al general
Arnulfo R. Gómez, hecho al cual se contestó con la fun-
dación del Centro Director Obregonista, que claramente
denunciaba su origen personalista. Tras la del general
47
Francisco Serrano, surgieron las candidaturas disidentes de
José Vasconcelos, Antonio I. Villarreal y Gilberto Va-
lenzuela. En fin, ocurrió lo que se temía: la sublevación
en Sonora de los generales Francisco Manzo y Gonzalo
Escobar.
49
por el simple hecho de que un movimiento militar se
había apoderado del gobierno.
Y también se vio con gran claridad una última cir-
cunstancia que hacía imperativa la organización política
de la nación. Durante el primer siglo de la Independen-
cia, el caudillo, así se llamara Santa-Anna, Juárez o Por-
firio Díaz, había sido el principal sostén de esa organi-
zación, y dentro del mismo periodo revolucionario, Ma-
dero, Carranza y Obregón desempeñaron ese papel nece-
sario. Pero para 1929, no ya esos tres caudillos mayores,
sino muchos de los que los seguían y podían, en conse-
cuencia, reemplazarlos, habían desaparecido, física o po-
líticamente. Calles mismo, entonces ya con cincuenta y
dos años a cuestas, no debió ver muy lejano su fin. Dada
esta situación, se imponía un sustituto institucional que
reemplazara al caudillo, especie a punto de extinguirse.
Calles y el Partido fueron afortunados por una ra-
zón más. El general había dejado de ser presidente de
la República, lo cual le daba un margen de maniobra
más amplio y un tanto invisible para guiar al Partido en
sus primeros pasos. Por otra parte, logró que la conven-
ción nominara, no a un candidato presidencial obrego-
nista, sino a un "viejo revolucionario", es decir, a un
elemento neutral. En fin, Calles se hizo el sucesor de
Obregón, o sea el líder revolucionario de mayor fuerza.
Y no ha de descuidarse una circunstancia más que favo-
reció los primeros años del Partido. Puede decirse que
a la Revolución le tomó diez, de 1911 a 1920, destruir
el antiguo régimen porfiriano; pero como la obra acabó
por ser total, la Revolución se quedó en 1920 sin ene-
migo al frente, dueña indiscutida del campo. Esto quiere
decir que las posibles oposición y división estaban dentro
del grupo vencedor y no fuera de él. Si al fin, con el
Partido, se unificaba, la Revolución no tendría enemigo
exterior, y, en consecuencia, contaría con vía libre para
caminar a sus anchas.
Cabe, pues, concluir que la creación de un partido po-
lítico nacional, revolucionario y aun "oficial" o semi-
50
oficial, correspondió a genuinas y grandes necesidades
generales. Desde luego, se proponía ser, como dicen los
politólogos, un aglutinador de los intereses opuestos de
personas y de grupos, de manera de evitar, no ya la gue-
rra civil, pero incluso la escisión natural dentro del par-
tido mismo. Buscaba dar coherencia a la acción político-
administrativa de las autoridades oficiales, sobre todo,
claro, las federales, viendo y tratando de resolver los prin-
cipales problemas del país en su conjunto, y no como
casos locales, aislados, independientes unos de los otros.
Adoptando lo que vino a llamarse "el programa" de la
Revolución Mexicana, trataba de crear e imponer un con-
senso general acerca de las reformas de mayor impor-
tancia y urgencia, evitando así la esterilidad de los par-
lamentos en que no hay una fuerte mayoría gobiernista.
Viendo las ventajas con cierta perspectiva de tiempo, po-
día también esperarse que el Partido sirviera para ca-
pacitar, con prédicas y experiencia, a los jóvenes deseosos
de hacer una carrera política y, ya formados, darles en el
Partido una oportunidad real para ejercerla.
3. El Avance Económico
51
mientras el producto interior bruto crece a una tasa anual
de 3.3% durante 1900-1910, baja a 2.5 y 1.6, respec-
tivamente, de 1910 a 1925 y de 1925 a 1940. En
cambio, llega al 6.3 y mantiene este promedio de 1941
a 1965. Las cifras anteriores cobran una significación
acentuada si se comparan con las de los países mayores
de la América Latina, que se hallan también en vías
de industrializarse. La América Latina en su conjunto
ha crecido apenas a una tasa de 4.6, Argentina a la de
2.0, Brasil 4.1, Chile 5.4 y Venezuela 5.1, es decir, a
tasas todas ellas inferiores a la de México. Se llega al
mismo resultado si la comparación se establece sobre
la base del producto interno bruto per capita: el de Mé-
xico es de 3.3, el de América Latina 2.2, el de Argen-
tina, 1.9, el de Brasil 2.6, el de Chile 1.0, y el de Vene-
zuela 1.3. Esta situación no se modifica hasta 1971,
cuando se quebranta la tasa anual de crecimiento de Mé-
xico y la brasileña asciende espectacularmente hasta 10%.
Esos dos índices, el producto interno bruto global y
el per capita, son los más usados para medir los avances
de una economía; pero cualquier otro que se aplique
tendrá el mismo sentido. La tierra cultivable, por ejem-
plo, ha aumentado en México de 15 a 24 millones de
hectáreas de 1930 a 1960. En 1940 el 6 5 % de la fuerza
de trabajo estaba dedicada a la agricultura y 25 años
después sólo el 52, en contraste con la industria, que
sube del 13 al 20, mientras los servicios ascienden del 22
al 28. Las inversiones de fondos federales aplicadas al
desarrollo económico han llegado a representar el 5 3 %
del total, y las inversiones sociales el 19.
No puede, pues, ponerse en duda que la economía me-
xicana se ha desarrollado de un modo perceptible y
sostenido durante los últimos treinta o treinta y cinco
años.
52
I I I . EL SALDO N E G A T I V O
1. El Político
Está por hacerse una historia del partido oficial que per-
mita ver en detalle las grandes vicisitudes por las que
ha pasado en su ya larga historia; pero quizás no sea
aventurado suponer que camina por un sendero más o
menos seguro hacia su consolidación de 1929 a 1940,
y que en 1941 se inicia una inflexión que lo conduce
al estado en que ahora se encuentra. El punto culminante
de la primera etapa fue la reorganización hecha por el
presidente Cárdenas, consistente en sustituir la noción
geográfica, determinante hasta entonces de las represen-
taciones que tenían los agremiados del Partido, por una
representación "funcional" o de "sectores". Y el punto
inicial y decisivo del segundo periodo fue la importancia
que dentro de estos sectores se dio al "popular" como
freno a un "partido de masas", objetivo este que se le
achacó a Cárdenas y que se juzgó tremendamente des-
quiciador por revolucionario. No es que los factores que
han conducido finalmente al empobrecimiento de los pro-
pósitos y características primitivas del Partido hayan na-
cido en esa segunda época, pero sí parece cierto que de
entonces acá se han acentuado de un modo visible.
El primero de los factores empobrecedores es la falta
de un programa breve, claro, convincente, en suma. Por
supuesto que el Partido hizo desde su nacimiento una
"declaración de principios", y un "programa de acción"
que, además, ha retocado después en siete ocasiones, la
última de ellas, según se verá después, en octubre de
1972. Pero estos documentos adolecen de una debilidad
tan manifiesta que resulta explicable su ineficacia. Lar-
Sos, "historiados", escritos en un lenguaje altisonante,
abarcan todos los problemas nacionales habidos y por
53
haber, de modo que resulta imposible que alguien re-
tenga su esencia y mucho menos que se grabe en la con-
ciencia popular. Después, es fácil comprobar que no
corresponden al sentir colectivo y ni siquiera a las rea-
lidades políticas y socio-económicas de la época para la
cual se supone que van a regir. Más bien son fruto de la
imaginación y del "buen (o mal) decir" de un indivi-
duo o de una "comisión" compuesta por cuatro o cinco
personas.
Pero el pecado más grave de estas declaraciones y de
estos programas de acción es que sus autores, lejos
de darse cuenta de la necesidad de que se distingan del
programa gubernamental, se limitan a repetir lo que el
Presidente en turno ha dicho en su gira electoral o en
sus pronunciamientos ya oficiales. Es claro que el Par-
tido carece de los medios económicos y aun jurídicos ne-
cesarios para llevar a la práctica un programa, y que
el gobierno sí cuenta con ellos. Esta circunstancia hace
pensar en una idea elemental: si el Partido tuviera un
programa interno propio, de beneficios inmediatos para
sus asociados, podría actuar cerca del gobierno como un
grupo de presión para lograrlos. Es perfectamente conce-
bible (de hecho ésa debe ser la función principal de
los Sectores) un mecanismo como éste. Las "demandas",
peticiones o exigencias de un Sector, llegarían a sus di-
rigentes, quienes las colarían para armonizarlas. Repe-
tida esta tarea en los otros dos, las demandas de los tres
Sectores serían aglutinadas o articuladas por los miem-
bros del Comité Ejecutivo Nacional, cuidando, desde
luego, el aspecto de su viabilidad política. Una vez con-
cluido este proceso, se presentarían al gobierno para su
satisfacción. Pero esto no ha ocurrido ni es fácil que
ocurra porque la idea de "enfrentarse" en alguna forma
al gobierno llenaría de horror a los dirigentes del Par-
tido. Todo lo cual impone la necesidad de definir la forma
como el Partido puede contribuir efectivamente en la
elaboración del programa del gobierno y a su eventual
ejecución.
54
La verdadera razón por la que al Partido y al gobierno
mismo les repugna tener un programa es que éste su-
pone la definición de metas y de métodos para alcan-
zarlas, así como el tiempo en que se espera conseguirlas.
Tal cosa, por supuesto, significa un compromiso moral
y político, que no quieren echarse a cuestas. De allí que
el Partido declare que su programa es el de la Revolu-
ción Mexicana, y el gobierno, que la Constitución de 1917
señala el suyo. Como es de suponerse, la opinión pú-
blica del país abriga ya un franco escepticismo ante es-
tas dos fórmulas, que han acabado por indicar el deseo
de escamotear las realidades.
Estas observaciones acerca del programa llevan a se-
ñalar otra causa del descrédito actual del Partido, que
es la ambigüedad de sus relaciones con el gobierno. A
nadie puede ocultársele, por supuesto, que todos los go-
bernantes, desde el presidente de la República hasta el
último munícipe, han sido postulados por el Partido.
Todo el mundo observa que en cuanto llega a su puesto
el nuevo presidente de la República, incorpora en su
equipo de gobierno a dos o tres de los más altos diri-
gentes del Partido, y que los restantes son sustituidos por
otros más de su agrado. Todo el mundo ve que al pre-
sentarse el Presidente a inaugurar un congreso obrero
o campesino, va acompañado del presidente del Comité
Ejecutivo Nacional del Partido. Y así consecutivamente.
A pesar de todo esto, el Partido mantiene la apariencia
de que el Presidente no es su jefe nato o ex officio, sino
que su vida está regulada exclusivamente por sus propios
órganos de gobierno: asambleas nacionales, consejo na-
cional, comité ejecutivo nacional, etc.
56
norteamericano ha expresado admiración por su capacidad
política y administrativa. El problema es que, no habien-
do sido antes figuras siquiera identificables, su nomina-
ción tiene que justificarse ante el sentir público, lo cual
se conseguiría usando procedimientos abiertos, claros, de-
mocráticos, en suma, sobre todo porque el Partido, pro-
clamando y sosteniendo que sí los usa, no ha conseguido
sino extender más el descreimiento de esa opinión pú-
blica.
Y no sólo han cambiado las personalidades, sino tam-
bién lo que puede llamarse los principios. Aunque, según
se ha dicho ya, la Revolución Mexicana no tuvo una
ideología bien definida, y su "programa" jamás fue sufi-
cientemente explícito, nadie podía dudar de ciertos rasgos
distintivos suyos, como el nacionalismo y el propósito de
mejorar la condición de los campesinos, los obreros y,
en general, los elementos más desamparados de la so-
ciedad. Pero el nacionalismo, que suponía un cierto aisla-
miento de México con relación al mundo exterior, re-
sultó insostenible después de la Segunda Guerra Mundial,
con su comunicación telegráfica y radial instantánea y la
velocísima del avión. Se creó así una atmósfera de uni-
versalidad de la que ni aún el más poderoso país de la
tierra podía escapar. También resultó insostenible ese
nacionalismo después de decidir México hacer del pro-
greso económico la meta principal de la acción oficial y
privada, pues entonces tuvo que acudir a la ayuda del
capital y la tecnología extranjeros. El logro de la segun-
da meta, el mejoramiento del pobre y el desvalido, re-
sultó mucho más complicado de lo que creyeron cando-
rosamente los primeros revolucionarios, de modo que,
tras un esfuerzo tenaz y sostenido, si bien no siempre muy
inteligente, los éxitos parecen poco convincentes o bas-
tante dudosos. De allí que se hayan debilitado el entu-
siasmo y la fe en que ese objetivo de la Revolución está
a la vuelta de la esquina.
Por si esto fuera poco, las ideas y sentimientos nacio-
nalistas e igualitarios nacieron cuando la sociedad era en
57
México predominantemente rural y agrícola; pero de
treinta años a esta parte es bien clara su tendencia a
convertirse en urbana o industrial. Así han surgido pro-
blemas tan graves y tan complicados como la urbaniza-
ción, el turismo, la dualidad de una agricultura tradicio-
nal y otra moderna y comercial, y la industrialización,
sobre los cuales no dijo ni pudo haber dicho una pa-
labra el "programa" primitivo de la Revolución Me-
xicana.
Además de las personalidades que operan en el pri-
mer plano del escenario político y del programa nor-
mativo de la acción oficial y privada, la sociedad misma
a la que pretenden gobernar ha experimentado cambios
profundos, muchos de ellos provocados por la acción de
los gobiernos revolucionarios. El número de analfabetos
ha disminuido de modo notable durante los últimos años,
y ha crecido paralelamente el de los estudiantes en to-
dos los grados de la educación. Los medios de transporte
y de comunicación se han extendido y mejorado muchí-
simo, y los de comunicación de masas, prensa, cine, radio
y televisión, tienen hoy auditorios que se cuentan por
millones. La población se ha multiplicado a un ritmo
impresionante, y su composición se ha alterado, de ma-
nera que los jóvenes, los que apenas se asoman a la vida
pública, representan una proporción muy respetable de
ella. Por añadidura, ha habido una señalada concentración
urbana, de modo que hoy viven dentro de ciudades de
cierta magnitud varios millones de seres humanos antes
aislados o semi-aislados en el campo.
Todas estas cosas, y muchas otras, han conducido a
despertar una conciencia cívica que antes no existía o que
era menos sensible y exigente. Parece que, frente a estos
cambios, numerosos y complicados, pero visibles, no ha
surgido aún en México un hombre público que los apre-
cie, y mucho menos que determine transformaciones pa-
ralelas dentro del Partido y en la vida pública general
del país.
58
El obstáculo mayor para democratizar los procedimientos
del Partido y, en general, la actividad pública del país,
es, por supuesto, lo que se llama el "tapadismo", es de-
cir la selección oculta o invisible de los candidatos del
PRI a los puestos de elección popular, sobre todo los
superiores y particularmente el de presidente de la Re-
pública. Tomando este último caso como el más ilus-
trativo, recuérdese, en primer lugar, que, según una tra-
dición no contrariada durante los últimos treinta años,
el elegido sale del círculo cercano al Presidente, más con-
cretamente de sus doce secretarios de estado y todavía
más (con la excepción de un caso único), de la secre-
taría de Gobernación. Estos hechos, que, por supuesto, no
son inmutables, pero que se han repetido a lo largo de
treinta años, indican el margen estrechísimo de la selec-
ción que hace el Presidente, lo mismo si se piensa en los
quince miembros de su gabinete, que en sus doce secreta-
rios de estado y más aún, por supuesto, en el solitario
ministro de Gobernación. Pero es que, desde el punto de
vista del público, aun esa selección así de apretada se
hace dentro de una oscuridad tan impenetrable, que el
mexicano ha renunciado a entender cómo ocurre, y se
conforma con rogar a Dios que sea tolerablemente acer-
tada.
Desde el día mismo en que reciben sus nombramientos,
los secretarios de estado comienzan a taparse, a cerrarse,
a ocultarse, a disimular y callar... pero no totalmente,
porque entonces serían olvidados, inclusive por el presi-
dente de la República, que es quien al final rasga el velo
que cubre al Tapado. Este juego resulta endemoniadamen-
te difícil, si bien su esencia consiste en hacerse presente,
pero de ninguna manera omnipresente. El personaje debe
situarse en el fondo del escenario político, pero jamás al
pie de las candilejas, y caer allí como ángel alado, posán-
dose tan leve, tan suavemente, que incluso pueda dudarse
de si su presencia no es, después de todo, mera ilusión
59
óptica. El juego consiste en musitar, en hablar entre dien-
tes y a medias palabras mientras no se aluda al "Señor
Presidente", porque entonces han de escucharse estas
palabras distinta y rotundamente.
Por supuesto que en cualquier país, Francia, Inglaterra
o Estados Unidos, la figura sobresaliente es la del jefe de
gobierno, llámese presidente o primer ministro; pero esto
no impide que la opinión pública conozca la conducta
de los secretarios de estado y tenga un juicio bien
formado sobre cada uno de ellos. El juego del tapadis-
mo, por el contrario, impide conocer a los colaboradores
cercanos del presidente de México, de modo que cuando
se destapa el Tapado, el público poco o nada sabe sobre
sus méritos y habilidades. A lo más que se atreve es a
suponer" que el elegido debe tener una que otra prenda
positiva y muchas negativas. De entre las positivas, la
principal y la más segura es una lealtad inquebrantable
hacia el Presidente; una cualidad incierta, en realidad
una simple esperanza, es su capacidad de despertar cierta
simpatía popular. Las prendas negativas son más nume-
rosas: no haber cometido un disparate garrafal en su
gestión administrativa, pero, sobre todo, no tener ene-
migos y no suscitar fuertes antipatías; en suma, ser lo
menos objetable posible.
La última fase del largo proceso del destapamiento
es —según se ha creído siempre— el sondeo que hace el
presidente saliente acerca de su elegido, sobre todo —se
asegura— con los ex presidentes. Nadie ha probado hasta
ahora si se hace de verdad o no semejante sondeo, si
se limita en efecto a los ex presidentes o si se amplía
a otros círculos y cuáles son ellos. Por lo que toca a los
ex presidentes, hoy disponemos de sus testimonios.
El más terminante de todos es el de Miguel Alemán:
según él, jamás se les consulta sino "respecto de algún
problema especial en relación con el puesto que ocupan",
es decir, a él en materia de turismo, a Emilio Portes Gil
sobre seguros, al general Cárdenas en cuanto a la Cuenca
del Balsas y a Adolfo Ruiz Cortines acerca de la fa-
60
bricación de productos de asbesto. Emilio Portes Gil ase-
guró que los ex presidentes estaban obligados a "disci-
plinarse a la resolución que en su oportunidad tomara
el Partido", lo cual equivale, no sólo a negar que se les
consulta, sino a afirmar que si no les place la persona
escogida por el Presidente, tienen que aguantarse y con-
ducirse, además, como si ellos mismos hubieran parti-
cipado en la selección. Más significativamente, Adolfo
Ruiz Cortines aseguró que recae sobre el presidente en
turno "la enorme responsabilidad de interpretar qué es
lo que quiere y necesita nuestro pueblo". Esto significa
que el Presidente puede y debe escoger libremente a su
sucesor, si bien ha de hacerlo consciente de la que se le
espera si desacierta. El general Cárdenas no fue interro-
gado por los periodistas, de modo que nos quedamos
para siempre sin sus opiniones. Sin embargo, cuando sus
colegas hicieron estas declaraciones, Cárdenas exhortó a
un grupo de estudiantes a participar en la vida política
nacional presentándose como candidatos a diputados y
senadores para que en el Congreso defendieran fielmente
los intereses de sus mandantes. Tal vez expresara esta
incitación cierta inconformidad con algunos de los can-
didatos seleccionados por el PRI y aun con los métodos
que éste usa para escogerlos.
En cambio, algunos de sus colegas se acomidieron a
hacer una especie de "retrato hablado" de un buen can-
didato a la presidencia de la República. Retrato no muy
inteligente o muy sutil, pero que, aun así, da motivo a
alguna reflexión. Alemán sostuvo que debería tener
"las mejores cualidades cívicas y políticas", además de
haber desempeñado "un puesto público". Tal vez valga
la pena preguntarse si hay alguna diferencia entre las
cualidades "cívicas" y las "políticas". En cuanto al re-
quisito de haber ocupado un puesto público, explicó que,
de otra manera, "es muy difícil poder calificar sus ap-
titudes, sus conocimientos, sus experiencias, su actua-
ción". Evidentemente este antiguo mandatario juzga ne-
cesario que el candidato pertenezca a la "Familia Revolu-
61
cionaria", pues sólo sus miembros desempeñan los cargos
públicos superiores; pero la falla mayor, según se ha
explicado ya, es que con el sistema del Tapado la ac-
tuación de un secretario de estado a lo sumo puede servir
para que el Presidente, que lo mira de cerca e interna-
mente, se aventure a suponer que sería un buen sucesor
suyo, pero jamás bastará para justificar ante los ojos del
público la selección hecha. Emilio Portes Gil fue más
explícito, aunque menos útil. Tras pedir que el candidato
fuera "revolucionario a toda prueba', honesto, capaz, ex-
perimentado y ecuánime, aseguró optimistamente que en
el gobierno había "muchas gentes" que llenaban tan
exigentes requisitos.
Apenas cabe agregar que desde un punto de vista ra-
cional, es difícil entender cómo ha podido subsistir du-
rante tanto tiempo (por lo menos veinticinco años) este
método del Tapado. No, desde luego, porque no parez-
ca humano que un Presidente, cualquier Presidente, cuyo
mandato concluye inexorablemente a los seis años de ha-
ber iniciado su reinado, desee prolongarlo escogiendo un
hombre dócil que siga sus "consejos". También es perfec-
tamente comprensible que procediendo así, quiera pro-
tegerse contra la crítica y aun contra la denuncia pública
de los desaciertos de su gestión. Pero treinta años de ex-
periencia han enseñado que el sucesor se libera de la
influencia de su antecesor en brevísimo tiempo, digamos
dentro del plazo máximo de los -seis primeros meses de
su gobierno. El nuevo Presidente asume pronto una
actitud de plena independencia, y no sólo él, sino tam- *
bién sus colaboradores inmediatos. Se han dado muchos
casos de que el nuevo Presidente hereda del anterior
dos o tres secretarios de estado, a quienes, según se su-
pone, el segundo ha recomendado insistentemente. Pues
bien, hasta ahora ninguno de ellos ha cometido el error
de creer que debe actuar como representante y defensor
de los intereses, opiniones o gustos del anterior. En esa
forma, todas las largas y complicadas maniobras enca-
62
minadas a asegurarse como sucesor a un testaferro re-
sultan pronta y absolutamente inútiles.
63
sucesión, con el deber correlativo del Presidente de reco-
nocerlo. De no elegírsele a él —y sólo uno puede
serlo—, la reacción de este nuevo tipo de aspirante no
puede ser la antigua de atribuir el fracaso a mala suerte
o ingratitud, sino a haberse violado una obligación casi
contractual, digamos un gentlemerís agreement. Esta frus-
tración puede traducirse en una reacción violenta, con dos
posibles consecuencias lamentables: denunciar, abierta o
calladamente, los malos manejos del Presidente violador
del derecho sucesorio, y lo que es más grave todavía,
transferir el rencor al nuevo Presidente, a quien necesa-
riamente el postergado juzgará indigno de ocupar el pues-
to. Y puede llegar esa reacción hasta organizarle al
mandatario conflictos que lo pongan en aprietos.
Así se produciría un doble resultado cuya gravedad es
ahora difícil de medir. Por una parte, se rompería de he-
cho, aunque por lo pronto no abiertamente, la clara tra-
dición iniciada por Cárdenas de que el mandatario sa-
liente se retira a la vida privada, renunciando a hacer
política. Por otra, esa ruptura puede ser la iniciación de
un resquebrajamiento del grupo gobernante, que parecía
haberse consolidado paulatinamente desde 1929 hasta
alcanzar un grado monolítico.
Es claro como la luz del día que este tipo de con-
flictos desaparecería, o que su gravedad se rebajaría
mucho, si la sucesión presidencial se ventilara a la luz
del día, democráticamente, pues entonces los perdidosos
no podrían alegar mala suerte, ingratitud y mucho me-
nos traición.
2. El Económico
67
IV. C O N T E N E R P A R A L I M I T A R
69
más atractivo que el que se abrogan el gobierno y el
PRI. Quizás se deba esto en parte a las artimañas de los
políticos oficiales y en parte a que pronto cambiaron
los supuestos políticos sobre los cuales comenzó a ope-
rar, o creyó que podía operar el PAN. El gobierno y el
PRI, se ha dicho más de una vez, se apropian el ' pro-
grama" de la Revolución Mexicana, un programa indefi-
nido pero teñido de un claro sentido reformista, sin in-
dicación específica de qué, cómo y cuándo va a reformarse.
Además, como desde Calles se ha sostenido que la Re-
volución Mexicana es permanente, se colige que su ca-
lidad de reformista es también eterna. Ninguna reforma
o cambio pueden, así, ser ajenos a ese programa y, por
lo tanto, el gobierno y su PRI dicen estar en todo mo-
mento listos y dispuestos a acometer cualquier reforma.
Por otra parte, parece que la iniciativa de fundar el PAN
se debió a una condenación apasionada y sobre todo pre-
matura, de la acción desordenada pero revolucionaria
de Cárdenas. Esto hizo suponer a sus fundadores que el
PAN contaría con el apoyo de los elementos' conserva-
dores más amenazados, el clero y la gente adinerada. Pero
la acción cardenista comenzó a desvirtuarse desde la ad-
ministración de Ávila Camacho, y con la de Miguel Ale-
mán el giro conservador se completó. Entonces, la Iglesia
y esa gente adinerada dieron pronto por cierta la posibi-
lidad de entenderse directamente con semejantes gobier-
nos y, en consecuencia, juzgaron inútil el riesgo de res-
paldar, aun de trasmano, a un partido que por defini-
ción iba a oponerse al gobierno. Existe la impresión de
que a los dirigentes del PAN les ha costado tiempo y
esfuerzo sobreponerse a esta falla de sus primeros su-
puestos políticos y por eso su actitud posterior ha sido
la de apelar a la opinión general del país y no a gru-
pos o clases determinados. Esto le ha permitido ganar en
las sucesivas elecciones presidenciales, y aun en las de
diputados locales y federales, mayor número de votos.
Debe reconocerse, sin embargo, que el PAN, como
cualquier otro partido político actual o futuro, tropieza con
70
un obstáculo técnicamente insuperable: el PRI y el go-
bierno hacen el escrutinio de los votos, y, según el viejo
dicho, "el que escruta, elige". En las últimas elecciones
de diputados a la legislatura del estado de México, por
ejemplo, el PRI se atribuyó el 94 por ciento de los vo-
tos emitidos, le dio el 4 y medio al PAN, ocho décimas
de uno por ciento al PPS y tres décimas de uno por
ciento al PARM. Parece claro que en el momento de hacer
este escrutinio, el PRI se sintió tan avaro, que no reparó
en que condenaba pública y matemáticamente al PPS y
al PARM, puesto que resulta insostenible la existencia
misma de un partido que alcanza menos de uno por cien-
to de los votos, y en el caso del PARM, apenas tres dé-
cimas de ese uno por ciento. Al contrario, en las últimas
elecciones de diputados hechas en el Distrito Federal, el
mínimo que el PRI le concedió al PAN fue el 25 por
ciento, y en algún distrito electoral llegó a darle el 40.
A pesar de esta pirotecnia electoral, se admite genero-
samente que el PAN ha ganado algún terreno, si bien
hay una marcada disparidad de opiniones sobre si debe
darse a ese progreso un signo positivo en favor del PAN,
o un signo negativo en contra del PRI, o sea que un buen
número de ciudadanos que no suscribirían el programa
o la actuación general del PAN, al encontrarse ante la
disyuntiva concreta de escoger entre un candidato de él
y otro del PRI, votan por el del PAN considerando que
de todos modos no será peor que el del PRI, o que será
mejor, aunque sólo en un grado pequeño. Por supuesto
que hay ciudadanos que optan por abstenerse de votar,
pero, al parecer, la mayoría de estos votantes libres o no
comprometidos prefieren sufragar por los candidatos pa-
nistas. Si así fuere habrá que reconocer que el PAN está
desempeñando una función útil, porque, en principio, le
ofrece al elector una opción que antes no existía, al me-
nos con la claridad de hoy. No deja de ser útil también
el que en la Cámara federal el PAN cuente con veinte'
"diputados de partido", ya que esto le permite usar una
tribuna de cierta resonancia para expresar sus ideas y, so-
71
bre todo, para censurar la conducta del gobierno. Tienen
el mismo sentido las frecuentes declaraciones que hacen
sus líderes a la prensa.
Todo esto no es incompatible con la afirmación hecha
antes de que el peso político general del PAN es muy
reducido y que, en consecuencia, no desempeña, ni podrá
desempeñar el gran papel de contener el poder desmesu-
rado del presidente de la República y del Partido oficial.
¿Podría esperarse que en un futuro próximo surgiera un
nuevo partido político que desempeñara esa función? Es
más que dudoso aceptar semejante supuesto, no sólo por-
que las leyes electorales han sido ideadas para impedirlo,
sino porque no se vislumbran los hombres y las ideas que
podrían acometer una tarea tan ingrata como estéril, pues
no debe olvidarse nunca que el motor de todo partido
político es la conquista del poder, motor que no fun-
ciona ni puede funcionar eficazmente cuando la posibili-
dad de alcanzarlo es tan remota como lo es en el Mé-
xico actual. De todos modos, si alguna vez surgiera ese
nuevo partido, sería un desgajamiento del PRI y no algo
ajeno a él.
74
resultados de un cambio anunciado recientemente, a sa-
ber: que a partir de las elecciones de julio de 1973, con
las que se renueva la cámara de diputados federal, todos
los partidos políticos tendrán un acceso equitativo a la
televisión para presentar sus programas y defender a sus
candidatos. Esto, desde luego, supone reformar la actual
ley de radio y televisión, que prohibe el uso de esos me-
dios de comunicación para fines políticos. Y habrá de
aclararse si se usarán con ese propósito sólo los dos ca-
nales oficiales, o también los cuatro comerciales, y, en
este caso, quién pagará el tiempo usado.
Queda por examinar el caso más complicado de la
prensa. El número de las publicaciones periódicas de todo
género ha crecido de modo señalado en los últimos vein-
ticinco o treinta años; también ha subido el tiro de la
mayor parte de ellas. La capital de la República, por
ejemplo, cuenta con once diarios, cuyo tiro total debe
andar por el millón de ejemplares. Con más de dos cuen-
tan las capitales de las provincias importantes, y a nin-
guna le falta el suyo. Aun vista así, con la simpleza de
los números, la situación es un tanto engañosa. El nú-
mero de diarios acusa ya su debilidad, pues es claro que
no todos cuentan con las instalaciones, el equipo humano
y el capital que requiere un diario moderno. Más aún:
gravitan sobre un grupo limitado de anunciantes, for-
mado en gran parte, además, por empresas extranjeras
que prefieren medios publicitarios distintos de la prensa
periódica, sobre todo la radio y la televisión. Por eso pue-
de dudarse de que la mayoría de estos diarios tenga una
base económica tan sólida que les permita ser indepen-
dientes aun si lo quieren y lo intentan. A ello, además,
se oponen ciertas circunstancias que conviene apuntar.
La primera, por supuesto, es el poder incontrastable
del gobierno. Un organismo oficial ha estado encargado
desde hace treinta y cinco años de importar el papel que
usan todas las publicaciones periódicas, diarios y revis-
tas. Está, pues, en manos del gobierno vender o no el
papel. Y si una publicación "rebelde" pretendiera impor-
75
tarlo ella misma, directamente, seguiría estando su destino
en manos del gobierno, ya que la importación requeriría
un permiso, y éste puede negarse sin explicación alguna.
La verdad es que, teniendo en sus manos un arma tan
contundente, el gobierno la ha usado muy rara vez, ya
que sólo en un caso extremo necesitaría hacerlo. Por
principio de cuentas, los anunciantes se retirarían de la
publicación periódica sobre la cual recayera el baldón
de la antipatía gubernamental. Al anunciante no le im-
portaría mayormente considerar que el diario opositor o
independiente, justamente por serlo, fuera leído por un
número mayor de lectores (y de compradores potencia-
les) que los otros. Los diarios y revistas pueden dividirse
burdamente en dos categorías. Los menos, son empresas
comerciales e industriales que dan a sus accionistas ga-
nancias satisfactorias; por lo tanto, nada más ajeno a
ellas que querer predicar y defender alguna doctrina
política. No faltan los propietarios que sostienen a pér-
dida publicaciones periódicas porque les sirven como me-
dio de obtener del gobierno apoyo para empresas de otra
índole (bancarias, industriales o comerciales) que son el
verdadero origen y sostén de las considerables fortunas de
esos empresarios metidos sólo incidentalmente a perio-
distas. Pero la gran mayoría de estas publicaciones perió-
dicas carecen de base económica para sostenerse por sí
mismas y, por lo tanto, su supervivencia reposa entera-
mente en la ayuda oficial, que toma desde la forma ino-
cente de la compra de un número considerable de sus-
cripciones, o de anuncios innecesarios del propio gobierno
o de las empresas semi-oficiales, hasta la más insidiosa del
subsidio en dinero contante y sonante, dedicado a pagar
salarios, materia prima, etc.
Resulta raro, de verdad excepcional, el diario o revista
que hace un esfuerzo sostenido y laborioso para seguir
un curso medio que salve estos escollos. Por un lado,
tiene que asegurarse un grupo de anunciantes menos te-
merosos que le permitan vivir y prosperar, sin renunciar
por ello a mantener una actitud de cierta independencia
76
frente al gobierno. Esta segunda faena es más delicada
todavía, porque los gobiernos mexicanos en general han
sido intolerantes de cualquier opinión disidente, así sea
templada y hecha con la mejor buena fe visible. Enton-
ces, el único camino abierto a las poquísimas publica-
ciones independientes es dar con la proporción justa
de elogios y censuras para mantener su independen-
cia y, al mismo tiempo, evitar ser objeto de una pre-
sión o de una represalia que puede ser fatal. No sólo
el público, sino los periodistas profesionales, creen que el
gobierno es el único obstáculo a la libertad de la prensa
mexicana, cuando pueden serlo también los anunciantes.
Si un periódico juzga de su deber revelar grandes males
o injusticias sociales, lo tachan de "comunista", exacta-
mente como lo hace el gobierno, y le retiran la publi-
cidad. Si se considera que la subsistencia de un diario
mexicano depende de tener ocupado con anuncios el se-
senta por ciento de su espacio, se verá hasta qué punto es
hacedera la efectividad de un boicot publicitario. Enton-
ces, un diario independiente tiene que cuidar dos frentes,
el oficial y el del anunciante, haciendo así bien difícil
hallar un curso medio entre esos dos peligros.
Parece legítimo concluir, aun fundándose en una pre-
sentación tan esquemática, que no puede esperarse que
la prensa periódica sirva para contener de algún modo
y en cierto grado el poder oficial. Es más: si por alguna
circunstancia hoy imprevisible la prensa en general juz-
gara que le conviene tener una actitud de mayor inde-
pendencia, tropezaría en su rehabilitación con un obs-
táculo cuya remoción sería muy lenta. En efecto, la incre-
dulidad de la inmensa mayoría de los lectores frente a
cuanto comentan e informan los periódicos es tal, que se
ha llegado no sólo a calificarlos de embusteros, sino al
dogma de tomar como cierto lo opuesto a lo que dicen.
Conviene afinar el cuadro anterior para presentarlo
tal y como bastantes mexicanos lo ven hoy. El actual
Presidente ha dicho reiteradamente, desde sus primeros
discursos de propaganda electoral hasta su informe al
77
Congreso de la Unión del l 9 de septiembre de este año,
que prefiere la verdad adversa desnuda al halago menti-
roso de la publicidad. Ha insistido mucho también en la
necesidad de la crítica y de la autocrítica, en mantener
un diálogo público, abierto, con todos los sectores de la
sociedad mexicana. Esa actitud, tan novedosa como reite-
rada, le ha valido al presidente Echeverría un aplauso
general; pero, al mismo tiempo, ha animado a los es-
critores de los diarios a expresarse con menos cautela,
es decir, que hoy sus críticas de los hombres públicos del
día se han hecho más frecuentes y más "naturales".
Nada seguro es predecir cuál puede ser el resultado
final de esta nueva situación. Por una parte, sería muy
difícil, por no decir imposible, que el Presidente se des-
dijera públicamente; por otra, tiene que haberle sorpren-
dido la facilidad con que los escritores le han tomado
la palabra. Y como no todas las críticas a su gobierno, y
aun a él personalmente, serán mesuradas, ni inteligentes
ni mayormente fundadas, nada de extraño sería que el
gobierno comenzara a distinguir entre las "buenas" y
las "malas", para acabar por sostener que acepta las pri-
meras, pero no las segundas. Y para ello echaría mano
de una idea muy arraigada en los círculos oficiales: que
por una razón o por otra, en México es absolutamente
necesario mantener incólume la autoridad del jefe del
estado, porque, de lo contrario, el país caería en la anar-
quía. Y apoyarían esa idea con el antecedente histórico
del presidente Madero, cuya caída -y final desaparición no
ha dejado de atribuirse a haberlo ridiculizado varias pu-
blicaciones periódicas de la época, Y nada sorprendería
tampoco que si perciben el desagrado oficial, que puede
inclusive traducirse en alguna pequeña represalia, los
escritores vuelvan a rehuir los temas políticos de actua-
lidad.
El panorama no parece ser, pues, tan rosado como se
ha visto recientemente, de modo que sin duda será más
lento y penoso el proceso de que la prensa periódica
conquiste con firmeza un cierto grado de libertad.
78
Poca de la opinión pública alcanza a expresarse por los
medios que aquí se han considerado. De hecho, la mayor
parte no se hace pública, sino que queda confinada a la
charla de familia o de café. A veces, sin embargo, sale a
la calle y a las plazas bajo la forma de manifestaciones
tumultuosas y aun violentas, como ocurrió con la rebel-
día estudiantil de 1968, en la que participaron la mayor
parte de los estudiantes de las escuelas de enseñanza su-
perior de la República, y con la de junio de 1971, limi-
tada a los alumnos capitalinos de la Universidad Nacio-
nal y del Instituto Politécnico. La motivación de los
estudiantes en esas dos ocasiones es sumamente comple-
ja, de modo que su actitud de protesta ha de atribuirse
a una buena variedad de móviles. Y sin embargo, nadie
puede dudar de que uno de ellos fue una profunda in-
satisfacción con la vida política del país. En todo caso,
lo que aquí interesa averiguar es si esas manifestaciones
estudiantiles han servido siquiera para advertirle al go-
bierno que no todos los sectores sociales aprueban su
conducta, y que, por lo tanto, en alguna forma debe
modificarla para darle, digamos, un mínimo de satisfac-
ción a la opinión pública. Es más que dudoso que el
gobierno del Presidente Díaz Ordaz lo haya entendi-
do así, puesto que no tomó la menor medida ni hizo el
menor acto tendiente a ese fin.
79
V. EL P A S A D O INMEDIATO
85
blemas que encuentra en sus negociaciones con los pa-
trones.
A menos, pues, de que se produzca un fenómeno extra-
ordinario, digamos un alza rápida y pronunciada del costo
de la vida y una política oficial declarada de congelación
de salarios, no hay razón para suponer que la base obrera
provoque un movimiento de rebeldía que imponga cam-
bios importantes en la organización y el funcionamiento
del Partido.
Con mucha mayor razón puede descartarse la posibi-
lidad de que la base del Sector Popular lo exija. Como la
enorme mayoría de sus miembros son de clase media ur-
bana, su virus revolucionario no es muy corrosivo. Ade-
más, es en verdad increíble la heterogeneidad de las
distintas y muy numerosas agrupaciones que lo forman.
La principal razón, sin embargo, es que el Sector Popu-
lar ha sacado del Partido ventajas fuera de toda propor-
ción con el número de sus componentes y la naturaleza
y urgencia de sus necesidades.
Como parece bien improbable que los cambios partan
de la base de algún Sector o de los tres combinados, con-
viene examinar los que puedan ser inducidos desde arri-
ba, por los dirigentes de los Sectores y del Partido mismo
y aun por el presidente de la República.
La experiencia, breve pero demostrativa, de Carlos Ma-
drazo indica que el presidente del Comité Ejecutivo Na-
cional del PRI no puede tener el peso político suficiente
para iniciar y menos para hacer permanente algún cambio
importante. Pero puede imaginarse que el Comité todo,
por ser numeroso y estar representados en él las princi-
pales fuerzas políticas organizadas, discurriera alguna
transformación que, sometida a la venia presidencial, se
llevara a la práctica más tarde. Esto ha ocurrido varias
veces, sólo que los cambios hechos han sido hasta ahora
intrascendentes.
En fin, puede imaginarse que el presidente de la Re-
pública indujera los cambios. Las probabilidades de que
éstos se ejecutaran serían entonces las máximas. Hasta
86
hace poco esto parecía remoto, no sólo por la experiencia
de muchos años, sino porque un partido sano, vigoroso,
auténticamente popular y democrático, constituiría una
verdadera fuerza política que de modo inevitable limitaría
en mayor o menor grado el poderío actual del Presi-
dente. El presidente Echeverría, sin embargo, puede re-
sultar la excepción a esta regla. Recientemente propició la
designación como presidente del Comité Ejecutivo Na-
cional del PRI a un tipo nuevo de político, no sólo con
varias prendas personales muy estimables, sino que pron-
to convocó a una Asamblea Nacional del Partido, de la
que se esperan cambios importantes. Se examinarán más
tarde, tanto la novedad que en la vida pública general
represente el nuevo presidente de México como los resul-
tados de esa Convención.
88
más apoyo que la industria podría impulsarse un ver-
dadero desarrollo económico, se tendrá que admitir que
quien propuso en 1929 semejante idea era un vidente.
Cosa parecida puede decirse del método de la sustitución
de importaciones, que no llega a la conciencia pública
sino gracias a la secretaría de Asuntos Económicos y a
las Comisiones Económicas Regionales de las Naciones
Unidas. A la inversa, las declaraciones de 1938 y de
1946 no aluden siquiera a la industrialización. Por lo
que toca a la primera de esas dos fechas, se estaba a un
año de la ley de Cárdenas sobre aliento y protección de
nuevas industrias; y en 1946 el clima nacional y la
mentalidad oficial estaban ya conformados para hacer
de la industria el objetivo predilecto del gobierno y de
la iniciativa privada.
La otra impresión general que deja el estudio compa-
rativo del Instituto es que ninguna de las tres Declara-
ciones examinadas es audazmente revolucionaria, o si-
quiera revolucionaria a secas. En todo caso, su tono con-
servador se acentúa con el simple paso del tiempo. Por
ejemplo, las Declaraciones de 1938 y de 1946 proponen
la formación de cooperativas de consumo "para evitar
intermediarios" a los campesinos. Resulta de una mani-
fiesta pobreza revolucionaria proponer la solución de las
cooperativas de consumo al problema de la economía
ejidal. En realidad, la pobreza de la solución es aún ma-
yor, pues las cooperativas de consumo limitarían sus
operaciones a los alimentos y a la ropa, ya que la ad-
quisición de semillas, aperos y abonos, se hace a través
de los bancos de Crédito Ejidal o de Crédito Agrícola.
89
Los cambios son más nominales que efectivos, pues to-
dos los actuales dirigentes son lo que se conoce por po-
líticos profesionales, o viejos "militantes", como el Parti-
do los llama afectuosamente. Ninguno se distingue moral
o intelectualmente de sus antecesores, ni está asociado de
manera especial a una filosofía de cambio y menos de un
cambio de hondura revolucionaria.
La VI Asamblea Nacional Ordinaria, celebrada el 4
y el 5 de marzo de 1971, aprobó una nueva Declara-
ción de Principios y un nuevo Programa de Acción, y mo-
dificó algunos artículos de los Estatutos del Partido.
La nueva Declaración es notable por más de un con-
cepto. Desde luego, es asombroso su mimetismo político,
pues no hay una sola idea que no proceda de lo que ha
dicho don Luis Echeverría, sea durante su campaña elec-
toral, sea en sus primeros meses de gobierno. Hasta el
lenguaje empleado es el mismo. Esto quiere decir que
no se trata de principios pensados y sobrepesados por
el Partido: simplemente se ha recogido lo que se lla-
ma el "ideario" personal del señor Echeverría, hecho
lamentable, pues confirma una vez más que el Partido
es mera caja de resonancia presidencial. Está, además, la
obvia consideración de que muchas de las ideas presen-
tadas por Echeverría fueron hijas del momento, impro-
visadas, y en manera alguna son fruto de un conocimiento
serio o de una meditación reposada de los problemas a
que se refieren.
Otro aspecto notable de esta nueva Declaración de
Principios es su tono marcadamente conservador. Vaya
un ejemplo. En materia agraria dice, por supuesto, que
todavía no ha concluido el reparto de tierras, y condena
"toda forma de latifundismo que aún subsista"; pero ni
de lejos alude al "latifundio familiar", objetivo obvio de
un gobierno revolucionario o simplemente enérgico. En
cambio, la Declaración insiste en una de las ideas más
desafortunadas del Presidente, a saber, que la reforma
agraria entra ahora en una "segunda etapa", consistente
en aumentar la "productividad" del ejido para que sus
90
miembros puedan comprar los artículos producidos por
la industria nacional, y ésta prospere así más aún al am-
pliarse su mercado interno. Por añadidura, la Declara-
ción es desequilibrada: el tratamiento de los temas econó-
micos es más extenso e inteligente que el de los temas
políticos y sociales.
Aun así, la nueva Declaración es claramente superior
a las de 1938 y 1946, y sólo por excepción no lo es a
la de 1929. Su gramática, su lenguaje, su estilo son me-
jores, el panorama que presenta de los problemas na-
cionales y de sus posibles soluciones es bastante completo.
Lo más curioso de ella, sin embargo, es que está plagada
de afirmaciones que recogen el deseo y el propósito de
cambio por parte del PRI. Habla, digamos, de "un im-
pulso permanente de renovación, característica que justi-
fica su naturaleza de partido revolucionario". Insiste en
que "la Constitución y el orden político que ella establece
no son estructuras cerradas o inmutables, sino sistemas
dinámicos". También afirma que los candidatos del PRI
a puestos de elección popular deben tener "un espíritu
abierto al cambio". Sostiene que debe rechazarse "toda
orientación de la enseñanza basada en modelos inmuta-
bles o en esquemas rígidos". Y más terminantemente to-
davía, que "la única oposición que los revolucionarios
reconocemos es la que se establece entre quienes se opo-
nen a la renovación y al cambio" y los partidarios del
status quo, que serían los "reaccionarios".
El Programa de Acción, en cambio, ha resultado un
documento deplorable por todos conceptos. En primer lu-
gar, es obvio que debió haberse limitado a exponer los
medios prácticos para alcanzar en el terreno de los he-
chos los principios presentados en la Declaración. Lejos
de eso, viene a ser una nueva declaración de principios,
sólo que inferior a la otra, cuantitativa, cualitativa, ideo-
lógica y gramaticalmente, y su tono conservador es aún más
pronunciado. Habla, por ejemplo, de que las dos metas
del desarrollo económico han de ser la elevación de las
condiciones de vida del pueblo mexicano y "la justa dis-
91
tribución del ingreso"; pero para conseguir la segunda,
recomienda... ¡aumentar la productividad!
La Asamblea Nacional aprobó también en marzo de
este año algunas modificaciones a los Estatutos. Debe ad-
vertirse que éstos forman un documento sorprendente
por su lenguaje y por la lógica jerarquización de sus con-
ceptos, de modo que su excelencia técnico-jurídica podría
ponerse de modelo a muchas leyes nacionales (para no
hablar de las de los estados).
La primera reforma fue la del artículo 99: se introdujo
el principio de la proporcionalidad en la representación
de los delegados de las Asambleas Seccionales ante las
Municipales y Distritales, de modo que cada uno de
ellos tendrá ahora un número de votos correlativo al
número de adherentes que haya en las respectivas seccio-
nes electorales. Se espera así despertar el celo proselitista
de los miembros de las Secciones. La segunda reforma
se refiere a los artículos 101 y 109: ahora se elegirán
por voto secreto a los dirigentes de los Comités Seccio-
nales, Municipales y Distritales. El artículo 127 fue mo-
dificado a efecto de incluir obligatoriamente a un joven
de 18 a 25 años de edad en las ternas de donde salen
los candidatos a los puestos de regidores y síndicos de
los municipios. En fin, se reformaron los Estatutos para
crear dos nuevas secretarías en el Comité Ejecutivo Na-
cional, la primera de Capacitación Política y la segunda
de Acción Social.
No puede decirse que estas reformas sean descamina-
das, pero sí parece muy dudoso que en la realidad pro-
duzcan cambios proporcionados a las exaltadas esperanzas
que en ellas puso la VI Asamblea Nacional.
92
V I . EL D Í A DE H O Y
1. El Nuevo Presidente
102
que la nación conozca a sus gobernantes y de que el
Congreso recobre su dignidad sintiéndose independiente
del poder Ejecutivo. En fin, el Presidente ha incitado a
grandes sectores sociales, obreros, campesinos, estudian-
tes, a exponer públicamente sus quejas. Esto, y escu-
charlas con atención, ha creado la idea de que hay en
México una "apertura democrática", cuyo existencia se
comprueba en parte porque mientras unos la niegan, otros
hasta usan de ella.
Y el país puede ganar algo muy importante. Esta con-
tinua exhibición pública del equipo gubernamental quizás
llegue a entorpecer en forma seria el tapadismo, pues el
presidente Echeverría hallaría tropiezos considerables si
tratara de imponer a uno de sus más incompetentes cola-
boradores, ya que, conociéndolos, la opinión pública los
rechazaría.
104
no todos los jóvenes están inclinados a la innovación y
más todavía que no todos son capaces de inventar los
cambios por hacerse y llevarlos a buen término, aun si
de verdad los desean.
Puede, pues, concluirse que el éxito de un cambio so-
cial depende, no de la buena intención de producirlo ni
tampoco de su bondad intrínseca, sino de crearle condi-
ciones propicias a su entendimiento, a su aprobación y
ejecución. Hacerlo supone, desde luego, un gran talento
político, capaz de crear esas condiciones, y la necesaria
perspicacia para anticipar la forma mejor de que la so-
ciedad lo entienda y apruebe.
No puede descartarse, así, la posibilidad de que la
indefinición de los cambios: en qué consisten, cómo han
de alcanzarse y sus consecuencias, engendre a la postre
la reacción condenatoria desorbitada de todo cambio, con
el apego al status quo y aun a la regresión. Entonces, le-
jos de hacerlo marchar hacia adelante, el país regresaría
a una situación de la que creyó poderse librar. La posibi-
lidad de caer en esa regresión no debe medirse, por
supuesto, con la ineptitud gubernamental, sino con el
trasfondo social del país, nada tranquilizador. Este, en
efecto, impresiona desde luego por su aspecto paradójico.
No puede dudarse de que, gracias sobre todo a la Revo-
lución, se ha avanzado mucho en el proceso de hacer
de México una nación, creando elementos de una afini-
dad mayor entre todos los mexicanos. A eso han contri-
buido singularmente la extensión y el mejoramiento de
las comunicaciones y los transportes, así como la señalada
penetración educativa. Pero, al mismo tiempo, ya es dis-
cernible la amenaza de choques entre grandes sectores
sociales cuyos intereses son encontrados y que pueden
resultar difíciles de conciliar sin violencia.
Las clases altas han concentrado toda su atención en
hacer lucrativas las empresas que han fundado y dirigido,
lo mismo las comerciales que las bancarias, industriales y
agrícolas. Esto les ha hecho perder de vista el mundo
exterior, a pesar de que en él y de él viven. No han
105
despertado todavía a la noción de que el hombre rico,
en mayor medida que el pobre, tiene obligaciones socia-
les que atender si han de conservar la estimación o
siquiera la tolerancia del país. Causa importante del ais-
lamiento en que viven esas clases altas se debe a que la
visión general de la vida que tienen no es la de México
propiamente, sino la extranjera, la norteamericana sobre
todo. Los llamados "técnicos" van formando un grupo
cada vez más importante de la clase media, tanto por su
creciente número, como por la necesidad imprescindible
de contar con sus servicios para dirigir una sociedad com-
pleja, y también porque, considerando que en tierra de
ciegos el tuerto es rey, tienden a disputar los puestos de
mando al hombre adinerado, pensando que ellos tienen
el título mejor del conocimiento científico y técnico. Va
resultando más y más difícil que el gobierno o los nego-
ciantes absorban el torrente de graduados de las escuelas
superiores, de modo que su incorporación jerárquica nor-
mal se frustra, y puede no quedarles otro camino que
agitar la sociedad declarándose abanderados del pobre.
El crecimiento económico desigual, lo mismo vertical que
horizontalmente, ha creado ya, y agudizará, las diferen-
cias entre los propios trabajadores del campo. Tenderán
a ser conservadores los que trabajen con buenos salarios
en la agricultura comercial y los ejidatarios que cuenten
con tierra abundante y rica; en cambio, serán radicales
los que trabajen tierras pobres y sin agua de riego. Y
así consecutivamente.
Estos intereses encontrados, en ocasiones difíciles de
reconciliar, tienen que provocar conflictos más o menos
permanentes y más o menos agudos, cuya solución o sim-
ple aplacamiento sólo puede intentar el gobierno. Se re-
forzará así su papel de árbitro supremo o de juez de
última instancia; crecerá su poder hasta ser desmedido,
en rigor autoritario, y, por lo tanto, antidemocrático o
a-democrático.
106
2. El Nuevo Partido
107
pició la designación de Reyes Heroles, no tanto por los
lazos escolares que los unían, como por juzgarlo un hom-
bre nuevo, distinto de sus antecesores. ¿En qué, pues, re-
side esa singularidad?
La fuerza política propia no ha sido, con la excepción
de Calles, el motivo de la designación del presidente del
PRI. En ciertos casos, sin embargo, se ha inspirado en
conveniencias políticas. Por ejemplo, al eliminarse el Sec-
tor Militar, fueron nombrados generales para indicar que
se atenderían los intereses del "Instituto Armado". Un
caso todavía más claro: cuando Cárdenas se lo sacude,
no podían permanecer los secuaces de Calles en los pues-
tos directivos del Partido. Pero el motivo determinante,
a más de la lealtad al jefe del gobierno, ha sido la "ha-
bilidad política", más o menos probada, del candidato.
En esto de la "habilidad política" está el secreto. Según
la concepción tradicional, la prueba de que se tiene con-
siste en mantener contento a todo el mundo, o, negativa-
mente, no romper con nadie, y menos de modo escanda-
loso e irreparable. Y estriba también en sabérselas arre-
glar para cumplir decorosamente las consignas que recibe
del presidente de la República. De modo secundario, po-
derse expresar y conducirse bien en público. O sea, saber
desempeñar un oficio rutinario y modesto pero indispen-
sable.
Es claro que Jesús Reyes Heroles no cuadra en este
molde tradicional, y por eso ha de considerársele como
hombre nuevo, distinto de sus antepasados. Ha mostrado
un interés subido en los estudios políticos; tuvo que hacer
la limitada política que impone sin remedio el desempeño
de cualquier puesto administrativo importante; ha ambi-
cionado actuar en la política abierta y debe tomarse como
sincera su declaración de que el hombre no se realiza
plenamente sino en la vida pública. Pero no ha sido un
político "profesional", y, por tanto, carece de una expe-
riencia política genuina. Ya esto lo distingue de sus as-
cendientes, pero subraya la diferencia el que sea un
intelectual, es decir, un hombre inteligente, con ideas,
108
acostumbrado a usar cotidianamente ese remate del cuer-
po humano que se llama cabeza. Añádase que puede enjui-
ciar moralmente las cosas diferenciando lo bueno de lo
mediano y lo mediano de lo inferior.
Su inexperiencia política, su oficio de intelectual, su
derechura y cierta inclinación autoritaria, tenían que con-
ducirlo a intentar un cambio de cierto fondo en el PRI.
Por eso despertó una enorme curiosidad observarlo en la
VII Asamblea, su primera exhibición pública de alcance
nacional. Los comentarios periodísticos, únicos hasta aho-
ra conocidos, no fueron muy entusiastas; pero produje-
ron una reacción curiosa y significativa. Un escritor los
condenó destempladamente porque desatendían el hecho
decisivo de que México le debe al PRI la paz y la esta-
bilidad de que ha gozado por tanto tiempo ya; censurar
al Partido es debilitarlo, y debilitarlo, empujar al país a
caer de nuevo en la anarquía y tal vez hasta en el comu-
nismo. Otro se quejó de la superficialidad de esos comen-
tarios periodísticos, y para demostrarla, señaló que ningu-
no de ellos advirtió que los nuevos dirigentes del PRI
habían desterrado el concepto y la expresión misma de
"lucha de clases", que se venía usando rutinariamente des-
de 1929. Una moraleja cabe sacar de estas dos réplicas:
más que criticarlo, el PRI debe ser alentado para ver si
así mejora. Por lo tanto, un escritor sensible debe sub-
rayar que sus reflexiones, sobre todo si tienen un tono
crítico, son hoy por hoy un tanto provisionales, o sea
modificables si hechos posteriores e importantes así lo
aconsejan.
110
caso, la matriz de esta idea innovadora es que la dispa-
ridad en el desarrollo económico, social, político y cul-
tural del país impone adecuar los métodos de selección
a las "características específicas de las zonas y los parti-
cularismos locales".
Todo el mundo admite hoy que no ha sido parejo el
desarrollo de México, y puede concederse sin regateo que
un hecho de semejante magnitud ha tenido alguna reper-
cusión en el clima político de ciertas regiones del país,
así como en la "cultura cívica" o la sensibilidad política
de sus respectivos habitantes. Pero flaquea la certidum-
bre cuando se nos propone la solución de reglas distintas
para esas zonas o regiones. Por lo pronto, difícilmente
se puede eludir el recuerdo de que una media docena de
escritores de las postrimerías del Porfiriato sostuvo que
no se democratizaría la vida pública nacional de no limi-
tarse el derecho de voto a los ciudadanos alfabetos, y aún
más restringidamente, a los que, siéndolo, poseyeran ade-
más un pequeño patrimonio personal. Esos escritores por-
firianos, como los actuales "Científicos" del PRI, partían
de un hecho social innegable, pero llegaban a una reco-
mendación tan impopular, que nadie se atrevió a patro-
¿ cinar la reforma constitucional consiguiente. Aparte de
este ingrato recuerdo, se encuentra la certidumbre de que
los sociólogos del PRI (if any) no han estudiado esas
"características específicas de las zonas y los particularis-
mos locales", de modo que no podrán fundar convincen-
temente que una regla determinada se aplique en un lugar
y en otro no.
El ignorar la situación real de las varias regiones del
país, más una mentalidad confusa, son, sin duda, la causa
de la extrema vaguedad de normas que inevitablemente
han tenido que presentarse sólo "en términos genera-
les". Dícese, por ejemplo, que en las convocatorias a las
distintas convenciones (seccionales, distritales, estatales)
se indicará "el tipo de reunión..., así como los proce-
dimientos y métodos que en ella se observarán", es decir,
privará una marcada incertidumbre puesto que no hay
111
reglas fijadas de antemano, sino que se darán a conocer
la víspera misma de convocar a la respectiva Convención.
Un punto importantísimo a determinar es el peso relativo
que en las decisiones de la convención vaya a tener cada
uno de los tres Sectores. Pues bien, los Estatutos apenas
se atreven a decir que "se estimará su posibilidad de ac-
tuación" conforme a unos criterios cuya imprecisión (y
pedantería) resulta insuperable:
113
artículo l 9 , donde se sustituyó "empresarios nacionalis-
tas" por "pequeños y medianos industriales", con modesta
pero clara ventaja. El resto (169 artículos) es un docu-
mento que debiera servir de modelo para NO hacer unos
estatutos. En el otro documento "fundamental", la De-
claración de Principios, se nota también la insensibilidad
política aun en cosas pequeñas, como colocar el capítulo
de "La Tierra" en el sexto lugar, y eso después del IV,
"La Nueva Sociedad Internacional". ¿Será más apremian-
te disertar acerca de si "el mundo ha sido hecho para la
paz y la cooperación, no para la guerra y la destrucción"
que apreciar los resultados de nuestra reforma agraria?
En este mismo ensayo he criticado todas las Declara-
ciones de Principios por ser documentos largos e "histo-
riados", incapaces, por lo tanto, de ser entendidos y apro-
piados por el común de los mortales. La actual Declara-
ción, lejos de remediar ese mal, lo ha recrudecido hasta
el extremo. También los censuré porque se limitaban a
incorporar el "ideario" del candidato presidencial o del
Presidente en turno. Reyes Heroles declaró en su discurso
que el presidente Echeverría no había intervenido en esto
ni en nada relativo a la VII Asamblea. No se halla en la
Declaración un credo contrario o distinto de los bien co-
nocidos del Presidente; pero alienta ver que la Declara-
ción los presenta como propios, ganándose así una dosis
de dignidad muy laudable. Mi tercera crítica es que estas
Declaraciones no concordaban siquiera con los problemas
del momento. La novísima la salva, pues recoge, en efec-
to, las preocupaciones de hoy.
Mi crítica principal, sin embargo, es que las Declara-
ciones presentan las opiniones de una "comisión", es de-
cir, de cuatro o cinco personas a quienes se encarga re-
dactarlas, pero que no recogen ni reflejan el sentimiento
y el entendimiento públicos. La Declaración actual es la
más firme comprobación de esa crítica. Sus autores han
expuesto en ella su credo personal sobre todos los pro-
blemas habidos y por haber del país y del Universo, pero
en manera alguna los cuatro o cinco propósitos que pue-
114
den inspirar la acción de un partido político. El hecho de
que esos credos personales sean acertados o no, que re-
sulten novedosos o estén ya envejecidos, que su exposición
sea diáfana y brillante, o, a la inversa, confusa y apa-
gada, en nada cambia la situación.
Un único ejemplo bastará para ilustrar la lejanía que
media entre la especulación teórica, solitaria, y los re-
querimientos de la acción política de un partido político.
En la Declaración de Principios se dice:
116
ÍNDICE
Breve advertencia, 7
V. El pasado inmediato, 80
Talleres de Litoarte, S. de R. L.
Ferrocarril de Cuernavaca 683
México 17, D. F.
Edición de 6 000 ejemplares
y sobrantes para reposición
15 - x - 1974
CUADERNOS DE J O A Q U Í N MORTIZ
VOLÚMENES PUBLICADOS