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El Tiempo. Santa Fe de Bogotá , Colombia.   20 de septiembre de 1998


OPINIÓN

¿Es inoportuno el indulto?


Cuál es el afán

Hacerlo al comienzo de un proceso tan incierto tiene varios inconvenientes. La iniciativa debería ser una carta
de negociación que se reserve el Estado.

Por ALFREDO RANGEL SUÁREZ

Los colombianos debemos prepararnos para aceptar una cruel realidad: el costo de la paz es la impunidad. Así
de terrible como suena. Sin impunidad no habrá paz. Es uno de los costos inmensos para terminar las guerras.
Las irregulares, que son sucias por definición, pero también las regulares que, aun cuando están
reglamentadas, nunca han sido limpias. A veces, al final de estas últimas se ha hecho justicia y se han
castigado los delitos atroces... de los perdedores; el bando ganador, que siempre escribe la historia oficial,
nunca acepta que ha jugado sucio, ni que ha cometido crímenes de guerra.

Un solo ejemplo. Al final de la Segunda Guerra Mundial fueron castigados los crímenes de guerra de los nazis
en el espectacular juicio de Nuremberg. Se hizo justicia sobre la barbarie nazi. Pero, ¿acaso los crímenes de
guerra de los aliados tuvieron igual suerte? Sus bombardeos sistemáticos e inclementes que arrasaron
ciudades alemanas enteras, pobladas de ancianos, mujeres y niños -los hombres estaban en el frente-, que
mataron a miles y miles de personas inocentes, son ejemplo de impunidad para los victoriosos.
Pero el caso más aterrador es el de bombardeo atómico a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, que en solo
un instante mató a tantos miles de inocentes como asesinaron los nazis durante años en algunos campos de
concentración, otros miles quedaron mutilados para siempre y muchos de sus descendientes todavía siguen
padeciendo los traumas genéticos de la radiactividad. Por su magnitud, es el más grande acto terrorista de la
historia de la humanidad. Y quedó impune.

En Colombia, en forma valiente el Gobierno ha decidido incluir el tema del indulto total, que incluye los
delitos atroces, en el referendo mediante el cual aspira a tramitar su proyecto de reforma política. Es una
decisión valiente, pero tal vez inoportuna.

El hecho es que en Colombia existe una legislación que hoy impide conceder amnistía sobre el secuestro y
demás delitos atroces y esto representa, sin duda, un obstáculo para perfeccionar un acuerdo de paz con unos
grupos insurgentes que han utilizado el secuestro de una manera tan sistemática y masiva que no tiene
antecedentes en la historia de la insurgencia moderna, al punto de que no es exagerado decir que hoy esas
organizaciones son las que mayor número de secuestros realizan cada año en el mundo.
Adicionalmente, entre la comunidad de naciones prospera la iniciativa de crear una Corte Penal Internacional
para juzgar los delitos atroces que no sean, por incapacidad o indolencia, procesados por la justicia interna del
país donde se cometen. Loable intención que, de tener a Colombia como uno de sus países signatarios, nos
alejaría para siempre de cualquier posibilidad de alcanzar la reconciliación nacional y nos colocaría al borde
de una guerra interminable.
El Gobierno está, entonces, frente a la difícil tarea de convencer a la opinión nacional e internacional de la
necesidad de incluir el secuestro y otros delitos atroces dentro de los crímenes indultables por el Estado, como
requisito necesario, aun cuando no suficiente para que los colombianos podamos terminar la guerra.

Patente de corso

Otro asunto es la oportunidad de la iniciativa. Esta medida, cuya necesidad no se discute, debería ser, sin
embargo, una carta de negociación que se reserve el Estado para cuando, al final de los diálogos con las
guerrillas, exista la certeza de lograr acuerdos que permitan solucionar políticamente el conflicto armado.
Pero al final, no al comienzo, porque la política también es -y de qué manera- cuestión de oportunidad.

Hacerlo al comienzo de un proceso tan incierto tiene varios inconvenientes. En primer lugar, que los
insurgentes y todos los actores armados de la confrontación podrían recibir la certeza del indulto total como
una patente de corso para realizar cualquier cantidad de actos de barbarie, con la seguridad de que todo les
será perdonado. El secuestro se podría disparar; las masacres, también. La degradación del conflicto, ya de
por sí crítica aun sin existir posibilidades de amnistía, recibiría un contraproducente espaldarazo jurídico. El
resultado sería perverso, o sea, contrario a lo buscado, pues las posibilidades de la paz se podrían alejar.

En segundo lugar, porque el Gobierno se expone a sufrir un traspié en un asunto tan delicado y podría enredar
aún más un diálogo cuyo futuro es incierto. Me explico. Supóngase que la votación del referendo no es muy
alta o, peor, que como producto, por ejemplo, de una ofensiva guerrillera durante los días cercanos a esa
votación -que se haría en los primeros meses del año próximo, apenas iniciados los diálogos de paz-, la volátil
opinión pública decida no respaldar la posibilidad de otorgar un indulto general a los insurgentes. El Gobierno
difícilmente podría reponerse de semejante fracaso, habría quemado estérilmente una importante carta de
negociación que podría haberse reservado para el futuro, y la guerrilla tendría servido en bandeja un pretexto
ideal para continuar la guerra.

Por las anteriores razones, la pregunta clave no encuentra respuesta: ¿por qué no dejar la consideración de la
cobertura y el alcance del indulto para cuando sea inminente un acuerdo de paz con la guerrilla? Es cierto. La
legislación actual es un obstáculo para lograr la paz. Pero no es el obstáculo, pues la guerrilla no lleva
cuarenta años en el monte con el propósito exclusivo de que la perdonen. Hoy menos que nunca. Pero
también es cierto que un costo tan duro, como es la impunidad, hay que pagarlo en su debida oportunidad. No
antes, ni gratuitamente.

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