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Del auge del Plan Austral al caos hiperinflacionario.

Un balance a realizar1

Jorge Schvarzer
octubre de 1989

El Plan Austral, lanzado en junio de 1985, marcó una verdadera divisoria


de aguas en el proceso político argentino. El gobierno de Raúl Alfonsín
había exhibido hasta entonces una notable audacia en sus apuestas en el
ámbito político que, aunque no siempre exitosas, le habían otorgado un
margen de maniobra razonable y un creciente apoyo popular. Entre los
ejemplos remarcables de aquellas decisiones se cuenta la propuesta de una
nueva legislación sindical destinada a modificar las condiciones de acceso
y permanencia de los dirigentes gremiales (frustrado por una diferencia de
un voto en el Senado en lo que resultó la primer derrota política del
gobierno radical); la decisión de enjuiciar a los dirigentes militares
responsables de la brutal represión de los años 1976-82; la aceptación de la
propuesta papal de mediación en el conflicto fronterizo con Chile que
exigió el llamado a un plebiscito popular para convalidar decisiones
rechazadas por una oposición demasiado preocupada por frenar lo que
parecía ser una marcha victoriosa del nuevo gobierno. Pero, hasta el Plan
Austral, parte de esas ventajas políticas se veían neutralizadas por la
disconformidad generada por la persistencia de los problemas económicos
que soportaba el país; la aceleración inflacionaria (superior a 1.000 % anual
en junio de 1985) había influído sobre el comienzo de un ciclo recesivo (en
términos de producción e ingresos) cuyos efectos negativos se sentían con
fuerza desde fines de 19842.
El lanzamiento del Austral mostró que el gobierno también era capaz de
tomar la iniciativa en el frente económico y marcó el punto más elevado de
la confianza popular en su gestión. El amplio apoyo social a esas medidas
se percibió desde el comienzo y se confirmó, indirectamente, en los
resultados electorales de fines de 1985 que otorgaron mayoría relativa al
radicalismo en la primera disputa por la renovación de bancas en la Cámara
1
Este trabajo fue publicado en francés como "De l'apogee du Plan Austral au chaos hiperinflationiste", en
Problemes d'Amerique Latine, número 95, Paris, 1990 y en castellano como "La Argentina despues del
Plan Austral", en Economía de América Latina, número 17, México, 1989.
2
La experiencia de la política económica llevada a cabo por el gobierno de Alfonsín en el período que
transcurre de diciembre de 1983 al Plan Austral la hemos tratado en el artículo "Los défis économiques:
trois années d'une expérience difficile", en Problémes d'Amerique Latine No 82, 4o trimestre de 1986.
de Diputados. El Austral fue algo más que un plan económico; uno de sus
aspectos más característicos consiste en su casi inédita combinación de
novedades técnicas y audacia política que se reflejaron en el amplio apoyo
social obtenido así como en el logro de resultados positivos durante la
primer etapa. El Plan combinó una serie de medidas originales (como el
cambio de moneda y un ingenioso mecanismo desindexatorio para recortar
los beneficios de quienes habían incorporado la inflación futura en sus
previsiones de cobro) con la solemne promesa presidencial de que no se
volvería a emitir para financiar el déficit fiscal. En un país no habituado a
las restricciones derivadas de la disciplina presupuestaria, donde el recurso
a la emisión había constituido una práctica generalizada de todo gobierno,
esa promesa constituía un compromiso muy fuerte destinado no sólo a
marcar un derrotero de comportamiento futuro sino también a influir sobre
las expectativas de los agentes económicos. Pese a esos tecnicismos, de
difícil comprensión para la mayoría de la población, el lanzamiento del
Plan fue recibido por el entusiasta apoyo de la sociedad; ese brote
espontáneo de confianza, alimentado por la sensación de que el gobierno
estaba dispuesto a obrar con la energía que requiriesen las circunstancias,
resultó más importante que la escasa capacidad oficial de difundir las
características de su propuesta y sus novedades de aplicación.
Así se constituyó lo que podría denominarse una verdadera "luna de miel"
de la sociedad con lo que parecía ser la estabilidad de precios. Pero la
confianza en el gobierno que había asumido dicha estrategia se fue
diluyendo a lo largo de 1986 y se trastocó en abierta protesta social desde
mediados del año siguiente. La oposición cobró vigor a medida que se
revitalizaba la aceleración de la espiral inflacionaria y ganó impulso a partir
de la sensación de inseguridad provocada por el embate de sectores
militares, que afloró con riesgo para las instituciones democráticas en
Semana Santa de 1987. Los inconvenientes económicos y castrenses
cimentaban dudas sobre la real capacidad oficial en cuanto a enfrentar y
resolver adecuadamente los problemas nacionales. En ese sentido puede
decirse que si la fase exitosa del Austral resultó instrumental en la
consolidación del gobierno, su fracaso posterior agregó un factor
importante en los primeros pasos del derrumbe político iniciado en 1987;
por eso la explicación de las causas del fracaso tratan un tema
sensiblemente político pese a que las distintas versiones se disimulen con
tecnicismos económicos. La respuesta que se presenta en éste texto es sólo
una de ellas que se limita a reseñar ciertos aspectos estructurales cuya
acción impidió estabilizar el sistema de precios y controlar la coyuntura.
Esta opción posibilita dejar de lado el análisis de una cantidad de
decisiones coyunturales que, erróneas o no, fueron menos decisivas de lo
que pareció plantear el debate local; se destacan, en consecuencia, las
restricciones provenientes del mercado internacional así como las derivadas
del funcionamiento perverso de la economía argentina.
Debemos destacar que la descripción que sigue no agota el análisis de ese
período crucial. En primer lugar, como se dijo, porque deja de lado
numerosos aspectos sectoriales y coyunturales de las políticas aplicadas; en
segundo lugar, porque si bien se tratan diversos impactos estructurales que
afectaron los objetivos perseguidos, no puede desdeñarse el hecho de que
las elevadas inflaciones de las naciones latinoamericanas requieran de
nuevos enfoques metodológicos para dar cuenta de sus dimensiones
cuantitativas y prolongada presencia.
Veremos primero los factores más importantes, a nuestro juicio, que
afectaron al Plan Austral en sus dos años iniciales porque entendemos que
a partir de mediados de 1987 comenzaron a operar otras causas que se ver n
en la segunda parte del trabajo. Cabe insistir, sin embargo, en que el
desgaste fue continuo y que la periodización sólo tiende a marcar un
quiebre cuya relevancia proviene de la convergencia del proceso político
con el económico.

El deterioro de junio 1985 a setiembre 1987


Los diversos elementos que fueron minando la estabilidad del Austral
actuaron en estrecha interrelación mutua pero su análisis exige presentarlos
en forma independiente a los efectos de que se perciba su rol. Los
trataremos de manera sintética y ordenada antes de presentar un resumen
global de sus efectos.
a) la deuda externa
El Plan Austral fue aplicado antes de que se avizorara solución al tema de
la deuda externa y no resultó suficiente para obtener respuestas positivas de
los acreedores en su período de éxito3. Es conocido que su lanzamiento se
realizó luego que el gobierno argentino se comprometiera a cumplir metas
ortodoxas tradicionales en una negociación con funcionarios del FMI que
sólo buscaba disimular las verdaderas intenciones del equipo económico
mientras se programaba el shock estabilizador. Paralelamente, antes del 14
de junio (día del lanzamiento del Plan) se realizaron conversaciones
personales con funcionarios de alto nivel del Tesoro norteamericano, así
como con el propio Director-Gerente del Fondo, destinadas a obtener el
necesario apoyo político para las medidas que se estaba por llevar a cabo.
Esas tratativas no necesariamente aseguraban la benevolencia de los
acreedores en su conjunto, pero permitieron que el Austral fuera
correspondido con algunos alivios coyunturales. En cambio, nunca se contó
con el apoyo estructural imprescindible para aflojar las tensiones sobre el

3
La historia de las tratativas en torno a la deuda externa y sus problemas durante la primer etapa del
gobierno de Alfonsín la hemos tratado en el artículo "L'expérience de renégotiation de la dette exterieure:
limites et perspectives (1983-85)", en Problémes d'Amerique Latine No 80, 2o trimestre de 1986.
sector externo y el equilibrio presupuestario durante el período posterior a
su implementación.
¿Es compatible el pago de los intereses de la deuda con el crecimiento
económico y la estabilidad de precios? Esta pregunta crucial que discute
Luis Carlos Bresser Pereyra en un trabajo reciente4 no es considerada
pertinente por los acreedores y no siempre resulta asumida por los propios
deudores. Pero la teoría y la experiencia señalan que el pago de los
intereses de la deuda produce profundos desequilibrios en las economías de
las naciones latinoamericanas cuyas características estructurales bloquean
las posibilidades de un ajuste positivo al mismo tiempo que impulsan
cambios profundos que no siempre van en el sentido deseado. Obsérvese,
por ejemplo, que la necesidad de contar con un superávit comercial de gran
magnitud (en el caso argentino del orden del 8% del producto que es el
equivalente a los intereses de la deuda) exige una expansión de la oferta
destinada al mercado externo combinada con una restricción de las
importaciones; esta última limitación reduce los estímulos al crecimiento
derivados de la reestructuración productiva. Por otra parte, ese mismo
superávit comercial desequilibra el mercado interno de bienes dado que la
demanda, expresada por el ingreso solvente, supera a la oferta local,
generando impulsos adicionales al proceso inflacionario5. Finalmente, el
pago de la deuda se convierte en un delicado problema presupuestario
puesto que fue estatizada; la imposibilidad de contar con los recursos
fiscales necesarios para atender los servicios exige incrementar los
impuestos (que es resistido por la sociedad) o reducir los gastos públicos
(que implica recortar la inversión en infraestructura o los subsidios sociales
con sus consiguientes efectos negativos internos).
No es la deuda en sí sino sus dimensiones actuales las que impiden una
solución compatible con los objetivos de estabilidad y crecimiento a partir
de los tres efectos nocivos mencionados. El 8% del producto que se debe
destinar al pago de intereses representa una magnitud muy elevada respecto
a los mercados internos de bienes y servicios así como en relación a las
exportaciones (que son del orden del 13% al 15% del producto en los
últimos años) y, más aún, en relación al presupuesto nacional (que no pasa
4
"La politique brésilienne de négotiation de la dette exterieure en 1987", en Problémes d'Amerique Latine
No 90, 4o trimestre de 1988.
5
Este tema, que por sí sólo requeriría una exposición especial, está muy poco tratado en la literatura sobre
deuda e inflación pese a que se deriva de la famosa ley de Say que plantea que toda oferta crea su propia
demanda. Naturalmente, una economía puede tener un excedente en su comercio exterior sin afrontar
desequilibrios internos si dicha suma se ahorra, ya sea en moneda nacional o en divisas, reduciendo la
demanda interna al nivel de la oferta real. Esa es la experiencia de naciones fuertemente superavitarias,
como Japón o Alemania, en los últimos años; en América Latina, en cambio, el progresivo agotamiento
de los mercados financieros, debido a la inflación, limita el recurso al ahorro y deja a la fuga de capitales
como única alternativa de equilibrio en el mercado de bienes. Esta fuga crea un círculo vicioso, puesto
que recorta el ahorro interno -imprescindible para la inversión y el desarrollo- y reduce las divisas
disponibles para el pago de la deuda externa -no permitiendo superar dicha restricción-. Los
desequilibrios se convierten en estructurales.
del 40% del producto incluyendo gastos provinciales y municipales,
empresas públicas y el sistema de seguridad social). En consecuencia, la
deuda se convierte en el mayor factor que distorsiona los principales
equilibrios de la economía argentina e impide la resolución normal de sus
problemas.
Las experiencias históricas y presentes confirman estas consideraciones
cuantitativas. La hiperinflación alemana de 1923 sólo pudo ser resuelta
gracias al Plan Dawes que permitió la refinanciación de la deuda originada
en las reparaciones exigidas por los aliados luego de la guerra; todos los
estudios históricos sugieren que, de lo contrario, Alemania no hubiera
podido superar la hiperinflación pese a la profundidad y extensión de los
esfuerzos llevados a cabo en el plano interno. Las mismas conclusiones
pueden extraerse de la revisión de la reciente experiencia estabilizadora
boliviana. El shock ortodoxo aplicado a fines de 1985 para contener la
hiperinflación se vio beneficiado por la disposición de los acreedores a
conceder términos de refinanciación no extendidos, hasta ahora, a ningún
otro país del continente. Bolivia obtuvo varios años de gracia para el pago
de sus deudas con acreedores oficiales, incluida la refinanciación de intere-
ses, y se vio beneficiada por la supresión de la deuda con acreedores
privados (comprada al 10% de su valor nominal gracias a donaciones de
gobiernos europeos). Estas facilidades, más allá de los costos sociales y
económicos del plan boliviano de estabilización, posibilitaron frenar el
proceso inflacionario que de otro modo hubiera proseguido.
La experiencia de Chile, la única que afronta el pago de los intereses de la
deuda combinado con cierta estabilidad de precios, es igualmente especial
porque su principal exportación es el cobre, producto explotado por una
empresa estatal que se vio beneficiado por un alza de sus cotizaciones en el
mercado internacional. Esa mejora de precios permite afrontar los pagos
con menor volumen físico de producción que en otros momentos y con la
ventaja adicional de no tener efectos negativos ni en el mercado interno de
bienes ni en el equilibrio presupuestario puesto que la captación de recursos
es efectuada directamente por el Estado productor.
Pero estos fenómenos de desequilibrios no estaban condensados en una
doctrina generalizada y aceptada en 1985 y no fueron asumidos en toda su
relevancia por los responsables argentinos ni, mucho menos, por los
acreedores externos. En consecuencia, el gobierno quedó comprometido
implícitamente a obtener un superávit presupuestario interno de 8% del
producto como medio para equilibrar las cuentas si dicha suma era aplicada
al pago de intereses de la deuda. La experiencia confirmó que esos
objetivos eran imposibles de cumplir y permitió verificar que incluir el
servicio de la deuda en los cálculos fiscales crea una imagen de déficit que
acrecentaba las expectativas inflacionarias de los agentes económicos.
En efecto, puesto que los pagos de intereses están dispersos en numerosos
organismos públicos (bancos y empresas estatales, organismos autónomos,
etc.) las cuentas presupuestarias no son precisas respecto a la porción
correspondiente al pago de la deuda en el gasto presupuestario total; se
produce así la paradoja de que, por primera vez en la historia reciente de la
economía argentina, el gasto local, en australes, resultó inferior a la
recaudación aunque los críticos al gobierno pusieran énfasis en el déficit
como exponente, a su juicio, de falta de firmeza en el cierre de las cuentas
fiscales. En 1986, por ejemplo, el déficit consolidado del sector público fue
4,1% del PBI mientras que los intereses devengados de la deuda, a cargo
del Estado, no fueron inferiores al 7% del producto de manera que puede
estimarse un superávit de 3% antes del pago de los servicios al exterior6.
La presencia de la deuda constituía, y constituye, un obstáculo al equilibrio
que operó de manera continua durante todo el período de estabilización; sin
embargo, pocas veces fue mencionada explícitamente como causa debido a
la presencia de otros problemas evidentes que se impusieron a los
observadores.
b) el cierre de las cuentas
La solemne promesa presidencial de no recurrir más a la emisión para
cubrir el déficit constituía un objetivo juzgado indispensable para el éxito
del Plan aunque fue poco mencionado en las polémicas posteriores y sus
consecuencias no siempre fueron internalizadas por el propio gobierno. En
efecto, satisfacer esa promesa exigía un riguroso control del gasto en toda
la Administración pública que no parece haberse llevado a cabo ni en la
magnitud ni en las condiciones necesarias para ajustar realmente las
cuentas fiscales.
El control del gasto quedó centralizado en la Secretaría de Hacienda pero
sin el apoyo generalizado del resto de la Administración que, por motivos
políticos u organizativos, fue reticente para acompañar el proceso. La no
racionalización de los gastos en el funcionamiento del aparato del Estado
llevó a que los cortes de partidas se aplicaran por razones meramente
fiscales, de acuerdo a la magnitud de los problemas que se presentaban en
cada momento, con escasas posibilidades de una selección adecuada. Todos
los mensajes presupuestarios de la Secretaría de Hacienda posteriores al
Austral dan cuenta de su preocupación por el control de los gastos de las
empresas públicas y los gobiernos provinciales así como de otros
organismos descentralizados que se resistieron a las exigencias de la
austeridad. Pero esas preocupaciones no siempre se transformaron en
acción en el momento oportuno.

6
Las razones por las cuales el equipo económico no explicitó esta cuantificación son todavía motivo de
discusión aunque debe reconocerse que la complejidad del manejo presupuestario argentino hace casi
imposible desbrozar las cuentas de manera detallada. Pero los refinamientos no parecen necesarios
cuando, como en este caso, las grandes cifras resultan tan explícitas como las mencionadas.
Las provincias son organizaciones autónomas en el sistema federal
argentino aunque la mayor parte de sus ingresos proviene de ingresos
nacionales que se reparten (coparticipan) con ellas. Desde el inicio del
gobierno democrático las provincias estaban requiriendo mayores fondos
para atender las evidentes necesidades de sus economías en una puja con el
gobierno federal dado que, a igual masa de recursos impositivos, sólo se
podía atender sus reclamos mediante una reducción equivalente del
presupuesto del Estado nacional. Como el sistema de representación otorga
a las provincias un rol político apreciable, cuyos efectos se aprecian ante
todo en la composición del Senado, estas diferentes perspectivas dieron
lugar a un complejo proceso en que se negociaba mayores recursos a las
provincias a cambio de leyes consideradas imprescindibles por el gobierno
nacional.
Estos problemas se hicieron más complicados debido a que la mayoría de
las provincias estaban gobernadas por partidos opositores, (aunque eso no
quiere decir que las provincias gobernadas por los radicales no hicieran oir
sus reclamos); la falta de reglas de juego claras, estables y aceptadas por
los actores, luego de largos años de gobiernos militares que habían
suprimido de hecho el sistema federal, complicó las posibilidades de una
regulación normal del gasto público. De una u otra manera, los déficits
provinciales terminan afrontados por la Nación que dispone de escasos
medios formales para controlar sus manejos presupuestarios. La crisis
estimuló diferentes estrategias para ordenar esas relaciones que terminaron
codificadas en diversas normas y acuerdos firmados en los últimos años
pero que exigieron más tiempo que el acordado por las urgencias
económicas. Esas normas permitirán quizás mejores resultados en el futuro
pero sus frutos no alcanzaron a verse durante el gobierno radical; después
del Austral, los déficits provinciales, sumados a las demandas locales de
mayores fondos, impusieron un límite apreciable a la capacidad de control
del gasto del sector público, bloqueando parte del proceso de ajuste.
Curiosamente, un problema similar se vivió con las empresas públicas a
pesar de que en éste caso su dirigencia era, en la casi totalidad de los casos,
nombrada directamente por el gobierno nacional. Los administradores de
las empresas públicas se vieron sometidos todo el tiempo a demandas de
sindicatos, proveedores y otros grupos de presión operando en torno de
ellas que tienden a exigir más recursos con indiferencia de las limitaciones
objetivas; en consecuencia, la restricción a futuros aumentos de tarifas,
decidida como parte del Plan Austral, quedó sometida a dura prueba. El
comportamiento de los directivos nombrados por el gobierno siguió pautas
tradicionales en el sistema argentino: ceder a las presiones a cuenta de un
déficit potencial que sería enjugado por una decisión posterior del Poder
Ejecutivo, ya sea como aumento de tarifas, ya sea como subsidio a cargo
del Tesoro nacional. El Plan Austral no alcanzó a modificar esas actitudes,
hondamente arraigadas en los modos de conducción de las empresas, de
manera que se observó paulatinamente una tendencia al déficit a medida
que el tiempo transcurría antes que un esfuerzo por acomodar las cuentas a
la nueva situación de estabilidad.
Las empresas públicas disponen de una gama de recursos para escapar al
control del Poder Ejecutivo y los aplicaron en el período crítico del
esfuerzo estabilizador tal cual lo habían hecho en oportunidades anteriores.
En poco tiempo se observó que las empresas otorgaban aumentos salariales
a su personal, proseguían con las obras encaradas o iniciaban otras
haciendo caso omiso de las restricciones presupuestarias y de recursos
propios; los administradores apostaban, implícitamente, a un aumento
posterior de ingresos (vía tarifas o transferencias del Tesoro) que les
permitiera equilibrar sus cuentas. El fenómeno no fue muy distinto al
observado en las empresas privadas, que actúan de manera similar frente a
los controles de precios, y resulta una consecuencia esperable de largos
años de acostumbramiento a las condiciones inflacionarias de la economía
argentina pero no por eso fue menos peligroso para la estabilidad de las
cuentas públicas.
En 1988 estalló un escándalo debido a que el Banco Hipotecario Nacional
había otorgado una gran cantidad de créditos para viviendas,
presuntamente, en pago de favores políticos; se puso menos énfasis, en
cambio, en que dichos créditos se ofrecían sobre la base de redescuentos
del Banco Central que afectaban el control de la política monetaria. La
estrategia de las autoridades del Banco Hipotecario no se diferenciaba
mucho de la aplicada por los responsables de otros órganos del Estado
aunque en éste caso particular incidía directamente sobre el Banco Central.
Este último se vio compelido a aprobar tantos créditos especiales a
empresas (estatales y privadas), sectores, regiones y provincias que uno de
sus administradores llegó a considerar que el listado de redescuentos
provistos podía ser una excelente medida del poder de negociación de cada
lobby en el entorno del gobierno.
Las demandas sobre el sistema fiscal y monetario se encontraron con un
límite derivado de la presión primaria ejercida por los acreedores de la
deuda externa que mencionamos más arriba. Es probable que de no haber
sido por ésta última, aquellos reclamos habrían tenido todavía un efecto
nocivo aún mayor dada la cantidad y variedad de demandas insatisfechas
en la sociedad argentina luego de tantos años de crisis. En definitiva,
importa señalar que la debilidad del sistema político frente a distintas
presiones ofrecía un indicador sugerente en el sentido de que los gastos
tenderían a superar a los ingresos del presupuesto; traducido a términos
más simples, esa evolución alimentaba la hipótesis de una cadena déficit-
emisión-inflación que impulsaba a los empresarios a subir precios como
estrategia preventiva. Los pronósticos inflacionarios (así como sus
consecuencias sobre el alza de precios) se hicieron oir más fuerte a medida
que el gobierno encontraba fuertes resistencias a las políticas tendientes a
incrementar sus ingresos y, peor aún, veía disminuir los ya existentes como
consecuencia indirecta, e imprevista, de la caída de los precios
internacionales de los productos agrarios.
c) el segundo shock externo
Una porción considerable de los ingresos al Tesoro está compuesta por los
impuestos a la exportación (denominados retenciones) que captan una parte
de la diferencia de costos entre los precios internacionales y los costos
notablemente reducidos de la producción agraria de la zona pampeana.
Esos impuestos, permanentemente resistidos por los productores, se
aplicaron de una u otra forma durante décadas y formaron parte de las
proyecciones de ingresos públicos posteriores al Plan Austral. Pero en esos
momentos, el mercado internacional de granos y oleaginosas estaba
experimentando un ciclo descendente de precios que se acentuó en los años
1986 y 1987 hasta llegar a las cifras más bajas del siglo en valores
constantes. El precio del trigo, por ejemplo, cayó de 111 dólares la tonelada
en 1985 a 90 dólares dos años después, caída mucho más significativa si se
tiene en cuenta que el mercado mundial había registrado valores de 217
dólares la tonelada en 19807. Las comparaciones son más negativas para el
ingreso argentino si se efectúan en dólares de valor constante y se pueden
repetir y ampliar a los cinco productos básicos que representan la mitad de
las exportaciones de bienes primarios del país.
Este retroceso de los precios internacionales anuló prácticamente la ventaja
comparativa de la agricultura argentina y puso a las autoridades ante un
dilema que se fue agravando a medida que pasaba el tiempo: devaluar el
tipo de cambio para compensar la caída de ingresos de los productores o
bien reducir las retenciones a la exportación con el mismo efecto. En la
primer opción se transmitía un fuerte impacto inflacionario al conjunto de
la economía vía la modificación global del tipo de cambio; en el segundo
caso, era el Tesoro el que cedía ingresos a cambio de mantener el tipo de
cambio nominal. La alternativa de no hacer nada (que de hecho fue la
decisión, o no-decisión de 1986) implicaba menores ingresos para el agro y
desestimulaba la producción a tal punto que se produjo una fuerte
reducción del área sembrada en el período 1986-87.
El impacto sobre las cuentas externas fue realmente grave. Sin tomar en
cuenta el efecto de caída de la producción y, consecuentemente, de la oferta
disponible, resulta que la caída de precios internacionales redujo a 1.889
millones de dólares los ingresos de divisas por los cinco productos
mencionados más arriba en 1986; a los precios de 1980, esas mismas
exportaciones habrían aportado 3.970 millones de dólares de igual poder
7
Estas informaciones están basadas en el trabajo titulado "Precios externos e internos de los productos
agrarios pampeanos, 1983-87", en El Bimestre, No 33, mayo-junio 1987.
adquisitivo. Estas cifras sugieren que el deterioro de los precios
internacionales de los bienes primarios que exporta la Argentina significó
una pérdida para el país equivalente a la que representaba el pago de los in-
tereses de la deuda externa en los años 1986 y 19878.
La caída de los volúmenes exportables generaba presiones externas dado
que se hacía inviable el pagar intereses a los acreedores. Por otro lado, la
presión tradicional de los sectores agrarios locales contra las retenciones
quedaba convalidada por la coyuntura de manera que el gobierno se orientó
de manera muy firme a su reducción en 1987. De esa manera, el tipo de
cambio efectivo para las exportaciones de bienes primarios (definido por el
tipo de cambio real menos las retenciones) trepó entre 10% y 20% durante
dicho período para compensar, aunque fuera en parte, el deterioro de los
precios internacionales9. La reducción de las retenciones se fue adoptando
gradualmente a medida que se confirmaba la continua caída de los precios
internacionales y aumentaban las presiones internas; parece claro que estas
últimas fueron tenidas en cuenta si se recuerda que la eliminación final de
las retenciones a la exportación de trigo fue decidida dos días antes de las
elecciones parlamentarias de setiembre de 1987. La coincidencia del
período de siembras con el calendario electoral no fue suficiente, sin
embargo, para evitar el avance del principal partido de oposición que ganó
varias gobernaciones entre las que se contaba la crucial provincia de
Buenos Aires que abarca buena parte de la región pampeana además del
cinturón industrial del Gran Buenos Aires.
La pérdida de las retenciones redujo considerablemente el ingreso del
Tesoro exhibiendo una de las debilidades estructurales de la economía
argentina que limitaba la capacidad de orientar cambios desde las políticas
de respuesta a la coyuntura. La caída de los precios internacionales
desequilibraba el sector externo, impactaba sobre la negociación de la
deuda, afectaba la recaudación fiscal y la retribución de los productores y,
en definitiva, la misma distribución del ingreso nacional, provocando
efectos en cascada cuyos orígenes no son fácilmente visualizados por la
sociedad pese a su gravitación.
Los efectos negativos de la evolución del mercado mundial sobre las
cuentas externas y el equilibrio fiscal permitían pronosticar una aceleración
inflacionaria que, efectivamente, se produjo a mediados de 1987; su
impacto se vio multiplicado al actuar sobre el sensible deterioro del

8
Decimos "equivalente" en el sentido de que fueron varios miles de millones de dólares perdidos aunque
la estimación no puede hacerse de manera más precisa por razones metodológicas dado que no hay
razones para elegir un año especial como base de comparación y diferentes elecciones arrojarían
resultados distintos. Por eso, sólo ofrecemos algunos valores como idea de magnitud antes que como
cálculo preciso.
9
Estos valores, así como los siguientes comentarios de esta sección, están detallados en un estudio de
Jorge Schvarzer y Ricardo Aronskind titulado "Exportaciones argentinas; su peor momento", en El
Bimestre, No 35, oct-nov de 1987, cuyas conclusiones resumimos.
equilibrio de precios registrado previamente por otros motivos que
conviene analizar con criterio retrospectivo.
d) los "precios flex"
El Plan Austral combinó una política de estricto control de precios para los
bienes industriales con una estrategia de libre mercado para numerosos
precios agropecuarios. El equipo económico permitió el alza de los
primeros antes del lanzamiento del Plan y luego exigió su estabilidad a
partir de la idea de que se trataba de precios administrados, establecidos por
empresas que disponían de posiciones oliopólicas y que debían ser
controladas desde el sector público hasta que se hubiera asegurado una
cierta estabilidad. Los bienes agropecuarios, en cambio, eran considerados
de difícil control por el carácter estacional de su oferta y operando en
mercados supuestamente competitivos que deberían permitir un punto de
equilibrio; se trata de los llamados precios flexibles o, simplemente, "flex",
en la teoría.
La experiencia del primer semestre posterior al Plan Austral permitió
observar que los precios industriales, efectivamente, se mantuvieron
congelados; el índice de precios mayoristas no agropecuarios, que sigue
aproximadamente su evolución, se incrementó sólo 3,5% entre julio de
1985 y marzo del año siguiente. Pero no ocurrió lo mismo con los flex cuya
evolución trastocó las expectativas iniciales. Desde el primer momento, los
precios de un conjunto de bienes hortícolas, frutícolas y cárnicos treparon a
ritmo creciente; en un primer momento, las autoridades pensaron que los
mercados estaban buscando su equilibrio y que, en algunos casos, se trataba
de un problema estacional que se resolvería naturalmente no bien se
incrementara la oferta de primavera-verano. Pero eso no ocurrió; contra
todas las expectativas oficiales, esos precios subieron continuadamente, en
términos nominales y en valores absolutos, hasta generar en los años
siguientes un fuerte efecto impulsor sobre el proceso inflacionario.
Este fenómeno se puede apreciar con algunos datos muy simples. Entre
julio de 1985 (mes inmediatamente posterior al Austral) y marzo de 1986 el
índice de precios al consumidor trepó 24,1% (frente al 3,5% ya
mencionado para los industriales); el alza se explica en un 80% por la suba
de los alimentos frescos que tienen una fuerte presencia en la "canasta de
bienes" utilizada para dicho cálculo. Estos resultados no sólo permiten
apreciar claramente la diferencia de comportamiento entre los "fix" y los
"flex" sino que también explican la reacción social posterior. Los reclamos
sindicales de incremento salarial buscaban compensar el impacto negativo
de los aumentos de precios de los alimentos que componen buena parte del
consumo de los trabajadores; para ellos, la inflación no se había detenido,
pese a la estabilidad de tarifas y precios industriales, y sus reclamos
lograron aumentos que fueron trasladándose a todo el sistema de precios
preparando el reciclaje inflacionario que se notó desde comienzos de 1986.
Como el alza de los alimentos fue sostenida y continua a lo largo de 1986,
provocó profundos cambios en la estructura de precios relativos dentro del
sector y de éste con otros sectores de la economía. La papa, por ejemplo,
pasó de un índice 100, en pesos constantes, en junio de 1985, a cerca de
300 en diciembre de ese mismo año; se mantuvo en torno a ese último
valor por unos seis meses hasta pegar un nuevo salto que llevó su precio a
una cifra cercana a 600 en noviembre de 1986. En 1987, el precio de la
papa exhibió una tendencia a la baja que lo llevó en torno al índice 100
hacia abril de 1988, pero las oscilaciones de su precio dificultan definir un
valor de equilibrio en el mediano plazo10.
Lo mismo ocurrió con otros productos similares sugiriendo un problema
que puede plantearse en los siguientes términos: luego de un largo período
de elevada inflación y de profunda modificación de precios relativos, el
mercado de bienes primarios encuentra dificultades para establecer un valor
"normal" y tiende a oscilar desordenadamente como parte de los tanteos en
busca del equilibrio. La relación de esos precios con el resto de la
economía limita la posibilidad de variación autónoma; a la larga, el
movimiento alcista de sus oscilaciones impacta sobre el sistema general de
precios y recrea la inflación antes de encontrar un valor estable.
Naturalmente, en todo proceso inflacionario aparece un "foco" original de
aumentos que se trasladan luego al resto del sistema. En ese sentido, el
incremento de los precios flex podría verse como un simple estimulador de
un fenómeno inflacionario provocado en definitiva por el déficit del pre-
supuesto. Nuestra opinión, imposible de desarrollar detalladamente en esta
presentación, consta de dos hipótesis esenciales: primero, que el déficit
(real o potencial) sólo ofreció el marco para los aumentos de precios antes
que ser causa de ellos; segundo, que el aumento de los flex resultó tan
sostenido, errático y significativo que genera dudas en cuanto a la
capacidad de esos mercados para encontrar un equilibrio en un plazo
razonable o, al menos, antes de que sus efectos se trasladen al resto del
sistema en la forma de una onda inflacionaria.
e) el sistema global
La convergencia de los fenómenos señalados fue deteriorando el contenido
de la estrategia de estabilización que ya a mediados de 1987 podía
considerarse fracasada. El programa económico había modificado ciertas
reglas del juego pero el proceso inflacionario volvía a tomar ritmo con
ímpetu creciente; su retorno, por sí solo, generaba efectos negativos que
superaban los aspectos económicos hasta afectar los planos político y
social. Luego de las esperanzas colocadas en el Plan Austral, la
generalizada sensación de malestar difundía en la población una renovada

10
Estos análisis se basan en un trabajo de Jorge Schvarzer y Ricardo Aronskind titulado "Alimentos,
mercado e inflación" que desarrolla el tema y las conclusiones que aquí se resumen en El Bimestre, No
39, agosto de 1988.
desconfianza respecto a la capacidad oficial de controlar la inflación. En
rigor, el sistema productivo se recuperó en el período pos-Austral. La
actividad industrial aumentó desde el cuarto trimestre de 1985 hasta fines
de 1987 y, lo que es más importante, se registró un notable incremento de
la inversión productiva. Pero las estimaciones de las cuentas nacionales no
se correlacionaban con el clima socio-político; las proyecciones positivas
se veían neutralizadas por la caída ya mencionada de la producción agraria,
por los inconvenientes derivados de la restricción externa y por el continuo
impacto negativo de la inflación; todo esto sin mencionar el malestar
derivado de los bajos ingresos relativos de gran parte de la población,
puesto que la distribución de la riqueza se mantenía similar (en el mejor de
los casos) a las pautas heredadas del gobierno militar. El clima político
creado por la aceleración de los precios no dejaba lugar para posibles
menciones positivas respecto a la política económica y, más aún, generaba
una profunda desconfianza social que permeaba, incluso, a buena parte de
los cuadros del partido oficialista.
El gobierno había perdido la iniciativa de la que había hecho gala en el
primer período de gestión y se encontraba, virtualmente, a la defensiva. El
planteo militar de abril de 1987, que conmovió a la ciudadanía dispuesta
claramente a defender el sistema democrático, abrió huellas de duda sobre
la autonomía del gobierno frente a las presiones de las fuerzas armadas. La
gestión de un sindicalista peronista al frente del Ministerio de Trabajo
(nombrado en marzo de ese año) generó dudas respecto a la presunta
capacidad oficial de resistir a las presiones corporativas. Más allá de las
explicaciones y justificaciones de cada uno de esos hechos políticos, lo
cierto es que resultaba difícil entender el rumbo oficial, sobre todo después
de una etapa en que éste había parecido claro y efectivo. La desconfianza
política repercutía en lo económico y los fenómenos negativos se
reforzaban mutuamente: resistencia de la oposición a votar leyes
impositivas, reclamos y huelgas sindicales apoyados por los partidos
políticos, desconfianza empresaria que se traducía en aumentos preventivos
de precios y demanda de divisas en el mercado marginal, etc. El punto más
bajo de la crisis puede ubicarse en setiembre de 1987 con la derrota
electoral; en esa contienda, el gobierno perdió la mayor parte de las
gobernaciones provinciales (aquellas que controlaba así como otras que
tenía la certeza de ganar), la mayoría generosa que disponía en diputados y
las expectativas de ganar posiciones en el Senado (que son elegidos
indirectamente por las legislaturas provinciales). Los resultados comiciales
reducían considerablemente su margen de maniobra en un momento
especialmente delicado. Una crisis de gabinete y una serie de medidas poco
articuladas para la opinión pública dejaron traslucir que las autoridades no
encontraban un camino claro para superar la coyuntura. A partir de
entonces, la crisis económica avanzó de la mano con la crisis política hasta
el cambio definitivo de gobierno.
A pesar de la carencia de declaraciones explícitas al respecto, puede decirse
que luego de las elecciones, el gobierno, especialmente en el aspecto
económico, limitó sus objetivos a administrar la coyuntura. El fracaso del
Plan Austral, sumado a la derrota política, suprimió de raíz las expectativas
de cambios estructurales; las prioridades quedaron limitadas a una serie de
objetivos no poco importantes pero de escaso impacto inmediato en el
funcionamiento de la economía. El equipo económico intentó, desde
entonces, tareas de ordenamiento de las cuentas públicas, de establecer
relaciones claras con las empresas estatales y las provincias, de manejar sus
relaciones con los acreedores externos, de iniciar el proceso de
privatización de algunas empresas estatales, de controlar la recaudación
impositiva y otros objetivos cuyos resultados fueron magros a juzgar por
los datos económicos antes que por las intenciones enunciadas en cada
caso. Mientras tanto, los cambios de la coyuntura impusieron nuevas
consecuencias en el proceso económico y político.

Administrando la coyuntura
La combinación de los bajos precios internacionales con una cosecha de
granos y oleaginosas (1987-88) que resultó la menor de los últimos años
generó una gran tensión en el frente externo. El gobierno había atendido en
1987 los compromisos más urgentes de los servicios de la deuda mediante
el uso de las reservas, pero ese recurso estaba agotado hacia comienzos del
año siguiente; no es de extrañar, entonces, que en abril de 1988 se
suspendieran los pagos al exterior. Esa silenciosa moratoria de hecho fue
impuesta por las circunstancias y se aplicó con notable prudencia en el
aspecto formal. No hubo declaraciones públicas ni enfrentamiento abierto
con los acreedores; simplemente, los pagos no se efectuaban por carencia
de divisas a la espera de una coyuntura favorable.
Como se verá más adelante, el gobierno argentino no giró fondos al
exterior por más de un año, hasta que se produjo el relevo de autoridades en
julio de 1989. La moratoria de hecho se extendió, incluso, a los
compromisos con los organismos multilaterales que, por tradición, exigen
el cumplimiento riguroso de los giros correspondientes. Si no estallaron
problemas abiertos en ese frente durante los primeros meses de la moratoria
fue gracias a un conjunto de negociaciones reservadas y complejas entre los
funcionarios del gobierno argentino y diferentes centros de decisión en el
exterior que otorgaron un respiro coyuntural. El equipo económico
maniobró con el Tesoro norteamericano, el Banco Mundial, el Fondo
Monetario y otros organismos involucrados, buscando aliados para sostener
sus posiciones; entre otras motivaciones, buscó, por ejemplo, aprovechar
las crecientes diferencias de estrategias entre el Banco Mundial y el FMI.
Así, en el curso de 1988, la Argentina presentó una virtual "carta de
intención" al primero como contraparte de un pedido masivo de créditos; en
lugar de tratar las llamadas "políticas de ajuste estructural" con el Fondo, la
Argentina se comprometía con el Banco buscando apoyo para estrategias
menos ortodoxas. En todo caso, conviene tener en cuenta que detrás de una
fachada pública poco explícita se llevaron a cabo transacciones políticas
que ofrecieron cierto alivio en el problema de la deuda pese al contexto
difícil que planteaba la suspensión de pagos.
Pero los problemas brotaban de otras fuentes de manera imprevisible. A
mediados de 1988 se produjo un brusco giro en el mercado internacional de
granos; una intensa sequía en los Estados Unidos redujo considerablemente
la oferta agraria y el fenómeno repercutió en un alza sostenida de los
precios hasta valores muy elevados, contrariando las tendencias de la
década del ochenta. La modificación del entorno ofrecía una nueva
oportunidad a los productores agrarios argentinos así como una expectativa
positiva para las exportaciones previsibles en 1989 cuyas consecuencias no
podían desdeñarse.
La situación replanteaba una serie de temas que habían quedado
aparentemente resueltos a partir de las decisiones tomadas por la caída de
precios del año anterior. En primer lugar, la no existencia de retenciones a
las exportaciones implicaba que el aumento de precios internacionales se
trasladaría íntegramente al mercado interno provocando un alza que
modificaba la estructura de precios relativos y realimentaba la inflación.
Por otro lado, los nuevos precios internacionales ofrecían al fisco una
oportunidad no desdeñable de captar parte de ese ingreso excedente si
aplicaba de nuevo las retenciones. Esos dos argumentos constituyeron, sin
duda, la base del programa lanzado en agosto de 1988 con el nombre de
"Plan Primavera".
Para evitar las resistencias del sector agrario, el gobierno diseñó un sistema
de cambios diferenciales que en esencia eran equivalentes a reimplantar las
retenciones pero sin un reconocimiento expreso del cambio de política. El
resto del programa consistía en un control de precios, que permitiera frenar
las fuertes tendencias inflacionarias, más diversos ajustes menores en otras
variables de la economía. La implementación del Plan Primavera fue
acompañado por una negociación con las principales corporaciones
empresarias destinada a obtener el imprescindible apoyo político que en-
trañaba asegurar cierta estabilidad; en particular, el equipo económico
obtuvo un apoyo más o menos abierto de la Cámara de Comercio y de la
Unión Industrial Argentina esperando así neutralizar, siquiera parcialmente,
el enojo de las entidades del sector agropecuario. El apoyo no fue gratuito y
una de las condiciones que debió satisfacer el gobierno fue dar un primer
paso hacia un sistema cambiario más libre; a pesar de que las restricciones
del sector externo imposibilitan mantener un mercado libre de cambios
(puesto que las exigencias de cobro de parte de los acreedores externos
tienden a establecer una demanda de divisas superior a la oferta, limitando
las posibilidades de equilibrio en el corto y mediano plazo), las autoridades
establecieron dos tipos básicos: un mercado financiero, supuestamente libre
pero sometido a la regulación del Banco Central, y otro denominado
comercial, fijado directamente por las autoridades. El primero establecía el
valor relevante para las importaciones así como para las exportaciones
industriales mientras que el segundo se correspondía con el tipo de cambio
reconocido a las exportaciones de origen agropecuario.
El Banco Central fue fijando un ritmo de devaluación muy suave para
ambos tipos de cambio, buscando acomodar la marcha de los precios
internos a una inflación relativamente baja. En una primera etapa, esos
objetivos fueron conseguidos pero a costa de un progresivo retraso del
precio de las divisas que sugería un problema a mediano plazo. Hacia fines
de 1988 la inflación se ubicaba en valores de "un dígito" mensual aunque
eran evidentes las tensiones en el frente externo. A la presión de los
productores agrarios (que exigían volver a la paridad única) se sumaban la
creciente demanda de divisas en el mercado financiero por parte de quienes
sospechaban que la devaluación sería inevitable debido al retraso del tipo
de cambio; para afrontar esta última demanda, el Banco Central se vio
obligado a ofrecer dólares al mercado al precio establecido. Esa estrategia,
aplicada repetidamente en la experiencia local, sólo puede mantenerse en la
medida en que el Banco Central disponga de divisas suficientes para resistir
las presiones del mercado; en condiciones de intensa desconfianza social, la
demanda de divisas puede ser tan intensa que no hay oferta capaz de
equilibrar el sistema. Eso fue lo que ocurrió en 1989 cuando se sumaron
otros efectos, provenientes de distintos ámbitos, que convergieron en
otorgar el golpe definitivo a la política del gobierno radical.

El "crack" final
Las expectativas de una cosecha generosa en la temporada 1988-89 se
fueron desvaneciendo a medida que los fenómenos climáticos jugaron en
contra. La sequía en los Estados Unidos había elevado los precios
internacionales impulsando las expectativas argentinas de una recuperación
exportadora; ahora, una sequía semejante afectaba la producción
pampeana. Como una trágica ironía, las oportunidades ofrecidas por el
clima en el hemisferio Norte se perdieron por la repetición de los
problemas en el hemisferio Sur. A medida que los pronósticos reducían las
magnitudes esperadas de la cosecha local, se hacía más y más evidente que
estallaría una crisis abierta del sector externo durante los primeros meses de
1989; la única duda de los mayores agentes financieros radicaba en definir
el momento más oportuno para comenzar a comprar dólares antes de la
devaluación. La elevada rentabilidad de las colocaciones en moneda local
permitía apostar a un crecimiento de los fondos en australes hasta que se
pudiera adquirir el máximo de divisas si las previsiones resultaban
adecuadas.
Otro fenómeno negativo, aunque escasamente percibido en el ámbito local
en esos momentos, derivó del cambio de gobierno ocurrido en los Estados
Unidos en enero de 1989. El reemplazo de Reagan por el hasta entonces
vicepresidente Bush no se tradujo en la continuidad de la administración;
por el contrario, el relevo de algunos funcionarios parece haber reducido
súbitamente el acceso de los miembros del gobierno argentino a ciertas
figuras decisorias. A fines de enero, el presidente del Banco Central, J. L.
Machinea, viajó a Washington, dónde, pese a la reserva de las tratativas,
trascendió que surgían dificultades para obtener apoyo financiero; los
bancos privados presionaban para obtener nuevos pagos de la Argentina
(congelados desde abril de 1988, como se mencionó) mientras que no se
definían posiciones claras de apoyo al país en otros ámbitos. Las dudas en
Washington eran alentadas por las expectativas creadas por las ya
inminentes elecciones presidenciales en la Argentina que impedían definir
un horizonte político a mediano plazo; los medios periodísticos mencionan
que Machinea aceptó esperar hasta mayo para encarar una nueva
negociación, fecha que coincidía, precisamente, con la confrontación
electoral.
Las encuestas que pronosticaban una eventual victoria del peronismo
modificaban las expectativas de todos los agentes económicos, tanto de los
empresarios locales como de los acreedores externos. Si el gobierno radical
perdía las elecciones, se argumentaba, no podría asegurar un horizonte
claro para la política económica más allá de mediados del año; en
consecuencia, todas las expectativas se centraban en el corto plazo
caracterizado por el reducido margen de decisión que disponía el gobierno.
La estrategia oficial era vista (con razonable lógica) como meramente
coyuntural y destinada a llegar a las elecciones en las mejores condiciones
posibles y la temática se reducía al manejo del tipo de cambio y las
tensiones inflacionarias.
Con ese panorama, la estrategia del Banco Central de contener el tipo de
cambio mediante la oferta de divisas recorría un camino sin salida. Sin
créditos adicionales del exterior y sin oferta de divisas proveniente de las
exportaciones, sus posibilidades estaban limitadas al agotamiento de las
reservas de libre disponibilidad que ofrecía en el mercado interno. El 6 de
febrero, luego de haber comprometido cerca de 2.000 millones de dólares
en el curso de algo más de un mes, el Banco Central decidió retirarse del
mercado cambiario; ese día se modificó la política oficial y se crearon tres
mercados de divisas: dos similares a los ya existentes y un tercero, "libre",
en el que los precios se determinarían de acuerdo a la oferta y la demanda
no relacionada con el comercio exterior. Se propuso, asimismo, una
estrategia de progresiva unificación en torno al último valor mencionado en
un plazo no definido como forma de encauzar las expectativas del mercado.
Estas decisiones marcaron el principio del fin. La cotización del dólar libre
comenzó a subir rápidamente, alentada por las expectativas políticas y los
rumores de todo tipo, que generaban fuerte presión sobre el mercado
cambiario y, progresivamente, sobre la precaria estabilidad de precios.
Pocas veces como a partir de entonces se pudo apreciar la enorme
influencia del precio de las divisas sobre la estabilidad interna puesto que a
medida que trepa la cotización del dólar se acelera la inflación y se
distorsionan variables fundamentales del mercado. Es un hecho que
numerosos agentes económicos utilizan el dólar como criterio de
indexación (si no por otros motivos, por simplicidad de cálculo), de manera
que el alza del tipo de cambio repercute inmediatamente en los precios en
australes de numerosos bienes y servicios; la propagación del proceso
inflacionario se establece de manera espontánea. Por otra parte, la demanda
de dólares reduce la oferta de moneda local en el mercado financiero
impulsando al alza a las tasas de interés de corto plazo, cuya evolución
repercute en las expectativas inflacionarias al mismo tiempo que tiende a
reducir la actividad productiva. La inflación y la recesión se refuerzan
mutuamente a velocidades inimaginables en otras economías no
acostumbradas a las alzas persistentes de los precios. En sólo cuatro meses
(de fines de enero a fines de mayo) la cotización del dólar se multiplicó por
ocho; no es de extrañarse que los índices de precios pasaran de aumentos
de 9,5% mensual a 80% en ese mismo período, acompañados por caídas
violentas de la producción industrial. La coyuntura se modificó de modo
más abrupto que todo lo imaginado en los panoramas trazados a fines del
año anterior; la explosión del mercado cambiario detonó en todos los
ámbitos económicos y se trasladó sin transición a la política.
Acosado por la crisis que no podía dominar, el gobierno respondió con
marchas y contramarchas que contribuyeron a agravar la situación. A fines
de marzo, el propio candidato a presidente de la Nación por el radicalismo,
E. Angeloz, pidió la renuncia del Ministro de Economía que se efectivizó
días después; luego de algo más de cuatro años en el puesto (un récord de
tiempo sólo superado por Martínez de Hoz durante el gobierno militar)
Sourrouille se retiró del gobierno y fue reemplazado por un viejo dirigente
del partido. Pocas jornadas más tarde, el nuevo Ministro, J. C. Pugliese,
liberó aún más al mercado cambiario, como sugerían los voceros de las
posiciones más ortodoxas, sin que esa decisión calmara las expectativas;
por el contrario, el precio del dólar siguió subiendo hasta poco antes de las
elecciones del 14 de mayo y volvió a saltar, imprevistamente, luego de la
victoria peronista, provocando una nueva crisis de gabinete en medio de la
confusión política del período "de transición". Antes de renunciar, Pugliese
afirmó, gráficamente, que la política económica se había "volatilizado"; su
sucesor, Jesús Rodríguez, quedó encargado de sostener los negocios
públicos con un horizonte de tiempo que se acortaba sensiblemente debido
a la crisis. Si bien el período presidencial de Alfonsín terminaba el 10 de
diciembre, su retiro anticipado permitió que el peronismo victorioso el 14
de mayo asumiera el gobierno el 8 de julio en medio de una oleada
inflacionaria sin precedentes que llevó el índice de precios a registrar un
alza de 200% en ese mes.
No es este el lugar para analizar las medidas adoptadas por el nuevo
gobierno pero el reacomodo brusco de la coyuntura (40% de alza de
precios en agosto y algo menos del 10% en setiembre, combinado con una
recuperación del sector productivo) confirma el rol decisivo jugado en la
crisis por la evolución del tipo de cambio y las expectativas; fue suficiente
el cambio de gobierno, y que el precio del dólar se estabilizara, para frenar
lo que parecía ser una crisis sin precedentes en el inmanejable período de
transición.
La múltiple derrota del gobierno radical (derrota en su política económica,
derrota electoral y derrota política que lo obligó a acortar la entrega del
poder) no puede separarse de la evolución de la coyuntura que hemos
tratado de manera tan sucinta en éste texto. Las descripciones político
económicas que hemos presentado están demasiado resumidas como para
tener valor explicativo pero al menos permiten sentar algunos criterios para
un debate que en la Argentina recién comienza: ¿porqué fracasó la política
del gobierno radical?, ¿qué otras alternativas era posible aplicar?, ¿dentro
de cuáles condiciones políticas? Las respuestas serán teóricas pero también
estarán enmarcadas por las condiciones en que se desenvuelva la nueva
política económica encarada por el peronismo. Por eso, quizá, hace falta
tiempo para colocar el debate en su justa perspectiva.

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