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Por Edgar Allan Poe (Adaptado)

La historia que a continuación les voy a contar ocurrió de verdad. Los hechos que narro,
también. Pero la interpretación de cada cual puede ser diferente. Tal vez un lector más
racional sepa dar respuesta a las múltiples casualidades que sucedieron, una detrás de otra.
Pero otro lector más sensible a los sucesos paranormales, como yo, sentirá que su alma se
sobrecoge.

Debo aclarar antes de todo que yo, era un gran amante de los animales. De niño, sentía tanta
atracción y pasión por ellos, que mis padres me dejaron tener en casa animales de todo tipo.
Pero ya desde entonces sentí una ligera inclinación hacia los gatos.

Me casé muy joven, con una muchacha que sentía la misma pasión por los animales, así que
ella también estuvo de acuerdo en tener en casa pájaros, un pez dorado, conejos, un perro,
un pequeño mono y un gato, al que puse de nombre Plutón. De entre todos estos animales
mi favorito era Plutón, un gato negro con una mirada inteligente y atrevida. Mi mujer, más
supersticiosa que yo, me dijo que los gatos negros eran en realidad brujas. Yo,
evidentemente, no creía en nada de eso.

El tiempo fue pasando y yo comencé a caer en el vicio de la bebida, esto fue transformando
por completo mi carácter, cada vez más grosero y hasta violento. De hecho, aquellos por los
que sentía un gran amor, mis animales, comenzaron a incomodarme, poco a poco, a
molestarme… hasta que empecé a maltratarlos a todos, menos a Plutón, por el que en
principio seguía teniendo cierto respeto.

Plutón, inteligente como era, empezó a apartarse de mí al ver cómo trataba al resto de los
animales y eso me enfurecía más. Empecé a sentir rechazo por mi animal favorito, luego
desprecio, hasta sentir odio…

No sé cómo ocurrió, pero un día que llegué más borracho de lo habitual, al intentar tocar a
Plutón, éste me mordió la mano, yo, dominado por la rabia, saqué una navaja del bolsillo y
le quité un ojo. Sí, como lo cuento. Yo, que amaba tanto a los animales, acababa de cometer
una crueldad intolerable.

Durante los días siguientes, Plutón me evitaba constantemente. Su herida fue cicatrizando,
aunque su aspecto era terrible. Y yo, lejos de retorcerme en el remordimiento, seguía
sintiendo una creciente antipatía por el felino. Mi mujer, en cambio, continuaba amando a
todos los animales igual que la primera vez, esto me enfurecía aún más. No sé explicar por
qué.
Al pasar unos primeros días de remordimiento por lo que había hecho, empecé a odiar de
nuevo a Plutón, hasta tal punto, que deseaba su muerte. Una mañana, sin saber por
qué, agarré una cuerda y le ahorqué en un árbol de un jardín cercano a la casa.

La noche siguiente, un incendio devoró la casa. Mi mujer y yo salimos corriendo y pudimos


salvarnos, pero al terminar su trabajo los bomberos, observamos con horror que solo había
quedado en pie un muro: la pared sobre la que se apoyaba mi cama.

La gente comenzó a murmurar sorprendida, y al acercarme, vi la razón de su extrañeza: en


la pared había aparecido una silueta perfectamente dibujada de Plutón, con un trozo de
cuerda aún anudado al cuello, di un grito de espanto, y luego intenté alejar mis emociones
pensando en cómo pudo llegar hasta allí esa imagen. Tal vez el gato no murió, tal vez alguien
lo vio y cortó la cuerda y el felino se refugió bajo la cama y junto a la pared, después, el fuego
hizo el resto, el calor y los vapores de amoniaco pudieron ejecutar la macabra obra.

Tiempo después, alejado ya el sentimiento de remordimiento, entré un día a una bodega en


donde dormía, sobre un gran tonel, un gato muy parecido a Plutón, salvo porque tenía una
mancha blanca en el pecho. Instintivamente le acaricié y él parecía estar conforme. Cuando
me retiré, el gato me siguió, y le dejé. Al llegar a casa me di cuenta de que también le faltaba
un ojo, como a Plutón, y decidí quedarme con él.

A mi mujer le encantó ese gato porque era sobradamente cariñoso. Ese cariño excesivo a mí
empezó a molestarme. No soportaba que se acurrucara sobre mis rodillas ni que me
buscara para que le acariciara. Así que empecé a sentir desprecio y odio hacia él. Quería
evitarle, y de momento me negaba a maltratarle por el recuerdo reciente del crimen atroz
contra Plutón, sin embargo, el odio fue creciendo….

Un día observé que la mancha blanca de su pecho había cambiado, di un grito de pánico al
comprobar que tenía una peculiar forma, muy bien trazada… ¡de una horca!

Decididamente, estaba dispuesto a acabar con ese animal endemoniado y un día agarré un
hacha y bajé con él al sótano. Pero mi mujer, alarmada por los maullidos espantosos del
animal, me siguió, y justo cuando iba a asestar el fatal golpe al animal, intentó frenar mi
brazo. Sentí tanta rabia que cambié la trayectoria del golpe y clavé el hacha contra ella, que
murió en el acto. El felino salió corriendo.

Es cierto que no quería matar a mi mujer, pero el mal estaba hecho, así que tenía que pensar
con rapidez cómo deshacerme del cuerpo. Pensé en varias opciones, pero sin duda, la mejor
era la de emparedarla. Busqué una zona de la pared idónea, y escogí la que daba al otro lado
hacia la chimenea. Abrí un buen agujero y después tapé con cal el cuerpo de la fallecida. Una
vez terminado, recogí los escombros. Todo había quedado perfecto. Nadie sospecharía
nunca nada.
Por su parte, el dichoso felino no apareció. Pensé que, asustado por lo que iba a pasar, se
había escapado de casa para no volver, pero al cabo de cuatro días, una pareja de policías se
presentó en mi casa, buscaban a mi mujer, y yo les expliqué que no sabía nada, que
simplemente había desaparecido.

Ese día estaba muy tranquilo, tal vez demasiado tranquilo. Bajé con ellos al sótano y ellos
estuvieron observando, pero no encontraron ningún indicio de nada que les hiciera
sospechar. Hasta que cometí un gran error, movido por ese exceso de tranquilidad.

No sé por qué, pero justo cuando ellos se dieron media vuelta para irse de allí, hice un terrible
comentario:

– ¿Se han fijado en lo bien construida que está esta casa? Sus muros son bien robustos- y
entonces di con mi bastón un golpe a la pared, con tan mala suerte de que golpeé justo el
lugar en donde escondí el cuerpo de mi mujer, de pronto sonó un terrible aullido,
escalofriante, inquietante… Y los policías comenzaron a derribar alertados el muro hasta
que lo descubrieron todo…

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