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Cuento omnisciente:

Había una vez dos amigas Ana y Julia, ellas compartían todos los días ya que estudiaban en el mismo colegio y
vivían cerca. Todos los días se iban y regresaban juntas del colegio, hacían juntas trabajos y tareas.

Las amigas eran muy inseparables, nunca solían estar solas una a la otra, un día Julia invito a Ana al centro
comercial a comer helados y a comprar unas franelas, Julia se llevo a su hermana mayor. Juntas se divirtieron,
comieron y jugaron. No obstante entraron a la tienda de ropa, Julia se probo una franela y le pidió opinión a
Ana porque Julieta la hermana de Julia estaba ocupada en otras cosas, Ana con mucho respeto le dijo a su amiga
que se probara otra a que esa no le quedaba bien.

Julia se sintió muy ofendida ya que su amiga le había dado el punto de vista, rápidamente se quito la franela y
se fue corriendo a su casa. Ana se fue tras ella para hablar y resolver el problema causado, sin embargo Julia no
quiso hablar.

Ana le comento todo lo que sucedió a su mamá y ella le recomendó que hablara con su amiga, que pidiera
disculpa y que resolvieran todo, igualmente la mamá de Julia le dijo que debía disculpar a Ana porque ella solo
le hizo un comentario y fue constructivo, no fue destructivo.

Al pasar de los días las amigas se contentaron y siguieron felices para siempre.

- Moraleja: debemos aceptar los consejos de los amigos ya que ellos siempre quieren el bien para
nosotros.

Cuento popular: El abad y los tres enigmas

Cierta vez, existió un monasterio muy lejano, situado en lo alto de una colina. En aquel lugar, vivían monjes
muy humildes que dedicaban su vida a pastorear las ovejas y meditar profundamente. A cargo del monasterio,
se encontraba un viejo abad, tonto y necio, que descuidaba sus labores y prefería pasarse el día dormitando y
oliendo flores.

Cuando el señor Obispo se enteró de la pereza del abad, le mandó a llamar inmediatamente para rendir cuentas
y comprobar si todo aquel asunto no era más que una fea mentira. “Deberás resolver estos tres enigmas en el
plazo de un año” – exclamó el Obispo ante el anciano, y dijo a continuación:
¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?

¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?

¿Qué es lo que estoy pensando y no es verdad?

El abad quedó sorprendido ante las preguntas del obispo y mientras retornaba al monasterio, pensaba y pensaba
profundamente, pero no encontraba respuesta alguna.

Meses después, mientras paseaba por el campo, encontró un pastorcillo que decidió ayudarle a resolver aquellas
preguntas tan difíciles. Al día siguiente, el joven partió al encuentro del Obispo disfrazado con las vestimentas
del abad.

“¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?” Preguntó el Ilustrísimo. “Si usted caminara tan deprisa como
el Sol, solo le tomaría veinticuatro horas, mi Señor”.

“¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?” Le inquirió seguidamente el Obispo. A lo que el falso abad
respondió: “Sólo la mitad de lo que pagaron por Jesucristo, Ilustrísimo. Exactamente quince monedas”.

Finalmente, el Obispo lanzó la última pregunta: “¿Qué es lo que estoy pensando y no es verdad?” A lo que el
jovenzuelo, retirando su capucha exclamó: “Pues que yo no soy el verdadero abad, como puede ver mi Señor”.

Y así, el Obispo nombró al pastorcillo el nuevo abad del monasterio, y decidió que el anciano perezoso debería
pasarse el resto de su vida pastoreando ovejas.

cuento erudito

Un mismo destino une en los versos de La Divina Comedia a Tiresias, Baco, Arunte, Miguel Escoto o
el Maestro Benvenuto: la de tener la cabeza girada constantemente hacia atrás, para no contemplar
sino el pasado. Se trataba, como es fácil deducir, de un castigo que la divinidad les dispensa por su
presunción de querer anticipar el porvenir a través de la magia o la adivinación. En el volumen
Cuentos eruditos, que ha editado hace pocas semanas la Real Academia Alfonso X el Sabio con una
hermosa imagen de portada del blanqueño Pedro Cano, el escritor Santiago Delgado también
desarrolla sus historias mirando hacia atrás, y buscando en el pasado escenas, personajes y
enseñanzas que merecen asiento en letra impresa.
A veces, se trata de páginas protagonizadas por seres de gran fama, como san Jerónimo (religioso del
siglo IV que reflexiona sobre sí mismo y su circunstancia mientras contempla un cuadro que lo
representa), como don Enrique de Villena (que se enfrenta en una larguísima, secular partida contra
Belcebú en el relato “Un ajedrez en el infierno”) o como los santos hermanos Leandro, Fulgencio y
Florentina (de quienes nos ofrece un largo texto de sesenta páginas donde cotidianeidad, leyendas
piadosas e informaciones históricas se unen para formar una curiosa novela corta). Pero también
respiran en este tomo seres de anónima condición, como los dos supervivientes sobre los que se
construye la historia de “Los desertores”, quienes se aferran a una estratagema indumentaria para
reinventarse y disponer de una oportunidad vital nueva; o el trovador que, pese a su impericia en el
canto y el tañido del laúd, canta historias verídicas sobre su amor frustrado por la muerte en “El
castillo de la verdad”. Y raro será el lector regional que no sonría leyendo “El limón de oro”, donde se
explica de manera legendaria por qué los habitantes de esta tierra somos tan aficionados al zumo de
dicha fruta.
En definitiva, un nuevo peldaño en la larga escalera de títulos que Santiago Delgado (Murcia, 1949)
lleva ya entregados a la cultura murciana.

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